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HUMANISMO ESPAÑOL
EN EL SIGLO XIX
Conferencias pronunciadas en la
FUNDACION UNIVERSITARIA ESPAÑOLA
ios días 10, 12 y 17 de mayo de 1976
Conferencias - 83
I. S .B . N. -84-7392-025-2
Depósito legal: M. 24.572-1977
P o r M a n u e l F e r n á n d e z -G a l ia n o
♦ * *
— 9 —
Podría afirmarse, por otra parte, que apenas hubo afrancesa
dos por convicción, sino por la fuerza de las circunstancias,
entre los que cabe incluir a Ranz Romanillos, el cual será
nombrado, el 25 de julio de 1808, miembro del Consejo de
Estado. Unos días más tarde, el 19 de julio, será denunciado
por “afrancesamiento” —junto a González Arnao— ante la
Academia de la Historia por el que alguien ha llamado “eru
dito, gramático, colérico y patriótico”, el antes aludido don
Antonio Capmany... La Academia, que con cautela prefiere
dilatar ese expediente de culpabilidad, encomienda a estos dos
miembros suyos que se abstengan de asistir a las sesiones.
Y, aunque Ranz no figuraba entre los académicos cuyos bie
nes se embargaron, sí le alcanzó la Orden general de embar
go —de 19 de agosto—, que afectaba a cuantos hubieran sa
lido de España para acompañar a José I o con motivo de la
retirada de las tropas francesas, orden que afectó a ciertos
prelados y arzobispos y a otras personalidades ideológicamen
te tan distintas como Alcalá Galiano y Calomarde o como
Quintana y el propio Capmany...
Esto hace pensar que Romanillos ■—al desertar ahora de
José Bonaparte— sufriera un embargo de bienes y sueldo por
el propio Gobierno del Rey Intruso, lo que nuestro helenista
da a entender en su testamento al hablar de su huida desde
Madrid a Esquivias, cuando se produjo en diciembre de 1808
la segunda ocupación francesa de la capital, aterrorizado ade
más ante las atrocidades cometidas por las tropas napoleó
nicas.
Tras de este lamentable episodio, Ranz se reincorpora a
la vida nacional, lo que, en el fondo, pretendía la Junta Su
prema Gubernativa del Reino con los tildados de colabora
cionistas, como ya había expresado en una generosa Dispo
sición de 26 de octubre de 1808. Y así, con ese propósito
conciliador, designaría a Romanillos —junto con el ex minis
tro bonapartista Cevallos— miembro de una misión diplomá
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tica en Londres, que tenía por objeto preparar las futuras
Cortes y Constitución de Cádiz.
Cumplida esa misión, y acaso siguiendo el ejemplo de otro
ilustre académico y helenista, Berguizas —traductor de Pín-
daro—, que también había escapado de M adrid para refugiar
se en Sevilla, se establecería Ranz en la ciudad del Guadal
quivir para seguir así más cerca a la Junta Central, que es
taba refugiada en Cádiz desde los angustiosos días de diciem
bre del año ocho...
Mas, al no ver fácil su rehabilitación, dirige al Deseado
un Memorial (31 de marzo de 1809) y permanece arrestado
en su nuevo domicilio hasta el 4 de mayo.
Desde ese momento, y ya en Cádiz, formará parte de una
Junta legislativa, preparatoria de la futura Constitución de
1812. Y tanto en ésta como en otras Comisiones de Arbitrios
y Hacienda y en la organización de cierta correspondencia
secreta desde la Secretaría de Estado, realizará Romanillos
una incansable actividad.
Poco después, el pueblo gaditano, con su peculiar buen
humor, hará correr estos versos satíricos:
Salió la Constitución,
Y por dicha se ha sabido:
Del otro mundo ha venido,
Remitida por Platón.
Por una equivocación
Llegó a las Cortes; y, a una,
Como un golpe de fortuna,
Las Cortes la proclamaron,
Y para España adoptaron,
Viniendo para la Luna...
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con él habían deparado las circunstancias elaborar, en tan
corto espacio de tiempo, las dos Constituciones de Bayona
y de Cádiz?
Ranz será nombrado además Ministro de Hacienda y Con
sejero de Estado —ese mismo año 12—, interviniendo tam
bién en ciertas negociaciones diplomáticas con Rusia.
Ese trabajo agotador le produjo un quebranto de salud,
por cuanto pidió su traslado a Madrid, lo que hizo a fines
del 13, reincorporándose al Consejo de Estado hasta su mis
ma supresión, decretada por Fernando VIII el 3 de junio
de 1814.
Con la llegada del Rey Deseado se tom a más difícil la
vida de Ranz Romanillos. Si ya en otro momento crítico se
había aprestado a enviarle —más bien, simbólicamente, pues
todavía era el “prisionero de Valen?ay”— un Memorial, aho
ra le cursaría otro —de singular interés autobiográfico— en
careciéndole su rehabilitación. Pero apenas le sirvió de algo.
El célebre Decreto de 4 de mayo de 1814 dio lugar a nume
rosas detenciones como las de los ex regentes Agar y Ciscar,
los ex ministros Alvarez Guerra, García Herreros, Muñoz
Torrero y Argüelles y los poetas Quintana y Gallego. En este
punto —uno de los más difíciles en la biografía de Romani
llos, porque existe una laguna de documentación en los años
15 y 16— sólo hay ciertas referencias que parecen confirmar
su reclusión o su destierro, pues en octubre del 14 se le rein
tegra al Consejo de Hacienda “con sueldo, aunque sin asis
tencia al mismo”. Es posible que permaneciera en Madrid
hasta enero de 1817, fecha en la cual sabemos que residía en
Córdoba —de cuya Academia de Ciencias, Bellas Letras y
Nobles Artes formó parte— y donde mantuvo relación con
ilustres literatos: con el poeta Manuel María de Arjona; con
el erudito Vargas Ponce, ex director de la Academia de la
Historia, y, sobre todo, con el joven Duque de Rivas —resi
dente en Sevilla—, que le pidió opinión sobre sus primeras
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obras dramáticas y al que Ranz dirigió una extensa carta de
cierto interés, porque venía a ser un esbozo de preceptiva so
bre el tema.
Los años del trienio liberal (1820-23) suponen para Roma
nillos una reincorporación pública a la vez que la continui
dad de sus tareas académicas, siendo elevado a Consiliario
de la de Bellas Artes y a Director de la de Historia. En 1821,
por otra parte, se publicaría el primero de los cinco tomos de
su versión de las Vidas paralelas.
Nuestro helenista será, ahora, trasladado a Sevilla, donde
se han establecido el Monarca y las Cortes. Pero aunque con
el hundimiento del constitucionalismo —tras la nueva inva
sión por los “Cien Mil Hijos de San Luis”— los afrancesados
corrieron mejor suerte que los liberales, Romanillos —no sólo
por atender su quebrantada salud, sino temeroso también por
su moderado liberalismo— prefirió continuar en Sevilla, don
de seguiría sus trabajos académicos, iniciando el estudio del
Fuero Real, si bien renunció a la dirección de la Academia
de la Historia.
Entre los años 28 al 29 viviría en Lebrija, llevado allí,
quizá, por ser la patria chica de su hijo político, el también
helenista don José del Castillo y Ayensa.
La Navidad del 29 debió pasarla en Jadraque y en Barco
nes para arreglar sus asuntos familiares, y desde mayo de
1830 hasta una semana antes de su muerte asistirá —con su
puntualidad característica— a las sesiones de la Academia de
la Historia.
El 30 de diciembre del año 1830 —no el 3 como se ha
escrito alguna vez—, cuando ya había salido a la luz el últi
mo de los cinco tomos de su versión de Plutarco, y como si
se quedara ya satisfecho íntimamente de haber cumplido en
este mundo la mejor y más duradera de sus obras, desde
Madrid —donde había nacido a la vida pública y literaria—
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se encamina, sereno, hacia la muerte, para descansar ya de
una existencia que —como a otros contemporáneos— le de
paró horas difíciles de vicisitudes, amarguras y desengaños...
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a su primitivo título de Libro de las Leyes y a otros aspec
tos, como el de los códices cotejados para la fijación del texto.
Otro estudio de Romanillos, inacabado y desconocido y
al que se consagró —según declaración propia— ya en los
últimos cinco o seis años de su vida, fue el del Fuero Real.
Su Oración gratulatoria con motivo de su ingreso como
correspondiente (1792) en la Real Academia de la Historia
viene a ser el esbozo de un tema que no llegó a tratar (la
Historia como fuente del Derecho Público), habiéndose per
dido, en cambio, el que Fernández Duro le atribuye como su
discurso de ingreso con el título de La constitución de los
Tribunales.
Han debido perderse, además, otros trabajos suyos, a juz
gar por estas significativas palabras del testamento de Ranz
Romanillos, otorgado en Sevilla, el año 1825: “Le dejo
—dice— a mi hija política la propiedad de las obras que he
dado a luz y que dejé en estado de publicarse, para que de
ellas saque la utilidad que yo podría sacar reimprimiéndolas,
o dándolas a la estampa” ... Ya poco antes, en el Prólogo a
su versión de las Vidas parálelas, en 1821, advertía que tenía
“trabajados” y pensaba publicar los diálogos de Platón refe
rentes a la acusación y muerte de Sócrates y la Apología y
el extracto de las Memorias de Sócrates, de Jenofonte, sin
que llegara a editar tales versiones, lamentablemente desapa
recidas.
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piritual, y movido —como indica en el prólogo— por lo que
él considera el designio de trasladar a nuestra lengua una
obra en la que sólo se emplea bien la poesía “a la gloria de
la Religión”. Antes que por la influencia de lo francés en su
época, se vio atraído por el carácter religioso de esta obra,
sin duda una de las menos acordes con el espíritu, entonces
dominante, de la Ilustración. Las palabras iniciales de su pró
logo lo expresan claramente: “Apenas leí —dice— las prime
ras líneas del Poema de la Religión del célebre Racine, quan-
do inmediatamente concebí el designio de traducirle a nues
tra lengua. La grandeza de su objeto, en el que sólo se em
plea bien la Poesía, confieso que me arrebató, y que me hizo
emprender esta obra, sin darme lugar para reflexionar sobre
su dificultad” ... Son palabras de un joven de veinticinco años,
que ha sufrido por entonces una crisis de vocación religiosa.
Pero, en estas palabras, cotejadas con otras de su testamento,
en las que hace protestas de firme y arraigada creencia cató
lica junto con otras de su prólogo a las Vidas paralelas, en
las que reafirma su vocación humanística, vemos —por enci
ma de sus avatares e incluso de sus miserias como hombre
público— que Ranz Romanillos es plenamente fiel a sí mis
mo, en dos momentos críticos de su vida: éste de su juven
tud, cuando traduce La Religión, de Louis Racine, y aquel
otro, ya desengañado de la vida, cuando vierte la obra de
Plutarco.
* * *
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Pero el traductor —señala en nuestros días el crítico ale
mán Lorenz— es un constructor de puentes hacia el mundo,
un mediador. Y un excelente traductor alemán de hoy, Curt
Meyer-Clason, rechaza el concepto traductor como designa
ción profesional, ya que, en su opinión, traducir no es una
profesión, sino una vocación.
Ranz Romanillos —lo hemos visto— ha traducido La Re
ligión, de Louis Racine, casi en un arrebato místico y como
por un designio. Y comienza su labor de helenista —al mar
gen de su propia profesionalidad jurídico-administrativa— tra
duciendo a Isócrates por pura vocación, y acaso, porque en
ese momento de cultivo de la abogacía y próxima ya su de
signación como magistrado de la Audiencia cesaraugustana,
es, de entre los clásicos griegos, el autor que más le puede
atraer y, acaso también, porque sus características estilísticas
más acusadas —carencia de profundidad y un formalismo
donde campea la elegancia ática, llena de cadenciosa armonía,
con un lenguaje pulcro y atildado, aunque falta de un sen
timiento vigoroso— eran, en suma, cualidades muy acordes
para la sensibilidad academicista de fines del xvm; es posible
que le atrajera también a Ranz —gran estudioso e incansa
ble trabajador— un autor griego no traducido al español di
recta o completamente, como luego le va a suceder con las
Vidas paralelas.
Porque, si es cierto que ya en el siglo xvi se había tra
ducido a Isócrates en España, lo había sido al latín en la
versión de Juan Luis Vives, y tanto en ésta como en las ver
siones castellanas de Diego Gracián de Alderete y de Pedro
Mexía, fragmentariamente. Ya del siglo xvm y anterior a la
de Romanillos hay otra versión española debida a don Igna
cio Luzán, pero igualmente fragmentaria. (Vives tradujo al
latín las oraciones Aeropagitica y Nicocles: esta última fue
la vertida al castellano por Gracián de Alderete; Mexía tra
dujo otro “parénesis” o discurso moral, A Demónico, que lo
— 17 —
incluyó en su Silva de varia lección, luego vertido también
por Luzán.)
Faltaba, pues, en España una versión directa y completa
de Isócrates, que tal es la de Ranz Romanillos, salida de las
prensas de la Imprenta Real, en año 1789, en tres bellos vo
lúmenes en octavo. Siguió para su versión el texto —no muy
correcto, de la edición de Ginebra, de 1613, acompañado de
la traducción latina de Jerónimo Wolfio, pero lo cotejó con
el del abate Athanase Auger —impreso en París por Didot—,
asimismo acompañado de otra versión latina.
¿Qué criterio preside ya esta primera versión griega de
Ranz Romanillos?
Como antecedente —aunque en ese caso tradujera del
francés— ya se había mostrado, tres años antes, en su ver
sión del poema de Racine, partidario de la versión literal,
ajustada al texto, pero no con exceso, ya que se sometió gus
tosamente a la dura prueba de verter ese poema en verso
castellano, sin duda para no tener tantas ataduras que le im
pidieran aproximarse al clima espiritual del autor. Es éste
—en mi opinión— un dato muy significativo.
Y así, cuando emprende ahora esta su primera versión
del griego, afirma en el Prólogo: “Es bien claro que me he
de haber propuesto traducir a Isócrates de modo que le halle
cualquiera y reconozca en mi versión y que pueda ésta servir
en alguna manera de original”. La suya es, en efecto, una
traducción muy ajustada al texto y al orden de los pensa
mientos y extensión de los períodos del original y en un cas
tellano cuidado y correcto. Mas, a pesar de ese acusado sen
tido literal, no llega siempre al extremo de reproducir los gi
ros y las palabras de la lengua griega por los de la nuestra,
sino que, comprendiendo la necesidad de recoger ese “algo”
con que el autor impregna la obra entera, nos previene en
el Prólogo que, “como estas son oraciones, no basta presen
tar y desenvolver las ideas, sino que es necesario también
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dar número y armonía a los períodos y revestir las expresio
nes de la viveza misma que se notaban en el original, para
que así sea uno mismo —dice— el efecto que puedan pro
ducir en una y otra lengua”. Y si, como luego añade, esto
puede “tanto mejor ejecutarse cuanto la lengua castellana se
parece más que ninguna otra a la griega en el orden y cons
trucción de las palabras”, parece ya intuir y respetar Ranz
Romanillos lo que Humboldt llamaría, poco después, “forma
interna” o estilo lingüístico de un idioma comparado con otro.
Como dirá en nuestros días Ortega y Gasset, “las lenguas
nos separan e incomunican, no porque sean en cuanto len
guas, distintas, sino porque proceden de cuadros mentales di
ferentes, de sistemas intelectuales dispares” ... Y, en el caso
de un autor de la antigüedad clásica —podemos añadir— por
ser aún mucho mayor la distancia temporal que de él nos
aleja.
* * *
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permitiera que por más tiempo estuviese privada la España,
con mengua, en alguna manera, de tener en su idioma una
obra que, con repetición, está traducida a casi todos los que
hablan en Europa y que es común por tanto, y anda en las
manos de todos en los demás países... En el ocio de los ne
gocios públicos en que me he hallado —subraya luego—• me
había vuelto a los estudios de las letras humanas, que siem
pre han sido el primer objeto de mi afición: encontrando en
ellas un placer nuevo y un recreo de la vida, de que no
pueden tener idea los que por su mal las desdeñan; y re
conociendo ahora prácticamente con cuánto juicio ha dicho
Cicerón que no podía haber cosa más contenta y alegre que
la vejez pertrechada con los estudios de la juventud”.
No se puede expresar con mayor sinceridad ni con más
hermosas palabras lo que le lleva a traducir las Vidas, de
Plutarco.
Si a los veinticinco años —tras una crisis espiritual— ha
bía vertido el poema de Louis Racine La Religión, y si a los
treinta se había visto atraído por los Discursos y Cartas, de
Isócrates, ahora se imponía en él una vez más su vocación
de traductor, pero enriquecida y matizada por la experiencia
de su vida misma, como buscando un refugio espiritual y un
regusto nuevo para una existencia, desengañada ya y en el
ocaso... Esas palabras de Ranz Romanillos son, quizá, las más
veraces de nuestro helenista y en las que mejor define su
profesión de fe humanística.
