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Nota sobre Platón

En cierto modo no se puede dar cuenta de la teoría del conocimiento de Platón


sin exponer su ‘metafísica’ (su teoría de la realidad considerada en su totalidad, etc.);
puede decirse, pues, para empezar, que la entraña de la teoría platónica del
conocimiento coincide con buena parte del corazón de su metafísica (en cambio en un
autor moderno como Kant, por ejemplo, podemos exponer su teoría del conocimiento –
incluida en el libro Crítica de la razón pura- sin aludir a otras partes o aspectos de su
filosofía).

Comenzaremos con un breve repaso de las influencias que convergen en la


propuesta de Platón pues a pesar de su profunda originalidad no surgió de la nada. Debe
destacarse, por muchos motivos, la importancia de Sócrates. El pitagorismo y la religión
órfica también tienen un papel relevante en la cristalización de la filosofía platónica. Por
último es subrayable el influjo de Heráclito y Parménides, pero con el importante matiz
siguiente: Platón recibió algunos elementos de esos dos filósofos a través de dos
discípulos tardíos, Crátilo y Hermógenes (pasando a otro orden de consideraciones
puede decirse que gran parte de las lecturas e interpretaciones de Heráclito y
Parménides son proyecciones retrospectivas de tesis de raigambre platónica –y esto ha
sido en general así hasta que Heidegger ha intentado orientar el asunto en otra
dirección).

Si la teoría platónica del conocimiento depende de la metafísica ¿cuál es el


núcleo de ésta? Nada menos que la doctrina de las Ideas. Su complejidad es tal que aquí
sólo podemos limitarnos a ofrecer unas pocas pinceladas de su contenido. Sucintamente
esta doctrina sostiene que deben distinguirse dos ‘mundos’: un mundo sensible y un
mundo inteligible (un universo eidético, un reino ideal poblado por Ideas, Esencias,
Formas). El mundo sensible, un reino de apariencias, está habitado por entidades
particulares, contingentes, cambiantes, sometidas a la generación y a la corrupción (es
decir, que nacen y perecen); por otro lado, y es otra nota importante de los moradores de
este mundo, se trata de entidades dependientes, carentes de (auto)suficiencia: dependen
para ser lo que son de otra cosa superior y previa. Y ¿de qué depende lo sensible, lo
aparente? Pues de todo aquello que reside en ‘otro mundo’ (de éste puede decirse,
siempre metafóricamente, pero con exactitud, que está tanto por encima del mundo
sensible –pues es superior a él- como por debajo –pues lo sostiene, lo aguanta, hace que
no se desmorone en un puro caos-). Y ¿cómo son las Ideas (Formas o Esencias) del
Mundo Inteligible? Son entidades universales, necesarias, inmutables, eternas e
independientes y autosuficientes (subsisten por sí mismas, no necesitan de nada más
para ser lo que son, etc.). Es fácil ver de donde surgen los quebraderos que cabeza que
atormentaron a Platón y que deberían atormentar a los platónicos de todos los tiempos
(a menos que el platonismo que convierta en una mera ‘doctrina ortodoxa’ que se recita
de memoria y sin rechistar, sin asumir que aquí están encerrados genuinos enigmas).
Por un lado ambos mundos son estrictamente contradictorios –si la Idea es universal el
ente sensible es particular, etc., etc.- y sin embargo, a pesar del abismo que se extiende
entre ambos mundos como una distancia insalvable, debe haber algún tipo de nexo o
conexión o vínculo entre ambos (pues al menos el mundo sensible ‘depende’ en su
precario orden y su frágil estabilidad del Mundo Inteligible). Digámoslo así: lo
contradictorio debe ser Idéntico (o idéntico en alguna medida) pues si no lo fuera se
trataría de dos universos o dos mundos simplemente incomunicados, ajenos entre sí
(apuntado de pasada: la pretensión de que lo contradictorio debe ser en último término
idéntico es uno de los significados que en la historia de la filosofía tiene el término
‘dialéctica’ –y así se ve tanto en Platón como en Hegel; y la cuestión es ¿es ‘racional’
esa pretensión?). La cuestión enunciada es un auténtico galimatías y la fuerza de Platón
estriba en que nunca renunció a resolverlo (si lo logró o fracasó en el intento es una
cuestión distinta). Podemos decir que en sus escritos ensayó dos vías desde las que
afrontó la extrema dificultad señalada: la vía de la ‘participación’ (méthexis) y la vía de
la ‘imitación’ (mímesis); dentro de la Academia, ante sus alumnos más avanzados y
avezados, intentó otras soluciones (por ejemplo acudir a dos principios: el Uno y la
díada ilimitada, indeterminada o indefinida).

