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© Daniel Silva
LO
QUE
ELLOS
VEN
¿Por qué un ciego tiene la cortesía
de pagar el recibo de la luz?

Fotografías de Daniel Silva


Un texto de Marco Avilés

Ignacio Palomares, Mauro Palomares, Lorenzo Torres y Amador Torres, son medios hermanos.
Los cuatro son ciegos y viven en Parán, un pueblo al noroeste de Lima.
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L
orenzo Torres dice que a su gato lo llama Gato
porque nunca lo ha visto. Es un agricultor ciego que
ha perdido la vista hace un cuarto de siglo por una
enfermedad degenerativa en las retinas. Desde entonces
prefiere no describir a sus animales ni ponerles nombres.
Sus gallinas sólo son gallinas y los tres o cuatro perros que ha
tenido se llamaron Perro sin distinción de raza o género. Sólo
Perro. Todos fueron valientes. Con Gato el asunto es distinto:
maúlla todo el día sin salir de casa, y su dueño está convencido
de que es un animal miedoso porque le teme a las alturas.
El agricultor tiene unos setenta años, es soltero, no tiene
hijos y vive con Gato en lo alto de una montaña cubierta
de neblina. Es la más elevada al final de una cadena de
montañas que rodean este valle agrícola. A inicios del siglo
XX, cinco parejas jóvenes que buscaban tierras llegaron a
este lugar escondido y lo llamaron Parán, como un desierto
descrito en el Antiguo Testamento. Todo estaba por hacer.
Allí levantaron sus casas, sembraron chacras y nacieron
sus hijos. Parán es ahora un pueblo de unas ochocientas
familias a solo cuatro horas al noreste de Lima, donde
todos llevan alguno de los apellidos originales: Palomares,
Pacheco, Conchucos, Torres. No hay carreteras asfaltadas
ni transporte público, pero la reputación de sus frutas
atrae a comerciantes mayoristas que llegan a comprarlas
en tiempos de cosecha. Ellos le llaman el pueblo de los
melocotones. Recordar a Parán por las frutas cambió cuando
unos periodistas que habían pasado por allí lo bautizaron
como el pueblo de los ciegos.
Lorenzo Torres tiene tres hermanos que tampoco
pueden ver. Uno mayor y dos menores, de padre diferente.
Ellos tienen familias, hijos y nietos. Él no aunque dice que
tuvo incontables mujeres. Alguna vez incluso se enamoró
de una de ellas llamada Luisa. Tuvieron un hijo. A él le
gustaba mucho andar de pueblo en pueblo y divertirse.
Dice que el niño murió en un accidente. Él y ella se
distanciaron. Años después, Lorenzo Torres recuerda que
se encontraron de casualidad. Ella tenía esposo, hijos y la
vida hecha. Él ya casi estaba ciego. Debido a su ceguera,
Ignacio Palomares y una de sus hijas. Ellas cosechan melocotones. Parán es conocido por cultivarlos.
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le costaba enamorar y divertirse como antes. Estaba más
concentrado en trabajar sus tierras. Sólo salía para lo
necesario. Ahora, cuando él quiere andar cuesta abajo
desde su casa para visitar a sus hermanos y llevarles papas
o habas, dice, no le importa si es de día o de noche.
Como un fantasma madrugador, Lorenzo Torres cruza
el pueblo sin ver y sin que lo vean, guiado por su propia
memoria. Dos ramas secas le sirven de bastón. Con ellas
golpea las mismas piedras, los mismos árboles, los mismos
agujeros de toda la vida, como instrumentos musicales que
siempre le devuelven unos sonidos familiares. Y cuando
llega a su destino, aún en la oscuridad, Lorenzo Torres
golpea la puerta. En casas de sus dos hermanos menores,
sus parientes tienen el sueño profundo y a veces tardan
en abrirle. En casa del mayor, por el contrario, lo recibe
el ladrido atento y alegre de una mascota. Es un perro
blanco, flaco y viejo. Su dueño también lo llama Perro.