Para acometer la versión de la obra de Plutarco nos con
fiesa en el mismo prólogo que, concluidas y para darse a la
estampa, sus versiones sobre la acusación y muerte de Só
crates de los diálogos de Platón y de la apología y memora
bles de Jenofonte, esas voces amigas —al no estar traducidas
las vidas de Plutarco—■ le hicieron cargo de que se entretu
viesen en la versión de esas otras obras que, “aunque útiles,
no lo son nunca en el grado que ésta”. Como vemos por estas
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palabras suyas, Ranz se deja arrastrar por un imperativo éti
co: el valor aleccionador —en la estimativa de su época to
davía “modélico”, aunque ya, al decir de Ortega, sólo como
“ejemplares errores”— de los héroes clásicos descritos por
Plutarco; y, a la vez que ese imperativo “moral”, mueve tam
bién al Ranz helenista —como ya le había pasado con la obra
de Isócrates—, el que no puede ni debe dejar que pase más
tiempo sin que las Vidas parálelas tengan en castellano una
versión directa y completa, máxime cuando hacía ya casi tres
siglos -—y ese solo ejemplo pudo ser en él decisivo— era ya
clásica en Francia, e incluso en Europa entera, la versión de
las Vidas, por Amyot.
Nuestro helenismo —como tantas cosas más— llevaba un
gran retraso. Y aquí podría añadirse —aparte de las dos mo
tivaciones personales del propio traductor, que acabo de se
ñalar— otra causa “ambiental”, mucho más difusa, pero no
menos poderosa, que podríamos denominar “histórica” : Es
paña pedía ya, sin demora, esa traducción directa y comple
ta, ya que, desde los años de la Revolución francesa, ningún
autor había en Europa más popular que Plutarco, cuyos re
tratos idealizados de los grandes protagonistas de la historia
griega y romana habían exaltado el entusiasmo de los hom
bres e incluso de las mujeres de la época, como aquella ma-
dame Roland, que lloraba por “no haber nacido espartana o
romana”, o como Carlota Corday, que, la víspera de asesinar
a Marat, se pasó el día leyendo a Plutarco. Más profunda ha
bía sido la influencia del autor de Queronea sobre algunos
enciclopedistas, como Rousseau, que ya a los seis años leía
la versión de Aymot y a los ocho se la sabía de memoria,
y en fin, sobre otras figuras de la época, tan varias y distin
tas como La Harpe, Pestalozzi, Montesquieu, Federico el
Grande, Goethe, Schiller, Beethoven, Alfieri o Fóscolo, o
Emerson, ya un siglo después. Tanto, que ya en el xix se
sucederán las ediciones críticas de Plutarco, como las de Co
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ra'is (París, 1809-14), Scháfer (Leipzig, 1826-30), Sintenis (Leip
zig, 1843-46), Dóhner (París, 1846-47) y Bekker (Leipzig, 1855-
57), a la vez que algunas buenas versiones, entre ellas las
alemanas de Frohlich (Viena, 1812) y Eyth (Sttutgart, 1854-
73), las francesas de Pierron (1843) y Talbot (1865) o la ita
liana de Adriani (Florencia, 1859-65)...
Aunque fruto algo tardío o retrasado del entusiasmo plu-
tarquizante del siglo xvm, la versión de las Vidas por Ranz
Romanillos (salida de las prensas de la Imprenta Real, en
cinco volúmenes, entre 1821 a 1830) es, sin embargo, crono
lógicamente, la segunda —entre las antes citadas— que se
llevaron a cabo en Europa durante el xix.
Preguntémonos, de otra parte, qué otros traductores había
tenido antes Plutarco en España y hasta dónde había llegado
su influencia. En lo literario, no ejerció tanta influencia como
en otros países, si se exceptúa a tres grandes figuras: fray
Antonio de Guevara (sobre todo, de las Moralia, en su Marco
Aurelio y en las Epístolas familiares); Quevedo, que reprodu
jo el texto del autor griego en su famosa Vida de Marco Bruto,
aunque con un estilo cortado, más a lo Tácito o a lo Séneca;
y Gracián, en algunos aforismos del Criticón...
En cuanto a las traducciones de Plutarco en España, la
primera hay que referirla a un aragonés —político en la épo
ca de Pedro IV el Ceremonioso y personaje de gran relieve
en la Corte Pontificia de Aviñón—, Juan Fernández de Here-
dia (¿13107-96), quien mandó traducir al dialecto aragonés las
Vidas paralelas a un dominico Nicolás —obispo de la antigua
Adrianápolis—, según la versión al griego moderno de Deme
trio Talodiqui. Esta versión aragonesa, no directa, sino “pa
sada” por el griego moderno, se inició en 1384 y acaso que
dara terminada el 85 o el 89; muy literal, es ágil, y es lás
tima que, por sus propias cualidades y por su interés histó
rico, no haya sido editada.
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La primera versión completa —aunque no directa, sino del
latín— se debe, precisamente, a otro soriano, de Osma, Al
fonso Fernández de Palencia (1423-92), cronista y secretario
de cartas latinas de Enrique IV; pero siguió textos tan oscu
ros y defectuosos que hacen ilegible su traducción de las
Vidas (Sevilla, 1491), que “más verdaderamente se podrán
llamar muertes o muertas”, según el irónico juicio de Diego
Gracián de Alderete, el cual sería —con Francisco de Enci
nas— otro de los traductores españoles, durante el siglo xvi,
de la obra de Plutarco ; en el xvn, tan sólo puede destacarse
la antes aludida versión —basada en otra latina— de la vida
de Marco Bruto, por Quevedo.
Y así, hay que saltar enteramente el siglo xvm español
—en el que sólo aparece una versión de las Vidas, hecha de
la francesa de Dacier por fray Paulo Toral (Sevilla, 1787)—
para llegar al año 1821, en que aparece el primero de los
cinco volúmenes de la versión directa y completa de Ranz
Romanillos, que acabará de publicarse en 1830.
Después, no hallamos, en rigor, nuevos traductores al cas
tellano; sí al catalán, en la excelente versión completa de
Caries Riba (1926-46, 12 vol.), además de otra fragmentaria
(vidas de Tiberio y Cayo Graco, por Rubio Tudurí (Barce
lona, 1930).
En castellano, la versión de Ranz Romanillos sigue te
niendo plena vigencia, como lo demuestran las numerosas re
impresiones que se vienen haciendo de ella, entre las últimas
y más valiosas la anotada y prologada por el profesor José
Alsina (ed. de 1962 y de 1968).
Siguió Ranz en su traducción el texto griego de la edición
inglesa de Bryan (Londres, 1729), “de gran belleza en los ca
racteres —como él mismo dice— y, sobre todo, sumamente
correcta, tanto que es muy rara en ella la falta tipográfica
que se nota” ; aunque excelente, es lástima que no utilizara
la edición crítica de Reiske (Leipzig, 1774-82).
— 23
Fiel una vez más a su concepto literal de la traducción,
y aunque muy ceñida ésta al texto griego y a los giros y aun
al ritmo de la frase original, es muy discreta en general y
está escrita en buen estilo, dentro del más correcto caste
llano: tal es, sin duda, el secreto de su pervivencia a través
de siglo y medio. Ranz mostró el talento necesario para, sin
dejar de ser un traductor literal, saber huir de las naturales
dificultades que hubieran sacrificado a la fidelidad la claridad
y la comprensión del texto. Como observa el profesor José
Lasso de la Vega, “ha vertido directamente del texto griego,
aunque teniendo constantemente a la vista, según es fácil com
probar, dos versiones a otras lenguas: la latina de Cruserius
(que acompaña a la edición de Bryan) y la francesa de Dacier.
En realidad, sigue bastante fielmente esta última, si bien mo
difica la puntuación y el orden de las palabras para atenerse
más ceñidamente a la letra original. En cambio, no parece
haber tenido a la vista la versión francesa de Ricard, más
moderna, pero en general inferior a la de Dacier. El estilo
castellano es siempre correcto y equilibrado y si, a veces, se
aprecia en él cierta «flojedad, monotonía o desmadejamiento»
—como dijo Menéndez Pelayo, aunque la elogió en otras oca
siones— es, casi siempre, por reflejar fielmente el estilo del
propio autor que traduce. En conjunto —concluye Lasso de
la Vega— se trata de una versión muy estimable, aún no
sustituida en nuestra lengua por otra más moderna, que res
ponda más ajustadamente al estado actual de nuestro cono
cimiento del texto plutarquiano y que refleje el estilo litera
rio de nuestra época” ...
En esa pervivencia al cabo ya de siglo y medio —y pese
a nuestro alejamiento del estilo decimonónico— es donde, en
mi opinión, reside la mayor virtud de la versión de Ranz Ro
manillos, que, por encima de todo, acertó a reflejar con fide
lidad el estilo de Plutarco, acercándose a su tono y ambiente
más aún que por su doble conocimiento del griego y del cas
24 —
tellano, por lo que, con expresión goethiana, llamaríamos “afi
nidades electivas”.
Plutarco, en sus Vidas, y como él afirma varias veces, in
tenta captar el ffioz, o “carácter moral” de sus héroes a tra
vés de sus Tcpá^síq, es decir, de su actividad moral y prácti
ca, ya que las Vidas paralelas —además de ser una fuente
notable para la historia grecorromana— tienen una esencial
orientación ética.
Y Ranz Romanillos, su completo y hasta hoy su mejor
traductor al castellano, es, en el fondo, un moralista. Por
eso ha podido captar hasta ahora, como ninguno, el “clima
espiritual” de esta obra famosa, una de las más estimadas por
la posteridad.
Si, como ha dicho Schleirmarcher en su ensayo Sobre los
diferentes métodos de traducir, la versión es un movimiento
en dos direcciones opuestas, o la de traer al autor al lengua
je del lector o la de llevar a éste al del autor, creo que Ranz
Romanillos —aunque dentro de un ponderado equilibrio—
ha sabido acercarnos al clima moral, al espíritu del autor. He
ahí, sin duda, su gran mérito literario. Porque —como dice
Ortega y Gasset— “lo decisivo es que, al traducir, procure
mos salir de nuestra lengua a la ajena”. Cosa nada frecuente,
en efecto, pero sí lograda por Ranz Romanillos, que se des
taca —en opinión del P. David Rubio— como “el mejor he
lenista del siglo xvm en España”, punto de vista éste que
comparto plenamente —extendiendo en este caso el siglo xvm
hasta 1830— y que, como final de esta conferencia, trataré
de explicar un poco más, situando a Ranz Romanillos en el
entorno del helenismo español de su tiempo.
* * *
— 25 —
tenido nunca en nuestro país —ni siquiera en el siglo xvi—■
un intenso renacimiento helénico, ya que no trascendieron
tales estudios de un reducido círculo de personas doctas: tras
del portugués Arias Barbosa y su discípulo Fernán Núñez
—por antonomasia el “Comendador Griego”—, algunos otros
nombres insignes como los de Vergara, Juan de Valdés, Fran
cisco de Encinas, Pedro Juan Núñez, Oliva, Sepúlveda, Diego
de Mendoza, Gonzalo Pérez, Verzosa, “el Brócense” y no mu
chos más... Aunque hallemos helenistas, resulta excesivo ha
blar de helenismo español, porque a partir del xvi, como se
ñala Olives Canals, “los raros helenistas que hallamos en la
España de los últimos Austrias y los primeros Borbones, o
son autodidactas, o se formaron en el extranjero”. Por otra
parte, como observa el profesor Fernández Galiano, “el Re
nacimiento español se agota y declina, apenas iniciado, por
una serie de concausas bien conocidas: apatía general, penu
ria de recursos, ostentación esnob de no intelectualismo, ais
lamiento del humanista en la sociedad, recelo justificado ante
posibles persecuciones inquisitoriales” ... Incluso en los peli
gros que en manos de mediocres epígonos tuvo el irreprocha
ble principio integralista del “Pinciano” —“menester es el
hombre entero”— halla Fernández Galiano el comienzo de
nuestra decadencia humanística. Y obsérvese bien: inicio de
decadencia allí mismo donde nace el helenismo —y, en gene
ral, el humanismo— español. El xvn nos trae ya rutina y de
cadencia. En esa centuria, don Julián Apraiz registra 24 tra
ductores españoles de griego, y sólo 20 en el xviii, y nada
más que otra veintena hasta 1874, fecha en que publica sus
Apuntes para una historia del helenismo en España. A esa
penuria, el x v iii añadirá una extremada afición extranjerizan
te hacia las lenguas y culturas modernas, en especial la fran
cesa, de la que es un adelantado el P. Feijoo, quien, en cierta
ocasión, disuade a un amigo de estudiar el griego. Los méto
dos de enseñanza se estancan hasta el punto de que el “filo
— 26 —
sofismo” del “Brócense” seguía imperando en nuestras aulas,
por lo que las escasas Gramáticas griegas existentes —algu
nas editadas en el extranjero por falta de caracteres tipográ
ficos en nuestras imprentas— son, casi siempre, un remedo
de las del Renacimiento: aun en pleno x v i i i .
En el entorno más inmediato a las dos versiones de Ranz
Romanillos, entre 1789 a 1821-30, podemos recordar a Flórez
Canseco, que traduce y publica juntamente El sueño, de Lu
ciano, y la Tabla, de Cebes (ésta, de la versión de Simón
Abril), editando también la Poética, de Aristóteles, y reedi
tando las Obras, de Jenofonte, cuyo Económico tradujo el
bibliotecario y académico don Ambrosio Ruy Bamba, al cual
se debe asimismo la versión de la Historia, de Polibio (1788),
fecha en que el erudito don Ignacio García Malo daría a la
estampa la primera versión castellana completa de la litada
homérica; además, las versiones sucesivas de las Odas, de
Anacreonte, por Canga Argüelles, Gómez de Quevedo, José
Antonio Conde y por Castillo y Ayensa, el hijo político de
Romanillos; las versiones de otros líricos griegos, por Conde
y los hermanos Canga Argüelles, traductores también de las
Olímpicas, de Píndaro, autor asimismo e incluso mejor tradu
cido por Berguizas; y, en fin, algunas tragedias de Sófocles,
vertidas por don Pedro Montengón...
* * *
— 27 —
significación de Isócrates y Plutarco. Como hemos visto, tan
to Isócrates como muy singularmente las Vidas, de Plutarco,
reclamaban ya sendas versiones directas y completas en la
lengua española; era, sobre todo en el caso del autor de
Queronea, una deuda que la cultura española debía saldar
cuanto antes. Y esa deuda la saldó, con todo decoro, Ranz
Romanillos; al hacerlo, batía además una “marca” en el hele
nismo de su tiempo, en un aspecto cuantitativo, ya que entre
las Cartas y Discursos de Isócrates y las Vidas, de Plutarco,
sumaba una tarea como traductor de ocho tomos, con casi
tres mil quinientas páginas, a cuya extensión no le llegaba
ni en la mitad el ilustre y antes citado Ruy Bamba, con su
versión de Polibio. Pero hay por encima, como expuse antes
con mayor detenimiento, otros valores cualitativos muy supe
riores, no sólo por la dignidad de ambas versiones, sino por
el de su misma adecuación a los autores que traduce y hasta
por el momento en que los traduce: a Isócrates, cuando se
halla en plena actividad jurídico-administrativa y como pró
logo a su incursión en la vida política; a Plutarco, de vuelta
ya de una vida azarosa y difícil, refugiado otra vez “en el
ocio de los negocios públicos”, para encontrar “un placer nue
vo —son las propias palabras de Ranz— y un recreo de la
vida de que no pueden tener idea los que por su mal las des
deñan”. Dijérase que ese acierto de los autores que traduce
no lo es sólo por cuanto le identifican, sino por ser aún más
oportuna o acentuada tal identificación en el momento en
que vierte a cada uno.
Sólo quiero subrayar aún —ya para terminar— el mérito
indiscutible de don Antonio Ranz Romanillos —figura, por
otra parte, muy representativa en su época— como prototipo
del “traductor genuino”, quizá aún más fiel y exacto, dados
los autores que traduce, al no ser él mismo un creador lite
rario y sí, en cambio, un humanista de amplia cultura, opi
nión ésta que no es meramente subjetiva —ni siquiera de las
— 28 —
Academias Española y de la Historia en su tiempo o de crí
ticos como Menéndez Pelayo o el P. Rubio, entre otros—,
sino por lo que aún vale m ás: por la propia sanción del tiem
po. Porque han pasado casi dos siglos de su versión de Isó
crates y más de siglo y medio de la versión de las Vidas pa
rálelas: y tales obras siguen “viviendo”, entre los que hoy
hablamos español, gracias a Ranz Romanillos.
Dejémonos ya de lenguas y de culturas “muertas” : los
héroes de Plutarco “viven” hoy y seguirán “viviendo” ma
ñana, porque, en definitiva, como dice Zubiri, “los griegos
somos nosotros” ...
