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JOSE A.

PEREZ RIO)A - MANUEL


FERNANDEZ-GALIANO . ANDRES AMOROS

HUMANISMO ESPAÑOL
EN EL SIGLO XIX
Conferencias pronunciadas en la
FUNDACION UNIVERSITARIA ESPAÑOLA
ios días 10, 12 y 17 de mayo de 1976

FUNDACION UNIVERSITARIA ESPAÑOLA


Alcalá, 93
MADRID 1977
Publicaciones
de la
FUNDACION
UNIVERSITARIA
ESPAÑOLA

Conferencias - 83

I. S .B . N. -84-7392-025-2
Depósito legal: M. 24.572-1977

Imp. DOSERRE, S. L. - Ardemáns, 63 - Madrid, 1977


PRESENTACION A JOSE A. PEREZ RIOJA

P o r M a n u e l F e r n á n d e z -G a l ia n o

Ilustrísimos señores, señoras y señores:


Hoy me toca a mí, en ausencia de don Pedro Sáinz Rodrí­
guez, que se ve imposibilitado a asistir al acto, y porque se
empeña don Luis, que es nuestro Presidente por tantas ra­
zones, presentar al primero de los oradores de esto que lla­
mamos entre nosotros, familiarmente, “el triduo clásico”.
Desde hace unos años, por una iniciativa muy humanís­
tica, como todas las de esta querida Casa, en primavera de­
dicamos tres conferencias a temas bien propiamente clásicos,
bien humanísticos o relacionados íntimamente con las Letras
griegas y latinas.
Así como el año pasado se dedicó a Humanismo de los
siglos x v ii y x v i i i , en el actual, continuando un poco con
la norma de sucesión cronológica, vamos a dedicamos a Hu­
manismo español de finales del x v i i i , xix e incluso principios
del xx. Las otras dos conferencias las tienen ustedes ya anun­
ciadas; y hoy nos honramos muchísimo en que nos venga
a hablar una persona a la que quiero, a la que debemos mu­
cho, a la que tratamos desde hace muchos años y de la que
estoy seguro de que cumplirá a la perfección con el papel
que se le encomienda.
A José Antonio Pérez Rioja muchos le conocemos y sería
muy difícil enumerar brevemente todos sus méritos. Como
uno de los principales cuento el haber perseverado en Soria,
a lo largo de su vida, como Director de ese faro intelectual
que es la Casa de la Cultura y siendo un verdadero promo­
tor, amigo y patrón de todas las nobles empresas que en
aquella tierra tan culta se vienen realizando. Desde esa tarea
o en la revista Celtiberia, tan útil e interesante siempre, o
en libros como su Guía literaria de Soria, bien conocida de
todos, o en sus trabajos sobre muchísimos temas, ha resul­
tado un acicate y un foco creador de Humanidades para esa
región.
Pero además, Pérez Rioja no se ha contentado con esa
labor local; es autor de una Gramática española que consul­
to con frecuencia, de un estupendo Diccionario de símbolos y
mitos realmente único en su género y que revela un gran co­
nocimiento de la Historia de la Literatura y del pensamiento,
del libro sobre Ranz Romanillos, de quien nos va a hablar
hoy aquí; y, sobre todo, es un hombre siempre a la altura
de las circunstancias, siempre dispuesto a trabajar en pro de
la Cultura y de las Humanidades.
Nos va a hablar hoy de un personaje natural, según creo,
de Barcones, un pueblo del sur de la provincia de Soria, muy
cercano ya a la provincia de Guadalajara; personaje muy no­
table con cuyo ejemplo nos demostrará el conferenciante que
incluso en ambientes humildes y en tiempos difíciles se pue­
den cultivar las Humanidades como un verdadero enrique­
cimiento espiritual. Por eso estamos aquí siguiendo a nuestros
modelos griegos y romanos a los que tanto amó Ranz Roma­
nillos. Cedo, pues, la palabra con nuestro agradecimiento y
amistad a José Antonio Pérez Rioja.
RANZ ROMANILLOS, TRADUCTOR DE
ISOCRATES Y PLUTARCO
(1759-1830)
Por Jo s é A. P é r e z R io ja

Ya desde las aulas universitarias debo a Plutarco el cono­


cimiento de su más ilustre traductor en castellano, don Anto­
nio Ranz Romanillos, sintiéndome atraído •—algo después—
por una doble curiosidad —helenista y localista a la vez— ha­
cia el traductor de las Vidas paralelas: el haber leído en una
obra de historia local que Ranz era natural de un pueblo so-
riano me movió a investigar sobre la vida y la obra de este
helenista hasta entonces desconocido y sólo citado por ese
cronista y bien poco más por eruditos como don Julián Apraiz
y don Marcelino Menéndez Pelayo.
Un artículo que publiqué — 1951— en la revista del Centro
de Estudios Sorianos, Celtiberia, me sirvió de punto de arran­
que para tal investigación, que daría lugar, cuatro años más
tarde, a mi tesis doctoral, El helenista Ranz Romanillos y la
España de su tiempo (1759-1830), que obtuvo premio extra­
ordinario en la Universidad de Madrid (1955) y que resulta­
ría luego finalista del Premio “Aedos” de Biografía Castellana
(1958), siendo editada algo después por el Consejo Superior
de Investigaciones Científicas (1962).
Si este trabajo mío —el único consagrado hasta el mo­
mento al helenista soriano— va a servirme de base para al­
gunos aspectos documentales en un inicial y rápido bosquejo
biográfico, lo que más nos interesa, aquí y ahora, es su obra
y su personalidad como traductor, dentro de la historia del
helenismo en ese momento.

♦ * *

Sin embargo, debemos adentrarnos primero, siquiera sea


someramente, en el hombre y su circunstancia, en la vida y
el entorno de Ranz Romanillos.
En el pueblo soriano de Barcones —entonces todavía, y
hasta la división administrativa de 1833, perteneciente a la
“comprehensión del suelo de Atienza”— nace, el 13 de junio
de 1759, el futuro helenista, en una casa de la plaza—frente
a la iglesia— que todavía se conserva y en el seno de una
familia relativamente acomodada y es posible también que de
cierto abolengo.
Hasta su primer contacto con las aulas, Ranz pasó sus
años infantiles en Barcones, adonde apenas volvería alguna
vez, la última, con seguridad, pocos meses antes de morir.
Pasaría el tiempo. Y aunque este pequeño pueblo caste­
llano está como desplazado del mundo, no dejó de llegar has­
ta allí un eco —quién sabe matizado de cuán legítimo orgu­
llo— de la fama de un hijo suyo que llega a figurar en la
Corte entre los personajes más destacados de las letras y la
política de entonces. Así, con una tinta ya envejecida, apa­
rece en su partida de nacimiento una nota marginal que dice
de don Antonio Ranz Romanillos, nada más pero nada menos
que esto: “Consejero en el Supremo de Hacienda: muy sa­
bio”...
En 1772 marchará a Sigüenza —a sólo una treintena de
kilómetros— para iniciar sus estudios. Tenía por entonces la
noble y señorial ciudad segoníina más de dos mil vecinos, y
allí, en el Colegio-Universidad de San Antonio Portaceli, se
graduará de Bachiller en Artes (1775), lo que simultanea con
otros estudios en el Seminario Conciliar.
Su deseo de cursar Derecho le llevará a Zaragoza, no cum­
plidos aún los dieciséis años. Si en Sigüenza se había encon­
trado ya con las reformas de enseñanza iniciadas en 1770,
hallará ahora —en la capital aragonesa, que se acerca a los
50.000 habitantes— una Universidad remozada, con figuras que
le han dado prestigio —Camón y Latassa— y otros distin­
guidos profesores como Garay, Berney o San Juan.
Ranz Romanillos, prototipo del alumno estudioso, recibi­
rá en 1778 el Grado de Bachiller en Leyes, dando además por
nombramiento del Claustro repaso público de Leyes a nume­
rosos condiscípulos, y en 1780 alcanzará el Grado de Bachi­
ller en Cánones, obteniendo un mes más tarde con las más
altas calificaciones, los Grados de Licenciatura y Doctorado
en Cánones, saltando así de los bancos del alumnado al es­
trado profesoral para desempeñar durante cinco años la Cá­
tedra de Prima de Leyes y, por otros tres, el Repaso de
Cánones.
Por la influencia de una crisis religiosa, y acaso anima­
do por alguno de sus tíos sacerdotes, opositó por enton­
ces —sin alcanzarlas—■ a dos Canongías Doctorales, una en
la catedral de Osma, la otra en Zaragoza; tampoco obtuvo
la plaza de Bibliotecario primero en los Reales Estudios de
San Isidro. No debía ser ese su camino. Cultivó, además, el
ejercicio de la abogacía, atendiendo con notorio aprovecha­
miento, durante cinco años, el bufete de don Inocencio Ca­
món, ilustre abogado de los Reales Consejos y relator de lo
Civil en la Audiencia de Zaragoza.
Por entonces también inicia su actividad literaria, tradu­
ciendo del francés (1786) el poema La Religión, de Louis Ra-
cine —hijo del famoso dramaturgo—, y del griego (1789) las
Oraciones y Cartas, de Isócrates.
En 1790 es nombrado Ministro del Crimen —que así se
decía— en la Real Audiencia cesaraugustana, posesión que re­
lata puntualmente Faustino Casamayor en su minucioso Dia­
rio inédito; el 92, al crearse la Academia de Nobles Artes
de San Luis de Zaragoza, es nombrado miembro de la misma;
el 88 ya lo había sido —como honorario o correspondiente—
de la de Bellas Artes de San Fem ando; y algo después, de la
de Historia —como premio a su versión de Isócrates— y tam ­
bién de la Española.
Ya coleccionista de Academias, por sus méritos se le tras­
lada a Madrid —el 26 de diciembre de 1800— a la Primera
Secretaría de Estado, cargo que debió alternar con el ejerci­
cio de la abogacía, pasando poco después al Consejo Supremo
de Hacienda.
Con el traslado a la Corte, dijérase que acaba de cruzar
el Rubicón de su ya inmediata aventura política. Sin embar­
go, el erudito pesa mucho en él y, ahora, en estos primeros
años del nuevo siglo xix, vivirá un intenso período de acti­
vidad académica, destacando su edición de las Partidas, a él
encomendada por la Academia de la Historia, de la cual se
le elige censor, a la par que asciende a numerario en la Es­
pañola. Saca tiempo para todo, incluso para algo que parecía
haber olvidado. Y así, a los cuarenta y ocho años, se casa
—1897— con doña Josefa del Castillo y Falcón, viuda de don
Francisco Gutiérrez Vigil, que había sido alcalde de Casa y
Corte. Un año después, y en fecha tan señalada como el 2 de
mayo de 1808, ingresaría en la Orden Civil de Carlos III. Y,
por una curiosa paradoja del destino, mes y medio más tarde,
asistiría don Antonio Ranz Romanillos a las Cortes de Ba­
yona, y como consecuencia, la acusación formulada por el
grave Capmany pondría en entredicho el patriotismo del fla­
mante Caballero de esta Orden Civil, cuyo objeto era premiar
a los más distinguidos en el servicio y adhesión a la Corona
y al M onarca...
Había escogido Napoleón á don Miguel José de Azanza
para presidir la Asamblea de Bayona, y se nombraron secre­
tarios a don Mariano Luis de Urquijo, del Consejo de Estado,
y a don Antonio Ranz Romanillos, del de Hacienda.
El 6 de julio sería promulgada la nueva Constitución na­
poleónica. Para los españoles “afrancesados” —que justifica­
ban su actitud en la necesidad de implantar reformas políti­
cas—, la Carta de Bayona venía a ser o a significar un cam­
bio de dinastía, previamente aprobado por nuestros legítimos
soberanos. El pueblo, despreocupado y ocurrente, propicio a
reírse hasta de su propia sombra, dejaría correr, de boca en
boca, estos satíricos versos:

Esta gran Carta admiremos,


sin saber quién la ha forjado,
porque eso no importa un bledo...

... Entre tanto, el grave y ofendido académico Capmany,


intransigente defensor de las esencias españolas, las expone
en un significativo opúsculo, Centinela contra franceses, don­
de exclama, sulfurado y triste, a la vez: “ ¡Oh, Francia, quan-
do pagana y quando christiana; ora monárquica, ora republi­
cana; ya sabia, ya bárbara, ya libre, ya esclava; siempre por
sistema enemiga de la España! ¡Y, vosotros, Españoles, siem­
pre honrados y generosos, y siempre engañados!”...
Los “afrancesados” españoles —más bien reformistas, ya
que figuraban entre ellos personalidades tan distintas como
Quintana y Moratín, Meléndez y Azanza, Urquijo, Argüelles
y Toreno— eran, ideológicamente, hijos del siglo xvm y del
“despotismo ilustrado”, el cual, sin llegar a cristalizar durante
Carlos III y yugulado en el período de Carlos IV, resurge con
la invasión napoleónica, produciéndose a la vez que la guerra
de la independencia nuestra primera guerra civil.
Era muy arriesgado mantenerse con equilibrio —a lo Jo-
vellanos— en una postura a la vez española y reformadora.

— 9 —
Podría afirmarse, por otra parte, que apenas hubo afrancesa­
dos por convicción, sino por la fuerza de las circunstancias,
entre los que cabe incluir a Ranz Romanillos, el cual será
nombrado, el 25 de julio de 1808, miembro del Consejo de
Estado. Unos días más tarde, el 19 de julio, será denunciado
por “afrancesamiento” —junto a González Arnao— ante la
Academia de la Historia por el que alguien ha llamado “eru­
dito, gramático, colérico y patriótico”, el antes aludido don
Antonio Capmany... La Academia, que con cautela prefiere
dilatar ese expediente de culpabilidad, encomienda a estos dos
miembros suyos que se abstengan de asistir a las sesiones.
Y, aunque Ranz no figuraba entre los académicos cuyos bie­
nes se embargaron, sí le alcanzó la Orden general de embar­
go —de 19 de agosto—, que afectaba a cuantos hubieran sa­
lido de España para acompañar a José I o con motivo de la
retirada de las tropas francesas, orden que afectó a ciertos
prelados y arzobispos y a otras personalidades ideológicamen­
te tan distintas como Alcalá Galiano y Calomarde o como
Quintana y el propio Capmany...
Esto hace pensar que Romanillos ■—al desertar ahora de
José Bonaparte— sufriera un embargo de bienes y sueldo por
el propio Gobierno del Rey Intruso, lo que nuestro helenista
da a entender en su testamento al hablar de su huida desde
Madrid a Esquivias, cuando se produjo en diciembre de 1808
la segunda ocupación francesa de la capital, aterrorizado ade­
más ante las atrocidades cometidas por las tropas napoleó­
nicas.
Tras de este lamentable episodio, Ranz se reincorpora a
la vida nacional, lo que, en el fondo, pretendía la Junta Su­
prema Gubernativa del Reino con los tildados de colabora­
cionistas, como ya había expresado en una generosa Dispo­
sición de 26 de octubre de 1808. Y así, con ese propósito
conciliador, designaría a Romanillos —junto con el ex minis­
tro bonapartista Cevallos— miembro de una misión diplomá­

— 10 —
tica en Londres, que tenía por objeto preparar las futuras
Cortes y Constitución de Cádiz.
Cumplida esa misión, y acaso siguiendo el ejemplo de otro
ilustre académico y helenista, Berguizas —traductor de Pín-
daro—, que también había escapado de M adrid para refugiar­
se en Sevilla, se establecería Ranz en la ciudad del Guadal­
quivir para seguir así más cerca a la Junta Central, que es­
taba refugiada en Cádiz desde los angustiosos días de diciem­
bre del año ocho...
Mas, al no ver fácil su rehabilitación, dirige al Deseado
un Memorial (31 de marzo de 1809) y permanece arrestado
en su nuevo domicilio hasta el 4 de mayo.
Desde ese momento, y ya en Cádiz, formará parte de una
Junta legislativa, preparatoria de la futura Constitución de
1812. Y tanto en ésta como en otras Comisiones de Arbitrios
y Hacienda y en la organización de cierta correspondencia
secreta desde la Secretaría de Estado, realizará Romanillos
una incansable actividad.
Poco después, el pueblo gaditano, con su peculiar buen
humor, hará correr estos versos satíricos:

Salió la Constitución,
Y por dicha se ha sabido:
Del otro mundo ha venido,
Remitida por Platón.
Por una equivocación
Llegó a las Cortes; y, a una,
Como un golpe de fortuna,
Las Cortes la proclamaron,
Y para España adoptaron,
Viniendo para la Luna...

En ese intencionado verso, “remitida por Platón”, ¿no po­


dríamos adivinar una alusión a nuestro helenista y a cuantos

— 11 —
con él habían deparado las circunstancias elaborar, en tan
corto espacio de tiempo, las dos Constituciones de Bayona
y de Cádiz?
Ranz será nombrado además Ministro de Hacienda y Con­
sejero de Estado —ese mismo año 12—, interviniendo tam ­
bién en ciertas negociaciones diplomáticas con Rusia.
Ese trabajo agotador le produjo un quebranto de salud,
por cuanto pidió su traslado a Madrid, lo que hizo a fines
del 13, reincorporándose al Consejo de Estado hasta su mis­
ma supresión, decretada por Fernando VIII el 3 de junio
de 1814.
Con la llegada del Rey Deseado se tom a más difícil la
vida de Ranz Romanillos. Si ya en otro momento crítico se
había aprestado a enviarle —más bien, simbólicamente, pues
todavía era el “prisionero de Valen?ay”— un Memorial, aho­
ra le cursaría otro —de singular interés autobiográfico— en­
careciéndole su rehabilitación. Pero apenas le sirvió de algo.
El célebre Decreto de 4 de mayo de 1814 dio lugar a nume­
rosas detenciones como las de los ex regentes Agar y Ciscar,
los ex ministros Alvarez Guerra, García Herreros, Muñoz
Torrero y Argüelles y los poetas Quintana y Gallego. En este
punto —uno de los más difíciles en la biografía de Romani­
llos, porque existe una laguna de documentación en los años
15 y 16— sólo hay ciertas referencias que parecen confirmar
su reclusión o su destierro, pues en octubre del 14 se le rein­
tegra al Consejo de Hacienda “con sueldo, aunque sin asis­
tencia al mismo”. Es posible que permaneciera en Madrid
hasta enero de 1817, fecha en la cual sabemos que residía en
Córdoba —de cuya Academia de Ciencias, Bellas Letras y
Nobles Artes formó parte— y donde mantuvo relación con
ilustres literatos: con el poeta Manuel María de Arjona; con
el erudito Vargas Ponce, ex director de la Academia de la
Historia, y, sobre todo, con el joven Duque de Rivas —resi­
dente en Sevilla—, que le pidió opinión sobre sus primeras

— 12 —
obras dramáticas y al que Ranz dirigió una extensa carta de
cierto interés, porque venía a ser un esbozo de preceptiva so­
bre el tema.
Los años del trienio liberal (1820-23) suponen para Roma­
nillos una reincorporación pública a la vez que la continui­
dad de sus tareas académicas, siendo elevado a Consiliario
de la de Bellas Artes y a Director de la de Historia. En 1821,
por otra parte, se publicaría el primero de los cinco tomos de
su versión de las Vidas paralelas.
Nuestro helenista será, ahora, trasladado a Sevilla, donde
se han establecido el Monarca y las Cortes. Pero aunque con
el hundimiento del constitucionalismo —tras la nueva inva­
sión por los “Cien Mil Hijos de San Luis”— los afrancesados
corrieron mejor suerte que los liberales, Romanillos —no sólo
por atender su quebrantada salud, sino temeroso también por
su moderado liberalismo— prefirió continuar en Sevilla, don­
de seguiría sus trabajos académicos, iniciando el estudio del
Fuero Real, si bien renunció a la dirección de la Academia
de la Historia.
Entre los años 28 al 29 viviría en Lebrija, llevado allí,
quizá, por ser la patria chica de su hijo político, el también
helenista don José del Castillo y Ayensa.
La Navidad del 29 debió pasarla en Jadraque y en Barco­
nes para arreglar sus asuntos familiares, y desde mayo de
1830 hasta una semana antes de su muerte asistirá —con su
puntualidad característica— a las sesiones de la Academia de
la Historia.
El 30 de diciembre del año 1830 —no el 3 como se ha
escrito alguna vez—, cuando ya había salido a la luz el últi­
mo de los cinco tomos de su versión de Plutarco, y como si
se quedara ya satisfecho íntimamente de haber cumplido en
este mundo la mejor y más duradera de sus obras, desde
Madrid —donde había nacido a la vida pública y literaria—

— 13 —
se encamina, sereno, hacia la muerte, para descansar ya de
una existencia que —como a otros contemporáneos— le de­
paró horas difíciles de vicisitudes, amarguras y desengaños...

* * *

Hemos visto, a grandes rasgos, la peripecia político-admi­


nistrativa de Ranz Romanillos en medio de uno de los pe
ríodos más duros y arriesgados de la historia de España. Es
posible que, en algunos momentos, podamos tildarle de vaci­
lante y aun de acomodaticio, pero sin juzgarle ahora en su
actuación pública -—semejante, de otra parte, a la de muchos
de sus contemporáneos y fiel reflejo, asimismo de aquellas
difíciles y excepcionales circunstancias—, lo que aquí nos in­
teresa es su personalidad literaria, que no es la del creador,
sino la del erudito y, muy singularmente, la del helenista, y
como tal, la del traductor.