Respecto al Mundo de la Ideas (al universo eidético que postula Platón como el
único fundamento del saber absoluto) podemos añadir que está estrictamente
jerarquizado: unas Ideas tienen mayor rango que otras (así la Idea de caballo es inferior
a la Idea de triángulo, por ejemplo). Gráficamente podemos dibujar el mundo de las
Ideas como una pirámide con distintos niveles, unos encima de otros; y ¿cuál es la
cúspide de la pirámide, la Idea principal, la Idea suprema y superior? la Idea del Bien
(largo sería explicar porqué Platón afirma esto –lo que es bastante más corto es explicar
qué contiene, ante todo porque su contenido es, en gran medida, un auténtico enigma).

Platón sostiene –y vamos ahora con un asunto especialmente difícil pero de


extraordinaria importancia- que una ciencia particular trata con y se ocupa de unas
esencias ‘concretas’ (una Idea o una Forma); así la zoología tiene que habérselas con la
Idea de caballo o de elefante, y la geometría con la Idea de triángulo o de pentágono;
pero ¿todo conocimiento es ‘particular’ en el sentido de que se ocupa de la esencia de
esto o de aquello? Pues no, hay un peculiar conocimiento (la ‘sophía’ o la ‘theoría’) que
se ocupa de la “esencia de la esencia”; es así que la filosofía platónica se orienta en
torno a la cuestión siguiente: “¿qué es la esencia?”. La indagación filosófica así
planteada se adentra en un bucle vertiginoso, penetra en un laberinto del que no es
seguro que pueda alguna vez salir. Pero al margen de esto último importa subrayar la
enorme coherencia de Platón: si el saber o el conocimiento lo es de la esencia (única,
universal, necesaria, eterna, subsistente) es ‘lógico’ concluir que cabe conocer también
y ante todo la esencia de la esencia. La lectura atenta y cuidadosa de diálogos platónicos
como El sofista o Parménides –y quien tenga apego a la filosofía debería intentar al
menos una vez recorrer sus vericuetos- a buen seguro que experimentará en sus carnes
el vértigo del bucle que hemos reseñado.

Una característica central del Mundo de las Ideas (del universo eidético, del
mundo de las esencias o de las formas) es su “idealidad”: es un reino, insiste Platón,
“ideal”. Lo ideal es lo perfecto, pleno, completo e íntegro, acabado, algo modélico,
arquetípico, paradigmático (o sea, eso que los griegos también llamaban “lo divino”).
Una consecuencia de esto –bastante curiosa por otra parte- es que sólo es enteramente,
propiamente y auténticamente bella la Belleza en sí, la Idea de Belleza; si algo además
de esto resultase ser también bello –un paisaje, una escultura, un hombre o una mujer-
lo será imperfectamente, deficientemente, y lo será por delegación, de manera vicaria.

Falta resaltar una última cosa. Platón sostiene que las Ideas o Esencias o Formas
tienen un papel causal. La Idea de caballo o de triángulo es la causa de los caballos o de
los triángulos ‘sensibles’ (el caballo que pasta en el prado o el triángulo dibujado en la
pizarra del geómetra). ¿Qué tipo de causa? Pues parece –pues en este importante punto
Platón no es especialmente claro- que la Idea de algo es a la vez su causa eficiente y su
causa final (la causalidad teleológica implica, entre otras cosas, que lo menos perfecto
‘aspira’ o ‘anhela’ por sí mismo lo más perfecto y por eso ‘tiende’ hacia ello).

