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Hay un momento en la vida en el que todo adolescente sueña con ser escritor.
No con escribir libros, sino con ser escritor. Es decir, con llevar una vida
bohemia, libre del yugo de horarios, jefes y oficinas, siempre atenta a lo
verdaderamente importante: la pasión violenta, la esquiva felicidad, los mil
signos que arroja el destino. Una vida de aventura, seducción y velocidad.
Una constatación de que se es diferente, de que no se forma parte de esa
gente gris y sin gracia que puebla —y domina— el mundo. Esa idea termina
muriendo irremediablemente. Como la adolescencia, tal vez con ella. A veces
ese horizonte, el apuntado por la afirmación «algún día seré escritor», se va
desplazando constantemente hasta que termina convirtiéndose en un gesto, en
un ritual privado, en algo que se guarda en el fondo del alma como una
especie de salvoconducto expedido por alguna misteriosa autoridad, un
secreto que nos protege, que nos redime, de la vida monocorde que vamos
viviendo «mientras tanto». Otras veces esa promesa se abandona como se
abandona una pasión juvenil, como algo que, pasados los años, se interpreta
que pertenecía a un momento muy particular de nuestra vida, una canción, un
olor o una prenda que en aquella época lo eran todo pero que ahora sólo nos
provocan, en el mejor de los casos, una sonrisa condescendiente.
Pero quien asiste de un modo definitivo a la muerte de esa romántica idea
de «ser escritor» es precisamente el que acaba siéndolo. Porque se
reencuentra con aquel yugo que quería conjurar: editores y editoriales, cartas
de rechazo y cifras de ventas, novedades, prisas, presiones, apuros, malos
modos. El horario, el jefe, la oficina. Y entonces descubre que ser escritor es
un oficio. Como el que cría caballos, el que trabaja a martillo los metales o el
que labra la madera. Que tiene que ver con la pasión, con la violencia y con la
vida aguijoneada por el azar o el destino. Pero que esos elementos, por sí
mismos, no son literatura. Más bien son los materiales con los que él ha de
intentar hacer libros. Aprende que escribir no es veleidad sino, como
decíamos, oficio. Entonces, una vez que entra en contacto con el negocio, hay
algo de aquel adolescente que se marcha para no volver.
William Faulkner sabía muy bien de qué iba esto. Conocía a fondo el
oficio y en esta colección de ensayos, cartas y discursos aparece una y otra
vez el amor de su vida, el demonio de tres caras que se alimentó de su alma a
cambio de un trozo de inmortalidad: el Sur, el Mississippi, la literatura. Y
Faulkner lo nombra, lo describe y lo santifica. Faulkner no nos muestra los
secretos de su pericia, aquello que le hace escribir como escribe. Nadie puede
enseñar eso, porque nadie lo sabe. Faulkner tampoco sabía cómo lo hacía y,
por tanto, no podría habérnoslo contado aunque hubiese querido. Lo que sí
nos muestra, lo que sí ha decidido compartir, es cierto credo y cierta
sintomatología relativos a la literatura: por qué quiere escribir, cuál es la
causa de que determinados textos no funcionen, qué reacciones le suscitan
ciertos personajes y descripciones. Fenomenología, eso es. Lo que Faulkner
nos expone es una fenomenología de la escritura: la presentación, o
descomposición, de la experiencia del escritor. Un retrato, una pintura, a
partir de la que podemos reconstruir la idea de la literatura que tenía
Faulkner. Y esta aparece como un poder, una fuerza, que nunca se puede
dominar por completo. Como si el escritor fuese una especie de alquimista
que dispone un conjunto de elementos que se transmutan en algo distinto. En
algo vivo.
Esta colección de textos aborda numerosas cuestiones: lo intrincado del
conflicto racial en el sur de los Estados Unidos, las paradojas de una
modernidad —o mercantilización— profundamente insatisfactoria o la
sobrecargada atmósfera de la Guerra Fría. Pero estos y otros asuntos se
encuentran siempre anudados por la experiencia literaria. La literatura se
presenta como una estrategia orientada a la comprensión pero también a la
supervivencia. Una táctica que permite al escritor, si tiene éxito, burlar a la
muerte (o al olvido, que viene a ser lo mismo). Pero también constituye una
ocasión para que otros encuentren consuelo, alivio o esperanza en un mundo
que siempre parece estar a punto de derrumbarse. Faulkner, en su escritura, se
muestra tremendamente lúcido, deja abundantes muestras de humor e ironía y
por momentos da la impresión de estar sirviendo a un propósito, a un
proyecto, que excede lo estrictamente individual y que tiene que ver con el
mundo, con el género humano. Lo que lleva a cabo, y lo que antes
mencionábamos respecto al consuelo y la esperanza, no ha de interpretarse
como una literatura de evasión. De hecho entiende la literatura desde un
punto de vista casi biológico, como algo necesariamente anclado a un suelo y
a un clima, en estrecho contacto con la tierra. Pero, al mismo tiempo, junto a
esa condición casi animal de la literatura, observamos cómo también tiene
una intención decididamente terapéutica, casi soteriológica. Faulkner nos
quiere curar de algo, nos quiere salvar de algo. Quizá del mundo, quizá de la
modernidad. Pero lo quiere hacer desde dentro: no hay otro refugio que este,
no hay nada ni nadie para relevar al hombre de su responsabilidad. El
hombre, ese animal que suda, sangra, ama, desea y traiciona, pero que
también sueña, ríe y se sacrifica. Y trabaja y se angustia en un magma que
bulle que los griegos llamaron «cosmos» y los romanos «mundo». Faulkner
siente la tensión: sólo se puede escribir de y desde el mundo, pero su mundo
estaba yendo en una dirección que le repugnaba. Faulkner casi anticipa, casi
prevé, la derrota, su propia derrota, pero no se resigna. Sigue escribiendo y
confiando en ese extraño animal.
A pesar de que esta colección presenta cierta diversidad formal (ensayos,
discursos, cartas, reseñas literarias, críticas teatrales) y temática, hay algunos
aspectos que aparecen de manera recurrente y que invitan a ofrecer algo
parecido a un catálogo de los motivos de Faulkner.
Mississippi
América
JAMES B. Meriwether
Hace años, antes de que ninguno de vosotros hubiese nacido, un sabio francés
dijo: «Si la juventud supiese; si la edad pudiese». Todos sabemos lo que
quería decir: que cuando eres joven, tienes el poder de hacer cualquier cosa,
pero no sabes qué hacer. Entonces, cuando te has hecho viejo y la experiencia
y la observación te han enseñado respuestas, estás cansado, asustado; no te
importa, quieres que te dejen solo mientras estés seguro; ya no tienes la
capacidad ni el deseo de afligirte acerca de perjuicios que no sean los tuyos.
De modo que vosotros, hombres y mujeres jóvenes en esta sala esta
noche, y en miles de otras salas como ésta hoy sobre la tierra, tenéis el poder
de cambiar el mundo, librarlo para siempre de la guerra, de la injusticia y del
sufrimiento, con tal de que sepáis cómo, de que sepáis qué hacer. Y así, de
acuerdo con el viejo francés, puesto que no sabéis qué hacer porque sois
jóvenes, entonces cualquiera que esté aquí de pie con una cabeza llena de
pelo blanco debería ser capaz de decíroslo.
Pero quizá éste no sea tan viejo y tan sabio como pretende o reclama su
pelo blanco. Porque no puede daros ni una respuesta ni tampoco un patrón
superficiales. Pero puede deciros esto, porque esto cree. Lo que hoy nos
amenaza es el miedo. No la bomba atómica, ni siquiera el miedo a ella,
porque si la bomba cayese esta noche en Oxford, todo lo que podría hacer
sería matarnos, lo cual no es nada, puesto que al hacerlo se habría robado a sí
misma su único poder sobre nosotros: que es el miedo a ella, el estar
asustados de ella. Lo peligroso para nosotros no es eso. Lo peligroso para
nosotros son las fuerzas que hoy en el mundo están intentando usar el miedo
del hombre para robarle su individualidad, su alma, tratando de reducirle
mediante el miedo y el soborno a una masa que no piensa — dándole comida
gratis que no se ha ganado, dinero fácil y sin valor por el que no ha trabajado
—; las economías o las ideologías o los sistemas políticos, comunistas o
socialistas o democráticos, comoquiera que deseen llamarse, los tiranos y los
políticos, americanos o europeos o asiáticos, comoquiera que se llamen, que
reducirían al hombre a una masa obediente para su propio engrandecimiento
y poder, o porque ellos mismos están perplejos y temerosos, temerosos de, o
incapaces de, creer en la capacidad del hombre para el coraje y la resistencia
y el sacrificio.
Esto es a lo que debemos resistir, si vamos a cambiar el mundo para la
paz y la seguridad del hombre. No hay hombres en la masa que puedan y
deseen salvar al Hombre. Es el propio Hombre, creado a imagen de Dios de
modo que tenga el poder y el deseo de elegir lo correcto a partir de lo
incorrecto, y por tanto capaz de salvarse a sí mismo porque merece la pena
salvarse; —el Hombre, el individuo, hombres y mujeres, que siempre
rechazarán ser engañados o asustados o sobornados para que entreguen, no
sólo el derecho sino también el deber, de elegir entre la justicia y la injusticia,
el coraje y la cobardía, el sacrificio y la avaricia, la piedad y el interés propio
—; que siempre creerán no sólo en el derecho del hombre a permanecer libre
de injusticia y rapacidad y decepción, sino en el deber y la responsabilidad
del hombre para ver que la justicia, la verdad y la piedad y la compasión se
ven realizadas.
Así que, nunca temáis. Nunca temáis alzar vuestra voz a favor de la
honestidad y la verdad y la compasión, contra la injusticia y la mentira y la
avaricia. Si vosotros, no sólo los de esta sala esta noche, sino los del resto de
miles de salas como ésta por el mundo hoy y mañana y la semana que viene,
hacéis esto, no como una clase o clases, sino como individuos, hombres y
mujeres, cambiaréis la tierra. En una generación todos los Napoleón y los
Hitler y los César y los Mussolini y los Stalin y todos los demás tiranos que
quieren poder y engrandecimiento, y los políticos simples y los oportunistas
que simplemente están perplejos o permanecen ignorantes o están asustados,
que han usado, o están usando, o esperan usar, el miedo y la avaricia del
hombre para esclavizar al hombre, se desvanecerán de su faz.
[Oxford Eagle, 31 de mayo de 1951; publicado allí todo en cursiva.]
Discurso con motivo de su
nombramiento como oficial de la
Legión de Honor
Nueva Orleans, 26 de octubre de 1951
Un artista debe recibir con humildad esta dignidad que le confiere
este país que ha sido siempre la madre universal de los artistas.
Un americano debe conservar siempre con ternura cada recuerdo
de este país que ha sido siempre la hermana de América.
Un hombre libre debe guardar con esperanza y también con
orgullo el abrazo de este país que fue la madre de la libertad del
hombre y del espíritu humano.[10]
Cuando me llegó por primera vez la invitación para estar hoy aquí, venía
del señor Billy Wynn. Contenía uno de los cumplidos más amables que
cualquiera puede recibir. El señor Wynn dijo, «No sólo queremos honrar a
este colega del Mississippi, queremos que él nos honre a nosotros».
Eso no se puede superar. Para darle la vuelta a la metáfora, ésa no sólo es
una espada de doble filo, sino con ambos filos en el mismo lado; el receptor
resulta elogiado dos veces de un golpe. Él es honrado de nuevo al honrar a
los que profieren el honor original. Que es exactamente la clase de gesto que
a nosotros los sureños nos gusta pensar que sólo otro sureño podría haber
pensado, inventado. Y, en efecto, pasa tan a menudo como para convencernos
de que estábamos en lo cierto.
Él también me dio el permiso del Consejo para hablar de cualquier tema
que me gustase. Ese tema no será ni escribir ni cuidar de la granja. Durante el
año pasado, en el correo de mis admiradores, había una correspondencia con
otro caballero del Mississippi, que tenía una actitud muy desfavorable tanto
respecto a mi capacidad para escribir como respecto a mis ideas. Él es del
Delta, debe de estar hoy aquí, y puede ratificarlo. En una de sus últimas
cartas, habiendo reseñado otra vez su opinión respecto a uno del Mississippi
que podía degradar y mancillar su estado nativo y su gente como había hecho
yo, dijo que no sólo no creía que podía escribir, ni siquiera creía que supiese
nada acerca de cuidar una granja. Contesté que no había sido yo quien había
reivindicado mi nivel como escritor, y que entonces estaría de acuerdo con él
en eso; y que después de quince años intentando lidiar no sólo con el Señor
sino también con el Gobierno Federal para hacer crecer del suelo algo que
diese beneficio, estaba deseando estar de acuerdo con él en ambas cosas.
Así que no voy a hablar acerca de escribir ni acerca de cuidar una granja.
Tengo otro tema. Y, pensando en ello, quizá tampoco sepa mucho de éste,
debido a que ya ninguno de nosotros parece saber mucho acerca de ello, a
que todos nosotros hemos olvidado una de las cosas básicas sobre las que fue
fundado este país.
Hace años, nuestros padres fundaron este país, esta nación, sobre la
premisa de los derechos del hombre. Tal como lo expresaron, «el derecho
inalienable del hombre a la vida, a la libertad y a la persecución de la
felicidad». En esos días, ellos sabían lo que esas palabras significaban, no
sólo los que las expresaban, sino los que las oían y creían y aceptaban y
suscribían. Porque hasta esa época, los hombres no siempre tenían esos
derechos. Al menos, hasta esa época, ninguna nación se había fundado nunca
sobre la idea de que esos derechos fuesen posibles, y no digamos
inalienables. De modo que no sólo los que decían las palabras, sino los que
únicamente las oían, sabían lo que significaban. Que era esto: «Vida y
libertad en las que perseguir la felicidad. Vida libre y a salvo de la opresión y
la tiranía, en la que todos los hombres tendrían la libertad para perseguir la
felicidad». Y ambos sabían lo que querían decir con «perseguir». No sólo
seguir a la felicidad, sino trabajar para ella. Y ambos sabían también lo que
querían decir con «felicidad»: no sólo placer, ociosidad, sino paz, dignidad,
independencia y respeto por uno mismo; ese derecho inalienable del hombre
era la paz y la condición libre con las cuales, mediante su propio esfuerzo y
sudor, podría ganar la dignidad y la independencia, sin deber nada a ningún
hombre.
Así que entonces sabíamos lo que significaban estas palabras, porque no
teníamos estas cosas. Y, puesto que no las teníamos, conocíamos su valor.
Sabíamos que valían el sufrimiento y la resistencia y, si era necesario, incluso
la muerte para ganarlas y preservarlas. Estábamos deseando aceptar por ellas
incluso el riesgo de muerte, puesto que aunque nosotros mismos las
perdiéramos en una vida de renuncias para preservarlas, todavía seríamos
capaces de legárselas intactas e inalienables a nuestros hijos.
Que es exactamente lo que hicimos, en esos viejos días. Dejamos nuestros
hogares, la tierra y las tumbas de nuestros padres y todas las cosas familiares.
Abandonamos voluntariamente, volviendo nuestra espalda a, una seguridad
que ya teníamos y que podríamos haber continuado teniendo, siempre y
cuando estuviésemos dispuestos a pagar un precio por ello, precio que era
nuestra condición libre y libertad de pensamiento e independencia de acción
y el derecho de responsabilidad. Esto es, permaneciendo en el viejo mundo,
podríamos haber estado no sólo seguros, sino incluso libres de la necesidad
de ser responsables. En lugar de ello, elegimos el ser libres, la libertad, la
independencia y el inalienable derecho a la responsabilidad; casi sin cartas de
navegación, en frágiles barcos de madera sin nada salvo velas y nuestro deseo
y voluntad de ser libres para moverlos, cruzamos un océano que ni siquiera se
ajustaba a las cartas que teníamos; conquistamos una selva con el objeto de
establecer un lugar, no para estar seguros en él porque no queríamos eso,
simplemente lo habríamos repudiado, cruzamos tres mil millas de un mar
oscuro y desconocido justo para escapar de eso; sino un lugar en el que ser
libres, en el que ser independientes, en el que ser responsables.
Y lo hicimos. Incluso mientras todavía estábamos combatiendo la selva
con una mano, con la otra ahuyentábamos y repelíamos el poder que nos
habría seguido incluso al interior de la selva que habíamos conquistado, para
compelernos y mantenernos en el viejo orden. Pero lo hicimos. Fundamos
una tierra, y la fundamos no sólo sobre nuestro derecho a ser libres e
independientes y responsables, sino sobre el inalienable deber del hombre de
ser libre e independiente y responsable.
Eso es de lo que estoy hablando: de responsabilidad. No sólo del derecho,
sino del deber del hombre de ser responsable, de la necesidad del hombre de
ser responsable si desea permanecer libre; no sólo responsable ante y para su
prójimo, sino hacia sí mismo; del deber de un hombre, del individuo, de ser
responsable de las consecuencias de sus propios actos, de pagar su propia
deuda, sin deber nada a ningún hombre.
Una vez lo supimos, una vez lo tuvimos. Porque ¿por qué? Porque lo
queríamos por encima de todo lo demás, luchamos por ello, resistimos,
sufrimos, morimos cuando fue necesario, pero lo ganamos, lo establecimos,
para que nos durase y así fuese legado a nuestros hijos.
Sólo que algo nos pasó. Los hijos lo heredaron. Vino una nueva
generación, una nueva era, una nueva época, un nuevo siglo. Los tiempos
eran más fáciles; la vida y el futuro de nuestra nación como nación ya no
pendía de un hilo; otra generación, y ya no teníamos enemigos, no porque
fuésemos fuertes en nuestra juventud y vigor, sino porque el viejo y cansado
resto de la tierra reconoció que aquí había una nación fundada sobre el
principio de la responsabilidad individual del hombre como individuo.
Pero todavía recordábamos la responsabilidad, incluso aunque, con
tiempos más fáciles, no necesitásemos mantener la responsabilidad tan activa,
o al menos no tan constantemente. Además, no sólo era nuestra herencia, era
todavía demasiado reciente para nosotros como para olvidarla, las tumbas de
aquellos que nos la habían legado todavía estaban verdes, e incluso de
aquellos que habían muerto para que fuese legada. De modo que todavía la
recordábamos, aunque una buena parte del recuerdo fuese sólo de boquilla.
Después más generaciones; al final cubrimos por completo la faz de la
tierra occidental; todo el cielo del hemisferio occidental era una clamorosa
afirmación americana, un vasto Sí; éramos la dorada envidia de todo el
mundo; nunca el asombrado sol había visto él mismo tal tierra de
oportunidad, en la que todo lo que un hombre necesitaba eran dos piernas
para moverse a un sitio nuevo, y dos manos para agarrarlo y mantenerlo, con
el fin de amasar para sí suficiente substancia material como para durarle el
resto de sus días y, ¿quién sabía?, incluso algo de sobra para sus hijos y los
de su mujer. Y todavía pronunciaba de boquilla las viejas palabras «ser libre»
y «libertad» e «independencia»; el cielo todavía resonaba y ululaba con la
atronadora afirmación, el dorado Sí. Porque las palabras, según la vieja
premisa, todavía eran verdaderas, debido a que él todavía creía que eran
verdaderas. Porque no se había dado cuenta todavía de que cuando decía
«seguridad», quería decir seguridad para sí mismo, para el resto de sus días,
quizá con un poco de sobra para sus hijos: no para los hijos ni para los hijos
de los hijos de todos los hombres que creían en la libertad y en la condición
libre y en la independencia, como los viejos padres en los viejos Inertes,
peligrosos tiempos habían querido decir.
Porque en algún lugar, en algún momento, algo le había pasado a él, a
nosotros, a todos los descendientes de los viejos duros, duraderos, inflexibles
hombres, así que ahora, en 1952, cuando hablamos de seguridad, ni siquiera
queremos decir para el resto de nuestras propias vidas, no digamos para
nuestros hijos y los de nuestra esposa, sino sólo mientras nosotros mismos
podamos mantener nuestro lugar individual en un rollo de asistencia pública
o en un pesebre de dinero fácil burocrático o político o de alguna otra
organización. Porque en algún lugar, en algún punto, habíamos perdido u
olvidado o nosotros mismos nos libramos voluntariamente de esa otra cosa
que, si falta, la condición libre y la libertad y la independencia ni siquiera
pueden existir.
