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Michel

Carrouges es uno de los más famosos investigadores del apasionante enigma de


los llamados «Platillos Volantes». En este libro encara el misterio aplicando el sistema de la
duda metódica con característico rigor y lucidez francesas. Dice el autor: «Creer de antemano
en las alucinaciones, en los Marcianos, o en cualquier otra hipótesis, es una actitud estéril y
sin la menor base. No se trata de creer sino de investigar». Y de esta manera, Carrouges se
lanza a examinar simultáneamente todas las hipótesis, tratándolas como a tales, y dudando
aun de sus propias dudas. Sin embargo, como la duda es un círculo vicioso si no se
encuentra una base sólida que le sirva de campo de pruebas, lo primero es encontrar esa
base. Carrouges afirma que ella es el «punto de vista sociológico». Éste es el fenómeno de
base que se debe investigar y que sirve de punto de partida y de distintivo al presente trabajo.
Carrouges lleva a cabo una investigación sociológica en gran escala que arrojará nueva y
evidente luz sobre el alucinante enigma de los seres extraterrestres.
MICHEL
CARROUGES

APARECEN
LOS MARCIANOS

EDITORIAL POMAIRE
SANTIAGO DE CHILE / BUENOS AIRES / MÉXICO
MADRID / BARCELONA
Traducción de
XIMENA GARCÉS DE ARTECHE
Título original
LES APPARITIONS DE MARTIENS
© LIBRAIRIE ARTHÈME FAYARD, 1963
© 1967, BY EDITORIAL POMAIRE, S. A.
AV. INFANTA CARLOTA, 157, BARCELONA
Printed in Spain
EMEGÉ.
ENRIQUE GRANADOS, 91 Y
LONDRES, 98. BARCELONA
Dep. legal. B. 32.534 - 1967
«La experiencia es la única fuente de la verdad: sólo ella puede enseñarnos
algo nuevo; sólo ella puede darnos la certeza. Nadie puede refutar estos dos
principios.»
Henri Poincaré,
Ciencia e Hipótesis (p. 167)
«La ciencia no es, en efecto, una entidad abstracta: se adapta
constantemente a un grupo de hombres que viven las aspiraciones inherentes
al proceso científico. En estas condiciones los elementos heterogéneos, en
cuanto tales, se encuentran sometidos a una censura de hecho: cada vez que
pueden constituirse en objeto de una observación metódica, falta la
satisfacción funcional, y sin esa circunstancia extraordinaria —la interferencia
de una satisfacción, cuyo origen es muy diferente— no pueden mantenerse en
el campo observado.»
Georges Bataille,
Crítica social
(Noviembre de 1933)
INTRODUCCIÓN

¿S ON los platillos volantes una realidad o una ilusión?

Hace ya dieciséis años que esta pregunta se plantea, desde el 24 de Junio


de 1947, fecha del incidente Kenneth Arnold, en los Estados Unidos.
Se ha dado toda clase de explicaciones: mixtificación, alucinaciones,
delirios, fenómenos físicos desconocidos, armas secretas, aparatos que vienen
de Marte o de otro lugar, etc.
Pero hasta ahora, ningún hecho y ninguna demostración científica, han
logrado zanjar el problema.
Esta incertidumbre constituye un escándalo para el espíritu.
O los testigos han sido víctimas de una perfecta ilusión y los platillos
vienen a ser sólo una monstruosa aberración mental.
O los testigos se equivocan parcialmente frente a hechos de naturaleza
desconocida; esta hipótesis no es en absoluto una hipótesis tranquilizadora ya
que implica toda clase de peligrosos planos que incluyen sub-productos de las
experiencias atómicas o ensayos de armas secretas.
O los testigos tienen toda la razón cuando aseguran haber visto aparatos
que poseen cualidades de velocidad y desplazamiento absolutamente
extraordinarias. Y en ese caso se trata de un hecho histórico de una
importancia capital, ya que los dueños de estos aparatos son virtualmente los
dueños del planeta.
Continuando con esta hipótesis, si esos aparatos vienen de Marte o de
cualquier otro planeta, asistimos entonces a los primeros encuentros
interplanetarios. El significado de este acontecimiento sería, entonces,
incalculable.
Es totalmente inaceptable permanecer pasivos frente a semejante enigma.
El método sociológico.
Para empezar, diremos que no existe otra actitud posible fuera de la duda
metódica.
Creer de antemano en las alucinaciones, en los marcianos o en cualquiera
otra hipótesis, es una actitud estéril que no tiene ninguna base. No se trata de
creer sino de buscar.
Hay que examinar simultáneamente todas las hipótesis; pero sólo como
simples hipótesis y dudando hasta de nuestras dudas.
Pero la duda se transforma en círculo vicioso si no se encuentra en ningún
lado una base sólida que le sirva de terreno experimental. ¿Dónde encontrar
esa base?
¿Dónde encontrar un punto de partida firme e indestructible que a su vez
no esté basado en un prejuicio?
Sólo existe uno: el punto de vista sociológico.
Ignoramos totalmente qué son los platillos volantes. Pero sí estamos
completamente seguros que constituyen una realidad sociológica.
Éste es el fenómeno de base que tenemos que examinar.
«Los relatos periodísticos no prueban por cierto nada, escribíamos en
ocasión del famoso período del otoño del año 54, pero constituyen un dato
sociológico importantísimo: la prensa es la pantalla cotidiana donde se
proyectan las “actualidades marcianas”, ya sean éstas reales o imaginarias. Es
en los medios periodísticos y en la opinión pública donde se encuentra el
origen o el desarrollo del “mito marciano”». (Mundo Nuevo, oct.-dic. 1954.)
Tenemos, entonces, allí, una base objetiva, auténtica y bastante abundante
para convertirla en objeto de estadísticas y análisis comparados, con base
sociológica y sin prejuzgar ninguna solución.
En la medida de lo posible, hemos juntado los recortes de prensa y los
cables de las agencias*, especialmente durante el gran período de septiembre
y octubre de 1954.
Hemos logrado también reunirnos con todas las obras aparecidas o
traducidas en Francia que trataban el problema y cuya lista se encuentra en
nuestra bibliografía.
Con el objeto de completar nuestro trabajo en ciertos puntos, hemos
contado con los recortes de prensa de provincia reunidos por Charles Garreau
a través del señor Aimé Michel. Se los agradecemos vivamente.
Desgraciadamente, es imposible para nosotros proceder aquí a una crítica
detallada de las fuentes.
Si a pesar de todos los defectos de este espejo, logramos descubrir en
medio de la masa de los testimonios humanos sobre los platillos volantes, una
estructura coherente, entonces esta estructura realmente existe y el fenómeno
se impone.
PRIMERA PARTE

HISTORIA DE LOS TESTIMONIOS


I

NOCIÓN DE TESTIMONIO

A PRIMERA vista, los datos que nos entregan libros y periódicos, forman un
cuadro perfectamente incoherente.
Entre los testigos encontramos mezclados técnicos, sabios y gente que
carece de toda formación científica. Por lo menos, éstos poseen espíritu
analítico. Pero entre los testigos de los platillos, se encuentran también
místicos: tal es el señor Adamsky.
Por lo tanto no hay que asombrarse si el contenido de los testimonios es
terriblemente heterogéneo. Junto a relatos extraños pero sencillos
proporcionados por personas a quienes en cualquiera otra circunstancia
creeríamos con toda facilidad, personas que son las primeras en asombrarse
de lo que les ha sucedido, pueden leerse también relatos de confusiones muy
burdas, a veces, y en las cuáles queda demostrado, por último, que el platillo
es un simple globo.
Conocemos también las declaraciones hechas por Adamsky en las que nos
relata las confidencias de un venusiano, y también las declaraciones del señor
M. Scully, referentes al descubrimiento de restos de platillos caídos en
América del Norte, restos guardados en absoluto secreto por el Ejército
norteamericano.
¿Cómo lograr alguna coherencia en semejante batiburrillo?
Contestaremos diciendo que hay que recoger todos los testimonios, pero
sólo los testimonios.
Esto significa, en principio, que hay que excluir sistemáticamente
cualquier relato del estilo del de Adamsky. En este caso, ya no se trata de un
simple testimonio en el sentido corriente de la palabra, sino de un hombre que
pretende revelarnos el secreto de los platillos porque ha obtenido la gracia de
una especie de iniciación personal, de la cual por lo demás no da la menor
prueba. Por lo tanto no lo tomaremos en cuenta para nada en este trabajo.
Por razones análogas, tampoco recogeremos las sensacionales revelaciones
hechas por Scully, salvo el caso de elementos particulares que fueran
corroborados por otras fuentes.
En cambio, tenemos que conservar cualquier relato hecho por un simple
testigo en el sentido común de la palabra, ya sea éste sabio o profano que
pretenda haber visto un platillo volante o reconozca haber sido engañado por
cualquier clase de broma o alucinación.
Para proceder por orden, tenemos que reunir primero los testimonios
positivos más significativos y tratar de construir el cuadro del fenómeno como
se pretende haber visto en el espacio.
Luego, con el mismo cuidado, construiremos el cuadro de conjunto de las
ilusiones y confusiones con el fin de confrontarlo con el precedente.
La confrontación de estos dos cuadros será el único medio que tendremos
para juzgar el valor del conjunto de los testimonios, y en consecuencia, el
problema de saber si la existencia de los platillos volantes es objetiva o sólo
se deriva de la subjetividad, vale decir, de la patología.
II

NOCIÓN DE PLATILLO VOLANTE

L A NOCIÓN de platillo volante aparece por primera vez con el incidente de


Kenneth Arnold.
La observación tiene lugar el 24 de Junio de 1947 a las 15 horas, es decir,
en pleno día. En ese momento, Kenneth Arnold, hombre de negocios de Boise
(Idaho) pilotaba su avión particular, en las proximidades del monte Rainier,
en la región de los Montes Cascade, entre Chehalis y Yakima, en el Estado de
Washington (R., p. 28)*.
Súbitamente descubrió un espectáculo que le pareció prodigiosamente
insólito.
«Observó una serie de reflejos luminosos hacia su izquierda, cuenta
Ruppelt. Deseoso de descubrir el origen de ellos, divisó un cordón de nueve
objetos luminosos en forma de discos cuya longitud calculó en 10 o 15
metros… Al avanzar, serpentearon entre los picos montañosos, hasta llegar a
desaparecer tras uno de ellos. Cada objeto describía un movimiento a saltos,
igual, declaró Arnold, al de un platillo rebotando sobre el agua.
»Mientras estos objetos estuvieron al alcance de su vista, Arnold midió su
velocidad y marcó la posición de ellos y la propia en su carta de navegación,
hizo los cálculos y comprobó que esta velocidad alcanzaba 2.700 km/h.
Estimó que la distancia que le había separado de ellos era de 30 a 40
kilómetros, y que habían recorrido una distancia de 75 kilómetros en 102
segundos» (R., p. 28).
Estos aparatos volaban a 4.000 metros de altura, (M.I., p. 15).
El incidente causó enorme impresión*. De inmediato se le calificó de
fantástico, y levantó una ola de caóticas y contradictorias opiniones que ya
han pasado a la historia como clásicas en la materia. Algunos opinaban que se
trataba de una ilusión (S., p. 170); otros que los platillos eran armas secretas
de la aviación (S., p. 90); otros creían ver en ellos señales desde Marte (S., p.
170), lo cual no impedía que otros aseguraran que eran originarios de Venus
(R., p. 30). Estos últimos llegaron a inventar una detallada novela: Arnold
buscaba los restos de un avión desaparecido en la región, hecho que parecía
auténtico, pero, agregaban, la desaparición del avión se debía a los platillos
que lo habían derribado y se habían llevado restos y cuerpos de las víctimas a
su planeta, a la Facultad de Medicina de Venus (R., Id.).
Por supuesto, el A.T.I.C. (Air Technical Intelligence Center) fue puesto en
alerta. Es una especie de «Intelligence Service», instalado en Dayton (Ohio),
que se ha especializado en la búsqueda de informaciones concernientes a
aparatos teleguiados extranjeros. (R., p. 18).
El A.T.I.C. no admitió desde luego, la novela venusiana, ni las señales
desde Marte, y tampoco la teoría de la ilusión pura.
Las opiniones se separaron en dos campos opuestos que interpretaron en
dos formas totalmente opuestas el incidente, pero que dejaban en evidencia
que no se dudaba de la realidad de los aparatos.
Un grupo opinaba que sólo se trataba de aviones a chorro, y los saltos
bruscos de los pretendidos platillos eran atribuidos a ilusiones ópticas
provocadas por el calentamiento de ciertas capas de aire. (R., p. 29). Se utilizó
el mismo argumento para explicar su apariencia circular. Por otro lado, y
gracias a ciertas conclusiones técnicas referentes a la agudeza visual humana,
se admitió la posibilidad de que el piloto hubiese visto el aparato y hubiese
podido calcular su tamaño, pero que estaba equivocado en la distancia, y en
consecuencia, en su velocidad.
El otro grupo, al contrario, opinaba que Arnold conocía demasiado bien la
región y por lo tanto no podía haberse equivocado en la distancia. Por lo
demás, Arnold se lo había probado diciendo que los platillos habían
desaparecido tras cierto pico cuya distancia era conocida. En consecuencia,
debían aplicarse con exactitud los principios básicos de la agudeza visual y no
reducir la distancia sino aumentar el tamaño de los platillos: éstos tendrían 60
metros y no 15. La distancia que indicó Arnold sería exacta; luego también lo
era la velocidad, desde luego extraordinariamente superior a la de un avión a
chorro. Los partidarios de esta interpretación eliminaban cualquier hipótesis
de aparatos secretos y aceptaban directamente el origen interplanetario. (R., p.
30).
Estos razonamientos, aceptables de una y otra parte, invitaban, además, a
una comprobación práctica y muy simple que los hacía más interesantes:
¿Alguna escuadrilla de aviones norteamericanos sobrevoló los montes
Cascade en el día y en la hora indicada por Arnold?
La aviación militar negó inmediatamente que los aparatos en discusión
fuesen de ellos. (R., p. 31).
¿Había que pensar, entonces, en un engaño?
Las redacciones de los periódicos así lo pensaron, y hasta estuvieron
seguros de ello, cuenta Ruppelt. «Pero mientras más investigaron los hechos,
mientras más se informaron sobre la personalidad de Arnold, más se
convencieron de que éste decía la verdad. Se trataba no sólo de un hombre de
una integridad moral intachable, sino también de un excelente piloto de
montaña que conocía todos los rincones de su región.» (R., p. 31).
El elemento más «fantástico» de su historia era la velocidad de los
aparatos, que Arnold calculó en 2.700 km/h. (R., p. 31). En 1947, el récord de
los aviones a chorro pasó apenas los 1.000 km/h. Pronto tropezaron con la
«barrera del sonido» (1.200 km/h), y no existía la menor idea de si se podría
traspasar, ni cuándo ni cómo. Hoy día esto provoca sonrisas; pero tampoco es
seguro que se aproveche la lección sobre el carácter esencialmente relativo de
la noción de lo fantástico. Esta relatividad significa dos cosas: por un lado, no
era ningún absurdo que un aparato pudiera alcanzar esa velocidad. Por otra
parte era inverosímil que, en esa fecha, un aparato como ése hubiese sido
construido por una industria terrestre. Luego, o se aceptaba la hipótesis
interplanetaria, o todo era una ilusión increíble.
Desde el comienzo, el problema se planteó en toda su dimensión.
Pues si bien la naturaleza real del fenómeno es un enigma, la
determinación sociológica de la noción de platillo volante, tal como se
desprende del conjunto de los testimonios, es perfectamente nítida.
El «platillo volante», está concebido como:
1) Un aparato, y no como un vago fenómeno, ya sea meteorológico o no.
Por lo tanto, excluiremos aquí, salvo a título comparativo, los problemas
planteados por las manifestaciones de bolas luminosas consideradas como
simples luces sin bases sólidas.
Excluiremos también las «bolas verdes» y las «luces de Lubbock», hechos
perfectamente establecidos pero clarísimamente diferentes de los platillos
volantes (R., pp. 71-143 y circa).
2) Un aparato circular.
Poco importa, por el momento, las variaciones de formas esféricas,
semiesféricas o análogas: éstos son detalles, simples variantes. La única
diferencia de importancia es la que contrapone los platillos corrientes con los
aparatos en forma de cigarros. Pero de todos modos, el objeto es redondeado.
3) Un aparato volante, silencioso, sin alas y sin hélices y dotado de una
capacidad de vuelo completamente fuera de lo normal:
—inmovilidad absoluta o una velocidad que puede llegar hasta la
velocidad de liberación interplanetaria (entre los 11 y 12 km/seg.)
—vuelo vertical o vuelo horizontal.
—posibilidad de viraje en 120° en pocos segundos, y de triplicar la
velocidad en el mismo plazo.
Se trata, entonces, de un aparato sui generis, que no puede ser ni globo, ni
avión, ni helicóptero, ni cohete. Se trata realmente del aparato X por
excelencia. Su naturaleza y su origen son, por definición propia, un enigma.
Comprendemos que la aviación militar norteamericana prefiera emplear la
expresión U.F.O. (Unindentified flying object: Objetos volantes no
identificados), u Ovnis, en versión española.
III

OBSERVACIONES NORTEAMERICANAS

A PARTIR de 1947, los platillos volantes fueron observados en todo el


mundo: sin embargo, hasta el otoño de 1954, parece que los Estados
Unidos fue el país más favorecido con las apariciones de platillos.
En física pura, se admite que el observador y sus medios de observación
actúan sobre el objeto observado. Sociológicamente, es más evidente aún. Si
la voluntad de espiar los platillos puede multiplicar las observaciones, sean
éstas auténticas o falsas, la voluntad de no verlos, puede ocultarlos con mayor
facilidad.
La enorme cantidad de observaciones hechas en Estados Unidos* fue
favorecida, desde luego, por la caza a los platillos que emprendió la aviación
militar norteamericana. Pero no se puede apreciar debidamente esta influencia
si ignoramos que las dos tendencias que afloraron en el A.T.I.C., con motivo
del incidente Arnold, siguieron combatiéndose en la aviación militar y
también en el seno de la Comisión Platillo. Existirán siempre dos campos
donde se contrapondrán la hipótesis de la ilusión en uno, y en otro la hipótesis
del aparato interplanetario.
Este conflicto y sus alternativas han sido la fuente de los problemas de la
Comisión Platillo y de los informes publicados por la Aviación militar.

1. LA COMISIÓN PLATILLO

A) Las alternativas de la Comisión


Cae de su propio peso que lo ocurrido dentro de esta Comisión fue
revelado muy tardíamente. El mayor Keyhoe a pesar de sus altas relaciones,
sólo pudo recoger, en 1949, migajas de información. Lo rechazaron sin
contemplaciones (R., p. 91); no tuvo acceso a los archivos (K.I., p. 112), y
sólo consiguió «copias» de los resúmenes (K.I., p. 217 y 220). En 1952 pudo
ver mucho más, centenares de informes y análisis (K.II., p. 7), pero no logró
saberlo todo ni mucho menos. Sus informaciones venían únicamente de
Albert Chop, un civil que representaba en Washington la Oficina de Prensa e
Informaciones de la Comisión (K.II., pp. 12-13). Es verdad que Chop
reconocía la competencia del mayor (K.II., p. 240), y Ruppelt le profesaba tan
viva admiración que llegó a escribir que el mayor Keyhoe «leía a través de los
muros del Pentágono» (R., p. 206).
Pero Ruppelt no necesitaba leer a través de los muros. Se encontraba en el
centro mismo del asunto, en su calidad de jefe de la Comisión Platillo y fue él
quien reveló más tarde los problemas esenciales de esta Comisión.
Primera fase
Hemos visto que, a partir del incidente Kenneth Arnold, las apariciones de
platillos volantes originan informes proporcionados por los pilotos o por las
bases aeronáuticas y que son enviados al A.T.I.C. ya que este servicio
instalado en Dayton se encargaba, desde antes, de recoger toda la
documentación referente a los platillos volantes desconocidos en los Estados
Unidos.
Prosiguen las observaciones, y, por lo tanto, siguen afluyendo los
informes; y en septiembre de 1947, el director del A.T.I.C. afirmó al
Ministerio del Aire: «Los fenómenos señalados son reales» (R., p. 28). A
causa, posiblemente, de la afluencia constante de informes y de la inquietud
que se ha levantado, el A.T.I.C. propone la creación de una Comisión
Especial.
El 30 de diciembre de 1947, el célebre secretario de Estado, Forrestal,
firma el decreto que ordena la creación de esta Comisión. Se llamará «Project
Sign», su nombre en clave. En realidad, se trata simplemente del primer
nombre camuflado de la Comisión Platillo.
Ocho días más tarde, el 7 de enero de 1948, el avión del capitán Mantell
sufre una catástrofe de origen desconocido mientras daba caza a un platillo.
Las investigaciones de la Comisión se inician en medio de un ambiente
trágico (R., p. 43), pero el trabajo se organiza y se hace más metódico.
Más tarde, Keyhoe logró una información muy concreta: «Se fraccionan
los informes y se registran en fichas según distintas clasificaciones que se
aplican en las cartas y en gráficos y que se integran en el resto de la
documentación consiguiendo así un cuadro sinóptico fácil de descifrar». (K.I.,
p. 114).
Durante todo este período, fin del año 47 hasta fines del 48, la Comisión
Platillo está cada vez más convencida de que no se podrán conseguir en este
mundo ni los metales ni los pilotos necesarios para resistir las fantásticas
evoluciones de los platillos. Rechaza, por lo tanto, la hipótesis soviética, y
defiende claramente la hipótesis interplanetaria.
Segunda fase
El Pentágono, notificado de esta conclusión la rechazó en forma rotunda y
Dayton entera se sintió convulsionada.
«Los hombres del A.T.I.C. temieron que se les acusara de bobos, y echaron
pie atrás presentando una hipótesis: los U.F.O. no existían. Rápidamente
comprobaron que esto era fácil de demostrar y tenía mejor acogida.
Anteriormente, cuando el Pentágono interrogaba sobre un informe
particularmente interesante, contestaban: “Es cierto, posiblemente, no
podemos probarlo”. En el futuro contestaron: “Se trataba de un globo”, y todo
el mundo quedaba contento», (Id., p. 83).
Es lógico entonces que no se puedan tomar como palabras evangélicas los
informes negativos de la aviación militar.
«Este “new look”, agrega Ruppelt, recibió su consagración oficial el 11 de
febrero de 1949, cuando el “Project Sign” se transformó en el “Project
Grudge” (Id., p. 84). Grudge significa “rencor”; no es una mera casualidad»,
confiesa Ruppelt.
Dentro de la Comisión se provocaron resistencias tan fuertes que ésta
publicó el 24 de abril del 49 un comunicado sensacional en el que se afirmaba
la existencia de objetos volantes de origen desconocido y ponía de nuevo
ostensiblemente, en actualidad, el problema de la habitabilidad de Marte y
Venus, y la existencia de planetas girando alrededor de otros soles,
especialmente Loup 359 que está situado a ocho años de luz de la Tierra (K.I.,
pp. 9-136-154-156).
Fue una breve victoria, el último relámpago anacrónico de la primera fase
que alcanzó su paroxismo, exasperada por un rechazo bastante disculpable. El
viraje fue instantáneo. La orden del día implícita pero implacable fue en el
futuro: «¡No creáis!» (R., p. 85). Lo único que importaba era recortar los
informes y reducirlos a cualquier tipo de ilusión, callar los hechos que no
podían recortarse y preparar una campaña de prensa que convenciera a todo el
mundo de la inexistencia de los platillos y de lo absurdo de su idea. (R., pp.
87-88.)
En este momento se le encargó al mayor Keyhoe una investigación para la
revista True. No podía ser menos a propósito.
Sin embargo, y a pesar de todos los esfuerzos, los informes seguían
afluyendo. Daba lo mismo: la Comisión no comprobaba nada; se limitaba a
registrar los informes, y los metía en los cajones (R., p. 90).
El informe Grudge, redactado con la ayuda del astrónomo Hynek, llegó
con toda facilidad a las conclusiones que deseaban las altas esferas. Este
informe admitía siempre un 23% de fenómenos desconocidos; pero la sección
correspondiente a la parte sicológica se encargaba de eliminar este último
puñado de rebeldes definiéndolos como ilusiones sicológicas. (R., p. 92 - K.I.,
p. 91).
Los partidarios de la política de la avestruz estaban tan convencidos de la
eficacia de su sistema que pensaron enterrar los platillos enterrando los
informes y publicando el 27 de diciembre de 1949 un comunicado oficial que
certificaba la inexistencia de los platillos y anunciaba la disolución del
proyecto Grudge, totalmente inútil ya.
Se trataba nuevamente de una breve victoria, pero en sentido inverso.
Tres días más tarde, el 30 de diciembre y bajo el título de apéndice,
aparecía un nuevo comunicado que desmentía en forma absoluta el primero:
«Será siempre imposible afirmar en forma absoluta que el objeto divisado
no era un aparato interplanetario o un proyectil enemigo o cualquier otro
objeto», decía el nuevo comunicado (K.I., p. 10). Los que escribían el
artículo, se inclinaban claramente hacia la hipótesis interplanetaria.
Tercera fase
Aunque se anunciara que la Comisión estaba disuelta y era inoperante, no
por eso dejó de existir. Se limitaba a ordenar los archivos y a amontonar en
los cajones los informes que seguían llegando. (R., p. 96 y K.I., p. 10).
Pero los hechos seguían presionando. Se podía decretar que era ridículo
creer en los platillos, desistir a los pilotos de rendir informes en ese sentido,
pero no se les podía prohibir vigilar el cielo, ver aparatos desconocidos y
pasar informes sobre ellos: En efecto, éste era el primer deber de la aviación.
En esta época de semiadormecimiento, el capitán Ruppelt fue nombrado
oficial de informes en el A.T.I.C. Comprueba que las altas esferas son muy
hostiles a los platillos (R., p. 116), pero que en el A.T.I.C., las opiniones
siguen divididas. Después de algunos incidentes, la Comisión despliega algo
más de actividad y se nombra al teniente Cummings encargado de ella (R., p.
117).
Algunos meses más tarde, el 10 de diciembre de 1951, un nuevo incidente
en Fort Mommouth (New Jersey), produce sensación. Los radaristas señalan
un platillo más rápido que un avión a chorro, justo en el mismo momento en
que pasaban «importantes visitantes». No era, desde luego, la mejor
información; pero la presencia de importantes personajes produjo lo que
jamás habrían logrado un montón de excelentes informes redactados en
circunstancias más corrientes. Se hizo una investigación en forma urgente, y
se realizó una conferencia en el Pentágono presidida por el general Cabell,
Director del Servicio de Informaciones. Interrogado sobre el punto en que se
encontraban las investigaciones de la Comisión Platillo, Cummings «quemó
sus naves» y reveló la forma en que se enterraban los informes.
Hubo diferentes reacciones.
El general, inmediatamente, dio orden de reanudar el trabajo, y Ruppelt
reemplazó a Cummings.
Cuarta fase
En realidad, los sentimientos de Ruppelt eran contradictorios. Sospechaba
que querían utilizarlo para una nueva campaña de camuflaje (Id., p. 83). Pero
la voluntad de renovación parecía sincera. El 27 de octubre de 1951 se
restablecía oficialmente el Proyecto Grudge (R., p. 148).
Con verdadera pasión por su trabajo, Ruppelt estudió los nuevos informes
y revisó los antiguos. Había conseguido la ayuda de sabios eminentes (R., p.
149) agrupándolos bajo el nombre de Project Bear (R., p. 152). Además una
máquina electrónica le permitió formar un fichero ideal de informes que
podían consultarse con la velocidad del rayo.
Obtuvo, al mismo tiempo, que se realizara un gran esfuerzo para estimular
la redacción de informes. Desde hacía muchísimo tiempo, los cazas tenían
que despegar automáticamente en cuanto se señalara un aparato desconocido
con el objeto de identificarlo e interceptarlo. Pero en la medida en que se
sospechaba que se trataba de un platillo, inspiraba un miedo mucho más
grande que el miedo a la muerte: el del ridículo. Se podían, por este motivo,
perder una gran cantidad de informes importantes. A pedido de Ruppelt, la
Defensa aérea recordó que el reglamento no sólo permitía despegar para
reconocer aparatos desconocidos, sino también lo recomendaba. El número y
la calidad de los informes aumentaron (R., p. 167).
Por eso es que en marzo de 1952, cuando la oficina de Ruppelt que se
había convertido en un organismo autónomo es denominada bajo el nuevo
vocablo de Project Blue Book, este cambio de nombre corresponde a un
cambio de comportamiento.
Incesantemente la Comisión se renueva.
Está autorizada para entrar directamente en contacto con las bases
aeronáuticas saltándose la vía jerárquica.
Tiene un oficial de enlace con el Pentágono, el mayor Fournet (R., p. 166)
y una oficina de prensa dirigida por un civil, Al Chop (R., p. 173) del cual,
lógicamente, Keyhoe obtuvo mejor acogida al iniciar su segunda
investigación.
La Comisión puede informarse directamente en los aeródromos, en los
puestos meteorológicos y en los observatorios, del movimiento de aviones,
globos y cuerpos celestes.
Ayudado por los sabios adjuntos a la Comisión, perfecciona un nuevo
cuestionario. Contiene trampas para detectar el grado de objetividad de los
observadores (K., p. 177).
A pesar de todos los esfuerzos, se mantiene el porcentaje de los incidentes
de causas «desconocidas», en el 22% (K., p. 184).
Y lo que es peor, los informes siguen aumentando. Se reúne el Pentágono a
mediados de junio bajo la presidencia del general Samford, que había
reemplazado a Cabell (K., p. 185). En esta conferencia se llegó a discutir, con
toda seriedad, el problema del origen interplanetario de los aparatos.
La proporción de las observaciones sin explicación siguió aumentando y
alcanzó el 40% (K., p. 192). Los dos sensacionales tío-vivos nocturnos de
platillos, en la noche del 19 y del 26 de julio de 1952 sobre Washington,
constituyeron el broche de oro.
El día 29 el Pentágono celebraba una nueva conferencia (K., p. 206).
Keyhoe obtuvo permiso para asistir a ella, y señaló, más tarde, el malestar que
ocultaba el general Samford bajo una aparente desenvoltura, hecho que
Ruppelt reconoció también (K.II., p. 60 - R., p. 206).
Se designó, en consecuencia, un jurado supremo compuesto de seis a ocho
de los más eminentes sabios de los Estados Unidos (R., p. 249). Destacábanse
entre ellos uno de los padres de la bomba H, uno de los padres del radar (dixit
Ruppelt), uno de los grandes expertos en cohetes, un físico y un astrónomo de
nombradía (R., p. 260). Ese jurado se reunió el 12 de enero de 1953 para
estudiar toda la documentación. Según Ruppelt, las conclusiones del supremo
jurado fueron totalmente claras:
1) Rechazó toda posibilidad de hacer una declaración positiva en favor de
los platillos por no contar con datos científicos suficientes.
2) Tampoco admitía el rechazo a priori de la existencia de los platillos, y
destacó que «existían demasiados informes presentados por personas dignas
de fe». (Id., p. 279).
3) Por lo tanto, los sabios aconsejaban cuadruplicar el material del Project
Blue Book, anexarle especialistas electrónicos, meteorológicos, fotógrafos,
físicos y otros científicos, instalar instrumentos en las regiones más
frecuentadas por los Ovnis con el objeto de obtener medidas y registros
precisos. (Id., p. 279).
Es decir, un puñado de los más grandes sabios de los Estados Unidos se
declaraban en estado de duda científica (lo que excluye tanto la negación
como la afirmación de la existencia de los platillos) y recomendaban
movilizar todos los medios técnicos para salir de la duda. Era lo mejor.
Recomendaban, además, mantener al público al corriente de cada una de
las distintas fases de la investigación para borrar la penosa «atmósfera de
misterio» creada por el sistema del secreto y para mantener la aviación
alerta. (Id., p. 279).
El Pentágono no quiso renunciar al misterio (Id., p. 284), ni poner en
práctica el nuevo plan de ampliación del equipo científico. El sistema de la
negación a toda costa era mucho más cómodo, más descansado y más
económico.
Poco tiempo después Ruppelt volvía a su vida civil y lo reemplazaba el
capitán Hardin. El libro de Ruppelt se detiene en esa fecha.
Quinta fase
Nuevo período de negación (Flying Saucers, p. 115). En octubre de 1955,
un nuevo comunicado de la aviación militar parece desacreditar
definitivamente la existencia de los platillos.
El 13 de febrero de 1956, Ruppelt protestó enérgicamente. Sabe
perfectamente en qué se basa el nuevo informe: en la antigua documentación
que él mismo había ordenado. Alega que si esa documentación no bastaba
para definir positivamente los platillos, tampoco se puede deducir de ella una
conclusión negativa.
Un tiempo después, Keyhoe, que se veía en nuevas dificultades con la
aviación militar, plantea a través del senador Harry F. Byrd, once preguntas
virulentas que subrayan con crudeza las contradicciones de los diversos
comunicados anteriores. La carta es del 3 de abril de 1956.
La respuesta del mayor Kelly, del 1 de mayo siguiente, parece aplastante
(Id., p. 123).
El mayor contesta, en primer lugar, que el porcentaje de casos no
identificados, que llegó hasta el 10% en 1954, ha bajado al 3%. (Vulgar
camelo, como lo veremos en el párrafo «balance».)
En seguida el mayor general afirma en forma perentoria:
«No existe absolutamente ninguna prueba de que los fenómenos
observados representen fuerzas enemigas.
»No existe absolutamente ninguna prueba de que sean vehículos
interplanetarios.
»No existe absolutamente ninguna prueba de que representen avances
tecnológicos que sobrepasen nuestros actuales conocimientos científicos.
»No existe absolutamente ninguna prueba de que constituyan el menor
peligro para la seguridad de nuestro país» (Id., p. 125).
En vista de lo cual el mayor estimaba que no tenía obligación ninguna de
contestar las embarazosas preguntas de Keyhoe. Éste aprovechó esta
espléndida ocasión para protestar. No fue el único.
El mayor Fournet, antiguo oficial de enlace entre la Comisión destacada
ante el Pentágono y el profesor Hynek, consejero en el Project Blue Book,
director de la sección de astronomía en la Universidad de Ohio (R., p. 53) y
director de los trabajos que se refieren a los satélites artificiales, también
protestaron vivamente. (Flying, p. 125).
Examinemos ahora la declaración y su redacción. Aparentemente la
seguridad de su tono parece reducirlo todo a polvo; sin embargo su contenido
real es extraordinariamente evasivo.
A primera vista, el primer y cuarto párrafo parecen muy razonables, ya que
no consta ningún acto hostil de parte de los platillos. La repetición de la
misma idea presentada bajo dos formas apenas distintas, al comienzo y al
final del comunicado es un lapsus auténtico de la vida pública. Significa
(como diría Freud) la necesidad de tranquilizar a toda costa al empezar y al
terminar.
El segundo párrafo es trivial y posible de defender a pesar de lo forzado de
su exposición, ya que hasta la fecha no existe ninguna prueba material
decisiva del origen interplanetario de los platillos. Pero el problema está
planteado.
El tercer párrafo es sabiamente ambiguo. Tiene buen cuidado de no afirmar
que nuestras capacidades técnicas son iguales a las de los platillos, ya que los
aviadores norteamericanos fueron siempre incapaces de interceptarlos. Pero
sabemos que existe una enorme diferencia entre el saber teórico científico y la
capacidad técnica, pues lo que teóricamente acepta la ciencia, la capacidad
técnica no es capaz de realizarlo de inmediato. El mayor general introdujo
esta distinción para advertirnos disimuladamente, lo que podría decirse
vulgarmente de la siguiente manera: hasta ahora no hemos conseguido
alcanzar ningún platillo: pero no tardaremos en lograrlo; «el constante fracaso
de nuestra caza aérea, se debe sólo a un inocente y momentáneo desfase
técnico entre la ciencia norteamericana y la ciencia que se esconde tras los
platillos». Reduce a polvo el abismo que separa el comportamiento de un
platillo y el de un avión, aunque se trate de un avión a chorro.
Pero estas reticencias, por muy graves que sean, no son nada en
comparación con la laguna capital del comunicado, pues por mucho que éste
se lea y se vuelva a leer, no encontraremos en él la rutinaria afirmación de
los antiplatillistas: «no existe absolutamente ninguna prueba de que los
platillos volantes sean aparatos»*.
Esta enorme laguna, no es desde luego, involuntaria, ya que el mayor
general necesitó cerca de un mes para elaborar su respuesta, y está claro que
los términos de ella fueron cuidadosamente pensados. Por un lado necesitaba
dar la sensación de que aplastaba a sus contrincantes y hacer creer que
dominaba la situación durmiendo la curiosidad del público, por otra tenía que
dejarse una discreta puerta de salida y que no se le acusara más tarde de haber
estado completamente ciego frente a la existencia de innumerables esbozos de
pruebas tendentes a establecer que los platillos son realmente aparatos.
A causa de esta laguna central, de las reticencias y de las tranquilizadoras
afirmaciones, la declaración del mayor general de la aviación militar
norteamericana, nada tiene que ver con una comprobación científica, y en
cambio se asemeja mucho a las falaces engañifas de los comunicados
militares cuando escamotean las derrotas.

B) Falsificación de los informes


Veamos primero la forma en que recibió la Comisión los informes. La
pregunta parece muy simple, pero ni siquiera con la obra de Ruppelt se puede
contestar fácilmente a ella; los datos están truncados y dispersos.
Número de informes
Se recibieron, desde 1947 hasta fin de 1952, 4.400 informes. (R., p. 260).
En el intervalo que va de junio de 1947 hasta fines del 48, se recibieron
varios centenares de informes (Id., p. 69), es decir alrededor de 50 informes al
mes.
En los años 1949, 1950, 1951, se produjo una fuerte baja. Los informes
disminuyeron de 50 a 10 mensuales.
En diciembre de 1951 se inicia un ascenso: el promedio mensual sube de
10 a 20 informes.
Durante el año 1952 el aumento fue tan enorme que se puede contabilizar
un total de 1.600 a 1.700 informes, es decir, un promedio mensual de 100 a
150 informes.
El año 1953 se caracteriza por una fuerte baja, pero el promedio mensual
se mantiene superior a 20 informes.
En el año 1954 se contabilizan 450 informes, es decir, un promedio
mensual de 30 a 40 informes.
En el primer semestre de 1955 se cuentan 189 informes, es decir, un
promedio mensual de alrededor de 30 informes. (Hasta aquí llegan los últimos
datos de Ruppelt.)
Calidad de los informes
De los 4.400 informes recibidos desde 1947 hasta fines de 1952, la
Comisión separó 1.593 que consideró «buenos», es decir, lo suficientemente
precisos y detallados para hacer en ellos un estudio crítico serio (R., p. 260).
De éstos, 750 abarcan sólo los meses de mayo, junio, julio y agosto de
1952 (R., p. 213). Destaca así la importancia del año 1952 en la historia de los
platillos. También demuestra que el interés de los observadores, no sólo
aumenta la cantidad, sino también la calidad de las observaciones.
Examen
Estos informes no sólo llegan desde el territorio metropolitano de los
Estados Unidos, sino también de las diferentes bases norteamericanas situadas
en todo el mundo, especialmente en Japón y Alaska. ¿Se han tomado también
en cuenta los informes de los agregados aéreos en Francia e Inglaterra, y en
otros lugares? (R., p. 192). No está claro. En todo caso, Ruppelt parece
ignorar o despreciar todo lo concerniente a la gran ola de observaciones
francesas en 1954 (R., p. 294).
Proporción entre las observaciones y los informes
Aunque no concreta cuál es la base de su cálculo, Ruppelt declara que
estima en 10% el porcentaje de las observaciones señaladas a la Comisión
respecto al total de las observaciones efectuadas (R., p. 260). Existiría una
gran abstención debido a la inercia, al miedo al ridículo y al temor de líos.
Balance de enero de 1953
Se trata del gran balance efectuado con los 1.593 informes juzgados
«buenos», seleccionados a partir de junio de 1947 a diciembre de 1952 y
presentados al supremo tribunal.
Vale la pena examinarlo en detalle.
Helo aquí tal como lo reproduce Ruppelt (p. 261):

• Globos 18,51%
Seguros 1,57%
Probables 4,99%
Posibles 11,95%
• Aviones 11,76%
Seguros 0,98%
Probables 7,74%
Posibles 3,04%
• Cuerpos Celestes 14,20%
Seguros 2,79%
Probables 4,01%
Posibles 7,40%
• Otros (Reflejos de 4,21%
proyectores sobre las nubes,
pájaros, papeles llevados
por el viento, inversiones…)
• Mixtificaciones 1,66%
• Informes que no presentan 22,72%
suficientes elementos de
estudio. (Con eliminados
desde el comienzo)
• Desconocidos 26,94%

«Al emplear las palabras “seguros”, “probables” y “posibles”, queremos


indicar el grado de seguridad de nuestras conclusiones. Pero aún en los casos
de “posibles” estamos seguros de haber encontrado la explicación». (R., p.
262).
Sigamos puntualizando:
¿Quiénes son los autores de estos 1.593 informes? «Pilotos y tripulación
aérea: 17,1%. Sabios e ingenieros: 5,7%. Operadores de torres de control:
1,0%. Radaristas: 12,5%. Diferentes observadores, civiles o militares: 63,7%»
(R., p. 262).
Sólo en la categoría de casos «desconocidos», un 70% fueron observados
desde el aire, un 12% desde el suelo, un 10% fue localizado con radares en
tierra y a bordo de aviones y un 8% fueron observados a la vez ocularmente y
por radar (Id).
Como sea, el resultado nos parece aplastante.
Después de una selección que sólo toma en cuenta 1.593 informes entre
4.400, nos encontramos que las 3/4 partes de dichas observaciones quedan
reducidas a polvo por ser confusiones de globos, aviones, cuerpos celestes y
diversos objetos. No sólo quedan eliminadas estas 3/4 partes de
observaciones, sino que, además, esta operación reductora arroja un
descrédito absoluto sobre 1/4 que sigue sin explicación. ¿Qué confianza
pueden inspirar estos observadores que de cuatro veces se equivocan tres?
Por otra parte, sabemos también que la aviación militar pretendió reducir el
porcentaje de casos «desconocidos» a un 10% en 1954, y a un 3% en 1956.
¿Por qué, entonces no nos convencemos que todo este asunto es una
acumulación de diferentes ilusiones que se reduce progresivamente a la nada
mediante un sano método crítico?
Sin embargo no nos apresuremos tanto.
El porcentaje de errores que admite la Comisión no se aplica
indistintamente a cualquier clase de informe. En la cifra base de 1.593,
Ruppelt cuenta alrededor de 2/3 de observadores corrientes*, contra cerca de
1/3 de técnicos (entre los cuales hay 17,1% de pilotos y observadores aéreos).
Por el contrario, cuando se trata de casos desconocidos, se toma en cuenta
sólo el 12% de los testigos* en tierra contra un 18% de observaciones con
radar y un 70% de observaciones al vuelo, lo que cambia por completo la
proporción de los testimonios de los pilotos.
Podemos entonces sacar en conclusión que la masa de testimonios
eliminados es aquella que proviene de los testigos poco calificados, y en
cambio la masa de los testimonios tomados en cuenta corresponde a los
informes de los especialistas*.
Luego hay un residuo. Por muy graves que puedan ser los errores de los
propios especialistas, este residuo es significativo. Cuantitativamente no es en
absoluto ínfimo. Corresponde a 429 informes (R., p. 262), cifra considerable
aún.
Crítica del balance de enero de 1953
a) Los coeficientes son arbitrarios.
Podremos alegar que se reducen mucho con los nuevos coeficientes del
10% y del 3%. Esto no es absolutamente seguro.
Desconocemos totalmente la cifra básica y el modo como se aplicaron los
coeficientes. Supongamos efectivamente que para hacer el primer balance, se
hayan querido apartar 3.000 informes calificándolos de «buenos», en lugar de
1.593 y al mismo tiempo se siguieran clasificando 429 informes en la
categoría de «desconocidos». La presentación del balance es fríamente
matemática, es aparentemente científica, siempre que no se descubra que las
cifras básicas dependen de apreciaciones subjetivas y de maniobras de
confeccionadores de balances. Les basta aumentar al máximo la cifra de las
observaciones logradas o disminuir cuanto quieran la cifra de las
observaciones sin explicación, para que el porcentaje disminuya. El balance
es tan fácil de alterar como cualquier estadística. Es más fácil todavía hacerlo
por el hecho de que la Comisión es la única que sabe cuántos informes
recibió, y es la única que decide si debe clasificarlos en buenos o
insuficientes, con explicación o sin ella. No es el Pentágono el que pone atajo,
pues siente horror hacia los platillos por la simple razón de que cada paso de
los platillos es una tomadura de pelo a la vigilancia aérea.
Esto no es todo. Si releemos atentamente el balance de 1953, veremos que
se emplea una terminología sistemáticamente falseada.
b) Están falseados por las observaciones «insuficientes».
¿Por qué figura al final del balance el porcentaje de informes que no
presentan elementos suficientes de estudio? Nos dirán que se elimina solo, ya
que se prevé para este caso un porcentaje diferente del 22,7%, que con toda
escrupulosidad no se incorpora, ni a los objetos conocidos, ni a los
desconocidos. Es una estupenda broma. Supongamos que un platillista, al ver
que estos casos no tienen explicación, quisiera agregarlos a los desconocidos
y elevar el porcentaje de éstos a 49,66%: todos protestaríamos. Alegaríamos
que no se puede mezclar el residuo desconocido que resulta de las
observaciones seleccionadas cuidadosamente, con el residuo desconocido que
resulta de las observaciones incompletas, ya que estos dos tipos de residuos
no tienen en absoluto el mismo valor. Es verdad. Pero si por honradez no
podemos agregarlos ni a los objetos desconocidos ni a los objetos conocidos,
también nos está prohibido incorporarlos en el cálculo del porcentaje de estos
objetos. Descubrimos así un procedimiento que infla artificialmente la base de
comparación para disminuir en proporción el porcentaje de los desconocidos
rezagados en el último análisis.
Efectivamente, si retiramos esos 22,72% que nada tienen que hacer aquí,
los 26,94% no corresponden ya a 1/4, sino a un 1/3 del nuevo total.
c) Agregan categorías heterogéneas.
Todavía no agotamos el tema.
El cuadro está admirablemente construido y vale la pena analizar sus
bellezas.
Al principio, figuran los nombres de objetos serios y muy conocidos:
globos, aviones, cuerpos celestes. Resultan categorías simples, objetivas, que
causan una excelente impresión.
Sigue trabajando con estos objetos, los agrupa en sub-categorías, entre
paréntesis y es tan honrado que llega hasta descubrirnos las incertidumbres de
la Comisión que diferencia los seguros de los posibles.
Pero la Comisión tiene buen cuidado de no reunir estos elementos; evita
cuidadosamente convertir estos datos precisos que da sobre los porcentajes en
categorías directrices de su cuadro; sólo les concede un papel secundario que
las divide y las reduce al estado de matiz. No las separa; al contrario, las
confunde ostensiblemente, y reúne globos seguros, globos probables y globos
posibles (igual que con los aviones y cuerpos celestes). Resulta entonces que
las sub-categorías, seguros, probables y posibles son fácilmente absorbidas
en las categorías de objetos conocidos.
Las tres primeras cifras de la columna de la derecha nos impresionan
fuertemente como un conjunto de objetos conocidos y seguros, o por lo
menos como muy verosímiles y que acaparan casi la mitad del porcentaje.
El cuadro, al final, es muy diferente.
Se apoya en categorías muy heterogéneas, negativas y despreciadas.
«Otros» es un revoltijo donde todo se mezcla, hasta las confusiones más
burdas (papeles llevados por el viento), sin que se señalen ni el porcentaje
particular de este tipo de casos, ni las circunstancias, ni la clase de testigos. Es
una invitación a reírnos de la candidez de los testigos y de su total
incompetencia.
«Mixtificaciones» es un grupo que subraya la voluntad de engaño de
algunos y la tontería de otros.
«Informes insuficientes» pone de relieve el lado negativo de los datos
proporcionados por los testigos. Aunque la Comisión hizo todo lo posible,
sólo pudo apartar aquí informes especialmente seleccionados; y aunque se
dignó clasificar estos informes como «buenos», tuvo que eliminar casi la
cuarta parte de ellos, y los clasificó definitivamente bajo rótulo de
insuficientes, por lo tanto de inútiles, de «inservibles».
Queda, entonces, la última parte: la masa de observaciones que ha sido el
quebradero de cabeza de la Comisión. Los despacha con una breve palabra,
negativa y abstracta: «Desconocidos».
Al comienzo mezclan sin ton ni son las coliflores de los probables y las
zanahorias de los posibles con los diamantes de lo seguro y logran presentar
de este modo un solo bloque de diamantes.
Al final, se hacina lo insuficiente, lo heterogéneo, lo irrisorio, lo risible: en
resumen, los desperdicios sobre el residuo informe de lo que no se puede
nombrar.
d) Todo el cuadro es una engañifa.
Al comienzo: objetos conocidos y ciertos, cuya existencia general es
indudable. El problema crucial de saber si su presencia, en cada caso
particular, es efectivamente cierta o dudosa está tratado como secundario.
Al final, es exactamente lo inverso. El residuo está sólo calificado de
desconocido. El problema crucial de saber si la presencia de objetos
desconocidos era dudosa o segura no está señalado, ni siquiera a título
secundario.
En todos los casos, el cuadro lleva a confundir la certidumbre sobre la
naturaleza del objeto con la certidumbre de su presencia, y al mismo tiempo,
la incertidumbre sobre su naturaleza y la incertidumbre sobre su presencia
efectiva.
El término «desconocidos» no se aplica simplemente a la naturaleza
desconocida de los platillos, ni a la problemática general de su existencia. Su
lugar y su papel efectivo en la columna de la izquierda, en relación con
objetos seguros en sí mismos, pero hipotéticos en la realidad, muestran que
designan especialmente objetos desconocidos que han sido señalados con
testimonios precisos y detallados; y a pesar de todos sus esfuerzos, la
Comisión no ha podido ni siquiera formular hipótesis serias para reducirlos
a un género cualquiera de objetos conocidos. Luego no son desconocidos en
el sentido de poco conocidos, por escasez de informaciones, sino en el sentido
de objetos completamente extraños, ya que han resistido toda tentativa de
reducción.
Si hubiesen querido proceder científicamente no se habrían mezclado los
distintos sentidos de la palabra «desconocidos», ni se habrían multiplicado las
causas de confusión, sino que habrían clasificado metódicamente el cuadro, a
partir de los grados de calidad de las observaciones.
¿Por qué no ensayar?
Tomemos, primero, las reducciones seguras:
Globos seguros + aviones seguros + cuerpos celestes seguros: 1,57 + 0,98
+ 2,79 = 5,34%.
El resultado es edificante.
Realmente la Comisión está segura de muy pocas cosas.
Seamos generosos con ella y gratifiquémosla integralmente con los
porcentajes calificados de «otros» (a pesar de que ella no diferencia ya lo
seguro de lo posible). Y por supuesto de las mixtificaciones. Obtendremos,
entonces:
5,34 + 3,21 + 1,66 = 11,21%.
Sumemos, entre ellos, también los probables:
4,99 + 7,74 + 4,01 = 16,74%.
Y los posibles:
11,95 + 3,04 + 7,40 = 22,39%.
Obtenemos el siguiente cuadro:

Seguros 11,21%
Probables 16,74%
Posibles 22,39%
Irreductibles 26,94%

Esto cambia seriamente el alcance del cuadro.


Pero no hemos terminado aún.
Recuerden ustedes que hemos eliminado los informes que, a juicio de la
Comisión, eran insuficientes. Debemos, pues, convertir esos porcentajes en
porcentajes que sólo toman en cuenta los casos efectivamente separados.
Aprovecharemos para agregar los corolarios que resultan del campo de los
platillos.
Cuadro definitivo:

Reducciones* Platillos
Seguros 14,51% Inadmisibles
Probables 21,67% Improbables
Posibles 28,93% Posibles
Inhallables 34,89% Muy probables
o seguros
* Globos, aviones, etc.

Verán que, al componer este nuevo cuadro, el cual nos parece superfluo
comentar, no hemos modificado ni siquiera una sola cifra de base
proporcionada por la Comisión Platillo.
Frente a un problema engorroso, la Comisión Platillo hace todo lo que está
de su parte para tranquilizar a la opinión pública. No hay, pues, que dar mayor
importancia al hecho de que pudiera reducir, desde entonces, el coeficiente de
los Ovnis al 10%, luego al 3%. Es un simple juego.
El primer hecho indiscutible que se desprende de la posición de la
Comisión Platillo, de sus tropiezos manifiestos y comunicados es que, a pesar
de todas las reducciones efectivas, a pesar de todas las engañifas, la Comisión
tropieza, desde hace dieciséis años, con un nudo desconocido e irreductible.

