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ENSAYOS & DISCURSOS

Una recopilación esencial de la brillante obra no narrativa de


Faulkner, puesta al día y con abundante material nuevo. Pero sobre todo
una singular mirada a la vida del maestro estadounidense.
Este volumen incluye el discurso de aceptación del Premio Nobel, una
reseña de El viejo y el mar de Hemingway (en la que sugiere que su autor
ha encontrado a Dios), y algunas joyas reunidas recientemente, como el
ácido ensayo 'Sobre la crítica' o el cautivador 'Nota sobre una fábula'.
Piezas como 'Sobre la privacidad (El Sueño Americano: ¿Qué le
sucedió?)' deberían ocupar un lugar junto al discurso del Nobel como
uno de los más importantes y proféticos documentos del siglo, se trata de
una maravillosa crítica sureña al materialismo y al falso progreso
estadounidenses. La edición contiene también cartas al público
elocuentemente dogmáticas sobre los temas más variados, desde las
relaciones raciales y la naturaleza de la ficción hasta la caza de ardillas
salvajes en su finca. Este libro ofrece un medio excelente para analizar el
pensamiento del escritor y debería servir de ayuda para juzgarlo
correctamente. No sólo no ha pasado de moda con el tiempo, sino que se
ha vuelto más incisivo e impactante.
Título Original: Essays, speeches & publics letters (1966)
Traductor: Sanchez Usanos,, David
©1966, Faulkner, William
©2012, Capitán Swing Libros, S.L
ISBN: 9788494027949
Generado con: QualityEbook v0.84
Generado por: oleole, 18/10/2017
William Faulkner
Ensayos & Discursos

INTRODUCCIÓN de David Sánchez Usanos


Prólogo de James B. Meriwether
Colección Entrelineas
William Faulkner o cómo ganar una
partida de dados

DAVID SÁNCHEZ Usanos

Hay un momento en la vida en el que todo adolescente sueña con ser escritor.
No con escribir libros, sino con ser escritor. Es decir, con llevar una vida
bohemia, libre del yugo de horarios, jefes y oficinas, siempre atenta a lo
verdaderamente importante: la pasión violenta, la esquiva felicidad, los mil
signos que arroja el destino. Una vida de aventura, seducción y velocidad.
Una constatación de que se es diferente, de que no se forma parte de esa
gente gris y sin gracia que puebla —y domina— el mundo. Esa idea termina
muriendo irremediablemente. Como la adolescencia, tal vez con ella. A veces
ese horizonte, el apuntado por la afirmación «algún día seré escritor», se va
desplazando constantemente hasta que termina convirtiéndose en un gesto, en
un ritual privado, en algo que se guarda en el fondo del alma como una
especie de salvoconducto expedido por alguna misteriosa autoridad, un
secreto que nos protege, que nos redime, de la vida monocorde que vamos
viviendo «mientras tanto». Otras veces esa promesa se abandona como se
abandona una pasión juvenil, como algo que, pasados los años, se interpreta
que pertenecía a un momento muy particular de nuestra vida, una canción, un
olor o una prenda que en aquella época lo eran todo pero que ahora sólo nos
provocan, en el mejor de los casos, una sonrisa condescendiente.
Pero quien asiste de un modo definitivo a la muerte de esa romántica idea
de «ser escritor» es precisamente el que acaba siéndolo. Porque se
reencuentra con aquel yugo que quería conjurar: editores y editoriales, cartas
de rechazo y cifras de ventas, novedades, prisas, presiones, apuros, malos
modos. El horario, el jefe, la oficina. Y entonces descubre que ser escritor es
un oficio. Como el que cría caballos, el que trabaja a martillo los metales o el
que labra la madera. Que tiene que ver con la pasión, con la violencia y con la
vida aguijoneada por el azar o el destino. Pero que esos elementos, por sí
mismos, no son literatura. Más bien son los materiales con los que él ha de
intentar hacer libros. Aprende que escribir no es veleidad sino, como
decíamos, oficio. Entonces, una vez que entra en contacto con el negocio, hay
algo de aquel adolescente que se marcha para no volver.
William Faulkner sabía muy bien de qué iba esto. Conocía a fondo el
oficio y en esta colección de ensayos, cartas y discursos aparece una y otra
vez el amor de su vida, el demonio de tres caras que se alimentó de su alma a
cambio de un trozo de inmortalidad: el Sur, el Mississippi, la literatura. Y
Faulkner lo nombra, lo describe y lo santifica. Faulkner no nos muestra los
secretos de su pericia, aquello que le hace escribir como escribe. Nadie puede
enseñar eso, porque nadie lo sabe. Faulkner tampoco sabía cómo lo hacía y,
por tanto, no podría habérnoslo contado aunque hubiese querido. Lo que sí
nos muestra, lo que sí ha decidido compartir, es cierto credo y cierta
sintomatología relativos a la literatura: por qué quiere escribir, cuál es la
causa de que determinados textos no funcionen, qué reacciones le suscitan
ciertos personajes y descripciones. Fenomenología, eso es. Lo que Faulkner
nos expone es una fenomenología de la escritura: la presentación, o
descomposición, de la experiencia del escritor. Un retrato, una pintura, a
partir de la que podemos reconstruir la idea de la literatura que tenía
Faulkner. Y esta aparece como un poder, una fuerza, que nunca se puede
dominar por completo. Como si el escritor fuese una especie de alquimista
que dispone un conjunto de elementos que se transmutan en algo distinto. En
algo vivo.
Esta colección de textos aborda numerosas cuestiones: lo intrincado del
conflicto racial en el sur de los Estados Unidos, las paradojas de una
modernidad —o mercantilización— profundamente insatisfactoria o la
sobrecargada atmósfera de la Guerra Fría. Pero estos y otros asuntos se
encuentran siempre anudados por la experiencia literaria. La literatura se
presenta como una estrategia orientada a la comprensión pero también a la
supervivencia. Una táctica que permite al escritor, si tiene éxito, burlar a la
muerte (o al olvido, que viene a ser lo mismo). Pero también constituye una
ocasión para que otros encuentren consuelo, alivio o esperanza en un mundo
que siempre parece estar a punto de derrumbarse. Faulkner, en su escritura, se
muestra tremendamente lúcido, deja abundantes muestras de humor e ironía y
por momentos da la impresión de estar sirviendo a un propósito, a un
proyecto, que excede lo estrictamente individual y que tiene que ver con el
mundo, con el género humano. Lo que lleva a cabo, y lo que antes
mencionábamos respecto al consuelo y la esperanza, no ha de interpretarse
como una literatura de evasión. De hecho entiende la literatura desde un
punto de vista casi biológico, como algo necesariamente anclado a un suelo y
a un clima, en estrecho contacto con la tierra. Pero, al mismo tiempo, junto a
esa condición casi animal de la literatura, observamos cómo también tiene
una intención decididamente terapéutica, casi soteriológica. Faulkner nos
quiere curar de algo, nos quiere salvar de algo. Quizá del mundo, quizá de la
modernidad. Pero lo quiere hacer desde dentro: no hay otro refugio que este,
no hay nada ni nadie para relevar al hombre de su responsabilidad. El
hombre, ese animal que suda, sangra, ama, desea y traiciona, pero que
también sueña, ríe y se sacrifica. Y trabaja y se angustia en un magma que
bulle que los griegos llamaron «cosmos» y los romanos «mundo». Faulkner
siente la tensión: sólo se puede escribir de y desde el mundo, pero su mundo
estaba yendo en una dirección que le repugnaba. Faulkner casi anticipa, casi
prevé, la derrota, su propia derrota, pero no se resigna. Sigue escribiendo y
confiando en ese extraño animal.
A pesar de que esta colección presenta cierta diversidad formal (ensayos,
discursos, cartas, reseñas literarias, críticas teatrales) y temática, hay algunos
aspectos que aparecen de manera recurrente y que invitan a ofrecer algo
parecido a un catálogo de los motivos de Faulkner.

Mississippi

Édouard Glissant acertó plenamente cuando al estudio que dedicó a


Faulkner lo tituló simplemente Faulkner, Mississippi. No es sólo el nombre
de un río o de un estado, es el título de una saga. No se trata de algo
constante, sostenido, pero sí es cierto que con relativa frecuencia detectamos
en Faulkner un tono, un modo, entre bíblico y épico donde abundan las
parataxis, las enumeraciones, las líneas de filiación. Una manera de narrar
que no se construye a partir de la perspectiva de ningún personaje
protagonista, ni siquiera de algún grupo o linaje, sino que constituye la
crónica de las generaciones que se suceden y entrecruzan. Como aquellas
tragedias griegas en las que una especie de maldición atraviesa los días y los
años persiguiendo y castigando a toda una progenie. Aquí el Mississippi
aparece como un testigo omnisciente, con un ritmo y un tiempo que se rige
por parámetros distintos a los de los hombres, como si él mismo fuese el
ritmo y el tiempo. Como un animal mitológico que, adormecido, tolera el
cosquilleo que le producen esas extrañas criaturas, que asiste con curiosidad a
sus caprichosas e inconscientes vicisitudes. Pero, de vez en cuando, la fiera se
siente obligada a dar un coletazo, a mostrar un poco de su fuerza y de su
tamaño quizá con la esperanza de que el hombre aprenda algo alguna vez.
A menudo la naturaleza que nos presenta Faulkner se parece a un ejército
que se repliega ante el avance de las tropas civilizadoras (diques, carreteras,
centros comerciales), pero, aun en su ordenada retirada, es como si
conservase la jurisdicción sobre la última palabra, la certidumbre de que si
quiere, puede. Como el reflujo de la marea, que únicamente significa una
tregua, un momento tras el que inexorablemente vendrá de nuevo el ascenso
de las aguas. El Mississippi es el territorio donde acontece ese juego, esa
alternancia entre pasaje y permanencia, un depósito en el que se acumulan los
sedimentos de la raza de los hombres. Pero el Mississippi, como
aventurábamos, no es sólo el continente pasivo en el que transcurre la acción
sino que en ocasiones interviene como una fuerza implacable que recuerda al
género humano la caligrafía de su ley. Y también a veces ese animal
mitológico decide susurrar al oído del escritor un trozo, sólo un trozo, de la
canción que todo lo explica.
El Mississippi da nombre a un amor que trasciende el tiempo y la vida de
los mortales. Por eso no resulta extraño que la escritura de Faulkner
incidentalmente dé la sensación de recurrir a la forma mítica: una estructura
que desafía o descoyunta el espacio y el tiempo, muy atenta a la eufonía y
consagrada a la exposición de una verdad de carácter superior, que no repara
en prescindir de convenciones relativas a la lógica o a la gramática.
El Sur

Faulkner se refiere a menudo al Sur como a su país, su tierra natal, su


patria. El Sur no es sólo el bando de los derrotados, sino que representa el
pasado, un conjunto de valores, una estructura social más primitiva y
elemental, en la que todo parecía regido por esquemas más conectados con
los ciclos de las cosechas, con los ritmos de la tierra. Pero el Sur es también
la tierra tozuda que se arroja a una guerra sabiendo que la perderá, la cólera
del que se siente ultrajado por una afrenta irreparable. El Sur, la idea del Sur,
es decisiva en la escritura de Faulkner no sólo por esta fuerte conexión o
comunión con la naturaleza que también subrayábamos a propósito del
Mississippi, por esa intensidad sensorial que hace que la piel sepa cuándo
viene un tornado, que huele las tormentas en el aire, que hace que por
momentos todo lo vivo parezca entenderse en una especie de lenguaje
primordial. El Sur es también la constatación de la pérdida y la derrota, la
certidumbre de pertenecer a una estirpe humillada y ofendida cuyos mejores
días han quedado atrás. Ello contrasta sobremanera con esa concepción de los
Estados Unidos como una nación preñada de futuro, como un pueblo que
rinde ciego culto al éxito, ingenuo, optimista y confiado. Frente a ello
Faulkner no se cansa de mencionar la humildad y el sacrificio como virtudes
emblemáticas del escritor —de hecho para él la derrota actúa como motor de
la escritura— al tiempo que advierte de los peligros de una civilización en la
que el éxito se ha convertido en algo demasiado sencillo.
El Sur de Faulkner se parece a un refugio donde lo primitivo aún resiste a
la civilización. En el Sur no hay un circuito intelectual, el escritor no
pertenece a ningún grupo auto-consciente que se sienta parte de otras
manifestaciones culturales o artísticas, no tiene un igual con el que medirse.
El escritor se encuentra desamparado intentando conectar la historia de la
literatura —ensamblada de un modo autodidacta, haciendo más cierta que
nunca la afirmación de que cada autor construye a su alrededor su propio
canon— con la tierra y el suelo del que se nutre. Ello hace que el escribir no
sea tanto una actividad vinculada al entendimiento cuanto una actitud
existencial. La literatura funciona como un culto pagano: una liturgia
individual que tiene que ver con el cielo en llamas, la lluvia de febrero y un
panteón de nombres inscritos en los lomos de desvencijados libros en la
biblioteca del abuelo. Desde luego la vida del escritor no es un itinerario
suntuoso a través de conferencias, universidades y cenas de gala.
Pero el Sur significa también conflicto racial. La cuestión negra es
abordada por Faulkner con valentía y con una tremenda atención al matiz.
Huye de tópicos y consignas y expone sus análisis desde una incómoda
posición intermedia, habla de algo que conoce bien y que desea que cambie.
Tiene miedo de que la tierra que ama naufrague de nuevo, pero ese amor no
le impide ver sus cicatrices y sus defectos. El Sur también es una ciénaga
propicia para lo sórdido y lo luctuoso, pero la plasticidad con la que se
presenta lo miserable y lo abyecto en la literatura del Sur no significa que
esas cosas sólo sucedan allí. Faulkner siente la tentación de afirmar que quizá
la nobleza y la ternura broten con un esplendor especial de un suelo tan cruel.
Pero en él pesa más esa vocación de universalidad que le hacer ver el Sur
como una sinécdoque de América, de la humanidad entera.

América

Los Estados Unidos no son un país, son un continente. Una geografía


plural, salvaje y diversa que, junto a su innegable realidad, también realiza
una función simbólica hacia adentro y hacia fuera. Los estadounidenses han
de recordar siempre que pertenecen a una tierra y a una cultura fundada sobre
los cimientos de la libertad y el valor del individuo. Es como si la humanidad
entera considerase que América es un eterno experimento, un utópico espejo
en el que mirarse y poder ver de lo que se es capaz cuando se libra de las
cadenas de la superstición. Así parece pensar Faulkner. Pero el sueño
americano se cae a pedazos, las palabras con las que se enunció han perdido
su significado, ahora se parece demasiado a la melodía que acompaña a los
anuncios publicitarios. El que los discursos de los políticos estén repletos de
fórmulas ampulosas y que el himno nacional se haya convertido en la
obligada banda sonora de casi cualquier acontecimiento público por nimio
que sea parecen síntomas de una América acomplejada, de una nación y una
cultura de cartón-piedra. A veces parece que la guerra que perdió el Sur fue
sólo la feroz manifestación episódica de una contienda mucho mayor. Un
movimiento de colonización por parte de una fuerza que tiene que ver con la
mercantilización, con lo frívolo, superficial y desalmado del mundo moderno.
Faulkner observa cómo la rica diversidad de los Estados Unidos
comienza a disolverse en un magma homogéneo y gris que se extiende por
todo el país (tono crítico que se verá prolongado, por ejemplo, en el John
Steinbeck de con Charley: en busca de América o, a otro nivel, en las lúcidas
observaciones de Robert Stone en su autobiografía Recordando los sesenta).
Una uniformidad relacionada con la creciente influencia de los medios de
comunicación de masas y con la expansión y consolidación de un modo de
vida absolutamente sometido a los intereses económicos. A pesar de ello,
Faulkner sigue persiguiendo y encontrando resquicios de heroísmo y
grandeza en las manifestaciones más heterogéneas, sea una carrera hípica (ah,
el caballo, vínculo inequívoco con ese pasado noble y fabuloso) o alguna
anécdota medio inventada sobre pilotos de combate.
En fin, que esa inequívoca actitud crítica respecto a su país convive,
como en el caso del Sur, con un amor inquebrantable y una buena dosis de
confianza en sus posibilidades. Desde aquí tenemos que leer los mensajes que
lanza apostando por una unidad interna frente a las amenazas exteriores (el
comunismo, por ejemplo) y el valor ejemplar que sigue concediendo a
América. No a aquello en lo que se está convirtiendo, sino a la idea de
América, a lo que representa para el género humano, a la fuerza que posee
como relato.
El oficio del escritor y el papel de la literatura

Finalmente todas las líneas de este horizonte físico y mental confluyen en


la máquina de escribir, en los manuscritos que circulan de editor en editor, en
los papeles que abarrotan un arcón de la biblioteca de Princeton, en
adaptaciones para guiones de Hollywood. William Faulkner consideraba que
la literatura, su eficacia simbólica, no era explicable en función de parámetros
lógicos pero que el escritor, a pesar de esa taumaturgia que le había sido
concedida, no estaba autorizado a mirar a nadie por encima del hombro, sino
que precisamente para logar esa magia tenía que comportarse con la máxima
humildad y respeto por su oficio.
Cuando juzga el trabajo de otros escritores y dramaturgos se muestra tan
implacable y comprometido con la verdad como cuando se ocupa de sus
propios textos. Localiza con precisión los aspectos que convierten a una obra
en fallida, ofrece dibujos exactos de los límites a los que puede llegar una
determinada propuesta y también tiene muy claro que cuando la literatura
funciona es porque consigue reproducir la vida. Pero, como señalábamos al
principio, no espere el lector encontrar una receta para lograrlo. En 1948
Jean-Paul Sartre escribía un texto de título directo y conciso: ¿Qué es la
literatura? A Sartre le interesaba mucho Faulkner, al menos aquella técnica
para distorsionar el tiempo que empleó en El ruido y la furia, así que no nos
parece demasiado forzado si alteramos algunas de las preguntas que se
encuentran en aquel libro de Sartre y se las planteamos a Faulkner en una
entrevista ficticia.
—Señor Faulkner, ¿qué es para usted la escritura?
—Fundamentalmente consiste en decir «no» a la muerte. La literatura es
una forma de inmortalidad, un intento de dejar constancia de que se ha estado
a este lado de esa puerta negra que un día se cerrará para siempre, es escribir
«yo estuve aquí», plantearse preguntas a las que sólo un Dios podría contestar
pero que, como dijo el filósofo, sería indigno del hombre no intentar
responder. Como hizo Camus con esa revuelta permanente y esa apología del
hombre y de la vida a partir de lo absurdo de su condición.
Para un norteamericano, especialmente si es del Sur como lo soy yo, el
dedicarse a la literatura no tiene nada que ver con lo que hacen en Europa.
Creo que aquí resulta muy difícil hablar de una «tradición», desde luego no la
tenemos en nuestro teatro, además, se da la paradójica circunstancia de que
somos unos provincianos pero no queremos pasar a la historia como
escritores norteamericanos. Queremos mejorar la literatura mundial, o al
menos hacerla más completa, añadiéndole nuestra visión, nuestra propia
aportación que, si bien está elaborada a partir de una circunstancia particular,
aspira a ser universal.
La escritura no es tanto el producto final, que nunca responde del todo a
la intención o al control del escritor, cuanto el proceso, la búsqueda
constante, la angustia y el sudor. Un oficio que se debe practicar con seriedad
y humildad. A veces se parece a un ejercicio de olvido, hay que luchar contra
la tentación de creer que se sabe demasiado acerca de esto. Escribir es leer, o
más bien releer, puesto que durante la escritura resucitan, o mejor: regurgitan,
las lecturas que uno realizó cuando su carácter aún se estaba formando.
Por cierto, nadie ha de pensar que con esto estoy abogando por la
superioridad de la literatura norteamericana respecto a las demás. Hay
virtudes que aún estamos lejos de poseer. Si nos fijamos por ejemplo en
nuestra crítica literaria, observamos que, a diferencia de la que se practica en
Inglaterra, aquí está dominada por el efectismo y la pompa. Naturalmente hay
excepciones, y desde luego la crítica literaria no es literatura, pero a lo mejor
quiere decir algo. De la poesía contemporánea prefiero no hablar.
Pero los estadounidenses aún guardamos un as en la manga, quizá nuestra
mejor baza: nuestro idioma. El inglés que se habla en los Estados Unidos
goza de una frescura, de un vigor y de una proximidad a la vida como en
ninguna otra parte del mundo (con la excepción de algunas zonas de Irlanda).
—¿Para qué se escribe?
—Simple: para elevar el corazón del hombre. Para emocionar. Hay
determinados momentos en la historia, y este parece ser uno, en los que el
hombre parece estar nublado respecto a lo que verdaderamente importa. Así
que los escritores, que también son hombres, adoptan diversas estrategias
para escribir y vender libros. Una de las más habituales consiste en escribir
desde y hacia lo bajo. Ya me entiende. Estuve mucho tiempo sin leer
literatura contemporánea, tenía bastante con mis clásicos, pero cuando leo
algo de lo que se hace ahora detecto un tipo de impotencia que antes estaba
ausente y que quizá tenga que ver, claro, con que la humanidad esté en
peligro. Un peligro que no se refiere tanto a la bomba atómica sino al hecho
de que nos hayamos quedado sin alma, de que hayamos perdido, o estemos
perdiendo, nuestra individualidad y nuestra libertad.
En este mundo no parece haber demasiado sitio para el escritor, y dado
que el asunto del escritor es el hombre, eso quizá quiera decir algo. Pero no
crea que soy un pesimista, al contrario: creo que hay algo indestructible e
inmortal en el hombre y que está en su mano cambiar el mundo.
—¿Quién escribe?
—La respuesta más evidente consiste en decir que el escritor. Aquel que
siente la necesidad de contar algo, que lo escribe y que encuentra a un editor
que considera que puede sacar algún beneficio de ello y a un público que
decide gastar parte de su dinero en su obra. Pero esta respuesta resulta
incompleta. Lo cierto es que hay algo que escribe a través del escritor, un
demonio que le agarra por las entrañas, un tirano caprichoso que quizá algún
día se marche dejándole un inquietante vacío.
***
En William Faulkner podemos encontrar intuiciones y consideraciones
que también compartían algunos de sus contemporáneos. Quizá algún lector
encuentre que sus reflexiones acerca de la naturaleza, el lenguaje y la relación
del artista respecto a su propia tradición le aproximan a autores tan dispares
como T. S. Eliot o Martin Heidegger. También podrá observar ciertos
aspectos paradójicos, o, al menos, aparentemente chocantes. Por ejemplo, que
un autor que odiaba tanto el artificio y que consideraba que una de las
principales virtudes del escritor era la sobriedad escribiese a veces de una
manera tan sinuosa. Pero esto tampoco admite una respuesta simple, pues
Faulkner es hombre de una gran variedad estilística, algo de lo que da
muestra esta colección.
Lo que sí parece establecido de una manera sólida es el estatus que posee
Faulkner en la república de las letras: es un coloso de talla mundial. A pesar
de lo que pudiera pensarse, a menudo los norteamericanos no se sienten tan
seguros de sí mismos y de su valía en el ámbito de la cultura. Pero cuando se
les pregunta por un escritor contemporáneo del que estén orgullosos ese
nombre suele ser el de William Faulkner. Pocos escritores como él gozan de
un prestigio y un reconocimiento tan unánime dentro de su país.
Creo que William Faulkner estaba aquejado de la misma extraña
enfermedad que una vez confesó padecer Roland Barthes: veía el lenguaje.
Lo veía con la misma claridad que los maizales o los surcos que deja el
arado. Se internó tan a fondo en sus secretos que una parte de su magia, ay,
quedó encerrada para siempre en el interior de los muros del idioma inglés,
una lengua que ya nunca sería la misma después de su llegada.
Existe una clase de amor que se parece a una prisión, que se acepta y que
se saborea, no con la intensidad arrebatada de la pasión no correspondida,
sino con la serenidad con la que se reconoce la melodía que suena de fondo
todos los días de la vida. William Faulkner comprendió muy pronto que
escribir sería su dulce condena y que ser escritor consistía en contar historias
que le robasen tiempo al sueño, a la muerte y al olvido, en serle fiel a aquel
viejo río que parecía haberlo visto todo. Sigo sin saber cómo lo hizo, pero de
alguna manera ganó aquella extraña partida, porque tantos años después y a
tantas millas de allí, aquella canción suya aún me sigue haciendo llorar.
Prólogo

JAMES B. Meriwether

La primera edición de esta colección fue publicada por Random House el 7


de enero de 1966. Pretendía ser una colección tan completa como fuese
posible de la prosa de no-ficción que Faulkner había publicado o había
planeado publicar, y contenía sesenta y tres textos diferentes. Desde entonces
ha aparecido un conjunto de artículos nuevos que habría incluido en la
edición original de haber sabido de ellos, e incluso han pasado a estar
disponibles otros cuyo sitio es este. En total se han añadido treinta y nueve
nuevos artículos a esta edición.
Los principios editoriales de esta nueva edición siguen siendo los
mismos, así como las categorías de los textos. Con el fin de evitar un
incómodo número de subdivisiones, he ampliado la definición de «cartas
públicas» para incluir notas de sobrecubiertas, anuncios y comunicados de
prensa y he incluido «teatro» con las reseñas de libros. Se han llevado a cabo
de modo silente numerosas correcciones de errores en los textos de la primera
edición, y las notas finales de otros se han expandido cuando ha habido nueva
información disponible.
Se han incluido aquí las seis reseñas que Faulkner realizó para el periódico de
estudiantes de la Universidad de Mississippi, Mississippian, en 1920, 1921 y
1922. Carvel Collins los volvió a publicar en William Faulkner: Prosa
temprana y poesía,[1] Boston, 1962, un volumen hace tiempo descatalogado.
Collins también editó William Faulkner: bosquejos de Nueva Orleans,[2]
Nueva York, 1968, que incluía como apéndice el ensayo de Faulkner sobre
Sherwood Anderson de 1925. Aunque dicho volumen se ha vuelto a
reimprimir recientemente por la editorial de la Universidad de Mississippi, el
ensayo sobre Anderson ha sido incluido aquí puesto que resulta obvio que su
sitio está junto al resto de textos críticos de Faulkner de 1925.[3]
***

Los lectores de la ficción de William Faulkner conocen su extraordinaria


variedad. Por tomar sólo tres ejemplos entre lo mejor de su trabajo: ¿podrían
tres novelas, escritas por un autor en el lapso de menos de quince años, diferir
más unas de otras que El ruido y la furia, ¡Absalom, Absalom!, y Desciende,
Moisés7. A mucha menor escala, se encuentra la misma variedad en su prosa
de no-ficción. Así, textos mayores como los ensayos «Mississippi», «Sobre la
privacidad» y «Sobre el miedo», y el prólogo a la Antología de Faulkner[4]
son obras maestras a pequeña escala (y son asombrosamente diferentes unas
de otras). O atendamos a los discursos: el del Premio Nobel o los dirigidos a
Pine Manor y al Consejo del Delta[5] son probablemente los mejores y, de
nuevo, son muy diferentes. Uno también puede aprender un montón acerca de
la inteligencia de William Faulkner, de su conocimiento, de su imaginación,
de su talento y de su sentido del humor observando las diferencias que hay
entre cualquiera de sus discursos y el resto no sólo en la variedad de sus
intereses y en la fuerza de sus convicciones, sino también en lo consciente
que era de su audiencia concreta y de cómo él aparecía ante esa audiencia.
Incluso textos claramente menores, como muchas de sus cartas a los editores
de varios periódicos, muestran la misma variedad, el mismo tipo de
diferencias (véase, por ejemplo, la carta al editor del York Times del 26 de
diciembre de 1954, la del Memphis Commercial Appeal el 20 de marzo de
1955, y la del Oxford Eagle del 15 de octubre de 1960).
Realmente esta colección es una parte muy importante de la obra de
Faulkner. Tal y como el novelista y crítico George Garrett subrayó en su
reseña de la edición original de este libro, los ensayos de Faulkner estaban
«escritos como todo lo demás que escribió, como una parte del trabajo de
toda su vida…». Y continúa diciendo que estos ensayos, y muchos de los
otros textos de este volumen, «están formulados con su propio estilo y
vocabulario, que fue diseñado para no sonar como mucha de la crítica
contemporánea y definitivamente para no formar parte de la aceptada y
degradada jerga de ninguna escuela crítica… Más aún, uno debe ser
consciente de la relación de un texto con otro y con la totalidad de su obra»
(Shenandoah, primavera de 1966; otro extracto de esta reseña está citado en
la cubierta de este libro.[6] Más del distinguido trabajo crítico de Garrett
sobre Faulkner aparece en «La literatura sureña y William Faulkner», un
apartado de su libro Las penas de Ciudad Opulenta: una selección de
ensayos literarios y reseñas,[7] University of South Carolina Press, 1992.)
En 1976, el crítico y novelista Warren Beck publicó uno de los mejores,
más grandes e —inexplicablemente— más desatendidos libros de crítica
sobre Faulkner, titulado, con engañosa modestia, Faulkner: Ensayos[8]
(University of Wisconsin Press). Sus apuntes dispersos acerca del discurso
del Premio Nobel destacan como ejemplo supremo de lo que se puede
aprender de Faulkner, el escritor de ficción, a partir de su prosa de no-ficción.
Él lo llamó «la profunda declaración humanista de Faulkner… un credo de
artista que podría haberse colocado como prefacio de cualquiera de sus
novelas». Este discurso, dijo, «define con grandes y duraderos términos… el
papel del artista en el mundo moderno, de acuerdo con los augustos
conceptos sobre los que basó una entrega a su vocación», y declaró «lo que
toda su ficción había supuesto, su posición como un realista
humanísticamente comprometido». Eligiendo cuidadosamente a su audiencia,
Faulkner se dirigió a los escritores más jóvenes, y lo hizo «con preocupación
no sólo por el futuro de la literatura sino por su actual servicio… advirtiendo
y alentando, uniendo coraje y compasión como valores humanos probados en
un mundo tremendamente inquieto», hablando «de las convicciones que
aglutina y de su invencible resistencia». En la expresión del discurso
«resuena el intento de toda su vida de presentar ficcionalmente la realidad
existencial subjetiva de los seres humanos en su lucha en pos del autocontrol
y de la integridad, aún tentados por la indiferencia, distendiéndose en
ambivalencia, pero enardeciéndose a sí mismos para la afirmación moral
basada en “viejas verdades”».
Todo en esta colección de prosa de no-ficción es, entonces, revelador de
Faulkner el artista y Faulkner el hombre. Los textos, al mostrarnos algo de lo
que este escritor inmensamente dedicado, inmensamente complejo y
profundamente hermético eligió revelar públicamente acerca de sí mismo
durante las últimas cuatro décadas de su carrera, nos permiten comprender,
un poco mejor, al hombre y su obra.
Agradecimientos