¿Qué concluir de lo expuesto hasta el momento? Por ejemplo lo siguiente: el


esencialismo platónico postula que sólo hay un Orden del Mundo, un orden presidido en
su entraña más profunda por la identidad y la permanencia. Y es ese orden único y fijo
el que debe ser reflejado por el conocimiento (epistème). ¿Qué es, o qué papel juega, el
universo eidético (el reino ideal de las formas)? Es el fundamento del saber absoluto
(completo, incorregible, etc.).

Acotado en algunas de sus líneas de fuerza el núcleo de la doctrina de las Ideas


podemos a partir de aquí concentrarnos en aspectos de la filosofía platónica más
estrechamente conectados con la teoría del conocimiento.

El arranque del conocimiento o del saber se cifra en una pregunta: “¿qué es


esto?” (“¿qué es tal o qué es cual?”), y su respuesta –nos dice Platón tras la estela de
Sócrates- debe ser una ‘definición esencial’ (o una ‘definición conceptual’, pero
entendiendo entonces que el referente del concepto lo constituye la esencia). ¿En qué
consiste una definición (teniendo en cuenta que lo definido es siempre un ‘especie’, una
clase de individuos o de particulares)? En realizar dos operaciones, en primer lugar
subsumir la especie en su género próximo, en segundo lugar, tiene que señalarse cuál es
la diferencia específica, es decir, la propiedad esencial que divide al género. Así la
especie ‘hombre’ se define señalando su género próximo (‘animal’) y su diferencia
específica (‘racional’). Esta manera de encarar el asunto –siempre importante- de la
definición de los fenómenos implica una manera de entender el conocimiento
clasificatorio, el conocimiento taxonómico: a un fenómeno cualquiera le debe
corresponder una y sola esencia (necesaria, universal, etc.); ¿es esto así? Tal vez no,
pero no es el momento de discutir tan difícil cuestión, sólo diremos que tal vez cabe
responder a la pregunta por qué es tal o qué es cual sin por ello tener que aducir una
esencia (siendo ésta el referente del concepto), pero sostener tal cosa implica salirse de
la órbita del platonismo y del aristotelismo, y escapar al poderoso poder de atracción de
ambos es complicado, aunque no imposible. Un detalle más: resulta curioso y
sorprendente que alguien como Platón, que expuso una concepción del conocimiento
tan rígida como la que acabamos de reseñar, ‘explique’ puntos centrales de su doctrina a
través de símiles, alegorías, etc. (los célebres ‘mitos’ platónicos), ¿por qué procedió así?

Es habitual leer que el método del conocimiento según Platón es el ‘método


dialéctico’ (algo emparentado, por otro lado, con que la forma literaria adoptada por
Platón sea precisamente el ‘diálogo’ –en los textos platónicos encontramos una serie de
personajes que discuten entre sí sobre qué es tal o cual fenómeno exponiendo cada uno
una tesis que contradice a las demás, etc.-). Y esto es correcto siempre que no se
entienda por ‘método’ lo que después se entenderá a partir de Descartes (un conjunto de
reglas que conducen a establecer y comprobar una verdad). Aquí el método es nada más
esto: un camino hacia el conocimiento verdadero (y un camino que cuenta con que a
cada paso nos amenaza el extravío, como sucede muchas veces en los diálogos
platónicos). El método del conocimiento consta de dos pasos: la ‘ironía’ y la
‘mayéutica’. La primera se refiera al socrático ‘sólo sé que no sé nada’, está orientada a
mostrar que los saberes que circulan ordinariamente por la Ciudad son falsos, y no ya
sólo en sus contenidos concretos sino que son falsos porque parten de erróneas
premisas; la ‘ironía’ es, pues, un procedimiento destructivo que nos despoja
dramáticamente de todo lo que dábamos por bien firme y perfectamente asentado. La
‘mayéutica’ alude al alumbramiento de la verdad que debe tener lugar durante el
transcurso del diálogo en el que se discuten una serie de tesis referidas al tema en
disputa; cuando Platón se puso a explicar en qué consistía el núcleo de la mayéutica
sostuvo lo que se denomina “teoría de la reminiscencia”: conocer algo que se ignora no
es otra cosa que rememorar algo que ya se sabe desde siempre (¿qué es eso ‘sabido a
priori’? la definición esencial de algo, desde luego, es decir: lo recordado es la Idea, la
Forma, la Esencia); esta teoría reposa en un dualismo antropológico –coherente con el
resto de la doctrina de las Ideas-: el ser humano está formado por dos mitades, el ‘alma’
(psyché) y el cuerpo; según Platón el alma ‘ha contemplado desde siempre’ el entero
universo eidético, sin embargo su asociación con un cuerpo le ha desprovisto de esa
‘visión’ haciéndole olvidar sus perfectísimos conocimientos. ¿Qué podemos destacar de
la doctrina de la reminiscencia? Por un lado señala la aprioridad del auténtico
conocimiento (los conceptos son, en último término, ‘innatos’), por otro sostiene que el
cognoscente (el ‘alma’) es ominisciente: lo sabe ya todo (desgraciadamente el cuerpo lo
vuelve ignorante, pero al precio de distorsionar su verdadero ser). Una pregunta
respecto a este punto: ¿es en efecto compatible la teoría de la reminiscencia con la tesis
de que el conocimiento de la verdad sólo se logra a través de un diálogo racional en el
que los interlocutores intentan refutarse entre sí? Y todavía una cosa más: ¿no implica
también que se suprima de algún modo la consideración de que la raíz última del saber o
del conocimiento se encuentra en la investigación de lo desconocido, en el aprendizaje
de lo que no se sabe?