La casa de Amador Torres, el hermano mayor, tiene la


mejor vista de Parán. Es una tarde soleada de mayo, y él
silba una melodía en su patio mientras Perro dormita al filo
del precipicio. Si hay suerte, dice, hoy vendrán sus amigos
a charlar y a beber cerveza. Si no hay suerte, se aburrirá.
Amador Torres es ciego como sus tres hermanos, pero
sus amigos no. A ellos les gusta jugar a las cartas mientras
beben y cuentan chistes. Las reuniones comienzan al
aire libre, con la luz del día. Luego, cuando cae la noche,
entran a la cabaña que Torres comparte con Perro. A los
setenta y tantos años, ha decidido estar solo. Su hija y
sus nietos viven en la capital pero no quiere mudarse con
ellos. Lima es muy grande, dice, y allí no puede salir de
casa sin correr el peligro de perderse. Allí no tiene amigos.
Se siente inútil. Más ciego.
Hasta que un día unos médicos y genetistas llegaron
a Parán alertados por la abundancia de abuelos como
Amador Torres que habían perdido la vista, de padres
Lorenzo Torres y su sobrina Félida. Desde que su esposa lo abandonó, él vive aislado en la cima de una montaña.
A un gran porcentaje de hombres ciegos en Parán los abandonan sus mujeres cuando éstos empiezan a perder la vista.
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que estaban quedándose ciegos y de niños que ya no
podían ver las pizarras en la escuela. Los doctores
tomaron muestras de casos. Entrevistaron a sus
habitantes. Construyeron la historia clínica del pueblo.
La enfermedad que sólo ataca a varones de Parán se
llama retinitis pigmentosa. Es hereditaria. Es un mal raro
y difícil de advertir en un mundo poblado de gente con
gafas, lentes de contacto y donde la miopía se resuelve
con cirugías. Sólo una de cada cuatro mil personas lo
sufren en las grandes ciudades. En Parán, uno de cada
diez hombres tiene retinitis pigmentosa. El varón puede
ver cuando nace pero se va quedando ciego hasta que ya
no ve nada hacia los cuarenta años. Todos tienen aquí un
pariente, un amigo o un vecino que no ve.
A la hora del crepúsculo, Amador Torres entra en su
habitación en busca de una chaqueta. Hay un catre, algunas
sillas y una mesa. Sobre ella hay un recibo de la compañía
de electricidad. Parán tuvo luz eléctrica recién en 2012. Un
foco apagado y cubierto de polvo cuelga de su techo. Torres
no lo necesita para encontrar lo que busca. Por la mañana
fue a la agencia bancaria del pueblo para pagar la luz.
–Es para los amigos –me dice con cierto desdén mientras se
viste a oscuras–. La gente necesita el foco hasta para hablar.

Dicen que cuando el pastor evangélico Agapito Mateo


predica en Parán, la lluvia se retira. Una tarde, recuerda
una sobrina suya, convocó a sus seguidores para darles
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un sermón al aire libre. Era invierno y las calles de Parán


estaban sumergidas en lluvia. Cuando la gente llegó,
el agua respetó la ceremonia religiosa. Las palabras de
Agapito Mateo cautivaban a los feligreses y creaban una
especie de burbuja impermeable. Durante días, el pueblo
entero comentó el hecho y los rumores despertaron la fe y
la curiosidad de los no creyentes. «Parece que a veces que
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mi tío no se da cuenta de que no ve», me dijo su sobrina