DEBO mi más profundo agradecimiento a Jill Faulkner Summers, albacea


del patrimonio de William Faulkner, por su permiso y por su ánimo. A mi
editora de Random House, Danielle Durkin, también debo darle las gracias
por su aliento, por su paciencia y por sus habilidades como correctora.
30 de septiembre de 2003
Nota a la edición de Capitán Swing

LA segunda edición de los Ensayos, discursos y cartas públicas de


Faulkner (que es la que aquí se presenta) incluía una gran cantidad de
material nuevo. Para destacar que se trataba de una novedad y diferenciarlo
bien de la primera edición, el editor norteamericano decidió añadirlo a
continuación de la primera edición, a modo de adenda. Puesto que en España
nunca ha habido una primera edición y que el libro que se presenta es, por
tanto, completamente inédito, no vimos más sentido en mantener esta
bipartición y sencillamente nos regimos en nuestra edición por un criterio
cronológico de orden.
Prefacio del editor estadounidense a la
primera edición

EN cierta ocasión William Faulkner planeó un libro de cinco o seis ensayos


relacionados entre sí que se iba a llamar El sueño americano. Pero sólo
escribió dos de sus capítulos, «Sobre la privacidad» y «Sobre el miedo», en
1955 y 1956. Y aparentemente nunca más consideró hacer una colección
miscelánea de sus ensayos, a pesar de que en la última fase de su carrera parte
de lo mejor que escribió lo hiciera dentro de ese género. Suponemos que, de
haber aprobado y ayudado a compilar un volumen tal, éste habría sido
selectivo, una colección más pequeña y unitaria que ésta. Pero, a falta de
cualquier introducción por su parte, ahora parece lo mejor hacer de este libro
un documento tan completo como sea posible del logro del Faulkner maduro
en el campo de la prosa de no-ficción.
Sus tempranos ensayos y reseñas de libros, escritos mientras era todavía
un estudiante y un aprendiz de poeta, se han omitido aquí, del mismo modo
que unas pocas cartas «públicas» fragmentarias o no publicadas. Por lo
demás, esta colección incluye el texto de todos los artículos de madurez de
Faulkner, los discursos, reseñas de libros, introducciones a libros y cartas
destinadas a su publicación. La mayoría de los textos pertenece a la última
parte de su carrera, y muchos reflejan el mayor sentido de responsabilidad
como figura pública que Faulkner mostró tras ganar el Premio Nobel de
Literatura en 1950. Y aunque alguna de la escritura en este campo fuese
ocasional, escrita por encargo y con una fecha límite, puesto que necesitaba el
dinero, aquí no hay trabajo formulario, Faulkner no aceptaba compromisos
que no encontrase atractivos y que no pensase que podía desempeñar bien.
Para establecer el texto, siempre que fue posible fueron consultados los
originales mecanografiados de Faulkner y la correspondencia con sus editores
y agentes. Si el texto reproducido aquí depende de alguna autoridad, ésta está
indicada en nota al pie al final de cada selección, señalando el lugar y la fecha
original de su publicación.
Asimismo, se han realizado varias correcciones editoriales que no se
indican. En algunos de los textos se impuso un alto grado de consistencia
sobre el sistema original de sangrado, puntuación y entrecomillado. Los
títulos de los libros y periódicos se han puesto todos en cursiva, los títulos de
partes de libros o contribuciones a periódicos se han puesto entre comillas.
Los encabezamientos de las cartas se han unificado. Se han corregido varios
errores mecanográficos y de impresión obvios. Por otra parte, he mantenido,
cuando los he advertido, los arcaísmos e innovaciones de grafía, puntuación y
construcción habituales, intencionados o propios de la idiosincrasia de
Faulkner.
J.B.M.
ENSAYOS & DISCURSOS
William Faulkner
I. DISCURSOS
Sermón Funerario por Mammy Caroline
Barr
Llevado a cabo en Oxford, Mississippi, el 4 de febrero de 1940

Caroline me ha conocido toda mi vida. Fue un privilegio para mí verla fuera


de la suya. Después de la muerte de mi padre, para Mammy vine a
representar la cabeza de esa familia a la cual ella había dado medio siglo de
fidelidad y devoción. Pero la relación entre nosotros nunca se convirtió en la
de señor y siervo. Ella todavía permanecía como uno de mis recuerdos más
tempranos, no sólo como persona, sino como fuente de autoridad acerca de
mi conducta y de seguridad para mi bienestar físico, y de activo y constante
afecto y amor. Ella era un activo y constante precepto para el
comportamiento decente. De ella aprendí a decir la verdad, a refrenar el
gasto, a ser considerado con el débil y respetuoso con el mayor. Vi fidelidad
a una familia que no era la suya, devoción y amor hacia gente que no había
parido.
Había nacido siendo esclava y con una oscura piel y la mayoría de su
temprana madurez la pasó en un tiempo oscuro y trágico para la tierra de su
nacimiento. Ella atravesó vicisitudes que no había causado; asumió
preocupaciones y aflicciones que ni siquiera eran las suyas. Se le pagó un
sueldo por ello, pero pagar aún es sólo dinero. Y ella nunca recibió mucho, de
modo que nunca almacenó ninguno de los bienes de este mundo. Aunque
también lo aceptó sin reparo ni cálculo ni queja, de modo que debido a ese
mismo fallo se ganó la gratitud y el afecto de la familia a la que había
conferido la fidelidad y la devoción, y obtuvo la aflicción y el lamento de los
extraños que la amaron y la perdieron.
Ella nació y vivió y sirvió y murió y ahora es llorada; si existe un cielo,
ella ha ido allí.
[La amada sirvienta de las familias Faulkner y Faulkner, Mammy
Caroline Barr; murió el 31 de enero de 1940. El 4 de febrero William
Faulkner llevó a cabo el sermón por su funeral tal como ella le había
pedido, en la sala de estar de Rowanoak. El 5 de febrero fue
publicado en el Memphis Commercial Appeal. (Véase el texto
correspondiente en el apartado siete de este volumen.)
El 7 de febrero Faulkner escribió a Robert K. Haas de Random
House, dándole las gracias por «una nota y un recorte de prensa».
(Véanse las Selected Letters of William Faulkner,[9] editadas por
Joseph Blotner, Nueva York, p. 118) Obviamente el recorte de prensa
no es el texto del sermón funerario del Commercial Appeal, publicado
sólo dos días antes, sino supuestamente un anuncio de la muerte y del
sermón funerario a través de una agencia de noticias. En esta carta
Faulkner le dice a Haas, «Esto es lo que dije, y cuando después lo
tuve en papel resultó ser prosa bastante buena». Y terminaba la carta
con el texto del sermón aquí reproducido, abreviado y muy revisado
respecto a la versión del Commercial Appeal.]
Sermón funerario Mammy Caroline
Barr

Memphis Commercial Appeal, 5 de febrero de 1940

En tanto que el mayor de la familia de mi padre, aquí debo ser llamado


maestro. Esa situación nunca se dio entre «Mammy» y yo. Ella nos crió a
todos nosotros desde la infancia. Ella se alzaba como una fuente no sólo de
autoridad e información, sino de afecto, respeto y seguridad. Ella fue uno de
mis primeros asociados. La he conocido toda mi vida y he tenido el privilegio
de verla fuera de la suya.
Ella tenía un carácter devoto y fiel. Mammy no demandaba nada de
nadie. Tenía el inconveniente de haber nacido sin dinero y con una piel negra
y en una mala época en este país. Ella no preguntó por las probabilidades y
aceptó los inconvenientes de su lote, haciendo lo mejor con sus escasas
ventajas. Ella entregó su destino a una familia. Esa familia lo aceptó e hizo
algún aprecio de ello. A ella se le pagó por la devoción que dio pero eso
todavía es sólo dinero. Tan seguro como que hay un cielo, Mammy estará en
él.
[Con motivo de la muerte, el 31 de enero de 1940, de la querida
sirvienta de la familia Mammy Caroline Barr, Faulkner pronunció un
sermón funerario en Rowanoak el 4 de febrero. El texto de ese
sermón, aparentemente el que llevó a cabo el 4 de febrero, fue
publicado en el Memphis Commercial Appeal el 5 de febrero. Ese
texto es el reproducido aquí.]
Discurso con motivo de la recepción
del Premio Nobel de Literatura
Estocolmo, 10 de diciembre de 1950

Siento que este premio no me ha sido concedido a mí como hombre, sino a


mi trabajo —el trabajo de una vida en la agonía y el sudor del espíritu
humano, no por la gloria ni mucho menos por el beneficio, sino para crear a
partir de los materiales del espíritu humano algo que no existía antes—. Así
que este premio es mío sólo en fideicomiso. No resultará difícil encontrar un
destino para el dinero que resulte parcialmente acorde con el propósito y la
relevancia de su origen. Pero también me gustaría hacer lo mismo con el
aplauso, usando este momento como un pináculo desde el cual pueda ser
escuchado por los hombres y mujeres jóvenes que ya se dedican a la misma
angustia y penalidad, entre los que ya está aquel que un día estará aquí donde
estoy yo.
Hoy en día nuestra tragedia consiste en un miedo físico general y
universal sostenido desde hace tanto tiempo que incluso podemos soportarlo.
Ya no hay problemas del espíritu. Sólo está la pregunta: ¿cuándo seré
barrido? Debido a ello, el o la joven que hoy se dedica a escribir ha olvidado
los problemas del corazón humano en conflicto consigo mismo que es lo
único que puede generar buena escritura porque es de lo único que merece la
pena escribir, que merece la agonía y el sudor.
Debe aprenderlo de nuevo. Debe enseñarse a sí mismo que lo más bajo de
todo es estar asustado; y, enseñándose eso, olvidarlo para siempre, sin dejar
sitio en su taller para nada salvo las viejas certezas y verdades del corazón,
las viejas verdades universales sin las cuales cualquier historia es efímera y
está condenada —amor y honor y piedad y orgullo y compasión y sacrificio
—. Hasta que hace eso, trabaja bajo una maldición. No escribe acerca del
amor sino acerca de la lujuria, acerca de derrotas en las cuales nadie pierde
nada de valor, acerca de victorias sin esperanza y, lo peor de todo, sin piedad
ni compasión. Sus aflicciones no afligen hasta lo más hondo de un modo
universal, no dejan cicatrices. No escribe acerca el corazón sino acerca de las
glándulas.
Hasta que no aprenda otra vez estas cosas, escribirá como si estuviese
entre ellos y contemplase el fin del hombre. Resulta bastante fácil decir que el
hombre es inmortal simplemente porque resistirá: que cuando la última
campanada de muerte haya repicado y se haya extinguido de la última
insignificante roca que cuelga sin conocer la marea en el último atardecer
rojo y agonizante, que incluso entonces todavía habrá un sonido más: ese de
su endeble voz inexhausta, todavía hablando. Me niego a aceptar esto. Creo
que el hombre no sólo resistirá: prevalecerá. Él es inmortal, no sólo porque
entre todas las criaturas él tenga una voz inexhausta, sino porque tiene alma,
un espíritu capaz de compasión y sacrificio y resistencia. El deber del poeta,
del escritor, consiste en escribir acerca de estas cosas. Es un privilegio suyo
el ayudar a resistir al hombre elevando su corazón, recordándole el coraje y el
honor y la esperanza y el orgullo y la compasión y la piedad y el sacrificio
que han sido la gloria de su pasado. La voz del poeta no sólo tiene que ser el
registro del hombre, puede ser uno de los puntales, de los pilares que le
ayuden a resistir y prevalecer.
[Este texto ha sido reproducido a partir del mecanoescrito
original de Faulkner de la versión que apareció primero en el New
York Herald Tribune Book Review el 14 de enero de 1951. Esta
versión fue ligeramente revisada respecto a la que presentó en
Estocolmo, y que fue publicada en su momento en los periódicos
americanos.]
A la clase que se gradúa. University
High School
Oxford, Mississippi, 28 de mayo de 1951

Hace años, antes de que ninguno de vosotros hubiese nacido, un sabio francés
dijo: «Si la juventud supiese; si la edad pudiese». Todos sabemos lo que
quería decir: que cuando eres joven, tienes el poder de hacer cualquier cosa,
pero no sabes qué hacer. Entonces, cuando te has hecho viejo y la experiencia
y la observación te han enseñado respuestas, estás cansado, asustado; no te
importa, quieres que te dejen solo mientras estés seguro; ya no tienes la
capacidad ni el deseo de afligirte acerca de perjuicios que no sean los tuyos.
De modo que vosotros, hombres y mujeres jóvenes en esta sala esta
noche, y en miles de otras salas como ésta hoy sobre la tierra, tenéis el poder
de cambiar el mundo, librarlo para siempre de la guerra, de la injusticia y del
sufrimiento, con tal de que sepáis cómo, de que sepáis qué hacer. Y así, de
acuerdo con el viejo francés, puesto que no sabéis qué hacer porque sois
jóvenes, entonces cualquiera que esté aquí de pie con una cabeza llena de
pelo blanco debería ser capaz de decíroslo.
Pero quizá éste no sea tan viejo y tan sabio como pretende o reclama su
pelo blanco. Porque no puede daros ni una respuesta ni tampoco un patrón
superficiales. Pero puede deciros esto, porque esto cree. Lo que hoy nos
amenaza es el miedo. No la bomba atómica, ni siquiera el miedo a ella,
porque si la bomba cayese esta noche en Oxford, todo lo que podría hacer
sería matarnos, lo cual no es nada, puesto que al hacerlo se habría robado a sí
misma su único poder sobre nosotros: que es el miedo a ella, el estar
asustados de ella. Lo peligroso para nosotros no es eso. Lo peligroso para
nosotros son las fuerzas que hoy en el mundo están intentando usar el miedo
del hombre para robarle su individualidad, su alma, tratando de reducirle
mediante el miedo y el soborno a una masa que no piensa — dándole comida
gratis que no se ha ganado, dinero fácil y sin valor por el que no ha trabajado
—; las economías o las ideologías o los sistemas políticos, comunistas o
socialistas o democráticos, comoquiera que deseen llamarse, los tiranos y los
políticos, americanos o europeos o asiáticos, comoquiera que se llamen, que
reducirían al hombre a una masa obediente para su propio engrandecimiento
y poder, o porque ellos mismos están perplejos y temerosos, temerosos de, o
incapaces de, creer en la capacidad del hombre para el coraje y la resistencia
y el sacrificio.
Esto es a lo que debemos resistir, si vamos a cambiar el mundo para la
paz y la seguridad del hombre. No hay hombres en la masa que puedan y
deseen salvar al Hombre. Es el propio Hombre, creado a imagen de Dios de
modo que tenga el poder y el deseo de elegir lo correcto a partir de lo
incorrecto, y por tanto capaz de salvarse a sí mismo porque merece la pena
salvarse; —el Hombre, el individuo, hombres y mujeres, que siempre
rechazarán ser engañados o asustados o sobornados para que entreguen, no
sólo el derecho sino también el deber, de elegir entre la justicia y la injusticia,
el coraje y la cobardía, el sacrificio y la avaricia, la piedad y el interés propio
—; que siempre creerán no sólo en el derecho del hombre a permanecer libre
de injusticia y rapacidad y decepción, sino en el deber y la responsabilidad
del hombre para ver que la justicia, la verdad y la piedad y la compasión se
ven realizadas.
Así que, nunca temáis. Nunca temáis alzar vuestra voz a favor de la
honestidad y la verdad y la compasión, contra la injusticia y la mentira y la
avaricia. Si vosotros, no sólo los de esta sala esta noche, sino los del resto de
miles de salas como ésta por el mundo hoy y mañana y la semana que viene,
hacéis esto, no como una clase o clases, sino como individuos, hombres y
mujeres, cambiaréis la tierra. En una generación todos los Napoleón y los
Hitler y los César y los Mussolini y los Stalin y todos los demás tiranos que
quieren poder y engrandecimiento, y los políticos simples y los oportunistas
que simplemente están perplejos o permanecen ignorantes o están asustados,
que han usado, o están usando, o esperan usar, el miedo y la avaricia del
hombre para esclavizar al hombre, se desvanecerán de su faz.
[Oxford Eagle, 31 de mayo de 1951; publicado allí todo en cursiva.]
Discurso con motivo de su
nombramiento como oficial de la
Legión de Honor
Nueva Orleans, 26 de octubre de 1951
Un artista debe recibir con humildad esta dignidad que le confiere
este país que ha sido siempre la madre universal de los artistas.
Un americano debe conservar siempre con ternura cada recuerdo
de este país que ha sido siempre la hermana de América.
Un hombre libre debe guardar con esperanza y también con
orgullo el abrazo de este país que fue la madre de la libertad del
hombre y del espíritu humano.[10]

[En noviembre de 1951 Faulkner entregó un manuscrito de este alegato a


su editor; Saxe Commins. Fue reproducido como ilustración en el Princeton
University Library Chronicle, XVIII (primavera de 1957), del cual ha sido
tomado aquí, sin ninguna corrección.]
Al Consejo del Delta
Cleveland, Mississippi, 15 de mayo de 1952

Cuando me llegó por primera vez la invitación para estar hoy aquí, venía
del señor Billy Wynn. Contenía uno de los cumplidos más amables que
cualquiera puede recibir. El señor Wynn dijo, «No sólo queremos honrar a
este colega del Mississippi, queremos que él nos honre a nosotros».
Eso no se puede superar. Para darle la vuelta a la metáfora, ésa no sólo es
una espada de doble filo, sino con ambos filos en el mismo lado; el receptor
resulta elogiado dos veces de un golpe. Él es honrado de nuevo al honrar a
los que profieren el honor original. Que es exactamente la clase de gesto que
a nosotros los sureños nos gusta pensar que sólo otro sureño podría haber
pensado, inventado. Y, en efecto, pasa tan a menudo como para convencernos
de que estábamos en lo cierto.
Él también me dio el permiso del Consejo para hablar de cualquier tema
que me gustase. Ese tema no será ni escribir ni cuidar de la granja. Durante el
año pasado, en el correo de mis admiradores, había una correspondencia con
otro caballero del Mississippi, que tenía una actitud muy desfavorable tanto
respecto a mi capacidad para escribir como respecto a mis ideas. Él es del
Delta, debe de estar hoy aquí, y puede ratificarlo. En una de sus últimas
cartas, habiendo reseñado otra vez su opinión respecto a uno del Mississippi
que podía degradar y mancillar su estado nativo y su gente como había hecho
yo, dijo que no sólo no creía que podía escribir, ni siquiera creía que supiese
nada acerca de cuidar una granja. Contesté que no había sido yo quien había
reivindicado mi nivel como escritor, y que entonces estaría de acuerdo con él
en eso; y que después de quince años intentando lidiar no sólo con el Señor
sino también con el Gobierno Federal para hacer crecer del suelo algo que
diese beneficio, estaba deseando estar de acuerdo con él en ambas cosas.
Así que no voy a hablar acerca de escribir ni acerca de cuidar una granja.
Tengo otro tema. Y, pensando en ello, quizá tampoco sepa mucho de éste,
debido a que ya ninguno de nosotros parece saber mucho acerca de ello, a
que todos nosotros hemos olvidado una de las cosas básicas sobre las que fue
fundado este país.
Hace años, nuestros padres fundaron este país, esta nación, sobre la
premisa de los derechos del hombre. Tal como lo expresaron, «el derecho
inalienable del hombre a la vida, a la libertad y a la persecución de la
felicidad». En esos días, ellos sabían lo que esas palabras significaban, no
sólo los que las expresaban, sino los que las oían y creían y aceptaban y
suscribían. Porque hasta esa época, los hombres no siempre tenían esos
derechos. Al menos, hasta esa época, ninguna nación se había fundado nunca
sobre la idea de que esos derechos fuesen posibles, y no digamos
inalienables. De modo que no sólo los que decían las palabras, sino los que
únicamente las oían, sabían lo que significaban. Que era esto: «Vida y
libertad en las que perseguir la felicidad. Vida libre y a salvo de la opresión y
la tiranía, en la que todos los hombres tendrían la libertad para perseguir la
felicidad». Y ambos sabían lo que querían decir con «perseguir». No sólo
seguir a la felicidad, sino trabajar para ella. Y ambos sabían también lo que
querían decir con «felicidad»: no sólo placer, ociosidad, sino paz, dignidad,
independencia y respeto por uno mismo; ese derecho inalienable del hombre
era la paz y la condición libre con las cuales, mediante su propio esfuerzo y
sudor, podría ganar la dignidad y la independencia, sin deber nada a ningún
hombre.
Así que entonces sabíamos lo que significaban estas palabras, porque no
teníamos estas cosas. Y, puesto que no las teníamos, conocíamos su valor.
Sabíamos que valían el sufrimiento y la resistencia y, si era necesario, incluso
la muerte para ganarlas y preservarlas. Estábamos deseando aceptar por ellas
incluso el riesgo de muerte, puesto que aunque nosotros mismos las
perdiéramos en una vida de renuncias para preservarlas, todavía seríamos
capaces de legárselas intactas e inalienables a nuestros hijos.
Que es exactamente lo que hicimos, en esos viejos días. Dejamos nuestros
hogares, la tierra y las tumbas de nuestros padres y todas las cosas familiares.
Abandonamos voluntariamente, volviendo nuestra espalda a, una seguridad
que ya teníamos y que podríamos haber continuado teniendo, siempre y
cuando estuviésemos dispuestos a pagar un precio por ello, precio que era
nuestra condición libre y libertad de pensamiento e independencia de acción
y el derecho de responsabilidad. Esto es, permaneciendo en el viejo mundo,
podríamos haber estado no sólo seguros, sino incluso libres de la necesidad
de ser responsables. En lugar de ello, elegimos el ser libres, la libertad, la
independencia y el inalienable derecho a la responsabilidad; casi sin cartas de
navegación, en frágiles barcos de madera sin nada salvo velas y nuestro deseo
y voluntad de ser libres para moverlos, cruzamos un océano que ni siquiera se
ajustaba a las cartas que teníamos; conquistamos una selva con el objeto de
establecer un lugar, no para estar seguros en él porque no queríamos eso,
simplemente lo habríamos repudiado, cruzamos tres mil millas de un mar
oscuro y desconocido justo para escapar de eso; sino un lugar en el que ser
libres, en el que ser independientes, en el que ser responsables.
Y lo hicimos. Incluso mientras todavía estábamos combatiendo la selva
con una mano, con la otra ahuyentábamos y repelíamos el poder que nos
habría seguido incluso al interior de la selva que habíamos conquistado, para
compelernos y mantenernos en el viejo orden. Pero lo hicimos. Fundamos
una tierra, y la fundamos no sólo sobre nuestro derecho a ser libres e
independientes y responsables, sino sobre el inalienable deber del hombre de
ser libre e independiente y responsable.
Eso es de lo que estoy hablando: de responsabilidad. No sólo del derecho,
sino del deber del hombre de ser responsable, de la necesidad del hombre de
ser responsable si desea permanecer libre; no sólo responsable ante y para su
prójimo, sino hacia sí mismo; del deber de un hombre, del individuo, de ser
responsable de las consecuencias de sus propios actos, de pagar su propia
deuda, sin deber nada a ningún hombre.
Una vez lo supimos, una vez lo tuvimos. Porque ¿por qué? Porque lo
queríamos por encima de todo lo demás, luchamos por ello, resistimos,
sufrimos, morimos cuando fue necesario, pero lo ganamos, lo establecimos,
para que nos durase y así fuese legado a nuestros hijos.
Sólo que algo nos pasó. Los hijos lo heredaron. Vino una nueva
generación, una nueva era, una nueva época, un nuevo siglo. Los tiempos
eran más fáciles; la vida y el futuro de nuestra nación como nación ya no
pendía de un hilo; otra generación, y ya no teníamos enemigos, no porque
fuésemos fuertes en nuestra juventud y vigor, sino porque el viejo y cansado
resto de la tierra reconoció que aquí había una nación fundada sobre el
principio de la responsabilidad individual del hombre como individuo.
Pero todavía recordábamos la responsabilidad, incluso aunque, con
tiempos más fáciles, no necesitásemos mantener la responsabilidad tan activa,
o al menos no tan constantemente. Además, no sólo era nuestra herencia, era
todavía demasiado reciente para nosotros como para olvidarla, las tumbas de
aquellos que nos la habían legado todavía estaban verdes, e incluso de
aquellos que habían muerto para que fuese legada. De modo que todavía la
recordábamos, aunque una buena parte del recuerdo fuese sólo de boquilla.
Después más generaciones; al final cubrimos por completo la faz de la
tierra occidental; todo el cielo del hemisferio occidental era una clamorosa
afirmación americana, un vasto Sí; éramos la dorada envidia de todo el
mundo; nunca el asombrado sol había visto él mismo tal tierra de
oportunidad, en la que todo lo que un hombre necesitaba eran dos piernas
para moverse a un sitio nuevo, y dos manos para agarrarlo y mantenerlo, con
el fin de amasar para sí suficiente substancia material como para durarle el
resto de sus días y, ¿quién sabía?, incluso algo de sobra para sus hijos y los
de su mujer. Y todavía pronunciaba de boquilla las viejas palabras «ser libre»
y «libertad» e «independencia»; el cielo todavía resonaba y ululaba con la
atronadora afirmación, el dorado Sí. Porque las palabras, según la vieja
premisa, todavía eran verdaderas, debido a que él todavía creía que eran
verdaderas. Porque no se había dado cuenta todavía de que cuando decía
«seguridad», quería decir seguridad para sí mismo, para el resto de sus días,
quizá con un poco de sobra para sus hijos: no para los hijos ni para los hijos
de los hijos de todos los hombres que creían en la libertad y en la condición
libre y en la independencia, como los viejos padres en los viejos Inertes,
peligrosos tiempos habían querido decir.
Porque en algún lugar, en algún momento, algo le había pasado a él, a
nosotros, a todos los descendientes de los viejos duros, duraderos, inflexibles
hombres, así que ahora, en 1952, cuando hablamos de seguridad, ni siquiera
queremos decir para el resto de nuestras propias vidas, no digamos para
nuestros hijos y los de nuestra esposa, sino sólo mientras nosotros mismos
podamos mantener nuestro lugar individual en un rollo de asistencia pública
o en un pesebre de dinero fácil burocrático o político o de alguna otra
organización. Porque en algún lugar, en algún punto, habíamos perdido u
olvidado o nosotros mismos nos libramos voluntariamente de esa otra cosa
que, si falta, la condición libre y la libertad y la independencia ni siquiera
pueden existir.
Esa cosa es la responsabilidad, no sólo el deseo y la voluntad de ser
responsable, sino la evocación de los viejos padres de la necesidad de ser
responsable. Ya sea que la perdiésemos, la olvidásemos o deliberadamente la
descartásemos. Ya sea que decidiésemos que la condición libre no valía la
responsabilidad de ser libre, o que olvidásemos que, para ser Ubre, un
hombre debe asumir y mantener y defender su derecho a ser responsable de
su condición libre. Quizá incluso nos fue robada la responsabilidad, puesto
que durante años el mismo aire —radio, periódicos, panfletos, folletos, las
voces de los políticos— ha sido un clamor hablando acerca de los derechos
del hombre —no de los deberes y obligaciones y responsabilidades del
hombre, sino sólo de los «derechos» del hombre—; tan alto y tan constante
que aparentemente hemos venido a aceptar los sonidos como su propia
autoevaluación, y a creer también que el hombre no tiene nada más que
derechos: no los derechos de independencia y condición libre para trabajar y
resistir según su propio sudor con el fin de ganar por sí mismo lo que los
viejos ancestros entendían por felicidad y su persecución, sino sólo la
oportunidad de intercambiar su condición libre y su independencia por el
privilegio de estar libre de las responsabilidades de la independencia; el
derecho no a ganar, sino a que se le dé, hasta que al final, por un simple uso
compuesto, hemos convertido en respetable e incluso hemos elevado a
sistema nacional lo que los viejos padres habrían desdeñado y condenado: la
caridad.
En cualquier caso, ya no tenemos responsabilidad. Y si nos fue robada
por esto que parece haber relevado a la responsabilidad, fue porque éramos
vulnerables a ese tipo de violación; si simplemente perdimos u olvidamos la
responsabilidad, entonces nosotros también vamos a ser desdeñados. Pero si
deliberadamente la descartamos, entonces nos hemos condenado nosotros
mismos, porque creo que en algún tiempo, quizá no demasiado,
descubriremos que, como se dijo de uno de los actos de Napoleón, lo que
hemos cometido es peor que un crimen: fue un error.
Hace doscientos años, el estadista irlandés John Curran dijo, «Dios ha
concedido al hombre la libertad únicamente a condición de vigilancia eterna;
condición que si él rompe, tendrá como consecuencia de su crimen y castigo
por su culpa la servidumbre». Eso sólo fue hace doscientos años, porque
nuestros propios padres de Nueva Inglaterra y Virginia y Carolina sabían eso
hace trescientos años, por eso es por lo que vinieron aquí y fundaron este
país. Y me niego a creer que nosotros, sus descendientes, realmente lo
hayamos olvidado. En lugar de eso prefiero creer que es porque el enemigo
de nuestra condición libre ahora ha cambiado de camisa, de abrigo, de cara.
Ya no nos amenaza a lo largo de una frontera internacional, no digamos a
través del océano. Se enfrenta a nosotros bajo las cúpulas donde se posan las
águilas de nuestros capitolios y desde detrás de las salpicaduras alfabéticas en
las puertas de la asistencia social y otros departamentos de reglamentación
económica o industrial, vestidos no de pompa militar pero con la
indumentaria de lo que el propio enemigo nos ha enseñado a llamar paz y
progreso, y una civilización y abundancia a lo que nosotros antes nunca
habíamos tenido por lo bueno y no digamos por lo mejor; su artillería es una
moneda devaluada y sin respeto que ha emasculado la iniciativa por la
independencia robando la iniciativa de la única escala recíproca que conocía
con la que medir la independencia.
Los economistas y sociólogos dicen que la razón de esta condición es que
hay demasiada gente. Yo no sé acerca de eso puesto que en mi opinión soy
aún peor sociólogo y economista que lo que mi entusiasta del Delta me
consideraba como escritor o granjero. Pero aunque fuese un sociólogo o un
economista, me negaría a creerlo. Porque creer esto, que el crimen del
hombre contra su condición libre es que hay demasiados, es creer que la
resistencia del hombre frente al sufrimiento sobre la faz de la tierra está
amenazada, no por su ambiente, sino por sí mismo: que no puede esperar
lidiar con su ambiente y con sus males, porque ni siquiera puede lidiar con su
propia masa. Que es exactamente lo que esos que abusan y seducen a la masa
de hombres para su propio engrandecimiento y poder y para ocupar una
oficina creen: que el hombre es incapaz de responsabilidad y de ser libre, de
fidelidad y resistencia y coraje, que no sólo no puede elegir el bien a partir
del mal, sino que ni siquiera puede distinguirlo, no digamos practicar la
elección. Y creer eso es haber dado por perdida la esperanza del hombre,
como esos que le han despojado de su inalienable derecho a ser responsable,
habiéndolo hecho, también debéis abandonarlo y dejar que el hombre se
cueza en paz y en su propio jugo carente de registro y memoria, para su
merecida y no lamentada condena.
Yo, al menos, me niego a creerlo. Me niego a creer que los únicos
herederos verdaderos de Boone y Franklin y George y Booker T. Washington
y Lincoln y Jefferson y Adams y John Henry y Paul Bunyan y John
Appleseed y Lee y Corckett y Hale y Helen Keller sean los que reniegan y
protestan en los titulares de los periódicos por los abrigos de visón y los
petroleros y las acusaciones federales por corrupción en cargo público. Creo
que los verdaderos herederos de los viejos y duraderos padres todavía son
capaces de responsabilidad y respeto hacia sí mismos, con tal de que puedan
recordarlos de nuevo. Lo que necesitamos no es menos gente, sino más
espacio entre ellos, donde esos que se levantarían por su propio pie, puedan,
y esos que no, tengan que hacerlo. Entonces la asistencia, la beneficencia, la
compensación, en lugar de ser premios en metálico patrocinados
nacionalmente para la holgazanería y la ineptitud, irían donde los viejos
independientes e inflexibles padres las habrían destinado y bendecido: a
aquellos que todavía no pueden, hasta el día en el que el último de ellos,
salvo el enfermo y el viejo, esté entre aquellos que no sólo pueden, sino que
lo harán.
[Delta Democrat-Times, 18 de mayo de 1952; se ha hecho una
corrección respecto al impreso del discurso publicado por el Consejo
del Delta en mayo de 1952.]
Discurso en el Congrés pour la Liberté
de la Culture
París, 30 de mayo de 1952[11] Allocution de M. William Faulkner[12]
Señor presidente, damas y caballeros,