2. PRINCIPALES TESTIMONIOS DE TÉCNICOS Y SABIOS


NORTEAMERICANOS

A) Pilotos y operadores de radares


Si la competencia técnica juega un papel en la observación de los platillos,
los pilotos y operadores de radares son las personas más calificadas, pues su
oficio es registrar sin descanso el cielo aéreo.
Entre los incidentes que afectaron a aviadores, el más célebre, de ellos es
el caso del capitán Mantell.
Su dramática historia inquietó mucho tiempo a la Comisión Platillo, y
retuvo la atención de Keyhoe (A.I., pp. 24-52-55-63-150-204 y K.II., p. 37.
comp. M.I., p. 45 y R., p. 48). Nos atenemos especialmente a la exposición de
Ruppelt.
El 7 de enero de 1948, en pleno día, a las 13.15*, algunas personas de
Maysville, de Owensboro y de Irvington, en los alrededores de Louisville
(Kentucky) divisaron en el cielo un objeto insólito. Parecía circular y medía
75 a 90 metros de diámetro. Estas indicaciones fueron transmitidas por
testigos y policía de Fort Knox, a la base militar aérea de Godman, cerca de
Louisville.
Hacia las 13.45, en Godman, el operador de la torre de control divisó, a su
vez, un objeto insólito. Le observó durante varios minutos. Sin sentirse
obligado a redactar un informe sobre historias de platillos, terminó, sin
embargo, por llamar la atención del operador-jefe. Juntos observaron el
fenómeno y admitieron que el objeto no podía ser ni un globo, ni un avión.
Entonces decidieron poner en alerta al departamento de operaciones.
Apenas llegaron a la torre de control, varios oficiales, entre ellos el coronel
Hix, comandante de la base, observaron el objeto con prismáticos 6 × 50, sin
poder identificarlo.
A las 14.30, una escuadrilla de F-51 se presentó sobre el aeródromo para
aterrizar. Estaba comandada por el capitán Mantell. La torre le pidió que fuera
a reconocer el objeto. Mantell partió rápidamente con su aparato y otros dos
aviones, hacia el objeto desconocido, hacia la cosa desconocida. Los dos
aviones que le escoltaban se dejaron distanciar, pero Mantell aceleró subiendo
a 3.000 metros de altura.
A las 14.45, Mantell telefoneó a la torre: «Veo una cosa frente a mí y
encima. Voy a subir».
Los escoltadores trataron de seguirlo, a 4.500 metros, pero no vieron el
platillo y perdieron totalmente de vista al avión de su jefe. En vano le
llamaron, y terminaron por aterrizar en otra base, la de Standford Field.
A las 15.50, la torre cesó de distinguir el platillo.
Algunos minutos más tarde, se supo que el avión de Mantell se había
estrellado sobre el suelo.
Crítica. Uno de los elementos esenciales de la descripción de la máquina
fluye de las palabras que se atribuyen a Mantell, oídas en el último minuto:
«Veo la máquina. Parece metálica, y tiene dimensiones enormes… ahora
sube… está sobre mí y voy hacia ella… subo a 6.000 metros…». Estas
palabras han sido reproducidas varias veces —pero nosotros decimos
atribuidas—, pues Ruppelt asegura que los testigos de la torre las
desmintieron, salvo la última frase.
Por otra parte, confirma las indicaciones dadas por los observadores de la
torre, según las cuales se trataba de un «pequeño objeto blanco que tenía, más
o menos, el diámetro de un cuarto de luna llena», la forma de «paracaídas», o
de «cono de crema helada», o «enorme, plateado, metálico» (R., pp. 54 y 58).
Las discordancias de indicaciones sobre la talla, según las diversas
observaciones, no son realmente incoherentes, pues ellas no se refieren sino a
apariencias y son totalmente relativas.
Según los autores, la Comisión pretendió, en primer lugar, reducir el
platillo a una simple confusión con el planeta Venus. Como esta teoría era
insostenible, el profesor Menzel se encargó de explicar el asunto por un «falso
sol». Aimé Michel critica detalladamente esta hipótesis, que no concuerda
con las precisiones que dieron los testigos. En el ínterin, la Comisión había
«explicado» toda la historia por un falso globo. (Resulta delicioso observar
cómo los fabricantes de explicaciones pueden imaginar, cada uno por su
cuenta, hipótesis tan inciertas como incompatibles.) A propósito de la última,
Ruppelt indica que se lanzaron tres grandes globos-sondas en la base de
Clinton (Ohio), pero no está seguro si uno de esos globos se dirigió, ese día,
hacia Godman. De todos modos ésta no es razón para estar seguro que fue así
y que todos los observadores de Godman no fueron capaces de identificar un
globo, el cual pudo observarse con tanta comodidad, unos con prismáticos, y
Mantell a bordo de su avión.
Debido a la muerte de Mantell, el asunto resulta sensacional. Sigue siendo
impreciso. A despecho de precisiones que permiten saber por qué no pudieron
sostenerse con la hipótesis de un globo, nos limitaremos a dejar ese caso en la
categoría de los «posibles». Por lo menos, vale la pena ser prudentes. Si el
globo excluye al platillo, no excluye menos al planeta Venus y al «falso sol».
Si no hubiera muerto un hombre —y es el único caso auténticamente
trágico—, el caso Mantell no habría golpeado tanto las imaginaciones.
Entre las observaciones más curiosas, se pueden señalar los siguientes
incidentes:
Mayo de 1948, Sperry (M.I., p. 73).
24 de julio de 1948, Chiles (K.I., p. 91 y 210 - K.II., p. 38. - M.I., p. 60 -
R., p. 60).
31 de marzo de 1950, Adams (K.I., p. 21 - M.I., p. 73 - R., p. 105).
20 de enero de 1951, Vinther (M.I., p. 73 - R., p. 113).
14 de enero de 1952, Nash (K.II., pp. 46 y 117).
6 de diciembre de 1952, Hunter (K.II., p. 150 - M.I., p. 114).
Señalaremos sólo los rasgos más sorprendentes: el piloto Chiles y su
segundo vieron, en la noche, durante algunos segundos, a unas decenas de
metros, un grueso cigarro de 30 m. de largo, con dos hileras de ventanas
iluminadas, una luz azul profundo encima y una estela de llamas anaranjadas.
En las mismas condiciones, el piloto Sperry vio una especie de «submarino
luminoso» que se desplazaba a una «fantástica» velocidad.
Análoga observación hecha por los pilotos Adams y Anderson. Vieron,
bajo un cielo nocturno muy claro, una forma «esfumada», provista de ocho o
diez ventanillas de las cuales surgía una luz azulenca. Este aspecto
«esfumado» fue comprobado, en ciertos casos, tanto en el suelo como visto de
cerca.
Siempre en las mismas condiciones, los pilotos Vinther y Bachmeier
vieron, igualmente, un objeto de forma esfumada, grande como un B-29 sin
alas, arrojando una luz azulosa.
Algunos detalles no ensamblan, pero el conjunto es extrañamente
semejante.
A diferencia del caso Mantell, los objetos sólo fueron vistos durante
algunos segundos, pero muy cerca. Tan cerca, en el caso de Adams, que si se
hubiera tratado de un avión, los pilotos habrían leído la matrícula y visto a los
pasajeros.
En el caso Nash, que se produjo a las 21.12, sobre Virginia, los dos pilotos
vieron seis discos de color rojo-anaranjado, brillantes como metal en fusión,
que medían, al parecer, 30 metros de diámetro y volaban a una velocidad
fantástica de más o menos 19.000 kilómetros por hora, pero a 600 metros de
altura solamente, y, luego, a 1.500 metros sobre el avión. El incidente duró lo
suficiente para que los pilotos pudieran observar una serie de evoluciones que
realizaron los platillos antes de desaparecer.
Ruppelt no señala este incidente; pero Keyhoe, que lo relata extensamente
y dos veces, tuvo en su mano el informe: en ese entonces él recibía
directamente los informes de la Comisión.
La duración de la observación, las maniobras detalladas de los platillos y el
hecho de que ellas se hayan visto sobre el avión conforman un caso sin duda
notable. Tal como se nos presenta, es irreductible.
Hay otros casos en los cuales los aviadores observaron platillos situados
por debajo de ellos:
10 de septiembre de 1951, en New Jersey (R., pp. 121-144).
21 de enero de 1952 (R., p. 155).
Marzo de 1952 (R., p. 108).
Verano de 1952 (R., p. 13).
28 de enero de 1953 (R., p. 281).
17 de diciembre, Suecia, a pleno día (G.I., p. 133).
24 de mayo de 1954 (R., p. 296).
Tres de estos incidentes son particularmente extraordinarios.
En el caso del 21 de enero de 1952, un piloto que volaba a 750 metros de
altura, a pleno día, sobre Long-Island, esa gran isla situada a la entrada de
Nueva York, localizó un platillo volante sobre él, a 60 o 90 metros sobre los
edificios. Se pensó en un globo, pero el avión no pudo atraparlo.
En el caso del 28 de enero de 1953, el incidente se produjo durante la
noche, en Georgia (Estados Unidos), y el piloto observa cómo el platillo
cambia extrañamente de aspecto.
El caso del 24 de mayo de 1954 tiene la ironía de producirse cerca de
Dayton, sede de la Comisión. Volando hacia el mediodía, a 5.000 metros de
altura, un mayor y dos observadores localizan un platillo que evoluciona a
1.800 metros y «directamente debajo del avión». Se trata de un objeto
circular, muy brillante. El mayor alcanzó a tomar una foto, la cual, luego de
revelada, mostró sólo un objeto esfumado. La Comisión efectuó «una de las
más completas investigaciones de la historia de los OVNIS, pero no halló
ninguna explicación para esa mancha luminosa». El informé fue clasificado
cómo «desconocido».
Observaciones múltiples combinadas
Son casos en los cuales un platillo pudo ser observado a la vez en el suelo
y en vuelo, a simple vista y en el radar.
La importancia metodológica de esos casos salta a la vista, pues las
distancias, ángulos de visión, medios de percepción y comportamiento de los
testigos forman un auténtico conjunto colectivo y articulado de observaciones
que se controlan las unas con las otras.
Hemos relatado nueve de estos casos. El número es restringido*, pero si la
estructura de cada caso es sólida, su valor debe ser de primer orden.
1) 8 de marzo de 1950. A mitad de la mañana. Dayton (Ohio) (R., p. 100).
Radar en el suelo, observadores en el suelo, tres aviones.
El incidente ocurrió sobre el lugar en que se encuentra la Comisión
Platillo.
El piloto y el copiloto de un avión de la T.W.A. ven una luz brillante que
planea. Previenen a la torre de control del aeródromo municipal de Dayton.
Los observadores de la torre ya han visto la luz y dado la alerta.
Dos F-51 levantan el vuelo. Uno de ellos pertenece a la Guardia Nacional
de Dayton, y parte del aeródromo municipal; el otro sale de la base de
Wright-Patterson. El piloto pensaba que eran «idiotas» todas esas historias de
platillos volantes. Los dos aviones se elevaron: el sargento del radar les
guiaba. En el intertanto «todo el personal se precipitó y vio efectivamente un
Ovni, una luz muy brillante, mucho más brillante y más grande que una
estrella. Encontrábase a gran altura, pues las nubes espesas y altas la tapaban
de cuando en cuando». Al subir, los dos pilotos vieron esa cosa. Cuando
llegaron a 4.500 metros en las nubes, no vieron nada, en tanto que el radar no
perdía el «contacto». Pero la caza fue en vano, pues las condiciones
atmosféricas eran muy malas.
Crítica. Esa luz brillante, dijo la Comisión Platillo, no era otra cosa que
Venus, pues ese planeta excepcionalmente brillante es, a veces, visible a pleno
día. Pero, ¿pudo el radar contactar con Venus? No, dijo la Comisión, por
desagradable coincidencia, contactó una nube cargada de hielo.
Ésta fue la doble condenación que dictaminaron esa misma tarde los
especialistas de Dayton.
El incidente quedó, pues, colocado entre los casos «ciertos» de reducción.
Pero dos años más tarde (¡dos años!), el capitán Ruppelt volvió a ver al
sargento del radar. Éste «deseaba saber lo que ocurrió luego de ese incidente».
(¿No se le había consultado durante la sesión? Y, ¿no se le había advertido
inmediatamente después?)*. El sargento protestó violentamente cuando supo
la conclusión que adoptó la Comisión. Recalcó que sabía muy bien reconocer
la naturaleza de las manchas que aparecían en la pantalla del radar, pues
cuando se trata sólo de nubes cargadas de hielo, se las ve más o menos
esfumadas, y cuando se trata de una observación como la presente, la mancha
es «clara, constante, que, sin duda, produce un objeto sólido». Más aún: el
sargento pudo comprobar que tal mancha «subía, cosa que no hace una nube
cargada de hielo». El piloto de un F-51 objetó que el punto brillante «tomó
una forma claramente redonda» cuando se aproximó a ella, y que, al día
siguiente, en el mismo punto del cielo, no se veía nada, detalles incompatibles
con la hipótesis de Venus. Agregó que el objeto le pareció «grande y
metálico».
Dos principios de explicación: la doble confusión con las nubes cargadas
de hielo y con Venus fueron desmentidas con precisiones apoyadas por los
dos principales observadores: el sargento del radar y uno de los pilotos que
subió a 4.500 metros.
Qué ligereza, entonces, la de la Comisión para clasificar este caso entre las
reducciones «ciertas».
Más grave aún es el defecto del método. La Comisión juzgó, de manera
burocrática, sin consultar a observadores que tenía al alcance de la mano.
La Comisión está en su derecho al no tomar en cuenta opiniones de
testigos sobre el juicio; pero es incomprensible que se abstenga de pedir
precisiones esenciales sobre sus propios testimonios.
2) 19-20 de julio de 1952. De 23.30 hasta el alba. Sobre Washington (R., p.
195 - K.II., p. 51 - M.I., p. 96).
Dos radares del aeródromo nacional. Un radar en la base Andrews. Dos
aviones de pasajeros. Un avión de intercepción.
Se trata de la gran noche de los platillos volantes, sobre la capital
norteamericana: 800.000 habitantes, la Casa Blanca y el Pentágono, zonas de
vuelo prohibido.
Los relatos que poseemos están llenos de lagunas, incluso el de Ruppelt.
Es necesario completarlos unos con otros.
A las 23.30, dos radares del aeropuerto nacional localizaron ocho Ovnis
que volaban a 160 o 200 kilómetros por hora; luego, de súbito, dos de ellos
alcanzaron una velocidad fantástica. El control principal telefoneó a la torre
de control. Allí habían visto también los Ovnis sobre la pantalla de radar. En
Andrews, igual respuesta del aeródromo, con esta precisión: los Ovnis que,
primero, volaban lentamente realizaron una aceleración de tal manera brutal
que, para uno de esos objetos, subió a 10.000 kilómetros por hora. Digna de
mención es la concordancia entre las observaciones de las dos bases.
Durante aquella noche, varios pilotos de líneas comerciales «vieron luces
que no pudieron identificar en los lugares indicados por los radares». Hubo,
así, dos fases de observaciones: una hacia la media noche; otra hacia las dos
de la madrugada.
Al amanecer, el control del tránsito (sin duda en el aeródromo nacional)
localizó aún un Ovni, en la vertical de la estación de radio. Puestos en alerta
por él, los operadores de la torre de control, en el aeródromo de Andrews,
miraron hacia afuera y vieron «una enorme esfera de color rojo vivo» en el
cielo, sobre ellos. Un F-54 emprendió el vuelo, aunque demasiado tarde, y no
descubrió nada.
Esto es todo lo que describe Ruppelt. Sin embargo, hace alusión a la
intervención de aviones de caza. El relato se encuentra en Aimé Michel y
Keyhoe.
Hacia la media noche y media hora más tarde, Barnes (control-jefe de
radares en el aeropuerto de Washington) pone en alerta a la Defensa Aérea y
pide a la base Andrews que envíe aviones de intercepción, mientras los Ovnis
se estacionan en la zona prohibida. Pero pasan las horas y los aviones no
llegan. En Andrews, las pistas están siendo arregladas, y los aviones a
reacción de los cuales se puede disponer están estacionados en Newcastle, en
Delaware. Barnes reitera sus llamadas, pero los cazas sólo llegan a las 3 de la
madrugada. Los platillos han desaparecido.
Los aviones parten.
Aparecen, de nuevo, los platillos.
Llegan, otra vez, los aviones.
Los platillos vuelven a desaparecer.
Esas idas y venidas forman el segundo hecho esencial de esta sorprendente
noche washingtoniana. ¿Estuvo Keyhoe bien informado o dramatizó
demasiado? Ruppelt no suelta prenda. Lástima.
Crítica. Todo el asunto es impresionante. Es como si los aeródromos de
Orly y de Bourget se hubieran puesto de acuerdo para reconocer la llegada,
luego las aceleraciones y los estacionamientos de platillos volantes sobre el
Elíseo y el Ministerio de Guerra, como si hubieran puesto en alerta al
Ministro del Aire y esperado aviones de caza procedentes de Orleans o de
Blois.
Pero quedan muchas lagunas.
No hay ninguna indicación de la altura.
Sólo conocemos dos casos de visiones a simple vista, indicadas por
Ruppelt. Keyhoe agrega que, a las 5 de la madrugada, el ingeniero Chambers,
al abandonar la estación de radio, vio «cinco enormes discos» que giraban al
subir. Por su parte, Aimé Michel precisa que Barnes y sus ocho ayudantes
observaron los discos no sólo en el radar, sino mediante el teodolito.
Según Ruppelt, los radaristas admitieron, más tarde, que estaban
sobreexcitados y que los habrían confundido con una estrella muy brillante
cuando creyeron ver una esfera enorme. Tal metamorfosis sorprende.
Sorprende menos cuando Ruppelt confiesa que había persuadido «algo» a los
radaristas para que hicieran tal rectificación (!).
Pero, ¿qué vio, entonces, la Defensa Aérea? ¿Y qué pasó en la oficina
meteorológica de Arlington, en la orilla izquierda de Washington, oficina que
es el centro de toda la meteorología de los Estados Unidos? ¿Y qué vieron en
el Observatorio? ¿Fueron efectivamente puestos en alerta? ¿Nada vieron?
Estas preguntas son muy importantes. Ruppelt no dice esta boca es mía.
Naturalmente, los marcianos no tienen la culpa, porque si es difícil saber y
comprender lo que ocurrió en el cielo, es casi tan difícil saber y comprender
lo que ocurrió al mismo tiempo, al humilde nivel de los terrestres.
3) 26-27 de julio de 1952. A partir de las 22.30. También sobre
Washington (R., p. 202 - K.II., p. 58 - M.I., p. 99).
Los mismos tres radares, dos aviones y varios grupos de observadores
situados en tierra.
Se puede pensar que en esta noche, advertidos por el precedente del 19 al
20 del mismo mes, todos los posibles observadores acecharan el cielo. Nada
de eso ocurre.
Sin embargo, como antes, los radaristas de Washington detectan, en primer
lugar, la presencia de los Ovnis, hacia las 22.30. Ponen en alerta a Andrews,
y, esta vez, Andrews localiza los objetivos, por su parte.
Barnes pide aviones de intercepción hacia las 23.30. ¿Por qué tanta
tardanza? (Tal vez porque la investigación precedente los ha escarmentado.)
Esta vez los aviones, dos F-94 a reacción, emprenden el vuelo más
rápidamente: Es media noche, y los radaristas los dirigen hacia los Ovnis.
Pero cuando esos aviones aparecieron en las pantallas de los radares, los
Ovnis desaparecieron.
Los aviones no vieron, entonces, nada. Y partieron.
Luego, de nuevo, un poco más tarde, los Ovnis reaparecieron sobre
Washington.
Nuevamente remontan el vuelo dos F-94. Esta vez los Ovnis no
desaparecen de inmediato, sino que se apartan al acercarse los aviones. Uno
de esos pilotos ve, primero, varias luces brillantes; acelera al máximo, pero no
puede atraparlo; trata de cazar a otro inútilmente por más de una docena de
kilómetros.
Divertido tío-vivo.
Al día siguiente, Ruppelt se entera de algo que es aún más divertido.
Durante la misma noche, en efecto, entre las dos incursiones de los platillos
sobre Washington, diversos grupos de testigos, sobre todo, operadores de la
torre de control de la base de Langley (cerca de Newport News, Virginia)
divisan, a su vez, varios Ovnis. Puestos en alerta, un F-94, que se encontraba
ya en vuelo, es dirigido por los radaristas. El piloto divisa, efectivamente, una
luz; se dirige hacia ella, pero ésta se apaga bruscamente. Prosigue la caza;
logra contacto con el radar, pero no puede mantenerlo salvo algunos
segundos. La misma cosa ocurre tres veces más.
Los sucesos de esa noche se encuentran entre los más extraordinarios en la
historia de los platillos.
Crítica. En este caso, las lagunas son extrañas. Según Ruppelt, desde el
comienzo de la tarde, Barnes y sus operadores del aeropuerto de Washington
habían sido prácticamente asaltados por los reporteros y fotógrafos y tuvieron
que deshacerse de ellos. Luego la alerta fue general. ¿Dónde están las
observaciones, las fotografías y los filmes? Nada se dice al respecto. ¿Por
qué?
Al revés, se sabe que los radaristas tomaron la sabia precaución de poner
fuera de la ruta a los aviones que se aproximaban en los alrededores, salvo los
aviones de caza.
Ruppelt presenta la hipótesis siguiente: explica tales fenómenos por
aberraciones meteorológicas; pero reconoce que no eran lo bastante fuertes
para influenciar a los radares; que tales aberraciones eran frecuentes sobre
Washington, y que los radaristas tenían, al respecto, larga experiencia. (comp.
las precisiones técnicas dadas por Barnes, en M.I., p. 100.)
4) 26 de julio de 1952, en California (R., p. 205).
Un radar, en tierra; un avión y su radar.
Se trata de la misma noche del segundo tío-vivo de Washington, pero en el
otro extremo de los Estados Unidos. Un radar señala un Ovni. Un avión
intenta interceptarlo. Él y el radarista a bordo ven una enorme luz anaranjada.
Durante varios minutos, el avión y el Ovni juegan «a las escondidas». El
radarista de la base y el del avión comprueban que cada vez que el avión se
aproxima «a tiro de escopeta», el platillo le esquiva a una velocidad
«escalofriante»; luego, dos minutos más tarde, regresa, disminuye la
velocidad, y el juego vuelve a comenzar. «Es el juego del gato y el ratón»,
dice el piloto.
Caso inexplicable, concluye Ruppelt.
5) 29 de julio de 1952. A las 21.40, en Michigan (R., p. 205).
Un radar en tierra; un avión con radar.
El radar contacta un Ovni, pone en alerta a un F-54 que se encuentra en
vuelo, y le dirige al objeto. A 6.000 metros de altura, cuando el avión gira a la
derecha, el piloto y el radarista a bordo ven «una luz azulenca varias veces
más grande que una estrella». Un segundo más tarde, la luz se hace rojiza y
disminuye de tamaño, como si se alejara. Gira bruscamente a 120 grados.
Mientras el piloto acelera, el radarista a bordo obtiene un excelente eco, tan
nítido como el del avión. Dura treinta segundos.
El Ovni se encuentra aún a seis kilómetros. Los dos radares mantienen el
contacto. De súbito, mientras el radarista a bordo anuncia al piloto que
sobrepasa al Ovni en velocidad, repentinamente ese Ovni arroja un resplandor
luminoso más vivo y salta hacia adelante, hasta el punto de que pierde
contacto con el radar: el tiempo que tarda una rotación de la antena y la
distancia de dos máquinas se ha casi duplicado.
Durante diez minutos, el radar de tierra sigue la caza. El avión toma, otra
vez, la delantera; luego la pierde: el platillo da, cada vez, un salto vertiginoso.
Esas aceleraciones eran muy breves y no pudieron ser medidas con
precisión. Pero la velocidad del Ovni se estima en 2.200 km/h. Estamos en
1952. Luego el piloto abandona la caza, falto de combustible.
Crítica. Ruppelt rechaza toda hipótesis explicativa, incluso la de una
máquina de ensayo, como las que existían en esa época, incluso en Michigan,
incapaz de alcanzar 2.200 km/h. y realizar virajes en 120 grados.
6) 5 de agosto de 1952. Noche. Japón, cerca de Tokio (R., p. 231).
Un radar en tierra; observadores en vuelo; un avión con radar.
En la base aérea de Haneda —hoy aeropuerto de Tokio—, cuatro radaristas
divisaron un Ovni, sobre la bahía y le observaron con la ayuda de prismáticos.
Se trata de una luz redonda sobre un cuerpo oscuro que parece cuatro veces
más voluminoso, con una pequeña luz debajo. Tres veces esa cosa va y viene,
entre el aeropuerto y la bahía.
Interpelado en el micrófono, el piloto de un C-54 en vuelo dice que no ha
visto nada. La estación más cercana de radar, sin embargo, ve algo sobre la
pantalla. Son, más o menos, las 23.45. Todo dura cinco minutos, durante los
cuales el Ovni se acerca a menos de 15 kilómetros.
Pensando que se trata de un globo, los observadores sueltan uno de sus
globos para compararlos. Esta operación les hace ver que el fuego de un
globo es amarillo y no se parece al de un Ovni. Por otra parte ese modesto
fuego de globo deja de ser visible al cabo de algunos segundos.
A las 0.03, un F-54 emprende el vuelo desde un aeropuerto vecino.
Mientras el radarista que se encuentra en el suelo mantiene el contacto con el
avión y el Ovni, el radarista de a bordo toma también contacto con el Ovni, a
seis kilómetros de distancia. Pero esto sólo dura un minuto y medio, pues el
objeto parte a gran velocidad.
El avión gira, se va, y el Ovni reaparece de inmediato.
«Dos minutos más tarde, el radar anuncia que el objeto se ha dividido en
tres trozos y que esos tres trozos se alejan hacia el noroeste, separados cada
uno por 400 metros.»
Crítica. Hay, sin duda, algo de antropomórfico en la descripción final.
Resulta imposible saber a qué corresponde.
7) 29 de diciembre de 1952. 19.30 h. Al norte de Japón (K.II., p. 18).
Un radar en el suelo y tres aviones.
Un B-36, luego un F-94 avistan un Ovni. El radar de una base vecina opera
un contacto. Puesto en alerta, un tercer avión, un F-87 a reacción ve también
el platillo. El coronel Low, piloto del F-87, trata de interceptar al platillo.
Apaga las luces de a bordo, y remonta a 10.000 metros; observa «la cosa»
durante un instante; en seguida acelera a 800 km/h.
«Durante uno o dos segundos, pareció que su máquina, con sus luces
apagadas, no hubiese sido localizada. De improviso, el platillo volante acelera
y desaparece en medio segundo.»
Cinco minutos más tarde, reaparece. El piloto, otra vez, trata de
interceptarlo; pero el platillo gira tan bruscamente, a tal velocidad, que el
piloto le pierde de vista en cinco segundos.
No cabe imaginar ninguna crítica.
8) 28 de enero de 1953. 21.35. Georgia, USA (R., p. 281).
Un radar en tierra y un avión.
A bordo de un F-86, un piloto avista un platillo. Remonta a 9.000 metros
para verlo mejor, y se coloca sobre él. La cosa es circular; su luz es ora
blanca, ora roja. Primero crece como si la distancia disminuyera; luego
desaparece bruscamente «como cuando se maniobra un interruptor».
En la base, el radarista declara que había seguido toda la caza; que el Ovni,
primero, había evolucionado muy lentamente para tratarse de un avión, y que,
luego, habíase «eclipsado» a una «escalofriante velocidad».
Esta vez, incluso la crítica debe capitular.
9) 12 de agosto de 1953. Noche, Dakota. (R., pp. 289 y 292).
Un radar en tierra y dos aviones.
Prevenido por un testigo ocular, el radarista de la base de Ellsworth, cerca
de Rapid-City, detecta un Ovni a 4.800 metros de altura. El radarista y varias
observaciones de la base ven cómo el Ovni se desplaza; luego se detiene. Un
F-84, que se encontraba patrullando, es puesto en alerta; luego se le guía. En
ese momento, el Ovni comienza a moverse. El piloto le sigue durante 200
kilómetros sin poder atraparle, hasta que, agotado el combustible, se ve
obligado a regresar. Y, otra vez, el platillo vuelve cerca de la base.
Los pilotos de la base de intercepción han oído la historia, pero no creen
una palabra de ella. Uno de ellos, autorizado por el control, emprende
rápidamente el vuelo sobre un segundo F-84. Éste descubre también la luz del
Ovni, y se aproxima; pero el platillo parte. El piloto sube lo más rápidamente
posible para tratar de dominar la altura del objeto. Pero a cinco kilómetros, el
Ovni «toma velocidad para apartarse». Persuadido que se trataba sólo de una
simple ilusión, el piloto intenta una serie de experiencias: apaga las luces, se
mueve de derecha a izquierda para asegurarse de que no se trata de un reflejo
o de una luz terrestre; Pero la posición del platillo no cambia. Escoge,
entonces, tres estrellas como punto de referencia, para comprobar si no hay
confusión con un astro; pero comprueba que el objeto cambia de posición en
relación a las estrellas. Prueba su radar de a bordo para ver si la cosa es un
cuerpo sólido y «casi de inmediato la luz roja se encendió».
En ese momento los nervios del piloto estallan. Ese piloto, que había hecho
la guerra en Alemania y Corea, pide que le autoricen a regresar.
La Comisión no pudo sostener ninguna hipótesis aceptable.
B) Especialistas en cohetes
El caso de Zohm
En fecha muy cercana al incidente Arnold, un especialista en cohetes
llamado Zohm, acompañado de otros tres sabios, realizaba una misión secreta
en Nuevo-México cuando divisó un disco plateado brillante que volaba sobre
el desierto.
«Estoy absolutamente seguro que no se trataba de un meteoro», declaró
Zohm. «Era, tal vez, una máquina teleguiada, aunque, si se hubiera tratado de
una máquina, jamás he oído hablar de ella» (K.I., p. 40).
Todo el interés del asunto reside en la personalidad del testigo.
Las cuatro observaciones de Muroc
La base de Muroc, en el desierto de Mohave, California, sirve para ensayar
máquinas muy secretas. El 6 de julio de 1947, hubo cuatro observaciones
sucesivas (R., p. 34).
1) A las 10 horas, varios oficiales divisan en el aire tres platillos plateados.
2) A las 10 horas y 10 minutos, un piloto que preparaba el ensayo de un
XP-84 divisó en el aire algo que, al comienzo, tomó por un globo-sonda. Pero
se informó sobre los vientos que reinaban a gran altura, y vio que el objeto
desplazábase contra el viento. El piloto estimó la altura en 3.000 metros y la
rapidez en 300 km/h, o un poco más. Se trataba de un objeto amarillento y
esférico. (R., p. 34).
3) Cerca de dos horas más tarde, nueva observación, mucho más detallada
por los técnicos de la misma base. En este caso, no se puede perder una
palabra:
«El 8 de julio de 1947, a las 11 horas y 50 minutos, nos encontrábamos en
un coche de observación, dentro del sector A, Rogers Dry Lake, para seguir
dos P-82 a un A-26 que volaban a 6.000 metros y debían proceder al ensayo
de asiento disparable. Notamos un objeto redondo que tenía el color del
aluminio y que nos pareció, al comienzo, un paracaídas. Nuestra primera
impresión fue que se trataba de una eyección prematura, pero no era éste el
caso. El objeto encontrábase a 6.000 metros y descendió a una velocidad tres
veces superior a la de un paracaídas de ensayo que vimos abrirse treinta
segundos después de haber descubierto el objeto. Al caer, éste se desplazó
ligeramente hacia el norte del verdadero oeste, contra el viento. No pudimos
determinar la velocidad horizontal, pero nos pareció inferior a la velocidad
máxima de un F-80.
»Cuando el objeto alcanzó una altura que permitía observar su silueta
lateral, se presentó bajo una forma nítidamente oval, que tenia, en la parte
superior, dos salientes que podían ser alerones o clavos gruesos. Cruzábanse a
intervalos como si rotaran u oscilaran lentamente.
»No observamos humo, llamas, hélices, ruido de motor ni ningún medio de
propulsión visible. El color evocaba el de una tela pintada de aluminio, pero
de un color menos vivo que el de un domo de paracaídas.
»Cuando el objeto se alineó con la cumbre de las montañas, le perdimos de
vista. Permaneció visible durante noventa segundos, más o menos. De cinco
personas que ocupaban el coche, cuatro le vieron.
»Según nuestra opinión, se trataba de un objeto construido por la mano del
hombre: así lo demostró su silueta y su aparente funcionamiento.
»No se podía tratar de una alucinación ni de una aberración de los
sentidos» (R., p. 35).
Es lamentable, sin duda, no saber si los pilotos que volaban vieron algo, y
también resulta lamentable ignorar por qué de cinco especialistas uno de esos
cinco especialistas no compartió tal observación. Pero todo lo que sabemos es
muy significativo. Esos observadores, especialistas muy bien calificados, que
estaban situados en su puesto de observación, creyeron ver, primero, un
paracaídas, pues eso era lo que ellos esperaban; pero observaron todos los
aspectos del objeto y se rindieron a la evidencia: tratábase de un objeto
desconocido.
4) Cuatro horas más tarde, a 60 kilómetros de Muroc, un piloto de un F-51
divisó un «objeto aplastado que reflejaba la luz». Como se hallaba a 6.000
metros de altura, trató de subir más arriba para alcanzar al Ovni.
Este conjunto de observaciones, realizadas el mismo día, alrededor de una
base de máquinas secretas, por técnicos y pilotos de ésta, es un hecho extraño.
Y no está aislado.
La serie de observaciones de Mac Laughlin en White Sands
White Sands se halla en Nueva México, cerca de Alamogordo, donde se
realizó la explosión de la primera bomba atómica, el 16 de julio de 1945, en
una región fértil en observaciones de platillos. White Sands es, sin duda, el
gran centro de experimentación secreta para los cohetes de la Marina, según
parece.
En esa época, el capitán Mac Laughlin encontrábase a la cabeza de un
equipo de especialistas que trabajaban en el lanzamiento de cohetes.
Realizaron una serie de observaciones que sólo conocemos en parte.
1) 5 de abril de 1948. Mac Laughlin y su equipo observan, mediante el
teodolito, varios Ovnis de tres metros de diámetro que siguen a los V2 en su
curso ascensional (K.I., p. 214 y M.I., p. 75). Parece que durante la víspera
otro equipo había observado varios Ovnis (R., p. 98).
2) El 24 de abril de 1949. Las 10.30. Tiempo: «claridad absoluta». El
equipo de Mac Laughlin acaba de lanzar un pequeño globo para estudiar los
vientos que reinan a baja altura. «Un hombre observaba a través de un
teodolito de aumento 25, y lo dirigió a la izquierda. Los otros miraron y
divisaron, entonces, un Ovni.
«—No parecía muy grande —declaró uno de ellos, de inmediato—, pero
se le veía nítidamente. Se comprobó claramente que tenía forma elíptica y
color blanco, plateado.»
«Al cabo una fracción de segundo, el hombre del teodolito apuntó el
instrumento sobre el objeto, y el cronometrador puso su instrumento en
marcha. Siguieron al Ovni durante sesenta segundos, mientras se desplazaba
al este. En el segundo 55, el ángulo de elevación había caído de 45° a 25°;
luego el objeto remontó y desapareció muy rápidamente. Nadie escuchó el
menor ruido, sin embargo; el desierto de Nueva México estaba totalmente en
calma aquel día, tan calmo que habría podido oírse el zumbido de una avispa
a más de un kilómetro.» (R., p. 98).
Algunos se ofuscaron ante este rasgo de humor. Ninguna observación de
platillos había estado tan bien, aunque involuntariamente, preparada, y por
observadores de primer orden. Sobre la base de sus indicaciones, el equipo
calculó que el Ovni tenía 30 metros de largo sobre 12 de ancho; se encontraba
a 89.000 metros de altura, y desplazábase a 12 km/segundo. Se trataría,
entonces, de un enorme cigarro en ruta y a velocidad interplanetaria. La
observación tiene, pues, un interés capital.
3) 27 de abril de 1949. Nueva observación durante la cual se intentó
fotografiar un Ovni.
Cuando Mac Laughlin envió su informe, que «contenía sólo las
observaciones efectuadas, sin acompañarlas de observaciones personales», el
almirante que en Washington dirigía el servicio de máquinas teledirigidas
contestó de inmediato con este telegrama: «¿Qué diantres has podido beber
allí?» Estamos a fines de 1949 y comienzos de 1950. Algo más tarde, Mac
Laughlin comandaba un destructor, el Bristol.
No nos limitemos a sonreír ante semejantes anécdotas, ya que, a pesar de
su comicidad, poseen un indudable interés sociológico.
En el mes de marzo de 1950, mientras se encontraba en altamar, el
comandante Laughlin publicó un artículo sensacional. True: la revista que
había publicado la primera investigación de Keyhoe. Marzo de 1950: se trata
del período en el cual la Comisión Platillo encontrábase sumida en el más
grande marasmo. Ese artículo era, sin duda, incendiario. Mac Laughlin
describía en él los dos principales tipos de Ovnis que acabamos de indicar,
con sus velocidades y sus alturas, y concluía afirmando seriamente el origen
interplanetario de tales máquinas (R., p. 97).
Es normal que la Aviación publicara un desmentido (K.I., p. 22). Pero lo
que es extraño es que Mac Laughlin, que seguía siendo oficial en activo, haya
podido, primero, publicar tal artículo.
Todo esto es notable. Vemos a través de qué huracanes y tormentas deben
pasar las observaciones de Ovnis para llegar hasta nosotros, y qué increíbles
sobresaltos agitan las altas esferas de la autoridad terrestre.
La partida de Mac Laughlin no afectó, por otra parte, la moral de los
platillos. Se manifestaron aún en White Sands el 27 de mayo de 1950 y el 14
de julio de 1951 (R., p. 118 y M.I., p. 103).
Agreguemos que, según Keyhoe, Charles B. Moore, director de la
Comisión Naval para los rayos cósmicos en Minneapolis, ingeniero de gran
reputación, confirma el famoso informe de Mac Laughlin, informe que situó
la altura de un platillo en 90.000 metros y le atribuyó una velocidad de 28.800
km/h. (K.I., p. 199). Se trata de la observación del 24 de abril de 1949.

C) Especialistas en globos-sondas
Fines de 1951. Comienzos de 1952. Ruppelt recibe un montón de informes
redactados durante un período de un año por especialistas de la General
Mills (p. 154). Estos especialistas, dice, poseen muchos años de experiencia
en problemas atmosféricos, en espejismos e ilusiones de toda clase (p. 99).
Nos señala un ejemplo fechado el 16 de enero de 1951. Ese día, un globo-
sonda acaba de ser lanzado en el aeropuerto de Artesía, Nueva México. Los
técnicos le siguieron durante casi una hora: entonces divisaron «dos pequeños
puntos hacia el noroeste». Creyeron, al comienzo, que se trataba de aviones,
cuya cercanía se acababa de anunciar; pero algunos segundos más tarde
comprobaron que se trataba «de dos objetos redondos, de color blanco mate,
que volaban en formación apretada y se dirigían al globo para girar a su
alrededor». (R., p. 155).
Durante esta maniobra, los Ovnis se inclinaron; pudimos, entonces,
observar que tenían la forma de discos; luego volvieron a partir hacia el
noroeste, en dirección de donde venían.
Al comparar su aspecto con el de los globos, los observadores estimaron
que los Ovnis medían alrededor de 18 metros de diámetro.
Es una lástima que Ruppelt se limite a este único ejemplo.
Por el contrario, proporcionan ciertos datos generales que nos dejan
estupefactos.
«Discutí ampliamente con ellos (esos especialistas), y rechazaron
claramente mi sugerencia en el sentido de que éstos (los Ovnis) tenían, sin
duda, una explicación natural. ¿Cuál era, entonces, el motivo que les tenía tan
convencidos de su existencia? En primer lugar porque habían visto muchos de
ellos. Algunos de ellos ni siquiera les hacían caso, y lo que ellos veían
permanecía en el misterio.» (Id., p. 154).
Durante más de un año esos especialistas se abstuvieron de avisar a la
Comisión, pues no les gustaba la orientación del «Proyect Grudge» (sic, Id.,
p. 154). Comprendemos el motivo. El resultado no puede ser más triste. Se
eliminaron así unas posibilidades de observación incomparables, debido a los
prejuicios negativos de algunos y por la repugnancia de otros. Durante más de
un año, en Artesía, en el corazón de Nueva México, en esta gran zona de
manifestaciones de platillos se ha estropeado deliberadamente la posibilidad
de tomar medidas, fotografías y clasificaciones técnicas que en vano pedía el
tribunal supremo.

D) Especialistas en radiactividad
En esta nueva zona, Ruppelt, al comienzo, sólo fue informado a través de
rumores. Otro los habría desdeñado. Quiso verificarlos, pero tardó un año
(¡un año más!) para descubrir de qué sabios se trataba. (R., p. 249).
Se trataba de físicos famosos que trabajan para la Comisión de Energía
Atómica.
Le confirmaron que en el otoño de 1949, y por vez primera, de súbito
comprobaron un brusco crecimiento de la radiactividad natural, durante
algunos segundos, en el momento en que pasaban tres Ovnis.
Tres semanas más tarde hicieron una nueva e idéntica observación.
Compararon esta radiactividad con la que podía producirse al paso de
aviones, pero comprobaron que en este caso nada parecido se producía.
Enviaron un informe a la autoridad militar; pero por prudencia no emplearon
la palabra mágica Ovnis, y entonces nadie se interesó por el informe, ni
siquiera para burlarse de él.
Algunos de estos sabios decidieron, entonces, proseguir la investigación
sin esperar autorización ninguna. Para evitar «injerencias indeseables»,
organizaron un laboratorio camuflado bajo el exquisito pretexto de
«investigaciones mineralógicas».
El resultado no fue menos exquisito. Gracias al pretexto invocado,
pudieron disponer de contadores Geiger pero no de radares, de tal manera que
tenían un medio de controlar los casos eventuales de radiactividad, pero no
poseían el medio de sondear sistemáticamente el cielo. Debían limitarse al
puro azar. La suerte les sonrió. En cuatro oportunidades, en diciembre de
1950, enero y febrero de 1951, comprobaron que, al paso de los platillos, los
contadores Geiger señalaban un aumento de más o menos cien veces de la
radiactividad natural (Id., p. 253).
Informado de estos resultados, otro laboratorio del este de los Estados
Unidos aceptó participar en la investigación. Estaban muy bien equipados,
poseían una red doble de radares y de detectores de radiactividad en un radio
de 150 kilómetros a la redonda (sin duda alguna para vigilar los efectos de las
explosiones atómicas).
Estos nuevos especialistas hicieron comprobaciones que corroboraron las
precedentes (R., p. 251).
Los sabios del jurado de 1953 leyeron todos estos informes, se interesaron
vivamente por ellos; pero siempre los juzgaron insuficientes como pruebas.
Les habría encantado que estos registros hubiesen sido acompañados de
películas sincronizadas que mostrasen los Ovnis.
Tales especialistas se indignaron y dijeron que los tomaban por imbéciles.
Se comprende. Se comprende, además, la prudencia, aunque excesiva, del
supremo jurado. Los autores de los registros estaban, sin duda,
proporcionando el comienzo de las pruebas de más peso que jamás se han
proporcionado en tal materia. ¿Acaso el supremo jurado no les daba también
la razón en lo posible al pedirles, precisamente, que tomasen las medidas
necesarias para transformar este comienzo de prueba en prueba definitiva e
irrecusable?
Lo que se ha hecho desde entonces en este sentido es el verdadero
problema que sigue planteado, a pesar de haber transcurrido ya diez años.

E) Astrónomos
Una leyenda firmemente acreditada en la opinión pública francesa dice que
ningún astrónomo ha visto jamás un platillo volante.
Sin embargo, dos astrónomos norteamericanos han sido citados
formalmente más allá del Atlántico como testigos de pasajes de platillos. Uno
de esos astrónomos es Seymour L. Hess, del Observatorio fundado por
Lowell, en Flagstaff, Arizona, cuyos trabajos sobre la climatología marciana
gozan de gran reputación (cf., G. D. Vaucouleurs, Física del planeta Marte).
El otro es Clyde Tombaugh, universalmente conocido por haber sido el
primer astrónomo que detectó la situación de Plutón en el espacio celeste.
Ésta es una de las observaciones:
«El Dr. Seymour L. Hess, actual astrónomo de la estación de Flagstaff
señaló en el Arizona Daily, del 22 de mayo de 1950, que mientras se hallaba
ocupado estudiando las condiciones meteorológicas, vio un objeto brillante de
forma discoidal. Por lo demás era visible a simple vista. El Dr. Hess dirigió
sus prismáticos hacia él, y de inmediato se convenció que no se trataba de
ningún tipo de avión conocido. Del mismo modo adquirió la certeza de que el
aparato cortaba las nubes, eliminando así la hipótesis de que se trataba del
globo meteorológico, el cual se habría desplazado siguiendo la dirección del
viento. Ayudado de sus potentes prismáticos, pudo calcular el tamaño del
objeto en uno o dos metros. Eran las 12.15.» (H., p. 97).
La observación de Tombaugh es más completa.
El 20 de agosto de 1949, a las 22.45, según las indicaciones
proporcionadas por Life (M.I., pp. 69-72). Tombaugh divisó casualmente, en
el cielo, durante más o menos veinte segundos, una especie de cigarro con dos
corridas de ventanucos luminosos. La observación parece muy clara. Pero
según las indicaciones de Menzel (Id.), la observación es más breve, y el
cigarro sólo una vaga silueta, aunque los ventanucos siguen brillantemente
iluminados.
El periodista francés, Charles Garreau, tuvo, entonces la buena idea de
pedirle al propio Tombaugh que puntualizara. El astrónomo, amablemente, le
dirigió una carta fechada el 27 de febrero de 1955, cuya traducción es la
siguiente:
«Divisé el objeto alrededor de las 23 horas, en la noche del 20 de agosto de
1949, mientras me hallaba en el patio trasero de mi casa, en Las Cruces.
»Miraba al azar hacia el cenit, admirando el hermoso cielo transparente de
estrellas cuando, de súbito, descubrí un grupo geométrico de rectángulos
luminosos y de colores verde-azulado pálido, parecidos a las luces de
“Lubbock”.
»Mi mujer y mi madre estaban sentadas en el patio conmigo, y también
vieron lo mismo. El grupo circulaba en dirección sureste. Luego los
rectángulos separados disminuyeron, y el “campo de vuelo” volvióse más
restringido. (Al comienzo, un grado más o menos, de uno a otro lado.) Luego,
todo se esfumó y desapareció a treinta y cinco grados más o menos sobre el
horizonte. El tiempo total de visibilidad fue de alrededor de tres segundos.
»Estaba demasiado confundido para contar esos rectángulos luminosos, o
para fijarme en otras peculiaridades que recordé más tarde. No se producía
ningún sonido. Durante miles de horas he escrutado el cielo nocturno, pero
jamás vi un espectáculo tan extraño como éste. Los rectángulos lanzaban una
débil luminosidad, y si hubiese habido luna llena estoy seguro que no se
habrían visto.» (cf. Ch. Garreau, Alerta en el cielo, p. 39).
Clyde Tombaugh agrega este postscriptum:
«No creo que ningún otro planeta, en el sistema solar, salvo la Tierra,
posea las condiciones necesarias para alimentar vida inteligente; pero pueden
existir planetas “favorables” que graviten alrededor de otras estrellas y que
están infinitamente más alejados de nosotros.
»No sé si los platillos volantes son extraterrestres o no; por lo tanto, soy
neutral en este asunto» (Id.).
Es obvio que el astrónomo emplea los términos más rigurosos posibles: de
un cigarro con ventanucos luminosos pasamos a simples rectángulos
luminosos: de una luz brillante a una luz tenue; y de veinte segundos a tres
segundos de observación. Esta última indicación es la más grave: tres
segundos es un tiempo terriblemente breve.
Sin embargo, las dos corridas de rectángulos luminosos fueron vistas muy
nítidamente, tal se desprende del dibujo ejecutado por el propio astrónomo
sobre el mapa construido por Garreau. Por otra parte, ciertos testigos notaron
la presencia de ventanucos luminosos en el costado de los platillos; el piloto
Chiles y su segundo de a bordo vieron también un cigarro con dos corridas de
«ventanas iluminadas». La comparación con las luces de «Lubbock» es
interesante, pero tendería a confundir el hecho de Las Cruces con un
fenómeno natural, extraño a los platillos, según Ruppelt (p. 143). Sin
embargo, este tipo de comparación, que Tombaugh conoce sin duda, no
parece explicar en absoluto el problema a sus ojos, pues más tarde vemos en
el postscriptum las enormes hipótesis abiertas.
En el momento actual el testimonio del gran astrónomo presenta
dificultades de interpretación. Sin embargo, queda claramente establecido:
—que este eminente observador del cielo tuvo la certeza absoluta de ver
algo totalmente insólito,
—que despertó en él un profundo interés,
—que trató de diferenciar lo más cuidadosamente que pudo lo que
realmente vio y lo que dedujo más tarde,
—que a pesar de todas las interpretaciones del tipo Menzel y otras, una
observación como ésta le pareció ligada al problema de los platillos volantes,
—que no se pronuncia ni sobre la naturaleza, ni sobre el origen de los
platillos, pero acepta imparcialmente, y como hipótesis, la posible
intervención de seres venidos de otras regiones estelares.
A propósito de este hecho, es importante agregar que, a fines de 1952,
Ruppelt decidió interrogar a 45 astrónomos norteamericanos, elegidos entre
los más eminentes (p. 267). Se encontró con un abanico de opiniones que
iban, desde el más perfecto desprecio por los platillos, como en el Dr. C.,
hasta el entusiasmo del Dr. L., que dedicaba a ellos gran parte de su tiempo.
Estas oposiciones son totalmente normales. El hecho más interesante es que
cinco de estos astrónomos reconocían haber visto en el cielo fenómenos
inexplicables. Es lícito suponer que Tombaugh y Hess se contaban entre ellos.
Por lo demás, y a pesar de la cautela de sus declaraciones, el 23% de estos
astrónomos reconocieron que el problema era mucho más importante de lo
que todo el mundo pensaba, y el 41% se declaró listo para cooperar en las
investigaciones, lo cual significaba implícitamente que admitían el interés de
ellas.
Pero el 5 de diciembre de 1953, en Francia, el señor Danjon, director del
Observatorio de París, sólo veía en los observadores de platillos volantes
«campesinos tejanos». (Figaro Litteraire).
Es cierto que un año antes, el 29 de agosto de 1952, el observatorio de
Paris dejó escapar una excelente ocasión de aplastar, tal vez, un fantasma de
platillo.
Es lo que veremos ahora.
IV

OBSERVACIONES FRANCESAS

L A primera observación francesa de un platillo tuvo, al parecer, lugar el 8


de abril de 1950, por varios testigos separados, en Tarbes y sus
alrededores (G.I., p. 28).
Sería, pues, posterior en tres años al incidente de Arnold.
Con bastante aproximación, la curva de observaciones parece ser la
siguiente: 11 en 1950, 4 en 1951, 89 en 1952, 31 en 1953, 548 en 1954, 6 en
1955, 11 en 1957, 6 en 1958, 4 en 1959, 5 en 1960*. Esas cifras sólo valen en
cuanto al orden de crecimiento, pero significan claramente que el gran año de
los platillos en Francia se produce en 1954, y no en 1952, como en los
Estados Unidos.
Su valor absoluto es criticable por las razones de tipo general que hemos
dado, a propósito de los problemas de información.
Hay que tener en cuenta, por otra parte, el hecho de que, en los Estados
Unidos, se produjo una auténtica caza de platillos, mientras en Francia todo
hay que cargarlo al azar. A esto se agrega la enorme diferencia entre la
superficie del territorio de Francia y el de los Estados Unidos: las cifras
francesas son, pues, relativamente mucho más importantes que las
contabilizadas al otro lado del Atlántico.
En Francia se había creado una especie de émulo de la Comisión Platillo
norteamericana, una «Comisión especial del Departamento Científico de la
Fuerza Aérea» (M.II., 161); pero con medios mucho más reducidos. Allí se
producirán los mismos espasmos, sin duda, que en los Estados Unidos, pero a
escala inferior.
Las observaciones francesas presentan cuatro características esenciales:
1. En su mayor parte fueron realizadas por profanos y no por especialistas.
2. Ellas engloban una enorme proporción de aterrizajes: cerca de un
centenar sobre más o menos 500 observaciones en septiembre y octubre de
1954, mientras que en los Estados Unidos los testimonios corrientes sólo
señalan tres o cuatro detenciones a muy baja altura (Desvergers, por ejemplo)
y un solo aterrizaje (el joven Lightfood).
3. Por la razón anterior, muchos testigos han visto los platillos a muy corta
distancia, a algunos metros, en tanto que las mejores observaciones
norteamericanas alcanzan a kilómetros.
4. Por esta misma razón, los testimonios franceses señalan apariciones de
pilotos de platillos en el suelo, mientras ningún testimonio ordinario los ha
podido ver en los Estados Unidos.
Señalemos, en primer lugar, algunas observaciones notables que provienen
de especialistas.
El 6 de octubre de 1952, sobre Draguignan, hacia las 19.25, dos pilotos de
Air France, los señores Cavasse y Clément, que pilotaban un DC4, vieron una
especie de huevo alargado, iluminado totalmente por una luz blanca. Seguía
una trayectoria rigurosamente rectilínea y dejaba tras él una estela blanca algo
azulada, la cual formaba una especie de encaje. Volaba a 2.000 o 3.000 km/h.
y un poco más bajo (M.I., p. 169). Se trata de una excelente observación,
confirmada, además, por otros testigos que se encontraban unos en Niza, otros
en Grasse. Pertenece exactamente al mismo tipo que las observaciones
efectuadas en los Estados Unidos.
Son importantes las observaciones de meteorólogos. Dos, sobre todo, en
Métropole: en Buorget, durante la noche del 12 al 13 de junio de 1952 (M.I.,
p. 194), y en Villacoublay, el 29 de agosto de 1952 (M.I., p. 199). Otras, quizá
tan importantes fueron hechas por meteorólogos franceses, en África del
Norte, durante 1951, 1952 y 1953 (M.I., p. 127), y probablemente antes de
1947.
Detallemos sólo la de Villacoublay.
A las 19.30 de ese 29 de agosto de 1952, dos meteorólogos de Villacoublay
divisaron, en un cielo sin nubes, entre las primeras estrellas, un punto
luminoso, de resplandor azul muy pronunciado, que desplazábase en línea
recta, a saltos, a una velocidad algo elevada.
Intrigados, los meteorólogos pusieron en alerta al ayudante y a otros tres
hombres.
Observado a través del teodolito, la cosa se mostraba «bajo la forma de una
huella luminosa blanca incandescente, bordeada de negro…» (M.I., p. 200).
Los testigos divisaron, además, dos estelas azuladas perpendiculares a la
estela blanca, pero sintieron escrúpulos profesionales y se preguntaron si no
se trataría sólo de una simple ilusión óptica.
Hasta las 20.30, la cosa continuó desplazándose; luego se detuvo muy
cerca del cenit, oscilando levemente, hasta las 23.30, hora a partir de la cual el
objeto disminuyó poco a poco, como si se alejara remontando verticalmente.
En el intertanto, los meteorólogos calcularon una serie de medidas que se
relacionaban con las inclinaciones y azimutes y con las variaciones de color
que experimentaba la cosa.
Durante la misma noche, otro meteorólogo, cerca de los primeros, señaló
la aparición de un segundo punto luminoso, rojo primero, que, más tarde, a
través del teodolito aparecía como «un círculo perfecto, de color amarillo
blanco», del cual salían estelas que se enroscaban como latigazos. Después de
lo cual la cosa desapareció; luego reapareció de nuevo: parecía seguir el
movimiento aparente de las estrellas. Esta observación duró por lo menos de
las 21.45 a las 22.30.
Una tercera luz fue observada brevemente a las 22.45.
Este conjunto de observaciones tiene una rara cualidad. Fue hecha por seis
meteorólogos a ojo desnudo y en el teodolito, durante cuatro horas y media —
lo cual es un récord—, anotándose de inmediato todas las informaciones
técnicas de posición. En el informe, de notable precisión, reproducido por
Aimé Michel, hallamos, por otra parte, una constante voluntad de autocrítica.
Los meteorólogos, con el mismo sentido de escrupulosidad y de
verificación, avisaron a Orly, pero desconocemos el resultado. Pusieron
también en alerta al Observatorio de París, pero desde allí se les contestó que
no había nadie en el Observatorio. Lo cual es dudoso.

1. ATERRIZAJES DE PLATILLOS VOLANTES EN FRANCIA


DURANTE LOS MESES DE SEPTIEMBRE Y OCTUBRE DE 1954.

Es, sin duda, el aspecto más importante de las observaciones francesas.


Desdeñemos, por ahora, su carácter sensacionalista para trazar un cuadro frío
y objetivo: el de las coordenadas estadísticas y comparativas de sus
observaciones.

A) Noción de aterrizaje
El principio es simple: toma de contacto con el suelo. Pero, ¿qué significa
esto? Esta cercanía del fenómeno es completamente emocionante.
Pensemos en todo lo que nos han dicho los testigos norteamericanos con
sus aviones, sus radares, sus prismáticos, teodolitos, contadores Geiger. Todas
sus armas de conocimiento y de técnicas eran, al mismo tiempo, maravillosas
y deleznables frente a esas cosas extrañas, lejanas, fugitivas, célicas, siempre
situadas en el extremo límite de la observación.
¡Si sólo una de esas cosas se hubiera posado en tierra, bajo los ojos de uno
de esos observadores, qué distinto habría sido!
Ahora bien: eso es exactamente lo que ocurrió, de súbito, en el otoño de
1954, en Francia. Lo lejano se hizo inmediato; lo célico, terrestre; la «cosa»
se hizo objeto a simple vista.
De un tironazo, debido al aterrizaje, el platillo se desprende de la «bóveda
celeste» para caer en el cuadro del paisaje terrestre y familiar.
Lo que sólo era un punto o una esfera, sin duda minúscula, en el límite
extremo de la mirada en la infinitud del espacio, se transforma en auténtico
objeto: inmediato, sólido, inmóvil, enorme, que se hace presente de manera
multitudinaria.
Esta modificación masiva de las apariencias puede constituir una auténtica
reducción, en el sentido en que Taine emplea esta palabra. Tal aquel que en la
noche, después de haber creído ver a un desvalijador, comprueba la presencia
efectiva de un tronco de árbol.
Mientras el objeto hallábase allá en lo alto, lejano, hasta los propios
especialistas se encontraban en grandes apuros para asegurarse su presencia.
Aquí, al contrario, hasta el profano se encuentra al borde del muro: no puede
dudar de la presencia del objeto; no puede dudar de su aspecto totalmente
insólito.
La diferencia se acentúa debido a la aparición de pilotos: sólo se podía
suponer su existencia, pero cuando un piloto se encuentra allí, bajo los ojos, al
costado de su máquina, los dos posados en tierra, todas las hipótesis
intermedias quedan barridas: la prueba testifical parece imponerse con
aplastante evidencia.
Subrayemos la palabra parece. Lo que por ahora parece seguro es el
principio de la posibilidad de reducción. Ella no se aplica si el testigo es un
mixtificador, un delirante o un alucinado, y examinaremos estos casos en la
segunda parte. Antes debemos examinar el problema de saber si el testigo
estaba efectivamente colocado en condiciones suficientes para poder aplicar
la reducción.
Resulta, sin duda, absurdo zanjar, a priori, y decir en bloque: los testigos
de aterrizajes aportan indudablemente una prueba perentoria; o, al contrario,
como han creído ver a los «marcianos», naturalmente se trata de dementes.
Antes de tomar partido, cualquiera que éste sea, conviene examinar
detalladamente las condiciones bajo las cuales se hicieron las observaciones.
Está claro, por ejemplo, que si el aterrizaje se produce muy lejos, o si sólo ha
durado un segundo, hallaremos, a ras de tierra, las mismas dificultades con las
cuales nos enfrentamos para las observaciones en pleno cielo. Persisten toda
clase de confusiones, incluso al nivel del suelo (ya veremos varios casos);
pero lo primero que debemos hacer es fijar detalladamente las condiciones en
las cuales los testigos observaron esos aterrizajes. No hay nada sensacional en
esta busca, pero es indispensable y mucho más esclarecedora.
El término aterrizaje no debe ser tomado en sentido formal, como si el
contacto material con el suelo tuviese un valor determinante por sí mismo, lo
cual sería fetichismo racionalista.
Por ejemplo: la detención de un platillo a un metro del suelo, pero a tres o
cuatro metros de distancia constituye un cuasi-aterrizaje y posee, sin duda,
más valor que el simple aterrizaje atribuido a un platillo situado a tres o
cuatrocientos metros, en las mismas condiciones de luz y de duración.
Esto no constituirá una excusa para recaer en la imprecisión. Limitemos
muy estrictamente la noción de esos cuasi-aterrizajes, so pena de confusión.
En consecuencia:
1. Retendremos aquí todo aterrizaje, como hecho simplemente alegado por
un testigo corriente; pero trataremos de verificar, sucesivamente qué
condiciones de distancia, de duración, de luz, de localización y contenido
permiten retener semejantes testimonios como hechos testimoniales sólidos.
2. En la lista de aterrizajes así estudiados, incluiremos los cuasi-aterrizajes
hasta una altura de 1 metro y medio, pues en tal caso, el objeto se encuentra a
la altura del hombre. La mirada puede observar horizontalmente, y si la
máquina está cerca, podría hallarse al alcance de la mano. Nadie ha medido
aún con un metro un platillo y su altura sobre el suelo en casos semejantes. Lo
que cuenta es la relación más simple y la más «ingenua», entre la presencia
del platillo y las dimensiones físicas del hombre. (A guisa de comparación,
señalaremos algunos incidentes, por lo demás muy raros, en los cuales la
máquina permaneció a 2 o 3 metros del hombre.)

B) Los testigos
Sólo en septiembre y octubre de 1954, en Francia hemos anotado 95 casos
de aterrizajes. En el mismo período, sólo en Francia se producen 400
observaciones de vuelos. La proporción de aterrizajes —la quinta parte— es
única en su género.
Sobre esta lista, podemos contar 164 testigos. Es el mínimo, pues en
muchos casos se anotan alusiones a la presencia de otros testigos, pero sin
precisiones suficientes.
Sexo y edad
Sobre 147 testigos, cuyo sexo se indica, tenemos: 107 hombres (a partir de
21 años),
12 mujeres (Id.),
12 jóvenes (muchachas y muchachos de 16 a 20 años),
16 niños (menores de 16 años).
107 testimonios de hombres sobre un total de 147 representa una
proporción de dos tercios. No puede, entonces, decirse que los aterrizajes de
platillos volantes sean «cuentos de mujeres». Contraste curioso con los
Estados Unidos, donde, según Ruppelt, los dos tercios de la masa de los
testimonios fueron suministrados por mujeres, salvo para casos irreductibles
señalados por especialistas, y donde se cuenta, al contrario, 10 testigos
hombres contra 1 testigo mujer (R., p. 262).
En la categoría de hombres adultos sólo conocemos con precisión la edad
de 28 de ellos:
15 de más de 20 años,
5 de más de 30 años,
6 de más de 40 años,
1 de más de 50 años,
1 de más de 60 años.
Parece, pues, que la mayoría de los testigos está compuesta de hombres
maduros.
Oficios
Sobre 86 hombres adultos anotamos:
22 agricultores
32 artesanos y obreros
32 profesiones diversas (empleados, comerciantes, profesiones liberales,
etc.).
Volveremos sobre esta importante proporción, a propósito del carácter
«rural» de los aterrizajes.
Número de testigos por cada caso:
No se trata sino del mínimo:
1 testigo en 45 casos (o sea, sólo 1 hombre en 39 casos),
2 testigos en 31 casos (o sea, 2 hombres en 14 casos),
3 testigos en 5 casos (o sea, 3 hombres en 1 caso),
4 y más en 5 casos (sólo hombres: 4 casos).
En una docena de casos, el número de los testigos está muy mal precisado.
45 casos de testimonios conocidos es casi la mitad en relación al total de
95. No nos podemos sorprender entonces cuando notamos la hora vespertina
o matinal de un gran número de incidentes. Desde este punto de vista, resulta
sorprendente contar con más de un testigo en la otra mitad de los casos.
Sobre todo si tomamos en cuenta aquí los testigos presentes en el instante
y en el lugar mismo del aterrizaje. De esta manera hemos contado sólo un
testigo en cada uno de los incidentes Dewilde, Mazaud, Fourneret y Leboeuf;
pero estos testimonios están corroborados por las declaraciones de testigos
más alejados (cf. M.II., pp. 62, 132, 228).
Identidades.
En 75 casos, hay, por lo menos, un testigo con nombre.
75 sobre 95, esto es, más de las tres cuartas partes, proporción considerable
que basta para establecer el problema de los aterrizajes sobre el plan del
testimonio y no de la leyenda. Desde el punto de vista sicosociológico la
diferencia es capital.
En una palabra: en las tres cuartas partes de los casos, los testigos están
identificados; en los dos tercios de los casos, se trata de adultos y de
trabajadores; en la mitad de los casos, hay dos testigos, o más. La base
humana de los testimonios es, pues, muy seria.
Queda por ver las condiciones objetivas en las cuales se han encontrado en
el momento de las comprobaciones.
C) Situaciones de los testigos en el momento de la observación
Buscar los detalles del emplazamiento y comportamiento de los testigos
cuando éstos han visto los platillos puede parecer cuestión sin importancia.
Pero aunque sólo sea por ese mérito, ello nos obliga a releer, desde muy
cerca, tales testimonios, en los cuales nuestro espíritu siempre queda
fascinado por lo maravilloso, en provecho del entusiasmo o de la irritación.
(Pues el platillófobo no está menos fascinado que el platillófilo: sólo las
reacciones lo diferencian.)
Por otra parte, la situación del testigo, desde el incidente, es, por definición
el elemento más simple, el más objetivo, el más a ras de tierra, el menos
susceptible de ser imaginado en caso de alucinación o de delirio. Es el primer
punto de apoyo de todo análisis.
Para simplificar, sólo retendremos la situación del testigo principal, aunque
se trate de varios testigos.
En 82 casos, esas precisiones existen.
Podemos, entonces, distinguir dos categorías:
1) En 45 casos, el testigo está inmóvil en su casa, o camina algunos pasos
frente a su casa; se encuentra o en su lugar de trabajo, o en su domicilio en la
ciudad donde vive; a lo más, circula a pie sobre un camino de tierra en un
campo que es familiar para él.
Es decir: a él le parece que esa «cosa es imposible» en un lugar tan poco
compatible con lo fantástico, esto es, el perímetro de existencia que sabe de
memoria y que le es más familiar, donde está acostumbrado a reconocer, sin
dificultad, todo lo que ocurre. 45 casos, esto es, la mitad de los incidentes.
Podemos dar algunos detalles: en 17 casos, el testigo se encuentra en su
casa; en 8 casos, se halla en su lugar de trabajo (campo, estación, hipódromo,
cuartel); en 5 casos está justamente frente a su casa, pues el testigo no supone
por un segundo que pueda toparse ni con platillos ni con marcianos. Para el
que se los imagina allí, es necesario que ocurra algo totalmente insólito,
totalmente inesperado. Por supuesto: no hay necesidad, en casos semejantes,
de que se produzca una competencia en materia astronómica.
2) En 35 casos, el testigo ha subido sobre una máquina y circula sobre el
camino. Por ejemplo:
11 observaciones hechas por automovilistas,
11 por conductores de motos, motonetas o ciclomotores,
13 por ciclistas.
El testigo de esta segunda categoría ve, pues, las cosas de manera mucho
más rápida y dentro de una zona donde no conoce nada por anticipado,
aunque el camino le sea familiar.
En cambio, todo conductor de máquina tiene la obligación de vigilar, que
es muy superior a la del hombre que se encuentra en casa.
Notemos, además, que en 6 casos el conductor de un automóvil no se
encuentra solo en su coche; que en 2 casos se trata de dos motos circulando en
equipo y que en 5 casos se trata de ciclistas; se trataba de dos ciclistas que
viajaban uno cerca del otro.

D) Puntos de aterrizaje de objetos


Sobre 92 casos, en los cuales este punto está muy claro, anotamos dos
categorías análogas a las dos precedentes:
1) 58 aterrizajes de platillos sobre lugares poco frecuentados o que no
están destinados a una gran circulación:
12 aterrizajes en los prados y pastos,
23 en los campos,
11 sobre pequeños caminos, en calveros, o en la campiña, en general,
12 en los patios, jardines, propiedades, canteras, frente a las granjas o
ciudades, sin mayor precisión.
2) 34 aterrizajes sobre puntos de gran circulación:
14 aterrizajes sobre la calzada de la carretera,
13 en la orilla de la carretera,
4 sobre la vía férrea,
1 en una estación,
2 en una calle.
La categoría de 34 aterrizajes (1/3 de los casos) en plena vía de
circulación, e incluso sólo a la orilla de la carretera, presenta un curioso
problema.
Incluso a la orilla, el platillo es fácilmente señalable; puede ser observado
de muy cerca, y sorprendido por la llegada de un vehículo silencioso como la
bicicleta, o rápido, como el automóvil. Pero el colmo es el caso de esos
numerosos platillos estacionados en el centro de una carretera: el testigo se
encuentra a boca de jarro con la máquina, y el platillo ha corrido el riesgo de
un accidente terrestre.
Tan cierto es esto que el testigo Cassella, el 14 de octubre de 1954, cuando
circulaba en bicicleta, se encontró, de súbito, frente a frente con un platillo, al
realizar un viraje; debió frenar tan bruscamente que, seis metros más cerca, el
accidente se habría producido; pero, justo el tiempo de detenerse, vio el
platillo que emprendía verticalmente el vuelo.
De hecho, el riesgo de accidente jamás se ha producido, sea que el
«terrestre» frenó a tiempo, sea que el «marciano» emprendió el vuelo, sea que
éste empleó una fuerza paralizante para detener al «terrestre» y su vehículo
(cf. infra).

E) Zonas generales de aterrizaje


En los dos párrafos anteriores, hemos situado, por separado, los
emplazamientos de los testigos y el de los objetos. Conviene, sin embargo,
acercarlos para ver en qué tipo de zonas generales se producen los aterrizajes.
En esta perspectiva, tenemos:
1) 30 observaciones en el perímetro de visibilidad que se encuentra
alrededor de casas:
6 casos cerca de casas aisladas,
9 casos en ciudades o pueblos de menos de 1.000 habitantes,
9 casos en pueblos o ciudades de 3.000 a 5.000 habitantes,
8 casos en ciudades de 20.000 a 260.000 habitantes (Bergerac, Montluçon,
Calais, Perpignan, Toulouse (dos veces) y una ciudad no señalada (en el patio
de un cuartel).
2) 42 observaciones en el perímetro de visibilidad que se halla alrededor de
lugares de gran circulación:
24 sobre la carretera o al borde de ella,
16 en campos visibles desde la carretera,
2 sobre una vía férrea.
3) 7 observaciones que se refieren a aterrizajes en pleno campo.
Vemos que los aterrizajes de platillos volantes son muy raros tierra adentro
y en el interior de las ciudades. La gran mayoría se producen en las
proximidades de pequeñas aglomeraciones y carreteras.
Esta estadística nos recuerda el hecho de que sobre 86 testigos, cuyo oficio
se indica, sólo hemos señalado 22 cultivadores contra 32 artesanos y obreros,
más 32 adultos de profesiones diversas, es decir, 64 no agricultores; dicho de
otra manera: un tercio de no cultivadores contra dos tercios de cultivadores.
Este aspecto del problema es muy importante. Señala hasta qué punto las
apariciones de «marcianos» desbordan el marco puramente campesino.
Si los platillos son máquinas que «palpan el terreno» para reconocer, a su
vez, nuestro territorio, nuestro modo de vida y nuestras reacciones frente a sus
manifestaciones, este conjunto es muy lógico: la tentativa de cercanía es muy
prudente, pero es sensible.
Ya hemos notado que el número de observaciones hechas por testigos
situados en carreteras alcanza a 35 (automovilistas, motociclistas y ciclistas)
sobre 82, es decir, más de un tercio. Si agregamos ahora, como debemos
hacerlo, los testigos que circulan a pie por las carreteras, es decir, 10, la
proporción sobrepasa la mitad, lo cual es considerable.
En fin: contamos 31 aterrizajes en carreteras, a la orilla inmediata de las
carreteras o sobre vías férreas, sobre 92, es decir, la proporción de un tercio.
En resumen: todas las indicaciones sacadas de esas categorías diferentes
concuerdan: los aterrizajes de platillos están muy polarizados por las vías de
circulación.