* * *

En cuanto al primer aspecto, el del erudito, su condición


de académico (mejor diríamos de “coleccionista” de Acade­
mias, ya que, como hemos visto, perteneció a cinco de ellas)
le obligó a la realización de algunos trabajos como el Prólogo
—sin firma, pero cuya paternidad a Ranz he podido demos­
trar documentalmente— a la edición de las Partidas, de Al­
fonso “el Sabio”, a él encomendada por la Real Academia de
la Historia y realizada en tres bellos volúmenes salidos de la
Imprenta Real, entre 1807 y 1808: se trata, más bien, de un
prolijo y minucioso estudio preliminar en el que hace una
historia de los Códigos más importantes para demostrar que
su autor —o, con exactitud, su director— es el Rey Sabio,
y su fecha, el 1263, refiriéndose luego a sus colaboradores,

— 14 —
a su primitivo título de Libro de las Leyes y a otros aspec­
tos, como el de los códices cotejados para la fijación del texto.
Otro estudio de Romanillos, inacabado y desconocido y
al que se consagró —según declaración propia— ya en los
últimos cinco o seis años de su vida, fue el del Fuero Real.
Su Oración gratulatoria con motivo de su ingreso como
correspondiente (1792) en la Real Academia de la Historia
viene a ser el esbozo de un tema que no llegó a tratar (la
Historia como fuente del Derecho Público), habiéndose per­
dido, en cambio, el que Fernández Duro le atribuye como su
discurso de ingreso con el título de La constitución de los
Tribunales.
Han debido perderse, además, otros trabajos suyos, a juz­
gar por estas significativas palabras del testamento de Ranz
Romanillos, otorgado en Sevilla, el año 1825: “Le dejo
—dice— a mi hija política la propiedad de las obras que he
dado a luz y que dejé en estado de publicarse, para que de
ellas saque la utilidad que yo podría sacar reimprimiéndolas,
o dándolas a la estampa” ... Ya poco antes, en el Prólogo a
su versión de las Vidas parálelas, en 1821, advertía que tenía
“trabajados” y pensaba publicar los diálogos de Platón refe­
rentes a la acusación y muerte de Sócrates y la Apología y
el extracto de las Memorias de Sócrates, de Jenofonte, sin
que llegara a editar tales versiones, lamentablemente desapa­
recidas.
* * *

Pero antes de centrarnos en el helenista es necesario hacer


referencia a la que fue su primera obra de traductor: su ver­
sión, en verso castellano, del poema de Louis Racine —hijo
del famoso dramaturgo francés— La Religión (Madrid, Im­
prenta Real, 1786). Su solicitud de impresión era del 85, a
sólo diez años de sus estudios en el Seminario de Sigüenza,
y a los veinticinco de su edad, en un momento de crisis es­

15 —
piritual, y movido —como indica en el prólogo— por lo que
él considera el designio de trasladar a nuestra lengua una
obra en la que sólo se emplea bien la poesía “a la gloria de
la Religión”. Antes que por la influencia de lo francés en su
época, se vio atraído por el carácter religioso de esta obra,
sin duda una de las menos acordes con el espíritu, entonces
dominante, de la Ilustración. Las palabras iniciales de su pró­
logo lo expresan claramente: “Apenas leí —dice— las prime­
ras líneas del Poema de la Religión del célebre Racine, quan-
do inmediatamente concebí el designio de traducirle a nues­
tra lengua. La grandeza de su objeto, en el que sólo se em­
plea bien la Poesía, confieso que me arrebató, y que me hizo
emprender esta obra, sin darme lugar para reflexionar sobre
su dificultad” ... Son palabras de un joven de veinticinco años,
que ha sufrido por entonces una crisis de vocación religiosa.
Pero, en estas palabras, cotejadas con otras de su testamento,
en las que hace protestas de firme y arraigada creencia cató­
lica junto con otras de su prólogo a las Vidas paralelas, en
las que reafirma su vocación humanística, vemos —por enci­
ma de sus avatares e incluso de sus miserias como hombre
público— que Ranz Romanillos es plenamente fiel a sí mis­
mo, en dos momentos críticos de su vida: éste de su juven­
tud, cuando traduce La Religión, de Louis Racine, y aquel
otro, ya desengañado de la vida, cuando vierte la obra de
Plutarco.
* * *

Ranz Romanillos comienza y termina su vida literaria


como traductor.
Ortega y Gasset ha contrapuesto a la figura rebelde del
escritor, o creador literario, la del traductor como un “per­
sonaje apocado” que, por timidez, ha escogido tal ocupación,
la cual define y distingue a nuestro helenista.

— 16 —
Pero el traductor —señala en nuestros días el crítico ale­
mán Lorenz— es un constructor de puentes hacia el mundo,
un mediador. Y un excelente traductor alemán de hoy, Curt
Meyer-Clason, rechaza el concepto traductor como designa­
ción profesional, ya que, en su opinión, traducir no es una
profesión, sino una vocación.
Ranz Romanillos —lo hemos visto— ha traducido La Re­
ligión, de Louis Racine, casi en un arrebato místico y como
por un designio. Y comienza su labor de helenista —al mar­
gen de su propia profesionalidad jurídico-administrativa— tra­
duciendo a Isócrates por pura vocación, y acaso, porque en
ese momento de cultivo de la abogacía y próxima ya su de­
signación como magistrado de la Audiencia cesaraugustana,
es, de entre los clásicos griegos, el autor que más le puede
atraer y, acaso también, porque sus características estilísticas
más acusadas —carencia de profundidad y un formalismo
donde campea la elegancia ática, llena de cadenciosa armonía,
con un lenguaje pulcro y atildado, aunque falta de un sen­
timiento vigoroso— eran, en suma, cualidades muy acordes
para la sensibilidad academicista de fines del xvm; es posible
que le atrajera también a Ranz —gran estudioso e incansa­
ble trabajador— un autor griego no traducido al español di­
recta o completamente, como luego le va a suceder con las
Vidas paralelas.
Porque, si es cierto que ya en el siglo xvi se había tra­
ducido a Isócrates en España, lo había sido al latín en la
versión de Juan Luis Vives, y tanto en ésta como en las ver­
siones castellanas de Diego Gracián de Alderete y de Pedro
Mexía, fragmentariamente. Ya del siglo xvm y anterior a la
de Romanillos hay otra versión española debida a don Igna­
cio Luzán, pero igualmente fragmentaria. (Vives tradujo al
latín las oraciones Aeropagitica y Nicocles: esta última fue
la vertida al castellano por Gracián de Alderete; Mexía tra­
dujo otro “parénesis” o discurso moral, A Demónico, que lo

— 17 —
incluyó en su Silva de varia lección, luego vertido también
por Luzán.)
Faltaba, pues, en España una versión directa y completa
de Isócrates, que tal es la de Ranz Romanillos, salida de las
prensas de la Imprenta Real, en año 1789, en tres bellos vo­
lúmenes en octavo. Siguió para su versión el texto —no muy
correcto, de la edición de Ginebra, de 1613, acompañado de
la traducción latina de Jerónimo Wolfio, pero lo cotejó con
el del abate Athanase Auger —impreso en París por Didot—,
asimismo acompañado de otra versión latina.
¿Qué criterio preside ya esta primera versión griega de
Ranz Romanillos?
Como antecedente —aunque en ese caso tradujera del
francés— ya se había mostrado, tres años antes, en su ver­
sión del poema de Racine, partidario de la versión literal,
ajustada al texto, pero no con exceso, ya que se sometió gus­
tosamente a la dura prueba de verter ese poema en verso
castellano, sin duda para no tener tantas ataduras que le im­
pidieran aproximarse al clima espiritual del autor. Es éste
—en mi opinión— un dato muy significativo.
Y así, cuando emprende ahora esta su primera versión
del griego, afirma en el Prólogo: “Es bien claro que me he
de haber propuesto traducir a Isócrates de modo que le halle
cualquiera y reconozca en mi versión y que pueda ésta servir
en alguna manera de original”. La suya es, en efecto, una
traducción muy ajustada al texto y al orden de los pensa­
mientos y extensión de los períodos del original y en un cas­
tellano cuidado y correcto. Mas, a pesar de ese acusado sen­
tido literal, no llega siempre al extremo de reproducir los gi­
ros y las palabras de la lengua griega por los de la nuestra,
sino que, comprendiendo la necesidad de recoger ese “algo”
con que el autor impregna la obra entera, nos previene en
el Prólogo que, “como estas son oraciones, no basta presen­
tar y desenvolver las ideas, sino que es necesario también

— 18 —
dar número y armonía a los períodos y revestir las expresio­
nes de la viveza misma que se notaban en el original, para
que así sea uno mismo —dice— el efecto que puedan pro­
ducir en una y otra lengua”. Y si, como luego añade, esto
puede “tanto mejor ejecutarse cuanto la lengua castellana se
parece más que ninguna otra a la griega en el orden y cons­
trucción de las palabras”, parece ya intuir y respetar Ranz
Romanillos lo que Humboldt llamaría, poco después, “forma
interna” o estilo lingüístico de un idioma comparado con otro.
Como dirá en nuestros días Ortega y Gasset, “las lenguas
nos separan e incomunican, no porque sean en cuanto len­
guas, distintas, sino porque proceden de cuadros mentales di­
ferentes, de sistemas intelectuales dispares” ... Y, en el caso
de un autor de la antigüedad clásica —podemos añadir— por
ser aún mucho mayor la distancia temporal que de él nos
aleja.
* * *

Detengámonos, ahora, en la otra versión del griego rea­


lizada por Ranz Romanillos, la de las Vidas paralelas, la más
importante y por la que el nombre de su traductor ha que­
dado incorporado al Diccionario de Autoridades de la Real
Academia Española y por la que, en definitiva, se le conoce
en el mundo literario.
En medio de aquellos vaivenes políticos, apenas terminada
la invasión napoleónica, entre el flujo o reflujo de cargos o
persecuciones, en el ostracismo ya de su vida pública, ¿qué
le movió a traducir la obra de Plutarco?
Dejémosle al propio traductor que nos lo diga él mismo,
cuando —tras de elogiar los valores, por encima de las Mo-
ralia, de las Vidas paralelas, y de recordar que no hay en
castellano versiones directas ni completas— declara: “Mo­
viéronme, pues, varios amigos, cuyas exhortaciones son con­
migo de gran poder, a que emprendiese su traducción y no

— 19 —
permitiera que por más tiempo estuviese privada la España,
con mengua, en alguna manera, de tener en su idioma una
obra que, con repetición, está traducida a casi todos los que
hablan en Europa y que es común por tanto, y anda en las
manos de todos en los demás países... En el ocio de los ne­
gocios públicos en que me he hallado —subraya luego—• me
había vuelto a los estudios de las letras humanas, que siem­
pre han sido el primer objeto de mi afición: encontrando en
ellas un placer nuevo y un recreo de la vida, de que no
pueden tener idea los que por su mal las desdeñan; y re­
conociendo ahora prácticamente con cuánto juicio ha dicho
Cicerón que no podía haber cosa más contenta y alegre que
la vejez pertrechada con los estudios de la juventud”.
No se puede expresar con mayor sinceridad ni con más
hermosas palabras lo que le lleva a traducir las Vidas, de
Plutarco.
Si a los veinticinco años —tras una crisis espiritual— ha­
bía vertido el poema de Louis Racine La Religión, y si a los
treinta se había visto atraído por los Discursos y Cartas, de
Isócrates, ahora se imponía en él una vez más su vocación
de traductor, pero enriquecida y matizada por la experiencia
de su vida misma, como buscando un refugio espiritual y un
regusto nuevo para una existencia, desengañada ya y en el
ocaso... Esas palabras de Ranz Romanillos son, quizá, las más
veraces de nuestro helenista y en las que mejor define su
profesión de fe humanística.
Para acometer la versión de la obra de Plutarco nos con­
fiesa en el mismo prólogo que, concluidas y para darse a la
estampa, sus versiones sobre la acusación y muerte de Só­
crates de los diálogos de Platón y de la apología y memora­
bles de Jenofonte, esas voces amigas —al no estar traducidas
las vidas de Plutarco—■ le hicieron cargo de que se entretu­
viesen en la versión de esas otras obras que, “aunque útiles,
no lo son nunca en el grado que ésta”. Como vemos por estas

— 20 —
palabras suyas, Ranz se deja arrastrar por un imperativo éti­
co: el valor aleccionador —en la estimativa de su época to­
davía “modélico”, aunque ya, al decir de Ortega, sólo como
“ejemplares errores”— de los héroes clásicos descritos por
Plutarco; y, a la vez que ese imperativo “moral”, mueve tam ­
bién al Ranz helenista —como ya le había pasado con la obra
de Isócrates—, el que no puede ni debe dejar que pase más
tiempo sin que las Vidas parálelas tengan en castellano una
versión directa y completa, máxime cuando hacía ya casi tres
siglos -—y ese solo ejemplo pudo ser en él decisivo— era ya
clásica en Francia, e incluso en Europa entera, la versión de
las Vidas, por Amyot.
Nuestro helenismo —como tantas cosas más— llevaba un
gran retraso. Y aquí podría añadirse —aparte de las dos mo­
tivaciones personales del propio traductor, que acabo de se­
ñalar— otra causa “ambiental”, mucho más difusa, pero no
menos poderosa, que podríamos denominar “histórica” : Es­
paña pedía ya, sin demora, esa traducción directa y comple­
ta, ya que, desde los años de la Revolución francesa, ningún
autor había en Europa más popular que Plutarco, cuyos re­
tratos idealizados de los grandes protagonistas de la historia
griega y romana habían exaltado el entusiasmo de los hom­
bres e incluso de las mujeres de la época, como aquella ma-
dame Roland, que lloraba por “no haber nacido espartana o
romana”, o como Carlota Corday, que, la víspera de asesinar
a Marat, se pasó el día leyendo a Plutarco. Más profunda ha­
bía sido la influencia del autor de Queronea sobre algunos
enciclopedistas, como Rousseau, que ya a los seis años leía
la versión de Aymot y a los ocho se la sabía de memoria,
y en fin, sobre otras figuras de la época, tan varias y distin­
tas como La Harpe, Pestalozzi, Montesquieu, Federico el
Grande, Goethe, Schiller, Beethoven, Alfieri o Fóscolo, o
Emerson, ya un siglo después. Tanto, que ya en el xix se
sucederán las ediciones críticas de Plutarco, como las de Co­

— 21 —
ra'is (París, 1809-14), Scháfer (Leipzig, 1826-30), Sintenis (Leip­
zig, 1843-46), Dóhner (París, 1846-47) y Bekker (Leipzig, 1855-
57), a la vez que algunas buenas versiones, entre ellas las
alemanas de Frohlich (Viena, 1812) y Eyth (Sttutgart, 1854-
73), las francesas de Pierron (1843) y Talbot (1865) o la ita­
liana de Adriani (Florencia, 1859-65)...
Aunque fruto algo tardío o retrasado del entusiasmo plu-
tarquizante del siglo xvm, la versión de las Vidas por Ranz
Romanillos (salida de las prensas de la Imprenta Real, en
cinco volúmenes, entre 1821 a 1830) es, sin embargo, crono­
lógicamente, la segunda —entre las antes citadas— que se
llevaron a cabo en Europa durante el xix.
Preguntémonos, de otra parte, qué otros traductores había
tenido antes Plutarco en España y hasta dónde había llegado
su influencia. En lo literario, no ejerció tanta influencia como
en otros países, si se exceptúa a tres grandes figuras: fray
Antonio de Guevara (sobre todo, de las Moralia, en su Marco
Aurelio y en las Epístolas familiares); Quevedo, que reprodu­
jo el texto del autor griego en su famosa Vida de Marco Bruto,
aunque con un estilo cortado, más a lo Tácito o a lo Séneca;
y Gracián, en algunos aforismos del Criticón...
En cuanto a las traducciones de Plutarco en España, la
primera hay que referirla a un aragonés —político en la épo­
ca de Pedro IV el Ceremonioso y personaje de gran relieve
en la Corte Pontificia de Aviñón—, Juan Fernández de Here-
dia (¿13107-96), quien mandó traducir al dialecto aragonés las
Vidas paralelas a un dominico Nicolás —obispo de la antigua
Adrianápolis—, según la versión al griego moderno de Deme­
trio Talodiqui. Esta versión aragonesa, no directa, sino “pa­
sada” por el griego moderno, se inició en 1384 y acaso que­
dara terminada el 85 o el 89; muy literal, es ágil, y es lás­
tima que, por sus propias cualidades y por su interés histó­
rico, no haya sido editada.

— 22 —
La primera versión completa —aunque no directa, sino del
latín— se debe, precisamente, a otro soriano, de Osma, Al­
fonso Fernández de Palencia (1423-92), cronista y secretario
de cartas latinas de Enrique IV; pero siguió textos tan oscu­
ros y defectuosos que hacen ilegible su traducción de las
Vidas (Sevilla, 1491), que “más verdaderamente se podrán
llamar muertes o muertas”, según el irónico juicio de Diego
Gracián de Alderete, el cual sería —con Francisco de Enci­
nas— otro de los traductores españoles, durante el siglo xvi,
de la obra de Plutarco ; en el xvn, tan sólo puede destacarse
la antes aludida versión —basada en otra latina— de la vida
de Marco Bruto, por Quevedo.
Y así, hay que saltar enteramente el siglo xvm español
—en el que sólo aparece una versión de las Vidas, hecha de
la francesa de Dacier por fray Paulo Toral (Sevilla, 1787)—
para llegar al año 1821, en que aparece el primero de los
cinco volúmenes de la versión directa y completa de Ranz
Romanillos, que acabará de publicarse en 1830.
Después, no hallamos, en rigor, nuevos traductores al cas­
tellano; sí al catalán, en la excelente versión completa de
Caries Riba (1926-46, 12 vol.), además de otra fragmentaria
(vidas de Tiberio y Cayo Graco, por Rubio Tudurí (Barce­
lona, 1930).
En castellano, la versión de Ranz Romanillos sigue te­
niendo plena vigencia, como lo demuestran las numerosas re­
impresiones que se vienen haciendo de ella, entre las últimas
y más valiosas la anotada y prologada por el profesor José
Alsina (ed. de 1962 y de 1968).
Siguió Ranz en su traducción el texto griego de la edición
inglesa de Bryan (Londres, 1729), “de gran belleza en los ca­
racteres —como él mismo dice— y, sobre todo, sumamente
correcta, tanto que es muy rara en ella la falta tipográfica
que se nota” ; aunque excelente, es lástima que no utilizara
la edición crítica de Reiske (Leipzig, 1774-82).

— 23
Fiel una vez más a su concepto literal de la traducción,
y aunque muy ceñida ésta al texto griego y a los giros y aun
al ritmo de la frase original, es muy discreta en general y
está escrita en buen estilo, dentro del más correcto caste­
llano: tal es, sin duda, el secreto de su pervivencia a través
de siglo y medio. Ranz mostró el talento necesario para, sin
dejar de ser un traductor literal, saber huir de las naturales
dificultades que hubieran sacrificado a la fidelidad la claridad
y la comprensión del texto. Como observa el profesor José
Lasso de la Vega, “ha vertido directamente del texto griego,
aunque teniendo constantemente a la vista, según es fácil com­
probar, dos versiones a otras lenguas: la latina de Cruserius
(que acompaña a la edición de Bryan) y la francesa de Dacier.
En realidad, sigue bastante fielmente esta última, si bien mo­
difica la puntuación y el orden de las palabras para atenerse
más ceñidamente a la letra original. En cambio, no parece
haber tenido a la vista la versión francesa de Ricard, más
moderna, pero en general inferior a la de Dacier. El estilo
castellano es siempre correcto y equilibrado y si, a veces, se
aprecia en él cierta «flojedad, monotonía o desmadejamiento»
—como dijo Menéndez Pelayo, aunque la elogió en otras oca­
siones— es, casi siempre, por reflejar fielmente el estilo del
propio autor que traduce. En conjunto —concluye Lasso de
la Vega— se trata de una versión muy estimable, aún no
sustituida en nuestra lengua por otra más moderna, que res­
ponda más ajustadamente al estado actual de nuestro cono­
cimiento del texto plutarquiano y que refleje el estilo litera­
rio de nuestra época” ...
En esa pervivencia al cabo ya de siglo y medio —y pese
a nuestro alejamiento del estilo decimonónico— es donde, en
mi opinión, reside la mayor virtud de la versión de Ranz Ro­
manillos, que, por encima de todo, acertó a reflejar con fide­
lidad el estilo de Plutarco, acercándose a su tono y ambiente
más aún que por su doble conocimiento del griego y del cas­

24 —
tellano, por lo que, con expresión goethiana, llamaríamos “afi­
nidades electivas”.
Plutarco, en sus Vidas, y como él afirma varias veces, in­
tenta captar el ffioz, o “carácter moral” de sus héroes a tra­
vés de sus Tcpá^síq, es decir, de su actividad moral y prácti­
ca, ya que las Vidas paralelas —además de ser una fuente
notable para la historia grecorromana— tienen una esencial
orientación ética.
Y Ranz Romanillos, su completo y hasta hoy su mejor
traductor al castellano, es, en el fondo, un moralista. Por
eso ha podido captar hasta ahora, como ninguno, el “clima
espiritual” de esta obra famosa, una de las más estimadas por
la posteridad.
Si, como ha dicho Schleirmarcher en su ensayo Sobre los
diferentes métodos de traducir, la versión es un movimiento
en dos direcciones opuestas, o la de traer al autor al lengua­
je del lector o la de llevar a éste al del autor, creo que Ranz
Romanillos —aunque dentro de un ponderado equilibrio—
ha sabido acercarnos al clima moral, al espíritu del autor. He
ahí, sin duda, su gran mérito literario. Porque —como dice
Ortega y Gasset— “lo decisivo es que, al traducir, procure­
mos salir de nuestra lengua a la ajena”. Cosa nada frecuente,
en efecto, pero sí lograda por Ranz Romanillos, que se des­
taca —en opinión del P. David Rubio— como “el mejor he­
lenista del siglo xvm en España”, punto de vista éste que
comparto plenamente —extendiendo en este caso el siglo xvm
hasta 1830— y que, como final de esta conferencia, trataré
de explicar un poco más, situando a Ranz Romanillos en el
entorno del helenismo español de su tiempo.