Vayamos ahora con la clasificación platónica del conocimiento (expuesta por


ejemplo en un par de famosos pasajes del diálogo La república –el símil de la línea y la
alegoría de la caverna-). El saber o conocimiento se organiza en dos grandes clases: la
opinión (referida al mundo sensible, a la realidad aparente) y lo que propiamente
constituye el conocimiento (la epistème orientada hacia el universo eidético, el reino
ideal de las Formas). Cada uno de ellos está dividido por dos subclases (la opinión en
‘pístis’ y ‘eikasía’; el conocimiento en ‘dianónia’ y ‘nóesis’), y considerados en
conjunto están organizados según una dialéctica ascendente, es decir un orden
jerárquico que va del conocimiento ínfimo al conocimiento supremo. Centrémonos sólo
en lo que constituye propiamente conocimiento; el conocimiento dianoético es un
“lógos del eîdos”, es decir, un juicio o proposición referido a una esencia, si el eîdos –
prioritario respecto al lógos- puede ser reflejado por el lógos es porque entre ambos hay
una estricta “isomorfía”, ¿en qué se concreta esta? Por ejemplo en lo siguiente: el lógos
es a la vez analítico y sintético y, por su parte, lo cognoscible a través del lógos es a su
vez un ‘compuesto’, una precisa y armoniosa mezcla de propiedades. Pero por encima
de este tipo de conocimiento está el conocimiento noético: en él la facultad superior del
alma, el entendimiento (noûs), capta intuitivamente (o sea, de manera directa e
inmediata) la esencia de algo. Sería muy interesante explicar esto con detalle –pues
resulta de lo anterior, por ejemplo, que la esencia de algo tiene una doble cara, es
compuesta por un lado, y así es reflejada por el lógos, y por otro lado, como señala su
captación por el entendimiento, es simple (carente de partes)- pero entraríamos en
terrenos bastante resbaladizos (¿cómo una misma esencia puede ser a la vez compuesta
y simple?).
Antes de continuar con otro orden de consideraciones llega el momento de
hacer unas pocas recomendaciones bibliográficas. Por ejemplo las siguientes: David
Ross, Teoría platónica de las Ideas, ed. Cátedra; Francis M. Cornford, La teoría
platónica del conocimiento, ed. Paidós; Mario Vegetti, Platón, ed. Gredos; Felipe
Martínez Marzoa, Iniciación a la filosofía, ed. Istmo (en un artículo publicado en la
revista electrónica A parte rei, nº 62, titulado “Una confrontación incesante: ontología y
metafísica”, he abordado algunos temas que apuntan a las cuestiones que aquí están en
juego).