F) Distancias entre testigos y objetos


Se trata de un elemento de primera importancia para el valor del
testimonio. Por supuesto, todas las confusiones son posibles. A corta
distancia, sobre todo a quemarropa, no hay lugar para la alucinación, el delirio
o la más basta ilusión.
Se pueden producir, por desgracia, dos dificultades: por una parte, los
periódicos han omitido, a menudo, indicar las informaciones necesarias en
este sentido; por otra parte, la apreciación de la distancia por el testigo es
bastante aleatoria. Cierto es que este azar sólo es considerable para las
observaciones a una distancia importante, y que, por definición, son las que
menos prueban. Al revés: mientras más cerca se encuentra el platillo, más el
testigo se ha beneficiado de puntos para apreciar con más seguridad, si no la
cantidad exacta de metros que lo separaban de la cosa, por lo menos la
cualidad de evidencia del objeto. Esto se hace seguro para los incidentes en
los cuales el platillo o el piloto se han dado de bruces contra el testigo. Ahora
bien: son precisamente ésos los que tienen un valor crucial.
Fijémonos en la escala de las siguientes distancias, en las cuales el valor de
los testimonios puede depender de ciertas circunstancias, como, por ejemplo,
la claridad o la duración del incidente:
Más de 200 metros: 1 caso (Patient).
200 m. 2 casos (2 anónimos: uno en Villers-le-Lac, el otro en Méral).
150 m: 3 casos (Renard - Goujon - un electricista de Bergerac).
100 m: 4 casos (Roche - Lansselin - Vidal - Robert).
70 m: 1 caso (Devoisin).
50 m: 5 casos (Mercier - Prudent - Nicolas - Gallois - M. B. el 14 de
octubre).
Menos de 50 m: 1 caso (Casamajou).
40 m: 1 caso (Thébaut).
Menos de 30 m: 1 caso (Figuères).
20 m: 4 casos (Fourneret - Stramare - Beuclair - Schubrenner).
15 m: 3 casos (Gatey - Sion - 2 bordeleses).
6 m: 2 casos (Dewilde - Cassella).
5 m: 1 caso (Mitto).
4 m: 1 caso (Lecoeuvre).
2,50 m: 1 caso (Leboeuf).
1 m: 1 caso (Beuc).
Tenemos, pues, 12 casos a 100 metros, 9 casos entre 20 y 100 metros; 13
casos entre 1 y 20 metros.
Por otra parte, tenemos 24 casos en los cuales el platillo se hallaba sobre la
calzada o sobre la orilla de la misma carretera donde estaba el testigo, de tal
manera que el testigo y el objeto se encontraron frente a frente o costado con
costado.
En 5 casos, el platillo está colocado en el patio o el jardín donde se hallaba
el testigo (Lecoeuvre - Montagne - Labonne - Lucas - 2 artilleros).
En 4 casos, palabras incomprensibles o comprensibles fueron dirigidas al
testigo por el piloto (Laugère - Ujvari - Calba - Garreau).
En 4 casos, se produjo contacto y el piloto tocó la mano o la espalda del
testigo (Mazaud - David - Lucas - Lelay).
Agreguemos que en los casos Dewilde, Leboeuf, Gatey, los detalles
precisos suministrados acerca de la topografía de los lugares y los respectivos
emplazamientos de los testigos y objetos (o de pilotos) confirman siempre la
proximidad del encuentro.
Por un lado, entonces, encontramos 13 indicaciones de distancia de menos
de 20 metros; por otra parte, 38 casos para los cuales los datos implican en
general una distancia del mismo orden.
Se puede, pues, decir, en general que la mitad de los encuentros se han
producido a muy corta distancia: más o menos algunos metros.

G) Duración de las observaciones


Este elemento, uno de los más importantes, es el más difícil de apreciar.
Los testigos no tuvieron la sangre fría de comprobar la duración mediante sus
relojes. Nos vemos, pues, reducidos a estimaciones de principio que la prensa,
a menudo, no informó.
Notemos, mientras tanto, ciertos órdenes de crecimiento sintomáticos:
algunos segundos: 5 casos (Vignolles, Lecoq, Thébaut, Schubrenner,
obreros de Mans),
medio minuto: 3 casos (Gatey, Goujon, Moll),
un minuto: 1 caso (Barrault),
2 minutos: 2 casos (Nicolas, Gardelle),
algunos minutos: 4 casos (Guillemoteau, Jaullien, Legeay, Beuclair),
10 minutos: 2 casos (Lelay, habitante de Méral),
20 minutos: 1 caso (Roche),
1 hora: 1 caso (un artesano, el 12 de octubre).
2 horas 3/4: 1 caso (Ramond).
Por sí solo este cuadro es engañador. Nos llevaría a desdeñar las
observaciones breves y a retener sólo las más largas; pero éstas no son por lo
general, importantes.
El problema capital es, pues, el de buscar cuál puede ser el valor de las
observaciones breves, y aún, las muy breves aunque favorecidas por una
distancia corta.
Medio minuto, como en el caso Gatey, ¿no es un mínimo? ¿Cuál puede ser
el valor de una observación de algunos segundos? ¿No significa, de manera
automática, el riesgo de confusión con una de esas imágenes-relámpagos que
cruzan el espíritu a veces?
El problema es mucho más grave pues no sólo concierne a los 5 casos que
hemos citado más arriba. Se plantea también para otros casos, para los cuales
no hemos hallado indicación de duración y que parecen haber sido muy
breves. No poseemos indicaciones de duración salvo para 20 casos sobre 95,
lo cual es muy bajo: para la mayor parte de los otros, nos encontramos
reducidos a la impresión de que la observación fue muy breve.
Uno o dos segundos, esto es, el tiempo de un relámpago, el tiempo de
mirar una sola vez. Veinte o treinta segundos es el tiempo de mirar varias
veces y de rectificar una primera impresión. Treinta segundos equivale a la
detención de un convoy de metro en una estación.
¿Cómo reconstituir la duración aproximada de una observación de
aterrizaje?
Sería totalmente imposible, y arruinaría la investigación, si en un buen
número de casos no poseyésemos algunas señales objetivas. Estas señales son
detalles suplementarios que se agregan a la simple observación de aterrizaje.
El primer dato importante, en este sentido, es el hecho de que los testigos
pudieron ver el previo descenso, y luego el remontar del platillo.
Ahora bien: en la práctica, como lo vamos a ver, de 30 casos sobre 89, esto
es, el 1/3 de los casos, el testigo vio cómo el platillo descendía antes de
aterrizar. Por otra parte, de 69 casos sobre 81, ha presenciado cómo la
máquina emprendía el vuelo. Este último hecho tiene, por sí solo, una
importancia considerable. Al aspecto del objeto se agrega el de su
comportamiento en cuanto objeto volante. Y por rápido que haya sido el
vuelo, éste nos entrega el índice de un alargamiento suplementario de la
observación.
Sobre esta base se agregan otros hechos.
En varios casos el propio testigo ha cubierto un trecho para aproximarse al
objeto:
Lecoeuvre se aproximó de 50 m. a 4 m.,
Goujon, de 500 a 150 m., antes de quedar paralizado durante 30 a 40
segundos,
Renard, de 250 a 150 m.,
Devoisin, de 150 a 70 m.,
Los dos automovilistas bordeleses, de 200 a 300 m. a 15 m.
Beuclair salió de su casa, atravesó la carretera y parte del campo para
aproximarse a 20 m. del objeto.
Sólo poseemos tales indicaciones para casos detallados. ¿En cuántos casos
tendríamos datos semejantes si se hubiera tomado la molestia de buscarlos?
Es necesario subrayar, por otra parte, todos los casos en los cuales el
testigo vio un piloto fuera de su aparato. Se trata de un elemento que complica
y prolonga la duración.
En 5 casos, el testigo ha visto descender el objeto, cómo los pilotos salían
y volvían a entrar en él; luego cómo el objeto emprendía el vuelo: incidentes
Calba, Garreau, Figuères, habitantes de Pons, automovilistas bordeleses.
En otros casos, que constituyen la mayor parte, el piloto ya había salido;
pero diversas circunstancias han prolongado mucho el incidente, sobre todo
cuando el piloto ha recorrido un trecho fuera de su máquina (caso Dewilde,
Mazaud, David, Leboeuf).
Una indicación interesante, en este sentido, es la que da el testigo Gatey:
vio al piloto fuera, al costado del platillo, y luego observó cómo entraba y la
máquina emprendía el vuelo. Y cree que la duración de su observación
alcanza a medio minuto.
Se puede, pues, admitir razonablemente que las observaciones más
importantes son aquellas que significan cierto número de peripecias, y duran
no el relámpago de algunos segundos sino varias docenas de segundos: medio
minuto o un minuto más o menos. Veremos su importancia capital en los
problemas de percepción.

H) Condiciones de visibilidad
Al comienzo de los incidentes de aterrizajes, los dos casos más célebres, el
de Mazaud y el de Dewilde, se han producido en la noche. Cuando
recorremos los recortes de prensa uno se sorprende ante el hecho de que la
mayor parte de los incidentes tienen lugar, generalmente, en la noche. Uno
queda con una doble impresión: los platillos se esconden y son difícilmente
observables.
Efectivamente hemos anotado:
8 casos de aterrizajes a pleno día, de las 6.20 a las 17.10,
76 casos de aterrizajes nocturnos, y comprendido el medio día.
En esta segunda categoría, conviene ahora hacer una importante
subdivisión:
Para 22 casos, el platillo es oscuro (casos Mazaud y Bachelard), paro
según los casos el piloto que ha salido emite un rayo de luz (David), o bien el
platillo y el piloto son vistos de muy cerca (Ujvari, Cassella, Lecoeuvre), o
bien el platillo se encuentra cerca de una fuente luminosa (Stramare), o, en
fin, se producen ciertos detalles: se ha visto nítidamente el color rojo del
objeto, lo cual hace pensar que el objeto fue nítidamente visto, etc.
En 54 casos, era de noche o casi de noche; pero el platillo era luminoso*,
o emitía una potente luz.
Esta proporción de 54 casos de platillos luminosos sobre 76 observaciones
nocturnas (más de 2/3) significa que los platillos están lejos de esconderse
sistemáticamente. Si es cierto que prefieren la noche, no es para ocultarse, ya
que se iluminan y se mueven sin disimulo.

I) Comienzos y términos de las observaciones


La manera en que el platillo aparece y desaparece es un elemento
pintoresco que ha impresionado al testigo y a sus auditores. Sus testimonios lo
mencionan en el 80% de los casos.
Comienzo de las observaciones
59 casos: el testigo divisa inesperadamente al platillo que se encuentra
posado en tierra.
30 casos: el testigo lo ve descender y aterrizar. De esta manera en los dos
tercios de los casos, el platillo ya está posado en tierra.
Es la prueba evidente de que el platillo aparece para frustrar la atención
humana. El hecho es tanto más sorprendente si consideramos que dos tercios
de los platillos se muestran luminosos al aterrizar.
En todo caso, en proporción de los dos tercios de los incidentes, la
duración efectiva de los aterrizajes ha sido más prolongada, tal vez más larga
que la de las observaciones. Todo ocurre como si la aparición de observadores
perturbara a los pilotos de los platillos. No vemos por qué podría pensarse que
se trate de un fenómeno sobrenatural.
Término de las observaciones
En 69 casos, la observación termina cuando el platillo remonta el vuelo.
Siempre lo hace verticalmente y con gran rapidez. Sólo en dos de estos casos
anotamos cómo el platillo remonta a poca altura y luego vuela
horizontalmente.
En 12 casos, el testigo no ha observado el vuelo del platillo o su aterrizaje.
A veces el testigo ha partido sin prestar atención a la máquina, o se ha
dirigido a buscar otros testigos, o bien ha tomado las de Villadiego. Hay seis
casos en esta última categoría. Lo que más importa es señalar que sólo
conocemos esa huida por la confesión del propio testigo. Es una indicación
generalmente favorable por la sinceridad de su testimonio. No faltan testigos
que se han detenido bruscamente; otros han intentado correr al platillo
quedando paralizados (efectos físicos). Esta variedad de actitudes es el reflejo
de la variedad de los temperamentos humanos.

2. ANÁLISIS PARTICULAR DE CIERTOS ATERRIZAJES.

Mucho antes del otoño de 1954, hubo algunos casos raros de aterrizajes,
sobre todo en 1950 y en 1952.
El único que destacaremos aquí se produjo en el aeropuerto de Marignane
(Bouches-du-Rhôn), en la noche del 26 al 27 de octubre de 1952. A las dos de
la madrugada, el señor Gachignard, aduanero que estaba de servicio, acaba de
ver cómo el avión correo Niza-París emprende el vuelo, y espera otro avión
correo, el de Argel, a las 2.20. En el intertanto, se ha ido a sentar fuera, sobre
un banco, para dar cuenta de su bocadillo.
De súbito, ve descender una pequeña luz que vuela alrededor de 250 km
por hora, y que le parece una estrella fugaz. Todo esto dura de 15 a 20
segundos. Pero, de súbito, la «cosa» cruza frente a él y se detiene
instantáneamente sobre una pista. La «cosa» se ha acercado en total silencio.
En el momento del aterrizaje, Gachignard oye «un ruido apagado, como
ahogado, no metálico, el ruido que produce un objeto cuando se le pega al
suelo» (M.I., p. 183).
La «cosa» se encuentra a 100 metros del testigo. Éste se levanta
rápidamente y se dirige a ella, por curiosidad y porque se encuentra de
servicio y está profesionalmente obligado a controlar todo aterrizaje que se
produzca sobre el aeropuerto: detalle importante, pues da al acto del testigo
una categoría profesional. En treinta segundos, el objeto siempre inmóvil,
Gachignard se acerca a 50 metros. Ve nítidamente una masa sombría que tiene
la forma de un balón de rugby, que mide 1 metro de alto por 5 metros de
largo, con cuatro tragaluces de los cuales brota una extraña luz fluida,
inestable, que palpita.
Entonces, súbitamente, con un ligero ruido de cohete, la máquina parte a
una velocidad escalofriante, y desaparece en 2 o 3 segundos.
He aquí un testimonio de admirable precisión.
Dos años más tarde, el 7 de septiembre de 1954, se produce el primer
incidente de la gran serie.
A las 7.15, el señor Renard (Emile), de 27 años, y don Yves Degillerboz,
de 23, un obrero y su acompañante, viajan en bicicleta por la carretera que va
de Harponville a Contay (Somme), para dirigirse a su taller.
Era un hermoso día.
De súbito, Degillerboz advierte que uno de sus neumáticos se ha
desinflado. Los dos hombres se detienen, y mientras Degillerboz se ocupa en
inflar su neumático, Renard, desocupado, mira maquinalmente el paisaje.
Luego se produce lo que nadie espera, y, al comienzo, en forma anodina:
«Me sentí atraído —dice el señor Renard— por una especie de disco, a 250
metros de nosotros, en un campo.
»—Observa —dije a mi empleado—: mira ¡qué color tan extraño tiene!
»Preocupado sólo de inflar, no respondió.
»—Mira, mira, por favor: ¡no se trata de una rueda de molino! —grité a mi
compañero.
»Y debido a no sé qué presentimiento, nos precipitamos a través del campo
para acercarnos a la máquina misteriosa. Debíamos atravesar un terreno
baldío, y luego un campo de betarragas. Apenas comenzamos a correr a través
de éste, el platillo (ahora estábamos seguro de que se trataba de un platillo)
despegó tangencialmente durante más o menos 15 metros, y luego remontó
verticalmente» (Parisien Libéré).
El señor Degillerboz confirma el relato del señor Renard, y agrega que el
aparato gris-azulado tenía alrededor de 10 metros de envergadura por, más o
menos, tres metros de altura.
Se limitaron, al comienzo, a contar la historia al guardabosques que
visitaban; éste insistió para que los dos testigos dejaran su testimonio en la
comisaría de Corvie. Aimé Michel agrega que los periodistas, luego de los
gendarmes, pudieron comprobar el desagrado visible que experimentaban los
dos testigos por una publicidad que no habían buscado y de la cual trataban de
huir (M.II., p. 53).
Este último detalle es importante desde el punto de vista sicológico; pero
más importante aún es la forma en que se presenta la observación. Renard no
piensa en un platillo; al comienzo ve una rueda de molino. ¿Por qué soñar con
platillos? Sólo ve los campos que lo rodean, y de manera espontánea,
interpreta todo lo que ve como elementos de la vida agrícola. Por instinto
aplica a esta forma que divisa a 250 metros la noción de rueda de molino
porque a eso se parece.
Al relato que hemos reproducido, Aimé Michel agrega esta explicación,
que suma el propio testigo: «Parecía una rueda de molino inconclusa» (M.II.,
p. 50).
Pero esta apariencia de rueda, que constituye la primera representación del
objeto en la mente del testigo, casi de súbito recibe el primer golpe: ese color
no concuerda con el color que corrientemente se admite para las ruedas. Nace,
entonces, la primera exclamación de Renard.
Entonces mira, agudizada su atención, y con mayor intensidad esta vez, y
se fija en un nuevo detalle: la pretendida rueda oscila muy levemente sobre el
suelo, lo cual no es ya compatible con el apacible objeto campestre que él
había supuesto.
Viene, entonces, la segunda exclamación: «no es una rueda». En ese
momento, arrastrados por la curiosidad, los dos hombres abandonan las
bicicletas, saltan fuera del camino, y corren a través de los campos seguros
esta vez que frente a ellos y posado sobre el suelo hay uno de esos increíbles
platillos de los cuales hablan los periódicos, pero que nadie, salvo los
iluminados, han visto descender de su guarida entre las nubes y las estrellas.
Está allí, en el campo, pero no permanece mucho tiempo. Cuando los
hombres se acercan, parte a toda velocidad.
He aquí la prueba: no se trata de una rueda, como imaginaron en un
principio.
Lo interesante de esta historia es su perfecta naturalidad (no es la única en
este estilo).
También es extraordinario el hecho de que existan dos testigos cuyas
declaraciones concuerdan*.
Se encuentran a 150 metros del objeto, distancia la más cercana (Parisien
Libéré del 14-9-54). Este cálculo concuerda con el hecho de que la carretera
se encuentra a 200 metros del lugar donde se estacionó el objeto. 150 metros
es la distancia que separa los dos extremos del puente de la Concordia, en
París. No se necesita ser un astrónomo para ver un coche a esa distancia y
estar seguro de qué color tiene. En rigor, se puede vacilar sobre la realidad del
ligero movimiento de oscilación; pero el vuelo que le completa es, sin duda,
una indicación decisiva.
Podría, es cierto, tratarse de un helicóptero que sufre de un desperfecto.
Pero el platillo ha partido «sin hacer ruido», y ya sabemos que el ruido es uno
de los aspectos más desagradables del funcionamiento de los helicópteros. Por
otra parte, jamás se ha señalado ningún helicóptero que se posara en el lugar
indicado.
En fin, hay que señalar que el incidente ocurrió en la mañana, a las 7.15.
Ese día, el 7 de septiembre, el sol se levanta a las 5.16; luego era pleno día.
Dos casos similares podemos recordar también.
Estos dos incidentes están fechados, uno el 30 de septiembre otro el 1 de
octubre.
En cada caso, se cuenta también con dos testigos: dos peones, por un lado;
dos jóvenes obreros en bicicleta, por otro.
En los dos casos es de día. En uno, son las 17.10 (el sol se pone a las
17.32); en el otro, son las 13.
En los dos casos, los testigos están en el camino, y divisan el platillo en el
campo vecino; tratan de alcanzarlo, pero el platillo remonta el vuelo.
El primer incidente tiene por testigos los peones Goujon y Pichet, y se
produce cerca del campo de aviación de Coulommiers-Voisin, en Seine-sur-
Marne.
Llueve mientras los peones circulan por la carretera; poca visibilidad. Sin
embargo, de súbito, Goujon divisa, a 500 metros, en los campos, «una especie
de enorme seta brillante como el aluminio», y piensa, rápidamente, que se
trata de un platillo volante. Abandona a su compañero, y corre a través del
campo.
Entonces dice: «distingo, con mayor nitidez, el platillo. Se parece mucho a
una enorme seta de tres metros de diámetro, más o menos. Sobre la parte
superior se encuentra una cabina con tres tragaluces, y toda la máquina reposa
sobre tres soportes dispuestos en forma de triángulo».
La visión parece, pues, nítida. Pero al llegar a 150 metros de distancia, el
testigo se siente bruscamente paralizado, su vista se nubla y experimenta un
picor eléctrico. Después de 30 o 40 segundos, ve cómo la máquina despega
lentamente, hasta 20 o 25 metros de altura, luego desaparece de súbito «como
aspirada por las nubes» (F.S., 3/4 octubre 1954).
El testigo afirma que no oyó ningún ruido de motor, lo cual es
incompatible con la hipótesis de un avión o un helicóptero.
Su declaración fue confirmada por el otro peón, y además por ciclistas que
pasaban por el camino, y vieron, además, el enigmático objeto.
El segundo incidente fue relatado por dos jóvenes obreros de Blanzy, en
Saône-et-Loire, Romain Bastiani y Bruno Buratto.
Les llamó la atención, primero, un leve silbido cuando circulaban en
bicicleta; miraron y vieron, más o menos a cien metros, en un campo vecino,
un objeto sorprendente en forma de cigarro. El aparato medía alrededor de
dos metros de largo, y era tan grueso como un árbol. La extremidad afilada
era amarilla; el resto del cigarro, marrón. En la parte delantera del aparato
colgaban dos pies (sic) que reposaban en el mismo suelo.
«En el mismo momento en que nos acercamos al aparato, el cigarro se
elevó en forma vertical a gran velocidad y desapareció con un suave silbido»
(F.S., 3-4 octubre de 1954).
Cien metros de distancia y las 13 horas son excelentes condiciones de
visibilidad.
He aquí, pues, tres casos de clásica simplicidad.
Citemos, en otro estilo, algunos casos de sus testigos aislados, pero que se
han acercado bastante a los platillos:
El señor Albert Sion, empleado de hotel, circulaba en moto por un pequeño
camino entre Tolón y Marsella, más o menos el 15 de octubre. Se encontró de
súbito, a boca de jarro, con un platillo posado ya en el suelo, a 15 metros
frente a él. (Radar, 17 de octubre de 1954).
El señor Germaine Mahou, treinta años, regidor, circulaba en bicicleta por
un camino vecinal, cerca de Arraye-et-Han (Meurthe-et-Moselle). Descendió
de la bicicleta, se acercó para mirar, y vio un extraño aparato fosforescente,
cuya forma describe como una incubadora. Asombrado, exclama: «¿Qué
aparato es éste?», y ve el platillo que se eleva de inmediato verticalmente
(F.S., 27 octubre de 1954).
El señor José Cassella, 19 años, corre también en bicicleta por un camino
cerca de Biot (Alpes Marítimos), hacia las 18.15, el 14 de octubre. Comienza
a girar.
«Súbitamente —dice— me encuentro frente a frente con una masa ovoidal
de color amarillo, e instintivamente, como lo habría hecho frente a cualquier
otro objeto o vehículo que me cortara el camino, frené. En ese preciso
instante, sin un ruido, pero con una rapidez indefinible, el platillo —¡tenía que
reconocer que me encontraba frente a un platillo, yo, que no creía en ellos!—,
se elevó en forma vertical, y luego desapareció en el cielo» (G.II., p. 192).
Cassella se detuvo a seis metros del platillo: medía entre 5 y 6 metros de
diámetro y algo más que un metro de altura. Tenía una forma circular
hemisférica por debajo, hinchada por encima. Lo más extraño es que el
objeto, totalmente liso y brillante bajo los últimos rayos de luz, no presentaba
ningún ventanuco, dice el testigo.
El señor René Ott, 35 años, empleado de la S.N.C.F., viajaba en motoneta,
el 18 de octubre, a las 5.30 de la mañana, por un camino cerca de Jettingen,
en el alto Rhin. Divisó, bruscamente, en el campo de luz de sus faros, a tres
metros del camino, en un prado vecino, una especie de enorme «seta» con una
cúpula hemisférica color aluminio. Se fijó, además, en un rectángulo
luminoso como si fuese una puerta en la cúpula. Aterrorizado, aceleró; pero
10 metros más allá se vio cogido por una intensa luz blanca que parece
perseguirlo. El aparato le alcanza, lo sobrevuela a una altura de 5 o 6 metros
sobre el camino, lo precede por unos centenares de metros hasta el pueblo de
Jettingen, y allí se eleva casi verticalmente (M.II., p. 243).
Entre los incidentes observados por numerosos testigos se encuentran
muchos relatos excepcionales; pero o muy breves o muy imprecisos,
especialmente en el problema de las distancias, del número exacto de testigos
y de la identidad de ellos.
El caso Beuclair, el 17 de octubre, es, en cambio, muy preciso y muy rico.
Los testigos son numerosos. Los primeros son automovilistas que descienden
de sus coches para observar un cuerpo luminoso, rojo vivo, inmóvil en un
campo vecino a la carretera de Varigney (Alta Saona), a las 20.30. Avisan al
señor Barrat, guardabarreras, y al señor Beuclair, dueño de un café, y también
a su mujer y a su hija. Estos cuatro últimos viven en casas que se encuentran a
la orilla del camino y al lado del potrero. Todo el mundo está afuera y mira
atentamente. El objeto tiene forma circular, y es hemisférico en la parte
superior. El señor Beuclair y su hija Juana franquean el cierre del potrero, y se
acercan al objeto.
Éste hace lo mismo (este caso parece muy raro), «bajó rápidamente hacia
los aterrorizados curiosos, y se detuvo a veinte metros de ellos» (M.II., p.
316).
Se produce un silencio mortal. Radiaciones blancas y rojas surgen bajo el
aparato. El dueño del café comienza a gritar: «¿Qué es eso, quién está ahí?».
No hay respuesta. Pero desde el camino, la señora Beuclair grita y suplica a
su marido que regrese, y el señor Beuclair retrocede para reunirse con ella (su
hija hace lo mismo seguramente).
«El espectáculo duró algunos minutos más», agrega Aimé Michel.
Esta historia es una de las más interesantes por el número de testigos, la
variedad de ellos, la corta distancia a la que se encontraban, la luminosidad de
ese extraño objeto que todos ven, y sobre todo por el comportamiento del
hombre y de su hija, los cuales van al objeto, ese objeto desconocido que
también avanza al encuentro con los testigos, y repentinamente, dentro de esta
escena «fantástica», los dos gritos humanísimos del hombre y de su mujer.
La imaginación, llena de vértigo, sólo espera un dilema, una tragedia
fulminante, o una revelación extraordinaria. Así se desarrollan siempre las
cosas en ciencia-ficción. No: en la cima de la atención nada pasa, nada estalla,
no hay más que este incomprensible encuentro, este enigma insoluble: el
testigo retrocede, y después de una extraña prolongación de pausa, la «cosa»
desaparece tal como había llegado.
Estamos en pleno Wells. ¿Pero qué Wells podía esconderse de ese modo
para inventar? Y ¿qué Wells renunciaría a su genio de novelista hasta el punto
de no querer agregar ningún final a este hecho diferente?
V

EL PROBLEMA DE LOS PILOTOS

S I los platillos volantes son máquinas, nada tiene de sorprendente que


tengan pilotos. Sin embargo, cuando se habla de platillos volantes y se
plantea el problema de las apariciones de pilotos, estalla, más que el
entusiasmo, la indignación, la hilaridad.
Descartaremos aquí las reacciones sentimentales. Pues es un hecho
sociológico indiscutible que los testigos declararon haber visto pilotos a la
vera de platillos situados en el suelo.
La mayor dificultad que parece dominar todas las otras posee una triple
dualidad: pues, según el conjunto de esos testimonios, habría, desde tres
puntos de vista, dos clases de pilotos:
1) Pequeños pilotos que poseen una talla de 1 metro o 1 metro y 20
centímetros, más o menos, y pilotos que tienen la talla humana corriente;
2) Pilotos que llevan «escafandras», y pilotos que llevan vestidos
ordinarios y el rostro descubierto;
3) Pilotos que hablan un lenguaje incomprensible, y pilotos que hablan un
lenguaje fácilmente comprensible (francés o ruso).
Tomados por separado, cada uno de estos elementos es simple y plausible;
pero su existencia tiene algo de extravagante que salta a la vista.
En los dos extremos, dos grupos de testimonios se oponen de nítida
manera. Por una parte, testimonios como los del señor Dewilde y el de la
señora Leboeuf nos plantean la presencia de platillos pilotados por pequeños
escafandristas que no les dirigen la palabra. Por otra parte, testigos como el
señor Blondeau y el joven Lelay aseguran haber visto, cerca de platillos
situados en el suelo, pilotos de talla normal desprovistos de escafandra, los
cuales les han hablado en correcto francés.
El problema de la talla es sorprendente. Podría ser característico, pues la
especie humana engloba tallas muy diferentes, y además, las estimaciones de
los testigos son aleatorias.
Si el tamaño de una escafandra es un índice interesante, aunque susceptible
de interpretaciones muy diversas, la ausencia de escafandra implica una total
identidad sicológica y respiratoria con la especie humana. Hay, pues, en el
principio, un criterio muy nítido que permite distinguir a los «marcianos» de
los «terrícolas».
El criterio del lenguaje no es menos nítido. Dentro de él, se comprende
pilotos humanos, pero jamás ningún piloto con escafandra. Pura lógica que
debe regular indirectamente todos los casos: si el piloto es «marciano», su
lenguaje es necesaria y totalmente incomprensible para el testigo, no se
descubrirá ninguna excepción (salvo que caigamos dentro del caso de testigos
iniciados en los misterios venusianos o en otros); si el piloto es un habitante
de la Tierra, el problema de saber si su lenguaje será comprensible o no,
dependerá sólo de los conocimientos lingüísticos recíprocos del piloto o del
testigo.
Admitir que auténticos platillos volantes son pilotados tanto por «pequeños
buzos» como por hombres ordinarios, sería admitir que están pilotados
indistintamente por pequeños «marcianos» con escafandra y por «terrícolas».
Dicho de otra manera: el suceso más importante de la Historia —es decir,
la colaboración interplanetaria—, se habría realizado, pero seguiría siendo
clandestina.
Todo se acerca a la más fantástica «ciencia-ficción». Habría mucho que
decir respecto a este tema. No seguiremos insistiendo en él. El único
problema que se plantea desde el comienzo es el análisis comparativo de los
testimonios, para ver si realmente el conjunto de ellos presenta una o dos
especies de pilotos y si se trata de pilotos terrestres o no terrestres.
Hemos seleccionado 53 casos de aterrizaje, la mayoría en Francia, en los
cuales se trata de pilotos de platillos.
Sobre este total, primero tenemos que apartar 10 casos insuficientemente
detallados. Apartando estos 10 casos nos quedan:
10 observaciones de pilotos de talla humanoide corriente,
29 observaciones de «pequeños pilotos»,
4 casos diferentes que podríamos asimilar a casos de pequeños pilotos.

1. PILOTOS DE TALLA HUMANA CORRIENTE

He aquí la lista de diez casos indicados:


Blondeau: en Guyancourt (Seine-et-Oise), 23 de julio de 1950.
Jacobsen y Solveng: en Noruega, 20 de agosto de 1954,
Mazaud: en Mouriéras (Corrèze), 10 de septiembre de 1954,
Geoffroy y Fin: en Bécar (Yonne), 24 de septiembre de 1954,
Garreau: en Chaleix (Dordogne), 4 de octubre de 1954,
Lansselin: en Hennezies (Eure), 7 de octubre de 1954,
Beuc: en Orchamps (Doubs), 12 de octubre de 1954,
Lelay: en Sainte-Marie-d’Herblay (Loire-Atlantique), 12 de octubre, 1954,
Ujvari: en Raon-l’Etape (Vosgos), 24 de octubre de 1954.
El caso Mazaud es el más célebre. Es uno de esos rarísimos incidentes en
el curso de los cuales se produce contacto físico entre el piloto y el testigo.
Pero las condiciones exactas son muy difíciles de apreciar.
Las 20.30, del 10 de septiembre. Cae la noche. El señor Mazaud, agricultor
de 48 años, reputado como un hombre muy serio, se encuentra a solas en un
pequeño camino. A la entrada de un bosque, dejó su horquilla y encendió un
cigarrillo. De súbito se encuentra a boca de jarro con un «personaje» vestido
ridículamente de forma «extraña», portando «una especie de casco sin
orejeras, como los motociclistas». Las condiciones de visibilidad son muy
malas. El señor Mazaud precisó con mucha dificultad lo que significaban
exactamente esas comparaciones. En todo caso, observa que sólo sintió el
casco contra su cabeza cuando después de un momento de incertidumbre, el
personaje en cuestión le dio la mano y le atrajo para darle un abrazo. Luego se
produjo una pausa de algunos instantes. El señor Mazaud dijo «buenas
noches», pero «el otro» no dijo esta boca es mía, (o, según otras versiones,
sólo pronunció palabras incomprensibles).
Hasta este momento no se ha hablado del platillo, y con razón. El señor
Mazaud no ha pensado en eso aún, no lo ha adivinado. Ve cómo «el
personaje» se marcha de nuevo en la espesa oscuridad del bosque, y cómo
aparentemente se arrodilla. Segundos más tarde, un aparato despega. Es una
«especie de aparato oscuro que —le parece— tiene la forma de un cigarro
hinchado en un costado». El aparato pasa bajo los cables de alta tensión, y se
eleva, casi verticalmente, con un silbido leve como un triar de abejas (M.I., p.
59).
El testimonio de Mazaud impresionó mucho a la opinión pública. Se trata
de uno de los primeros casos de aterrizajes: es el 10 de septiembre,
exactamente en la misma tarde en que se produce el incidente Dewilde, con
dos horas de intervalo. Esta coincidencia es, de por sí, un hecho
extraordinario. Especialmente porque los dos testimonios, siendo casi
simultáneos, fueron proporcionados con desconocimiento uno del otro, y
porque los detalles de los dos relatos no coinciden en absoluto. En el caso de
Mazaud, no hay pequeños escafandristas, sino un ser que no está descrito del
mismo modo y que parece tener una talla corriente. Los dos testimonios
poseen un elemento «sensacional»: los pequeños escafandristas de Dewilde y
el abrazo de Mazaud.
En fin, la seriedad de Mazaud no ha sido jamás discutida. La objetividad
de su testimonio es muy grande, pues dice haber visto cómo el aparato partía
en dirección a Limoges, y esa misma tarde, algunos instantes después, el
señor Frugier y otros habitantes de Limoges vieron pasar un disco rojizo en el
cielo. La visibilidad era, en general, mala, y esto pesa sobre todo el
testimonio. Sin embargo, la forma de despegar, la debilidad del ruido del
aparato, la presencia de un bosquecillo (¡no se dice nada sobre si existe o no
pradera!, etc.), y sobre todo, el paso bajo los cables eléctricos sólo permiten
pensar en la hipótesis platillo. Se plantea, entonces, el problema crucial: ¿cuál
es la naturaleza del piloto? Parece que los datos que describen al piloto
apoyarían más bien una interpretación humanoide. Sin embargo, no hay nada
suficientemente concreto como para ser tajante en ese sentido. El problema de
la talla ya lo hemos subrayado en general, es uno de los menos seguros. Pero,
¿y el traje? En realidad no hay nada más equívoco que la comparación del
gorro del desconocido con «una suerte de casco sin orejeras, algo así como
los motociclistas». El punto capital está en saber si el rostro está al desnudo, o
si se encuentra herméticamente protegido por un envoltorio transparente. El
segundo caso seguiría siendo inequívoco, y el primero bastará para excluir al
«marciano».
Detengámonos, ahora, en el testigo. Es sorprendente que, a pesar de esta
comparación familiar con un motociclista, experimente un sentimiento tan
violento de extrañeza como el que experimentará el señor Dewilde al ver los
pequeños pilotos con escafandra a plena luz. Pensamos que hay que remachar
la palabra extrañeza que el señor Mazaud empleó para calificar ese traje. A
propósito de la breve pausa que separó el momento, el encuentro a boca de
jarro y el del abrazo, el señor Mazaud intercala una indicación muy
importante sobre sí mismo: «mi primer impulso fue empuñar mi horquilla —
dijo—. Estaba muerto de miedo… Me preguntaba a mí mismo con quién o
con qué tenía que habérmelas. Pensé que se trataba de un loco que se había
disfrazado» (M.II., p. 50).
Estas impresiones sicológicas del testigo son mucho más sintomáticas si se
toma en cuenta que aún no ha visto el platillo. No corre el riesgo de estar
influenciado por suposiciones ilusorias sobre la naturaleza de esa máquina. Es
el conjunto del «personaje» desconocido el que le da, pues, un sentimiento de
una extrañeza violentamente humana. Esta extrañeza se produce antes que el
personaje en cuestión haya comenzado a hacer gestos que Mazaud no
comprende y que juzga «extraños». Trata de racionalizar esta impresión, y
supone que se ha topado con un «loco que se había disfrazado». ¿Qué otra
hipótesis se le ocurriría? Aún no ha visto la máquina volante escondida en el
bosque. Tenemos, pues, buenas razones para suponer que la descripción del
traje de ese ser corresponde a la de una escafandra mal vista en la oscuridad
de la noche que cae y a la entrada del bosquecillo.
El incidente Beuc se produce el 12 de octubre, hacia las 21 horas, en el
campo. Por lo tanto, debe estar oscuro. Obrero agrícola, de 48 años, el testigo
se encuentra solo. De súbito ve un «platillo» que se encuentra en el suelo, a 2
metros de él. Tenía, dice, la forma de una 4 CV, y llevaba ruedas. A su orilla
hallábase un piloto de 1,50 m., que está tocado de una gorra y una casaca de
cuero. Interpelado por el testigo, el piloto no responde y salta a bordo; su
máquina rueda unos treinta metros sobre la carretera y emprende el vuelo
como un avión (A.F.P., 26 de octubre).
La descripción es tan barroca que deberíamos dejar a un lado este
incidente, pero como veremos más adelante, figura en una de las líneas
ortoténicas levantadas por Aimé Michel. Debe, entonces, ser objetivo; pero su
contenido es oscuro e inutilizable.
El testimonio de la señora Geoffroy y de la señorita Fin, ¿es más
demostrativo? Esta vez estamos en pleno día, pues son las 9 de la mañana.
Las dos mujeres caminan a pie, una separada de la otra por algunos intervalos,
por un pequeño camino: divisan, en un prado, un hombre y una máquina. El
hombre es de talla mediana, lleva un gorro y parece estar realizando una
reparación. La señora Geoffroy se encuentra a 100 metros de él, sigue
mirando sin detenerse, pues está aterrorizada (Yonne République, del 28 de
septiembre). La señora Fin, alumna del orfelinato, se aproxima a una distancia
de 30 metros. La máquina parece posada sobre patines. Y aquí hay que hacer
notar, como elemento tal vez decisivo y único, que ni uno ni otro testigo ha
visto el aterrizaje o el despegue de la máquina.
Recordemos el incidente observado por los dos niños de Lausselin, en
Hennezies, en el Eura. Esos niños tienen 9 y 10 años. Son las 18.30, del 7 de
octubre. El sol se acaba de poner a las 17.17, y cae la noche (G.II., p. 175).
Los niños han visto, a un centenar de metros, una especie de huevo rojo
posado sobre una tapa negra, y, a su lado, dos hombres de talla normal
vestidos de negro. No portaban escafandras, certifica el joven Claude. Bien:
pero los testigos no han visto descender ni despegar al aparato, y no está
probado, en este caso, que se trate de una máquina volante. La distancia y la
oscuridad pueden haberle dado un aspecto extraño.
El incidente noruego del 20 de agosto de 1954 ocurre, al contrario, a pleno
día, hacia las 13 horas. Los dos testigos, Edith Jacobsen, de 32 años, y su
hermana Asta Solveng vieron al piloto y al platillo desde muy cerca. Este
incidente ha provocado una serie de controversias. Nos limitaremos a señalar
que el piloto en cuestión, desprovisto de casco y provisto de abundante
cabellera, se parece como un gemelo al «venusiano» de Adamsky. No le
tendremos en cuenta.
Con el señor Garreau, cultivador de Chaleix, el 4 de octubre, volvemos a la
realidad. Mientras se hallaba solo en su propiedad, a una hora no precisada,
ve cómo se posa en el suelo una máquina «en forma de pera» (G.H., p. 165).
De ella salen dos hombres perfectamente normales, vestidos con trajes de
color kaki: le hablan en un idioma incomprensible, y parten. La máquina
emprende el vuelo a vertiginosa velocidad.
Si el señor Garreau ignora el inglés, podemos sin duda suponer que se trata
esta vez de simples norteamericanos en helicóptero. Pero en su testimonio
personal el señor Garreau no ha dado ningún detalle. Sólo disponemos de
resúmenes. Esperaremos, pues, antes de inquietarnos con este testimonio,
único en su especie. En una palabra: en todos los casos que preceden,
comprendido el de Mazaud, y aunque admitamos la presencia de platillos
volantes, en ningún caso se ha comprobado que sus pilotos pertenezcan a la
misma especie humana que la nuestra.
Quedan, al contrario, algunos casos en los cuales el piloto es, sin duda, un
hombre como nosotros. El problema está, entonces, en saber si su máquina es
realmente un platillo o si hay que descartar el testimonio.
Pues sólo nos quedan cuatro casos de pilotos de talla humana, y en esos
cuatro casos, el idioma que el piloto emplea fue muy bien comprendido.
Veamos, primero, el caso Ujvari.
Plena noche. Las 2.30. El testigo, de 40 años, de origen checoslovaco,
antiguo legionario, obrero especialista en piedras sillares en la Empresa
Deray, se dirige a su trabajo. Se encuentra en Raon-l’Etape, en los Vosgos. El
señor Ujvari viaja en bicicleta, pero durante el trayecto se ve obligado a
descender y a caminar, empujando la máquina, debido a que la carretera está
en reparación. De súbito, es interpelado por un desconocido que llega hasta él
y le da una orden incomprensible e imperativa.
El tono es tal que el testigo se detiene, aunque sin comprender de qué se
trata. El desconocido porta un revólver. El hombre, otra vez, habla, y Ujvari
sigue sin entender. Repentinamente, el obrero se pone a hablar en ruso. Esta
vez, el desconocido responde en la misma lengua: «¿Dónde me encuentro?
¿En España o en Italia?». Ujvari responde. El desconocido insiste: «¿A
cuántos kilómetros de la frontera alemana?». Luego pregunta la hora. «Las
2.30», responde el testigo. Entonces el otro saca su reloj del bolsillo, y sin
dejar el revólver, mira la hora y protesta: «Mientes. Son las 4». Pero sigue
interrogándolo: «¿A qué distancia y en qué dirección se encuentra Marsella?».
Después de lo cual, el desconocido pide a Ujvari que avance a lo largo de la
carretera. El obrero había divisado, al frente, una especie de máquina sobre la
cual hay algo como un auto, pero a medida que pasan cerca, cree ver dos
platos al revés, pegados uno contra el otro, de color gris oscuro, y sobre ellos
una especie de antena en forma de tirabuzón. El hombre le escolta aún
durante 30 metros, y le grita: «¡Y ahora, adiós!». Ujvari parte, sube a su
bicicleta, y cuando se encuentra a 200 metros, casi a la entrada del pueblo,
oye, tras él, una especie de silbido, o de ruido de «máquina de coser»: es la
misteriosa máquina que sube verticalmente, primero, y luego en forma
oblicua.
De allí a concluir que los platillos volantes son rusos, hay sólo un paso.
Si los detalles dados son exactos, el señor Ujvari es un observador
importante. Su descripción del vestido del desconocido es de una rara
precisión. El piloto, dice, llevaba un gorro con orejeras de paño, un blusón de
cuello abierto forrado de piel, un pantalón de tela y dos botas cuyas suelas
sonaban sobre los guijos de la calzada. ¿Podemos pensar si ha visto el platillo
con tanta agudeza y certeza? Es cierto que pasó muy cerca de él. Pero tuvo
tiempo de mirar al personaje que se hallaba frente a él durante la
conversación. En cambio, no hizo sino pasar rápidamente al lado del aparato,
y sólo pudo mirarlo furtivamente sin detenerse. Por otra parte, ¿cuáles eran
las condiciones de visibilidad? Admitimos que fuesen suficientes como para
ver al piloto y justificar su descripción detallada; pero no era la misma cosa
para la máquina: el testigo sólo caminó 30 metros para pasar cerca de ella;
luego ésta no se mostraba muy lejos mientras conversaba. Sin embargo, en
ese momento la confundió con un coche corriente; hallábase bajo la amenaza
del revólver, y no estaba en condiciones de detallar, larga y tranquilamente, la
máquina. Es evidente que algo vio, pero es imposible estar seguro que lo haya
visto todo y que lo haya visto bien. Por ejemplo, que haya podido asegurarse
que no existían hélices de helicópteros por debajo. A propósito de helicóptero,
recordemos que Ujvari oyó, a 200 metros de distancia, un ruido como un
silbido de máquina de coser: esto parece excesivo para un platillo. No se
puede, entonces, descartar la hipótesis de un helicóptero ruso extraviado.
Sólo nos queda que examinar, en esta categoría, tres casos en los cuales los
pilotos hablaban francés.
El primero es el incidente señalado por el señor Blondeau, el 23 de junio
de 1950, en Guyancourt (Seine-et-Oise). Administrador de un bar situado
cerca del aeropuerto de Guyancourt, el testigo es un antiguo piloto que tiene
1.500 horas de vuelo (G.I., p. 231). Hacia las 23 horas se paseaba solo fuera.
Un leve ruido lo hizo volverse, y entonces divisó, en la orilla del terreno del
campo de aterrizaje, dos platillos inmóviles, uno al lado de otro, suspendidos
a 10 centímetros del suelo. Están más o menos a 100 metros de él. De cada
uno de ellos ve descender un piloto. Los dos hombres miden, más o menos,
1,70 m.; llevan monos de vuelo, grises o marrones oscuros; se precipitan
hacia el muro exterior de uno de los aparatos como para repararlo. Intrigado,
Blondeau se acerca. Sí: se trata realmente de platillos; se parecen a dos platos
hondos uno sobre el otro; son grises, y parecen hechos de un metal semejante
al aluminio. El contorno está perforado con tragaluces rectangulares oscuros
en ese momento.
Mientras salían, los dos pilotos reajustan con sus manos una de las
laminillas que cada cierto espacio revisten la pared exterior. El testigo se
acerca. Cuando lo divisan, los dos pilotos parecen asombrados, pero
«permanecen tranquilos». Blondeau también. Les dice sencillamente:
«¿Alguna avería?». Con toda naturalidad, uno de los pilotos contesta en
francés: «Sí, pero por poco tiempo». Un minuto después, la avería está
arreglada, los pilotos regresan a sus respectivos aparatos, y abren las puertas.
Por una de ellas, el testigo ve surgir «una iluminación increíble… la más
perfecta que jamás yo haya visto. No proyectaba sombra, y no se podía
distinguir su origen» (G.I., p. 232). En el interior, Blondeau ve una especie de
litera-asiento, un volante y un aparato de radio. Sus preguntas sólo reciben
una palabra en respuesta: «Energía». Luego, en pocos segundos, los pilotos se
instalan, corren los cerrojos de las puertas, y los tragaluces se hacen
luminosos; casi de inmediato, los aparatos despegan en forma vertical, y
remontan verticalmente también a toda velocidad.
Este testimonio es muy claro; pero en esa época es un testimonio
totalmente aislado, pues pretende remontarse a 1950. Lo conocemos gracias a
un tardío relato aparecido en el primer libro de J. Guieu, Los platillos volantes
vienen de otro mundo, publicado en el otoño de 1954.
Sin embargo, el testimonio parece excelente. La forma de los platillos es
característica, y parece haber sido vista con toda nitidez. El terreno está
despejado. El testigo pudo tranquilamente observar, y lo hizo tan de cerca que
hasta podía mirar al interior. Los pilotos veían lo suficiente como para reparar
sus averías. El testigo tenía que ver muy bien para poder mirar bien los
aparatos. Además, se benefició, en el último instante, con la intensa luz
surgida del interior de los aparatos colocados uno junto a otro. Además el
testigo es un antiguo piloto, y está particularmente capacitado para reconocer
un helicóptero. En fin: en el aterrizaje y en el despegue sólo oyó un ruido leve
de viento, lo cual no corresponde a la noción de helicóptero, sino a la de
platillo volante.
En resumen: todo es simple y lógico en este asunto. La única cosa
asombrosa es la relación entre un platillo que parece absolutamente auténtico
y un piloto que habla francés con toda naturalidad.
Veremos, luego, que el hecho de alegar una avería es otra grave indicación,
pues es incompatible con el comportamiento real de los platillos volantes.
Sin embargo, dos observaciones más, posteriores a ella en cuatro años,
parecen reforzar el relato del señor Blondeau.
Primero, el testimonio Lelay, a propósito de un incidente ocurrido el 12 de
octubre de 1954 en Sainte-Marie-d’Herblay (Loire-Atlantique).
Este nuevo testigo tiene 13 años. Está solo a 600 metros de la casa de sus
padres. La observación es larga y muy cercana: durante 10 minutos el
muchacho contempla en un prado un aparato que tiene la forma de un
«cigarro fosforescente». El testigo está muy cerca, a 10 metros, según dice el
cable de la A.F.P., del 13 de octubre. En realidad, tiene que estar más cerca
aún, pues el piloto pone familiarmente su mano sobre el hombro del
muchacho, y le dice: «Mira, pero no toques». Este hombre le tranquiliza
totalmente; lleva un sombrero gris, un traje y dos botas. Único detalle
insólito: lleva en su mano «una bola que lanza fuegos violetas» (?). Luego, al
cabo de 10 minutos, vuelve a subir a bordo y golpea la puerta. El muchacho
tuvo tiempo de mirar al interior, como el señor Blondeau, y vio una especie de
tablero de a bordo con botones multicolores. Enseguida, el aparato se eleva
lentamente, lanza fuego en todas direcciones, da dos vueltas en el aire y
desaparece súbitamente.
En este caso también todo se desarrolla en forma simple y natural.
Contrariamente a los casos Mazaud y Ujvari, el joven testigo vio el objeto
muy cerca y tranquilamente, como el testigo Blondeau. Si supo mirarlo bien,
ese es otro cantar.
No hay indicación que confirme la existencia de palas de helicóptero.
Tampoco las hay referentes al ruido.
Por último, queda el tercer caso en que el piloto habla francés. Es el
incidente del 14 de octubre de 1954, en un camino entre Hyeres y Toulon, en
el Var. Pero sólo podemos mencionarlo de memoria, pues según las
indicaciones proporcionadas, poco tiempo después, por el periódico Radar, el
testimonio no era digno de ser mencionado, y la historia habría terminado
ante el juez.
El conjunto de los casos que preceden son tan criticables y disparatados
que no pueden formar una serie, ni siquiera un comienzo de serie que pueda
atestiguar la presencia de pilotos humanoides a bordo de los platillos.