* * *

Si volvemos la mirada hacia atrás, es preciso reconocer


que, ni aun en los momentos de mayor esplendor, no hemos

— 25 —
tenido nunca en nuestro país —ni siquiera en el siglo xvi—■
un intenso renacimiento helénico, ya que no trascendieron
tales estudios de un reducido círculo de personas doctas: tras
del portugués Arias Barbosa y su discípulo Fernán Núñez
—por antonomasia el “Comendador Griego”—, algunos otros
nombres insignes como los de Vergara, Juan de Valdés, Fran­
cisco de Encinas, Pedro Juan Núñez, Oliva, Sepúlveda, Diego
de Mendoza, Gonzalo Pérez, Verzosa, “el Brócense” y no mu­
chos más... Aunque hallemos helenistas, resulta excesivo ha­
blar de helenismo español, porque a partir del xvi, como se­
ñala Olives Canals, “los raros helenistas que hallamos en la
España de los últimos Austrias y los primeros Borbones, o
son autodidactas, o se formaron en el extranjero”. Por otra
parte, como observa el profesor Fernández Galiano, “el Re­
nacimiento español se agota y declina, apenas iniciado, por
una serie de concausas bien conocidas: apatía general, penu­
ria de recursos, ostentación esnob de no intelectualismo, ais­
lamiento del humanista en la sociedad, recelo justificado ante
posibles persecuciones inquisitoriales” ... Incluso en los peli­
gros que en manos de mediocres epígonos tuvo el irreprocha­
ble principio integralista del “Pinciano” —“menester es el
hombre entero”— halla Fernández Galiano el comienzo de
nuestra decadencia humanística. Y obsérvese bien: inicio de
decadencia allí mismo donde nace el helenismo —y, en gene­
ral, el humanismo— español. El xvn nos trae ya rutina y de­
cadencia. En esa centuria, don Julián Apraiz registra 24 tra­
ductores españoles de griego, y sólo 20 en el xviii, y nada
más que otra veintena hasta 1874, fecha en que publica sus
Apuntes para una historia del helenismo en España. A esa
penuria, el x v iii añadirá una extremada afición extranjerizan­
te hacia las lenguas y culturas modernas, en especial la fran­
cesa, de la que es un adelantado el P. Feijoo, quien, en cierta
ocasión, disuade a un amigo de estudiar el griego. Los méto­
dos de enseñanza se estancan hasta el punto de que el “filo­

— 26 —
sofismo” del “Brócense” seguía imperando en nuestras aulas,
por lo que las escasas Gramáticas griegas existentes —algu­
nas editadas en el extranjero por falta de caracteres tipográ­
ficos en nuestras imprentas— son, casi siempre, un remedo
de las del Renacimiento: aun en pleno x v i i i .
En el entorno más inmediato a las dos versiones de Ranz
Romanillos, entre 1789 a 1821-30, podemos recordar a Flórez
Canseco, que traduce y publica juntamente El sueño, de Lu­
ciano, y la Tabla, de Cebes (ésta, de la versión de Simón
Abril), editando también la Poética, de Aristóteles, y reedi­
tando las Obras, de Jenofonte, cuyo Económico tradujo el
bibliotecario y académico don Ambrosio Ruy Bamba, al cual
se debe asimismo la versión de la Historia, de Polibio (1788),
fecha en que el erudito don Ignacio García Malo daría a la
estampa la primera versión castellana completa de la litada
homérica; además, las versiones sucesivas de las Odas, de
Anacreonte, por Canga Argüelles, Gómez de Quevedo, José
Antonio Conde y por Castillo y Ayensa, el hijo político de
Romanillos; las versiones de otros líricos griegos, por Conde
y los hermanos Canga Argüelles, traductores también de las
Olímpicas, de Píndaro, autor asimismo e incluso mejor tradu­
cido por Berguizas; y, en fin, algunas tragedias de Sófocles,
vertidas por don Pedro Montengón...

* * *

¿Qué significa, en medio de eseentorno, la obra como


traductor del helenista soriano? En la difícil España de su
tiempo —y, como una evasión, ya lo hemos visto, de sus
obligaciones profesionales y de sus continuados avatares po­
líticos— se nos presenta aún más admirable —a veces heroi­
ca— la tarea, callada y tesonera, y en algún modo misional,
por su firme actitud ética, de Ranz Romanillos, consagrando
lo mejor de su vida a traducir a dos autores griegos de la

— 27 —
significación de Isócrates y Plutarco. Como hemos visto, tan­
to Isócrates como muy singularmente las Vidas, de Plutarco,
reclamaban ya sendas versiones directas y completas en la
lengua española; era, sobre todo en el caso del autor de
Queronea, una deuda que la cultura española debía saldar
cuanto antes. Y esa deuda la saldó, con todo decoro, Ranz
Romanillos; al hacerlo, batía además una “marca” en el hele­
nismo de su tiempo, en un aspecto cuantitativo, ya que entre
las Cartas y Discursos de Isócrates y las Vidas, de Plutarco,
sumaba una tarea como traductor de ocho tomos, con casi
tres mil quinientas páginas, a cuya extensión no le llegaba
ni en la mitad el ilustre y antes citado Ruy Bamba, con su
versión de Polibio. Pero hay por encima, como expuse antes
con mayor detenimiento, otros valores cualitativos muy supe­
riores, no sólo por la dignidad de ambas versiones, sino por
el de su misma adecuación a los autores que traduce y hasta
por el momento en que los traduce: a Isócrates, cuando se
halla en plena actividad jurídico-administrativa y como pró­
logo a su incursión en la vida política; a Plutarco, de vuelta
ya de una vida azarosa y difícil, refugiado otra vez “en el
ocio de los negocios públicos”, para encontrar “un placer nue­
vo —son las propias palabras de Ranz— y un recreo de la
vida de que no pueden tener idea los que por su mal las des­
deñan”. Dijérase que ese acierto de los autores que traduce
no lo es sólo por cuanto le identifican, sino por ser aún más
oportuna o acentuada tal identificación en el momento en
que vierte a cada uno.
Sólo quiero subrayar aún —ya para terminar— el mérito
indiscutible de don Antonio Ranz Romanillos —figura, por
otra parte, muy representativa en su época— como prototipo
del “traductor genuino”, quizá aún más fiel y exacto, dados
los autores que traduce, al no ser él mismo un creador lite­
rario y sí, en cambio, un humanista de amplia cultura, opi­
nión ésta que no es meramente subjetiva —ni siquiera de las

— 28 —
Academias Española y de la Historia en su tiempo o de crí­
ticos como Menéndez Pelayo o el P. Rubio, entre otros—,
sino por lo que aún vale m ás: por la propia sanción del tiem­
po. Porque han pasado casi dos siglos de su versión de Isó­
crates y más de siglo y medio de la versión de las Vidas pa­
rálelas: y tales obras siguen “viviendo”, entre los que hoy
hablamos español, gracias a Ranz Romanillos.
Dejémonos ya de lenguas y de culturas “muertas” : los
héroes de Plutarco “viven” hoy y seguirán “viviendo” ma­
ñana, porque, en definitiva, como dice Zubiri, “los griegos
somos nosotros” ...

- 29 —
HUMANISMO Y LITERATURA EN
EL SIGLO XIX ESPAÑOL

P o r M a n u e l F e r n á n d e z -G a l ia n o

Tienen ustedes ante sí a un helenista. El más modesto


ciertamente de los helenistas; pero una persona que ha dedi­
cado la mayor parte de su vida al estudio y a la investiga­
ción sobre la lengua y Literatura griegas. Y que, como algunos
de mis colegas españoles, ha tenido que desarrollar marginal­
mente una segunda actividad, no menos grata por cierto.
Como otras veces he podido hacer notar, los humanistas en
España, a lo largo de los últimos cuarenta años, hemos ne­
cesitado invariablemente, ante el gran público, en las reunio­
nes universitarias de carácter técnico, en las discusiones sobre
planificación con las no siempre comprensivas autoridades mi­
nisteriales, presentar con nosotros una especie de tarjeta de
visita o, mejor todavía, un a modo de cuestionario como el
que suele regir la admisión en empresas, organismos o países
enteros: quién es uno, qué es lo que enseña, por qué lo en­
seña, si lo que enseña merece ser enseñado, para qué sirven
las materias aparente inútiles a que uno se dedica, etc. Tarea
ciertamente fatigosa, pero por otra parte estimulante. Porque
así, de una manera insensible, muchos de nosotros, enfrasca­
dos en búsqueda sobre la propia personalidad y vocación,

— 31 —
hemos acudido a la Historia para examinar en ella las huellas
de nuestros predecesores y ver si tenemos o no razón al se­
guirlas. Y de este modo, uno de los sectores que más flore­
cen en la investigación clásica de la España de hoy es la his­
toria del Humanismo español. Aquí nos hemos encontrado con
dos opiniones radicalmente distintas. Los tratados y manuales
escritos en otras lenguas se limitan por lo regular a despa­
char en dos líneas a tres o cuatro humanistas españoles de
primer orden sin la más mínima mención no ya de otras per­
sonalidades, sino de períodos enteros; mientras que entre los
eruditos de nuestro país dedicados a estos estudios históricos,
e incluso en algunos grandes amigos de España, como Aubrey
F. G. Bell, que tanto han aportado en este campo, probable­
mente se exageró la nota con apreciaciones excesivamente di-
tirámbicas. Se imponía, pues, una evaluación objetiva y des­
interesada del Humanismo español: mi amigo y compañero
Luis Gil, con un competente grupo de colaboradores, la ha
emprendido y casi ya coronado por lo que toca a los siglos xvi
a x v i i i . Yo, por mi parte, quisiera completar esta labor enfo­
cando la situación humanística desde aproximadamente 1800;
y este es quizá el momento de introducir dos correcciones
u observaciones al título mismo con que ha sido aquí anun­
ciada mi conferencia. Una consiste en que, tanto en el caso
de Gil como en el mío, nuestra indagación se basa de manera
muy preponderante en los estudios sobre griego realizados en
España y las influencias de los autores griegos en la Litera­
tura española, y ello no sólo porque helenistas somos él y yo,
sino también porque, siendo esta lengua la más difícil y peor
conocida, mientras que el latín, al menos en teoría, todo el
mundo lo ha sabido siempre bien o mal, la aparición o no
del griego en los curricula escolares, en las ediciones o tra­
ducciones, en las lecturas directas o indirectas de los litera­
tos, resulta índice de Humanismo bastante preciso con miras
a un examen de resultados.

— 32 —
Pero también me veo obligado a hacer otra anotación res­
pecto al título de estas palabras. Es un hecho bien sabido
que los siglos, en el aspecto cultural, rara vez empiezan o
terminan con los años acabados en dos ceros. Poco frecuen­
te es que el paso de una centuria a otra se caracterice his­
tórica, literaria o socialmente de una manera tan redonda
como en España al fin del x v i i , con el cambio de dinastía,
y aun así habría que preguntarse hasta qué punto no quedan
elementos típicos de aquel siglo en los reinados de Felipe V
y aun Femando VI. En lo que toca a las postrimerías del
x v i i i , alguna vez he dicho que, ciñéndome a la materia que

hoy me ocupa, este siglo humanísticamente no termina en


1800, sino en 1808, año en que Arriaza, Alberto Lista y Nica-
sio Gallego, olvidados de su dieciochesco y anacreóntico co­
quetear con Cupidos, ninfas y cándidas tórtolas, se ponen a
condenar a coro, con románticos versos, al vil tirano que
con ojos llenos de perfidia y saña se lanzó sobre España al
frente de horrorosa nube de asesinos. Pero este siglo retra­
sado en su nacimiento tarda más aún en despedirse de nos­
otros en lo que atañe al menos a los estudios clásicos. Si el
1898 representa el fin de una época en cuanto a tantas cosas,
no así, ciertamente, para las Humanidades. Nuestro siglo Xix,
el de los helenistas y latinistas españoles, termina en los alre­
dedores de 1920, muy poco después de la fecha de nacimiento
del que les habla. Por entonces nace en Barcelona la bene­
mérita colección “Bemat Metge”, a la que luego seguirían,
como otros indicios de renacimiento de unos estudios huma­
nísticos prácticamente muertos, la creación en 1931 de Sec­
ciones de Filología Clásica en las Universidades de Barcelona
y Madrid, la fundación en 1933 del Centro de Estudios His­
tóricos con la revista Emérita y la reinclusión del griego en
los planes de estudios de Enseñanza Media de 1934 y, sobre
todo, 1938: de este último, el vulgarmente llamado plan Sainz
Rodríguez, se ha dicho muchas veces que representa el ver­

— 33 —
dadero acicate decisivo para una labor seria en cuanto a Hu­
manidades. No extrañe, pues, que esta ligera charla, esta es­
pecie de heterogéneo desfile de escritores españoles más o
menos prendidos en el tema clásico, sobrepase largamente el
año 1900 para llegar casi a la guerra civil, es decir, al mo­
mento a partir del cual las nuevas generaciones, que han es­
tudiado ya griego, mejor o peor, en institutos y colegios, de­
berían comportarse de otro modo, en el aspecto humanístico,
a lo largo de sus actividades literarias.
Hace ya más de cinco lustros que, con pocos años y pocos
medios de trabajo todavía, me arrojé un poco intuitivamente
a trazar en breves páginas una síntesis histórica del Huma­
nismo español que no me parece aun hoy demasiado desacer­
tada. Empezaba, claro está, por calificar bien algunas sobre­
salientes personalidades del siglo xvi que mantuvieron enhies­
ta la antorcha del helenismo en difíciles circunstancias y con
un elogio a las cuales termina el libro de López Rueda a que
voy a referirme ahora.
Difíciles, decía ya por entonces yo, porque desde el si­
glo xvi parece como si un destino adverso se hubiera empe­
ñado en obstaculizar el naciente Renacimiento español para
que no pudiera compararse con el esplendor de los Huma­
nismos italiano y francés: en este mi trabajo juvenil citaba
yo, como circunstancias desfavorables a tal respecto, el retra­
so con que, por razones geográficas, se incorporó España a la
corriente humanística, la penuria económica traída por las
guerras y empeños del emperador y su hijo y, sobre todo, lo
que llamó Bell de modo luminoso el “integralismo” de nues­
tros pensadores, a los que parece menos interesante el menes­
ter filológico que el intento de acomodar el vivir de cada
uno a las normas dictadas por una formación teológica y filo­
sófica en que las letras clásicas no son más que un hermoso
instrumento. Esta es, en verdad, la razón primordial de las
calamidades de nuestro Humanismo del xvi enumeradas con

— 34 —
agudeza por Gil y, en tono algo menos pesimista, por la obra
muy completa de López Rueda. La preferencia por el ver­
náculo, más necesario en la vida práctica, sobre el latín; la
escasa densidad cultural, con sus secuelas de pobreza edito­
rial e insuficiente adquisición de libros para las bibliotecas;
el poco prestigio social del gramático, bicho raro sepultado en
vida entre inútiles libros; los recelos de inquisidores y teólo­
gos hacia posibles propagadores de doctrinas peligrosas; el
aislamiento intelectual de quienes se quedaban en España, tan
lejos espiritualmente de una Europa que nos enviaba pocos
visitantes y cuya producción librera se quedaba a veces en
las aduanas; el extrañamiento de los que se desterraban en
busca de paz, como Luis Vives, o de éxitos humanísticos o
mundanos, como Antonio Agustín, Pedro Chacón y Verzosa:
todo ello tiene su raíz en un integralismo que pudo haber sido
muy conveniente para el soñado triunfo de España y del
catolicismo en Europa, pero perjudicó en extremo a las H u­
manidades.
La situación no mejora, claro está, en nuestro azaroso si­
glo xvn, aunque tampoco quepa ver solamente aspectos ne­
gativos en él. En espera de la obra inédita que va a dedicarle
otra discípula de Gil, Enriqueta Andrés, y a la vista del texto
tampoco publicado todavía de la conferencia que hace poco
pudimos oír a nuestro gran amigo Gregorio de Andrés, una
no despreciable serie de estimables nombres nos sale al paso:
filólogos más o menos puros como Baltasar de Céspedes,
Francisco Cáscales, Gonzalo Correas, Benito Arias Montano,
José Antonio González de Salas, Juan Luis de la Cerda; ex­
celentes escritores en lengua española que, conforme a la ten­
dencia imperante por aquellos decenios y bien señalada por
el precioso repertorio de Beardsley, se esfuerzan, como el
P. Mariana, Esteban Manuel de Villegas, fray Luis de León,
los Argensola y Quevedo, por suministrar al público no lector
del griego y del latín las versiones que habían juzgado inne-

— 35 —
cesarías los humanistas de mejores tiempos anteriores; y el
emotivo caso de Vicente Mariner, con su ingente labor de
todo tipo que espera aun hoy la piadosa mano que un día la
publique aunque sea parcialmente. Y es que los obstáculos
persistieron en su mayoría. Ya declinante la influencia de
España en el mundo, los helenistas y latinistas no sentían la
tentación del viaje y la misión oficial y el lucimiento externo
que distrajo antaño a sus abuelos; pero el aprecio externo
continuaba siendo nulo. Covarrubias anota tristemente como
propio de españoles el aborrecer el griego; y nos inclinaría­
mos a considerar su queja como exagerada si no tuviéramos
varios tremendos pasajes en que Lope de Vega y Ruiz de
Alarcón presentan dicha lengua como generalmente descono­
cida y, por otra parte, engendradora de soberbios y pedantes.
Y henos ya en el x v i i i . Los trabajos de Gil y su escuela,
representada sobre todo por Conchita Hernando, nos están
dando últimamente una idea más clara de este siglo por lo
que toca a estudios humanísticos. No es mucho, sin embargo,
lo que, según estas investigaciones, procedería modificar en el
estado de cosas que hace tantos años mostraba yo. Gil enfo­
ca con cariño las más relevantes figuras de la época, como el
deán Martí, contemporáneo de Bentley, Montfaucon y Hems-
terhuys, que pudo haber destacado como ellos si el nivel ge­
neral de la cultura patria le hubiera acompañado y animado;
Gregorio Mayans, el gran ilustrado, muy influido por M artí
y que, si no fue helenista ni latinista de profesión, nunca des­
mayó en su interés hacia las Humanidades; Juan Iriarte, el
esforzado catalogador parcial de los códices de M adrid; una
singular y valiosa figura sacada por Gil de la oscuridad total,
Antonio M artínez de Quesada, humilde fámulo de la biblio­
teca del Colegio Mayor complutense de san Ildefonso, que
murió a los treinta y tres años, según la tremenda expresión
de su amigo el P. Burriel, de hambre y aflicción de espíritu,
como buen sabio español, y que, si hubiera recibido la más

— 36 —
mínima ayuda, pudo haber cuajado en la forma magnífica
que sus incipientes trabajos prometían; y, ya en las postri­
merías del siglo, Pedro Rodríguez de Campomanes, helenista
en su juventud, promotor sin gran éxito del griego en los es­
tudios desde su puesto en el Consejo de Castilla y mecenas
y protector siempre de todos cuantos sintieran afición a las
Humanidades. Menos positivo es, en cambio, aquí el enjuicia­
miento de los jesuítas, a quienes, con excepción tal vez del
grupo de Cervera, se acusa de haber dejado, en el injustifi­
cado monopolio de los estudios clásicos de que disfrutaron
hasta su expulsión en 1767, que languidecieran estas lenguas
en la Universidad, sin qúe sirviera para gran cosa el intento
de reforma emprendido por Campomanes en 1770; el caso es
que, como consecuencia inevitable de unas cosas y otras, el
xvm, apenas esmaltado por algunas decentes versiones de
Meléndez Valdés, el P. Pou, Ranz Romanillos, Estala, los
Canga-Argüelles, Conde, Trigueros y Berguizas, da lugar en
la España humanística a bochornosas anécdotas, como las del
propio M artí reducido a aprender griego por comparación con
el alfabeto latino, Finestres recurriendo para una instrucción
elemental a un monje del Athos, o Pou lamentando que no
hay quien le imprima dos líneas en tipos helénicos. Y, a todo
esto, los idiomas clásicos nuevamente sacrificados, esta vez en
aras de la galomanía que hace a los mejores talentos de la
época, Feijoo o Jovellanos, patrocinar el estudio del francés,
lengua más “útil”, en lugar de estas tareas tan abstrusas y
poco remuneradoras. Campomanes, es cierto, no opinaba igual,
pero tampoco pudo mucho ante la desgana y apatía generales.
Vednos, pues, llegados, no diremos que muy felizmente,
a 1801. Esta fecha tiene ciertos motivos para aspirar a ser la
inicial de nuestras correrías, entre ellos porque en ella nació
Antonio Bergnes de las Casas, personaje importante para las
Humanidades españolas a quien Santiago Olives dedicó hace
algún tiempo un libro ejemplar. Bergnes decide, probablemen­