Desearía poder decir esto en francés porque debería ser dicho en francés
por un americano.
No soy alguien que haga discursos. No he preparado un discurso que
pronunciar aquí. Pero esto es algo que debe ser dicho por un americano. He
sabido desde hace tiempo que los americanos se comportan mal en Europa.
Creo que la mayoría de los europeos no sabe por qué. Nosotros todavía
pensamos desde la perspectiva de un continente que ha de ser cubierto, no
conquistado, sino completado, y de toda la gente que puede tener una estrella
en la bandera. Ahora nos resulta difícil pensar en gente que no puede tener
una estrella en nuestra bandera pero sí somos conscientes de que todos no
podemos; que nuestra tierra es más grande que nuestro continente; que
nuestra tierra es el mundo entero.
Y nosotros nos comportaremos o deberíamos comportarnos mejor de lo
que lo hacemos y creo que nos comportaremos mejor de lo que lo hacemos.
Creo que en la inteligencia de los miembros franceses de aquí, y en el
músculo de los americanos debe descansar la salvación de Europa.
Je pense que presque tous les Américains ont une dette de gratitude
envers la France et je crois que, dans le monde entier; tous les hommes libres
doivent un petit quelque chose à ce pays qui a été toujours la «Mére»
universelle de la liberté de l’homme et de l’espirit humain.
(Applaudissements)[13]
Discurso a la clase que se gradúa
Instituto Pine Manor Júnior
Wellesley, Massachusetts, 8 de junio de 1953

Lo que está mal en este mundo es que todavía no está terminado. No está
completado hasta ese punto en el que el hombre puede poner su firma al final
del trabajo y decir, «Está terminado. Lo hicimos, y funciona».

Porque sólo el hombre puede completarlo. No Dios, sino el hombre. Es el


alto destino del hombre y también la prueba de su inmortalidad, que suya sea
la elección entre finalizar el mundo, borrarlo del largo anal del tiempo y del
espacio, y completarlo. Esto no es sólo su derecho, sino también su
privilegio. Como el fénix que emerge de las cenizas de su propio fracaso con
cada generación, hasta que ahora es vuestro turno en vuestro destello y
vuestra sacudida de tiempo y espacio que llamamos hoy, en ésta y en todas
las estaciones del tiempo y del espacio hoy y ayer y mañana, donde un
puñado de gente de edad como yo, que debería saber pero que ya no puede,
se enfrenta a gente joven como vosotros que podéis hacer, con tal de que
supiesen dónde y cómo, para llevar a cabo este deber, aceptar este privilegio,
compartir este derecho.
En el principio, Dios creó la tierra. La creó completamente provista para
el hombre. Entonces Él creó al hombre completamente equipado para lidiar
con la tierra, por medio de la libertad de la voluntad y la capacidad de
decisión y la aptitud para aprender cometiendo errores y aprendiendo de ellos
porque tenía una memoria con la que recordar y así aprender de sus errores, y
así en su momento labrar su propio destino pacífico en la tierra. No fue un
experimento. Dios no sólo creía en el hombre, conocía al hombre. Sabía que
el hombre era competente para un alma porque era capaz de salvar ese alma
y, con ella, a sí mismo. Sabía que el hombre es capaz de empezar desde el
arañar y de lidiar con ambos, con la tierra y consigo mismo; capaz de
enseñarse a sí mismo a ser civilizado, a vivir con su prójimo en amistad, sin
angustiarse a sí mismo ni causar angustia y aflicción a otros, y apreciando el
valor de la seguridad y la paz y la condición libre, puesto que nuestros sueños
por la noche, la evolución tan lenta de nuestros propios cuerpos, nos
recuerdan constantemente el tiempo en que no los teníamos. Él no quería
decir estar libre del miedo, porque el hombre no tiene derecho a estar libre
del miedo. No somos tan débiles y timoratos como para necesitar estar libres
del miedo; sólo necesitamos usar nuestra capacidad para no estar asustados
de ello y así relegar al miedo a su adecuada perspectiva. Él quería decir
seguridad y paz con las que no estar asustado, condición libre en la que
decretar y después establecer la seguridad y la paz. Y Él sólo pedía al hombre
que trabajase para merecer y ganar estas cosas —libertad, condición libre
tanto del cuerpo como del espíritu, seguridad para el débil y el desvalido, y
paz para todos— porque éstas eran las cosas más valiosas que Él podía
establecer dentro de nuestra capacidad y alcance.
Durante todo este tiempo, los ángeles (con una excepción; Dios
probablemente había tenido problemas con éste antes) simplemente miraban
y observaban —el sereno e intachable serafín, esa colección blanca y brillante
que, con la excepción de ese a cuya arrogancia y orgullo ya Dios había tenido
que poner freno, estaban contentos simplemente con deleitarse para la
eternidad en la gloria reflejada del milagro del hombre, contentos
simplemente con observar, sin involucrarse y sin ni siquiera importarles,
mientras el hombre corría su curso sin valor y sin remordimiento hacia y
finalmente dentro de ese crepúsculo donde ya no sería más. Porque eran
blancos, inmaculados, negativos, sin pasado, sin pensamiento ni aflicción ni
remordimientos ni esperanzas, salvo ese —el espléndido oscuro incorregible,
que poseía la arrogancia y el orgullo con los que pedir, y la temeridad con la
que objetar, y la ambición con la que sustituir— que consiste no sólo en
negarse a aceptar una condición sólo porque sea un hecho, sino en querer
sustituirla por otra.
Pero la opinión de éste acerca del hombre era incluso peor que la de los
negativos y brillantes. Éste no sólo creía que el hombre era incapaz de nada
salvo de bajeza, éste creía que la bajeza había sido inculcada en el hombre
para ser usada por ellos como base personal para el engrandecimiento de una
más alta y más despiadada bajeza. De modo que Dios también usó el espíritu
oscuro. No lo arrojó simplemente a alaridos fuera del universo, como podía
haber hecho. En lugar de eso, Él lo usó. Ya vio con antelación la larga lista de
despiadados avatares de la ambición — Genghis y César y William y Hitler y
Barca y Stalin y Bonaparte y Huey Long—, no sólo la ambición y lo
despiadado y la arrogancia de mostrar al hombre contra qué revolverse, sino
también la temeridad de revolverse y el deseo de cambiar lo que a uno no le
gusta. Porque Él también vio con antelación la larga lista de los demás
avatares de ese rebelde e inflexible orgullo, la larga lista de nombres, más
larga y duradera que la de los tiranos y opresores. Ellos son el largo anal de
hombres y mujeres que se han angustiado por las condiciones de otros
hombres y que han sostenido para nosotros no sólo el espejo de nuestras
locuras y avaricias y lujurias y miedos, sino que también nos han recordado
constantemente la tremenda forma de nuestra naturaleza divina —naturaleza
divina e inmortalidad que no podemos repudiar aunque osemos hacerlo,
puesto que nosotros no podemos librarnos de ella sino que sólo ella puede
librarse de nosotros— los filósofos y artistas, los elocuentes y afligidos que
siempre nos han recordado nuestra capacidad para el honor y el coraje y la
compasión y la piedad y el sacrificio.
Pero ellos sólo pueden recordarnos que somos capaces de revuelta y de
cambio. No necesitan, no necesitamos a nadie que nos diga contra qué
debemos revolvernos y qué debemos borrar de la faz de la tierra si vamos a
vivir en ella con paz y seguridad, porque eso ya lo sabemos. Ellos sólo
pueden recordarnos que el hombre puede revolverse y cambiar contándonos,
mostrándonos, recordándonos cómo, no liderándonos, puesto que para ser
liderados debemos entregar nuestro libre albedrío y nuestra capacidad y
nuestro derecho de tomar decisiones a partir de nuestra propia alma personal.
Si vamos a ser guiados hacia la paz y la seguridad por algún individuo
gauletier[14] o por un grupo de ellos, como un rebaño de ovejas a través de
la puerta de una cerca, será simplemente de un cercado a otro, a través de otra
cerca con otra puerta en ella que se cierra, y toda la historia nos ha mostrado
que éste será el cercado y la cerca del gauletier y su mano será la que cierre y
cande la puerta, y ese tipo de paz y de seguridad será exactamente la clase de
paz y de seguridad que se merece un hato de ovejas.
De modo que Él usó esa porción del carácter del oscuro orgulloso para
recordarnos nuestra herencia de libre albedrío y decisión; Él usó a los poetas
y a los filósofos para recordarnos, a partir de nuestra propia angustia
documentada, nuestra capacidad para el coraje y para la resistencia. Pero
somos nosotros mismos los que debemos emplearlas. Este tiempo es el
vuestro, aquí, en esta sala y en todas las demás como esta que hay en el
mundo en esta época y esta ocasión de vuestras vidas. Somos nosotros,
nosotros, no en tanto que grupos o clases sino como individuos, simples
hombres y mujeres individualmente libres y capaces de ser libres y de
decisión, quienes debemos decidir, afirmar simple y firmemente y para
siempre que nunca jamás seremos guiados como ovejas hacia la paz y la
seguridad, sino que nosotros mismos, nosotros, simples hombres y mujeres y
mutuamente confederados por un tiempo, por un propósito, por un fin, por la
simple razón de que ambos, la razón y el corazón, nos han enseñado que
queremos la misma cosa y que debemos tenerla y proponernos tenerla.
Para hacerlo nosotros mismos, en tanto que individuos, no porque lo
tengamos que hacer con el fin de sobrevivir, sino porque lo deseemos, lo
queramos a partir de nuestra herencia de libre albedrío y decisión, cuya
posesión nos ha dado el derecho a decir cómo hemos de vivir, y la larga
prueba de nuestra constatada inmortalidad para recordarnos que tenemos el
coraje de elegir ese derecho y ese curso.
La respuesta es muy simple. No quiero decir fácil, sino simple. En
realidad es tan simple que la primera reacción de uno es algo parecido a esto:
«Si eso es todo lo que requiere, lo que obtendrás a cambio no puede ser muy
valioso, muy duradero». Hay una

anécdota acerca de Tolstói, creo que era, que dijo en medio de una
discusión sobre este asunto, «De acuerdo, empezaré siendo bueno mañana, si
tú también lo eres». Lo cual era ingenioso, y tenía, como a menudo tiene el
ingenio, verdad en ello —en realidad una profunda verdad para todos
aquellos que son incapaces de creer en el hombre—. Pero no para aquellos
que pueden y de hecho creen en el hombre. Para ellos, es sólo ingenio, la
desesperante repudia del hombre por un hombre agotado en la desesperación
por su propia angustia acerca de la condición humana. Éstos no dicen, «La
respuesta es simple, pero qué difícil», en lugar de eso éstos dicen, «La
respuesta no es fácil, sino muy simple». No necesitamos, el fin ni siquiera
precisa, que a partir de este momento nos dediquemos nosotros mismos a ser
Juana de Arco con trompetas y estandartes y el polvo de la batalla en pos de
un fin que ni siquiera veremos dado que simplemente será un escenario para
el monumento al martirio. Puede hacerse desde, de manera concomitante con,
la vida normal que todo el mundo quiere y que todos deberían tener. En
realidad, la vida normal que todos quieren y se merecen y pueden tener —con
tal de que por supuesto trabajemos para ello, estemos dispuestos a hacer un
sacrificio en una cantidad razonable que se equipare con cuánto vale y cuánto
lo queremos y cuánto nos lo merecemos— puede dedicarse a este fin y ser
mucho más eficaz que todas las altas voces y los lloros y los estandartes y las
trompetas y el polvo.
Porque empieza en el hogar. Todos sabemos lo que quiere decir «hogar».
Hogar no es necesariamente un lugar fijo en la geografía. Se puede mover,
con tal de que los viejos valores reconocidos que lo convierten en hogar y sin
los cuales no puede ser hogar también se lleven consigo. Esto no
necesariamente significa o requiere confortabilidad física, ni mucho menos,
de hecho nunca, sino seguridad física para el espíritu, para el amor y la
fidelidad de tener paz y seguridad con las cuales querer y ser fiel, para la
devoción y el sacrifico. Hogar significa no sólo hoy, sino mañana y mañana,
y luego otra vez mañana y mañana. Significa alguien a quien ofrecer amor y
fidelidad y respeto a quien es digno de ello, alguien con quien ser compatible,
cuyos sueños y esperanzas son tus sueños y esperanzas, que quiere y trabajará
y se sacrificará también para

que lo que compartís entre los dos dure para siempre; alguien a quien no
sólo quieres sino que también te gusta, lo que es más, puesto que debe
sobrevivir a lo que cuando somos jóvenes queremos decir con amor, porque
sin el gusto y el respeto, el propio amor no durará.
Hogar no son simplemente cuatro paredes —una casa, un jardín en una
calle en concreto, con un número en la puerta—. Puede ser una habitación
alquilada o un apartamento —cualesquiera cuatro paredes que alberguen un
matrimonio o una carrera o ambas cosas a la vez, un matrimonio y una
carrera—. Pero deben ser todas las habitaciones o los apartamentos; todas las
casas en esa calle y todas las calles en esa asociación de calles hasta que
lleguen a ser un todo, un conjunto de gente que tiene las mismas aspiraciones,
esperanzas, problemas y deberes. Quizá esa colección, asociación, todo, está
lista en el pequeño punto de la geografía que nos produce a imagen suya, para
ser los herederos de sus problemas y de sus sueños. Pero esto tampoco es
necesario; puede estar en cualquier parte, mientras lo aceptemos como hogar;
incluso podemos trasladarlo, únicamente se nos pide y se nos exige que
estemos dispuestos a aceptar los nuevos problemas y deberes y aspiraciones
con los que hemos reemplazado a los viejos que dejamos detrás de nosotros,
que aceptemos las esperanzas y las aspiraciones de la gente que ya está allí,
que ha establecido ese lugar como un todo digno de ser servido, y estén
dispuestos a aceptar nuestras esperanzas y aspiraciones a cambio de sus
deberes y problemas. Porque los deberes y problemas ya eran nuestros;
simplemente cambiamos su designación; no podemos deshacernos de las
obligaciones mudándonos, porque si lo que queremos es un hogar, no
queremos escapar de ellas. En realidad todavía son las mismas, ejecutadas y
resueltas por la misma razón y resultado: la misma paz y seguridad en la cual
el amor y la devoción puede ser amor y devoción sin miedo de la violencia y
el ultraje y el cambio.
Si aceptamos que esto quiere decir «hogar», no necesitamos mirar más
allá del hogar para encontrar dónde empezar a trabajar, empezar a cambiar,
empezar a librarnos nosotros mismos de los miedos y presiones que están
haciendo la simple existencia más y más incierta y sin dignidad ni paz ni
seguridad, y que, para esos que son incapaces de creer en el hombre, al final
librarán al hombre de sus problemas librándole de sí mismo. Hagamos lo que
está dentro de nuestro poder. No será fácil, por supuesto: sólo simple.
Pensemos primero en, trabajemos primero en pos de, salvar el todo, la
asociación, la colección que llamamos hogar. En realidad, debemos dejar de
pensar desde la perspectiva que nos han endosado las escisiones de la
ambición de ese viejo espíritu oscuro y despiadado: términos vacíos y
estruendosos como «nación» y «madre patria» o «raza» o «color» o «credo».
No necesitamos mirar más allá del hogar; sólo necesitamos trabajar por
aquello que queremos y nos merecemos aquí. Hogar —la casa o incluso la
habitación alquilada mientras ello incluya todas las casas y las habitaciones
alquiladas en las que se esperen y se aspiren las mismas esperanzas y
aspiraciones— la calle, entonces todas las calles donde habite esa asociación
voluntaria de gente, simples hombres y mujeres mutuamente confederados
mediante idénticas esperanzas y aspiraciones y problemas y deberes y
necesidades, hasta ese punto en el que puedan decir, «Estas cosas simples —
seguridad y condición libre y paz— no sólo son posibles, no sólo pueden y
deben ser, sino que serán». Hogar: no donde yo vivo o eso vive, sino donde
nosotros vivimos: mil, después decenas de miles de pequeños conjuntos
aislados y fijados más firmes y más inexpugnables y más sólidos que rocas o
ciudadelas sobre la tierra, de modo que las despiadadas y ambiciosas
escisiones del antiguo espíritu oscuro miren a ése y digan, «Aquí no hay nada
para nosotros», después miren más allá, al resto de los que están fijados y
establecidos como fortalezas sobre toda la tierra habitada, y digan, «Ya no
hay nada para nosotros en ninguna parte. El hombre —simples hombres y
mujeres sin miedo e invencibles— nos ha vencido». Entonces el hombre
podrá poner su firma al final de su trabajo y decir, «Lo terminamos, y
funciona».
[Atlantic Monthly, agosto de 1953]
Con motivo de la recepción del Premio
Nacional del Libro en la categoría de
ficción
Nueva York, 25 de enero de 1955

Con artista por supuesto quiero decir cualquiera que haya intentado crear algo
que no estaba aquí antes de él, sin otras herramientas ni materiales que esas
no comercializables del espíritu humano; que ha intentado grabar, sin
importar cuán crudamente, en la pared de ese olvido final más allá del cual
tendrá que pasar, en la lengua del espíritu humano, «Kilroy estuvo aquí».[15]
Eso es básicamente, y pienso que en esencia, todo lo que alguna vez
hemos intentado hacer. Y creo que todos estaremos de acuerdo en que
fallamos. Que lo que hicimos nunca coincidió y nunca coincidirá con la
forma, con el sueño de perfección que heredamos y que nos condujo y que
continuará conduciéndonos, incluso después de cada fallo, hasta que la
angustia nos libere y la mano finalmente caiga inmóvil.
Quizá simplemente también estemos condenados a fallar, puesto que,
mientras fallemos y la mano continúe teniendo sangre, lo intentaremos de
nuevo; puesto que, si alguna vez alcanzásemos el sueño, coincidiésemos con
la forma, escalásemos el último pico de perfección, nada quedaría salvo saltar
al otro lado de ello hacia el suicidio. Lo cual no sólo nos privaría de nuestro
americano derecho a la existencia, no sólo inalienable sino también
inofensivo, puesto que según nuestros estándares, en nuestra cultura, el
ejercicio del arte es un pacífico pasatiempo como la cría de dálmatas, sino
que el que se nos depurase, se nos quitase o se
nos despojase de él dejaría desperdicios en forma de, en el mejor de los
casos, indigencia, y en el peor puro crimen como resultado de la energía sin
agotar. Mientras que de esta manera, constante e incesantemente ocupados,
obsesionados, inmersos intentando hacer lo imposible, enfrentados siempre
con el fallo que nos negamos a reconocer y aceptar, no nos metemos en
problemas, no nos interponemos en el camino de la gente práctica y ocupada
que lleva la carga de América.
Así que todos son felices —los gigantes de la industria y del comercio, y
los manipuladores llamados gobernantes que buscan el beneficio o el poder a
partir de las emociones de la masa, que llevan la tremenda carga de la
solvencia geopolítica, ambos conjuntamente son América; y los inofensivos
criadores de los perros moteados (también ilesos, protegidos, inmunes por
nuestro inalienable derecho a exhibir nuestros perros unos a otros buscando
aclamación, e incluso también al público; defendidos por nuestro derecho a
recaudar de ellos la tarifa de cinco o diez dólares por las ediciones especiales
firmadas, e incluso la tarifa de miles por parte de expertos especiales
llamados Picasso o Matisse)—.
Entonces sucede algo como esto —como esto, aquí, esta tarde—; no sólo
una vez e incluso no sólo una vez al año. Entonces ese criador angustiado
descubre que no sólo sus colegas criadores, que deben apoyar su mutua
vocación en una especie de desesperada confederación defensiva mutua, sino
otra gente, gente a la que él había considerado advenedizos, también sostiene
que eso que él está haciendo es válido. Y no sólo individuos aislados que
mantienen que sus obras son válidas, sino lo bastantes como para
confederarse a su vez, por ningún beneficio mutuo o provecho o defensa sino
simplemente porque también creen que no sólo es válido sino importante que
el hombre escriba en esa pared «El hombre estuvo aquí también en 1953 d.C.
o en el 54 o en el 55» y así dejar constancia como ésta esta tarde.
Para contar no al artista individual sino al mundo, al propio tiempo, que
lo que hizo es válido. Que incluso el error merece la pena y es admirable,
únicamente con tal de que ese error sea lo suficientemente espléndido, el
sueño lo suficientemente espléndido, suficientemente inalcanzable aunque
suficientemente valioso para siempre, dado que era de perfección.
Así que cuando le pasa esto (o a uno de sus colegas; no importa a cuál,
puesto que todos comparten la corroboración de la devoción mutua) le viene
el pensamiento de que quizá una de las cosas que están mal en nuestro país
sea el éxito. Que en él hay demasiado éxito. Que el éxito es demasiado fácil.
En nuestro país un joven puede obtenerlo sin nada más que una pequeña
industria. Puede obtenerlo tan rápida y fácilmente que no ha tenido tiempo
para aprender la humildad para manejarlo, o incluso descubrir, darse cuenta,
de que necesitará humildad.
Quizá lo que necesitemos sea un puñado de dedicados mártires-pioneros
que, entre el éxito y la humildad, sean capaces de elegir lo segundo.
[New York Times Book Review, 6 de febrero de 1955, este texto ha
sido reproducido a partir del mecanoescrito original de Faulkner.]
A la Asociación Sureña de Historia[16]
Memphis, 10 de noviembre de 1955