2. LOS PEQUEÑOS PILOTOS

Esta nueva categoría es mucho más numerosa: cubre 29 casos, en lugar de


10, o sea, alrededor del triple.
La característica básica es la talla del piloto: 1 m. a 1,20.
Se completa por la ausencia de todo lenguaje inteligible.
Se liga, al comienzo, al tamaño de una escafandra que puede estar más o
menos bien descrita.
Examinaremos sucesivamente estos 29 casos de «pequeños pilotos», casos
que se reparten de la siguiente manera: 7 casos sin precisiones, 6 casos donde
la tripulación sólo sería una pareja, 5 casos de pequeños pilotos «peludos»
(sic), 9 casos donde la palabra escafandra se emplea formalmente, 2 casos
donde la descripción es muy nítida.
1) Siete casos que carecen de precisiones:
Mitto, cerca de Briatexte (Tarn), 9 de octubre de 1954,
Gallois, cerca de Clamecy (Sâone-et-Loire), 11 de octubre de 1954,
Cazadores de Saint-Ambroix (Gard), 14 de octubre de 1954,
Robert, Baillolet (Seine-Maritime), 16 de octubre de 1954,
Labassière, cerca de Caintes (Charente-Maritime), 18 de octubre de 1954,
Un habitante de Pons (Charente-Maritime), 21 de octubre de 1954.
El señor Mitto, en automóvil, sólo ha visto dos pequeños seres que
atraviesan la carretera, sin detallarlos. Tampoco ha visto bien el platillo. Las
observaciones Gallois y Robert son buenas desde el punto de vista del platillo,
pero los testigos no pueden dar detalles sobre los pequeños seres. La
observación de Saint Ambroix carece de precisión: se trataría de 7 pequeños
seres, pero no hay detalles sobre ellos. La observación de Pons es buena desde
el punto de vista del platillo: éste se ha posado a la vera del camino; luego ha
emprendido el vuelo. Durante el breve aterrizaje, el testigo ha visto dos
pequeños seres de 1,25 m. Ninguna palabra sobre la tripulación. La
observación del señor y la señora Labassière es importante —ya volveremos a
ella—; pero si han visto cuatro seres pequeños y dos platillos, los testigos no
precisan nada sobre la tripulación. La observación de los automovilistas de
Burdeos es anónima, pero muy bien precisada y detallada: ya hablaremos de
ella.
2) 6 casos que hablan de trajes corrientes:
Stramare, entre Fronton y Villemur (Alta Garona), 11 de octubre de 1954,
Ingeniero de Meknès (Marruecos), 14 de octubre de 1954,
Castello, en Cap Massnelo (Italia), 18 de octubre de 1954,
Bourrit, en Vézenay (Jura), 18 de octubre de 1954,
Cheminot, cerca de Curitiba (Brasil), 13 de noviembre de 1954,
Lepot, cerca de Beaucourt-sur-Ancre (Somme), 10 de mayo de 1957.
En concreto: cuatro testigos hablan de «trajes», uno (Stramare) habla de
uniformes grises oscuros; el último, de tejido gris brillante.
Sólo poseemos breves resúmenes de los testimonios que proceden de
Brasil y de Marruecos. El análisis es imposible. El testigo italiano Castello
habló de una duración de media hora: se trata de un aterrizaje sobre el techo
de la villa del escritor Malaparte; pero no es suficiente. En lo que a la señorita
Bourriot se refiere (viajaba en bicicleta durante la noche, hacia las 22.45), ésta
divisó muy rápidamente un ser pequeño, más pequeño que el término medio;
luego dos enanos que atravesaban la carretera, después de lo cual vio cómo se
elevaba un objeto luminoso. El incidente es, quizá, muy real, pero los datos
del testimonio forman un mosaico que induce a error. El incidente Lepot y
Serket sólo ha sido observado a plena noche, a partir de las 22.30, y a un
centenar de metros. El testigo Lepot certifica haber visto «tres pequeños
seres»; pero sólo dice que le parecían llevar trajes de un tejido gris brillante.
El testimonio Stramare es el más preciso. Eran las 22.30, y el testigo
encontrábase a una veintena de metros, escondido tras un árbol, mientras
miraba un platillo colocado a la orilla de la carretera, muy cerca de un poste
del alumbrado eléctrico. Ha visto, al mismo tiempo, los pilotos, tres
hombrecitos con cascos de aviadores, uniformes grises y pantalones ceñidos.
La visibilidad era, pues, excelente. En fin: el platillo emprendió el vuelo y
produjo un ligero ruido de motor eléctrico.
El testigo habría visto, entonces, detalles característicos. ¿Los ha visto
bien? ¿Eran, por ejemplo, cascos, y hasta qué punto? ¿Cubrían sólo el cráneo
o toda la cabeza, con una parte de cristal? He aquí el punto esencial que queda
por precisar.
Si agregamos que este incidente se coloca en el camino de periodistas
mixtificadores premunidos de escafandras muy reales (cf. infra), uno se
encuentra lleno de perplejidad. Retengamos este testimonio como mal
establecido.
En resumen: en esta suite de 6 casos, ninguno aporta detalles
suficientemente característicos.
Esta incertidumbre se debe a la brevedad de las observaciones o a su falta
de garantía. Se debe a que el espíritu de los testigos jamás se ha sentido
atraído sobre la precisa significación y la importancia de este problema. Los
testigos miraron sólo lo que eran capaces de mirar y como pudieron hacerlo,
sin que se hayan sentido atraídos por detalles que habrían sido instructivos. O
bien absorbieron, al primer golpe, la presencia de las escafandras, como lo
hemos visto, pues el pequeño piloto estaba próximo; o bien sólo observaron
detalles aislados.
La noción de traje no excluye totalmente la de escafandra.
En primer lugar, porque una escafandra puede reducirse a un cubre-cabeza
(envoltura hermética y transparente que cubre los órganos de la respiración y
la vista).
Luego: porque la escafandra pesada que engloba todo el cuerpo está,
precisamente, formada por un traje completamente unido al cubre-cabeza.
Esto es lo que parece haber visto con gran nitidez la señora Leboeuf (cf.
infra), cuando dijo que el pequeño piloto estaba envuelto en celofán. Es
interesante hacer notar que, según el ingeniero de Meknès, el pequeño piloto
llevaba un traje «brillante». El señor Lepot habla de tejido «luminoso».
Podemos, entonces, concluir: estos 6 casos se juntan a los 7 precedentes:
precisiones admisibles, en lo que se refiere a los platillos y los pequeños
pilotos; insuficientes de características en cuanto al problema de las
escafandras.
3) Casos de pequeños pilotos «peludos»:
Lucas: en Loctudy (Finistère), octubre de 1954,
Barrault: en Lavoux (Vienne), 9 de octubre de 1954,
Laugère: en Montluçon (Allier), 12 de octubre de 1954,
Calba: en Pournoy-la-Chétive (Mosela), 9 de octubre de 1954,
Stawsky: en Lewarde (Nord), 27 de octubre de 1954.
Es el aspecto más gracioso de nuestro problema. Que el marciano sea
barbilampiño y se presente bajo envolturas de celofán: ¡pase! Pero: barbudo:
no, ¡es demasiado!
El hecho es que la noción de «marciano» barbudo, si no es totalmente
incompatible con el tamaño de la escafandra, parece no estar en armonía con
él. Igual cosa bajo la envoltura transparente: la pilosidad no se halla en el
primer plano y no debería adquirir la primera importancia para el testigo.
Destaquemos, primero, que de 4 casos sobre 5 se producen en la tarde o en
la noche. Para el quinto (el señor Stawsky), no hay indicación de hora. Las
observaciones son muy próximas, breves, y se encuentran situadas a la vez
bajo el efecto de la sorpresa inmediata y en malas condiciones de visibilidad.
En dos casos (Barrault y Stawsky), el testigo sólo ha visto al «marciano» y
no al platillo. Su sorpresa, frente al individuo, es, pues, auténtica; pero luego
no hay informe sobre una máquina volante, lo cual, sin duda, es una
contradicción. En cuanto al testimonio Calba e Hirsch, proviene de tres niños
de 5, 9 y 12 años. El testimonio Lucas fue vivamente atacado, debido a que se
habría producido una confusión con una cabra escapada de un circo, según un
periódico de Brest del 24 de octubre (?).
Sólo nos queda el testimonio Laugère. ¿Qué vale aislado? Sin embargo,
merece un examen. Con mayor razón pues se encuentra colocado en una de
las líneas ortoténicas trazadas por Aimé Michel, y precisamente una de las
que corta el testimonio Beuc, esa misma tarde. Empleado en los ferrocarriles
de Montluçon, el señor Laugère abandonaba su trabajo, después de dar una
vuelta de inspección, cuando divisó bruscamente una especie de máquina en
forma de torpedo, posada en la estación, al lado de un estanque de gasoil. Ve,
entonces, un ser «cubierto» de pelos o vestido de un «manto» de pelos, según
las versiones. En vano le interpela; retrocede para llamar a sus compañeros,
pero es demasiado tarde: antes de haber avanzado cien metros, ve cómo la
máquina despega verticalmente, pero sin hacer ruido. La comparación con
casos de flagrante ilusión es posible; pero el vuelo en vertical y el criterio de
la ortotenia refuerzan el testimonio. Parece, pues, que un platillo se ha
manifestado, pero en malas condiciones de visibilidad.
¿Podemos sacar alguna luz de la comparación con incidentes análogos?
Las observaciones del señor Barrault, en Vienne, y la de los niños Calba e
Hirsch, fueron hechas la misma tarde del 9 de octubre, con media hora de
intervalo, lo cual es compatible con la rapidez de los platillos. Si rechazamos
toda objetividad a esos dos testimonios, debemos admitir la coincidencia de
una misma ilusión o de igual mixtificación de «marciano peludo», en el
mismo instante. Conviene que nos aproximemos al hecho de que el
testimonio Lucas sólo data de cuatro días antes, y el testimonio Laugère de
tres días más tarde: uno en el Finistère; otro en Allier. Las tallas varían: 1 m
(Stawsky), 1,20 m (Lucas y Calba), 1,50 (Barrault). El señor Lucas no sólo
divisó el piloto; le vio de cerca como al platillo en el patio de la panadería
donde trabajaba.
Pero sobre todo —salvo Laugère, que no ha podido precisar este punto—,
los otros testimonios convergen sobre un detalle típico: según el señor Lucas,
el piloto tenía los ojos del grosor de un «huevo de cuervo» (A.F.P., 6 de
octubre); según el señor Barrault, ojos «muy brillantes» (A.F.P., 10 de
octubre); según los niños Calba e Hirsch, «ojos gruesos» (F.S., 12 de octubre);
según el señor Stawsky, ojos «embridados y globulosos» (P.P., 29 de octubre).
Una y otra vez el mismo rasgo característico emerge como una constante
impresionante en el centro de la variación de otros detalles más o menos bien
vistos. A menos de que creamos en el poder mágico de las coincidencias, no
se puede explicar este índice por ilusiones o mixtificaciones: corresponde, sin
duda, a un mismo género de seres cuyos gruesos ojos (o aparatos oculares) y
la pilosidad no excluyen el tamaño de una escafandra. Podemos dudar. Pero el
cable de la A.F.P. que se refiere al testimonio Barrault llama al piloto «buzo»,
y la señora Leboeuf, que ha visto muy bien a un pequeño escafandrista frente
a frente y en pleno día, notó esos ojos intensamente «brillantes».
Por extraño que parezca, ese detalle ocular no tiene sin duda más que un
valor típico.
4) 9 casos de pequeños pilotos provistos de escafandras.
He aquí la relación:
Dewilde: en Quarouble (Nord), 10 de septiembre de 1954,
David: en Vouneuil (Vienne), 17 de septiembre de 1954,
Leboeuf: en Chabeuil (Drôme), 26 de septiembre de 1954,
Devoisin: cerca de Ligescourt (Somme), 3 de octubre de 1954,
Girardo: cerca de Bressuire (Deux-Sèvres), 3 de octubre de 1954,
Figuères: en Perpignan (Pirineos Orientales), 15 de octubre de 1954,
Boussard: en la Madière (Creuse), 26 de octubre de 1954,
Lotti: cerca de Florencia (Italia), 30 de octubre de 1954,
Lorenzini: cerca de La Spezia (Italia), 14 de noviembre de 1954.
El incidente Dewilde es el más conocido.
Fue el primero que puso en órbita la noción de pequeños escafandristas. Es
el testimonio más preciso, en primer lugar porque el testigo se encontraba
muy cerca de las pequeñas y extrañas criaturas. A esto se agrega otra razón;
como se trata del primer incidente: fue objeto de entrevistas, fotografías,
dibujos, investigaciones mucho más avanzadas que los testimonios que le
siguieron:
Primera fase*: Antiguo marino, de 34 años, el señor Dewilde se encuentra
esa noche en su casita de cuidador de un paso a nivel, a la orilla de una
pequeña vía férrea de importancia local. Su mujer y su hijo ya se han acostado
o van a hacerlo. Lee en un rincón de su hogar. De súbito, le llamaron la
atención los ladridos de su perro Kiki. «El animal aullaba a morir.» El señor
Dewilde mira la hora: las 22.30. Coge su linterna (que no enciende), y sale
para ver qué ocurre. Da algunos pasos por el jardincillo contiguo a la casita.
El jardincillo está acotado por una sencilla empalizada. El señor Dewilde
sobrepasa en más de una cabeza la cima de la empalizada. Por un lado, muy
cerca del testigo, esta empalizada bordea la vía férrea. Luego, algunos pasos
más allá, la empalizada da una vuelta en ángulo recto a lo largo del «camino
de contrabandistas»: en efecto, la habitación del señor Dewilde está situada
cerca de la frontera franco-belga, y el sendero vecino goza de una no muy
buena reputación: servir al tráfico de contrabandistas.
Al comienzo, el señor Dewilde sólo ve una cosa: frente a él, al otro lado de
la barrera, sobre los rieles, hay una enorme masa oscura. La ve con tanta
claridad que la toma por una carreta. Piensa que un campesino negligente la
ha dejado allí: He aquí un detalle absurdo. Tiene, sin embargo, una
explicación muy realista: A veces —precisa el señor Dewilde— los
campesinos utilizan el cascajo de la vía férrea para regresar sobre él llevando
su cosecha, pues los caminos, en ese terreno pantanoso, son bastante malos.
Por otra parte, los trenes son muy raros en esa vía. (Antes de sentirnos
sorprendidos por la actitud del testigo ante el objeto tendido en la vía,
recojamos estas explicaciones.)
Hay otra cosa aún más interesante: es que, en ningún momento, el testigo
se siente sugestionado por el pensamiento de que se trata de un platillo.
Cuando oye ladrar a su perro, cree que se trata de un vagabundo que pasa por
allí. Cuando se encuentra fuera, cree que se trata de una carretela, y piensa
sólo en advertir a los agentes de la estación vecina para que se lleven esa
malhadada carretela. Todo esto es lo menos marciano posible.
En ese momento, el señor Dewilde enciende su linterna. El perro vuelve a
ladrar, y un ruido de pasos precipitados se oye sobre «el sendero de los
contrabandistas». El señor Dewilde gira en esa dirección: está de espalda a la
empalizada que orilla el sendero. Sus preocupaciones no son precisamente
marcianas.
Dirige la linterna sobre el sendero.
Segunda fase: «Lo que descubrí no tenía nada en común con
contrabandistas: dos «seres», como nunca viera yo antes, apenas a tres o
cuatro metros de mí, justo tras la empalizada que era lo único que me
separaba de ellos, caminaban uno tras otro en dirección a la masa oscura que
yo había notado en la vía férrea.
»Uno de ellos, el que iba a la cabeza, se volvió hacia mí. El haz de mi
linterna dio sobre un reflejo de cristal o de metal, donde debía estar el rostro.
Tuve la nítida impresión de que tenía la cabeza encerrada en una escafandra.
Los dos seres, por lo demás, estaban vestidos de manera análoga a los buzos.
Eran de muy baja estatura, probablemente tenían menos de un metro, y
extraordinariamente anchos de espaldas. El casco que protegía sus “cabezas”
me pareció enorme. Vi sus piernas, pequeñas, proporcionadas a sus tallas,
según me pareció; pero en cambio no divisé sus brazos. Ignoro si los tenían»
(M.II., p. 65).
Vemos, pues, que el descubrimiento de los pequeños buzos es súbito, al
revés de la espera de un testigo que aguarda el paso de una cosa distinta. Por
otra parte, esos pequeños seres se encuentran a una distancia de 3 o 4 metros,
iluminados directamente por la linterna que asesta sobre ellos. Están descritos
de manera muy detallada. La cabeza de la escafandra está perfectamente
descrita, pero para el resto del cuerpo, no hay ninguna oposición entre el tema
de la escafandra y el del resto del traje: el testigo emplea las dos palabras
acordadas al conjunto, lo cual es normal. Por otra parte, destaquemos la
prudencia de las expresiones del testigo, a propósito de los brazos.
Pero por sorprendido que se encuentre el señor Dewilde, éste ni está
aterrorizado ni petrificado.
«Pasados los primeros segundos de estupefacción, me precipité hacia la
puerta del jardín con la intención de contornear la empalizada y cortarles el
paso para capturar al menos a uno de ellos.»
Esta puerta es, sin duda, una parte de la pequeña empalizada.
Estos detalles son importantes. Hemos visto, en primer lugar, con gran
nitidez, al testigo en la primera fase de su busca, cuando él sale: espera algo
puramente humano, como es normal, varios hechos que le impresionan,
muchos pensamientos se le vienen a la cabeza sin que vea nada anormal, ni en
la ideas ni en el comportamiento. El testigo se muestra, simplemente, como
un hombre lúcido, curioso y valiente. Luego, segunda fase, con la irrupción
brusca de los pequeños escafandristas a la luz de la linterna. Después de
algunos segundos de estupor, perfectamente comprensibles (lo extraño habría
sido que no los tuviera), el testigo reacciona con el mismo procedimiento
sicológico. ¿Tuvo tiempo de hacerse una idea de esas extraordinarias y
pequeñas criaturas que se precipitaban frente a él? No lo ha dicho. Por lo
demás, importa poco. En situaciones de intensa sorpresa, se reacciona por
reflejos instantáneos. Basta con ver esos seres para comprender que son de un
género prodigiosamente extraordinarios, y el señor Dewilde reacciona como
cuando oye ladrar a su perro: quiere ver de más cerca, quiere saber de qué se
trata, y (se trata del reflejo más profundo del ser humano frente a un objeto o
un ser desconocido) desea capturar «al menos a uno de ellos». Esta voluntad
de captura y esta reserva sobre las posibilidades (sólo podrá atrapar a uno,
quizá, el otro tendrá tiempo de huir) es, sin duda, un cálculo realista, trátese
de la caza al hombre o de un animal. Bella temeridad. Esos pequeños seres
que llevan escafandras, sobre el suelo de la Tierra, allí donde ningún ser
humano necesita tal artefacto: el testigo nada sabe de su carácter, de su poder
de defensa, de su poder de agresión. No mide los riesgos, pero pesa bien los
medios. Está allí, cerca de esa puerta; se precipita para ir allí, cortar el paso a
los dos pequeños seres y saltar sobre uno de ellos.
Tercera fase: «Estaba a sólo dos metros de las siluetas, cuando súbitamente
surgió a través de una especie de cuadrado de la masa oscura que yo había
divisado anteriormente sobre los rieles, una iluminación muy poderosa, como
una luz de magnesio, que me encegueció. Cerré los ojos y quise gritar, pero
no pude hacerlo. Estaba como paralizado. Traté de moverme, pero mis piernas
ya no me obedecían.
»Enloquecido, escuché, como en sueños, a un metro de distancia, un ruido
de pasos sobre las baldosas de cemento que están colocadas frente a la puerta
de mi jardín. Eran los dos seres que se dirigían a la vía férrea».
Una poderosa luz de reflejos verdes (P.P., 14 de septiembre) surgió de la
masa oscura; tan al parecer indulgentemente terrestre, y he aquí que, de
súbito, el testigo une las palabras «enceguecido», «cerré los ojos», «quise
gritar pero no pude hacerlo», «como paralizado», «enloquecido», «en un
sueño».
Acaba de experimentar una nueva sorpresa, tan súbita, tan intensa como la
que precede. En esta fase el testigo se siente trastornado, pero todo es lógico
según el curso que toman los acontecimientos. Destaquemos que la nueva
sorpresa no proviene de los «pequeños seres» que excitan la curiosidad del
señor Dewilde, sino de la masa oscura que no le había preocupado hasta ahora
en absoluto.
La única cuestión difícil es saber si la parálisis de Dewilde es sólo emotiva.
¿Se debe a la ceguera momentánea producida por la intensidad de la luz?
Podemos pensar que los pequeños buzos —que se apresuran a subir a bordo
— piensan que el testigo es totalmente inofensivo, pues pasan, incluso, cerca
de él: a un metro sólo, mientras Dewilde se halla aún a dos metros cuando se
siente detenido: está enceguecido, pero oye sus pasos sobre las losas de
cemento que bordean la pequeña barrera que desea abrir.
En todo este asunto se producen hermosos juegos de luces. En primer
lugar, el hombre lanza el haz de su linterna sobre los pequeños buzos; pero
cuando se precipita para cortarles el camino, la «masa oscura» arroja sobre él
otro rayo de luz infinitamente más potente. Ese rayo parece disponer de otros
poderes. Sin embargo, hay que desconfiar de este aspecto impresionante del
fenómeno. El problema es más complejo de lo que parece a primera vista. La
luz, como luz, no posee la propiedad de paralizar a los seres. Se puede pensar,
primero, que el faro en cuestión produce a la vez rayos luminosos y rayos
desconocidos capaces de paralizar a un ser vivo. Pero esta distinción no basta.
Si todos los rayos de esa luz están asociados a rayos paralizantes, los
pequeños pilotos que pasan a dos metros, luego a un metro del testigo, de
todas maneras se encuentran bajo la plena luz del faro y se habrían arriesgado
a ser paralizados. Hay dos posibles soluciones: o bien las escafandras
protegen contra los rayos paralizantes, o bien esos rayos están especialmente
asestados sobre Dewilde.
Cuarta fase: «Por fin el foco se apagó. Recuperé el control de mis
músculos, y corrí hacia la vía férrea; pero ya la masa oscura que se había
posado allí se elevaba, balanceándose levemente, del mismo modo que un
helicóptero. Alcancé a ver, sin embargo, una puerta que se cerraba. Un espeso
vapor oscuro surgía por debajo, con un leve silbido. La máquina ascendió en
forma vertical unos treinta metros. Luego, sin cesar de tomar altura, picó
hacia el oeste en dirección a Anzin. A partir de cierta distancia, tomó una luz
rojiza.
»Un minuto más tarde, todo había desaparecido».
Las precisiones son excelentes. Súbitamente, de la misma manera en que
se sintió paralizado por el rayo, Dewilde se encuentra libre, apenas el rayo se
apaga. Recupera sus mismos reflejos; corre a la vía férrea, pero es demasiado
tarde.
Se ha hecho notar que, contrariamente a lo que sugieren los dibujos de las
revistas, el platillo sólo ha sido visto en la sombra y en último momento. Por
lo tanto, no cabe hablar de sugestión: son los pequeños pilotos los que han
jugado el principal papel, y sin ellos podríamos hasta dudar que Dewilde haya
visto realmente un platillo. Los investigadores oficiales llegan a. tomar como
punto de partida la hipótesis de un helicóptero que se habría utilizado en el
contrabando; pero tuvieron que reconocer que los cables telegráficos del
camino no habían sido tocados, y que era imposible que un helicóptero no los
hubiese dañado (M.II., p. 67).
En presencia de un relato tan coherente, no hay ningún motivo para
sospechar ni que se trata de delirio o de alucinaciones; volveremos sobre este
tema más detalladamente.
El solo hecho extraño es que, según France Soir, del 30 de octubre de
1954, el mismo testigo habría visto, por segunda vez, casi en el mismo lugar,
el 29 de octubre siguiente, un nuevo aterrizaje de un platillo y dos pequeños
pilotos. Esta vez, el incidente se habría producido a pleno día, y los pequeños
seres habrían hablado un lenguaje incomprensible al testigo antes de partir.
No es imposible tal regreso al mismo lugar. Un hecho semejante se
produce, además, en Marignane. (Gachignard, 26-10-52, M.I., p. 182, y
Chesneau, 4-1-54, G.I., p. 134).
Pero tal vez sólo se trata de patochada del testigo enervado por
comentarios intempestivos.
Es imposible formarse una opinión sobre este segundo incidente, a falta de
precisiones detalladas. Nada quita, en todo caso, al valor del primer
testimonio del señor Dewilde, testimonio cuya coherencia, movimiento y
hasta los menores detalles es admirable.
Este primer testimonio está, por otra parte, muy bien corroborado por los
testigos Auverlot y Hublard, los cuales vieron, esa misma noche, a la misma
hora, 2 kilómetros más lejos, en Onnaing, una luz roja que atravesaba el cielo
sobre Quarouble; y por tres testimonios análogos en el pueblo de Vicq (M.II.,
p. 69).
Menos nítido es el incidente señalado el 17 de septiembre, hacia las 22,
sobre el camino de Cenon, en Mouneuil (Vienne), por el señor David,
agricultor de 28 años.
Según una versión, un pequeño buzo le tocó el brazo, dijo palabras
incomprensibles; luego penetró en una máquina, que no pudo describir: luego
de lo cual, un rayo verde dejó al testigo clavado en el lugar donde se
encontraba, durante el vuelo vertical y absolutamente silencioso del platillo
(F.S., 30-9 y Figaro 30-9).
Aimé Michel nos da ciertas precisiones que transforman completamente
los datos del problema. El señor David —dice— se encontraba, sin duda,
sobre la carretera en cuestión: primero seguía por ella en bicicleta; luego,
durante cierto momento, antes de haber visto nada, sintió en su cuerpo «una
especie, de hormigueo, de picor… como si hubiese sido electrizado». (M.I., p.
83). No pudiendo pedalear, el señor David echó pie a tierra. La dinamo de su
pequeño faro de ciclista se detuvo y la luz se extinguió.
El testigo se encuentra en la oscuridad, pero continúa sintiendo el picor, y
sigue paralizado.
Sólo entonces divisa, no lejos de él, sobre la carretera, una máquina a la
cual no puede detallar; luego un ser «mucho más pequeño que un hombre»,
que se aproxima, le toca en la espalda pronunciando algunas palabras
incomprensibles, y parte en la máquina. Ésta emprende el vuelo, proyecta una
luz verdosa, y desaparece a escalofriante velocidad.
Por difícil que sea interpretar un relato para el cual se poseen tales
variantes, la segunda versión parece más verosímil, debido al hecho mismo de
sus detalles. Disocia muy claramente la asociación que se produce tan a
menudo entre rayo luminoso verde y rayo paralizante.
En cuanto al pequeño ser, al cual a menudo se le ha calificado de
escafandrista, su talla ha podido ser apreciada muy de cerca, aunque no haya
sido detallado su traje.
El incidente del 26 de septiembre es, al contrario, bien preciso. Chabeuil,
en Drôme. Ocurre a quemarropa y en pleno día, a las 14.30, más o menos.
En ese momento, la señora Leboeuf se encuentra a la salida del pueblo,
entre el cementerio y los bosques del castillo. Varias personas visitan el
camposanto. El señor Leboeuf está a 100 metros, más o menos detrás de su
mujer, y ésta camina tranquilamente por un camino bordeado de matorrales
donde ha cogido moras. Ese camino flanquea un campo de alfalfa, luego
varias hileras de maíz, luego hileras de acacias.
De súbito, Dolly, la perrita de la señora Leboeuf, se detiene bruscamente, a
algunos pasos de ella, frente al campo de maíz, y comienza a ladrar
furiosamente, como el perro del señor Dewilde.
El animal estaba detenido frente a algo que, al comienzo, la señora
Leboeuf tomó por un espantapájaros contra los gorriones. Se acerca para
cerciorarse.
«Entonces vi —dice—, a 2,5 m de donde yo estaba, un ser vivo, inmóvil,
que me miraba fijamente (pequeña talla, 1,10 m a 1,15). ¿Cuánto rato hacía
que así me miraba?» (G.II., p. 139).
Esta vez la descripción es muy detallada:
«Parecía estar cubierto, de los pies a la cabeza, por una escafandra
transparente. Su rostro era casi humano. No vi orejas, pues mi visión es
borrosa a través de la escafandra. Ojos humanos, fijos y brillantes, expresivos
e inteligentes. No pude distinguir los brazos; tal vez estaban pegados al
cuerpo; prácticamente no pude examinar el cuerpo, pues sobre todo miré los
ojos que no cesaban de fijarse en mí».
Estos detalles son importantes: la señora Leboeuf reconoce que no dio
detalle sobre el cuerpo y no pudo precisar exactamente la cuestión de los
brazos*; agregó que el cristal (o un elemento análogo) de la escafandra hacía
borrosa la visión. Pero quedó fascinada por el rostro. Volvemos a
encontrarnos con la misma fascinación que experimentaron los testigos que
observaron al «marciano peludo», pero bajo malas condiciones de visibilidad,
mientras en el caso de la señora Leboeuf todo ocurrió a pleno día. Sin duda, y
debido a eso, la señora Leboeuf es la única en notar ese detalle
maravillosamente realista de la visión algo borrosa por el cristal de la
escafandra. Pero lo esencial, en este cara a cara y en pleno día, son los ojos.
Ojos «brillantes» —dice ella—, como decía el señor Barrault. Ojos «algo más
gruesos que los nuestros», agrega ella a otro investigador (Id., p. 138), como
el señor Lucas, el señor Stawsky y los niños Calba e Hirsch. Esta ratificación
es impresionante.
Pero la señora Leboeuf va más lejos aún. Nota la expresión de los ojos que
la miran fijamente: «expresivos e inteligentes».
Nadie había llegado tan lejos.
No podernos imaginar nada más emocionante, pero, por supuesto,
humanamente emocionante. De los platillos lejanos, celestes, inasibles de
Kenneth Arnold, en 1947, sobre las Cascades Mountains llegamos hasta este
pequeño ser, envuelto en una escafandra, sobre un camino de Drôme, inmóvil,
sobre el suelo, a 2,50 de una mujer que coge moras en los matorrales.
Después de ese indefinible momento en que ella observa los ojos del
pequeño ser, la señora Leboeuf tiene la impresión de que se le aproxima.
Presa de pánico, frente a esa extraña especie, emprende la huida. Pero sólo a
algunos metros esconde el rostro contra el cercado. «El terror me hacía
castañetear los dientes» (Id., p. 140).
Instantes más tarde, a 5 metros de ella, ve cómo se eleva una máquina en
forma de trompo, pero con la parte de abajo aplastada. La máquina surge del
campo de maíz, le sobrevuela horizontalmente con un ligero zumbido; luego
bascula a 90 grados, y remonta a vertiginosa velocidad, produciendo un
extraño silbido.
Desde donde se encontraban, el señor Leboeuf y los visitantes del
cementerio oyen ese silbido.
Digna de notar es la semejanza con el incidente Dewilde.
Primera fase: Primero da la alerta el ladrar de un perro. La señora Leboeuf
se aproxima, como el señor Dewilde, pero la busca es aún más corta.
Segunda fase: Dewilde divisa los dos pequeños escafandristas, a la luz de
su linterna. La señora Leboeuf ve un pequeño buzo a pleno día, y se encuentra
frente a frente con él, sin el obstáculo de la barrera de madera, y le ve mucho
mejor.
Tercera fase: El señor Dewilde se precipita; corre a lo largo de la barrera;
pronto se enciende el foco, y el testigo queda paralizado en el momento
mismo en que descubre el platillo. La señora Leboeuf al contrario, se siente
asustada al ver cómo se aproxima el escafandrista: se siente totalmente
paralizada sólo por el temor.
Cuarta fase: El platillo emprende el vuelo, a 6 metros del señor Dewilde y
a 5 metros de la señora Leboeuf, la cual sólo entonces le divisa por primera
vez.
Todo ocurre como en el caso del señor Dewilde y del señor Mazaud: la
señora Leboeuf no ha podido ser influenciada por la visión de un platillo o de
algo que se le parezca. Primero ve al «marciano».
Después del incidente Mazaud, los investigadores no hallaron ningún
índice material; pero luego del incidente Dewilde observaron extrañas huellas
que pueden ser las de un trípode sobre los durmientes del balasto. Para el
incidente Leboeuf, no sólo los testigos algo alejados, oyeron el silbido: casi
enseguida vieron las ramas de acacias rotas a la derecha del aterrizaje.
Es el más claro de todos los testimonios, y confirma totalmente, a la luz del
pleno día, los datos básicos del testimonio Dewilde.
En otros tres casos, las indicaciones serán menos detalladas y menos
nítidas: los incidentes tienen lugar durante la noche, o en la tarde.
El 3 de octubre de 1954, dos jóvenes ciclistas, Devoisin y Condette, de 18
y 19 años, respectivamente, viajaban, hacia las 18.45, cerca de Ligescourt, en
el Somme. Frente a ellos, a 150 m. sobre la carretera, ven un platillo en forma
de rueda de molino, luminoso y anaranjado. Después de un instante divisan
un pequeño buzo que se apresura a penetrar en la máquina, y ésta emprende el
vuelo sin producir ruido cuando los ciclistas se hallan a menos de 70 m.
El 3 de octubre, a las 5.45 de la mañana, el señor Girardo viaja en bicicleta
por una carretera, a la entrada de Bressuire; se dirige a su trabajo. De súbito se
encuentra a boca jarro con una especie de «barrica erguida sobre la hierba», al
borde de la carretera. Cerca de la máquina, un pequeño ser le hace una seña.
Según una versión, ese pequeño ser tenía la cabeza desnuda (G.II., p. 131);
pero según las otras versiones, llevaba una escafandra (F.S., 5 de octubre;
Figaro, 4 de octubre; M.II., p. 221).
El 13 de octubre, en Perpignan, el señor Figuères, jubilado, de 76 años, ve
cómo se posa, a menos de 30 metros de él, «una gran esfera rojiza
iluminada». Sale de ella un «marciano», vestido de buzo, que rápidamente
contornea la máquina, sube a bordo y despega.
El 26 de octubre, en la tarde, el señor Boussard (Creuse), ve a un buzo que
le parece tener 1,60 m, pero no divisa ningún platillo.
Comparemos dos incidentes italianos. El de la señora Lotti, que ocurre
cerca de Florencia. Dos pequeños seres de 1 m. de alto, provistos de
escafandras, le entregan un ramillete de claveles y parten en su platillo. El
detalle de los claveles parece rocambolesco, pero el «marciano» de la señora
Leboeuf habría podido hacer otro tanto con las moras. En el incidente
Lorenzini, cerca de La Spezia, el testigo, campesino de 48 años, ve salir de un
cigarro luminoso, que acaba de posarse cerca de su granja, varios pequeños
escafandristas que cogen conejos.
Así, pues, todos estos testimonios nos confirman la existencia de pequeños
pilotos y el tamaño de las escafandras. Sólo los testimonios David y Girardo
son inciertos en este sentido, pero se debe a la falta de información. No
poseemos ningún testimonio detallado y nítido que desmienta claramente los
testimonios Leboeuf y Dewilde.
Y esto no es todo.
5) Dos casos análogos de los precedentes:
Hoge, a la entrada de Munter (Alemania), 9 de octubre de 1954.
Hée, Marais y Chéradame, cerca de Bernay (Eure), 27 de octubre de 1954.
El primer testigo es un operador de cine, que, hacia el atardecer, a menos
de 50 m., en el campo vecino a la carretera, ve una especie de cigarro inmóvil,
a 1,50 m. del suelo. Bajo la máquina, cuatro pequeños seres que parecen tener
1,20 m. Tienen el torso largo, las piernas finas, una cabeza
«proporcionalmente algo grande para sus cuerpos» (G.II., p. 180), y llevan
una especie de traje semejante al caucho. El testigo les observa durante diez
minutos, sin atreverse a aproximarse. Luego, a través de una especie de
escala, la tripulación sube a bordo, y la máquina emprende rápidamente el
vuelo, casi de manera vertical.
Los detalles no son muy seguros, pero el tamaño de la cabeza concilia bien
con la hipótesis de una escafandra.
En cuanto a los testigos de Bernay, que se encuentran próximos a una
máquina que proyecta una luz enceguecedora, éstos han visto dos pequeños
seres de 1 metro de estatura, «brillantes como armaduras». Nada concuerda
mejor con los testimonios Leboeuf y Dewilde.

3. CASOS HETEROGÉNEOS

Linke, cerca de Hasselbach (Alemania Oriental), junio de 1952,


4 campesinos de los Montes de Cardunha (Portugal), 24 de septiembre de
1954,
Niños Romand, en Prémanon (Jura), 27 de septiembre de 1954,
Gatey, en Marcilly-sur-Vienne (Indre-et-Loire), 30 de septiembre de 1954.
El incidente Linke ocurre en Alemania Oriental, muy cerca de la frontera
con Alemania Occidental. Acaba de descender de su moto, con su hija de 11
años, cuando el mayor Linke divisa, en un claro, cerca de la carretera, un
«platillo», y dos pilotos.
La descripción de la máquina es muy detallada: se trata de un disco en
cuya parte superior hay un cilindro negro. Antes de remontar, las ventanillas
se encienden y el cilindro penetra en el centro del disco. La máquina despega
girando; luego parte a gran velocidad. La maniobra disco-cilindro al partir es
única en su género. ¿Se trata de un platillo? ¿O de un proyecto secreto?
Sin embargo, los dos pilotos llevan trajes «metálicos», lo cual concuerda
bien con la hipótesis de las escafandras. Los pilotos parecen normales —no es
una objeción a la posibilidad de su pequeña estatura—, pues el testigo dice
que el platillo era «enorme». Como hay interdependencia entre las dos
interpretaciones, es posible que el testigo haya, instintivamente, agrandado la
talla de la máquina sin pensar que era necesario y más correcto minimizar la
estatura de los pilotos.
El incidente portugués del 24 de septiembre plantea un problema muy
simple: cuatro campesinos han visto salir de un platillo dos «hombres de
aluminio». Fácil resulta traducir: «buzos». La única dificultad es que nuestras
fuentes les otorgan una talla de 2,50 metros. ¿Y si se tratara de un error
tipográfico?
El incidente Romand es el más extraño de todos. Observado por dos niños
de 9 años y 12 años, Raymond y Jeanine, está descrito infantilmente, manera
que contrasta con las declaraciones de otros niños de igual edad que han visto,
o han creído ver, algunos platillos. El incidente ocurre en un patio de una
granja aislada. Ladra un perro. La niña, primero, ve algo, y advierte a su
hermano. Raymond va a ver de qué se trata. Divisa algo «como un trozo de
azúcar partido por debajo», curiosa metáfora que evoca, tal vez, algo
semejante al «saco de celofán» del cual habla la señora Leboeuf, sobre todo si
tomamos en cuenta que el niño agrega «muy brillante», y que la «cosa» se
mueve. Muy excitado, el niño le arroja piedras que producen un ruido de
«chapa» al alcanzar a los buzos (?); y entonces, de súbito, es arrojado a tierra
(cf. Cap. Efectos físicos); el fantasma se aleja y, en el prado inferior, se ve una
«bola de fuego» que se desplaza bailando un vals, como una hoja seca (G.II.,
p. 131-132).
Toda la dificultad proviene de que la coherencia así obtenida reposa sobre
una interpretación. Sin embargo, aquí se encuentran los dos elementos
necesarios: el pequeño buzo y el platillo luminoso. El último rasgo es el más
sorprendente, pues la oscilación en hoja seca es característica de los platillos y
a menudo se la observa en los momentos de despegue o de virajes. No ha sido
aún enseñada en la escuela comunal, incluso en el Jura. Y si los niños
hubiesen simplemente querido jugar a los marcianos terminando por creer en
ellos (pura suposición), no habrían disfrazado su juego con metáforas que era
necesario traducir. Sin duda, fueron tomados de sorpresa. Y como al azar —
como lo hemos visto en los incidentes Beuc y Laugère—, el incidente
Romand se sitúa sobre una de las líneas ortoténicas levantadas por Aimé
Michel. Es un test de primera importancia: muestra que conviene ser muy
prudente antes de rechazar la objetividad de incidentes, incluso los más
extraños en apariencia.
El incidente Gatey se presenta de manera muy distinta.
El 30 de septiembre de 1954, a pleno día, a las 16.30, el señor Gatey, jefe
de un taller de cantería, se encuentra en una cantera de Marcilly-sur-Vienne
(I.-et-L.), con cinco obreros, los señores Rougier, Beurrois, Séché,
Lubanowich y Dubrocca. Todo el mundo está trabajando, unos en la pala
mecánica, otros en el montacargas para extraer arena. El señor Gatey vigila.
Casi todos tienen menos de treinta años.
De súbito, el señor Gatey, que está algo apartado, ve, frente a él, una
aparición sobrecogedora: un «platillo» y su piloto.
La máquina se encuentra frente a él, a 15 m. de distancia, sobre una
plataforma de la cantera que está algo más elevada —2 metros— que el lugar
donde se encuentra el testigo principal. La máquina no reposa en el suelo.
Está inmóvil sobre tierra.
La máquina tiene la forma clásica de los platillos: circular y cubierta por
una cúpula. Lo anormal, en este caso, es que la cúpula esté equipada, parece
«con palas semejantes a las de un helicóptero, que giran rápidamente».
A primera vista, sólo se trata de un helicóptero, pues no se conoce ningún
platillo provisto de palas: ese modo de propulsión les es totalmente extraño.
Pero, ¿qué helicóptero ha podido posarse allí sin que nadie lo haya notado?
Cierto es que las máquinas de la cantera hacen mucho ruido en pleno trabajo;
pero de todas maneras se habría oído, pues el señor Gatey estaba muy bien
colocado para advertir su presencia. Sigamos.
Justamente al lado de la máquina, el testigo ve al piloto. Éste desciende a
tierra. Parece de pequeña estatura: 1,50 a 1,55 metros. Está tocado con «un
casco hecho de un material que se parece al cristal empavonado, vestido con
un mono de color mate, calzado con botines…». Indiscutiblemente, se
presenta como un pequeño buzo.
Esta aparición sólo dura breves instantes; luego el piloto sube a bordo.
Pronto la nave se eleva verticalmente, silbando como aviones a reacción. El
ruido parece, pues, más potente que de costumbre; pero habría sido necesario
primero que la máquina descendiera verticalmente y sin ruido.
Nos faltan precisiones que habrían podido dar los obreros que estaban
presentes: Sabemos sólo que se trata más bien de un platillo y no de un
helicóptero*, pues ¿qué piloto francés, y a fortiori extranjero, habría venido a
juguetear en pleno día sobre una cantera para partir a gran velocidad sin decir
una palabra?
En cuanto al resto, se trata del típico piloto, y conviene insistir, mientras
tanto, sobre lo que ocurre durante el breve momento de pausa.
El pequeño piloto «tiene en la mano una especie de enorme revólver, o un
tubo, y sobre su pecho un disco muy brillante que emite un chorro de luz
intensa».
Esta luz tiene que haber sido muy brillante, en efecto, para que se la notara
a pleno día. (Uno de los pilotos señalados por Linke llevaba el mismo tipo de
objeto y de la misma manera.)
Ahora bien: en el instante en que el señor Gatey vio esta escena, sólo
pensó en dirigirse al almacén de la cantera para coger un papel y un lápiz con
el objeto de dibujar lo que creyó era algo muy extraordinario. Imposible:
«Tenía rígidas las piernas; no podía dar un paso; me sentía clavado al suelo,
sin duda debido a los efectos del rayo luminoso que el hombre lanzaba».
¿Efecto producido por la sorpresa? Tal detalle concuerda singularmente con
los efectos de parálisis en los incidentes Dewilde y David. Sólo confirmaría
que se trata de un platillo y de un pequeño buzo.
Para concluir, digamos:
1) La existencia de pilotos humanos a bordo de platillos volantes sólo es
alegada en un cuarto de los casos es decir, en una decena de testimonios. Pero
estos testimonios carecen de precisiones características, sea sobre el piloto,
sea sobre la máquina. Las únicas declaraciones que parecen muy precisas son
las de Blondeau, Lelay y Ujvari. Hemos visto que son criticables. Tres
testimonios es muy poco, y no forman una verdadera serie.
2) Al contrario, la existencia de «pequeños pilotos» se encuentra
nítidamente indicada en las tres cuartas partes de los casos, esto es, en una
treintena de testimonios. No sólo las declaraciones de Dewilde y de Leboeuf
son muy características y precisas: están reforzadas por el conjunto de los
otros testigos, los cuales afirman, de manera categórica, la existencia de
pequeños pilotos cuyas escafandras fueron más o menos vistas. Resulta,
además, típico que, como el señor Mazaud, el señor Dewilde y la señora
Leboeuf, la casi totalidad de los testigos tuvo la impresión de sentirse de
súbito frente a frente con seres de otra especie.
3) Nos hallamos frente a un dilema. Pues resultaría rocambolesco sostener
que ya se ha producido un encuentro, alianza o cooperación técnica
clandestina entre ciertos terrestres y los «marcianos». O lo uno o lo otro. O
bien los pilotos de platillos pertenecen a nuestra especie, o pertenecen
exclusivamente a la de los pequeños pilotos portadores de escafandras.
VI

EFECTOS FÍSICOS

S E suele creer que los platillos volantes se parecen más bien a «fantasmas»
que a objetos reales. Serían absolutamente silenciosos, impalpables,
incapaces de aportar jamás la menor prueba material de su existencia.
Como lo acabamos de ver, no sólo el ojo humano es capaz de ver platillos
volantes. Éstos producen efectos sobre los radares y los contadores Geiger.
Han producido, por otra parte, una serie de efectos físicos, a menudo
singulares, que vamos ahora a detallar:

1. EFECTOS AUDITIVOS

El silencio es una de las grandes características que habitualmente se


atribuyen a los platillos. No es, sin embargo, absoluto.
Cuando el platillo aterriza, el testigo Gachignard ha observado un ruido
apagado, y el testigo Bastiani, un ligero silbido.
Al partir la máquina, el testigo Gachignard oye un ruido como el que
produce un cohete; y Bastiani, un nuevo silbido. Este silbido de vuelo ha sido
escuchado también, en el mismo momento, por los testigos Dewilde y
Leboeuf. Dos habitantes del Gard oyen un ruido ligero; Gatey, un fuerte
silbido; y Mazaud, un zumbido como el de las abejas.
En circunstancias muy diferentes: en pleno vuelo, en el momento de un
viraje y cuando la máquina está rodeada de vapor, el testigo Chermanne, en
Bouffioulx (Bélgica) escucha un ruido de explosión. Parece que hay casos
análogos (cf. infra).
El silencio de los platillos es, sin duda, general, y explica que tantos
testigos se hayan sentido sorprendidos por la presencia de platillos en el suelo.
Nuestras propias máquinas —por eso no tiene nada de extraño— hacen
menos ruido que antaño, y el modo de propulsión tiene, sin duda, gran
importancia. No menos útil es señalar que los platillos no escapan a la
posibilidad de producir ruidos.
2. EFECTOS PARALIZANTES

Se les atribuye, en general, al famoso «rayo verde».


Se trata de un rayo verde, o sólo de reflejos verdes, en el incidente
Dewilde. También en el incidente David, pero sólo después de una versión
discutible. Un testigo italiano, designado con el seudónimo de Carlo, a
propósito de un incidente del 24 de julio de1952, habla de un rayo verde. El
«platillo» descrito se parece como dos gotas de agua a un helicóptero, y toda
la historia es bastante sospechosa (G.I., p. 74). Queda sólo la luz verdosa
señalada por los obreros de Mans (10 de octubre de 1954), luz que estaba
acompañada de efectos de picor y de parálisis.
Poco importa si en algunos casos muy raros, haya podido producirse una
relación entre la aparición de un rayo verde o de una luz verdosa: sólo se debe
a yuxtaposición, y no en virtud de una relación de casualidad, pues se verá
cómo se producen otros casos de efectos paralizantes, muy seriamente
probados, pero sin ninguna relación con el rayo verde*.
Pues ese efecto paralizante está muy bien comprobado.
Fuera de casos que ya hemos señalado, contamos 18 casos de efectos
paralizantes observados por conductores de vehículos a motor (13
automóviles, 1 tractor, y 1 ciclomotor).
El interés de estos incidentes es muy notable si tomamos en cuenta que el
efecto paralizante no sólo se produce en los hombres, sino en las máquinas.
He aquí la relación:
7 de octubre de 1954: (Sarthe) - Tremblay. Auto. Una luz azul que vuela.
Motor calado. Focos que se extinguen (M.II., p. 239).
8 de octubre de 1954 (Dordogne) - M.M., electricista de Bergerac. Auto.
Rayo luminoso que proviene de una máquina metálica posada a 150 m. al
frente, en la carretera. Disminución de la marcha; luego detención (Nouvelle
République del 11 de octubre de 1954).
9 de octubre de 1954 (Seine-et-Marne) - Bartoli y Lalevée, mecánicos
profesionales. Sobrevuelo de una máquina amarilla anaranjada en forma de
cigarro. Motor que se cala. Faros igualmente extinguidos. (M.II., p. 257).
10 de octubre de 1954 (Saône-et-Loire) - Jeannet y Garnier. Auto.
Sobrevuelo de un bólido rojizo. Motor que se cala. Focos extinguidos. (M.II.,
p. 294).
11 de octubre de 1954 (Haute-Loire) - Jourdy. Auto. Vuelo de un objeto
luminoso multicolor. Motor que se cala. Focos que se extinguen (M.II., p.
267).
11 de octubre de 1954 (Saône-et-Loire) - Gallois y Vigneron. Auto.
Máquina redonda y pequeños pilotos a 50 m. de la orilla de la carretera. Los
testigos reciben una descarga eléctrica. Motor que se cala. Focos que se
apagan (M.II., p. 268).
14 de octubre de 1954 (Saône-et-Loire) - M.B. de Montceau-Les Mines.
Velomotor. Luz que brota de un objeto circular semejante a dos platillos al
revés, posado a unos cincuenta metros, sobre la carretera, frente al testigo.
Motor calado (M.II., p. 293).
16 de octubre de 1954 (Seine Maritime) - Robert. Auto. Aterrizaje a 100
metros de un platillo luminoso, con aparición de pequeños pilotos. El testigo
recibe una conmoción eléctrica. Motor que se cala. Los focos se apagan
(M.II., p. 309).
18 de octubre de 1954 (Puy-de-Dôme) - Bachelard. Auto. Platillo oscuro
posado en un campo vecino a la carretera, El testigo se siente semiparalizado.
Motor que se «ahoga» y la velocidad baja a 30 km/h. (M.II., p. 335).
20 de octubre de 1954 (Moselle) - Schubrenner. Auto. Máquina luminosa
posada sobre la carretera a unos veinte metros, frente al testigo. Aparte de la
impresión de calor, el testigo se siente como paralizado, «las manos clavadas
al volante». El motor se detiene (M.II., p. 340).
21 de octubre de 1954 (Charente-Maritime) - Habitante de La Rochelle y
su hijo de 3 años. Auto. Máquina detenida sobre la carretera, primero oscura,
luego luminosa. Los testigos sienten una impresión de calor y de haber sido
electrizados. El motor se cala. Los focos se apagan (M.II., p. 341).
25 de octubre de 1954 (Moselle) - El señor Louis. Tractor. Platillo casi a
ras de suelo. El tractor se detiene (Periódico de provincia en el dossier
Garreau).
27 de octubre de 1954 (Pas-de-Calais) - Un comerciante de Linzeuz y su
repartidor. Auto. Vuelo de una luz enceguecedora. Los testigos sienten una
descarga eléctrica. Motor calado. Focos que se apagan (M.II., p. 341).
27 de octubre de 1954 (Eure) - Marais. Moto. Máquina de luz
enceguecedora en un prado, y pequeños pilotos. Motor blocado (F.S., 30 de
octubre de 1954).
13 de noviembre de 1954 (Seine-Maritime) - M.R.L. Auto. Una máquina
acaba de emprender el vuelo a 100 m. frente al testigo, a la orilla de la
carretera, con una luz blanco-verdosa intermitente. Al llegar a la altura en
donde se encuentra la máquina, el testigo siente picor y efectos de parálisis
(G.II., p. 170).
13 de noviembre de 1954 (Italia) - Cuatro obreros agrícolas de Forli, sobre
dos tractores. Potente rayo rojo dirigido al suelo. Un tractor se detiene. El otro
sigue funcionando. El primero se mueve a gasolina; el segundo es un diésel
(G.II., p. 207).
23 de noviembre de 1954 (Deux-Sèvres) - Chaillour. Ciclomotor. Vuelo de
un disco azul que se acerca y envuelve al testigo de una luz «tan violenta
como la de un arco eléctrico». Motor calado. Foco extinguido. El testigo
siente picor en las manos. Paralizado varios minutos los brazos y las piernas,
y sin poder articular una palabra (F.S., 24 de noviembre de 1954).
4 de noviembre de 1954 (en Levelland, Texas, Estados Unidos) - Chófer de
camión. Platillo que semeja un «huevo», posado sobre un camino. Motor
calado. Focos extinguidos (F.S., 5 de noviembre de 1954).
Todos estos incidentes se desarrollan en la noche o hacia el atardecer. Así,
pues, cualquier «rayo» de luz es fácilmente visible. Ahora bien: los testigos
sólo lo han podido observar en cuatro o cinco casos. En dos ocasiones, los
testigos han divisado platillos totalmente oscuros.
Por lo general, esos testigos han simplemente comprobado que el efecto
paralizante coincide con la presencia de un platillo luminoso o no luminoso,
con un rayo o sin él.
Esos efectos son de dos clases: unos se producen en el conductor; otros
sobre la máquina.
Hemos ya visto algunos casos del primer efecto, pero el segundo nos es
totalmente nuevo.
En 16 sobre 18 casos, la acción sobre la máquina está formalmente
indicada: 6 casos de detención de motores, y 10 casos de detención de
motores con mención de extinción de los focos.
Es, sin duda, un dato de capital importancia que se agrega al del efecto
paralizante sobre el cuerpo humano.
Podemos suponer también una ilusión: en su confusión, al sólo pensar que
se trata de un platillo imaginario, los automovilistas han calado el motor y
extinguido los focos sin darse cuenta. Este hecho significa plantear varias
hipótesis, pero sólo hipótesis.
Ocurre, efectivamente lo contrario. Así como los testigos Dewilde, Leboeuf
y Mazaud sólo vieron los platillos después de haber divisado a los pilotos, los
conductores comprobaron los efectos mecánicos antes de haber visto los
platillos: testigos Tremblay, Jourdy, Gallois, M.B., Bachelard, habitante de La
Rochelle. El valor de este test es, pues, evidente para que insistamos en él.
Subraya, una vez más, hasta qué punto se «critica» a los testigos por razones
a priori sin proceder al menor examen de los testimonios
A la luz de este test se deberá estar más atento a precisiones que
conciernen a los efectos paralizantes sobre el cuerpo humano: el testigo
Dewilde sólo fue paralizado en una fase muy precisa; ni el temor ni la
sorpresa les impidió reaccionar antes y después. En el caso David, según la
segunda versión, el testigo se encontró paralizado y obligado a descender de
la bicicleta antes de adivinar el origen de su malestar, En cuanto al testigo
Goujon, no hay razón para que al correr hacia el platillo se encuentre, de
súbito, paralizado a 150 m. Como prueba en contra, recordemos que el señor
Mazaud y la señora Leboeuf, aunque experimentaron mucho miedo no se
sintieron paralizados. Ningún testigo se ha sentido paralizado frente a los
pilotos humanos, y en los casos de mixtificaciones, sólo hemos hallado un
caso (en el de M.O. en Toulouse; en este caso, el testigo creyó sentirse sujeto
por una «fuerza paralizante»). No hay, pues, ningún punto de apoyo serio
frente a la hipótesis de autosugestión general de los testigos.
El problema más difícil es el de la variación de los efectos. Referente a la
extinción de los focos, tenemos suficiente información en ciertos casos; pero
el problema se plantea. En el caso Tremblay, se señala que su linterna
funcionaba; en cambio, los focos habíanse apagado. En Forli, sólo uno de los
dos tractores se detuvo. En el caso Bachelard fue el motor el que disminuyó
de velocidad, pero no se detuvo. En el caso R.L. el conductor experimentó
personalmente efectos físicos; pero los motores no sufrieron ningún
desperfecto. Al revés, en los 16 casos más anteriormente enumerados, en que
los coches están detenidos, contamos 8 conductores que aparentemente no
han experimentado nada; 8 experimentaron efectos en sí mismos, pero estos
efectos son variables: en 3 casos experimentaron una conmoción eléctrica; en
1 caso sensación de calor y de electrificación; en 2 casos, algo como
picotones eléctricos y parálisis; en 1 caso, sensación de semiparálisis; y en
otro caso, efectos caloríficos y parálisis.
Esto no es todo. Si bien acabamos de ver al testigo Bachelard sólo
semiparalizado, también hemos visto al testigo David en un comienzo, según
la segunda versión del incidente, en el mismo caso, pues se ve forzado a
descender de la bicicleta, y lo logra sin caerse. Idéntica aventura viven los
obreros de Renault, cerca de Mans, cuando el 10 de octubre de 1954, mientras
corren en bicicleta durante la mañana, divisan una luz verdosa que surge de
un objeto luminoso posado a la orilla del camino; sienten un desagradable
picor en todo el cuerpo y descienden dificultosamente, pues se sienten
paralizados (M.II., p. 240).
En cambio, los testigos Dewilde, Gatey y Goujon se vieron bruscamente y
totalmente paralizados.
Hay que apartar los testigos Boussard y Romand, que fueron proyectados
violentamente a tierra. Aquí los hechos son más extraños y la interpretación
más discutible.
En todo caso, el efecto paralizante queda bien establecido.
¿De dónde proviene? En ciertos casos, del platillo; esto es evidente en los
casos de sobrevuelo. A veces de una especie de «lámpara» que lleva un
pequeño piloto. Las dos formas en que el efecto se produce están lejos de
excluirse una a otra.
Este efecto no es sólo propiedad general automática de los platillos, pues
hemos visto numerosos conductores de coches acercarse a las máquinas sin
ser detenidos. También hemos visto un gran número de peatones acercarse a
los platillos y los pequeños pilotos sin ser paralizados. Es el caso de la señora
Leboeuf, por ejemplo, o el del señor Dewilde, hasta el momento en que
alcanza la barrera, y también el de los automovilistas bordeleses que se
acercan a 15 m. del platillo y de los pequeños pilotos. También es el caso del
señor Beuclair, que llegará a 20 m. de distancia de ellos, para no citar sino
casos evidentes; pero podríamos agregar muchos otros.
Según los datos formales de los testimonios no hay sino una sola solución:
el efecto paralizante se produce a voluntad a través de «un arma especial» que
los pilotos pueden usar a bordo o llevar consigo.
Para finalizar, tenemos que, sin duda, agregar a los 18 casos de efectos
paralizantes, producidos sobre vehículos motorizados y conductores de
vehículos, 7 casos de efectos físicos sobre testigos que circulan a pie o en
bicicleta: Dewilde, Gatey, Goujon, David, obreros de Mans, Boussard y
Romand, es decir, un total de 25 casos de efectos paralizantes, entre los
cuales hay varios que han tenido múltiples efectos sobre la motricidad de
cuerpos o de motores.
¿Cuál es la naturaleza de esta «fuerza paralizante»? Lo ignoramos, pero el
conjunto de testimonios es de una extraordinaria precisión: posiblemente son
los datos más verídicos que existan sobre la realidad de los platillos y de los
pequeños pilotos.
Este fenómeno refuerza, además, la hipótesis según la cual los platillos son
conducidos únicamente por pequeños pilotos, pues no hay una sola historia
seria de pilotos humanos que hayan dispuesto de esta fuerza paralizante.

3. EFECTOS CALÓRICOS

No hay duda de que existe un lazo entre esta pregunta y la precedente,


pues hemos visto cómo automovilistas, cuyos coches han sido detenidos, han
experimentado por momentos sensaciones de hormigueo eléctrico y parálisis,
y en otros momentos de calor y de parálisis o de calor y de electrificación.
Los dos casos de sensación de calor que hallamos ahora son los de
Schubrenner, del 21 de octubre de 1954, en Moselle; y el del automovilista de
La Rochelle, el 21 de octubre de 1954.
Por una de esas curiosas coincidencias que no faltan en el problema
platillo, hallamos, en la fecha del 20 de octubre exactamente, un testimonio
análogo al del señor Reveille: llovía a cántaros; el testigo viajaba por el
bosque Lusigny, cerca de Troyes (Aube) cuando divisó un platillo que se
mantenía a ras de las copas de los árboles, sobre él, algo hacia el frente;
experimentó la sensación de un calor intenso. Cuando el platillo hubo partido,
el calor era intolerable, justo bajo el lugar sobre el que había planeado, los
árboles hallábanse tan secos como si se hubiesen hallado a pleno sol (M.II., p.
340).
Por este motivo hallaremos, quizá, menos increíble el incidente del 19 de
agosto de 1952 en Florida, en el transcurso del cual el testigo Desvergers
creyó haber sido quemado por una pequeña bola de fuego rojo que salía de un
platillo inmóvil casi sobre él. Este testigo mostró, además, las huellas de las
quemaduras sobre sus ropas (R., p. 217).
Scully señala otros dos casos de leves quemaduras que se habían
producido en Texas, en los días 9 y 22 de abril de 1950 (S., pp. 200 y 202
comp. K.II., p. 103).
En Francia se señala otro incidente análogo en la granja Lachassagne
(Corrèze) el 24 de septiembre de 1954. El campesino Cisterne y su patrón
examinan un haya después que se ha detenido un platillo volante sobre ella:
«las hojas de las ramas superiores del árbol estaban secas y retorcidas como si
hubiesen sufrido la acción del calor» (M.II., p. 118).
Al mes siguiente, se observan tres incidentes análogos en Italia:
Seis álamos carbonizados, cerca de Rovigo, el 15 de octubre, luego de que
un platillo se detiene algunos minutos sobre ellos.
Abrevadero seco, en una granja del delta del Po, el 16 de octubre, luego
del paso de un platillo.
Almiar quemado, cerca de la misma fecha, en la granja Crepaldi (cf.
A.E.P., 16 y 18 de octubre, Journal du Dimanche del 17 de octubre).

4. CONTACTOS TANGIBLES

Acerca de tales contactos con platillos, no se conoce ningún caso en


Francia. Hay dos sólo en el extranjero.
Una ocurre el 9 de abril de 1950, en Amarillo (Texas). Ese día, el joven
David Lightfood, de 12 años, que se encuentra acompañado de su compañero
de 9 años, habría puesto la mano sobre un platillo algo más grande que un
neumático. Este platillo le habría causado ligeras quemaduras (S., p. 200 y
K.II., p. 103). El otro se habría producido en una fecha no precisada, en
Moneymore (Irlanda del Norte). Un testigo apellidado Hutchinson se habría
apoderado de un platillo algo más grande, 1 m., pero fue incapaz de
conservarlo. (F.S., 19 de septiembre de 1951).
Hay, sin duda, algunos otros casos de contactos con pilotos. Por ejemplo,
en los incidentes. Mazaud, David, Lucas y la señora Lotti. En los tres
primeros, se trata poco más o menos del mismo gesto de contacto en el brazo
o en la espalda. Y muy semejante con el ramo de claveles en las manos de la
señora Lotti.
En todos estos casos de contacto, el pequeño piloto toma la iniciativa: toca
la mano, el brazo o la espalda del terrestre.
El único caso, en sentido inverso, es el del muchacho de Prémanon que
oye ese extraño ruido metálico al lanzar flechitas al «fantasma».
5. EFECTOS FOTOGRÁFICOS

He aquí uno de esos tests que deberían probarlo todo y que, sin embargo, y
al contrario, sólo dan ocasión para alimentar nuestras dudas. Dicho en
términos generales, no hay nada más lamentable que la ilustración de libros
sobre este tema.
Ahora bien: la fotografía es nítida y detallada, y tiene un aire de
autenticidad. O mejor: tienen un aire de autenticidad, aunque difuminado.
Como en el ejemplo del primer caso, limitémonos a citar el platillo
venusiano reproducido frente a la página 80 del libro de los señores Leslie y
Adamsky. El 2 de noviembre de 1954, el periódico Paris-Presse reproducía
un modesto «farol a gas» arrumbado en un depósito de Hamburgo. La
semejanza es curiosa. El señor Adamsky no habría, por lo demás, tenido
ninguna dificultad en dar la explicación del caso: los hamburgueses van «a
medias» con los venusianos.
Para el segundo caso, citemos las fotografías tomadas por:
El señor Fragnale, el 18 de julio de 1952, cerca del lago Chauvet, en Puy-
de-Dôme (P., pp. 41 y 55; M.I., p. 247).
El señor Paulin, en París, el 29 de diciembre de 1953 (G.I., p. 160).
El guardacostas Shell Arpert, en Salem (Massachusetts), el 16 de julio de
1952, de la torre de control del aeropuerto (M.I., pp. 166 y 167; G.I.,
ilustración 7 entre las pp. 80 y 81; K.II., foto de la cubierta y p. 6). Esta
fotografía, que muestra cuatro discos de luz, es muy sorprendente.
Es lamentable que no se hayan reproducido los clisés en color tomados por
un corresponsal de prensa, el señor Wallace Litvin, a bordo del portaviones
Franklin-Roosevelt, el 19 de septiembre de 1952, a raíz de las maniobras de
las fuerzas navales de la OTAN durante la Operación Palo Mayor (cf. M.I., p.
152).
Las películas son muy raras.
Ruppelt señala cuatro como serias (R., p. 264).
Dos fueron tomadas en White Sands (Nuevo México) el 27 de abril y el 1
de mayo de 1950.
Una, en Montana, el 15 de agosto de 1950.
Una, en Tremonton (Utah), el 2 de julio de 1952.
Keyhoe señala otra tomada en Landrum (Carolina del Sur), el 16 de
noviembre de 1952 (K.II., pp. 13 y 18).
Por supuesto, se trata de filmes de corto metraje.
Por desgracia, el filme de White Sands del 27 de abril de 1950 sólo señala
un objeto de forma muy imprecisa que se desplaza en el cielo (R., p. 118).
En mayo de 1950 hubo, en realidad, dos películas filmadas al mismo
tiempo, pero había, según parece, varios platillos en el cielo, y las cámaras no
fotografiaron el mismo: no se pudo calcular las trayectorias. (Id., p. 119). El
objeto estaba, por otra parte, muy lejano.
El filme de Montana (R., p. 273) fue tomado el 15 de agosto de 1950 por
Nick Mariana de Great Falls. «Mostraba dos grandes luces brillantes que
atraviesan el cielo azul… No se distingue ningún detalle. Esas luces tenían el
aspecto de grandes objetos circulares.» Luego de un examen los expertos
renunciaron a encontrar una explicación, y clasificaron el caso como
«desconocido» (Id., p. 173).
El filme de Tremonton, del 2 de julio de 1952, fue tomado por Delbert, G.
Newhouse, primer fotógrafo de la Marina (Id.).
Keyhoe, que conocía su existencia, le llamó «Utah», porque la película fue
tomada cerca de Tremonton, en Utah (K.II., p. 137). Ardía en deseos de ver
esa película. A través de un informador anónimo supo que se veía «una
formación de objetos redondos y brillantes en danza infernal», y que el filme,
como era en color, mostraba doce o catorce objetos azulosos que tiraban al
blanco, pero jamás pudo ver la película (K.II., pp. 206-222-233-237).
Ruppelt, que la vio, agrega algunos detalles. Newhouse, dice, tenía 21 años
de servicio en la Marina, y dos mil horas de vuelo como fotógrafo aéreo. El 2
de julio de 1952, viajaba con su mujer y sus dos niños. De súbito, la mujer
divisó algo en el cielo y se lo señaló. Apenas hubo mirado comprendió «que
jamás había visto algo semejante». Tenía cerca de él su cámara, provista de
teleobjetivo, y rápidamente filmó. Su película muestra muy bien luces
circulares y no se podía distinguir ningún detalle; pero al revés de lo que
ocurría en el filme de Montana, esas luces se desvanecían a intervalos, y
luego se encendían. Ruppelt y sus ayudantes creyeron, al principio, que se
trataba de juegos de luces, pero abandonaron tal hipótesis. Supusieron,
entonces, que se trata de una ilusión provocada por vuelos de gaviotas, pero
sin mucha convicción (R., p. 276).
Queda la película tomada en Landrum, el 16 de noviembre de 1952, por J.
D. Mac Lean, en presencia de varios testigos, con cámara y teleobjetivo.
Keyhoe pudo verla en el ATIC.
«Los primeros metros del filme de Mac Lean, dice, estaban velados; pero
pronto aparecieron sobre la pantalla cinco objetos brillantes oblongos que se
destacaban sobre las nubes. El efecto era sorprendente, pero como la película
fue tomada al atardecer, no se podía distinguir ningún detalle» (K.II., p. 18).
Es evidente que resulta muy difícil fotografiar y filmar los platillos
volantes, debido a la gran rapidez de sus apariciones. Por otra parte, hay una
dificultad que se agrega a la primera: los platillos volantes aparecen a veces
como bañados en su propia luz, fenómeno que puede producirse en el suelo.
Lo testimonian así, por ejemplo, el señor Buclair y los automovilistas
bordeleses. Este último caso es tan extraordinario, pues simultáneamente los
testigos pudieron ver a los pequeños pilotos fuera del aparato.
Sea como fuere, las películas retenidas por la Comisión Platillo confirman,
por lo menos, la existencia de hechos inexplicados en el espacio aéreo. Es
típico que quiera guardar estos filmes en gran secreto. Se sentiría muy feliz de
poderlas exhibir a la luz pública, si al mismo tiempo pudiera dar una
explicación satisfactoria.

6. CAÍDAS DE FILAMENTOS QUE SE FUNDEN

Las dos principales observaciones de este tipo en Francia se registraron,


una el 17 de octubre de 1952, en Oloron (Bajos Pirineos), y la otra diez días
más tarde el 27 de octubre en Gaillac (Tarn). En los dos casos era de día. Hay
docenas de testigos. Las observaciones duran alrededor de 20 minutos,
durante las cuales asistimos al paso de «cigarros» escoltados por «platillos».
En los dos casos el extraño cortejo deja caer multitudes de filamentos que se
enganchan en los árboles, en los techos, en los cables telegráficos, o se
desparraman en tierra.
En el caso de Oloron, las caídas de filamentos fueron observadas por el
señor Prigent, inspector general, y por los profesores del Liceo especialmente
el señor Poulet, profesor de ciencias, y también por el doctor Labayle.
«Enrollados en paquetes (los filamentos) se hacían rápidamente gelatinosos;
luego se disolvían en el aire y desaparecían» (M.I., p. 177). Según la
entrevista, que con toda gentileza concedió el señor Prigent a Tintin-
Actualités, número 210 (sic) estos filamentos podían llegar a tener diez
metros de largo; parecían hilos de amianto, aunque algo menos brillantes; se
estiraban ofreciendo una leve resistencia, y se podían quemar como si fuesen
celulosa acercando una cerilla. Pero nadie tuvo tiempo de hacer el análisis de
ellos. Esos filamentos se disolvieron solos rápidamente.
Caídas análogas de filamentos que se funden han sido señaladas después
del paso de los platillos, tanto en Ongaonga (Nueva Zelanda), el 15 de abril
de 1953 (G.I., p. 84), en San Fernando (California), el 16 de noviembre de
1953 (Flying Saucers, pp. 82 y 83), donde se encuentran fotografías de esos
filamentos; en Bouffioulx (Bélgica), a mediados de mayo de 1953 (M.I., p.
202), en Grulhet (Tarn), el 13 de octubre de 1954 (M.II., p. 187). Siempre se
trata de lo mismo: los filamentos se deshacen sin que haya tiempo para
analizarlos.
En Prato (Italia), el 26 de octubre de 1954, la misma cosa (A.F.P., 27 de
octubre). Dos días después, el 28 de octubre, en Florencia, después de un
partido de fútbol que fue suspendido durante media hora, mientras millares de
espectadores miraban cómo evolucionaban a mucha altura, en el cielo, unos
puntos brillantes, una especie de «humo blanco» que se depositó en tierra bajo
la forma de una «sustancia fibrosa y resistente». Esta vez el profesor Canneri
pudo analizarla: esta sustancia estaba constituida por «boro, silicio, calcio y
magnesio» (P., p. 105). Desgraciadamente no tenemos ningún otro detalle.
Podemos agregar el caso del 14 de octubre de 1954. Después de haber
observado, al atardecer, una «bola naranja», que descendió hasta el suelo
irradiando, a doscientos metros a la redonda, una luz deslumbrante, alrededor
de más o menos diez minutos, un agricultor de Méral (Mayenne) pudo
acercarse hasta el punto de aterrizaje. «Vio una especie de vapor luminoso
que caía lentamente sobre el suelo». Cuando volvió a su casa, se dio cuenta
que sus ropas estaban cubiertas «de una materia blanca como parafina, que
pronto desapareció sin dejar huellas» (M.II., p. 298).
¿Qué reacciones físico-químicas pueden producirse alrededor de los
platillos volantes en el aire que nos rodea? Para poder explicarlo tendríamos
que conocer su modo de propulsión. Tendríamos que saber también qué
condiciones exteriores pueden lograr que estas manifestaciones sean
intermitentes. Tal vez podríamos hallar allí una nueva explicación de este
halo, que reduce las fotografías y las películas de los platillos a una
reproducción de forma luminosa.