Esa cosa es la responsabilidad, no sólo el deseo y la voluntad de ser
responsable, sino la evocación de los viejos padres de la necesidad de ser
responsable. Ya sea que la perdiésemos, la olvidásemos o deliberadamente la
descartásemos. Ya sea que decidiésemos que la condición libre no valía la
responsabilidad de ser libre, o que olvidásemos que, para ser Ubre, un
hombre debe asumir y mantener y defender su derecho a ser responsable de
su condición libre. Quizá incluso nos fue robada la responsabilidad, puesto
que durante años el mismo aire —radio, periódicos, panfletos, folletos, las
voces de los políticos— ha sido un clamor hablando acerca de los derechos
del hombre —no de los deberes y obligaciones y responsabilidades del
hombre, sino sólo de los «derechos» del hombre—; tan alto y tan constante
que aparentemente hemos venido a aceptar los sonidos como su propia
autoevaluación, y a creer también que el hombre no tiene nada más que
derechos: no los derechos de independencia y condición libre para trabajar y
resistir según su propio sudor con el fin de ganar por sí mismo lo que los
viejos ancestros entendían por felicidad y su persecución, sino sólo la
oportunidad de intercambiar su condición libre y su independencia por el
privilegio de estar libre de las responsabilidades de la independencia; el
derecho no a ganar, sino a que se le dé, hasta que al final, por un simple uso
compuesto, hemos convertido en respetable e incluso hemos elevado a
sistema nacional lo que los viejos padres habrían desdeñado y condenado: la
caridad.
En cualquier caso, ya no tenemos responsabilidad. Y si nos fue robada
por esto que parece haber relevado a la responsabilidad, fue porque éramos
vulnerables a ese tipo de violación; si simplemente perdimos u olvidamos la
responsabilidad, entonces nosotros también vamos a ser desdeñados. Pero si
deliberadamente la descartamos, entonces nos hemos condenado nosotros
mismos, porque creo que en algún tiempo, quizá no demasiado,
descubriremos que, como se dijo de uno de los actos de Napoleón, lo que
hemos cometido es peor que un crimen: fue un error.
Hace doscientos años, el estadista irlandés John Curran dijo, «Dios ha
concedido al hombre la libertad únicamente a condición de vigilancia eterna;
condición que si él rompe, tendrá como consecuencia de su crimen y castigo
por su culpa la servidumbre». Eso sólo fue hace doscientos años, porque
nuestros propios padres de Nueva Inglaterra y Virginia y Carolina sabían eso
hace trescientos años, por eso es por lo que vinieron aquí y fundaron este
país. Y me niego a creer que nosotros, sus descendientes, realmente lo
hayamos olvidado. En lugar de eso prefiero creer que es porque el enemigo
de nuestra condición libre ahora ha cambiado de camisa, de abrigo, de cara.
Ya no nos amenaza a lo largo de una frontera internacional, no digamos a
través del océano. Se enfrenta a nosotros bajo las cúpulas donde se posan las
águilas de nuestros capitolios y desde detrás de las salpicaduras alfabéticas en
las puertas de la asistencia social y otros departamentos de reglamentación
económica o industrial, vestidos no de pompa militar pero con la
indumentaria de lo que el propio enemigo nos ha enseñado a llamar paz y
progreso, y una civilización y abundancia a lo que nosotros antes nunca
habíamos tenido por lo bueno y no digamos por lo mejor; su artillería es una
moneda devaluada y sin respeto que ha emasculado la iniciativa por la
independencia robando la iniciativa de la única escala recíproca que conocía
con la que medir la independencia.
Los economistas y sociólogos dicen que la razón de esta condición es que
hay demasiada gente. Yo no sé acerca de eso puesto que en mi opinión soy
aún peor sociólogo y economista que lo que mi entusiasta del Delta me
consideraba como escritor o granjero. Pero aunque fuese un sociólogo o un
economista, me negaría a creerlo. Porque creer esto, que el crimen del
hombre contra su condición libre es que hay demasiados, es creer que la
resistencia del hombre frente al sufrimiento sobre la faz de la tierra está
amenazada, no por su ambiente, sino por sí mismo: que no puede esperar
lidiar con su ambiente y con sus males, porque ni siquiera puede lidiar con su
propia masa. Que es exactamente lo que esos que abusan y seducen a la masa
de hombres para su propio engrandecimiento y poder y para ocupar una
oficina creen: que el hombre es incapaz de responsabilidad y de ser libre, de
fidelidad y resistencia y coraje, que no sólo no puede elegir el bien a partir
del mal, sino que ni siquiera puede distinguirlo, no digamos practicar la
elección. Y creer eso es haber dado por perdida la esperanza del hombre,
como esos que le han despojado de su inalienable derecho a ser responsable,
habiéndolo hecho, también debéis abandonarlo y dejar que el hombre se
cueza en paz y en su propio jugo carente de registro y memoria, para su
merecida y no lamentada condena.
Yo, al menos, me niego a creerlo. Me niego a creer que los únicos
herederos verdaderos de Boone y Franklin y George y Booker T. Washington
y Lincoln y Jefferson y Adams y John Henry y Paul Bunyan y John
Appleseed y Lee y Corckett y Hale y Helen Keller sean los que reniegan y
protestan en los titulares de los periódicos por los abrigos de visón y los
petroleros y las acusaciones federales por corrupción en cargo público. Creo
que los verdaderos herederos de los viejos y duraderos padres todavía son
capaces de responsabilidad y respeto hacia sí mismos, con tal de que puedan
recordarlos de nuevo. Lo que necesitamos no es menos gente, sino más
espacio entre ellos, donde esos que se levantarían por su propio pie, puedan,
y esos que no, tengan que hacerlo. Entonces la asistencia, la beneficencia, la
compensación, en lugar de ser premios en metálico patrocinados
nacionalmente para la holgazanería y la ineptitud, irían donde los viejos
independientes e inflexibles padres las habrían destinado y bendecido: a
aquellos que todavía no pueden, hasta el día en el que el último de ellos,
salvo el enfermo y el viejo, esté entre aquellos que no sólo pueden, sino que
lo harán.
[Delta Democrat-Times, 18 de mayo de 1952; se ha hecho una
corrección respecto al impreso del discurso publicado por el Consejo
del Delta en mayo de 1952.]
Discurso en el Congrés pour la Liberté
de la Culture
París, 30 de mayo de 1952[11] Allocution de M. William Faulkner[12]
Señor presidente, damas y caballeros,
Desearía poder decir esto en francés porque debería ser dicho en francés
por un americano.
No soy alguien que haga discursos. No he preparado un discurso que
pronunciar aquí. Pero esto es algo que debe ser dicho por un americano. He
sabido desde hace tiempo que los americanos se comportan mal en Europa.
Creo que la mayoría de los europeos no sabe por qué. Nosotros todavía
pensamos desde la perspectiva de un continente que ha de ser cubierto, no
conquistado, sino completado, y de toda la gente que puede tener una estrella
en la bandera. Ahora nos resulta difícil pensar en gente que no puede tener
una estrella en nuestra bandera pero sí somos conscientes de que todos no
podemos; que nuestra tierra es más grande que nuestro continente; que
nuestra tierra es el mundo entero.
Y nosotros nos comportaremos o deberíamos comportarnos mejor de lo
que lo hacemos y creo que nos comportaremos mejor de lo que lo hacemos.
Creo que en la inteligencia de los miembros franceses de aquí, y en el
músculo de los americanos debe descansar la salvación de Europa.
Je pense que presque tous les Américains ont une dette de gratitude
envers la France et je crois que, dans le monde entier; tous les hommes libres
doivent un petit quelque chose à ce pays qui a été toujours la «Mére»
universelle de la liberté de l’homme et de l’espirit humain.
(Applaudissements)[13]
Discurso a la clase que se gradúa
Instituto Pine Manor Júnior
Wellesley, Massachusetts, 8 de junio de 1953
Lo que está mal en este mundo es que todavía no está terminado. No está
completado hasta ese punto en el que el hombre puede poner su firma al final
del trabajo y decir, «Está terminado. Lo hicimos, y funciona».
anécdota acerca de Tolstói, creo que era, que dijo en medio de una
discusión sobre este asunto, «De acuerdo, empezaré siendo bueno mañana, si
tú también lo eres». Lo cual era ingenioso, y tenía, como a menudo tiene el
ingenio, verdad en ello —en realidad una profunda verdad para todos
aquellos que son incapaces de creer en el hombre—. Pero no para aquellos
que pueden y de hecho creen en el hombre. Para ellos, es sólo ingenio, la
desesperante repudia del hombre por un hombre agotado en la desesperación
por su propia angustia acerca de la condición humana. Éstos no dicen, «La
respuesta es simple, pero qué difícil», en lugar de eso éstos dicen, «La
respuesta no es fácil, sino muy simple». No necesitamos, el fin ni siquiera
precisa, que a partir de este momento nos dediquemos nosotros mismos a ser
Juana de Arco con trompetas y estandartes y el polvo de la batalla en pos de
un fin que ni siquiera veremos dado que simplemente será un escenario para
el monumento al martirio. Puede hacerse desde, de manera concomitante con,
la vida normal que todo el mundo quiere y que todos deberían tener. En
realidad, la vida normal que todos quieren y se merecen y pueden tener —con
tal de que por supuesto trabajemos para ello, estemos dispuestos a hacer un
sacrificio en una cantidad razonable que se equipare con cuánto vale y cuánto
lo queremos y cuánto nos lo merecemos— puede dedicarse a este fin y ser
mucho más eficaz que todas las altas voces y los lloros y los estandartes y las
trompetas y el polvo.
Porque empieza en el hogar. Todos sabemos lo que quiere decir «hogar».
Hogar no es necesariamente un lugar fijo en la geografía. Se puede mover,
con tal de que los viejos valores reconocidos que lo convierten en hogar y sin
los cuales no puede ser hogar también se lleven consigo. Esto no
necesariamente significa o requiere confortabilidad física, ni mucho menos,
de hecho nunca, sino seguridad física para el espíritu, para el amor y la
fidelidad de tener paz y seguridad con las cuales querer y ser fiel, para la
devoción y el sacrifico. Hogar significa no sólo hoy, sino mañana y mañana,
y luego otra vez mañana y mañana. Significa alguien a quien ofrecer amor y
fidelidad y respeto a quien es digno de ello, alguien con quien ser compatible,
cuyos sueños y esperanzas son tus sueños y esperanzas, que quiere y trabajará
y se sacrificará también para
que lo que compartís entre los dos dure para siempre; alguien a quien no
sólo quieres sino que también te gusta, lo que es más, puesto que debe
sobrevivir a lo que cuando somos jóvenes queremos decir con amor, porque
sin el gusto y el respeto, el propio amor no durará.
Hogar no son simplemente cuatro paredes —una casa, un jardín en una
calle en concreto, con un número en la puerta—. Puede ser una habitación
alquilada o un apartamento —cualesquiera cuatro paredes que alberguen un
matrimonio o una carrera o ambas cosas a la vez, un matrimonio y una
carrera—. Pero deben ser todas las habitaciones o los apartamentos; todas las
casas en esa calle y todas las calles en esa asociación de calles hasta que
lleguen a ser un todo, un conjunto de gente que tiene las mismas aspiraciones,
esperanzas, problemas y deberes. Quizá esa colección, asociación, todo, está
lista en el pequeño punto de la geografía que nos produce a imagen suya, para
ser los herederos de sus problemas y de sus sueños. Pero esto tampoco es
necesario; puede estar en cualquier parte, mientras lo aceptemos como hogar;
incluso podemos trasladarlo, únicamente se nos pide y se nos exige que
estemos dispuestos a aceptar los nuevos problemas y deberes y aspiraciones
con los que hemos reemplazado a los viejos que dejamos detrás de nosotros,
que aceptemos las esperanzas y las aspiraciones de la gente que ya está allí,
que ha establecido ese lugar como un todo digno de ser servido, y estén
dispuestos a aceptar nuestras esperanzas y aspiraciones a cambio de sus
deberes y problemas. Porque los deberes y problemas ya eran nuestros;
simplemente cambiamos su designación; no podemos deshacernos de las
obligaciones mudándonos, porque si lo que queremos es un hogar, no
queremos escapar de ellas. En realidad todavía son las mismas, ejecutadas y
resueltas por la misma razón y resultado: la misma paz y seguridad en la cual
el amor y la devoción puede ser amor y devoción sin miedo de la violencia y
el ultraje y el cambio.
Si aceptamos que esto quiere decir «hogar», no necesitamos mirar más
allá del hogar para encontrar dónde empezar a trabajar, empezar a cambiar,
empezar a librarnos nosotros mismos de los miedos y presiones que están
haciendo la simple existencia más y más incierta y sin dignidad ni paz ni
seguridad, y que, para esos que son incapaces de creer en el hombre, al final
librarán al hombre de sus problemas librándole de sí mismo. Hagamos lo que
está dentro de nuestro poder. No será fácil, por supuesto: sólo simple.
Pensemos primero en, trabajemos primero en pos de, salvar el todo, la
asociación, la colección que llamamos hogar. En realidad, debemos dejar de
pensar desde la perspectiva que nos han endosado las escisiones de la
ambición de ese viejo espíritu oscuro y despiadado: términos vacíos y
estruendosos como «nación» y «madre patria» o «raza» o «color» o «credo».
No necesitamos mirar más allá del hogar; sólo necesitamos trabajar por
aquello que queremos y nos merecemos aquí. Hogar —la casa o incluso la
habitación alquilada mientras ello incluya todas las casas y las habitaciones
alquiladas en las que se esperen y se aspiren las mismas esperanzas y
aspiraciones— la calle, entonces todas las calles donde habite esa asociación
voluntaria de gente, simples hombres y mujeres mutuamente confederados
mediante idénticas esperanzas y aspiraciones y problemas y deberes y
necesidades, hasta ese punto en el que puedan decir, «Estas cosas simples —
seguridad y condición libre y paz— no sólo son posibles, no sólo pueden y
deben ser, sino que serán». Hogar: no donde yo vivo o eso vive, sino donde
nosotros vivimos: mil, después decenas de miles de pequeños conjuntos
aislados y fijados más firmes y más inexpugnables y más sólidos que rocas o
ciudadelas sobre la tierra, de modo que las despiadadas y ambiciosas
escisiones del antiguo espíritu oscuro miren a ése y digan, «Aquí no hay nada
para nosotros», después miren más allá, al resto de los que están fijados y
establecidos como fortalezas sobre toda la tierra habitada, y digan, «Ya no
hay nada para nosotros en ninguna parte. El hombre —simples hombres y
mujeres sin miedo e invencibles— nos ha vencido». Entonces el hombre
podrá poner su firma al final de su trabajo y decir, «Lo terminamos, y
funciona».
[Atlantic Monthly, agosto de 1953]
Con motivo de la recepción del Premio
Nacional del Libro en la categoría de
ficción
Nueva York, 25 de enero de 1955
Con artista por supuesto quiero decir cualquiera que haya intentado crear algo
que no estaba aquí antes de él, sin otras herramientas ni materiales que esas
no comercializables del espíritu humano; que ha intentado grabar, sin
importar cuán crudamente, en la pared de ese olvido final más allá del cual
tendrá que pasar, en la lengua del espíritu humano, «Kilroy estuvo aquí».[15]
Eso es básicamente, y pienso que en esencia, todo lo que alguna vez
hemos intentado hacer. Y creo que todos estaremos de acuerdo en que
fallamos. Que lo que hicimos nunca coincidió y nunca coincidirá con la
forma, con el sueño de perfección que heredamos y que nos condujo y que
continuará conduciéndonos, incluso después de cada fallo, hasta que la
angustia nos libere y la mano finalmente caiga inmóvil.
Quizá simplemente también estemos condenados a fallar, puesto que,
mientras fallemos y la mano continúe teniendo sangre, lo intentaremos de
nuevo; puesto que, si alguna vez alcanzásemos el sueño, coincidiésemos con
la forma, escalásemos el último pico de perfección, nada quedaría salvo saltar
al otro lado de ello hacia el suicidio. Lo cual no sólo nos privaría de nuestro
americano derecho a la existencia, no sólo inalienable sino también
inofensivo, puesto que según nuestros estándares, en nuestra cultura, el
ejercicio del arte es un pacífico pasatiempo como la cría de dálmatas, sino
que el que se nos depurase, se nos quitase o se
nos despojase de él dejaría desperdicios en forma de, en el mejor de los
casos, indigencia, y en el peor puro crimen como resultado de la energía sin
agotar. Mientras que de esta manera, constante e incesantemente ocupados,
obsesionados, inmersos intentando hacer lo imposible, enfrentados siempre
con el fallo que nos negamos a reconocer y aceptar, no nos metemos en
problemas, no nos interponemos en el camino de la gente práctica y ocupada
que lleva la carga de América.
Así que todos son felices —los gigantes de la industria y del comercio, y
los manipuladores llamados gobernantes que buscan el beneficio o el poder a
partir de las emociones de la masa, que llevan la tremenda carga de la
solvencia geopolítica, ambos conjuntamente son América; y los inofensivos
criadores de los perros moteados (también ilesos, protegidos, inmunes por
nuestro inalienable derecho a exhibir nuestros perros unos a otros buscando
aclamación, e incluso también al público; defendidos por nuestro derecho a
recaudar de ellos la tarifa de cinco o diez dólares por las ediciones especiales
firmadas, e incluso la tarifa de miles por parte de expertos especiales
llamados Picasso o Matisse)—.
Entonces sucede algo como esto —como esto, aquí, esta tarde—; no sólo
una vez e incluso no sólo una vez al año. Entonces ese criador angustiado
descubre que no sólo sus colegas criadores, que deben apoyar su mutua
vocación en una especie de desesperada confederación defensiva mutua, sino
otra gente, gente a la que él había considerado advenedizos, también sostiene
que eso que él está haciendo es válido. Y no sólo individuos aislados que
mantienen que sus obras son válidas, sino lo bastantes como para
confederarse a su vez, por ningún beneficio mutuo o provecho o defensa sino
simplemente porque también creen que no sólo es válido sino importante que
el hombre escriba en esa pared «El hombre estuvo aquí también en 1953 d.C.
o en el 54 o en el 55» y así dejar constancia como ésta esta tarde.
Para contar no al artista individual sino al mundo, al propio tiempo, que
lo que hizo es válido. Que incluso el error merece la pena y es admirable,
únicamente con tal de que ese error sea lo suficientemente espléndido, el
sueño lo suficientemente espléndido, suficientemente inalcanzable aunque
suficientemente valioso para siempre, dado que era de perfección.
Así que cuando le pasa esto (o a uno de sus colegas; no importa a cuál,
puesto que todos comparten la corroboración de la devoción mutua) le viene
el pensamiento de que quizá una de las cosas que están mal en nuestro país
sea el éxito. Que en él hay demasiado éxito. Que el éxito es demasiado fácil.
En nuestro país un joven puede obtenerlo sin nada más que una pequeña
industria. Puede obtenerlo tan rápida y fácilmente que no ha tenido tiempo
para aprender la humildad para manejarlo, o incluso descubrir, darse cuenta,
de que necesitará humildad.
Quizá lo que necesitemos sea un puñado de dedicados mártires-pioneros
que, entre el éxito y la humildad, sean capaces de elegir lo segundo.
[New York Times Book Review, 6 de febrero de 1955, este texto ha
sido reproducido a partir del mecanoescrito original de Faulkner.]