De momento y como hipótesis, digamos que un sureño blanco e incluso quizá


cualquier americano blanco, también yo, maldice el día en que el primer
negro fue traído contra su voluntad a este país y vendido como esclavo. Vivir
en cualquier parte del mundo en 1955 d.C. y estar en contra de la igualdad
debido a la raza o al color es como vivir en Alaska y estar en contra de la
nieve.
Durante los últimos dos años he visto (un poco de algunos, bastante de
otros) Japón, las Filipinas, Siam, India, Egipto, Italia, Alemania Occidental,
Inglaterra e Islandia. De estos países, el único del que diría de un modo
definitivo que no será comunista dentro de diez años es Inglaterra. Y si estos
otros países no permanecen libres, entonces Inglaterra no resistirá más como
una nación libre. Y si todo el resto del mundo se vuelve comunista, también
será el fin de América tal y como la conocemos; seremos estrangulados hasta
la extinción por el simple bloqueo económico puesto que no habrá nadie más
en ningún lugar a quien vender nuestros productos; ya estamos viendo eso
con el problema de nuestro algodón.
Y la única razón por la que todos estos países todavía no son comunistas
es América, no sólo debido a nuestro poder material, sino debido a la idea de
la condición libre y la libertad y la igualdad individual humana con las que
fue fundada nuestra nación, y con las que nuestros padres fundadores
postularon el significado del nombre América. Estos países todavía están
libres del comunismo simplemente por eso —esa creencia en la libertad
individual y la igualdad y la condición libre—, esa creencia singular lo
suficientemente poderosa como para ahogar la idea del comunismo. No
tenemos otra arma con la que combatir al comunismo salvo ésta, puesto que
en diplomacia somos como niños comparados con los diplomáticos
comunistas, y en la producción siempre iremos detrás de ellos puesto que
bajo un gobierno monolítico toda la producción puede ir para el
engrandecimiento del Estado. Pero entonces, no necesitamos nada más, dado
que esa idea —esa simple creencia del hombre de que puede ser libre— es la
fuerza más poderosa de la tierra; todo lo que necesitamos hacer es usarla.
Pero eso es superficial y simple, nos gusta pensar que la situación del
mundo hoy es como un precario y explosivo equilibrio entre dos ideologías
irreconciliables confrontándose entre sí; cuyo precario equilibrio, una vez que
se tambalee, arrastrará con él al mundo entero hacia el abismo. Eso no es así.
Sólo una de las fuerzas es una ideología, una idea. Porque la segunda fuerza
es el simple hecho del Hombre: la simple creencia del individuo humano de
que él puede y debe y será libre. Y si nosotros, que todavía somos libres,
queremos continuar así, todos los que todavía somos libres haríamos mejor
confederándonos y confederándonos rápido con todos los demás que aún
tienen la opción de ser libres —confederarnos no como gente blanca ni como
gente negra ni gente azul o rosa o verde, sino como gente que todavía es
libre, con toda la otra gente que todavía es libre; confederarnos juntos y
también adherirnos juntos, si queremos un mundo o incluso una parte del
mundo en la que el hombre individual pueda ser libre, para continuar
resistiendo—.
Y haremos mejor en llevar con nosotros a tantos como podamos de las
gentes no-blancas de la tierra que todavía no son completamente libres pero
que quieren y tienen en mente serlo, antes de que esa otra fuerza que se
opone a la condición libre del individuo los engañe y los coja. Hubo un
tiempo en el que el hombre no-blanco estaba contento de —en cualquier
caso, lo estaba— aceptar su instinto de ser libre como un sueño irrealizable.
Pero ya no más; el mismo hombre blanco le enseñó algo diferente con esa
fase de su —la del hombre blanco— propia cultura, que adoptó la forma de la
expansión colonial y la explotación basada y moralmente justificada sobre la
premisa de la desigualdad no debido a la incompetencia individual sino a la
raza de la masa o al color. Como resultado de lo cual, en sólo diez años
hemos observado a las gentes no-blancas expeler, mediante sangrienta
violencia cuando ha sido necesario, al hombre blanco de todo el Oriente
Medio y Asia, que una vez dominó. Y en ese vacío ya se ha empezado a
mover ese poder otro y hostil con el que está en guerra la gente que cree en la
condición libre —ese poder que le dice al hombre no-blanco: «No te
ofrecemos ser libre porque no hay tal cosa como el ser libre; tus señores
feudales blancos de los cuales te acabas de deshacer ya te lo han demostrado.
Pero te ofrecemos igualdad, al menos igualdad en el ser esclavo; si tenéis que
ser esclavos, al menos podéis ser esclavos de vuestro propio color y raza y
religión»—.
Nosotros, el hombre blanco occidental que cree que existe una condición
libre individual sobre y más allá de esta mera igualdad en el ser esclavo,
debemos enseñar esto a las gentes no-blancas mientras todavía quede un poco
de tiempo. Nosotros, América, que somos la fuerza más poderosa que se
opone al comunismo y al monolitismo, debemos enseñar a todas las otras
gentes, blancas y no-blancas, esclavos o (aún durante un tiempo) todavía
libres. Nosotros, América, tenemos la mejor oportunidad para hacer esto
porque podemos hacerlo aquí, en casa, sin necesidad de enviar costosas
expediciones de libertad a lugares extraños y hostiles ya convencidos de que
no hay tal cosa como el ser libres ni la libertad ni la igualdad ni tampoco la
paz para los no-blancos, o podríamos practicarlo en casa.
La mejor oportunidad y el trabajo más fácil, porque nuestra minoría no-
blanca ya está de nuestro lado; no necesitamos venderles América y el ser
libre porque ya están vendidos; incluso cuando son ignorantes, fruto de una
educación inferior o de la ausencia de educación, incluso a pesar de los
precedentes y la historia de desigualdad, todavía creen en nuestros conceptos
de ser libre y de democracia.
Eso es lo que ha hecho América por ellos en sólo trescientos años. No
hecho a ellos: hecho por ellos puesto que para nuestra propia vergüenza
hemos hecho poco esfuerzo hasta para enseñarles a ser americanos, por no
hablar de usar sus capacidades y aptitudes para hacer de nosotros una
América más fuerte y unificada; —la gente que sólo hace trescientos años
estaba comiendo elefante podrido y carne de hipopótamo en los bosques
tropicales de África, que vivía junto a una de las mayores masas de agua en el
interior de la tierra y jamás pensó en navegar, que anualmente tenía que
trasladar pueblos enteros y tribus debido a la hambruna y a la peste y a los
enemigos humanos sin pensar ni una vez en la rueda, sin embargo en sólo
trescientos años en América han producido a Ralph Buncle y a George
Washington Carver y a Booker T. Washington, que todavía han de producir
un Fuchs o un Rosenberg o un Gold o un Greenglass o un Burgess o un
McLean o un Hiss, y por cada comunista prominente o compañero de viaje
como Robeson hay miles de blancos.
No estoy convencido de que el negro quiera la integración en el sentido
en el que algunos de nosotros afirmamos temer que lo haga. Creo que él es lo
suficientemente americano para repudiar y negar por puro instinto americano
cualquier constricción o regulación que nos prohíba hacer algo que en nuestra
opinión si lo hiciésemos sería inofensivo, y que probablemente no lo
querríamos hacer en ningún caso. Creo que lo que quiere es igualdad, y creo
que también sabe que no hay una cosa tal como la igualdad per se, sino sólo
la igualdad para: igual derecho y oportunidad para hacer de la vida de uno lo
mejor que uno pueda dentro de la propia capacidad y aptitud, sin miedo de la
injusticia o de la opresión o de la amenaza de violencia. Si les hubiésemos
dado este igual derecho a la oportunidad hace noventa o cincuenta o incluso
diez años, no habría habido resolución de la Corte Suprema sobre cómo
llevamos nuestras escuelas.
Es una vergüenza para nosotros los hombres blancos que en nuestra
presente economía el negro tenga que tener desigualdad económica; una
doble vergüenza para nosotros que temamos que el darle más igualdad social
ponga en peligro su presente estatus económico; una triple vergüenza que
incluso entonces, para justificar nuestra postura, tengamos que ensombrecer
la cuestión con la pureza de la sangre blanca; menudo comentario ese de que
el único lugar que queda en la tierra adonde el hombre blanco puede huir y
tener su sangre incorrupta protegida y defendida por la ley está en África —
África: la fuente y origen de la gente cuya presencia en América habrá
conducido al hombre blanco a huir de la deshonra—.
Ahora pronto todos nosotros —no sólo los sureños ni siquiera tampoco
los americanos, sino toda la gente que todavía es libre y quiere permanecer
así— vamos a tener que tomar una decisión, no sea que la próxima (y última)
confrontación que afrontemos sea, no comunistas contra anti-comunistas,
sino simplemente el puñado que quede de gente blanca contra las miríadas de
masas de toda la gente en la tierra que no es blanca. No tendremos que elegir
entre color ni raza ni religión ni tampoco Este y Oeste, sino simplemente
entre ser esclavos y ser libres. Y tendremos que elegir completa y
definitivamente; ahora ya ha pasado el momento en el que podíamos elegir
un poco de cada, un poco de ambos. Podemos elegir un estado en el que ser
esclavos, y si somos lo suficientemente poderosos para estar entre los dos o
tres o diez de cabeza, podemos tener cierta licencia —hasta que alguien más
poderoso se alce y nos ametralle contra el muro de un sótano—. Pero no
podemos elegir una condición libre establecida sobre una jerarquía, sobre un
sistema de castas de grados de igualdad como rangos militares. Debemos ser
libres no porque clamemos por la condición libre, sino porque la
practiquemos; nuestra condición libre debe ser apuntalada mediante una
homogeneidad igual e inalterablemente libre, sin importar de qué color sea,
de modo que todas las demás fuerzas hostiles de todas partes —sistemas
políticos o religiosos o raciales o nacionales— no sólo nos respeten porque
practiquemos la condición libre, nos teman porque seamos libres.
La cuestión ya no es acerca de blancos contra negros. Tampoco es ya
acerca de si la sangre blanca debe o no permanecer pura, es acerca de si la
gente blanca debe permanecer libre o no.
Aceptamos el insulto y el desdén y el riesgo de violencia porque no nos
sentaremos tranquilamente a ver nuestra tierra natal, el Sur, no sólo el
Mississippi, sino todo el Sur destrozarse y arruinarse a sí mismo dos veces en
menos de cien años por la cuestión negra.
Denunciamos ahora el día en que nuestra gente sureña, que resistirá hasta
el final estos inevitables cambios en las relaciones sociales, dirá, cuando haya
sido forzada a aceptar lo que en una ocasión debieron haber aceptado con
dignidad y con buena voluntad, dirá, «¿Por qué nadie nos dijo esto antes?,
¿por qué no nos lo dijeron a tiempo?».
[Memphis Commercial Appeal, 11 de noviembre de 1955; el texto
reproducido aquí es una versión revisada y ampliada del que primero
apareció en el pliego Tres visiones de las decisiones de segregación,
Atlanta, Consejo Regional Sureño,[17]1956]
Discurso en el seminario de literatura
americana
Nagano, Japón, 5 de agosto de 1955

En una discusión en Tokio, una afirmación mía fue tergiversada, si es que no


citada erróneamente. Ésta produjo la impresión de que yo creía que América
no tenía cultura, que éramos todos unos salvajes sin tradición intelectual ni
espiritual.
No lo dije porque no creo que sea así. Tal como lo veo, ningún pueblo
tiene una cultura mutua salvo aquellos a los que les sucede que creen
fundamentalmente en las mismas cosas, como los pueblos que creen en la
condición libre o los pueblos que creen en la servidumbre.
Creo que todos los grupos raciales y étnicos tienen sus propias culturas
individuales. La cultura japonesa, por ejemplo, es una cultura de la
racionalidad, y la cultura británica una de la insularidad. Esto es, cada una de
éstas hace de su cultura su carácter nacional.
Así que nuestra cultura americana no es sólo éxito, sino generosidad con
éxito —una cultura de generosidad exitosa—. Deseamos y trabajamos para
tener éxito con el fin de ser generosos con los frutos de dicho éxito.
Obtenemos tanto placer del don como de la ganancia. Todas estas culturas
son importantes y, en cierto sentido, son interdependientes.
Para mí una prueba de esto es el hecho de que estemos reunidos aquí en
Japón, a diez mil millas de América, discutiendo en el idioma inglés acerca
de literatura americana —esto es, estamos equiparando y comparando
nuestras dos culturas separadas que producen nuestra literatura nacional—.
Comparados con el japonés, somos torpes y groseros e incluso maleducados.
Sin embargo, de la torpeza y de la grosería ha venido ese poder que produjo a
los escritores americanos que consideran dignos de ser discutidos aquí.
De nuestra torpeza y nuestra grosería vino allí esa fuerza que produjo
escritores lo suficientemente importantes para formar parte de un seminario
de intelectuales, los anfitriones de los cuales son la gente que ha hecho una
cultura de lo intelectual.
Creo que es nuestra cultura americana de éxito y generosidad la que
permitió a los escritores americanos ofrecerles algo hoy aquí. Creo que como
nuestra cultura del éxito material, nuestros escritores no están interesados
únicamente en el éxito sino en la generosidad. Estamos tan interesados en que
lo que tenemos que ofrecer a los escritores de otras naciones sea aceptable
como en ser escritores de éxito en nuestro propio país. Creo que estamos
mucho más interesados en la escritura universal de lo que lo estamos en ser
escritores americanos.
Creo que nuestra cultura americana provoca que nuestros escritores
piensen en sí mismos como escritores americanos sólo de un modo
secundario, que primero pensamos en nosotros mismos como hombres y
como mujeres que tratan con esa cualidad universal que es la literatura. Creo
que realmente no estamos intentando producir literatura americana ni
tampoco añadirnos a su prestigio. Creo que estamos intentando incrementar
el prestigio de una literatura universal. Creo que cuando parecemos groseros
y provincianos, es porque somos provincianos.
Es porque nuestra cultura de lo intelectual es tan nueva que hemos
llevado con nosotros al seno del arte de la literatura una cierta ingenuidad de
la que todavía somos demasiado jóvenes en el oficio como para habernos
librado. Una prueba de esta ingenuidad americana es que no hay envidias
basadas en el género e incluso muy pocas acerca del éxito material entre los
escritores americanos. Ningún americano asume que la prerrogativa del
hombre sea tener más talento o ser más importante en literatura que una
mujer escritora.
Hemos sido, como nación, un pueblo afortunado. Hemos escapado de
muchos de los problemas y aflicciones que otros pueblos han tenido que
sufrir y somos conscientes de esto, y una parte de nuestra cultura de éxito y
generosidad es un deseo de compartir esta buena fortuna con los pueblos
menos afortunados, si podemos, mediante las cualidades del espíritu como
también de las del libro de bolsillo; que el escritor americano está muy
orgulloso de su posición en la literatura universal sin estar celoso de ninguna
otra nación.
Creo que la mayoría del resto de gente de la literatura no puede concebir
en absoluto que el americano pueda ser un escritor sin ser un hombre de
ideas. El escritor europeo, si es un escritor, es per se un miembro de todos los
demás procesos intelectuales correlativos. El escritor americano puede ser un
escritor y no ser parte en absoluto de esa universalidad de ideas. Lo que le
sirve como idea no es en absoluto un proceso racional, sino un concepto
emocional de y una creencia en la verdad universal del corazón del hombre y
su registro en la literatura. Esto es de lo que estamos orgullosos de participar
y de compartir.
[En Japón en agosto de 1955 Faulkner fue entrevistado con frecuencia, y
sus comentarios eran ampliamente citados en la prensa japonesa. Para
corregir o prevenir malentendidos de algunos de estos comentarios, escribió
una declaración que pronunció como discurso en Nagano el 5 de agosto. En
1965 se le entregó a Joseph Blotner un mecanoscrito (no a cargo de
Faulkner) del discurso, que publicó en el número de verano de 1982 del
Mississippi Quarterly. Ni él ni el presente editor, que editó ese número,
estaban al tanto de que una versión de ese discurso había sido publicada en
el Mississippi Commercial Appeal el 28 de agosto de 1955, «Distribuida por
el servicio internacional de prensa». Ese texto publicado fue reproducido en
Each in its Ordered Place: A Faulkner Collector s Notebook [Cada cosa en
su lugar correspondiente: un cuaderno de notas de un coleccionista de
Faulkner], por Cari Petersen (Ann. Arbor, Michigan, 1975). El texto aquí
tomado es el del mecanoscrito y el del Mississippi Quarterly]
Con motivo de recibir la medalla de
plata de la Academia de Atenas
Atenas, 28 de marzo de 1957

Acepto esta medalla no sólo como un americano ni como un escritor sino


como uno elegido por la Academia Griega para representar el principio de
que todo hombre debe ser libre.
El espíritu humano no obedece a las leyes físicas. Cuando el sol de
Pericles proyectó la sombra del hombre civilizado alrededor de la tierra, esa
sombra se combó hasta que tocó América. Así que cuando alguien como yo
viene a Grecia está recorriendo la sombra hacia atrás hasta la fuente de la luz
que proyecta la sombra. Cuando el americano viene a este país regresa a algo
que era familiar. Ha vuelto al hogar. Ha regresado a la cuna del hombre
civilizado. Estoy orgulloso de que el pueblo griego me haya considerado
digno de recibir esta medalla. Será un deber para mí volver a mi país y contar
a mi pueblo que las cualidades de la raza griega —dureza, bravura,
independencia y orgullo— resultan demasiado valiosas para perderse. Es el
deber de todos los hombres ver que no se desvanecen de la tierra.
[Comunicado de prensa emitido por el Servicio de Información de
los Estados Unidos de América en Atenas al mismo tiempo que el
discurso. Faulkner recibió ayuda para escribir este discurso de
Duncan Emrich, consejero para asuntos culturales de la embajada
americana. Véase Joseph Blotner, Faulkner: A Biography, Nueva
York, 1984, p. 637.]
A la Academia Americana de Artes y
Letras al presentar la medalla de oro en
la categoría de ficción para John Dos
Passos
Nueva York, 22 de mayo de 1957

El artista, el escritor, nunca debe tener ninguna duda acerca de adonde


pretende ir; el objetivo, el sueño, debe ser tan alto como para ser digno de ese
destino y de esa angustia en el esfuerzo por alcanzarlo. Pero debe tener
humildad respecto a su competencia para llegar allí, respecto a sus métodos, a
su oficio y a su destreza en el oficio.
De modo que el hecho de que el artista realmente ya no tenga más sitio en
la cultura americana de hoy en día que en la economía americana de hoy en
día, ningún sitio en la urdimbre y la trama, en los músculos y tendones, en el
mosaico del sueño americano tal y como existe hoy, quizás sea una buena
cosa para él puesto que le enseña la humildad con antelación, le introduce
bastante a fondo en el hábito de la humildad independientemente de si él lo
hubiera hecho o no; en cuyo caso, ninguno de nosotros ha sido mejor
entrenado en la humildad que este hombre a quien está honrando hoy la
Academia. Lo cual también prueba que ese hombre, ese artista, que puede
aceptar la humildad, hará, deberá, a tiempo, antes o después, trabajar a través
de la humildad y del olvido hacia ese momento en el que él y el valor del
trabajo de su vida serán reconocidos y honrados al menos por sus colegas de
oficio, como lo están en este momento John Dos Passos y el trabajo de su
vida.
Resulta un honor para mí compartir esto al haber sido elegido para
entregarle esta medalla, ningún hombre se lo merece más, y pocos han
esperado más para ello.

[Proceedings of the American Academy of Arts and Letters and the


National Institute of Arts and Letters, segunda serie, Nueva York, 1958; el
texto reproducido aquí ha sido tomado de una copia del mecanoscrito de
Faulkner. Según Malcom Cowley, el discurso de Faulkner fue abreviado y
grabado. Lo que dijo fue: «La oratoria no puede añadir nada a la estatura de
John Dos Passos, y si sé algo acerca de los escritores, debe estar agradecido
por un poco menos que esto. De modo que diré que mío es el honor de tomar
parte en el suyo al entregarle esta medalla. Ningún hombre se la merece
más». Véase Malcom Cowley, The Faulkner-Cowley File, Nueva York,
1966, pp. 146-147.]
A las sociedades Raven, Jefferson y
ODK de la Universidad de Virginia
Charlottesville, 20 de febrero de 1958

Una palabra a los de Virginia

Hace cien años Abraham Lincoln dijo, «Esta nación no puede perdurar medio
esclava y medio libre». Si hoy estuviera vivo lo enmendaría, «Esta nación no
puede perdurar albergando una minoría tan grande como un diez por ciento
mantenida en una ciudadanía de segunda clase por el accidente de la
apariencia física». Como diría un hombre de menor valía, ni éste ni ningún
país o comunidad de gente puede permanecer más tiempo en paz con el diez
por ciento de su población arbitrariamente sin asimilar que lo que puede
permanecer en paz un pueblo de cinco mil habitantes con quinientos caballos
desembridados perdidos en las calles, o digamos una comunidad de cinco mil
gatos con quinientos perros sin asimilar entre ellos, o viceversa. Para la
coexistencia pacífica, todo debe ser una cosa: o todos ciudadanos de primera
clase, o todos ciudadanos de segunda clase; o todos personas o todos
caballos; o todos gatos o todos perros.
Quizá el negro todavía no sea capaz más que de una ciudadanía de
segunda clase. Puede que su tragedia sea que su competencia para la igualdad
está en función de la ratio de su sangre blanca. Pero aunque esto fuese así,
todavía restaría el problema de los ciudadanos de segunda clase. Aunque el
negro estuviese conforme con permanecer sólo como un ciudadano de
segunda clase aunque relevado de sus responsabilidades de primera clase
debido a su clasificación, no se solucionaría el problema. Todavía restaría el
hecho de que somos una nación establecida sobre el hecho de que sólo
estamos unificados en el poder el noventa por ciento.
Sólo con el noventa por ciento de unanimidad, nos enfrentaríamos (y
esperamos sobrevivir a ello) a un mundo enemigo unificado contra nosotros
aunque sea sólo en enemistad. Ni siquiera podemos estar unificados en un
noventa por ciento contra ese mundo enemigo que nos sobrepasa en número,
porque demasiado de ese noventa por ciento de poder se gasta y consume por
el problema físico del diez por ciento de irresponsables.
Resulta bastante fácil para el negro maldecirnos, al Sur, por el hecho de
que su problema todavía esté sin resolver. Si yo fuera un norteño, esto es lo
que haría: decirme a mí mismo que hace cien años, nosotros, nosotros dos, el
Norte y el Sur, lo habíamos puesto a prueba y lo habíamos solucionado. Que
no somos nosotros, el Norte, sino vosotros, el Sur, quienes habéis rechazado
aceptar ese veredicto. Tampoco nos ayudará nada recordarle al Norte que,
según la ratio de negros respecto a la población blanca, probablemente haya
más desigualdad e injusticia allí que entre nosotros.
En lugar de eso, deberíamos aceptar esa estrategia. Digámosle al Norte:
Muy bien, es nuestro problema y lo solucionaremos. Como hipótesis,
pongámonos de acuerdo en que el negro es incapaz de asumir la igualdad
debido a que no podría mantenerla y conservarla aunque le forzásemos con
bayonetas; que una vez que las bayonetas fuesen retiradas, el primer hombre
despiadado y elegante, negro o blanco, que viniese se la quitaría, porque él, el
negro, todavía no es capaz de asumir, o se niega a aceptar, la responsabilidad
de la igualdad.
Así que nosotros, el hombre blanco, debemos cogerle de la mano y
enseñarle esa responsabilidad; ésta no será la primera ni la última vez en el
largo registro de la historia humana en que el principio moral ha sido idéntico
a e incluso inextricable respecto al práctico sentido común. Enseñémosle que,
con el fin de ser libre e igual, primero debe ser digno de ello, y luego en
adelante trabajar para siempre para mantenerlo y conservarlo y defenderlo.
Debe aprender para siempre a dejar de pensar como un negro y actuar como
un negro. Esto no será fácil para él. Ésa será su carga, porque por su raza y su
color, para él no será suficiente simplemente pensar y actuar como cualquier
hombre blanco: debe pensar y actuar como el mejor de los hombres blancos.
Porque aunque el hombre blanco, por su raza y su color, puede practicar la
moral y la rectitud sólo el domingo y dejarlas colgadas el resto de la semana,
el negro nunca puede aflojar ni desviarse.
Ése es nuestro trabajo aquí en el Sur. Es posible que la raza blanca y la
raza negra realmente nunca puedan gustarse y confiar mutuamente; esto se
debe a que el hombre blanco nunca puede conocer realmente al negro, porque
el hombre blanco en sus relaciones siempre ha forzado al negro a ser un
negro en lugar de otro ser humano, y por tanto el negro no puede permitirse,
no osa, ser abierto con el hombre blanco y dejar que el hombre blanco sepa lo
que él, el negro, piensa. Pero sé que nosotros en el Sur, habiendo crecido y
vivido entre negros durante generaciones, somos capaces en casos
individuales de que nos gusten y de que confiemos en individuos negros, algo
que el Norte nunca puede hacer porque el norteño sólo le teme.
Así que sólo nosotros podemos enseñar al negro la responsabilidad de la
moral y de la rectitud individual —ya sea llevándole a nuestras escuelas
blancas, o proporcionándole profesores blancos en sus propias escuelas hasta
que hayamos enseñado a los profesores de su propia raza a enseñarle y
entrenarle en estos duros y desagradables hábitos—. Que alguna vez aprenda
o no su a-b-c o qué hacer con fracciones simples, no importará. Lo que debe
aprender son las cosas duras —auto-contención, honestidad, confiabilidad,
pureza; a actuar no sólo tan bien como cualquier hombre blanco, sino a actuar
exactamente tan bien como el mejor de los hombres blancos. Si no lo
hacemos, pasaremos el resto de nuestras vidas esquivando a los quinientos
caballos desembridados; estaremos esperando cada año otro Clinton u otro
Little Rock[18] no sólo para destrozar más y más lo que hace tanto creamos a
partir de las pacíficas relaciones entre las dos razas, sino para ser
monumentos y jalones internacionales a nuestro ridículo y a nuestra
vergüenza.
Y el lugar para empezar con esto es Virginia, la madre de todo el resto de
nosotros en el Sur. Comparado con vosotros, mi país —Mississippi,
Alabama, Arkansas— todavía es frontera, tierra salvaje. Incluso todavía en
nuestra tierra salvaje miramos atrás a esa reserva-madre como si realmente no
estuviese tan distante y tan alejada. Incluso en nuestra tierra salvaje todavía
fluye la sangre de la vieja Virginia y los viejos nombres de Virginia —Byrd y
Lee y Cárter— todavía perduran. No hay familia en nuestra tierra salvaje que
no tenga esa tía mayor o esa abuela que cuente a los niños tan pronto como
pueden oír y entender: Tu sangre es también sangre de Virginia; el padre de
tu tatarabuelo nació en Rockbridge o en Fairfax o en Prince George —Valley
o Piedmont o Tidewater—, justo bajo el jalón más próximo, así que Virginia
es un sitio vivo para ese niño mucho antes de que haya oído (o le importe)
alguna vez Nueva York o, más aún, América.
Así que dejemos que empiece en Virginia, hacia la que estamos mirando
el resto de nosotros como el niño mira hacia el padre en pos de una señal, una
señal de adonde y cómo ir. Hace cien años los impetuosos de Mississippi y
Georgia y Carolina del Sur no habrían escuchado cuando la madre de todos
nosotros intentase controlar nuestro curso temerario y precipitado; os
ignoramos entonces, para desgracia nuestra, la vuestra más que la de nadie
puesto que soportasteis la mayoría de las batallas. Pero esta vez os oiremos.
Dejemos que ésta sea la voz de esa tierra salvaje, hablando no sólo a la
Madre Virginia sino al mejor de sus hijos —hijos hallados y escogidos
dignos de ser educados según el viejo patrón en la Universidad fundada por el
señor Jefferson para ser no sólo un monumento muerto a, sino la fuente
duradera de sus principios de orden para la condición humana y las relaciones
del hombre con el hombre—, al mensajero, al portavoz de todos, que diga a
la madre de todos nosotros: Muéstranos el camino y guíanos por él. Creo que
te seguiremos.
[University of Virginia Magazine, primavera de 1958; compilado
en Faulkner in the University, editado por Frederick L. Gwynn y
Joseph L. Blotner, University of Virginia Press, 1959. Este texto ha
sido reproducido a partir del mecanoescrito de Faulkner.]
Al English Club de la Universidad de
Virginia
Charlottesville, 24 de abril, 1958

Hace dos años el presidente Eisenhower concibió un plan basado en una idea
que básicamente es una idea sensata. Ésta consistía en que las condiciones
mundiales, el dilema universal en este momento, son las que son simplemente
porque hombres y mujeres de diferentes razas y lenguas y condiciones no
pueden discutir unos con otros estos problemas y dilemas que son
fundamentalmente suyos, sino que deben intentar hacerlo sólo a través de las
organizaciones formales de sus antagonistas y aparentemente irreconciliables
gobiernos.
Esto es, que a la gente de toda condición debería dársele la oportunidad
de hablar con sus homólogos en toda la tierra —trabajador con trabajador,
científico con científico, doctores y abogados y comerciantes y banqueros y
artistas con sus homólogos en todas partes—.
No había nada malo respecto a esa idea. Ciertamente ningún artista —
pintor, músico, escultor, arquitecto, escritor— la discutiría porque esto —el
intentar comunicarse de persona a persona independientemente de raza o
color o condición— es exactamente lo que todo artista lleva toda su vida
intentando hacer, y lo seguirá intentando mientras respire.
En mi opinión lo que la condenó aparecía sintomáticamente en la
fraseología del propio concepto del presidente: trabajador con trabajador,
artista con artista, banquero con banquero, magnate con magnate. Lo que la
condenó fue un mal inherente a nuestra propia cultura; una cualidad maligna
inherente a (y quizás necesariamente aunque yo por mi parte no creo esto
último) la cultura de cualquier país capaz de resistir y sobrevivir a través de

este período de la historia. Ésta es la creencia mística, casi una religión,


de que el individuo humano no puede hablar con el individuo humano porque
ya no existe el individuo humano. La creencia de que ya no hay un lugar en el
que el individuo humano pueda hablar tranquilamente con un individuo
humano de cosas tan simples como la honestidad con uno mismo y la
responsabilidad hacia los otros y la protección al débil y la compasión y la
piedad para todos porque esas cosas individuales como la honestidad y la
piedad y la responsabilidad y la compasión ya no existen y el mismo hombre
sólo puede esperar continuar renunciando y negando su individualidad dentro
de un grupo reglamentado del tipo de su arbitraria facción, desplegado contra
una arbitraria facción opuesta que se le opone como un grupo reglamentado,
ambos ocupando el mismo aire al mismo tiempo con las mismas recargadas
abstracciones de «democracia del pueblo» y «derechos de las minorías» e
«igual justicia» y «asistencia social» —todos los sinónimos que conllevan la
misma irresponsabilidad no sólo al invitar sino incluso al obligar a todos a
participar en ello—.
Así que en este caso —quiero decir el comité de persona a persona del
presidente— también el artista, que lleva toda su vida intentando comunicar
de persona a persona los problemas y las pasiones del corazón humano y
cómo sobrevivirlos o en cualquier caso resistirlos, en efecto ha sido solicitado
por el presidente de este país para que afirme la mitología que de hecho se ha
dedicado a negar durante su vida: la mitología de que un solo individuo
humano no es nada, y que puede tener peso y sustancia sólo cuando se
organiza en el anonimato de un grupo donde entregará su alma individual a
cambio de un número.
Sería bastante triste si sólo en momentos tales como éstos — quiero decir
de reconocimiento formal por parte de su país de la validez de la dedicación
de su vida— el artista tuviera que correr a toda velocidad hacia lo que casi
debería llamarse un deseo universal de reglamentación, un deseo universal de
obliterar del hombre la humanidad incluso hasta el punto de liberarle no sólo
de responsabilidad moral sino incluso del dolor físico y de la mortalidad
difuminándole individualmente en un cualquiera, sin importar cuál mientras
se desvanezca en uno de ellos, grupo económico nacionalmente reconocido
mediante profesión o negocio u ocupación o franja de impuesto sobre la renta
o, si no se ofrece nada más, lista de la compañía financiera. Su tragedia reside
en que hoy incluso debe combatir esta presión, gastar parte de su escasa pero
(si es un artista) preciosa fuerza individual contra este deseo universal de
difuminar su humanidad individual, con el fin de ser un artista. Lo que lleva
por fin a la idea que quiero sugerir, que es lo que me parece el dilema en el
que participan todos los jóvenes escritores de hoy.
Creo que quizá todos los escritores, mientras están «en boga», trabajando
a toda velocidad para intentar dejar dicho todo lo que sienten la tremenda
urgencia de decir, no leen a los escritores más jóvenes, a los que vienen
después, a ellos mismos, quizá por la misma razón que tiene el esprínter o el
corredor de una distancia: no tiene tiempo de interesarse por quien está detrás
de él o incluso con él, sino sólo por quien está enfrente. De cualquier forma
esto era cierto en mi propio caso, así que hubo un lapso de aproximadamente
veinticinco años durante los cuales casi no tenía conocimiento alguno de la
literatura contemporánea.
Así que, cuando hace poco tiempo empecé a leer la escritura que se está
haciendo ahora, llevé a ella no sólo ignorancia sino una especie de inocencia,
frescura, lo que puede llamarse un punto de vista y un interés virgen de
prejuicios. En cualquier caso obtuve una impresión de la primera historia, que
se ha repetido tan constantemente desde entonces que la presentaré como una
generalización. Esto es, que el joven escritor de hoy está compelido por el
presente estado de nuestra cultura que intenté describir, el de funcionar en
una especie de vacío de la raza humana. Sus personajes no funcionan, viven,
respiran, luchan, en ese barullo y ebullición de la simple humanidad como lo
hacían los de nuestros predecesores, que eran los maestros de los que
aprendimos nuestro oficio: Dickens, Fielding, Thackeray, Conrad, Twain,
Smollett, Hawthorne, Melville, James; sus nombres son legión, los personajes
que creaban no sólo eran destetados sino incluso engendrados en un barullo y
ebullición de simples seres humanos cuya propia existencia era una
afirmación de un incurable e indomable optimismo —hombres y mujeres
como ellos, inteligibles y comprensibles incluso cuando eran antipáticos,
incluso en ese mismo momento en el que te estaban asesinando o robando o
traicionando, puesto que también los suyos eran los mismos simples apetitos
y esperanzas y miedos humanos sin complicar por la reglamentación o la
compulsión grupal— un barullo y ebullición de humanidad en el cual
aventurarse no sólo sin miedo y bienvenidos sino también con placer y sin
amenaza de daño puesto que lo peor que les podía pasar era una cabeza
golpeada por lo que sólo era otra cabeza humana, un codo o una rodilla
despellejados, pero eso también era sólo un despellejamiento producido por
otra rodilla u otro codo humano —un barullo y ebullición de humanidad que
aceptaba y creía y funcionaba de acuerdo con, no ángulos, sino principios
morales; donde la verdad no era dónde estabas de pie cuando mirabas algo
sino una cualidad inalterable o una cosa que podría y de hecho machacaría
tus sesos si no la aceptabas o al menos la respetabas.
Permitidme repetirlo: no he leído toda la obra de esta presente generación
de escritores; todavía no he tenido tiempo. Así que debo hablar sólo de los
que conozco. Estoy pensando ahora en el que calificaría como el mejor: El
guardián entre el centeno[19] de Salinger, quizá porque éste expresa
completamente lo que he intentado decir: un joven, dueño de su voluntad,
que algún día será un hombre, más inteligente que algunos y más sensible
que la mayoría, que (él ni siquiera lo habría denominado por instinto porque
no sabía que lo poseía) porque quizá Dios lo había puesto allí, amaba al
hombre y deseaba ser parte de la condición humana, de la humanidad, que
intentó pertenecer a la raza humana y falló. Para mí, su tragedia no era que no
fuese, como quizá pensaba él, lo suficientemente duro o lo suficientemente
valiente o lo suficientemente digno para ser aceptado en la humanidad. Su
tragedia era que cuando intentó entrar en la raza humana, allí no había raza
humana. No había nada que pudiera hacer salvo zumbar, arrebatado e
inviolado, dentro de las paredes de cristal de su vaso hasta que, o bien lo
dejase o bien, mediante su propio arrebatado zumbar, se destruyese a sí
mismo. Por supuesto uno piensa inmediatamente en Huck Finn, otro joven
dueño de su voluntad que algún día pronto será un hombre. Pero en el caso de
Huck todo contra lo que tenía que combatir era su pequeño tamaño, que el
tiempo lo curaría por él; en algún momento sería tan grande como cualquier
hombre con quien tuviera que vérselas; e incluso tal como era, todo lo el daño
que podía hacerle el mundo adulto era despellejarle un poco la nariz; la
humanidad, la raza humana, le aceptaría y de hecho ya le estaba aceptando; lo
único que tenía que hacer era crecer en ella.
Éste es el dilema del joven escritor tal como yo lo veo. No sólo el suyo,
sino que todos nuestros problemas consisten en salvar a la humanidad de ser
desalmada como el semental o el verraco o el toro son castrados; salvar al
individuo del anonimato antes de que sea demasiado tarde y se desvanezca la
humanidad del animal denominado hombre. Y quién mejor para salvar a la
humanidad que el escritor, el poeta, el artista, puesto que es quien más
debería temer su pérdida puesto que la humanidad del hombre es la sangre de
la vida del artista.
[Faulkner in the University, editado por Frederick L. Gwynn y
Joseph L. Blotner, University of Virginia Press, 1959. El texto ha sido
corregido a partir del mecanoscrito de Faulkner.]
A la Comisión Nacional de los Estados
Unidos para la UNESCO
Denver, Colorado, 2 de octubre de 1959

