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POR- ELIZABETH
Pasaron seis meses desde que mamá nos dejó a papá y a mí, el por su parte
entro en depresión, desde ese dos de abril entró en la habitación de huéspedes
y no ha salido de allí, la tía Martha es quien se hace cargo de mí desde
entonces, ella dice que soy muy fuerte, yo solo le hago una leve sonrisa, quizá
ella piense que no me dolió lo que paso con mamá, y no es eso, es que
simplemente sé que hay algo más, sé que mamá debe tener un razón para
justificar lo que hizo, solo debo buscarla, necesito encontrarla, sé que ella quiere
que las encuentre.
Los muebles y todos los objetos están cubiertos por una leve capa de polvo, el
sitio aún es agradable y guardaba esa sensación de paz que tanto me agradaba.
Entré y observe cada rincón de la habitación, todo estaba como lo recordaba,
por un momento sentí como si nada hubiera cambiado, como si mamá fuera a
llegar en algún momento. Me dirigí hacia la columna de libros favoritos de
mama, tome uno si ver el título, al final había una carta, la abrí con cuidado
efectivamente era la letra de mamá, era una historia escrita en tercera persona,
no sé si esta carta era la verdad que buscaba sin embargo la leería, leería todo lo
que fuera de mi madre, leería todo para poder entenderla:
Elizabeth tenía 70 años, a pesar de ser una anciana era muy linda, dentro de lo que
puede ser una persona de esta edad sin embargo muy linda. Era humilde, y a pesar de
que sus hijos tenían dinero ella no dejaba de serlo. Tenía una memoria y una mente
increíble, no olvidaba nada, ni a nadie.
Abel odiaba el trato que recibía del personal médico, le decía a sus hijos pero lo único
que obtenía era más incredulidad, por consiguiente más malos tratos. Elizabeth no era
tratada de mala manera, al contrario eran muy gentiles con ella,’ favoritismo médico’.
Abel llevaba tres semanas planeando su escape. El plan tenía una fase en la que tenía
que esconderse en el baño de las mujeres. Ese día la ley de las casualidades hizo el amor
a primera vista, o este nombre es lo más próximo para decir a todo lo que Abel sentía
por Elizabeth con haberla visto aparentemente una vez.
Abel perdió la amargura y recobro la ilusión, vivía de día y dormía de noche, contrario
a su vida antes de Elizabeth, escribía al amor y no al odio, era más loco que nunca
porque era más cuerdo que nunca, porque era más feliz nunca, porque estaba más
enamorado que nunca.
Elizabeth no sabía que sentir, ni que hacer, ni que decir… en el fondo su amor era casi
tan fuerte como el de Abel, solo que ella no comprendía en ese momento porque este
cariño tan fuerte por una persona que acaba de aparecer en su vida. Abel escribía todos
los días cinco cartas a Elizabeth, de esas cinco solo le enviaba una, no eran cartas de
amor, eran cartas también de reflexiones filosóficas, explicaciones, sentimientos grandes,
historias increíblemente impactantes, no solo de amor.
Elizabeth sabía del amor de Abel, pero Abel no sabía del amor de Elizabeth. Ella era
orgullosa en el amor y humilde en la vida. Esas cartas esos poemas, esas historias, esas
reflexiones hicieron que desde lo más profundo del ser de Elizabeth surgiera una
importante confesión… yo una indigna anciana de 70 años ama a un hombre canoso de
82 años, y aunque le pesara escribir esto lo haría… te amo Abel, gracias por
permitirme se sincera… el confesado amor de ancianos es mil veces más fuere que el
amor de adolescentes, por la experiencia, profundidad, y sobre todo sinceridad. Elizabeth
salió a escondidas de su cuarto, fue al de Abel y lo deslizo por debajo de la puerta, Abel
se dio cuenta inmediatamente, lo leyó y dejo caer su alma en forma de una lágrima por
su manchada cara. Corrió al cuarto 302, ‘la puerta al cielo’ o por lo menos su cielo, entró
con pasos lentos, seguros y fuertes, se sentó al lado de la cama y lloró recostado en las
piernas de Elizabeth, ella le acariciaba el cabello mientras se preguntaba que seguía
ahora.
Guardaron silencio por una hora, luego Abel rompió el silencio diciendo.
Abel tomo todas sus cartas y se las entregó en el orden debido. Obviamente él seguía
escribiendo a su amor, pero no solo de amor.
En las tres semanas antes de la muerte de Abel vivieron su romance como dos niños
que se despiertan al amor, con la diferencia que él de ellos era intenso, fuerte, no
necesitan demasiado contacto físico para poder sentir el amor, se toman la mano, o
simplemente se miraban durante horas, cada uno quedaba perdido en la mirada del otro.
Era perfecto.