A la Asociación Sureña de Historia[16]
Memphis, 10 de noviembre de 1955
Hace cien años Abraham Lincoln dijo, «Esta nación no puede perdurar medio
esclava y medio libre». Si hoy estuviera vivo lo enmendaría, «Esta nación no
puede perdurar albergando una minoría tan grande como un diez por ciento
mantenida en una ciudadanía de segunda clase por el accidente de la
apariencia física». Como diría un hombre de menor valía, ni éste ni ningún
país o comunidad de gente puede permanecer más tiempo en paz con el diez
por ciento de su población arbitrariamente sin asimilar que lo que puede
permanecer en paz un pueblo de cinco mil habitantes con quinientos caballos
desembridados perdidos en las calles, o digamos una comunidad de cinco mil
gatos con quinientos perros sin asimilar entre ellos, o viceversa. Para la
coexistencia pacífica, todo debe ser una cosa: o todos ciudadanos de primera
clase, o todos ciudadanos de segunda clase; o todos personas o todos
caballos; o todos gatos o todos perros.
Quizá el negro todavía no sea capaz más que de una ciudadanía de
segunda clase. Puede que su tragedia sea que su competencia para la igualdad
está en función de la ratio de su sangre blanca. Pero aunque esto fuese así,
todavía restaría el problema de los ciudadanos de segunda clase. Aunque el
negro estuviese conforme con permanecer sólo como un ciudadano de
segunda clase aunque relevado de sus responsabilidades de primera clase
debido a su clasificación, no se solucionaría el problema. Todavía restaría el
hecho de que somos una nación establecida sobre el hecho de que sólo
estamos unificados en el poder el noventa por ciento.
Sólo con el noventa por ciento de unanimidad, nos enfrentaríamos (y
esperamos sobrevivir a ello) a un mundo enemigo unificado contra nosotros
aunque sea sólo en enemistad. Ni siquiera podemos estar unificados en un
noventa por ciento contra ese mundo enemigo que nos sobrepasa en número,
porque demasiado de ese noventa por ciento de poder se gasta y consume por
el problema físico del diez por ciento de irresponsables.
Resulta bastante fácil para el negro maldecirnos, al Sur, por el hecho de
que su problema todavía esté sin resolver. Si yo fuera un norteño, esto es lo
que haría: decirme a mí mismo que hace cien años, nosotros, nosotros dos, el
Norte y el Sur, lo habíamos puesto a prueba y lo habíamos solucionado. Que
no somos nosotros, el Norte, sino vosotros, el Sur, quienes habéis rechazado
aceptar ese veredicto. Tampoco nos ayudará nada recordarle al Norte que,
según la ratio de negros respecto a la población blanca, probablemente haya
más desigualdad e injusticia allí que entre nosotros.
En lugar de eso, deberíamos aceptar esa estrategia. Digámosle al Norte:
Muy bien, es nuestro problema y lo solucionaremos. Como hipótesis,
pongámonos de acuerdo en que el negro es incapaz de asumir la igualdad
debido a que no podría mantenerla y conservarla aunque le forzásemos con
bayonetas; que una vez que las bayonetas fuesen retiradas, el primer hombre
despiadado y elegante, negro o blanco, que viniese se la quitaría, porque él, el
negro, todavía no es capaz de asumir, o se niega a aceptar, la responsabilidad
de la igualdad.
Así que nosotros, el hombre blanco, debemos cogerle de la mano y
enseñarle esa responsabilidad; ésta no será la primera ni la última vez en el
largo registro de la historia humana en que el principio moral ha sido idéntico
a e incluso inextricable respecto al práctico sentido común. Enseñémosle que,
con el fin de ser libre e igual, primero debe ser digno de ello, y luego en
adelante trabajar para siempre para mantenerlo y conservarlo y defenderlo.
Debe aprender para siempre a dejar de pensar como un negro y actuar como
un negro. Esto no será fácil para él. Ésa será su carga, porque por su raza y su
color, para él no será suficiente simplemente pensar y actuar como cualquier
hombre blanco: debe pensar y actuar como el mejor de los hombres blancos.
Porque aunque el hombre blanco, por su raza y su color, puede practicar la
moral y la rectitud sólo el domingo y dejarlas colgadas el resto de la semana,
el negro nunca puede aflojar ni desviarse.
Ése es nuestro trabajo aquí en el Sur. Es posible que la raza blanca y la
raza negra realmente nunca puedan gustarse y confiar mutuamente; esto se
debe a que el hombre blanco nunca puede conocer realmente al negro, porque
el hombre blanco en sus relaciones siempre ha forzado al negro a ser un
negro en lugar de otro ser humano, y por tanto el negro no puede permitirse,
no osa, ser abierto con el hombre blanco y dejar que el hombre blanco sepa lo
que él, el negro, piensa. Pero sé que nosotros en el Sur, habiendo crecido y
vivido entre negros durante generaciones, somos capaces en casos
individuales de que nos gusten y de que confiemos en individuos negros, algo
que el Norte nunca puede hacer porque el norteño sólo le teme.
Así que sólo nosotros podemos enseñar al negro la responsabilidad de la
moral y de la rectitud individual —ya sea llevándole a nuestras escuelas
blancas, o proporcionándole profesores blancos en sus propias escuelas hasta
que hayamos enseñado a los profesores de su propia raza a enseñarle y
entrenarle en estos duros y desagradables hábitos—. Que alguna vez aprenda
o no su a-b-c o qué hacer con fracciones simples, no importará. Lo que debe
aprender son las cosas duras —auto-contención, honestidad, confiabilidad,
pureza; a actuar no sólo tan bien como cualquier hombre blanco, sino a actuar
exactamente tan bien como el mejor de los hombres blancos. Si no lo
hacemos, pasaremos el resto de nuestras vidas esquivando a los quinientos
caballos desembridados; estaremos esperando cada año otro Clinton u otro
Little Rock[18] no sólo para destrozar más y más lo que hace tanto creamos a
partir de las pacíficas relaciones entre las dos razas, sino para ser
monumentos y jalones internacionales a nuestro ridículo y a nuestra
vergüenza.
Y el lugar para empezar con esto es Virginia, la madre de todo el resto de
nosotros en el Sur. Comparado con vosotros, mi país —Mississippi,
Alabama, Arkansas— todavía es frontera, tierra salvaje. Incluso todavía en
nuestra tierra salvaje miramos atrás a esa reserva-madre como si realmente no
estuviese tan distante y tan alejada. Incluso en nuestra tierra salvaje todavía
fluye la sangre de la vieja Virginia y los viejos nombres de Virginia —Byrd y
Lee y Cárter— todavía perduran. No hay familia en nuestra tierra salvaje que
no tenga esa tía mayor o esa abuela que cuente a los niños tan pronto como
pueden oír y entender: Tu sangre es también sangre de Virginia; el padre de
tu tatarabuelo nació en Rockbridge o en Fairfax o en Prince George —Valley
o Piedmont o Tidewater—, justo bajo el jalón más próximo, así que Virginia
es un sitio vivo para ese niño mucho antes de que haya oído (o le importe)
alguna vez Nueva York o, más aún, América.
Así que dejemos que empiece en Virginia, hacia la que estamos mirando
el resto de nosotros como el niño mira hacia el padre en pos de una señal, una
señal de adonde y cómo ir. Hace cien años los impetuosos de Mississippi y
Georgia y Carolina del Sur no habrían escuchado cuando la madre de todos
nosotros intentase controlar nuestro curso temerario y precipitado; os
ignoramos entonces, para desgracia nuestra, la vuestra más que la de nadie
puesto que soportasteis la mayoría de las batallas. Pero esta vez os oiremos.
Dejemos que ésta sea la voz de esa tierra salvaje, hablando no sólo a la
Madre Virginia sino al mejor de sus hijos —hijos hallados y escogidos
dignos de ser educados según el viejo patrón en la Universidad fundada por el
señor Jefferson para ser no sólo un monumento muerto a, sino la fuente
duradera de sus principios de orden para la condición humana y las relaciones
del hombre con el hombre—, al mensajero, al portavoz de todos, que diga a
la madre de todos nosotros: Muéstranos el camino y guíanos por él. Creo que
te seguiremos.
[University of Virginia Magazine, primavera de 1958; compilado
en Faulkner in the University, editado por Frederick L. Gwynn y
Joseph L. Blotner, University of Virginia Press, 1959. Este texto ha
sido reproducido a partir del mecanoescrito de Faulkner.]
Al English Club de la Universidad de
Virginia
Charlottesville, 24 de abril, 1958
Hace dos años el presidente Eisenhower concibió un plan basado en una idea
que básicamente es una idea sensata. Ésta consistía en que las condiciones
mundiales, el dilema universal en este momento, son las que son simplemente
porque hombres y mujeres de diferentes razas y lenguas y condiciones no
pueden discutir unos con otros estos problemas y dilemas que son
fundamentalmente suyos, sino que deben intentar hacerlo sólo a través de las
organizaciones formales de sus antagonistas y aparentemente irreconciliables
gobiernos.
Esto es, que a la gente de toda condición debería dársele la oportunidad
de hablar con sus homólogos en toda la tierra —trabajador con trabajador,
científico con científico, doctores y abogados y comerciantes y banqueros y
artistas con sus homólogos en todas partes—.
No había nada malo respecto a esa idea. Ciertamente ningún artista —
pintor, músico, escultor, arquitecto, escritor— la discutiría porque esto —el
intentar comunicarse de persona a persona independientemente de raza o
color o condición— es exactamente lo que todo artista lleva toda su vida
intentando hacer, y lo seguirá intentando mientras respire.
En mi opinión lo que la condenó aparecía sintomáticamente en la
fraseología del propio concepto del presidente: trabajador con trabajador,
artista con artista, banquero con banquero, magnate con magnate. Lo que la
condenó fue un mal inherente a nuestra propia cultura; una cualidad maligna
inherente a (y quizás necesariamente aunque yo por mi parte no creo esto
último) la cultura de cualquier país capaz de resistir y sobrevivir a través de
Cualquiera que haya recibido tantos honores como yo desde que aterricé en
Venezuela debe suponer que no queda nada nuevo para él. Se equivocaría. En
esta puesta en escena de «Danzas Venezuela» vio no sólo otro cálido y
generoso gesto de un país americano hacia un visitante de otro. Vio el
espíritu y la historia de Venezuela capturada y mantenida en un conmovedor
instante de gracia y destreza, por jóvenes hombres y mujeres que dieron la
impresión de que lo estaban haciendo desde el amor y el orgullo hacia la
poesía y la tradición de la historia de su país y de las vidas de su gente, para
que el extranjero, el extraño, vea y comprenda y así se lleve consigo de vuelta
a casa un conocimiento más completo del país que ya había venido a admirar
—para que nunca olvide el gesto ni la inspiración procedentes de la poesía de
Blanco y los demás poetas, quizá incluso sin nombre, cuya dedicación
consiste en registrar la historia de las naciones y de los pueblos, que la señora
[sic.] Ossona tradujo en movimiento lleno de gracia e importancia, ni a la
señora Ramón y Rivera que lo dirigió ni a los jóvenes hombres y mujeres que
lo ejecutaron—. Él se lo agradece a todos. No olvidará la experiencia ni a
aquellos que la hicieron posible.
A la Academia Americana de Artes y
Letras con motivo de la aceptación de
la medalla de oro en la categoría de
ficción
Nueva York, 24 de mayo de 1962
Y aun así, cuando le preguntas por el nombre del autor, del libro o acerca
de qué trata, ¡no te lo puede decir! Él tampoco lo ha leído, o no sólo no le ha
conmovido sino que ha esperado a leer a Brown para formarse una opinión.
Y Brown no le ha ofrecido ninguna opinión en absoluto. Quizá el propio
Brown no tenga ninguna.
¡En Inglaterra hacen este tipo de cosas mucho mejor que en América! Por
supuesto que en América hay críticos igual de juiciosos y tolerantes y
sólidamente preparados, pero con pocas excepciones no tienen estatus: las
revistas que establecen el estándar los ignoran; o ante condiciones
insoportables, ignoran a las revistas y viven fuera. En un número reciente de
The Saturday Review el señor Gerald Gould, reseñando El jugador oculto[25]
de Alfred Noyes dice:
«La gente no habla así… No refleja la forma de hablar común de
la gente común; lo que generalmente resultaría pálido… al dar
tantísimos detalles resulta confuso».
Del mismo modo que entre el maíz hay mazorcas inferiores y buenas
mazorcas, así hay libros inferiores y buenos libros en la lista del señor
Anderson. Hombres que marchan resulta decepcionante después de
Winesburg. Pero entonces cualquier cosa que estuviese haciendo en esa época
cualquier otro americano habría resultado decepcionante después de
Winesburg.
Muchos matrimonios[33]
Caballos y hombres
UN día, hace unos dos años, estaba ociosamente especulando acerca del
tiempo y la muerte cuando se me ocurrió la idea de que sin duda mientras mi
carne accedía más y más a las compulsiones estandarizadas de la respiración,
vendría un día en el que el paladar de mi alma ya no reaccionaría al simple
pan y sal del mundo tal y como lo había encontrado en los años de
descubrimiento, igual que después de un rato el paladar físico permanece
apático hasta que se le provoca mediante trufas. Así que empecé mi
búsqueda.
Todo lo que deseaba era simplemente una piedra de toque; una simple
palabra o gesto, pero habiendo estado previamente estos dos años bajo la
maldición de las palabras, habiendo conocido dos veces antes la agonía de la
tinta, nada servía salvo el intento de recrear a la fuerza entre las cubiertas de
un libro el mundo que ya estaba preparado para perder y lamentar, sentía, con
la morbidez del joven, que no sólo estaba al borde de la decrepitud, sino que
hacerse mayor tenía que ser una experiencia que de entre todo el nutrido
mundo sólo me resultaba peculiar a mí, y deseaba, si bien no la captura de ese
mundo y su fijación tal y como hubieras preservado una rama o una hoja
como una señal del bosque extinto, sí al menos conservar el evocador
esqueleto de la hoja disecada.
Así que comencé a escribir, sin mucha intención, hasta que me di cuenta
de que para hacerlo verdaderamente evocador debía ser personal, con el fin
de preservar en la escritura no sólo mi propio interés, sino preservar mi
creencia en el sabor del pan y la sal. Así introduje gente, puesto que qué
podía ser más personal que la reproducción, en sus dos sentidos, el estético y
el mamífero. En su único sentido, realmente, puesto que el estético es todavía
el principio femenino, el deseo de sentir los huesos abriéndose y partiéndose
con algo vivo engendrado del ego y concebido por la desatada declaración de
la carne. Así que conseguí alguna gente, algunos los inventé, otros los creé a
partir de cuentos que aprendía de cocineras negras y chicos de las cuadras de
todas las edades entre Joby el de un brazo, de dieciocho, que me enseñó a
escribir mi nombre en tinta roja en el guardapolvo de lino que llevaba por
alguna razón que ambos habíamos olvidado, a la vieja Louvinia que
recordaba cuándo «caían» las estrellas y que llamaba a mi abuelo y a mi
padre por sus nombres de pila hasta que se murió. Creados, digo, porque
están compuestos parcialmente a partir de lo que eran en la vida real y
parcialmente a partir de lo que deberían haber sido y no fueron: así que
mejoré a Dios, quien, tan dramático como Él era, no tenía sentido ni
sentimiento para el teatro.
Y tampoco lo tuve yo, pues el primer editor a quien le presenté
seiscientas extrañas páginas de manuscrito lo rechazó sobre la base de que era
caótico, sin pies ni cabeza. Yo estaba estupefacto; mi primera emoción fue la
ciega protesta, entonces me volví objetivo por un instante, como el padre al
que se le dice que su hijo es un ladrón o un idiota o un leproso; durante un
momento terrible lo contemplé con consternación y desespero, entonces
como el padre oculté mis propios ojos en la furia de la negativa. Me aferré
obstinadamente a mi ilusión; le enseñé el manuscrito a varios amigos, que me
dieron la misma opinión general —que el libro carecía de cualquier tipo de
forma—; finalmente uno de ellos lo llevó a otro editor, que propuso revisarlo
lo que hiciera falta sólo para ver qué había allí.
Mientras tanto yo me había negado a tener nada que ver con eso. Hice
este prefacio discutiendo acaloradamente con la persona designada para
editar el manuscrito en todas las ocasiones en las que fue lo suficientemente
torpe como para que la pillase. Dije, «Una col ha crecido, madurado. Miras a
esa col; no es simétrica; dices, recortaré esta col y la convertiré en arte; la
haré que recuerde a un pavo real o a una pagoda o a tres donuts. Muy bien,
digo yo: si haces eso, entonces la col se morirá».
«Entonces sacaremos de esto algo de chucrut», dijo. «La misma cantidad
de agrio chucrut alimentará al doble de gente que la col.» Un día después o
así vino a mí y me enseñó el manuscrito. «El problema es», dijo, «que aquí
tenías casi seis libros. Estabas intentando escribirlos todos a la vez». Me
enseñó lo que quería decir, lo que había hecho, y por primera vez me di
cuenta de que yo lo había hecho mejor de lo que imaginaba y el largo trabajo
que había tenido que crear se abrió ante mí y me sentí rodeado por el limbo
en el que las sombrías visiones, la multitud que se desplegaba a medio
formar, estaban esperando cada una con su porción de esa verosimilitud que
se va a unir formando todo un mundo que por alguna razón creo que no
debería salir del todo de la memoria del hombre, y contemplé estas sombrías
pero ingeniosas formas a causa de cuyo parto podría reafirmar los impulsos
de mi propio ego en este mundo real sin estabilidad, con un montón de
humildad, y especulé sobre el tiempo y la muerte y me pregunté si había
inventado el mundo al cual debería dar vida o si él me había inventado a mí,
proporcionándome una ilusión de viveza.
[En marzo de 1934, Faulkner envió desde Oxford a su agente
Morton Goldman en Nueva York un manuscrito sin título de dos
páginas describiendo la escritura de su tercera novela, Banderas en
el polvo (aunque el título no aparece en el texto), el rechazo de su
editor y la subsiguiente edición y recorte por otra mano. (Esa
persona fue su amigo y futuro agente Ben Wasson, al que tampoco se
nombra.) El manuscrito es obviamente temprano y no fue enviado a
su agente para su publicación, puesto que la letra a mano resulta
difícil de leer, sino presumiblemente con la esperanza de que fuese
vendido a un coleccionista. (Faulkner estaba pasando por serias
dificultades financieras en esa época.) Y es posible que tuviese la
voluntad de deshacerse del manuscrito porque ya lo había
mecanografiado, algo que ahora se cree que no sobrevivió.
El texto fue transcrito y publicado por primera vez por Joseph
Blotner en la Yale University Library Gazette, enero de 1973, como
«Ensayo de William Faulkner sobre la composición de Sartoris»
[«William Faulkner s Essay on the Composition of Sartoris»]. La
pieza fue editada subsiguientemente por George Hayhoe y su editor, y
un texto limpio, con notas textuales, apareció como apéndice a la
tesis doctoral de 1979 de Hayhoe en la Universidad de South
Carolina, «Un estudio crítico y textual de Banderas en el polvo de
William Faulkner» [«A Critical and Textual Study of William
Faulkners Flags in the Dust»], que dirigió este editor. Este texto
limpio, con posteriores enmiendas, es el aquí reproducido.
Resulta difícil decir con exactitud cuándo fue escrito el texto.
Faulkner afirma que esto fue dos años antes después de que empezase
Banderas, lo cual, caso de ser verdad, lo situaría afínales de otoño de
1928 o a comienzos de 1929. Pero su fecha bien puede ser hasta un
año posterior.
¿Cuál fue el propósito de Faulkner al escribir esto? Quizá sea un
borrador de un memorándum para el editor de Sartoris —o para
Watson—. Ciertamente su cuidado al describir sus reacciones al
rechazo y subsiguiente edición y recorte de su novela sugieren que
tenía la intención de hacer algún uso de ello, quizá incluso publicarlo
de alguna forma. Hayhoe piensa que pudo haber sido escrito como
introducción para una edición o reedición posterior de Sartoris. Pero
Faulkner no habría pensado que una crítica tan severa de la novela
pudiese haber formado parte de su reedición, y puede que lo hubiese
escrito sólo para su propio beneficio.]