— 37 —
te en 1821 y como homenaje a la insurrección contra los tu r­
cos, aprender griego moderno con un inmigrante de Quíos,
un ejemplo más del autodidactismo más o menos puro que
deben por fuerza practicar los helenistas en aquellos siglos os­
curos: su compañero, el latinista Jacinto Díaz, también había
tenido que ir a Florencia en busca de un nativo. En 1833,
Bergnes, hombre de ideas liberales, se halla en plena activi­
dad: dedicado, como lo estará durante decenios, a trabajos
editoriales de gran altura —de su mano vinieron a España
muchas de las novedades románticas—, publica también su
esmerada Nueva Gramática griega, algo insólito entonces en
nuestro país. Parece, en opinión de Olives, como si las espe­
ranzas, luego fallidas, que hizo concebir a las gentes de es­
píritu abierto la jura de Isabel II como Princesa heredera
hubieran dado alas a los grandes proyectos del joven helenis­
ta. Luego vino, en 1837, su nombramiento para la cátedra de
griego en la Universidad de Barcelona, recién reinstalada en
la gran ciudad como consecuencia de la unión a los carlistas
del claustro de la de Cervera; años más tarde, su nombra­
miento como rector, en 1868, a consecuencia de una propues­
ta de la Junta revolucionaria de Barcelona; y, a lo largo de
una dilatada vida, la promoción en tierras catalanas de las
Letras griegas en que le iban a acompañar con no menor al­
tura científica sus sucesores en la cátedra, José Balari y Jo-
vany y Luis Segalá. Este último, buen traductor de Homero
a cuyas clases pude asistir, murió durante la guerra, víctima
de un bombardeo que cerraba así un accidentado siglo de
helenismo en Barcelona sobre cuyos resultados habremos de
volver varias veces.
El otro polo, por decirlo así, de los estudios griegos es­
pañoles lo tenemos en Madrid. Allí, estudiado también en no
menos brillante monografía por Olives, se nos aparece desde
1850 el pintoresco D. Lárazo Bardón, figura ciertamente de
segundo orden, pero en que hay que señalar una gran tena-

— 38 —
cidad y amor al oficio, demostrados en la forma tesonera en
que él mismo compuso e imprimió a mano una modesta an­
tología, junto a ciertas dotes pedagógicas, celebradas por alum­
nos suyos como veremos, y, también en este caso, una más
o menos difusa tendencia liberal que, con curioso paralelismo
respecto a Bergnes, ie llevó, por breve tiempo, al Rectorado
de la Universidad madrileña en 1870. Junto a él es costum­
bre citar a otros colegas o sucesores suyos en las cátedras
clásicas de la entonces llamada C entral: Camús, González
Andrés, Soms, D. José Alemany, González Garbín, Cejador...
Ninguno de ellos humanista genial, aunque algunos superan
el nivel medio del docente de entonces. Pobre, pues, resulta
el panorama clásico en la capital si se prescinde de anécdo­
tas y mitos. Y, añadidas a esto las tantas veces citadas noti­
cias sobre penuria de alumnos —en 1830 no hay ni uno solo
de griego en Alcalá y en 1848 ocurre lo propio en Barcelo­
na—, a nadie extrañará que nuestra investigación sobre las
Humanidades del siglo xix y xx pueda haber comenzado con
cierto desánimo por nuestra parte. Pues bien, lo paradójico,
verdaderamente milagroso del suceso está en que, aun con
tan medianos profesores, tan exiguos alumnados, tal carencia
de libros y recursos, a lo largo de nuestra Literatura del xix,
por unos u otros medios, va transmitiéndose hasta nuestros
días, en que ciertamente la situación parece haber cambiado,
una no muy copiosa, pero fresca y sana veta de influencia di­
recta o indirecta de los clásicos inmortales.
Tomemos, por ejemplo, a Manuel de Cabanyes, muerto a
los veinticinco años, cuyas breves poesías nos dejan infinita
nostalgia de lo que habría hecho en su madurez. Poco griego
y latín aprendería en Cervera, de donde proceden algunas de
las lastimosas anécdotas que he citado; no llegó a conocer
— cantor sense llengua le llamó Costa y Llobera— el esplen­
dor de la “Renaixenfa” que le hubiera hecho sin duda gran
poeta catalán; y, sin embargo, sus ecos horacianos, llegados

— 39 —
a él probablemente a través también de intermediarios como
Alfieri y Byron, producen rara impresión de autenticidad y
vigor infinitos.
¿Qué pudo conocer Gertrudis Gómez de Avellaneda de
los míseros fragmentos de Safo que entonces se manejaban?
Apenas nada, suponemos, y esto en traducciones. Pero, a pe­
sar de todo, la apasionada cubana siempre se tuvo, hasta en
pormenores biográficos, por un trasunto de la poetisa griega
tal como nos la presentó la leyenda durante siglos. Como en
el caso de Mme. de Staél, muy admirada por Gertrudis, un
hermoso pero cruel Faón apareció ya muy tarde en su vida;
y si “doña Safo”, como la llamaban despiadadamente sus bur­
lones detractores, que le dieron mil disgustos, oponiéndose,
por ejemplo, a su entrada en la Academia, no se arrojó al
final por tal o cual peña de Léucade, redondeando el paralelo
con su predecesora lesbia, cabría sin duda atribuirlo al gran
deseo de vivir y gozar hasta el fin que se trajo de las rientes
Antillas.
Don Juan Valera, en cambio, sí pudo haber sido el hele­
nista no sólo bien dotado en su materia, sino también escri­
tor consumado de que la España de su tiempo estaba falta.
Tuvo ocasión, en sus viajes y estudios, de conocer bien los
lugares clásicos, las obras de arte antiguas y un suficiente
latín y mediano griego que le enseñó, como es bien sabido,
la marquesa de Bedmar, el amor imposible de su juventud.
Se impregnó suficientemente de doctrinas más o menos pura­
mente platónicas, como lo demuestran, con la Asclepigenia,
su bella versión del Dafnis y Cloe de Longo y los ecos de
ésta en Pepita Jiménez o Doña Luz. En el epilogo de la pri­
mera, el templete griego que los amantes se han construido
ofrece la interpretación pictórica de la fábula de Amor y
Psique y la historia pastoril de que tanto gustó siempre;
tanto, que el enamoradizo diplomático no puede menos de
recurrir a ella al describirnos sus escarceos, probablemente

— 40 —
no muy platónicos, con tal o cual actriz francesa. Valera no
dejó nunca de sentirse “aprendiz de helenista”, como se cali­
fica a sí mismo, ni aun en su vejez, cuando D. José Alemany
acudía a distraer los ocios de su ceguera con lecturas comen­
tadas de la llíada; pero su frivolidad, inquietud y exceso de
curiosidad intelectual le impidieron fijarse en un trabajo con­
tinuado y serio. Es curiosa, por ejemplo, la historia de su
frustrada colaboración con Menéndez Pelayo, que conté hace
años en algún lugar. Valera, deseoso de introducir a su joven
amigo en el mundo de la Filología clásica, para el que le
cree, y con razón, bien dotado, asegura que va a emprender
con él una traducción conjunta de Esquilo; Menéndez Pelayo
pone manos a la obra con celeridad pasmosa; su maestro,
por su parte, no se decide nunca a comenzar, pero, como la
madre que finge comer ella también para animar al hijo des­
ganado, según bella metáfora de los colectores del epistolario,
va dando a don Marcelino optimistas e imaginarias noticias
con el fin de que no decaiga su afán; y en definitiva, con
tantos problemas y ajetreos y estancias en playas de moda y
zarandajas más o menos profesionales, Valera no traduce una
sola línea, pero sí logra que el genial santanderino nos deje
dos tragedias de Esquilo traducidas. ¡Que pena de helenista
frustrado en don Juan Valera!
Pero es el sino de los estudios clásicos en la España de
este siglo. La falta de ambiente y calor popular ahoga o dis­
persa al más pintado. Tal les sucede a dos médicos eminentes
tentados en un momento u otro por los estudios clásicos:
José de Letamendi, verdadero humanista en muchos aspectos,
comentador sutil de Hipócrates y Galeno, pero siempre al
lado de acá de la difícil barrera de la lengua griega; y otro
hombre genial, el menorquín José Miguel Guardia, que, expa­
triado en Francia, llegó a adentrarse en problemas de Lingüís­
tica latina, a editar el Somni de Bernat Metge y a propugnar,
en polémica abierta con Menéndez Pelayo, un tipo de huma­

— 41 —
nismo menos nostálgico del pasado y más teñido de nuevas
ideas.
¿Esperaríamos, por ejemplo, otra cosa, en un repaso de
la obra poética de Bécquer, que alguna tardía anacreóntica,
escrita cuando ya el género declinaba totalmente en Europa,
tal o cual resonancia de Lucrecio, Virgilio, Horacio u Ovidio?
¿En qué fuentes directas pudo el poeta haber bebido?
Y, con todo, no faltaron personalidades aisladas que, en
ámbito cultural más estimulante, habrían llegado a acercamos
al resto de Europa. Incluso en la lejanísima Colombia, donde,
con tesón y con buenos maestros de Humanidades, Miguel
Antonio Caro, miembro el más aventajado de una familia de
latinistas y poetas, compone una estimable Gramática latina,
traduce a multitud de grandes escritores romanos y nos deja,
en su Himno del latino, una briosa confesión de genio y raza
hispánicos.
Logros grandes o pequeños, pero que deben mucho, no hay
duda, a las enseñanzas recibidas por un conducto u otro. No
se puede enjuiciar de modo perfecto las Humanidades del xix
español sin hacer antes un estudio a fondo de lo que a lo
largo de él se enseñó en las Universidades. Digamos algo, por
ejemplo, de D. Alfredo Camús, titular en M adrid de las en­
señanzas de Literatura Griega y Latina durante muchos años.
Apenas tenemos nada impreso de él, y sólo nos llama la aten­
ción, desde el punto de vista investigatorio, su intervención
en una larga y pintoresca polémica sobre un fragmento de
Afranio que resulta ser como una exótica flor en el yermo de
nuestros estudios clásicos de entonces. Poca cosa en defini­
tiva. Pero resulta que Menéndez Pelayo le ensalza grandemen­
te en uno de sus escritos. Yo, cuando era muy joven, acogí
con cierto escepticismo tales laudes y, basándome en aquello
de más le interesaba en Plauto la fábula cómica que los ar­
caísmos; más gustaba en Cicerón de los arranques oratorios
que de las fórmulas jurídicas... y, sobre todo, en lo de que los

— 42 —
grandes conocimientos de Camús se guardaba mucho de co­
municárselos al público como no fuese por medio de la pala­
bra, etc., le califiqué duramente como un perfecto seudointe-
gralista de la decadencia, en parte también porque el hele­
nista Brieva, en sus elogios de Bardón, que también él los
formuló, añade, como probable alusión a Camús, que los dis­
cípulos de aquél aprendían la lengua, lo cual no es poco en la
patria de D. Hermógenes, que hablaba griego para mayor cla­
ridad. Pero seis años después empecé ya abrigar ciertas dudas
sobre mi condena; ahora vemos que una personalidad de
nuestras Letras como Pérez Galdós no sólo estudió con él;
no sólo conservó largos años los apuntes de su antiguo maes­
tro en su biblioteca de Santander; no sólo le consagró él
también un artículo elogioso, sino que, por lo visto, gracias
a Camús pudo ir sembrando en sus novelas más elementos
clásicos de lo que hasta ahora se sospechaba. Latinos sobre
todo: yo creí ver en alguna de sus obras la influencia de un
fragmento de Píndaro, pero me desengañé pronto al hallar la
fuente intermedia en Erasmo. En cambio, varios críticos ame­
ricanos se están lanzando a rastrear este tipo de resonancias
con bastante éxito. Ya de siempre se sabía que la famosa
Electra reproducía la situación de las antiguas, con la heroína
cercada por toda clase de elementos reaccionarios y hostiles
y cuya salvación llega de un joven al que pretenden hacer pa­
sar por su hermano: más nuevas son las noticias que debe­
mos a Gilman y a otros. En Zaragoza, un verso de Horacio
y dos de Virgilio aparecen citados muy a tono en lengua ori­
ginal; las doctrinas revolucionarias del héroe de Doña Per­
fecta están tomadas por igual de Lucrecio y Heine, mientras
que el sacerdote don Inocencio, con la cita horaciana siempre
en la boca, resulta habitante perfecto de la anticuada Urbs
Augusta u Orbajosa en que las niñas de Troya sufren el ase­
dio de la miseria y la burla. Parece, incluso, que una escena
importante de La de Bringas puede haberse basado en la Asi-

— 43 —
naria plautina, pero el propio Shoemaker, que con gran agu­
deza estableció esta teoría, añade dubitativamente que aquí
tal vez haya también una mediación, que sería en este caso
de la Aquilana de Torres Naharro. Y, en fin, más importante
sería, según acaba de recordarnos en bello artículo Ortiz Ar-
mengol, que nada menos que Fortunata y Jacinta, desde el
encuentro inicial en tom o al huevo, represente en opinión del
mismo Gilman —y no se olviden las implicaciones oogénicas
en torno a Eros de Aristófanes en Las aves y El banquete—,
una mítica ascensión, en el Olimpo de la plaza Mayor y sus
aledaños, desde los más bajos y groseros instintos hasta un
mundo ideal en que Maximiliano Rubín, deslumbrados sus
ojos como los de un cautivo de la caverna, cree ver a una
inexistente Fortunata. Digna coronación de estos ecos muy
leves, con frecuencia indirectos, que revelan en Galdós, como
en tantos otros escritores del xix, más un nostálgico de las
Humanidades que un verdadero humanista.
Estoy siguiendo —probablemente lo hayan observado uste­
des— un orden cronológico de nacimientos en este pequeño
desfile que les prometí. Ello tiene el inconveniente de que nos
lleva a todos de la Ceca a la Meca, de acá para allá en la
búsqueda de rasgos clásicos muchas veces minúsculos; pero
también es probable que resulte menos monótono. Volvamos
al mundo de la cultura catalana, más frecuentado por voces
clásicas que la meseta, y saludemos de paso a un individuo
culto a su manera, pero extravagante, que reunió en su no
dilatada obra algunos aciertos con enormes dislates: Pompe-
yo Gener, autor famoso en su tiempo de La mort et le diable,
traducida luego del francés al castellano, manifiesto anticris­
tiano y racista cuya entraña nos descubre bellas raíces de es­
condido Humanismo; y, más reposadamente, a Miguel Costa
y Llobera, el canónigo de Palma, gran escritor en nuestra len­
gua y en mallorquín. Su amistad juvenil con Rubio y Lluch,
estudioso de Anacreonte y de tantas cosas, y con Menéndez

— 44 —
Pelayo eran ya garantía de sólida personalidad en el aspecto
que nos atañe. Sus Horadarles, donde se muestra seguidor de
Cabanyes, a quien dedica un poema, resultan algo más que
imitaciones perfectas; su sistema rítmico para la reproducción
de versos griegos, basado en Carducci, tiene gran belleza; su
poema, transformado luego en libreto de ópera, sobre una su­
puesta arribada de Homero a las costas de Mallorca es des­
igual, pero algunos de sus trozos resultan apasionantes. ¡Qué
lástima, qué lástima! ¿No habríamos tenido aquí, con algu­
nos mayores conocimientos iniciales, una gran figura de la
Filología? Pero quizá se nos objete: ¿era de filólogos preci­
samente de lo que la España de 1876, fecha en que Costa
cumple veintidós años, necesitaba?
El problema se plantea con más crudeza —y este es el ca­
pítulo central de mis deshilvanadas cuartillas— ante las cua­
tro grandes figuras que siguen a Costa y Llobera en mi suce­
sión cronológica: Marcelino Menéndez Pelayo, Juan Maragall,
Miguel de Unamuno y Angel Ganivet, nacidos respectivamen­
te en 1856, 1860, 1864 y 1865.
Sobre las calidades y labores humanísticas de don Marce­
lino se ha escrito bastante, especialmente por los tiempos del
centenario de su nacimiento, debidamente celebrado en 1956.
También yo contribuí a la efeméride con un artículo y ahora
me encuentro en la embarazosa pero inevitable situación de
tener que extractar algo de él. Perdóneme quien lo recuerde.
Allí presenté al alumno en Santander del excelente catedráti­
co de Latín don Francisco María Ganuza, en Barcelona de
Milá y Fontanals y Bergnes de las Casas, en M adrid de nues­
tros ya conocidos Bardón y Camús. Sobre sus elogios del se­
gundo ya he hablado: al primero le calificó de m i verdadero
maestro de griego y gran varón, gloria de nuestras aulas que
ojalá continúe ennobleciendo por muchos años con su precisa
y severa doctrina. El profesor pudo ser competente, pero sem­
braba, hay que reconocerlo, en campo bien abonado. Las anéc­

— 45 —
dotas infantiles y juveniles de Menéndez Pelayo pululan por
doquier. A los doce años es obsequiado por un ministro con
la preciosa edición en miniatura de Catulo, Tibulo y Proper-
cio que le acompañó siempre en sus viajes; a los trece dis­
cute públicamente sobre las Tusculanas de Cicerón; a los ca­
torce ha traducido ya fragmentos de Ovidio y Virgilio; su
tesis doctoral versa sobre la novela en Roma; a los diecinue­
ve años nos sorprende con un buen estilo latino en prosa y
en verso; a los veintinueve, el número de sus versiones a
partir de dicha lengua es ya muy grande, etc. Por lo que toca
al griego, sus conocimientos no estuvieron a la misma altura.
Hay que reconocer que los tiempos, como casi siempre en
España para este idioma, eran malos por entonces. En 1866,
la lengua griega desaparece de los estudios medios porque es
casi nulo el resultado de su estudio y porque, en consecuen­
cia, quienes cursan hoy tan sumariamente esta materia serán
el día de mañana pésimos profesores. Bello ejemplo de círculo
vicioso resuelto de un plumazo. El buen helenista Apraiz pro­
testa airado: ¿Y el estudio privado? ¿Y la oposición? ¿Y los
nueve años que llevaban de enseñanza? ¿Y los jóvenes licen­
ciados que estaban a la expectativa a la sazón, aprobados en
cuatro cursos de griego? Con semejante lógica podría justifi­
carse la supresión de todos los estudios y poner en vigor el
célebre Decreto de 1830 sobre tauromaquia; pero aún habría
que cambiar esta palabra griega por otra del caló.
Bueno, después de todo, la insigne barbaridad fue cometi­
da por los desacreditados conservadores de los últimos tiem­
pos de Isabel II. Pero viene el 68 y, llegado al poder el Go­
bierno provisional, Ruiz Zorrilla da la puntilla al griego —siga
valiendo el símil taurino— con la reducción a clase alterna
de la diaria que se cursaba en dos años de la carrera de Filo­
sofía y Letras. Tal o peor aún es el estado en que desde hace
más de un siglo anda la lengua helénica por las aulas univer­
sitarias. Pero no sin la famosa catilinaria de Menéndez Pelayo

— 46 —
en 1887, cuando pone prólogo a la traducción de la Gramá­
tica griega de Curtius traducida por Soms y Castelín: En per­
seguir el griego, todos han sido unos. Un ministro moderado
le desterró de los Institutos; otro ministro republicano le re­
dujo a un curso en la Facultad de Letras... ¿Qué Filología ha
de prosperar en esta nación, etc.?
Y así, Menéndez Pelayo, siete años más joven que Wila-
mowitz, cuatro más que Leo, uno más que Beloch, coetáneo
de Eduardo Meyer, se habría convertido, si Santander fuera
Meguncia o Dresde, en una más de la incontable serie de
lumbreras de la “Altertumswissenschaft” y probablemente no
habría muerto como murió, consumido por la ibérica fiebre
del trabajo anárquico. Pero no juguemos con la historia. El
caso es que, aparte de realizar una serie de traducciones muy
estimables del griego, entre ellas las de Esquilo que mencioné,
aparte de dejar ese verdadero monumento doble en catorce
tomos que es la Bibliografía hispanolatina clásica con la Bi­
blioteca de traductores españoles, Menéndez Pelayo pasó al
más fértil campo de la Literatura hispánica, legó a ella su
portentosa obra, sirvió de maestro o de estímulo a varias ge­
neraciones y todavía puede apuntarse en su haber la gloria
de que uno de sus discípulos, don Ramón Menéndez Pidal,
fue quien promovió, en los años de la segunda República, los
inicios de la resurrección clásica, pasajera o no, en que aún
estamos hoy. Y además, don Marcelino trata con amor y com­
prensión infinita a Platón en la Historia de las ideas estéti­
cas; interpreta certeramente el ethos trágico de Edipo; de­
fiende a Cicerón contra los ataques atrabiliarios de Momm-
sen y escribe, ante una tosca y maltratada edición pueblerina
de Horacio, aquellos versos sublimes:

Yo guardo con amor un libro viejo


de mal papel y tipos revesados,
vestido de rugoso pergamino...

