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APARECEN
LOS MARCIANOS
EDITORIAL POMAIRE
SANTIAGO DE CHILE / BUENOS AIRES / MÉXICO
MADRID / BARCELONA
Traducción de
XIMENA GARCÉS DE ARTECHE
Título original
LES APPARITIONS DE MARTIENS
© LIBRAIRIE ARTHÈME FAYARD, 1963
© 1967, BY EDITORIAL POMAIRE, S. A.
AV. INFANTA CARLOTA, 157, BARCELONA
Printed in Spain
EMEGÉ.
ENRIQUE GRANADOS, 91 Y
LONDRES, 98. BARCELONA
Dep. legal. B. 32.534 - 1967
«La experiencia es la única fuente de la verdad: sólo ella puede enseñarnos
algo nuevo; sólo ella puede darnos la certeza. Nadie puede refutar estos dos
principios.»
Henri Poincaré,
Ciencia e Hipótesis (p. 167)
«La ciencia no es, en efecto, una entidad abstracta: se adapta
constantemente a un grupo de hombres que viven las aspiraciones inherentes
al proceso científico. En estas condiciones los elementos heterogéneos, en
cuanto tales, se encuentran sometidos a una censura de hecho: cada vez que
pueden constituirse en objeto de una observación metódica, falta la
satisfacción funcional, y sin esa circunstancia extraordinaria —la interferencia
de una satisfacción, cuyo origen es muy diferente— no pueden mantenerse en
el campo observado.»
Georges Bataille,
Crítica social
(Noviembre de 1933)
INTRODUCCIÓN
NOCIÓN DE TESTIMONIO
A PRIMERA vista, los datos que nos entregan libros y periódicos, forman un
cuadro perfectamente incoherente.
Entre los testigos encontramos mezclados técnicos, sabios y gente que
carece de toda formación científica. Por lo menos, éstos poseen espíritu
analítico. Pero entre los testigos de los platillos, se encuentran también
místicos: tal es el señor Adamsky.
Por lo tanto no hay que asombrarse si el contenido de los testimonios es
terriblemente heterogéneo. Junto a relatos extraños pero sencillos
proporcionados por personas a quienes en cualquiera otra circunstancia
creeríamos con toda facilidad, personas que son las primeras en asombrarse
de lo que les ha sucedido, pueden leerse también relatos de confusiones muy
burdas, a veces, y en las cuáles queda demostrado, por último, que el platillo
es un simple globo.
Conocemos también las declaraciones hechas por Adamsky en las que nos
relata las confidencias de un venusiano, y también las declaraciones del señor
M. Scully, referentes al descubrimiento de restos de platillos caídos en
América del Norte, restos guardados en absoluto secreto por el Ejército
norteamericano.
¿Cómo lograr alguna coherencia en semejante batiburrillo?
Contestaremos diciendo que hay que recoger todos los testimonios, pero
sólo los testimonios.
Esto significa, en principio, que hay que excluir sistemáticamente
cualquier relato del estilo del de Adamsky. En este caso, ya no se trata de un
simple testimonio en el sentido corriente de la palabra, sino de un hombre que
pretende revelarnos el secreto de los platillos porque ha obtenido la gracia de
una especie de iniciación personal, de la cual por lo demás no da la menor
prueba. Por lo tanto no lo tomaremos en cuenta para nada en este trabajo.
Por razones análogas, tampoco recogeremos las sensacionales revelaciones
hechas por Scully, salvo el caso de elementos particulares que fueran
corroborados por otras fuentes.
En cambio, tenemos que conservar cualquier relato hecho por un simple
testigo en el sentido común de la palabra, ya sea éste sabio o profano que
pretenda haber visto un platillo volante o reconozca haber sido engañado por
cualquier clase de broma o alucinación.
Para proceder por orden, tenemos que reunir primero los testimonios
positivos más significativos y tratar de construir el cuadro del fenómeno como
se pretende haber visto en el espacio.
Luego, con el mismo cuidado, construiremos el cuadro de conjunto de las
ilusiones y confusiones con el fin de confrontarlo con el precedente.
La confrontación de estos dos cuadros será el único medio que tendremos
para juzgar el valor del conjunto de los testimonios, y en consecuencia, el
problema de saber si la existencia de los platillos volantes es objetiva o sólo
se deriva de la subjetividad, vale decir, de la patología.
II
OBSERVACIONES NORTEAMERICANAS
1. LA COMISIÓN PLATILLO
• Globos 18,51%
Seguros 1,57%
Probables 4,99%
Posibles 11,95%
• Aviones 11,76%
Seguros 0,98%
Probables 7,74%
Posibles 3,04%
• Cuerpos Celestes 14,20%
Seguros 2,79%
Probables 4,01%
Posibles 7,40%
• Otros (Reflejos de 4,21%
proyectores sobre las nubes,
pájaros, papeles llevados
por el viento, inversiones…)
• Mixtificaciones 1,66%
• Informes que no presentan 22,72%
suficientes elementos de
estudio. (Con eliminados
desde el comienzo)
• Desconocidos 26,94%
Seguros 11,21%
Probables 16,74%
Posibles 22,39%
Irreductibles 26,94%
Reducciones* Platillos
Seguros 14,51% Inadmisibles
Probables 21,67% Improbables
Posibles 28,93% Posibles
Inhallables 34,89% Muy probables
o seguros
* Globos, aviones, etc.
Verán que, al componer este nuevo cuadro, el cual nos parece superfluo
comentar, no hemos modificado ni siquiera una sola cifra de base
proporcionada por la Comisión Platillo.
Frente a un problema engorroso, la Comisión Platillo hace todo lo que está
de su parte para tranquilizar a la opinión pública. No hay, pues, que dar mayor
importancia al hecho de que pudiera reducir, desde entonces, el coeficiente de
los Ovnis al 10%, luego al 3%. Es un simple juego.
El primer hecho indiscutible que se desprende de la posición de la
Comisión Platillo, de sus tropiezos manifiestos y comunicados es que, a pesar
de todas las reducciones efectivas, a pesar de todas las engañifas, la Comisión
tropieza, desde hace dieciséis años, con un nudo desconocido e irreductible.
C) Especialistas en globos-sondas
Fines de 1951. Comienzos de 1952. Ruppelt recibe un montón de informes
redactados durante un período de un año por especialistas de la General
Mills (p. 154). Estos especialistas, dice, poseen muchos años de experiencia
en problemas atmosféricos, en espejismos e ilusiones de toda clase (p. 99).
Nos señala un ejemplo fechado el 16 de enero de 1951. Ese día, un globo-
sonda acaba de ser lanzado en el aeropuerto de Artesía, Nueva México. Los
técnicos le siguieron durante casi una hora: entonces divisaron «dos pequeños
puntos hacia el noroeste». Creyeron, al comienzo, que se trataba de aviones,
cuya cercanía se acababa de anunciar; pero algunos segundos más tarde
comprobaron que se trataba «de dos objetos redondos, de color blanco mate,
que volaban en formación apretada y se dirigían al globo para girar a su
alrededor». (R., p. 155).
Durante esta maniobra, los Ovnis se inclinaron; pudimos, entonces,
observar que tenían la forma de discos; luego volvieron a partir hacia el
noroeste, en dirección de donde venían.
Al comparar su aspecto con el de los globos, los observadores estimaron
que los Ovnis medían alrededor de 18 metros de diámetro.
Es una lástima que Ruppelt se limite a este único ejemplo.
Por el contrario, proporcionan ciertos datos generales que nos dejan
estupefactos.
«Discutí ampliamente con ellos (esos especialistas), y rechazaron
claramente mi sugerencia en el sentido de que éstos (los Ovnis) tenían, sin
duda, una explicación natural. ¿Cuál era, entonces, el motivo que les tenía tan
convencidos de su existencia? En primer lugar porque habían visto muchos de
ellos. Algunos de ellos ni siquiera les hacían caso, y lo que ellos veían
permanecía en el misterio.» (Id., p. 154).
Durante más de un año esos especialistas se abstuvieron de avisar a la
Comisión, pues no les gustaba la orientación del «Proyect Grudge» (sic, Id.,
p. 154). Comprendemos el motivo. El resultado no puede ser más triste. Se
eliminaron así unas posibilidades de observación incomparables, debido a los
prejuicios negativos de algunos y por la repugnancia de otros. Durante más de
un año, en Artesía, en el corazón de Nueva México, en esta gran zona de
manifestaciones de platillos se ha estropeado deliberadamente la posibilidad
de tomar medidas, fotografías y clasificaciones técnicas que en vano pedía el
tribunal supremo.
D) Especialistas en radiactividad
En esta nueva zona, Ruppelt, al comienzo, sólo fue informado a través de
rumores. Otro los habría desdeñado. Quiso verificarlos, pero tardó un año
(¡un año más!) para descubrir de qué sabios se trataba. (R., p. 249).
Se trataba de físicos famosos que trabajan para la Comisión de Energía
Atómica.
Le confirmaron que en el otoño de 1949, y por vez primera, de súbito
comprobaron un brusco crecimiento de la radiactividad natural, durante
algunos segundos, en el momento en que pasaban tres Ovnis.
Tres semanas más tarde hicieron una nueva e idéntica observación.
Compararon esta radiactividad con la que podía producirse al paso de
aviones, pero comprobaron que en este caso nada parecido se producía.
Enviaron un informe a la autoridad militar; pero por prudencia no emplearon
la palabra mágica Ovnis, y entonces nadie se interesó por el informe, ni
siquiera para burlarse de él.
Algunos de estos sabios decidieron, entonces, proseguir la investigación
sin esperar autorización ninguna. Para evitar «injerencias indeseables»,
organizaron un laboratorio camuflado bajo el exquisito pretexto de
«investigaciones mineralógicas».
El resultado no fue menos exquisito. Gracias al pretexto invocado,
pudieron disponer de contadores Geiger pero no de radares, de tal manera que
tenían un medio de controlar los casos eventuales de radiactividad, pero no
poseían el medio de sondear sistemáticamente el cielo. Debían limitarse al
puro azar. La suerte les sonrió. En cuatro oportunidades, en diciembre de
1950, enero y febrero de 1951, comprobaron que, al paso de los platillos, los
contadores Geiger señalaban un aumento de más o menos cien veces de la
radiactividad natural (Id., p. 253).
Informado de estos resultados, otro laboratorio del este de los Estados
Unidos aceptó participar en la investigación. Estaban muy bien equipados,
poseían una red doble de radares y de detectores de radiactividad en un radio
de 150 kilómetros a la redonda (sin duda alguna para vigilar los efectos de las
explosiones atómicas).
Estos nuevos especialistas hicieron comprobaciones que corroboraron las
precedentes (R., p. 251).
Los sabios del jurado de 1953 leyeron todos estos informes, se interesaron
vivamente por ellos; pero siempre los juzgaron insuficientes como pruebas.
Les habría encantado que estos registros hubiesen sido acompañados de
películas sincronizadas que mostrasen los Ovnis.
Tales especialistas se indignaron y dijeron que los tomaban por imbéciles.
Se comprende. Se comprende, además, la prudencia, aunque excesiva, del
supremo jurado. Los autores de los registros estaban, sin duda,
proporcionando el comienzo de las pruebas de más peso que jamás se han
proporcionado en tal materia. ¿Acaso el supremo jurado no les daba también
la razón en lo posible al pedirles, precisamente, que tomasen las medidas
necesarias para transformar este comienzo de prueba en prueba definitiva e
irrecusable?
Lo que se ha hecho desde entonces en este sentido es el verdadero
problema que sigue planteado, a pesar de haber transcurrido ya diez años.
E) Astrónomos
Una leyenda firmemente acreditada en la opinión pública francesa dice que
ningún astrónomo ha visto jamás un platillo volante.
Sin embargo, dos astrónomos norteamericanos han sido citados
formalmente más allá del Atlántico como testigos de pasajes de platillos. Uno
de esos astrónomos es Seymour L. Hess, del Observatorio fundado por
Lowell, en Flagstaff, Arizona, cuyos trabajos sobre la climatología marciana
gozan de gran reputación (cf., G. D. Vaucouleurs, Física del planeta Marte).
El otro es Clyde Tombaugh, universalmente conocido por haber sido el
primer astrónomo que detectó la situación de Plutón en el espacio celeste.
Ésta es una de las observaciones:
«El Dr. Seymour L. Hess, actual astrónomo de la estación de Flagstaff
señaló en el Arizona Daily, del 22 de mayo de 1950, que mientras se hallaba
ocupado estudiando las condiciones meteorológicas, vio un objeto brillante de
forma discoidal. Por lo demás era visible a simple vista. El Dr. Hess dirigió
sus prismáticos hacia él, y de inmediato se convenció que no se trataba de
ningún tipo de avión conocido. Del mismo modo adquirió la certeza de que el
aparato cortaba las nubes, eliminando así la hipótesis de que se trataba del
globo meteorológico, el cual se habría desplazado siguiendo la dirección del
viento. Ayudado de sus potentes prismáticos, pudo calcular el tamaño del
objeto en uno o dos metros. Eran las 12.15.» (H., p. 97).
La observación de Tombaugh es más completa.
El 20 de agosto de 1949, a las 22.45, según las indicaciones
proporcionadas por Life (M.I., pp. 69-72). Tombaugh divisó casualmente, en
el cielo, durante más o menos veinte segundos, una especie de cigarro con dos
corridas de ventanucos luminosos. La observación parece muy clara. Pero
según las indicaciones de Menzel (Id.), la observación es más breve, y el
cigarro sólo una vaga silueta, aunque los ventanucos siguen brillantemente
iluminados.
El periodista francés, Charles Garreau, tuvo, entonces la buena idea de
pedirle al propio Tombaugh que puntualizara. El astrónomo, amablemente, le
dirigió una carta fechada el 27 de febrero de 1955, cuya traducción es la
siguiente:
«Divisé el objeto alrededor de las 23 horas, en la noche del 20 de agosto de
1949, mientras me hallaba en el patio trasero de mi casa, en Las Cruces.