antes de indicarme el camino hacia el templo.
Amador Torres descansa después de una jornada de trabajo. Desde que se quedó ciego,
no ha dejado de trabajar ni un solo día en su chacra de melocotones.
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Agapito Mateo no puede ver los efectos de su
popularidad, pero sabe que su iglesia tiene cada día
más seguidores. Es otra mañana soleada de mayo, y él
examina la azotea de su templo: después de dos décadas
de servicios, el edificio, una construcción de ladrillos
no más grande que un salón de escuela, es insuficiente.
Agapito Mateo, que es albañil, la construyó con sus
propias manos cuando aún era joven. Ahora tiene
cincuenta años y hace una década no puede ver ni leer
la Biblia. Las misas y sermones los repite de memoria. Si
la gente canta, cree él, todo está bien. Pero a veces se
quejan. Le dicen que los niños ya no pueden entrar. Que
hace mucho calor en el templo y que los que se quedan
afuera no logran escuchar sus palabras. Agapito Mateo
es un hombre robusto de manos grandes, y ha iniciado
su siguiente proyecto: demolerá el templo actual con sus
propias manos para luego construir uno más grande.
Agapito Mateo va en busca de sus herramientas a
casa y vuelve palpando las paredes con las yemas de
los dedos. No usa un bastón para guiarse entre muros
y puertas que conoce desde joven. Una gorra de
beisbol echa sombras sobre sus ojos y lo protege del sol
mientras él manipula una barreta de metal. Cada golpe
contra el suelo levanta costras de cemento y el edificio
parece temblar desde sus cimientos. A veces la barreta
se enreda en un tejido de alambres. Cuando eso ocurre,
Agapito Mateo examina el problema con los dedos,
los ojos cerrados, la cabeza apuntando al cielo. Luego
extrae de su bolsillo un alicate y comienza a cortar con
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absoluta concentración.
Desde la azotea, las calles del pueblo parecen una
obra sobrenatural. Un centenar de casas con tejados a
dos aguas se ordenan al filo del precipicio, trepando
por las montañas. El paisaje ha cambiado de manera
imperceptible desde que las cinco familias pioneras
fundaron Parán. Los genetistas dicen que una de las
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cinco mujeres de los fundadores del pueblo portaba la


enfermedad. Ella tuvo cuatro hijas que luego tuvieron
Mauro Palomares y su esposa María. Tienen nueve hijos. En el retrato de ambos, él aún veía.
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a sus propios niños y estos también tuvieron su propia
descendencia. En un pueblo aislado, los vecinos se
casaron entre vecinos. Compartieron apellidos, casas y el
progreso de la retinitis pigmentosa.
El pastor Mateo no recuerda en qué momento perdió
la vista, pero supone que fue sucediendo desde que era
niño. La retinitis pigmentosa es lenta pero indetenible.
Primero ocurre de manera imperceptible: sentía que los
ojos le fallaban de noche y no podía jugar hasta muy tarde
con sus amigos. Con los años, el campo visual se le empezó
a cerrar, de afuera hacia dentro, como ocurre cuando
terminan las películas antiguas. Una penumbra blanca iba
empañando los bordes de su mirada. Día tras día. Año tras
año. Hasta que ya no podía enfocar nada. «Como ahora»,
dice parpadeando mientras escarba con la barreta.
–Si hubiera quedado ciego por accidente, así de
momento –dice el pastor–, quizá yo sería un inútil. Pero
sigo haciendo lo que siempre he hecho.
Agapito Mateo camina por las calles por donde siempre
ha caminado. Usa las herramientas que siempre ha
empleado. En la rutina lenta de perder la vista, ocurrió
algo que él intenta explicar lo mejor que puede: no
recuerda cómo era la sensación de poder ver las cosas.
–Hago lo que siempre he hecho como si nunca hubiera
visto –explica. Ya no sé cómo era mirar.
El pastor deja las herramientas en el suelo y se seca el
sudor del rostro.
Un hombre al que él llama hermano Walter sube con una
jarra de jugo de maracuyá.
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–Pastor –le dice–, ¿no es mejor usar un martillo?


Agapito Mateo lo escucha con buen humor y mueve la
cabeza con suficiencia.
–Con esta barretilla estoy trabajando, hermano. Déjeme
nomás. Es mi costumbre.
El pastor hace una pausa para beber un trago de jugo.
Se apoya en una columna a medio construir y se limpia el
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sudor de la frente mientras contempla a su manera lo que


le queda por hacer.
Mauro Palomares vuelve a casa por una calle de Parán. En el pueblo no hay carreteras asfaltadas. Recién en 2012 hubo luz eléctrica.

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