— 47 —
Horacio, el símbolo de los alegres pueblos meridionales,
de la
vida de luz, de amor y de esperanza

contra la cual

en vano el Septentrión hordas salvajes


de nuevo lanzará

y en que se desea que el viejo y buen poeta

vierta añejo vino en odres nuevos


y esa forma purísima pagana
labre con mano y corazón cristianos.

Si un Menéndez Pelayo filólogo fue en algún momento po­


sible, el caso de un Maragall filólogo jamás pudo plantearse.
El futuro gran poeta, según nos mostró hace años el llorado
Eduardo Valentí, fue, como tantos otros de su época, un auto­
didacto que a los cincuenta años escribe en carta íntima:
¡Dios mío, si hubiera aprendido el griego de joven! ¡Que fuen­
te perdida para la buena sed! Viose, pues, reducido a vislum­
bres indirectas de lo helénico: a través de Goethe, que le
da la idea de su Nausícaa y el empujón inicial para su adap­
tación de los hexámetros antiguos que servirá luego de mo­
delo a Riba; a través de sus amigos helenistas, como Segalá,
el competente traductor de Homero al castellano, y el muy
joven a la sazón y luego gran historiador Pedro Bosch Gim-
pera, muerto hace poco sin volver a pisar, como era su deseo,
el suelo de España. Segalá pide a Maragall que traduzca in­
directamente a Píndaro en versos catalanes, y el poeta lo hace,
y muy bien por cierto; le ruega luego el grupo de helenistas
de Barcelona que vierta, también al catalán, los himnos homé­
ricos, y Maragall se pone a la obra, estimulado por las reci­

— 48 —
taciones en griego de Bosch, que le daban, si no el entendi­
miento certero del original, sí el misterioso ritmo de la len­
gua amada, y su traducción resulta, aun en esas condiciones,
excelente. Pero ¿cómo podía ser de otro modo en persona de
tal sensibilidad estética y afectiva, a quien bien podemos ca­
lificar de humanista de veras, aun con poco latín y ningún
griego, frente a tanto sabio ensoberbecido y deshumanizado?
En Maragall, como en muchos otros españoles de este siglo
que voy recorriendo a trancas y barrancas, el amor suplió a
la ciencia. Un hombre capaz de llorar ante una traducción de
Los persas de Esquilo cuando nuestros almirantes volvían,
humillados como Jerjes, del 98; un hombre capaz de reaccio­
nar, frente a las tristezas de la Semana Trágica, con el

Si el món es tan formós, Senyor

del Cant espiritual, no necesita que tribunales ni pequeños


conclaves filológicos proclamen su Humanismo.
Pero en España normalmente hay que pasar por la consa­
bida oposición. Asomémonos a un episodio de esta clase que
se desarrolla en mayo de 1891 y que pudo haber sido —esta
es expresión que vengo utilizando incesantemente, y con bue­
nas razones, a lo largo de mi charla— definitivo para el re­
nacimiento de un Humanismo de verdad en nuestro país. Se
celebran a la vez dos oposiciones, una para la cátedra de Len­
gua Griega de Salamanca y otra para la de Granada. El Tri­
bunal lo conocemos ya casi todo: Menéndez Pelayo como pre­
sidente, y con él nuestro don Lázaro, el sanscritista Gelabert
—González Garbín no ha podido actuar por enfermedad—,
Soms y Castelín, don Juan Valera, don Julián Apraiz y don
Antonio Rubió y Lluch. Por falta de jueces, como se ve, no
va a quedar.
La cátedra de Salamanca parece estar ya en principio re­
servada, pues no hay por lo visto candidatos mejores, a un

— 49 —
joven vasco, Miguel de Unamuno, que, después de algunos
fracasos en oposiciones a Instituto y Universidad, aspira a ser
el helenista titular de aquella ciudad. A la de Granada acude,
entre varios, un granadino de edad parecida, Angel Ganivet.
Los dos opositores, que no concurrían en realidad el uno con­
tra el otro, se hacen muy amigos. En una horchatería adonde
suelen ir con gentes de su edad, Unamuno explica a Ganivet
que proyecta traducir la Batracomiomaquia y acompañar al
texto unas ilustraciones de propia cosecha, para lo cual está
estudiando con interés la anatomía de las ranas y ratones.
Años después, su compañero todavía recuerda una rana que,
con consumada maestría, pintó don Miguel en la mesa de
mármol del café. A ún la veo que me mira fijamente como si
quisiera comerme con sus ojos saltones.
Ganivet lleva consigo una preparación nada más que me­
diana. Fue alumno en Granada del catedrático de latín de
Instituto don Mariano Gurria y del de Universidad don Anto­
nio González Garbín, antes dos veces citado, que, como pre­
cedentemente González Andrés, terminó también por venir
trasladado a Madrid en sus últimos años. Unamuno nos ofre­
ce, con curioso paralelismo respecto a sus alabanzas de Bar-
dón, una breve semblanza de González Garbín inspirada
por lo que a su vez Ganivet le había contado de él. En el
catedrático de Madrid cree hallar la especie de influencia mag­
nética que dicen que emanaba de W alt W hitman y que hace
de él no un profesor de lengua griega, sino un Hombre en
cuya boca las cosas más vulgares se revestían de singular no­
bleza; de González Garbín ensalza la habilidad para formar
caracteres y algo superior a todos los manuales y a la eru­
dición que probablemente faltaba al viejo maestro, y es la
huella indeleble que sus enseñanzas dejaron en Ganivet. Don
Miguel prefiere el ejemplar humano al espécimen filológico, y
ello se aviene bien con lo que pronto le oiremos decir.
Volvamos, sin embargo, al mozo de Granada. Sus conoci­

— 50 —
mientos universitarios de griego los debía a un tal don M a­
nuel Garrido, discípulo de Bardón, cuya especialidad, según
contó en unas impresiones redactadas en época muy senil don
Manuel Gómez Moreno, condiscípulo de Angel, eran los acen­
tos. Por lo demás, la enseñanza era muy elemental y se veía
facilitada por el hecho de que Garrido, en connivencia tácita
con sus escolares, siempre preguntaba por el mismo orden, de
modo que los tres únicos alumnos podían preparar colectiva­
mente las respuestas, a beneficio del indefectiblemente inte­
rrogado, en el bucólico escenario del molino del padre de
Ganivet, entre el ruido del agua en las muelas y el graznar
de los patos. Esta sería una de las causas de que el granadino
llegara a la oposición con una preparación nada excepcional,
según inferimos de ciertas manifestaciones posteriores sobre
sus conocimientos de griego; pero lo que nadie esperaba era
la aparición de un hombre venido de Barcelona, humildísimo
en cuanto a familia, pero infatigable trabajador, que llevaba
dedicando a la faena del griego, según lamenta a posteriori
el algo indolente Ganivet, ocho o diez años de jornada de
más de ocho horas y sin descanso dominical. Esto prejuzgó
el resultado. Algunos de los jueces, por otra parte, no esta­
rían muy atentos al desarrollo de los ejercicios. Valera, pon­
gamos por caso, tenía ya sesenta y siete años, se estaba que­
dando ciego y contemplaba ya muy de lejos sus devaneos he­
lénicos con la de Bedmar; Bardón, a los setenta y cuatro y
un poco chocho, acudía muy sofocado del otro Tribunal, don­
de le habían oído llamar cursi entre dientes a Unamuno, de­
dicado pedantescamente a citar algo tan exótico y novedoso
como el recién traducido Curtius.
Ganivet reaccionó mal ante su fracaso, con amargas alu­
siones a la tontería que representa ser catedrático, y encima
de griego, lengua que bastaría en rigor con que la supieran
seis o siete personas en cada país; pero no puede borrar de
su genial personalidad la impronta de una formación clásica

— 51 —
más o menos intuitiva. Nunca le abandonan, en efecto, su
entusiasmo y admiración hacia Séneca, a través del cual ve
el carácter español como compuesto y guiado a través de la
historia por directrices estoicas. El senequismo de Ganivet se
ha convertido en algo tópico; y, sin embargo, los estudios
realizados en torno a él con ocasión del centenario de su na­
cimiento más bien apuntan hacia otra ruta. Miguel Olmedo
no descubre en el pensador granadino un verdadero estoicis­
mo: faltan en él la gozosa aceptación de los decretos divi­
nos, la piedad, el equilibrio interior del fabuloso sabio del
pórtico. Mientras que, en cambio, sí se advierten en el ldea-
rium español y en otras obras suyas ciertos rasgos cínicos:
el desprecio de la ciencia pura y aplicada; la exaltación de lo
natural, el elogio de la pobreza; la preocupación pedagógica;
el desdén por lo oficial, convencional o legal; el escepticismo
ante la democracia. El héroe de Ganivet, a quien divierten
mucho las chifladuras hermosísimas de Diógenes, es en cierto
modo el sufrido campesino andaluz que no pide al Estado
sino paz y un poco de sol.
Y así Ganivet marcha, como antes Larra, el otro sublime
suicida, hacia las heladas aguas del Dvina y hacia una muer­
te coherente con la actitud que describió escalofriantemente
Nietzsche: El nihilismo se produce cuando se comprende que
con el devenir nada se consigue ni se conseguirá... Diógenes
se hace anarquista y franciscano y cátaro y quietista y termi­
na en el Abismaos en la nada de Miguel de Molinos.
Otro humanista perdido. Pero aún nos queda su amigo
Unamuno. También éste se hallaba capacitado para realizar
grandes cosas en el campo de las Humanidades. Tampoco él
las realizó. Se convirtió, sí, y ello no es poco, en una gran
figura de nuestra Literatura y de nuestro pensamiento filosó­
fico: su vida y su muerte corrieron paradigmáticamente pa­
ralelas al difícil vivir de la España del primer tercio del siglo
y el tremendo trance casi mortal de 1936. Es natural que, sa­

— 52 —
biendo que fue catedrático de griego, yo mismo iniciara hace
años una investigación como resultado de la cual creo poseer
suficientes datos.
Lo primero que se plantea es el griego que sabía Unamuno
cuando accedió a la cátedra. No mucho, ciertamente. Sus re­
cuerdos de los profesores de Humanidades en el Instituto de
Bilbao no resultan muy evocadores; sus buenas notas en grie­
go con Longué y en latín con Camús pueden no significar
gran cosa por aquello del tuerto en tierra de ciegos; hemos
hablado antes de sus previos tumbos en materia opositoria;
no parece que la prueba en sí resultara tan competida; y
cuentan que Valera reconoció en el Ateneo, respecto a la opo­
sición de Salamanca, que ninguno sabe griego, pero hemos
dado la cátedra al único que podrá saberlo.
Verdadera o espuria esta frase, nos abre paso a un segun­
do problema, el de si, como ocurre con frecuencia, el oposi­
tor, una vez posesionado de su sillón y siendo, como era,
hombre escrupuloso y serio, no procuraría en su actuación
futura compensar los defectos iniciales con nuevos estudios
que no le pusieran en trance de posible ridículo. Y esto sí
que estamos seguros de que lo hizo. Los datos son abundan­
tes, tanto más cuanto que también en este caso, con ocasión
del centenario, fueron muchos los artículos que comentaron
estos y otros extremos de la vida y actuación del gran espa­
ñol. Así pudieron saber quienes lo ignoraban que don Miguel
se fija muchas veces en episodios homéricos tan importantes
simbólicamente como el de las sirenas; saca del contexto
pindárico la fábula de Tántalo para convertirla, en modo no
muy diferente al posterior de Camús respecto a Sísifo, en in­
mortal mito humano comparable con el de don Quijote; al­
quitara de la sabiduría de Píndaro la más difícil de sus sen­
tencias para predicarse a sí mismo poco antes de su muerte

— 53 —
(hazte el que eres, para ser
hacedor de tu querer,
que es el supremo negocio);

traduce y comenta en clase a Aristófanes, se chapuza en Pla­


tón, se aburren él y los alumnos con aquel abejorro, que no
abeja ática, de Jenofonte; piensa en modernizar el mito de
Prometeo, y esto no cuaja al fin, pero sí acierta a trasponer
la figura de Fedra del Hipólito de Eurípides al mundo del
siglo xx con gran belleza y profundidad; comenta pormeno­
res críticos nada banales del texto del Nuevo Testamento.
Todo esto significa trabajo diario, mucha lectura, gallarda
y ambiciosa insatisfacción de sí mismo. Pero Unamuno no se
contenta con la Grecia clásica: se interesa por los autores
modernos, lee a la hora del desayuno periódicos de la actual
Hélade, dedica a la Grecia de Gómez Carrillo un artículo que
es verdadero himno a lo que aquella bendita tierra ha signi­
ficado y significa en la Historia y en la cultura. Ni le basta
lo estrictamente grecolatino. Leopardi, Carducci, Shakespeare,
W ordsworth o Browning, las literaturas escandinavas, por­
tuguesa, catalana, sudamericana no eran para él pasto mos­
trenco de segunda mano ni ocasión de lucimiento esporádi­
co, sino verdaderas tram a y urdimbre de un Humanismo
auténtico y enfocado más allá de los siglos y los lugares.
No es raro que todo este caudal, demasiado amplio para
ser encauzado en las miserables tres horas de clase semana­
les a que la legislación reducía al griego, desbordara con mu­
cho el nivel de las aulas y diera lugar a infinitos comentarios
sobre si Unamuno enseñaba o no. Yo tengo en mi poder toda
una antología de opiniones positivas (Cossío, M artín Alonso,
Camón, Moralejo) y negativas (Ochaíta, Saldaña, Sorel, Ote­
ro) sobre sus cualidades didácticas. Evidentemente, saldría de
la clase decepcionado quien aspirara a convertirse en consu­
mado clasicista; pero entusiasmado el que recibiera de Una-

— 54 —
muño el supremo espaldarazo en el arte de pensar. El propio
catedrático, por su parte, no quiere engañamos al respecto:
la minuciosa explicación de sus planes y métodos que ofreció
a Julio Nombela no resulta ni genial ni pedestre. Don Miguel
ve en el griego su oficio oficial y, aun defendiéndose con dolor
de quienes creen que en su clase solamente se aprenden des­
orientación e indisciplina, ni se tiene por un gran helenista
ni cree ser capaz de transmitir más que la semilla de una
futura vocación ni, frente a discípulos luego sobresalientes en
otras disciplinas, como el histólogo Nicolás de Achúcarro, pre­
sume sino de una sola cosa minúscula, el no haberles hecho
aborrecible su cátedra. Él no se pavonea como otros helenis­
tas de ocasión, él no vocea el helenismo ni sostiene, como el
pedante Maeztu, que el griego deba ser enseñado en los ins­
titutos, pero tiene a gala, eso sí, el poner en disposición para
valerse por sí mismos a quienes quieran seguir haciendo pro­
gresos. Y, en definitiva, sufre también, aunque rara vez lo
confiese, de una angustiosa esquizofrenia espiritual que le pone
constantemente en el dilema de atender a su cátedra titular
o a lo que en realidad le gustó siempre más, la enseñanza de
la Historia de la Lengua Española. Durante muchos años tuvo
acumulada esta disciplina y en la explicación de ella debió
de dar rienda suelta a su espíritu lingüístico en las felices eti­
mologías y el raro instinto para la palabra recta en el lugar
adecuado y la erudición puesta al día y mal sofocada por su
manía de ocultar como un pecado sus fuentes científicas. Y
el destino le ayudó en esto, porque, al regresar del destierro
y encontrar su cátedra ocupada por don Leopoldo de Juan,
don Miguel, con rasgo no enteramente generoso, renunció por
fin a enseñar el griego por no causar daño al catedrático re­
cién entrado y se quedó solamente con su antigua acumulada,
que en el fondo prefería.
Lo cual en parte aliviaba sus remordimientos, pues Una-
muno debió de tem er siempre el reproche de no haber publi­

— 55 —
cado, entre tantos y tan buenos libros, apenas nada de su
materia. Ni siquiera traducciones, como otros de los huma­
nistas a que antes me refería: en el campo del latín, don
Miguel cosechó un señalado triunfo con el famoso estreno en
el teatro romano de Mérida, en junio de 1933, de la Medea
de Séneca vertida en prosa de paladino romance castellano,
según el traductor; pero, por lo que toca al griego, a fuerza
de espigar apenas he podido hallar más que unas frases de
Sófocles no muy bien vertidas —e incluidas, por cierto, en
el prólogo de La tía Tula, una más de entre las muchas obras
de la Literatura universal que se han inspirado en la Antí-
gona— y un trocito de Las Fenicias de Eurípides que se en­
cuentra en una carta a Pérez de Ayala. Parvo bagaje, cierta­
m ente: lo cual debió de hacer más hiriente el artículo en que
el inteligente y mordaz Gómez Carrillo, desde París y que­
jándose de que en la España de sus días el helenismo prácti­
camente no existe, imita las palabras de la bella veneciana a
Rousseau y susurra al oído de Unamuno, preocupadísimo ante
los avatares agónicos del liberalismo en 1922: Lascia la polí­
tica. ..
Cosa que a Unamuno le era difícil hacer por dos razones.
En primer lugar, por su pesimismo respecto a una verdadera
educación científica en España, lo que le hizo también indi­
ferente en cuanto a la posibilidad de una escuela y un here­
dero en su cátedra. Hay una historia curiosa que debería ha­
cernos pensar. En 1933, nada menos que Nikos Kazantzakis,
el gran maestro de la Literatura helénica moderna, está dis­
puesto a venir a España para enseñar griego antiguo. Juan
Ramón le había animado a ello; quizás Unamuno también.
Pero aquello no prosperó, entre otras cosas porque don Mi­
guel, cuando dos años después llegó Kazantzakis a España,
estaba ya demasiado preocupado con la inminencia de la gue­
rra civil para abrigar grandes proyectos, pero también por­
que, si no nos equivocamos, al helenista de Salamanca no le

— 56 —
inquietaba nada la queja del propio Nikos sobre el hecho de
que por entonces la enseñanza del griego en Madrid estuvie­
ra poco menos que en manos de un benemérito francés de
segunda categoría.
Triste historia en que tal vez algún día quepa ahondar
más. Y que se completa con la bien conocida anécdota, cien
veces relatada, en que Unamuno se indigna con quien le pro­
pone investigar los manuscritos griegos de El Escorial por­
que, en vísperas de un 1898 que aparece inexorable en el hori­
zonte, tal pérdida de tiempo es antipatriótica. Cuando arde
la casa es una tontería ponerse a estudiar sistemas de extin­
ción de incendios: lo que hay que hacer entonces es arrimar
el hombro y no sumirse, por ejemplo, en el erudito casuismo
de los masoretas cervantistas ni imitar a Antolín S. Papa-
rrigópulos, el de su nivola Niebla, perteneciente a la abnegada
legión de los pincharranas, cazavocablos, barruntafechas y
cuentagotas de toda laya y a la clase de esos comentadores
de Homero que si Homero mismo redivivo entrase en su ofi­
cina cantando lo echarían a empellones porque les estorbaba
el trabajar sobre los textos muertos de sus obras.
Se perdió, en fin, la gran ocasión para el helenismo es­
pañol, aunque nuestra Literatura y nuestra crítica hayan ga­
nado mucho con ello; y, a lo largo de lo que va transcurrido
del siglo xx, ya no ha existido posibilidad alguna de dedica­
ción a las Humanidades de ninguna gran figura de las Letras,
aunque apenas haya algún gran escritor en quien no asome
de forma más o menos oscura la veta clásica. Una conferen­
cia sola para ellos merecerían, por ejemplo, los literatos sud­
americanos, grandes lectores de los griegos y latinos, aunque
la mayor parte de las veces en traducción. Con, a su cabeza,
Rubén Darío, que recoge en fuentes de segunda o tercera
mano sus mitos, pero sabe insertarlos maravillosamente en su
mundo poético. Algunos de sus versos despiden una fragancia
helénica tan intensa, tan aparentemente auténtica, que el lec­

— 57 —
tor desprevenido se asombra. ¿Dónde respiró el gran poeta
estos aires griegos? ¿En los círculos literarios de aquella Gre­
cia de la Francia que él decía preferir a la antigua? En todo
caso, símbolos como el de Psique, según ha visto bien Rull,
están admirablemente aprovechados, lo cual no quiere decir
que no puedan rastrearse bien las fuentes: el tema proviene
por una parte, como vimos, de Valera, pero también, y en
mayor escala, de Poe,

aquel celeste Edgardo,


que entró en el paraíso entre un son de campanas
y un perfume de nardo.