»Miraba al azar hacia el cenit, admirando el hermoso cielo transparente de
estrellas cuando, de súbito, descubrí un grupo geométrico de rectángulos
luminosos y de colores verde-azulado pálido, parecidos a las luces de
“Lubbock”.
»Mi mujer y mi madre estaban sentadas en el patio conmigo, y también
vieron lo mismo. El grupo circulaba en dirección sureste. Luego los
rectángulos separados disminuyeron, y el “campo de vuelo” volvióse más
restringido. (Al comienzo, un grado más o menos, de uno a otro lado.) Luego,
todo se esfumó y desapareció a treinta y cinco grados más o menos sobre el
horizonte. El tiempo total de visibilidad fue de alrededor de tres segundos.
»Estaba demasiado confundido para contar esos rectángulos luminosos, o
para fijarme en otras peculiaridades que recordé más tarde. No se producía
ningún sonido. Durante miles de horas he escrutado el cielo nocturno, pero
jamás vi un espectáculo tan extraño como éste. Los rectángulos lanzaban una
débil luminosidad, y si hubiese habido luna llena estoy seguro que no se
habrían visto.» (cf. Ch. Garreau, Alerta en el cielo, p. 39).
Clyde Tombaugh agrega este postscriptum:
«No creo que ningún otro planeta, en el sistema solar, salvo la Tierra,
posea las condiciones necesarias para alimentar vida inteligente; pero pueden
existir planetas “favorables” que graviten alrededor de otras estrellas y que
están infinitamente más alejados de nosotros.
»No sé si los platillos volantes son extraterrestres o no; por lo tanto, soy
neutral en este asunto» (Id.).
Es obvio que el astrónomo emplea los términos más rigurosos posibles: de
un cigarro con ventanucos luminosos pasamos a simples rectángulos
luminosos: de una luz brillante a una luz tenue; y de veinte segundos a tres
segundos de observación. Esta última indicación es la más grave: tres
segundos es un tiempo terriblemente breve.
Sin embargo, las dos corridas de rectángulos luminosos fueron vistas muy
nítidamente, tal se desprende del dibujo ejecutado por el propio astrónomo
sobre el mapa construido por Garreau. Por otra parte, ciertos testigos notaron
la presencia de ventanucos luminosos en el costado de los platillos; el piloto
Chiles y su segundo de a bordo vieron también un cigarro con dos corridas de
«ventanas iluminadas». La comparación con las luces de «Lubbock» es
interesante, pero tendería a confundir el hecho de Las Cruces con un
fenómeno natural, extraño a los platillos, según Ruppelt (p. 143). Sin
embargo, este tipo de comparación, que Tombaugh conoce sin duda, no
parece explicar en absoluto el problema a sus ojos, pues más tarde vemos en
el postscriptum las enormes hipótesis abiertas.
En el momento actual el testimonio del gran astrónomo presenta
dificultades de interpretación. Sin embargo, queda claramente establecido:
—que este eminente observador del cielo tuvo la certeza absoluta de ver
algo totalmente insólito,
—que despertó en él un profundo interés,
—que trató de diferenciar lo más cuidadosamente que pudo lo que
realmente vio y lo que dedujo más tarde,
—que a pesar de todas las interpretaciones del tipo Menzel y otras, una
observación como ésta le pareció ligada al problema de los platillos volantes,
—que no se pronuncia ni sobre la naturaleza, ni sobre el origen de los
platillos, pero acepta imparcialmente, y como hipótesis, la posible
intervención de seres venidos de otras regiones estelares.
A propósito de este hecho, es importante agregar que, a fines de 1952,
Ruppelt decidió interrogar a 45 astrónomos norteamericanos, elegidos entre
los más eminentes (p. 267). Se encontró con un abanico de opiniones que
iban, desde el más perfecto desprecio por los platillos, como en el Dr. C.,
hasta el entusiasmo del Dr. L., que dedicaba a ellos gran parte de su tiempo.
Estas oposiciones son totalmente normales. El hecho más interesante es que
cinco de estos astrónomos reconocían haber visto en el cielo fenómenos
inexplicables. Es lícito suponer que Tombaugh y Hess se contaban entre ellos.
Por lo demás, y a pesar de la cautela de sus declaraciones, el 23% de estos
astrónomos reconocieron que el problema era mucho más importante de lo
que todo el mundo pensaba, y el 41% se declaró listo para cooperar en las
investigaciones, lo cual significaba implícitamente que admitían el interés de
ellas.
Pero el 5 de diciembre de 1953, en Francia, el señor Danjon, director del
Observatorio de París, sólo veía en los observadores de platillos volantes
«campesinos tejanos». (Figaro Litteraire).
Es cierto que un año antes, el 29 de agosto de 1952, el observatorio de
Paris dejó escapar una excelente ocasión de aplastar, tal vez, un fantasma de
platillo.
Es lo que veremos ahora.
IV
OBSERVACIONES FRANCESAS
A) Noción de aterrizaje
El principio es simple: toma de contacto con el suelo. Pero, ¿qué significa
esto? Esta cercanía del fenómeno es completamente emocionante.
Pensemos en todo lo que nos han dicho los testigos norteamericanos con
sus aviones, sus radares, sus prismáticos, teodolitos, contadores Geiger. Todas
sus armas de conocimiento y de técnicas eran, al mismo tiempo, maravillosas
y deleznables frente a esas cosas extrañas, lejanas, fugitivas, célicas, siempre
situadas en el extremo límite de la observación.
¡Si sólo una de esas cosas se hubiera posado en tierra, bajo los ojos de uno
de esos observadores, qué distinto habría sido!
Ahora bien: eso es exactamente lo que ocurrió, de súbito, en el otoño de
1954, en Francia. Lo lejano se hizo inmediato; lo célico, terrestre; la «cosa»
se hizo objeto a simple vista.
De un tironazo, debido al aterrizaje, el platillo se desprende de la «bóveda
celeste» para caer en el cuadro del paisaje terrestre y familiar.
Lo que sólo era un punto o una esfera, sin duda minúscula, en el límite
extremo de la mirada en la infinitud del espacio, se transforma en auténtico
objeto: inmediato, sólido, inmóvil, enorme, que se hace presente de manera
multitudinaria.
Esta modificación masiva de las apariencias puede constituir una auténtica
reducción, en el sentido en que Taine emplea esta palabra. Tal aquel que en la
noche, después de haber creído ver a un desvalijador, comprueba la presencia
efectiva de un tronco de árbol.
Mientras el objeto hallábase allá en lo alto, lejano, hasta los propios
especialistas se encontraban en grandes apuros para asegurarse su presencia.
Aquí, al contrario, hasta el profano se encuentra al borde del muro: no puede
dudar de la presencia del objeto; no puede dudar de su aspecto totalmente
insólito.
La diferencia se acentúa debido a la aparición de pilotos: sólo se podía
suponer su existencia, pero cuando un piloto se encuentra allí, bajo los ojos, al
costado de su máquina, los dos posados en tierra, todas las hipótesis
intermedias quedan barridas: la prueba testifical parece imponerse con
aplastante evidencia.
Subrayemos la palabra parece. Lo que por ahora parece seguro es el
principio de la posibilidad de reducción. Ella no se aplica si el testigo es un
mixtificador, un delirante o un alucinado, y examinaremos estos casos en la
segunda parte. Antes debemos examinar el problema de saber si el testigo
estaba efectivamente colocado en condiciones suficientes para poder aplicar
la reducción.
Resulta, sin duda, absurdo zanjar, a priori, y decir en bloque: los testigos
de aterrizajes aportan indudablemente una prueba perentoria; o, al contrario,
como han creído ver a los «marcianos», naturalmente se trata de dementes.
Antes de tomar partido, cualquiera que éste sea, conviene examinar
detalladamente las condiciones bajo las cuales se hicieron las observaciones.
Está claro, por ejemplo, que si el aterrizaje se produce muy lejos, o si sólo ha
durado un segundo, hallaremos, a ras de tierra, las mismas dificultades con las
cuales nos enfrentamos para las observaciones en pleno cielo. Persisten toda
clase de confusiones, incluso al nivel del suelo (ya veremos varios casos);
pero lo primero que debemos hacer es fijar detalladamente las condiciones en
las cuales los testigos observaron esos aterrizajes. No hay nada sensacional en
esta busca, pero es indispensable y mucho más esclarecedora.
El término aterrizaje no debe ser tomado en sentido formal, como si el
contacto material con el suelo tuviese un valor determinante por sí mismo, lo
cual sería fetichismo racionalista.
Por ejemplo: la detención de un platillo a un metro del suelo, pero a tres o
cuatro metros de distancia constituye un cuasi-aterrizaje y posee, sin duda,
más valor que el simple aterrizaje atribuido a un platillo situado a tres o
cuatrocientos metros, en las mismas condiciones de luz y de duración.
Esto no constituirá una excusa para recaer en la imprecisión. Limitemos
muy estrictamente la noción de esos cuasi-aterrizajes, so pena de confusión.
En consecuencia:
1. Retendremos aquí todo aterrizaje, como hecho simplemente alegado por
un testigo corriente; pero trataremos de verificar, sucesivamente qué
condiciones de distancia, de duración, de luz, de localización y contenido
permiten retener semejantes testimonios como hechos testimoniales sólidos.
2. En la lista de aterrizajes así estudiados, incluiremos los cuasi-aterrizajes
hasta una altura de 1 metro y medio, pues en tal caso, el objeto se encuentra a
la altura del hombre. La mirada puede observar horizontalmente, y si la
máquina está cerca, podría hallarse al alcance de la mano. Nadie ha medido
aún con un metro un platillo y su altura sobre el suelo en casos semejantes. Lo
que cuenta es la relación más simple y la más «ingenua», entre la presencia
del platillo y las dimensiones físicas del hombre. (A guisa de comparación,
señalaremos algunos incidentes, por lo demás muy raros, en los cuales la
máquina permaneció a 2 o 3 metros del hombre.)
B) Los testigos
Sólo en septiembre y octubre de 1954, en Francia hemos anotado 95 casos
de aterrizajes. En el mismo período, sólo en Francia se producen 400
observaciones de vuelos. La proporción de aterrizajes —la quinta parte— es
única en su género.
Sobre esta lista, podemos contar 164 testigos. Es el mínimo, pues en
muchos casos se anotan alusiones a la presencia de otros testigos, pero sin
precisiones suficientes.
Sexo y edad
Sobre 147 testigos, cuyo sexo se indica, tenemos: 107 hombres (a partir de
21 años),
12 mujeres (Id.),
12 jóvenes (muchachas y muchachos de 16 a 20 años),
16 niños (menores de 16 años).
107 testimonios de hombres sobre un total de 147 representa una
proporción de dos tercios. No puede, entonces, decirse que los aterrizajes de
platillos volantes sean «cuentos de mujeres». Contraste curioso con los
Estados Unidos, donde, según Ruppelt, los dos tercios de la masa de los
testimonios fueron suministrados por mujeres, salvo para casos irreductibles
señalados por especialistas, y donde se cuenta, al contrario, 10 testigos
hombres contra 1 testigo mujer (R., p. 262).
En la categoría de hombres adultos sólo conocemos con precisión la edad
de 28 de ellos:
15 de más de 20 años,
5 de más de 30 años,
6 de más de 40 años,
1 de más de 50 años,
1 de más de 60 años.
Parece, pues, que la mayoría de los testigos está compuesta de hombres
maduros.
Oficios
Sobre 86 hombres adultos anotamos:
22 agricultores
32 artesanos y obreros
32 profesiones diversas (empleados, comerciantes, profesiones liberales,
etc.).
Volveremos sobre esta importante proporción, a propósito del carácter
«rural» de los aterrizajes.
Número de testigos por cada caso:
No se trata sino del mínimo:
1 testigo en 45 casos (o sea, sólo 1 hombre en 39 casos),
2 testigos en 31 casos (o sea, 2 hombres en 14 casos),
3 testigos en 5 casos (o sea, 3 hombres en 1 caso),
4 y más en 5 casos (sólo hombres: 4 casos).
En una docena de casos, el número de los testigos está muy mal precisado.
45 casos de testimonios conocidos es casi la mitad en relación al total de
95. No nos podemos sorprender entonces cuando notamos la hora vespertina
o matinal de un gran número de incidentes. Desde este punto de vista, resulta
sorprendente contar con más de un testigo en la otra mitad de los casos.
Sobre todo si tomamos en cuenta aquí los testigos presentes en el instante
y en el lugar mismo del aterrizaje. De esta manera hemos contado sólo un
testigo en cada uno de los incidentes Dewilde, Mazaud, Fourneret y Leboeuf;
pero estos testimonios están corroborados por las declaraciones de testigos
más alejados (cf. M.II., pp. 62, 132, 228).
Identidades.
En 75 casos, hay, por lo menos, un testigo con nombre.
75 sobre 95, esto es, más de las tres cuartas partes, proporción considerable
que basta para establecer el problema de los aterrizajes sobre el plan del
testimonio y no de la leyenda. Desde el punto de vista sicosociológico la
diferencia es capital.
En una palabra: en las tres cuartas partes de los casos, los testigos están
identificados; en los dos tercios de los casos, se trata de adultos y de
trabajadores; en la mitad de los casos, hay dos testigos, o más. La base
humana de los testimonios es, pues, muy seria.
Queda por ver las condiciones objetivas en las cuales se han encontrado en
el momento de las comprobaciones.
C) Situaciones de los testigos en el momento de la observación
Buscar los detalles del emplazamiento y comportamiento de los testigos
cuando éstos han visto los platillos puede parecer cuestión sin importancia.
Pero aunque sólo sea por ese mérito, ello nos obliga a releer, desde muy
cerca, tales testimonios, en los cuales nuestro espíritu siempre queda
fascinado por lo maravilloso, en provecho del entusiasmo o de la irritación.
(Pues el platillófobo no está menos fascinado que el platillófilo: sólo las
reacciones lo diferencian.)
