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¿El cristiano debe ser mártir o

es correcto defenderse?

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Henry Vargas Holguín | Nov 16, 2015

¿Cuál es la respuesta cristiana al odio, la hostilidad y la


persecución por la fe?

Jesús dijo a sus seguidores: “Yo os elegí del mundo, por eso el mundo os
aborrece” (Jn 15, 19). Sí, seguir a Cristo conduce a ser criticados y
odiados.

¿Cómo responder al odio, a la hostilidad y a la persecución cuando está


dirigida a los cristianos?

Soportar un odio injusto es algo que Dios pide: “Amad a


vuestros enemigos y orad por los que os persiguen” (Mt 5, 44).
Cuando devolvemos bien por mal seguimos el ejemplo de Cristo (1 pe 2,
20-23).

Pero ante la persecución a causa de la fe, el cristiano debe


defenderse, no debe dejarse matar sin más.

Es moral y prudente que el cristiano salvaguarde su vida:


“Cuando os persigan en una ciudad, huid a otra, y si también en ésta os
persiguen, marchaos a otra” (Mt 10, 23).

Esta es la prudencia, la capacidad de valorar situaciones


concretas, como aquellas en las que el mal puede vencer si uno
no huye.

Es lo mismo que hizo Jesús: “Querían de nuevo prenderle, pero se les


escapó de las manos” (Jn 10, 39). “Todos en la sinagoga se indignaron al
escuchar estas palabras…y lo llevaron hacia un barranco del cerro… con
la intención de arrojarlo desde allí. Pero Jesús pasó por medio de ellos y
siguió su camino” (Lc 4, 28-30).

“La lucha es, con frecuencia, una necesidad moral, un deber. Manifiesta
la fuerza del carácter, puede hacer florecer un heroísmo auténtico.

“La vida del hombre en esta tierra es un combate’” dice el Libro de


Job; el hombre tiene que enfrentarse con el mal y luchar por el
bien todos los días.

El verdadero bien moral no es fácil, hay que conquistarlo sin cesar, en uno
mismo, en los demás, en la vida social e internacional (Cfr. André
Frossard, No tengáis miedo. Diálogo con Juan Pablo II, Plaza y Janes,
Barcelona 1982, 220).

“No a la inmoralidad de la guerra de agresión, no al armamentismo


provocador y amenazante, no a la monstruosa crueldad de las armas
modernas, pero tampoco la tibieza, la pusilanimidad y la paz a todo
precio. Siempre será moralmente lícito o incluso, en algunas
circunstancias concretas, obligatorio, rechazar con la fuerza
al agresor. Un pueblo amenazado y víctima de una injusta agresión, si
quiere pensar y obrar cristianamente, no puede permanecer en una
indiferencia pasiva y si no quiere dejar las manos libres a los criminales
internacionales, no le queda otro remedio que prepararse para el día en
que tendrá que defenderse” (Mensaje de Navidad de Pío XII, 1945).

El luchar cuando hay que hacerlo no solo es un derecho en el


cristiano sino, en algunos casos, un deber.

Martirio en griego quiere decir testimonio. Sin ocultar su identidad,


sin negar a Cristo ni su pertenencia a la Iglesia, el cristiano está
llamado a dar testimonio y luchar, sin odios ni espíritu de
venganza y hasta donde sea humanamente posible, por
protegerse y defender su fe y su vida porque así se ama a Dios
su autor.

El defender la vida, incluso para seguir testimoniando a Jesús, no es


cobardía.

Bien lo dijo Jesús: “Y seréis odiados de todos por causa de mi nombre;


pero el que persevere hasta el final, ése se salvará” (Mt 10, 22). Hay que
perseverar hasta el final, sea cual fuere este final.

Cobardía sería negar a Cristo sólo para evitar la persecución. El


cobarde es quien se ama a sí mismo y “el que se ama a sí mismo, se
pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo se guardará para
la vida eterna” (Jn 12, 25).

La persecución es sinónimo de entrega coherente o de fidelidad


sin reservas a Jesús; por esto quien es perseguido es
bienaventurado: “Dichosos vosotros cuando os insulten y os persigan,
y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y
contentos porque vuestra recompensa será grande en el cielo” (Mt 5,11-
12).

El mártir no busca su propio interés, su propio bienestar, la propia


supervivencia como valores más grandes que la fidelidad al Evangelio de
la vida. Es más, en medio de la debilidad, los mártires oponen firme
resistencia al mal.

Jesucristo vino a destruir la muerte y a traer vida y a traerla en


abundancia (Jn 10). Y Él lucha y luchará para que nadie arrebate a las
personas esta vida eterna.

Y esta vida eterna traída por Jesús a menudo implica salvar nuestro
cuerpo y nuestra alma, es decir, nuestro ser integral. Es por esto que no se
le puede quitar a nadie la vida.

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