7. HUELLAS SOBRE EL SUELO

Aparentemente los platillos suelen, a veces, posarse a ras de suelo. A veces


utilizan un soporte de tres o cuatro pies. A veces se quedan inmóviles a pocos
centímetros del suelo, y no siempre los testigos han podido fijar estos detalles
con precisión. Además, ciertos platillos se han posado, parece,
inmediatamente sobre el suelo sin dejar huellas; otros se han quedado
suspendidos a un metro o más en el aire, y han dejado huellas impresionantes.
Es evidente que la naturaleza del terreno, el punto mismo de aterrizaje es
muy importante en la producción o no producción de tales huellas.
En Prémanon, después del incidente Romand, los policías hallaron en el
lugar de aterrizaje «huellas evidentes y asombrosas… En una superficie
circular, de más o menos cuatro metros de diámetro, la hierba veíase doblada,
en el sentido opuesto a las agujas del reloj. No estaba aplastada, ni arrancada,
sino simplemente aplanada, como si hubiese sido petrificada por un
torbellino» (M.II., p. 147).
Además, en el interior de este círculo, se hallaron cuatro agujeros
dispuestos como un cuadrado y que marcaban «el hundimiento de los ángulos
triangulares de 10 centímetros de sección, inclinados en 45 grados hacia el
centro. Hacia el exterior la corteza de un poste estaba arrancada» (Id.).
Los policías hicieron estas comprobaciones dos días después del incidente.
Sin embargo, las huellas permanecen intactas, como el primer día, y son
impresionantes.
El caso Fourneret nos proporciona, por lo demás, datos aún más
sorprendentes.
Es la historia del 4 de octubre de 1954, que sucedió en Poncey sur l’Ignon.
El testigo no vio el aterrizaje completo. El platillo se balanceaba en el aire, al
lado de un ciruelo, sobre un prado. Allí la señora Fourneret lo divisó cuando
se aprestaba a cerrar las persianas, y huyó donde estaban sus vecinos.
Advertidos varios hombres sacan sus fusiles y corren al prado: «ya no
quedaba nada, dijo la señora Fourneret. Pero al examinar el suelo,
encontraron una huella recién hecha que demostraba que yo no soñaba».
(M.II., p. 225).
Esta huella es muy interesante. De un largo de 1,50 m., con un ancho de 50
cm. en un extremo, y de 70 cm. en otro, mostraban que el suelo había sido
«cómo aspirado».
Eran huellas muy frescas, pues se veían aún gusanos blancos agitarse entre
los terrones de la tierra removida.
Estas huellas no podían haber sido producidas por ningún instrumento
agrícola, pues ninguna raicilla había sido destrozada.
Después del incidente de Chaveuil, la señora Leboeuf y las otras personas
que se encontraban en su vecindad fueron a mirar el lugar de donde había
emprendido el vuelo el platillo. En una superficie circular de 3,50 m de
diámetro veíanse ramas de arbustos y de matorrales aplastados, mazorcas de
maíz y ramas de acacias estaban rotas». (M.II., p. 133).
Después del incidente Dewilde, no se hallaron huellas análogas pues el
aparato se posó sobre el balasto de la vía férrea. En cambio, sobre tres
durmientes de madera se descubrieron huellas muy nítidas. Había tres sobre el
durmiente del centro, y una sobre los dos durmientes de delante y de atrás.
Estas huellas eran simétricas, frescas y limpias. Cada una de ellas tenía una
superficie de cuatro centímetros cuadrados. Hacía mucho tiempo que no se
había procedido a hacer ninguna reparación en esta vía, y las huellas daban la
impresión de haber sido producidas por fortísima presión. Sólo dos años más
tarde, Aimé Michel se enteró de que, según los expertos en vías férreas, estas
marcas correspondían a una presión de treinta toneladas. (M.II., p. 69).
Es evidente que es muy difícil interpretar todas estas huellas. Lo
importante es que ellas aportan notables datos materiales que apoyan
incidentes tan extraordinarios como los incidentes Dewilde, Leboeuf,
Romand y Fourneret.
VII

ESTRUCTURA GEOMÉTRICA
DE LAS MANIFESTACIONES

L A existencia de testigos es un hecho objetivo, irrecusable como tal. El


orden de sucesión de estos testigos en el tiempo y su repartición
geográfica en el espacio son hechos objetivos, tan objetivos que es posible
informar sobre el emplazamiento de esos testigos, día a día, y sobre mapas
franceses.
Normalmente, cuando hay pocas manifestaciones de platillos sólo se
obtiene uno o dos puntos aislados que «parecen» inutilizables.
Pero para un período como el del otoño de 1954 se obtienen diez, veinte y
hasta treinta puntos por día.
Es exactamente lo que hizo Aimé Michel al precio de un enorme trabajo.
Se podía pensar que los puntos así establecidos sobre un mapa para un
mismo día sólo formarían un caos.
Ahora bien: todo lo contrario. Aimé Michel hizo este descubrimiento
sensacional:
En ciertos días los puntos se agrupan por series de tres, cuatro o más sobre
líneas rectas.
Ocurre también que esas líneas se cortan las unas con las otras.
Es lo que Aimé Michel llama ortotenia (cf., su obra Mysterieux objets
célestes, publicada por Editorial Pomaire bajo el título Los misteriosos
platillos volantes).
El 15 de octubre de 1954, por ejemplo, pudo contar ocho observaciones de
platillos. Una vez que las localizó en ocho puntos del mapa, observó que
cinco de esos puntos formaban una impecable línea recta que partía de
Southend, en la desembocadura del Támesis, pasando por Saint-Pierre Halte,
cerca de Calais, luego Aire-sur-la-Lys, luego Niffer y Kembs en el Alto Rin, y
terminaba en Po-di-Gnocca, cerca de la desembocadura del Po (M.II., p. 18,
304 y mapa núm. 12). En total, esta línea medía 1.100 kilómetros.
El mismo día, los otros puntos localizados sobre el mapa forman otras
líneas rectas que vienen a reunirse con la primera.
Aunque la jornada del 15 de octubre es única en su género, es evidente que
esta estructura geométrica sería un hecho extraordinario. Pero no está aislada.
Hallamos en la obra de Aimé Michel once mapas de Francia que presentan las
mismas estructuras geométricas rectilíneas para los 11 días siguientes:
24, 26, 27 y 29 de septiembre.
2, 3, 7, 11, 12, 14 y 15 de octubre.
Se ve ahora, para aquellos días en que el número de puntos de observación
es muy elevado (20 a 30 observaciones), que las líneas ortoténicas forman
auténticas redes con puntos de polarización principales y secundarios donde
se cortan de 6 a 8 alineaciones.
Sólo podemos resumir estas indicaciones. Para analizarla totalmente y ver
sobre qué documentación reposan, es necesario remitirse a la obra, ya citada,
de Aimé Michel.
La noción de ortotenia posee una significación revolucionaria. Descubrir
que las observaciones de platillos se encuentran, al menos en ciertos días,
situadas en series sobre líneas rectas, significa descubrir que los platillos se
manifiestan a lo largo de líneas rectas, lo cual nos da un test imprevisto pero
decisivo de su objetividad y la confirmación geométrica del valor objetivo de
los testimonios.
Aimé Michel no sólo ha descubierto líneas rectas aisladas unas con
respecto a otras. Esas líneas forman auténticas redes cuyas principales
alineaciones se cortan en puntos de polarización.
Este segundo aspecto permite decir que las apariciones de platillos
corresponden no sólo a líneas ortoténicas sino a redes ortoténicas.
Tenemos, pues, dos extractos de estructura y de determinismo.
El caso cede el paso a una representación geométrica.
Tal pirámide de descubrimientos es sin duda admirable.
¿Cuál es el alcance?
1) Constituye una auténtica revelación en el sentido científico de la
palabra, esto es, en el desarrollo de datos fríamente objetivos sobre la base del
análisis metódico de datos materiales controlables.
Aimé Michel no avanza nada que no haya sido apoyado sobre
documentación histórica bien precisa y sobre un trabajo cartográfico no
menos preciso. Sus conclusiones fluyen racionalmente.
Se puede sostener, a priori, que puede haber una equivocación. Hemos
hallado algunos errores de detalle. ¿Por qué sorprenderse de este hecho en un
trabajo tan difícil? Pero no creo que estos errores modifiquen el resultado
general.
Y sobre todo, cualquier investigador puede retomar los mismos elementos
de base, estudiarlos sobre los mismos procedimientos y rehacer el trabajo de
Aimé Michel para controlarlo. Pues se trata de un trabajo repetible y
controlable. Basta para realizarlo un estudio científico y científicamente
controlable.
2) Algunas líneas ortoténicas, de 3 o 4 puntos podrían, quizá, ser producto
del azar; pero es imposible que las redes de líneas ortoténicas tan numerosas,
tan apretadas, que engloban 5 o 6 puntos y se cortan mutuamente, sean
producto del azar. Su estructura geométrica sólo puede ser la proyección de
un hecho objetivo único, ordenado, que posee, primero, la misma estructura.
Hay, pues, una doble conclusión: los platillos volantes son un hecho objetivo
y no subjetivo, un cosmos y no un caos. Las flores oníricas que parecen llevar
al azar las aberraciones humanas, son sustituidas por Aimé Michel por una
red geométrica que no es más reductible al azar que nuestras redes
ferroviarias.
3) Los emplazamientos de los testigos son la prueba directa de la
objetividad y del rigor del fenómeno platillo.
No se trata de un engaño: es el resultado de hechos.
Se conserva la calidad del testigo como un simple hecho material, sin
juzgar su valor. Sirve sólo para señalar el lugar y la fecha de cada fenómeno
particular.
Si los emplazamientos de los testigos poseen una estructura geométrica
simple, sólo puede deberse a la siguiente razón: se encuentran sobre los ejes
del paso de un fenómeno exterior objetivo.
En este caso no es cada testigo el que aporta una prueba testimonial
ordinaria: es la red material de testigos la que aporta una prueba nacida
directamente de la existencia y del emplazamiento de esos testigos.
El propio testigo se constituye como prueba material del hecho que ha
observado. Sale de su aislamiento subjetivo y de su coexistencia puramente
humana con otros testigos para constituirse, con ellos, en elemento material
de una estructura geométrica que no pueden conocer.
Es la prueba de la objetividad básica de los testimonios; no sólo de los
casos irreductibles, sino de la gran masa de los testimonios, pues la ortotenia
los «recupera» casi a todos.
4) Esta prueba va más lejos aún. Autentifica los detalles más
característicos de las impresiones sufridas por los testigos.
Según las dos proposiciones de Aimé Michel, el punteo de las
observaciones hechas en Francia sobre los mapas señala:
—que el fenómeno señalado a las principales encrucijadas de líneas
ortoténicas es uniformemente el gran cigarro vertical; e, inversamente, que la
presencia de ese gran cigarro vertical detenido permite siempre prever la
localización de una gran encrucijada en ese punto;
—que la maniobra en hoja seca con cambios de dirección está siempre
señalada sobre una intersección de dos líneas ortoténicas; pero que, a la
inversa, no siempre es cierto: hay intersecciones donde no se ha señalado
ningún cambio de dirección (M.II., p. 357).
Pasamos ahora por un nuevo umbral. De la sequedad objetiva de los
esquemas geométricos sustitutos del aparente caos de los emplazamientos de
testigos, llegamos al descubrimiento de una correspondencia esencial entre
los datos más característicos de los testimonios y la estructura de esta
geometría.
Esto significa que los testigos no sólo han visto algo objetivo: han atrapado
los aspectos funcionales más sorprendentes.
¿Cuáles son los límites de la ortotenia?
Si el descubrimiento de la ortotenia aclara, por una parte, ciertas cosas, por
la otra plantea nuevos enigmas.
Las redes ortoténicas parecen constituirse y terminarse en 24 horas, más o
menos de medianoche a medianoche. ¿Por qué esas señales cronológicas? Lo
ignoramos.
Por otra parte, la relación entre la cronología y la ortotenia es
desconcertante. Una línea ortoténica no define el trayecto continuo de un
platillo, sino inmersiones discontinuas. Así, en la gran línea de observación de
1.100 kilómetros, que va de Southend a Po-di-Gnocca, aunque nos falta la
hora de observación de Southend, tenemos 3.40 h para Saint-Pierre-Halde, y
el anochecer para Acie-sur-la-Lys, que está muy próxima, mientras la
observación del Alto Rhin y la de la desembocadura del Po se sitúan durante
la siesta. Todo ocurre como sucedería a un observador que estuviera situado
en el fondo del mar y que comprobara ciertos golpes de sonda a horas
irregulares por un barco que fuera y viniera sobre una línea recta, en la
superficie. Por supuesto ignoramos a qué corresponde la sucesión de líneas
dentro de una red y también el mismo día y la sucesión de redes de un día a
otro. Lo más grave es que Aimé Michel sólo ha podido establecer la
existencia de esas líneas y redes durante once días discontinuos, en el gran
período de septiembre y octubre de 1954. Esto no es sólo la consecuencia de
una insuficiencia en la cantidad de los testimonios de ciertos días. El propio
Michel señala que hay anomalías, es decir, que a veces los puntos que no se
dejan localizar sobre líneas ortoténicas, son numerosos al término de dicho
período.
Estos datos desconocidos son muy importantes, aunque no impiden la
existencia de la ortotenia allí donde se la comprueba.
Como lo ha sostenido brillantemente Aimé Michel, la ortotenia aporta una
prueba: la existencia del fenómeno platillo. Resulta, pues, que la ortotenia no
está demostrada como una ley física, ni como un comportamiento
determinado.
Basta, sin embargo, con que la ortotenia haya sido establecida en una serie
de casos para fundar, sobre una realidad objetiva, la base de los
correspondientes testimonios.
Podemos extraer un argumento de verosimilitud general para la base del
conjunto de otros testimonios anteriores y posteriores.
Además es digno de destacar que, inspirados por el descubrimiento de
Aimé Michel, otros investigadores privados han realizado comprobaciones
análogas sobre los Estados Unidos. Ver el ejemplo citado por Aimé Michel en
un artículo publicado por Science et Vie, de febrero de 1958. Este ejemplo se
basa sobre un número muy pequeño de observaciones, pero en todo caso es
un test interesante y nos gustaría saber lo que ha sido descubierto más tarde.
Más aún: la Comisión Platillo, en Dayton, ha podido ponerse a punto,
después de años de la existencia de la ortotenia, y trazar el cuadro general de
esas manifestaciones. Por una parte, en efecto, aunque haya hecho ese
descubrimiento a solas sin revelarlo, no ha podido ignorar los trabajos de
Aimé Michel que fueron hecho públicos en 1958. Por otra parte, posee una
máquina electrónica y el más vasto y completo fichero sobre observaciones de
platillos volantes, y naturalmente con datos sobre los lugares, fechas y horas
de tales observaciones.
Podemos, pues, decir que en el estado actual, la Comisión Platillo en
Dayton, posee, con la ortotenia, la prueba irrefutable de la existencia física del
fenómeno platillo.
Ésta es, sin duda, una de las principales razones del carácter esencialmente
ambiguo de los comunicados oficiales de la Fuerza Aérea norteamericana.
Hemos visto que esos comunicados niegan el carácter peligroso de los
platillos y su origen «marciano», pero no el simple hecho de la existencia del
fenómeno.
La ortotenia prueba, en efecto, tal existencia, como brillantemente lo ha
demostrado Aimé Michel.
Si admitimos la existencia de esta base objetiva, queda por preguntarse el
valor que posee el contenido detallado de los testimonios. ¿Corresponden
realmente a la visión de máquinas sólidas, o bien son el producto de toda
clase de fantasmas subjetivos provocados por meteoros naturales o artificiales
de origen desconocido?
Es lo que vamos a examinar detalladamente.
VIII

LÍMITES HISTÓRICOS DEL PROBLEMA

E L 24 de junio de 1947, fecha del incidente de Kenneth Arnold, señala sin


ninguna duda la primera toma de conciencia del problema de los
platillos. Pero ¿desde cuándo empezaron a cruzar el cielo?
Antes de la entrada de los platillos en la Historia, ¿hubo Prehistoria de los
mismos?
Sería muy importante plantear esta pregunta, pues mientras más lejos nos
remontemos en el pasado nos será más evidente, por ejemplo, que los platillos
no pueden ser, de ninguna manera, armas secretas terrestres.
A medida que nos remontamos atrás, sólo hallamos indicios más raros y
más difíciles de interpretar.
A comienzos de 1947, en enero, abril y mayo, parece que el Pentágono
había ya recibido indicaciones análogas a las de Arnold (K.I., pp. 36 y 89).
En 1946, según Keyhoe, discos volantes fueron señalados sobre Grecia,
Turquía, Portugal y Marruecos, pero carecemos de la más mínima precisión.
En 1944-1945, los pilotos aliados habrían divisado «cazas fantasmas»,
discos y bolas «plateados» sobre Alemania y Japón, y existirían informes
oficiales clasificados bajo el rótulo de «ilusiones ópticas» (K.I., página 50, y
K.II., p. 35). Pero como nada sabemos, es imposible dar ninguna opinión.
En cambio, Aimé Michel nos da una observación muy interesante un año
atrás.
En abril de 1942 —cuenta—, en Ouallen, Adrad, el capitán Le Prieur fue
testigo de un hecho incomprensible.
Durante la mañana, Martin, observador meteorológico, señaló en primer
lugar «una especie de planeta que aparecía en un cielo sin nubes
verticalmente. El objeto era visible a simple vista y tenía el aspecto de un
pequeño punto blanco de color aluminio» (M.I., página 123).
El capitán Le Prieur y unos cuarenta testigos pudieron observar la cosa sin
ninguna dificultad, «pues la atmósfera era parcialmente clara». No sólo
hicieron esta observación a simple vista, sino mediante los prismáticos y el
teodolito, y durante ocho horas consecutivas.
La cosa «asemejábase a una pequeña luna o a una moneda de cinco
francos. Lanzaba pálidos reflejos de metal blanco y parecía suspendida a una
altura de cinco a seis mil metros».
Permanecía inmóvil o, con más exactitud, giraba lentamente alrededor de
un mismo punto. «Pudimos comprobar tres rotaciones en ocho horas.»
Al día siguiente los mismos testigos continuaron realizando las mismas
observaciones.
La idea de una máquina interplanetaria no cruzó por sus mentes. El capitán
y los otros testigos supusieron que se trataba de algún astro o de un nuevo
satélite captado por la atracción terrestre.
Sea lo que fuere, y cualquiera que sea el valor de semejante hipótesis, el
capitán Le Prieur advirtió a los expertos, esto es, a los astrónomos de Argelia.
La respuesta fue que había visto «la estrella Vega» (sic) (M.I., p. 123).
El señor Dubief, del Instituto de Meteorología y Física de Argelia, supuso,
por su parte, que tal vez había confundido esa cosa con el planeta Venus (en
ciertas ocasiones, tal planeta, muy brillante, es visible a pleno día).
Esta interpretación no cuadra en ningún caso con las precisas indicaciones
suministradas por el capitán Le Prieur sobre las evoluciones del objeto.
Puede, pues, sostenerse la hipótesis de que se trataba de un platillo volante.
Es entonces posible que las observaciones de platillos se remonten a cinco
años del incidente de Arnold. ¿Podemos retroceder aún más?
Para épocas anteriores, las obras sobre platillos volantes sólo nos presentan
un conjunto de extrañas observaciones, heterogéneas, mal establecidas y
frecuentemente mezcladas a toda clase de leyendas en las cuales, en un
mismo batiburrillo, se juntan los globos de fuego de Gregorio de Tours, el
disco de Plinio, los carros de Elías y de Ezequiel, la mitología hindú y hasta la
Atlántida, incluso el continente Mu.
Allí hay una excelente mina de estudios mitológicos, pero lo menos que
podemos decir es que nada preciso se puede sacar de esos relatos en este
momento y en ningún sentido.
Por ahora la única base de estudio que podemos retener es el conjunto
extraordinario de las obras de Charles Fort, El libro de los condenados, etc.,
en los cuales este autor ha coleccionado una enorme cantidad de fenómenos
celestes insólitos, sobre todo durante el período del siglo XIX y el del siglo XX
hasta 1932.
Los hechos que allí aparecen siguen siendo heterogéneos, pero es posible
sacar cierta cantidad notable de observaciones que se refieren al fenómeno de
los platillos volantes. No podemos ahora entrar en detalles, pero recordemos
sólo las siguientes indicaciones:
1) Las observaciones coleccionadas por Charles Fort parecen señalar que
las manifestaciones de platillos podrían remontarse al siglo XIX.
2) No poseen el carácter masivo con que se presentaron en los Estados
Unidos y en Francia en 1954.
3) No tienen el carácter de extraordinaria proximidad con que se
manifestaron en las observaciones de aterrizajes. Salvo un solo caso, por lo
demás ambiguo, el incidente Lithbridge en 1909, nada hallamos que
corresponda a la cantidad y a la extrañeza increíbles de las manifestaciones de
aterrizajes y de pequeños escafandristas que se producen después del
incidente Kenneth Arnold.
En resumen: el fenómeno de platillos volantes es sin duda anterior a 1947
y se intensifica claramente a partir de ese año.
IX

PROGRESO EN LAS MANIFESTACIONES

E S un hecho que desde el incidente Kenneth Arnold, en los Estados


Unidos, la prensa ha señalado, poco a poco, observaciones de platillos en
todas las regiones del mundo.
Sería muy interesante poseer un cuadro completo de observaciones hechas
a lo largo del planeta, señalando fechas y lugares para establecer las curvas de
progresión y la estructura planetaria del fenómeno*.
Progreso en el avance geográfico.
Parece que, a partir de 1947, el fenómeno se elevó por capas que sólo
podemos esbozar según el estado actual de las informaciones.
Sólo sus datos más importantes:
Primero: El fenómeno se desencadena en los Estados Unidos y en Francia.
Las manifestaciones de platillos en los Estados Unidos comienzan el 24 de
junio de 1947.
Las observaciones francesas sólo parecen datar del día 8 de abril de 1950:
las de Tarbes y Ger (G.I., p. 28).
Segundo: No menos importante, sobre todo en el plano sociológico, es el
doble desplazamiento hacia Europa oriental.
Sólo a fines de octubre de 1954 (hacia el 26 y el 27) los periódicos checos
y yugoslavos señalan por primera vez observaciones de platillos. Esta
coincidencia es muy notable si tenemos en cuenta la distancia entre los dos
países y la oposición de sus políticas (cf. F.S. y P.P., 27 de octubre de 1954).
En fin: mientras en 1953, en Moscú, el astrónomo Boris Koukarkine
califica a los platillos de «pura sicosis belicista» (G.I., p. 192), en febrero de
1955 un cable que proviene de la Unión Soviética anuncia por vez primera:
«Recientemente, en Moscú, varias personas que se encontraban en lugares
diferentes han visto en el cielo, a gran altura, un objeto en forma de cigarro
que desapareció después de permanecer un momento inmóvil.» (Guieu, en
Galaxie, agosto de 1956, comp. F.S., 15-2-55). Agreguemos que después de
este hecho se han realizado notables avances. El comportamiento de los
platillos que se mueven con virajes y balanceo en «hoja seca» fue descrito con
gran precisión en el número de Ogoniok, de marzo de 1958 (M.II., p. 336).
Parece, pues, que hay evidencias muy nítidas que marcan los
desplazamientos atmosféricos producidos por el fenómeno. Sería
indispensable proseguir la investigación hasta el final.
Desde el punto de vista cuantitativo, recordemos que el año máximo se
sitúa en 1952 para los Estados Unidos con 1.600 informes, más o menos, y en
1954 para Francia con 500 ó 600 observaciones más o menos.
Progreso en las aproximaciones.
Mientras las observaciones señaladas en los Estados Unidos, en el gran
período de 1952 sólo se refieren a casos de vuelo, las observaciones
francesas, durante el máximo de septiembre y octubre de 1954, señalan una
enorme proporción de un fenómeno hasta ahora rarísimo, los aterrizajes: 95
casos de aterrizajes contra 403 casos de vuelos.
Este nuevo fenómeno está aún reforzado por la aparición de pequeños
pilotos que salen de sus máquinas o se encuentran cerca de ellas. Dejando a
un lado los casos que calificamos como dudosos, tenemos a lo menos 29
observaciones de pequeños pilotos.
El hecho insólito de los aterrizajes y de los pequeños pilotos da esta vez un
aspecto más sorprendente a las observaciones francesas.
Cierto es que se ha hablado de aterrizajes y de pequeños pilotos en los
Estados Unidos y en Méjico, como se desprende de los libros de Scully, pero
sus declaraciones carecen de justificaciones testimoniales. El único testigo
preciso es el del aterrizaje de un platillo miniatura frente al joven Lightfood
en Amarillo, Tejas, el 9 de abril de 1950 (S., p. 200). Es el único de los casos
de aterrizajes propiamente tales que hemos encontrado en los Estados
Unidos*. Podemos comparar los incidentes Desvergers (el 19 de agosto de
1952 en Florida, K.II., p. 102, y R., pp. 217-230) y Squires (el 27 de agosto de
1952 en Pennsylvania, K.II., p. 104). En estos dos casos el platillo está
inmóvil más o menos a tres metros del suelo y muy cerca del testigo.
Los aterrizajes masivos del otoño de 1954 en Francia representan, pues,
una novedad totalmente extraordinaria.
A esta innovación fundamental se agrega la observación:
—de pequeños buzos,
—de efectos de parálisis sobre el cuerpo humano y sobre las máquinas,
—de maniobras detalladas de cigarros y de platillos.
Podemos, pues, decir que hay una extraordinaria progresión total,
geográfica, cuantitativa y cualitativa, en las aproximaciones del fenómeno
platillo sobre el territorio francés.
¿A qué se debe esta progresión?
Parece normal que los pilotos de platillos se hayan acercado cada vez más
a la Tierra e incluso a grandes centros urbanos y a los terrestres para
observarlos mejor.
Pero ¿por qué Francia fue favorecida? Como en Francia no existía orden
oficial para «cazarlos», ésta podría ser una de las causas.
Podemos admitir, en fin, que, lejos de llegar a un baratillo de absurdos
fantasmas, el conjunto de los testimonios sobre los platillos volantes nos da
un cuadro coherente y sólido.
A pesar de todos los esfuerzos, el Pentágono no ha podido suprimir el
problema. Los testimonios de aviadores y sabios norteamericanos, del hombre
de la calle en Francia o en otros lugares, la realidad de ciertos efectos físicos
producidos por los platillos, el descubrimiento de la ortotenia por Aimé
Michel, todo nos confirma la realidad del fenómeno platillo. Podemos pensar
que ese fenómeno está muy bien descrito y que los platillos son, sin duda,
máquinas reales que provienen de una base desconocida.
Sin embargo, seguimos insatisfechos.
En cualquier otro asunto nos dejaríamos convencer. ¿Por qué rehusarse en
el caso presente?
Según nuestra opinión, hay una doble razón que explica esta resistencia.
La primera es que el fenómeno platillo ha suscitado de inmediato la
hipótesis de su origen marciano. Esto bastaría para que el fenómeno mismo
parezca fantástico y para que pierda su sangre fría en provecho del
entusiasmo o del escarnio.
Los marcianos existen o no existen. Este problema no tiene nada de
fantástico, y lo único que importa es saber si los platillos son o no son
máquinas reales y si provienen o no de nuestro planeta. Éste es el problema
que examinaremos en la última parte de este libro.
La segunda razón, la única realmente perturbadora, es que, frente al
conjunto de testimonios que parecen demostrar la existencia real de los
platillos e incluso de su cualidad de máquina, se ha recogido un cúmulo de
testimonios que se desvían del problema. Dicho en términos generales, en
nuestra época se tiende a descartar el testimonio humano. En el caso del
fenómeno platillo podemos comprobar esta extraña situación: por un lado,
una primera serie de testimonios que parecen coherentes y sólidos; pero, por
otro lado, abundantes testimonios tan absurdos que parecen confirmar que se
trata de alucinaciones o de delirios y que han sido desmentidos por los
hechos.
¿Cómo conciliar la existencia de estas dos masas concurrentes e
incompatibles? ¿Es que el alud de malos testimonios no basta para
contrabalancear y destrozar la masa de testimonios aparentemente serios?
Es lo que vamos a examinar inmediatamente en la segunda parte de este
libro.
SEGUNDA PARTE

VALOR DE LOS TESTIMONIOS


Hasta ahora hemos estudiado el conjunto de testimonios ordinarios como
fenómeno sociológico.
Hemos podido comprobar que, lejos de presentarse como un caos, esos
testimonios forman un conjunto general coherente.
Es una seria presunción para el apoyo de su valor objetivo.
Conviene, sin embargo, ahora criticarlos.
El conjunto de estos testimonios se puede reducir a interpretaciones
subjetivas —mixtificaciones, alucinaciones, delirios o ilusiones de todo tipo
—, o bien corresponde a realidades objetivas: fenómenos físicos o máquinas
mecánicas. Esto es lo que intentaremos esclarecer.
En este estudio crítico, y a título comparativo, presentaremos los
testimonios que más se apartan del problema, los casos de mixtificaciones
comprobadas e incluso los casos de errores más groseros, precisamente para
proceder a una confrontación general de datos humanos sobre el problema.
I

ILUSIONES MATERIALES

M OSTRAREMOS ahora todo género de ilusiones de base material, sea que


provengan del azar o de una mixtificación que opera con la ayuda de
objetos, pues desde el punto de vista del testigo no hay ninguna diferencia. Ha
visto sin duda algo insólito, pero eso que ha visto no era sino realidad
ordinaria disfrazada por un error de percepción espontáneo y provocado. El
mecanismo básico de la desestimación es, pues, idéntico.
Al revés: los tipos de errores y su gravedad difieren profundamente según
se trate de objetos en vuelo o de objetos en el suelo a los cuáles se toma por
platillos, o de objetos que son tomados por pequeños pilotos. Estudiaremos,
pues, estas tres categorías separadamente.

1. OBJETOS VOLANTES

Ruppelt y la Comisión Platillo han señalado ya un número importante de


errores que se refieren a objetos volantes, o situados en el espacio, a los
cuales se tomó por platillos: globos, aviones, meteoros, efectos ópticos e
incluso el planeta Venus, etc.
En esos casos la confusión es relativamente simple y excusable.
En Francia, por ejemplo, sólo se han podido comprobar errores muy
simples, tomando en cuenta la ausencia de caza aérea. Son confusiones
corrientes con un globo en el Eura-et-Loir (A.F.P., 13 de octubre de 1954) y
en Isère (A.F.P., 22 de octubre de 1954) con un helicóptero en el Loiret (F.S.,
6 de noviembre de 1954) y con un cometa en el Nord (G.I., página 150).
En esta serie volveremos a encontrar sin duda mixtificaciones. ¡Qué fácil
era caer en la tentación inocente de soltar pequeños globos para dejar con la
boca abierta a los pueblos!
Un habitante de Beuvry-lès-Bethune, cerca de Lille, fabricó
intencionadamente pequeños globos. Uno de ellos incendió un almiar y se
descubrió de qué se trataba. Según él, habría fabricado mil de esas pequeñas
máquinas (A.F.P., 5 de octubre, P.P., 8 de octubre, Figaro, 6 de octubre). Si
tomamos en cuenta el tiempo y el gasto en que incurrió —mil parece un
número muy elevado—, se deberían haber hecho miles de observaciones de
falsos platillos volantes. Ahora bien, nada de eso ocurrió. El número de
observaciones en los departamentos vecinos se reduce a algunas docenas.
Desde el punto de vista de la broma, el resultado es irrisorio. Desde el punto
de vista sociológico, una contribución importante que prueba que los
habitantes no son tan crédulos.
Podemos mencionar sólo otras dos pequeñas mixtificaciones: un «platillo»
de pacotilla, hecho con globos infantiles y linternas de bolsillo que fue
encontrado por marineros cerca de Brest (F.S., 7 y 8 de noviembre de 1954), y
otro cerca de Langres (P.P., 14 de octubre).

2. OBJETOS EN EL SUELO

Aquí también hallamos mixtificadores en plena labor.


Cosa curiosa: los únicos casos que conocemos en esta serie emplean el
mismo procedimiento y se encuentran situados casi en la misma fecha, en dos
departamentos bastante alejados uno de otro.
Estos casos se produjeron uno en Momy, Bajos Pirineos (A.F.P., 20 de
octubre de 1954; P.P., 22 de octubre de 1954) y el otro en Limeyrat, Dordogne
(F.S., 21 de octubre de 1954). En esos dos casos los mixtificadores utilizaron
calabazas huecas provistas de velas que ardían en el interior.
Según el cable de la A.F.P., los habitantes de Momy, al enterarse de que un
platillo volante se había estrellado en un campo, cogieron fusiles, piquetas y
horquillas, pero al llegar al lugar sólo hallaron esa «inofensiva cucurbitácea».
En un tercer caso, que ocurrió en Anzin (Nord), la confusión parece
espontánea. Es sorprendente, pues se trata esta vez de objetos situados en el
suelo a los cuales se confundió con platillos que van a emprender el vuelo. El
21 de octubre de 1954, hacia las diez de la noche (A.F.P., 22 de octubre de
1954, y P.P., 24-25 de octubre de 1954), en la calle Anatole France, algunos
peatones creyeron ver en el cielo puntos luminosos que «ejecutaban una
danza infernal». Creyeron que se trataba de platillos volantes. Se puso en
alerta a los bomberos. Uno de esos bomberos, se dice, prohibió á los
automovilistas que circularan con los focos encendidos «con objeto de no
servir de punto de referencia a los marcianos». Los que por allí pasaban y se
vieron obligados a detenerse creyeron, se asegura, en un «desembarco» de los
tales platillos.
«Diez minutos más tarde —según el mismo cable— se descubrió que se
trataba de reflejos luminosos sobre aisladores de cristal colocados en lo alto
de un poste que portaba una línea de alta tensión.»
Podemos comparar este error con el que se cometió en Chalandray
(Vienne) cuando un automovilista confundió una luz de faro con un platillo y
arrojó su camión contra un árbol (Journal du Dimanche, 24 de octubre de
1954).
Vemos, pues, que son más graves, aunque menos numerosos, que los que
se refieren a objetos volantes. Los comentaremos a continuación.

3. MARCIANOS DE PEGA

Los errores cometidos en esta serie son los más inquietantes. Plantean
profundamente el problema del valor de los testimonios humanos, y debemos
examinarlos también de manera minuciosa, tan minuciosa como nos sea
posible.
La primera confusión de este género parece haberse producido en los
Estados Unidos.
El 7 de julio de 1953, hacia la medianoche, Edward Waters, peluquero de
veintiocho años, y sus dos amigos Arnold Payne y Thomas Wilson viajaban
en coche y vieron, a la luz de sus focos, tres pequeños seres que parecían
saltar hacia un platillo volante posado a la orilla de la carretera.
«Edward Waters empuñó su carabina y tiró. Una de esas pequeñas
criaturas cayó para no levantarse, mientras las dos restantes se introducían en
el platillo, que de inmediato emprendió el vuelo y desapareció. Al regresar a
casa, Edward Waters sumergió al «marciano» —un ser pequeño de piel
rosácea y facciones prognatas— en una cubeta de cristal y a la mañana
siguiente lo expuso en el escaparate de su peluquería» (G.I., p. 150)*.
El marciano en cuestión no era sino un mono escapado de la casa de un
comerciante en animales exóticos.
En Sincey (Aisne), la confusión fue más grave, pues terminó con un
disparo de fusil sobre un vecino (Journal du Dimanche del 17 de octubre de
1954). El autor de este disparo, M. F., declaró: «Creí, al ver cómo una silueta
se movía a la luz de los focos, encontrarme en presencia de un marciano
mientras se aprestaba a reparar un platillo volante. Fui a buscar mi fusil y
disparé.» El marciano no era otro que don Maurice R., que se hallaba
reparando un vulgar automóvil en un prado vecino a su casa. Por fortuna, las
balas del fusil de caza de M. E. se aplastaron contra el coche.
La misma confusión se produjo en Train-l’Ermitage, Drôme (A.F.P., 4 de
noviembre de 1954), En la oscuridad, un viñatero divisó una silueta que le
pareció «fuera de lo común». «Es un marciano», se dijo, y provisto de un
bastón aporreó varias veces al pretendido marciano, que se llamaba M. N., y
fue necesario llamar a un médico porque le desgarró una oreja.
En el caso Walscheid, Moselle (F.S., 20 de octubre de 1954), nos
encontramos con un nuevo caso de expedición. Puestos en alerta por niños
que pretendían haber visto un «comando de marcianos», los habitantes del
pueblo se agruparon. «En la noche, bajo la débil luz de las bombillas
municipales, se dibujaba la silueta de extraños seres sobre una terraza.»
Luego se produce una descripción entre heroica y cómica de las mujeres de
la comarca, las cuales van a refugiarse a la iglesia; los hombres se arman de
fusiles de caza, y con el dedo en el gatillo, formando dos columnas, se
preparan para atacar. Por suerte, no olvidaron hacer previamente los trámites
legales.
Entonces el propietario, el cual debería por lo menos sentirse agarrotado y
amordazado, sacó la cabeza por la ventana y, soñoliento, preguntó qué
ocurría. Ante el estupor general, que pronto se transformó en carcajada
general, dijo que, para preservarlos de la helada, había cubierto los
crisantemos de su terraza. La imaginación de los niños hizo el resto.
En Binic (Côtes-du-Nord) (A.F.P., 22 de octubre de 1954), «un peatón
declaró haber visto, en la calle Wilson, un hombre pequeño con el cuerpo
cubierto de vello. Algunos habitantes se dirigieron a su encuentro. De pie
sobre la acera, el hombre parecía aguardarles. Todos se precipitaron sobre
él…, para descubrir, finalmente, que se trataba de un balón de gas».
Por supuesto, no faltan farsantes que han agregado al cuadro algunos tests
sobre el falso marciano:
En Creil (Oise) (F.S., 29 de octubre de 1954), un ferroviario se fabricó una
máscara con un viejo bidón y diversos accesorios, especialmente una
bombilla eléctrica pintada de verde. Una noche, después de su trabajo,
apareció súbitamente en un rincón de la estación y los ferroviarios le vieron.
Les asustó entonces, encendiendo su falso rayo verde, y se abalanzó sobre
ellos ladrando. Mientras huían aprovechó para desaparecer, quitarse el disfraz
y gozar luego con los efectos de su broma.
En Tradato, Italia (A.F.P., 10 de noviembre de 1954), dos muchachitos
disfrazados de marcianos y provistos de una pantalla plateada que agitaban en
la noche produjeron tal efecto en un periodista local, que éste ya había
redactado una crónica «sensacional», de la cual, por desgracia, ignoramos los
detalles, antes de que la mixtificación hubiera sido descubierta.
Pero el récord de la mixtificación pertenece, probablemente, a dos
periodistas del Samedi-Soir (número del 21 al 27 de octubre de 1954).
Partieron en coche desde París y se dirigieron al Mediodía, región de Cahors,
Montauban y Toulouse. Llevaban cosas tales como vestidos de buzos, luces
de bengala y diversos productos pirotécnicos para jugar a los marcianos.
Contaban con la total inanidad de los testimonios sobre platillos volantes y
especialmente con los dos testimonios que datan del 13 de octubre de 1954, y
se refieren, el uno, a M. Ott, en Toulouse, y el otro a M. Carcenac, en
Graulhet, Tarn. La misma conclusión a propósito del señor Mitto (incidente
del 9 de octubre, Tarn), pero sin nombrarlo.
Esta broma nos habría podido aportar un conjunto muy rico de tests
sicológicos sobre los testimonios humanos a propósito de platillos. Pero el
itinerario seguido sólo fue conocido parcialmente, y los reporteros no dieron
ningún detalle. No se aportó ninguna prueba del paso efectivo de esos
reporteros por las localidades en cuestión, y uno se pregunta si todo el
reportaje fue inventado. Hay, es cierto, fotos de testigos cuya buena fe fue
sorprendida, y es difícil que hayan sido inventadas. Podemos admitir que tales
reporteros hicieron una gira de mixtificaciones, pero no sabemos cuál fue su
extensión, cuáles las horas, cuáles los puntos precisos.
Parece que, luego de haber seguido la ruta de Brive, Cahors, Montauban y
Toulouse, jugaron al aterrizaje, esto es, a detener su coche, disfrazarse y
lanzar de vez en cuando cohetes «interplanetarios» en los siguientes lugares:
Pouzergues (al sur de Cahors), Varreye (sobre la carretera de Montpezat de
Quercy), Montalzet (sobre la nacional 20), Saint-Gombiez (entre Fronton y
Bouloc, sobre la departamental 4), y desde allí, o desde los alrededores, se
dirigieron a Graulhet y luego regresaron hasta la entrada de Toulouse, hacia el
aeropuerto de Blagnac.
Por supuesto, todo testimonio que se sitúe sobre tal itinerario, y en aquel
momento, es sospechoso.
Pero ¿cuáles son los precisos momentos en que coinciden testimonios y
mixtificaciones? Ésta es la dificultad.
El incidente O. y P., en el cual más pueden estar implicados los dos
compadres del Samedi-Soir, parece datar, sin duda, del 13 de octubre, hacia
las 19,35. Fue objeto de dos informaciones de la A.F.P., fechadas el 13 y el 14
de octubre. En esa fecha la puesta de sol tiene lugar a las 17,05, y los
reporteros declararon que a su paso por los arrabales de Toulouse el sol debía
haberse puesto hacía una hora. Como este género de aproximación es
aproximativo, la coincidencia entre los dos sucesos parece muy posible.
En aquel momento los seudo marcianos han detenido su coche. Uno de
ellos, al menos, desciende con la escafandra puesta, da un breve paseo cerca
del vehículo y luego parte después de haber dejado dos o tres cohetes.
Ahora bien: según los testigos, una máquina esférica, rojiza, se posó no
lejos de ellos, en un terreno vacío. Vieron entonces «un buzo de pequeña talla,
cuya cabeza era muy grande en relación al cuerpo, ojos inmensos… y una
escafandra que brillaba “como el cristal”» (A.F.P. del 13 de octubre).
«Después de un tiempo muy breve, cerca de un minuto, el de la escafandra
alcanzó la esfera luminosa, que voló verticalmente sin producir ruido, y
desapareció en el cielo a prodigiosa velocidad dejando una estela de fuego
(Id.).»
La información del 14 agrega: «El misterioso individuo (el buzo) medía
1,20 metros, su cabeza sobrepasaba la máquina y, en consecuencia, debía
curvarse para penetrar en ella.»
Por otra parte, el platillo «arrojaba a su alrededor un ligero vapor».
Uno de los testigos quiso aproximarse, pero fue «detenido, a una veintena
de metros, por una fuerza paralizante», y agrega que «cuando la máquina se
elevó en el cielo fue lanzado violentamente a tierra».
El otro testimonio del cual se duda es el del señor Carcenac, cerca de
Graulhet, Tarn. Este incidente data del 13 de octubre, pero hacia las 16,30.
Ahora bien: los reporteros circularon por allí, dicen ellos, y dejaron algunos
cohetes. Por otra parte, se ha hecho notar hasta qué punto los detalles dados
por el testigo hacen pensar en fuegos artificiales, tal ese «disco flexible y
suave» que ondula y dispersa, en todos sentidos, filamentos que caen a tierra,
mientras un pequeño «disco» brillante continúa, o parece continuar, su
trayectoria. El señor Carcenac estaba lejos, pues lo observó con los
prismáticos.
En la misma región, en Briatexte, veamos también el efecto de la misma
serie de mixtificaciones cuando el señor Mitto asegura haber visto, hacia las
20,30, dos pequeños pilotos que atravesaban la carretera frente a su coche, y
luego un gran disco rojizo que desaparecía en el cielo. Pero si este incidente
está efectivamente fechado el 9 de octubre (M.II., p. 264), parece,
relativamente muy anterior, pues es poco verosímil que los mixtificadores
hayan efectuado dos incursiones en el Tarn, permaneciendo cinco días en la
región.
Estaríamos tentados de quedarnos con el incidente del platillo y de los tres
pilotos, incidente que señala el testigo Stramare, pues tal testimonio se sitúa
en la encrucijada de las carreteras Fronton-Boulon y los reporteros debieron
tomar una de esas carreteras, pero no sabemos de qué encrucijada se trata. Por
otra parte, este incidente parece datar del 11, y en este caso se le habría
atribuido una duración algo más larga que la peregrinación de los reporteros.
Hay, por otra parte, otro testimonio en la misma región, el del señor Marty,
en Léguevin, pero sólo data del 12, y los reporteros no parece que dejaran oír
sus explosiones en ese sector situado al oeste de Toulouse.
La presencia de mixtificadores no excluye, por otra parte, la aparición de
auténticos platillos. No hay ninguna incompatibilidad entre estos dos géneros
de fenómenos.
Queda aún el testimonio Vidal y Hurle, el 12 también, y en las
inmediaciones de Toulouse, pero el relato de los reporteros no habla de
chistes tolosianos a semejante hora, y el testimonio es muy vago.
En cuanto al incidente señalado por el señor Ramond, data del 14 y se sitúa
en Vielmur-du-Tarn, y no en Villemur, en los alrededores de Fronton. No
parece, pues, tener ninguna relación con ese conjunto local de
mixtificaciones.
De más está decir que la personalidad de todos esos testigos jamás ha sido
puesta en duda. Los errores que han podido cometer, nadie puede
vanagloriarse de haberlos evitado si allí hubiera estado. Por esta razón el
problema es muy serio y merece un examen detallado, pues se trata del
problema, en general, del valor del testimonio humano.
II

INVESTIGACIONES SOBRE LA NATURALEZA DE


LOS ENGAÑOS DE LOS TESTIGOS

¿C UÁL es el valor del testimonio humano?

Los errores cometidos por los pilotos norteamericanos que confundieron


globos y aviones con platillos son bastante fastidiosos, pero la lejanía nos
explica tal género de confusión. Es relativamente menos grave, y es posible
que si tales pilotos se hubiesen encontrado más cerca del objeto no habrían
cometido tal error.
Lo que se plantea, al contrario, es un problema aún más grave: esa decena
de incidentes, a propósito de los cuales hemos visto cómo ciertos testigos
toman por platillos o marcianos una serie grotesca compuesta de calabazas,
aisladores de cristal, un mono, crisantemos cubiertos, un balón de gas y
vulgares quídams disfrazados o no.
Estas confusiones parecen tan monstruosas que uno se siente tentado a
atribuírselas a la alucinación o al delirio.
Pero si la alucinación y el delirio poseen tal poder, incluso sobre gente
muy razonable, ¿qué nos garantiza entonces el valor de otros testimonios
hasta ahora no desmentidos sobre aterrizajes de platillos pilotados? ¿No
provienen también de la alucinación y el delirio?
Debemos, pues, proceder al análisis comparado de unos y otros testigos, a
la luz de la sicopatología.

1. ¿SE TRATA DE ALUCINACIONES?

«Percepción sin objeto», tal es la definición clásica de alucinación.


Explicar las apariciones de platillos a través de la alucinación es, entonces,
la más tentadora de las soluciones.
La interpretación se parece mucho al escamoteo. No es una explicación,
sino una simple declaración de la imposibilidad de explicación, so pretexto
de una designación verbal. Mejor informado, el zorro de la fábula no habría
declarado que las uvas estaban demasiado verdes; habría dicho que eran uvas
«alucinantes».
Si nos sumergimos en el vasto océano de la literatura consagrada a la
alucinación, comprobamos que ésta constituye uno de los problemas más
oscuros y más contradictorios de la sicopatología.
En ese famoso arsenal ¿encontraremos un principio de prueba a favor de la
hipótesis según la cual los testimonios sobre los platillos sólo se deben a
alucinación?
Tentados estamos de creer en ella.
En su importante tesis, Quercy declara que la alucinación es una «imagen-
relámpago», brevísima, instantánea, evanescente (La alucinación, t. II, p.
346).
¿No es, justamente, el caso de las apariciones de platillos? Pero ya hemos
visto que numerosas apariciones de platillos en vuelo o durante el aterrizaje
duraban medio minuto, lo cual no es precisamente la velocidad de lo
instantáneo; y si usted, querido lector, no percibe la diferencia, pregunte a un
fotógrafo, que se la explicará. Ciertas manifestaciones han durado, por otra
parte, mucho más: media hora, por ejemplo, en Saint-Prouant. Se podría
objetar entonces la larga duración de la célebre alucinación sobre la cual
informa Taine (De la inteligencia, t. I, nota 2) y otros ejemplos citados en el
Vocabulario filosófico de Lalande, v. Alucinación. Pero estos viejos ejemplos
sólo son confidencias individuales no controladas y envueltas por un
sentimiento de irrealidad subjetiva que nada tiene en común con el carácter
colectivo y objetivista de los testimonios sobre platillos. No podemos, pues,
sacar ningún argumento en este sentido.
Quercy subraya otro aspecto de la inestabilidad de la alucinación: el de su
contenido. «El soñador, y sobre todo el alucinado —escribe—, están
familiarizados con las gesticulaciones, muecas, giros de ojos, volteretas,
súbitas transformaciones, galopes, huidas, ascensiones y caídas de objetos de
los seres que figuran en sus visiones y de sus rostros. (Loc. cit., p. 46).
Esta vez, a primera vista, el paralelismo es interesante.
No hay que olvidar, sin embargo, que todas las palabras empleadas por
Quercy se hallan en el vocabulario de la vida corriente más normal. Sólo
pueden servirnos aquí en la medida en que ellas evocan una suite acelerada de
metamorfosis fantásticas, incompatibles con las leyes de lo real. En nuestra
minuciosa revista de las apariciones de platillos no hemos hallado nada
semejante. Los platillos pueden cambiar de aspecto durante el vuelo, pero
como máquinas que evolucionan, no como fantasmas. Pueden pasar del
estado oscuro al estado luminoso, pero cualquier foco de auto puede hacer
otro tanto. Cambian a veces de color, cosa que nos intriga, pero los
marcianos, si de marcianos se trata, ¿no se sentirían intrigados por los
cambios de colores de nuestros avisos luminosos? Hay, en todo esto, cambios
razonables, no metamorfosis, en el sentido onírico y alucinatorio. En cuanto a
los ascensos y descensos, sería risible hacer un test de alucinación, pues si lo
hiciéramos condenaríamos a toda la aviación. En lo que se refiere a los
pequeños pilotos, ni han puesto los ojos en blanco ni han hecho muecas, ni
han dado zapatetas en el aire. No hay en ellos nada común con duendes ni
trasgos. Parecen extraños, pero a cada encuentro cambian menos que los
actores; es más: no cambian en absoluto.
Pero ¿podemos aplicar la noción de alucinación a testigos calificados como
perfectamente normales? Es algo más que dudoso. Quercy considera muy
importante el papel de la alucinación normal en la percepción normal. De esta
manera se refiere a la ilusión del corrector de pruebas. Pero esta
interpretación, muy extensiva, parece también muy criticable. En este caso, en
efecto, la pretendida alucinación no es autónoma, no se refiere a un objeto,
sino a un fragmento de percepción. Las obras sobre alucinación, incluso las
de Quercy, hablan, con sobreabundancia, de alucinaciones en el caso de las
amputaciones, de los histéricos, místicos, delirantes de todo tipo, de los
intoxicados por las drogas; todos los casos son excepcionales y normales,
cada uno a su manera. El problema de las comparaciones entre las
alucinaciones en la vida normal y anormal parece encontrarse aún en la
prehistoria.
El colmo es que se impugna la noción de alucinación. La idea de una
percepción sin objeto, por tradicional que ella sea, no tiene valor científico
objetivo universalmente reconocido. Pierre Janet la rechaza (cf. Dumas, Lo
sobrenatural y los dioses según las enfermedades mentales, p. 43), y el Dr.
Eug.-Bernard Leroy, en su famoso estudio sobre Las visiones duermevela (p.
77) señala otras que evidentemente se le oponen desde cualquier punto de
vista.
¿Qué se pensará mañana de todo esto? Sería imprudente contestar a esta
pregunta.
En todo caso, nada permite probar, en el estado actual de la cosas, que las
apariciones de platillos provienen de la alucinación. Pero pasemos sobre esta
duda. Admitamos que incluso hay percepciones sin objeto. ¿Qué argumento
podríamos esgrimir contra nuestros testigos?
Ninguno. Pues la noción de alucinación no puede aplicarse con exactitud a
los errores más «escandalosos» que han sido probados y archivados: las
calabazas, el balón de gas, las macetas de crisantemos, etc. Esos objetos, mal
percibidos, fueron monstruosamente tergiversados, todo lo que se quiera,
pero se trata de objetos reales, hállanse allí, fueron reconocidos una vez que
la ilusión se disipó; esta ilusión no proviene, pues, de alucinaciones. Ha sido
demostrado formalmente.
¿Podemos, entonces, rechazar la sospecha de alucinación sobre el conjunto
de apariciones de platillos y de pequeños pilotos que no fueron desmentidas?
Pero esta hipótesis no se apoya en ningún hecho. Se trata de una pura
suposición. En ninguna parte hemos hallado un testigo que haya pretendido
ver nítidamente, a corta distancia, un platillo con su correspondiente piloto; y
los otros testigos, colocados en el mismo lugar y en el mismo instante, hayan
podido contradecir categóricamente a este testigo afirmando que allí donde
se pretendía haber visto un platillo y un piloto no había nada, nada de eso,
absolutamente nada, de tal manera que el siquiatra pudiera concluir con toda
tranquilidad «percepción sin objeto».
Observemos que, según claras indicaciones de especialistas, la
identificación de la alucinación con una percepción sin objeto no es tan
simple como parece en su formulación abstracta. En muchos casos, el
enfermo comprende que experimenta un fenómeno anormal y no cree en la
realidad de la falsa percepción (Guiraud, Siquiatría clínica, p. 191). Lo
mismo dice Dumas (Sobrenatural, pp. 43-45. comp. la cita en el Vocabulario
de Lalande, v. Alucinación). Así, según Janet, la convicción de los alucinados
frente a sus alucinaciones no proviene de la incertidumbre, sino de la
«creencia» (cf. la cita dada por Dumas en Sobrenatural, p. 43). Hasta Quercy,
por opuesto que sea a Janet, habla de la «fe» de los alucinados: es, justamente,
el título del primer capítulo de su tesis.
Este género de comprobaciones va tan lejos, que en la célebre alucinación
de Taine, por «perfecta» que sea esta alucinación en apariencia, el hombre a
dieta estaba perfectamente consciente que se trataba de una alucinación
visual. El doctor Dumas asegura que incluso en los enfermos paranoicos o en
aquellos que están aquejados de sicosis alucinatoria crónica y creen en sus
alucinaciones no las colocan menos en una realidad aparte, al margen de la
realidad que es normalmente percibida por todo el mundo (Sobrenatural, p.
45, y Lalande, v. Alucinación).
Ahora bien: es un hecho que en ninguna declaración de testigos sobre los
platillos hallamos ese sentimiento de irrealidad o de realidad oculta,
incomunicable, sobrenatural, en todo caso extraña al mundo de la realidad
natural.
Cuando vemos con qué prisa los periódicos han publicado las ternísimas
revelaciones del señor Adamsky o las burlescas confusiones producidas por
calabazas y crisantemos, se puede estar seguro de que para ellos sería un
deber publicar, con tanta rapidez como placer, todo testimonio que desmienta
una visión alucinatoria de platillo, y todo «testimonio» que reconozca que la
«realidad» de los platillos formaría parte de la realidad normal.
En resumen: las características del conjunto dé los testimonios
desmentidos o no desmentidos sobre los platillos volantes son radicalmente
incompatibles con las características esenciales de la alucinación.

2. ¿SE TRATA DE DELIRIOS?

¿Qué es el delirio?
En este caso, el problema es más difícil de lo que se cree.
Cojamos la obra de un especialista, el doctor Paul Guiraud:
«Actualmente —escribe— el sentido de la palabra delirio está restringido
al de construcción intelectual mórbida que se desarrolla fuera de la realidad y
se acompaña de una convicción inquebrantable» (Siquiatría clínica, p. 194).
Pero ¿qué es lo mórbido y fuera de la realidad?
«La idea delirante —agrega Guiraud—… es una idea en general absurda e
inverosímil, pero en éste como en todos los campos es muy difícil trazar el
límite entre lo normal y lo mórbido.»
Dicho de otra manera: no hay criterio objetivo y racional. Todo es un
problema de apreciación empírica.
¿Tendremos mejor suerte con el Vocabulario de Sicología de Piéron?
«Delirio. Creencia patológica en hechos irreales o concepciones
básicamente imaginativas. Son temas habituales: ideas de grandeza, de
persecución, de celos, de culpabilidad, etc. Se justifican, ora por falsas
interpretaciones, ora por falsas percepciones (alucinaciones). Trátase, a veces,
de construcciones más o menos incoherentes y fantásticas, puramente
imaginativas.»
Aceptémoslo. Pero ¿qué es lo que debe ser calificado como irreal, falso,
puramente imaginativo, fantástico? Estamos en pleno círculo vicioso, pues el
que admite a priori la realidad, o al menos la posibilidad de la existencia de
platillos, rehúsa aplicar sus calificaciones a testimonios dudosos, en tanto que
aquellos que niegan a priori esta existencia, e incluso la posibilidad de la
existencia, dicen, sin mayor examen, que tienen el derecho de aplicar en
conjunto todas esas cualificaciones a los testimonios indiscrimados, cuando se
trata, al contrario, de apreciar el valor de los testimonios de sí mismos antes
de adelantar ningún juicio sobre su objeto.
¿Podremos salir de este increíble batiburrillo de empirismo y de a priori
consultando a Littré?
«Delirio. Extravío mental causado por la enfermedad.»
No. No hemos dado un paso más.
¿Qué es el absurdo, lo irreal, lo fantástico? La palabra absurdo no se
encuentra ni en el índice de Guiraud ni en el vocabulario de Piéron. Para
Littré es aquello «que va contra el sentido común». Para Lalande «es lo que
viola las leyes formales de la lógica». La palabra fantástico no se encuentra ni
en Piéron, ni en Guiraud, ni en Lalande. Para Littré es «lo que existe sólo en
la imaginación». Recordemos la palabra fantasma que Piéron define como un
«producto imaginativo». En Lalande, la palabra fantástico sólo evoca los
caprichos de la imaginación que producen conjuntos monstruosos tales como
quimeras y centauros; se cita, en apoyo, a Bossuet. Etc.
Esta carencia de exactitud no es sorprendente.
Todas esas definiciones que pasan por sabias son puramente empíricas. Se
fundan sobre los a priori del sentido común, es decir, sobre el término medio
de los prejuicios colectivos; sólo son expresables a través de tautologías y de
juicios arbitrarios.
En este caso las ciencias humanas se hallan en la edad de la piedra, frente a
la ciencia física, que alcanzó la edad de la relatividad y de las geometrías no
euclidianas. Es algo más que un simple y gigantesco desfase: es una
dramática contradicción en una época en que la ciencia física y matemática
hace saltar los límites de lo irreal, del absurdo y de lo fantástico. Como
siempre, todas las ideas de los inventores, pioneros, descubridores y testigos
de todas las formas de lo insólito son, por lo general, tratadas como delirantes.
Aquellos que los denigran son lógicos consigo mismo, pues se apoyan en la
rutina establecida, y llevan razón hasta que la realidad les da un puñetazo en
pleno rostro.
En realidad podríamos fácilmente ahorrarnos estos contratiempos si
quisiéramos aceptar la idea de que no hay ningún pensamiento que no tenga
derecho a parecer irreal, absurdo y fantástico, por la simple razón de que la
imaginación es el poder de sobrepasar los límites de lo conocido para entrar
en lo desconocido, de transmutar lo irreal en real, lo absurdo en lógico, lo
fantástico en natural. Siempre podremos elegir entre lo posible y lo imposible.
Pero esta elección no depende ni de los sicólogos ni de los siquiatras.
Conocen las cosas sólo desde el punto de vista del sujeto y no del objeto, y
sólo pueden señalar los límites de lo real en el mismo lugar en que lo señalan
las costumbres de la sociedad en la cual viven.
Los siquiatras califican de delirantes a los testigos de platillos porque,
como ocurre con la masa de la opinión pública, consideran absurda,
fantástica, irreal la existencia de tales máquinas. Aquel que cree, cree en lo
absurdo. En consecuencia, el que afirma haberlas visto es un delirante.
Se trata sólo de un escamoteo del problema, pues el problema reside,
precisamente en saber si esas máquinas existen o no existen. Este problema
no puede ser resuelto a priori por la siquiatría. Está fuera de su competencia.
Los siquiatras que condenan la hipótesis de los platillos volantes como
absurda y fantástica, y acusan entonces a los testigos de cerebros delirantes,
actúan exactamente como los escolásticos que negaban a priori la existencia
de los antípodas. No se fundan en ningún caso en la «ciencia siquiátrica»: se
inspiran sólo en vulgares prejuicios derivados la mayoría de las veces, de la
rutina humana.
El verdadero criterio del delirio no pertenece al orden de las ideas, sino
del comportamiento.
La definición del Vocabulario filosófico de Lalande dice:
«Delirio. Estado mental temporal caracterizado por la confusión de los
estados de conciencia, su desorden, la intensidad de las imágenes que a
menudo se transforman en alucinaciones y determinan, a veces, actos
violentos anormales.»
Esta vez no hay referencia a lo arbitrario del juicio sobre las ideas: Lalande
pone énfasis sobre la confusión de estados de conciencia, confusión que se
traduce objetivamente, bajo los ojos de todo el mundo, por la producción de
propósitos incoherentes y de actos absurdos. El criterio de delirio llega a ser
objetivo y sociológico.
En consecuencia, el objeto (el platillo) que el testigo pretende haber visto
no posee más importancia ilegítimamente determinante. El problema no se
sitúa sino del lado del testigo: sólo se trata de saber si el testigo ha dado
pruebas de delirio por la incoherencia de sus propósitos y de sus actos.
Más abajo, los hechos responden muy nítidamente.
En toda la literatura periodística que se refiere a los platillos hemos hallado
un solo caso de delirio:
«Livourne, 19 de octubre. B. S., de treinta y cuatro años, admitido ayer en
el hospital de Livourne, se lanzó bajo su cama pidiendo socorro. Declaró que
los marcianos acababan de descender en un platillo volante y procuraban
darle caza» (A.F.P., 19 de octubre de 1954).
La prueba del delirio es evidente. No se refiere, de ninguna manera, a los
marcianos, sino al comportamiento del enfermo. Podría también haberse
creído perseguido por un avión o una foca; el resultado habría sido siempre el
mismo y nada habría probado contra la existencia de los aviones o de las
focas. El pobre B. S. no es un testigo: es un enfermo.
Si observáramos cientos o miles de casos de este tipo en los asilos de
alienados, ¿qué probarían? Nada en contra de los platillos. Probarían sólo que
el tema de los platillos y de los marcianos puede ser explotado por la
alienación tanto como el tema de Napoleón o el tema de María Antonieta, sin
que se pueda sostener en la Sorbona la inexistencia retroactiva de Napoleón y
María Antonieta.
Planteadas así las cosas, ¿qué cosa análoga podemos hallar, próxima o
lejana, en testimonios verdaderos o falsos, admisibles o ilusorios que se
refieren a los platillos volantes?
1) Testigos ordinarios engañados y desengañados, sobre todo en la docena
de casos indicados a propósito de calabazas o macetas de crisantemos.
Hallamos dos violentos en Tain y Sinceny. Agreguemos, para América, el
caso del mono, si fue realmente abatido a tiros de fusil. En los dos primeros
casos se trata de tiros de fusil o de bastonazos dirigidos contra vecinos
tomados por marcianos. Es absurdo y ridículo, y aparentemente raya en el
delirio. Pero delirio es tomar a un vecino por marciano en pleno día y frente a
frente. Aquí, al revés, la violencia se debe a una confusión en la oscuridad.
Esta confusión es de aquellas que, por lo general, se cometen en la caza:
confundimos nuestro propio perro con un conejo, o un ojeador con un jabalí,
o se puede hasta confundir la pieza con una pareja de enamorados escondidos
en un matorral. Según los casos, el homicidio o la herida por imprudencia
serán más o menos imperdonables, pero en ningún caso se trata de delirio.
Es necesario subrayar ahora que en los incidentes provocados por
confusiones no menos graves en el punto de partida, a propósito de calabazas
y crisantemos, los preliminares belicosos no terminaron en ningún acto de
violencia. A pesar de la agitación reinante, los testigos se sofrenaron y
rectificaron su interpretación de los hechos. No hay mejor test de la ausencia
de delirio.
En resumen: todos estos relatos parecen ridículos, absurdos, estrambóticos,
pero nada más. Por todas partes se comprueban graves confusiones al
comienzo. La causa más importante es la noche, cosa que es normal. Más
abajo la frecuencia de historias de marcianos en esta época sugiere falsas
interpretaciones. ¿Son delirantes? En ningún caso.
¿Encontramos aquí estados de conciencia confusos y desordenados, temas
de celos, de grandeza, de persecución, etc., creencias patológicas
inconmovibles? Nada de eso. Al contrario: incluso en los pasmosos asuntos
provocados por los aisladores de cristal, balón de gas y macetas de
crisantemos, los testigos hicieron las debidas rectificaciones y entraron
pacíficamente en sus casas.
2) ¿Hay más testigos del género de Adamsky, testigos que, como éste, se
vanaglorian de hacer revelaciones?*.
Cierto es que el cuadro no excluye el tema de la grandeza embellecido de
numerosos accesorios. Esos «testigos» han merecido la confianza de nobles
mensajeros del planeta del amor; intuyeron los avisos que les dieron tales
mensajeros, simpatizaron y se telepatizaron con ellos desde el primer
momento, recibieron secretos de gran importancia que, naturalmente, no
pueden revelar al común de los mortales. Hay en ellos ciertos rasgos que
solemos hallar en los clientes de asilos. Pero con una diferencia fundamental:
no hay nada de confuso y desordenado en un relato como el del señor
Adamsky, ni propósitos incoherentes, ni actos violentos ni anormales: nada,
pues, de delirante.
3) Sólo nos queda por ahora la categoría de testigos ordinarios cuyas
declaraciones no fueron objeto de ningún desmentido.
En un solo caso, uno de los más importantes, por lo demás, los periódicos
dudaron del testigo: se trata del caso del señor Dewilde. Se dice, en efecto,
que antes del incidente del 10 de septiembre de 1954 había sido víctima de un
traumatismo craneano como consecuencia de un accidente de trabajo que le
había causado perturbaciones nerviosas (F.S., 15 de septiembre de 1954).
Sea. Pero si el traumatismo y las perturbaciones fueron responsables de esa
«visión» deberían poseer algunos pequeños índices de ese género de
causalidad, alguna marca de fábrica. El testigo debería haber manifestado
huellas de perturbaciones anormales en su relato, tal como lo contó, en lo que
informa respecto al comportamiento de los «marcianos» y respecto a su
propio comportamiento.
Aunque he buscado no he hallado nada que apoye esta interpretación.
El único hecho sobre el cual puede uno preguntarse es el breve instante en
el cual el señor Dewilde se siente paralizado. Ahora bien: por una parte, podía
haber estado simplemente «clavado en su sitio» debido a un efecto de pánico
muy legítimo.
Por otra parte, la coherencia de su relato es perfecta.
No hay la menor traza de delirio en el señor Dewilde, ni tampoco en
testigos como la señora Leboeuf, el señor Beuclair, el señor Gatey ni ninguno
de los noventa y cinco testimonios sobre aterrizajes, de los cuales cincuenta y
tres casos se refieren a la aparición de pilotos, ni contra los dieciocho casos de
testimonios sobre los efectos paralizantes provenientes de las máquinas. Ni
hay delirio de grandeza, celos, complejos de persecución, etc., ni lenguaje
incoherente que señale estados confusos y desordenados de violencia, ningún
acto patológico violento y anormal, ninguna creencia deplorable para nuestra
tranquilidad de espíritu.
Algunas palabras más.
Vemos continuamente que en las tesis más eruditas y en las conversaciones
corrientes se emplean expresiones como alucinación colectiva o delirio
colectivo, tal si estas expresiones fueran intercambiables a voluntad y capaces
de explicarlo todo.
El maestro en la materia es, según parece, el doctor Le Bon, cuya Sicología
de las multitudes inspira aún al mundo crítico*. Pensamos que íbamos a
encontrar en ese libro indicaciones muy valiosas: hay, sí, ideas interesantes,
aunque ahogadas en una inmensa lata. Resultaría desproporcionado exponer
aquí dichas pruebas.
Por otra parte, no creo que tengamos necesidad de hacerlo, ni mucho
menos que cualquiera otra teoría sobre estos problemas.
El análisis que acabamos de hacer de los hechos señala que no existe
ningún signo de alucinación ni de delirio en todos los testigos, ni en su
lenguaje, ni en sus actos.
Lo más notable es que en los dos únicos casos de violencia conocidos en
Francia (Tain y Sinceny) se trata de individuos aislados. En el caso de todo un
pueblo que se moviliza, como en Momy, Limeyrat y Walscheid, no se produjo
ningún acto de violencia. La multitud de los testigos hizo pacíficamente la
rectificación del caso. Todo ocurrió a contrapelo de las pretensiones del
doctor Le Bon y sus discípulos.