Por otra parte, la situación del testigo, desde el incidente, es, por definición
el elemento más simple, el más objetivo, el más a ras de tierra, el menos
susceptible de ser imaginado en caso de alucinación o de delirio. Es el primer
punto de apoyo de todo análisis.
Para simplificar, sólo retendremos la situación del testigo principal, aunque
se trate de varios testigos.
En 82 casos, esas precisiones existen.
Podemos, entonces, distinguir dos categorías:
1) En 45 casos, el testigo está inmóvil en su casa, o camina algunos pasos
frente a su casa; se encuentra o en su lugar de trabajo, o en su domicilio en la
ciudad donde vive; a lo más, circula a pie sobre un camino de tierra en un
campo que es familiar para él.
Es decir: a él le parece que esa «cosa es imposible» en un lugar tan poco
compatible con lo fantástico, esto es, el perímetro de existencia que sabe de
memoria y que le es más familiar, donde está acostumbrado a reconocer, sin
dificultad, todo lo que ocurre. 45 casos, esto es, la mitad de los incidentes.
Podemos dar algunos detalles: en 17 casos, el testigo se encuentra en su
casa; en 8 casos, se halla en su lugar de trabajo (campo, estación, hipódromo,
cuartel); en 5 casos está justamente frente a su casa, pues el testigo no supone
por un segundo que pueda toparse ni con platillos ni con marcianos. Para el
que se los imagina allí, es necesario que ocurra algo totalmente insólito,
totalmente inesperado. Por supuesto: no hay necesidad, en casos semejantes,
de que se produzca una competencia en materia astronómica.
2) En 35 casos, el testigo ha subido sobre una máquina y circula sobre el
camino. Por ejemplo:
11 observaciones hechas por automovilistas,
11 por conductores de motos, motonetas o ciclomotores,
13 por ciclistas.
El testigo de esta segunda categoría ve, pues, las cosas de manera mucho
más rápida y dentro de una zona donde no conoce nada por anticipado,
aunque el camino le sea familiar.
En cambio, todo conductor de máquina tiene la obligación de vigilar, que
es muy superior a la del hombre que se encuentra en casa.
Notemos, además, que en 6 casos el conductor de un automóvil no se
encuentra solo en su coche; que en 2 casos se trata de dos motos circulando en
equipo y que en 5 casos se trata de ciclistas; se trataba de dos ciclistas que
viajaban uno cerca del otro.
H) Condiciones de visibilidad
Al comienzo de los incidentes de aterrizajes, los dos casos más célebres, el
de Mazaud y el de Dewilde, se han producido en la noche. Cuando
recorremos los recortes de prensa uno se sorprende ante el hecho de que la
mayor parte de los incidentes tienen lugar, generalmente, en la noche. Uno
queda con una doble impresión: los platillos se esconden y son difícilmente
observables.
Efectivamente hemos anotado:
8 casos de aterrizajes a pleno día, de las 6.20 a las 17.10,
76 casos de aterrizajes nocturnos, y comprendido el medio día.
En esta segunda categoría, conviene ahora hacer una importante
subdivisión:
Para 22 casos, el platillo es oscuro (casos Mazaud y Bachelard), paro
según los casos el piloto que ha salido emite un rayo de luz (David), o bien el
platillo y el piloto son vistos de muy cerca (Ujvari, Cassella, Lecoeuvre), o
bien el platillo se encuentra cerca de una fuente luminosa (Stramare), o, en
fin, se producen ciertos detalles: se ha visto nítidamente el color rojo del
objeto, lo cual hace pensar que el objeto fue nítidamente visto, etc.
En 54 casos, era de noche o casi de noche; pero el platillo era luminoso*,
o emitía una potente luz.
Esta proporción de 54 casos de platillos luminosos sobre 76 observaciones
nocturnas (más de 2/3) significa que los platillos están lejos de esconderse
sistemáticamente. Si es cierto que prefieren la noche, no es para ocultarse, ya
que se iluminan y se mueven sin disimulo.
Mucho antes del otoño de 1954, hubo algunos casos raros de aterrizajes,
sobre todo en 1950 y en 1952.
El único que destacaremos aquí se produjo en el aeropuerto de Marignane
(Bouches-du-Rhôn), en la noche del 26 al 27 de octubre de 1952. A las dos de
la madrugada, el señor Gachignard, aduanero que estaba de servicio, acaba de
ver cómo el avión correo Niza-París emprende el vuelo, y espera otro avión
correo, el de Argel, a las 2.20. En el intertanto, se ha ido a sentar fuera, sobre
un banco, para dar cuenta de su bocadillo.
De súbito, ve descender una pequeña luz que vuela alrededor de 250 km
por hora, y que le parece una estrella fugaz. Todo esto dura de 15 a 20
segundos. Pero, de súbito, la «cosa» cruza frente a él y se detiene
instantáneamente sobre una pista. La «cosa» se ha acercado en total silencio.
En el momento del aterrizaje, Gachignard oye «un ruido apagado, como
ahogado, no metálico, el ruido que produce un objeto cuando se le pega al
suelo» (M.I., p. 183).
La «cosa» se encuentra a 100 metros del testigo. Éste se levanta
rápidamente y se dirige a ella, por curiosidad y porque se encuentra de
servicio y está profesionalmente obligado a controlar todo aterrizaje que se
produzca sobre el aeropuerto: detalle importante, pues da al acto del testigo
una categoría profesional. En treinta segundos, el objeto siempre inmóvil,
Gachignard se acerca a 50 metros. Ve nítidamente una masa sombría que tiene
la forma de un balón de rugby, que mide 1 metro de alto por 5 metros de
largo, con cuatro tragaluces de los cuales brota una extraña luz fluida,
inestable, que palpita.
Entonces, súbitamente, con un ligero ruido de cohete, la máquina parte a
una velocidad escalofriante, y desaparece en 2 o 3 segundos.
He aquí un testimonio de admirable precisión.
Dos años más tarde, el 7 de septiembre de 1954, se produce el primer
incidente de la gran serie.
A las 7.15, el señor Renard (Emile), de 27 años, y don Yves Degillerboz,
de 23, un obrero y su acompañante, viajan en bicicleta por la carretera que va
de Harponville a Contay (Somme), para dirigirse a su taller.
Era un hermoso día.
De súbito, Degillerboz advierte que uno de sus neumáticos se ha
desinflado. Los dos hombres se detienen, y mientras Degillerboz se ocupa en
inflar su neumático, Renard, desocupado, mira maquinalmente el paisaje.
Luego se produce lo que nadie espera, y, al comienzo, en forma anodina:
«Me sentí atraído —dice el señor Renard— por una especie de disco, a 250
metros de nosotros, en un campo.
»—Observa —dije a mi empleado—: mira ¡qué color tan extraño tiene!
»Preocupado sólo de inflar, no respondió.
»—Mira, mira, por favor: ¡no se trata de una rueda de molino! —grité a mi
compañero.
»Y debido a no sé qué presentimiento, nos precipitamos a través del campo
para acercarnos a la máquina misteriosa. Debíamos atravesar un terreno
baldío, y luego un campo de betarragas. Apenas comenzamos a correr a través
de éste, el platillo (ahora estábamos seguro de que se trataba de un platillo)
despegó tangencialmente durante más o menos 15 metros, y luego remontó
verticalmente» (Parisien Libéré).
El señor Degillerboz confirma el relato del señor Renard, y agrega que el
aparato gris-azulado tenía alrededor de 10 metros de envergadura por, más o
menos, tres metros de altura.
Se limitaron, al comienzo, a contar la historia al guardabosques que
visitaban; éste insistió para que los dos testigos dejaran su testimonio en la
comisaría de Corvie. Aimé Michel agrega que los periodistas, luego de los
gendarmes, pudieron comprobar el desagrado visible que experimentaban los
dos testigos por una publicidad que no habían buscado y de la cual trataban de
huir (M.II., p. 53).
Este último detalle es importante desde el punto de vista sicológico; pero
más importante aún es la forma en que se presenta la observación. Renard no
piensa en un platillo; al comienzo ve una rueda de molino. ¿Por qué soñar con
platillos? Sólo ve los campos que lo rodean, y de manera espontánea,
interpreta todo lo que ve como elementos de la vida agrícola. Por instinto
aplica a esta forma que divisa a 250 metros la noción de rueda de molino
porque a eso se parece.
Al relato que hemos reproducido, Aimé Michel agrega esta explicación,
que suma el propio testigo: «Parecía una rueda de molino inconclusa» (M.II.,
p. 50).
Pero esta apariencia de rueda, que constituye la primera representación del
objeto en la mente del testigo, casi de súbito recibe el primer golpe: ese color
no concuerda con el color que corrientemente se admite para las ruedas. Nace,
entonces, la primera exclamación de Renard.
Entonces mira, agudizada su atención, y con mayor intensidad esta vez, y
se fija en un nuevo detalle: la pretendida rueda oscila muy levemente sobre el
suelo, lo cual no es ya compatible con el apacible objeto campestre que él
había supuesto.
Viene, entonces, la segunda exclamación: «no es una rueda». En ese
momento, arrastrados por la curiosidad, los dos hombres abandonan las
bicicletas, saltan fuera del camino, y corren a través de los campos seguros
esta vez que frente a ellos y posado sobre el suelo hay uno de esos increíbles
platillos de los cuales hablan los periódicos, pero que nadie, salvo los
iluminados, han visto descender de su guarida entre las nubes y las estrellas.
Está allí, en el campo, pero no permanece mucho tiempo. Cuando los
hombres se acercan, parte a toda velocidad.
He aquí la prueba: no se trata de una rueda, como imaginaron en un
principio.
Lo interesante de esta historia es su perfecta naturalidad (no es la única en
este estilo).
También es extraordinario el hecho de que existan dos testigos cuyas
declaraciones concuerdan*.
Se encuentran a 150 metros del objeto, distancia la más cercana (Parisien
Libéré del 14-9-54). Este cálculo concuerda con el hecho de que la carretera
se encuentra a 200 metros del lugar donde se estacionó el objeto. 150 metros
es la distancia que separa los dos extremos del puente de la Concordia, en
París. No se necesita ser un astrónomo para ver un coche a esa distancia y
estar seguro de qué color tiene. En rigor, se puede vacilar sobre la realidad del
ligero movimiento de oscilación; pero el vuelo que le completa es, sin duda,
una indicación decisiva.
Podría, es cierto, tratarse de un helicóptero que sufre de un desperfecto.
Pero el platillo ha partido «sin hacer ruido», y ya sabemos que el ruido es uno
de los aspectos más desagradables del funcionamiento de los helicópteros. Por
otra parte, jamás se ha señalado ningún helicóptero que se posara en el lugar
indicado.
En fin, hay que señalar que el incidente ocurrió en la mañana, a las 7.15.
Ese día, el 7 de septiembre, el sol se levanta a las 5.16; luego era pleno día.
Dos casos similares podemos recordar también.
Estos dos incidentes están fechados, uno el 30 de septiembre otro el 1 de
octubre.
En cada caso, se cuenta también con dos testigos: dos peones, por un lado;
dos jóvenes obreros en bicicleta, por otro.
En los dos casos es de día. En uno, son las 17.10 (el sol se pone a las
17.32); en el otro, son las 13.
En los dos casos, los testigos están en el camino, y divisan el platillo en el
campo vecino; tratan de alcanzarlo, pero el platillo remonta el vuelo.
El primer incidente tiene por testigos los peones Goujon y Pichet, y se
produce cerca del campo de aviación de Coulommiers-Voisin, en Seine-sur-
Marne.
Llueve mientras los peones circulan por la carretera; poca visibilidad. Sin
embargo, de súbito, Goujon divisa, a 500 metros, en los campos, «una especie
de enorme seta brillante como el aluminio», y piensa, rápidamente, que se
trata de un platillo volante. Abandona a su compañero, y corre a través del
campo.
Entonces dice: «distingo, con mayor nitidez, el platillo. Se parece mucho a
una enorme seta de tres metros de diámetro, más o menos. Sobre la parte
superior se encuentra una cabina con tres tragaluces, y toda la máquina reposa
sobre tres soportes dispuestos en forma de triángulo».
La visión parece, pues, nítida. Pero al llegar a 150 metros de distancia, el
testigo se siente bruscamente paralizado, su vista se nubla y experimenta un
picor eléctrico. Después de 30 o 40 segundos, ve cómo la máquina despega
lentamente, hasta 20 o 25 metros de altura, luego desaparece de súbito «como
aspirada por las nubes» (F.S., 3/4 octubre 1954).
El testigo afirma que no oyó ningún ruido de motor, lo cual es
incompatible con la hipótesis de un avión o un helicóptero.
Su declaración fue confirmada por el otro peón, y además por ciclistas que
pasaban por el camino, y vieron, además, el enigmático objeto.
El segundo incidente fue relatado por dos jóvenes obreros de Blanzy, en
Saône-et-Loire, Romain Bastiani y Bruno Buratto.
Les llamó la atención, primero, un leve silbido cuando circulaban en
bicicleta; miraron y vieron, más o menos a cien metros, en un campo vecino,
un objeto sorprendente en forma de cigarro. El aparato medía alrededor de
dos metros de largo, y era tan grueso como un árbol. La extremidad afilada
era amarilla; el resto del cigarro, marrón. En la parte delantera del aparato
colgaban dos pies (sic) que reposaban en el mismo suelo.
«En el mismo momento en que nos acercamos al aparato, el cigarro se
elevó en forma vertical a gran velocidad y desapareció con un suave silbido»
(F.S., 3-4 octubre de 1954).
Cien metros de distancia y las 13 horas son excelentes condiciones de
visibilidad.
He aquí, pues, tres casos de clásica simplicidad.
Citemos, en otro estilo, algunos casos de sus testigos aislados, pero que se
han acercado bastante a los platillos:
El señor Albert Sion, empleado de hotel, circulaba en moto por un pequeño
camino entre Tolón y Marsella, más o menos el 15 de octubre. Se encontró de
súbito, a boca de jarro, con un platillo posado ya en el suelo, a 15 metros
frente a él. (Radar, 17 de octubre de 1954).