Ni es el momento ni hay ya necesidad alguna de que nosotros los americanos,


los del Sur, los del Centro o los del Norte, nos demos unos a otros la
bienvenida a nuestro país, o que nos demos la bienvenida unos a otros en la
humanidad del hombre. El hecho de que estemos aquí en este momento, que
hayamos recorrido todas nuestras diversas distancias, con problemas y
sacrificios y gastos, para estar aquí en este momento, es prueba de que hemos
cumplido nuestro aprendizaje del espíritu humano y ahora somos miembros
plenos y veteranos en la humanidad del hombre.
Esto es, nos hemos congregado aquí desde nuestras arduas distancias
porque creemos que «Yo, mí» es más importante que cualquier gobierno o
lenguaje. Somos descendientes de gente que en el viejo hemisferio creía que
era posible, y que rompió los viejos vínculos hacia un nuevo hemisferio en el
que esa creencia podía ser puesta a prueba. Hay ocasiones, demasiadas
ocasiones, en las que hemos fallado en ese sueño. Pero a partir de cada fallo
allí emerge siempre un nuevo puñado que se niega a dejarse convencer por el
fallo, que todavía cree que los problemas humanos pueden resolverse. Tal
como nos hemos reunido hoy aquí, no en el nombre de razas o ideologías,
sino en el de la humanidad, en el del espíritu del hombre, para intentarlo de
nuevo. Quizá fallemos de nuevo, pero al menos habremos aprendido que
nuestro fallo tampoco será importante. Ese fallo ni siquiera tendrá laureles en
los que descansar, puesto que de ese fallo también emergerá su respectivo
puñado, todavía irreconciliable y sin desánimo.
El señor Khrushchev dice que el comunismo, el estado policial, enterrará
a los libres. Él es un caballero inteligente, sabe que esto es una tontería
puesto que la condición libre, el tenue concepto del hombre y la creencia en
el espíritu humano, es la causa de todos sus problemas en su propio país. Pero
si quiere decir que el comunismo enterrará al capitalismo, está en lo cierto.
Ese funeral tendrá lugar diez minutos antes de que la policía entierre el juego.
Porque el hombre sencillo, la raza humana, enterrará a ambos. Eso será
cuando hayamos gastado el último grano, trago y pizca de nuestros recursos
naturales. Pero el mismo hombre no estará en esa tumba. El último sonido en
la tierra sin valor será el de dos seres humanos intentando lanzar una nave
espacial casera y ya peleándose acerca de adónde van a ir a continuación.
[Nota de prensa de Unesco News, 2 de octubre de 1959. Faulkner
recibió ayuda para escribir este discurso del funcionario de Asuntos
Exteriores Abram Minell. Véase Joseph Blotner, Faulkner: A
Biography, Nueva York, 1984, p. 674.]
Discurso con motivo de la recepción
del premio Andrés Bello[20]

EL artista, tanto si lo ha elegido como, si no, descubre que se ha dedicado a


seguir un único curso y uno del cual nunca escapará. Esto es, él intenta, con
todos los medios en su haber, en su imaginación, en su experiencia y en su
observación, poner de una forma más duradera que su propia frágil y efímera
vida —en pintura o en música o en mármol o en las cubiertas de un libro—
aquello que ha aprendido en su breve lapso de respiración —la pasión y la
esperanza, la belleza y el horror y el humor, o el delicado y frágil e
indomable hombre luchando y sufriendo y triunfando en medio de los
conflictos de su propio corazón, en la condición humana—. No va a resolver
el dilema ni tampoco espera siquiera sobrevivir salvo a través de la forma y
de la importancia, de la memoria, del mármol y de la pintura y de la música y
de las palabras ordenadas que algún día ha de dejar tras él.
Por supuesto ésta es su inmortalidad, quizás la única. Quizás el propio
impulso que le ha compelido a esa dedicación sea simplemente el deseo de
dejar inscrito, detrás de esa puerta final hacia el olvido a través de la que tiene
que pasar primero, las palabras «Kilroy estuvo aquí».
Así que hoy, mientras estoy aquí de pie, ya he probado esa inmortalidad.
Pues yo, un forastero criado en el campo que siguió esa dedicación a miles de
millas, para buscar e intentar capturar e imitar durante un momento, en un
puñado de páginas impresas, la verdad de la esperanza del hombre en el
dilema humano, he recibido aquí en Venezuela el espaldarazo oficial que dice
en efecto: tu dedicación no fue en vano. Lo que encontraste e intentaste imitar
era la verdad.
Discurso en el Teatro Municipal
Caracas, 6 de abril de 1961[21]

Cualquiera que haya recibido tantos honores como yo desde que aterricé en
Venezuela debe suponer que no queda nada nuevo para él. Se equivocaría. En
esta puesta en escena de «Danzas Venezuela» vio no sólo otro cálido y
generoso gesto de un país americano hacia un visitante de otro. Vio el
espíritu y la historia de Venezuela capturada y mantenida en un conmovedor
instante de gracia y destreza, por jóvenes hombres y mujeres que dieron la
impresión de que lo estaban haciendo desde el amor y el orgullo hacia la
poesía y la tradición de la historia de su país y de las vidas de su gente, para
que el extranjero, el extraño, vea y comprenda y así se lleve consigo de vuelta
a casa un conocimiento más completo del país que ya había venido a admirar
—para que nunca olvide el gesto ni la inspiración procedentes de la poesía de
Blanco y los demás poetas, quizá incluso sin nombre, cuya dedicación
consiste en registrar la historia de las naciones y de los pueblos, que la señora
[sic.] Ossona tradujo en movimiento lleno de gracia e importancia, ni a la
señora Ramón y Rivera que lo dirigió ni a los jóvenes hombres y mujeres que
lo ejecutaron—. Él se lo agradece a todos. No olvidará la experiencia ni a
aquellos que la hicieron posible.
A la Academia Americana de Artes y
Letras con motivo de la aceptación de
la medalla de oro en la categoría de
ficción
Nueva York, 24 de mayo de 1962

Señora Welty, señor presidente, miembros de la Academia, damas y


caballeros: este premio tiene para mí un valor doble. No sólo es un
reconfortante reconocimiento a un número considerable de años de
razonablemente duro y arduo, en cualquier caso consistentemente dedicado,
trabajo. También reconoce y afirma, y así preserva, un valor indeterminado
en nuestra leyenda y sueño americano que bien merece la pena preservar.
Quiero decir un valor indeterminado en nuestro pasado: ese pasado que
era un tiempo más feliz en el sentido de que éramos inocentes respecto a
muchas de las tensiones y angustias y miedos a las que nos han compelido
estos días atómicos. Este premio evoca los desgastados aires y los apagados
huecograbados que registran ese desvanecido esplendor aún inherente en los
nombres de San Louis y Leipzig, el valor indeterminado que ellos celebraban
y significaban grabada aún hoy en las etiquetas de las botellas de vino y en
los botes de ungüento.
Creo que esas medallas de oro, reales y únicas sobre la miríada
engendrada de su progenie que eran las brillantes cintas ondeando y
destellando entre las casetas y los puestos de olvidadas ferias del condado
como reconocimiento y galardón de una pieza de encaje o de una tarta de
manzana, hacían mucho más que constatar una victoria. Afirmaban la
premisa de que no hay grados de lo mejor; que lo mejor de un hombre es
igual a lo mejor de cualquier otro, sin importar cuán separado en el tiempo o
en el espacio o en la comparación, y que debería ser considerado como tal.
Deberíamos mantener ese valor indeterminado, ahora más que nunca,
cuando los caminos entre objetivos y ganancias se vuelven más cortos y más
fáciles y las metas se vuelven menos exigentes y se obtienen más fácilmente,
y cada vez hay menos espacio entre codos y cada vez más presión sobre el
individuo para que se abandone en una dentadura sin rostro como una boca
llena de dientes, sólo con el fin de encontrar espacio para respirar.
Deberíamos recordar esos tiempos en los que la idea de una individualidad de
excelencia compuesta de recursos e independencia y singularidad no sólo se
merecía una cinta azul sino que obtenía una. Dejemos que el pasado derogue
al pasado cuando —y si— pueda sustituirlo por algo mejor; no deroguemos
el pasado simplemente porque lo era.
[Proceedings of the American Academy of Arts and Letters and
the National Institute of Arts and Letters, serie segunda, Nueva York,
1963. Joseph Blotner escribió un borrador de este discurso. Véase
Blotner; Faulkner: A Biography, Nueva York 1984, p. 703.]
II. ENSAYOS
Verso, viejo y naciente: un peregrinaje
(1924)

A la edad de dieciséis descubrí a Swinburne. O mejor, Swinburne me


descubrió a mí, saliendo de alguna oscura maleza de mi adolescencia, como
un salteador, convirtiéndome en su esclavo. Mi vida mental en aquel período
estaba tan completa y suavemente cubierta con una superficie de insinceridad
—obviamente necesaria para mí en esa época, para mantener intacta mi
integridad personal— que no he podido decir hasta este día cuánto me
removió, lo profundas que eran las huellas que su pasaje dejó en mi mente.
Ahora me parece que no encontré en él nada salvo una flexible vasija para
que pudiese poner mis propias vagas formas emocionales sin romperlas. Fue
diez años después cuando encontré en él mucho más que el sonido brillante y
amargo, más que el satisfactorio oropel de sangre y muerte y oro y el
inevitable mar. Cierto, me introduje en Shelley y Keats —¿quién no, a esa
edad?—, pero no me conmovieron.
No creo que fuese tanto la seguridad en mí mismo, mera complacencia y
morbidez juvenil, lo que los contrarrestó y me dejó frío. Entonces no estaba
interesado en el verso por el puro verso. Leía y empleaba el verso, en primer
lugar, con el propósito de promover varias aventuras en las que estaba
metido, en segundo lugar, para completar un gesto juvenil que estaba
realizando entonces, el de ser «diferente» en un pueblo pequeño. Más tarde,
al disminuir mi interés en la fornicación, inevitablemente volví al verso,
encontrando en ello un homólogo emocional mucho más satisfactorio por dos
motivos: (1) no se requería ningún socio (2) era mucho más simple cerrar un
libro, y dar un paseo. Con esto no quiero decir que alguna vez encontrase
algo sexual en Swinburne: no hay sexo en Swinburne. El matemático, seguro;
y erotismo tal como hay erotismo en la forma y en el color y en el
movimiento dondequiera que se encuentre. Pero no ese sexo torturado de —
digamos— D. H. Lawrence.
Es una costumbre que el tiempo honra el leer a Ornar a la novia de uno
como acompañamiento a la consumación —como un obbligato de cuerda
entre los suspiros—. Descubrí que el verso no sólo podía usarse para cegar
temporalmente el espíritu respecto a las indignas posturas de la carne, sino
también para acelerar todo el asunto. ¡Ah, mujeres, con sus hambrientas y
arrebatadoras pequeñas almas! Con un hombre se trata —bastante a menudo
— del arte para beneficio del arte; con una mujer siempre se trata del arte
para beneficio del artista.
Lo que quiera que fuese lo que encontré en Swinburne, me satisfizo
completamente y llenó mi vida interior. Ahora no puedo comprender cómo
pude considerar a los demás con tan pálida complacencia. Seguramente, si a
uno le conmueve mínimamente Swinburne, inevitablemente encontrará
alguna afinidad en los predecesores de Swinburne. Quizá suceda que
Swinburne, al haber tomado su herencia y elaborarla para desesperación de
cualquier aspirante a poeta, la ha vulgarizado hasta producirle cosquilleos
tanto al más soso de los paladares como al más refinado, tal como el agua
usada puede ser bebida tanto por puercos como por dioses.
Por tanto, creo que estuve lo más cerca posible de aproximarme a la
poesía con una mente libre de prejuicios. Estaba sometido al proselitismo
habitual de una persona más mayor, pero los hilos eran movidos de manera
demasiado irregular y aislada como para influir en mi punto de vista. En esa
época no tenía opiniones, las opiniones que posteriormente me formé eran
facticias y las descarté. Me acerqué a la Poesía sin temor reverencial, como
diciendo: «Ahora veamos qué es lo que tienes». Había usado al verso, ahora
dejaría que el verso me usase a mí si podía.
Cuando el coordinado caos de la guerra fue sustituido por el
descoordinado caos de la paz me tomé en serio lo de leer versos. Sin bagaje
de ningún tipo me uní al pelotón que anima con estrépito a los poetas
contemporáneos. No siempre podía decir de qué iba todo aquello pero me
dije a mí mismo «Éste es el canon», creyendo, como tantos, que si uno
gritaba lo suficientemente alto para ser oído entre el barullo, y convencía así a
otros de que «estaba al tanto», sería automáticamente galardonado. Pertenecía
a una B.P.O.E.[22] emocional.
La belleza —espiritual y física— del Sur reside en el hecho de lo mucho
que Dios ha hecho por él y lo poco que ha hecho el hombre. Tengo que dar
gracias por ello a cualesquiera dioses que haya: al haber fijado mis raíces en
este suelo, salvo mediante la letra impresa, todo contacto con poetas
contemporáneos resulta imposible.
He pasado esa página para siempre. Leí con gusto a Robinson y a Frost, y
a Aldington; la leve música de Conrad Aiken aún resuena en mi corazón;
pero más allá de estos, ése período nunca debió haber tenido lugar. Ya ni
siquiera intento leer a los demás.
Fue Un chico de Shropshire[23] lo que cerró ese período. Encontré un
ejemplar de bolsillo en una librería y cuando lo abrí descubrí allí el secreto
tras el que corrían los modernos aullando como chuchos en un camino helado
en un oscuro bosque, dejando, cierto es, una ocasional nota claramente bella,
pero chuchos al fin y al cabo. Aquí estaba la razón para haber nacido en el
seno de un mundo fantástico: descubrir el esplendor de la fortaleza, la belleza
de pertenecer al suelo como un árbol alrededor del que los locos debían aullar
y despojarle de sus aires de desilusión y muerte y desesperación, dejándole
desolado, sin amargura; bello en su tristeza.
A partir de este punto el camino resulta obvio. Leí a Shakespeare, y a
Spenser, y a los isabelinos, y a Shelley, y a Keats. Leí «Tú, todavía inviolada
novia del sosiego»[24] y encontré un agua tranquila además de fuerte y
potente, sosegada con su propia fuerza, y que deja tan satisfecho como el pan.
Esa bella conciencia, tan segura de su propio poder que no necesita crear la
ilusión de la fuerza mediante el frenesí y el movimiento. Tómense las odas a
un ruiseñor, a una urna griega, «Música para oír», etc.: aquí está la belleza
espiritual por la que los modernos se esfuerzan en vano con artimañas, y bajo
la cual uno todavía sabe que hay entrañas; masculinidad.
Ocasionalmente veo verso moderno en revistas. En cuatro años he
encontrado una única causa de interés; una tendencia entre ellos a retornar de
nuevo a rimas formales y formas convencionales. ¿También ellos han visto la
señal de peligro?, ¿todavía hay esperanza?, ¿o en esta época, en esta década,
resulta imposible la creación de poesía?, ¿existe en algún lugar entre nosotros
un Keats embrionario, alguien que afine su laúd para la belleza del mundo?
La vida no es diferente de lo que era cuando Shelley la atravesó como una
golondrina yendo hacia el sur desde el insoportable invierno inglés; quizá el
vivir sea diferente, pero no la vida. El tiempo nos cambia, pero el propio
tiempo no cambia. Aquí hay el mismo aire, la misma luz en la que Shelley
soñaba con dorados hombres y mujeres inmortales en un mundo plateado y
en el que el joven John Keats escribió «Endimión» intentando ganar el
suficiente dinero como para casarse con Fannie Brawn y abrir una botica.
¿No hay nadie entre nosotros que pueda escribir algo hermoso, apasionado y
triste en lugar de desmoralizador?
[Double Dealer, abril de 1925; reproducido en William Faulkner:
early prose and poetry, ed. Carvel Collins, Boston, 1962; el texto
reproducido aquí se basa en el mecanoscrito de Faulkner, fechado el
«24 de octubre» y publicado en Mississippi Poems by William
Faulkner, Oxford, Mississippi, 1979.]
Sobre la crítica (1925)

WALT WHITMAN dijo, entre pretenciosas e hipertrofiadas banalidades,


que para tener grandes poetas también debe haber grandes audiencias. Si
Walt Whitman se dio cuenta de esto debe de resultar universalmente obvio en
estos días de radios que nos informan y de las llamadas revistas de alto
copete que corrigen nuestra información; por no hablar del toque personal de
los programas de lectura. Y aun así, ¿qué han hecho los periódicos y los
programas para hacer de nosotros grandes audiencias o grandes escritores?,
¿han cogido estas sibilas al neófito delicadamente de la mano instruyéndole
en los fundamentos del gusto? Ni siquiera han intentado inculcarle una
reverencia por sus misterios (despojando así a la crítica incluso de su valor
emocional —¿y de qué otro modo vas a controlar al rebaño si no es mediante
sus emociones?, ¿hubo alguna vez alguna multitud lógica?—). De modo que
no hay tradición, no hay espíritu de equipo: todo lo que se necesita para ser
admitido en las filas de la crítica es una máquina de escribir.
Ni siquiera intentan moldear sus opiniones por él. Es cierto, resulta poco
apreciado el moldear la opinión de alguien en su lugar, pero es un agradable
pasatiempo el cambiar su opinión de una falacia a otra, por el bien de su
alma. El crítico americano, como el prestidigitador, intenta averiguar
exactamente cuánto debe dejar ver al espectador y todavía salirse con la suya
—la superioridad de la mano sobre el ojo—. Confunde la pieza a examinar
con un instrumento con el que realizar difíciles arpegios de la inteligencia.
Esto parece tan pretencioso, tan inútil, como el corneta que lleva a cabo
acrobacias acústicas mientras espera a que se junte la banda. Con esta
diferencia: el corneta después de un rato se cansa y lo deja. Aquí se da la
asombrosa posibilidad de que el crítico disfrute de su propia música. ¿Es así,
disfrutan leyéndose unos a otros? Uno puede imaginar igual de fácil barberos
afeitándose unos a otros por diversión.
El crítico americano permanece ciego, no sólo su público sino también él,
respecto a la esencia principal. Su negocio se ha convertido en gimnasia
mental: se ha convertido en una reencarnación del charlatán de feria de
memoria privilegiada, manteniendo embelesada a la rústica parroquia, no por
lo que dice, sino por cómo lo dice. Sus mentes vuelan libres ante la vistosa
ampulosidad de la pirotecnia. ¿Quién no ha oído esta conversación?
«¿Has visto el último… (escoja usted mismo)? Jones Brown está
bien esta vez; él… humm, ¿cuál es ese libro? Una novela, creo… lo
tengo en la punta de la lengua, de algún tío. En cualquier caso, Jones
se refiere a él como un boy scout estético. Es bueno: tienes que
leerlo.»
«Sí, lo haré: Brown siempre está bien, ¿te acuerdas de cuando dijo
de alguien: “Un loro que no podía volar y que nunca había aprendido
a maldecir”?»

Y aun así, cuando le preguntas por el nombre del autor, del libro o acerca
de qué trata, ¡no te lo puede decir! Él tampoco lo ha leído, o no sólo no le ha
conmovido sino que ha esperado a leer a Brown para formarse una opinión.
Y Brown no le ha ofrecido ninguna opinión en absoluto. Quizá el propio
Brown no tenga ninguna.
¡En Inglaterra hacen este tipo de cosas mucho mejor que en América! Por
supuesto que en América hay críticos igual de juiciosos y tolerantes y
sólidamente preparados, pero con pocas excepciones no tienen estatus: las
revistas que establecen el estándar los ignoran; o ante condiciones
insoportables, ignoran a las revistas y viven fuera. En un número reciente de
The Saturday Review el señor Gerald Gould, reseñando El jugador oculto[25]
de Alfred Noyes dice:
«La gente no habla así… No refleja la forma de hablar común de
la gente común; lo que generalmente resultaría pálido… al dar
tantísimos detalles resulta confuso».

Aquí está la esencia de la crítica. Tan exacta y clara y completa: no hay


nada más que decir. Una crítica que no sólo el público, sino también el autor,
puede leer con provecho. ¿Pero qué habría hecho el crítico americano ante
esto? ¿Quién de nuestros árbitros literarios habría dejado pasar esta
oportunidad de referirse al señor Noyes como un «boy scout estético» o
alguna otra cosa igual de pretenciosa e irrelevante?, ¿y qué lector cogería el
libro con una mente imparcial, sin un ligero malestar de paternalismo y
compasión… no hacia el libro, sino hacia el señor Noyes? Uno de cada cien.
¿Y qué escritor, con su propia compulsión al sufrimiento, su propio impulso a
calificar de tábano a todo papel que le hostigue, podría obtener algún
provecho o sustento de ser denominado un boy scout estético? Ninguno.
Cordura, ésa es la palabra. Vive y deja vivir; critica con gusto en virtud
de un criterio, y no riñas. La reseña inglesa critica al libro, la americana al
autor. El crítico americano le endosa al público lector un distorsionado bufón
en el seno de cuya sombra acechan imprecisamente los títulos de varios
volúmenes íntegros. Sin duda, si hay dos profesiones en las que no deberían
existir envidias profesionales son la prostitución y la literatura.
Tal como es, la competición se vuelve encarnizada. El escritor no puede
empezar a competir con el crítico, está demasiado ocupado escribiendo y
también está orgánicamente incapacitado para la contienda. Y si tuviese
tiempo y se armase adecuadamente, sería injusto. El crítico, una vez que se ha
convertido en un hábito para sus lectores, es considerado infalible por ellos; y
su contacto con ellos es lo suficientemente directo como para permitirle tener
siempre la última palabra. Y con el americano la última palabra es la que
tiene peso, es la definitiva. Probablemente porque le da la oportunidad de
decir algo de sí mismo.
[Double Dealer, enero-febrero de 1925; reimpreso en William
Faulkner: early prose and poetry, ed. Carvel Collins, Boston, 1962.
Ese texto es el reproducido aquí.]
Literatura y guerra (c. 1925)

SIEGFRIED SASSOON conmueve a uno que haya subido él mismo con


esfuerzo hasta Arras o hasta su objetivo correspondiente, que haya caminado
sobre plataformas y las ha oído y sentido aplastarse y ser succionadas por el
barro, que por casualidad haya visto un cadáver pudriéndose bajo los
impresionantes cielos flamencos, que haya olido ese terrible olor de guerra —
una combinación de comida sin comer y evacuada y barro en el que se ha
dormido y ropa sucia y sudada—, que haya pasado cuatro días sin whisky
maldiciendo al Estado Mayor. (Uno no maldice a Dios en la guerra: desde
luego cualquiera que tuviera la posibilidad de estar en cualquier otra parte,
está allí).

Y Henri Barbusse conmueve a uno que se haya tendido en la ladera de una


colina que se disuelve empapado de la cabeza a los pies por la lluvia hasta
que las propias partículas de la tierra se levantan flotando hasta lo alto de la
atmósfera, y el aire y la tierra son un único medio en el que uno intenta en
vano ponerse de pie y que parece que ni siquiera un arma de fuego podría
penetrarlo.