Pero luego, en Gabriel Miró, uno de mis autores preferidos,


a cuyo tímido pero bien patente mundo clásico dediqué hace
años un trabajo, la influencia de Rubén en este punto conflu­
ye con una cita de Píndaro que a su vez sirve de lema para
Le cimitiére marin de Valéry y que se erige en motto vital
de don Magín, personaje de Nuestro Padre San Daniel en que
vio certeramente Meregalli la contrafigura del propio Miró,
aquel a quien contempló Unamuno encarado interrogatoria­
mente con la lechuza helénica. Así son de intrincados los ca­
minos de esta bella ciencia que es la Literatura comparada;
y que nos llevarían a una inextricable selva, con abuso por
parte de quien les habla, si pasáramos a hablar ahora del
fuerte elemento clásico que ofrecen, por tierras de América,
Herrera y Reissig, Restrepo, Alfonso Reyes, Gabriela Mistral,
Espinosa Pólit, Carpentier, Leopoldo Marechal y, sí, Gabriel
García Márquez, uno más y de los mejores escritores que,
en su caso con La hojarasca, han rendido culto al genio del
Sófocles autor de la Antígona.
Mis palabras tendrán forzosamente que terminar, por tor­
peza del conferenciante, en rauda cascada de nombres y te­
mas: lo contrario sería prolongarme hasta extremos intolera­

— 58 —
bles. Ya antes ahondamos un poco en el Pérez Galdós “clá­
sico” ; el hecho de que un finísimo especialista como Andrés
Amorós vaya a tratar del gran humanista que también fue
Pérez de Ayala me tranquiliza y reduce a marginal alusión
al hecho de que tanto él como Miró fueron alumnos de los
jesuítas, donde la enseñanza de las lenguas clásicas conservó
alguna mayor tradición y estima; el hermosísimo final de
Divinas palabras, con el milagro del latín, o el intento de re­
generación que pudiéramos llamar sáfico de Max Estrella en
Luces de bohemia nos hacen añorar lo mucho que, con mejor
formación por su parte, habrían dado los antiguos a la simbo-
logía de Valle-Inclán; un antiguo alumno de Bardón y luego
buen novelista, Armando Palacio Valdés, hizo honor a sus
lejanos estudios intercalando una escena homérica en el mun­
do idílico de La aldea perdida; todo el azaroso entramado
del Zalacaín el aventurero de Baroja resulta lograda trasla­
ción a la guerra carlista del mito del troyano Héctor; Pedrito
de Andía, el héroe adolescente de Sánchez Mazas, estudia
también él en los jesuítas y llora con la Ilíada y se emociona
con Dafnis y Cloe o Píramo y Tisbe: y así podríamos con­
tinuar en entretenido paseo por los amplios campos de la no­
vela española moderna.
Porque, naturalmente, tiene menos interés, aunque no me­
nos mérito, el evidente sedimento grecolatino que lecturas y
estudios han dejado en Eugenio d’Ors, Ortega y Gasset, Javier
Zubiri. Era de esparar. Mientras que, en cambio, sólo de una
manera paulatina se ha ido abriendo a críticos y profanos
el sellado mundo clásico, no extenso pero sí intenso, de An­
tonio Machado. Aunque expresiones suyas como las de una
carta a Ortega recientemente publicada, en que establece un
apasionado parangón entre Baroja, aristócrata en mangas de
camisa, y Valera, espíritu en el fondo sensual y grosero vestido
de frac, pseudoclásico francés que presume de castizo, capaz
de narrar un cuento verde con el mayor aticismo o de envol­

— 59 —
ver una vulgaridad o una porquería en toda suerte de huma­
nidades o poner a contribución la Grecia con Platón y Aris­
tóteles y Aspasia y Pericles... para decimos cosas dignas de
un mayoral de diligencia, nos muestren en el joven Machado
una faceta poco respetuosa hacia lo clásico, el influjo de los
antiguos es mayor en su obra de lo que podría pensarse. Y
no me refiero sólo a alusiones bien conocidas y en parte ba-
ladíes, no hablo únicamente de los centauros o la barca de
Caronte o los guerreros iliádicos con quienes soñó de niño
o la flauta de Pan. Mucho más importante es el impacto de
lo griego en su muy personal mundo filosófico. Dámaso Alon­
so acaba de mostrarnos innegables influjos de Epicuro y Sé­
neca en su famoso, si breve, poema Daba el reloj las doce;
y también pone de relieve al respecto la evolución experimen­
tada por el poeta desde esos ecos juveniles de lo estoico a
su enjuiciamiento peyorativo, en la madurez, de Séneca, me­
diano moralista y trágico de segunda mano ante cuya resig­
nada filosofía de la muerte representan un frente de rebeldía
existencial y angustiado, del tipo de Kierkegaard y Heidegger,
otros pensadores a su entender mejor encauzados, como Una­
muno, a quien califica el propio Machado de antisenequista,
y él mismo. Efectivamente, sus lecturas fueron introducién­
dole en el mundo, más “moderno” si así cabe llamarlo, del
presocratismo. El tratamiento que da a la segunda aporía de
Zenón de Elea, o su aguda observación del círculo vicioso
en que cae Demócrito al afirmar como verdad que nada es
verdad, dan y han dado que pensar; y, en cuanto al fuego
cuyas cenizas ciegan los ojos del poeta

— ¡No mires! ¡Todo pasa! ¡Olvida! ¡Nada vuelve!


Y el corazón del hombre se angustia. ¡Nada queda!—,

Lorna Cióse nos va a decir pronto cosas muy interesantes en


su próximo Machado y Heráclito.

— 60 —
Con esto habríamos de entrar en el inacabable mundo de
la poesía y deberíamos deslindar, ya desde Espronceda, lo
trivial, como en los ejemplos que antes cité de Bécquer y la
Avellaneda, de lo sentido de verdad, como en Cabanyes y
Costa y Llobera. Con la posibilidad de casos mixtos. Sé que
hoy es “tabú” citar a Gabriel y Galán, y, sin embargo, voy
a hacerlo. Su bien conocida Castellana, que todos oímos re­
citar de niños a alguna señorita en tal o cual visita de cum­
plido, nos proporciona una sorpresa, según ha visto Virgilio
Bejarano, al revelarse como una imitación muy ceñida del
canto a Galatea de Polifemo en Ovidio; pero en seguida ve­
mos también que probablemente sirvió como mediador Cris­
tóbal de Castillejo. Con unas cosas y con otras, la investiga­
ción se hace aquí ardua y difícil. Ante un poeta felizmente
vivo como Jorge Guillén, las fuentes clásicas de su extensa
obra, y en modo más concreto de su reciente Homenaje, cabe
preguntárselas al propio autor, y él contestará si quiere. Tam­
bién vive hoy por fortuna José María Pemán, y éste nunca
ha pretendido ocultar los andamios intermedios, por ejemplo,
de sus construcciones dramáticas: en el complejo mundo so-
focleo, su mentor y amigo fue el nunca suficientemente llo­
rado P. Errandonea, que evitó errores y aminoró anacronis­
mos. En otros casos la búsqueda puede terminar pronto,
cuando un poeta ha sabido mostrarse generosamente sincero
en cuanto a fuentes. A Luis Cemuda, pongamos por caso, le
habría gustado saber mucho griego y latín: Heráclito y Em-
pédocles le parecen autores fundamentales; la Antología Pa­
latina, leída en traducción, es estímulo admirable. ¡Qué pena,
termina el escritor, que Grecia nunca haya tocado al corazón
ni a la mente española!
Pero Cernuda fue siempre pesimista. A veces Grecia y
Roma, como en una magia sublime, han llegado a lo más
íntimo de las almas, y precisamente de las menos directamen­
te formadas en griego y en latín. Fijémonos, por ejemplo, en

_ 61 —
Federico García Lorca. Son ya varios los libros —Alvarez de
M iranda el inolvidable, y Correa, y Feal Deibe— e infinitos
los artículos —uno de ellos lo escribí yo mismo— sobre su
entrañable, complicado mundo mítico. Por allí se pasean Pan,
los faunos y sátiros; Dafne, Filomena y Narciso; Pegaso,
llevando amansado a la mujer misteriosa que recoge los cla­
veles y las rosas de mayo; la cigarra borracha de luz; y un
hermoso anciano, otra vez Walt Whitman,

un Apolo de hueso borra el cauce inhumano


donde mi sangre teje juncos de primavera...

Y también Europa y su raptor totémico. Su amigo Rafael la


vio llegar a las claras playas de Huelva:

¡]ee, compañero, jee, jee!


¡Un toro azul por el agua!

Todo esto tiene que tener explicación. Y la tiene. Un día


de 1906, el nuevo arado, cuyas evoluciones siguen con curio­
sidad los niños, tropieza en los restos de un mosaico romano.
Y así mis primeras emociones están ligadas a la tierra y a los
trabajos del campo. Por eso hay en mi vida un complejo agra­
rio, que llamarían los psicoanalistas. Sin este amor a la tierra
no hubiera podido escribir “Bodas de sangre”. Y no hubiera
tampoco empezado mi obra próxima, “Yerma”. Es un trozo
de las declaraciones que hizo Federico en 1934 y de las que
he dicho que podrían ser anotadas como un poema de Hora­
cio o un capítulo de Varrón. Bodas de sangre, compuestas,
al decir de Halliburton, como un trasunto moderno de la
ideal tragedia regulada por Aristóteles. Y Dafnis y Cloe, que
acuden a la mente del joven poeta de la mano de su viejo
paisano don Juan. Y el gigantón del aire persiguiendo a Pre­
ciosa como Bóreas a Oritía en el libro VI de Las metamor­
fosis de Ovidio. Y una Andalucía romana en que los guardias

— 62 —
civiles son veteranos centuriones e Ignacio Sánchez Mejías,
muerto como un gladiador a las cinco de la tarde, deja, en
su dorado medallón patricio, que le oreen las brisas de Tar-
teso.
Existe, sí, existe un intuitivo sentido del mito anclado en
la entraña del hombre. ¿Cómo explicamos, si no, los fabulo­
sos aciertos del iletrado Picasso? ¿Su escalofriante Minotauro
ciego, pecador e inocente como Edipo? ¿Guernica planteado
a modo de escena trágica, con la mujer de la lámpara que se
horroriza y se interroga como un mudo coro, y el caballo su­
fridor y la Némesis encarnada en el indiferente hombre-toro
de la izquierda? Ni. volvamos finalmente a la Literatura, po­
dríamos interpretar de otro modo el hecho de que, como uno
de los últimos eslabones de la áurea cadena del mito de Uli-
ses —en que, junto a Tennyson y Pascoli y Joyce y Pound
y Kazantzakis y Hauptmann y Giono, las Letras hispánicas
no desmerecen ciertamente con Calderón, Pérez de Ayala,
Reyes, Cunqueiro, Torrente Ballester, el Antonio Gala de hoy
mismo—, Buero Vallejo nos dé en La tejedora de sueños,
según nos ha hecho ver magistralmente Manuel Alvar, no
una recreación más de la antigua historia, sino un engarce,
en la figura original de Anfino, con la hispánica filosofía de
Unamuno en que la criatura, omnipotentemente condenada a
muerte por su creador, se revuelve luciferianamente contra él
y le declara a su vez cadáver por ser hombre, puro sueño y
sombra sin consistencia.
Mas, no nos engañemos, estos titánicos, amorosos esfuer­
zos por llegar al hondón de lo griego y latino serán cada vez
más erráticos y menos eficaces si, disuelta la levadura de nues­
tros estudios clásicos, España, en esto como en otras cosas,
se va del brazo de un mundo materialista y frívolo que rehúye
el esfuerzo y persigue los dioses falsos de la pseudocultura.
Porque, aun con toda mi admiración hacia nuestros esforza­
dos novelistas, poetas y dramaturgos, no puedo menos de ter­

— 63 —
minar poniendo ante ellos los magníficos resultados que pue­
de conseguir, como ha ocurrido tantas veces en otros países, un
verdadero humanista puesto a realizar trabajo creativo. Aquí
he de volver por última vez a Cataluña, ejemplar en este sen­
tido como dije al principio; y, en la necesidad de elegir una
sola gran figura humanística, me veo obligado a dejar a un
lado personalidades muy interesantes, como la de Salvador
Espriu, del que creo recordar que estudiaba en Barcelona por
los años de mi estancia en aquella Universidad, para fijarme
en un helenista de verdad que por entonces estaba contratado
como tal por la primera y genuina Autónoma.
En seguida se verá que pienso en Caries Riba. Y no es
este el momento de poner de relieve sus conocimientos pro­
fundos del griego, ni su exquisita maestría como traductor
de Homero y los trágicos, ni su denodada labor de publica­
ción completa en edición bilingüe de las Vidas paralelas de
Plutarco. Aquí me interesa más bien el perfecto ejemplar hu­
mano que fue Riba: capaz de apreciar en Sófocles, más allá
del tremendo enigma de Edipo, al piadoso y alegre cantor de
la felicidad del hombre; optimista como Sócrates y como Je­
sús, mensajero de un mundo de esperanza en que sabremos
al fin que no se nos creó para un destino bestial. Riba cono­
ció, como tantos de su generación, el dolor del destierro, pero
tuvo la suerte de poder plasmarlo en espléndidos versos. Las
Elegies de Bierville, escritas en 1939, son el impresionante
breviario de un alma nostálgica de sus paraísos perdidos, el
de la Grecia de sus viajes y sus libros y el de la Barcelona
de sus mejores días. Riba se acoraza, como los buenos hom­
bres de Europa, en los eternos griegos: Orfeo, que regresó
sin la mitad de su alma, y Ulises, que se dejó en el viaje la
juventud y los recuerdos de una deliciosa travesía. Y ello le
ayuda a retom ar a él también y, cuando llega a la conclusión
de que su exilio no es ya más que empecinamiento estéril,
vuelve a Barcelona para que en su tumba del cementerio de
Sarriá pueda leerse, en griego desde luego, la frase paulina:
El amor nunca cae.
A la muerte del gran maestro, todos sentimos que algo
moría también en nosotros. Tal vez no hayamos sido del
todo fieles a su memoria: en todo caso, el relevo está ya a
la puerta. Que, como escribí hace muchos años, cuando tenía
su edad, puedan los jóvenes que me escuchan repetir con ra­
zón el eco de lo que en la llíada oímos decir al héroe Está­
ñelo: Nosotros nos jactamos de ser mucho mejores que nues­
tros padres...

— 65
PRESENTACION A ANDRES AMOROS

P o r P e d r o S á in z R o d r íg u e z

Señoras y señores:
Voy a decir unas palabras para saludar en nombre de la
Fundación Universitaria al señor Amorós, que por vez pri­
mera viene a ocupar esta cátedra.
El señor Amorós es doctor en Filología Románica, fue
catedrático de Instituto, hoy en estado de excedencia, y es
profesor de Literatura Española de los siglos x v i ii al xx en
la Universidad Complutense. Es un gran crítico literario en
un gran número de revistas y crítico teatral en el perió­
dico Ya.
Hace muchos años que yo, que entre los trabajos que
traigo entre manos uno de ellos es una historia de la crítica
literaria en España, encontré en los trabajos del señor Amo­
rós verdaderos capítulos de historia de la crítica en todo lo
referente a la novela, y además un libro especial dedicado a
Eugenio d’Ors como crítico literario.
Amorós ha hecho, como digo, verdaderas investigaciones
y obras de síntesis en todo lo referente a la novela moderna
española e hispanoamericana. En estos trabajos, desde el pri­
mero suyo grande, Introducción a la novela contemporánea,
se tropezó con la gran figura de Pérez de Ayala, que ha sido

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una de sus predilectas. De los libros de Amorós, dos están
dedicados a Ayala, y de la serie de ediciones y de prólogos
que ha dedicado, cinco son ediciones y estudios de Pérez de
Ayala.
Esto de hacer una edición de un autor para mucha gente
no tiene importancia, pero para los que somos del oficio sa­
bemos que una edición de un autor bien hecha es la revela­
ción de la cultura de un crítico y una de las tareas más di­
fíciles que se pueden emprender. Algunas de ellas, de algu­
nos autores ya clásicos, medievales o del Siglo de Oro, son
tan difíciles que años y años viene trabajando la crítica en
preparar una edición definitiva. Las ediciones de Amorós son
perfectas, por la crítica, por el prólogo, por la manera de estar
concebidas. Eso es un título suficiente para ver la calidad del
crítico, que publica luego monografías especiales sobre cada
autor.
Ayala, del que va hoy a hablar Amorós, especialmente en
su aspecto de cultura clásica, o la cultura clásica en Ayala,
es sin duda el autor moderno español que tenía más cultura
clásica. Yo le traté personalmente; fue un gran amigo mío
y sé que muy pocos autores, no ya literatos, sino profesio­
nales en latín, leían con la facilidad con que él leía. Él se
había educado en los jesuítas, y creo que esta formación clá­
sica de Ayala es uno de los grandes servicios que la Compa­
ñía de Jesús ha prestado a la cultura nuestra, cumpliendo su
función de emplear su método docente en servicio de las
Elumanidades.
Quisiera contarles a ustedes una anécdota muy curiosa so­
bre esto de la cultura clásica en la educación jesuítica. To­
dos ustedes saben que Pérez de Ayala escribió un libro,
A. M. D. G., que ha dado origen a muchísimas polémicas, y
que en la época de la República no fueron sólo polémicas,
sino verdaderos encuentros personales. Yo recuerdo el estre­
no de El divino impaciente, de Pemán, que era una réplica

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a A . M. D. G., y yo recuerdo que no sólo hubo allí discusio­
nes, silbidos, pateos y aplausos, sino que hubo varios heridos
y contusos, porque se arrancaron las patas de las butacas para
hacer algo muy diferente que literatura.
Pues bien, el autor de A . M. D. G., una sátira inteligente
contra los jesuítas, había sido educado por ellos. Y había un
jesuíta que por las noches venía a la cama de Pérez de Aya-
la y le arropaba, y además le dejaba en la mesilla de noche
unos caramelos. Ese jesuíta fue el padre Cejador, don Julio
Cejador, que luego fue catedrático de latín en la Universidad
de Madrid y profesor mío.
Cuando murió Cejador dejó unas memorias que su fami­
lia publicó postumas. Y entonces el prologuista de esas me­
morias fue Pérez de Ayala. Le escribió un prólogo lleno de
ternura, recordando aquellas afectuosidades del padre Ceja­
dor, y se dio la paradoja de que el satírico de A . M. D. G.
ha escrito una de las páginas más emotivas sobre la educa­
ción jesuítica.
Tengo la certeza, y no quiero interrumpir más el trabajo
del señor Amorós, que él nos ha de decir cosas muy intere­
santes sobre Pérez de Ayala, porque sin disputa él es hoy el
mejor conocedor de su obra y uno de los más profundos co­
nocedores de la evolución de nuestra novela contemporánea.
PEREZ DE AYALA, HUMANISMO Y NOVELA

Por A n d rés A m orós

A Carmen y Peque.
En recuerdo de Mabel.

Pienso que hablar de Pérez de Ayala dentro de un con­


junto de conferencias que se ocupen del humanismo español
contemporáneo sí tiene un sentido muy claro. A lo largo de
esta conferencia irán saliendo una serie de temas, de apun­
tes —ya esbozados, magistralmente, claro, por don Pedro
Sáinz— ; pero no cabe duda de que, dentro de la línea de la
novela española contemporánea, quizá Pérez de Ayala es uno
de los novelistas verdaderamente humanistas, que posee una
inspiración clásica, que conoce de primera mano la antigüe­
dad grecolatina, y que toda esta erudición, todo este conoci­
miento, toda esta cultura no le sirve de freno a la hora de
la labor creativa, sino, en una metáfora que él empleaba, de
acicate, de espuela.
Hay un momento, a mi modo de ver, muy bonito en su
novela Troteras y danzaderas cuando discuten dos escritores
sobre si la cultura sirve o no para escribir obras de creación,
si haber leído mucho es bueno o es malo para componer no­
velas, poesías u obras de teatro. Entonces, el que es, en rea­
lidad, el portavoz de Pérez de Ayala dice algo así como que

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la cultura es la espuela, el acicate. Por supuesto, viene a de­
cir, no basta para tener talento creador, pero, sin esa cultura,
el caballo de la imaginación se convierte en un rocín, en un
asno. Es decir, que la cultura, sabiamente entendida, la cul­
tura humanística, clásica, sirve para potenciar, para multipli­
car la capacidad creativa de un autor. Y pienso yo que eso es
lo que sucedió con Ramón Pérez de Ayala.
Pérez de Ayala no sólo es un novelista de primera cate­
goría, sino que es una figura intelectual, una de las figuras
más importantes del renacimiento intelectual y literario que
se produce en España en el primer tercio del siglo xx. Inclu­
so diría yo que no sólo su obra, sino hasta cierto punto su
vida, con los momentos felices y los momentos desgraciados,
con las opciones culturales y políticas que tiene que tomar,
refleja muchos de los problemas profundos con los que se
ha tenido que enfrentar el intelectual español de nuestro siglo.
Quisiera señalar, para comenzar, alguno de los aspectos
biográficos de Pérez de Ayala. Pero en realidad no se trata
de una biografía seguida, como ustedes verán, que no es ese
mi objetivo ahora, sino, más bien, fijarme en aspectos suel­
tos que, creo, son especialmente significativos para compren­
der su obra.
Es curioso —y los profesores de literatura lo saben bien—
que el conocer la biografía de un escritor reciente es mucho
más difícil de lo que se puede imaginar. Podemos pensar que
vivió hace unos pocos años, que hay todavía muchas perso­
nas que lo conocieron, que fueron sus amigos, y, sin embar­
go, carecemos de una verdadera biografía completa de Ramón
Pérez de Ayala. No la escribió en su momento un escritor
que hizo el panegírico de Pérez de Ayala: Francisco Agustín
no atendía a estos datos eruditos concretos. No la hizo tam ­
poco un gran erudito al que recordamos con afecto, muerto
hace poco: don José García Mercadal, que ha editado las
obras completas de Pérez de Ayala, en curso de publicación.