- 29 —
HUMANISMO Y LITERATURA EN
EL SIGLO XIX ESPAÑOL
P o r M a n u e l F e r n á n d e z -G a l ia n o
— 31 —
hemos acudido a la Historia para examinar en ella las huellas
de nuestros predecesores y ver si tenemos o no razón al se
guirlas. Y de este modo, uno de los sectores que más flore
cen en la investigación clásica de la España de hoy es la his
toria del Humanismo español. Aquí nos hemos encontrado con
dos opiniones radicalmente distintas. Los tratados y manuales
escritos en otras lenguas se limitan por lo regular a despa
char en dos líneas a tres o cuatro humanistas españoles de
primer orden sin la más mínima mención no ya de otras per
sonalidades, sino de períodos enteros; mientras que entre los
eruditos de nuestro país dedicados a estos estudios históricos,
e incluso en algunos grandes amigos de España, como Aubrey
F. G. Bell, que tanto han aportado en este campo, probable
mente se exageró la nota con apreciaciones excesivamente di-
tirámbicas. Se imponía, pues, una evaluación objetiva y des
interesada del Humanismo español: mi amigo y compañero
Luis Gil, con un competente grupo de colaboradores, la ha
emprendido y casi ya coronado por lo que toca a los siglos xvi
a x v i i i . Yo, por mi parte, quisiera completar esta labor enfo
cando la situación humanística desde aproximadamente 1800;
y este es quizá el momento de introducir dos correcciones
u observaciones al título mismo con que ha sido aquí anun
ciada mi conferencia. Una consiste en que, tanto en el caso
de Gil como en el mío, nuestra indagación se basa de manera
muy preponderante en los estudios sobre griego realizados en
España y las influencias de los autores griegos en la Litera
tura española, y ello no sólo porque helenistas somos él y yo,
sino también porque, siendo esta lengua la más difícil y peor
conocida, mientras que el latín, al menos en teoría, todo el
mundo lo ha sabido siempre bien o mal, la aparición o no
del griego en los curricula escolares, en las ediciones o tra
ducciones, en las lecturas directas o indirectas de los litera
tos, resulta índice de Humanismo bastante preciso con miras
a un examen de resultados.
— 32 —
Pero también me veo obligado a hacer otra anotación res
pecto al título de estas palabras. Es un hecho bien sabido
que los siglos, en el aspecto cultural, rara vez empiezan o
terminan con los años acabados en dos ceros. Poco frecuen
te es que el paso de una centuria a otra se caracterice his
tórica, literaria o socialmente de una manera tan redonda
como en España al fin del x v i i , con el cambio de dinastía,
y aun así habría que preguntarse hasta qué punto no quedan
elementos típicos de aquel siglo en los reinados de Felipe V
y aun Femando VI. En lo que toca a las postrimerías del
x v i i i , alguna vez he dicho que, ciñéndome a la materia que
— 33 —
dadero acicate decisivo para una labor seria en cuanto a Hu
manidades. No extrañe, pues, que esta ligera charla, esta es
pecie de heterogéneo desfile de escritores españoles más o
menos prendidos en el tema clásico, sobrepase largamente el
año 1900 para llegar casi a la guerra civil, es decir, al mo
mento a partir del cual las nuevas generaciones, que han es
tudiado ya griego, mejor o peor, en institutos y colegios, de
berían comportarse de otro modo, en el aspecto humanístico,
a lo largo de sus actividades literarias.
Hace ya más de cinco lustros que, con pocos años y pocos
medios de trabajo todavía, me arrojé un poco intuitivamente
a trazar en breves páginas una síntesis histórica del Huma
nismo español que no me parece aun hoy demasiado desacer
tada. Empezaba, claro está, por calificar bien algunas sobre
salientes personalidades del siglo xvi que mantuvieron enhies
ta la antorcha del helenismo en difíciles circunstancias y con
un elogio a las cuales termina el libro de López Rueda a que
voy a referirme ahora.
Difíciles, decía ya por entonces yo, porque desde el si
glo xvi parece como si un destino adverso se hubiera empe
ñado en obstaculizar el naciente Renacimiento español para
que no pudiera compararse con el esplendor de los Huma
nismos italiano y francés: en este mi trabajo juvenil citaba
yo, como circunstancias desfavorables a tal respecto, el retra
so con que, por razones geográficas, se incorporó España a la
corriente humanística, la penuria económica traída por las
guerras y empeños del emperador y su hijo y, sobre todo, lo
que llamó Bell de modo luminoso el “integralismo” de nues
tros pensadores, a los que parece menos interesante el menes
ter filológico que el intento de acomodar el vivir de cada
uno a las normas dictadas por una formación teológica y filo
sófica en que las letras clásicas no son más que un hermoso
instrumento. Esta es, en verdad, la razón primordial de las
calamidades de nuestro Humanismo del xvi enumeradas con
— 34 —
agudeza por Gil y, en tono algo menos pesimista, por la obra
muy completa de López Rueda. La preferencia por el ver
náculo, más necesario en la vida práctica, sobre el latín; la
escasa densidad cultural, con sus secuelas de pobreza edito
rial e insuficiente adquisición de libros para las bibliotecas;
el poco prestigio social del gramático, bicho raro sepultado en
vida entre inútiles libros; los recelos de inquisidores y teólo
gos hacia posibles propagadores de doctrinas peligrosas; el
aislamiento intelectual de quienes se quedaban en España, tan
lejos espiritualmente de una Europa que nos enviaba pocos
visitantes y cuya producción librera se quedaba a veces en
las aduanas; el extrañamiento de los que se desterraban en
busca de paz, como Luis Vives, o de éxitos humanísticos o
mundanos, como Antonio Agustín, Pedro Chacón y Verzosa:
todo ello tiene su raíz en un integralismo que pudo haber sido
muy conveniente para el soñado triunfo de España y del
catolicismo en Europa, pero perjudicó en extremo a las H u
manidades.
La situación no mejora, claro está, en nuestro azaroso si
glo xvn, aunque tampoco quepa ver solamente aspectos ne
gativos en él. En espera de la obra inédita que va a dedicarle
otra discípula de Gil, Enriqueta Andrés, y a la vista del texto
tampoco publicado todavía de la conferencia que hace poco
pudimos oír a nuestro gran amigo Gregorio de Andrés, una
no despreciable serie de estimables nombres nos sale al paso:
filólogos más o menos puros como Baltasar de Céspedes,
Francisco Cáscales, Gonzalo Correas, Benito Arias Montano,
José Antonio González de Salas, Juan Luis de la Cerda; ex
celentes escritores en lengua española que, conforme a la ten
dencia imperante por aquellos decenios y bien señalada por
el precioso repertorio de Beardsley, se esfuerzan, como el
P. Mariana, Esteban Manuel de Villegas, fray Luis de León,
los Argensola y Quevedo, por suministrar al público no lector
del griego y del latín las versiones que habían juzgado inne-
— 35 —
cesarías los humanistas de mejores tiempos anteriores; y el
emotivo caso de Vicente Mariner, con su ingente labor de
todo tipo que espera aun hoy la piadosa mano que un día la
publique aunque sea parcialmente. Y es que los obstáculos
persistieron en su mayoría. Ya declinante la influencia de
España en el mundo, los helenistas y latinistas no sentían la
tentación del viaje y la misión oficial y el lucimiento externo
que distrajo antaño a sus abuelos; pero el aprecio externo
continuaba siendo nulo. Covarrubias anota tristemente como
propio de españoles el aborrecer el griego; y nos inclinaría
mos a considerar su queja como exagerada si no tuviéramos
varios tremendos pasajes en que Lope de Vega y Ruiz de
Alarcón presentan dicha lengua como generalmente descono
cida y, por otra parte, engendradora de soberbios y pedantes.
Y henos ya en el x v i i i . Los trabajos de Gil y su escuela,
representada sobre todo por Conchita Hernando, nos están
dando últimamente una idea más clara de este siglo por lo
que toca a estudios humanísticos. No es mucho, sin embargo,
lo que, según estas investigaciones, procedería modificar en el
estado de cosas que hace tantos años mostraba yo. Gil enfo
ca con cariño las más relevantes figuras de la época, como el
deán Martí, contemporáneo de Bentley, Montfaucon y Hems-
terhuys, que pudo haber destacado como ellos si el nivel ge
neral de la cultura patria le hubiera acompañado y animado;
Gregorio Mayans, el gran ilustrado, muy influido por M artí
y que, si no fue helenista ni latinista de profesión, nunca des
mayó en su interés hacia las Humanidades; Juan Iriarte, el
esforzado catalogador parcial de los códices de M adrid; una
singular y valiosa figura sacada por Gil de la oscuridad total,
Antonio M artínez de Quesada, humilde fámulo de la biblio
teca del Colegio Mayor complutense de san Ildefonso, que
murió a los treinta y tres años, según la tremenda expresión
de su amigo el P. Burriel, de hambre y aflicción de espíritu,
como buen sabio español, y que, si hubiera recibido la más
— 36 —
mínima ayuda, pudo haber cuajado en la forma magnífica
que sus incipientes trabajos prometían; y, ya en las postri
merías del siglo, Pedro Rodríguez de Campomanes, helenista
en su juventud, promotor sin gran éxito del griego en los es
tudios desde su puesto en el Consejo de Castilla y mecenas
y protector siempre de todos cuantos sintieran afición a las
Humanidades. Menos positivo es, en cambio, aquí el enjuicia
miento de los jesuítas, a quienes, con excepción tal vez del
grupo de Cervera, se acusa de haber dejado, en el injustifi
cado monopolio de los estudios clásicos de que disfrutaron
hasta su expulsión en 1767, que languidecieran estas lenguas
en la Universidad, sin qúe sirviera para gran cosa el intento
de reforma emprendido por Campomanes en 1770; el caso es
que, como consecuencia inevitable de unas cosas y otras, el
xvm, apenas esmaltado por algunas decentes versiones de
Meléndez Valdés, el P. Pou, Ranz Romanillos, Estala, los
Canga-Argüelles, Conde, Trigueros y Berguizas, da lugar en
la España humanística a bochornosas anécdotas, como las del
propio M artí reducido a aprender griego por comparación con
el alfabeto latino, Finestres recurriendo para una instrucción
elemental a un monje del Athos, o Pou lamentando que no
hay quien le imprima dos líneas en tipos helénicos. Y, a todo
esto, los idiomas clásicos nuevamente sacrificados, esta vez en
aras de la galomanía que hace a los mejores talentos de la
época, Feijoo o Jovellanos, patrocinar el estudio del francés,
lengua más “útil”, en lugar de estas tareas tan abstrusas y
poco remuneradoras. Campomanes, es cierto, no opinaba igual,
pero tampoco pudo mucho ante la desgana y apatía generales.
Vednos, pues, llegados, no diremos que muy felizmente,
a 1801. Esta fecha tiene ciertos motivos para aspirar a ser la
inicial de nuestras correrías, entre ellos porque en ella nació
Antonio Bergnes de las Casas, personaje importante para las
Humanidades españolas a quien Santiago Olives dedicó hace
algún tiempo un libro ejemplar. Bergnes decide, probablemen
— 37 —
te en 1821 y como homenaje a la insurrección contra los tu r
cos, aprender griego moderno con un inmigrante de Quíos,
un ejemplo más del autodidactismo más o menos puro que
deben por fuerza practicar los helenistas en aquellos siglos os
curos: su compañero, el latinista Jacinto Díaz, también había
tenido que ir a Florencia en busca de un nativo. En 1833,
Bergnes, hombre de ideas liberales, se halla en plena activi
dad: dedicado, como lo estará durante decenios, a trabajos
editoriales de gran altura —de su mano vinieron a España
muchas de las novedades románticas—, publica también su
esmerada Nueva Gramática griega, algo insólito entonces en
nuestro país. Parece, en opinión de Olives, como si las espe
ranzas, luego fallidas, que hizo concebir a las gentes de es
píritu abierto la jura de Isabel II como Princesa heredera
hubieran dado alas a los grandes proyectos del joven helenis
ta. Luego vino, en 1837, su nombramiento para la cátedra de
griego en la Universidad de Barcelona, recién reinstalada en
la gran ciudad como consecuencia de la unión a los carlistas
del claustro de la de Cervera; años más tarde, su nombra
miento como rector, en 1868, a consecuencia de una propues
ta de la Junta revolucionaria de Barcelona; y, a lo largo de
una dilatada vida, la promoción en tierras catalanas de las
Letras griegas en que le iban a acompañar con no menor al
tura científica sus sucesores en la cátedra, José Balari y Jo-
vany y Luis Segalá. Este último, buen traductor de Homero
a cuyas clases pude asistir, murió durante la guerra, víctima
de un bombardeo que cerraba así un accidentado siglo de
helenismo en Barcelona sobre cuyos resultados habremos de
volver varias veces.
El otro polo, por decirlo así, de los estudios griegos es
pañoles lo tenemos en Madrid. Allí, estudiado también en no
menos brillante monografía por Olives, se nos aparece desde
1850 el pintoresco D. Lárazo Bardón, figura ciertamente de
segundo orden, pero en que hay que señalar una gran tena-
— 38 —
cidad y amor al oficio, demostrados en la forma tesonera en
que él mismo compuso e imprimió a mano una modesta an
tología, junto a ciertas dotes pedagógicas, celebradas por alum
nos suyos como veremos, y, también en este caso, una más
o menos difusa tendencia liberal que, con curioso paralelismo
respecto a Bergnes, ie llevó, por breve tiempo, al Rectorado
de la Universidad madrileña en 1870. Junto a él es costum
bre citar a otros colegas o sucesores suyos en las cátedras
clásicas de la entonces llamada C entral: Camús, González
Andrés, Soms, D. José Alemany, González Garbín, Cejador...
Ninguno de ellos humanista genial, aunque algunos superan
el nivel medio del docente de entonces. Pobre, pues, resulta
el panorama clásico en la capital si se prescinde de anécdo
tas y mitos. Y, añadidas a esto las tantas veces citadas noti
cias sobre penuria de alumnos —en 1830 no hay ni uno solo
de griego en Alcalá y en 1848 ocurre lo propio en Barcelo
na—, a nadie extrañará que nuestra investigación sobre las
Humanidades del siglo xix y xx pueda haber comenzado con
cierto desánimo por nuestra parte. Pues bien, lo paradójico,
verdaderamente milagroso del suceso está en que, aun con
tan medianos profesores, tan exiguos alumnados, tal carencia
de libros y recursos, a lo largo de nuestra Literatura del xix,
por unos u otros medios, va transmitiéndose hasta nuestros
días, en que ciertamente la situación parece haber cambiado,
una no muy copiosa, pero fresca y sana veta de influencia di
recta o indirecta de los clásicos inmortales.
Tomemos, por ejemplo, a Manuel de Cabanyes, muerto a
los veinticinco años, cuyas breves poesías nos dejan infinita
nostalgia de lo que habría hecho en su madurez. Poco griego
y latín aprendería en Cervera, de donde proceden algunas de
las lastimosas anécdotas que he citado; no llegó a conocer
— cantor sense llengua le llamó Costa y Llobera— el esplen
dor de la “Renaixenfa” que le hubiera hecho sin duda gran
poeta catalán; y, sin embargo, sus ecos horacianos, llegados
— 39 —
a él probablemente a través también de intermediarios como
Alfieri y Byron, producen rara impresión de autenticidad y
vigor infinitos.
¿Qué pudo conocer Gertrudis Gómez de Avellaneda de
los míseros fragmentos de Safo que entonces se manejaban?
Apenas nada, suponemos, y esto en traducciones. Pero, a pe
sar de todo, la apasionada cubana siempre se tuvo, hasta en
pormenores biográficos, por un trasunto de la poetisa griega
tal como nos la presentó la leyenda durante siglos. Como en
el caso de Mme. de Staél, muy admirada por Gertrudis, un
hermoso pero cruel Faón apareció ya muy tarde en su vida;
y si “doña Safo”, como la llamaban despiadadamente sus bur
lones detractores, que le dieron mil disgustos, oponiéndose,
por ejemplo, a su entrada en la Academia, no se arrojó al
final por tal o cual peña de Léucade, redondeando el paralelo
con su predecesora lesbia, cabría sin duda atribuirlo al gran
deseo de vivir y gozar hasta el fin que se trajo de las rientes
Antillas.
Don Juan Valera, en cambio, sí pudo haber sido el hele
nista no sólo bien dotado en su materia, sino también escri
tor consumado de que la España de su tiempo estaba falta.
Tuvo ocasión, en sus viajes y estudios, de conocer bien los
lugares clásicos, las obras de arte antiguas y un suficiente
latín y mediano griego que le enseñó, como es bien sabido,
la marquesa de Bedmar, el amor imposible de su juventud.
Se impregnó suficientemente de doctrinas más o menos pura
mente platónicas, como lo demuestran, con la Asclepigenia,
su bella versión del Dafnis y Cloe de Longo y los ecos de
ésta en Pepita Jiménez o Doña Luz. En el epilogo de la pri
mera, el templete griego que los amantes se han construido
ofrece la interpretación pictórica de la fábula de Amor y
Psique y la historia pastoril de que tanto gustó siempre;
tanto, que el enamoradizo diplomático no puede menos de
recurrir a ella al describirnos sus escarceos, probablemente
— 40 —
no muy platónicos, con tal o cual actriz francesa. Valera no
dejó nunca de sentirse “aprendiz de helenista”, como se cali
fica a sí mismo, ni aun en su vejez, cuando D. José Alemany
acudía a distraer los ocios de su ceguera con lecturas comen
tadas de la llíada; pero su frivolidad, inquietud y exceso de
curiosidad intelectual le impidieron fijarse en un trabajo con
tinuado y serio. Es curiosa, por ejemplo, la historia de su
frustrada colaboración con Menéndez Pelayo, que conté hace
años en algún lugar. Valera, deseoso de introducir a su joven
amigo en el mundo de la Filología clásica, para el que le
cree, y con razón, bien dotado, asegura que va a emprender
con él una traducción conjunta de Esquilo; Menéndez Pelayo
pone manos a la obra con celeridad pasmosa; su maestro,
por su parte, no se decide nunca a comenzar, pero, como la
madre que finge comer ella también para animar al hijo des
ganado, según bella metáfora de los colectores del epistolario,
va dando a don Marcelino optimistas e imaginarias noticias
con el fin de que no decaiga su afán; y en definitiva, con
tantos problemas y ajetreos y estancias en playas de moda y
zarandajas más o menos profesionales, Valera no traduce una
sola línea, pero sí logra que el genial santanderino nos deje
dos tragedias de Esquilo traducidas. ¡Que pena de helenista
frustrado en don Juan Valera!