Elizabeth entendió que su muerte era el juego del final del destino de la vida de la
muerte, entendió la trampa, el juego de la causalidad del destino. Su plan era casi
perfecto para la inmortalidad universal y dimensional, excepto por un error había una
regla ignorada por Abel, que hay después del todo y la nada. La respuesta era la regla y
la causa que llevara a un efecto inesperado.
El día llegó, la muerte era inevitable, pero escoger su destino después de la muerte y de
la vida. El dios de cada uno de los universos duales están en contra del inacentuado plan
que retaba las reglas del tiempo y el espacio, lo peor es que el diablo de los dos universos
también. Pero, Elizabeth era el as bajo de la manga de Abe. El olvido del destino de la
muerte de la vida y el infinito descuido del Dios de la causalidad. Ella.
Abel murió asfixiado por el rencor de una enfermera, una almohada cubrió su rostro, y
abrió la puerta una nueva vida. Él ya lo sabía.
Nadie lloró la perdida, y todo pareció muerte natural, achaques de la vejes, dijeron.
Elizabeth fue a la habitación de Abel lo vio tendido allí, se acercó, acomodo su cabello y
salió de la habitación.
Elizabeth sabía cómo morir. Abrió su ventana. Desde fuera se vio solo una mancha
grande y blanca que cayó directo a la rejas desde un tercer piso. Cerró los ojos, imagino
su vida al lado de Abel, cayó de espaldas, y al caer lanzó un grito de dolor y de felicidad.
Las rejas tenían un triángulo en su punta, y como un tenedor, se clavó en su espalda. La
sangre se deslizaba por las rejas blancas, el alma subía por el aire gris. Alguien vio que
una anciana se agarraba fuerte a las rejas, como si fuera lo último que pudiera tocar. Y
así era. Elizabeth se suicidó el dos de abril.
Un día lluvioso Ángel caminaba con una sombrilla roja por un puente, -y la causalidad
hizo que…- Isabela cruzó al tiempo, tuvo un mareo que la hizo agachar la cabeza, luego
miro hacia la ciudad, vio un mundo distinto. Todas las imágenes se juntaron y
formaron una escena, luego una película, luego una vida y luego reaccionó. Corrió y tiró
la sombrilla, tomo a Ángel de las manos, y lo miró a los ojos, 27 años sin recordar su
promesa de vida y de muerte fueron finitos. Eran por lo menos en este mundo más
jóvenes y más cercanos en cuanto a edad. Pero Ángel se sentía perdido, Isabela supo que
su vida, sus hijos, su esposo, eran solo una ficción, una fantasía, una ilusión, una
realidad, el mundo y el espacio. Ángel era alguien muy distinto y no iba a cambiar…
Isabela había cambiado por su vida, sabia de su antigua y nueva realidad, ella estaba
dispuesta a cambiar por él, ya que el amor vine siendo lo único que vale la pena en este
mundo.
Isabela se dio cuenta de lo que había pasado, las almas más débiles olvidan, la
memoria de su alma, dejan los hechos en su cuerpo y no se los llevan, Isabela tenía
un alma fuerte, pero Abel no.
-Perdón señor fue un error, es que usted se parece mucho a un viejo amigo mío.
Isabela sabía que no era un error, él no era parecido, era Abel, los ojos son la
ventana del alma, esa era el alma de Abel, quien ahora se llamaba Ángel. El destino
y sobre todo los dioses de la ley de la causalidad son seres crueles y egoístas.
Acomodan el juego para hacer perder.
Isabela llego a su casa, lloró y ahogó sus sentimientos en su rio de lágrimas. Pero no
morirá, ahora ella es un Dios, por que domina el tiempo y el espacio, porque su
memoria está en el alma y no en el cuerpo, porque puede viajar al conocimiento y a
la ignorancia, porque la muerte es un paso y puede viajar y ella sabe caminar. Sin
embargo la vida perderá su sentido al ser eterna, pero ella va a buscar el sentido de
su eternidad.
El día que vio a Abel, es decir a Ángel, llegó a su casa, tiró el bolso, escribió algo y lo
puso al final de su libro favorito, besó una foto que tenía en su escritorio. Se fue a la
cocina, tomó el cuchillo de la cocina, pensó en Abel, en las vidas que habían tenido,
en el sueño de volverlo a tenerlo con ella, apretó el cuchillo y este le atravesó el
cuello.
Adiós, hijo.
Doble la carta antes de que las lágrimas corrieran la tinta, guardé en libro en su
sitio, miré por última vez este lugar que tanta paz me traía, cerré la puerta y
subí a mi habitación y guardé la carta en mi mesa de noche. Ahora conocía la
verdad, por fin entendía todo. Cuando mi madre se suicidó ese día no entendí
las razones, ahora sé que no estaba triste por mí, o por mi padre, mi mami era
una diosa.
Mi papá pareciera creer que es mentira. Vive triste. Sigue triste. Yo no lo estoy,
ella no lo está, y yo estoy feliz de que ella… de ella.