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Quizá lo más completo que existe por el momento es la obra
de Miguel Pérez Ferrero, que ha publicado solamente un
tomo; se basa especialmente en conversaciones, en charlas
con Pérez de Ayala, y, desde el punto de vista anecdótico y
concreto, no tiene rival.
Sin embargo, hay muchísimas lagunas en nuestro conoci­
miento de la vida de Pérez de Ayala. Sabemos muy poco de
sus comienzos literarios; sabemos demasiado poco de su ac­
tuación como embajador de España en Londres durante la
República; bastante poco también de su vida de exiliado, etc.
Así pues, no les voy a cansar a ustedes con pormenores eru­
ditos, con detalles innecesarios, sino, simplemente, a señalar
algunos aspectos básicos de la personalidad y la obra de Ayala
que están íntimamente unidos.
Pérez de Ayala nace en Oviedo en 1880. Sus primeras
obras se publican, si no recuerdo mal, en 1905 un libro de
poemas, una novela en 1907 y, por fin, la consagración en
1910. Por estas fechas parece que queda claro que es un poco
posterior a la Generación del 98. Ustedes recuerdan que la
Generación del 98 se da a conocer con una serie de obras,
verdaderamente importantes, a partir del año simbólico de
1902, el año de la Sonata de otoño. Pérez de Ayala llega un
poco después. Como ustedes saben, el tema de las genera­
ciones literarias se presta a muchísimas polémicas. Quizá no
sea una generación, quizá sea una promoción algo posterior.
Lo que no cabe duda es de que Pérez de Ayala hereda una
serie de preocupaciones que son típicas del noventa y ocho;
fundamentalmente, la preocupación por España —desde un
punto de vista crítico, regeneracionista, como se decía enton­
ces—, preocupación característica del 98 y que ha hecho que
gran parte de la crítica le adscriba a esa generación como
una especie de hijo un poco posterior.
Además de eso, Pérez de Ayala fue amigo, compañero de
una serie de escritores del 98 ó modernistas. Grandes ami­

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gos suyos son, por ejemplo, Valle-Inclán, Azorín, retratados
de manera muy aguda, también con gran afecto, en Troteras
y (lanzaderas.
Alguna vez le preguntaron a Pérez de Ayala si él se con­
sideraba incluido dentro de la Generación del 98. Y en una
entrevista periodística de los últimos años, de 1962, dijo: “Yo
no formé parte de ella, aunque los traté a todos, especial­
mente a Unamuno, Valle-Inclán y Azorín. Mi opinión es que
la Generación del 98 dio grandes hombres”. Y en otra entre­
vista comenta que él, en realidad, no forma parte de la Ge­
neración del 98, pero sí de una línea crítica que arranca de
más atrás, “que arranca —dice él— de Ganivet, de Valera,
de Cadalso, de Quevedo”.
No cabe duda de que hay fragmentos en la obra de Pérez
de Ayala que se emparentan mucho con el espíritu del 98.
Toda la crítica ha señalado, en la primera etapa narrativa,
sobre todo, estos fragmentos. Recordemos por ejemplo el
final, muy llamativo, muy chocante de Troteras y danzaderas,
porque a Pérez de Ayala joven le gustaba chocar un poco,
epatar a la gente —“épater le bourgeois” era una expresión
frecuente entonces en los medios modernistas—. AI final de
esta novela, donde hay una serie de escritores, artistas, có­
micos, bailarinas, etc., se vuelve a plantear una viejísima pre­
gunta que don Pedro Sáinz conoce muy bien, la famosa pre­
gunta del abate Masson, en el siglo x v i i i : “ ¿Es que se ha
debido algo a la civilización, a la cultura española, ha produ­
cido algo verdaderamente positivo, al margen de los triunfos
militares o conquistadores?” Y entonces, al final de la no­
vela, el final aparentemente cínico, es éste: “Sí, desde luego,
España ha producido Troteras y danzaderas”. Lo cual viene
muy bien para cerrar la novela y parece algo verdaderamen­
te desvergonzado, un final cínico. Yo creo que tampoco es
del todo cierta esta interpretación. En primer lugar, esto co­
rresponde a un momento de esnobismo juvenil, de escritores

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a los que les gusta, como les decía antes, epatar al burgués,
hacer algo llamativo, chocante. Pero, además, incluso las tro­
teras y las danzaderas que aparecen en esta novela quizá son
más vitales, más auténticas que gran parte de los políticos
y de los escritores que aparecen en el libro. Es decir, que
quizá esto no tiene un sentido tan negativo.
En todo caso, yo diría que Pérez de Ayala hereda preocu­
paciones típicas del 98, pero que, en realidad, forma parte
más bien del grupo inmediatamente posterior, que se suele
conocer con el nombre de “Grupo novecentista” ; concreta­
mente, Ortega y Gasset y el doctor Marañón fueron grandes
amigos suyos, compañeros intelectuales y también de actua­
ción política.
De este grupo novecentista, ¿cuáles son sus característi­
cas fundamentales, que habría que aplicar a Pérez de Ayala?
Por supuesto, la preocupación por España, pero desde un pun­
to de vista un poco diferente a la anterior. La Generación
del 98 se plantea a España de una manera muy visceral, muy
sentimental, muy apasionada: el problema de si nos gusta
España o no nos gusta España; si hay que africanizar a Es­
paña, o hay que europeizar a España, o españolizar a Europa,
con una serie de exabruptos ■ —esto hay que reconocerlo—
que, en cambio, no se dan en estos hombres, ni en Ortega,
ni en Marañón, ni en Pérez de Ayala.
En esta nueva promoción se da un estudio más sereno de
los problemas, más intelectual, más filosófico, más científico,
según los casos. Además, se da una actitud absolutamente
decidida, voluntaria, consciente de apertura a Europa. Pien­
sen ustedes lo que representa, por ejemplo, para Ortega la
ida a Alemania, pues algo semejante, para Pérez de Ayala,
la estancia en Inglaterra. Hay también una voluntad muy
grande de reformar la sensibilidad española. Esto es más im­
portante de lo que parece en la obra de Pérez de Ayala.
Hay otro momento en Troteras y danzaderas en que se

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evoca una famosa conferencia en el Ateneo de Madrid. Es
una conferencia de Maeztu —Rainiero Mazorral, con nombre
verdaderamente malévolo en la novela—, donde Maeztu, me
parece que es en el año 10, habla de España, del problema
de España..., las cosas de siempre, y los jóvenes se entusias­
man. Entonces, un personaje, que representa un poco a Pérez
de Ayala, se pregunta: “Si esto lo hemos oído muchas ve­
ces, ¿por qué impresiona tanto a los jóvenes?” La respuesta
es: “Son palabras de siempre, pero dichas con una nueva sen­
sibilidad”. No se trata de decir cosas nuevas, sino de cómo
se dicen. Y vuelve a preguntar: “Y entonces esa sensibilidad,
¿de dónde viene?” Porque a Maeztu lo presenta Pérez de
Ayala como un orador tosco, un poco elemental; dice que
era como un muñeco, que saltaba de repente, que impresio­
naba mucho al auditorio, muy teatral. Nueva respuesta: “De
Ortega”. Ortega es el que ha educado a los españoles en una
nueva manera de comprender, de explicar, de entender los
problemas de España.
Como les decía, este grupo novecentista representa una
nueva sensibilidad, apertura a Europa, y también otra cosa
que me parece que no se ha estudiado suficientemente toda­
vía y que es un tema verdaderamente apasionante para la
historia contemporánea española: la influencia que ejerce la
primera guerra mundial sobre los intelectuales españoles. Hay
algunos trabajos de José Carlos Mainer, pero no se ha estu­
diado suficientemente lo que supuso la guerra mundial de
ruptura del país, del país intelectual, en los aliadófilos y los
germanófilos. Pues bien, Pérez de Ayala, como centro de este
grupo, como la mayoría de ellos, es absolutamente aliadófilo.
Además, la primera guerra mundial les hace tomar conciencia
de una serie de problemas sociales y políticos. Todo esto
desembocará, a la larga, unos años después, en la actuación
pública a favor de la II República española.
Como proponen algunos críticos, por ejemplo Juan Mari-

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chal o Gonzalo Sobejano, habría que hablar no de una gene­
ración novecentista, sino de una promoción de 1914.
Pérez de Ayala es hijo de un comerciante castellano es­
tablecido en Asturias. Pertenece, como muchos intelectuales
de su grupo, a la clase media relativamente acomodada. Esto
lo ha explicado mi compañero José Carlos Mainer hablando
de la crisis de conciencia burguesa de unos escritores que
provienen de la burguesía, indudablemente, pero que aspiran
a incorporarse al pueblo en sus deseos políticos, cosa verda­
deramente difícil de lograr.
Es fundamental en él —como ha aludido don Pedro Sáinz—
el episodio con los jesuítas. A los ocho años sus padres le
envían al colegio de jesuítas de San Zoilo, en Carrión de los
Condes, en la provincia de Palencia. Después continuará el
bachillerato en el colegio de la Inmaculada de Gijón, y allí
tiene como profesor al bondadoso y muy apasionado don Ju­
lio Cejador, antes de que abandonara la Compañía.
En realidad, el niño Pérez de Ayala lo pasó muy mal con
los jesuítas. Años después escribirá esta novela autobiográ­
fica, A .M .D . G., relatando sus experiencias. Les recuerdo
sólo unas frases de un artículo:

“El desfallecimiento más angustioso me acometía cuan­


do, concluida la jomada, siempre uniforme, como de
etapas a través de un páramo, nos recluían a cada cual
en nuestra camarilla, pequeño sepulcro, todo blanco de
cal y lino. Era el instante del vacío de la noche, y la
noche era el vacío del mundo.”

No hace falta ser muy psicólogo para comprender la hue­


lla que estos sufrimientos infantiles dejarán en el alma del
joven escritor. En efecto, la educación jesuítica marca para
siempre su espíritu, para lo bueno y para lo malo. Por una
parte, los jesuitas le proporcionan una muy sólida base hu­

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manística, con lo cual se singulariza con respecto a lo que
es habitual en el novelista español de todas las épocas. Ha­
bría que referirse aquí —lo haré varias veces— a Valera y a
Unamuno como ejemplos relativamente cercanos.
Pérez de Ayala poseía una formación clásica muy seria;
leía los clásicos griegos y latinos en su lengua original, y ade­
más esto no era para él ninguna obligación culta, sino que
era un verdadero placer. Hasta el final de sus días ■ —esto se
puede ver en sus libretas, en sus cuadernos, que he podido
manejar—, se divierte en las épocas de pesimismo creciente,
de cierto agotamiento literario, perfeccionando su griego y su
latín. Es conmovedor ver a un escritor que ha sido propuesto
para el Premio Nobel, a un escritor ya mayor, con dificulta­
des económicas, con una serie de problemas de todo tipo, que
se consuela apuntando en su libreta palabras griegas y latinas,
ampliando su vocabulario.
Cuando, muchas veces, la crítica se pregunta cuál era la
verdadera vocación de Pérez de Ayala, se podría contestar
de muchas maneras. Su vocación era tener amigos, vivir bien
en todos los sentidos de la palabra, de una manera inteligen­
te, refinada, civilizada; pero, también, las humanidades clá­
sicas. Yo pienso que si él hubiera podido y si hubiera cono­
cido la floración de estos estudios clásicos, griegos y latinos
en la España actual, probablemente le hubiera gustado mucho
estudiar la Licenciatura en lenguas clásicas. Esta es una de
sus vocaciones más permanentes.
Ahora bien, esta formación clásica no es un adorno, sino
que repercute de modo muy claro en sus ensayos y en sus
novelas. Las novelas de Pérez de Ayala no son importantes
por la trama, por el argumento, sino que, muchas veces, de­
trás de esto hay un tema o un problema de raíz clásica, que
es lo que a él más le preocupa.
A la vez —hay que decir todas las cosas— la educación
jesuítica le produce una seriá crisis religiosa. Cuando un pe-

— 78 —
riodista le pregunta, siendo joven, si tiene fe religiosa, le
contesta de contesta de una forma implacable, lacónica: “No,
he estudiado con los jesuitas”.
Esto también habría que precisarlo un poco, al margen de
los escándalos, de las polémicas, pues son cuestiones de la
historia de España contemporánea. En realidad, me parece
que Pérez de Ayala, como otros muchos españoles contem­
poráneos, como Galdós, como Clarín, como Ortega, no es an­
tirreligioso, pero sí es anticlerical. La diferencia es bastante
clara y hay que dejarla bien sentada. Me parece que el anti­
clericalismo de Pérez de Ayala y de otros escritores no es
más que la respuesta a lo que ellos ven como excesiva in­
fluencia del clero en la vida social española, al excesivo tra­
dicionalismo, que ellos atribuyen en gran parte al clero espa­
ñol, y a la falta de cultura que observan en muchos de ellos.
En su juventud, Pérez de Ayala adoptó posturas muy po­
lémicas, muy chocantes, y esto, indudablemente, favoreció de
alguna manera su fama popular —piensen ustedes que las
famas literarias casi nunca responden sólo a méritos litera­
rios estrictos, sino a elementos que poco tienen que ver con
la literatura, al escándalo, a la circunstancia—. Pero, en rea­
lidad, su actitud frente a la religión católica es distinta; me
parece que es una actitud seriamente crítica. Y yo pienso
—salvando las distancias lógicas, históricas— que podría em-
parentarse de alguna manera con la actitud del movimiento
erasmista en el siglo xvi. Ustedes recuerdan esa magnífica
frase de Juan de Valdés cuando dice: “Todo el negocio cris­
tiano se reduce a confiar, creer y amar a Dios”. Eso lo podría
firmar absolutamente Pérez de Ayala. Es decir, fe, esperanza
y caridad, las virtudes esenciales; pero, en cambio, crítica de
las ceremonias externas, que le parecen en gran medida irre­
levantes, y defensa de un cristianismo interior. Es curioso que
el gran estudioso del erasmismo español, Marcel Bataillou,
de joven fue un gran entusiasta de Pérez de Ayala, y poMfadti j

— 79 —
cosa que él no solía hacer, sobre literatura contemporánea,
una reseña entusiasta de Belarmino y Apolonio en el Bulle-
tin Hispanique en los años veinte.
Con el tiempo, la actitud de Pérez de Ayala ante la reli­
gión se fue dulcificando mucho y está atestiguado por com­
pleto que su actitud final es muy positiva con relación a la
religión católica. No me refiero sólo a una conversón de úl­
timo momento, que se podría interpretar de muchas formas,
sino a algo que, a mi modo de ver, es muy importante desde
el punto de vista intelectual. Creo que puedo atestiguar que
una de sus lecturas favoritas a lo largo de toda su vida, pero
sobre todo al final, es la Biblia. La Biblia y comentarios bí­
blicos, en la biblioteca de su casa se pueden ver muchísimos,
en varios idiomas, y San Pablo, tema que evidentemente le
preocupaba mucho, le obsesionaba.
En cuanto a las anécdotas sobre A . M. D. G., yo también,
sin haberlo vivido, les puedo añadir una pequeña: cuando
se estrena la adaptación escénica de A . M. D. G. en el Madrid
de la República, asiste a una de las representaciones el go­
bierno con su presidente, que es Manuel Azaña. Entonces hay
una serie de escándalos, golpes y detenidos. Leyendo en los
periódicos de la época me he encontrado que entre los dete­
nidos por oponerse ruidosamente a la obra están, además de
algunos sacerdotes, un tal José Antonio Primo de Rivera. En­
tonces se publica en Inglaterra, en el periódico Catholic Herald
—si no recuerdo mal—, siendo Pérez de Ayala embajador en
Londres, que hay un “spanish marxist embassador”. Por su­
puesto que Pérez de Ayala no era marxista en absoluto, sino
otra cosa bastante diferente. En fin, vuelvo a retomar el hilo
de la biografía.
Pérez de Ayala estudió en Oviedo, y esto es importante
también porque la Universidad de Oviedo en aquellos mo­
mentos juega un papel verdaderamente destacado dentro de
la vida intelectual española —se habla de “la Atenas de Es­

— 80 —
paña” y cosas así—. Lo importante es que coinciden en Ovie­
do una serie de profesores de talante intelectual liberal, muy
influidos por la corriente krausista, que marca tan decisiva­
mente la vida cultural española desde la segunda mitad del
xix. Allí son maestros en ese momento Altamira, Alvarez
Buylla, Sela, Aramburu, Adolfo Posada y, sobre todo, Leo­
poldo Alas “Clarín”.
Pérez de Ayala, en uno de sus artículos juveniles, dice
que siente “adoración” por “Clarín”. “Clarín” va a ser su ver­
dadero maestro espiritual. Por supuesto, Pérez de Ayala ado­
ra también a Galdós —tuvo una amplísima relación, que se
puede ver en las cartas a Galdós, publicadas por Soledad Or­
tega; en el prólogo que puso Pérez Galdós a Tinieblas en
las cumbres; se pueden ver los elogios que hizo Pérez de
Ayala del teatro de Galdós en Las máscaras—. Pero, a pesar
de eso, la línea literaria de Pérez de Ayala es otra; no es la
de Galdós, la del realismo, sino que es la línea de “Clarín” :
novela intelectual, novela rica en ideas, pero novela, sobre
todo, centrada en la visión irónica, amarga, de una capital de
provincia española. A Oviedo la retratan implacablemente tan­
to “Clarín” —con el nombre de Vetusta— como Pérez de
Ayala, con el nombre de Pilares.
“Clarín” y Pérez de Ayala son, por supuesto, grandes no­
velistas, pero, además, otras cosas, o antes, o después, como
ustedes quieran. Son pensadores, espíritus críticos y de una
gran inteligencia, y también —pienso yo— grandes pesimistas.
Ahora bien, el pesimismo se suaviza por la presencia de un
elemento asturiano, se suele decir, aunque son tan relativas
estas caracterizaciones, pero parece que sí. Parece que del
espíritu asturiano —él mismo lo dice— toma Pérez de Ayala
dos características fundamentales. Por una parte, el lirismo
frente a la naturaleza, que viene a contrapesar la ironía amar­
ga del intelectual. Por otro lado, un sentido del humor muy
suave que “está alejado —dice él— de lo que es habitual en

— 81 —
Castilla” ; por ejemplo, no es el humorismo de un Quevedo,
aunque sean los dos de una enorme categoría.
El joven Pérez de Ayala marchó a Inglaterra, y me inte­
resa subrayar esto. Sabemos muy poco de su estancia pri­
mera y de la que luego tuvo como embajador. Sabemos que
se trataba, en principio, de un viaje formativo, en un sentido
amplio, para estudiar literatura, arte, algo así. Lo importante
es que Pérez de Ayala fue un gran enamorado de Inglaterra,
y esto también es singular dentro de la cultura contemporá­
nea española. Lo normal en esta época, me parece, es recibir
la vida intelectual a través de Francia, o, en todo caso, a
partir de Ortega, cada vez más, recibirla a través de la filo­
sofía alemana. En cambio, Pérez de Ayala subraya muchísi­
mo el espíritu inglés. ¿Con qué aspectos del espíritu inglés
comulga más claramente? Por una parte, con el sentido del
humor, que ya les he mencionado; por otra, con el profundo
liberalismo —y esta es otra palabra que nos haría paramos
muchísimo si tuviéramos tiempo, que habría que subrayar
muchísimo.
Para Pérez de Ayala, como para Marañón —en esto eran
muy amigos y pienso que comulgaban totalmente—, el libera­
lismo no se trata de una opción política concreta en un mo­
mento determinado, sino de una actitud general ante la vida,
casi de una religión, que posee raíces muy hondas y que se
manifiesta en todos los sectores de la vida del espíritu. Con­
cretamente para Pérez de Ayala esto tiene unas consecuencias
muy definidas en el terreno narrativo. Hoy gran parte de la
crítica contemporánea —por ejemplo, Mariano Baquero Go-
yanes, Weber— subrayan como esencial en Pérez de Ayala
lo que se llama perspectivismo, noción orteguiana, absoluta­
mente. Es decir, que la realidad no existe totalmente ante
nosotros como un bloque, sino que tenemos una perspectiva
ante la realidad.
Pues bien, Pérez de Ayala lo explica muy claramente en

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Belarmino y Apolonio; lo que quiere es darnos la realidad
vista desde una suma de perspectivas. Hay un capítulo en
Belarmino y Apolonio que se llama “La Rúa Ruera vista desde
dos lados”, una calle ovetense vista desde un aspecto y desde
el otro, y así se conseguirá lo que el novelista llamará, un
poco pedantemente, con ironía pedante, la “visión diafenome-
nal”. Es decir, no ver con un solo ojo, sino ver desde puntos
de vista distintos, lo cual producirá un relieve especial a lo
que veamos.
Ahora bien, esto del perspectivismo —insisto en ello— es
una técnica narrativa concreta; pero, en el fondo, hay una
concepción filosófica, la concepción, en gran medida, de Or­
tega. Pero también hay una visión general de la vida. Para
Pérez de Ayala, lo característico del novelista es hacerse car­
go de muchos dramas individuales, tener una gran amplitud
de espíritu, comprender las distintas posibilidades vitales de
cada personaje, no condenar, sino justificar. Es decir, una es­
pecie de religión del liberalismo.
En la biografía de Pérez de Ayala hay una quiebra trá­
gica cuando una tragedia familiar le obliga a volver de Ingla­
terra y a cambiar su carrera de escritor. No sólo es una tra­
gedia familiar, sino que también es una tragedia económica.
Pérez de Ayala, a partir de ahora, tendrá que trabajar. Se ha
discutido mucho —antes lo comentábamos— si Pérez de Aya-
la hubiera sido escritor en todo caso. Bueno, esto son los fu-
turibles del pasado; qué hubiera sido en otras circunstancias
no se puede saber. Muchos amigos de Pérez de Ayala dicen
que no; era muy perezoso, en el mejor sentido de la pala­
bra, en el sentido de amante del ocio; no le hubiera gustado
llevar una vida profesional de escritor. Yo pienso que, en
todo caso, sí hubiera sido poeta, desde luego —hasta el final
de su vida lo fue— ; sí hubiera sido lector de los clásicos,
sí hubiera escrito de vez en cuando; pero quizá esta tragedia
familiar y económica le impulsa por el camino profesional de

— 83 —
las letras, le obliga a escribir con frecuencia. Entonces apare­
ce en la vida cultural madrileña con una actitud aristocrática,
un poco desdeñosa y bastante esnob. Es el momento en que
Antonio Machado lo retrata en un hermoso poema:

Resoluto el ademán y el gesto petulante,


un sí es, no es de mayorazgo en Corte,
de “bachelor” en Oxford o estudiante
en Salamanca, señoril el porte.