Pero es el sino de los estudios clásicos en la España de
este siglo. La falta de ambiente y calor popular ahoga o dis
persa al más pintado. Tal les sucede a dos médicos eminentes
tentados en un momento u otro por los estudios clásicos:
José de Letamendi, verdadero humanista en muchos aspectos,
comentador sutil de Hipócrates y Galeno, pero siempre al
lado de acá de la difícil barrera de la lengua griega; y otro
hombre genial, el menorquín José Miguel Guardia, que, expa
triado en Francia, llegó a adentrarse en problemas de Lingüís
tica latina, a editar el Somni de Bernat Metge y a propugnar,
en polémica abierta con Menéndez Pelayo, un tipo de huma
— 41 —
nismo menos nostálgico del pasado y más teñido de nuevas
ideas.
¿Esperaríamos, por ejemplo, otra cosa, en un repaso de
la obra poética de Bécquer, que alguna tardía anacreóntica,
escrita cuando ya el género declinaba totalmente en Europa,
tal o cual resonancia de Lucrecio, Virgilio, Horacio u Ovidio?
¿En qué fuentes directas pudo el poeta haber bebido?
Y, con todo, no faltaron personalidades aisladas que, en
ámbito cultural más estimulante, habrían llegado a acercamos
al resto de Europa. Incluso en la lejanísima Colombia, donde,
con tesón y con buenos maestros de Humanidades, Miguel
Antonio Caro, miembro el más aventajado de una familia de
latinistas y poetas, compone una estimable Gramática latina,
traduce a multitud de grandes escritores romanos y nos deja,
en su Himno del latino, una briosa confesión de genio y raza
hispánicos.
Logros grandes o pequeños, pero que deben mucho, no hay
duda, a las enseñanzas recibidas por un conducto u otro. No
se puede enjuiciar de modo perfecto las Humanidades del xix
español sin hacer antes un estudio a fondo de lo que a lo
largo de él se enseñó en las Universidades. Digamos algo, por
ejemplo, de D. Alfredo Camús, titular en M adrid de las en
señanzas de Literatura Griega y Latina durante muchos años.
Apenas tenemos nada impreso de él, y sólo nos llama la aten
ción, desde el punto de vista investigatorio, su intervención
en una larga y pintoresca polémica sobre un fragmento de
Afranio que resulta ser como una exótica flor en el yermo de
nuestros estudios clásicos de entonces. Poca cosa en defini
tiva. Pero resulta que Menéndez Pelayo le ensalza grandemen
te en uno de sus escritos. Yo, cuando era muy joven, acogí
con cierto escepticismo tales laudes y, basándome en aquello
de más le interesaba en Plauto la fábula cómica que los ar
caísmos; más gustaba en Cicerón de los arranques oratorios
que de las fórmulas jurídicas... y, sobre todo, en lo de que los
— 42 —
grandes conocimientos de Camús se guardaba mucho de co
municárselos al público como no fuese por medio de la pala
bra, etc., le califiqué duramente como un perfecto seudointe-
gralista de la decadencia, en parte también porque el hele
nista Brieva, en sus elogios de Bardón, que también él los
formuló, añade, como probable alusión a Camús, que los dis
cípulos de aquél aprendían la lengua, lo cual no es poco en la
patria de D. Hermógenes, que hablaba griego para mayor cla
ridad. Pero seis años después empecé ya abrigar ciertas dudas
sobre mi condena; ahora vemos que una personalidad de
nuestras Letras como Pérez Galdós no sólo estudió con él;
no sólo conservó largos años los apuntes de su antiguo maes
tro en su biblioteca de Santander; no sólo le consagró él
también un artículo elogioso, sino que, por lo visto, gracias
a Camús pudo ir sembrando en sus novelas más elementos
clásicos de lo que hasta ahora se sospechaba. Latinos sobre
todo: yo creí ver en alguna de sus obras la influencia de un
fragmento de Píndaro, pero me desengañé pronto al hallar la
fuente intermedia en Erasmo. En cambio, varios críticos ame
ricanos se están lanzando a rastrear este tipo de resonancias
con bastante éxito. Ya de siempre se sabía que la famosa
Electra reproducía la situación de las antiguas, con la heroína
cercada por toda clase de elementos reaccionarios y hostiles
y cuya salvación llega de un joven al que pretenden hacer pa
sar por su hermano: más nuevas son las noticias que debe
mos a Gilman y a otros. En Zaragoza, un verso de Horacio
y dos de Virgilio aparecen citados muy a tono en lengua ori
ginal; las doctrinas revolucionarias del héroe de Doña Per
fecta están tomadas por igual de Lucrecio y Heine, mientras
que el sacerdote don Inocencio, con la cita horaciana siempre
en la boca, resulta habitante perfecto de la anticuada Urbs
Augusta u Orbajosa en que las niñas de Troya sufren el ase
dio de la miseria y la burla. Parece, incluso, que una escena
importante de La de Bringas puede haberse basado en la Asi-
— 43 —
naria plautina, pero el propio Shoemaker, que con gran agu
deza estableció esta teoría, añade dubitativamente que aquí
tal vez haya también una mediación, que sería en este caso
de la Aquilana de Torres Naharro. Y, en fin, más importante
sería, según acaba de recordarnos en bello artículo Ortiz Ar-
mengol, que nada menos que Fortunata y Jacinta, desde el
encuentro inicial en tom o al huevo, represente en opinión del
mismo Gilman —y no se olviden las implicaciones oogénicas
en torno a Eros de Aristófanes en Las aves y El banquete—,
una mítica ascensión, en el Olimpo de la plaza Mayor y sus
aledaños, desde los más bajos y groseros instintos hasta un
mundo ideal en que Maximiliano Rubín, deslumbrados sus
ojos como los de un cautivo de la caverna, cree ver a una
inexistente Fortunata. Digna coronación de estos ecos muy
leves, con frecuencia indirectos, que revelan en Galdós, como
en tantos otros escritores del xix, más un nostálgico de las
Humanidades que un verdadero humanista.
Estoy siguiendo —probablemente lo hayan observado uste
des— un orden cronológico de nacimientos en este pequeño
desfile que les prometí. Ello tiene el inconveniente de que nos
lleva a todos de la Ceca a la Meca, de acá para allá en la
búsqueda de rasgos clásicos muchas veces minúsculos; pero
también es probable que resulte menos monótono. Volvamos
al mundo de la cultura catalana, más frecuentado por voces
clásicas que la meseta, y saludemos de paso a un individuo
culto a su manera, pero extravagante, que reunió en su no
dilatada obra algunos aciertos con enormes dislates: Pompe-
yo Gener, autor famoso en su tiempo de La mort et le diable,
traducida luego del francés al castellano, manifiesto anticris
tiano y racista cuya entraña nos descubre bellas raíces de es
condido Humanismo; y, más reposadamente, a Miguel Costa
y Llobera, el canónigo de Palma, gran escritor en nuestra len
gua y en mallorquín. Su amistad juvenil con Rubio y Lluch,
estudioso de Anacreonte y de tantas cosas, y con Menéndez
— 44 —
Pelayo eran ya garantía de sólida personalidad en el aspecto
que nos atañe. Sus Horadarles, donde se muestra seguidor de
Cabanyes, a quien dedica un poema, resultan algo más que
imitaciones perfectas; su sistema rítmico para la reproducción
de versos griegos, basado en Carducci, tiene gran belleza; su
poema, transformado luego en libreto de ópera, sobre una su
puesta arribada de Homero a las costas de Mallorca es des
igual, pero algunos de sus trozos resultan apasionantes. ¡Qué
lástima, qué lástima! ¿No habríamos tenido aquí, con algu
nos mayores conocimientos iniciales, una gran figura de la
Filología? Pero quizá se nos objete: ¿era de filólogos preci
samente de lo que la España de 1876, fecha en que Costa
cumple veintidós años, necesitaba?
El problema se plantea con más crudeza —y este es el ca
pítulo central de mis deshilvanadas cuartillas— ante las cua
tro grandes figuras que siguen a Costa y Llobera en mi suce
sión cronológica: Marcelino Menéndez Pelayo, Juan Maragall,
Miguel de Unamuno y Angel Ganivet, nacidos respectivamen
te en 1856, 1860, 1864 y 1865.
Sobre las calidades y labores humanísticas de don Marce
lino se ha escrito bastante, especialmente por los tiempos del
centenario de su nacimiento, debidamente celebrado en 1956.
También yo contribuí a la efeméride con un artículo y ahora
me encuentro en la embarazosa pero inevitable situación de
tener que extractar algo de él. Perdóneme quien lo recuerde.
Allí presenté al alumno en Santander del excelente catedráti
co de Latín don Francisco María Ganuza, en Barcelona de
Milá y Fontanals y Bergnes de las Casas, en M adrid de nues
tros ya conocidos Bardón y Camús. Sobre sus elogios del se
gundo ya he hablado: al primero le calificó de m i verdadero
maestro de griego y gran varón, gloria de nuestras aulas que
ojalá continúe ennobleciendo por muchos años con su precisa
y severa doctrina. El profesor pudo ser competente, pero sem
braba, hay que reconocerlo, en campo bien abonado. Las anéc
— 45 —
dotas infantiles y juveniles de Menéndez Pelayo pululan por
doquier. A los doce años es obsequiado por un ministro con
la preciosa edición en miniatura de Catulo, Tibulo y Proper-
cio que le acompañó siempre en sus viajes; a los trece dis
cute públicamente sobre las Tusculanas de Cicerón; a los ca
torce ha traducido ya fragmentos de Ovidio y Virgilio; su
tesis doctoral versa sobre la novela en Roma; a los diecinue
ve años nos sorprende con un buen estilo latino en prosa y
en verso; a los veintinueve, el número de sus versiones a
partir de dicha lengua es ya muy grande, etc. Por lo que toca
al griego, sus conocimientos no estuvieron a la misma altura.
Hay que reconocer que los tiempos, como casi siempre en
España para este idioma, eran malos por entonces. En 1866,
la lengua griega desaparece de los estudios medios porque es
casi nulo el resultado de su estudio y porque, en consecuen
cia, quienes cursan hoy tan sumariamente esta materia serán
el día de mañana pésimos profesores. Bello ejemplo de círculo
vicioso resuelto de un plumazo. El buen helenista Apraiz pro
testa airado: ¿Y el estudio privado? ¿Y la oposición? ¿Y los
nueve años que llevaban de enseñanza? ¿Y los jóvenes licen
ciados que estaban a la expectativa a la sazón, aprobados en
cuatro cursos de griego? Con semejante lógica podría justifi
carse la supresión de todos los estudios y poner en vigor el
célebre Decreto de 1830 sobre tauromaquia; pero aún habría
que cambiar esta palabra griega por otra del caló.
Bueno, después de todo, la insigne barbaridad fue cometi
da por los desacreditados conservadores de los últimos tiem
pos de Isabel II. Pero viene el 68 y, llegado al poder el Go
bierno provisional, Ruiz Zorrilla da la puntilla al griego —siga
valiendo el símil taurino— con la reducción a clase alterna
de la diaria que se cursaba en dos años de la carrera de Filo
sofía y Letras. Tal o peor aún es el estado en que desde hace
más de un siglo anda la lengua helénica por las aulas univer
sitarias. Pero no sin la famosa catilinaria de Menéndez Pelayo
— 46 —
en 1887, cuando pone prólogo a la traducción de la Gramá
tica griega de Curtius traducida por Soms y Castelín: En per
seguir el griego, todos han sido unos. Un ministro moderado
le desterró de los Institutos; otro ministro republicano le re
dujo a un curso en la Facultad de Letras... ¿Qué Filología ha
de prosperar en esta nación, etc.?
Y así, Menéndez Pelayo, siete años más joven que Wila-
mowitz, cuatro más que Leo, uno más que Beloch, coetáneo
de Eduardo Meyer, se habría convertido, si Santander fuera
Meguncia o Dresde, en una más de la incontable serie de
lumbreras de la “Altertumswissenschaft” y probablemente no
habría muerto como murió, consumido por la ibérica fiebre
del trabajo anárquico. Pero no juguemos con la historia. El
caso es que, aparte de realizar una serie de traducciones muy
estimables del griego, entre ellas las de Esquilo que mencioné,
aparte de dejar ese verdadero monumento doble en catorce
tomos que es la Bibliografía hispanolatina clásica con la Bi
blioteca de traductores españoles, Menéndez Pelayo pasó al
más fértil campo de la Literatura hispánica, legó a ella su
portentosa obra, sirvió de maestro o de estímulo a varias ge
neraciones y todavía puede apuntarse en su haber la gloria
de que uno de sus discípulos, don Ramón Menéndez Pidal,
fue quien promovió, en los años de la segunda República, los
inicios de la resurrección clásica, pasajera o no, en que aún
estamos hoy. Y además, don Marcelino trata con amor y com
prensión infinita a Platón en la Historia de las ideas estéti
cas; interpreta certeramente el ethos trágico de Edipo; de
fiende a Cicerón contra los ataques atrabiliarios de Momm-
sen y escribe, ante una tosca y maltratada edición pueblerina
de Horacio, aquellos versos sublimes:
— 47 —
Horacio, el símbolo de los alegres pueblos meridionales,
de la
vida de luz, de amor y de esperanza
contra la cual
— 48 —
taciones en griego de Bosch, que le daban, si no el entendi
miento certero del original, sí el misterioso ritmo de la len
gua amada, y su traducción resulta, aun en esas condiciones,
excelente. Pero ¿cómo podía ser de otro modo en persona de
tal sensibilidad estética y afectiva, a quien bien podemos ca
lificar de humanista de veras, aun con poco latín y ningún
griego, frente a tanto sabio ensoberbecido y deshumanizado?
En Maragall, como en muchos otros españoles de este siglo
que voy recorriendo a trancas y barrancas, el amor suplió a
la ciencia. Un hombre capaz de llorar ante una traducción de
Los persas de Esquilo cuando nuestros almirantes volvían,
humillados como Jerjes, del 98; un hombre capaz de reaccio
nar, frente a las tristezas de la Semana Trágica, con el
— 49 —
joven vasco, Miguel de Unamuno, que, después de algunos
fracasos en oposiciones a Instituto y Universidad, aspira a ser
el helenista titular de aquella ciudad. A la de Granada acude,
entre varios, un granadino de edad parecida, Angel Ganivet.
Los dos opositores, que no concurrían en realidad el uno con
tra el otro, se hacen muy amigos. En una horchatería adonde
suelen ir con gentes de su edad, Unamuno explica a Ganivet
que proyecta traducir la Batracomiomaquia y acompañar al
texto unas ilustraciones de propia cosecha, para lo cual está
estudiando con interés la anatomía de las ranas y ratones.
Años después, su compañero todavía recuerda una rana que,
con consumada maestría, pintó don Miguel en la mesa de
mármol del café. A ún la veo que me mira fijamente como si
quisiera comerme con sus ojos saltones.
Ganivet lleva consigo una preparación nada más que me
diana. Fue alumno en Granada del catedrático de latín de
Instituto don Mariano Gurria y del de Universidad don Anto
nio González Garbín, antes dos veces citado, que, como pre
cedentemente González Andrés, terminó también por venir
trasladado a Madrid en sus últimos años. Unamuno nos ofre
ce, con curioso paralelismo respecto a sus alabanzas de Bar-
dón, una breve semblanza de González Garbín inspirada
por lo que a su vez Ganivet le había contado de él. En el
catedrático de Madrid cree hallar la especie de influencia mag
nética que dicen que emanaba de W alt W hitman y que hace
de él no un profesor de lengua griega, sino un Hombre en
cuya boca las cosas más vulgares se revestían de singular no
bleza; de González Garbín ensalza la habilidad para formar
caracteres y algo superior a todos los manuales y a la eru
dición que probablemente faltaba al viejo maestro, y es la
huella indeleble que sus enseñanzas dejaron en Ganivet. Don
Miguel prefiere el ejemplar humano al espécimen filológico, y
ello se aviene bien con lo que pronto le oiremos decir.