3. ¿SE TRATA DE ERRORES DE PERCEPCIÓN?

Los testigos no se sintieron alucinados, ni presas del delirio, incluso en


casos como el balón de gas, en Binic; en el de los crisantemos de Walscheid o
en el de los aisladores de Anzin: el error está claro. Este error es muy grande.
Hay que reconocerlo. Sólo hay, pues, una explicación posible: error de
percepción.
Y es que la percepción no es exactamente la misma cosa que la sensación.
Alrededor del acto relativamente simple de ver tal detalle preciso de la
realidad, ésta construye un enorme edificio de impresiones e interpretaciones.
En esta riqueza reside su fuerza, pero también su peligro.
La percepción no es el simple acto físico de ver lo que está allí, frente a
nosotros, en este instante, la cosa que es, tal como es. La percepción es
memoria, pues mueve la masa de recuerdos idénticos y análogos; es
comprensión, pues suscita un acto de juicio sobre la naturaleza, la talla, la
función, etc., de esa misma cosa; es, en fin, anticipación, pues el testigo no se
limita a comprobar: imagina todo el conjunto de las otras percepciones que
fluyen de la percepción inicial. En este sentido, el poder de la percepción
limita con la adivinación; continuamente orilla el peligro de falsas
interpretaciones y de los falsos anuncios.
Todas las obras de sicología están llenas de ejemplos que subrayan el lado
esencialmente conjetural de la percepción.
Por ejemplo, para las formas:
«Cuando veo que el sol va a sufrir un eclipse, ¿qué es lo que veo? —se
pregunta Emile Meyerson—. ¿Es una mancha brillante y plana o una cosa
convexa? No se puede decir. Es casi seguro que nuestros antepasados veían la
misma mancha plana; pero a nosotros, desde la infancia, se nos ha repetido
tantas veces que se trata de una esfera, que creemos verla; y sin duda el
astrónomo que mira el sol todos los días, que ve cómo las manchas se
desplazan y cambian de aspecto según están situadas, a medida que el sol
gira, ve el sol como una esfera» (Identidad y Realidad, p. 434, comp., p. 425).
Lo mismo ocurre para las cosas que están allí, muy cerca, al alcance de la
mano.
«Deténgase frente al escaparate de un relojero —escribe J. Payot—: todos
los relojes se presentan en una perspectiva muy diferente y, sin embargo,
usted los ve como si la mirada cayese sobre ellos perpendicularmente…» Este
hecho está citado por Piéron, que agrega: «En el niño y en el adulto que no ha
aprendido a dibujar, todas las ruedas son redondas, aunque sólo sea redonda
una rueda sobre mil, y frente a los ojos hay distintos tipos de elipses»
(Sicología experimental, p. 126).
Lo mismo ocurre para apreciar las tallas en perspectiva.
«Un hombre visto a diez metros conserva, a nuestros ojos, su estatura de
hombre; y tal altura aparente, que según la ciencia sería de 15 centímetros
más o menos, es inconsciente… El horizonte se halla a cuatro o cinco
centímetros de la playa, pero aunque es fácil comprobar esta apariencia, es
difícil verla» (Quercy, Las alucinaciones, p. 25, comp., p. 16).
Ésta es una excelente manera de subrayar que no vemos lo que ve la
retina. Rectificamos instantánea e inconscientemente el resultado de las leyes
de la perspectiva. No vemos las cosas como son o como las imagina el
sentido común. Las vemos tal como sabemos o creemos saber que son.
Estos comentarios sobre las ilusiones ópticas y mentales compensatorias
de las ilusiones ópticas físicas, en las apariencias de la perspectiva, subrayan
hasta qué punto las apreciaciones del tamaño de los platillos y de los
pequeños pilotos son materia de discusión, pues nuestros cálculos acerca del
tamaño de cosas conocidas a corta distancia se basan en la memoria que
poseemos de sus dimensiones y de sus variaciones de aspecto. Estos puntos
de referencia no existen para aparatos y seres que nadie ha medido jamás y
que los testigos divisan por primera vez y muy brevemente.
Los colores son también muy desconcertantes.
Durante largos años —escribe Meyerson—, los cuadros de los
impresionistas han producido asombro o espanto a la inmensa mayoría del
público, tanto a los aficionados con conocimientos como al público en
general, y sobre todo a la mayor parte de los pintores. Se consideraba absurdo
que un bosque fuese violeta visto de lejos. Sin embargo, y no hay duda alguna
para nosotros actualmente, lo es. Pero nuestra memoria transforma de
inmediato esta imagen ayudada por el recuerdo del mismo bosque visto de
cerca; y entonces juramos que lo vemos verde…» (Identidad, página 404).
La apreciación de los movimientos no es menos aleatoria. Si queremos
saber algo del tren que corre a nuestro lado y que nos produce la ilusión de
que nuestro propio tren ha comenzado a correr, consultemos también a
Meyerson (Identidad, p. 405).
El error se filtra por todos lados como el polvo en la casa.
Miramos de prisa, juzgamos sin cercioramos y confundimos
incesantemente la parte con el todo.
«Cuando en la oscuridad toco la empuñadura de mi paraguas —dice
también Meyerson—, lo reconozco; estoy totalmente seguro de que se
encuentra allí, entero, con sus varillas metálicas y la tela de seda que las
recubre; que este puño es de madera, esto es, está construido por dentro con
una materia determinada (La deducción relativista, p. 18).
«Me basta, en efecto, con sentir esa empuñadura, pues sé lo que la
continúa; pero puedo equivocarme en la oscuridad y tomar el paraguas de otra
persona, o un bastón que tenga el mismo peso de ese paraguas.
»A partir de esos “cabos” de realidad que interpreto demasiado rápido, a
menos que sea tan desconfiado que lo verifique cincuenta veces antes de
asegurarme de que se trata de mi paraguas, puedo cometer todo tipo de
errores.»
Debemos ahora redoblar nuestra atención, pues alcanzamos ya el dato
capital que transforma las ilusiones más importantes en el hecho cierto de
platillos y pequeños pilotos.
Todo lo que hemos examinado como posibles errores sobre tallas,
distancias, formas, perspectivas, colores y relaciones usuales nos conduce al
producto decisivo: la equivocación de sus identidades.
Un error cometido con un paraguas parece insignificante, pero el paraguas
no lo es, y los otros errores de identificación están construidos sobre el mismo
modelo: poseemos sólo uno de los extremos de esta realidad y se le incorpora
arbitrariamente a otro conjunto.
«Creo ver a un amigo mío en la multitud —dice Piéron—, y no tendré
ninguna duda de haberlo visto si de pronto desaparece; reconoceré mi error si
voy a estrecharle la mano y, ante la sorpresa de la persona a la cual abordo,
comprendo que me equivoqué porque se parecía a mi amigo» (Loc. cit., p.
120).
Como estamos acostumbrados a este tipo de errores, no le damos ninguna
importancia. Aunque se trate de un marido que, en el andén de una estación,
ha creído ver a su esposa en la multitud de pasajeros. Simplemente ha
confundido, se dirá, una silueta tocada con un sombrero familiar y la
expresión de un rostro furtivamente entrevisto. En efecto, esto es lo que le ha
inducido al error, pues ha reconstituido falazmente el conjunto de una persona
mediante sólo fragmentos análogos de otra persona. Pero no es menos cierto
que durante algunos instantes ese marido ha confundido a esa desconocida
con su esposa. He aquí, pues, un error que sería delirante si se cometiera a
plena luz y a corta distancia.
Cien veces peor.
Es el caso del tronco de árbol visto durante la noche cerca del camino y al
cual se le toma por un hombre (cf. Meyerson, Identidad, p. 409; Husserl,
Ideas directrices para una fenomenología, p. 356).
La ilusión es clásica. Inútil es detallarla. Sólo se trata de un tronco de
árbol, y yo creí ver un ser vivo, un hombre emboscado.
Exactamente hemos juntado el balón de gas y las macetas de crisantemos.
Lo que cuenta para caracterizar la gravedad de la ilusión no es el rótulo
marciano, sino el hecho de haber confundido un inocente objeto inanimado
con un inquietante ser vivo.
Los errores de Binic y de Walscheid derivan, pues, de la más clásica de las
ilusiones.
Es el abecé de la sicología. Y resulta sorprendente que siquiatras
profesionales no se hayan enterado de este asunto antes de vociferar que se
trata de alucinación y de delirio.
No hay, pues, nada de patológico en este tipo de errores. La prueba formal
la dan las siguientes verificaciones y desilusiones. No son patológicas, sino
errores rebeldes a toda rectificación frente a la evidencia inmediata y tangible.
Releamos, a esta luz, la docena de casos en los cuales se cometen enormes
errores por los propios testigos.
El punto capital es que todos ocurren al caer la noche o estando ésta muy
avanzada.
Para apreciarlos imparcialmente deberíamos saber con precisión las horas,
las distancias, el grado de la luz; pero, por desgracia, se han precisado muy
mal tales indicaciones. Las relaciones públicas se atienen, por lo general al
aspecto chocante y divertido del relato. Nada podemos sacar del lado natural
y explicable de la ilusión, pues en lugar de colocarnos de nuevo en las
condiciones iniciales que causaron la equivocación sólo se nos ofrece el
esquema de la equivocación una vez que se ha producido. Nos representamos
al balón de gas y a las macetas de crisantemos como si estuvieran allí tal
como los veríamos a pleno sol o bajo la potente iluminación de un escaparate
de tienda, y nos preguntamos cómo hay hombres que puedan haber tomado
tales objetos por marcianos. No vemos nada más de ese juego desconcertante
del claroscuro que allí reinaba; no pensamos que muchas veces nos ha
ocurrido el haber tomado por amigo a un desconocido, una extranjera por
nuestra esposa, un objeto inanimado por un hombre en las sombras de un
bosque o de una estación en la noche.
Siempre las ilusiones de los otros nos parecen ridículas, mientras creemos
que las nuestras son perfectamente naturales. Se trata de un ingenuo
favoritismo, pero es que sabemos la razón de nuestra equivocación, mientras
nada conocemos de las razones que provocaron las ilusiones de otros.
Para que no se nos moteje de cargar con esta vanidosa parcialidad que nos
sorprende debemos, pues, tratar de comprender las confusiones cometidas
mientras tratamos de representarlas a través de una información deficiente.
Nada más natural que las ilusiones de Momy y de Limeyrat. Los aldeanos
no confundieron literalmente calabazas con platillos. Vieron luces insólitas. A
cierta distancia supusieron que podía tratarse de platillos, y cuando llegaron al
lugar sospechoso comprobaron la superchería. Que es lo mismo que habría
hecho un hombre razonable. Suponga lo que suponga, va al lugar que le
intriga y descubre la causa real.
Las violencias ocurridas en Tain y en Sinceny son muy desagradables no
sólo por sí mismas, sino porque ellas supusieron un auténtico estado de locura
como consecuencia de falsas percepciones. En este caso nos hallamos al
borde de un límite inquietante, sin que podamos abundar más en ellas, debido
a la falta de informaciones detalladas.
Se comprende mejor el caso de los testigos O. y P., los cuales, en Toulouse,
hacia la caída de la noche, juntaron, en una misma representación falsa, el
automóvil que divisaron mal, los efectos de los fuegos artificiales y la extraña
aparición de un buzo, que era, sin duda, un buzo, aunque nada tenía de
marciano, y que, por la perspectiva y el largo del traje, se veía reducido de
talla.
La extraña historia de Anzin, en la cual los reflejos luminosos sobre
aisladores de cristal son tomados por luces en el cielo, que son rápidamente
interpretadas como platillos, no es más que una ilusión óptica tomada
demasiado en serio. Nos gustaría tener un relato menos legendario que
precisara exactamente el número de papanatas que allí se abalanzaron y el de
aquellos que realmente creyeron estar observando el vuelo de los platillos.
En una palabra: todos los errores de los testigos de seudo-platillos y de
seudo-marcianos son errores totalmente naturales. Sólo provienen de ilusiones
de la percepción, pues la percepción está normalmente constelada de errores.
¿Por qué?
«En la percepción normal —escribe Quercy—, uno se apresura a ver para
pensar y actuar; y mientras más percepción práctica, menos percepción real se
produce» (Q., p. 33).
Uno se apresura. Esta expresión es capital. Damos el primer vistazo, tal
como leemos, «en diagonal»; juzgamos que basta con eso y pasamos a la
acción. Y así ocurren las cosas en el mundo.
Pero entonces ¿siempre corremos el peligro de equivocarnos cuando las
cosas no son habituales? Entonces ¿siempre hay error? Sin duda. Piéron no
vacila en decirlo con gran audacia:
«Lo que debía ser objeto de explicación en cuanto a la “ilusión” se refiere,
es, por lo general, no la ilusión misma, sino su eventual corrección, pues lo
normal no es percibir con exactitud las formas, colores, tamaños, claridades;
lo normal es reconocer los objetos para reaccionar correctamente frente a
ellos tan pronto como para que la reacción no sufra retardo» (Sicología
experimental, p. 122).
Tan pronto, dice Piéron. La expresión apoya la de Quercy: Uno se
apresura. Siempre estamos de prisa. La vida no espera.
La explicación es buena. Pero el resultado está allí.
No es normal percibir con exactitud.
He aquí, pues, una terrible palabra para los testigos y sus marcianos. Tanto
peor y tanto mejor. Suscribámonos sin vacilar a esa terrible palabra y veamos
si es posible salir o no.
Al rechazar las soluciones de alucinación y de delirio en provecho de los
errores de percepción, hemos «normalizado» las peores equivocaciones
cometidas por testigos de seudo-platillos y seudo-marcianos. Esta solución es
muy honrosa para ellos. Pero ¿no se trata de una victoria pírrica? ¿No tiene
como contrapartida lógica el erigir el error como institución general dentro de
cada testimonio humano? ¿No caemos otra vez en el conocido prejuicio según
el cual el testimonio humano no vale nada, y por lo tanto es totalmente
incapaz de establecer la existencia de los platillos volantes?
III

VALOR POSITIVO DE LOS TESTIMONIOS

E L cambio de calificación de los errores cometidos por los testigos


modifica completamente su alcance. Al excluir la alucinación y el
delirio, excluimos los poderes irremediables de la sicopatología y hacemos
que los testigos penetren de nuevo en la esfera de lo normal. Ahora bien,
dentro de esta esfera, cualquiera que sea la importancia del error, lo peculiar
de lo normal es que la verdad triunfa.
Retomemos la excelente proposición de Piéron. No nos dejemos hipnotizar
por la frase que pone en ridículo el poder del error. Pues a su lado, ligada
indisolublemente a la precedente, la segunda proposición nos recuerda que lo
normal, al contrario, es reconocer los objetos de manera que podamos
reaccionar correctamente frente a ellos tan pronto como para que la reacción
no sufra un retraso.
La percepción no es, pues, contemplativa, sino activa; no es descriptiva,
sino funcional.
Y esta función debe ser correctamente asumida, pues, de otra manera, toda
vida sería totalmente imposible; la especie humana no habría sobrevivido.

1. RECTIFICACIÓN DE LAS ILUSIONES POR LOS TESTIGOS

La normalización del error tiene como contrapartida la rectificación


incesante de los errores. El hombre normal puede siempre tomar conciencia
de sus errores y corregirlos.
Esta posibilidad de rectificar la percepción por el propio testigo es el hecho
esencial que fluye de nuestro rechazo a la explicación patológica de los
testimonios.
Siendo, de ahora en adelante, normal, reconocemos que el error es
frecuente, pero así como el delirio inspira una convicción inconmovible, el
error normal es normalmente reparable.
Los progresos de la ciencia no tienen otra base. El sabio no es infalible. No
posee la ciencia infusa; actúa como un hombre que constantemente avanza, se
equivoca y rectifica sus errores.
No pidamos más a los testigos.
Mucho antes que grandes personalidades se hayan acercado a los testigos
para hacerles ver sus errores, los propios testigos han demostrado —no en el
laboratorio, sino en el terreno mismo y en el instante en que ocurrieron los
incidentes más inquietantes— una actividad crítica decisiva.
Podemos observar esta actividad tanto en los casos de ilusiones
demostradas como en los testimonios no desmentidos.

A) Reducción de ilusiones pro-platillistas


Sólo en dos casos, en Francia, el de los bastonazos de Tain y el del tiro de
fusil de Sinceny, la ilusión del testigo fue total, pues pasó rápidamente a la
acción sin haber verificado nada. El error fue rápidamente sancionado por la
violencia, pero ésta no puso término al incidente. Pues más tarde, en el
instante mismo en que se producía la violencia, los gritos del seudo-marciano
bastaron para deshacer la ilusión. Demasiado tarde desde el punto de vista de
la violencia, pero no demasiado tarde desde el punto de vista del
conocimiento. El error, por enorme que haya sido, fue, aunque tardíamente,
rectificado, pues de otra manera habría que colocar tales casos en el dominio
de la patología.
En el affaire del ferroviario de Creil no hubo violencia, y los testigos no
parecen haber establecido rápidamente la relación entre el «marciano» y el
mixtificador, pero es que el mixtificador se había hecho humo precisamente.
Se mostró más tarde provisto de su disfraz.
En el caso de los periodistas que fueron a Toulouse, esos mixtificadores se
escondieron pronta y definitivamente para no verse obligados a rectificar. Es
comprensible. Se habrían arriesgado a reconocer que los testigos, por
ilusionados que hayan estado, no eran ni unos alucinados ni unos delirantes.
En el caso de Walscheid los testigos rectifican de inmediato cuando el
propietario de los crisantemos reduce el incidente a sus justas proporciones.
Contrariamente a todos los prejuicios de Le Bon y sus epígonos, la agitación
y la equivocación se desvanecen rápidamente.
En los otros casos —los de las calabazas de Momy y de Limeyrat, el del
balón de gas de Binic y el de los aisladores de cristal de Anzin—, son los
mismos testigos que, en el lugar mismo, luego de cerciorarse mejor,
rectifican.
No hay, pues, delirio. No hay nada patológico. Es cierto que los errores
resultan divertidos, pero provienen de la sicología normal, y como provienen
de allí son rectificables y efectivamente son rectificados para concluir en una
reacción final que es totalmente correcta.
Estas comprobaciones poseen gran importancia. Prueban que en la mente
de los testigos puede haber ilusiones, lo que nadie niega, pero que en ningún
caso está obnubilada.
Y lo que vale para los casos de ilusiones comprobadas vale también para el
conjunto del resto de los casos.
La prueba se encuentra en la relación siguiente.

B) Reducción de ilusiones anti-platillistas (veinticuatro casos)


Si hay testigos que creyeron precipitadamente ver platillos o pequeños
pilotos allí donde sólo había vulgares cosas terrestres, y pronto se
desengañaron, no hay que desdeñar, como siempre ha ocurrido, las
declaraciones de testigos que creyeron al comienzo ver vulgares cosas
terrestres, y que, luego de rectificar esta ilusión, admitieron pronto que veían
platillos y pequeños pilotos.
Ya hemos subrayado, en este sentido, la importancia del incidente
Dewilde, pero hay una serie de casos de este tipo.
En las siguientes observaciones norteamericanas, los platillos volantes,
lejos de ser admitidos como tales, fueron confundidos con las siguientes cosas
de la vida diaria:
—Aviones a reacción, 24 de junio de 1947, Kenneth Arnold;
—un paracaídas y un globo, 8 de julio de 1948, Muroc (R., p. 35);
—un avión a reacción, 24 de julio de 1948, caso Chiles (Id., p. 60);
—dos aviones a los que se aguardaba, 16 de enero de 1952, Artesía (Id., p.
155);
—la estela de un avión, 8 de mayo de 1952, incidente sobre el Atlántico
(Id., p. 170);
—un avión a reacción, 1 de junio de 1952, Los Ángeles (Id., p. 178);
—una estrella de un resplandor excepcional, Japón (Id., p. 232);
—una estrella, 28 de enero de 1953, Georgia, USA (Id., p. 281).
En las observaciones de aterrizajes o de cuasi-aterrizajes podemos recoger
aún varias rectificaciones.
Unas se refieren a hechos o a juicios previos para orientar a los testigos a
la percepción de algo totalmente distinto a los platillos volantes:
Detenido en un claro de un bosque, el testigo Linke espera ver un corzo o
un gamo (G.I., p. 52).
Desvergers cree haber visto cómo caía un avión (R., p. 217).
Gardelle cree ver un resplandor de incendio en casa de un vecino el 11 de
octubre de 1954 (M.II., página 275).
Réveillé cree oír un ruido como el vuelo de palomas; levanta la cabeza y
ve un platillo justamente sobre los árboles el 20 de octubre de 1954 (M.II.,
página 340).
Los otros casos se refieren a ilusiones nacidas espontáneamente de la
primera percepción de un platillo y que son rectificadas apenas el testigo mira
«dos veces»: en estos diversos casos el platillo fue confundido con:
—un globo, testigo Lightfood, 9 de abril de 1950 (S., p. 200);
—un almiar inconcluso, Renard y Degillerboz, el 7 de septiembre de 1954
(M.II., p. 50);
—una carretela, Dewilde, 10 de septiembre de 1954 (Id., p. 64);
—un auto, Prudent, 1 de octubre de 1954 (Dossier Garreau);
—un foco de auto, Roy, 6 de octubre de 1954 (M.II., p. 238);
—«máquinas» sobre una vía férrea, Guyot, 7 de octubre de 1954 (F.S., 9
de octubre de 1954)
—un avión accidentado, Hoge, 9 de octubre de 1954 (G.II., p. 180);
—una fogata de pastor, Pracht, 11 de octubre de 1954 (M.II., p. 275).
Entre las observaciones francesas hay aún casos análogos sobre el tema de
la aparición de pequeños pilotos.
Dewilde (10 de septiembre de 1954) espera primero ver vagabundos, luego
contrabandistas, y divisa, por vez primera en Francia, al menos, dos pequeños
pilotos (P.L., 13 de septiembre de 1954).
La señora Leboeuf (26 de septiembre de 1954) cree primero ver un
espantapájaros, y sólo después de aproximarse ve al pequeño piloto (M.II.,
132).
Devoisin y Condette (3 de octubre de 1954) creen primero ver un animal
cerca del platillo, y sólo al aproximarse a setenta metros distinguen un ser que
tiene la talla de un niño y está vestido con una escafandra (M.II., p. 198).
Podemos, pues, contar veinticuatro casos de rectificaciones en los cuales
los testigos no han reconocido la presencia de un platillo o de un pequeño
piloto, salvo después de haber esperado o creído reconocer otra cosa. Prueba
de que no estaban en ningún caso obsesionados por los platillos.
Por supuesto, cada rectificación tomada separadamente puede llegar a ser
sospechosa.
Sin embargo, y para el conjunto, las posibilidades de error son nulas.
Rectificar en estas condiciones es una prueba de la lucidez del testigo. El
conjunto se apoya, pues, en una serie de tests concordantes.
Se nos objetará que las declaraciones que establecen tales rectificaciones
provienen de los propios testigos. Pero no hay ninguna razón para suponer
que no sean sinceros. Pues esos testigos no tenían ningún motivo para
reflexionar acerca del interés sicológico de tales «detalles». Los periodistas
tampoco. El hecho es, además, que en ninguna parte se ha subrayado tal
interés. Por el único afán de ser íntegros los testigos, nos proporcionaron ese
precioso índice, y por pura casualidad los periodistas informaron sobre sus
casos en las crónicas.
Incluso falta esta condición: que el testigo haya conservado el recuerdo de
este detalle, lo cual es, normalmente, un excelente test de lucidez crítica y de
conciencia de sí mismo.
¿Cuántas rectificaciones análogas fueron olvidadas por los testigos o por
los periodistas?
El alcance de estas rectificaciones no parece, pues, tan espectacular como,
en sentido inverso, el que siguieron los incidentes de las calabazas, el balón
de gas y los crisantemos.
Curiosa ilusión óptica mental.
Para comprenderla basta volver a algunos casos ya enumerados en esta
sección y preguntarnos cuál sería nuestra reacción si, después de haber creído
ver platillos volantes, los testigos Renard y Degillerboz, Dewilde y Guyot
hubieran declarado respectivamente sus confusiones con una rueda de molino,
una carretela y una máquina de la SNCF. Si después de haber creído
reconocer al pequeño piloto, la señora Leboeuf hubiera confesado haberlo
confundido con un espantapájaros, y los testigos Devoisin y Condette con un
animal.
¡Cuántos se habrían apropiado de tales confusiones! ¡Con qué prisa
habrían dado explicaciones a ras de tierra! Pero como la ilusión se produce en
el sentido de una rectificación, en provecho de la realidad de los platillos y de
sus pequeños pilotos, no se les presta la menor atención.
A la inversa, pensamos que no tienen menos importancia que las otras.
Significan exactamente la misma cosa: el poder de la ilusión en la primera
fase; el poder, más grande aún, de la actividad de rectificación en la segunda
fase, cual es la de la toma de conciencia y de la verificación.
Mofarse de los testimonios sobre el balón de gas, las calabazas y los
crisantemos confundidos con platillos y marcianos es jugar a la sicopatía
amena, como se hacía en el siglo XVIII con la «física amena».
Desde el punto de vista científico conviene considerar con la misma sangre
fría el paso de la percepción platillo (o marciano) a la percepción calabaza,
balón de gas y crisantemos, lo mismo que el paso de la percepción carretela,
rueda de molino, espantapájaros, animal, a la percepción platillo (o
marciano).
El lado cómico es anecdótico. El hecho de que funcionen en un solo
sentido, y a propósito del primer modo de mutación, nos introduce en una
crítica sobre crítica de las ilusiones.
El hecho mismo de estas mutaciones es muy instructivo.
Es posible que se deban a que el testigo se acerca a la cosa: casos de
calabazas confundidas con platillos, caso del balón de gas tomado por un
pequeño piloto, y al revés, pequeños pilotos confundidos con un animal o un
espantapájaros. O se deben a un brusco aumento de iluminación de la falsa
carretela; primero, vista por Dewilde, aparece como platillo cuando surge
bruscamente la intensidad de la luz de su foco. O se debe a una especie de
mecanismo de la iluminación mental como cuando el propietario de los
crisantemos en Walscheid hace desvanecerse su apariencia seudo-marciana.
Muy importante es el caso Renard y Degillerboz; creyeron ver una rueda de
molino, pues es la imagen que naturalmente surge del campo, pero la
extrañeza de su color, el hecho de que la seudo-rueda no reposa exactamente
en tierra y oscila ligeramente les pone en alerta y produce una repentina
transmutación de la percepción: ya no se imaginan una rueda; ven la insólita
máquina que está allí frente a ellos.
En todo caso, las condiciones de esas mutaciones son perfectamente
racionales. Por definición, esta nueva percepción no es ni «ingenua» ni está
«fuera de control». Simplemente ha sido objeto de una prueba.
No es sólo el producto de una reducción de la distancia o de una mejor
iluminación y, en todo caso, de una prolongación del tiempo: significa el
logro de un auténtico «trabajo» de revisión, el paso de una percepción
prematura a una percepción meditada. El testigo ha experimentado su
capacidad de realizar una crítica de la primera impresión que ha recibido del
objeto en cuestión.
En resumen: el testigo no se encuentra fatalmente atrapado por la ilusión,
pues puede rectificar su error, y los hechos demuestran que en un número
importante de casos rectificó efectivamente el error primitivo. No es serio no
tomar en serio el conjunto de estos testimonios.

2. EL CONJUNTO DEL SUCESO Y LAS ILUSIONES SEUDO-


CRÍTICAS

No exageramos. El testigo debe defenderse del error, pero no está, frente a


él, atado de pies y manos: posee buenas armas para afinar la puntería.
¿Qué balance podemos extraer de esta operación? Pues lo que nos
preocupa ahora no son ya los errores rectificados, sino el margen de
incertidumbre que subsiste, margen que el testigo no ha percibido y que
podría comprometer su testimonio.
No vale la pena discutir ese problema donde se evita la famosa historia del
profesor que organizó la violenta entrada de un compadre intruso para
provocar un breve escándalo en la sala de clases. El resultado, se dice, es
siempre catastrófico: los testimonios de los alumnos están llenos de errores
acerca de las palabras y gestos del intruso, sobre su peinado y particularmente
sobre el color de la corbata. Este último detalle excita siempre a los sicólogos.
Pero poseemos algo mejor que esta historia, casi siempre divulgada al
modo legendario. Woodworth ha realizado una maquinación análoga, que
narra del modo siguiente:
«En una de estas experiencias —escribe—, el autor de este libro previno a
los estudiantes en el sentido de que ellos debían ejecutar un test nemotécnico;
luego el profesor y su asistente pusieron una pantalla sobre el pupitre y
comenzaron a colocar objetos detrás de la pantalla. El profesor trató después
de encender su lámpara de escritorio, pero no tuvo éxito hasta que un
estudiante que se encontraba sentado en la primera fila se puso de pie y fue a
revisar la bombilla.
»En el instante en que el estudiante regresaba a su asiento, el profesor
empujó la pantalla y la hizo caer, con gran estrépito, sobre el piso, y recogió
entonces rápidamente los objetos que se encontraban sobre la mesa, ayudado
por su asistente, y declaró que la experiencia había fracasado. Dos días más
tarde los estudiantes debían dar cuenta de lo que había ocurrido, y todos
estuvieron de acuerdo en decir que el estudiante de la primera fila, queriendo
echar una mano, había volcado accidentalmente la pantalla, y algunos
explicaron detalladamente cómo lo había hecho. Los estudiantes dieron forma
a este incidente. Los estudiantes tomaron este incidente bajo una forma que
tenía sentido y ajustaron los detalles para que cuadraran con la forma. Todo el
arte del prestidigitador o del autor de novelas policíacas consiste,
principalmente, en sugerir falsas concepciones acerca de lo que ocurre».
(Sicología experimental, p. 96).
También es el acto del sicólogo en el caso citado anteriormente. Su test es
una trampa. Primero por la mise en scéne de los preparativos que distrae la
atención hacia lo que se espera que ocurrirá más tarde, cuando se les plantee
el test. La pantalla juega en este caso un papel de primer orden muy
importante. Ahora bien: el profesor la empuja subrepticiamente en el
momento en que el ingenuo alumno de la primera fila regresa a su asiento, y
oculta a la mayor parte de la clase lo que ocurre a sus espaldas. Como pronto
la pantalla cae derribada, hay una relación de continuidad y de sucesión
inmediata entre las evoluciones del alumno y la caída de la pantalla, lo cual
hace ya suponer una relación de causalidad: la seudo-percepción está ligada a
una falsa interpretación. Si unos y otros manifiestan dudas, se sienten
aplastados por la afirmación del profesor, el cual declara que la experiencia ha
fracasado. Si ella ha fracasado, no se debe, por definición, al profesor, sino al
alumno. El primero acusa implícitamente al segundo, aunque nada le afecte el
echársela en cara. Deja, en fin, dos días a los testigos para «incubar», y sólo
depende de los testimonios, en los cuales todo se funda sobre el principio de
la responsabilidad del alumno.
No estamos satisfechos plenamente de los detalles suministrados.
Convendría conocer la mentalidad de la clase, el grado de autoridad personal
del profesor, la reputación, destreza o torpeza del alumno acusado. Tal
experiencia, para servir como prueba, debería ser iniciada varias veces, en
diferentes clases y en distintas condiciones.
En cualquier caso, no se trata de un test sobre un testimonio normal, sino
sobre el testimonio falseado por una serie de maniobras destinadas a inducir
al error.
Ahora bien: incluso sobre ese plan el resultado de los testimonios está lejos
de ser inútil, según la versión de Woodworth. Los estudiantes dieron un
testimonio falso a partir de un tema equívoco de responsabilidad*, pero no
por eso dejó de examinarse el fondo del problema.
Las realidades materiales básicas siguen inquebrantables: los testigos
certifican el lugar (la clase), los dos principales protagonistas (profesor y
alumno), el principal objeto (la pantalla) y el del escenario que se desarrolla
en la clase (la preparación de un test y la caída de la pantalla).
A fortiori, debemos, pues, obtener, al menos, los mismos elementos en los
testimonios no deformados por maniobras que tiendan a inducir a error a los
testigos.
Es evidente que aquí tenemos, rasgo por rasgo, los elementos esenciales
de lo que un testimonio aporta sobre los platillos volantes: el lugar de la
aparición (la carretera, por ejemplo), la presencia de una cosa (el objeto
desconocido llamado platillo), la presencia eventual de un ser desconocido
cerca del platillo (un pequeño piloto) y, por otra parte, el escenario esencial
del descenso del platillo, de su aterrizaje y de su partida.
Aunque no pudiéramos preguntar más al testigo, esto nos bastaría para
plantear firmemente la objetividad del testimonio expresado sobre puntos que
consideramos fundamentales.
Permítaseme agregar una confesión personal.
La comprobación positiva que resulta de la experiencia del tipo relatado
por el señor Woodworth corresponde totalmente a lo que tuve ocasión de
comprobar de manera regular durante diez años, tiempo en que pude
compulsar, leer, releer y criticar miles de testimonios en el terreno de los
accidentes de automóvil. Puedo decir que jamás hallé ni siquiera un solo
testigo alucinado. Delirantes, un número ínfimo, dos o tres casos en miles de
testimonios. La proporción patológica es, entonces, insignificante. Los casos
de mixtificaciones son, igualmente, muy raros.
El error de percepción, al contrario, es abundante sobre lo que
normalmente son los puntos en litigio: la rapidez de los vehículos, el hecho de
saber si ellos tomaron su derecha, su izquierda o el centro de la carretera; si el
conductor había tocado el claxon, qué coche fue el primero en entrar en la
encrucijada… Sobre este tipo de cosas las discusiones son infinitas.
Pero estas discusiones ni siquiera podrían entablarse si no se establecen
previamente los lugares de los accidentes, sus fechas y horas, la presencia de
tal o cual vehículo o de tal peatón y el hecho del accidente.
En resumen: los testimonios sólo son contradictorios en ciertos aspectos
de los hechos, pues primero establecen la realidad masiva del suceso:
colisión de automóviles, incidente de Woodworth o encuentro con platillos
volantes.
No nos resta nada más para fundar sólidamente el valor de los testimonios
sobre los platillos volantes.

3. EL CONDICIONAMIENTO DE LOS TESTIMONIOS

Es puro confusionismo retroceder a posiciones anticientíficas, dar a priori


un valor nulo o un valor absoluto al testimonio humano.
Lejos de ser verdad o error incondicional, el testimonio humano es un
valor esencialmente variable, hay que apreciar en cada caso y separadamente,
pues depende de circunstancias que le condicionan.
Lo que es naturalmente fuerte, sólido, objetivo en el testimonio humano es
lo que realmente ha sido visto. Lo que está mal es lo que ha creído ver el
testigo cuando en realidad no lo ha visto (creído ver inconscientemente) a raíz
de cualquier obstáculo.
Cada testimonio contiene diversos elementos, cuyos valores son variables;
pero esta diversidad está en función de la situación del testigo frente al objeto.
Podemos, pues, señalar, a través del análisis crítico, los testimonios
seguros y los testimonios frágiles. Podemos también distinguir en los
testimonios seguros aquellas partes sólidas y dudosas.
La base de toda apreciación en esta materia son las condiciones de
duración, de distancia y de luz.
Si se ha visto el objeto que se discute a sólo pocos metros, durante más o
menos dos o tres segundos y con una luz normal, significa que hay realmente
un objeto y no una simple proyección de imagen. Mientras más dure el
tiempo, más corta la distancia y mejor la luz, el testimonio tiene una base más
sólida.
En la vida corriente, en las cosas conocidas que habitan el microcosmos
habitual del testigo, estas tres condiciones bastan. Pero para ser rigurosos hay
que pedir más:
Es necesario que el objeto sea visto totalmente, ya, que todo fragmento de
objeto recuerda la proliferación de imágenes subjetivas complementarias con
todos los riesgos de error que esto significa.
Es necesario que el objeto sea visto en todo su comportamiento. Si se trata
de un objeto inerte, no hay dificultad, pues precisamente el objeto debe
permanecer inerte. Esta pasividad del objeto debe estar normalmente
compensada por el comportamiento activo del testigo que se ha acercado
demasiado y pudo mirar con toda comodidad y hasta pudo tocar el objeto. Por
el contrario, si el objeto es móvil por naturaleza —máquina, animal u hombre
—, será necesario verlo en el total de sus movimientos. Podemos, en un
camino, confundir el trozo de rama de un árbol con una serpiente, y a la
inversa. Sobre todo si sólo se ve el extremo de algo que sobrepasa la altura de
un matorral. Pero si ese pretendido trozo de rama se desplaza y atraviesa el
camino, revisamos totalmente nuestro juicio. En la penumbra de un bosque,
durante la noche, podemos también «honestamente» confundir un tronco de
árbol con un hombre sin que estemos alucinados; pero, si nos acercamos, de
inmediato comprobamos la inmovilidad y rugosidad del tronco de árbol. Al
revés: si hemos confundido un hombre apoyado en un tronco de árbol con una
gibosidad de ese tronco, y si luego le vemos moverse, sabemos sin duda que
se trata de un hombre y no de un tronco de árbol.
En estos problemas de análisis todo es material, salvo una sola cosa, la más
difícilmente apreciable: la duración. Desde luego varios minutos de
observación son más que suficientes cuando el objeto está cercano y
suficientemente iluminado, etc.
¿Qué duración es indispensable por encima del segundo? Si nos referimos,
en la práctica, a la imagen-relámpago de la cual habla Quercy, la imagen
subjetiva no alcanza más de un segundo (incluso menos) frente al mundo
objetivo, a condición de que la atención del testigo esté deliberadamente
orientada por la voluntad natural de percepción.
Pero el paso a la observación objetiva no se realiza instantáneamente: es
necesario un mínimo de tiempo para percibir un mínimo de datos objetivos,
asir el total del objeto y reconocerlo con certeza.
En este sentido, Woodworth nos da interesantes precisiones.
Son necesarios —dice— 424 milisegundos o milésimas de segundo, esto
es, menos de medio segundo, para ver un punto sobre una superficie blanca y
nombrarlo (Sicología experimental, p. 485). Para seis puntos irregularmente
dispuestos se necesitan 827 milésimas, es decir, entre medio segundo y un
segundo. Para 10 puntos es necesario más aún: 1.124 milésimas, o sea algo
más de un segundo, etc.
Tales experiencias tienen para nosotros un interés primordial: nos sacan del
dominio de las apreciaciones a priori; introducen, a partir de tests muy
precisos, la posibilidad de calcular las probabilidades de error y relación del
error con causas objetivas, la duración del test y la multiplicación de los datos
a percibir.
Aprovechemos para anotar los tiempos de reacción exigidos: son muy
breves, ya que tienen, por unidad del tiempo, el milisegundo y no el segundo.
Woodworth saca aplicaciones muy prácticas. En un mínimo de tiempo
dado, un testigo sólo puede retener un mínimo de información sobre el objeto
que se presenta. Cuando ese objeto posee formas simples, fácilmente
reconocibles, la rapidez de información es enorme, pues basta haber percibido
dos o tres puntos de señal para asir muy pronto el objeto y su
comportamiento. Así —dice— el tiempo de reacción de un chófer sobre la
carretera pide de antemano uno o dos segundos. Para nosotros; en el campo
de los platillos, esta duración es de un interés capital: significa que en
condiciones favorables de proximidad y de iluminación bastan dos o tres
segundos para reconocer la presencia de un platillo o de un pequeño piloto.
Cuando la duración alcanza de 20 a 30 segundos o más, lo cual es frecuente,
la certeza del testigo es legítimamente aceptable.
A la luz de esas reflexiones, estamos tentados a analizar los datos de los
testimonios.
Para las observaciones norteamericanas, el gran obstáculo es la distancia,
a veces inmensa, a la cual fueron hechas. Esto explica las confusiones con
globos, aviones e incluso cuerpos celestes. Pero la distancia no es un defecto
rescindible.
Observaciones como las de Kenneth Arnold o el capitán Mantell y otras no
pueden ser descartadas a la ligera. La cantidad de observaciones vale por sí
misma. Puede aparecer cada vez todo tipo de dudas, por prudencia, para
someter a los testigos a la prueba del análisis, pero no se puede pretender
haberlo aplastado todo bajo la duda.
No es menos cierto que las observaciones más importantes no son,
necesariamente, aquellas que dejaron los rasgos más espectaculares en la
opinión pública.
En compensación a la distancia hemos atribuido una particular importancia
a las observaciones efectuadas, al mismo tiempo, en tierra y en vuelo, a
simple vista y mediante el radar. Incluso ahora hay confusiones que siguen
siendo posibles cuando el objeto observado se encuentra inmóvil o no
sobrepasa la velocidad de un globo o de un avión, o cuando la cuádruple
observación no es rigurosamente simultánea. En virtud de esta última
exigencia, sobre trece casos de observaciones cuádruples hemos rechazado
cinco por no haber simultaneidad, y las ocho restantes permanecieron
irreductibles a toda otra explicación, salvo el propio platillo.
Vale la pena ahora recordar las observaciones concordantes hechas por
astrónomos, especialistas en cohetes, globos cósmicos, máquinas volantes
secretas y radiactividad, pues se trata del dominio propio de su competencia
técnica.
Para las observaciones francesas. Al revés de las observaciones
norteamericanas, no se trata casi nunca de especialistas, sobre todo para los
aterrizajes y salidas de pilotos. Por esta razón conviene ser muchísimo más
riguroso para la distancia si tomamos en cuenta que los testigos no pudieron
emplear prácticamente ningún instrumento de observación, ni siquiera
prismáticos. Desde este punto de vista, una distancia de cien metros, que sería
ínfima para observadores calificados que examinaran el cielo, resulta, al
contrario, un límite muy estrecho, en la mayor parte de los casos, pues la
visión a esa distancia está estorbada, sea por la oscuridad, sea por los
obstáculos del paisaje. Comprendemos ahora, a lo vivo, cuán minuciosamente
condicionado está el valor del testimonio. Cada uno tiene su fisonomía
particular, sus facilidades y sus dificultades, sus propias razones de error y de
verdad.
Desde este punto de vista, la docena de casos de ilusiones materiales
graves que hemos planteado nos suministran tesis edificantes. Todas las
confusiones que se cometen fueron provocadas, en primer lugar, por la noche
y la mala iluminación; luego, por la distancia o la brevedad de los hechos.
A propósito del balón de gas y de los crisantemos, la gravedad de la
confusión estriba en el hecho de que los testigos sólo vieron objetos inmóviles
e incluso partes de objetos; nada atestigua que hubo allí cosas móviles, y
mucho menos seres vivos: la noche es la causa capital de la equivocación. En
los dos casos de actos violentos, la oscuridad sigue siendo la causa principal;
había, sin duda, seres vivos, pero nada prueba que fuesen marcianos. En los
casos de mixtificaciones, en Toulouse y Creil, había también seres vivos
provistos de equipos seudo-marcianos: los testimonios estaban lejos de estar
desprovistos de valor sensorial. En este caso se falsea la interpretación, como
ocurre en el caso de la experiencia de Woodworth.
Siempre hallamos la misma distinción fundamental: el testigo ve realmente
un objeto o un ser en la base de su percepción. Pero en la medida en que ve
mal, por cualquier motivo, completa, de manera ilusoria, el resto, y su
interpretación reposa sobre una extraña mezcla de lo real e irreal.
Así ocurre en los testimonios de aterrizajes y de pequeños pilotos: no sólo
debemos dudar de testimonios que nacen de objetos muy alejados, mal
iluminados y percibidos muy rápidamente; debemos hacer intervenir
condiciones suplementarias, cuya importancia capital ya hemos visto: ver el
objeto entero y en todo su movimiento.
Esta exigencia, que habría descartado de inmediato el caso de los
crisantemos o del balón de gas, nos obliga a no retener un testimonio como el
de la señora Geoffroy y el de la señorita Fin debido a que, como no se vio
descender ni emprender el vuelo de la máquina, no se probó la naturaleza de
la máquina. Nada pueden decir del comportamiento de la máquina: ellas sólo
la vieron inmóvil sobre una pradera. Su testimonio no va más lejos. Lo que
ellas agregan no deriva del orden de la comprobación, sino de la
interpretación, e incluso de una interpretación sin ningún otro punto de apoyo
y, en todo caso, de ninguna manera circunstanciada.
Así, el testimonio Ramond es tal vez muy auténtico, pero está situado en
plena noche, y la cosa hallábase a 400 metros. La parte de interpretación tiene
la posibilidad de ser considerable. El testigo Mitto y el testigo Bourriot no
vieron al mismo tiempo esos pequeños seres y cómo remontaba el vuelo el
platillo. Es muy posible que hayan sido, sin duda, testigos de un auténtico
incidente «marciano», pero su testimonio no está establecido de manera
completa y sólida. Es posible que hayan podido interpretar mal, en la noche,
esos sucesos.
Vemos, pues, la gran importancia probatoria de las comprobaciones
hechas por los testigos, que vieron claramente cómo descendía un mismo
platillo, cómo aterrizaba y emprendía el vuelo. Al aterrizar verticalmente, el
platillo se distingue nítidamente de todas las otras máquinas volantes que no
sean helicópteros. Por el descenso y el vuelo se distingue de todos los objetos
inertes e incapaces de volar que un testigo puede confundir, desde lejos, con
platillos volantes situados en el suelo. Por otra parte, el silencio del descenso
y del vuelo caracteriza claramente a un platillo por oposición a un helicóptero.
Ahora bien, estos casos son muy numerosos. Recordémoslos:
Sobre 95 casos de aterrizajes:
Si en 59 casos el platillo se hallaba ya en el suelo, en 30 casos el testigo ha
visto descender el platillo.
Si en 12 casos el testigo no ha asistido a la partida del platillo, pues huyó o
fue a buscar otros testigos, en 69 casos asistió al vuelo del platillo.
Hay un dato capital que opone categóricamente este conjunto de
testimonios con el conjunto de confusiones que se relacionan con objetos
inmóviles. Ni los crisantemos ni el balón de gas han emprendido el vuelo. (Si
en un caso, como el de Toulouse, se produjo una ilusión de vuelo, es la
contrapartida de la violenta impresión producida por la realidad del
escafandrista-mixtificador que los testigos divisaron, incidente que fue muy
bien acompañado por algunos fuegos artificiales. Algo, pues, voló realmente
en el aire.)
Podemos al mismo tiempo subrayar que lo que falta a ciertos seudo-
marcianos es la presencia, cerca de ellos, de una máquina que muestre
claramente su capacidad de vuelo. Las observaciones mejores son aquellas en
que el testigo vio claramente muy cerca o algo cerca el platillo y un pequeño
piloto.
Por fantásticas que nos hayan podido parecer, observaciones como las del
señor y la señora Labassière o la de los automovilistas bordeleses son de una
calidad excepcional, pues describieron totalmente el descenso de las
máquinas, su aterrizaje, la salida de los pilotos, su regreso a bordo y el vuelo,
todo con numerosos detalles precisos. En los dos casos era de noche, pero los
platillos estaban iluminados. Y los automovilistas bordeleses se acercaron a
15 metros de los pequeños pilotos iluminados por el platillo.
El testigo Beuclair no vio sino una bola luminosa en el suelo y luego el
vuelo de esa bola. Pero se acercó a 20 metros, mientras la bola avanzaba hacia
él; el terreno estaba despejado y el incidente fue observado luego, y durante
varios minutos, por un grupo de testigos de diversas procedencias: parientes
de la familia, vecinos y automovilistas que por allí pasaban y se detuvieron.
Tal testimonio es, entonces, excelente.
En lo que se refiere a los testigos Dewilde, Gatey y la señora Leboeuf, ya
hemos detallado latamente sus importantes testimonios y precisiones. No
vieron el aterrizaje, pero vieron esos pequeños pilotos a dos o tres metros de
donde se hallaban (Dewilde y la señora Leboeuf), y a quince metros (Gatey).
El primer incidente fue fuertemente iluminado primero por la luz de la
linterna y luego por el foco del platillo; los otros dos tuvieron lugar a pleno
día, y en los tres casos el platillo que voló fue nítidamente visto muy cerca de
los pequeños pilotos. Estos tres casos fueron muy prolongados. Más aún: cada
vez que un testigo vio a los pequeños pilotos salir del platillo, o circular a
algunos metros fuera de ellos antes de regresar, fue evidente que la duración
del aterrizaje no pudo ser inferior a una docena de segundos o, quizá, a medio
minuto.
Concluyamos, pues, de la siguiente manera:
1) Las observaciones norteamericanas fueron hechas, en general, a gran
distancia, pero por especialistas. Muchos de ellos se apoyan sobre marcas
múltiples y convergentes. Las que fueron clasificadas como «irreductibles» no
representan, pues, una mezcla residual de malas observaciones, sino, al
contrario, el núcleo indestructible de la realidad del fenómeno.
2) Las observaciones francesas, especialmente las que se refieren a
aterrizajes y salidas de pequeños pilotos, se fundaron sobre un conjunto de
testimonios «populares», pero precisos, garantizados por el hecho de que una
gran cantidad de testigos vio todo el objeto, muy de cerca, en el total de sus
posiciones de descenso, detención y vuelo.
Se puede, de manera pedante, seguir hablando sobre cada testimonio; pero
no se puede recusar, sin temeridad, todo el conjunto.
Repitamos, en fin —pues no se lo subrayará bastante—, que nuestra
presentación de este cuadro crítico está condicionada por informaciones que
fueron recogidas al azar. Son abundantes para algunos testimonios y, por
desgracia, breves y llenas de lagunas para los otros. Las investigaciones se
llevaron a cabo empíricamente: ninguno trató de aislar sistemáticamente las
precisiones que hemos considerado como determinantes en el análisis del
condicionamiento objetivo de los testimonios. Creemos que es importante que
hayan podido aportarnos tal conjunto de datos precisos, objetivos, coherentes.
La coherencia de estos hechos fue extraordinaria. Si así no hubiera
ocurrido, no habrían resistido a tal prueba.
TERCERA PARTE

NATURALEZA Y ORIGEN DE LOS PLATILLOS


VOLANTES
I

NATURALEZA DE LOS PLATILLOS VOLANTES

¿S E trata de una máquina?

¿Se trata de meteoros? (formas luminosas o cuerpos sólidos, tengan origen


natural o artificial).
Sobre este nuevo plan volvemos a encontrar el problema de los errores de
percepción. Si hemos adquirido la certeza de que el conjunto de los testigos
no pudo haberse engañado completamente y que observaron un fenómeno sui
generis, queda por preguntarse a qué realidad corresponden las apariencias
que ellos comprobaron. Sin duda, su percepción de máquinas sólidas y de
pilotos fue muy nítida. Según nuestras conclusiones acerca del valor positivo
del conjunto de los testimonios, debemos considerar seguros y ciertos tales
datos.
Es lo que haremos en otro campo. Pero ahora, frente a problemas también
insólitos, conviene siempre sospechar, verificarlo todo, paso a paso, y no
saltar, sin nuevo examen, de la objetividad del fenómeno a la realidad sólida
de máquinas y de pequeños pilotos.
Con mayor razón, pues, se acumulan índices inquietantes: tornasoles y
cambios de color, efectos vaporosos, metamorfosis, escisiones
desconcertantes, velocidades y aceleraciones fantásticas, virajes casi
instantáneos, aspectos evanescentes e incluso súbitas explosiones,
imposibilidad de obtener fotografías y películas muy nítidas, ausencia de
accidentes, restos e incluso desperdicios.
Tales datos pueden hacernos pensar que los «platillos» no son máquinas,
sino más bien «meteoros» o simples fenómenos luminosos, acompañados de
algunos efectos secundarios más o menos ilusorios. Esta solución tendría,
además, la ventaja de reconocer que la multitud de testigos vio, sin duda,
alguna cosa objetiva, pero que sólo los testigos que creyeron ver máquinas
habrían cometido errores de percepción más o menos graves, excusables por
la sorpresa que experimentaron y la brevedad de las apariciones.
Esta solución «moderada» ¿se puede sostener seriamente?
Es otro problema.
Las observaciones norteamericanas no permiten zanjar la dificultad debido
a las grandes distancias que separaban a los testigos de Ovnis.
En las observaciones francesas, testimonios como los del señor Dewilde y
la señora Leboeuf parecen zanjar categóricamente el problema en provecho
de la existencia de máquinas, y con mayor razón, pues afirman la presencia de
pequeños pilotos a bordo.
Sin embargo, otros testimonios de aterrizajes tan precisos como los del
señor Beuclair y de un habitante de Méral sólo hablan de «formas luminosas».
Conviene entonces proceder a nuevas confrontaciones del contenido de los
testimonios para preguntarnos si resulta un todo objetivamente coherente que
prueba la existencia de formas luminosas que puedan dar la ilusión de cuerpos
sólidos o la existencia de máquinas rodeadas de efectos luminosos que dan a
ellas apariencias desconcertantes.
Tal es el problema que vamos a examinar desde el punto de vista de los
aspectos y comportamientos de los platillos.
Antes de entrar en el análisis de los testimonios conviene recordar
detalladamente las principales hipótesis planteadas. Puede tratarse de
fenómenos puramente naturales, de subproductos erráticos de la industria en
la atmósfera o de índices de una nueva arma de guerra. O bien de máquinas
de un tipo totalmente nuevo que producen efectos desconcertantes.

1. HIPÓTESIS

A) Meteoros naturales
Luego de una aparición de platillo el 1 de agosto de 1951, sobre Wright-
Patterson, Ohio, cuartel general de la Comisión Platillo, un físico
norteamericano, Noël Scott, llegó a producir en laboratorio, bajo una campana
de cristal en la cual había hecho el vacío, «pequeñas lentillas de gas ionizado»
que tenían el aspecto de pequeños platillos luminosos (M.I., p. 112).
De allí a gritar victoria y a pretender que los platillos volantes que se
hallan en la naturaleza no son sino lentillas de gas ionizado, sólo hay un paso.
Sin embargo, Aimé Michel subraya en su comentario que hay una singular
diferencia entre las condiciones de esta experiencia y las de la atmósfera
terrestre, la cual, evidentemente, no está vacía ni tiene forma de campana.
B) Subproductos erráticos de industrias locales
En California, el profesor Motz, de la Universidad de Stanford, había
logrado producir, al aire libre, un «halo luminoso» concentrando haces de
ondas milimétricas (P.P., 22 de octubre de 1954)
Algunos días más tarde, el Figaro del 25 de octubre de 1954 presentaba
una hipótesis del físico D’Alton, según la cual «los platillos volantes no serían
sino un fenómeno puramente luminoso debido al encuentro de un haz de
ondas ultracortas y de capas de aire ionizado».
Habría —hay— algo, pues, en el cielo: la presencia objetiva de gas
ionizado. Esta cosa se habría hecho visible por el encuentro imprevisto del
haz de ondas ultracortas que «recortaría», de alguna manera, en la materia del
gas una forma geométrica, la que tomaría, por algunos instantes, la apariencia
de una máquina redonda y luminosa, y luego desvaneceríase rápidamente, sea
por detención de la proyección del haz, sea por la desaparición de los gases
ionizados.
Esta hipótesis es bastante seductora, pues ella es plausible como principio
de explicación de los testimonios: los testigos han visto alguna cosa y fueron
fácilmente engañados por la naturaleza desconocida de esta forma luminosa
de encuentro.
Es tanto más seductora, pues relacionaría cronológicamente las apariciones
de platillos con la actividad industrial ultramoderna que se ha desarrollado
con la Segunda Guerra Mundial.
Parecería, además, estar en estrecha correlación con las más importantes
localizaciones de las apariciones de platillos. Ruppelt ha señalado que las más
frecuentes observaciones se producen «alrededor de regiones de interés vital
para los Estados Unidos, tales las de Los Alamos-Alburquerque, Oak-Ridge y
White Sands. Vienen, luego, por orden de importancia, los puertos, las bases
de aviación estratégica y las zonas industriales» (R., p. 150; comp., p. 37).
Keyhoe, por su parte, nos da una extensa relación de observaciones sobre
bases atómicas, bases aéreas, bases navales y estaciones aeronavales, centros
de experimentaciones de cohetes, bases aeronáuticas y grandes ciudades
(K.II., p. 191).
Atosigadas por industrias atómicas, emisiones continuas de gas, ondas de
radar, ondas teleguiadas y radiaciones de todo tipo, esas regiones ¿serían
lugares ideales para encuentros de gas ionizado y haces de ondas ultracortas?
Serían zonas muy buenas productoras de «efectos platillos». De alguna
manera sería la historia del hombre que confunde su sombra con un
aparecido.
Se produciría también una coincidencia entre las fechas y localizaciones
del desarrollo de las industrias de la era atómica. En una palabra: los platillos
no serían sino subproductos industriales, algo así como fantasmas
tecnológicos.