Frente a la bohemia, digamos, desarrapada, madrileña


-—que él sabe retratar tan bien, por otra parte—, Pérez de
Ayala cultiva una actitud refinada, exquisita, bastante esnob.
Después comienza una vida literaria muy intensa. La fama
popular —como les decía antes— le viene a partir de
A. M. D. G. Se producen entonces reacciones muy a favor y
en contra. Hay una polémica en el Ateneo que da lugar a
una serie de artículos, e incluso a un libro en tom o a
A . M .D . G.; la polémica sigue por un famoso artículo de Or­
tega y Gasset —que fue también alumno de los jesuitas—
donde le reprocha no haber sido más decididamente duro en
su crítica. Esta es una novela que hoy está bastante olvidada;
no ha circulado desde la guerra civil española, y ahora pare­
ce que ha sido autorizada y voy a sacar una nueva edición
de ella.
En realidad, no es que A . M.D. G. sea la mejor novela
de Pérez de Ayala, ni muchísimo menos; lo que la gente ha
encontrado atractivo, lo que ha llamado la atención es el
tema escandaloso. Pero después esta fama, un poco acciden­
tal, se consolida en una serie de novelas importantes. Les he
hablado de la importancia de la primera guerra mundial; en­
tonces Pérez de Ayala, furibundo aliadófilo, escribe un libro,
Hermann encadenado, contra el régimen alemán, y también
he tenido la fortuna de encontrar una antología de los dis­

— 84 —
cursos del Kaiser, verdaderamente virulenta y terrible, que
publica sin firma.
A partir de aquí se produce un cierto cambio de orienta­
ción en su carrera: va dejando el estilo autobiográfico de su
primera etapa y se va dedicando cada vez más a problemas
concretos de la realidad social española, aunque luego deri­
vará hacia temas intelectuales universales. Quizá la cumbre,
desde este punto de vista, y en cierto modo de toda la obra
de Pérez de Ayala, son las que él titula Tres novelas poemá­
ticas de la vida española: Prometeo, Luz de domingo, La
caída de los limones. Ahí hay, por una parte, una recreación
de los mitos clásicos verdaderamente singular —lo ha preci­
sado, entre otros, Esperanza Rodríguez Monescillo, estudian­
do la recreación del mito de Prometeo, de Odiseus, con una
entidad intelectual muy poco frecuente en la novela española
contemporánea— ; pero a la vez hay una crítica feroz del
sistema de caciquismo, que entonces imperaba ampliamente
en muchos pueblos españoles. Recordemos que Luz de domin­
go —pienso yo que su obra maestra— está dedicada a Ara-
quistain, conocido entonces como escritor, pero también como
político izquierdista.
Del mismo modo que otros escritores, Pérez de Ayala
adopta una actitud muy decidida frente a la dictadura del
general Primo de Rivera. Entonces escribe una serie de ar­
tículos verdaderamente virulentos, recogidos en el volumen
Política y toros, del que se ha hecho recientemente una edi­
ción abreviada titulada Escritos políticos. Forma parte de una
serie de empresas políticas de signo intelectual; la más im­
portante es la “Agrupación al Servicio de la República”, que
funda junto con Ortega y Gasset y Marañón. El advenimien­
to de la República supone el triunfo de esta empresa; Pérez
de Ayala es nombrado embajador en Londres, y no sabemos
mucho de su vida allí. Sabemos, eso sí, que él estuvo a gusto
y tenía grandes amigos ingleses. Sin embargo, lo que me

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preocupa más es otra cosa: su actitud de liberal moderado,
como la de sus compañeros Ortega y Marañón, fue siendo
rebasada por los elementos más extremistas de la República
española, de modo que cesó como embajador en 1936.
Esta dedicación a la política, por otra parte, quizá no ha
sido buena para su carrera narrativa. Su última novela lleva
la fecha de 1926. Entonces, el escritor tenía cuarenta y seis
años y estaba plenamente reconocido por la crítica interna­
cional más exigente. Había ganado el Premio Nacional de
Literatura, le proponen para el Premio Nobel, lo cual da lugar
a un pequeño roce con Unamuno, que él soslaya diciendo que
se retira absolutamente ante Unamuno; “Belarmino y A po­
lonio —ha escrito Jean Cassou— es el Quijote de la era con­
tem poránea...”, es decir, una consagración absoluta y, sin em­
bargo, deja de escribir novelas. ¿Por qué? Este es el gran
enigma biográfico-literario de Pérez de Ayala.
El caso es especialmente pintoresco si recordamos que
Pérez de Ayala tenía una teoría según la cual la novela es el
género propio de la madurez, el fruto de una experiencia vital
acumulada durante años. Y, sin embargo, su propio ejemplo
desmiente esta teoría. ¿A qué se debe ese silencio narrativo,
tan difícil de explicar? ¿Es que no tenía proyectos? Tenía
muchísimos. En mi libro La novela intelectual de Ramón Pé­
rez de Ayala he copiado listas de títulos de novelitas, de
cuentos, de novelas que él pensaba escribir y sin embargo
no llegó a hacerlo. ¿Por qué? Se pueden dar muchas expli­
caciones. Les recuerdo solamente algunas: la pereza, la apa­
tía del escritor; también su vida ajetreada desde la guerra,
con la necesidad de escribir muchas colaboraciones periodís­
ticas, que quizá son funestas para una labor más reposada,
más tranquila; el agotamiento, quizá, de una cierta línea no­
velesca, y además el pesimismo creciente, aumentado por al­
guna tragedia familiar, y por la guerra civil española.

— 86 —
Hay que pensar lo que tuvo que suponer para estos inte­
lectuales, que colaboraron en la venida de la República, la
guerra civil. En el caso de Pérez de Ayala, a mí me gusta
recordar especialmente un discurso que pronunció en Lon­
dres, siendo embajador, en mayo de 1934. Conmemorando el
tercer año de la República, reúne a los españoles que están
en Londres, de distintas tendencias, no todos republicanos, y
se alegra de que esos tres años “hayan demostrado —leo tex­
tualmente— que puede haber una colectividad de españoles
perfecta, irreprochablemente unidos y concordes, cualesquiera
que puedan ser sus discrepancias, inevitables y aun convenien­
tes. Que los españoles son tan aptos para la fecunda solidari­
dad social como lo pueda ser el que más. Que no es cierto que
el español, por una serie de fatalismo temperamental, lleve
dentro de sí la tendencia inevitable a la contradicción, a la
imposición, a la indisciplina, etc. Que se vea arrastrado, a
pesar suyo, como única manifestación de su personalidad, a
adoptar posiciones extremas de guerra civil, potencial o ac­
tual, como si todos los españoles, por una especie de maldi­
ción bíblica, no pudiéramos ser sino cainitas y abelianos (re­
cuerden ustedes Abel Sánchez, de Unamuno), verdugos y
víctimas de nosotros mismos”. Y concluye triunfalmente, fíjen­
se que es trágico leído desde esta perspectiva actual:
“Aquí está la prueba contraria: la colonia española de
Londres. Por el contrario, si fracasáramos, no digo losrepu­
blicanos, sino los españoles, será menester que con laslágri­
mas de Boabdil en los ojos nos dispongamos a abandonar por
el foro el escenario del mundo, y llorar como mujeres lo que
no supimos conservar como hombres.” Y de hecho así fue.
Para un intelectual como Pérez de Ayala se quebró el
ideal de pacífica convivencia, y los españoles se vieron lanza­
dos, una vez más, a una guerra civil.
A mí me parece que en estas palabras está, en gran me­
dida, el germen y la explicación de la actitud futura del es­

— 87 —
critor, de muchos de sus pesimismos y muchos de sus escep­
ticismos. Después comienzan unos años de exilio; poco a
poco, reanuda los lazos con la patria, pasados los difíciles
años de la postguerra, vuelve a publicar en el A B C de Ma­
drid, hace un corto viaje a España en 1949, y vuelve defi­
nitivamente a su patria, junto a sus parientes y amigos, el
20 de diciembre de 1954.
Para la opinión oficial española, Pérez de Ayala era toda­
vía uno de los malvados intelectuales que contribuyeron a
traer a España la República; pero había también un deseo
muy generalizado de reincorporar a la vida española a figuras
de una categoría tan indiscutible —lo mismo ocurrirá con sus
compañeros Ortega y Marañón—. Vuelta a España que tiene
un carácter, para ser fiel a la realidad, absolutamente priva­
do, que no significa ninguna toma de posición pública ante
los problemas de su patria. Colabora regularmente en el pe­
riódico A B C con artículos que son en su mayoría refritos
de hace muchos años, o que repiten o prolongan ensayos ya
publicados; recibe el premio de la Fundación Juan March;
sale poco de casa; se limita a una vida familiar y amistosa
y muere en Madrid el 5 de agosto de 1962.
Para los jóvenes yo creo que era ya una figura de signi­
ficación desconocida. Lo que ellos —quizá hablo por mi ex­
periencia— conocían de él eran comentarios, muy académi­
cos, a temas de tan urgente actualidad como los fabulistas
o poetas líricos griegos y latinos, y no sabíamos nada de sus
polémicos artículos y novelas de hace años. Por razones de
censura, A . M . D . G. no se incluyó en la edición de sus obras
completas, y su primera novela, Tinieblas en las cumbres, de
ambiente lupanario, ha esperado también para verse reedi­
tada hasta 1971.
En el conjunto de la obra de Pérez de Ayala hay que dis­
tinguir —y voy concluyendo ya— novelas, poesía, ensayo. En
poesía no se trata de poemas sueltos, sino de una vocación
intelectual mantenida desde el comienzo de su carrera hasta
los últimos días de su vida. Una poesía centrada en la metá­
fora básica del sendero, la vida como sendero, como camino:
La paz del sendero, El sendero innumerable, El sendero an­
dante, El sendero ardiente. Una poesía profundamente inte­
lectual y hasta conceptuosa, que pienso yo que ha sido mi-
nusvalorada, quizá porque el público español de poesía, tradi­
cionalmente, ha sido más amigo de la imaginería brillante y
hasta cierto punto superficial. Ultimamente, un profesor, ca­
tedrático de la Universidad de Zaragoza, Víctor de la Con­
cha, ha emprendido una seria rehabilitación de esta poesía
profundamente intelectual, de raíces clásicas muy concretas.
La mayor parte de su producción literaria corresponde al
género ensayístico. Por gusto, por afición, por normal deri­
vación de su talento, e incluso se ha dicho que lo ensayístico
empapa toda su obra, hasta las novelas. Esto se debe a su
talante discursivo, intelectual, razonador, interesado por todo
tema cultural, y también a algo que es frecuente en los es­
critores españoles contemporáneos: a la necesidad económica,
a la necesidad de colaborar en los periódicos para obtener
unos ingresos hasta cierto punto regulares. Quizá sus libros
más importantes en este sentido son Política y toros y Las
máscaras.
Pero las novelas son, desde luego, el género en el que
Pérez de Ayala obtiene su logro artístico más completo. No­
velas con dos etapas: una primera autobiográfica, en la cual
habla de sí mismo como joven que se enfrenta con el mundo,
con las experiencias vitales y también con la España de la
época, por supuesto. El habla en el prólogo a la edición ar­
gentina de Troteras y danzaderas de que quería escribir una
serie de novelas que fueran de alguna manera como un gran
fresco sobre la España contemporánea, en sus distintos am­
bientes y sectores, lo cual nos está hablando de la heren­
cia del 98.

— 89 —
Después, la etapa de transición que les he citado antes,
con las “novelas poemáticas”, y por último, en la segunda
época, estos grandes temas que hacen a Pérez de Ayala ver­
daderamente universal, sin dejar de ser asturiano, por supues­
to, profundamente enraizado en su tierra natal, pero abierto
a temas universales. Por ejemplo, en Belarmino y Apolonio
el problema de la creación lingüística, que se ha considerado
un antecedente de experimentos muy revolucionarios, como
los de Joyce, pero también el problema de la relatividad de
las verdades humanas, del perspectivismo, de la visión desde
plurales puntos de vista.
En Las novelas de Urbano y Simona —que es el título
que he dado a la edición conjunta de Luna de miel, luna de
hiel y Los trabajos de Urbano y Simona— se trata del tema,
ciertamente universal, aunque con algunas caracterizaciones
españolas muy concretas, del amor y de la educación erótica.
Por último, en la pareja final de novelas, Tigre Juan y
El curandero de su honra, se trata de una desmitificación del
concepto clásico español del honor matrimonial, del honor
calderoniano y también de una crítica del donjuanismo, que
está prefigurada en “Clarín” y que es totalmente paralela a
la de su compañero y amigo Gregorio Marañón.
Como he apuntado antes, en definitiva, la novela de Pé­
rez de Ayala pertenece a un género que se suele considerar
como novela intelectual o novela-ensayo. Es algo semejante a
lo que han hecho en nuestro siglo el inglés Aldous Huxley,
el alemán Thomas M ann; hoy, los argentinos Ernesto Sábato
y Julio Cortázar. En España me parece que un antecedente,
lejano pero muy claro, es don Juan Valera. En la biblioteca
de Pérez de Ayala se encuentran las obras completas de Va-
lera, al que dedicó también algunos ensayos, y están minucio­
samente anotadas. Yo pienso que gran parte del intelectua-
lismo, de la ironía, del sabio escepticismo de Pérez de Ayala

— 90 —
le vienen de (o coinciden con, esto no sabría decirlo) don
Juan Valera.
Por supuesto, el maestro inmediato es “Clarín”, por astu­
riano, por intelectual, por irónico, por crítico de la vida pro­
vinciana, por el sarcasmo desgarrado, unido en muchos mo­
mentos a la ternura. Coincide en gran parte con el concepto
de “nivola” de Unamuno, con una novela intelectual, abierta,
una novela en la cual lo fundamental no es —como dice Cor­
tázar— saber qué es lo que sucederá al final, sino todo lo
que hay en medio. Coincide en gran medida con el vitalismo
de Ortega. El final de El curandero de su honra es un canto
a la vida hecho por un profundo intelectual, exactamente igual
que Ortega. Y pienso que esta línea, de alguna manera, se
podría rastrear después de la guerra en obras como las de
Francisco Ayala, Gonzalo Torrente Ballester o Luis Martín
Santos.
En sus novelas, Pérez de Ayala intercala digresiones sobre
temas muy variados, y se lo reprocharon, pero a él le diver­
tía —también le divertía esto a don Juan Valera— ; cuando
le censuran estas cosas dice que él escribe para contar lo que
le gusta. Le dicen también que escribe demasiado bien, como
a Valera le habían dicho, y éste respondió que no podía evitar
el discretear cuando se le presentaba la ocasión. Habría que
hacer aquí una cortísima parada para decirles algo sobre el
estilo de Pérez de Ayala.
El estilo de Pérez de Ayala es un estilo profundamente
clásico, de una perfección deslumbrante, pero no un lenguaje
popular. Con un contraste muy grande entre elementos toma­
dos de la realidad asturiana, concreta, incluso del bable, y
un lenguaje literario, arcaizante, que él domina a la perfec­
ción. Ahora bien, el tópico de la crítica es decir que esto le
costaba gran esfuerzo a Pérez de Ayala, que él trataba de
complicar las cosas en su manera de escribir. Creo que puedo
demostrar que no es cierto con un argumento que me parece

— 91 —
que es el único, definitivo: el estudio de los manuscritos.
Los manuscritos de Pérez de Ayala que se han conservado
demuestran que él corregía, por supuesto, pero que gran par­
te de sus párrafos más intelectuales, más digresivos, más com­
plicados, los ha escrito a vuelapluma, sin corregir absoluta­
mente nada y con una gran velocidad, incluso. ¿Por qué?
Porque estaba empapado de lecturas, porque en él la cultura
no es algo artificial, sobrepuesto, sino que es algo verdadera­
mente asimilado, con naturalidad; le salía así de una manera
fluida, natural, sencilla.
Sus personajes, además, plantean problemas permanentes
del hombre en todas las épocas y en todos los países. Pero
eso no quiere decir que desatienda el aquí y el ahora, la con­
creta realidad hispana de su tiempo, la crítica del caciquismo,
del donjuanismo, de la falta de sensibilidad en el español, de
su falta de aptitud para abrir los ojos a la realidad, para per­
catarse de las bellezas del mundo externo —cosa que a él le
parece fundamental—, de un sano sensualismo, en lo cual
coincide con Gabriel Miró.
Ahora bien, el peligro que acecha a este tipo de novela
intelectual, humanista, es, por supuesto, la frialdad, la deshu­
manización. Me parece que eso no ocurre, en general, con
las obras narrativas de Pérez de Ayala, porque contrapesa el
intelectualismo con un profundo vitalismo. Un vitalismo no
elemental y tosco, sino el vitalismo auténticamente intelec­
tual, paralelo al de Unamuno, paralelo al de Ortega. También
lo contrapesa con el sentido del humor, a veces caricatures­
co, cercano al esperpento de Valle-Inclán, y habría que estu­
diar, todavía no se ha hecho, la cercanía de las novelas poe­
máticas de Pérez de Ayala con el esperpento de Valle-Inclán
y con la tragedia grotesca de Arniches, que él estimaba mu­
chísimo por sus fuertes contrastes de crítica y de burla y
caricatura. Tampoco puede ser fría una obra que tiene este

— 92 —
apasionamiento español, esta capacidad crítica. Todo eso pien­
so que le da una gran densidad humana y vital.
Pérez de Ayala me parece un escritor profundamente sin­
gular, al margen de las modas literarias. Quizá nunca llegue
a ser un autor plenamente popular, lo cual no dice nada ni
en favor ni en contra de su categoría. Pienso que su estilo
clasicista y la complejidad intelectual, humanista, de sus na­
rraciones parecen oponerse a ello. Sin embargo, su categoría
es algo absolutamente indiscutible, y creo también que es
importante reconsiderar a Pérez de Ayala desde la posición
actual de la novela, y concretamente de la novela española.
Por supuesto que en un momento, en los años cincuenta, en
los cuales predominó por completo la línea del llamado “rea­
lismo social”, la novela de Pérez de Ayala parecía algo in­
temporal, difícil de entender por la gente más joven.
Es evidente, se podrían aducir multitud de testimonios,
que hoy, en los últimos años, la novela española, por cansan­
cio de lo social, por insuficiencia de su capacidad crítica y
también de su categoría artística, por influencia de los his­
panoamericanos, por un complejo de razones, hoy, repito, la
novela española actual ha derivado hacia formas de relato más
intelectuales, más complejas, y pienso que eso permite, y per­
mitirá de ahora en adelante, comprender y apreciar mejor a
Pérez de Ayala.
De una manera un poco llamativa les podría decir que
quizá es más fácil comprender a Pérez de Ayala desde Ra­
yuelo, de Cortázar, que desde Fortunata y Jacinta o La busca.
Lo cual no quiere decir nada en demérito de una o de otra;
simplemente, son caminos diferentes, y hoy parece que esta­
mos volviendo a ese camino, el camino que ha representado
en los últimos tiempos, de manera muy brillante, La saga-fuga
de J. B., de Torrente Ballester.

— 93 —
En definitiva, pienso que, en todo caso, siempre habrá
lectores que encuentren distracción y consuelo en su inteli­
gente pesimismo, en su ironía crítica y en su comprensión
caritativa de las debilidades humanas.

(Versión tomada en cinta magnetofónica.)


INDICE

Presentación a José A. Pérez R io ja ...................................... 3


Ranz Romanillos, traductor de Isócrates y Plutarco (1759-
1830), por José A. Pérez R io ja ...................................... 5
Humanismo y literatura en el siglo xix español, por Manuel
Fernández-Galiano ............................................................... 31
Presentación a Andrés A m o ró s............................................ 67
Pérez de Ayala, humanismo y novela, por Andrés Amorós. 71

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