Volvamos, sin embargo, al mozo de Granada. Sus conoci
— 50 —
mientos universitarios de griego los debía a un tal don M a
nuel Garrido, discípulo de Bardón, cuya especialidad, según
contó en unas impresiones redactadas en época muy senil don
Manuel Gómez Moreno, condiscípulo de Angel, eran los acen
tos. Por lo demás, la enseñanza era muy elemental y se veía
facilitada por el hecho de que Garrido, en connivencia tácita
con sus escolares, siempre preguntaba por el mismo orden, de
modo que los tres únicos alumnos podían preparar colectiva
mente las respuestas, a beneficio del indefectiblemente inte
rrogado, en el bucólico escenario del molino del padre de
Ganivet, entre el ruido del agua en las muelas y el graznar
de los patos. Esta sería una de las causas de que el granadino
llegara a la oposición con una preparación nada excepcional,
según inferimos de ciertas manifestaciones posteriores sobre
sus conocimientos de griego; pero lo que nadie esperaba era
la aparición de un hombre venido de Barcelona, humildísimo
en cuanto a familia, pero infatigable trabajador, que llevaba
dedicando a la faena del griego, según lamenta a posteriori
el algo indolente Ganivet, ocho o diez años de jornada de
más de ocho horas y sin descanso dominical. Esto prejuzgó
el resultado. Algunos de los jueces, por otra parte, no esta
rían muy atentos al desarrollo de los ejercicios. Valera, pon
gamos por caso, tenía ya sesenta y siete años, se estaba que
dando ciego y contemplaba ya muy de lejos sus devaneos he
lénicos con la de Bedmar; Bardón, a los setenta y cuatro y
un poco chocho, acudía muy sofocado del otro Tribunal, don
de le habían oído llamar cursi entre dientes a Unamuno, de
dicado pedantescamente a citar algo tan exótico y novedoso
como el recién traducido Curtius.
Ganivet reaccionó mal ante su fracaso, con amargas alu
siones a la tontería que representa ser catedrático, y encima
de griego, lengua que bastaría en rigor con que la supieran
seis o siete personas en cada país; pero no puede borrar de
su genial personalidad la impronta de una formación clásica
— 51 —
más o menos intuitiva. Nunca le abandonan, en efecto, su
entusiasmo y admiración hacia Séneca, a través del cual ve
el carácter español como compuesto y guiado a través de la
historia por directrices estoicas. El senequismo de Ganivet se
ha convertido en algo tópico; y, sin embargo, los estudios
realizados en torno a él con ocasión del centenario de su na
cimiento más bien apuntan hacia otra ruta. Miguel Olmedo
no descubre en el pensador granadino un verdadero estoicis
mo: faltan en él la gozosa aceptación de los decretos divi
nos, la piedad, el equilibrio interior del fabuloso sabio del
pórtico. Mientras que, en cambio, sí se advierten en el ldea-
rium español y en otras obras suyas ciertos rasgos cínicos:
el desprecio de la ciencia pura y aplicada; la exaltación de lo
natural, el elogio de la pobreza; la preocupación pedagógica;
el desdén por lo oficial, convencional o legal; el escepticismo
ante la democracia. El héroe de Ganivet, a quien divierten
mucho las chifladuras hermosísimas de Diógenes, es en cierto
modo el sufrido campesino andaluz que no pide al Estado
sino paz y un poco de sol.
Y así Ganivet marcha, como antes Larra, el otro sublime
suicida, hacia las heladas aguas del Dvina y hacia una muer
te coherente con la actitud que describió escalofriantemente
Nietzsche: El nihilismo se produce cuando se comprende que
con el devenir nada se consigue ni se conseguirá... Diógenes
se hace anarquista y franciscano y cátaro y quietista y termi
na en el Abismaos en la nada de Miguel de Molinos.
Otro humanista perdido. Pero aún nos queda su amigo
Unamuno. También éste se hallaba capacitado para realizar
grandes cosas en el campo de las Humanidades. Tampoco él
las realizó. Se convirtió, sí, y ello no es poco, en una gran
figura de nuestra Literatura y de nuestro pensamiento filosó
fico: su vida y su muerte corrieron paradigmáticamente pa
ralelas al difícil vivir de la España del primer tercio del siglo
y el tremendo trance casi mortal de 1936. Es natural que, sa
— 52 —
biendo que fue catedrático de griego, yo mismo iniciara hace
años una investigación como resultado de la cual creo poseer
suficientes datos.
Lo primero que se plantea es el griego que sabía Unamuno
cuando accedió a la cátedra. No mucho, ciertamente. Sus re
cuerdos de los profesores de Humanidades en el Instituto de
Bilbao no resultan muy evocadores; sus buenas notas en grie
go con Longué y en latín con Camús pueden no significar
gran cosa por aquello del tuerto en tierra de ciegos; hemos
hablado antes de sus previos tumbos en materia opositoria;
no parece que la prueba en sí resultara tan competida; y
cuentan que Valera reconoció en el Ateneo, respecto a la opo
sición de Salamanca, que ninguno sabe griego, pero hemos
dado la cátedra al único que podrá saberlo.
Verdadera o espuria esta frase, nos abre paso a un segun
do problema, el de si, como ocurre con frecuencia, el oposi
tor, una vez posesionado de su sillón y siendo, como era,
hombre escrupuloso y serio, no procuraría en su actuación
futura compensar los defectos iniciales con nuevos estudios
que no le pusieran en trance de posible ridículo. Y esto sí
que estamos seguros de que lo hizo. Los datos son abundan
tes, tanto más cuanto que también en este caso, con ocasión
del centenario, fueron muchos los artículos que comentaron
estos y otros extremos de la vida y actuación del gran espa
ñol. Así pudieron saber quienes lo ignoraban que don Miguel
se fija muchas veces en episodios homéricos tan importantes
simbólicamente como el de las sirenas; saca del contexto
pindárico la fábula de Tántalo para convertirla, en modo no
muy diferente al posterior de Camús respecto a Sísifo, en in
mortal mito humano comparable con el de don Quijote; al
quitara de la sabiduría de Píndaro la más difícil de sus sen
tencias para predicarse a sí mismo poco antes de su muerte
— 53 —
(hazte el que eres, para ser
hacedor de tu querer,
que es el supremo negocio);
— 54 —
muño el supremo espaldarazo en el arte de pensar. El propio
catedrático, por su parte, no quiere engañamos al respecto:
la minuciosa explicación de sus planes y métodos que ofreció
a Julio Nombela no resulta ni genial ni pedestre. Don Miguel
ve en el griego su oficio oficial y, aun defendiéndose con dolor
de quienes creen que en su clase solamente se aprenden des
orientación e indisciplina, ni se tiene por un gran helenista
ni cree ser capaz de transmitir más que la semilla de una
futura vocación ni, frente a discípulos luego sobresalientes en
otras disciplinas, como el histólogo Nicolás de Achúcarro, pre
sume sino de una sola cosa minúscula, el no haberles hecho
aborrecible su cátedra. Él no se pavonea como otros helenis
tas de ocasión, él no vocea el helenismo ni sostiene, como el
pedante Maeztu, que el griego deba ser enseñado en los ins
titutos, pero tiene a gala, eso sí, el poner en disposición para
valerse por sí mismos a quienes quieran seguir haciendo pro
gresos. Y, en definitiva, sufre también, aunque rara vez lo
confiese, de una angustiosa esquizofrenia espiritual que le pone
constantemente en el dilema de atender a su cátedra titular
o a lo que en realidad le gustó siempre más, la enseñanza de
la Historia de la Lengua Española. Durante muchos años tuvo
acumulada esta disciplina y en la explicación de ella debió
de dar rienda suelta a su espíritu lingüístico en las felices eti
mologías y el raro instinto para la palabra recta en el lugar
adecuado y la erudición puesta al día y mal sofocada por su
manía de ocultar como un pecado sus fuentes científicas. Y
el destino le ayudó en esto, porque, al regresar del destierro
y encontrar su cátedra ocupada por don Leopoldo de Juan,
don Miguel, con rasgo no enteramente generoso, renunció por
fin a enseñar el griego por no causar daño al catedrático re
cién entrado y se quedó solamente con su antigua acumulada,
que en el fondo prefería.
Lo cual en parte aliviaba sus remordimientos, pues Una-
muno debió de tem er siempre el reproche de no haber publi
— 55 —
cado, entre tantos y tan buenos libros, apenas nada de su
materia. Ni siquiera traducciones, como otros de los huma
nistas a que antes me refería: en el campo del latín, don
Miguel cosechó un señalado triunfo con el famoso estreno en
el teatro romano de Mérida, en junio de 1933, de la Medea
de Séneca vertida en prosa de paladino romance castellano,
según el traductor; pero, por lo que toca al griego, a fuerza
de espigar apenas he podido hallar más que unas frases de
Sófocles no muy bien vertidas —e incluidas, por cierto, en
el prólogo de La tía Tula, una más de entre las muchas obras
de la Literatura universal que se han inspirado en la Antí-
gona— y un trocito de Las Fenicias de Eurípides que se en
cuentra en una carta a Pérez de Ayala. Parvo bagaje, cierta
m ente: lo cual debió de hacer más hiriente el artículo en que
el inteligente y mordaz Gómez Carrillo, desde París y que
jándose de que en la España de sus días el helenismo prácti
camente no existe, imita las palabras de la bella veneciana a
Rousseau y susurra al oído de Unamuno, preocupadísimo ante
los avatares agónicos del liberalismo en 1922: Lascia la polí
tica. ..
Cosa que a Unamuno le era difícil hacer por dos razones.
En primer lugar, por su pesimismo respecto a una verdadera
educación científica en España, lo que le hizo también indi
ferente en cuanto a la posibilidad de una escuela y un here
dero en su cátedra. Hay una historia curiosa que debería ha
cernos pensar. En 1933, nada menos que Nikos Kazantzakis,
el gran maestro de la Literatura helénica moderna, está dis
puesto a venir a España para enseñar griego antiguo. Juan
Ramón le había animado a ello; quizás Unamuno también.
Pero aquello no prosperó, entre otras cosas porque don Mi
guel, cuando dos años después llegó Kazantzakis a España,
estaba ya demasiado preocupado con la inminencia de la gue
rra civil para abrigar grandes proyectos, pero también por
que, si no nos equivocamos, al helenista de Salamanca no le
— 56 —
inquietaba nada la queja del propio Nikos sobre el hecho de
que por entonces la enseñanza del griego en Madrid estuvie
ra poco menos que en manos de un benemérito francés de
segunda categoría.
Triste historia en que tal vez algún día quepa ahondar
más. Y que se completa con la bien conocida anécdota, cien
veces relatada, en que Unamuno se indigna con quien le pro
pone investigar los manuscritos griegos de El Escorial por
que, en vísperas de un 1898 que aparece inexorable en el hori
zonte, tal pérdida de tiempo es antipatriótica. Cuando arde
la casa es una tontería ponerse a estudiar sistemas de extin
ción de incendios: lo que hay que hacer entonces es arrimar
el hombro y no sumirse, por ejemplo, en el erudito casuismo
de los masoretas cervantistas ni imitar a Antolín S. Papa-
rrigópulos, el de su nivola Niebla, perteneciente a la abnegada
legión de los pincharranas, cazavocablos, barruntafechas y
cuentagotas de toda laya y a la clase de esos comentadores
de Homero que si Homero mismo redivivo entrase en su ofi
cina cantando lo echarían a empellones porque les estorbaba
el trabajar sobre los textos muertos de sus obras.
Se perdió, en fin, la gran ocasión para el helenismo es
pañol, aunque nuestra Literatura y nuestra crítica hayan ga
nado mucho con ello; y, a lo largo de lo que va transcurrido
del siglo xx, ya no ha existido posibilidad alguna de dedica
ción a las Humanidades de ninguna gran figura de las Letras,
aunque apenas haya algún gran escritor en quien no asome
de forma más o menos oscura la veta clásica. Una conferen
cia sola para ellos merecerían, por ejemplo, los literatos sud
americanos, grandes lectores de los griegos y latinos, aunque
la mayor parte de las veces en traducción. Con, a su cabeza,
Rubén Darío, que recoge en fuentes de segunda o tercera
mano sus mitos, pero sabe insertarlos maravillosamente en su
mundo poético. Algunos de sus versos despiden una fragancia
helénica tan intensa, tan aparentemente auténtica, que el lec
— 57 —
tor desprevenido se asombra. ¿Dónde respiró el gran poeta
estos aires griegos? ¿En los círculos literarios de aquella Gre
cia de la Francia que él decía preferir a la antigua? En todo
caso, símbolos como el de Psique, según ha visto bien Rull,
están admirablemente aprovechados, lo cual no quiere decir
que no puedan rastrearse bien las fuentes: el tema proviene
por una parte, como vimos, de Valera, pero también, y en
mayor escala, de Poe,
— 58 —
bles. Ya antes ahondamos un poco en el Pérez Galdós “clá
sico” ; el hecho de que un finísimo especialista como Andrés
Amorós vaya a tratar del gran humanista que también fue
Pérez de Ayala me tranquiliza y reduce a marginal alusión
al hecho de que tanto él como Miró fueron alumnos de los
jesuítas, donde la enseñanza de las lenguas clásicas conservó
alguna mayor tradición y estima; el hermosísimo final de
Divinas palabras, con el milagro del latín, o el intento de re
generación que pudiéramos llamar sáfico de Max Estrella en
Luces de bohemia nos hacen añorar lo mucho que, con mejor
formación por su parte, habrían dado los antiguos a la simbo-
logía de Valle-Inclán; un antiguo alumno de Bardón y luego
buen novelista, Armando Palacio Valdés, hizo honor a sus
lejanos estudios intercalando una escena homérica en el mun
do idílico de La aldea perdida; todo el azaroso entramado
del Zalacaín el aventurero de Baroja resulta lograda trasla
ción a la guerra carlista del mito del troyano Héctor; Pedrito
de Andía, el héroe adolescente de Sánchez Mazas, estudia
también él en los jesuítas y llora con la Ilíada y se emociona
con Dafnis y Cloe o Píramo y Tisbe: y así podríamos con
tinuar en entretenido paseo por los amplios campos de la no
vela española moderna.
Porque, naturalmente, tiene menos interés, aunque no me
nos mérito, el evidente sedimento grecolatino que lecturas y
estudios han dejado en Eugenio d’Ors, Ortega y Gasset, Javier
Zubiri. Era de esparar. Mientras que, en cambio, sólo de una
manera paulatina se ha ido abriendo a críticos y profanos
el sellado mundo clásico, no extenso pero sí intenso, de An
tonio Machado. Aunque expresiones suyas como las de una
carta a Ortega recientemente publicada, en que establece un
apasionado parangón entre Baroja, aristócrata en mangas de
camisa, y Valera, espíritu en el fondo sensual y grosero vestido
de frac, pseudoclásico francés que presume de castizo, capaz
de narrar un cuento verde con el mayor aticismo o de envol
— 59 —
ver una vulgaridad o una porquería en toda suerte de huma
nidades o poner a contribución la Grecia con Platón y Aris
tóteles y Aspasia y Pericles... para decimos cosas dignas de
un mayoral de diligencia, nos muestren en el joven Machado
una faceta poco respetuosa hacia lo clásico, el influjo de los
antiguos es mayor en su obra de lo que podría pensarse. Y
no me refiero sólo a alusiones bien conocidas y en parte ba-
ladíes, no hablo únicamente de los centauros o la barca de
Caronte o los guerreros iliádicos con quienes soñó de niño
o la flauta de Pan. Mucho más importante es el impacto de
lo griego en su muy personal mundo filosófico. Dámaso Alon
so acaba de mostrarnos innegables influjos de Epicuro y Sé
neca en su famoso, si breve, poema Daba el reloj las doce;
y también pone de relieve al respecto la evolución experimen
tada por el poeta desde esos ecos juveniles de lo estoico a
su enjuiciamiento peyorativo, en la madurez, de Séneca, me
diano moralista y trágico de segunda mano ante cuya resig
nada filosofía de la muerte representan un frente de rebeldía
existencial y angustiado, del tipo de Kierkegaard y Heidegger,
otros pensadores a su entender mejor encauzados, como Una
muno, a quien califica el propio Machado de antisenequista,
y él mismo. Efectivamente, sus lecturas fueron introducién
dole en el mundo, más “moderno” si así cabe llamarlo, del
presocratismo. El tratamiento que da a la segunda aporía de
Zenón de Elea, o su aguda observación del círculo vicioso
en que cae Demócrito al afirmar como verdad que nada es
verdad, dan y han dado que pensar; y, en cuanto al fuego
cuyas cenizas ciegan los ojos del poeta
— 60 —
Con esto habríamos de entrar en el inacabable mundo de
la poesía y deberíamos deslindar, ya desde Espronceda, lo
trivial, como en los ejemplos que antes cité de Bécquer y la
Avellaneda, de lo sentido de verdad, como en Cabanyes y
Costa y Llobera. Con la posibilidad de casos mixtos. Sé que
hoy es “tabú” citar a Gabriel y Galán, y, sin embargo, voy
a hacerlo. Su bien conocida Castellana, que todos oímos re
citar de niños a alguna señorita en tal o cual visita de cum
plido, nos proporciona una sorpresa, según ha visto Virgilio
Bejarano, al revelarse como una imitación muy ceñida del
canto a Galatea de Polifemo en Ovidio; pero en seguida ve
mos también que probablemente sirvió como mediador Cris
tóbal de Castillejo. Con unas cosas y con otras, la investiga
ción se hace aquí ardua y difícil. Ante un poeta felizmente
vivo como Jorge Guillén, las fuentes clásicas de su extensa
obra, y en modo más concreto de su reciente Homenaje, cabe
preguntárselas al propio autor, y él contestará si quiere. Tam
bién vive hoy por fortuna José María Pemán, y éste nunca
ha pretendido ocultar los andamios intermedios, por ejemplo,
de sus construcciones dramáticas: en el complejo mundo so-
focleo, su mentor y amigo fue el nunca suficientemente llo
rado P. Errandonea, que evitó errores y aminoró anacronis
mos. En otros casos la búsqueda puede terminar pronto,
cuando un poeta ha sabido mostrarse generosamente sincero
en cuanto a fuentes. A Luis Cemuda, pongamos por caso, le
habría gustado saber mucho griego y latín: Heráclito y Em-
pédocles le parecen autores fundamentales; la Antología Pa
latina, leída en traducción, es estímulo admirable. ¡Qué pena,
termina el escritor, que Grecia nunca haya tocado al corazón
ni a la mente española!