El hijo de MacGrider (1934)[38]
Un día antes
Las barras desgastadas y sin pintura del viejo Abe ahora son los blancos
paneles de millonarios que corren en líneas rectas trazadas con regla a través
del oleaje verde y suave de las colinas de Kentucky; entre los ordenados y
como aparcados surcos de yeguas con linajes registrados desde hace más
tiempo de lo que saben o les importa a la mayoría de los hombres paradas
junto a potros de más valor por cabeza para una cabeza económica que niños
de suburbio. La última noche llovió; el aire gris todavía está húmedo y lleno
de una especie de luminosidad, de titileo, como si cada gotita todavía
mantuviese en suspensión aérea su molécula de luz, de modo que la estatua
que de cualquier modo dominaba la escena a todas horas ahora parecía
mantener su dominio sobre el mismo aire como un tenue sol, hasta que,
cerniéndose gigantesca sobre nosotros, parece oro —la efigie dorada del
caballo dorado—, «Gran Rojo» para el mozo negro que lo amaba y que no le
sobrevivió mucho, la efigie de Gran Rojo por supuesto, mirando con el
calmado orgullo de los viejos y viriles reyes guerreros, sobre la tierra donde
su prole aún retoza cual infantes, hasta el momento de la tarde del sábado en
la que también ellos vestirán el manto de rosas en el destellar y deslumbrar
del magnesio; no sólo su propia efigie, sino también símbolo de todo el linaje
registrado desde Arístides pasando por los Whirlaways y los Count Fleets y
los Gallant Foxes y los Citations: la epifanía y la apoteosis del caballo.
El día
Desde la primera luz del día nos hemos estado moviendo, convergiendo,
hacia delante, a través de la extensión georgiano-colonial de la entrada, la
antesala del trono, para ejercer nuestro propio oficio de acólitos en ese
ceremonial.
Una vez el caballo movió el cuerpo físico del hombre y sus pertenencias
domésticas y sus artículos de comercio de un sitio a otro. Hoy en día todo lo
que mueve es una parte o el total de su cuenta bancaria, ya sea apostando por
él o intentando seguir poseyéndolo y alimentándolo.
Así que, en cierto modo, a diferencia de otros animales que ha
domesticado —vacas y ovejas y puercos y pollos y perros (no incluyo a los
gatos; el hombre nunca ha domado a los gatos)—, el caballo está
económicamente obsoleto. Aunque todavía perdure y probablemente
continuará mientras el hombre lo haga, mucho después de que las vacas y las
ovejas y los puercos y los pollos, y los perros que los controlan y protegen, se
hayan extinguido. Porque las otras bestias y sus guardianes únicamente
proporcionan al hombre alimento, y algún día la ciencia le alimentará por
medio de gases sintéticos eliminando así la necesidad económica que cubren.
Mientras que lo que el caballo proporciona al hombre es algo hondo y
profundo en su naturaleza y necesidad emocional.
Perdurará y sobrevivirá hasta que cambie la misma naturaleza del
hombre. Porque casi se pueden contar con los dedos de una mano los tipos y
clases de seres humanos en cuyas vidas y memorias y experiencias y
descargas glandulares no tiene sitio el caballo. Éstos serán a los que no les
guste apostar a nada que implique el elemento del azar o la habilidad o lo
imprevisto. Ellos serán a los que no les gusta observar algo en movimiento,
ya sea grande o que esté yendo deprisa, sin importar lo que sea. Ellos serán a
los que no les gusta observar algo vivo y más grande y más fuerte que el
hombre, bajo el control de la voluntad del enclenque hombre, haciendo algo
que el propio hombre es demasiado débil o demasiado inferior en vista u oído
o velocidad para hacer.
Habrá que excluir de éstos incluso a los que no les gustan los caballos —
los que no tocarían un caballo ni se acercarían a uno, que nunca han montado
uno e incluso ni lo han intentado—; que pueden y hacen y arriesgarán y
perderán sus camisas por un caballo que nunca han visto.
Así que alguna gente puede apostar a un caballo sin haber visto uno fuera
de una calesa de Central Park o la caravana de un vendedor ambulante. Y
quizá nadie pueda observar a los caballos correr para siempre, con una
ventana de apuestas mutuas tan próxima, sin hacer una apuesta. Pero es
posible que alguna gente pueda y de hecho lo haga.
Así que no es simplemente apostar, la oportunidad de probar con dinero
tu suerte o lo que puede llamarse facultad de juzgar, lo que conduce a la gente
a las carreras. Es mucho más profundo que eso. Es una sublimación, una
transferencia: el hombre, con su admiración por la velocidad y por la fuerza,
proyecta su propio deseo de supremacía física, de victoria, en el agente —el
equipo de béisbol o de fútbol americano, el boxeador profesional—. Sólo que
las carreras de caballos son más universales porque está ausente la brutalidad
del combate profesional de boxeo, como también lo que está atenuado en el
fútbol americano o en el béisbol —el largo tiempo que se requiere para que
acontezca el orgasmo de la victoria—, en las carreras de caballos es una
cuestión de minutos, nunca más de dos o tres, repetida seis u ocho o diez
veces en una tarde.
4:29 de la tarde
Lo hice. Hice ambas cosas. Hace dos años, por pura casualidad, en el
transcurso de una charla con un editor en el sello que publica mis libros, me
enteré de que la misma revista ya había puesto en marcha el mismo proyecto
que yo había declinado hacía ocho años; no sé si se lo habían notificado
formalmente a los editores o si únicamente lo habían oído también por
casualidad, como me pasó a mí. Dije No otra vez, recapitulando las mismas
razones que todavía creía que no eran ni siquiera rebatibles por cualquiera
que poseyera el poder de la prensa pública, dado que las cualidades del gusto
y de la responsabilidad tendrían que ser inherentes a dicho poder para ser
válido y que se le permitiese perdurar. El editor me interrumpió.
«Prueba otra vez con ellos. Di “Se lo pido: por favor no lo hagan”.»
Entonces presenté el mismo Les pido: por favor no lo hagan al escritor que
iba a escribir el texto. No sé si era un miembro de la redacción designado
para el trabajo o si se presentó voluntario para ello o si quizá él mismo vendió
a sus empleadores la idea. Sin embargo recuerdo que su respuesta implicaba
«Tengo que hacerlo,
si me niego me despedirán». Que probablemente sea correcta, pues obtuve la
misma respuesta de un miembro de la redacción de otra revista acerca del
mismo asunto. Y si eso era así, si el escritor, un miembro del gremio al que
servía, también era víctima de la misma fuerza de la que yo era víctima —ese
uso irresponsable que es por tanto un abuso y que en su caso es traición, de
ese poder llamado Libertad de Prensa que es uno de los más potentes e
inestimables defensores y conservadores de la dignidad y de los derechos
humanos—, entonces la única defensa que se me dejaba era negarme a
cooperar, a tener nada que ver con el proyecto. Aunque ahora mismo supiese
que eso no me salvaría, que nada podría pararlos.
Quizá ellos —el escritor y su empleador— no me creyeron, no me podían
creer. Quizá osaron no creerme. Quizá ahora es imposible para cualquier
americano creer que alguien que no se esté escondiendo de la policía
realmente no quiera, como un don gratuito, su nombre y su fotografía en
ningún órgano impreso, sin importar cuán bajo o modesto o de difusión
restringida sea. Aunque quizá la cuestión nunca alcanzó este punto: ambos —
el editor y el escritor— sabían desde el principio, independientemente de que
yo lo supiese o no, que nosotros tres, ellos dos y su víctima, éramos todos
víctimas de esa falla (en el sentido en que los geólogos usan el término) de
nuestra cultura americana que diariamente nos está diciendo: «¡Cuidado!»,
los tres afrontándolo como uno solo no con una idea, un principio de elección
entre el buen y el mal gusto o la responsabilidad o la falta de ella, sino como
un hecho, una condición de nuestra vida americana antes de que los tres
estuviésemos (en ese momento) desvalidos, condenados en ese momento.
Así que el escritor vino con su grupo, fuerza, equipo y consiguió su
material donde y como pudo y se marchó y publicó su artículo. Pero ése no es
el punto. El escritor no será culpado dado que, con las manos vacías, él (si mi
recuerdo es correcto) habría sido despedido del trabajo, lo cual le privaba del
derecho a elegir entre el buen y el mal gusto. Tampoco el empleador dado
que, para mantener su trabajo (el del empleador) también precario en esta
estructura incluso él, director y jefe de uno de sus componentes
integrales, puede verse obligado a servir a las costumbres del momento con el
fin de sobrevivir entre sus rivales.
No es lo que dijo el escritor, sino el hecho de que lo dijese. Que él —ellos
— lo publicaban, en un órgano reconocido que, para ser y seguir siendo
reconocido, funciona bajo el supuesto de ciertos estándares inflexibles; lo
publicaban no sólo pasando por encima de las protestas del sujeto sino con
inmunidad completa respecto a ellas; una inmunidad no sólo supuesta para sí
mismo por el órgano sino una inmunidad ya garantizada por adelantado por
el público al que vende sus manufacturas por un beneficio. Lo aterrador (no
chocante; esto no puede chocarnos dado que permitimos su nacimiento y lo
observamos crecer y lo apoyamos y validamos e incluso lo usamos
individualmente para nuestros propios fines y necesidades) es que esto podría
haber pasado en cualquier caso bajo esas condiciones. Que podría haber
pasado en cualquier caso sin que el sujeto ni siquiera hubiese sido avisado
con antelación. E incluso cuando él, la víctima, fue advertido con antelación
por accidente, aun así estaba desvalido para prevenirlo. E incluso después de
que se hubiese hecho, la víctima no podía interponer recurso de ningún tipo
ya que, a diferencia del sacrilegio o la obscenidad, no tenemos leyes contra el
mal gusto, quizá porque en una democracia la mayoría de la gente que hace
las leyes no reconoce el mal gusto cuando lo ve, o quizá porque en nuestra
democracia el mal gusto se ha convertido en una mercancía con la que
comerciar y por tanto imponible y por tanto algo con lo que se puede ejercer
presión e influencia por parte de las federaciones de comercio que simultánea
y concurrentemente crearon el mercado (no el apetito: eso no necesitaba
creación: sólo condescendencia) y el producto para servirlo, y el mal gusto
por simple solvencia fue purificado de mal gusto y absuelto. Y aunque
hubiese habido base para el recurso, aun así la cuestión habría permanecido
en la parte negra del libro de cuentas dado que el editor podría cargar el juicio
y las costas a pérdidas operativas y el incremento de ventas fruto de la
publicidad a capital invertido.
El punto es que hoy en América cualquier organización o grupo,
simplemente por funcionar bajo una frase como Libertad de Prensa o
Seguridad Nacional o Liga Contra la Subversión, pueden postular para sí
mismas completa inmunidad para violar la condición individual[68] —la falta
de privacidad individual con la que no se puede ser un individuo y la falta
que individualmente no es nada que merezca la pena tener o conservar— de
cualquiera que no sea él mismo un miembro de una organización o grupo lo
suficientemente numeroso o rico como para asustarles. Esa organización no
será de escritores, artistas, por supuesto; siendo individuos, ni siquiera dos
artistas podrían confederarse alguna vez, ni mucho menos los suficientes.
Además, los artistas en América no tienen que tener privacidad porque no
necesitan ser artistas por lo que a América respecta. América no necesita
artistas porque no cuentan en América; los artistas no tienen más sitio en la
vida americana que los empleadores de los miembros de la redacción de
revistas ilustradas semanales en la vida privada de un novelista del
Mississippi. Pero están las otras dos ocupaciones que son valiosas para la
vida americana, que requieren, que demandan privacidad para perdurar, para
vivir. Éstas son las ciencias y las humanidades, los científicos y los
humanistas: los pioneros en la ciencia del perdurar y la destreza mecánica y
la autodisciplina y la habilidad como el Coronel Lindbergh que finalmente
fue compelido a repudiarlo por la nación y por la cultura, una de cuyas
costumbres era el derecho inalienable a violar su privacidad en lugar del
deber inalienable de defenderla, la nación que asumió un derecho inalienable
para arrogarse la gloria de su renombre aunque no tuviese el poder de
proteger a sus hijos ni la responsabilidad de preservarlos de su aflicción; los
pioneros en la simple ciencia de salvar la nación como el Doctor
Oppenheimer que fue hostigado e impugnado según esas mismas costumbres
hasta que fue despojado de toda privacidad permaneciendo allí únicamente
las cualidades del individualismo de cuya posesión nos vanagloriamos dado
que sólo ellas nos diferencian de los animales —gratitud por la amabilidad,
fidelidad a la amistad, caballerosidad hacia las mujeres y capacidad para amar
— ante lo cual se vieron impotentes incluso sus hostigadores sometidos a
investigación oficial, marchándose (uno espera) avergonzados de sí mismos,
como si todo el negocio no hubiera tenido absolutamente nada que ver con la
lealtad o la deslealtad o la seguridad y la inseguridad, sino que simplemente
se trataba de apalearle y despojarle completamente hasta desnudarle de la
privacidad que de haberle faltado nunca le habría permitido llegar a ser uno
de ese puñado de individuos capaces de servir a la nación en un momento en
el que aparentemente nadie más podía, y al fin reducirle así a un número más
sin identidad en esa masa sin identidad anónima y sin privacidad que parece
ser nuestro objetivo.
E incluso quizá eso es sólo un punto de partida. Porque la propia
enfermedad viene de mucho más atrás. Viene de ese momento de nuestra
historia en el que decidimos que las viejas y simples verdades morales de las
que el gusto y la responsabilidad eran los árbitros y los controles estaban
obsoletas y debían ser descartadas. Viene de ese momento en el que
repudiamos el significado que nuestros padres habían estipulado para las
palabras «libertad» y «condición libre» sobre el cual, por el cual y para el
cual nos fundaron como nación y nos dedicaron como un pueblo,
manteniendo nosotros en nuestra época únicamente los fonemas
correspondientes. Viene de ese momento en el que sustituimos la libertad por
la licencia —licencia para cualquier acción que se mantenga en los límites de
la prescripción de las leyes promulgadas por las confederaciones de los
practicantes de esa licencia y los cosechadores de los beneficios materiales—.
Viene de ese momento en el que sustituimos el ser libre por la inmunidad
para cualquier acción para cualquier recurso, con la única condición de que el
acto se lleve a cabo bajo la égida de los vacíos fonemas del ser libre.
En ese mismo instante la verdad también se desvaneció. No abolimos la
verdad; ni siquiera podríamos hacerlo. Simplemente nos dejó, nos volvió la
espalda, no con desprecio ni siquiera con desdén ni siquiera tampoco con
(esperemos) desesperación. Simplemente nos dejó, quizá para volver cuando
lo que quiera que sea —el sufrimiento, el desastre nacional, quizá cuando (si
nada más sirve) acontezca la derrota militar— nos haya enseñado a valorar la
verdad y a pagar cualquier precio, aceptar cualquier sacrificio (oh sí, también
somos valientes y duros; sólo que intentamos aplazar todo lo posible el tener
que serlo) para recuperarla y mantenerla otra vez como nunca deberíamos
haberla dejado ir: en sus propios e innegociables términos de gusto y de
responsabilidad. La verdad —esa larga limpia clara simple firme
incuestionable recta y brillante línea, a un lado de la cual lo negro es negro y
al otro lo blanco es blanco— ahora se ha convertido en un ángulo, en un
punto de vista que no tiene nada que ver con la verdad ni tampoco con los
hechos, sino que únicamente depende de dónde estés cuando lo miras. O más
bien —mejor— de dónde te las ingenias para tener situado a aquel al que
estás intentando engañar u ofuscar cuando te mira.
Una apuesta sencilla en realidad, una apuesta combinada, un triple del
día:[69] la verdad y el ser libre y la libertad. El cielo americano que una vez
fue el empíreo infinito del ser libre, el aire americano que una vez fue el
aliento viviente de la libertad, ahora se han convertido en una vasta presión
aplastante que deroga ambos, destruyendo la individualidad del hombre en
tanto que hombre mediante (en su momento) la destrucción del último
vestigio de privacidad sin la que el hombre no puede ser un individuo.
Nuestra propia arquitectura nos ha advertido. Hubo un tiempo en que no
podías ver ni desde el interior ni desde el exterior a través de los muros de
nuestras casas. Ahora es el tiempo en el que a través de los muros puedes ver
desde el interior lo de fuera aunque todavía no desde fuera el interior. Vendrá
un tiempo en el que se puedan hacer ambas cosas. Entonces se habrá ido
realmente la privacidad: aquel que sea lo bastante individual como para
querer incluso cambiarse su camisa o bañarse dentro será maldecido por una
voz americana universal como subversivo respecto al modo de vida
americano y a la bandera americana.
Si (por esa época) los propios muros, opacos o no, todavía pueden
mantenerse en pie tras esa furiosa ráfaga, esa fuerza, ese poder que se alza
como un trueno en el cénit americano, de múltiples caras aunque mutuamente
conjuntadas, bramando las palabras y frases que hace mucho que fueron
emasculadas de cualquier denotación o significado distinto al de
herramientas, implementos, para el posterior hostigamiento del espíritu
humano privado e individual, por sus furiosos e inmunizados sumos
sacerdotes: «Seguridad». «Subversión». «Anti-Comunismo». «Cristianismo».
«Prosperidad». «El Modo Americano». «La Bandera».
Con posibilidades en la balanza (más un rápido juego de pies de vez en
cuando, por supuesto) un individuo puede defenderse a sí mismo de la
libertad de otro individuo. Pero cuando poderosas federaciones y
organizaciones y amalgamas como las corporaciones editoriales y las sectas
religiosas y los partidos políticos y los comités legislativos pueden incluso
absolver a una de sus unidades de trabajo de las restricciones de la
responsabilidad moral por medio de eslóganes como «Libertad» y
«Salvación» y «Seguridad» y «Democracia», bajo el cobijo de cuya
absolución los individuos practicantes asalariados quedan liberados de
responsabilidad individual y restricción, entonces mantengámonos en
guardia. Entonces incluso la gente como el Doctor Oppenheimer y el Coronel
Lindbergh y yo (también el miembro de la redacción de la revista semanal
ilustrada si realmente fue compelido a elegir entre el buen gusto y la
inanición) tendremos que confederarnos en su momento para preservar esa
privacidad con la que sólo el artista y el científico y el humanista pueden
funcionar.
O para preservar la misma vida, respirando; no sólo artistas y científicos y
humanistas, sino también los parientes políticos o biológicos de doctores
osteópatas. Por supuesto estoy pensando en el doctor de Cleveland
recientemente condenado por el brutal asesinato de su esposa, tres de cuyos
parientes —el padre de su esposa y sus propios padre y madre— con una
excepción ni siquiera han sobrevivido a ese proceso en lo que concierne a la
propia prensa, que mantuvo el lamentable asunto en la mayoría de las
portadas de la nación hasta el mismísimo final, ahora está declarando
oficialmente que fue cubierto en exceso mucho más allá de su valor e
importancia. Estoy pensando en las tres víctimas. No en el hombre
condenado: sin duda el vivirá todavía mucho tiempo; sino en los tres
parientes, dos de los cuales murieron —uno de ellos en cualquier caso—
porque, por citar a la propia prensa «estaba cansado de la vida», y la tercera,
la madre, por su propia mano, como si hubiese dicho puedo aguantar más
esto. Quizá murieron únicamente por el crimen, aunque uno se pregunta por
qué la coincidencia de sus muertes no se produjo con la comisión del
asesinato sino con la publicidad del proceso. Y si no fue meramente por la
propia tragedia por lo que una de las víctimas estaba, cito, «cansada de la
vida» y otra obviamente dijo no puedo aguantar más —si tenían más de una
razón para renunciar e incluso (una) para repudiar la vida—, y si el hombre
era culpable tal como dijo el jurado que lo era, ¿Lo que hizo ese poder
medieval de caza de brujas llamado Libertad de Prensa, que en cualquier
cultura civilizada debe ser aceptado como ese dedicado paladín a través de
cuya inflexible rectitud debe prevalecer la justicia y tener lugar la
misericordia, no fue exactamente aprobar y amparar que los propios parientes
del criminal fuesen eliminados de la faz de la tierra como expiación por su
crimen? Y si él era inocente como dijo ser, ¿en qué crimen participó ese
mismo campeón del débil y del oprimido?