Haremos ahora, antes de entrar en unos problemas más específicos, una breve
alusión a la crítica filosófica dirigida hacia Platón y el platonismo. Discutir con Platón,
cuestionar lo que ha sostenido, es tal vez la manera más seria de tenerlo en cuenta
siempre que la critica sea debidamente argumentada y tenga como colofón la propuesta
de una teoría mejor (algo bastante difícil de lograr pero que tiene que ser intentado una
y otra vez).

El primer crítico auténticamente relevante fue Aristóteles, su más brillante


discípulo; los principales elementos de su cuestionamiento de la filosofía platónica han
marcado la pauta a la discusión del platonismo durante muchos siglos (por acudir a un
ejemplo: en la Edad Media Santo Tomás de Aquino rebatió el cristianismo platonizante
de San Agustín y San Anselmo acudiendo a tesis aristotélicas). Sin embargo, y esto es
decisivo, la crítica de Aristóteles, por muy interesante que sea, permanece en puntos
clave dentro de las coordenadas platónicas; por ejemplo: al igual que su maestro
Aristóteles afirma que detrás de los fenómenos –o sobre ellos, o bajo ellos, o en ellos-
hay un único universo eidético, es decir: Aristóteles sostiene que hay un y sólo un
Orden del Mundo (gobernado por una causalidad teleológica y teológica, etc.); a su
peculiarísima manera Aristóteles es un platónico (más preciso en unas cosas, más
refinado en otras, más claro y sistemático, etc.).

En cambio lo más característico de las más afiladas críticas surgidas a partir del
siglo XIX hasta nuestros días es que apuntan a lograr una refutación del “realismo” y
del “esencialismo”, esto es: de la posición común a Platón y a Aristóteles.

Dos de las principales líneas de discusión con Platón –y a la vez con la poderosa
trama de su influjo en Occidente- arrancan de Nietzsche en el siglo XIX y de Heidegger
en el siglo XX. La crítica de Nietzsche apunta hacia aquellos elementos que sirvieron de
humus en la articulación del platonismo (el rechazo de la imperfección del mundo y la
atemorizada huida hacia un mundo ideal, etc.). Por su parte Heidegger sostiene que el
postulado de un único universo eidético intenta en vano imponer un yugo al mundo,
sofocando así la pujanza de lo posible (la entraña del cuestionamiento heideggeriano de
Platón es esta: la presencia del ente no necesita de la previa luz de una Esencia universal
y necesaria, etc.).

Por nuestra cuenta y riesgo, y con brevedad, vamos a apuntar tres líneas de
cuestionamiento de la propuesta platónica. Cada una de ellas apunta a un conjunto de
dificultades que ponen en entredicho –o al menos eso es lo que pretenden- aspectos
decisivos del platonismo.