Pero Cernuda fue siempre pesimista. A veces Grecia y
Roma, como en una magia sublime, han llegado a lo más
íntimo de las almas, y precisamente de las menos directamen
te formadas en griego y en latín. Fijémonos, por ejemplo, en
_ 61 —
Federico García Lorca. Son ya varios los libros —Alvarez de
M iranda el inolvidable, y Correa, y Feal Deibe— e infinitos
los artículos —uno de ellos lo escribí yo mismo— sobre su
entrañable, complicado mundo mítico. Por allí se pasean Pan,
los faunos y sátiros; Dafne, Filomena y Narciso; Pegaso,
llevando amansado a la mujer misteriosa que recoge los cla
veles y las rosas de mayo; la cigarra borracha de luz; y un
hermoso anciano, otra vez Walt Whitman,
— 62 —
civiles son veteranos centuriones e Ignacio Sánchez Mejías,
muerto como un gladiador a las cinco de la tarde, deja, en
su dorado medallón patricio, que le oreen las brisas de Tar-
teso.
Existe, sí, existe un intuitivo sentido del mito anclado en
la entraña del hombre. ¿Cómo explicamos, si no, los fabulo
sos aciertos del iletrado Picasso? ¿Su escalofriante Minotauro
ciego, pecador e inocente como Edipo? ¿Guernica planteado
a modo de escena trágica, con la mujer de la lámpara que se
horroriza y se interroga como un mudo coro, y el caballo su
fridor y la Némesis encarnada en el indiferente hombre-toro
de la izquierda? Ni. volvamos finalmente a la Literatura, po
dríamos interpretar de otro modo el hecho de que, como uno
de los últimos eslabones de la áurea cadena del mito de Uli-
ses —en que, junto a Tennyson y Pascoli y Joyce y Pound
y Kazantzakis y Hauptmann y Giono, las Letras hispánicas
no desmerecen ciertamente con Calderón, Pérez de Ayala,
Reyes, Cunqueiro, Torrente Ballester, el Antonio Gala de hoy
mismo—, Buero Vallejo nos dé en La tejedora de sueños,
según nos ha hecho ver magistralmente Manuel Alvar, no
una recreación más de la antigua historia, sino un engarce,
en la figura original de Anfino, con la hispánica filosofía de
Unamuno en que la criatura, omnipotentemente condenada a
muerte por su creador, se revuelve luciferianamente contra él
y le declara a su vez cadáver por ser hombre, puro sueño y
sombra sin consistencia.
Mas, no nos engañemos, estos titánicos, amorosos esfuer
zos por llegar al hondón de lo griego y latino serán cada vez
más erráticos y menos eficaces si, disuelta la levadura de nues
tros estudios clásicos, España, en esto como en otras cosas,
se va del brazo de un mundo materialista y frívolo que rehúye
el esfuerzo y persigue los dioses falsos de la pseudocultura.
Porque, aun con toda mi admiración hacia nuestros esforza
dos novelistas, poetas y dramaturgos, no puedo menos de ter
— 63 —
minar poniendo ante ellos los magníficos resultados que pue
de conseguir, como ha ocurrido tantas veces en otros países, un
verdadero humanista puesto a realizar trabajo creativo. Aquí
he de volver por última vez a Cataluña, ejemplar en este sen
tido como dije al principio; y, en la necesidad de elegir una
sola gran figura humanística, me veo obligado a dejar a un
lado personalidades muy interesantes, como la de Salvador
Espriu, del que creo recordar que estudiaba en Barcelona por
los años de mi estancia en aquella Universidad, para fijarme
en un helenista de verdad que por entonces estaba contratado
como tal por la primera y genuina Autónoma.
En seguida se verá que pienso en Caries Riba. Y no es
este el momento de poner de relieve sus conocimientos pro
fundos del griego, ni su exquisita maestría como traductor
de Homero y los trágicos, ni su denodada labor de publica
ción completa en edición bilingüe de las Vidas paralelas de
Plutarco. Aquí me interesa más bien el perfecto ejemplar hu
mano que fue Riba: capaz de apreciar en Sófocles, más allá
del tremendo enigma de Edipo, al piadoso y alegre cantor de
la felicidad del hombre; optimista como Sócrates y como Je
sús, mensajero de un mundo de esperanza en que sabremos
al fin que no se nos creó para un destino bestial. Riba cono
ció, como tantos de su generación, el dolor del destierro, pero
tuvo la suerte de poder plasmarlo en espléndidos versos. Las
Elegies de Bierville, escritas en 1939, son el impresionante
breviario de un alma nostálgica de sus paraísos perdidos, el
de la Grecia de sus viajes y sus libros y el de la Barcelona
de sus mejores días. Riba se acoraza, como los buenos hom
bres de Europa, en los eternos griegos: Orfeo, que regresó
sin la mitad de su alma, y Ulises, que se dejó en el viaje la
juventud y los recuerdos de una deliciosa travesía. Y ello le
ayuda a retom ar a él también y, cuando llega a la conclusión
de que su exilio no es ya más que empecinamiento estéril,
vuelve a Barcelona para que en su tumba del cementerio de
Sarriá pueda leerse, en griego desde luego, la frase paulina:
El amor nunca cae.
A la muerte del gran maestro, todos sentimos que algo
moría también en nosotros. Tal vez no hayamos sido del
todo fieles a su memoria: en todo caso, el relevo está ya a
la puerta. Que, como escribí hace muchos años, cuando tenía
su edad, puedan los jóvenes que me escuchan repetir con ra
zón el eco de lo que en la llíada oímos decir al héroe Está
ñelo: Nosotros nos jactamos de ser mucho mejores que nues
tros padres...
— 65
PRESENTACION A ANDRES AMOROS
P o r P e d r o S á in z R o d r íg u e z
Señoras y señores:
Voy a decir unas palabras para saludar en nombre de la
Fundación Universitaria al señor Amorós, que por vez pri
mera viene a ocupar esta cátedra.
El señor Amorós es doctor en Filología Románica, fue
catedrático de Instituto, hoy en estado de excedencia, y es
profesor de Literatura Española de los siglos x v i ii al xx en
la Universidad Complutense. Es un gran crítico literario en
un gran número de revistas y crítico teatral en el perió
dico Ya.
Hace muchos años que yo, que entre los trabajos que
traigo entre manos uno de ellos es una historia de la crítica
literaria en España, encontré en los trabajos del señor Amo
rós verdaderos capítulos de historia de la crítica en todo lo
referente a la novela, y además un libro especial dedicado a
Eugenio d’Ors como crítico literario.
Amorós ha hecho, como digo, verdaderas investigaciones
y obras de síntesis en todo lo referente a la novela moderna
española e hispanoamericana. En estos trabajos, desde el pri
mero suyo grande, Introducción a la novela contemporánea,
se tropezó con la gran figura de Pérez de Ayala, que ha sido
— 67 —
una de sus predilectas. De los libros de Amorós, dos están
dedicados a Ayala, y de la serie de ediciones y de prólogos
que ha dedicado, cinco son ediciones y estudios de Pérez de
Ayala.
Esto de hacer una edición de un autor para mucha gente
no tiene importancia, pero para los que somos del oficio sa
bemos que una edición de un autor bien hecha es la revela
ción de la cultura de un crítico y una de las tareas más di
fíciles que se pueden emprender. Algunas de ellas, de algu
nos autores ya clásicos, medievales o del Siglo de Oro, son
tan difíciles que años y años viene trabajando la crítica en
preparar una edición definitiva. Las ediciones de Amorós son
perfectas, por la crítica, por el prólogo, por la manera de estar
concebidas. Eso es un título suficiente para ver la calidad del
crítico, que publica luego monografías especiales sobre cada
autor.
Ayala, del que va hoy a hablar Amorós, especialmente en
su aspecto de cultura clásica, o la cultura clásica en Ayala,
es sin duda el autor moderno español que tenía más cultura
clásica. Yo le traté personalmente; fue un gran amigo mío
y sé que muy pocos autores, no ya literatos, sino profesio
nales en latín, leían con la facilidad con que él leía. Él se
había educado en los jesuítas, y creo que esta formación clá
sica de Ayala es uno de los grandes servicios que la Compa
ñía de Jesús ha prestado a la cultura nuestra, cumpliendo su
función de emplear su método docente en servicio de las
Elumanidades.
Quisiera contarles a ustedes una anécdota muy curiosa so
bre esto de la cultura clásica en la educación jesuítica. To
dos ustedes saben que Pérez de Ayala escribió un libro,
A. M. D. G., que ha dado origen a muchísimas polémicas, y
que en la época de la República no fueron sólo polémicas,
sino verdaderos encuentros personales. Yo recuerdo el estre
no de El divino impaciente, de Pemán, que era una réplica
— 68 —
a A . M. D. G., y yo recuerdo que no sólo hubo allí discusio
nes, silbidos, pateos y aplausos, sino que hubo varios heridos
y contusos, porque se arrancaron las patas de las butacas para
hacer algo muy diferente que literatura.
Pues bien, el autor de A . M. D. G., una sátira inteligente
contra los jesuítas, había sido educado por ellos. Y había un
jesuíta que por las noches venía a la cama de Pérez de Aya-
la y le arropaba, y además le dejaba en la mesilla de noche
unos caramelos. Ese jesuíta fue el padre Cejador, don Julio
Cejador, que luego fue catedrático de latín en la Universidad
de Madrid y profesor mío.
Cuando murió Cejador dejó unas memorias que su fami
lia publicó postumas. Y entonces el prologuista de esas me
morias fue Pérez de Ayala. Le escribió un prólogo lleno de
ternura, recordando aquellas afectuosidades del padre Ceja
dor, y se dio la paradoja de que el satírico de A . M. D. G.
ha escrito una de las páginas más emotivas sobre la educa
ción jesuítica.
Tengo la certeza, y no quiero interrumpir más el trabajo
del señor Amorós, que él nos ha de decir cosas muy intere
santes sobre Pérez de Ayala, porque sin disputa él es hoy el
mejor conocedor de su obra y uno de los más profundos co
nocedores de la evolución de nuestra novela contemporánea.
PEREZ DE AYALA, HUMANISMO Y NOVELA
A Carmen y Peque.
En recuerdo de Mabel.
— 71 —
la cultura es la espuela, el acicate. Por supuesto, viene a de
cir, no basta para tener talento creador, pero, sin esa cultura,
el caballo de la imaginación se convierte en un rocín, en un
asno. Es decir, que la cultura, sabiamente entendida, la cul
tura humanística, clásica, sirve para potenciar, para multipli
car la capacidad creativa de un autor. Y pienso yo que eso es
lo que sucedió con Ramón Pérez de Ayala.
Pérez de Ayala no sólo es un novelista de primera cate
goría, sino que es una figura intelectual, una de las figuras
más importantes del renacimiento intelectual y literario que
se produce en España en el primer tercio del siglo xx. Inclu
so diría yo que no sólo su obra, sino hasta cierto punto su
vida, con los momentos felices y los momentos desgraciados,
con las opciones culturales y políticas que tiene que tomar,
refleja muchos de los problemas profundos con los que se
ha tenido que enfrentar el intelectual español de nuestro siglo.
Quisiera señalar, para comenzar, alguno de los aspectos
biográficos de Pérez de Ayala. Pero en realidad no se trata
de una biografía seguida, como ustedes verán, que no es ese
mi objetivo ahora, sino, más bien, fijarme en aspectos suel
tos que, creo, son especialmente significativos para compren
der su obra.
Es curioso —y los profesores de literatura lo saben bien—
que el conocer la biografía de un escritor reciente es mucho
más difícil de lo que se puede imaginar. Podemos pensar que
vivió hace unos pocos años, que hay todavía muchas perso
nas que lo conocieron, que fueron sus amigos, y, sin embar
go, carecemos de una verdadera biografía completa de Ramón
Pérez de Ayala. No la escribió en su momento un escritor
que hizo el panegírico de Pérez de Ayala: Francisco Agustín
no atendía a estos datos eruditos concretos. No la hizo tam
poco un gran erudito al que recordamos con afecto, muerto
hace poco: don José García Mercadal, que ha editado las
obras completas de Pérez de Ayala, en curso de publicación.
— 72 —
Quizá lo más completo que existe por el momento es la obra
de Miguel Pérez Ferrero, que ha publicado solamente un
tomo; se basa especialmente en conversaciones, en charlas
con Pérez de Ayala, y, desde el punto de vista anecdótico y
concreto, no tiene rival.
Sin embargo, hay muchísimas lagunas en nuestro conoci
miento de la vida de Pérez de Ayala. Sabemos muy poco de
sus comienzos literarios; sabemos demasiado poco de su ac
tuación como embajador de España en Londres durante la
República; bastante poco también de su vida de exiliado, etc.
Así pues, no les voy a cansar a ustedes con pormenores eru
ditos, con detalles innecesarios, sino, simplemente, a señalar
algunos aspectos básicos de la personalidad y la obra de Ayala
que están íntimamente unidos.
Pérez de Ayala nace en Oviedo en 1880. Sus primeras
obras se publican, si no recuerdo mal, en 1905 un libro de
poemas, una novela en 1907 y, por fin, la consagración en
1910. Por estas fechas parece que queda claro que es un poco
posterior a la Generación del 98. Ustedes recuerdan que la
Generación del 98 se da a conocer con una serie de obras,
verdaderamente importantes, a partir del año simbólico de
1902, el año de la Sonata de otoño. Pérez de Ayala llega un
poco después. Como ustedes saben, el tema de las genera
ciones literarias se presta a muchísimas polémicas. Quizá no
sea una generación, quizá sea una promoción algo posterior.
Lo que no cabe duda es de que Pérez de Ayala hereda una
serie de preocupaciones que son típicas del noventa y ocho;
fundamentalmente, la preocupación por España —desde un
punto de vista crítico, regeneracionista, como se decía enton
ces—, preocupación característica del 98 y que ha hecho que
gran parte de la crítica le adscriba a esa generación como
una especie de hijo un poco posterior.
Además de eso, Pérez de Ayala fue amigo, compañero de
una serie de escritores del 98 ó modernistas. Grandes ami
— 73 —
gos suyos son, por ejemplo, Valle-Inclán, Azorín, retratados
de manera muy aguda, también con gran afecto, en Troteras
y (lanzaderas.
Alguna vez le preguntaron a Pérez de Ayala si él se con
sideraba incluido dentro de la Generación del 98. Y en una
entrevista periodística de los últimos años, de 1962, dijo: “Yo
no formé parte de ella, aunque los traté a todos, especial
mente a Unamuno, Valle-Inclán y Azorín. Mi opinión es que
la Generación del 98 dio grandes hombres”. Y en otra entre
vista comenta que él, en realidad, no forma parte de la Ge
neración del 98, pero sí de una línea crítica que arranca de
más atrás, “que arranca —dice él— de Ganivet, de Valera,
de Cadalso, de Quevedo”.
No cabe duda de que hay fragmentos en la obra de Pérez
de Ayala que se emparentan mucho con el espíritu del 98.
Toda la crítica ha señalado, en la primera etapa narrativa,
sobre todo, estos fragmentos. Recordemos por ejemplo el
final, muy llamativo, muy chocante de Troteras y danzaderas,
porque a Pérez de Ayala joven le gustaba chocar un poco,
epatar a la gente —“épater le bourgeois” era una expresión
frecuente entonces en los medios modernistas—. AI final de
esta novela, donde hay una serie de escritores, artistas, có
micos, bailarinas, etc., se vuelve a plantear una viejísima pre
gunta que don Pedro Sáinz conoce muy bien, la famosa pre
gunta del abate Masson, en el siglo x v i i i : “ ¿Es que se ha
debido algo a la civilización, a la cultura española, ha produ
cido algo verdaderamente positivo, al margen de los triunfos
militares o conquistadores?” Y entonces, al final de la no
vela, el final aparentemente cínico, es éste: “Sí, desde luego,
España ha producido Troteras y danzaderas”. Lo cual viene
muy bien para cerrar la novela y parece algo verdaderamen
te desvergonzado, un final cínico. Yo creo que tampoco es
del todo cierta esta interpretación. En primer lugar, esto co
rresponde a un momento de esnobismo juvenil, de escritores
— 74 —
a los que les gusta, como les decía antes, epatar al burgués,
hacer algo llamativo, chocante. Pero, además, incluso las tro
teras y las danzaderas que aparecen en esta novela quizá son
más vitales, más auténticas que gran parte de los políticos
y de los escritores que aparecen en el libro. Es decir, que
quizá esto no tiene un sentido tan negativo.
En todo caso, yo diría que Pérez de Ayala hereda preocu
paciones típicas del 98, pero que, en realidad, forma parte
más bien del grupo inmediatamente posterior, que se suele
conocer con el nombre de “Grupo novecentista” ; concreta
mente, Ortega y Gasset y el doctor Marañón fueron grandes
amigos suyos, compañeros intelectuales y también de actua
ción política.