El señor Germaine Mahou, treinta años, regidor, circulaba en bicicleta por
un camino vecinal, cerca de Arraye-et-Han (Meurthe-et-Moselle). Descendió
de la bicicleta, se acercó para mirar, y vio un extraño aparato fosforescente,
cuya forma describe como una incubadora. Asombrado, exclama: «¿Qué
aparato es éste?», y ve el platillo que se eleva de inmediato verticalmente
(F.S., 27 octubre de 1954).
El señor José Cassella, 19 años, corre también en bicicleta por un camino
cerca de Biot (Alpes Marítimos), hacia las 18.15, el 14 de octubre. Comienza
a girar.
«Súbitamente —dice— me encuentro frente a frente con una masa ovoidal
de color amarillo, e instintivamente, como lo habría hecho frente a cualquier
otro objeto o vehículo que me cortara el camino, frené. En ese preciso
instante, sin un ruido, pero con una rapidez indefinible, el platillo —¡tenía que
reconocer que me encontraba frente a un platillo, yo, que no creía en ellos!—,
se elevó en forma vertical, y luego desapareció en el cielo» (G.II., p. 192).
Cassella se detuvo a seis metros del platillo: medía entre 5 y 6 metros de
diámetro y algo más que un metro de altura. Tenía una forma circular
hemisférica por debajo, hinchada por encima. Lo más extraño es que el
objeto, totalmente liso y brillante bajo los últimos rayos de luz, no presentaba
ningún ventanuco, dice el testigo.
El señor René Ott, 35 años, empleado de la S.N.C.F., viajaba en motoneta,
el 18 de octubre, a las 5.30 de la mañana, por un camino cerca de Jettingen,
en el alto Rhin. Divisó, bruscamente, en el campo de luz de sus faros, a tres
metros del camino, en un prado vecino, una especie de enorme «seta» con una
cúpula hemisférica color aluminio. Se fijó, además, en un rectángulo
luminoso como si fuese una puerta en la cúpula. Aterrorizado, aceleró; pero
10 metros más allá se vio cogido por una intensa luz blanca que parece
perseguirlo. El aparato le alcanza, lo sobrevuela a una altura de 5 o 6 metros
sobre el camino, lo precede por unos centenares de metros hasta el pueblo de
Jettingen, y allí se eleva casi verticalmente (M.II., p. 243).
Entre los incidentes observados por numerosos testigos se encuentran
muchos relatos excepcionales; pero o muy breves o muy imprecisos,
especialmente en el problema de las distancias, del número exacto de testigos
y de la identidad de ellos.
El caso Beuclair, el 17 de octubre, es, en cambio, muy preciso y muy rico.
Los testigos son numerosos. Los primeros son automovilistas que descienden
de sus coches para observar un cuerpo luminoso, rojo vivo, inmóvil en un
campo vecino a la carretera de Varigney (Alta Saona), a las 20.30. Avisan al
señor Barrat, guardabarreras, y al señor Beuclair, dueño de un café, y también
a su mujer y a su hija. Estos cuatro últimos viven en casas que se encuentran a
la orilla del camino y al lado del potrero. Todo el mundo está afuera y mira
atentamente. El objeto tiene forma circular, y es hemisférico en la parte
superior. El señor Beuclair y su hija Juana franquean el cierre del potrero, y se
acercan al objeto.
Éste hace lo mismo (este caso parece muy raro), «bajó rápidamente hacia
los aterrorizados curiosos, y se detuvo a veinte metros de ellos» (M.II., p.
316).
Se produce un silencio mortal. Radiaciones blancas y rojas surgen bajo el
aparato. El dueño del café comienza a gritar: «¿Qué es eso, quién está ahí?».
No hay respuesta. Pero desde el camino, la señora Beuclair grita y suplica a
su marido que regrese, y el señor Beuclair retrocede para reunirse con ella (su
hija hace lo mismo seguramente).
«El espectáculo duró algunos minutos más», agrega Aimé Michel.
Esta historia es una de las más interesantes por el número de testigos, la
variedad de ellos, la corta distancia a la que se encontraban, la luminosidad de
ese extraño objeto que todos ven, y sobre todo por el comportamiento del
hombre y de su hija, los cuales van al objeto, ese objeto desconocido que
también avanza al encuentro con los testigos, y repentinamente, dentro de esta
escena «fantástica», los dos gritos humanísimos del hombre y de su mujer.
La imaginación, llena de vértigo, sólo espera un dilema, una tragedia
fulminante, o una revelación extraordinaria. Así se desarrollan siempre las
cosas en ciencia-ficción. No: en la cima de la atención nada pasa, nada estalla,
no hay más que este incomprensible encuentro, este enigma insoluble: el
testigo retrocede, y después de una extraña prolongación de pausa, la «cosa»
desaparece tal como había llegado.
Estamos en pleno Wells. ¿Pero qué Wells podía esconderse de ese modo
para inventar? Y ¿qué Wells renunciaría a su genio de novelista hasta el punto
de no querer agregar ningún final a este hecho diferente?
V
3. CASOS HETEROGÉNEOS
EFECTOS FÍSICOS
S E suele creer que los platillos volantes se parecen más bien a «fantasmas»
que a objetos reales. Serían absolutamente silenciosos, impalpables,
incapaces de aportar jamás la menor prueba material de su existencia.
Como lo acabamos de ver, no sólo el ojo humano es capaz de ver platillos
volantes. Éstos producen efectos sobre los radares y los contadores Geiger.
Han producido, por otra parte, una serie de efectos físicos, a menudo
singulares, que vamos ahora a detallar:
1. EFECTOS AUDITIVOS
3. EFECTOS CALÓRICOS
4. CONTACTOS TANGIBLES
He aquí uno de esos tests que deberían probarlo todo y que, sin embargo, y
al contrario, sólo dan ocasión para alimentar nuestras dudas. Dicho en
términos generales, no hay nada más lamentable que la ilustración de libros
sobre este tema.
Ahora bien: la fotografía es nítida y detallada, y tiene un aire de
autenticidad. O mejor: tienen un aire de autenticidad, aunque difuminado.
Como en el ejemplo del primer caso, limitémonos a citar el platillo
venusiano reproducido frente a la página 80 del libro de los señores Leslie y
Adamsky. El 2 de noviembre de 1954, el periódico Paris-Presse reproducía
un modesto «farol a gas» arrumbado en un depósito de Hamburgo. La
semejanza es curiosa. El señor Adamsky no habría, por lo demás, tenido
ninguna dificultad en dar la explicación del caso: los hamburgueses van «a
medias» con los venusianos.
Para el segundo caso, citemos las fotografías tomadas por:
El señor Fragnale, el 18 de julio de 1952, cerca del lago Chauvet, en Puy-
de-Dôme (P., pp. 41 y 55; M.I., p. 247).
El señor Paulin, en París, el 29 de diciembre de 1953 (G.I., p. 160).
El guardacostas Shell Arpert, en Salem (Massachusetts), el 16 de julio de
1952, de la torre de control del aeropuerto (M.I., pp. 166 y 167; G.I.,
ilustración 7 entre las pp. 80 y 81; K.II., foto de la cubierta y p. 6). Esta
fotografía, que muestra cuatro discos de luz, es muy sorprendente.
Es lamentable que no se hayan reproducido los clisés en color tomados por
un corresponsal de prensa, el señor Wallace Litvin, a bordo del portaviones
Franklin-Roosevelt, el 19 de septiembre de 1952, a raíz de las maniobras de
las fuerzas navales de la OTAN durante la Operación Palo Mayor (cf. M.I., p.
152).
Las películas son muy raras.
Ruppelt señala cuatro como serias (R., p. 264).
Dos fueron tomadas en White Sands (Nuevo México) el 27 de abril y el 1
de mayo de 1950.
Una, en Montana, el 15 de agosto de 1950.
Una, en Tremonton (Utah), el 2 de julio de 1952.
Keyhoe señala otra tomada en Landrum (Carolina del Sur), el 16 de
noviembre de 1952 (K.II., pp. 13 y 18).
Por supuesto, se trata de filmes de corto metraje.
Por desgracia, el filme de White Sands del 27 de abril de 1950 sólo señala
un objeto de forma muy imprecisa que se desplaza en el cielo (R., p. 118).
En mayo de 1950 hubo, en realidad, dos películas filmadas al mismo
tiempo, pero había, según parece, varios platillos en el cielo, y las cámaras no
fotografiaron el mismo: no se pudo calcular las trayectorias. (Id., p. 119). El
objeto estaba, por otra parte, muy lejano.
El filme de Montana (R., p. 273) fue tomado el 15 de agosto de 1950 por
Nick Mariana de Great Falls. «Mostraba dos grandes luces brillantes que
atraviesan el cielo azul… No se distingue ningún detalle. Esas luces tenían el
aspecto de grandes objetos circulares.» Luego de un examen los expertos
renunciaron a encontrar una explicación, y clasificaron el caso como
«desconocido» (Id., p. 173).
El filme de Tremonton, del 2 de julio de 1952, fue tomado por Delbert, G.
Newhouse, primer fotógrafo de la Marina (Id.).
Keyhoe, que conocía su existencia, le llamó «Utah», porque la película fue
tomada cerca de Tremonton, en Utah (K.II., p. 137). Ardía en deseos de ver
esa película. A través de un informador anónimo supo que se veía «una
formación de objetos redondos y brillantes en danza infernal», y que el filme,
como era en color, mostraba doce o catorce objetos azulosos que tiraban al
blanco, pero jamás pudo ver la película (K.II., pp. 206-222-233-237).
Ruppelt, que la vio, agrega algunos detalles. Newhouse, dice, tenía 21 años
de servicio en la Marina, y dos mil horas de vuelo como fotógrafo aéreo. El 2
de julio de 1952, viajaba con su mujer y sus dos niños. De súbito, la mujer
divisó algo en el cielo y se lo señaló. Apenas hubo mirado comprendió «que
jamás había visto algo semejante». Tenía cerca de él su cámara, provista de
teleobjetivo, y rápidamente filmó. Su película muestra muy bien luces
circulares y no se podía distinguir ningún detalle; pero al revés de lo que
ocurría en el filme de Montana, esas luces se desvanecían a intervalos, y
luego se encendían. Ruppelt y sus ayudantes creyeron, al principio, que se
trataba de juegos de luces, pero abandonaron tal hipótesis. Supusieron,
entonces, que se trata de una ilusión provocada por vuelos de gaviotas, pero
sin mucha convicción (R., p. 276).
Queda la película tomada en Landrum, el 16 de noviembre de 1952, por J.
D. Mac Lean, en presencia de varios testigos, con cámara y teleobjetivo.
Keyhoe pudo verla en el ATIC.
«Los primeros metros del filme de Mac Lean, dice, estaban velados; pero
pronto aparecieron sobre la pantalla cinco objetos brillantes oblongos que se
destacaban sobre las nubes. El efecto era sorprendente, pero como la película
fue tomada al atardecer, no se podía distinguir ningún detalle» (K.II., p. 18).
Es evidente que resulta muy difícil fotografiar y filmar los platillos
volantes, debido a la gran rapidez de sus apariciones. Por otra parte, hay una
dificultad que se agrega a la primera: los platillos volantes aparecen a veces
como bañados en su propia luz, fenómeno que puede producirse en el suelo.
Lo testimonian así, por ejemplo, el señor Buclair y los automovilistas
bordeleses. Este último caso es tan extraordinario, pues simultáneamente los
testigos pudieron ver a los pequeños pilotos fuera del aparato.
Sea como fuere, las películas retenidas por la Comisión Platillo confirman,
por lo menos, la existencia de hechos inexplicados en el espacio aéreo. Es
típico que quiera guardar estos filmes en gran secreto. Se sentiría muy feliz de
poderlas exhibir a la luz pública, si al mismo tiempo pudiera dar una
explicación satisfactoria.
ESTRUCTURA GEOMÉTRICA
DE LAS MANIFESTACIONES
ILUSIONES MATERIALES
1. OBJETOS VOLANTES
2. OBJETOS EN EL SUELO
3. MARCIANOS DE PEGA
Los errores cometidos en esta serie son los más inquietantes. Plantean
profundamente el problema del valor de los testimonios humanos, y debemos
examinarlos también de manera minuciosa, tan minuciosa como nos sea
posible.
La primera confusión de este género parece haberse producido en los
Estados Unidos.
El 7 de julio de 1953, hacia la medianoche, Edward Waters, peluquero de
veintiocho años, y sus dos amigos Arnold Payne y Thomas Wilson viajaban
en coche y vieron, a la luz de sus focos, tres pequeños seres que parecían
saltar hacia un platillo volante posado a la orilla de la carretera.
«Edward Waters empuñó su carabina y tiró. Una de esas pequeñas
criaturas cayó para no levantarse, mientras las dos restantes se introducían en
el platillo, que de inmediato emprendió el vuelo y desapareció. Al regresar a
casa, Edward Waters sumergió al «marciano» —un ser pequeño de piel
rosácea y facciones prognatas— en una cubeta de cristal y a la mañana
siguiente lo expuso en el escaparate de su peluquería» (G.I., p. 150)*.
El marciano en cuestión no era sino un mono escapado de la casa de un
comerciante en animales exóticos.
En Sincey (Aisne), la confusión fue más grave, pues terminó con un
disparo de fusil sobre un vecino (Journal du Dimanche del 17 de octubre de
1954). El autor de este disparo, M. F., declaró: «Creí, al ver cómo una silueta
se movía a la luz de los focos, encontrarme en presencia de un marciano
mientras se aprestaba a reparar un platillo volante. Fui a buscar mi fusil y
disparé.» El marciano no era otro que don Maurice R., que se hallaba
reparando un vulgar automóvil en un prado vecino a su casa. Por fortuna, las
balas del fusil de caza de M. E. se aplastaron contra el coche.