C) Producción-síntoma de un arma secreta


A partir de la hipótesis precedente es posible bifurcarse a otra
interpretación, cuya explicación técnica sería análoga, pero cuya significación
humana sería totalmente diferente.
En este caso, tal efecto físico no sería producido por la acción industrial de
los territorios sobrevolados, sino sobre todo por la intervención de haces de
ondas que derivan de una fuente mucho más lejana y poseen una función
peligrosamente intencional.
Este problema fue planteado por Freder von Holke: según Holke, los
platillos serían «reflejos» producidos en el cielo «por poderosos haces de
ondas teleguiadoras de cohetes de largo radio de acción» (P.P., 22 de octubre
de 1954).
Tales ondas —prosigue— servirían, de manera intencional, como «rieles»
invisibles e impalpables, pero reales: desde su punto de partida serían,
primero, proyectadas hasta la ionosfera y luego reflejados por ella en
dirección de tal o cual punto del planeta, según trayectorias calculadas. Pero,
al mismo tiempo, esas ondas ultracortas tendrían la propiedad de ionizar
ciertos gases del aire, y de esta manera producirían fenómenos erráticos
involuntarios que formarían las apariencias conocidas como platillos volantes.
Habría, pues, una base formada por un inmenso armazón, rígida, calculada,
relativamente fija e invisible que, de vez en cuando, sería revelada por efectos
inestables, imprevistos y visibles.
Es el mismo tipo de hipótesis que desarrolla el señor D’Alton, en un
artículo publicado en el Figaro del 25 de octubre de 1954: «Admitamos —
dice— que los especialistas disponen de elementos suficientes para establecer
auténticos transportadores de energía cuyo montaje y puntería no necesitarían
más que algunos segundos con precisión que casi puede ser perfecta… Se
sabe que los especialistas en ondas ultracortas han alcanzado la Luna con sus
haces y que el mensaje les fue devuelto en el tiempo previsto. Lo que algunos
han hecho en nombre de la investigación desinteresada, otros podrían hacerlo
no para alcanzar la Luna, sino para observar a sus vecinos y verificar la
precisión y el tamaño de sus cables sin hilos que transportan energía. Les
bastaría, en caso de guerra, lanzar sus máquinas sobre esos cables para
aniquilar al adversario.»
Dejemos las discusiones sobre cosas posibles y quedémonos con la idea
matriz: ondas teleguiadas que parten de un país extranjero, pican (en haces) a
la ionosfera y descienden casi en vertical hacia el suelo. ¿Qué quiere decir
esto? Significa sencillamente la instalación de auténticas e invisibles rampas
de lanzamiento, capaces de enviar cohetes teleguiados desde su punto de
partida hasta el blanco elegido en territorio enemigo.
Es el caballo ideal de Troya, pues es un caballo invisible.
Uno se siente tentado a ver en este caso el arma perfecta, ya que es al
mismo tiempo invisible y teóricamente infalible. No es del todo invisible, sin
embargo, pues el encuentro fortuito de nubes que giran a través de líneas
rígidas las haría visibles, de manera parecida a un reflejo de un rayo de luna
sobre varios cascos que, súbitamente, harían perceptible la cercanía de la
tropa enemiga.
Observemos que las dos hipótesis B y C no se excluyen, y sólo representan
dos vertientes de un mismo principio que podría servir concurrentemente de
explicación al fenómeno platillo. La diferencia sólo se encuentra,
esencialmente, en la doble oposición entre un origen próximo y local y un
origen lejano y extranjero, entre un nacimiento puramente espontáneo y la
intervención de una voluntad hostil.
Luego puede ocurrir que en un conjunto de efectos producidos por platillos
haya que disociar aquellos que provienen, respectivamente, de una u otra
fuente y que, por lo tanto, implican significaciones muy diferentes.
Comprenderíamos sin dificultad el perfecto silencio de los «platillos», sus
cambios de formas y colores, sus velocidades, virajes y aceleraciones
«fantásticas», los fenómenos de escisión y explosión, es decir, todas las
metamorfosis posibles.
Y, en fin, también comprenderíamos la ausencia de cualquier accidente,
incluso de desperfectos, de toda caída de restos que se puedan identificar.
Podríamos llegar también a comprender que en los puntos en que se cruzan
las líneas ortoténicas estos fenómenos sean más complejos y masivos.
También sería lógico que los fotógrafos y los filmes tengan esa extraña
apariencia flotante que les conocemos (en las fotografías no trucadas), pues
precisamente no existiría nada sólido que tuviera contornos francamente
delineados frente a una máquina fotográfica. Podríamos también hallar
algunas explicaciones que condujeran a interpretar subsidiariamente los
efectos paralizantes y los subproductos de materia volatizada. Limitémonos a
suponerlo.
También comprenderíamos, en estas dos hipótesis, la relación de estas
apariciones con ciertas instalaciones, plantas atómicas y aeropuertos, pero por
razones muy diferentes en estos casos.
En ambas hipótesis sería normal también que la situación se eternizara. En
la hipótesis B las mismas causas producirían, de manera instantánea, los
mismos efectos, a espaldas de sus inocentes productores. En la hipótesis C,
¿por qué esos lejanos productores menos inocentes se privarían de continuar
el tiempo que ellos quisieran una operación tan estupenda que podrían repetir
impunemente?
Hay que subrayar este aspecto de la última hipótesis. El agresor eventual
no corre ningún riesgo al emplear este tipo de arma secreta, invisible,
impalpable, imposible de identificar fuera de sus fronteras. No hay ningún
riesgo de pérdida de la máquina, de traición ni siquiera de protesta.
Supongamos que la nación que haya sido sobrevolada llegue, por fin, a
adquirir la certeza del origen extranjero y de la oscura intención de la
maniobra. Pero ¿cómo podría llegar a cerciorarse formalmente? Por el
contrario: la nación correría el peligro de precipitar la guerra o causar las
burlas del agresor en potencia. ¡Qué perfidia —diría el agresor— el
atribuirme simples e inocentes efectos físicos originados por vuestras propias
máquinas atómicas y vuestros radares mal vigilados!
Pero ¿son acaso los hechos confirmados por los testigos de tal naturaleza
que puedan soportar varias interpretaciones?
Al respecto, el descubrimiento de la ortotenia puede aparecer como
gravemente inquietante. Incompatible con la hipótesis B, estaría demasiado de
acuerdo con la hipótesis C. En este caso, efectivamente las líneas ortoténicas
unirían los puntos de impacto con las rampas de lanzamiento invisibles.
Luego esbozarían en nuestro propio territorio o en otros la proyección de un
sistema dirigido. Esta interpretación podría muy bien corresponder a la
carencia de concordancia entre el orden de las horas de manifestaciones de
platillos y el orden de posición geográfica.
Comprenderíamos peor los deslizamientos geográficos de las apariciones,
tanto el deslizamiento desde los Estados Unidos a Francia como los del
interior de Francia, alrededor de ciertas polarizaciones regionales. Los
fenómenos de septiembre y octubre de 1954 representarían, en suma, grandes
maniobras realizadas después de un largo período de preparación y tanteo en
el dispositivo de base y los fines alcanzados. El período posterior a 1954
representaría una verificación intermitente más discreta de la colocación
correcta de los mismos cables directores invisibles.
Nos explicaríamos, pues, con facilidad que el fenómeno en discusión haya
alcanzado toda clase de progresos sin que éstos hayan desembocado jamás en
algo que sea indiscutible para nosotros. Siguiendo esta hipótesis, la
verificación tangible sólo podría hacerse bajo la forma de proyectiles.
Por otra parte, si esta hipótesis del arma invisible fuese cierta, su poseedor
no la ha utilizado desde hace más o menos dieciséis años. Mientras más
tiempo pasa, se pone fuera de moda o corre el riesgo de ser largamente
controvertida.
Hay, sin duda, algo demasiado perfecto en esta hipótesis. Se encuentra bajo
la misma desconfianza que las explicaciones subjetivas debidas a la pura
ilusión.
El valor objetivo que hemos reconocido al conjunto de los testimonios nos
refuerza en nuestra opinión: los testigos vieron sin duda algo, y no sólo vieron
algo: vieron algo que no imaginaban. ¿Dónde comienza efectivamente su
parte de ilusión? ¿Permite ella escamotear totalmente la noción de máquinas
sólidas?
Tratemos de analizar este problema.

D) Máquinas desconocidas
Ésta es la más «fantástica» de las hipótesis. Y, sin embargo, es la más
normal.
En un artículo publicado en 1953, en la revista Forces Aériennes
Françaises, y luego en su libro La propulsión de los platillos volantes por
acción directa sobre el átomo, el teniente Plantier interpretó de manera
memorable los aspectos desconcertantes.
El principio esencial, si lo interpretamos bien, es que los platillos emplean
campos de gravedad artificial que no actuarían sólo sobre la máquina, sino
sobre el contenido, incluso los pilotos, y sobre el medio ambiente.
A partir de esta hipótesis, Plantier cree explicar, de manera lógica, los
cuatro «misterios» de los platillos:
«Silencio absoluto a gran velocidad en la atmósfera,
»Resistencia térmica, incompatible con la de todos los metales conocidos,
»Apariencia de vuelo pilotado, a pesar de la temperatura y las
aceleraciones antifisiológicas supuestas,
»Cambios de aspectos» (Loc. cit., p. 25).
El autor estudia minuciosamente todos estos tipos de cambios: bruscas
aceleraciones, giros, balanceos, fenómenos de fluorescencia (pp. 36 y 88),
formaciones dé insólitas nubes (pp. 51 y 55) e incluso «materias que se
funden» (pp. 56 y 86).
Se ha criticado vivamente la hipótesis Plantier. Algunos creen que está
desprovista de toda base científica.
No es asunto nuestro contradecirlos. Observemos simplemente que
siempre, en la historia de la ciencia, a toda hipótesis nueva y revolucionaria se
la considera desprovista de toda base científica. El argumento, pues, carece de
importancia.
Mucho más útil sería, y más científico, tratar de verificar esta hipótesis
perfeccionándola o reemplazándola por otra mejor.
Pues si los platillos existen como máquinas, volveremos a encontrar
exactamente las condiciones del problema que se planteó Plantier y habrá que
hacerle frente, mal que nos pese.
Para intentar saber si los platillos son, en general, reductibles a cualquier
tipo de meteoros, o si en realidad son máquinas, debemos retomar, desde una
nueva perspectiva, los datos de los testimonios sobre los aspectos y los
comportamientos de los platillos.

2. CRITERIO DEL ASPECTO

A) Variación en la apariencia de los platillos


Veamos, pues, sucesivamente los principales efectos relacionados con
apariciones de platillos.
Efectos vaporosos.
El caso espectacular más conocido es el fenómeno de Oloron y el de
Gaillac, que ya hemos citado.
El incidente de Oloron (Bajos Pirineos) ocurrió el 27 de octubre, en pleno
día, a partir de las 12.50, y duró, más o menos, veinte minutos.
El de Gaillac (Tarn) es del 27 de octubre. Tuvo lugar hacia las 17 horas y
duró unos veinte minutos, bajo un cielo puro, en presencia de unos cien
testigos, entre ellos dos oficiales de la gendarmería.
En Oloron, según el señor Prigent, inspector general del Liceo, sólo se ve
en el cielo una sola nube «en forma de copos, muy extraña» (M.I., p. 176),
sobre la cual flota «un cilindro largo, estrecho, de contornos muy nítidos» que
se desplaza lentamente, en línea recta. «De su extremo superior se escapa una
especie de penacho de humo blanco.»
Frente al cigarro se ve, a simple vista, una treintena de «bolas informes
semejantes a copos de humo».
Parecería, pues, que todo, salvo el cigarro es vaporoso.
Pero el cigarro, a pesar de su forma regular y nítidamente dibujada, ¿no
será también vaporoso?
Uno se sentiría tentado a suponer que la velocidad del cortejo es muy lenta
y que los platillos, asociados de extraña manera, de dos en dos, zigzaguean y
dejan caer esos famosos filamentos que se funden y que ya hemos señalado.
Estamos, pues, muy lejos de la apariencia de máquinas y del comportamiento
ordinario de los platillos, los cuales no parecen sino estar en estado de
completa inmovilidad o de máxima rapidez. Como, por otra parte, el
fenómeno no es luminoso, podríamos inclinarnos a una explicación muy
particular: el tipo de interpretación entomológica propuesta por el doctor
Labayle. Y estaríamos tentados a preguntarnos si tal incidente no entra, sin
duda, en la categoría de «apariencias» de platillos.
El señor Prigent coge ahora sus prismáticos para ver mejor; observa
entonces que cada una de esas bolas informes y que tienen forma de copos
está compuesta de una esfera central roja rodeada de una especie de anillo de
Saturno amarillento. A través de los prismáticos su mujer y su hijo hacen las
mismas observaciones.
Bajo la apariencia evanescente se revela una precisa estructura.
El mismo fenómeno se producía diez días más tarde, el 27, en Gaillac
(Tarn), de las 17 a las 17.20 más o menos.
Ahora bien: diez minutos más tarde, a las 17.30, cinco testigos de Brives-
Charensac (Alto Loira) observan un disco gris plateado de reflejos metálicos;
luego un cigarro parecido que se estaciona más de medio minuto en el cielo.
Resulta imposible no ver la semejanza entre los dos fenómenos.
Algunos días más tarde, cerca de Nimes (Gard), un obrero, don Félix Fize,
y varios obreros más habían visto una curiosa nube blancuzca; perciben más
tarde un cilindro metálico, amarillo-plateado, de 30 metros de largo, con
ventanucos vivamente iluminados. Por la proa y por la popa «parece hervir un
vapor» (G.II., página 211), de tal manera que parece ir siempre escoltado por
una nube, cosa que, por momentos, inducía a error a los testigos.
Ese cigarro estaba, sin duda, más bajo, a 600 u 800 metros o algo menos,
pues el testigo vio muy nítidamente, a través de los ventanucos, siluetas de
pilotos que llevaban anteojos y cascos de vuelo. En este sentido, el dibujo que
hizo el señor Terrasson, según las indicaciones de los testigos, es sorprendente
(G.II., página 176).
Veamos hora el extraordinario incidente de Saint-Prouant (Vendée), que
tiene lugar el 14 de septiembre de 1954 (M.II., p. 29).
Aquel día, a las 17 horas, esto es, en pleno día, don Georges Fortin, de
treinta y cuatro años, cultivador, trabaja con su obrero, Luis Grellier, de
treinta y seis años. El cielo está cubierto. La tormenta amenaza. De súbito los
dos testigos ven cómo desciende, a través de las nubes tormentosas, una
especie de gigantesca «nube luminosa» que tiene la forma de un cigarro o
zanahoria, de un color que raya en violeta. El objeto avanza, inclinado como
un submarino en el momento de sumergirse; luego se detiene y se coloca en
posición vertical como los cigarros de Vernon, de Rousses y de Corbigny (cf.
infra). El cigarro permanece inmóvil durante algunos minutos debajo de las
nubes tormentosas cuando, de improviso, algo comienza a moverse; pero no
es el cigarro, sino «un humo blanco muy parecido a un humo de
condensación» que se desprende de la extremidad inferior del cigarro y cae
primero al suelo «como un hilado por una invisible lanzadera que hubiera
descendido en caída libre»; luego se endereza y remonta describiendo una
espiral alrededor del cigarro (mientras la parte inferior de la estela se
disuelve); después, al llegar a la cima del cigarro, vuelve a descender
describiendo una nueva espiral, pero en sentido inverso.
En ese momento la estela de condensación se adelgaza más y más, y se
distingue lo que la produce: «un pequeño disco metálico que brilla como un
espejo».
Ese pequeño disco se aleja y vuela sobre los campos vecinos, entre Saint-
Prouant y Sigournais, sobre una distancia de siete kilómetros más o menos;
luego regresa a prodigiosa velocidad y desaparece «como una estrella fugaz»
(ésta es la expresión usada por el testigo) en la parte inferior del cigarro.
Sabemos lo que un mal sicoanalista diría de esta descripción: le atribuiría
los mismos complejos no sólo a los señores Fortin y Grellier, que se hallaban
a un kilómetro de la cosa, sino también al señor Pizou, a su hija y a su obrero,
que se encontraban a 500 metros, en Saint-Prouant; a los señores Pérocheau,
Mercier, Tissot, Bornufart, etc., que hallábanse, dispersos, en pueblos vecinos.
La declaración del señor Fortin es importante por la precisión y prudencia.
Como no sabe, naturalmente, de qué se trata, vacila al describir el fenómeno.
No es entonces un iniciado: trata metódicamente de contornear las apariencias
que ve.
Comienza por describir el descenso oblicuo de eso que compara con «una
especie de nube luminosa de un azul violeta, cuyas formas regulares evocan
las luces de un cigarro o de una zanahoria».
La cosa tiene, pues, la apariencia de una nube. Pero el testigo percibe,
sucesivamente, que las formas son regulares y tienen un aspecto rígido; que
esa cosa realiza maniobras que, por otra parte, no tienen ninguna relación con
el movimiento de las nubes tormentosas; que esas maniobras se producen en
bloque, lo que lleva al testigo a compararlas con «una gigantesca máquina
rodeada de vapores». Simple comparación que luego está seguida de estas
precisiones: la máquina se detiene, gira sobre sí misma para tomar la forma
vertical y se queda inmóvil completamente.
Las evoluciones de «la estela de condensación» son tan extrañas, que los
propios testigos dejan de percibir la realidad sólida que se esconde bajo la
apariencia vaporosa: «Cuando se hubo fundido la estela totalmente vimos, por
fin, el objeto que la “sembraba”: era un pequeño disco metálico que brillaba
como un espejo y reflejaba con relámpagos, en sus rápidos movimientos, la
luz del gran objeto».
No caben entonces dudas ante la significación del fenómeno vaporoso: se
disipa y revela la presencia de máquinas que él rodea.
Debemos, pues, distinguir cada vez una constante: la presencia de un
objeto sólido; y una variable: la presencia o ausencia de un efecto vaporoso.
El efecto vaporoso puede envolver la máquina o contentarse con
acompañarla.
Pueden entonces combinarse o no combinarse con efectos luminosos.
Recordemos los discos rodeados de halos luminosos, vistos en Vernon
(M.II., p. 26) y en Foussignargues (Id., p. 135), la mancha luminosa roja
rodeada de un humo denso en Plozevet (Id., p. 237) y las bolas rojas
luminosas rodeadas de humo, también luminosas y rojas, que se vieron en
Ponthierry y en Fontainebleau (Id., pp. 95 y 96).
Comparémoslos con varios casos que aparecen en el momento en que un
platillo emprende el vuelo: pequeño humo (Renard, M.II., p. 50), espeso
vapor oscuro (Dewilde, Id., p. 66), estelas blancas (Casamajou, A.F.P., 27 de
octubre de 1954), estela luminosa (Mahou, F.S., 27 de octubre de 1954),
estela roja (habitante de Pons, F.S., 22 de octubre de 1954), etc. De la misma
manera se interpretan los efectos, a veces desconcertantes, observados por el
señor Sacré en La Rochelle, el 3 de enero de 1953 (M.I., p. 248, y P., página
53) y el señor Chermanne (Bouffioulx, 16 ó 17 de mayo de 1953).
No hay, pues, ninguna duda. Los platillos no son simples efectos
vaporosos: son máquinas sólidas que a veces se rodean de fenómenos
vaporosos.
No confundamos, entonces, la locomotora con su penacho de humo.
Efectos luminosos.
Los platillos luminosos observados en pleno vuelo durante la noche son
muy numerosos. Por otra parte, sobre 95 casos de aterrizajes en Francia,
tenemos 37 de platillos luminosos.
Sus colores varían de un objeto a otro. Muy a menudo los platillos
luminosos son rojo-anaranjados, a veces verdes, amarillos, azules, blancos o
azules rayando en violeta. A veces son de un solo color y a veces bicolores
con un color para la parte inferior y otro para la superior. Hay puntos de
diferentes colores para la base y la cima. Es muy raro que sean multicolores.
Más curioso es el hecho de que para un mismo platillo el color que se
destaca puede variar de un instante a otro: pasar, por ejemplo, del blanco al
verde, luego al rojo o del rojo al anaranjado y después al plateado, etc. Estas
variaciones de color ¿corresponderían a las variaciones de velocidad, según la
teoría del teniente Plantier? Quizá.
Las variaciones de intensidad de luz son sorprendentes también. A veces
débil, la intensidad es muy fuerte en general. El platillo visto por el señor
Patient es más luminoso que la Luna llena (M.II., p. 105). En cinco casos los
platillos son resplandecientes (M.II., pp. 37, 234 y 270), cegadores (M.II., pp.
294 y 285).
Todas estas máquinas están descritas como discos, globos, esferas, bolas,
cúpulas y setas.
La forma está nítidamente circunscrita. Las diferencias que se observan no
van más lejos que las que pueden existir entre los diferentes tipos de un
mismo género de aparatos.
Es posible, y podemos admitirlo por medio de una hipótesis, que un punto
luminoso visto desde lejos, o incluso una bola luminosa en el aire, puedan
reducirse a formas meteóricas flotantes y efímeras; pero es imposible explicar
de la misma manera esos objetos tan nítidamente determinados vistos muy
cerca del suelo.
Sin embargo, hay algo inquietante en el aspecto de ciertos platillos: se
presentan no como simples cuerpos iluminados por fuentes de luz
localizables, sino como cuerpos luminosos por sí mismos.
Hemos mostrado varios ejemplos de este tipo.
No se trata sólo del testimonio Beuclair, que ya hemos relatado y que
describe un cuerpo luminoso rojo vivo, posado a unos veinte metros del
testigo, durante varios minutos y en presencia de otros numerosos testigos.
Se trata también del testimonio de la señora Fourneret, no menos digno de
mención, testimonio muy serio, pues está corroborado por un testimonio
consecutivo y por las huellas en el suelo, sobre las cuales informa la
gendarmería.
«A unos veinte metros de la casa, en el prado del señor Casset —dice la
señora Fourneret—, un cuerpo luminoso se balanceaba suavemente en el aire,
de derecha a izquierda, como si se aprestara a salir. Hasta donde me fue
posible ver, ese cuerpo tenía cerca de tres metros de diámetro y presentaba
una forma alargada, horizontal y de color rojizo. Su luminosidad iluminaba
débilmente las ramas y las hojas del árbol» (M.II., p. 225).
La señora. Fourneret sólo vio la cosa brevemente, en el momento en que se
dirigió a la ventana para cerrar los postigos y en el instante en que ella huyó.
Pero lo que vio fue muy nítido, muy cercano, muy circunscrito; no vio un
juego de luces, sino un cuerpo luminoso.
Hay cinco casos de aterrizajes en los cuales los testigos señalaron siluetas
negras o formas humanas en el interior. Se trata de los casos Moll, Gardelle,
habitante de Méral; Legeay y Facteur de Huy (Bélgica). Recordemos el caso
Lehérissé, del 5 de octubre de 1953, donde ocurre una detención a muy baja
altura.
Hay aún cinco casos en los cuales los testigos vieron pequeños pilotos salir
efectivamente de bolas luminosas. Se trata de los incidentes Mercier,
Devoisin y Condette, Figuères, automovilistas bordeleses, y Labassière. Los
dos últimos incidentes son muy sorprendentes. Los testigos bordeleses se
hallaban a unos quince metros de la bola luminosa, que vieron descender y
partir; el señor y la señora Labassière son los testigos que asistieron al
sorprendente espectáculo del cambio de platillos entre dos grupos de
pequeños pilotos.
Es evidente que el conjunto de estas apariencias es muy insólito.
¿Cómo interpretarlos?
La apariencia de cuerpos luminosos que tienen los platillos no les impide
ser realmente máquinas. Muchos testigos vieron siluetas de pilotos en el
interior de ellas, y este dato está muy bien confirmado por el hecho de que
otros testigos vieron cómo los pilotos de tales máquinas descendían algunos
instantes al exterior.
Si tantos testigos han visto platillos luminosos, otros han visto platillos
metálicos no luminosos durante el día y platillos oscuros durante la noche. No
son categorías heterogéneas de platillos, sino aspectos distintos de las mismas
máquinas.
En septiembre y octubre de 1954 seis testigos vieron algunos platillos, tan
pronto oscuros como luminosos.
Los testigos Roy y Thébaut vieron primero el platillo luminoso y luego
oscuro (M.II., pp. 238 y 239; comp. F.S., del 10 de octubre de 1954). Las dos
observaciones son precisas, pues fueron hechas a algunos metros de distancia.
El objeto visto por el señor Roy hallábase a la orilla de la carretera, en un
campo; el otro objeto visto por el señor Thébaut se encontraba posado sobre
la carretera, a algunos metros de su casa.
Los testigos Dewilde, Ott y los automovilistas de La Rochelle, al revés,
vieron primero platillos oscuros y luego luminosos. Dewilde, que sólo se
hallaba a algunos metros del platillo posado sobre la vía férrea, frente a él, le
vio tan oscuro que al comienzo le confundió con una carretela abandonada.
Sólo después del vuelo de la máquina le vio adquirir «una luminosidad
rojiza» (M.II., p. 66). El señor Ott viajaba en motocicleta cuando vio una
máquina oscura, a tres metros de la carretera, la cual máquina, cuando hubo
emprendido el vuelo, se hizo muy luminosa (M.II., p. 244). Lo mismo ocurre
con los automovilistas de La Rochelle: la máquina aparece primero oscura,
cerca del suelo; luego emprende el vuelo y se hace luminosa, al rojo vivo;
más tarde, naranja (Id., p. 341).
En otros casos, en lugar de una sucesión de apariencias tan pronto oscuras,
tan pronto luminosas, nos hallamos frente a localizaciones entre partes
oscuras y partes luminosas. Estas últimas se presentan bajo la forma corriente
de ventanucos.
Este aspecto había sido ya notado por los testigos Squires en los Estados
Unidos; Fize, cerca de Nimes, y Gachignard, en Marignane. Se le observa de
nuevo a raíz de los aterrizajes de septiembre y octubre de 1954. Entre el
momento en que el testigo Dewilde ve un objeto sombrío (no sabe aún si se
trata de un platillo) y el instante en que el objeto que ha remontado el vuelo se
hace luminoso, surge una luz de foco a través de un ventanuco cuadrado que
se halla en el costado de la máquina. Los testigos Roy, en Isles (M.II., p. 238),
y Ott, en Jettingen (Id., p. 243), vieron ventanucos en los costados de platillos
posados al borde de la carretera. A la luz de esas placas luminosas formadas
por esos ventanucos, el señor Roy vio la silueta del platillo. El señor Ott vio la
forma de un platillo cuando en la cúpula de éste se recortaba un rectángulo
luminoso que el testigo comparó con una puerta. Cerca de Ecrouves, el señor
Thiriet vio un platillo cuya cúpula superior llevaba dos ventanucos (A.F.P., 19
de octubre de 1954; F.S., 21 de octubre de 1954). El señor Nicolas, de
Louhans, vio también un platillo con dos ventanucos ovalados que brillaba
con fuerte luz amarilla* (Dossier Garreau).
De esta manera, el conjunto de los testimonios se completa perfectamente
para darnos una representación coherente de las apariencias de las máquinas,
cuyos diversos aspectos sólo parecen fantásticos y barrocos porque son
insólitos y porque los testigos, incluso los críticos, se sienten sorprendidos y
desconcertados en el primer momento para interpretarlos de manera realista.
Si nos quedamos con una interpretación positiva, nada nos impide ver, en
los platillos, máquinas tan pronto oscuras, tan pronto iluminadas total o
parcialmente.
No nos sorprendemos, durante la noche, por las luces traseras de un auto,
ni por la iluminación interior del coche, ni por los rayos luminosos de los
faros. Tampoco por la intensa luz de los cristales de un expreso. Sabemos
distinguir, sin siquiera reflexionar, la función que desempeña una bombilla
colocada en el cielo raso de los compartimientos y la colocada en el costado
de los vagones. Sin esfuerzo vemos dónde se hallan la fuente y dónde los
viajeros, cuyas siluetas se perfilan a través de los cristales que iluminan el
campo.
Pero si imaginamos que un salvaje ve por primera vez este espectáculo,
veremos cómo lo confundirá todo y se formará, sin duda una representación
fantástica de esos seres que viajan dentro de los bloques luminosos, a
velocidad escalofriante, en medio de una mezcla confusa de formas oscuras y
de penachos de luz. Y se trata sólo de algunos pasajeros que viajan en el
interior de los vagones de la SNCF.
Mientras no conozcamos detalladamente las diversas funciones luminosas
dentro de los platillos, siempre estaremos en un tris de ver en ellos efectos
fantásticos. Y sólo seremos víctimas de nuestra confusión.
Pero nada nos obliga a permanecer encerrados en ese punto de vista, que es
el punto de vista del salvaje.

B) Máquinas de color metálico


Pues todo parte de la descripción hecha por Kenneth Arnold, nos vemos
obligados a regresar a ella después de tantas idas y venidas y a través de
tantas apariencias.
A pleno día, normalmente, se ve el platillo como una máquina de color de
aluminio, plateado o generalmente de metal.
Desde este punto de vista, lo que más divierte al papanatas es la abundante
floración de metáforas empleadas para describir la forma de esas máquinas.
Es bastante divertida, como podemos comprobar por la siguiente relación:
«anillo, plato hondo, balanza, globo, plátano, bote, bola, zanahoria, seta,
cigarro, campana, cono invertido, media luna, culo de botella, cilindro, medio
cigarro, disco, embudo, huso, hemisferio, lentilla, luna, melón, almiar, huevo,
aceituna, moneda, plato ovalado, pera, orinal, cinta, saco, salchicha, serpiente,
platillo, sopera, esfera, renacuajo, tonel, tubo, cristal y vagón» (Prólogo del
traductor, in R., p. 7).
Poco importan algunas metáforas abusivas o aparentemente tales. La más
extraña es la de la balanza, pero la observación Labassière que hemos
analizado la presenta de manera muy seria. Dejemos el orinal para que el
sicoanalista se refocile, pues podrá, sin duda, explicar por qué ese testigo,
pudiendo describir un objeto redondeado, prefirió una metáfora coprolálica a
una culinaria. La enumeración omite, por otra parte, el buñuelo, señalado, sin
embargo, por un piloto norteamericano; pero nuestras futuras estaciones
espaciales podrían ser bautizadas con el mismo mote, como parece anunciarse
en todos los proyectos astronómicos. No sirve, por ejemplo, el plátano: se ha
hecho banal después de que se le emplea para designar cierto tipo de
helicóptero usado corrientemente por el Ejército.
Lo más curioso es que el término platillo, que es la denominación más
extendida, resulta vulgar cuando se aplica a las máquinas volantes de origen
inglés que son capaces de atravesar el canal de la Mancha apoyadas sobre un
colchón de aire comprimido.
En el fondo, lo que parece increíble en el «platillo» es que, aparte de sus
implicaciones marcianas, pueda volar como una máquina pesada, pero
desprovista de alas y de hélices. Ahora bien: han pasado diez años para que
nuestras propias invenciones terrestres hagan caso omiso de ellas.
De todas maneras, se trata, para los «platillos», de máquinas redondeadas,
cuyas características esenciales son uniformes, aparte de débiles variantes que
no sobrepasan el umbral de lo que conocemos para nuestras propias
máquinas.
En cuanto a su composición físico-química, nos guardaremos de afirmar
que son de puro aluminio o de un metal parecido al que utilizamos. Nuestra
industria ha entrado ya, de audaz manera, en la edad de las materias plásticas,
y nada nos permite dosificar el material de los platillos en el repertorio de lo
que hasta ahora conocemos.
Lo esencial es que los testigos supieron reconocer, en los platillos,
«máquinas metálicas». No podemos pedir más.
Basta leer el testimonio de Kenneth Arnold y otros muchos testimonios de
pilotos y de sabios norteamericanos en el libro de Ruppelt.
Basta también con releer las observaciones hechas por testigos de
aterrizajes —los señores Renard, Goujon, Gatey, Thiriet, Cassella y la señora
Leboeuf— para estar seguros de que ellos comprobaron el mismo hecho, en el
suelo y cerca de él, a pleno día.
No hay, pues, ninguna razón seria para no creer que los platillos no sean
máquinas.

3. CRITERIO DE COMPORTAMIENTO

Sin embargo, los movimientos de platillos parecen, a menudo, extraños.


¿Hallaremos tal vez aquí la confirmación de su naturaleza de máquinas o nos
enfrentaremos con algún grave disuasivo?

A) Movimientos generales de los platillos


A raíz del «tío vivo de Washington» (20 de julio de 1952), según la versión
publicada por Aimé Michel, Barnes, el jefe del radar del aeropuerto, habría
declarado: «Estoy absolutamente convencido de que esos objetos obedecían
órdenes inteligentes. Se estacionaban, mientras no había aviones en la región,
sobre puntos interesantes: Andrews Fields, la base de aviación de Riverdale,
el Capitolio. Uno o dos evolucionaron por un instante sobre las estaciones de
radio. Y cuando apareció un avión, o bien huyeron, o se acercaron a él, o le
siguieron para examinarlo detalladamente» (M.I., pp. 98-99).
Aunque las impresiones de Barnes fueran subjetivas, como se ha dicho, no
se alejan de numerosas observaciones análogas realizadas en otros incidentes.
Tales indicaciones plantean un problema capital.
No escapó a la Comisión Platillo que:
«En el otoño de 1952 poseíamos un considerable número de informes que
relataban varias maniobras de los Ovnis. Si lográramos probar que esas
maniobras eran ordenadas, probaríamos, de inmediato, que los Ovnis
obedecían a inteligencias.
»En el curso de la discusión, el mayor Fournet se refirió a dos
observaciones en las cuales los Ovnis parecen perfectamente saber lo que
están haciendo, y no puede, por lo tanto, deberse al azar. Una es la de Haneda,
Japón; la otra, un incidente que se produjo en la noche del 29 de julio, cuando
un F-94 trató de interceptar un objeto que se encontraba sobre la parte oriental
de Michigan. En los dos casos, los movimientos fueron seguidos por el radar»
(R., p. 235).
Se comprende que este problema se haya planteado en los Estados Unidos,
debido a que los pilotos tenían orden de darles caza.
Pero ¿qué valen las impresiones de los pilotos en este tipo de incidentes?
En cuatro casos —en los cuales los pilotos quedaron convencidos de haber
observado maniobras de desviación, abordaje e incluso auténticos torneos por
parte de los platillos— la Comisión declaró que los pretendidos Ovnis no eran
otra cosa que un globo que los pilotos no habían sabido reconocer y cuyas
luces de posición les habían engañado. Se trata de los casos de Gorman,
Combs, del piloto de Oak-Ridge y de Hanford (R., p. 65).
Y es que en la inmensidad del espacio, en plena noche, el avión no «coge»
la «cosa» como quien atrapa algo en la calle. Mientras el piloto cruza en todos
sentidos, la cosa que le intriga oscila como un ludión animado de
movimientos desordenados que pueden provocar toda suerte de ilusiones.
Creemos que no está seriamente probada la impresión de torneo, salvo que
pudiera apoyarse sobre evoluciones muy bien marcadas por grandes
recorridos, pues de esta manera los simples juegos de ludiones no son
posibles.
En la obra de Ruppelt destacamos cinco pasos de ese estilo, entre las
observaciones combinadas, en tierra, en vuelo, a simple vista y en radar.
Caso número uno. Verano de 1952 (R., p. 11).
El F-86 está a 1.500 metros de altura y vuela a 1.100 km/h, término medio.
El piloto ve el Ovni frente a él, pero más bajo, y pica para tratar de disminuir
la distancia. Se acerca a menos de un kilómetro y ve detalladamente el Ovni,
como un «buñuelo». Se acerca aún más, a quinientos metros; pero la distancia
aumenta, pues el Ovni acelera. Recupera y a una distancia de un kilómetro, el
piloto dispara. «Casi de inmediato, el objeto remonta en tirabuzón. Al cabo de
algunos segundos desaparece» (R., p. 14).
El rasgo más importante es que el Ovni no pudo ser alcanzado; la distancia
mínima a la cual logra llegar el avión es de 500 metros, y luego, a pesar de
todos los esfuerzos del piloto, que volaba, sin embargo, a una velocidad
«vecina al mach», el Ovni recupera su distancia. Es sorprendente que haya
logrado esquivar tan pronto el disparo; pero si consideramos, de manera
aislada, tal hecho podría éste ser sólo el resultado de una coincidencia. En
cambio, la aceleración de un objeto capaz de recuperar tan bruscamente una
enorme distancia sobre el avión a gran velocidad es impresionante.
Caso número dos. 26 de julio. Segunda noche de Washington (R., p. 202).
Este nuevo incidente es de los más sintomáticos.
Primera fase. Los Ovnis «desaparecieron de las pantallas (de radar) en el
momento en que los F-94 llegaron hasta su zona». Luego los pilotos nada
vieron y regresaron a su base.
Intermedio: Mientras en el cielo de Washington no se ve ningún Ovni,
éstos aparecen sobre Newport; pero se hacen ver sobre Washington.
Tercera fase: De nuevo llegan los F-94. Los controles les guían hacia los
Ovnis, pero éstos los esquivan uno tras otro. Sólo uno se queda atrás. El piloto
que lo persigue lo ve como una simple luz; lo ha divisado a una distancia
como de 15 kilómetros. Logra acercarse hasta tres kilómetros, pero la luz
desaparece.
Hay en el conjunto un juego impresionante de alternativas y coincidencias;
pero el rasgo más característico es que todo sucede a gran distancia y que los
aviones jamás pudieron alcanzar a un Ovni.
Los tres casos que restan no son menos característicos.
Caso número tres. 26 de julio. California (R., página 205).
Un F-94 persigue a un Ovni. «El radar de tierra y el radar de a bordo
observan que el Ovni se apartaba a un velocidad terrorífica apenas el avión
llegaba casi a distancia de tiro. Luego, al cabo de uno o dos minutos,
disminuía la velocidad, y el jueguecito comenzaba otra vez».
Caso número cuatro. 29 de julio de 1952. Michigan (R., p. 205).
Un F-94 llega a seis kilómetros de distancia de un Ovni, y durante treinta
segundos lo capta en el radar. En este breve período la distancia disminuye
aún más: repentinamente, y en pocos segundos, el objeto dobla su velocidad.
La persecución prosigue durante unos diez minutos. A ratos, el Ovni
disminuye su velocidad, y a ratos acelera. En fin, el avión regresa, falto de
combustible.
Durante esos diez minutos, el radarista, que maniobraba en tierra, midió
velocidades de 2.200 km/h, por lo menos, correspondiendo éstas a las fases de
aceleración.
La hipótesis de una confusión con un globo está, pues, descartada, debido
a las distancias y velocidades.
Caso número cinco. 12 de agosto de 1953. Dakota. (R., p. 289).
Un F-94 persigue a un Ovni durante 200 kilómetros. Durante todo ese
trayecto, «el avión a reacción no puede jamás acercarse a menos de 5.000
metros». El avión debe regresar, falto de combustible.
Pero entonces —y es el colmo— el Ovni persigue al avión que vuelve a su
base. Esta persecución continuará durante 15 ó 20 kilómetros, hasta la base.
Un nuevo F-94 emprende el vuelo y se acerca al Ovni, pero cuando llega a
cinco kilómetros de distancia, el Ovni aumenta súbitamente su velocidad para
esquivarlo. En ese momento el piloto intenta diversas maniobras para
verificar su observación, y luego, angustiado, pide que le permitan regresar a
la base.
Resumamos: en esos incidentes los aviones jamás pudieron atrapar a los
Ovnis, y las distancias, por lo general, son muy grandes, salvo en el primer
caso (500 metros); en las otras se eleva por lo menos a un kilómetro, y luego a
tres, cinco y seis.
Las velocidades son considerables, pues se trata de aviones a reacción en
misiones de intercepción.
No nos enfrentamos, pues, con un juego de ludiones, como en el caso
Gormen, sino con un rush de western. Remolinos de aire y ráfagas de viento
no explican los juegos del avión y el Ovni; por el contrario, el avión ha
adquirido ya tal potencia y tal velocidad, que son ellos los que manifiestan la
acción de máquinas más poderosas que la naturaleza y la industria humana
actual. No por casualidad, la Comisión Platillo clasificó cuatro sobre cinco de
esos casos como de origen «desconocido», es decir, irreductibles a toda
explicación, salvo la realidad y superioridad de los platillos.
Habría entonces que establecer un cuadro estadístico de velocidades, de
distancias recorridas por los observadores en vuelo y de desplazamientos
relativos a los Ovnis. Debemos suponer que esta trama, cuyo fondo es
racional y se la puede calcular, está reunida en la máquina electrónica que
pertenece a la Comisión Platillo. Pero nada se nos ha comunicado. Hay que
subrayar, una vez más, que las informaciones que se nos entregan están llenas
de lagunas y sustraen deliberadamente el problema a toda posibilidad de
comprobación.
Felizmente, la indicación de las extraordinarias velocidades atribuidas a los
platillos con la ayuda de teodolitos y de radares, y sobre todo los cálculos del
capitán Mc Laughlin, en White Sands, que dan velocidades de 28.000 km/h a
los platillos, las encontramos en el libro del capitán Ruppelt, y no en los de
Adamsky o Scully u otros corifeos y entusiastas de este fenómeno.
Ruppelt señala que, en ciertos casos, los radares registraron velocidades
prodigiosas que pueden alcanzar 75.000 km/h (R., p. 263). Tales velocidades
podrían hacer sonreír a ciertas personas en abril de 1956, cuando Ruppelt
publicó la primera edición inglesa de su obra; pero desde que los cohetes,
sputniks y exploradores comenzaron a tomarse ciertas libertades con la
atracción terrestre, y desde que la industria humana logró alcanzar la
velocidad de liberación, es decir, 40.000 km/h, podemos reírnos de aquellos
que creían que todo esto era locura y fantasía.
Sobre un plan mucho más modesto, Kenneth Arnold atribuyó a los
primeros platillos una velocidad supersónica de 2.700 km/h. Este cálculo fue
negado, pero Ruppelt señala otros cálculos análogos: en Las Vegas, 26 de
junio de 1950; en Kirksville, Missouri, 13 de julio de 1951.
Estas indicaciones deben estar sólidamente fundadas, pues muchas veces
vemos, en el libro de Ruppelt, cómo éste señala que los cazas de platillos se
veían obligados a regresar a sus bases, faltos de combustible (cf. R., 125, 159,
195, 202, 205, 286 y 291).
Este argumento decepcionará a los aficionados a la elegancia filosófica:
hay algo demasiado simple y «sórdido», pero es justamente esto lo que le
otorga a nuestros ojos valor en un dominio pretendidamente fantástico. Si la
Comisión Platillo quisiera publicar la lista y las circunstancias completas de
esos casos, tendríamos entonces una prueba flagrante de que los platillos son
máquinas que gozan de una capacidad de vuelo que sobrepasa, de manera
categórica, nuestras velocidades (incluso las que se alcanzan hoy), y que su
modo de propulsión se burla de las servidumbres impuestas por nuestros
combustibles actuales.

B) Evoluciones combinadas de platillos


Por lo general, en la mayor parte de los casos, los platillos se presentan
aislados. Incluso, aunque se desplacen en grupos, cada cual se distingue
nítidamente y está siempre separado de sus vecinos, tal como los automóviles
se encuentran separados unos de otros.
Sin embargo, hay excepciones. Estos casos plantean lo que parece ser uno
de los aspectos más extraños de este problema.
Durante un incidente ocurrido el 5 de agosto de 1952 en el Japón, después
de una larga evolución de un platillo en vuelo, el observador del radar situado
en tierra, estupefacto, observó que el objeto se «fraccionaba» en tres trozos.
De ahí a considerar los platillos como fenómenos extraños, inestables e
inconsistentes hay sólo un paso.
Este mismo tipo de observación se repitió cierto número de veces. Se la
señala en Oukaimeden, Marruecos, el 14 de julio de 1952 (G.I., p. 55). Sobre
Manhattan Beach, el 27 de julio de 1952: un platillo se «escinde» en seis
secciones circulares (K.II., p. 147). En Champigny (Seine), el 3 de octubre de
1954: un cigarro se deforma, se escinde en dos y luego se reintegran ambas
partes por dos veces consecutivas (M.II., p. 205). En Château-Chinon
(Nièvre), el mismo día, el mismo fenómeno se repite cinco veces (Id., p. 212).
El hecho, pues, existe, ya que hallamos incluso otros ejemplos. Pero ¿por
qué dudar de las palabras? Si empleamos los términos escisión y fracción lo
hacemos para traducir una impresión basta: la que se experimenta a distancia
frente al «desdoblamiento» de un objeto desconocido. Sin duda se produce
una fracción y una escisión al nivel del objeto y en su detrimento. Si un
marciano observara de lejos un portaviones en el momento en que una
escuadrilla de aviones emprende el vuelo, podría perfectamente hablar de
fracción y escisión seguidas de un desparramamiento en el aire de trozos de la
máquina flotante, y hallaría muy extraño que tales trozos tomaran formas
regulares y trataran de conservar una trayectoria regular, esperando
reintegrarse a la unidad completa con «la propia máquina». Lo fantástico sólo
nace de la ignorancia frente a lo insólito. ¿Por qué, pues, frente al problema
de los platillos nuestras impresiones deben ser tan bastas? ¿Por qué interpretar
esas modificaciones como fracciones de una misma máquina y no como una
simple separación de máquinas que estaban antes unidas a ella?
No se trata sólo de una hipótesis: es un hecho que se hace patente cuando
nos informamos de dos tipos particulares de esta modificación del aspecto
para los cuales poseemos excelentes testimonios. Se trata de expulsiones de
platillos desde grandes cigarros y de sus reintegraciones en ellos, seguidas de
asociaciones de platillos que se reúnen por parejas.
Expulsiones de platillos de grandes cigarros y reintegraciones en ellos.
Podemos señalar por lo menos diez casos:
Culver City (California), 5 de julio de 1952 (K.II., página 144);
Golfo de Méjico, 5 de diciembre de 1952 (K.II., p. 150, y M.I., p. 114);
Vernon (Eure), 22 de agosto de 1954 (M.II., p. 25);
Saint-Prouant (Vendée), 14 de septiembre de 1954 (M.II., p. 29);
Fontainebleau (Seine-et-Marne), 22 de septiembre de 1954 (Id., p. 96);
Lux (Costa de Oro), 23 de septiembre de 1954 (Id., página 104);
Les Rousses (Jura), 2 de octubre de 1954 (Id., página 183);
Corbigny (Nièvre), 7 de octubre de 1954 (Id., página 242);
Riom (Puy-de-Dôme), 11 de octubre de 1954 (Id., página 271);
Saint-Valéry-en-Caux (Seine-Maritime), 19 de octubre de 1954 (A.F.P., 20
de octubre de 1954).
Recordemos primero todos los detalles:
El 22 de septiembre de 1954, hacia las 20 horas, cerca de Fontainebleau, la
señora Gamundi observa durante media hora en el cielo una gran bola
luminosa inmóvil, rodeada de un humo luminoso que se mueve. Queda por
destacar que en cierto momento el testigo ve una serie de bolas más pequeñas
(al menos cuatro bolas) caer de la bola grande, virar y desaparecer a gran
velocidad. (La señora Gamundi se encuentra sola, pero hay otros testigos en
Seine-et-Marne que asistieron a varios pasos de los platillos aquella tarde.) El
espectáculo terminó con la llegada de un avión.
El 23 de septiembre de 1954, en Lux (Costa de Oro), hacia las 17 horas, un
testigo provisto de prismáticos observó una esfera metálica rojiza que giraba
en redondo en el cielo durante media hora. De súbito esta bola se alargó y
«escupió» dos bolas idénticas; luego las tres desaparecieron en tres
direcciones diferentes. Esta segunda fase dura apenas un minuto. Numerosos
testigos asistieron a este espectáculo. Vemos, pues, que las palabras «se
alargó» y «escupió» pueden sugerir falsas interpretaciones de fantasmagorías.
¿Y si la primera máquina se hubiera inclinado sencillamente, mostrando la
forma de cigarro?
El 2 de octubre de 1954, hacia las 15.45, es decir, en pleno día, en el
pueblo de Les Rousses (Jura), la señora Jaillet, institutriz, y los veintitrés
niños de su escuela vieron una forma blancuzca, alargada como un cigarro,
que avanzaba horizontalmente; luego se detuvo. De allí surgió un disco
amarillo, brillante, que pronto regresó al cigarro. Esta observación duró tres o
cuatro minutos.
El 7 de octubre de 1954, en Corbigny (Nièvre), dos testigos no
identificados vieron dos veces una especie de cilindro blanco que se
desplazaba horizontalmente; luego se detuvo y tomó la posición vertical
mientras su color se hacía anaranjado. Los testigos vieron entonces dos
pequeños discos que salían de la parte inferior.
En Riom (Puy-de-Dôme), en la noche del 10 al 11 de octubre, dos agentes
de policía vieron cómo un cigarro emitía tres bolas luminosas.
Esos cinco testimonios son simples y precisos, pero otros testimonios los
confirman detalladamente.
En Vernon (Eure)*, a la una de la madrugada del 23 de agosto de 1954, el
señor Miserey, comerciante, acababa de regresar en su coche al garaje y se
hallaba en la orilla sur del Sena.
De súbito, frente a él, a 300 metros de distancia, sobre la orilla norte,
divisó una especie de gigantesco cigarro vertical que le pareció medía cien
metros de largo. Era una enorme masa luminosa, silenciosa, inmóvil,
suspendida en el aire.
Mientras el testigo mira, ve cómo surge bruscamente de la parte inferior
del cigarro un disco horizontal que cae en caída libre; luego se detiene,
bascula, cruza sobre el río, se ilumina y en seguida desaparece hacia el Sur.
Luego un segundo, un tercero y un cuarto que realizan la misma operación.
Finalmente surge de la parte inferior del cigarro un quinto disco, pero éste
desciende más bajo que los restantes, casi hasta rozar el puente. Se detiene allí
oscilando suavemente. El señor Miserey divisa muy nítidamente «su forma
circular y su luminosidad roja, más intensa en el centro, atenuada en los
bordes, y el halo ardiente que le rodea» (M.II., p. 26); luego este último disco
bascula como los otros, pero cesa su luminosidad y pica hacia el Norte.
Al día siguiente el señor Miserey se entera de que dos agentes de policía de
Vernon habían visto el mismo extraño fenómeno, aunque parece que desde el
lugar en que se encontraban sólo vieron el cigarro, pero no la maniobra de los
platillos (cf., Figaro, 27 de agosto de 1945). Un ingeniero militar, que fue
también testigo, esquivó la «publicidad».
En todo caso, el señor Miserey describió de notable manera lo que había
visto. Cosa muy importante: el espectáculo duró tres cuartos de hora.
En el departamento limítrofe de Seine-Maritime, cerca de Saint-Valéry-en-
Caux, durante la noche del 19 de octubre de 1954, varias personas, entre ellas
la señorita Michéle Vitkosusky, empleada de notaría, vieron, en el suelo esta
vez y muy cerca de la carretera, el mismo tipo de espectáculo, acompañado de
una de esas maniobras suplementarias de regreso a la base ya señaladas por
testimonios precedentes:
«De una máquina, violentamente iluminada y situada en un campo, a la
izquierda de la carretera…, se escapaban discos luminosos que rápidamente
cobraban altura, para regresar en seguida a su punto de partida» (A.F.P., 20 de
octubre de 1954). Ese espectáculo duró dos horas.
Por desgracia, para un testimonio tan importante no poseemos ningún otro
informe.
Queda ahora, en lo que a Francia se refiere, la gran observación de Saint-
Prouant (Vendée) que ya hemos relatado.
Después de este conjunto de testimonios concordantes nos sentiremos
menos tentados a juzgar menos absurdos e inverosímiles los dos casos
norteamericanos.
El 5 de julio de 1952, en efecto, en Culver City (California), varios
especialistas de una base aeronáutica vieron (uno de ellos portaba
prismáticos) un gran objeto plateado, brillante, elíptico; se detuvo a gran
altura y dejó escapar dos pequeños discos que describieron círculos perfectos
a su alrededor durante varios minutos; luego «regresaron a bordo» (K.II.,
página 144).
Resulta sorprendente que varias de esas observaciones —maniobras
combinadas de cigarros y platillos con emisión y reintegración de platillos a
bordo del gran cigarro— hayan durado tanto. Ahora bien, la última
observación norteamericana que nos queda por mencionar se desarrolla con
una rapidez fulminante. Hela aquí:
El 6 de diciembre de 1952, a las 5.25, en plena noche iluminada por un
hermoso claro de luna, un B-29, comandado por el capitán Harter, vuela sobre
el golfo de Méjico.
El avión tenía tres radares a bordo que utilizaban los tenientes Coleman y
Cassidy y el sargento mecánico Bailey.
De súbito los tres radares muestran uno, luego dos y después cuatro
máquinas desconocidas que se dirigen rápidamente al B-29, a más de 8.000
km/h, y lo esquivan bruscamente.
Luego llegan otros objetos, siempre a la misma velocidad. Uno de los
aviadores, el ayudante Ferris, ve a través de la ventanilla «dos estelas
luminosas, vagamente azules, que avanzan como bólidos» (K.II., p. 152). Ve
cinco más, y esta vez el capitán Harter les ve también sobre uno de los
radares: se encuentran a 60 kilómetros, pero, a la velocidad que desarrollan,
en pocos segundos se lanzan sobre el B-29, pues parecen precipitarse sobre él.
Súbitamente disminuyen la velocidad y parten oblicuamente.
«En ese momento, Harter divisó una enorme mancha de un centímetro de
diámetro sobre la pantalla y presenció, petrificado, la siguiente escena: sin
dejar de volar a más de 8.000 km/h, los platillos se reintegraron a la enorme
máquina y se confundieron con ella; luego la máquina aceleró y se perdió
volando a 14.000 km/h, rapidez verificada al mismo tiempo por Harter y
Coleman. Todo duró seis minutos. Lo que parece aquí fantástico es la rapidez
de la maniobra final.»
Se puede objetar que en el incidente reproducido por Ruppelt los aviadores
pudieron cometer errores de cálculo y confusiones, pero ¿hasta qué punto?
Los observadores son numerosos y las velocidades no pueden compararse con
ninguna de las velocidades conocidas. En cuanto a la confusión, sería
teóricamente posible con cohetes experimentales; pero la reintegración final
excluye esta hipótesis, salvo que supongamos un arsenal de confusiones y de
coincidencias. Por el contrario, toda la observación es perfectamente
explicable sin dificultad si en ella se ve un caso acelerado de emisión y de
reintegración de platillos en una enorme máquina.
El conjunto de estos incidentes está muy bien comprobado. Las
observaciones son, generalmente, prolongadas y fueron hechas por numerosos
testigos. No hay nada de fantástico en esas maniobras de cigarros porta-
platillos, maniobras que corresponden simplemente a las de un portaviones
que suelta y recupera sus aviones. Lejos de ser un testimonio perturbador, este
género de relatos nos da un dato objetivo y esencial sobre tales máquinas.
Asociaciones de platillos por parejas.
Este segundo género de fenómenos parece aún más extraño.
Se le ve primero en las espectaculares observaciones de Oloron y Gaillac,
en el mes de octubre de 1952.
En los dos casos el gran cigarro va escoltado de un auténtico cortejo de
platillos y de platillos asociados por parejas: «Se desplazaban en parejas,
siguiendo una trayectoria quebrada, marcada en la cima por un zigzag rápido
y corto» (M.I., p. 177).
Las tres entrevistas diferentes que se hicieron al señor Prigent fueron
reproducidas en G.I., p. 83; M.I., p. 177, y Tintin-Actualités (sic) número 210
(es la más detallada de todas). Hay divergencias bastante complicadas.
Finalmente, de ellas podemos decir que: 1) cada pareja de platillos estaba
ligada normalmente por una especie de madeja esponjosa, análoga a la
«materia» que surgía frente al cigarro, y 2) que durante el zigzag los dos
platillos asociados se apartaban y entre ellos dibujábase una estela de luz
como la de un arco eléctrico.
Aunque ese fenómeno, y es un hecho extraño, se produce dos veces
seguidas en un breve intervalo, el 17 y el 27 de octubre de 1952, en los Bajos
Pirineos y en el Tarn, no se halla nada semejante, salvo en 1954, en la única
jornada del 18 de octubre, en el Alto Loira y en Charente-Maritime.
El 18 de octubre, pues, dos campesinos de Saint-Cirgues (Alto Loira)
divisan al atardecer, durante un cuarto de hora, dos bolas luminosas (M.II., p.
324). Lo comparan con pesas o con una balanza, pues las bolas oscilan. Pero
poco importa la metáfora: el resultado es el mismo.
Aquella misma tarde, a las 21 horas, sobre la carretera de Saintes, en
Royan (Charente-Maritime), dos automovilistas comprobaron un hecho
parecido con algunos aspectos suplementarios que resultan aún más
sorprendentes.
Esos dos automovilistas, el señor y la señora Labassière, intrigados por lo
que ocurría en el cielo, se detuvieron para observar mejor. Como los
agricultores del Alto Loira, vieron, pero a baja altura, «un objeto que tenía la
forma de una balanza y que se columpiaba en el cielo. Uno de los “platillos”
de esta balanza era amarillo y el otro rojo, y se hallaban unidos por una estela
de un verde luminoso. La oscilación, el columpiarse de los dos objetos nos
sugirió la imagen de una balanza» (M.II., p. 325).
Como observa Aimé Michel, la extraordinaria semejanza de las dos
observaciones de esa misma tarde, en el Alto Loira y en Charente-Maritime,
certifica la objetividad del fenómeno.
Pero hay una diferencia no menos interesante.
En la observación Labassière, cuando el objeto se detiene, el «astil
luminoso» que une los dos objetos se disipa, y las dos bolas se colocan no
lejos una de otra, en un campo vecino a la carretera. Entonces los testigos
vieron dos tripulaciones, compuesta cada una de dos pequeños seres que
salían de cada máquina, cambiaban sus vehículos e, inmediatamente, partían a
gran velocidad.
¿Es que en realidad cambiaron de vehículo? En todo caso, carecemos de
detalles exactos que habrían podido ser muy interesantes. La historia, en todo
caso, parece extraña.
¿Por qué?
Los «marcianos» ¿se sentirían sorprendidos al saber que nosotros
poseemos vehículos acoplados y que otros no lo están, que tenemos vehículos
que circulan sobre rieles y otros no lo hacen de esa manera, que los viajeros a
veces cambian de vehículo?
Como diría el célebre La Palice, todo lo que uno no está acostumbrado a
ver es insólito.
Los platillos-medusas.
Es posible que haya una relación entre este nuevo problema y el de las
parejas de platillos.
Propiamente hablando, el platillo-medusa es el que deja caer cierto número
de apéndices más o menos flexibles. Hállase, normalmente, en posición
vertical e inferior en relación con la máquina.
Los apéndices vistos en los casos precedentes son laterales y horizontales.
¿Son, entonces, de otra naturaleza? No. Muy lejos de ello.
Debemos recordar los casos de apéndices verticales aparecidos a veces en
la parte superior del platillo, y el filamento incandescente que surgía sobre el
platillo visto en el suelo por el señor Patient, el 23 de septiembre de 1954, en
Foussignargues, sobre un centro de «tomate luminoso» (Id., p. 136).
El primer platillo-medusa, en el estricto sentido, fue señalado por el testigo
Durdle, en North-Bay, en el Estado de Ontario (Canadá), el 30 de agosto de
1954 (G.II., p. 76): «En la periferia del platillo colgaban unas especies de
anillos luminosos entrelazados, análogos a los de una cadena gigantesca.» La
máquina descendió hasta algunos metros del suelo, tan cerca que el testigo
pudo ver, por una ventanilla, diferentes instrumentos (palancas y botones) en
el interior de la carlinga.
En Francia, el 3 de octubre de 1954, en Herissart (Somme), hacia las
20.45, los testigos Mansart y Delarouzée divisaron a poca altura un
«sombrero de seta» que palpitaba cambiando de colores, oscilando del violeta
al verde, del cual «pendían» algo así como «cables» cortos (M.II., p. 192).
Aquella misma tarde, en la misma región, numerosos testigos, en
Marcoing, Liévin y Ablain, divisaron un extraño platillo que se disociaba: la
parte inferior se separó de la parte superior, osciló, descendió y, aumentando
súbitamente la velocidad, remontó el vuelo (M.II., pp. 188 a 196).
El 31 de mayo de 1955, en Puy-Saint-Galmier (Puy-de-Dôme), hacia las
once de la mañana, o sea en pleno día, el señor de Collange es testigo del
siguiente incidente: a tres metros de él, en un prado, y a unos treinta
centímetros de la hierba, se halla un disco vertical, inmóvil, que mide
alrededor de 1,20 metros de diámetro, de un blanco «muy luminoso, pero no
resplandeciente». Este disco estaba rodeado de una multitud de
prolongaciones del tamaño de un dedo, de diferentes medidas, que iban de los
50 centímetros, más o menos, a los dos metros, como filamentos blancos,
amarillos y azules. Esas prolongaciones se agitaban alrededor del círculo, y
los que se hallan en la parte inferior agitan la hierba al tocarla. Las
prolongaciones blancas parecen pequeñas lanzas de acero (G.II., p. 224).
Dos años más tarde, el 15 de abril de 1957, a las 15.15 horas, esto es, en
pleno día, sobre la carretera, en la entrada de Vins dans le Var, las señoras
Garcin y Rami y el señor Boglio vieron, a dos o tres metros, en el aire, una
pequeña máquina metálica en forma de trompo que planeaba suavemente. «El
cono inferior estaba formado por un haz de tallos luminosos, multicolores y
paralelos, que se agitaban con rápidos movimientos…» (M.II., p. 344).
Seis días después, el 21 de abril de 1957, en Montluçon (Allier), durante la
noche, desde la 1.45 a las 2.30, las señoras Ausserre y Prévost observaron en
el cielo un platillo hemisférico, amarillo dorado, del cual pendían «filamentos
verticales, luminosos, alternativamente verde y violeta» (M.II., p. 346).
Creo que es necesario relacionar esas «especies» de radiaciones blancas y
rojas superpuestas que brotan paralelamente bajo la bola luminosa observada
en el incidente Beuclair (M.II., p. 317).
Nada tiene de extravagante que los platillos puedan poseer apéndices como
un esqueleto metálico y ventanillas. Si esos apéndices parecen estar hechos de
metal o de «materia luminosa», ¿resultan más extraños que los variables
aspectos de los intermitentes de los automóviles o los tubos de neón en los
almacenes? Lo que nos desorienta es, simplemente, el hecho de que
ignoramos la estructura interna y el papel exacto de esas protuberancias.
No se puede descartar la posibilidad de que los platillos sean máquinas de
un tipo demasiado liviano y más complejo como para poder compararlas con
nuestras máquinas actuales. Los platillos parecen estar hechos de materias
especialmente plásticas unidas en una sola estructura orgánica. Habrían
sobrepasado el estado compuesto, por lo tanto frágil, de la máquina para
alcanzar la imitación cibernética del ser vivo.
Auténtica o excesiva, esta hipótesis no impide, de ninguna manera, que
consideremos los platillos como máquinas normales, en el sentido de objetos
artificiales, sólidos, huecos y móviles.
Hemos visto que sus apariencias luminosas y vaporosas no descartan esta
interpretación.
Es, por lo general, la conclusión general de los testigos.
Esta conclusión apóyase sobre dos pruebas decisivas:
1) Los platillos son máquinas que transportan pilotos.
Trátese de platillos que aparecen bajo forma de cuerpos luminosos (caso de
los tres bordeleses), de un platillo oscuro (caso Dewilde) o de una máquina
metálica (caso Leboeuf), los testigos vieron igualmente cómo salían pequeños
pilotos del platillo y regresaban a él.
En tanto los platillos se manifiesten a gran altura, todas las interpretaciones
son posibles. Cuando se pueda catalogar una serie de aterrizajes,
observaciones de máquinas a algunos metros de distancia y la salida de
pequeños pilotos, estaría fuera de duda que los platillos son máquinas e
incluso máquinas directamente pilotadas.
2) Los platillos maniobran como máquinas pilotadas.
No hemos podido establecer, lo cual sería una gran casualidad, el
mecanismo de relojería del movimiento general de los platillos. Por una parte,
es muy complejo, pues va desde la ortotenia hasta los caprichosos
movimientos en el espacio. Por otra parte, parece totalmente independiente de
las idas y venidas del hombre sobre el planeta.
A veces, sin embargo, ciertos movimientos tienen el carácter de
aproximaciones intencionales y, al mismo tiempo, reticentes.
A gran distancia, es el caso de los inmensos tiovivos entre platillos y
aviones de intercepción de la Fuerza Aérea norteamericana.
Sobre el suelo mismo, y a muy corta distancia: idas y venidas recíprocas de
testigos y de pilotos (caso Dewilde, Leboeuf y otros) o de testigos y de
platillos (caso Beuclair).
Entre los dos hay una gran variabilidad: está precisamente colmada por
una serie de importantes casos en los cuales los platillos, volando a baja
altura, han seguido implacablemente a los automovilistas sobre el sinuoso
trayecto de su itinerario. Recordemos estos casos:
Mansart (Nord, 3 de octubre de 1954). Persecución durante seis
kilómetros. Seis minutos (M.II., p. 193).
Galland (Somme, 3 de octubre de 1954). Sobre ocho kilómetros (M.II., p.
194).
Ott (Alto Rhin, 8 de octubre de 1954). Sobre 800 metros. (F.S., 10 de
octubre, M.II., p. 243).
Sendre (Deux-Sèvres, marzo de 1958). Durante dos horas (P.P., 20 de
marzo de 1958).
Hiot (Pas-de-Calais, 2 de agosto de 1960). Sobre un kilómetro (F.S. y P.P.,
6 de agosto de 1960).
En este conjunto no hay nada onírico: todos los hechos derivan de una
lógica muy coherente y objetiva. Resulta imposible tratar de reducir los
platillos a meteoros.
Pues en las maniobras que hemos recordado, especialmente en las
persecuciones de automóviles, y en las idas y venidas de pilotos en el suelo, la
relación de los movimientos entre los testigos y los platillos o los pilotos no
es el producto del azar: poseen un carácter de relación anecdótica y
pormenorizada que implica directamente la intervención de una inteligencia.
A fin de cuentas, no hay otra interpretación «cómoda» (pero en el estricto
sentido que a esta palabra da Henri Poincaré), salvo la que nos entregan los
testigos oculares: es decir, los platillos son máquinas pilotadas, pues
transportan pilotos.
Era una explicación demasiado simple para que, a la primera ojeada,
creyéramos a los testigos.
II

EL ORIGEN DE LOS PLATILLOS VOLANTES

P UESTO que los platillos son máquinas, el problema consiste ahora en saber
qué industria los fabrica.
Insistimos sobre el término «industria». Planteado así el problema, éste es
menos sutil y desesperado de lo que suele imaginárselo.
A pesar de la multiplicación de las manifestaciones de platillos en ciertos
períodos y en ciertas regiones, contadas fríamente día por día y país por país,
esas apariciones son raras. Como, por otra parte, esas máquinas poseen una
extraordinaria rapidez y sólo realizan esporádicas apariciones, podemos
pensar que ellas cruzan en número muy pequeño por el espacio.
En julio de 1952, período máximo para los Estados Unidos, Ruppelt sólo
anota 700 informes, esto es, un término medio de 23 por día. Si admitimos
una curva con ciertos días punta, podríamos admitir para estos días un total de
30 a 40 apariciones de platillos.
En Francia, durante las jornadas más congestionadas de octubre de 1954,
tenemos precisamente un máximo de 30 a 40 apariciones por día.
Durante la manifestación más numerosa, la de Oloron, que es aquella sobre
la cual tenemos mejores informes, el 17 de octubre de 1952, los testigos sólo
cuentan una treintena de platillos.
La concordancia entre esas tres cifras es significativa.
Poco importa que todos los pasajes de platillos no hayan sido vistos ni
señalados, pues recíprocamente numerosas apariciones no se refieren al
mismo platillo. No está, entonces, excluido que prácticamente los miles de
testimonios sobre manifestaciones de platillos deriven, en fin, de las idas y
venidas de unos treinta aparatos.
¿Quién los fabrica y les envía sobre nuestras cabezas?
La primera hipótesis, que es, al parecer, la más simple, sería que se trata de
máquinas secretas experimentadas por una gran potencia, un Estado muy
adelantado en la investigación técnica.
Podemos también imaginar la hipótesis de máquinas que pertenecen a un
puñado de sabios y conspiradores, por ejemplo, una pequeña base secreta
creada por sabios nazis escondidos en algún desierto de América del Sur.
El problema no consiste en decir que la primera hipótesis es verosímil y la
segunda no. Lo verosímil puede ser quimérico, y la realidad rocambolesca,
sobre todo en este tipo de materia.
El único método para abordar semejante problema es preguntarse qué tipo
de industria es capaz de producir este tipo de máquinas.
Hay que guardarse de imaginar hipótesis cuyo origen sea una forma
anecdótica. Hay que buscar sólo las necesidades básicas. A partir de hipótesis
anecdóticas podemos admitir cualquier cosa. Sólo la necesidad es el hilo de
Ariadna.