De este grupo novecentista, ¿cuáles son sus característi
cas fundamentales, que habría que aplicar a Pérez de Ayala?
Por supuesto, la preocupación por España, pero desde un pun
to de vista un poco diferente a la anterior. La Generación
del 98 se plantea a España de una manera muy visceral, muy
sentimental, muy apasionada: el problema de si nos gusta
España o no nos gusta España; si hay que africanizar a Es
paña, o hay que europeizar a España, o españolizar a Europa,
con una serie de exabruptos ■ —esto hay que reconocerlo—
que, en cambio, no se dan en estos hombres, ni en Ortega,
ni en Marañón, ni en Pérez de Ayala.
En esta nueva promoción se da un estudio más sereno de
los problemas, más intelectual, más filosófico, más científico,
según los casos. Además, se da una actitud absolutamente
decidida, voluntaria, consciente de apertura a Europa. Pien
sen ustedes lo que representa, por ejemplo, para Ortega la
ida a Alemania, pues algo semejante, para Pérez de Ayala,
la estancia en Inglaterra. Hay también una voluntad muy
grande de reformar la sensibilidad española. Esto es más im
portante de lo que parece en la obra de Pérez de Ayala.
Hay otro momento en Troteras y danzaderas en que se
— 75 —
evoca una famosa conferencia en el Ateneo de Madrid. Es
una conferencia de Maeztu —Rainiero Mazorral, con nombre
verdaderamente malévolo en la novela—, donde Maeztu, me
parece que es en el año 10, habla de España, del problema
de España..., las cosas de siempre, y los jóvenes se entusias
man. Entonces, un personaje, que representa un poco a Pérez
de Ayala, se pregunta: “Si esto lo hemos oído muchas ve
ces, ¿por qué impresiona tanto a los jóvenes?” La respuesta
es: “Son palabras de siempre, pero dichas con una nueva sen
sibilidad”. No se trata de decir cosas nuevas, sino de cómo
se dicen. Y vuelve a preguntar: “Y entonces esa sensibilidad,
¿de dónde viene?” Porque a Maeztu lo presenta Pérez de
Ayala como un orador tosco, un poco elemental; dice que
era como un muñeco, que saltaba de repente, que impresio
naba mucho al auditorio, muy teatral. Nueva respuesta: “De
Ortega”. Ortega es el que ha educado a los españoles en una
nueva manera de comprender, de explicar, de entender los
problemas de España.
Como les decía, este grupo novecentista representa una
nueva sensibilidad, apertura a Europa, y también otra cosa
que me parece que no se ha estudiado suficientemente toda
vía y que es un tema verdaderamente apasionante para la
historia contemporánea española: la influencia que ejerce la
primera guerra mundial sobre los intelectuales españoles. Hay
algunos trabajos de José Carlos Mainer, pero no se ha estu
diado suficientemente lo que supuso la guerra mundial de
ruptura del país, del país intelectual, en los aliadófilos y los
germanófilos. Pues bien, Pérez de Ayala, como centro de este
grupo, como la mayoría de ellos, es absolutamente aliadófilo.
Además, la primera guerra mundial les hace tomar conciencia
de una serie de problemas sociales y políticos. Todo esto
desembocará, a la larga, unos años después, en la actuación
pública a favor de la II República española.
Como proponen algunos críticos, por ejemplo Juan Mari-
— 76 —
chal o Gonzalo Sobejano, habría que hablar no de una gene
ración novecentista, sino de una promoción de 1914.
Pérez de Ayala es hijo de un comerciante castellano es
tablecido en Asturias. Pertenece, como muchos intelectuales
de su grupo, a la clase media relativamente acomodada. Esto
lo ha explicado mi compañero José Carlos Mainer hablando
de la crisis de conciencia burguesa de unos escritores que
provienen de la burguesía, indudablemente, pero que aspiran
a incorporarse al pueblo en sus deseos políticos, cosa verda
deramente difícil de lograr.
Es fundamental en él —como ha aludido don Pedro Sáinz—
el episodio con los jesuítas. A los ocho años sus padres le
envían al colegio de jesuítas de San Zoilo, en Carrión de los
Condes, en la provincia de Palencia. Después continuará el
bachillerato en el colegio de la Inmaculada de Gijón, y allí
tiene como profesor al bondadoso y muy apasionado don Ju
lio Cejador, antes de que abandonara la Compañía.
En realidad, el niño Pérez de Ayala lo pasó muy mal con
los jesuítas. Años después escribirá esta novela autobiográ
fica, A .M .D . G., relatando sus experiencias. Les recuerdo
sólo unas frases de un artículo:
— 77 —
manística, con lo cual se singulariza con respecto a lo que
es habitual en el novelista español de todas las épocas. Ha
bría que referirse aquí —lo haré varias veces— a Valera y a
Unamuno como ejemplos relativamente cercanos.
Pérez de Ayala poseía una formación clásica muy seria;
leía los clásicos griegos y latinos en su lengua original, y ade
más esto no era para él ninguna obligación culta, sino que
era un verdadero placer. Hasta el final de sus días ■ —esto se
puede ver en sus libretas, en sus cuadernos, que he podido
manejar—, se divierte en las épocas de pesimismo creciente,
de cierto agotamiento literario, perfeccionando su griego y su
latín. Es conmovedor ver a un escritor que ha sido propuesto
para el Premio Nobel, a un escritor ya mayor, con dificulta
des económicas, con una serie de problemas de todo tipo, que
se consuela apuntando en su libreta palabras griegas y latinas,
ampliando su vocabulario.
Cuando, muchas veces, la crítica se pregunta cuál era la
verdadera vocación de Pérez de Ayala, se podría contestar
de muchas maneras. Su vocación era tener amigos, vivir bien
en todos los sentidos de la palabra, de una manera inteligen
te, refinada, civilizada; pero, también, las humanidades clá
sicas. Yo pienso que si él hubiera podido y si hubiera cono
cido la floración de estos estudios clásicos, griegos y latinos
en la España actual, probablemente le hubiera gustado mucho
estudiar la Licenciatura en lenguas clásicas. Esta es una de
sus vocaciones más permanentes.
Ahora bien, esta formación clásica no es un adorno, sino
que repercute de modo muy claro en sus ensayos y en sus
novelas. Las novelas de Pérez de Ayala no son importantes
por la trama, por el argumento, sino que, muchas veces, de
trás de esto hay un tema o un problema de raíz clásica, que
es lo que a él más le preocupa.
A la vez —hay que decir todas las cosas— la educación
jesuítica le produce una seriá crisis religiosa. Cuando un pe-
— 78 —
riodista le pregunta, siendo joven, si tiene fe religiosa, le
contesta de contesta de una forma implacable, lacónica: “No,
he estudiado con los jesuitas”.
Esto también habría que precisarlo un poco, al margen de
los escándalos, de las polémicas, pues son cuestiones de la
historia de España contemporánea. En realidad, me parece
que Pérez de Ayala, como otros muchos españoles contem
poráneos, como Galdós, como Clarín, como Ortega, no es an
tirreligioso, pero sí es anticlerical. La diferencia es bastante
clara y hay que dejarla bien sentada. Me parece que el anti
clericalismo de Pérez de Ayala y de otros escritores no es
más que la respuesta a lo que ellos ven como excesiva in
fluencia del clero en la vida social española, al excesivo tra
dicionalismo, que ellos atribuyen en gran parte al clero espa
ñol, y a la falta de cultura que observan en muchos de ellos.
En su juventud, Pérez de Ayala adoptó posturas muy po
lémicas, muy chocantes, y esto, indudablemente, favoreció de
alguna manera su fama popular —piensen ustedes que las
famas literarias casi nunca responden sólo a méritos litera
rios estrictos, sino a elementos que poco tienen que ver con
la literatura, al escándalo, a la circunstancia—. Pero, en rea
lidad, su actitud frente a la religión católica es distinta; me
parece que es una actitud seriamente crítica. Y yo pienso
—salvando las distancias lógicas, históricas— que podría em-
parentarse de alguna manera con la actitud del movimiento
erasmista en el siglo xvi. Ustedes recuerdan esa magnífica
frase de Juan de Valdés cuando dice: “Todo el negocio cris
tiano se reduce a confiar, creer y amar a Dios”. Eso lo podría
firmar absolutamente Pérez de Ayala. Es decir, fe, esperanza
y caridad, las virtudes esenciales; pero, en cambio, crítica de
las ceremonias externas, que le parecen en gran medida irre
levantes, y defensa de un cristianismo interior. Es curioso que
el gran estudioso del erasmismo español, Marcel Bataillou,
de joven fue un gran entusiasta de Pérez de Ayala, y poMfadti j
— 79 —
cosa que él no solía hacer, sobre literatura contemporánea,
una reseña entusiasta de Belarmino y Apolonio en el Bulle-
tin Hispanique en los años veinte.
Con el tiempo, la actitud de Pérez de Ayala ante la reli
gión se fue dulcificando mucho y está atestiguado por com
pleto que su actitud final es muy positiva con relación a la
religión católica. No me refiero sólo a una conversón de úl
timo momento, que se podría interpretar de muchas formas,
sino a algo que, a mi modo de ver, es muy importante desde
el punto de vista intelectual. Creo que puedo atestiguar que
una de sus lecturas favoritas a lo largo de toda su vida, pero
sobre todo al final, es la Biblia. La Biblia y comentarios bí
blicos, en la biblioteca de su casa se pueden ver muchísimos,
en varios idiomas, y San Pablo, tema que evidentemente le
preocupaba mucho, le obsesionaba.
En cuanto a las anécdotas sobre A . M. D. G., yo también,
sin haberlo vivido, les puedo añadir una pequeña: cuando
se estrena la adaptación escénica de A . M. D. G. en el Madrid
de la República, asiste a una de las representaciones el go
bierno con su presidente, que es Manuel Azaña. Entonces hay
una serie de escándalos, golpes y detenidos. Leyendo en los
periódicos de la época me he encontrado que entre los dete
nidos por oponerse ruidosamente a la obra están, además de
algunos sacerdotes, un tal José Antonio Primo de Rivera. En
tonces se publica en Inglaterra, en el periódico Catholic Herald
—si no recuerdo mal—, siendo Pérez de Ayala embajador en
Londres, que hay un “spanish marxist embassador”. Por su
puesto que Pérez de Ayala no era marxista en absoluto, sino
otra cosa bastante diferente. En fin, vuelvo a retomar el hilo
de la biografía.
Pérez de Ayala estudió en Oviedo, y esto es importante
también porque la Universidad de Oviedo en aquellos mo
mentos juega un papel verdaderamente destacado dentro de
la vida intelectual española —se habla de “la Atenas de Es
— 80 —
paña” y cosas así—. Lo importante es que coinciden en Ovie
do una serie de profesores de talante intelectual liberal, muy
influidos por la corriente krausista, que marca tan decisiva
mente la vida cultural española desde la segunda mitad del
xix. Allí son maestros en ese momento Altamira, Alvarez
Buylla, Sela, Aramburu, Adolfo Posada y, sobre todo, Leo
poldo Alas “Clarín”.
Pérez de Ayala, en uno de sus artículos juveniles, dice
que siente “adoración” por “Clarín”. “Clarín” va a ser su ver
dadero maestro espiritual. Por supuesto, Pérez de Ayala ado
ra también a Galdós —tuvo una amplísima relación, que se
puede ver en las cartas a Galdós, publicadas por Soledad Or
tega; en el prólogo que puso Pérez Galdós a Tinieblas en
las cumbres; se pueden ver los elogios que hizo Pérez de
Ayala del teatro de Galdós en Las máscaras—. Pero, a pesar
de eso, la línea literaria de Pérez de Ayala es otra; no es la
de Galdós, la del realismo, sino que es la línea de “Clarín” :
novela intelectual, novela rica en ideas, pero novela, sobre
todo, centrada en la visión irónica, amarga, de una capital de
provincia española. A Oviedo la retratan implacablemente tan
to “Clarín” —con el nombre de Vetusta— como Pérez de
Ayala, con el nombre de Pilares.
“Clarín” y Pérez de Ayala son, por supuesto, grandes no
velistas, pero, además, otras cosas, o antes, o después, como
ustedes quieran. Son pensadores, espíritus críticos y de una
gran inteligencia, y también —pienso yo— grandes pesimistas.
Ahora bien, el pesimismo se suaviza por la presencia de un
elemento asturiano, se suele decir, aunque son tan relativas
estas caracterizaciones, pero parece que sí. Parece que del
espíritu asturiano —él mismo lo dice— toma Pérez de Ayala
dos características fundamentales. Por una parte, el lirismo
frente a la naturaleza, que viene a contrapesar la ironía amar
ga del intelectual. Por otro lado, un sentido del humor muy
suave que “está alejado —dice él— de lo que es habitual en
— 81 —
Castilla” ; por ejemplo, no es el humorismo de un Quevedo,
aunque sean los dos de una enorme categoría.
El joven Pérez de Ayala marchó a Inglaterra, y me inte
resa subrayar esto. Sabemos muy poco de su estancia pri
mera y de la que luego tuvo como embajador. Sabemos que
se trataba, en principio, de un viaje formativo, en un sentido
amplio, para estudiar literatura, arte, algo así. Lo importante
es que Pérez de Ayala fue un gran enamorado de Inglaterra,
y esto también es singular dentro de la cultura contemporá
nea española. Lo normal en esta época, me parece, es recibir
la vida intelectual a través de Francia, o, en todo caso, a
partir de Ortega, cada vez más, recibirla a través de la filo
sofía alemana. En cambio, Pérez de Ayala subraya muchísi
mo el espíritu inglés. ¿Con qué aspectos del espíritu inglés
comulga más claramente? Por una parte, con el sentido del
humor, que ya les he mencionado; por otra, con el profundo
liberalismo —y esta es otra palabra que nos haría paramos
muchísimo si tuviéramos tiempo, que habría que subrayar
muchísimo.
Para Pérez de Ayala, como para Marañón —en esto eran
muy amigos y pienso que comulgaban totalmente—, el libera
lismo no se trata de una opción política concreta en un mo
mento determinado, sino de una actitud general ante la vida,
casi de una religión, que posee raíces muy hondas y que se
manifiesta en todos los sectores de la vida del espíritu. Con
cretamente para Pérez de Ayala esto tiene unas consecuencias
muy definidas en el terreno narrativo. Hoy gran parte de la
crítica contemporánea —por ejemplo, Mariano Baquero Go-
yanes, Weber— subrayan como esencial en Pérez de Ayala
lo que se llama perspectivismo, noción orteguiana, absoluta
mente. Es decir, que la realidad no existe totalmente ante
nosotros como un bloque, sino que tenemos una perspectiva
ante la realidad.
Pues bien, Pérez de Ayala lo explica muy claramente en
— ■ 82 —
Belarmino y Apolonio; lo que quiere es darnos la realidad
vista desde una suma de perspectivas. Hay un capítulo en
Belarmino y Apolonio que se llama “La Rúa Ruera vista desde
dos lados”, una calle ovetense vista desde un aspecto y desde
el otro, y así se conseguirá lo que el novelista llamará, un
poco pedantemente, con ironía pedante, la “visión diafenome-
nal”. Es decir, no ver con un solo ojo, sino ver desde puntos
de vista distintos, lo cual producirá un relieve especial a lo
que veamos.
Ahora bien, esto del perspectivismo —insisto en ello— es
una técnica narrativa concreta; pero, en el fondo, hay una
concepción filosófica, la concepción, en gran medida, de Or
tega. Pero también hay una visión general de la vida. Para
Pérez de Ayala, lo característico del novelista es hacerse car
go de muchos dramas individuales, tener una gran amplitud
de espíritu, comprender las distintas posibilidades vitales de
cada personaje, no condenar, sino justificar. Es decir, una es
pecie de religión del liberalismo.
En la biografía de Pérez de Ayala hay una quiebra trá
gica cuando una tragedia familiar le obliga a volver de Ingla
terra y a cambiar su carrera de escritor. No sólo es una tra
gedia familiar, sino que también es una tragedia económica.
Pérez de Ayala, a partir de ahora, tendrá que trabajar. Se ha
discutido mucho —antes lo comentábamos— si Pérez de Aya-
la hubiera sido escritor en todo caso. Bueno, esto son los fu-
turibles del pasado; qué hubiera sido en otras circunstancias
no se puede saber. Muchos amigos de Pérez de Ayala dicen
que no; era muy perezoso, en el mejor sentido de la pala
bra, en el sentido de amante del ocio; no le hubiera gustado
llevar una vida profesional de escritor. Yo pienso que, en
todo caso, sí hubiera sido poeta, desde luego —hasta el final
de su vida lo fue— ; sí hubiera sido lector de los clásicos,
sí hubiera escrito de vez en cuando; pero quizá esta tragedia
familiar y económica le impulsa por el camino profesional de
— 83 —
las letras, le obliga a escribir con frecuencia. Entonces apare
ce en la vida cultural madrileña con una actitud aristocrática,
un poco desdeñosa y bastante esnob. Es el momento en que
Antonio Machado lo retrata en un hermoso poema:
— 84 —
cursos del Kaiser, verdaderamente virulenta y terrible, que
publica sin firma.