O (por repetir) no el artista. América todavía no ha encontrado un sitio
para aquel que lidia sólo con cosas del espíritu humano excepto para usar su
notoriedad para vender jabón o cigarrillos o plumas estilográficas o para
anunciar automóviles y cruceros y hoteles en complejos turísticos, o (si se le
puede enseñar a contorsionarse lo suficientemente rápido como para alcanzar
los estándares) en la radio o en las películas donde puede producir suficientes
tasas de beneficios para merecer atención. Pero el científico y el humanista,
sí: el humanista en ciencia y el científico en la humanidad del hombre,
quienes aún deberían salvar esa civilización que los profesionales en salvarla
—los editores que apoyan su propio engorde sobre la lujuria y la lascivia del
hombre, los políticos que apoyan su propio tráfico sobre su estupidez y su
codicia, y los hombres de iglesia que apoyan su propio comercio sobre el
miedo y la superstición— parecen estar demostrando que no pueden.
[Harper’s (julio de 1955; este texto ha sido reproducido a partir del
mecanoescrito de Faulkner.]
Impresiones de Japón (1955)
Las caras: Van Gogh y Manet las habrían amado: esa del peregrino con
bastón y fardo y lleno de polvo por la caminata, ascendiendo las escaleras
hacia el Templo en la temprana luz del sol; el lego del Templo o quizás el
sirviente, su hábito plegado aproximadamente a la altura de sus muslos,
acuclillado en la entrada del recinto antes de que empiece, o quizá habiéndose
ya puesto en marcha, el día; esa de la mujer vieja vendiendo cacahuetes bajo
la entrada para que los turistas alimenten con ellos a las palomas: una cara
gastada con la vida y el recuerdo, como si una vida no hubiese sido lo
bastante larga sino que cada aliento por separado hubiese necesitado grabarse
en toda esa miríada de finas líneas; una cara duradera y ahora incluso un
consuelo para ella, como si en estos momentos hubiese emborronado
cualquier cosa que hubiese tras ella que le hubiese dolido o apenado,
dejándola ahora libre de las angustias y de las aflicciones y de lo que perdura:
en cualquier caso aquí hay una que nunca leyó a Faulkner y que tampoco
sabe ni le importa por qué vino a Japón ni le preocupa un carajo lo que piensa
de Ernest Hemingway.
***
***
El cuenco de montañas que contiene el lago está tan lleno de aire duro y
rápido como la boca de un túnel del viento; ahora hemos estado pensando
durante algún tiempo que quizá ya es demasiado tarde para tomar rizos en la
vela mayor: sin embargo ahí está. Es sólo un esquife aunque para los ojos
occidentales resulta tan invencible e irrevocablemente extraño como un junco
chino, conducido por una abollada máquina fueraborda hecha en Estados
Unidos y que contiene una mujer en kimono bajo un abierto parasol de papel
que no habría suscitado comentario alguno en el soleado tramo del Támesis
inglés, tan frágil e invulnerable en el centro de ese duro azul cuenco de viento
como una mariposa en el ojo de un tifón.
***
Lealtad. En sus ropas occidentales, blusa y falda, ella es tan sólo una más
de las mujeres jóvenes regordetas y anodinas pero en kimono en el diestro
equilibrado rápido desplazamiento deslizante también ella recibe su porción
de esa herencia nacional de magia femenina. Aunque ella tiene más que eso;
ella participa de su porción de esas otras cualidades que las mujeres tienen en
esta tierra que no les fueron dadas por lo que llevan puesto: lealtad,
constancia, fidelidad, no por, pero al menos uno espera que no sin,
recompensa. Ella no habla mi idioma ni tampoco yo el suyo, aunque en dos
días conoce mi hábito de hombre de campo de despertarme pronto tras la
primera luz de modo que cada mañana cuando abro los ojos ya hay una
cafetera en la mesa del balcón; ella sabe que me gusta un cuarto fresco para
desayunar cuando vuelvo del paseo, y así está: el cuarto arreglado y la mesa
dispuesta y el periódico de la mañana listo; ella pregunta sin palabras por qué
hoy no tengo ropa para lavar, y sin palabras pide permiso para coser los
botones y zurcir los calcetines; ella me llama hombre sabio y profesor, cosas
que no soy, cuando habla de mí a otros; ella está orgullosa de tenerme como
cliente y, espero, encantada de que intente merecerme ese orgullo y equipare
con cortesía esa lealtad. Hay un montón de lealtad suelta en esta tierra.
Incluso un poco de ella es demasiado valiosa para ser ignorada. Desearía que
toda fuese merecida o al menos agradecida como intenté que fuera.
***
Ahora más breve y más rápido, hacia el cercano final del viaje: vara de
oro,[71] tan evocadora del polvo y del otoño y de la fiebre del heno como en
el Mississippi, contra una alta valla de bambú.
El paisaje es hermoso pero las caras son todavía mejores.
La rauda flexible y estrecha gracia con la que la chica joven hace una
reverencia y en ese mismo fluido movimiento se recupera, más dura a través
de la misma delicadeza que la rígida cultura que la inclina como lo está la
propia rama del sauce respecto a la fuerte ráfaga que nunca puede hacer más
que balancearla.
Las herramientas que usa evocan aquellas con las que Noé debió de haber
construido su arca, aunque la estructura de la casa parece alzarse y sostenerse
sin clavos en las ajustadas juntas sin tener ni siquiera la necesidad de clavos,
como si aquí hubiera una magia, un arte en la simple construcción de
edificios habitables por el hombre que nuestros ancestros occidentales
parecen haber perdido en alguna parte cuando se trasladaron.
Y siempre el agua, el sonido, su salpicadura y su goteo, como si aquí
hubiese una gente haciendo constante oblación al agua como ciertas gentes lo
hacen a lo que llaman su suerte.
Tan amable es la gente que con tres palabras el invitado puede ir a
cualquier parte y vivir: Gohan: Sake: Arrigato. Y una palabra más: Ahora
mañana el avión se aligera, un momento más y las ruedas arrancarán libres
del suelo, arrastrando su sombra de vuelta hacia el cielo cubierto antes
incluso de que las ruedas se plieguen, dentro del cielo cubierto y después a
través de él, la tierra, la isla ahora desaparecida que la memoria siempre
conocerá aunque los ojos no la recuerden más. Sayonara.
[Comunicado de prensa emitido por la embajada de los Estados Unidos
en Tokio, 1955; recopilado en Faulkner at Nagano, ed. Robert A. Jelliffe,
Tokio, 1956, del cual ha sido tomado el texto reproducido aquí, con
correcciones de un texto mecanoscrito incompleto de Faulkner. ]
A la juventud de Japón (1955)
HACE cien años, mi país, los Estados Unidos, no eran una economía y una
cultura, sino las dos cosas, tan opuestas una a la otra que hace noventa y
cinco años fueron a la guerra una contra otra para probar cuál debería
prevalecer. Mi bando, el Sur, perdió esa guerra, cuyas batallas no se libraron
en suelo neutral en la inmensidad del océano, sino en nuestros propios
hogares, en nuestros jardines, en nuestras granjas, como si Okinawa y
Guadalcanal no hubiesen sido islas en el lejano Pacífico sino distritos de
Honshu y Hokkaido. Nuestra tierra, nuestros hogares, fueron invadidos por
un conquistador que permaneció después de que fuésemos derrotados; no
sólo fuimos devastados por las batallas que perdimos, el conquistador pasó
los siguientes diez años después de nuestra derrota y rendición saqueándonos
lo poco que la guerra había dejado. Los vencedores en nuestra guerra no
hicieron ningún esfuerzo para rehabilitarnos y restablecernos en comunidad
alguna de hombres o de naciones.
Pero todo esto es pasado; nuestro país es uno ahora. Creo que nuestro país
es incluso más fuerte debido a toda esa vieja angustia dado que la propia
angustia nos enseñó compasión por otras gentes a las que la guerra había
herido. Lo menciono sólo para explicar y mostrar que los americanos al
menos de mi parte de América pueden comprender el sentimiento de la gente
joven japonesa de hoy de que el futuro no les ofrece nada salvo falta de
esperanza, con nada más que mantener o en lo que creer. Porque la gente
joven de mi país durante esos diez años debe haber dicho a su vez: «¿Qué
podemos hacer ahora?, ¿dónde podemos buscar futuro?, ¿quién nos puede
decir qué hacer, cómo esperar y creer?».
Me gustaría pensar que también hubo alguien en aquella época que les
hablase claramente acerca de que poca experiencia y conocimiento debían
haber añadido unos pocos años más a lo que tenían, que les asegurase de
nuevo que el hombre es duro, que nada, nada —la guerra, la aflicción, la falta
de esperanza, la desesperación— puede durar tanto como puede durar el
hombre; que el propio hombre prevalecerá sobre todas sus angustias, con tal
de que haga el esfuerzo; que haga el esfuerzo de creer en el hombre y en la
esperanza —que no busque una mera muleta en la que apoyarse, sino con la
que erguirse sobre su propio pie al creer en la esperanza y en su propia dureza
y resistencia—.
Creo que ésa es la única razón del arte —de la música, de la poesía, de la
pintura— que el hombre ha producido y para el que todavía está preparado
para dedicarse. Ese arte es la fuerza más poderosa y duradera que ha
inventado o descubierto el hombre con la que registrar la historia de su
invencible durabilidad y coraje bajo el desastre, y con la que postular la
validez de su esperanza.
Creo que la guerra y el desastre son lo que más recuerda al hombre que
necesita un registro de su resistencia y de su dureza. Creo que es por eso por
lo que después de nuestro propio desastre floreció en mi país, en el Sur, un
resurgimiento de buena escritura, escritura de calidad lo suficientemente
buena como para que gentes de otras tierras empezasen a hablar de una
literatura «regional» del Sur, incluso hasta yo, un hombre de campo, he
llegado a ser uno de los primeros nombres en nuestra literatura con los que el
pueblo japonés quiere hablar y al que quiere escuchar.
Creo que algo muy parecido a eso ocurrirá aquí en Japón en los próximos
años —que de vuestro desastre y desesperación saldrá un grupo de escritores
japoneses a los que todo el mundo querrá escuchar, que contarán no una
verdad japonesa sino una verdad universal—.
Porque la esperanza del hombre se da cuando el hombre es libre. La base
de la verdad universal acerca de la que habla el escritor es la condición de ser
libre en la cual esperar y creer, puesto que sólo en libertad puede existir la
esperanza —la libertad y el ser libre no han sido dados al hombre como un
don gratuito sino como un derecho y una responsabilidad que ganarse si se lo
merece, si es digno de ello, si está dispuesto a trabajar por ello mediante el
coraje y el sacrificio, y después a defenderlo siempre—.
Y ese Ser Libre debe ser un completo ser libre para todos los hombres;
ahora debemos elegir no entre color y color ni entre tipo y tipo ni entre
ideología e ideología. Debemos elegir simplemente entre ser esclavos y ser
libres. Porque ahora ha pasado el día en que podíamos elegir un poco de
cada. No podemos elegir una condición libre establecida sobre una jerarquía,
sobre un sistema de castas de grados de igualdad como rangos militares. Hoy
pensamos el mundo como si fuera un desvalido campo de batalla en el cual
dos poderosas fuerzas se enfrentan una contra la otra bajo la forma de dos
ideologías irreconciliables. Creo que sólo una de ellas es una ideología
porque la otra simplemente es una creencia humana en que no debe existir
ningún gobierno inmune al control del consentimiento de los gobernados; que
sólo una de ellas es un estado político o una ideología, porque la otra es
simplemente un estado mutuo de hombres que creen mutuamente en la
libertad, en el que la política es únicamente uno más de los burdos métodos
para hacer y mantener bien esa condición en la cual todo hombre debe ser
libre. Un burdo método, hasta que hayamos encontrado algo mejor, que como
muchos de los mecanismos de la democracia social chirría y traquetea. Pero
hasta que encontremos uno mejor, la democracia lo hará, puesto que el
hombre es más fuerte, más duro y más resistente incluso que sus errores y sus
estupideces.
[A la juventud de Japón, 1955 (hoja publicada por el Servicio de
Información de los Estados Unidos); compilada en Faulkner at Nagano, ed.
Robert A. Jelliffe, Tokio, 1956.]
Carta a un editor norteño (1956)[72]
Si los hechos expuestos en la versión del caso Till de la revista Look son
correctos, éstos quedan así: dos adultos, armados, en la oscuridad, secuestran
a un chico de catorce años y se lo llevan para asustarle. En lugar de eso, el
chico de catorce años no sólo se niega a asustarse sino que, desarmado, solo,
en la oscuridad, asusta tanto a los dos adultos armados que tienen que
destruirlo.
¿De qué tenemos miedo nosotros los de Mississippi?, ¿por qué tenemos
una opinión tan baja de nosotros mismos que tenemos miedo de gente que
según todos nuestros estándares son nuestros inferiores? —económicamente:
por ejemplo, tienen tanto menos que tienen que trabajar para nosotros no con
sus condiciones sino con las nuestras; educativamente: por ejemplo, sus
escuelas son peores que las nuestras en un grado tal que el Gobierno Federal
tiene que amenazar con intervenir para darles iguales condiciones;
políticamente, por ejemplo: no tienen recurso legal para protegerse ni para
tener restitución por injusticia y violencia—.
¿Por qué tenemos una opinión tan baja de nuestra sangre y de nuestras
tradiciones como para temer que, tan pronto como el negro entre en nuestra
casa por la puerta principal, pedirá matrimonio a nuestra hija y ella aceptará
inmediatamente?
Nuestros ancestros no tenían tanto miedo —nuestros abuelos que
lucharon en la Primera y la Segunda Manassas y en Sharpsburg y en Shiloh y
en Franklin y en Chickamauga y en Chancellorsville y en Wilderness; por no
hablar de esos que sobrevivieron a eso y tuvieron el coraje y el aguante
adicional e incluso superior de resistir y sobrevivir a la Reconstrucción, y
preservar así algo para nuestra presente herencia. ¿Por qué nosotros,
descendientes de esa sangre y herederos de ese coraje, tenemos miedo?, ¿de
qué tenemos miedo?, ¿qué nos ha pasado en sólo cien años?
***
Sólo como hipótesis, podemos estar de acuerdo en que todos los sureños
blancos (quizá todos los americanos blancos) maldijeron el día en que el
primer británico o yanqui zarpó con el primer cargamento de negros
esposados a través de la Travesía Central[80] y los subastó en la esclavitud
americana. Porque eso ahora no importa. Vivir hoy en cualquier lugar del
mundo y estar contra la igualdad a causa de la raza o el color es como vivir
en Alaska y estar contra la nieve. Ya tenemos nieve. Y como el de Alaska, no
nos basta con vivir en el armisticio. Como el de Alaska, mejor que la usemos.
Repentinamente, hace unos cinco años y sin ninguna advertencia hacia mí
mismo, adopté el hábito de viajar. Desde entonces he visto (un poco de
algunos, un poco más de otros) el Lejano y el Oriente Medio, el norte de
África, Europa y Escandinavia. Los países que vi por supuesto no eran
comunistas (entonces), pero eran algo más: ni siquiera tenían inclinación por
el comunismo, allí donde me parecía a mí que deberían haberla tenido. Y me
pregunté por qué. Entonces repentinamente me dije a mí mismo con una
especie de asombro: es por América. Esta gente todavía cree en el sueño
americano; todavía no saben que le ocurrió algo. Creen en nosotros y están
deseando confiar y seguirnos no a causa de nuestro poder material: Rusia lo
tiene: sino a causa de la idea de la condición libre del individuo humano y de
la libertad y de la igualdad sobre las que fue fundada nuestra nación, que
nuestros padres fundadores[81] postularon que significase la palabra
«América».
Y, cinco años después, los países que todavía están libres del comunismo
todavía son libres simplemente por eso: esa creencia en la libertad y en la
igualdad y en la condición libre del individuo, que es una idea lo
suficientemente poderosa como para ahogar[82] la idea del comunismo. Y
podemos dar las gracias a nuestros dioses por eso dado que no tenemos otra
arma con la que combatir al comunismo; en diplomacia somos como niños
comparados con los diplomáticos comunistas, y la producción en un país
libre siempre puede sufrir porque bajo un gobierno monolítico toda
producción puede ir para el engrandecimiento del Estado. Pero entonces, no
necesitamos nada más dado que la simple creencia del hombre en que puede
ser libre es la fuerza más poderosa de la tierra y todo lo que necesitamos es
usarla.
Pero eso produce un retrato superficial y simple, nos gusta pensar que hoy
la situación del mundo es como un precario y explosivo equilibrio entre dos
ideologías irreconciliables confrontándose entre sí: cuyo precario equilibrio,
una vez que se tambalee, arrastrará con él todo el universo hacia el abismo.
Eso no es así. Sólo una de las dos fuerzas opuestas es una ideología. La otra
es ese simple hecho del Hombre: esa simple creencia del individuo humano
de que él puede, debe y será libre. Y si nosotros que todavía somos libres
queremos continuar así, todos los que todavía somos libres haríamos mejor
confederándonos y confederándonos rápido con todos los demás que aún
tienen la opción de ser libres —confederarnos no como gente blanca ni como
gente negra ni gente azul o rosa o verde, sino como gente que todavía es
Ubre, con toda la otra gente que todavía es libre; confederarnos juntos y
también adherirnos juntos, si queremos un mundo o incluso una parte del
mundo en el que el hombre individual pueda ser libre, para continuar
resistiendo—.
Y haremos mejor en llevar con nosotros a tantos como podamos de las
gentes no-blancas de la tierra que todavía no son completamente libres pero
que quieren y tienen en mente serlo, antes de que esa otra fuerza que se
opone a la condición libre del individuo los engañe y los coja. Hubo un
tiempo en que el hombre no-blanco estaba contento de —en cualquier caso,
lo estaba— aceptar su instinto de ser libre como un sueño irrealizable. Pero
ya no más; el mismo hombre blanco le enseñó algo diferente con esa fase de
su —la del hombre blanco— propia cultura que adoptó la forma de la
expansión colonial y la explotación basada y moralmente justificada sobre la
premisa de la desigualdad no debido a la incompetencia individual sino a la
raza de la masa o al color. Como resultado de lo cual, en sólo diez años
hemos observado a las gentes no-blancas expeler, mediante sangrienta
violencia cuando ha sido necesario, al hombre blanco de todas las porciones
de Oriente Medio y Asia que una vez dominó, en cuyo vacío ya se ha
empezado a mover ese poder otro y hostil con el que está en guerra la gente
que cree en la condición libre —ese poder que le dice al hombre no-blanco:
«No te ofrecemos ser libre porque no hay tal cosa como el ser libre; tus
señores feudales blancos de los cuales te acabas de deshacer ya te lo han
demostrado. Pero te ofrecemos igualdad, al menos igualdad en el ser esclavo;
si tenéis que ser esclavos, al menos podéis ser esclavos de vuestro propio
color y raza y religión»—.
Nosotros, el hombre blanco occidental que cree que existe una condición
libre individual sobre y más allá de esta mera igualdad en el ser esclavo,
debemos enseñar esto a las gentes no-blancas mientras todavía quede un poco
de tiempo. Nosotros, América, que somos la fuerza nacional más poderosa
que se opone al comunismo y al monolitismo, debemos enseñar a todas las
otras gentes, blancas y no-blancas, esclavos o (aún durante un tiempo)
todavía libres. Nosotros, América, tenemos la mejor oportunidad para hacer
esto porque podemos empezar aquí, en casa; no necesitaremos enviar
costosos equipos para trabajar en el ser libres a lugares no-blancos extraños y
hostiles ya convencidos de que no hay tal cosa como el ser libres ni la
libertad ni la igualdad ni tampoco la paz para los no-blancos, o podríamos
practicarlo en casa. Porque nuestra minoría no-blanca ya está de nuestro lado;
no necesitamos venderle al negro América y el ser libre porque ya está
vendido; incluso cuando es ignorante fruto de una educación inferior o de la
ausencia de educación, incluso a pesar de los precedentes de su historia de
desigualdad, él todavía cree en nuestros conceptos de ser libre y de
democracia.