Y uno puede resultar conmovido por Rupert Brook si no ha hecho nada de


esto, si la guerra es para él la división de Guardias en eterno desfile, mientras
los gloriosos muertos pueden llenar al mismo tiempo tanto sillas como
ataúdes, en una región donde los hombres no necesitan comer ni ansían
tabaco. Y donde no hay lluvia.
Pero queda para R. H. Morgan el usar la última guerra para un exitoso fin
literario, tal y como la Guerra Civil necesitaba su Stephen Crane para
limpiarla de sus sargentos negros tirados borrachos en las habitaciones de
invitados de las grandes casas, y cortarle sus lánguidos rizos oscuros.
Lo mismo de siempre.[26] ¡Qué gran eslogan! ¿Quién ha acusado al
anglosajón de ser siempre sentimental acerca de la guerra? El espectro
emocional humano es como su espectro auditivo: hay algunas cosas que no
puede sentir, como hay sonidos que no puede oír. Y la guerra, tomada en
conjunto, es una de esas cosas.
[Mississippi Quarterly, verano de 1973, ed. Michael Mitígate. Ese
texto, basado en el mecanoscrito de Faulkner, fue escrito
probablemente a comienzos de 1925, es el aquí reproducido. Los
libros a los que se refiere Faulkner son: Sassoon, Los poemas de
guerra, Londres, 1919; Barbusse, Le Feu, 1916; traducido como Bajo
el fuego: la historia de una escuadra, Londres, 1917; y Mottram, La
granja española, Londres, 1924.][27]
Y ahora qué hacer (c. 1925)

SU bisabuelo entró al país a pie desde las montañas de Tennessee, donde


había asesinado a un hombre, trabajó y ahorró y compró una pequeña tierra,
ganó un poco más con las cartas y los dados, y murió a punta de pistola
mientras intentaba legislarse a sí mismo un poco más; su abuelo era un sordo,
un hombre recto vestido de lino blanco, que desperdició su substancia
heredada en política. Todavía tenía un bufete de abogados, pero se sentaba la
mayor parte del día en el jardín del juzgado, un meditabundo viejo frustrado
demasiado sordo para tomar parte en una conversación y a quien el más niño
podía vencer a las damas. Su padre amaba a los caballos más que los libros o
el aprendizaje; tenía un establo para alquilar, y aquí creció el chico,
impregnado con el violento olor a amoníaco de los caballos. A los diez podía
ponerse de pie sobre una caja y guarnecer un caballo y ponerlo entre las varas
de la calesa casi tan rápido como un hombre adulto, deslizarse raudo como un
grillo bajo su vientre para abrochar las correas, maldiciendo con su aguda voz
de grillo; para cuando tuvo doce había adquirido del mozo de cuadra negro
una inquietante habilidad con un par de dados.
Cada nochebuena su padre llevaba al establo una cesta llena de whisky en
botellas de una pinta[28] y permanecía con ella en la puerta de la oficina,
contra la luz de la hoguera, mientras entraban los negros y alzaban la mirada
al cielo y chasqueaban sus relucientes dientes en la cueva del granero, llena
de bufidos y pisotones de satisfacción. El chico, convertido en adolescente,
ayudaba a beber esto; las mujeres mayores olían su aliento e intentaban salvar
su alma. Luego tuvo dieciséis y empezó a adquirir una especie de complejo
de inferioridad respecto al negocio de su padre. Había recibido educación
primaria y un año de instituto con chicas y chicos (en los días lluviosos,
conducía por el vecindario en un coche provisto por su padre y dejaba subir a
todo lo que cupiese sin cobrar) cuyos padres eran abogados y doctores y
comerciantes —todo profesiones nobles, de cuello almidonado—. Él hasta
entonces había sido muy desenvuelto, aceptando todo tipo de medios de
ganarse el pan como algo incidental respecto a cualquiera que fuese la
siguiente ocupación preferida por un hombre. Pero no ahora. Todo esto
cambió con su cambiante cuerpo. Antes y durante la pubertad había
aprendido de los mozos de cuadra negros y del vigilante nocturno blanco
acerca de las mujeres, escuchando lo que decían. Ahora, en la calle, cuidaba
de las mismas chicas que una vez había llevado a la escuela en el carro de su
padre, observando sus piernas formándose, imaginando sus muslos
desarrollándose, con un sentimiento de desafiante inferioridad. Había un
gigante en él, pero el gigante tenía sus músculos tensos. Los chicos, los hijos
de los doctores de los comerciantes y de los abogados, holgaban en las
esquinas delante de las tiendas. Ninguno de ellos podía hacer que un par de
dados se comportase como él hacía que se comportase.
Un automóvil llegó al pueblo. Los caballos lo observaban con los
orgullosos ojos dando vueltas y soltando bufidos de alarma. Llegó la guerra,
se oyó un sonido lejano. Tenía dieciocho, no había estado en la escuela desde
los tres años; el desgastado carro se oxidaba tranquilamente entre los
estramonios del jardín de la cuadra. Ya no olía a amonio, puesto que ahora
podía ganar veinte o treinta dólares cualquier domingo en la partida de dados
en el parque arbolado cerca de la estación; y en la esquina de la tienda donde
pasaban las chicas en delicadas tropas, tocándose uno a otro con manos y con
brazos que no podrías decir si eran del hijo de un abogado o del de un
comerciante o del de un doctor. Las chicas no lo hacían, con sus muslos
madurando y sus bocas que te mantienen despierto por la noche con cosas
innombrables —vergüenza por la integridad perdida, viril orgullo, deseo
como una droga—. Ahora el cuerpo está mancillado, con su orgullo
manchado. Pero, ¿de todos modos para qué es?
Una chica se metió en problemas, y él se enganchaba a las escalerillas de
los furgones o se tumbaba en las góndolas vacías mientras las juntas de los
raíles hacían clic bajo las frías estrellas. La escarcha todavía no había caído
sobre el algodón, pero había tocado las carreteras recubiertas de goma de
Kentucky y las amplias tierras de pastos, y se tendía sobre el maíz agavillado
de las tierras de cultivo de Ohio bajo la luna. Se tendió sobre su espalda en un
montón de heno en Ohio. El templado heno seco le llegaba por las piernas.
Había recibido un baño de sol de verano, y le mantuvo suspendido en una
seca y sibilante calidez donde se movía despierto, dándole vueltas a la
cabeza, pensando en casa. Las chicas estaban bien, pero había muchas chicas
en todas partes. Tantas en el mundo por las que tenía que pasar un hombre,
con cortesía. Eso significaba con mucho tacto. Nada con las chicas. Separar
las piernas separar las receptivas. Lo había sabido todo acerca de eso antes,
pero la realidad era como leer una historia y después verla en las películas,
con música y todo. Asuntos delicados. Subrepticios, pero como trampas.
Como ir tras algo que quieres, y meterte en un nido de telas de araña. Ya
tienes la cosa, entonces tienes que quitar la tela de araña, y cada vez que tocas
una, se te pega. Incluso después de que no la quieras más, las telas de araña
se aferran a ti. Hasta que después de un rato te acuerdas de la forma en que
picaban las telas de araña y quieres la cosa de nuevo, pensando únicamente
en cuánto picaban las telas de araña. No. Arenas movedizas. Eso era. Métete
una vez por unas, después sigue. Pero un hombre no lo hará. Quiere ir hasta
el final, como sea; evadirse hasta la otra orilla. De alguna manera todo
incompleto. Teniendo que dar media vuelta, con las telas de araña
aferrándose a ti, «Cristo, de verdad tienes que decírselo. No puedes pensar en
ello lo suficientemente rápido. Y nunca olvidan cuándo lo haces y cuándo no.
En cualquier caso, ¿qué quieren?».
A través de la luna se deslizaba una V de gansos, su solitario grito flotaba
a la luz de frías y altivas estrellas a través del maíz agavillado y la tierra
presentada decúbito supino, solitario y triste y salvaje. Los gansos estaban
yendo al sur, pero él seguía constantemente en dirección norte. En un pueblo
de Ohio una noche, en un salón, conoció a un hombre que estaba viajando de
capital de condado a capital de condado con un caballo al paso, siguiendo las
ferias del condado. El hombre era astuto en un cuello sin corbata, lacrimoso
panegírico del paso del caballo; y juntos se dejaron ir otra vez hacia el sur y
otra vez sus prendas se impregnaron de amonio. Los caballos otra vez olían
bien, fuertemente a amoníaco, con sus orejas como hojas de parra tocadas por
la escarcha.
[Mississippi Quarterly, verano de 1973, basado en un manuscrito
de Faulkner aparentemente sin terminan probablemente escrito en la
primavera o a comienzos del verano de 1923. Éste es el texto aquí
reproducido.
Una inusual característica del pasaje es su contenido muy
claramente autobiográfico. Puede que Faulkner intentase que fuese
un relato corto, y no todo en él debería ser tomado literalmente pero
en la parte que completó recurrió a su propia vida más de lo que lo
hizo en ningún otro texto de ficción de todos los que escribió. No
hasta que un cuarto de siglo más tarde, en el en parte ficticio ensayo
«Mississippi», centrase de nuevo tan claramente una pieza escrita en
sus propias experiencias.]
Sherwood Anderson (1925)

POR alguna razón la gente no parece interesada en lo que ha escrito el señor


Anderson, sino en de qué fuentes proviene. La mayor parte de los que
especulan acerca de su origen dicen que deriva de los rusos. Si es así, ha
regresado a casa, pues El triunfo del huevo ha sido traducido al ruso. Un
menor número sostiene la teoría francesa. Un ebanista de Nueva Orleans
descubrió que recuerda a Zola, aunque no alcanzo a ver cómo llegó a esto,
salvo que sea que Zola también escribió libros.
Como la mayoría de la especulación todo esto es interesante pero
infructuoso. Los hombres crecen del suelo, como el maíz y los árboles:
prefiero pensar en el señor Anderson como un vigoroso campo de maíz en su
Ohio natal. Como cuenta en su propia historia, su padre no sólo le sembró
físicamente, sino que implantó en él esa creencia, necesaria para un escritor,
de que sus propias emociones eran importantes, y también implantó en él el
deseo de contárselas a alguien.
Aquí están los brotes verdes, batallando con la tierra por el sustento; y
aquí estaba el señor Anderson, ayudando en establos de alquiler y en carreras
de caballos, desmontando bicicletas en una fábrica hasta que el impulso de
contar su historia se volvió demasiado fuerte para resistirlo más.
Winesburg, Ohio

¡La simplicidad de su título! Y las historias están hechas con la misma


simplicidad: cortas, él cuenta la historia y para. Su propia inexperiencia, su
urgente necesidad de no malgastar tiempo ni papel le enseñaron uno de los
primeros atributos del genio. Como norma los primeros libros muestran más
fanfarronadas que otra cosa, a menos que sean tediosos. Pero no hay ninguna
de estas cualidades en Winesburg. El señor Anderson es vacilante, humilde
con sus George Willards y sus Wash Williamses y las hijas del banquero
White, como si estuviese pensando: «¿Quién soy yo para husmear en las
almas de estas gentes que, como yo, brotaron del mismo suelo para sufrir las
mismas penas que yo?». La única indicación de la individualidad del escritor
que encuentro en Winesburg es la compasión por ellos, una compasión que, si
el libro se hubiese hecho tan largo como una novela, se habría convertido en
sensiblería. De nuevo los dioses cuidaron de él. Esta gente vive y respira: son
bellos. Está el hombre que organiza un club de béisbol, el hombre con las
manos «parlantes», Elizabeth Willard, de mediana edad, y el médico algo
mayor, entre los que había un amor que podría haber soñado el cardenal
Bembo. Hay una palabra griega para un amor como el suyo que
probablemente nunca ha oído el señor Anderson. Y tras todos ellos un suelo
de tierra fecunda y maíz en la verde primavera y el lento, absolutamente
caluroso, verano y el riguroso masculino invierno que no te hace daño, pero
que te hace más fuerte.
Hombres que marchan[29]

Del mismo modo que entre el maíz hay mazorcas inferiores y buenas
mazorcas, así hay libros inferiores y buenos libros en la lista del señor
Anderson. Hombres que marchan resulta decepcionante después de
Winesburg. Pero entonces cualquier cosa que estuviese haciendo en esa época
cualquier otro americano habría resultado decepcionante después de
Winesburg.

El hijo de Windy McPherson[30]

Después de leer La historia de un contador de historias,[31] uno puede


ver de dónde viene Windy McPherson. Y la comparación, creo, da una clara
indicación de cuánto ha crecido el señor Anderson. Hay en ambos, Hombres
que marchan y El hijo de Windy McPherson, una falta de humor
fundamental, hasta el punto de que esta falta de humor milita contra él, pero
el maíz que está creciendo tiene poco tiempo para el humor.
Pobre blanco[32]
El maíz todavía crece. Los cuervos de la hambruna ya no pueden
molestarlo ni arrancarlo de raíz. En este libro parece que tiene de nuevo los
dedos de las manos y de los pies dentro del suelo, como pasaba en
Winesburg. Aquí está otra vez la vieja tierra refulgente y la gente que
responde a las compulsiones del trabajo y de la comida y del sueño, cuyas
pasiones no son cerebrales. Una chica joven sintiendo la dulce aterradora
inevitabilidad de la adolescencia, se lo toma con tanta calma como un árbol
se toma el aumento de su savia, y ve la primavera que lo trae volverse
lánguida y somnolienta con el verano, con su trabajo realizado.

Muchos matrimonios[33]

Aquí, creo, hay una mala mazorca, porque no es el señor Anderson. No sé


de dónde vino, pero sé que esto no es un desarrollo lógico a partir de
Winesburg y Pobre blanco. Aquí el hombre es el propietario de una fábrica,
un burgués, un hombre que era un «capo» porque se vio forzado por la
naturaleza a llevar su fábrica con gente que no tenía fábricas de su propiedad.
En sus otros libros no hay «subordinados» porque no hay «capos» —salvo
que se dé la circunstancia de que tu verdadera democracia sea al mismo
tiempo una monarquía—. Y se olvida de la tierra. Cuando hace esto está
perdido. Y de nuevo el humor está completamente ausente. Un hombre de
cuarenta años que ha llevado una vida sedentaria en cierto modo debe de
parecer gracioso desnudo, caminando de aquí para allá por una habitación y
hablando. ¿Qué haría con sus manos?, ¿han visto alguna vez a un hombre
andar pesadamente una y otra vez y hablar, sin meterse las manos en los
bolsillos? Sin embargo, esta historia ganó el premio Dial en su año, así que
posiblemente esté equivocado.
Éste ha sido traducido al ruso y adaptado al teatro y producido en Nueva
York.

Caballos y hombres

Una colección de relatos breves, que recuerdan a Winesburg pero más


sofisticados. Después de leer este libro inevitablemente quieres releer
Winesburg. Lo que le hace a uno preguntarse si después de todo no será el
relato breve el medio del señor Anderson. Ninguna trama continuada que te
moleste, nada tedioso; sólo las definidas fases episódicas de la gente, cuyo
retrato es lo que mejor hace la manera titubeante e inquisitiva del señor
Anderson. «Soy un tonto»,[34] el mejor relato breve de América, según mi
opinión, es la historia del orgullo adolescente de un chico por su profesión
(carreras de caballos) y por su cuerpo, de su creencia en un mundo bello y
apasionado creado para que los elegidos disputen carreras de caballos en él,
de su juvenil deseo pagano de pavonearse ante los ojos de su chica que al
final le derribará. Hay aquí una emoción personal que toca la fibra elemental
de la humanidad.
¡Caballos! Qué evocadora palabra en la historia del hombre. Los poetas
han usado al caballo como un símbolo, los reinos se han ganado por él; a
través de la historia ha sido parte de los deportes de los reyes desde los días
que atronaba en cuadrigas, hasta el polo moderno. Su historia y la historia del
hombre están entremezcladas más allá de cualquier desenlace; por separado
ambos son mortales, como un cuerpo participan de la inmortalidad de los
dioses. A veces uno le da una patada a un perro sólo por placer.
Los caballos son una parte misma del suelo del que viene el señor
Anderson. Con caballos sus antepasados colonizaron la tierra, con caballos la
estrujaron y la domesticaron para el maíz; huesos y sudor de incontables
hombres y caballos han ayudado a hacer fecunda la tierra. ¿Y por qué no
tendría que recibir él (el caballo) su diezmo del grano que ayudó a producir?,
¿por qué lo mejor de su raza no debería conocer impertérrita la arrogancia y
el esplendor de la velocidad?
Está bien. Él, el elegido de su raza, se vuelve, junto al elegido de la raza
de los hombres, de nuevo inmortal sobre una pista de carreras: dejemos que
sus hermanos de menor brillo marquen el camino para los menos brillantes de
la raza de los hombres, dejémosles que tiren del carro hasta el pueblo y
vuelvan tarde al anochecer, deslomándose bajo las estrellas. No es para él,
castrado y desposeído de orgullo, el tirar de un chirriante carro cargado hacia
el granero, no es para él el caminar lentamente delante de una calesa bajo la
luna, entre los campos de maíz a lo largo de la tierra.
En este libro hay gente, gente que habla y que vive, y la vieja tierra dura
que coge su trabajo agotador y les da, quizá a regañadientes, pero les da, cien
veces más.
La historia de un contador de historias

Aquí el señor Anderson, intentando hacer una cosa, en realidad ha escrito


dos libros distintos. La primera mitad, que evidentemente estaba orientada a
describir su retrato físico, es en realidad una novela basada en un personaje
—su padre—. No recuerdo un personaje exactamente como éste en ninguna
parte —una especie de cruce entre el Barón Hulot y Gaudissart—.[35] La
segunda mitad del libro, en la que dibuja su retrato mental, es bastante
diferente: me deja con la ligera sensación de que debería haber estado en un
volumen separado.
Aquí el señor Anderson husmea en su propia mente, de la misma manera
vacilante con la que lo hizo en la mente del propietario de la fábrica. Hasta
este momento nunca había sido filosófico; cree que sabe poco acerca de todo
eso, y deja que el lector saque sus propias conclusiones. Ni siquiera ofrece
opiniones.
Pero en esta segunda mitad del libro en ocasiones adopta acerca de sí
mismo un humor algo pesado, nada que ver con el fino humor con el que
dibuja al personaje de su padre. Creo que esto se debe al hecho que el señor
Anderson está interesado en sus reacciones frente a otra gente, y muy poco en
sí mismo. Esto es, no tiene un ego lo suficientemente activo como para
escribir bien de sí mismo. Por eso es por lo que George Moore sólo es
interesante cuando habla de las mujeres que ha amado o de las inteligentes
cosas que ha dicho. ¡Imagínense a George Moore intentando escribir
Caballos y hombres! ¡Imagínense al señor Anderson intentando escribir
Confesiones de un hombre joven! [36]Pero el maíz está madurando: creo que
la primera mitad de Una historia de un contador de historias es la mejor
delineación de personaje que ha hecho; pero tomando el libro en conjunto
estoy de acuerdo con el señor Llewellyn Powys en el Dial: no es su mejor
contribución a la literatura americana.
No quiero decir de manera implícita que el señor Anderson no tenga
sentido del humor. Lo tiene, siempre lo ha tenido. Pero sólo recientemente
tiene un poco en sus historias, sin escribir deliberadamente una historia con
un propósito humorístico. A veces me pregunto si esto no se debe al hecho de
que no tuvo tiempo libre para escribir hasta mucho después de que estas
gentes existieran en su mente; que los ha querido hasta que su perspectiva
estuvo ligeramente equivocada. Tal y como nosotros queremos a quienes
amamos; a veces los encontramos ridículos, pero nunca cómicos. El ridículo
indica un sentimiento de superioridad, pero encontrar algo que participe de
un eterno humor sarcástico en nuestros seres queridos es ligeramente
incómodo.
Nadie, sin embargo, puede acusarle de falta de humor en el retrato del
padre en su último libro. Lo cual, creo, indica que todavía no ha madurado, a
pesar de lo que ha logrado hasta ahora. El que concibió a este hombre todavía
tiene algo que aparecerá a su debido momento.
Estuvimos pasando un fin de semana en un bote en el río, Anderson y yo.
Yo no había dormido mucho así que estaba fuera observando el amanecer
que convertía temporalmente en magia incluso los tramos embarrados del
Mississippi, cuando se unió a mí, riendo.
«Anoche tuve un sueño gracioso. Déjame contártelo», fue su
primera observación —ni siquiera un buenos días—.
«Soñé que no podía dormir, que había estado montando a caballo
por el campo —había cabalgado durante días—. Al final encontré a
un hombre, y le di el caballo a cambio de dormir una noche. Esto fue
por la mañana y me dijo dónde llevar el caballo, así que cuando
oscureció yo estaba justo a tiempo, de pie frente a su casa, sujetando
el caballo, preparado para irme volando a la cama. Pero el tío nunca
apareció —me dejó allí de pie toda la noche, sujetando el caballo—.»

¡Echarle la culpa de este hombre a los rusos! O a cualquier otro. Uno de


sus mejores amigos lo llamaba «el Chéjov Fálico». Él es americano, y
además de eso, uno del medio-oeste, del suelo: a su manera es tan típico de
Ohio como Harding[37] lo era a la suya. Un campo de maíz con una historia
que contar y una lengua en la que contarla.
No puedo entender la pasión que tenemos en América por dar a nuestros
propios productos algún remoto significado geográfico, ¡pollo de
«Maryland»!, ¡aliño «romano»!, ¡el «Keats» de Omaha!, ¡Sherwood
Anderson, el Tolstói «americano»! Parecemos estar maldecidos con una
pasión por el cliché geográfico.
Ciertamente ningún ruso habría soñado jamás con ese caballo.
[Dallas Morning News, 26 de abril de 1925; reproducido en
Princeton University Library Chronicle, primavera de 1957;
reproducido en William Faulkner: New Orleans Sketches, ed. Carvel
Collinsy Nueva York, 1968. El texto reproducido aquí incorpora
varias correcciones menores de errores respecto al texto del periódico
y la estandarización de los títulos de los libros.]
La composición, edición y recorte de
Banderas en el polvo (c. 1934)

UN día, hace unos dos años, estaba ociosamente especulando acerca del
tiempo y la muerte cuando se me ocurrió la idea de que sin duda mientras mi
carne accedía más y más a las compulsiones estandarizadas de la respiración,
vendría un día en el que el paladar de mi alma ya no reaccionaría al simple
pan y sal del mundo tal y como lo había encontrado en los años de
descubrimiento, igual que después de un rato el paladar físico permanece
apático hasta que se le provoca mediante trufas. Así que empecé mi
búsqueda.
Todo lo que deseaba era simplemente una piedra de toque; una simple
palabra o gesto, pero habiendo estado previamente estos dos años bajo la
maldición de las palabras, habiendo conocido dos veces antes la agonía de la
tinta, nada servía salvo el intento de recrear a la fuerza entre las cubiertas de
un libro el mundo que ya estaba preparado para perder y lamentar, sentía, con
la morbidez del joven, que no sólo estaba al borde de la decrepitud, sino que
hacerse mayor tenía que ser una experiencia que de entre todo el nutrido
mundo sólo me resultaba peculiar a mí, y deseaba, si bien no la captura de ese
mundo y su fijación tal y como hubieras preservado una rama o una hoja
como una señal del bosque extinto, sí al menos conservar el evocador
esqueleto de la hoja disecada.
Así que comencé a escribir, sin mucha intención, hasta que me di cuenta
de que para hacerlo verdaderamente evocador debía ser personal, con el fin
de preservar en la escritura no sólo mi propio interés, sino preservar mi
creencia en el sabor del pan y la sal. Así introduje gente, puesto que qué
podía ser más personal que la reproducción, en sus dos sentidos, el estético y
el mamífero. En su único sentido, realmente, puesto que el estético es todavía
el principio femenino, el deseo de sentir los huesos abriéndose y partiéndose
con algo vivo engendrado del ego y concebido por la desatada declaración de
la carne. Así que conseguí alguna gente, algunos los inventé, otros los creé a
partir de cuentos que aprendía de cocineras negras y chicos de las cuadras de
todas las edades entre Joby el de un brazo, de dieciocho, que me enseñó a
escribir mi nombre en tinta roja en el guardapolvo de lino que llevaba por
alguna razón que ambos habíamos olvidado, a la vieja Louvinia que
recordaba cuándo «caían» las estrellas y que llamaba a mi abuelo y a mi
padre por sus nombres de pila hasta que se murió. Creados, digo, porque
están compuestos parcialmente a partir de lo que eran en la vida real y
parcialmente a partir de lo que deberían haber sido y no fueron: así que
mejoré a Dios, quien, tan dramático como Él era, no tenía sentido ni
sentimiento para el teatro.
Y tampoco lo tuve yo, pues el primer editor a quien le presenté
seiscientas extrañas páginas de manuscrito lo rechazó sobre la base de que era
caótico, sin pies ni cabeza. Yo estaba estupefacto; mi primera emoción fue la
ciega protesta, entonces me volví objetivo por un instante, como el padre al
que se le dice que su hijo es un ladrón o un idiota o un leproso; durante un
momento terrible lo contemplé con consternación y desespero, entonces
como el padre oculté mis propios ojos en la furia de la negativa. Me aferré
obstinadamente a mi ilusión; le enseñé el manuscrito a varios amigos, que me
dieron la misma opinión general —que el libro carecía de cualquier tipo de
forma—; finalmente uno de ellos lo llevó a otro editor, que propuso revisarlo
lo que hiciera falta sólo para ver qué había allí.
Mientras tanto yo me había negado a tener nada que ver con eso. Hice
este prefacio discutiendo acaloradamente con la persona designada para
editar el manuscrito en todas las ocasiones en las que fue lo suficientemente
torpe como para que la pillase. Dije, «Una col ha crecido, madurado. Miras a
esa col; no es simétrica; dices, recortaré esta col y la convertiré en arte; la
haré que recuerde a un pavo real o a una pagoda o a tres donuts. Muy bien,
digo yo: si haces eso, entonces la col se morirá».
«Entonces sacaremos de esto algo de chucrut», dijo. «La misma cantidad
de agrio chucrut alimentará al doble de gente que la col.» Un día después o
así vino a mí y me enseñó el manuscrito. «El problema es», dijo, «que aquí
tenías casi seis libros. Estabas intentando escribirlos todos a la vez». Me
enseñó lo que quería decir, lo que había hecho, y por primera vez me di
cuenta de que yo lo había hecho mejor de lo que imaginaba y el largo trabajo
que había tenido que crear se abrió ante mí y me sentí rodeado por el limbo
en el que las sombrías visiones, la multitud que se desplegaba a medio
formar, estaban esperando cada una con su porción de esa verosimilitud que
se va a unir formando todo un mundo que por alguna razón creo que no
debería salir del todo de la memoria del hombre, y contemplé estas sombrías
pero ingeniosas formas a causa de cuyo parto podría reafirmar los impulsos
de mi propio ego en este mundo real sin estabilidad, con un montón de
humildad, y especulé sobre el tiempo y la muerte y me pregunté si había
inventado el mundo al cual debería dar vida o si él me había inventado a mí,
proporcionándome una ilusión de viveza.
[En marzo de 1934, Faulkner envió desde Oxford a su agente
Morton Goldman en Nueva York un manuscrito sin título de dos
páginas describiendo la escritura de su tercera novela, Banderas en
el polvo (aunque el título no aparece en el texto), el rechazo de su
editor y la subsiguiente edición y recorte por otra mano. (Esa
persona fue su amigo y futuro agente Ben Wasson, al que tampoco se
nombra.) El manuscrito es obviamente temprano y no fue enviado a
su agente para su publicación, puesto que la letra a mano resulta
difícil de leer, sino presumiblemente con la esperanza de que fuese
vendido a un coleccionista. (Faulkner estaba pasando por serias
dificultades financieras en esa época.) Y es posible que tuviese la
voluntad de deshacerse del manuscrito porque ya lo había
mecanografiado, algo que ahora se cree que no sobrevivió.
El texto fue transcrito y publicado por primera vez por Joseph
Blotner en la Yale University Library Gazette, enero de 1973, como
«Ensayo de William Faulkner sobre la composición de Sartoris»
[«William Faulkner s Essay on the Composition of Sartoris»]. La
pieza fue editada subsiguientemente por George Hayhoe y su editor, y
un texto limpio, con notas textuales, apareció como apéndice a la
tesis doctoral de 1979 de Hayhoe en la Universidad de South
Carolina, «Un estudio crítico y textual de Banderas en el polvo de
William Faulkner» [«A Critical and Textual Study of William
Faulkners Flags in the Dust»], que dirigió este editor. Este texto
limpio, con posteriores enmiendas, es el aquí reproducido.
Resulta difícil decir con exactitud cuándo fue escrito el texto.
Faulkner afirma que esto fue dos años antes después de que empezase
Banderas, lo cual, caso de ser verdad, lo situaría afínales de otoño de
1928 o a comienzos de 1929. Pero su fecha bien puede ser hasta un
año posterior.
¿Cuál fue el propósito de Faulkner al escribir esto? Quizá sea un
borrador de un memorándum para el editor de Sartoris —o para
Watson—. Ciertamente su cuidado al describir sus reacciones al
rechazo y subsiguiente edición y recorte de su novela sugieren que
tenía la intención de hacer algún uso de ello, quizá incluso publicarlo
de alguna forma. Hayhoe piensa que pudo haber sido escrito como
introducción para una edición o reedición posterior de Sartoris. Pero
Faulkner no habría pensado que una crítica tan severa de la novela
pudiese haber formado parte de su reedición, y puede que lo hubiese
escrito sólo para su propio beneficio.]
El hijo de MacGrider (1934)[38]

APROXIMADAMENTE dos veces al año Charlie Hayes y yo hacemos un


poco de pesca de barracones o de aeropuerto. En el invierno será junto a la
estufa en la oficina del señor Holmes, pero en el verano casi cualquier
sombra, incluso la del ala de un aeroplano, servirá. La mayoría de las veces
es en Canadá o cerca de los Grandes Lagos, aunque durante los dos últimos
años nos hemos ido tan al sur como Reelfoot Lake o incluso Arkansas; a
veces supongo que realmente creemos que lo vamos a hacer.
Así que (fue el sábado de la semana pasada; mi hermano estaba echando
gasolina a nuestro aeroplano en el aeropuerto municipal para bajar a casa y
fui donde la señora Caya a por chicle), cuando entré por la puerta y vi a
Hayes y a otro hombre en el mostrador, inmediatamente enganché una mosca
y empecé a quitar algo de sedal. Hayes y el otro hombre no estaban
comiendo. Ambos llevaban gafas protectoras, así que supe que era un
estudiante incluso antes de que viese que Hayes tenía lápiz y papel y estaba
dibujando un diagrama de un perfil aerodinámico.
«Éste es el señor tal y tal», dijo Hayes: ésa era la forma en la que yo oía
los nombres, pues carecía por completo de esa cualidad mental que se queda
con los nombres enseguida. O quizá yo ya estuviese haciendo un lanzamiento
en falso,[39] metiéndome la mano en el bolsillo para la moneda del chicle y
Hayes y yo dejando ya Chicago hacia los lagos del norte de Michigan,
cuando el otro hombre me ofreció un cigarrillo. Me di cuenta de que había
sacado una cerilla junto a la moneda, y repentinamente pensé, o quizá
simplemente registré: ¿Grider?, ¿Grider?
«El hijo de Mac Grider, George», dijo Hayes. Entonces miré al otro por
primera vez, recordándole como si le hubiese echado una ojeada desde atrás
mientras entraba: un hombre en el sentido en el que se refieren unos a otros
como hombres en los institutos, porque incluso desde atrás eso es lo que
parecía. Como si estuviese en el segundo año del equipo de boxeo; grande de
hombros pero no especialmente grande en ningún sitio más, con una camisa
abierta y un par de pantalones de verano, con una cara sorprendentemente
joven y una boca y un mentón más delicados de lo que cabría esperar.
«Oh», dije. Entonces Hayes y yo estábamos subiendo hacia Sault
Ste. Marie, y, puesto que el pronóstico del tiempo decía que haría más
frío al día siguiente, habíamos matado un alce americano o dos.
Entonces me llamó mi hermano; salimos todos juntos, yo aminoré
hasta que apareció Grider.