1) El conocimiento, según esta línea de pensamiento tan relevante en la


tradición, pivota, de entrada, entorno a una “definición esencial” (en la que a través de
un ‘concepto’ se alcanza la completa y permanente identidad de lo definido). Parece que
un ejemplo privilegiado de esto lo encontramos en la matemática, en la geometría para
más señas. Si formulamos la pregunta que da pie –exige y solicita- una definición
esencial nos encontramos con lo siguiente: si el matemático pregunta “¿qué es un
triángulo?” la respuesta inequívoca dice, un triángulo es en su esencia (ideal) un
polígono (género próximo) de tres lados (diferencia específica –la propiedad que divide
el género). Desde luego ésta es, como definición, algo irrefutable. Platón pretendía que
esto que es tan fácil de obtener en la matemática debe poder obtenerse en cualquier
esquina o rincón del saber (¿por qué? porque Platón sostiene que todo fenómeno debe
tener una esencia que lo agota, lo define, lo abarca, lo incluye, etc.). Vamos ahora,
brevemente, a poner una pequeña chinita en el zapato platónico. La definición ofrecida
–elaborada, no puede olvidarse, dentro de un saber específico- en efecto parece saturar
su fenómeno, parece agotarlo por completo (¿puede ser un triángulo otra cosa que un
polígono de tres lados y sólo eso?). Ahora bien sucede que el ‘triángulo dibujado’ (el
fenómeno definido en la definición geométrica) no es exactamente o estrictamente un
“triángulo ideal”; el platónico nos dirá que el hecho empírico de estar dibujado es una
mera propiedad contingente y accidental de la esencia del triángulo –principalmente
porque un dibujo está realizado con puntos y líneas que poseen alguna dimensión, que
miden algo, etc. Sin embargo, ¿y sí su ser dibujado es algo ‘constitutivo’ de la idealidad
geométrica de los triángulos? ¿no socava esto en parte el propósito mismo de obtener
una definición esencial? Quede aquí esto como asunto que reclama una meditación más
pormenorizada. Quedémonos mientras tanto sólo con esto: el conocimiento de algo
entraña o implica su “idealización”, esto es: su “estilización”, un coger de ello unos
aspectos relevantes al caso y prescindir sistemáticamente de otros rasgos irrelevantes
respecto a unos específicos propósitos; ahora bien, Platón y el platonismo impiden
entender esto en cabalmente y en su justa medida porque afirman exageradamente que
lo único real y verdadero es lo idealizado, siendo eso a partir de lo cual opera la
idealización meramente irreal y aparente, es decir, y en definitiva: Platón impide
entender apropiadamente los precisos límites inherentes a la “idealización
cognoscitiva”, algo que bien se ve en el ejemplo considerado: su concepción de la
geometría. Volvemos a decirlo: según Platón sólo es propiamente un triángulo el
triángulo ideal, en cambio el triángulo dibujado en la pizarra no lo es, pero ¿no ocurrirá
más bien lo contrario? Una apreciación más ecuánime dice que el triángulo primordial
es el triángulo dibujado pues sin él no habría triángulo ideal que valga; en conclusión:
precisamente porque exagera el poder de la idealización Platón distorsiona el proceso
estilizador inherente al conocimiento, ante todo porque la idealización se lleva a cabo
bajo unos estrictos límites más allá de los cuales pierde apoyo y se convierte en algo
ininteligible (hemos expuesto esto último con un poco más de detalle en un texto que se
puede buscar por Internet, se trata del escrito “Derrida y la fenomenología”).

2) Una de las consecuencias de la postulación de que a los fenómenos subyace


un solo y único universo eidético (una única y rígida trama de esencias –Ideas, Formas-)
es que cada ente debe ser por derecho “saturado” por un único y completo conjunto de
propiedades incluidas en un concepto (recuérdese que en Platón la esencia es el
referente de un concepto). Dicho de otra manera: a cada fenómeno –o, mejor dicho, a
cada multiplicidad de ellos- corresponde una esencia, y sólo una. No es fácil discutir
esta tesis, pero en el contexto de la ciencia actual no es imposible (no es enteramente
‘insensato’ podemos decir –como sí lo sería si nos atuviéramos a las estrictas
coordenadas del platonismo). Vamos a acudir para ello a un ejemplo del filósofo Hilary
Putnam adaptándolo a nuestro presente propósito (pues él lo formula con una meta en
parte distinta a la que aquí perseguimos). En el planea Tierra nos es familiar una
sustancia líquida, inodora, incolora e insípida a la que denominamos ‘agua’; cuando la
ciencia química ha analizado su composición nos ha informado de que está formada por
la combinación de una parte en volumen de oxígeno por dos de hidrógeno. La cuestión
es: ¿cabría encontrar en un lejano planeta algo que tenga todas las propiedades
macroscópicas del agua terrestre pero que a nivel molecular no sea una composición de
oxígeno e hidrógeno? Si así ocurriese –y lo relevante aquí es que esto no sería
descabellado- tendríamos que a dos conjuntos distintos de propiedades moleculares les
correspondería un solo conjunto de propiedades macroscópicas. Se incumpliría así la
tesis platónica de que a cada uno de los fenómenos que nos encontramos debe
corresponderle única y obligatoriamente una esencia profunda que lo agota y satura por
completo. Esta línea argumental no es, por varias razones, suficiente para desbaratar
enteramente el postulado platónico pero, nos parece, avanza un paso en esa dirección.
En el campo de la física contemporánea hay un ejemplo mejor, pero no es éste el lugar
oportuno para estudiarlo con el detalle que requiere el asunto mismo: la luz es, a la vez,
onda y partícula (cabe añadir algo aún más complejo pero más profundo e interesante: si
hay algo en su raíz enteramente ajeno al platonismo es la hipótesis de los ‘universos
paralelos’ –según Platón sólo es ‘racional’ la tesis de que el orden del mundo es único-).
¿Es esto último –tanto el fenómeno la luz como el espinoso asunto de los universos
paralelos- entendible en un marco platónico? En manera alguna (se abren así
interesantes cuestiones en torno a las que habría que indagar mucho más a fondo).