Eso es lo que ha hecho América por ellos en sólo trescientos años. No
hecho a ellos: hecho por ellos puesto que para nuestra propia vergüenza
hemos hecho poco esfuerzo hasta para enseñarles a ser americanos, por no
hablar de usar sus capacidades y aptitudes para hacer de nosotros una
América más fuerte y unificada; —la gente que hace sólo trescientos años
vivía junto a una de las mayores masas de agua en el interior de la tierra y
jamás pensó en navegar, que anualmente tenía que trasladar pueblos enteros y
tribus debido a la hambruna y a la peste y a los enemigos sin pensar ni una
vez en la rueda, que sin embargo en trescientos años se han convertido en
dotados artesanos y hombres de oficio capaces de mantenerse a sí mismos en
una cultura de tecnocracia; la gente que hace sólo trescientos años estaba
comiendo carroña en las junglas tropicales sin embargo en sólo trescientos
años ha producido las Phi Beta Kappas y los Doctor Bunches y los Carvers y
los Booker Washingtons y los poetas y los músicos; que tiene que producir
todavía un Fuchs o un Rosenberg o un Gold o un Burgess o un Mclean o un
Hiss, y donde por cada Robeson hay miles de blancos—.
Los Bunches y los Washingtons y Carvers y los músicos y los poetas que
no sólo fueron buenos hombres y mujeres sino también buenos profesores,
enseñándole —al negro— mediante el precepto y el ejemplo lo que un
montón de nuestra gente blanca no ha aprendido aún: que para ganar
igualdad, uno debe merecerla, y para merecer igualdad, uno debe comprender
lo que es: que no hay una cosa tal como la igualdad per se, sino sólo la
igualdad para: igual derecho y oportunidad para hacer de la vida de uno lo
mejor que uno pueda dentro de la propia capacidad y aptitud, sin miedo de la
injusticia o la opresión o la violencia. Si les hubiésemos dado esta igualdad
hace noventa o cincuenta o incluso diez años, no habría habido resolución de
la Corte Suprema sobre la segregación en 1954.
Pero no lo hicimos. No osamos; es una vergüenza para nosotros hombres
blancos sureños que en nuestra presente economía el negro tenga que tener
desigualdad económica; una doble vergüenza para nosotros que temamos que
el darle más igualdad social ponga en peligro su presente estatus económico;
una triple vergüenza que incluso entonces, para justificar nuestra postura,
tengamos que ensombrecer la cuestión con el espantajo del mestizaje;
menudo comentario ese de que el único lugar que queda en la tierra adonde el
hombre blanco puede huir y tener su sangre incorrupta protegida y defendida
por la ley está en África —África: la fuente y origen de la amenaza cuya
actual presencia en América habrá conducido al hombre blanco a huir de ella
—.
Ahora pronto todos nosotros —no sólo los sureños ni siquiera tampoco
los americanos, sino toda la gente que todavía es libre y quiere permanecer
así— va a tener que tomar una decisión, no sea que la próxima (y última)
confrontación que afrontemos sea, no comunistas contra anti-comunistas,
sino simplemente el puñado que quede de gente blanca contra las miríadas de
masas de toda la gente en la tierra que no es blanca. No tendremos que elegir
entre color ni raza ni religión ni tampoco Este y Oeste, sino simplemente
entre ser esclavos y ser libres. Y tendremos que elegir completa y
definitivamente; ahora ya ha pasado el momento en el que podíamos elegir
un poco de cada, un poco de ambos. Podemos elegir un estado en el que ser
esclavos, y si somos lo suficientemente poderosos para estar entre los dos o
tres o diez de cabeza, podemos tener cierta licencia —hasta que alguien más
poderoso se alce y nos ametralle contra el muro de un sótano—. Pero no
podemos elegir una condición libre establecida sobre una jerarquía, sobre un
sistema de castas de grados de igualdad como rangos militares. Debemos ser
libres no porque clamemos por la condición libre, sino porque la
practiquemos; nuestra condición libre debe ser apuntalada mediante una
homogeneidad igual e inalterablemente libre, sin importar de qué color sea,
de modo que todas las demás fuerzas hostiles de todas partes —sistemas
políticos o religiosos o raciales o nacionales— no sólo nos respetarán porque
ponemos en práctica la condición libre, sino que nos temerán porque somos
libres.
[Harper’ s, junio de 1956; este texto ha sido reproducido a partir del
mecanoescrito revisado de Faulkner.]
Una carta a los líderes de la raza negra
(1956)[83]
Este libro fue escrito hace tres años. Para mí es una idea barata, porque fue
deliberadamente concebido para hacer dinero. Durante unos cinco años había
estado escribiendo libros que se publicaban y no se vendían. Pero estaba bien.
Entonces era joven y tenía la tripa dura. Ni había convivido ni conocía a
nadie que escribiese novelas y relatos y supongo que no sabía que la gente
ganaba dinero con ellos. No me molestaba demasiado que de vez en cuando
los editores rechazasen los manuscritos. Porque entonces era de entrañas
duras. Podía hacer un montón de cosas que me podrían hacer ganar el poco
dinero que necesitaba, gracias a la infalible bondad de mi padre, que me
suministraba cuanto pan necesitase a pesar del ultraje a sus principios de
haber sido el progenitor de un gorrón.
Entonces empecé a volverme un poco delicado. Todavía podía pintar
casas y hacer trabajos de carpintería, pero me volví delicado. Empecé a
pensar en ganar dinero con la escritura. Empecé a preocuparme cuando los
editores de las revistas me devolvían los relatos breves, lo suficientemente
preocupado como para decirles que más tarde tendrían que comprar esos
relatos, así que por qué no hacerlo ahora. Mientras tanto, con otra novela
completada y consistentemente rechazada durante dos años, acababa de
dejarme las entrañas escribiendo El ruido y la furia, aunque no fui consciente
de que había hecho eso hasta que el libro fue publicado, porque lo había
hecho por placer. Entonces creí que nunca me publicarían otra vez. Dejé de
pensar en mí desde un punto de vista editorial.
Pero cuando el tercer manuscrito, Sartoris, fue aceptado por un editor y
(habiendo rechazado él El ruido y la furia) fue aceptado todavía por otro
editor más, que en ese momento me advirtió que no vendería, empecé a
pensar de nuevo en mí como un objeto impreso. Empecé a pensar en libros
desde el punto de vista del posible dinero. Decidí que yo mismo también
debía hacer algo de dinero. Me tomé un poco de tiempo, y especulé acerca de
lo que una persona en el Mississippi creería que eran tendencias actuales,
elegí lo que creí la respuesta correcta e inventé el cuento más horrible que
pude imaginar y lo escribí en aproximadamente tres semanas y lo envié a
Smith, que había sacado El ruido y la furia y que me escribió
inmediatamente, «Dios mío, no puedo publicar esto. Nos meterían a los dos
en la cárcel». Así que le dije a Faulkner, «Estás condenado. Desde este
momento tendrás que trabajar durante el resto de tu vida». Eso fue en el
verano de 1929. Conseguí un trabajo en la central eléctrica, en el turno de
noche, de seis de la tarde a seis de la mañana, descargando carbón. Cogía el
carbón de la carbonera con la pala y lo ponía en una carretilla y lo llevaba y
lo vertía donde el fogonero lo pudiera poner en la caldera. Hacia las once en
punto la gente se iba a dormir, así que no se requería tanta energía. Entonces
podíamos descansar, el fogonero y yo. Él se solía sentar en una silla y
dormitaba. Yo me había inventado una mesa a partir de una carretilla en el
almacén de carbón, justo al otro lado de un muro donde funcionaba una
dinamo. Hacía un ruido profundo y constante, como un murmullo. No había
más trabajo que hacer hasta las cuatro de la mañana, cuando teníamos que
limpiar los fuegos y ponerlos de nuevo en marcha. En estas noches, entre las
doce y las cuatro, escribí Mientras agonizo en seis semanas, sin cambiar una
palabra. Se lo envié a Smith y le escribí que con eso me levantaría o me
caería.
Creo que me había olvidado de Santuario, como cuando se te olvida algo
hecho para un propósito inmediato que no se llevó a cabo. Mientras agonizo
fue publicado y no me acordé del manuscrito de Santuario hasta que Smith
me envió las galeradas. Entonces vi que era tan terrible que sólo se podían
hacer dos cosas: rasgarlo o reescribirlo. Lo pensé otra vez, «podría vender;
quizá unos diez mil lo compren». Así que rasgué las galeradas y reescribí el
libro. Ya había estado listo una vez, así que tenía que pagar por el privilegio
de reescribirlo, intentando hacer de él algo que no avergonzase demasiado a
ruido y la furia y Mientras agonizo e hice un buen trabajo y espero que lo
compres y que se lo digas a tus amigos y espero que también lo compren.
William Faulkner
Nueva York, 1932.
DOS INTRODUCCIONES A “EL
RUIDO Y LA FURIA”[86]
Introducción a El ruido y la furia (1)
(Oxford, Mississippi, 19 de agosto de 1933)
ALGUIEN dijo —un francés, probablemente; ellos lo han dicho todo— que
el arte es preeminentemente provinciano: es decir, que viene directamente de
una cierta época y de una cierta localidad. Esta es una afirmación muy
profunda; pues Lear y Hamlet y Todo está bien[101]nunca podrían haber sido
escritos en otro lugar salvo en Inglaterra durante el reinado de Isabel (esto
queda demostrado por los Hamlets que han salido de Dinamarca y Suecia, y
los Todo está bien de la comedia francesa) ni Madame Bovary podría haber
sido escrita en ningún otro sitio que en el valle del Ródano en el siglo XVIII;
de la misma manera que Balzac es París siglo XIX. Pero hay excepciones a
ello, como las hay a todas las reglas que conservan una partícula de verdad;
dos modernas serían Conrad y Eugene O’Neill. Estos dos hombres son
anomalías, especialmente Joseph Conrad; en este punto este hombre le ha
dado la vuelta a toda la tradición literaria. Todavía es demasiado pronto para
comprometerse acerca de O’Neill, aunque, tan joven como es, ya es alguien
que le hace a uno preguntarse acerca de la verdad de la afirmación de más
arriba.
No resulta especialmente difícil —después de que un hombre los haya
escrito y legado— seguir los hilos que él reunió y ponerlos sobre el papel en
la forma de su propio trabajo. Puede verse cómo Shakespeare tomó
rudamente lo que necesitó de sus predecesores y contemporáneos, dejando
tras él un teatro que no hay mano que tenga sangre que pueda sobrepasarlo;
los dramaturgos alemanes han seguido su destino de forma obvia y lógica
conforme a los estándares teutónicos de pensamiento hasta la obra de
Hauptmann y Moeller; Synge es provinciano, tiene el sabor del suelo del que
brotó como no lo tiene ningún otro moderno (ahora Synge está muerto);
mientras que el único hombre que está logrando algo en el teatro americano
supone una contradicción respecto a todos los conceptos de arte.
Esto debe de ser por el hecho de que América no tiene teatro o literatura
dignos de ese nombre, y por tanto no tiene tradición. Si ésta fuese la razón,
por fuerza uno debe creer que el destino le ha gastado una broma realmente
pesada al arrojar en el seno de la América del siglo xx a un Hombre que
habría alcanzado increíbles cotas en una tierra que poseyese tradiciones. Los
hechos relativos a Conrad, sin embargo, que es incluso una contradicción
mayor que O’Neill, proporcionan una base para la esperanza de que el azar
no sea lo suficientemente diabólico para perpetrar tal cosa; y también
muestran cuán indefinible, incalculablemente genial —horrible palabra— es.
El factor más inusual acerca de O’Neill es que un americano moderno
escriba obras sobre el mar. No hemos tenido tradiciones de agua salada en
cien años. Los errantes son los ingleses, mientras que nosotros en esencia no
lo somos. Sin embargo aquí hay un hombre, hijo de un «jefe» político de
Nueva York, crecido en la ciudad de Nueva York y estudiante de Princeton,
que escribe acerca del mar. Él mismo ha sido, por accidente, marinero: fue
enrolado a la fuerza en un velero rumbo a Sudamérica y forzado a realizar el
viaje como un hábil marino desde Río a Liverpool con el fin de llegar a casa.
No es físicamente fuerte, tiene unos congénitos pulmones delicados, de ahí
que tenga que llevar una vida prudente en lo que respecta a las adversidades y
a las duras condiciones climáticas; y sin embargo la primera fase de su
escritura estuvo dominada por el mar.
Y ha escrito obras bien saludables, y —cosa extraña— Nueva York se ha
dado cuenta de sus posibilidades. El emperador Jones se representó allí, y La
paja[102] y Anna Christie[103] se están representando en Nueva York este
invierno. Estas dos últimas son obras tardías, no acerca del mar, pero lo que
las hace funcionar es lo mismo que hizo funcionar Oro[104] y Diff’rent, lo
que hizo que el emperador Jones se levantase y caminase con aire arrogante
con su egoísmo y su crueldad, y finalmente muriese por sus propios miedos
hereditarios: todas ellas poseen la misma claridad y simplicidad de trama y
lenguaje. Nadie desde El conquistador ha tenido la fuerza tras el lenguaje de
la escena que tiene O’Neill. «¿Quién osa silbar eso en el palacio del
Emperador?» de El emperador Jones se retrotrae a «gente como la que haría
que los mismos obispos mitrados se estirasen tras los barrotes del paraíso
para ver a la dama Helen caminar en su dorado chal» de El conquistador.
Todavía se está desarrollando; sus obras posteriores La paja y Anna
Christie delatan un cambio de actitud respecto a sus personajes, un cambio
desde una imparcial observación de su gente rebajada por la pura
circunstancia, a una consideración más personal de sus alegrías y esperanzas,
de sus sufrimientos y desesperos. Quizá en su momento haga algo que posea
la riqueza del material dramático natural de este país, la mayor de cuyas
fuentes es nuestro lenguaje. Una literatura nacional no puede surgir del
folklore —aunque sabe Dios que ese forzamiento ya se ha intentado con
bastante frecuencia— pues América es demasiado grande y hay demasiados
folklores: los negros sureños, grupos de españoles y franceses, el viejo oeste,
pues éstos siempre seguirán siendo coloquiales; tampoco vendrá de nuestro
argot, que es asimismo autóctono de restringidas porciones del país. Puede,
sin embargo, provenir de la fuerza del imaginativo idioma que resulta
comprensible para todos los que leen inglés. Hoy en ningún lugar, salvo en
partes de Irlanda, se habla el idioma inglés con la misma fuerza terrenal que
en los Estados Unidos; aunque estemos, como nación, todavía sin articular.
[Mississippian, 3 de febrero de 1922]
Teatro americano: Inhibiciones
1
Sólo por medio de alguna asombrosa ciega maquinación del azar veremos
en los próximos veinticinco años en América una obra fundamentalmente
firme —una estructura sólidamente construida, adecuadamente producida y
correctamente interpretada—. Dramaturgos y actores se encuentran ahora a
merced de las circunstancias que inevitablemente deben conducir a toda la
gente cuyo juicio no esté temporalmente aberrado hacia diversas condiciones
de deseado alivio; desde una franca adulación respecto al mercado de Frank
Crane[105] —que sostiene una escupidera espiritual, por decirlo así, para ese
estrato que, desafortunadamente, tiene dinero en este país— a Europa; y al
whiskey sintético.
Toda la gente que escribe está tan patéticamente desgarrada entre un
deseo de crear una figura en el mundo y un mórbido interés en sus egos
personales —el mortal fruto de injertar a Sigmund Freud en el dinámico caos
de un revoltijo de nacionalidades—. Y, con una inquietud nacional
característica, esos con imaginación y algo de talento la encuentran
insoportable. O’Neill le ha dado la espalda a América para escribir acerca del
mar, Marsden Hartley explota vengativos petardos en Montmartre, Alfred
Kreymborg se ha ido a Italia y Ezra Pound juega furiosamente con espurio
bronce en Londres. Todos han encontrado América estéticamente imposible;
sin embargo, al ser de América, volverán algún día, unos pocos a un
indigesto exilio, otros a escribir alegremente para las películas.
2
Reunir tontos dentro de un círculo: Dios ya hizo eso. Dios y Balzac. Los
tontos responden a las mismas compulsiones que nosotros (la así denominada
intelligentsia). ¿Y por qué reunir tontos dentro de un círculo? Salvo que
tengas algo que venderles como Henry Ford.
Rook Ashover, su hermano Lexie, Netta y Ann y Nell y el clérigo, viendo
el nuevo año: dejad al pájaro de canto más alto ponerse en el único árbol de
Arabia: muerte y división, y el amor y la constancia están muertos. Aunque
todavía aprovechas los amargos días, y Horacio con un ojo en Menelao
piensa ¡Eheu! ¡fugace![111]
«¡Susannah y los Mayores!», murmuró Lexie… «¿pero no resultan
provocativos y tentadores? Desearía que pudiésemos escondernos entre la
maleza y verlo hacer el amor a Leda».
Allí está Lexie. Y aquí está Netta, descendientes de cantineras con una
pasión por lo gentil. Abnegación. Ella deja a su amante por el bien de su
amante. ¿Hacen esto las mujeres? Quizá su asombrosa habilidad para hacer
que el azar sirva a sus propios fines es la causa de que hagan cosas bastante
oscuras (oscuras para los hombres, claro). ¡Pero pensar en mujeres
abandonando algo que puede o debe ser de utilidad! Ofende a la inteligencia.
Catarsis: una purga de escoria con forma de amor; un persistente olor o
un único guante después de que la misma música se haya desvanecido.
Majestuoso de leer, pero no inevitable, en estos días de motivaciones
monetarias y excitaciones íntimas. Y sin duda, las mujeres no tendrán que
molestarse con esto. El hombre inventó la castidad como inventó la seguridad
—algo para que lo lleve su mujer provisional particular—.
Así que dice: «La castidad es importante, como creían mis padres. Ellos
tenían una visión sentimental de la castidad. Pero yo no creo eso: no creo que
nada sea verdadero: las personas son sombra de una sombra, que sirven a
algún oscuro fin. De modo que tengo una visión sentimental acerca del hecho
de que no soy sentimental».
Personas como el sacristán, Pod —«si el santo Dios hubiese querido que
durmiésemos solos nunca nos lo habría metido en la cabeza para que nos
martillease con estas camas dobles de aquí»— y el señor Twiney —
ciertamente ellos no harían un libro; pero, al ser de la tierra terrenal, hacen
que los Rooks y las Anns parezcan más fútiles que nunca.
Esta gente no es material dramático. Lo que queremos cuando leemos es
gente que haga las cosas que no podemos o no nos atrevemos a hacer, o gente
que motive historias en nosotros. O gente en la que las compulsiones del
clima se revelen únicamente cuando la acción misma ha sido llevada a cabo.
Juntar a la gente dentro de un círculo es como quitarte el abrigo en un
restaurante Childs[112] —lo haces bajo tu propia responsabilidad—. Pues a
veces consigues una novela, y a veces no. De una novela lograda obtienes
una sensación de completud, de forma: esto es, en ellas la gente hace las
cosas que tú harías si fueses, uno por uno, ellos. Probablemente todos somos
tontos; y la mayoría de nosotros lo sabe: pero resulta insoportable creer que
las cosas que hacemos no son importantes. Y las cosas que hace esta gente no
son importantes, porque hacen cosas que no nos gusta creer que haríamos.
…aquí verá
gruesos tontos como él, si viene a mí.
Ser gruesos tontos: ser un grueso tonto es tan duro como ser un santo. Ser
un grueso lo que sea es bastante grandioso —contrabandista o político o
cortesano—. Uno que puede mentir con sinceridad, o estrujar todas las
patatas antes de comprarlas; ser sinceramente desagradable para convivir —
ya es algo—. Pero esta gente no es sinceramente tonta, ninguno de ellos lo es.