La misma confusión se produjo en Train-l’Ermitage, Drôme (A.F.P., 4 de
noviembre de 1954), En la oscuridad, un viñatero divisó una silueta que le
pareció «fuera de lo común». «Es un marciano», se dijo, y provisto de un
bastón aporreó varias veces al pretendido marciano, que se llamaba M. N., y
fue necesario llamar a un médico porque le desgarró una oreja.
En el caso Walscheid, Moselle (F.S., 20 de octubre de 1954), nos
encontramos con un nuevo caso de expedición. Puestos en alerta por niños
que pretendían haber visto un «comando de marcianos», los habitantes del
pueblo se agruparon. «En la noche, bajo la débil luz de las bombillas
municipales, se dibujaba la silueta de extraños seres sobre una terraza.»
Luego se produce una descripción entre heroica y cómica de las mujeres de
la comarca, las cuales van a refugiarse a la iglesia; los hombres se arman de
fusiles de caza, y con el dedo en el gatillo, formando dos columnas, se
preparan para atacar. Por suerte, no olvidaron hacer previamente los trámites
legales.
Entonces el propietario, el cual debería por lo menos sentirse agarrotado y
amordazado, sacó la cabeza por la ventana y, soñoliento, preguntó qué
ocurría. Ante el estupor general, que pronto se transformó en carcajada
general, dijo que, para preservarlos de la helada, había cubierto los
crisantemos de su terraza. La imaginación de los niños hizo el resto.
En Binic (Côtes-du-Nord) (A.F.P., 22 de octubre de 1954), «un peatón
declaró haber visto, en la calle Wilson, un hombre pequeño con el cuerpo
cubierto de vello. Algunos habitantes se dirigieron a su encuentro. De pie
sobre la acera, el hombre parecía aguardarles. Todos se precipitaron sobre
él…, para descubrir, finalmente, que se trataba de un balón de gas».
Por supuesto, no faltan farsantes que han agregado al cuadro algunos tests
sobre el falso marciano:
En Creil (Oise) (F.S., 29 de octubre de 1954), un ferroviario se fabricó una
máscara con un viejo bidón y diversos accesorios, especialmente una
bombilla eléctrica pintada de verde. Una noche, después de su trabajo,
apareció súbitamente en un rincón de la estación y los ferroviarios le vieron.
Les asustó entonces, encendiendo su falso rayo verde, y se abalanzó sobre
ellos ladrando. Mientras huían aprovechó para desaparecer, quitarse el disfraz
y gozar luego con los efectos de su broma.
En Tradato, Italia (A.F.P., 10 de noviembre de 1954), dos muchachitos
disfrazados de marcianos y provistos de una pantalla plateada que agitaban en
la noche produjeron tal efecto en un periodista local, que éste ya había
redactado una crónica «sensacional», de la cual, por desgracia, ignoramos los
detalles, antes de que la mixtificación hubiera sido descubierta.
Pero el récord de la mixtificación pertenece, probablemente, a dos
periodistas del Samedi-Soir (número del 21 al 27 de octubre de 1954).
Partieron en coche desde París y se dirigieron al Mediodía, región de Cahors,
Montauban y Toulouse. Llevaban cosas tales como vestidos de buzos, luces
de bengala y diversos productos pirotécnicos para jugar a los marcianos.
Contaban con la total inanidad de los testimonios sobre platillos volantes y
especialmente con los dos testimonios que datan del 13 de octubre de 1954, y
se refieren, el uno, a M. Ott, en Toulouse, y el otro a M. Carcenac, en
Graulhet, Tarn. La misma conclusión a propósito del señor Mitto (incidente
del 9 de octubre, Tarn), pero sin nombrarlo.
Esta broma nos habría podido aportar un conjunto muy rico de tests
sicológicos sobre los testimonios humanos a propósito de platillos. Pero el
itinerario seguido sólo fue conocido parcialmente, y los reporteros no dieron
ningún detalle. No se aportó ninguna prueba del paso efectivo de esos
reporteros por las localidades en cuestión, y uno se pregunta si todo el
reportaje fue inventado. Hay, es cierto, fotos de testigos cuya buena fe fue
sorprendida, y es difícil que hayan sido inventadas. Podemos admitir que tales
reporteros hicieron una gira de mixtificaciones, pero no sabemos cuál fue su
extensión, cuáles las horas, cuáles los puntos precisos.
Parece que, luego de haber seguido la ruta de Brive, Cahors, Montauban y
Toulouse, jugaron al aterrizaje, esto es, a detener su coche, disfrazarse y
lanzar de vez en cuando cohetes «interplanetarios» en los siguientes lugares:
Pouzergues (al sur de Cahors), Varreye (sobre la carretera de Montpezat de
Quercy), Montalzet (sobre la nacional 20), Saint-Gombiez (entre Fronton y
Bouloc, sobre la departamental 4), y desde allí, o desde los alrededores, se
dirigieron a Graulhet y luego regresaron hasta la entrada de Toulouse, hacia el
aeropuerto de Blagnac.
Por supuesto, todo testimonio que se sitúe sobre tal itinerario, y en aquel
momento, es sospechoso.
Pero ¿cuáles son los precisos momentos en que coinciden testimonios y
mixtificaciones? Ésta es la dificultad.
El incidente O. y P., en el cual más pueden estar implicados los dos
compadres del Samedi-Soir, parece datar, sin duda, del 13 de octubre, hacia
las 19,35. Fue objeto de dos informaciones de la A.F.P., fechadas el 13 y el 14
de octubre. En esa fecha la puesta de sol tiene lugar a las 17,05, y los
reporteros declararon que a su paso por los arrabales de Toulouse el sol debía
haberse puesto hacía una hora. Como este género de aproximación es
aproximativo, la coincidencia entre los dos sucesos parece muy posible.
En aquel momento los seudo marcianos han detenido su coche. Uno de
ellos, al menos, desciende con la escafandra puesta, da un breve paseo cerca
del vehículo y luego parte después de haber dejado dos o tres cohetes.
Ahora bien: según los testigos, una máquina esférica, rojiza, se posó no
lejos de ellos, en un terreno vacío. Vieron entonces «un buzo de pequeña talla,
cuya cabeza era muy grande en relación al cuerpo, ojos inmensos… y una
escafandra que brillaba “como el cristal”» (A.F.P. del 13 de octubre).
«Después de un tiempo muy breve, cerca de un minuto, el de la escafandra
alcanzó la esfera luminosa, que voló verticalmente sin producir ruido, y
desapareció en el cielo a prodigiosa velocidad dejando una estela de fuego
(Id.).»
La información del 14 agrega: «El misterioso individuo (el buzo) medía
1,20 metros, su cabeza sobrepasaba la máquina y, en consecuencia, debía
curvarse para penetrar en ella.»
Por otra parte, el platillo «arrojaba a su alrededor un ligero vapor».
Uno de los testigos quiso aproximarse, pero fue «detenido, a una veintena
de metros, por una fuerza paralizante», y agrega que «cuando la máquina se
elevó en el cielo fue lanzado violentamente a tierra».
El otro testimonio del cual se duda es el del señor Carcenac, cerca de
Graulhet, Tarn. Este incidente data del 13 de octubre, pero hacia las 16,30.
Ahora bien: los reporteros circularon por allí, dicen ellos, y dejaron algunos
cohetes. Por otra parte, se ha hecho notar hasta qué punto los detalles dados
por el testigo hacen pensar en fuegos artificiales, tal ese «disco flexible y
suave» que ondula y dispersa, en todos sentidos, filamentos que caen a tierra,
mientras un pequeño «disco» brillante continúa, o parece continuar, su
trayectoria. El señor Carcenac estaba lejos, pues lo observó con los
prismáticos.
En la misma región, en Briatexte, veamos también el efecto de la misma
serie de mixtificaciones cuando el señor Mitto asegura haber visto, hacia las
20,30, dos pequeños pilotos que atravesaban la carretera frente a su coche, y
luego un gran disco rojizo que desaparecía en el cielo. Pero si este incidente
está efectivamente fechado el 9 de octubre (M.II., p. 264), parece,
relativamente muy anterior, pues es poco verosímil que los mixtificadores
hayan efectuado dos incursiones en el Tarn, permaneciendo cinco días en la
región.
Estaríamos tentados de quedarnos con el incidente del platillo y de los tres
pilotos, incidente que señala el testigo Stramare, pues tal testimonio se sitúa
en la encrucijada de las carreteras Fronton-Boulon y los reporteros debieron
tomar una de esas carreteras, pero no sabemos de qué encrucijada se trata. Por
otra parte, este incidente parece datar del 11, y en este caso se le habría
atribuido una duración algo más larga que la peregrinación de los reporteros.
Hay, por otra parte, otro testimonio en la misma región, el del señor Marty,
en Léguevin, pero sólo data del 12, y los reporteros no parece que dejaran oír
sus explosiones en ese sector situado al oeste de Toulouse.
La presencia de mixtificadores no excluye, por otra parte, la aparición de
auténticos platillos. No hay ninguna incompatibilidad entre estos dos géneros
de fenómenos.
Queda aún el testimonio Vidal y Hurle, el 12 también, y en las
inmediaciones de Toulouse, pero el relato de los reporteros no habla de
chistes tolosianos a semejante hora, y el testimonio es muy vago.
En cuanto al incidente señalado por el señor Ramond, data del 14 y se sitúa
en Vielmur-du-Tarn, y no en Villemur, en los alrededores de Fronton. No
parece, pues, tener ninguna relación con ese conjunto local de
mixtificaciones.
De más está decir que la personalidad de todos esos testigos jamás ha sido
puesta en duda. Los errores que han podido cometer, nadie puede
vanagloriarse de haberlos evitado si allí hubiera estado. Por esta razón el
problema es muy serio y merece un examen detallado, pues se trata del
problema, en general, del valor del testimonio humano.
II
¿Qué es el delirio?
En este caso, el problema es más difícil de lo que se cree.
Cojamos la obra de un especialista, el doctor Paul Guiraud:
«Actualmente —escribe— el sentido de la palabra delirio está restringido
al de construcción intelectual mórbida que se desarrolla fuera de la realidad y
se acompaña de una convicción inquebrantable» (Siquiatría clínica, p. 194).
Pero ¿qué es lo mórbido y fuera de la realidad?
«La idea delirante —agrega Guiraud—… es una idea en general absurda e
inverosímil, pero en éste como en todos los campos es muy difícil trazar el
límite entre lo normal y lo mórbido.»
Dicho de otra manera: no hay criterio objetivo y racional. Todo es un
problema de apreciación empírica.
¿Tendremos mejor suerte con el Vocabulario de Sicología de Piéron?
«Delirio. Creencia patológica en hechos irreales o concepciones
básicamente imaginativas. Son temas habituales: ideas de grandeza, de
persecución, de celos, de culpabilidad, etc. Se justifican, ora por falsas
interpretaciones, ora por falsas percepciones (alucinaciones). Trátase, a veces,
de construcciones más o menos incoherentes y fantásticas, puramente
imaginativas.»
Aceptémoslo. Pero ¿qué es lo que debe ser calificado como irreal, falso,
puramente imaginativo, fantástico? Estamos en pleno círculo vicioso, pues el
que admite a priori la realidad, o al menos la posibilidad de la existencia de
platillos, rehúsa aplicar sus calificaciones a testimonios dudosos, en tanto que
aquellos que niegan a priori esta existencia, e incluso la posibilidad de la
existencia, dicen, sin mayor examen, que tienen el derecho de aplicar en
conjunto todas esas cualificaciones a los testimonios indiscrimados, cuando se
trata, al contrario, de apreciar el valor de los testimonios de sí mismos antes
de adelantar ningún juicio sobre su objeto.
¿Podremos salir de este increíble batiburrillo de empirismo y de a priori
consultando a Littré?
«Delirio. Extravío mental causado por la enfermedad.»
No. No hemos dado un paso más.
¿Qué es el absurdo, lo irreal, lo fantástico? La palabra absurdo no se
encuentra ni en el índice de Guiraud ni en el vocabulario de Piéron. Para
Littré es aquello «que va contra el sentido común». Para Lalande «es lo que
viola las leyes formales de la lógica». La palabra fantástico no se encuentra ni
en Piéron, ni en Guiraud, ni en Lalande. Para Littré es «lo que existe sólo en
la imaginación». Recordemos la palabra fantasma que Piéron define como un
«producto imaginativo». En Lalande, la palabra fantástico sólo evoca los
caprichos de la imaginación que producen conjuntos monstruosos tales como
quimeras y centauros; se cita, en apoyo, a Bossuet. Etc.
Esta carencia de exactitud no es sorprendente.
Todas esas definiciones que pasan por sabias son puramente empíricas. Se
fundan sobre los a priori del sentido común, es decir, sobre el término medio
de los prejuicios colectivos; sólo son expresables a través de tautologías y de
juicios arbitrarios.
En este caso las ciencias humanas se hallan en la edad de la piedra, frente a
la ciencia física, que alcanzó la edad de la relatividad y de las geometrías no
euclidianas. Es algo más que un simple y gigantesco desfase: es una
dramática contradicción en una época en que la ciencia física y matemática
hace saltar los límites de lo irreal, del absurdo y de lo fantástico. Como
siempre, todas las ideas de los inventores, pioneros, descubridores y testigos
de todas las formas de lo insólito son, por lo general, tratadas como delirantes.
Aquellos que los denigran son lógicos consigo mismo, pues se apoyan en la
rutina establecida, y llevan razón hasta que la realidad les da un puñetazo en
pleno rostro.
En realidad podríamos fácilmente ahorrarnos estos contratiempos si
quisiéramos aceptar la idea de que no hay ningún pensamiento que no tenga
derecho a parecer irreal, absurdo y fantástico, por la simple razón de que la
imaginación es el poder de sobrepasar los límites de lo conocido para entrar
en lo desconocido, de transmutar lo irreal en real, lo absurdo en lógico, lo
fantástico en natural. Siempre podremos elegir entre lo posible y lo imposible.