A partir de aquí se produce un cierto cambio de orienta
ción en su carrera: va dejando el estilo autobiográfico de su
primera etapa y se va dedicando cada vez más a problemas
concretos de la realidad social española, aunque luego deri
vará hacia temas intelectuales universales. Quizá la cumbre,
desde este punto de vista, y en cierto modo de toda la obra
de Pérez de Ayala, son las que él titula Tres novelas poemá
ticas de la vida española: Prometeo, Luz de domingo, La
caída de los limones. Ahí hay, por una parte, una recreación
de los mitos clásicos verdaderamente singular —lo ha preci
sado, entre otros, Esperanza Rodríguez Monescillo, estudian
do la recreación del mito de Prometeo, de Odiseus, con una
entidad intelectual muy poco frecuente en la novela española
contemporánea— ; pero a la vez hay una crítica feroz del
sistema de caciquismo, que entonces imperaba ampliamente
en muchos pueblos españoles. Recordemos que Luz de domin
go —pienso yo que su obra maestra— está dedicada a Ara-
quistain, conocido entonces como escritor, pero también como
político izquierdista.
Del mismo modo que otros escritores, Pérez de Ayala
adopta una actitud muy decidida frente a la dictadura del
general Primo de Rivera. Entonces escribe una serie de ar
tículos verdaderamente virulentos, recogidos en el volumen
Política y toros, del que se ha hecho recientemente una edi
ción abreviada titulada Escritos políticos. Forma parte de una
serie de empresas políticas de signo intelectual; la más im
portante es la “Agrupación al Servicio de la República”, que
funda junto con Ortega y Gasset y Marañón. El advenimien
to de la República supone el triunfo de esta empresa; Pérez
de Ayala es nombrado embajador en Londres, y no sabemos
mucho de su vida allí. Sabemos, eso sí, que él estuvo a gusto
y tenía grandes amigos ingleses. Sin embargo, lo que me
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preocupa más es otra cosa: su actitud de liberal moderado,
como la de sus compañeros Ortega y Marañón, fue siendo
rebasada por los elementos más extremistas de la República
española, de modo que cesó como embajador en 1936.
Esta dedicación a la política, por otra parte, quizá no ha
sido buena para su carrera narrativa. Su última novela lleva
la fecha de 1926. Entonces, el escritor tenía cuarenta y seis
años y estaba plenamente reconocido por la crítica interna
cional más exigente. Había ganado el Premio Nacional de
Literatura, le proponen para el Premio Nobel, lo cual da lugar
a un pequeño roce con Unamuno, que él soslaya diciendo que
se retira absolutamente ante Unamuno; “Belarmino y A po
lonio —ha escrito Jean Cassou— es el Quijote de la era con
tem poránea...”, es decir, una consagración absoluta y, sin em
bargo, deja de escribir novelas. ¿Por qué? Este es el gran
enigma biográfico-literario de Pérez de Ayala.
El caso es especialmente pintoresco si recordamos que
Pérez de Ayala tenía una teoría según la cual la novela es el
género propio de la madurez, el fruto de una experiencia vital
acumulada durante años. Y, sin embargo, su propio ejemplo
desmiente esta teoría. ¿A qué se debe ese silencio narrativo,
tan difícil de explicar? ¿Es que no tenía proyectos? Tenía
muchísimos. En mi libro La novela intelectual de Ramón Pé
rez de Ayala he copiado listas de títulos de novelitas, de
cuentos, de novelas que él pensaba escribir y sin embargo
no llegó a hacerlo. ¿Por qué? Se pueden dar muchas expli
caciones. Les recuerdo solamente algunas: la pereza, la apa
tía del escritor; también su vida ajetreada desde la guerra,
con la necesidad de escribir muchas colaboraciones periodís
ticas, que quizá son funestas para una labor más reposada,
más tranquila; el agotamiento, quizá, de una cierta línea no
velesca, y además el pesimismo creciente, aumentado por al
guna tragedia familiar, y por la guerra civil española.
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Hay que pensar lo que tuvo que suponer para estos inte
lectuales, que colaboraron en la venida de la República, la
guerra civil. En el caso de Pérez de Ayala, a mí me gusta
recordar especialmente un discurso que pronunció en Lon
dres, siendo embajador, en mayo de 1934. Conmemorando el
tercer año de la República, reúne a los españoles que están
en Londres, de distintas tendencias, no todos republicanos, y
se alegra de que esos tres años “hayan demostrado —leo tex
tualmente— que puede haber una colectividad de españoles
perfecta, irreprochablemente unidos y concordes, cualesquiera
que puedan ser sus discrepancias, inevitables y aun convenien
tes. Que los españoles son tan aptos para la fecunda solidari
dad social como lo pueda ser el que más. Que no es cierto que
el español, por una serie de fatalismo temperamental, lleve
dentro de sí la tendencia inevitable a la contradicción, a la
imposición, a la indisciplina, etc. Que se vea arrastrado, a
pesar suyo, como única manifestación de su personalidad, a
adoptar posiciones extremas de guerra civil, potencial o ac
tual, como si todos los españoles, por una especie de maldi
ción bíblica, no pudiéramos ser sino cainitas y abelianos (re
cuerden ustedes Abel Sánchez, de Unamuno), verdugos y
víctimas de nosotros mismos”. Y concluye triunfalmente, fíjen
se que es trágico leído desde esta perspectiva actual:
“Aquí está la prueba contraria: la colonia española de
Londres. Por el contrario, si fracasáramos, no digo losrepu
blicanos, sino los españoles, será menester que con laslágri
mas de Boabdil en los ojos nos dispongamos a abandonar por
el foro el escenario del mundo, y llorar como mujeres lo que
no supimos conservar como hombres.” Y de hecho así fue.
Para un intelectual como Pérez de Ayala se quebró el
ideal de pacífica convivencia, y los españoles se vieron lanza
dos, una vez más, a una guerra civil.
A mí me parece que en estas palabras está, en gran me
dida, el germen y la explicación de la actitud futura del es
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critor, de muchos de sus pesimismos y muchos de sus escep
ticismos. Después comienzan unos años de exilio; poco a
poco, reanuda los lazos con la patria, pasados los difíciles
años de la postguerra, vuelve a publicar en el A B C de Ma
drid, hace un corto viaje a España en 1949, y vuelve defi
nitivamente a su patria, junto a sus parientes y amigos, el
20 de diciembre de 1954.
Para la opinión oficial española, Pérez de Ayala era toda
vía uno de los malvados intelectuales que contribuyeron a
traer a España la República; pero había también un deseo
muy generalizado de reincorporar a la vida española a figuras
de una categoría tan indiscutible —lo mismo ocurrirá con sus
compañeros Ortega y Marañón—. Vuelta a España que tiene
un carácter, para ser fiel a la realidad, absolutamente priva
do, que no significa ninguna toma de posición pública ante
los problemas de su patria. Colabora regularmente en el pe
riódico A B C con artículos que son en su mayoría refritos
de hace muchos años, o que repiten o prolongan ensayos ya
publicados; recibe el premio de la Fundación Juan March;
sale poco de casa; se limita a una vida familiar y amistosa
y muere en Madrid el 5 de agosto de 1962.
Para los jóvenes yo creo que era ya una figura de signi
ficación desconocida. Lo que ellos —quizá hablo por mi ex
periencia— conocían de él eran comentarios, muy académi
cos, a temas de tan urgente actualidad como los fabulistas
o poetas líricos griegos y latinos, y no sabíamos nada de sus
polémicos artículos y novelas de hace años. Por razones de
censura, A . M . D . G. no se incluyó en la edición de sus obras
completas, y su primera novela, Tinieblas en las cumbres, de
ambiente lupanario, ha esperado también para verse reedi
tada hasta 1971.
En el conjunto de la obra de Pérez de Ayala hay que dis
tinguir —y voy concluyendo ya— novelas, poesía, ensayo. En
poesía no se trata de poemas sueltos, sino de una vocación
intelectual mantenida desde el comienzo de su carrera hasta
los últimos días de su vida. Una poesía centrada en la metá
fora básica del sendero, la vida como sendero, como camino:
La paz del sendero, El sendero innumerable, El sendero an
dante, El sendero ardiente. Una poesía profundamente inte
lectual y hasta conceptuosa, que pienso yo que ha sido mi-
nusvalorada, quizá porque el público español de poesía, tradi
cionalmente, ha sido más amigo de la imaginería brillante y
hasta cierto punto superficial. Ultimamente, un profesor, ca
tedrático de la Universidad de Zaragoza, Víctor de la Con
cha, ha emprendido una seria rehabilitación de esta poesía
profundamente intelectual, de raíces clásicas muy concretas.
La mayor parte de su producción literaria corresponde al
género ensayístico. Por gusto, por afición, por normal deri
vación de su talento, e incluso se ha dicho que lo ensayístico
empapa toda su obra, hasta las novelas. Esto se debe a su
talante discursivo, intelectual, razonador, interesado por todo
tema cultural, y también a algo que es frecuente en los es
critores españoles contemporáneos: a la necesidad económica,
a la necesidad de colaborar en los periódicos para obtener
unos ingresos hasta cierto punto regulares. Quizá sus libros
más importantes en este sentido son Política y toros y Las
máscaras.
Pero las novelas son, desde luego, el género en el que
Pérez de Ayala obtiene su logro artístico más completo. No
velas con dos etapas: una primera autobiográfica, en la cual
habla de sí mismo como joven que se enfrenta con el mundo,
con las experiencias vitales y también con la España de la
época, por supuesto. El habla en el prólogo a la edición ar
gentina de Troteras y danzaderas de que quería escribir una
serie de novelas que fueran de alguna manera como un gran
fresco sobre la España contemporánea, en sus distintos am
bientes y sectores, lo cual nos está hablando de la heren
cia del 98.
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Después, la etapa de transición que les he citado antes,
con las “novelas poemáticas”, y por último, en la segunda
época, estos grandes temas que hacen a Pérez de Ayala ver
daderamente universal, sin dejar de ser asturiano, por supues
to, profundamente enraizado en su tierra natal, pero abierto
a temas universales. Por ejemplo, en Belarmino y Apolonio
el problema de la creación lingüística, que se ha considerado
un antecedente de experimentos muy revolucionarios, como
los de Joyce, pero también el problema de la relatividad de
las verdades humanas, del perspectivismo, de la visión desde
plurales puntos de vista.
En Las novelas de Urbano y Simona —que es el título
que he dado a la edición conjunta de Luna de miel, luna de
hiel y Los trabajos de Urbano y Simona— se trata del tema,
ciertamente universal, aunque con algunas caracterizaciones
españolas muy concretas, del amor y de la educación erótica.
Por último, en la pareja final de novelas, Tigre Juan y
El curandero de su honra, se trata de una desmitificación del
concepto clásico español del honor matrimonial, del honor
calderoniano y también de una crítica del donjuanismo, que
está prefigurada en “Clarín” y que es totalmente paralela a
la de su compañero y amigo Gregorio Marañón.
Como he apuntado antes, en definitiva, la novela de Pé
rez de Ayala pertenece a un género que se suele considerar
como novela intelectual o novela-ensayo. Es algo semejante a
lo que han hecho en nuestro siglo el inglés Aldous Huxley,
el alemán Thomas M ann; hoy, los argentinos Ernesto Sábato
y Julio Cortázar. En España me parece que un antecedente,
lejano pero muy claro, es don Juan Valera. En la biblioteca
de Pérez de Ayala se encuentran las obras completas de Va-
lera, al que dedicó también algunos ensayos, y están minucio
samente anotadas. Yo pienso que gran parte del intelectua-
lismo, de la ironía, del sabio escepticismo de Pérez de Ayala
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le vienen de (o coinciden con, esto no sabría decirlo) don
Juan Valera.
Por supuesto, el maestro inmediato es “Clarín”, por astu
riano, por intelectual, por irónico, por crítico de la vida pro
vinciana, por el sarcasmo desgarrado, unido en muchos mo
mentos a la ternura. Coincide en gran parte con el concepto
de “nivola” de Unamuno, con una novela intelectual, abierta,
una novela en la cual lo fundamental no es —como dice Cor
tázar— saber qué es lo que sucederá al final, sino todo lo
que hay en medio. Coincide en gran medida con el vitalismo
de Ortega. El final de El curandero de su honra es un canto
a la vida hecho por un profundo intelectual, exactamente igual
que Ortega. Y pienso que esta línea, de alguna manera, se
podría rastrear después de la guerra en obras como las de
Francisco Ayala, Gonzalo Torrente Ballester o Luis Martín
Santos.
En sus novelas, Pérez de Ayala intercala digresiones sobre
temas muy variados, y se lo reprocharon, pero a él le diver
tía —también le divertía esto a don Juan Valera— ; cuando
le censuran estas cosas dice que él escribe para contar lo que
le gusta. Le dicen también que escribe demasiado bien, como
a Valera le habían dicho, y éste respondió que no podía evitar
el discretear cuando se le presentaba la ocasión. Habría que
hacer aquí una cortísima parada para decirles algo sobre el
estilo de Pérez de Ayala.
El estilo de Pérez de Ayala es un estilo profundamente
clásico, de una perfección deslumbrante, pero no un lenguaje
popular. Con un contraste muy grande entre elementos toma
dos de la realidad asturiana, concreta, incluso del bable, y
un lenguaje literario, arcaizante, que él domina a la perfec
ción. Ahora bien, el tópico de la crítica es decir que esto le
costaba gran esfuerzo a Pérez de Ayala, que él trataba de
complicar las cosas en su manera de escribir. Creo que puedo
demostrar que no es cierto con un argumento que me parece
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que es el único, definitivo: el estudio de los manuscritos.
Los manuscritos de Pérez de Ayala que se han conservado
demuestran que él corregía, por supuesto, pero que gran par
te de sus párrafos más intelectuales, más digresivos, más com
plicados, los ha escrito a vuelapluma, sin corregir absoluta
mente nada y con una gran velocidad, incluso. ¿Por qué?
Porque estaba empapado de lecturas, porque en él la cultura
no es algo artificial, sobrepuesto, sino que es algo verdadera
mente asimilado, con naturalidad; le salía así de una manera
fluida, natural, sencilla.
Sus personajes, además, plantean problemas permanentes
del hombre en todas las épocas y en todos los países. Pero
eso no quiere decir que desatienda el aquí y el ahora, la con
creta realidad hispana de su tiempo, la crítica del caciquismo,
del donjuanismo, de la falta de sensibilidad en el español, de
su falta de aptitud para abrir los ojos a la realidad, para per
catarse de las bellezas del mundo externo —cosa que a él le
parece fundamental—, de un sano sensualismo, en lo cual
coincide con Gabriel Miró.
Ahora bien, el peligro que acecha a este tipo de novela
intelectual, humanista, es, por supuesto, la frialdad, la deshu
manización. Me parece que eso no ocurre, en general, con
las obras narrativas de Pérez de Ayala, porque contrapesa el
intelectualismo con un profundo vitalismo. Un vitalismo no
elemental y tosco, sino el vitalismo auténticamente intelec
tual, paralelo al de Unamuno, paralelo al de Ortega. También
lo contrapesa con el sentido del humor, a veces caricatures
co, cercano al esperpento de Valle-Inclán, y habría que estu
diar, todavía no se ha hecho, la cercanía de las novelas poe
máticas de Pérez de Ayala con el esperpento de Valle-Inclán
y con la tragedia grotesca de Arniches, que él estimaba mu
chísimo por sus fuertes contrastes de crítica y de burla y
caricatura. Tampoco puede ser fría una obra que tiene este
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apasionamiento español, esta capacidad crítica. Todo eso pien
so que le da una gran densidad humana y vital.
Pérez de Ayala me parece un escritor profundamente sin
gular, al margen de las modas literarias. Quizá nunca llegue
a ser un autor plenamente popular, lo cual no dice nada ni
en favor ni en contra de su categoría. Pienso que su estilo
clasicista y la complejidad intelectual, humanista, de sus na
rraciones parecen oponerse a ello. Sin embargo, su categoría
es algo absolutamente indiscutible, y creo también que es
importante reconsiderar a Pérez de Ayala desde la posición
actual de la novela, y concretamente de la novela española.
Por supuesto que en un momento, en los años cincuenta, en
los cuales predominó por completo la línea del llamado “rea
lismo social”, la novela de Pérez de Ayala parecía algo in
temporal, difícil de entender por la gente más joven.
Es evidente, se podrían aducir multitud de testimonios,
que hoy, en los últimos años, la novela española, por cansan
cio de lo social, por insuficiencia de su capacidad crítica y
también de su categoría artística, por influencia de los his
panoamericanos, por un complejo de razones, hoy, repito, la
novela española actual ha derivado hacia formas de relato más
intelectuales, más complejas, y pienso que eso permite, y per
mitirá de ahora en adelante, comprender y apreciar mejor a
Pérez de Ayala.
De una manera un poco llamativa les podría decir que
quizá es más fácil comprender a Pérez de Ayala desde Ra
yuelo, de Cortázar, que desde Fortunata y Jacinta o La busca.
Lo cual no quiere decir nada en demérito de una o de otra;
simplemente, son caminos diferentes, y hoy parece que esta
mos volviendo a ese camino, el camino que ha representado
en los últimos tiempos, de manera muy brillante, La saga-fuga
de J. B., de Torrente Ballester.
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En definitiva, pienso que, en todo caso, siempre habrá
lectores que encuentren distracción y consuelo en su inteli
gente pesimismo, en su ironía crítica y en su comprensión
caritativa de las debilidades humanas.