En el sentido de que sus acciones hayan cambiado la tendencia de la vida de
alguien. Van siendo armados caballeros sin ninguna importancia. Pero quizá
esto es lo que quería el señor Powys. Pero sin duda ellos no hacen esas cosas
que a nosotros en tanto que individuos nos gustaría hacer para preservar ese
mundo de delicada fábula en el que vivimos.
[Esta reseña apareció en el Times-Picayune (Nueva Orleans), 22
de marzo de 1925, firmada «W. F.». Fue descubierta y confirmada la
autoría de Faulkner por el profesor Carvel Collins en 1950, y
publicada de nuevo en el Mississippi Quarterly, verano de 1975- Ese
texto es el aquí reproducido.]
Reseña de El camino de vuelta de Erich
María Remarque
HAY una victoria más allá de la derrota de la que el vencedor no sabe nada.
Una frontera, una orilla que sirve de refugio más allá de las batallas perdidas,
los nombres de bronce y los mausoleos de los líderes, guardada e indicada no
por la triunfante diosa de miembros humanos con la palma y la espada, sino
por alguna sacerdotisa meditabunda e inmóvil de pura desesperación.
El hombre no parece capaz de soportar mucha prosperidad; menos aún lo
es un pueblo, una nación. La derrota es buena para él, para ello. La victoria es
el cohete, el deslumbrar, la apoteosis momentánea en los ángulos adecuados
que resulta condenada por el tiempo y lo demás: una difusión repleta de
chispas a lo último, muriendo y muerta, dejando quizá una palabra, un
nombre, una fecha, para tedio de los niños de primaria en historia. Es la
derrota la que, sirviéndole contra su creencia y su deseo, lo devuelve a lo
único que puede sostenerle: sus colegas, su homogeneidad racial; él mismo;
la tierra, el suelo implacable, monumento y mausoleo de sudor.
Esto está más allá del discurso, de las palabras duras, de las excusas y de
las razones; más allá de la desesperación. Más allá de ese espantoso deseo y
necesidad de justificar el desastre y otorgarle significado aferrándose a él,
explicándolo, que está demostrado que es la mejor manera de mantener lo
inexorable. La victoria no requiere explicación. Es suficiente por sí misma: la
pantalla excelente, el escudo; inmediata y final: será contemplada únicamente
por la historia. Mientras que todo el mundo contemporáneo observa la derrota
y al invicto que, por ese hecho, sobrevivió.
De ahí viene la necesidad de hablar, de explicarlo. Eso es por lo que
Remarque pone en boca de sus personajes discursos que ellos habrían sido
incapaces de producir. No es que los discursos no sean verdaderos. Si los
personajes los hubiesen oído pronunciados por otros, habrían sido los
primeros en decir, «Eso es así. Esto es lo que pienso, lo que habría dicho si lo
hubiese pensado primero». Pero no podrían haber pronunciado los propios
discursos. Y este método no está justificado, a menos que un hombre esté
escribiendo propaganda. Es privilegio del escritor poner en boca de sus
personajes mejores discursos de lo que ellos habrían sido capaces, pero sólo
con el propósito de permitir y ayudar al personaje a justificarse a sí mismo o
a lo que él mismo cree que es, desnudándose espiritualmente. Pero cuando el
personaje debe expresar ideas morales aplicables a una raza, a una situación,
está mejor confinado en ese fondo atemporal y asexual de senadores griegos.
Pero quizá ésta sea una cuestión menor. Quizá sea un error racial del
autor, como el resultado de la Guerra fue debido en parte a un error racial
alemán: una creencia de que un cálculo matemático sería superior a la
desesperación de ratas acorraladas. En cualquier caso, Remarque se justifica a
sí mismo: «… intenté consolarle. Lo que dije no le convenció, pero me
produjo cierto alivio… Siempre es así con el consuelo».
Es un libro conmovedor. Porque Remarque estaba conmovido por su
escritura. Concediendo que su intento sea más que oportunismo, aún resta por
ver si el arte puede ser producido a partir de la experiencia auténtica
transferida al papel palabra por palabra, de una peculiar reacción frente a una
condición real, aunque sea de manera vicaria. Para un escritor, no importa
cuán susceptible sea, la experiencia personal es exactamente lo que es para el
hombre de la calle que le coge por las solapas porque es un escritor, con la
misma creencia, la misma convicción de importancia individual: «Escucha.
Todo lo que tienes que hacer es ponerlo por escrito tal como pasó. Mi vida, lo
que me ha pasado a mí. Será un buen libro, pero yo no soy un escritor. Así
que te la daré a ti. Si yo fuese un escritor, tendría tiempo de ponerla por
escrito yo mismo. No tendrás que cambiar una palabra». Con eso no se hace
un libro. No importa cuán vivido sea: en algún lugar entre la experiencia y la
página en blanco y el lápiz, muere. Quizá las palabras lo matan.
Concedámosle a Remarque el beneficio de la duda y llamemos al libro
una reacción frente a la desesperación. La victoria también tiene su
desesperación, puesto que los victoriosos no sólo no ganan nada, sino que
cuando el hurra finalmente muere, ni siquiera saben por lo que estaban
luchando, lo que esperaban ganar, porque el pequeño porcentaje que había en
todo el asunto lo consiguieron los derrotados. Si Alemania hubiese salido
victoriosa, este libro no habría sido escrito. Y si los Estados Unidos no
hubiesen traído al cincuenta por ciento de sus tropas intactas, salvo por los
ocasionales casos de sífilis y por la vida en la gran ciudad, no habría sido
comprado (que espero y confío que lo sea) ni leído. Y tampoco será la Legión
Americana[113] la que compre las cuarenta mil copias, incluso aunque
hubiese cuarenta mil de ellos que tengan sus deudas saldadas.
Te conmueve, como te conmueve mirar a un niño haciendo pasteles de
barro el día del funeral de su madre. Aunque al final todavía queda esa
sensación de que falta lo importante, el sentimiento de que, como tanto de lo
que viene del bando perdedor en cualquier contienda, y particularmente de
Alemania desde 1918, fue creado sobre todo para el mercado occidental, para
ser vendido entre los paganos como cristal coloreado. Más allá del
sentimentalismo, de la derrota y del discurso, al menos emerge este hecho:
América ha sido conquistada no por los soldados alemanes que murieron en
las trincheras francesas y flamencas, sino por los soldados alemanes que
murieron en los libros alemanes.
[New Republic, 20 mayo de 1931]
Reseña de Piloto de pruebas de Jimmy
Collins
Pero aún hay otra razón por la que «Estoy muerto» no debería haber sido
incluido. Porque esta vez Collins se sobrescribió a sí mismo, la única vez en
el libro. Porque, aunque debió de haberlo empezado en broma, no continúo,
puesto que ningún hombre bromea ante sí mismo acerca de su propia muerte.
Así que esta vez sobrescribió. Pero supongo que esto también debe
perdonársele, puesto que aunque un hombre deje de ser sentimental acerca
del amor probablemente el día que descubra que ambos, tanto él como su
primer amor, no sólo pueden desear e incluso tener a otro sino que lo hacen,
él nunca conocerá ese día en el que ya no sea sentimental acerca de su propio
fallecimiento.
Pero esto no es lo que tengo contra el libro. Lo que tengo no es lo que yo
esperaba. Esperaba encontrar, una especie de embrión, un precursor aún
informe o un síntoma de la velocidad, de la alta velocidad de hoy que creo
está mucho más cerca del final de los límites de los que eran capaces los seres
humanos y los materiales cuando el hombre extrajo hierro por primera vez,
que del comienzo de esos límites tal como estaban hace diez o doce años
cuando el hombre empezó a ir realmente rápido. No de los límites para las
máquinas, sino de los hombres que las pilotan: el límite en el que los vasos
sanguíneos revienten y las entrañas se rompan al hacer cualquier clase de giro
que te mantenga en el mismo condado, por no hablar de la percepción de la
distancia y de la profundidad, incluso cuando inventen o descubran alguna
manera de alterar más la ley de la ratio entre velocidad máxima y velocidad
de aterrizaje que no sea mediante alerones en las alas de modo que todos los
vuelos no tengan que parar y empezar desde uno de los Grandes Lagos.
Incluso los pilotos de precisión de hoy deben tener una coordinación y
percepción de la profundidad absolutamente perfectas, así que quizás, siendo
perfectas, éstas funcionarán a cualquier velocidad hasta el infinito. Pero aún
tendrán que hacer algo acerca de los vasos sanguíneos y las entrañas del
piloto. Quizá se las ingenien para crear un tipo de especie o de raza, como
solían crear y criar razas de cantantes y eunucos, como el Agello de
Mussolini, que vuela a más de cuatrocientas millas por hora. No serán ni
bueyes de establo ni gallos de pelea, serán capones: niños seleccionados de
cada generación por medio de reglas o incluso mediante máquinas y
enclaustrados y en cierto sentido emasculados y entrenados para conducir los
vehículos en los que el resto de nosotros nos lanzaremos de un sitio a otro.
Tendrán que ser cogidos en la infancia porque el piloto de precisión de hoy
en día empieza a entrenar en la adolescencia y sigue durante los treinta. Esto
sería una especie y en su momento una raza y en su momento producirían un
folklore. Pero probablemente para entonces el resto de nosotros no pueda
descifrarlo, quizá ni siquiera oírlo puesto que ya tenemos objetos que pueden
superar su propio sonido y así sus propios cantantes viajarían en lo que para
nosotros sería un vacío a prueba de sonido.
Pero no era este folklore en el que estaba pensando. Ése tardará años en
producirse. Había pensado en ese que podría existir incluso ahora y del que
había esperado que este libro fuese el síntoma, el primer precursor titubeante.
No sería un folklore de la edad de la velocidad ni de los hombres que la
llevan a cabo, sino de la propia velocidad, sin estar poblada por nada
humano, ni siquiera mortal, sino por las propias inteligentes intencionadas
máquinas que no transportan nada que haya nacido o tenga que morir o que
tan siquiera sufra dolor, moviéndose sin propósito comprensible hacia ningún
destino discernible, que produce una literatura inocente de amor y de odio y
por supuesto de piedad o de terror, y que sería la historia de la desaparición
final de la vida sobre la tierra. Yo los observaría, a los pequeños débiles
mortales, desvaneciéndose contra un vasto y atemporal vacío rellenado con el
sonido de increíbles máquinas, en el que furiosos meteoros se mueven en
ningún medio lanzado a ninguna parte, sin detenerse ni languidecer,
destruyéndose para siempre unos a otros.
[American Mercury; noviembre de 1935; véase también la versión sin
abreviar.]
Reseña de Piloto de pruebas de Jimmy
Collins
(texto sin abreviar)
Estaba decepcionado con este libro. Pero fue mejor de lo que yo esperaba.
Quiero decir, mejor en tanto que literatura actual. Tenía la expectativa,
esperaba que fuese una especie de nueva tendencia, una literatura o una
torpeza de auto-expresión, no de un hombre, sino de este negocio
completamente nuevo de velocidad que sólo consiste en estar moviéndose
deprisa; una especie de embrión, en lugar de la revelación por sí mismo de un
hombre que probablemente era bastante buen tío y que lo hizo bastante bien y
que tenía más que decir que algunos que conozco y que en cierto sentido sólo
incidentalmente estaba escribiendo acerca de volar. En lugar de eso, el libro
terminó por ser una colección perfectamente normal y bastante buena de
anécdotas procedentes de la vida y de la experiencia de un aviador
profesional. Son de un amplio rango y de distintos grados de valor e interés, y
una, una experiencia real que se lee como ficción, es excelente, concisa, y
ordenada, no sólo sostenida sino sobria. Las otras se dividen en grupos, que
van desde las anécdotas de accidentes que no fueron fatales, anécdotas acerca
de las que los propios aviadores se ríen con lo que Laurence Stallins
denominó una vez «ese humor extravagante y macabro de los aviadores» y
que los no-aviadores escucharían con horrorizado y aterrorizado
desconcierto. Hay otro grupo de relatos de hangar, charlas de trabajo de
pilotos que algunos no-pilotos disfrutarán y otros los encontrarán sólo grises
y aun otros realmente incomprensibles. Luego hay un tercer grupo de
historias. Quiero decir, cuentos manufacturados: algunos el tipo de historia
que te encuentras en una revista de chicos, uno el cuento de la retribución
poética, después otro que es el clásico griego en el que el hombre es destruido
intencionalmente y sin razón por los dioses —en este caso el Azar y el Terror
— y hay una historia sentimental de las que te encuentras en una revista de
chicas.
Ninguna es larga y ninguna está sobre-contada —su sentido de la
sobriedad junto a sus dotes para la narrativa son las mejores cualidades del
autor—, aunque tengo la sensación de que para empezar, algunas de ellas
nunca sostenían el relato —y la mayoría estaban afectadas por una especie de
sentimental jerga periodística—, ese entendimiento reporteril que parece
saber de inmediato y por puro instinto cuándo llega al pueblo un personaje
público y dónde encontrarlo— que muestra especialmente en sus
descripciones de la naturaleza. Nunca quedas cautivado por una sola
descripción del cielo por la noche o de la tierra por la noche o de la puesta de
sol o de la luz de la luna o de la niebla; lo has visto antes unas cien veces y ha
sido expresado exactamente de esa forma en diez mil columnas de periódico
y de revista. Pero entonces, entiendo que Collins colaboraba en la columna de
un periódico. Pero aunque no lo hubiera hecho, esto podría haberle
disculpado con justicia por el tipo de vida que un piloto de pruebas tenía que
llevar: una vida que nunca se atreve a la soledad, que incluso la ociosidad
debe tener lugar donde se congrega la gente, que no se atreve al retiro hacia la
introspección donde podría contemplar con calma el puro lenguaje o tendría
que dejar de ser un piloto de pruebas. Pero tiene una innegable destreza
narrativa; sin duda habría escrito hubiese volado o no. En realidad, el libro
mismo indica que aparentemente él quería escribir, o al menos que volaba
sólo para ganar dinero para mantener a su familia. Y era un comunista; lo dijo
él mismo, con una simplicidad admirablemente tranquila, que no veía otra
creencia económica que uno pudiera sostener: así que sería el único aviador
comunista fuera de Rusia pues la idea de un aviador profesional americano y
exoficial del ejército que profesase el comunismo difícilmente tiene sentido.
Y «Regreso a la tierra» tanto acelerará tu respiración como la detendrá, y
«Colegas del asiento de atrás» te partirá en dos, y «Lucha en las alturas» hará
rugir a cualquier marido; y puesto que uno de los trabajos del escritor es
mostrar al hombre en sus siempre absurdos y no siempre satisfactorios
choques con el mundo que él creó, hizo bien su trabajo.
Porque no es Collins quien hace daño a este libro. Él está muerto, se mató
en el accidente de un aeroplano que estaba probando para la marina, pues es
costumbre de los militares no permitir que sus propios pilotos prueben
nuevos aeroplanos. El último capítulo del libro se titula «Estoy muerto» y
consiste en un obituario que escribió el propio Collins. No tengo la intención
de que esto sea ningún comentario sobre los métodos editoriales del siglo xx,
los groseros y llamativos esquemas de la edición moderna para cuyo
beneficio, mediante una casualidad casi increíble, Collins escribió el
documento, respondiendo al desafío, creo que en broma, de un amigo, y
obedeciendo creo que en broma, puesto que el libro afirma que el picado que
lo mató era el último de una serie en el último aeroplano que tenía la
intención de probar, habiendo amasado quizá unos ingresos mediante su
escritura: pero esto debería haber sido un documento privado, mostrado en
privado por el amigo a quien se lo dejó. Lamentas leer esto en un libro. No
debería haber sido incluido. Debería haber sido citado, como mucho, citado
no como el documento que es, sino por una figura que contiene, la única
figura o frase en el libro que repentinamente cautiva la mente con el fino
choque de la poesía:
El frío pero vibrante fuselaje
fue la última cosa que sintió mi
caliente y viva carne.
Pero aún hay otra razón por la que no debería haber sido incluido. Porque
esta vez se sobrescribió a sí mismo, la única vez en el libro. Porque, aunque
debió de haberlo empezado en broma, no continúo, puesto que ningún
hombre bromea ante sí mismo acerca de su propia muerte. Así que esta vez
sobrescribió. Pero supongo que esto también debe perdonársele, puesto que
aunque un hombre deje de ser sentimental acerca del amor probablemente el
día que descubra que ambos, tanto él como su primer amor, no sólo pueden
desear e incluso tener a otro sino que lo hacen, él nunca conocerá ese día en
el que ya no sea sentimental acerca de su propio fallecimiento.
Pero esto no es lo que tengo contra el libro. Lo que tengo no es lo que yo
esperaba. Esperaba encontrar una especie de embrión, un precursor aún
informe o un síntoma de la velocidad, de la alta velocidad de hoy que creo
está mucho más cerca del final de los límites de los que eran capaces los seres
humanos y los materiales cuando el hombre extrajo hierro por primera vez,
que del comienzo de esos límites tal como estaban hace diez o doce años
cuando el hombre empezó a ir realmente rápido. No de los límites para las
máquinas, sino de los hombres que las pilotan: el límite en el que los vasos
sanguíneos revienten y las entrañas se rompan al hacer cualquier clase de giro
que te mantenga en el mismo condado, por no hablar de la percepción de la
distancia y de la profundidad, incluso cuando inventen o descubran alguna
manera de alterar más la ley de la ratio entre velocidad máxima y velocidad
de aterrizaje que no sea mediante alerones en las alas, de modo que todos los
vuelos no tengan que parar y empezar desde uno de los Grandes Lagos.
Incluso los pilotos de precisión de hoy deben tener una coordinación y
percepción de la profundidad absolutamente perfectas, así que quizás, siendo
perfectas, éstas funcionarán a cualquier velocidad hasta el infinito. Pero aún
tendrán que hacer algo acerca de sus vasos sanguíneos y sus entrañas. Quizá
se las ingenien para crear un tipo de especie o de raza, como solían crear y
criar razas de cantantes y eunucos, como el Agello de Mussolini, que vuela a
más de cuatrocientas millas por hora. No serán ni bueyes de establo ni gallos
de pelea, sino capones: niños seleccionados de cada generación por medio de
reglas o incluso mediante máquinas y enclaustrados y en cierto sentido
emasculados y entrenados para conducir los vehículos en los que el resto de
nosotros nos lanzaremos de un sitio a otro. Tendrán que ser cogidos en la
infancia porque el piloto de precisión de hoy en día empieza a entrenar en la
adolescencia y sigue durante los treinta. Esto sería una especie y en su
momento una raza y en su momento producirían un folklore. Pero
probablemente para entonces el resto de nosotros no pueda descifrarlo, quizá
ni siquiera oírlo puesto que ya tenemos objetos que pueden superar su propio
sonido y así sus propios cantantes viajarían en lo que para nosotros sería un
vacío a prueba de sonido.
Pero no era este folklore en el que estaba pensando. Ése tardará años en
producirse. Había pensado en ése que podría existir incluso ahora y del que
había esperado que este libro fuese el síntoma, el primer precursor titubeante.
No sería un folklore de la edad de la velocidad ni de los hombres que la
llevan a cabo, sino de la propia velocidad, sin estar poblada por nada
humano, ni siquiera mortal, sino por las propias inteligentes intencionadas
máquinas que no transportan nada que haya nacido o tenga que morir o que
tan siquiera sufra dolor, moviéndose sin propósito comprensible hacia ningún
destino discernible, que produce una literatura inocente de amor y de odio y
por supuesto de piedad o de terror, y que sería la historia de la desaparición
final de la vida sobre la tierra. Yo los observaría, a los pequeños débiles
mortales, desvaneciéndose contra un vasto y atemporal vacío rellenado con el
sonido de increíbles máquinas, en el que furiosos meteoros se mueven en
ningún medio lanzado a ninguna parte, sin detenerse ni languidecer,
destruyéndose para siempre unos a otros, renovándose para siempre sin ni
siquiera amor ni copulación.