Pero esta elección no depende ni de los sicólogos ni de los siquiatras.
Conocen las cosas sólo desde el punto de vista del sujeto y no del objeto, y
sólo pueden señalar los límites de lo real en el mismo lugar en que lo señalan
las costumbres de la sociedad en la cual viven.
Los siquiatras califican de delirantes a los testigos de platillos porque,
como ocurre con la masa de la opinión pública, consideran absurda,
fantástica, irreal la existencia de tales máquinas. Aquel que cree, cree en lo
absurdo. En consecuencia, el que afirma haberlas visto es un delirante.
Se trata sólo de un escamoteo del problema, pues el problema reside,
precisamente en saber si esas máquinas existen o no existen. Este problema
no puede ser resuelto a priori por la siquiatría. Está fuera de su competencia.
Los siquiatras que condenan la hipótesis de los platillos volantes como
absurda y fantástica, y acusan entonces a los testigos de cerebros delirantes,
actúan exactamente como los escolásticos que negaban a priori la existencia
de los antípodas. No se fundan en ningún caso en la «ciencia siquiátrica»: se
inspiran sólo en vulgares prejuicios derivados la mayoría de las veces, de la
rutina humana.
El verdadero criterio del delirio no pertenece al orden de las ideas, sino
del comportamiento.
La definición del Vocabulario filosófico de Lalande dice:
«Delirio. Estado mental temporal caracterizado por la confusión de los
estados de conciencia, su desorden, la intensidad de las imágenes que a
menudo se transforman en alucinaciones y determinan, a veces, actos
violentos anormales.»
Esta vez no hay referencia a lo arbitrario del juicio sobre las ideas: Lalande
pone énfasis sobre la confusión de estados de conciencia, confusión que se
traduce objetivamente, bajo los ojos de todo el mundo, por la producción de
propósitos incoherentes y de actos absurdos. El criterio de delirio llega a ser
objetivo y sociológico.
En consecuencia, el objeto (el platillo) que el testigo pretende haber visto
no posee más importancia ilegítimamente determinante. El problema no se
sitúa sino del lado del testigo: sólo se trata de saber si el testigo ha dado
pruebas de delirio por la incoherencia de sus propósitos y de sus actos.
Más abajo, los hechos responden muy nítidamente.
En toda la literatura periodística que se refiere a los platillos hemos hallado
un solo caso de delirio:
«Livourne, 19 de octubre. B. S., de treinta y cuatro años, admitido ayer en
el hospital de Livourne, se lanzó bajo su cama pidiendo socorro. Declaró que
los marcianos acababan de descender en un platillo volante y procuraban
darle caza» (A.F.P., 19 de octubre de 1954).
La prueba del delirio es evidente. No se refiere, de ninguna manera, a los
marcianos, sino al comportamiento del enfermo. Podría también haberse
creído perseguido por un avión o una foca; el resultado habría sido siempre el
mismo y nada habría probado contra la existencia de los aviones o de las
focas. El pobre B. S. no es un testigo: es un enfermo.
Si observáramos cientos o miles de casos de este tipo en los asilos de
alienados, ¿qué probarían? Nada en contra de los platillos. Probarían sólo que
el tema de los platillos y de los marcianos puede ser explotado por la
alienación tanto como el tema de Napoleón o el tema de María Antonieta, sin
que se pueda sostener en la Sorbona la inexistencia retroactiva de Napoleón y
María Antonieta.
Planteadas así las cosas, ¿qué cosa análoga podemos hallar, próxima o
lejana, en testimonios verdaderos o falsos, admisibles o ilusorios que se
refieren a los platillos volantes?
1) Testigos ordinarios engañados y desengañados, sobre todo en la docena
de casos indicados a propósito de calabazas o macetas de crisantemos.
Hallamos dos violentos en Tain y Sinceny. Agreguemos, para América, el
caso del mono, si fue realmente abatido a tiros de fusil. En los dos primeros
casos se trata de tiros de fusil o de bastonazos dirigidos contra vecinos
tomados por marcianos. Es absurdo y ridículo, y aparentemente raya en el
delirio. Pero delirio es tomar a un vecino por marciano en pleno día y frente a
frente. Aquí, al revés, la violencia se debe a una confusión en la oscuridad.
Esta confusión es de aquellas que, por lo general, se cometen en la caza:
confundimos nuestro propio perro con un conejo, o un ojeador con un jabalí,
o se puede hasta confundir la pieza con una pareja de enamorados escondidos
en un matorral. Según los casos, el homicidio o la herida por imprudencia
serán más o menos imperdonables, pero en ningún caso se trata de delirio.
Es necesario subrayar ahora que en los incidentes provocados por
confusiones no menos graves en el punto de partida, a propósito de calabazas
y crisantemos, los preliminares belicosos no terminaron en ningún acto de
violencia. A pesar de la agitación reinante, los testigos se sofrenaron y
rectificaron su interpretación de los hechos. No hay mejor test de la ausencia
de delirio.
En resumen: todos estos relatos parecen ridículos, absurdos, estrambóticos,
pero nada más. Por todas partes se comprueban graves confusiones al
comienzo. La causa más importante es la noche, cosa que es normal. Más
abajo la frecuencia de historias de marcianos en esta época sugiere falsas
interpretaciones. ¿Son delirantes? En ningún caso.
¿Encontramos aquí estados de conciencia confusos y desordenados, temas
de celos, de grandeza, de persecución, etc., creencias patológicas
inconmovibles? Nada de eso. Al contrario: incluso en los pasmosos asuntos
provocados por los aisladores de cristal, balón de gas y macetas de
crisantemos, los testigos hicieron las debidas rectificaciones y entraron
pacíficamente en sus casas.
2) ¿Hay más testigos del género de Adamsky, testigos que, como éste, se
vanaglorian de hacer revelaciones?*.
Cierto es que el cuadro no excluye el tema de la grandeza embellecido de
numerosos accesorios. Esos «testigos» han merecido la confianza de nobles
mensajeros del planeta del amor; intuyeron los avisos que les dieron tales
mensajeros, simpatizaron y se telepatizaron con ellos desde el primer
momento, recibieron secretos de gran importancia que, naturalmente, no
pueden revelar al común de los mortales. Hay en ellos ciertos rasgos que
solemos hallar en los clientes de asilos. Pero con una diferencia fundamental:
no hay nada de confuso y desordenado en un relato como el del señor
Adamsky, ni propósitos incoherentes, ni actos violentos ni anormales: nada,
pues, de delirante.
3) Sólo nos queda por ahora la categoría de testigos ordinarios cuyas
declaraciones no fueron objeto de ningún desmentido.
En un solo caso, uno de los más importantes, por lo demás, los periódicos
dudaron del testigo: se trata del caso del señor Dewilde. Se dice, en efecto,
que antes del incidente del 10 de septiembre de 1954 había sido víctima de un
traumatismo craneano como consecuencia de un accidente de trabajo que le
había causado perturbaciones nerviosas (F.S., 15 de septiembre de 1954).
Sea. Pero si el traumatismo y las perturbaciones fueron responsables de esa
«visión» deberían poseer algunos pequeños índices de ese género de
causalidad, alguna marca de fábrica. El testigo debería haber manifestado
huellas de perturbaciones anormales en su relato, tal como lo contó, en lo que
informa respecto al comportamiento de los «marcianos» y respecto a su
propio comportamiento.
Aunque he buscado no he hallado nada que apoye esta interpretación.
El único hecho sobre el cual puede uno preguntarse es el breve instante en
el cual el señor Dewilde se siente paralizado. Ahora bien: por una parte, podía
haber estado simplemente «clavado en su sitio» debido a un efecto de pánico
muy legítimo.
Por otra parte, la coherencia de su relato es perfecta.
No hay la menor traza de delirio en el señor Dewilde, ni tampoco en
testigos como la señora Leboeuf, el señor Beuclair, el señor Gatey ni ninguno
de los noventa y cinco testimonios sobre aterrizajes, de los cuales cincuenta y
tres casos se refieren a la aparición de pilotos, ni contra los dieciocho casos de
testimonios sobre los efectos paralizantes provenientes de las máquinas. Ni
hay delirio de grandeza, celos, complejos de persecución, etc., ni lenguaje
incoherente que señale estados confusos y desordenados de violencia, ningún
acto patológico violento y anormal, ninguna creencia deplorable para nuestra
tranquilidad de espíritu.
Algunas palabras más.
Vemos continuamente que en las tesis más eruditas y en las conversaciones
corrientes se emplean expresiones como alucinación colectiva o delirio
colectivo, tal si estas expresiones fueran intercambiables a voluntad y capaces
de explicarlo todo.
El maestro en la materia es, según parece, el doctor Le Bon, cuya Sicología
de las multitudes inspira aún al mundo crítico*. Pensamos que íbamos a
encontrar en ese libro indicaciones muy valiosas: hay, sí, ideas interesantes,
aunque ahogadas en una inmensa lata. Resultaría desproporcionado exponer
aquí dichas pruebas.
Por otra parte, no creo que tengamos necesidad de hacerlo, ni mucho
menos que cualquiera otra teoría sobre estos problemas.
El análisis que acabamos de hacer de los hechos señala que no existe
ningún signo de alucinación ni de delirio en todos los testigos, ni en su
lenguaje, ni en sus actos.
Lo más notable es que en los dos únicos casos de violencia conocidos en
Francia (Tain y Sinceny) se trata de individuos aislados. En el caso de todo un
pueblo que se moviliza, como en Momy, Limeyrat y Walscheid, no se produjo
ningún acto de violencia. La multitud de los testigos hizo pacíficamente la
rectificación del caso. Todo ocurrió a contrapelo de las pretensiones del
doctor Le Bon y sus discípulos.
1. HIPÓTESIS
A) Meteoros naturales
Luego de una aparición de platillo el 1 de agosto de 1951, sobre Wright-
Patterson, Ohio, cuartel general de la Comisión Platillo, un físico
norteamericano, Noël Scott, llegó a producir en laboratorio, bajo una campana
de cristal en la cual había hecho el vacío, «pequeñas lentillas de gas ionizado»
que tenían el aspecto de pequeños platillos luminosos (M.I., p. 112).
De allí a gritar victoria y a pretender que los platillos volantes que se
hallan en la naturaleza no son sino lentillas de gas ionizado, sólo hay un paso.
Sin embargo, Aimé Michel subraya en su comentario que hay una singular
diferencia entre las condiciones de esta experiencia y las de la atmósfera
terrestre, la cual, evidentemente, no está vacía ni tiene forma de campana.
B) Subproductos erráticos de industrias locales
En California, el profesor Motz, de la Universidad de Stanford, había
logrado producir, al aire libre, un «halo luminoso» concentrando haces de
ondas milimétricas (P.P., 22 de octubre de 1954)
Algunos días más tarde, el Figaro del 25 de octubre de 1954 presentaba
una hipótesis del físico D’Alton, según la cual «los platillos volantes no serían
sino un fenómeno puramente luminoso debido al encuentro de un haz de
ondas ultracortas y de capas de aire ionizado».
Habría —hay— algo, pues, en el cielo: la presencia objetiva de gas
ionizado. Esta cosa se habría hecho visible por el encuentro imprevisto del
haz de ondas ultracortas que «recortaría», de alguna manera, en la materia del
gas una forma geométrica, la que tomaría, por algunos instantes, la apariencia
de una máquina redonda y luminosa, y luego desvaneceríase rápidamente, sea
por detención de la proyección del haz, sea por la desaparición de los gases
ionizados.
Esta hipótesis es bastante seductora, pues ella es plausible como principio
de explicación de los testimonios: los testigos han visto alguna cosa y fueron
fácilmente engañados por la naturaleza desconocida de esta forma luminosa
de encuentro.
Es tanto más seductora, pues relacionaría cronológicamente las apariciones
de platillos con la actividad industrial ultramoderna que se ha desarrollado
con la Segunda Guerra Mundial.
Parecería, además, estar en estrecha correlación con las más importantes
localizaciones de las apariciones de platillos. Ruppelt ha señalado que las más
frecuentes observaciones se producen «alrededor de regiones de interés vital
para los Estados Unidos, tales las de Los Alamos-Alburquerque, Oak-Ridge y
White Sands. Vienen, luego, por orden de importancia, los puertos, las bases
de aviación estratégica y las zonas industriales» (R., p. 150; comp., p. 37).
Keyhoe, por su parte, nos da una extensa relación de observaciones sobre
bases atómicas, bases aéreas, bases navales y estaciones aeronavales, centros
de experimentaciones de cohetes, bases aeronáuticas y grandes ciudades
(K.II., p. 191).
Atosigadas por industrias atómicas, emisiones continuas de gas, ondas de
radar, ondas teleguiadas y radiaciones de todo tipo, esas regiones ¿serían
lugares ideales para encuentros de gas ionizado y haces de ondas ultracortas?
Serían zonas muy buenas productoras de «efectos platillos». De alguna
manera sería la historia del hombre que confunde su sombra con un
aparecido.
Se produciría también una coincidencia entre las fechas y localizaciones
del desarrollo de las industrias de la era atómica. En una palabra: los platillos
no serían sino subproductos industriales, algo así como fantasmas
tecnológicos.
D) Máquinas desconocidas
Ésta es la más «fantástica» de las hipótesis. Y, sin embargo, es la más
normal.
En un artículo publicado en 1953, en la revista Forces Aériennes
Françaises, y luego en su libro La propulsión de los platillos volantes por
acción directa sobre el átomo, el teniente Plantier interpretó de manera
memorable los aspectos desconcertantes.
El principio esencial, si lo interpretamos bien, es que los platillos emplean
campos de gravedad artificial que no actuarían sólo sobre la máquina, sino
sobre el contenido, incluso los pilotos, y sobre el medio ambiente.