«¿Cómo va lo de volar?», dije.


«Bien», dijo. «He estado en ello aproximadamente una semana.»
«Una semana», dije.
«Sí. No soy tan bueno. Me gusta, no obstante.»
Eso fue el sábado. El miércoles yo estaba de nuevo en el campo; entré
donde la señora Caya y allí estaba él. Tenía exactamente el mismo aspecto de
antes, sólo que ahora estaba solo, esta vez fumando una pipa y encajando las
bolitas en una de esas mesas de billar en miniatura dentro de una caja de
cristal con ranuras. Él me reconoció; sé que lo hizo, pero ni siquiera me miró
hasta que dije:
«Hola».
Me miró. «Hola», dijo. Entonces miró a la mesa; cargó el émbolo
cuidadosamente. «Volé solo ayer por la mañana», dijo.
«¿Qué?», dije. «¿Qué?, ¿solo?» El sábado me había dicho que
llevaba en ello aproximadamente una semana. «Eso está bien», dije.
«Buen trabajo.»
Ajustó con cuidado el émbolo. «Sí», dijo. «Me encanta esto.
También el barco, supongo.»

Eso fue todo. Después le vi a él y a otro chaval de su edad cruzando la


pista hacia el aeroplano en el que había aprendido a volar. Llevaban una
cámara; después vi que tenía en él su nombre pintado a mano, y pude
imaginar cómo probablemente se había acercado a Hayes con la idea de
hacerse su foto junto al aeroplano, preguntándole a Hayes si él pensaba que
eso se parecería demasiado a darse aires.
La historia de Mac Grider no es noticia para ninguno de Memphis,
imagino; ciertamente no para ninguno que haya leído Pájaros de guerra. Él
estuvo en la primera compañía de candidatos americanos para el servicio
aéreo para ir a ultramar. Eso fue en 1917, cuando en casa para ellos no había
aeroplanos en los que volar y cuando tenían que coger un barco en el que ni
siquiera sabían adonde estaban yendo y que cuando llegaban inmediatamente
se convertían en huérfanos militares sin estatus ni rango (ni a veces paga)
mientras los otros cuerpos volvían a casa convertidos en oficiales hasta
calzarse completamente las espuelas en noventa días o menos.
Esta compañía americana fue a Inglaterra y fue enviada a la Escuela
Británica de Aeronáutica Militar[40] en Oxford y allí dividida y enviada al
Real Cuerpo Aéreo, progresando a través de las etapas de vuelo primarias y
avanzadas y después al Grupo de Pilotos, donde, en un estado anómalo que
no era ni chicha ni limonada, con el estatus de reclutas aunque viviendo como
oficiales, soldados americanos todavía con certificados británicos de piloto
languidecían de nuevo hasta que el gobierno de casa recordaba decidir qué
hacer con ellos; con lo que finalmente emergían uno por uno, con cargos de
los Estados Unidos y alas del R.C.A.,[41] y eran destinados a escuadrones
británicos en Francia.
Entonces era la primavera de 1918. El comandante William Bishop
lideraba las listas del R.C.A. con sus 74 Hunos[42] y su Cruz de la
Victoria[43] y sus dos Órdenes al Servicio Distinguido[44] y su Cruz
Militar[45] y ahora se había convertido en demasiado valioso para arriesgarlo
en combate donde algún principiante alemán en su primer vuelo pudiese
derribarlo por accidente, así que fue llamado de nuevo por Inglaterra y se le
dio un escuadrón; se le permitió organizado a él mismo y elegir a los
hombres que quisiese.
Tres de los hombres que eligió eran americanos, Elliott Springs, Laurence
Callahan y Grider. El escuadrón partió hacia Francia, donde se convirtió en el
Escuadrón Sexagésimo Quinto, de aviones S.E.5,[46] cazas monoplaza, y que
tenía el exclusivo honor de estar comandado de forma alternativa por tres de
los pilotos de combate británicos más laureados de la guerra, el canadiense
Bishop, el inglés McCudden, el irlandés Mannock. Grider tiene un récord
oficial de aparatos enemigos destruidos antes de que no consiguiese regresar
de patrulla un día de agosto de 1918. Su cuerpo fue encontrado cerca de Lille,
tras las líneas alemanas, e identificado y enterrado por la Cruz Roja alemana.
Así que estaba de pie en la pista, observando al hijo de Grider y a su
acompañante jugando con la cámara, cuando Hayes vino a mí.
«Escucha», dijo, «quiero que hagas algo. Escribe rápidamente
algo para los periódicos acerca de esto: El hijo de Mac Grider.
Veintidós años. Segundo año en Annapolis. Pilotando solo en una
semana».
«¿En una semana?», dije. «¿Realmente pilotó solo en el transcurso
de siete días?»
«Sí. Estuvo a punto de atascarse; tiene que volver a la escuela el
28.
Así que haz algo rápido. Algo de lo que no se avergüence.»
«Si yo hubiese volado solo en el transcurso de una semana querría
estar avergonzado», dije.
«Ya sabes lo que quiero decir», dijo Hayes. «Hazlo.»
Estaban allí de pie junto al aeroplano, medio jugando con la
cámara, como haría la gente de veintidós años.
«Avergonzado», dije. «No sé si puedo o no puedo. Pero lo
intentaré, no obstante.»

Al final tuvieron la cámara lista, enfocada, fuese lo que fuese lo que


hicieran con ella. Él todavía llevaba la camisa abierta, los finos pantalones de
verano, las gafas protectoras de cristal común de ventana que probablemente
había tomado prestadas y que nunca costarían mucho más de dos dólares
nuevas.
Así fue. Si se hubiera presentado con su permiso de estudiante y un par de
gafas protectoras de caza con cierre hermético y lentes Calobar no te habría
sorprendido. O incluso podía haber aparecido con una réplica del uniforme de
su difunto padre, Sam Browne y botas y todo, y un montón de mujeres
habrían llorado por la foto e incluso los hombres no habrían pensado
demasiado mal de él.
Pero no lo hizo: sólo estaba de pie donde le diese bien el sol, con ropa que
se podría haber puesto para segar el jardín de atrás, mientras su compañero
entornaba los ojos ante la cámara, moviendo dispositivos y eso.
«Date prisa», dijo. «Odio congelar así la cara.»
[Memphis Commercial Appeal, 23 de septiembre de 1934; reproducido en
Mississippi Quarterly, verano de 1975. Ese texto es el aquí reproducido.]
Una nota sobre Sherwood Anderson
(1953)[47]

UN día, durante los meses en los que caminábamos y hablábamos por


Nueva Orleans —o Anderson hablaba y yo escuchaba—, le encontré sentado
en un banco en Jackson Square, riéndose solo. Me dio la impresión de que
había estado allí así durante algún tiempo, simplemente sentado solo en el
banco riéndose. No era nuestro lugar de encuentro habitual. No teníamos
ninguno. Vivía encima de la plaza y, sin ningún preacuerdo especial, después
de que me hubiese tomado algo de comer a mediodía y supiese que él
también había terminado su almuerzo, solía caminar en esa dirección y, si
para entonces no le había encontrado dando una vuelta o sentado en la plaza,
por mi parte simplemente me sentaba en el bordillo desde el que podía ver su
entrada y esperaba hasta que saliese de allí con sus brillantes ropas, medio de
ir a las carreras medio bohemias.
Esta vez él ya estaba sentado en el banco, riéndose. Enseguida me contó
lo que era: un sueño: la noche anterior había soñado que caminaba millas y
millas por carreteras comarcales, guiando un caballo que estaba intentando
cambiar por dormir una noche —no por una simple cama para la noche, sino
por el hecho mismo de dormir—; y conmigo escuchándolo ahora, continuó
desde ahí, elaborándolo, convirtiéndolo en una obra de arte con la misma
tediosa (tenía la apariencia de un titubeo pero realmente no lo era: era una
búsqueda, una caza) casi insoportable paciencia y humildad con las que hizo
todo lo que escribió, yo escuchándole y no creyendo una palabra de todo
aquello: esto es, que eso hubiese sido un sueño soñado mientras dormía.
Porque lo conocía mejor. Sabía que lo había inventado, fabricado; había
fabricado la mayoría, o al menos parte, mientras yo estaba allí observando y
escuchándole. Él no sabía por qué se había visto forzado a, o en cualquier
caso había necesitado, afirmar que había sido un sueño, por qué tenía que
haber esa conexión con el sueño y el dormir, pero yo sí lo sabía. Era porque
había escrito su biografía entera en una anécdota o quizás en una parábola: el
caballo (al principio había sido un caballo de carreras, pero ahora era un
caballo de trabajo, carro y silla de arar, sano y fuerte y valioso, pero sin
pedigrí documentado) representando la vasta rica fuerte dócil extensión del
valle del Mississippi, su propia América, la que él, con su camisa de ir a las
carreras azul brillante y su corbata bohemia moteada de bermellón con nudo
Windsor, estaba ofreciendo con humor y paciencia y humildad, pero sobre
todo con paciencia y humildad, a cambio de su propio sueño de pureza e
integridad y duro e incesante trabajo y talento, del cual Winesburg, Ohio y El
triunfo del huevo[48] habían sido síntomas y símbolos.
Él nunca habría dicho esto, él mismo nunca lo habría expresado con
palabras. Nunca habría sido capaz de verlo aunque, y ciertamente él lo habría
negado, probablemente con bastante violencia, yo hubiese intentado
señalárselo. Pero esto no habría sido debido a que podría no haber sido
verdadero, tampoco debido a que, verdadero o no, no lo hubiese creído. En
realidad, no habría habido mucha diferencia entre que fuese verdadero o no o
si lo creía o no. La razón por la que lo habría repudiado era la gran tragedia
de su carácter. Esperaba de la gente que se riese de él, que lo ridiculizase.
Esperaba de gente que en modo alguno le igualaba en estatura o en talento o
en ingenio que fuese capaz de hacerle parecer ridículo.
Por eso trabajaba tan laboriosa y tediosa e infatigablemente en todo lo
que escribió. Era como si se dijese a sí mismo: «Esto al menos será, debe ser,
tiene que ser invulnerable». Era como si ni siquiera escribiese a partir de la
devoradora insomne implacable sed de gloria por la que cualquier artista
normal hubiese destruido a su anciana madre, sino por lo que para él era más
importante y urgente: ni siquiera por la mera verdad, sino por la pureza, por
la exactitud de la pureza. Suyas no eran ni la intensidad ni el ritmo de
Melville, que fue su abuelo, ni el entusiasta humor por la vida de Twain, que
fue su padre; él no tenía nada de la torpe indiferencia respecto a los matices
de su hermano mayor, Dreiser. Suyo era ese vacilar en pos de la exactitud, de
la palabra y de la frase exactas dentro del limitado rango de un vocabulario
controlado e incluso reprimido por lo que en él era casi un fetiche de
simplicidad, ordeñarlas hasta dejarlas secas, buscar siempre penetrar hasta el
último confín del pensamiento. Trabajó tan duro en esto que finalmente llegó
a ser simplemente estilo, un fin en lugar de un medio; de modo que pronto
llegó a creer que, con tal de que mantuviese el estilo puro e intacto e
invariado e inviolado, lo que el estilo contenía tendría que ser de primera
clase: inevitablemente sería de primera clase, y por lo tanto él mismo
también.
En este momento de su vida, tenía que creer esto. Su madre había sido
una asistenta, su padre un jornalero; estos orígenes le había enseñado que la
cantidad de seguridad y éxito material que había logrado era, tenía que ser, la
respuesta y el fin de la vida. Pero lo dejó, lo repudió y descartó a una edad
más avanzada, cuando tenía más años que la mayoría de los hombres y
mujeres que toman esa decisión, para dedicarse al arte, a escribir. Pero,
cuando hubo tomado esa decisión, descubrió que él sólo era un hombre de
uno o dos libros. Tenía que creer que, si mantenía puro ese estilo, entonces lo
que el estilo contendría sería puro también, lo mejor. Por eso era por lo que
tenía que defender el estilo. Ésa era la razón de su dolor y de su enfado con
Hemingway por Torrentes de primavera,[49] y conmigo en menor grado,
dado que mi falta no tenía la extensión de un libro sino que era simplemente
una impresión privada y un volumen para suscriptores que poca gente fuera
de nuestro pequeño grupo de Nueva Orleans iba a ver o acerca de lo cual iba
a oír hablar, a propósito del libro de caricaturas de Spratling que titulamos
Sherwood Anderson y otros famosos criollos[50] y para el que escribí una
introducción con un estilo como de un Anderson de manual. Ninguno de
nosotros —ni Hemingway ni yo— podríamos haber tocado, ridiculizado, su
trabajo mismo. Pero habíamos hecho que su estilo pareciera ridículo; y en
aquella época, después de Risa oscura,[51] cuando había alcanzado el punto
en el cual debería haber parado de escribir, tenía que defender ese estilo a
toda costa porque por aquel entonces él también tenía que haber sabido en su
corazón que no quedaba nada más.
La exactitud de la pureza, o la pureza de la exactitud: lo que prefieran.
Era un sentimental en su actitud hacia la gente, y muy a menudo errado
respecto a ellos. Creía en la gente, pero era como si sólo lo hiciese en teoría.
Esperaba lo peor de ellos, aun cuando cada vez estaba preparado de nuevo
para resultar decepcionado o incluso herido, como si nunca hubiese pasado
antes, como si la única gente en la que pudiese realmente confiar, con la que
podía permitirse ir, fuese la de su propia invención, los fingimientos y
símbolos de su propio sueño vacilante. Y a veces era un sentimental en su
escritura (también lo era Shakespeare a veces) pero nunca fue impuro en ella.
Nunca la escatimó, la abarató, tomó el camino fácil; nunca se equivocó al
aproximarse a la escritura salvo por su humildad y su casi religiosa, casi
abyecta, fe y paciencia y voluntad para rendirse, para renunciar a sí mismo
por ella y en ella. Odiaba el desparpajo; si era rápido, él creía que también era
falso. Me dijo en una ocasión: «Tienes demasiado talento. Lo puedes hacer
demasiado fácil, y de formas demasiado diferentes. Si no eres cuidadoso,
nunca escribirás nada». Durante aquellas tardes en las que paseábamos por el
barrio antiguo, yo escuchaba mientras me hablaba a mí o a otra gente —
cualquiera, en cualquier parte— que hubiese conocido en las calles o en los
muelles, o en las noches en las que estábamos sentados junto a una botella, él,
con un poco de ayuda de mi parte, inventaba otros personajes fantásticos
como el insomne hombre con el caballo. Uno de ellos se suponía que era un
descendiente de Andrew Jackson, abandonado en aquella ciénaga de
Lousiana después de la batalla de Chalmette, ya no medio-caballo medio-
caimán pero de momento medio-hombre medio-oveja y enseguida medio-
tiburón, quien —eso, la fábula entera— al final se volvió tan difícil de
manejar y (eso pensábamos nosotros) tan graciosa, que decidimos pasarla a
papel escribiéndonos cartas uno a otro como si se tratase de dos miembros de
una expedición exploratorio-zoológica temporalmente separados. Le traje mi
primera respuesta a su primera carta. La leyó. Dijo:
«¿Te satisface?»
Dije, «¿Señor?»
«¿Estás satisfecho con ello?»
«¿Por qué no?», dije. «Pondré lo que sea que dejé fuera en la
próxima.» Entonces me di cuenta de que estaba más que disgustado:
estaba brusco, áspero, casi enfadado. Dijo:
«O lo tiras, y lo dejamos, o te lo llevas y lo haces de nuevo.» Cogí
la carta. Trabajé tres días en ello antes de llevársela de vuelta.
La leyó otra vez, bastante despacio, como siempre hacía, y dijo,
«¿Estás satisfecho ahora?»
«No señor», dije. «Pero es como mejor lo sé hacer.»
«Entonces lo pasaremos», dijo, poniendo la carta en su bolsillo, su
voz una vez más cálida, sonora, afirmada por la risa, dispuesta a creer,
dispuesta a ser herida de nuevo.

Aprendí de él mucho más que eso, pusiera o no pusiera siempre en


práctica el resto más veces que aquello. Aprendí que, para ser un escritor, uno
primero tiene que ser lo que uno es, lo que uno ha nacido; que para ser
americano y escritor, uno no tiene necesariamente que ser un hipócrita
respecto a cualquier imagen americana convencional como la suya o la del
propio Dreiser del lacerante maíz de Indiana u Ohio o Iowa, o los corrales de
Sandburg o la rana de Mark Twain. Únicamente tenías que recordar lo que
eras.
«Tienes que tener algún lugar a partir del cual comenzar: entonces
empiezas a aprender», me contó. «No importa dónde esté, con tal de
que lo recuerdes y no te avergüences de él. Puesto que un lugar a
partir del cual empezar es tan importante como cualquier otro. Tú eres
un chico de campo; todo lo que conoces es esa pequeña parcela allí al
norte de Mississippi desde la que empezaste. Pero esto también está
bien. También es América; retíralo, tan pequeño y desconocido como
es, y todo colapsará, como cuando extraes un ladrillo de un muro.»
«No de un muro cementado, o enyesado», dije.
«Sí, pero América todavía no está cementada ni enyesada.
Todavía la están construyendo. Por eso es por lo que un hombre con
tinta en sus venas no sólo todavía puede sino que a veces tiene que
seguir moviéndose a su alrededor, seguir moviéndose alrededor y
escuchar y mirar y aprender. Por eso es por lo que colegas ignorantes
y sin escolarizar como tú y yo no sólo tienen una oportunidad de
escribir, sino que deben escribir. Todo lo que América pide es que la
mires, que la escuches y que la comprendas si puedes. Sólo que la
comprensión tampoco es importante: lo importante es creer en ello
aunque no lo comprendas, y entonces intentar contarlo, apuntarlo. No
siempre estará lo suficientemente bien, pero siempre hay una próxima
vez: siempre hay más papel y más tinta, y algo más que intentar
comprender y contar. Y probablemente eso tampoco estará
exactamente bien, pero también habrá una próxima vez respecto a esa.
Porque mañana América va a ser algo diferente, algo más, algo nuevo
que mirar y escuchar e intentar comprender; y, aunque no puedas
comprender, cree. Creer, creer en el valor de la pureza, y creer más.
Creer no sólo en el valor, sino en la necesidad de fidelidad e
integridad; afortunado el hombre a quien elige la vocación por el arte
y escoge serle fiel, puesto que la recompensa por el arte no espera al
cartero.»

Él llevó esto al extremo. Lo cual, a la vista de esto, es imposible. Quiero


decir que, en sus últimos años, cuando probablemente por fin admitió ante sí
mismo que sólo quedaba el estilo, trabajó en esto tan dura y laboriosamente y
con tal autosacrificio, que a veces parecía un poco más grande, un poco más
alto de lo que era. Era cálido, generoso, alegre y le encantaba reír, sin
mezquindad y celoso únicamente de la integridad que creía absolutamente
necesaria en cualquiera que se aproximase a su oficio; estaba dispuesto a ser
generoso con cualquiera, una vez que se convenciera de que ése se
aproximaba a su oficio con su propia humildad y respeto por ello. Durante
aquellos días y semanas en Nueva Orleans, gradualmente me fui dando
cuenta de que allí había un hombre que estaría recluido toda la mañana,
trabajando. Luego por la tarde aparecería y caminaríamos por la ciudad,
hablando. Luego por la noche nos encontraríamos de nuevo, ahora con una
botella, y ahora hablaríamos de verdad; el mundo en minúscula estaría
entonces en cualquier patio sombrío donde el vaso y la botella chocasen y las
palmeras silbasen como arena seca con cualquier movimiento de aire. Y
luego a la mañana siguiente él estaría recluido de nuevo, trabajando; con lo
cual me dije a mí mismo, «Si esto es lo que conlleva ser un novelista,
entonces ésta es la vida hecha para mí.»
Así que empecé una novela, La paga de los soldados. Había conocido a la
señora Anderson antes de conocerle a él. Hacía algún tiempo que no les veía
cuando me la encontré en la calle. Ella hizo comentarios sobre mi ausencia.
Dije que estaba escribiendo una novela. Preguntó si quería que Sherwood la
viese. Contesté, no recuerdo exactamente qué, pero la idea era que por mí
estaría bien si él quería. Me dijo que se la llevase cuando la terminase, lo cual
hice en unos dos meses. Pocos días después mandó a buscarme. Dijo,
«Sherwood dice que hará un intercambio contigo. Dice que si no tiene que
leerla, le dirá a Liveright (Horace Liveright: su editor entonces) que la
acepte».
«Hecho», dije, y eso fue todo. Liveright publicó el libro y vi a Anderson
sólo una vez más, puesto que entre tanto había tenido lugar el desafortunado
asunto de la caricatura y rehusó verme, durante varios años, hasta una tarde
en un cóctel en Nueva York; y de nuevo tuvo lugar ese momento en el que él
apareció más alto, más grande que cualquier cosa que jamás hubiese escrito.
Entonces recordé Winesburg, Ohio y El triunfo del huevo y algunos de los
textos de Caballos y hombres,[52] y supe que había visto, que estaba
mirando, a un gigante en una tierra poblada en su mayoría —en su inmensa
mayoría— por pigmeos, aunque él no hubiese hecho más que dos o quizá tres
gestos equiparables a lo gigantesco.
[Atlantic, junio de 1953; este texto ha sido reproducido a partir del
mecanoescrito de Faulkner.]
Nota sobre Una fábula (c. 1953)

ESTE no es un libro pacifista. Al contrario, este escritor tiene una opinión


casi tan pobre del pacifismo como de la propia guerra, debido a que el
pacifismo no funciona, no puede hacer frente a las fuerzas que producen las
guerras. En realidad, si este libro tiene algún propósito o moral (los cuales no
tiene, deliberadamente quiero decir, en su concepción, puesto que hasta
donde supe o tuve la intención era simplemente un intento de mostrar al
hombre, a los seres humanos, en conflicto con sus propios corazones y
compulsiones y creencias y la dura y duradera e inconsciente etapa de la
tierra en la que sus aflicciones y esperanzas deben angustiarse), era el mostrar
mediante poética analogía, alegoría, que el pacifismo no funciona; que para
poner fin a una guerra, el hombre o bien ha de encontrar o inventar algo más
poderoso que la guerra y la aptitud del hombre hacia la beligerancia y su sed
de poder a toda costa, o bien ha de usar el fuego mismo para combatir y
destruir al fuego con él; que el hombre finalmente tendrá que movilizarse a sí
mismo o armarse a sí mismo con los instrumentos de la guerra para poner fin
a la guerra; que el error que hemos cometido constantemente es disponer
nación contra nación o ideología política contra ideología política para parar
la guerra; que los hombres que no quieren la guerra tendrán que armarse a sí
mismos como si fuera para la guerra, y derrotar mediante los métodos de la
guerra las alianzas de poder que mantienen la obsoleta creencia en la validez
de la guerra: a quienes (a esas alianzas) hay que enseñarles a aborrecer la
guerra no por razones morales o económicas, ni siquiera por simple
vergüenza, sino porque estén asustadas de ella, porque no se atrevan a
arriesgarse a ella puesto que saben que en la guerra ellos mismos —no en
tanto que naciones o gobiernos o ideologías, sino como simples seres
humanos vulnerables a la muerte y a las heridas— serán los primeros en ser
destruidos.
Tres de estos personajes representan la trinidad de la conciencia del
hombre —Levine, el joven piloto inglés, que simboliza el tercio nihilista; el
viejo general francés de intendencia, que simboliza el tercio pasivo; el
mensajero de las trincheras inglés, que simboliza el tercio activo—. Levine,
que contempla el mal y se niega a aceptarlo destruyéndose a sí mismo; el que
dice «Entre la nada y el mal, escogeré la nada;» quien, en efecto, para destruir
el mal, también destruye el mundo, esto es, el mundo que es el suyo, él
mismo —el viejo general de intendencia que dice en la última escena, «No
me estoy riendo. Lo que ves son lágrimas»; esto es, hay mal en el mundo;
resistiré a ambos, al mal y al mundo también, y llevaré luto por ambos— el
mensajero de las trincheras, la cicatriz viviente, que dice en la última escena,
«Eso está bien; temblor. No voy a morir —nunca», esto es, hay mal en el
mundo y voy a hacer algo respecto a ello.
[Mississippi Quarterly, verano de 1973; texto basado en uno
mecanoscrito de los archivos de su editor, para quien Faulkner
escribió el pasaje afínales de 1933 o comienzos de 1954,
aparentemente como una copia para la sobrecubierta o como
comunicado para usarse como publicidad para la novela, que fue
publicada en agosto de 1954.]
Mississippi (1954)

