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Hace unos días cuando leía el primer tomo del ensayo sobre el entendimiento humano de
John Locke una duda indiscreta invadió mi cabeza. En la página 55, capítulo 4, de sus
consideraciones finales sobre el innatismo, el doctor Locke, alude al ejemplo de un hombre
que perdió su visión por fuerza de la viruela; y de su capacidad para recordar los colores
cuando le hablaban de ellos. Con lo cual, intentaba deslegitimar el precepto de la idea nata,
pues —como se prevé— lo que es innato no se recuerda, naturalmente, sino que se vive en
un constante presente. No hay consciencia de la ausencia. No se puede decir que fuimos sin
saberlo, porque es claro que las posibilidades serían infinitas; pudimos ser César mientras
lanzaba su último estertor en los idus, o Akhenatón reformando el Antiguo Egipto, a lo
mejor, un ministro de la corte de Felipe II. Es una osadía, porque el sentido de haber sido
especulativamente no puede llenar ni al más vacío de los hombres. La conciencia es el
paradigma del ser, como nos lo dijo Unamuno en los primeros tres capítulos de su obra
sobre el sentimiento trágico de la vida. Y la ignorancia no es el pretexto de la existencia,
acaso no sé si de la felicidad. En fin.
Bajo esta luz, un ciego de nacimiento nunca entiende qué es el color. ¿podría hacérselo
comprender a partir de otras “sensaciones”? Quiero decir, que el ciego ¿comparta nuestra
aprehensión sobre este fenómeno? La cuestión, esencialmente, es epistemológica. No
obstante, sospecho que tiene algo de estética.
En un momento de mayor lucidez, logré descifrar que aquella pregunta era un contrasentido
evidente, y realicé la corrección en rigor: ¿el color se tiene que entender? ¿qué es entender
un color?, —mejor—¿Se puede hacer sentir el color al ciego?
La complacencia vanidosa de mi enmienda me satisfizo por ese día. Pero luego olvide la
pregunta.
La poesía, como toda la literatura y como lo dijo Arreola, es un acto lingüístico; es decir,
simbólico. Su riqueza particular y genialidad la ostenta, no obstante, el hecho de la
correspondencia. Sí, de la correspondencia en el acto estético. A negra, E blanca, I roja, U
verde, O azul: vocales. ¡qué grandeza tan simple ostentan estas palabras! ¡Qué sutileza y
concisión! ¡Qué desaforada elocuencia! Juzgará el lector, mi mezquindad y falta de criterio,
o consentirá conmigo en mi leve apología.
Y es que, a pesar de la especialización misma de los sentidos, reflejada en las ramas del
árbol del arte que los hombres hemos orlado con nuestros más profundos sentires, hay que
ver esta raíz común. Aunque los griegos ya lo quisieron separar en las nueve musas, y
aunque, el sabio Platón quería instituirlas de manera especializada en su República. Seamos
claros: el acto poético, se da cuando el estímulo corresponde a la idea. Cuando la forma se
unifica a la masa sustancial del ingenio. Entonces, volvamos al ciego. Este desdichado no
puede tener la forma; bueno, esa forma. Y llamemos forma al color azul. Pero tiene, tiene la
idea. No la idea del azul, sino la de su correspondencia imaginaria. Podría acá enristrar lo
que dijo algún fervoroso creyente: «Puedes ver a Dios sin los ojos, puedes oírlo sin
escuchar». Qué contradicción más soberbia me confutaran algunos. Debo confesar (para
dolor del positivismo) que he oído a Schubert en un poema de Machado, y que he visto el
verde en la Maria de Isaacs de manera mucho más evidente que en atiborrado verdor de las
selvas Amazónicas. Porque hay que decir que visualmente el verde, su forma —de la que
esta privado el ciego— es sencillamente eso. Bien podrían existir cinco maneras de obtener
formas, como 100000, acaso creo que Trismegisto y los heréticos descubrieron más, y que
en Orientes igual. Pero para no entrar en escepticismos dilatativos definamos nuestros cinco
sentidos. Las posibilidades de formas de aprehensión de seres en el universo son casi
infinitas, y entonces se resguarda la idea misma que queda. Es verdad, esencial