A partir de esta hipótesis, Plantier cree explicar, de manera lógica, los
cuatro «misterios» de los platillos:
«Silencio absoluto a gran velocidad en la atmósfera,
»Resistencia térmica, incompatible con la de todos los metales conocidos,
»Apariencia de vuelo pilotado, a pesar de la temperatura y las
aceleraciones antifisiológicas supuestas,
»Cambios de aspectos» (Loc. cit., p. 25).
El autor estudia minuciosamente todos estos tipos de cambios: bruscas
aceleraciones, giros, balanceos, fenómenos de fluorescencia (pp. 36 y 88),
formaciones dé insólitas nubes (pp. 51 y 55) e incluso «materias que se
funden» (pp. 56 y 86).
Se ha criticado vivamente la hipótesis Plantier. Algunos creen que está
desprovista de toda base científica.
No es asunto nuestro contradecirlos. Observemos simplemente que
siempre, en la historia de la ciencia, a toda hipótesis nueva y revolucionaria se
la considera desprovista de toda base científica. El argumento, pues, carece de
importancia.
Mucho más útil sería, y más científico, tratar de verificar esta hipótesis
perfeccionándola o reemplazándola por otra mejor.
Pues si los platillos existen como máquinas, volveremos a encontrar
exactamente las condiciones del problema que se planteó Plantier y habrá que
hacerle frente, mal que nos pese.
Para intentar saber si los platillos son, en general, reductibles a cualquier
tipo de meteoros, o si en realidad son máquinas, debemos retomar, desde una
nueva perspectiva, los datos de los testimonios sobre los aspectos y los
comportamientos de los platillos.
3. CRITERIO DE COMPORTAMIENTO
P UESTO que los platillos son máquinas, el problema consiste ahora en saber
qué industria los fabrica.
Insistimos sobre el término «industria». Planteado así el problema, éste es
menos sutil y desesperado de lo que suele imaginárselo.
A pesar de la multiplicación de las manifestaciones de platillos en ciertos
períodos y en ciertas regiones, contadas fríamente día por día y país por país,
esas apariciones son raras. Como, por otra parte, esas máquinas poseen una
extraordinaria rapidez y sólo realizan esporádicas apariciones, podemos
pensar que ellas cruzan en número muy pequeño por el espacio.
En julio de 1952, período máximo para los Estados Unidos, Ruppelt sólo
anota 700 informes, esto es, un término medio de 23 por día. Si admitimos
una curva con ciertos días punta, podríamos admitir para estos días un total de
30 a 40 apariciones de platillos.
En Francia, durante las jornadas más congestionadas de octubre de 1954,
tenemos precisamente un máximo de 30 a 40 apariciones por día.
Durante la manifestación más numerosa, la de Oloron, que es aquella sobre
la cual tenemos mejores informes, el 17 de octubre de 1952, los testigos sólo
cuentan una treintena de platillos.
La concordancia entre esas tres cifras es significativa.
Poco importa que todos los pasajes de platillos no hayan sido vistos ni
señalados, pues recíprocamente numerosas apariciones no se refieren al
mismo platillo. No está, entonces, excluido que prácticamente los miles de
testimonios sobre manifestaciones de platillos deriven, en fin, de las idas y
venidas de unos treinta aparatos.
¿Quién los fabrica y les envía sobre nuestras cabezas?
La primera hipótesis, que es, al parecer, la más simple, sería que se trata de
máquinas secretas experimentadas por una gran potencia, un Estado muy
adelantado en la investigación técnica.
Podemos también imaginar la hipótesis de máquinas que pertenecen a un
puñado de sabios y conspiradores, por ejemplo, una pequeña base secreta
creada por sabios nazis escondidos en algún desierto de América del Sur.
El problema no consiste en decir que la primera hipótesis es verosímil y la
segunda no. Lo verosímil puede ser quimérico, y la realidad rocambolesca,
sobre todo en este tipo de materia.
El único método para abordar semejante problema es preguntarse qué tipo
de industria es capaz de producir este tipo de máquinas.
Hay que guardarse de imaginar hipótesis cuyo origen sea una forma
anecdótica. Hay que buscar sólo las necesidades básicas. A partir de hipótesis
anecdóticas podemos admitir cualquier cosa. Sólo la necesidad es el hilo de
Ariadna.
2. LA HIPÓTESIS «MARCIANA»
Subrayemos, porque es necesario, que en el estado actual no poseemos
ninguna prueba directa y positiva del origen extraplanetario de los platillos.
Si a un arqueólogo le es posible, por ejemplo, demostrar el origen romano
o egipcio de un objeto, a través del análisis de su estructura y de sus diversos
aspectos, no tenemos nada que testimonie el origen radicalmente «exótico» de
los platillos y sus pilotos.
Por extraordinarios que parezcan los platillos y sus efectos de todo tipo,
nada de típicamente extraterrestre hasta ahora se nos ha revelado.
Incluso el aspecto exterior de los pilotos no es lo suficientemente extraño
como para que nos sea prueba irrecusable de su origen extraterrestre.
Su pequeñez podría ser efecto de falsas apreciaciones de los testigos o de
un reclutamiento especializado. Incluso sus escafandras hay que cargarlas a la
cuenta de las necesidades tecnológicas y del camuflaje que la guerra
sicológica inventa.
Se puede demostrar objetivamente la objetividad del fenómeno platillo. Se
puede demostrar que se trata de máquinas, pues los testigos declaran
formalmente haber visto máquinas, y el conjunto de sus testimonios forma un
todo coherente y sólido.
Pero los testigos no pueden dar fe del origen marciano o no marciano,
terrestre o no terrestre de tales máquinas. No pueden, incluso, afirmar el
carácter específicamente extraterrestre y «marciano» de los pequeños pilotos.
Sólo podemos llegar a la hipótesis «marciana» a través de la prueba
negativa: la doble imposibilidad de admitir que una potencia terrestre,
productora de auténticos platillos volantes, los arriesgue fuera de su territorio,
y que los platillos volantes, después de dieciséis años y de miles de
apariciones, no hayan sufrido ningún accidente conocido, incluso el más
benigno: un simple desperfecto.
Con la hipótesis marciana, esta situación queda traspuesta. Se puede
perfectamente admitir que un pueblo extraterrestre se encuentre ya en la
cumbre de esa civilización cibernética que nosotros apenas comenzamos a
descubrir.
De los «marcianos» lo más que se puede decir es que, por ahora,
realizamos un asedio a la hipótesis «marciana». Nada más ni nada menos.
Debemos agregar otras observaciones.
Sobre el término «marcianos».
Desde luego no nos vale como certificado de nacimiento. Por extraterrestre
que por definición sea la civilización desconocida que examinamos en este
momento, nada nos garantiza que su hábitat natural sea el planeta Marte. Pero
el término «marcianos» es el más cómodo. En nuestras representaciones
cósmicas, hace ya mucho tiempo que el planeta Marte ha polarizado para
nosotros la idea de civilización extraterrestre: este planeta es uno de los que
están más cerca, pues es el único para el cual podemos imaginar condiciones
de vida más cercanas a las nuestras.
Podemos entonces, sólo por comodidad, emplear el término «marciano»,
pero dejando bien en claro que no de manera exclusiva. Aunque esta hipótesis
se verificara, no resolvería el problema de saber si se trata de nativos o de
colonizadores de Marte*: tampoco anula la probabilidad de admitir la
existencia de lugares de relevo, sobre todo la Luna y satélites artificiales.
Sobre el aspecto «fantástico» de esta hipótesis.
Podemos pensar que esta hipótesis es fantástica, en el sentido de insólita y
trastornante. Se puede afirmar que no hay ninguna prueba positiva y directa
de la existencia de los marcianos, y postergar la célebre cuestión de los
«canales» y de los satélites, tal vez artificiales, de Marte. Pero podemos
afirmar que no tenemos la más mínima prueba positiva y directa de la
inexistencia y de la imposibilidad de existencia de los marcianos.
En cuanto a las pruebas indirectas, que a menudo se esgrimen contra los
marcianos, y que derivan, por ejemplo, de la insuficiente presión atmosférica
sobre el planeta Marte, o de la composición de esa atmósfera, todas son
conjeturables. No se trata de que pongamos en duda las importantes
informaciones de la astronomía moderna sobre estos puntos. Se trata de que
las conclusiones que de allí se extraen son prematuras. No podemos borrar de
un solo plumazo importantísimos problemas biológicos de los cuales nada
sabemos*.
No se puede negar, a priori, la existencia de los marcianos, salvo que nos
apoyemos en los mismos métodos de pensamiento exactamente parecidos a
aquellos que negaban antaño la existencia de los antípodas, debido a su
inhabitabilidad.
Poco a poco nos hemos desembarazado de geocentrismos en astronomía,
pero no totalmente de antropocentrismos.
El problema está, entonces, en suspenso mientras no hayamos observado
de cerca al planeta Marte o mientras los marcianos no se nos hayan acercado
para echarnos una ojeada.
Ahora bien: esta última alternativa es precisamente el problema que
plantean los platillos volantes.
Sobre la coincidencia entre las apariciones de «marcianos» y nuestra entrada
en la era interplanetaria.
Esta coincidencia tiene algo de extraño.
A partir de 1947, fecha de las primeras apariciones «oficiales» de platillos,
y hasta 1957, fecha del lanzamiento de los primeros satélites artificiales, sólo
hay diez años. Diez años es un espacio ínfimo comparado con las mediciones
de las edades biológicas e incluso si los comparamos con las de la historia de
la humanidad. ¿Qué azar increíble ha impulsado a los «marcianos» a explorar
la Tierra en el preciso instante en que nos preparamos a explorar Marte?
¿Cómo admitir tal sincronismo entre la llegada a la era astronáutica en dos
planetas diferentes si geológica y biológicamente Marte es, o parece ser, un
planeta más «viejo» que el nuestro, y la edad geológica y biológica de un
planeta no puede condicionar estrechamente el ritmo de su desarrollo
histórico y técnico?
Ya hemos destacado el carácter relativo de esta coincidencia al subrayar
que si nuestras máquinas abordan ya la era cibernética, atómica e
interplanetaria, los platillos han franqueado toda esa etapa en la cual nosotros
acabamos de entrar. Pero en este caso el argumento no tiene el menor peso,
pues aunque estamos muy atrasados en el plano cibernético, no menos cierto
es que hay una increíble coincidencia entre las manifestaciones de platillos a
partir de 1947 y nuestros preparativos interplanetarios.
Más vale preguntarse cuál sea la naturaleza real de esta coincidencia. ¿Es
absoluta o relativa?
1947 puede ser una fecha decisiva. Marca el momento en que el fenómeno
platillo aparece de manera casi oficial y masiva ante la conciencia pública.
A partir de 1947 hemos entrado en la Historia de los platillos.
Esto no significa que no haya habido una prehistoria de los platillos. Si la
admitimos, no cambia en nada el hecho del problema de esa coincidencia,
pero la significación sí. No podríamos decir entonces que, por un prodigioso
azar, los platillos han venido por primera vez a la Tierra diez años antes de
que lanzáramos nuestros primeros cohetes interplanetarios. No habría, pues,
ninguna coincidencia sorprendente entre las grandes fechas del desarrollo
interplanetario de las civilizaciones marcianas y terrestres. Los orígenes de la
era interplanetaria, desde el marciano, podrían retroceder a una fecha
indefinida. 1947 sería sólo la fecha en que nos cercioramos de las incursiones
de platillos en las vecindades de la Tierra, sin duda debido a la frecuencia de
tales incursiones. Esta nueva hipótesis puede parecer extraña, y volveremos a
ella. Mientras lo hacemos, prosigamos.
Retomemos el problema principal: comprobamos la decisiva importancia
de 1947. El problema es investigar la causa y la significación.
Los partidarios del origen marciano de los platillos dicen que se debe a las
explosiones atómicas. Suponen que ellas habrían inquietado a los marcianos
de tal manera, que habrían decidido venir a vigilarnos.
Aquí aparece, sin duda, el mito del salvador, como lo vemos en la historia
de Adamsky, o en el filme El día en que la Tierra se detuvo, o en muchísimas
novelas de ciencia-ficción. No podemos ahora explayarnos sobre este
problema; pero aquí se produce una curiosa transferencia de la imagen de los
dioses protectores que vienen desde el cielo, dioses de la mitología y la
religión, a estos nuevos salvadores y protectores interplanetarios. Pero la
existencia de un mito no basta para excluir la presencia de una realidad
análoga. Icaro no excluye a Blériot, ni Prometeo a Franklin.
Dejando a un lado el problema de los mitos, preguntémonos si los
marcianos (en el sentido original, al menos «célico», del término) no tendrían
muy serias razones para observarnos con particular atención a partir
justamente de 1947.
Ahora bien hay una coincidencia muy importante en el hecho de que
nuestras primeras explosiones atómicas datan de 1945.
¿Basta con este argumento? Desde luego las explosiones atómicas, si se las
lleva a un grado supremo de potencia, pueden representar un peligro que
desbordaría la especie humana y el planeta.
Podemos pensar, sin duda, que el poder de provocar explosiones atómicas
es un test, el signo mismo de una civilización que sale de la era industrial del
vapor y de la electricidad para entrar en las eras astronáuticas. Este aspecto
puede parecer menos grave, menos inquietante e incluso menos catastrófico.
No estamos seguros de que, visto desde el otro lado del espacio, desde Marte,
esta significación no sea temible. Pues de una mutación de la industria
humana de esa naturaleza resulta que en breve tiempo los terrestres podrán
lanzarse a la conquista de Marte mediante cohetes que posean armamento
atómico.
Aclaremos, de paso, que a medida que el tiempo pasa se oscurecen ciertos
aspectos del problema en tanto se aclaran otros. Hemos olvidado que antes de
1947 el número de explosiones atómicas fue ínfimo. Se han producido tres en
1945: la de Alamogordo, la de Hiroshima y la de Nagasaki. Pero ¿y después?