1. HIPÓTESIS DEL ARMA SECRETA TERRESTRE

Los platillos volantes se manifiestan sobre nuestro planeta. La primera


hipótesis que se presenta normalmente es que proceden del mismo planeta.
Esta hipótesis no carece de serios argumentos.
1) Ningún hecho positivo, tangible y visible prueba que posean un origen
extraplanetario. Cierto es que la talla de los pequeños pilotos y el hecho de
que portaban escafandras parecen indicar un origen extraterrestre, pero
siempre podemos hallar argumentos para discutir el valor de tales índices.
Como hay errores posibles de apreciación por parte de los testigos, la talla de
esos pilotos podría ser menos reducida. Podrían, por otra parte, ser objeto de
un reclutamiento especial. El tamaño de la escafandra derivaría de las
condiciones de vuelo de los platillos y servir, por otra parte, de camuflaje. La
guerra sicológica asume, día a día, métodos desconcertantes.
2) La aparición de platillos, si partimos de 1947, concuerda con el
desarrollo «fantástico» de la industria humana desde la Segunda Guerra
Mundial.
La aparición de platillos se inscribe, en efecto, en el período mismo en que
la industria terrestre entra en la era atómica y astronáutica.
La relación entre los dos hechos parece aún más clara si tomamos en
cuenta que tanto Ruppelt como Keyhoe dicen que los platillos «se
interesaban» especialmente en los aeropuertos, en los centros de ensayo
secretos para cohetes y en las bases atómicas. Podemos, entonces, suponer
que los productos clandestinos de otra industria terrestre acababan de espiar la
industria norteamericana de vanguardia. Dicho de otro modo: que los platillos
sólo podían ser «el ojo de Moscú».
En este sentido inverso, otros hacen valer la «fantástica» diferencia que
hay entre las capacidades de los platillos y las realizaciones de la industria
terrestre. En esa época, y sólo para quedarnos con este aspecto del problema,
los aviones terrestres no sobrepasaban los 1.000 km/h; hallábanse, pues, por
debajo de la barrera del sonido, mientras los platillos la franqueaban con toda
desenvoltura.
Desde el comienzo, Kenneth Arnold atribuyó a los platillos una velocidad
de 2.700 km/h. Numerosas observaciones han confirmado o sobrepasado esta
estimación, atribuyendo a los platillos velocidades que fluctúan entre 8.000 y
10.000 km/h, por ejemplo, sobre Washington (M.I., p. 98), o incluso en White
Sands, según Mac Laughlin, 12 km/seg, esto es 40.000 km/h (R., p. 98). Lo
cual quiere decir que en esa época —en 1948— los platillos poseían una
velocidad al menos igual a la velocidad de liberación relacionada con la
atracción terrestre. En 1948 no se podía pensar en velocidad semejante y se la
habría considerado utópica e irrealizable, salvo en un futuro muy lejano. Los
proyectos de la astronáutica eran objeto de mofas o postergados para las
calendas griegas. De allí, entonces, la alternativa: para unos, los más
«entusiastas» y más escasos, los platillos eran, sin duda, marcianos; para
otros, más numerosos, los platillos sólo eran una ilusión, no importa el
conjunto y la precisión de los testimonios:
El hecho es que la capacidad de la industria terrestre ha seguido una curva
«fantástica» y en una docena de años ha sido capaz de alcanzar ciertas marcas
de platillos.
Desde entonces, en efecto, la aviación ha franqueado la barrera del sonido,
esto es, 1.200 km/h, y no cesa de quebrar marca tras marca más allá de lo que
se creía infranqueable.
También se pensaba que era imposible que pilotos humanos pudieran
soportar aceleraciones tenidas por «fantásticas». Cierto es que todos los
problemas están lejos de ser liquidados en este orden del problema, pero el
hecho es que en 1958 un «Trident» subió a 15 kilómetros de altura en dos
minutos y cincuenta segundos, lo cual parecía imposible.
Desde los lanzamientos de cohetes, todas las marcas de velocidad y
alcance de los platillos han sido alcanzadas.
El 4 de octubre de 1957, el primer «Sputnik» alcanza 900 kilómetros de
altura y una velocidad de 29.000 km/h.
El 2 de enero de 1959, el cohete «Solnik» alcanza la velocidad de
liberación (algo más de 11 km/seg); su cabeza escapa definitivamente a la
atracción terrestre, y parte a miles de kilómetros de nuestro planeta.
Pilotos de aviación y de cohetes son lanzados en la misma aventura. El
cuerpo humano soporta victoriosamente aceleraciones tenidas por mortales.
De esta manera, dieciséis años después de la aparición identificada de los
platillos volantes, la industria terrestre alcanza oficialmente, como los
platillos, la velocidad de liberación interplanetaria.
Desde luego no todas las pruebas de los platillos han sido superadas. El
cohete es aún la única máquina que haya alcanzado las velocidades y las
alturas de los platillos, pero es infinitamente más pesada y rígida.
La aparición de platillos en nuestra época no es una «monumental
incongruencia» como habría sido hace sólo cincuenta años: se coloca en
1947, exactamente entre las V-2 (1944) y los primeros cohetes lanzadores de
satélites (1957); entre las primeras explosiones atómicas (1943) y las primeras
explosiones termonucleares (1953-1954).
Dicho de otra manera: su carácter «fantástico» débese a un desfase, a una
enorme diferencia de grado y no de naturaleza. La aparición de platillos, en
cuanto máquinas terrestres, se coloca en nuestro proceso histórico justo en el
momento en que la humanidad está en vías de plantear prácticamente el
problema de la exploración interplanetaria.
Hay diez años de desfase entre las primeras apariciones de platillos
reconocidas (1947) y los primeros lanzamientos de satélites artificiales
(1957).
Esta coincidencia es extraordinaria, pues los platillos nos vienen a dar
prácticamente resuelto el problema de la navegación interplanetaria, en el
momento en que la humanidad hace sus primeros pinitos en ese mismo
camino.
Es tentador, entonces, pensar que tal coincidencia sólo puede explicarse
por el común origen de los platillos y cohetes. Es la hipótesis más verosímil.
Los platillos serían, pues, el producto clandestino de una industria terrestre
que se beneficia de quince a veinte años de adelanto sobre las otras. Dada su
inmensa importancia en el plan militar, estaría celosa y secretamente guardada
esperando el día D.
Pero creemos que ninguno de estos argumentos basta para que admitamos
el origen terrestre de esas máquinas y que incluso podemos demostrar lo
contrario.
Hay, es cierto, una extraordinaria coincidencia en el hecho de que los
platillos, máquinas interplanetarias anónimas, aparecen en el espacio terrestre
durante los mismos años en que la humanidad trabaja activamente en la
construcción de máquinas interplanetarias. Pero el desfase no se reduce al
intervalo de diez años, entre 1947 y 1957. Hay una increíble diferencia entre
el poder masivo, rígido, de los cohetes y la maravillosa soltura de los platillos,
es decir, entre las ciencias y las industrias que ellos presuponen.
Si los platillos han alcanzado la velocidad de liberación interplanetaria,
poco importa que su origen no sea marciano: tienen la posibilidad de ir a
Marte. Dicho de otra manera, deben dominar y monopolizar el espacio
interplanetario, lo cual les otorga un poder infinitamente superior al de
cualquier otra civilización industrial.
En el plano aeronáutico, en el estado actual, los platillos detentan la
maestría absoluta en el planeta. Aunque en número muy reducido, tendrían la
posibilidad de liquidar en el suelo todos los aviones y cohetes con que
cuentan las grandes potencias. Poseerían en cualquier momento el poder de
producir un gigantesco Pearl Harbour.
Pero el tiempo ha pasado desde 1947, y esa posibilidad se hace cada día
más remota. Y el secreto corre el riesgo de ser descubierto. Y si se trata de un
secreto terrestre, ¿no habría terminado por filtrarse? Cada día la industria
humana progresa. Ya hemos visto las inmensas conquistas que ha realizado en
esos dieciséis años que van de 1947 a 1963: la ruta de la navegación
interplanetaria se abre oficialmente a la humanidad.
Sería inconcebible que los constructores de platillos de origen terrestre
dejaran pasar una oportunidad de tal importancia.
Lo cual no es imposible, pues, en otro sentido, los Estados Unidos
mantuvieron durante cuatro años (de 1945 a 1949) el monopolio del arma
absoluta, con la bomba atómica, y dejaron escapar su monopolio.
Poco importa: los verdaderos argumentos no se hallan en las intenciones
de los constructores, sino en las nociones mismas de máquina y arma secreta.

A) La noción de arma secreta* es inseparable de la noción de recinto


custodiado
Dígase lo que se quiera sobre la dificultad de guardar un secreto militar o
sobre la capacidad que poseen ciertos Estados de guardar tales secretos, o
incluso acerca de la utilidad primordial que pueden tener los platillos para el
espionaje anónimo, etc., todas estas consideraciones son secundarias.
El principio determinante es que, por definición, un arma secreta es no sólo
un arma cuya naturaleza se esconde y preserva —secretos de fabricación, es
decir, la existencia misma—, sino que, sobre todo, se trata de un arma que se
esconde celosamente y vigila dentro de un recinto custodiado.
El interés capital del arma secreta es la sorpresa. Debe actuar masivamente
el día D y producir el mayor resultado posible antes de que el adversario haya
tenido tiempo de preparar la respuesta, pues a partir de esta fase inicial de
ruptura, cuando el adversario comienza a reaccionar, el efecto del arma
disminuye.
Así, durante la guerra de 1914 los gases asfixiantes, y durante la Segunda
Guerra Mundial las V-1 y V-2, fueron incapaces de romper, de un solo golpe,
la resistencia del adversario, y en cambio las dos bombas de Hiroshima y
Nagasaki bastaron para decidir la guerra.
Es necesario, pues, guardar hasta el último minuto el secreto de esta arma
y sustraerla a toda divulgación.
Pero ¿de qué serviría guardar el secreto si se muestra esta arma por todo el
mundo?
Sólo se fabrican armas secretas en los laboratorios y en los arsenales
prohibidos; se las experimenta en o sobre zonas prohibidas. Lo característico
del arma secreta es que se halla enclaustrada, guardada en el interior de un
recinto prohibido.
Podemos admitir que circule, en caso de absoluta necesidad,
cuidadosamente camuflada y protegida, en el interior de las fronteras del
Estado que la produce.
En resumen: toda arma secreta está, por definición, instalada dentro de un
perímetro herméticamente cerrado, vigilada por armas clásicas.
Sólo cuando llegue la hora H se la lanza contra el enemigo en aquel mismo
momento en que, se piensa, éste será abatido antes de que haya tenido tiempo
de mirar el arma que le destruye.
Mientras los platillos sólo aparecían dentro del territorio de los Estados
Unidos, en 1947, podíamos suponer que se trataba de un arma secreta
experimentada por los Estados Unidos. Pero hoy sabemos que, desde hace
dieciséis años, los platillos se han mostrado sobre todas las regiones del
mundo. Podrían, debido a un accidente o un desperfecto, caer sobre no
importa qué territorio de no importa qué Estado a merced de cualquiera.
Los platillos volantes no pueden ser, entonces, un arma secreta.
El caso de los U-2 y de los satélites artificiales no modifica los principios
esenciales del problema: sólo complica las aplicaciones.
Los U-2 y los satélites artificiales no se desplazan en el espacio ordinario.
Se hallan fuera de alcance, debido a sus distancias específicas y a los
medios técnicos privilegiados de que disponen.
La operación presenta, además, siempre un riesgo, como se puede ver
cuando uno de los U-2 fue derribado por un nuevo tipo de cohete o cuando un
«Sputnik» mal lanzado cae en territorio extranjero.
Si los constructores de tales máquinas aceptan correr estos riesgos se debe
a que precisamente, a falta de guerra total, hay una guerra tecnológica larvada
entre las dos grandes industrias rivales que se disputan, sobre nuestras
cabezas, la hegemonía del mundo.
La excepción confirma la regla. Obliga a secretos parciales, pero
indispensables en cada fase del desarrollo.
No hay nada en común entre hechos semejantes y los aterrizajes de
platillos, esto es, el descenso de máquinas totalmente nuevas, a ras de tierra, a
merced de no importa qué pueblo extraño a su producción.

B) La noción de máquina es inseparable de la noción de accidente


A la proposición que acabamos de sostener sobre el arma secreta podría
objetársenos que, efectivamente, los platillos jamás han sufrido desperfectos o
accidentes y que, por lo tanto, el secreto ha sido muy bien guardado a pesar de
las imprudentes evoluciones de los platillos sobre todas las regiones del
mundo.
Pero no es una objeción. Al contrario.
Pues la noción de accidente es inherente a la noción de máquina.
Es un hecho que rechazamos, de inmediato, la noción de accidente cada
vez que subimos a un automóvil, a un vagón o a un avión. Sólo nos
sorprendemos momentáneamente por los accidentes de ferrocarril, y leemos
impávidos en los periódicos el anuncio de accidentes de automóviles. Nos
sentimos escandalizados si alguien compara el número de accidentes
automovilísticos con los que produce una guerra, tan poco pesan en nuestra
conciencia las víctimas del tránsito. Creemos que es banal, anodino e inocente
sacrificar, sobre todo en los días feriados, tantas vidas humanas sobre el
impoluto altar de la mecánica carretera. Nos hemos hecho más sensibles a los
horrores de la guerra, pero nos hemos hecho totalmente insensibles a las frías
atrocidades del mundo de las máquinas.
No sabemos qué inmenso rescate humano se disimula tras el prodigioso
desarrollo de la jurisprudencia sobre accidentes de derecho común, de la
legislación especial sobre los accidentes del trabajo, de las compañías de
seguros y de la oficina de seguridad social consagrada a la reparación
pecuniaria de los accidentes de trabajo. Inexorable contrapartida del mundo
de las máquinas, esta enorme burocracia está constituida sobre la base misma
del accidente. Para nosotros el accidente sólo es algo aleatorio; para esa
burocracia, necesidad constante.
En resumen: en el mundo de las máquinas el accidente se eleva a la altura
de una institución que gasta cientos de miles de millones.
Es necesario agregar a los accidentes que entrañan peligros corporales y
gastos materiales el inmenso campo de los accidentes puramente técnicos:
desperfectos de todo tipo que obligan a revisar periódicamente todos los
vehículos y que incluso les detienen brutalmente en pleno viaje. Si sólo se
trata de un automóvil sobre una carretera o de una locomotora, no es grave;
pero el problema cambia cuando se trata de un avión que planea sobre el mar,
la jungla o una gran ciudad.
Pues si la noción de accidente es inherente a la de máquina, más inherente
aún es a la de máquina volante.
Más aún si la máquina volante es un prototipo de un género absolutamente
nuevo.
Frente a esta condición inexorable de las máquinas en la humanidad
contemporánea, ¿cuál es la situación de los platillos?
En los Estados Unidos, desde el comienzo, se habló de accidentes e incluso
de catástrofes ocurridas a los platillos. Pero hemos visto que sólo se trata de
rumores desprovistos de toda prueba y provenientes de fuentes sospechosas,
sobre todo en el caso de Scully. No podemos, pues, tenerlos en cuenta.
En cambio, ningún testimonio serio habla de accidentes.
Hay una contraprueba muy importante.
Aunque simples desperfectos hubieran afectado a máquinas «marcianas»,
conducidas por pilotos «marcianos» incapaces de comprender a los nativos de
la Tierra y de hacerse entender, no hay necesidad de palabras en casos
semejantes. Es la misma máquina, por su solo comportamiento, por su
inmovilidad forzada, al menos momentánea, la que atestigua la situación en la
cual se encuentra.
Cada vez que un testigo conocido se encuentra a bocajarro con un platillo
volante, éste ha partido rápidamente emprendiendo el vuelo.
Concluyamos:
En dieciséis años, después de miles de apariciones de platillos, jamás se ha
comprobado un accidente o un incidente en detrimento de platillos volantes.
¿Qué línea aérea, por importante que sea, no ha sufrido jamás, en dieciséis
años, un accidente y un desperfecto?
Pero esto equivale a decir que entre nuestras máquinas y las máquinas
llamadas platillos hay, sobre este punto capital, una diferencia no de grado,
sino de naturaleza.
Se puede objetar con la bien conocida máxima según la cual no hay nada
perfecto en este mundo y que los platillos, por perfeccionados que sean, no
pueden ser perfectos. Pero se plantea mal un problema cuando se le toma bajo
un ángulo de generalización metafísica y en el basto sentido del hombre de la
calle.
¿Por qué nuestras máquinas, tarde o temprano, sufren accidentes técnicos
(desperfectos e irregularidades) y accidentes en el sentido perjudicial del
término?
En primer lugar, porque ellas no forman unidades realmente orgánicas. Por
bien construidas que estén, están hechas de piezas y de trozos. Se mueven por
fuerzas motrices de un poder totalmente desproporcionado a su capacidad de
resistencia en caso de un choque con un cuerpo extraño. Su estructura es
hueca y esencialmente dislocable, en tanto que su velocidad es prodigiosa.
Son incapaces de reaccionar espontánea y preventivamente, sea para reparar,
en un tiempo breve, las deficiencias internas que puedan provocarse o para
solucionar los obstáculos exteriores que ven surgir.
En esto, pues, difieren esencialmente nuestras máquinas de los seres vivos.
Todo barco puede naufragar. Un pez no se ahoga: el agua es su elemento.
Todo avión puede caer y estrellarse contra el suelo o sumergirse en el mar.
Un pájaro no cae; se posa en el suelo. Cierto es que puede extraviarse en el
mar, ser transportado por un tifón, ahogarse o estrellarse; pero en condiciones
normales de vuelo, dentro de su hábitat, no puede accidentarse: se halla en su
elemento.
La resistencia de los insectos es aún más prodigiosa.
En el ser vivo hay una doble adaptación que ignoran las máquinas: está
hecho de un solo bloque, está orgánicamente compuesto y sin cesar se repara
a sí mismo, se hace de nuevo; por otra parte, se adapta a su medio; su
resistencia y su velocidad, todo su comportamiento forma armoniosas
coordenadas que le ponen normalmente al abrigo de accidentes y catástrofes
propias de las máquinas.
Hay, pues, una diferencia radical entre el ser vivo y la máquina.
Pero esta diferencia sólo es cierta en el estado actual de nuestro desarrollo
científico y técnico.
Sabemos que la cibernética y la automación tienden a suministrarnos
máquinas que saben gobernarse a sí mismas, es decir, armoniosa y
espontáneamente están adaptadas a la situación exterior. La prevención de
accidentes por medios automáticos se encuentra aún en la infancia. Pero
podemos imaginar automóviles condicionados para detenerse por sí mismos,
en el tiempo preciso, antes del accidente, tan fácilmente como la escalera del
metro se pone en movimiento cuando el primer viajero atraviesa el umbral del
rayo invisible.
Podemos imaginar máquinas que forman unidades orgánicas dotadas de
redes de autocontrol y de sistemas internos de detección que les permitan
prever sus fallos y ser capaces, si no de repararlos, por lo menos de dirigirse
preventivamente por sí mismas hacia las instalaciones de reparación.
Es entonces perfectamente posible imaginar nuevas máquinas que
sobrepasen un estado elemental de construcción y de comportamiento para
llegar a un estado de regulación y de adaptación espontáneas tanto en el
interior como en el exterior.
Entramos ya en la curva que va del primero al último estadio. La
complejidad creciente de nuestras máquinas es el signo de la realización
misma.
Pero nuestros progresos, sin duda admirables, no son más que parciales.
No se han reunido hasta ahora en un solo haz orgánico capaz de funcionar en
conjunto de manera casi infalible.
En resumen: el problema, inmenso, que aún nos queda es el de lograr la
casi perfección de lo que Ducrocq llama la automación biológica en su
hermoso libro sobre la Lógica de la vida.
Normalmente son posibles la cibernética y la automación.
En ese momento nuestras máquinas podrán moverse en el espacio como el
pez se mueve en el agua; pasarán de la época del riesgo a la de la casi
absoluta seguridad.
Y entre ellas y nuestras actuales máquinas habrá más diferencias que entre
nuestros actuales aviones y el avión de Blériot.
Entre esos dos tipos de máquinas no hay sólo la diferencia que existe entre
dos invenciones, dos industrias y dos técnicas: hay una diferencia radical de
civilización tecnológica.
Entre las dos hay toda la distancia que debe llenarse por la realización
completa de programas de la cibernética y la automación.
Nos hallamos en el umbral de esta nueva civilización técnica, pero sólo en
el umbral. Es posible que rápidamente lleguemos hasta la cima. Salvo que no
lo hayamos hecho ya y que nos quede no una invención que encontrar o un
progreso que realizar, sino un formidable conjunto de invenciones y de
progreso que cumplir para llegar a esa cima.
Ahora bien: después de dieciséis años, y luego de miles de apariciones, los
platillos volantes no han sufrido ningún accidente, ningún desperfecto. Es la
prueba formal de que entre esas máquinas y las nuestras hay, sobre este punto
capital, una diferencia no de grado, sino de naturaleza.
Los platillos no se encuentran en la era del riesgo, sino en la era de la
seguridad. Cuando nosotros apenas hemos franqueado el umbral de la
civilización cibernética, ellos han pasado el último umbral de realización.
Esta conclusión es totalmente incompatible con la hipótesis del origen
terrestre de los platillos. La única explicación posible es que ellos vienen de
una civilización extraterrestre.
Es lo que se denomina la solución «marciana».

2. LA HIPÓTESIS «MARCIANA»
Subrayemos, porque es necesario, que en el estado actual no poseemos
ninguna prueba directa y positiva del origen extraplanetario de los platillos.
Si a un arqueólogo le es posible, por ejemplo, demostrar el origen romano
o egipcio de un objeto, a través del análisis de su estructura y de sus diversos
aspectos, no tenemos nada que testimonie el origen radicalmente «exótico» de
los platillos y sus pilotos.
Por extraordinarios que parezcan los platillos y sus efectos de todo tipo,
nada de típicamente extraterrestre hasta ahora se nos ha revelado.
Incluso el aspecto exterior de los pilotos no es lo suficientemente extraño
como para que nos sea prueba irrecusable de su origen extraterrestre.
Su pequeñez podría ser efecto de falsas apreciaciones de los testigos o de
un reclutamiento especializado. Incluso sus escafandras hay que cargarlas a la
cuenta de las necesidades tecnológicas y del camuflaje que la guerra
sicológica inventa.
Se puede demostrar objetivamente la objetividad del fenómeno platillo. Se
puede demostrar que se trata de máquinas, pues los testigos declaran
formalmente haber visto máquinas, y el conjunto de sus testimonios forma un
todo coherente y sólido.
Pero los testigos no pueden dar fe del origen marciano o no marciano,
terrestre o no terrestre de tales máquinas. No pueden, incluso, afirmar el
carácter específicamente extraterrestre y «marciano» de los pequeños pilotos.
Sólo podemos llegar a la hipótesis «marciana» a través de la prueba
negativa: la doble imposibilidad de admitir que una potencia terrestre,
productora de auténticos platillos volantes, los arriesgue fuera de su territorio,
y que los platillos volantes, después de dieciséis años y de miles de
apariciones, no hayan sufrido ningún accidente conocido, incluso el más
benigno: un simple desperfecto.
Con la hipótesis marciana, esta situación queda traspuesta. Se puede
perfectamente admitir que un pueblo extraterrestre se encuentre ya en la
cumbre de esa civilización cibernética que nosotros apenas comenzamos a
descubrir.
De los «marcianos» lo más que se puede decir es que, por ahora,
realizamos un asedio a la hipótesis «marciana». Nada más ni nada menos.
Debemos agregar otras observaciones.
Sobre el término «marcianos».
Desde luego no nos vale como certificado de nacimiento. Por extraterrestre
que por definición sea la civilización desconocida que examinamos en este
momento, nada nos garantiza que su hábitat natural sea el planeta Marte. Pero
el término «marcianos» es el más cómodo. En nuestras representaciones
cósmicas, hace ya mucho tiempo que el planeta Marte ha polarizado para
nosotros la idea de civilización extraterrestre: este planeta es uno de los que
están más cerca, pues es el único para el cual podemos imaginar condiciones
de vida más cercanas a las nuestras.
Podemos entonces, sólo por comodidad, emplear el término «marciano»,
pero dejando bien en claro que no de manera exclusiva. Aunque esta hipótesis
se verificara, no resolvería el problema de saber si se trata de nativos o de
colonizadores de Marte*: tampoco anula la probabilidad de admitir la
existencia de lugares de relevo, sobre todo la Luna y satélites artificiales.
Sobre el aspecto «fantástico» de esta hipótesis.
Podemos pensar que esta hipótesis es fantástica, en el sentido de insólita y
trastornante. Se puede afirmar que no hay ninguna prueba positiva y directa
de la existencia de los marcianos, y postergar la célebre cuestión de los
«canales» y de los satélites, tal vez artificiales, de Marte. Pero podemos
afirmar que no tenemos la más mínima prueba positiva y directa de la
inexistencia y de la imposibilidad de existencia de los marcianos.
En cuanto a las pruebas indirectas, que a menudo se esgrimen contra los
marcianos, y que derivan, por ejemplo, de la insuficiente presión atmosférica
sobre el planeta Marte, o de la composición de esa atmósfera, todas son
conjeturables. No se trata de que pongamos en duda las importantes
informaciones de la astronomía moderna sobre estos puntos. Se trata de que
las conclusiones que de allí se extraen son prematuras. No podemos borrar de
un solo plumazo importantísimos problemas biológicos de los cuales nada
sabemos*.
No se puede negar, a priori, la existencia de los marcianos, salvo que nos
apoyemos en los mismos métodos de pensamiento exactamente parecidos a
aquellos que negaban antaño la existencia de los antípodas, debido a su
inhabitabilidad.
Poco a poco nos hemos desembarazado de geocentrismos en astronomía,
pero no totalmente de antropocentrismos.
El problema está, entonces, en suspenso mientras no hayamos observado
de cerca al planeta Marte o mientras los marcianos no se nos hayan acercado
para echarnos una ojeada.
Ahora bien: esta última alternativa es precisamente el problema que
plantean los platillos volantes.
Sobre la coincidencia entre las apariciones de «marcianos» y nuestra entrada
en la era interplanetaria.
Esta coincidencia tiene algo de extraño.
A partir de 1947, fecha de las primeras apariciones «oficiales» de platillos,
y hasta 1957, fecha del lanzamiento de los primeros satélites artificiales, sólo
hay diez años. Diez años es un espacio ínfimo comparado con las mediciones
de las edades biológicas e incluso si los comparamos con las de la historia de
la humanidad. ¿Qué azar increíble ha impulsado a los «marcianos» a explorar
la Tierra en el preciso instante en que nos preparamos a explorar Marte?
¿Cómo admitir tal sincronismo entre la llegada a la era astronáutica en dos
planetas diferentes si geológica y biológicamente Marte es, o parece ser, un
planeta más «viejo» que el nuestro, y la edad geológica y biológica de un
planeta no puede condicionar estrechamente el ritmo de su desarrollo
histórico y técnico?
Ya hemos destacado el carácter relativo de esta coincidencia al subrayar
que si nuestras máquinas abordan ya la era cibernética, atómica e
interplanetaria, los platillos han franqueado toda esa etapa en la cual nosotros
acabamos de entrar. Pero en este caso el argumento no tiene el menor peso,
pues aunque estamos muy atrasados en el plano cibernético, no menos cierto
es que hay una increíble coincidencia entre las manifestaciones de platillos a
partir de 1947 y nuestros preparativos interplanetarios.
Más vale preguntarse cuál sea la naturaleza real de esta coincidencia. ¿Es
absoluta o relativa?
1947 puede ser una fecha decisiva. Marca el momento en que el fenómeno
platillo aparece de manera casi oficial y masiva ante la conciencia pública.
A partir de 1947 hemos entrado en la Historia de los platillos.
Esto no significa que no haya habido una prehistoria de los platillos. Si la
admitimos, no cambia en nada el hecho del problema de esa coincidencia,
pero la significación sí. No podríamos decir entonces que, por un prodigioso
azar, los platillos han venido por primera vez a la Tierra diez años antes de
que lanzáramos nuestros primeros cohetes interplanetarios. No habría, pues,
ninguna coincidencia sorprendente entre las grandes fechas del desarrollo
interplanetario de las civilizaciones marcianas y terrestres. Los orígenes de la
era interplanetaria, desde el marciano, podrían retroceder a una fecha
indefinida. 1947 sería sólo la fecha en que nos cercioramos de las incursiones
de platillos en las vecindades de la Tierra, sin duda debido a la frecuencia de
tales incursiones. Esta nueva hipótesis puede parecer extraña, y volveremos a
ella. Mientras lo hacemos, prosigamos.
Retomemos el problema principal: comprobamos la decisiva importancia
de 1947. El problema es investigar la causa y la significación.
Los partidarios del origen marciano de los platillos dicen que se debe a las
explosiones atómicas. Suponen que ellas habrían inquietado a los marcianos
de tal manera, que habrían decidido venir a vigilarnos.
Aquí aparece, sin duda, el mito del salvador, como lo vemos en la historia
de Adamsky, o en el filme El día en que la Tierra se detuvo, o en muchísimas
novelas de ciencia-ficción. No podemos ahora explayarnos sobre este
problema; pero aquí se produce una curiosa transferencia de la imagen de los
dioses protectores que vienen desde el cielo, dioses de la mitología y la
religión, a estos nuevos salvadores y protectores interplanetarios. Pero la
existencia de un mito no basta para excluir la presencia de una realidad
análoga. Icaro no excluye a Blériot, ni Prometeo a Franklin.
Dejando a un lado el problema de los mitos, preguntémonos si los
marcianos (en el sentido original, al menos «célico», del término) no tendrían
muy serias razones para observarnos con particular atención a partir
justamente de 1947.
Ahora bien hay una coincidencia muy importante en el hecho de que
nuestras primeras explosiones atómicas datan de 1945.
¿Basta con este argumento? Desde luego las explosiones atómicas, si se las
lleva a un grado supremo de potencia, pueden representar un peligro que
desbordaría la especie humana y el planeta.
Podemos pensar, sin duda, que el poder de provocar explosiones atómicas
es un test, el signo mismo de una civilización que sale de la era industrial del
vapor y de la electricidad para entrar en las eras astronáuticas. Este aspecto
puede parecer menos grave, menos inquietante e incluso menos catastrófico.
No estamos seguros de que, visto desde el otro lado del espacio, desde Marte,
esta significación no sea temible. Pues de una mutación de la industria
humana de esa naturaleza resulta que en breve tiempo los terrestres podrán
lanzarse a la conquista de Marte mediante cohetes que posean armamento
atómico.
Aclaremos, de paso, que a medida que el tiempo pasa se oscurecen ciertos
aspectos del problema en tanto se aclaran otros. Hemos olvidado que antes de
1947 el número de explosiones atómicas fue ínfimo. Se han producido tres en
1945: la de Alamogordo, la de Hiroshima y la de Nagasaki. Pero ¿y después?
Según Shepley, durante este período sólo se habrían producido ocho
explosiones atómicas (comprendidas las dos contra Japón) realizadas por los
norteamericanos, y la primera explosión soviética, que dataría de 1949 (La
guerra secreta alrededor de la superbomba, página 152). En todo caso, cerca
de media docena de explosiones atómicas sobre la Tierra antes de que los
platillos se manifestaran en junio de 1947.
Este hecho, importantísimo para nosotros, ¿sería observado desde Marte?
Lo dudamos. Y sin embargo, uno lee el libro de Gérard Vaucouleurs sobre La
física del planeta Marte y no puede por menos de quedar estupefacto ante la
multitud de informaciones recogidas por nuestros astrónomos sobre la
atmósfera marciana, sobre sus vientos, nubes, climas y estaciones. Uno se
pregunta si no pasará mucho tiempo hasta que se pueda detectar una
explosión atómica en Marte. De tal manera que si damos vuelta al problema,
es decir, si suponemos que la astronomía marciana es mucho más antigua y
más perfeccionada que la nuestra, no hay nada increíble en suponer que haya
podido detectar de inmediato nuestras primeras explosiones atómicas. A
fortiori, si dispone de bases en la Luna y de satélites artificiales próximos a la
Tierra, cosa que no está excluida.
Tendríamos, pues, muy serias razones para pensar que la cercanía
espectacular de los años 1945 y 1947 no se debe a una coincidencia del azar,
sino a una larga cadena de intenciones y de casualidades. Podría entonces
suponerse que los marcianos observan la Tierra con gran cuidado desde hace
siglos, que han resuelto el problema de la astronáutica y se han limitado a
permanecer pasivos, vigilando de cuando en cuando la evolución de los
habitantes de la Tierra hasta el día en que se produzca un hecho radicalmente
nuevo: la entrada de los hombres en la era atómica, cibernética y astronáutica,
entrada que habría desencadenado, por parte de los marcianos, un enorme
desarrollo de las manifestaciones de máquinas destinadas a la vigilancia.
Sobre la actitud de vigilancia expectante adoptada por los «marcianos».
Toda alusión a la hipótesis marciana acerca del origen de los platillos
suscita, casi de manera mecánica, la siguiente réplica: si se trata de auténticos
marcianos, ¿qué esperan para relacionarse con nosotros?
El problema parece aún más difícil si tomamos en cuenta que los
marcianos nos observan desde antes de 1947.
Por supuesto juzgamos conforme a nuestros criterios, pues imaginamos
que si nuestros cohetes llegaran a Marte, nuestros pilotos no perderían un
minuto en relacionarse con los marcianos si los hubiera.
No nos hagamos ilusiones sobre nosotros mismos. Sólo en las novelas de
ciencia-ficción el héroe, apenas llega a un planeta, entra en contacto, de
inmediato, con sus habitantes.
En la práctica, las etapas serán más bien prolongadas, y significarán todo
tipo de pruebas y de umbrales intermedios que franquear.
Antes de llegar al suelo de otro planeta sería por lo menos prudente
proceder a una larga fase de observaciones a bordo de satélites artificiales.
He aquí, pues, una primera etapa en la cual no se había pensado.
Si el planeta explorado, Marte por ejemplo, ofrece, visto de cerca, rasgos
inconfundibles de civilización o sólo de vida biológica, ¿nos dispensaríamos
de largos estudios antes de arriesgarnos a llegar a su superficie? En este
sentido, la hipótesis de Wells (los marcianos son aniquilados en La guerra de
los mundos, debido a los microbios terrestres) está lejos de ser una fantasía
carente de base. Si recordamos los problemas que se plantearon sobre la
Tierra al desencadenarse catastróficas enfermedades en el curso de invasiones
y de migraciones humanas, es evidente que toda expedición interplanetaria
deberá, sin duda, proceder al inventario de los microbios, virus y otros
gérmenes de enfermedad del cual podría ser portador otro planeta, y resolver
los problemas profilácticos así planteados si no se quiere que la admirable
conquista de la astronáutica acabe en una espantosa catástrofe para la
humanidad.
Es poco probable que tales problemas se resuelvan en pocos días. ¿Cuántos
años se necesitarán? ¡Qué hermosa lección nos daría la Historia!: lanzarnos a
una vertiginosa velocidad en la astronáutica para que se nos imponga una
prolongada espera que parecería indefinida, odiosa, incluso tal vez
interminablemente provisoria sobre uno de nuestros satélites marcianos.
Nuestros astronautas verían muy cerca, y por mucho tiempo, la inmensidad de
la superficie que cubre las tres cuartas partes del planeta sin poder descender
allí, sin poder hacer otra cosa que coger, con grandes precauciones y por
sondaje, pruebas de un vida biológica llena de peligros desconocidos para el
organismo humano.
Los problemas son, recíprocamente, los mismos para los marcianos desde
el punto de vista terrestre. Este retraso, que nos parece extraño, tan extraño
hoy, lo comprenderemos muy bien mañana.
De nuevo nos enfrentamos, bajo una forma nueva, con el problema de
saber cuál es el alcance exacto de la fecha de 1947.
Si las incursiones de platillos volantes sólo comenzaron a partir de esa
fecha, resulta natural que sus pilotos hayan evitado todo contacto con la
humanidad, esperando llevar a cabo sus largos y minuciosos trabajos de
biología médica.
Si admitimos fechas más antiguas, es más difícil explicarse que no hayan
tenido tiempo de resolver sus problemas.
Es una razón menos perentoria.
Al revés, por temerario que nos parezca, podemos preguntarnos si esta
actitud de los marcianos no podría derivar de profundas razones sicológicas.
Por supuesto, ignoramos su sicología y, con mayor razón, qué motivos
podrían impulsarlos a observar la Tierra después de tanto tiempo y evitar, con
no menos perseverancia, el tomar contacto con sus habitantes.
Desde este punto de vista, el problema de saber lo que nosotros haríamos
en su lugar no tiene ninguna importancia y no constituye un motivo para
pensar que su comportamiento es ilógico.
Podemos ir más lejos y, a la luz de nuestro propio comportamiento,
preguntarnos si el comportamiento de los «marcianos» no es, simétricamente,
tan lógico como el nuestro.
Las manifestaciones de platillos nos han llenado de temores. ¿No ocurrirá
lo mismo por la otra parte? Nuestro comportamiento, desde el punto de vista
de los platillos, no tiene nada de fría racionalidad. Tiene que ver, al contrario,
con la debilidad humana.
Nuestro temor está, sobre todo, en función de nuestra ignorancia frente a
los platillos y, más aún, frente a los «marcianos». Pero, por otra parte, el
temor parece derivar esencialmente del conocimiento que los marcianos
tienen de nuestra existencia, nuestro comportamiento y los poderes que
estamos a punto de descubrir.
Tras el inmenso poder de los platillos sería dialécticamente verosímil que
pudiera esconderse una inmensa debilidad. ¿Cuál? Tal vez procedería
negativamente de la más sorprendente cualidad de los platillos: la seguridad
casi perfecta ¿no engendraría un horror insuperable al riesgo?
Una civilización cibernética debe, pues, estar dotada de una acción
defensiva muy sólida y permanente contra lo que podría significar para ella
el más grande de los peligros: nuestra propia existencia.
Ahora comenzamos a preocuparnos del peligro biológico que significa el
contacto con otros planetas: resulta extraño que no parezca menos peligroso el
contacto con otras humanidades. Las expediciones astronáuticas podrían muy
bien conducirnos no a la conquista de otros planetas, sino a un choque
catastrófico.
En cambio, pensemos lo que sería la invasión de la Tierra por alguna raza
más poderosa que la nuestra e implacablemente hostil.
Semejante posibilidad no tiene nada de extravagante. Sabemos lo que ha
ocurrido cada vez que se produjo un contacto entre pueblos de dos
continentes terrestres. Podemos imaginar sin gran esfuerzo lo que podría
ocurrir en el momento del encuentro de dos pueblos que pertenezcan a
planetas distintos.
Este riesgo no nos preocupa, tan convencidos estamos de que no hay
habitantes en Marte o Venus.
Los marcianos —si es que hay marcianos y. si son los dueños de los
platillos— se hallan exactamente en la situación inversa. Para ellos la Tierra
está habitada. Habitada por una inmensa población y a punto de llegar
rápidamente a la civilización atómica, cibernética y astronáutica.
Nada tiene de regocijante esta perspectiva para nosotros. Sobre todo si
consideramos que a los pilotos de platillos no les es necesario realizar largas
observaciones para comprobar en la superficie de nuestro planeta una
actividad guerrera ininterrumpida que vaga, de manera espasmódica, de una
región a otra del globo.
Durante miles de años los marcianos han podido quizás observar la Tierra
desde sus platillos e incluso permitirse algunos breves aterrizajes locales. No
habrían corrido ningún riesgo, pues la humanidad no poseía ningún vehículo
interplanetario, ni soñaba que tal vehículo pudiera existir. No podían, pues,
tocar un platillo ni comprender su funcionamiento.
Lo que cambia todo es el hecho de que la humanidad se comporta con una
mentalidad que es la de la era interplanetaria. Después de haber llevado a
cabo su primer vuelo de cohete por sus propios medios en dirección a Marte
puede comprender la naturaleza y el funcionamiento de un platillo.
Si, pues, la lógica no nos induce a error, aquí se encuentra toda la clave del
comportamiento de los platillos.
Por una parte, sus pilotos se acercan tanto para observar lo que ocurre en
nuestro planeta, para ver en qué momento de nuestro progreso tecnológico
nos encontramos.
Los platillos pueden y deben entonces acercarse lo más posible para
observar impunemente lo que ocurre sobre nuestro planeta, pero deben evitar
todo contacto pacífico que pueda significar un intercambio de conocimientos
entre los marcianos y los terrestres. Pues Marte no espera nada del
conocimiento terrestre: tendría las mejores razones del mundo para guardarse
muy bien de comunicar a la Tierra los secretos que garantizan su seguridad.
Tal situación sólo constituye la transposición en el plano interplanetario de
la situación de civilizaciones que en ciertas épocas se protegen mediante
cortinas de hierro, grandes murallas y prohibiciones de todo tipo.
En esos períodos de enclaustramiento todo extranjero representa un
peligro, pues se le considera, de antemano, como un espía. El primer
imperativo es prohibir los mapas, restringir lo más posible, si no
completamente, los vuelos sobre el territorio y en general su libertad de
movimientos.
El dominio de la astronáutica sería para los marcianos un juego de niños,
pero el problema cambia rápidamente de aspecto.
Dejar que los hombres se apoderaran de un solo platillo volante sería
entregarles los secretos de la astronáutica y de la cibernética marciana,
abandonarles «el arma secreta» por excelencia, abrirles el acceso definitivo,
tal vez, de la Gran Muralla de Marte, esa Gran Muralla que son varios
millones de kilómetros de espacio interplanetario. Es lógico entonces que los
marcianos prefieran evitar tal riesgo.
¿Cuál es la salida de esta situación?
Tal como se presenta hoy, esta situación podría eternizarse.
Es posible que los marcianos continuaran con rodeos, sin saber qué actitud
tomar. Mientras más se remonten en el tiempo sus incursiones sobre nuestro
planeta, más posibilidades hay de que estén atascados en una ronda estéril y
ambigua.
Pues la humanidad es numerosa, hormigueante; está enfebrecida por la
guerra, excitada por su prodigioso avance científico, técnico e industrial que
le ofrece el poder de derribar mundos. Los pilotos de los platillos han podido
registrar, sin gran esfuerzo, los grandes síntomas de esta fiebre en el plano
guerrero, atómico y astronáutico.
Y, por otra parte, ¿la población de Marte es tan numerosa, tan enfebrecida,
tan obsesionada por conquistar y progresar? No es seguro. Es más seguro
pensar que viven en una civilización segura, sin este tipo de problemas.
¿Es posible que en ellos pueda desencadenarse la violencia bajo forma de
guerras como las que conocemos?
No lo creemos. La ausencia total de violencia por parte de los platillos, la
actitud benévola y hasta timorata de sus pilotos en el caso de los aterrizajes,
así lo aseguran.
Hemos podido observar, en cierto número de incidentes, los efectos
inhibitorios que ellos emplean para detener a los hombres y sus vehículos
terrestres. No se excluye entonces que piensen usar el mismo método para
impedir que nuestras máquinas astronáuticas sobrepasen ciertos límites del
espacio interplanetario.
Entonces ¿el contacto será definitivamente postergado?
Es poco probable. Los métodos de protección puramente negativa jamás
han sido suficientes en la historia terrestre para prohibir, de manera definitiva,
el contacto entre dos civilizaciones. Por otra parte, el movimiento de la
humanidad hacia la exploración interplanetaria es demasiado poderoso para
que no se empeñe en encontrar el medio técnico de vencer todos los
obstáculos.
Por lo demás, el hecho de que los platillos viajen a tan baja altura a veces,
o se arriesguen incluso a aterrizajes, demuestra que el temor y el rechazo del
contacto no son las únicas reacciones de los pilotos «marcianos». Es probable
que en ellos exista una extraña tensión de la curiosidad natural que las
inteligencias tienen frente a otras inteligencias. ¿No sería ésta la causa de la
sorprendente y «estúpida curiosidad» de los pequeños pilotos?
El encuentro puede ser postergado. Puede producirse de una manera
imprevista, en medio de las más desconcertantes condiciones.
Y es inevitable.
CONCLUSIÓN

PROPOSICIONES FINALES

P ODEMOS resumir nuestro análisis en las siguientes proposiciones:

1) El fenómeno platillo no proviene de alucinaciones colectivas o


individuales.
2) El fenómeno platillo no proviene, ciertamente, de delirios colectivos o
individuales.
3) El contenido del conjunto de los testimonios humanos que se refieren,
con razón o sin ella, al fenómeno platillo revela un gran número de errores de
percepción.
Debemos admitir, con el profesor Piéron, que en el hecho de percibir el
papel que juega el error es normal.
Pues si es normal el error, no es menos normal la rectificación del error, sin
lo cual ninguna vida humana sería posible. Nada, en el cuadro del fenómeno
platillo, demuestra que los testigos han sido incapaces de rectificar sus
propios errores.
La masa de los testimonios nos entrega un cuadro general muy coherente.
No hay razón fundada para dudar de la autenticidad del conjunto de los
testimonios y de su valor objetivo.
4) Este valor está objetivamente confirmado en el plano geográfico y
geométrico por la existencia de líneas ortoténicas descubiertas por Aimé
Michel.
5) De estas cuatro proposiciones precedentes se deduce que la objetividad
del fenómeno platillo no es reductible a cualquier fenómeno más o menos
evanescente o falaz, sobrecargado de representaciones ilusorias: ellos prueban
la existencia de máquinas desconocidas que dirigen pilotos desconocidos.
6) A partir de 1947, por lo menos, esas máquinas sobrepasan a todas las
máquinas terrestres en rapidez y maniobrabilidad. Es el resultado formal de
todas las vanas tentativas de intercepción registradas por la Comisión Platillo.
7) Los platillos no son máquinas secretas fabricadas por una industria
terrestre. Pues sólo por un absurdo admitiríamos que las máquinas secretas
aterrizan en territorio extranjero. En el estado actual de la técnica actual de
nuestras civilizaciones terrestres no sería menos imposible admitir que
ninguna de esas máquinas haya sufrido un desperfecto o un accidente después
de miles de apariciones sobre todos los puntos del planeta y durante más de
dieciséis años.
8) La única hipótesis razonable es el origen «marciano» de tales máquinas.
La ausencia sistemática de accidentes e incluso de desperfectos
correspondería, entonces, al hecho de que esas máquinas serían el producto de
una industria que habría franqueado el último umbral de la civilización
cibernética.
Cuando hablamos de «marcianos» no queremos abanderarnos en el sentido
de saber si el planeta Marte ha dado nacimiento a una humanidad autóctona.
Sólo consideramos el hecho de que, en el estado actual de la astronomía, la
mayor parte, esto es, la totalidad de los otros planetas del sistema solar es
inhabitable por una especie análoga a la nuestra; mientras que, con medios
técnicos de gran poder, el planeta Marte podría ser colonizado. En resumen: si
los platillos volantes vienen de un planeta desconocido que pertenece a otro
sistema solar y, sobre todo, si el planeta Marte se encuentra deshabitado, los
poseedores de platillos volantes habrían podido colonizarlo para que les
sirviera de base de exploración dentro del sistema solar. En este sentido
habrían llegado a ser marcianos.
A partir de estas proposiciones podemos sostener las tres hipótesis
siguientes:
9) Es entonces verosímil que se haya producido una coincidencia fortuita
entre las primeras manifestaciones de la astronáutica «marciana» sobre la
Tierra y el nacimiento de la astronáutica sobre nuestro planeta. Hay entonces
que admitir que:
—por una parte, las manifestaciones de platillos se remontan a una fecha
muy anterior a 1947, aunque imposible de precisar,
—por otra parte, tales manifestaciones han crecido notablemente en
frecuencia, en cantidad y en tentativas de cercanía desde el nacimiento en la
Tierra de una industria que produce explosiones atómicas y lanza cohetes.
Las incursiones de platillos tendrían por objetivo no una conquista guerrera
ni un contacto pacifico: estarían destinadas a vigilar el peligro que representa
para otra «humanidad» interplanetaria nuestra expansión astronáutica.
10) Si nos referimos a las curiosas indicaciones suministradas por cierto
número de testigos sobre los efectos paralizantes que los platillos pueden
producir a su alrededor, podemos preguntarnos si los progresos de nuestra
astronáutica no poseerán en algún tiempo una acción paralizante del mismo
tipo.
11) En el estado actual, es imposible afirmar que los «marcianos» tomarán
la iniciativa para tomar contacto con nosotros. Pero fácil es prever que los
rápidos progresos de nuestra astronáutica llevan fatalmente a un encuentro
interplanetario.
MAPAS DEPARTAMENTALES DE TESTIMONIOS
QUE SE REFIEREN A SOBREVUELOS Y
ATERRIZAJES DE PLATILLOS VOLANTES, DE 1950
A 1960, EN FRANCIA

Los sobrevuelos están indicados por puntos negros; los aterrizajes, por
círculos.
Nótese que hay tres regiones principales alrededor de Saône-et-Loire,
Bouches-du-Rhôn y la Vendée.
No hemos indicado los testimonios que se refieren a pilotos humanos,
pues, como hemos visto, sólo pueden relacionarse con los platillos.
1950 - 51 - 52 - 53
1954 (enero a agosto incluido)
1954 (septiembre y octubre)
1954 (noviembre y diciembre) - 55 - 56 - 57 - 58 - 60
BIBLIOGRAFÍA

AGENCE FRANCE PRESSE. A.F.P.


FRANCE SOIR. F.S.
JOURNAUX DIVERS.
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(Corréa).
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— El expediente de los platillos volantes (Hachette). K.II.
CAPITÁN RUPPELT. — Frente a los platillos volantes (Edic. France- R.
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(Fleuve Noir).
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acción directa sobre el átomo (Ed. Mame).
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— Los misteriosos platillos volantes (Editorial Pomaire).
— Misteriosos objetos celestes (Arthaud). M.II.
MICHEL CARROUGES. — Nuestros antiguos dioses regresan sobre
platillos volantes (en Arts, n.º 10, octubre de 1952),
— Ensayo sobre las coincidencias en las «apariciones marcianas»
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— Los animales celestes ¿son más razonables que nosotros? (en
Table Ronde, enero 1955).
GEORGES BATAILLE. — La estructura sicológica del fascismo (en
Crítica Social, núms. 10 y 11).
GEORGES BEAU. — La primavera de las estrellas (Laffont).
DOLFUSS y BOUCHÉ. — Historia de la aeronáutica (Saint-Georges).
GEORGES DUMAS. — Lo sobrenatural y los dioses en las
enfermedades mentales (P.U.F.).
ALBERT DUCROCQ. — Descubrimiento de la Cibernética (Julliard).
— Lógica de la vida (Julliard).
CHARLES FORT. — El libro de los condenados (Deux Rives).
— Los libros de Charles Fort (Holt).
SIGMUND FREUD. — Sicopatología de la vida cotidiana (Payot).
PAUL GIRAUD. — Siquiatría clínica (Le François).
HUSSERL. — Ideas directrices para una fenomenología
(Gallimard).
JASPERS. — Sicopatología general (Alcan).
JUNG. — Un mito moderno (Gallimard).
LALANDE. — Vocabulario filosófico (Alcan).
LE BONN. — Sicología de las multitudes (P.U.F.).
DOCTOR E.-B. LEROY. — Las visiones de duermevela (Alcan).
MEYERSON. — Identidad y realidad (Vrin).
— La deducción relativista (Payot).
PIÉRON. — Vocabulario de Sicología (P.U.F.).
— Sicología experimental (Colin).
POINCARÉ. — La ciencia y la hipótesis (Flammarion)
PIERRE QUERCY. — Las alucinaciones (Alcan).
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(Flammarion).
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TAINE. — De la inteligencia (Hachette).
GÉRARD DE VAUCOULEURS. — Física del planeta Marte (Albin
Michel).
NORBERT WIENER. — Cibernética y sociedad (Deux Rives).
WOODWORTH. — Sicología experimental (P.U.F.).
Índice
INTRODUCCIÓN. El método sociológico
PRIMERA PARTE
HISTORIA DE LOS TESTIMONIOS
I - NOCIÓN DE TESTIMONIO
II - NOCIÓN DE PLATILLO VOLANTE
III - OBSERVACIONES NORTEAMERICANAS
1. La Comisión Platillo
A) Las alternativas de la Comisión
B) Falsificación de los informes
2. Principales testimonios de técnicos y sabios norteamericanos
A) Pilotos y operadores de radares
B) Especialistas en cohetes
C) Especialistas en globos-sondas
D) Especialistas en radiactividad
E) Astrónomos
IV - OBSERVACIONES FRANCESAS
1. Aterrizajes de platillos volantes en Francia durante los meses de septiembre y octubre de 1954.
A) Noción de aterrizaje
B) Los testigos
C) Situaciones de los testigos en el momento de la observación
D) Puntos de aterrizaje de objetos
E) Zonas generales de aterrizaje
F) Distancias entre testigos y objetos
G) Duración de las observaciones
H) Condiciones de visibilidad
I) Comienzos y términos de las observaciones
2. Análisis particular de ciertos aterrizajes.
V - EL PROBLEMA DE LOS PILOTOS
1. Pilotos de talla humana corriente
2. Los pequeños pilotos
3. Casos heterogéneos
VI - EFECTOS FÍSICOS
1. Efectos auditivos
2. Efectos paralizantes
3. Efectos calóricos
4. Contactos tangibles
5. Efectos fotográficos
6. Caídas de filamentos que se funden
7. Huellas sobre el suelo
VII - ESTRUCTURA GEOMÉTRICA DE LAS MANIFESTACIONES
VIII - LÍMITES HISTÓRICOS DEL PROBLEMA
IX - PROGRESO EN LAS MANIFESTACIONES
SEGUNDA PARTE
VALOR DE LOS TESTIMONIOS
I - ILUSIONES MATERIALES
1. Objetos volantes
2. Objetos en el suelo
3. Marcianos de pega
II - INVESTIGACIONES SOBRE LA NATURALEZA DE LOS ENGAÑOS DE LOS TESTIGOS
1. ¿Se trata de alucinaciones?
2. ¿Se trata de delirios?
3. ¿Se trata de errores de percepción?
III - VALOR POSITIVO DE LOS TESTIMONIOS
1. Rectificación de las ilusiones por los testigos
A) Reducción de ilusiones pro-platillistas
B) Reducción de ilusiones anti-platillistas (veinticuatro casos)
2. El conjunto del suceso y las ilusiones seudo-críticas
3. El condicionamiento de los testimonios
TERCERA PARTE
NATURALEZA Y ORIGEN DE LOS PLATILLOS VOLANTES
I - NATURALEZA DE LOS PLATILLOS VOLANTES
1. Hipótesis
A) Meteoros naturales
B) Subproductos erráticos de industrias locales
C) Producción-síntoma de un arma secreta
D) Máquinas desconocidas
2. Criterio del aspecto
A) Variación en la apariencia de los platillos
B) Máquinas de color metálico
3. Criterio de comportamiento
A) Movimientos generales de los platillos
B) Evoluciones combinadas de platillos
II - EL ORIGEN DE LOS PLATILLOS VOLANTES
1. Hipótesis del arma secreta terrestre
A) La noción de arma secreta es inseparable de la noción de recinto custodiado
B) La noción de máquina es inseparable de la noción de accidente
2. La hipótesis «marciana»
CONCLUSIÓN. Proposiciones finales
MAPAS
BIBLIOGRAFÍA
(*) En este sentido, debemos agradecer, especialmente, al señor Grandmougin, editorialista de Radio
Luxemburgo, las informaciones que tuvo la gentileza de enviarme en el otoño de 1954.
(*) Las referencias indicadas por iniciales están registradas en la bibliografía.
(*) Estaría reforzada, además, por otra observación, la de Fred Johnson (K.I., p. 36).
(*) Sólo hablemos aquí de los Estados Unidos. Según nuestro conocimiento, muy pocos hechos han
sido divulgados, a propósito de Canadá; pero debemos señalar que este país realiza investigaciones
sistemáticas centralizadas por un Observatorio especial situado en Shirley Bay (M.I., p. 258).
(*) Con mayor razón, los términos del comunicado constituyen un boletín implícito de victoria en
provecho de los platillistas, pues la existencia de los platillos volantes es admitida, en todo caso, como
fenómeno natural.
(*) Mujeres, en su gran mayoría.
(*) Mujeres, en su gran mayoría.
(*) No hay ninguna razón para achacar a los técnicos el conjunto de errores cometidos por los
profanos.
(*) En toda esta obra destacamos sistemáticamente las horas de 0 a 24 h.
(*) ¿Cuántos otros fueron enterrados en los cajones de la Comisión?
(*) El método de bloqueo burocrático podía, pues, funcionar impunemente.
(*) ¡La debilidad de estas últimas cifras no debe desilusionarnos. Los periódicos están cansados de
informarnos!
(*) Una luz roja o anaranjada en la mayor parte de los casos de aterrizajes nocturnos.
(*) El incidente está, además, corroborado por numerosos testimonios que señalan un objeto
semejante, hacia la misma hora, treinta kilómetros más lejos, en Foncaucourt, Santerre (M.II., p. 51).
(*) Apoyamos nuestro análisis en el informe sobre el caso tal como lo recoge Aimé Michel (M.II., p.
64).
(*) Véase la análoga incertidumbre de Dewilde.
(*) El señor Gatey no afirma nada, y su dibujo de la máquina da la impresión de rayos luminosos
más bien que de palas.
(*) Vale la pena destacar que la leyenda del rayo verde, tan difundida, no llegó a sugestionar a los
testigos.
(*) Véase, en este sentido, «Fenómenos insólitos del espacio», de Jacques y Janine Vallée, publicado
por Editorial Pomaire en el curso de 1967. El libro de Carrouges apareció en 1963 (N. de la T.).
(*) Comparar el caso, muy aislado, de Linke, en Alemania Oriental, en junio de 1952.
(*) Según otra versión, el asunto no fue sino una bufonada (M.I., p. 118).
(*) Aunque esta categoría está, en principio, excluida del presente trabajo, creemos indispensable
mencionarla aquí a modo de comparación.
(*) Es increíble que autoridades tan respetables como Lalande (v. Multitud sicológica) y Piéron (v.
Multitud) se refieran aún al Dr. Le Bon.
(*) Incluso el juicio del lector está habitualmente deformado por ese tema.
(*) Se advertirá que en otros casos, a través de los ventanucos sólo se aprecia la luz interior.
(*) Comparar con el tío-vivo de platillos del 31 de agosto de 1953, en Vernon, (G.I., p. 118).
(*) Todo se refiere al arma secreta que consiste en máquinas sólidas y no en rayos, como en la
hipótesis de las rampas para cohetes teleguiados.
(*) En el caso, por ejemplo, en que el origen de los platillos se hallara en otro sistema solar.
(*) Un sabio puede decirnos, y le asiste todo derecho, que, en el estado actual de la ciencia, la vida
biológica de una humanidad análoga a la nuestra parece improbable, e incluso, imposible, sobre Marte;
pero esta declaración es, sin duda precaria, pues ella está condicionada al estado actual de la ciencia. La
lógica abstracta está siempre a merced de los hechos. No podemos excluir a priori la posibilidad de
nuevos descubrimientos sobre la adaptación biológica y sobre la evolución histórica de Marte.

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