[El texto originalmente publicado de la reseña de Faulkner de
Piloto de pruebas, de Jimmy Collinsy en American Mercury,
noviembre de 1935. Posteriormente se encontró el mecanoscrito de
Faulkner. Había sido muy editado: se habían omitido casi trescientas
palabras y se había añadido un título, «Folklore del aire». El texto
mecanoscrito fue publicado en el Mississippi Quarterly, verano de
1980. Ese texto es el aquí reproducido.]
Reseña de El viejo y el mar de Ernest
Hemingway
Es una pregunta difícil. Puedo nombrar a la ligera muchos libros que debería
gustarme haber escrito, con tal de que se me concediese el privilegio de
reescribir partes de ellos. Pero me atrevo a decir que hoy hay cierto número
de ángeles en el cielo (particularmente recientes llegadas americanas) que
miran hacia abajo sobre el mundo y meditan con cierto pesar acerca de lo
mucho más limpio que habrían hecho el trabajo que, con el perfecto calor de
su furia creativa, hizo el Señor.
Creo que el libro que incluiría sin reservas en la lista pensando «Desearía
haber escrito eso» es Moby Dick. Su simplicidad como griega: un hombre de
carácter enérgico conducido por su sombría naturaleza y su funesta herencia,
empeñado en su propia destrucción y arrastrando a su mundo inmediato con
él con un despótico y completo desprecio por ellos en tanto que individuos; el
certero punto en el que las distintas naturalezas capturadas en la fatalidad de
su ciego curso (y pasivas como con un conocimiento previo de su inalterable
condena) son arrastradas —una especie de Gólgota del corazón se vuelve
inmutable como el bronce en la sonoridad de su profunda ruina—; todo
contra el grave y trágico ritmo de la tierra en su fase más atemporal: el mar.
Y el símbolo de su condena: una Ballena Blanca. Hay una muerte para un
hombre, ahora; nada que ver con tu paciente pasto para pequeñas bestias que
pacen que ni siquiera pueden verse directamente con los ojos. Hay magia en
la propia palabra.
Una Ballena Blanca. Blanca es una gran palabra, como el estrépito de una
masa de trompetas; y el mismo leviatán tiene una especie de plácida y torpe
majestad en su nombre. ¡¡¡Y ahora júntalas!!! Una muerte para Aquiles, y las
divinas sacerdotisas de Patmos que lleven luto por él, que more la blanca y
pura tristeza en sus dorados cabellos.
Y aun así, cuando recuerdo a Moll Flanders[116] y toda su abundante y
rica fecundidad como un mercado donde todo lo que había sobrevivido hasta
esa época debía esperar y pasar, o cuando rememoro Cuando éramos muy
jóvenes,[117] puedo desear sin ningún esfuerzo en absoluto que se me
hubiese ocurrido eso antes que al señor Milne.
William Faulkner
Al editor del Memphis Commercial
Appeal[118]
[ Memphis Commercial Appeal, 15 de febrero de 1931]
«La historia es muy emocionante; odiaba tener que dejarlo incluso para
dormir. No me habría creído (salvo por esa inequívoca cualidad de frescura)
que fuese un primer libro. En realidad, como corresponde al oficio, sabe qué
contar y qué no contar, es uno de los mejores primeros libros que he leído.»
William Faulkner
Anuncio clasificado en el Memphis
Commercial Appeal[123]
[Writers Take Sides: Letters about the War in Spain from 418 American
Authors, Nueva York, 1938]
Se llamaba Pete. Era sólo un perro, un pointer de quince meses, todavía casi
un cachorro aunque había pasado una temporada de caza aprendiendo a ser el
perro que habría sido en otras dos o tres si hubiese vivido hasta entonces.
Pero era sólo un perro. Esperaba poco del mundo al que vino sin pasado y
tampoco sin nada de inmortalidad: —comida (no le importaba qué o cuán
poca con tal de que le fuese dada con afecto —el toque de una mano, una voz
que conocía aunque no pudiese comprender y contestar a las palabras que
decía); la tierra sobre la que correr; aire que respirar, sol y lluvia en sus
estaciones y el tipo de codorniz que era su herencia mucho antes de que
conociese la tierra y sintiese el sol, cuyo olor ya conocía por su incondicional
y fiel ancestro antes de que él mismo lo hubiese olfateado. Eso era todo lo
que quería. Pero eso habría sido suficiente para llenar los ocho o diez o doce
años de su vida natural porque doce años no son tantos y no cuesta mucho
llenarlos.
Aunque doce años son pocos, normalmente él debería haber sobrevivido a
cuatro del tipo de automóviles que lo mataron —coches capaces de subir
colinas demasiado rápido como para evitar a un perro pointer grande—. Pero
Pete no sobrevivió al primero de sus cuatro. No lo estaba persiguiendo; había
aprendido a no hacerlo antes de que se le permitiera estar por la carretera.
Estaba parado en la carretera esperando a su pequeña dueña a caballo para
recogerla, y escoltarla con seguridad hasta casa. No debería haber estado en
la carretera. No pagaba impuestos de circulación, no tenía carnet de conducir,
no votaba. Quizá su problema fue que el automóvil que vivía en el mismo
jardín que él tenía un claxon y unos frenos y él pensó que todos los tenían.
Decir que no vio el coche porque el coche estaba entre él y el sol del final de
la tarde es una mala excusa porque ello introduce la cuestión de la visión y
ciertamente nadie incapaz de ver con el sol a su espalda a un perro pointer
grande en una autopista recta de dos carriles pensaría de ninguna manera en
permitirse a sí mismo conducir, no digamos uno sin claxon o frenos, porque
la próxima vez Pete podría ser un niño humano y matar niños humanos con
automóviles va contra la ley.
No, el conductor tenía prisa: ésa fue la razón. Quizá todavía le quedaban
muchas millas y ya llegaba tarde a cenar. Por eso no tuvo tiempo de aminorar
o parar o rodear a Pete. Y puesto que no tenía tiempo para eso, naturalmente
no tuvo tiempo para parar después; además Pete era sólo un roto perro tirado
que lloraba en una cuneta junto a la carretera y en cualquier caso el coche ya
lo había sobrepasado y el sol estaba ahora a la espalda de Pete, de modo que
¿cómo se esperaba que el conductor oyese su llanto?
Pero Pete lo ha perdonado. En su año y cuarto de vida nunca obtuvo de
los seres humanos nada que no fuese bondad; con mucho gusto habría dado
los otros seis u ocho o diez que le quedaban antes que hacer que uno llegase
tarde a cenar.
Inscripción en el monumento a los
muertos del condado de Lafayette en la
Segunda Guerra Mundial[124]
8 de septiembre de 1950
Al editor de Time
[Time, 13 de noviembre de 1950]
No quiero que Willie McGee sea ejecutado, porque eso haría de él un mártir
y crearía un hedor que duraría mucho en mi estado natal.
Si el crimen del que se le acusa no fuese uno que implica fuerza y
violencia, y no creo que eso estuviese demostrado, entonces la pena en este
Estado o en cualquier otro similar no debería ser de muerte.
No tengo nada en común con las representantes del Congreso de los
Derechos Civiles salvo que ambos decimos que queremos que Willie McGee
viva.
Creo que estas mujeres que visitaron Mississippi recientemente están
siendo utilizadas; que como mejor se contribuirá a su causa será con la
ejecución de Willie.
Les dije que si querían salvar a Willie deberían hablar con las mujeres de
la cocina y exponer allí sus argumentos y no con los hombres y los políticos.
Al editor del New York Times
[New York Times, 26 de diciembre de 1954]
esto es acerca del avión de pasajeros italiano que se quedó corto en la pista y
se estrelló en Idlewild después de que fracasase en tres ocasiones a la hora de
tratar de seguir el rumbo que le indicaba el instrumental que le tendría que
haber llevado a la pista.
Está escrito según la idea (o postulado, si se quiere) de que el instrumento
o instrumentos —altímetro junto con indicador de deriva— que fallaron o
habían fallado ya estaban fuera de servicio o equivocados antes del momento
en el que el piloto encomendó a ellos la aeronave irrevocablemente.
Está escrito con aflicción. No sólo por el dolor de los familiares de los
que murieron en el accidente, y por la aerolínea, la compañía pública que, al
vender los billetes, prometió o en todo caso implícitamente ofreció seguridad
en el viaje, sino por la tripulación, por el propio piloto que será culpado por el
accidente y cuyo historial y memoria se verán empañados por ello; que, junto
a sus desprevenidos pasajeros, fue víctima no sólo de los fallidos
instrumentos sino víctima de ese mítico, incuestionable, casi religioso temor
reverencial y veneración hacia los aparatos en el que nuestra cultura nos ha
educado —hacia cualquier aparato, con tal de que sea lo suficientemente
complejo y lo suficientemente críptico y cueste lo suficiente—.
Imagino que incluso después del primer fallo a la hora de mantener el
rumbo, ciertamente después del segundo, su instinto —su impulso, llámese
como se quiera—, después de tanta experiencia, de tantas horas de vuelo, le
diría que algo estaba yendo mal. Y su veteranía como capitán sobre el agua
de un cuatrimotor probablemente le dijo dónde estaba el problema. Pero no se
atrevió a aceptar ese conocimiento y (esto presupone que incluso después del
segundo error aún le quedaba combustible suficiente para llegar a un terreno
donde pudiese ver) actuar en función de él.
Posiblemente en algún momento durante los cuatro intentos de aterrizar,
muy probablemente en alguno de los rápidos segundos finales antes de que
hubiese dirigido irrevocablemente la aeronave —ese compuesto de masa y
peso por velocidad— contra el suelo, su copiloto (o ingeniero de vuelo o
quienquiera más que hubiese en la cabina en ese momento) probablemente le
dijo: «Mira. Estamos mal. Saca los alerones y aumenta la velocidad y
salgamos de aquí como sea». Pero no se atrevió. No se atrevió a desobedecer
y afrontar, incluso arriesgando también su propia vida, nuestro postulado
cultural de la infalibilidad de las máquinas, de los instrumentos, de los
aparatos —un Poder más despiadado aún que el del viejo concepto del Dios
de los Hebreos, puesto que el nuestro ni siquiera es celoso y vengativo, le
traen sin cuidado los individuos—.
No osó cometer ese sacrilegio. Si lo hubiese hecho, no le quedaría nada
salvo abrir la escotilla de la cabina y lanzarse él mismo (un romano) contra
las espadas giratorias de una de las hélices centrales. Lo lamento por él, por
las víctimas de ese momento. Todos nosotros haríamos mejor lamentándonos
por toda la gente perteneciente a una cultura que sostiene que cualquier
mecanismo es superior a cualquier hombre porque el uno, siendo mecánico,
es infalible, mientras que el otro, no siendo nada salvo un hombre, no es
susceptible de fallar sino que está condenado a ello.
William Faulkner Nueva York, de diciembre, 1954
Nota para El final del affaire de Graham
Greene[131]
Acabo de leer las cartas del señor Neill, el señor Martin y el señor
Womack en su número del 27 de marzo, en respuesta a mi carta en el número
del 20 de marzo.
Al señor Martin, y a la primera pregunta del señor Womack: Cualquiera
que sea el coste de nuestro actual sistema escolar estatal, tendremos que
incrementarlo de nuevo tanto como para establecer otro sistema igual a él.
Tomemos parte de los nuevos fondos y hagamos de nuestras actuales
escuelas, desde los jardines de infancia hasta las humanidades y las ciencias y
las profesiones, no sólo las mejores de América sino las mejores escuelas
posibles; entonces las propias escuelas cuidarán de los candidatos, tanto
blancos como negros, que en un primer momento no habían sido asunto suyo.
Entonces el resto de los nuevos fondos podría fundar o mejorar escuelas
de comercios y oficios para aquellos a los que el primer sistema, el
académico, ya les haya eliminado antes de que hayan tenido tiempo de causar
demasiado perjuicio desde el punto de vista de sus propios días malgastados
y las clases abarrotadas y profesores atosigados y mal pagados que dan como
resultado un aligeramiento y un descenso general de los estándares
educativos; por no mencionar el hacer el mejor uso de los hombres y mujeres
que producimos. Lo que necesitamos son más americanos en nuestro bando.
Si todos los americanos estuviesen en el mismo bando, no necesitaríamos
intentar sobornar a países extranjeros que no siempre se mantienen
comprados para apoyarnos.
Aunque estoy de acuerdo en que esto sólo lo soluciona la integración: no
el callejón sin salida del conflicto emocional acerca de ello. Pero al menos
observa una de las máximas más antiguas y sensatas: si no puedes vencerles,
únete a ellos.
A la última pregunta del señor Womack: no tengo títulos ni diplomas de
ninguna escuela. Soy un viejo veterano de sexto grado. Quizá por eso tengo
tanto respeto por la educación que parezco incapaz de sentarme
tranquilamente y ver cómo se mantiene subordinada en importancia respecto
a un estado emocional relativo al color de la piel humana.
Oxford, Miss.
William Faulkner
Al editor del Memphis Commercial
Appeal
[Memphis Commercial Appeal, 10 de abril de 1955]
Hace unos pocos años la Corte Suprema emitió una opinión que a nosotros,
los sureños blancos, no nos gustó, y nos resistimos.
Como resultado de ello, el pasado mes se presentó al Congreso una ley
que tiene mucho más peligro para todos nosotros que la presencia de niños
negros en las escuelas blancas o de votos negros en urnas blancas —peligro
que aparentemente sólo un experto podría ver—.
El Congreso habría aprobado la ley, salvo por el hecho de que el experto
estaba a mano a tiempo. Así que escapamos —esta vez—.
Todavía continuamos resistiéndonos a esa opinión. Mientras continuemos
manteniendo al negro en una ciudadanía de segunda clase —esto es, sujeto a
impuestos y al servicio militar, aunque negándole el derecho político a votar,
y la competencia económica y educativa para ser representado entre aquellos
que le cobran los impuestos y le llaman a filas— continuarán presentándose
al Congreso leyes que contengan este mismo peligro o peligros similares, que
sólo un experto puede reconocer; hasta que algún día el experto no esté allí a
tiempo, y una de ellas se apruebe.
Borrador de carta del 15 de septiembre
de 1957 al editor del Memphis
Commercial Appeal[132]
En relación con el piloto Powers del U-2: Ahora los rusos lo harán desfilar
por el mundo no-occidental durante los próximos diez años como un mono en
una jaula, como un ejemplo viviente de la clase de coraje y fidelidad y
resistencia de los que ahora deben depender desesperadamente los Estados
Unidos. O mejor aún, liberarle de inmediato como insinuación displicente de
que una nación tan desesperadamente reducida no es digna del respeto ni del
miedo de nadie, y que los agentes de su desesperación ya no son lo
suficientemente peligrosos para ser dignos del honor del martirio, ni siquiera
del coste de alimentarlos.
William Faulkner Oxford, Miss. 24 de agosto de 1960
Notificación del administrador del
patrimonio
Fin
***
Este libro se terminó de imprimir el 8 de octubre de 2012
All my powers ofexpression and thoughts so sublime
Could never do youjustice in reason or rhyme
Only one thing I did wrong Stayed in Mississippi a day too long
Bob Dylan
TÍTULO original:
Essays, speeches & publics letters (1966)
©Del libro: Herederos de William Faulkner
©De la introducción, traducción y notas: David Sánchez Usanos
©Del prólogo: James B. Meriwether
©De esta edición:
Capitán Swing Libros, S.L.
Primera edición en Capitán Swing: Octubre de 2012
ISBN: 978-84-940279-4-9
Depósito Legal: M 33102-2012 Código BIC: FA
Índice
[2] William Faulkner: New Orleans Sketches (Random House, Nueva York).
[N. del T.]
[3] En las Selected letters of William Faulkner [Correspondencia
selecta], editada por Joseph Blotner, [Random House,] Nueva York, 1977
hay seis cartas públicas que habrían sido incluidas en esta colección de no
haber estado disponibles allí. Con el fin de hacer de este volumen un
documento lo más comprehensivo posible de los escritos de no-ficción de
Faulkner, enumero aquí los destinatarios y los números de página de dichas
cartas: Sven Ahmen, pp. 308-309; Random House, p. 371; Bob Flautt, pp.
389- 390; W. C. Neill, pp. 390-391; Secretary of Júnior Chamber
ofCommerce [Secretaría de la Cámara de Comercio Juvenil], Batesville, pp.
401-402; Escritores selectos, pp. 403- 404. [Nota del editor estadounidense].
[4] «Mississippi», «On Privacy», «On Fear» y The Faulkner Reader
respectivamente. [N. del T. ]
[5] Delta Council. [N. del T.]
[6] Se refiere a la cubierta de la edición en lengua inglesa; reproducimos
aquí el extracto en cuestión: «Aquellos que se preocupan de la obra de
William Faulkner estarán profundamente agradecidos a Meriwether por
reunir estos Ensayos, discursos y cartas públicas… Ello corregirá muchos
errores [y] aumentará el reconocimiento y la comprensión de la obra [de
Faulkner]». [N. del T.]
[7] «Southern Literature and William Faulkner», en The Sorrows ofFat City:
A Selection ofLiterary Essays and Reviews. [N. del T.]
[8] Faulkner: Essays. [N. del T. ]
[9] En 1983 la editorial Seix Barral de Barcelona publicó unas Cartas
escogidas de William Faulkner traducidas por Alicia Ramón. En 2012 el
sello Alfaguara (Madrid) también editó unas Cartas escogidas, siendo esta
vez los traductores Alfred Sargatal y Alicia Ramón. [N. del T.]
[10] En francés en el original:
«Un artiste doit recevoir avec humilite ce dignite conferré a lui par cette
payes la quelle a ete toujours la mere universelle des artists.
Un Americain doit cherir avec la tendresse toujours chacque souvenir de
cette pays la quelle a ete toujours la soeur d’Amerique.
Un homme libre doit guarder avec léspérance et lorgeuil aussi laccolade
de cette pays la quelle etait la mere de la liberte de Thomme et de léspirit
humaine». [N. del T.]
[11] El 30 de mayo de 1952, Faulkner pronunció un breve discurso, en
inglés con un párrafo final en francés, en un encuentro organizado por el
Congrés pour la Liberté de la Culture [Congreso por la Libertad de la
Cultura] bajo el título «L’Oeuvre du xxe Siécle» [La obra del siglo xx].
Circuló, en inglés y en una traducción francesa, en una hoja, reproducida a
partir del mecanoscrito, dedicada a la conferencia. La traducción francesa fue
publicada en Arts (París), junio de 1952. La hoja impresa en inglés (con el
último párrafo en francés) es la aquí impresa. [Nota del editor
estadounidense]
[12] En francés en el original («Alocución del sr. William Faulkner»). [N.
del I]
[13] En francés en el original: «Pienso que casi todos los americanos
tienen una deuda de gratitud hacia Francia y creo que, en el mundo entero,
todos los hombres libres deben una pequeña cosa a este país que ha sido
siempre la “Madre” universal de la libertad del hombre y del espíritu
humano.
(Aplausos)». [N. del T.]
[14] Gauletier era el jefe de distrito o gobernador provincial en la
Alemania nazi; en inglés, por extensión, se llama así a alguien altanero y
autoritario. [N. del T.]
[15] Kilroy was here fue un grafiti muy popular en Estados Unidos
alrededor de la Segunda Guerra Mundial. [N. del T.]
[16] Southern Historical Association [N. del T. ]
[94] C. Aiken, Turns and movies, and other tales in verse, Houghton
Mifflin Company, Boston y Nueva York, 1916. [N. del T.]
[95] «Discordants.» [N. del T.]
[96] «Music I heard with you was more than music, / And bread I broke
with you was more than bread; / Now that I am without you, all is desoíate; /
All that was once so beautiful is dead.
Your hands once touched this table and this silver, / And I have seen your
fingers hold this glass. / These things do not remember you, belovéd,— / And
yet your touch upon them will not pass. /
For it was in my heart you moved among them, / And blessed them with
your hands and with your eyes; / And in my heart they will remember always,
— / They knew you once, O beautiful and wise.» [N. del T.]
[97] The Jig of Forslin. [N. del T. ]
[98] The House ofDust. [N. del T.]
[99] Aria da Capo: A Play in One Act. La referencia correspondiente al
texto de la obra que reseña Faulkner es Aria da capo, a play in one act,
Harper, Nueva York, 1920. [N. del T.]