Según Shepley, durante este período sólo se habrían producido ocho
explosiones atómicas (comprendidas las dos contra Japón) realizadas por los
norteamericanos, y la primera explosión soviética, que dataría de 1949 (La
guerra secreta alrededor de la superbomba, página 152). En todo caso, cerca
de media docena de explosiones atómicas sobre la Tierra antes de que los
platillos se manifestaran en junio de 1947.
Este hecho, importantísimo para nosotros, ¿sería observado desde Marte?
Lo dudamos. Y sin embargo, uno lee el libro de Gérard Vaucouleurs sobre La
física del planeta Marte y no puede por menos de quedar estupefacto ante la
multitud de informaciones recogidas por nuestros astrónomos sobre la
atmósfera marciana, sobre sus vientos, nubes, climas y estaciones. Uno se
pregunta si no pasará mucho tiempo hasta que se pueda detectar una
explosión atómica en Marte. De tal manera que si damos vuelta al problema,
es decir, si suponemos que la astronomía marciana es mucho más antigua y
más perfeccionada que la nuestra, no hay nada increíble en suponer que haya
podido detectar de inmediato nuestras primeras explosiones atómicas. A
fortiori, si dispone de bases en la Luna y de satélites artificiales próximos a la
Tierra, cosa que no está excluida.
Tendríamos, pues, muy serias razones para pensar que la cercanía
espectacular de los años 1945 y 1947 no se debe a una coincidencia del azar,
sino a una larga cadena de intenciones y de casualidades. Podría entonces
suponerse que los marcianos observan la Tierra con gran cuidado desde hace
siglos, que han resuelto el problema de la astronáutica y se han limitado a
permanecer pasivos, vigilando de cuando en cuando la evolución de los
habitantes de la Tierra hasta el día en que se produzca un hecho radicalmente
nuevo: la entrada de los hombres en la era atómica, cibernética y astronáutica,
entrada que habría desencadenado, por parte de los marcianos, un enorme
desarrollo de las manifestaciones de máquinas destinadas a la vigilancia.
Sobre la actitud de vigilancia expectante adoptada por los «marcianos».
Toda alusión a la hipótesis marciana acerca del origen de los platillos
suscita, casi de manera mecánica, la siguiente réplica: si se trata de auténticos
marcianos, ¿qué esperan para relacionarse con nosotros?
El problema parece aún más difícil si tomamos en cuenta que los
marcianos nos observan desde antes de 1947.
Por supuesto juzgamos conforme a nuestros criterios, pues imaginamos
que si nuestros cohetes llegaran a Marte, nuestros pilotos no perderían un
minuto en relacionarse con los marcianos si los hubiera.
No nos hagamos ilusiones sobre nosotros mismos. Sólo en las novelas de
ciencia-ficción el héroe, apenas llega a un planeta, entra en contacto, de
inmediato, con sus habitantes.
En la práctica, las etapas serán más bien prolongadas, y significarán todo
tipo de pruebas y de umbrales intermedios que franquear.
Antes de llegar al suelo de otro planeta sería por lo menos prudente
proceder a una larga fase de observaciones a bordo de satélites artificiales.
He aquí, pues, una primera etapa en la cual no se había pensado.
Si el planeta explorado, Marte por ejemplo, ofrece, visto de cerca, rasgos
inconfundibles de civilización o sólo de vida biológica, ¿nos dispensaríamos
de largos estudios antes de arriesgarnos a llegar a su superficie? En este
sentido, la hipótesis de Wells (los marcianos son aniquilados en La guerra de
los mundos, debido a los microbios terrestres) está lejos de ser una fantasía
carente de base. Si recordamos los problemas que se plantearon sobre la
Tierra al desencadenarse catastróficas enfermedades en el curso de invasiones
y de migraciones humanas, es evidente que toda expedición interplanetaria
deberá, sin duda, proceder al inventario de los microbios, virus y otros
gérmenes de enfermedad del cual podría ser portador otro planeta, y resolver
los problemas profilácticos así planteados si no se quiere que la admirable
conquista de la astronáutica acabe en una espantosa catástrofe para la
humanidad.
Es poco probable que tales problemas se resuelvan en pocos días. ¿Cuántos
años se necesitarán? ¡Qué hermosa lección nos daría la Historia!: lanzarnos a
una vertiginosa velocidad en la astronáutica para que se nos imponga una
prolongada espera que parecería indefinida, odiosa, incluso tal vez
interminablemente provisoria sobre uno de nuestros satélites marcianos.
Nuestros astronautas verían muy cerca, y por mucho tiempo, la inmensidad de
la superficie que cubre las tres cuartas partes del planeta sin poder descender
allí, sin poder hacer otra cosa que coger, con grandes precauciones y por
sondaje, pruebas de un vida biológica llena de peligros desconocidos para el
organismo humano.
Los problemas son, recíprocamente, los mismos para los marcianos desde
el punto de vista terrestre. Este retraso, que nos parece extraño, tan extraño
hoy, lo comprenderemos muy bien mañana.
De nuevo nos enfrentamos, bajo una forma nueva, con el problema de
saber cuál es el alcance exacto de la fecha de 1947.
Si las incursiones de platillos volantes sólo comenzaron a partir de esa
fecha, resulta natural que sus pilotos hayan evitado todo contacto con la
humanidad, esperando llevar a cabo sus largos y minuciosos trabajos de
biología médica.
Si admitimos fechas más antiguas, es más difícil explicarse que no hayan
tenido tiempo de resolver sus problemas.
Es una razón menos perentoria.
Al revés, por temerario que nos parezca, podemos preguntarnos si esta
actitud de los marcianos no podría derivar de profundas razones sicológicas.
Por supuesto, ignoramos su sicología y, con mayor razón, qué motivos
podrían impulsarlos a observar la Tierra después de tanto tiempo y evitar, con
no menos perseverancia, el tomar contacto con sus habitantes.
Desde este punto de vista, el problema de saber lo que nosotros haríamos
en su lugar no tiene ninguna importancia y no constituye un motivo para
pensar que su comportamiento es ilógico.
Podemos ir más lejos y, a la luz de nuestro propio comportamiento,
preguntarnos si el comportamiento de los «marcianos» no es, simétricamente,
tan lógico como el nuestro.
Las manifestaciones de platillos nos han llenado de temores. ¿No ocurrirá
lo mismo por la otra parte? Nuestro comportamiento, desde el punto de vista
de los platillos, no tiene nada de fría racionalidad. Tiene que ver, al contrario,
con la debilidad humana.
Nuestro temor está, sobre todo, en función de nuestra ignorancia frente a
los platillos y, más aún, frente a los «marcianos». Pero, por otra parte, el
temor parece derivar esencialmente del conocimiento que los marcianos
tienen de nuestra existencia, nuestro comportamiento y los poderes que
estamos a punto de descubrir.
Tras el inmenso poder de los platillos sería dialécticamente verosímil que
pudiera esconderse una inmensa debilidad. ¿Cuál? Tal vez procedería
negativamente de la más sorprendente cualidad de los platillos: la seguridad
casi perfecta ¿no engendraría un horror insuperable al riesgo?
Una civilización cibernética debe, pues, estar dotada de una acción
defensiva muy sólida y permanente contra lo que podría significar para ella
el más grande de los peligros: nuestra propia existencia.
Ahora comenzamos a preocuparnos del peligro biológico que significa el
contacto con otros planetas: resulta extraño que no parezca menos peligroso el
contacto con otras humanidades. Las expediciones astronáuticas podrían muy
bien conducirnos no a la conquista de otros planetas, sino a un choque
catastrófico.
En cambio, pensemos lo que sería la invasión de la Tierra por alguna raza
más poderosa que la nuestra e implacablemente hostil.
Semejante posibilidad no tiene nada de extravagante. Sabemos lo que ha
ocurrido cada vez que se produjo un contacto entre pueblos de dos
continentes terrestres. Podemos imaginar sin gran esfuerzo lo que podría
ocurrir en el momento del encuentro de dos pueblos que pertenezcan a
planetas distintos.
Este riesgo no nos preocupa, tan convencidos estamos de que no hay
habitantes en Marte o Venus.
Los marcianos —si es que hay marcianos y. si son los dueños de los
platillos— se hallan exactamente en la situación inversa. Para ellos la Tierra
está habitada. Habitada por una inmensa población y a punto de llegar
rápidamente a la civilización atómica, cibernética y astronáutica.
Nada tiene de regocijante esta perspectiva para nosotros. Sobre todo si
consideramos que a los pilotos de platillos no les es necesario realizar largas
observaciones para comprobar en la superficie de nuestro planeta una
actividad guerrera ininterrumpida que vaga, de manera espasmódica, de una
región a otra del globo.
Durante miles de años los marcianos han podido quizás observar la Tierra
desde sus platillos e incluso permitirse algunos breves aterrizajes locales. No
habrían corrido ningún riesgo, pues la humanidad no poseía ningún vehículo
interplanetario, ni soñaba que tal vehículo pudiera existir. No podían, pues,
tocar un platillo ni comprender su funcionamiento.
Lo que cambia todo es el hecho de que la humanidad se comporta con una
mentalidad que es la de la era interplanetaria. Después de haber llevado a
cabo su primer vuelo de cohete por sus propios medios en dirección a Marte
puede comprender la naturaleza y el funcionamiento de un platillo.
Si, pues, la lógica no nos induce a error, aquí se encuentra toda la clave del
comportamiento de los platillos.
Por una parte, sus pilotos se acercan tanto para observar lo que ocurre en
nuestro planeta, para ver en qué momento de nuestro progreso tecnológico
nos encontramos.
Los platillos pueden y deben entonces acercarse lo más posible para
observar impunemente lo que ocurre sobre nuestro planeta, pero deben evitar
todo contacto pacífico que pueda significar un intercambio de conocimientos
entre los marcianos y los terrestres. Pues Marte no espera nada del
conocimiento terrestre: tendría las mejores razones del mundo para guardarse
muy bien de comunicar a la Tierra los secretos que garantizan su seguridad.
Tal situación sólo constituye la transposición en el plano interplanetario de
la situación de civilizaciones que en ciertas épocas se protegen mediante
cortinas de hierro, grandes murallas y prohibiciones de todo tipo.
En esos períodos de enclaustramiento todo extranjero representa un
peligro, pues se le considera, de antemano, como un espía. El primer
imperativo es prohibir los mapas, restringir lo más posible, si no
completamente, los vuelos sobre el territorio y en general su libertad de
movimientos.
El dominio de la astronáutica sería para los marcianos un juego de niños,
pero el problema cambia rápidamente de aspecto.
Dejar que los hombres se apoderaran de un solo platillo volante sería
entregarles los secretos de la astronáutica y de la cibernética marciana,
abandonarles «el arma secreta» por excelencia, abrirles el acceso definitivo,
tal vez, de la Gran Muralla de Marte, esa Gran Muralla que son varios
millones de kilómetros de espacio interplanetario. Es lógico entonces que los
marcianos prefieran evitar tal riesgo.
¿Cuál es la salida de esta situación?
Tal como se presenta hoy, esta situación podría eternizarse.
Es posible que los marcianos continuaran con rodeos, sin saber qué actitud
tomar. Mientras más se remonten en el tiempo sus incursiones sobre nuestro
planeta, más posibilidades hay de que estén atascados en una ronda estéril y
ambigua.
Pues la humanidad es numerosa, hormigueante; está enfebrecida por la
guerra, excitada por su prodigioso avance científico, técnico e industrial que
le ofrece el poder de derribar mundos. Los pilotos de los platillos han podido
registrar, sin gran esfuerzo, los grandes síntomas de esta fiebre en el plano
guerrero, atómico y astronáutico.
Y, por otra parte, ¿la población de Marte es tan numerosa, tan enfebrecida,
tan obsesionada por conquistar y progresar? No es seguro. Es más seguro
pensar que viven en una civilización segura, sin este tipo de problemas.
¿Es posible que en ellos pueda desencadenarse la violencia bajo forma de
guerras como las que conocemos?
No lo creemos. La ausencia total de violencia por parte de los platillos, la
actitud benévola y hasta timorata de sus pilotos en el caso de los aterrizajes,
así lo aseguran.
Hemos podido observar, en cierto número de incidentes, los efectos
inhibitorios que ellos emplean para detener a los hombres y sus vehículos
terrestres. No se excluye entonces que piensen usar el mismo método para
impedir que nuestras máquinas astronáuticas sobrepasen ciertos límites del
espacio interplanetario.
Entonces ¿el contacto será definitivamente postergado?
Es poco probable. Los métodos de protección puramente negativa jamás
han sido suficientes en la historia terrestre para prohibir, de manera definitiva,
el contacto entre dos civilizaciones. Por otra parte, el movimiento de la
humanidad hacia la exploración interplanetaria es demasiado poderoso para
que no se empeñe en encontrar el medio técnico de vencer todos los
obstáculos.
Por lo demás, el hecho de que los platillos viajen a tan baja altura a veces,
o se arriesguen incluso a aterrizajes, demuestra que el temor y el rechazo del
contacto no son las únicas reacciones de los pilotos «marcianos». Es probable
que en ellos exista una extraña tensión de la curiosidad natural que las
inteligencias tienen frente a otras inteligencias. ¿No sería ésta la causa de la
sorprendente y «estúpida curiosidad» de los pequeños pilotos?
El encuentro puede ser postergado. Puede producirse de una manera
imprevista, en medio de las más desconcertantes condiciones.
Y es inevitable.
CONCLUSIÓN
PROPOSICIONES FINALES
Los sobrevuelos están indicados por puntos negros; los aterrizajes, por
círculos.
Nótese que hay tres regiones principales alrededor de Saône-et-Loire,
Bouches-du-Rhôn y la Vendée.
No hemos indicado los testimonios que se refieren a pilotos humanos,
pues, como hemos visto, sólo pueden relacionarse con los platillos.
1950 - 51 - 52 - 53
1954 (enero a agosto incluido)
1954 (septiembre y octubre)
1954 (noviembre y diciembre) - 55 - 56 - 57 - 58 - 60
BIBLIOGRAFÍA