3) La noción misma de “saber absoluto” implica lo siguiente: “nada es por


derecho incognoscible”, o también: “todo debe poder ser conocido enteramente y sin
margen de error”, etc. Sin embargo –una vez se sostiene consecuentemente que el
término del conocimiento es una Esencia (universal, necesaria, única, autosuficiente,
eterna, etc.)- surge un poderoso obstáculo a la pretensión señalada: se planta en el curso
del camino el serio escollo de un doble umbral de incognoscibilidad pues hay dos
niveles que escapan al conocimiento absoluto, es decir: hay dos niveles cuyos
contenidos son refractarios al logro de una definición esencial.

Mencionaremos en primer lugar el umbral superior de incognoscibilidad. El


conocimiento de una esencia específica (una clase de particulares) se efectúa
dividiendo a través de una propiedad esencial (la llamada “diferencia específica”)
una esencia genérica. El conocimiento así se ve embarcado en el recorrido de una
escala ascendente regida por la ley “cuanto mayor extensión de la esencia o el
concepto menor es su intensión o comprehensión (esto es, la cantidad de
propiedades incluidas en la definición)”; esa escala ascendente conduce a la
afirmación de un género de géneros propiamente indefinible, es decir: incognoscible
(también puede afirmarse que esa escala ascendente implica desde su punto mismo
de partida un peculiar círculo vicioso, precisamente el que aquí estamos señalando:
la pura cognoscibilidad exhaustiva de las esencias genéricas y específicas reposa
sobre un fondo propiamente incognoscible). Sucede entonces lo siguiente: el aspecto
central de la universalización cognoscitiva lleva irremisiblemente a tener que
postular un género de géneros que aparece como un continuo homogéneo
indiferenciado e indeterminado (en gran medida las tribulaciones platónicas en torno
a la Idea del Bien y, dentro de la Academia, en torno a lo Uno y la díada indefinida
tienen que ver con este difícil asunto; aparentemente Aristóteles solucionó este
asunto, pero nos tememos que a pesar de su enorme interés lo que sostuvo el
discípulo de Platón no deja de tener sus puntos ciegos).
El umbral inferior de incognoscibilidad se refiere a esto: como tal lo particular –los
individuos que caen debajo de una esencia específica (una clase)- es indefinible e
incognoscible. Lo particular –una indiferenciada multiplicidad contingente- escapa
pues al conocimiento en tanto éste sólo trata propiamente con y de esencias
universales y necesarias (los particulares son esas oscuras y confusas sombras
proyectadas sobre el fondo de la Caverna). Aquí, por otra parte laten dos problemas
o dificultades interesantes: a) ¿cómo es que una esencia universal –una esencia
específica- se particulariza e individualiza?; b) ¿por qué, podríamos preguntarle a
Platón, por ejemplo en el contexto de su diálogo El Timeo, ‘existe’ el mundo
sensible’? ¿Cuál es la ‘razón de ser’ de un mundo de meras apariencias? (Platón no
podía ni siquiera formularse esta cuestión –que cobrará relieve sobre todo a partir
del cristianismo medieval en su interacción con la filosofía griega- pero no deja de
ser una pregunta legítima que puede formulársele –a pesar de que sabemos que
Platón nunca se dio por enterado de ella ni de sus profundas implicaciones-).

Aquí concluye -¡dejando tantos temas pendientes!- nuestro rapidísimo viaje por
el fascinante universo platónico.

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