EL MISSISSIPPI comienza en el vestíbulo de un hotel de Memphis,


Tennessee, y se extiende hacia el sur hasta el Golfo de México. Está
salpicado de pequeños pueblos concéntricos alrededor de los fantasmas de los
caballos y de las mulas que una vez estuvieron atados a la barra que rodea el
edificio del juzgado del condado, y casi debe decirse que sólo tiene esas dos
direcciones, norte y sur, dado que hasta hace pocos años era imposible viajar
al este o al oeste a través de él salvo que caminases o cabalgases uno de los
caballos o una de las mulas; incluso en la temprana madurez del niño, para
llegar por tren a cualquiera de los pueblos de los condados adyacentes que
estuviesen a treinta millas al este o al oeste, tenías que viajar noventa millas
en tres direcciones diferentes en tres ferrocarriles diferentes.
En el principio era virgen —hacia el oeste, a lo largo del Gran Río, las
ciénagas de aluvión enhebradas por pantanos negros y casi inmóviles e
impenetrables con caña y menta-parra[53] y ciprés y fresno y roble y resina;
hacia el este, las crestas de madera noble y las praderas donde morían los
montes Apalaches y pastaban los búfalos; hacia el sur, las estériles tierras de
pinos y los perennes robles[54] de musgo colgante y las ciénagas más
grandes con menos tierra que agua acechando con caimanes y mocasines de
agua,[55] donde en su momento empezaría Louisiana—.
Y donde en el principio los predecesores se deslizaban con sus simples
artefactos, y construyeron los túmulos y se desvanecieron, legando sólo los
túmulos en los que el siguiente linaje algonquiano[56] constatable dejaría las
calaveras de sus guerreros y de sus jefes y de sus bebés y de sus osos
aniquilados, y los cascos de los cacharros y cabezas de martillo y de flechas y
de vez en cuando una pesada espuela de plata española. Entonces había
ciervos que vagaban en manadas plácidas como el humo, y osos y panteras y
lobos en la maleza y en los fondos, y todas las bestias menores —mapaches y
zarigüeyas y castores y visones y ratas almizcladas (no almizcleras:
almizcladas)[57]—ellos todavía estaban allí y parte de la tierra todavía era
virgen a comienzos del siglo xx cuando el propio chico empezó a cazar. Pero
exceptuando que de vez en cuando miraban hacia fuera desde detrás de la
cara de un hombre blanco o de un negro, los Chickasaws y los Choctaws y
los Natchez y los Yazoos estaban tan desaparecidos como los predecesores, y
la gente con la que el chico se deslizaba eran los descendientes de los
Sartorises y los De Spains y los Compsons que habían comandado los
regimientos Manassas y Sharpsburg y Shiloh y Chickamaugra, y los
McCaslins y los Ewells y los Holstons y los Hogganbecks, cuyos padres y
abuelos los habían establecido, y de vez en cuando también un Snopes,
porque a principios del siglo xx los Snopes estaban por todas partes: no sólo
tras las máquinas registradoras de pequeñas tiendas mugrientas situadas en
calles laterales frecuentadas por negros, sino tras escritorios presidenciales de
bancos y mesas de directores de empresas de venta al por mayor a
supermercados, y en las dependencias del diácono en las iglesias baptistas,
acaparando las desmoronadas casas georgianas y troceándolas en
apartamentos y en sus lechos de muerte decretando anexos y pilas
bautismales en las iglesias como recordatorios de sí mismos o quizá por puro
terror.
Ellos también cazaban. Ellos también estaban en los campamentos donde
los De Spains y los Compsons y los McCaslins y los Ewells eran superiores
en su correspondiente jerarquía, disparando a las ciervas no sólo cuando la
ley decía que no sino cuando lo decía el superior, disparándolas ni siquiera
porque se necesitase la carne sino dejando la propia carne para que se la
comiesen los carroñeros en los bosques, disparándolas sólo porque eran
grandes y se movían y eran extrañas, de un tiempo más antiguo que las
pequeñas tiendas mugrientas y la acumulación y la capitalización del dinero;
el chico ahora un hombre y en su correspondiente jerarquía superior del
campamento y lidiando, teniendo que lidiar, no con la decreciente selva
donde había cada vez menos juego, sino con los Snopes que estaban
destruyendo lo poco que quedaba.
Éstos eligieron a los Bilboes y votaron infatigablemente por los
Vardamans, nombrando a sus hijos después de ellos; su origen estaba en un
amargo odio y miedo y rivalidad económica hacia los negros que labraban
pequeñas granjas no más grandes que las suyas y adyacentes a ellas, porque
el negro, acordándose de cuando no había sido libre en absoluto, era por tanto
capaz de valorar lo que tenía lo suficiente como para luchar por retener
incluso ese poco y se había enseñado a sí mismo cómo hacer más con menos:
cultivar más algodón con menos dinero para gastar y comida para comer y
menos o peores herramientas para trabajar: así, hasta que él, el Snopes, pudo
escapar de la tierra hacia el interior de las pequeñas tiendas mugrientas
situadas en calles laterales donde podía vivir no junto al negro sino a su costa
cobrándole de más en la carne y en la comida y en la melaza inferiores cuyo
precio él, el negro, ni siquiera podía leer siempre.
En el principio, el obsolescente, desposeído mañana por el ya obsoleto: el
salvaje algonquiano —Chickasaw y Choctaw y Natchez y Pascagoula—
mirando hacia abajo desde los altos riscos del Mississippi a una canoa
Chippeway que contenía tres franceses, y tuvo escaso tiempo para girarse y
mirar detrás de él a un millar de españoles venir por tierra desde el océano
Atlántico, y durante un ratito más tuvo el privilegio de observar un flujo-
reflujo-flujo-reflujo de extrañas nacionalidades tan rápido como un mago
extiende y hace desaparecer cartas inconstantes: el francés durante un
segundo, el español quizá durante dos, luego el francés durante otros dos y
luego el español otra vez y luego el francés otra vez durante ese último
suspiro antes de que el anglosajón, que vendría para quedarse, perdure: el
hombre alto rugiendo con la Biblia protestante y el whisky hervido, la Biblia
y la jarra en una mano y probablemente un hacha india en la otra, peleando,
turbulento, calzonazos y polígamo: un invencible casado doncel sin destino
sino únicamente con movimiento, avance, arrastrando tras él a su mujer
grávida y a la mayoría de los parientes de su suegra al interior de la selva
intransitada, para engendrar a ese niño detrás de un rifle con bípode y
obsequiarle a ella con otro antes de moverse de nuevo, y al mismo tiempo
sembrando su otra semilla inagotable en trescientas millas de morenos
vientres: sin avaricia ni compasión ni tampoco previsión: talando un árbol
que costó cientos de años que creciese, para extraer de él un oso o una taza de
miel silvestre.
Él perduró, incluso después de que también estuviese obsoleto, los hijos
más jóvenes de los dueños de las plantaciones de Virginia y de Carolina
vienen a sustituirle en vagones cargados de esclavos y de semilleros de
índigo por los mismos caminos que él había desbrozado con poco más que el
hacha. Entonces alguien le dio a un doctor Natchez una semilla de algodón
mejicano (quizá ya con el gorgojo de la cápsula en ella, ya que, como el
Snopes, él también se había apoderado de la tierra del sur) y cambió toda la
faz del Mississippi, ahora los esclavos limpian rápidamente la tierra virgen en
la que todavía (1850) acechan los fantasmas de Murrell y de Masón y de
Haré y de los dos Harpes, y la convierten en plantaciones para conseguir
beneficio allí donde él, el desplazado y obsoleto, sólo había querido para su
diente el oso y el ciervo y lo endulzado. Pero él permaneció, aún aferrado;
todavía está allí incluso en la madurez del chico, viviendo en una choza de
palos o de maderas al borde de lo que queda de la decreciente selva, por y a
expensas de la tolerancia y a veces incluso de la beneficencia del propietario
de la plantación para quien, a su intratable manera e incluso con una cierta
dignidad e independencia, él es un adulador, poniendo trampas para manches
y ratas almizcleras, ahora que casi han desaparecido también el oso y la
pantera, todavía imprevisor, talando todavía el árbol de doscientos años
incluso aunque ahora sólo haya en él un mapache o una ardilla.
Comandando, cuando llegó ese momento, no los regimientos Manassas ni
Shiloh sino confederándose en bandas irregulares y cuadrillas sin guardar
mucha lealtad a nadie ni a nada, en vez de eso unificándose en torno a un rito
y a un propósito de robar caballos de las líneas federales; esto en los
intervalos de los asaltos (o intentos de ello) a las casas de la plantación del
mismo hombre respecto al que había sido y tenía la intención de volver a ser
el independiente adulador, una vez que la guerra hubiese terminado y
suponiendo que el hombre volviese de su Sharpsburg o de su Chickamauga o
de dondequiera que hubiese estado como mayor o coronel; intentándolo, esto
es, hasta que la esposa del mayor o del coronel o la tía o la suegra, que había
enterrado la plata en el huerto y aún mantenía algunos de los antiguos
esclavos, lo ahuyentaba y lo dispersaba, e incluso disparándole cuando era
necesario, con el arma de caza o las pistolas de duelo del marido o del
sobrino o del yerno ausente —las mujeres, las indómitas, las invictas, que
nunca se rindieron, negándose a permitir que las balas minie yanquis[58]
fuesen extraídas de la columna del pórtico de la repisa de la chimenea o del
dintel, que setenta años después se levantarían y abandonarían Lo que el
viento se llevó en cuanto era mencionado el nombre de Sherman—;
irreconciliables y enfurecidas y todavía hablando de ello mucho después de
que los hombres extenuados y exhaustos que habían luchado y perdido
desistiesen de intentar hacerlas callar: incluso en la época del chico el propio
chico sabe acerca de Vicksburg y de Corinth y acerca de dónde había estado
exactamente el regimiento de su abuelo en la primera de Manassas antes de
recordar haber oído mucho acerca de Santa Claus.
En esos días (1901 y 2 y 3 y 4) Santa Claus acontecía únicamente en
Navidad, no como ahora, y durante el resto del año los niños jugaban con lo
que podían encontrar o ingeniar o hacer, aunque exactamente igual que ahora,
en el 51 y en el 2 y en el 3 y en el 4 todavía jugaban, imitando en pequeño,
aquello a lo que habían estado expuestos, lo que habían oído o visto o lo que
les había emocionado mucho. Lo que también era cierto en la época y la
situación del chico: las viejas mujeres indómitas y que no se habían rendido
todavía mantenían, treinta y cinco y cuarenta años después, algunos de los
viejos esclavos de la casa: también mujeres que, como las blancas,
declinaban, rehusaban abandonar las viejas formas y las viejas angustias. El
propio chico se acordaba de una de ellas: Caroline: libre desde hacía tantos
años pero que había declinado marcharse. Tampoco aceptó nunca la totalidad
de su paga semanal de los sábados, la familia nunca supo por qué a menos
que la única verdadera razón fuese la aparente: por el simple placer de
mantener a toda la familia recordándole constantemente que estaban en deuda
con ella, obligando al abuelo del chico luego a su padre y a su vez finalmente
a él a ser no sólo su banquero sino también su contable, teniendo la cifra de
ochenta y nueve dólares en su cabeza de algún modo o por alguna razón, y
aunque la propia suma se había alterado, a veces más y a veces menos y a
veces fuese ella misma la que estaba varias semanas en deuda, nunca cambió:
uno de los niños, blanco o negro, se encargaba de presentarse a cualquier
hora, normalmente cuando la mayoría de la familia estaba reunida para una
comida, con el mensaje: «Mami me ha pedido que os diga que no os olvidéis
de que le debéis ochenta y nueve dólares.»
Para el niño, incluso en esa época, ella ya parecía más anciana que Dios,
llamando a su abuelo «coronel» pero nunca al padre del niño ni tampoco al
hermano o a la hermana de su padre otra cosa que no fuesen sus nombres de
pila incluso cuando ellos mismos se convirtieron en abuelos: una matriarca
con un montón de descendientes (y probablemente la mitad de muchos más
de los que se había olvidado o a los que había sobrevivido), uno de ellos
también un chico, si era un tataranieto o simplemente un nieto era algo que
ella no recordaba, nacido en la misma semana que el chico blanco y llevando
ambos el mismo (el del abuelo del chico blanco) nombre, amamantados en el
mismo pecho negro y durmiendo y comiendo juntos y jugando juntos al
juego que era la cosa más importante que el chico blanco conocía en aquella
época dado que a los cuatro y cinco y seis años su mundo era todavía un
mundo femenino y no había oído nada más que pudiese recordar: con bobinas
vacías y astillas y palos y una zanja rayada rellena de agua de pozo
simulando el Río, jugando por ahí otra vez a la Guerra en miniatura, las
irremediables viejas batallas —Shiloh y Vicksburg, y el Cruce de Brice que
no estaba lejos de donde el niño (ambos) había nacido—, el niño por ser
blanco arrogándose el derecho a ser el General Confederado —Pemberton o
Johnston o Forrest— dos veces por cada vez que lo era el niño negro, si no, si
faltaba esa vez de cada tres, el negro no jugaría en absoluto.
No el hombre alto, él todavía era el cazador, el hombre de los bosques; y
no el esclavo porque ahora era libre; sino esa semilla de algodón mejicano
que alguien le dio al doctor Natchez era lo que ahora estaba despejando
rápidamente la tierra, arándola bajo el pasto de los búfalos de las praderas del
este y la zarza y la Arundaria del fondo de los arroyos y los ríos de las colinas
centrales y desempantanando toda esa vasta superficie de tierra de aluvión
con forma de Delta a lo largo del Gran Río, el Viejo: construyendo diques
que le mantenían fuera de la tierra lo suficiente para plantar y recoger la
cosecha: aumentando un pie en la escala de su nueva dimensión por cada pie
que el hombre le constreñía en la vieja: de modo que los barcos de vapor que
llevaban algodón embalado a Memphis o a Nueva Orleans parecían avanzar
lentamente por el cielo mismo.
Y también los barquitos de vapor en los ríos más pequeños, penetrando el
Tallahatchie, llegando incluso a la altura del cruce de Wylie sobre Jefferson.
Aunque la mayoría del algodón de esa zona, y en el este hasta ese punto sin
beneficio económico en el que resultaba más conveniente continuar por el
este hacia el Tombigbee y luego al sur hacia Mobile, iba las sesenta millas
por tierra hasta Memphis en mula y en carro; había un asentamiento —una
especie de taberna y una herrería y unas pocas cabañas desoladas— en el
risco sobre Wylie, a la distancia exacta en la que un carro o una caravana de
ellos cargados de algodón que hubiesen empezado o reanudado viaje en las
proximidades de Jefferson tendría que detenerse para pasar la noche. O ni
siquiera un asentamiento sino una guarida, cuyos moradores acechan sin ser
vistos durante el día entre los helechos y entre los matorrales del fondo del
río, apareciendo sólo de noche e incluso entonces sólo el tiempo suficiente
para introducirse en la cocina de la taberna donde el conductor del carro de
algodón de ese día se sentaba confiado ante el fuego, con lo cual conductor
carro mulas y algodón y todo se desvanecería: el cuerpo probablemente
dentro del río y el carro quemado y las mulas vendidas días o semanas
después en un corral de Memphis y el algodón inidentificable ya de camino a
la fábrica de Liverpool.
Al mismo tiempo, a dieciséis millas en Jefferson, había un pre-Snopes, de
hecho uno de los hombres altos, realmente un gigante de hombre: un
dedicado lego predicador baptista pero furioso no con un furioso sueño
incansable de un cielo ni tampoco de un Orden universal con O mayúscula,
sino de simple seguridad cívica. Recibió advertencias de todo el mundo para
que no fuese allí porque no sólo podía no conseguir nada, era muy probable
que perdiese su propia vida intentándolo. Pero se fue, solo, hablando no del
evangelio ni de Dios ni siquiera de la virtud, sino que simplemente seleccionó
al más grande y audaz y al menos por su apariencia el más villano de por allí
y le dijo: «Pelearé contigo. Si me tumbas, te llevas el dinero que tengo. Si te
tumbo, te bautizo en el seno de mi iglesia»: y apaleó y magulló y encajó a ése
dentro de la santidad y de la virtud cívica, después desafió al siguiente más
grande y más villano y luego al siguiente; y al domingo siguiente bautizó a
todo el asentamiento en el río, los carros de algodón cruzan ahora en el
transbordador a remo y pasan plácida y desahogadamente hacia Memphis
hasta que vinieron los ferrocarriles y les quitaron los fardos.
Eso era en los setenta. Ahora el negro era un granjero libre y una entidad
política; uno, que no podía firmar con su nombre, era jefe de la policía federal
en Jefferson. Después llegó a ser el contrabandista oficial del pueblo
(Mississippi fue uno de los primeros en intentar el noble experimento, un
poco después Maine), reanudando —realmente nunca la interrumpió— su
vieja lealtad a su viejo maestro y obteniendo su nombre profesional,
Mulberry, del enorme árbol viejo de detrás de la tienda del doctor
Habersham, entre cuyas raíces había túneles como de galería donde ocultaba
las unidades embotelladas de su comercio.
Pronto él (el negro) le tomaría la delantera en esa rivalidad económica
con los Snopes que iba a enviar a los Snopes a manadas al Ku Klux Klan —
no al viejo original del caótico y desesperado final de la guerra que,
comparado con lo desesperado de la época, al menos era honesto y serio en
su desesperado objetivo, sino al posterior innoble de los veinte cuyo único
parentesco con el viejo era el viejo nombre—. Y ahora había en la tierra un
poco de dinero para construir ferrocarriles, traído allí por el hombre que en el
66 había sido un oportunista[59] norteño pero que ahora era un ciudadano;
sus hijos hablarían la delicada y carente de consonantes lengua de los negros
como los hijos de los padres que habían vivido por debajo de los ríos
Potomac y Ohio desde el Capitán John Smith, y sus hijos presumirían de su
herencia sudista. En Jefferson su nombre era Redmond. Él había aportado el
dinero con el que el coronel Sartoris había abierto a Europa los campos de
algodón locales construyendo su línea de conexión hacia el norte con el
principal ferrocarril desde Memphis al océano Atlántico —vía estrecha, como
un juguete, con tres locomotoras también diminutas como juguetes, llamadas
después como las tres hijas del coronel Sartoris, cada una con su placa de
plata en la lata de aceite grabada con el nombre de pila de la hija: como
juguetes, los coches de tamaño normal levantados en el empalme y
depositados después en los estrechos vagones, la diminuta locomotora ahora
invisible por delante de sus cargas de modo que parecían en proceso de estar
siendo precipitadamente secuestradas en los campos en los que servían por
una arrogante columna de humo y un arrogante chillido de silbato— quien,
después de la inevitable disputa, finalmente disparó mortalmente al coronel
Sartoris en una calle de Jefferson, conducido, creía todo el mundo, al
desesperado acto por la misma arrogancia e intolerancia que había conducido
al regimiento del coronel Sartoris a degradarle de su grado de coronel en las
elecciones de otoño después de la Segunda Manassas y Sharpsburg.[60]
De modo que ahora había ferrocarriles en la tierra; ahora las parejas que
se habían acostumbrado a ir por tierra en carruaje a los embarcaderos del Río
y a los barcos de vapor para la tradicional luna de miel de Nueva Orleans
podían coger el tren casi desde cualquier parte. Y actualmente también
coches cama, todo el camino desde Chicago y las ciudades del norte donde
estaba el efectivo, el dinero, así que los ricos norteños podían bajar
confortables y realmente abrir la tierra: instalando con sus dólares yanquis las
vastas y ruidosas plantas y fábricas en la sección sureña de pinares, los
pequeños pueblos que habían sido aldeas sin cambio ni alteración durante
cincuenta años, experimentan un auge y una escalada repentinos que de la
noche a la mañana los convierte en ciudades sobre los yermos cubiertos de
tocones que permanecerían hasta que por simple desesperación económica la
gente se enseñase a sí misma a cultivar pinos tal y como en otras zonas
habían aprendido a cultivar maíz y algodón.
Y también serrerías norteñas en el Delta: mediados de los veinte ahora y
el Delta experimentando un auge tanto con la madera como con el algodón.
Pero principalmente un auge de puro dinero: el incremento de un troglodita
que había engendrado gemelos trogloditas: solvencia y bancarrota, ellos tres
inflando la tierra con dinero tan rápidamente que el problema era cómo
librarse de él antes de que te abrumase hasta el sofoco. Hasta que en algo
parecido a la autodefensa, no sólo por algo en que gastarlo sino por algo en lo
que apostar el incremento además del simple gasto, siete u ocho de los
pueblos más grandes del Delta formaron una liga de béisbol, actualmente
haciendo incursiones tan lejos —y también exitosamente— en busca de
lanzadores, jugadores entre la segunda y la tercera base y jardineros[61]
dinámicos, como las dos grandes ligas, el chico, ahora un adolescente,
familiarizándose con esta liga y con una de las grandes compañías madereras
del Norte no sólo por casualidad sino lo uno debido a lo otro.
En esta época la actitud mental del adolescente era la de la mayoría de los
otros adolescentes del mundo que habían tenido alrededor de veintiún años en
abril, 1917, incluso aunque a veces admitiese ante sí mismo que posiblemente
estuviese usando como excusa el hecho de que tenía diecinueve ese día para
seguir la que progresivamente estaba descubriendo que sería siempre su
verdadera vocación: ser un vagante, un vagabundo sin perjuicio ni posesión.
En cualquier caso, era bastante maduro para tener conocidos, algo que
empezó con ese de la compañía maderera que en ese momento estaba
llevando a una lenta bancarrota a un pueblo donde vivía un abogado que
había sido designado árbitro de la bancarrota: un amigo de la familia del
adolescente mayor que él, pero que le tenía en buena consideración y por eso
le invitó a unirse también al paseo. Su destreza oficial era la de ser intérprete,
ya que sabía un poco de francés y la compañía que estaba feneciendo tenía
conexiones europeas. Pero jamás se llevó a cabo ninguna labor de intérprete
toda vez que el séquito no fue a Europa sino que en su lugar se trasladó a una
sola planta de un hotel de Memphis, donde todos —incluido el intérprete—
tuvieron el privilegio de firmar recibos por comida y entradas para el teatro e
incluso el whisky de contrabando (Tennessee estaba entonces en su mutación
seca) que los botones producirían, aunque por supuesto no en los sitios
discretos y de aspecto inocente concentrados a unas pocas millas justo sobre
la frontera del estado de Mississippi, donde estaban disponibles la ruleta y los
dados y el blackjack.
Entonces de repente el señor Sells Wales también estaba en ello, trayendo
con él la liga de béisbol. El adolescente nunca supo qué conexión (si es que
hubo alguna) tenía el señor Wales con la bancarrota, tampoco estaba
realmente preocupado como para planteárselo, y no digamos para ocuparse y
preguntar, no sólo porque había desarrollado el sentido de noblesse oblige
hacia la vocación que sabía que era la suya verdadera, lo que habría sido
razón suficiente, sino porque el propio señor Wales ya era una leyenda en el
Delta. Dueño de una plantación que no se medía en acres sino en millas y
reputado único dueño de uno de los equipos de la liga de béisbol o en todo
caso de la mayoría de sus jugadores, desde luego del receptor, del robador de
base entre la segunda y la tercera y del jardinero[62] que anota un promedio
de 0.340 que se decía había sido raptado o pirateado a los Chicago Cubs, su
indumentaria cotidiana siete días a la semana era una barba de dos o tres días
y botas altas embarradas y un abrigo de caza de pana, el cuento, la leyenda
que contaba cómo entró en un ostentoso hotel de San Louis con esa
indumentaria y pidió una habitación al recepcionista de esmoquin, quien miró
una vez la barba y las botas embarradas pero sobre todo a la cara del señor
Wales y dijo que estaban llenos: en ese punto el señor Wales preguntó cuánto
querían por el hotel y se le respondió, con desdén, en decenas de miles, y —
así lo cuenta la leyenda— se sacó del bolsillo de pana un fajo de billetes de
mil dólares suficiente para haber comprado hotel y medio al precio
establecido y le dijo al recepcionista que quería todas las habitaciones del
edificio libres en diez minutos.
Por supuesto ésa era apócrifa, pero el propio adolescente vio ésta: el señor
Wales y él estaban tomando un reposado desayuno un mediodía en el hotel de
Memphis cuando el señor Wales de repente recuerda que su equipo
profesional de béisbol privado estaría jugando uno de sus partidos más
importantes a sesenta millas de allí esa tarde a las tres y telefoneó a la
estación de ferrocarril para tener listo un tren especial en treinta minutos, que
consistía en: una locomotora y un furgón de cola: llegan a Coahoma sobre las
tres con una milla todavía hasta el campo de béisbol: un hombre (no había
taxis en la estación a esa hora y pocos en cualquier parte del Mississippi en
aquella época) sentado detrás de la rueda de un Cadillac sucio aunque todavía
en buen estado, y el señor Wales dijo:
«¿Cuánto quieres por ello?».
«¿Qué?», dijo el hombre del coche.
«Tu automóvil», dijo el señor Wales.
«Doce cincuenta», dijo el hombre.
«Vale», dijo el señor Wales abriendo la puerta.
«Quiero decir mil doscientos cincuenta dólares», dijo el hombre.
«Vale», dijo el señor Wales, luego al adolescente: «Entra.»
«Sujétese aquí, señor», dijo el hombre.
«Lo he comprado», dijo el señor Wales entrando también. «Al
campo de béisbol», dijo. «Deprisa.»

El adolescente nunca vio el Cadillac de nuevo, aunque se familiarizó


bastante con la locomotora y el furgón de cola durante las semanas
inmediatamente siguientes mientras la carrera por el banderín de la liga se
ponía más y más caliente, el señor Wales mantenía el tren especial de guardia
en los patios de Memphis como veinticinco años antes un millonario
residente en la ciudad habría pillado al instante un carruaje y una pareja con
un asentimiento de cabeza, de modo que al adolescente le parecía que apenas
volvía a Memphis a descansar ya estaban otra vez yendo rápidamente Delta
abajo a otro partido de béisbol.
«Yo debería estar interpretando alguna vez», dijo en una ocasión.
«Interpreta, entonces», dijo el señor Wales. «Interpreta lo que este
maldito mercado de algodón va a hacer mañana, y ambos podríamos
dejar de perseguir a este estéril equipo de barrio.»
La semilla de algodón y las serrerías también estaban limpiando el resto
del Delta, empujando lo que quedaba de selva más y más lejos en dirección
sur dentro de la V del Gran Río y las colinas. Cuando el adolescente,
entonces un hombre joven de dieciséis y diecisiete años, fue admitido por
primera vez en el club de caza dentro del cual en su momento jerárquico sería
el superior, los terrenos de caza, la caza del ciervo y del oso y del pavo
salvaje, podían alcanzarse en un solo día o en una sola noche en un carro
tirado por mulas. Ahora usaban automóviles: cien millas luego doscientas
hacia el sur y todavía más al sur mientras la selva disminuía en la confluencia
del río Yazoo y el grande, el Viejo.
El Viejo: todas las corrientes que lo afluían también entre diques, junto
con él, y ninguno de los diques prestaba ninguna atención a cuándo le
convenía a su humor o a su capricho, acumulando agua todo el camino desde
Montana a Pensilvania cada generación o así y derramándola por las tripas
artificiales de la enclenque e infundada esperanza de sus víctimas,
bombeando el agua, no con rapidez: sólo que inexorablemente, dando todo el
tiempo del mundo para medir su cresta y telegrafiar río adelante, incluso
advirtiendo del día exacto en el que entraría en la casa y sacaría el piano a
flote y descolgaría los cuadros de las paredes, e incluso arrancaría la misma
casa si no estaba fijada al suelo con seguridad.
Inexorable y sin prisa, sobrepasando uno a uno los pequeños afluentes
que lo alimentan y empujando agua dentro de ellos hasta que durante días su
corriente fluya hacia atrás, corriente arriba: tan lejos corriente arriba como el
cruce de Wylie sobre Jefferson. Los pequeños ríos también estaban entre
diques pero allí detrás estaba la tierra de los individualistas: supervivientes y
descendientes de los hombres altos ahora obligados a ser granjeros, y de los
Snopes, que eran más que individualistas: eran Snopes, así que donde los
dueños de las plantaciones de miles de acres a lo largo del Gran Río se
confederaban como un solo hombre con sus sacos terreros, sus máquinas y
sus arrendatarios y mozos asalariados negros para contener las vías de agua y
las grietas, aquí detrás el dueño de una granja de cien o doscientos acres
patrullaba su sección de dique con un saco terrero en una mano y una
escopeta en la otra, por si acaso su vecino corriente arriba lo dinamitaba para
salvarse (su vecino) a sí mismo.
Bombeando el agua mientras el hombre blanco y el negro trabajaban codo
con codo por turnos con barro y con lluvia, con los focos de los automóviles
y balizas de gasolina y barriles de whisky y café hirviendo en tandas de
cincuenta galones en bidones de aceite fregados y escaldados; lamiendo,
tentativa, casi inocentemente, simplemente inexorable (él sin prisa), entre y
por debajo y en medio y finalmente sobre los desesperados sacos terreros,
como si todo su propósito hubiese sido simplemente darle al hombre otra
oportunidad de probar, no a él sino al hombre, sólo cuánto podía aguantar el
cuerpo humano, soportar, resistir; entonces, habiendo dejado al hombre
probar, haciendo lo que podía haber hecho a cualquier hora en las pasadas
semanas si le hubiese importado: arrancando sin precipitación ni tampoco
malicia o furia alguna, una o dos millas de diques y bidones de café y barriles
de whisky y balizas de gas en un colapso de lodo, brillando tibiamente
todavía durante un ratito entre las mitades paralelas de algodón hasta que los
campos desaparecían junto con las carreteras y los senderos y por último los
propios pueblos.
Desaparecidos, ocultos bajo una vasta e inmóvil expansión amarilla, fuera
de la cual únicamente se proyectaban la parte de arriba de los árboles y de los
postes telefónicos y las decapitaciones de las moradas de los humanos como
enigmáticos objetos colocados en un sucio espejo por un inescrutable e
impenetrable designio; y los túmulos de los predecesores en los cuales, entre
una maraña de mocasines, osos y caballos y ciervos y mulas y pavos salvajes
y vacas y pollos domésticos esperaban pacientes en un armisticio mutuo; y
las propios diques, donde entre un revoltijo de melifluos restos flotantes el
joven continuó naciendo y el viejo muriendo, no debido a las duras
condiciones climáticas sino al puro tiempo y decadencia, como si el hombre y
su destino fuesen al final incluso más fuertes que el río que los había
desposeído, inviolable e invencible por la alteración.
Entonces, habiendo probado eso también, él —el Viejo— se replegaría,
no retirarse: decrecer, volviendo de la tierra lenta y también inexorablemente,
vaciando los afluentes y los pantanos en la vieja tripa vanamente
esperanzada, pero tan lenta y gradualmente que no parecía que las aguas
cayesen sino que el suelo de tierra subía, trepando de nuevo al nivel de la luz
y del aire: una mancha constante amarilla-marrón a una altura constante en
los postes telefónicos y en las paredes de las desmontadoras y de las casas y
de las tiendas como si la línea se hubiese trazado en tránsito y hubiese sido
pintada de un gigantesco e ininterrumpido brochazo, la propia tierra una
pulgada aluvial más alta, el rico suelo una pulgada más profundo, secándose
en grandes grietas bajo el caliente y fiero deslumbrar[63] de mayo: pero no
por mucho tiempo, puesto que casi a la vez viene el arado, el arar y sembrar
ya dos meses tarde pero eso no importa: para agosto el algodón una vez más
de la altura de un hombre y todavía más blanco y más denso para la época de
la recogida, como si el Viejo dijese: «Hago lo que quiero cuando quiero. Pero
pago a mi manera.»
Y los botes, por supuesto. Se proyectaban sobre esa planicie amarilla y
líquida e incluso se movían por ella: los esquifes y las gabarras de los
pescadores y de los tramperos, las lanchas de los ingenieros de los Estados
Unidos que dirigían la Comisión de Diques, y un pequeño barco de vapor
para aguas de poco fondo echando humo de modo paradójico entre y a través
de los propios campos de algodón, su piloto no un hombre de río sino un
granjero que sabía dónde estaban las cercas sumergidas, su vigía en la cabeza
del mástil, un mecánico con unos alicates para cortar los cables del teléfono
para que la chimenea pasase a través: en realidad no hay paradoja, dado que
para empezar en el Río recordaba a una casa, así que aquí no parecía
diferente de las casas carentes de base entre las que humeaba, y en una
ocasión incluso humeó con la máxima presión de la caldera para adelantar
como un pato real macho tras un pato real hembra que escapa.
Pero éstos no eran suficientes, rápidamente se vio que estaban muy lejos
de ser suficientes; esta vez el Viejo realmente había ido en serio. De modo
que empezaron a llegar de los puertos del Golfo los arrastreros dedicados al
camarón y los cruceros de placer y las lanchas de la Guardia Costera cuyo
fondo sólo había conocido el agua salada y las desembocaduras de las rías,
para ser manejados por sus tripulaciones de agua salada pero supervisados
por los hombres que sabían dónde estaban las carreteras y las cercas
sumergidas por la sencilla razón de que habían trazado surcos con sus arados
de mula a lo largo de ellos o sobre ellos toda su vida, navegando entre los
cadáveres hinchados de caballos y mulas y ciervos y vacas y ovejas para
coger los pacientes restos flotantes del Viejo, blancos y negros, de los árboles
y de los tejados de las desmontadoras y de las cabañas de algodón y de las
chozas flotantes y de las ventanas de la segunda planta de las casas y de los
edificios de oficinas; después —los hombres de agua salada, para quienes la
tierra era bien un monótono y pelado marjal salado o bien una ciénaga
impenetrable infestada de serpientes y caimanes con enredaderas con flores
en forma de trompeta[64] y musgo español; algunos de los cuales nunca
habían visto la tierra en la que fueron introducidos los pilotes que sostenían
las casas en las que vivían— se quedaron incluso después de que ya no
fueran necesarios, como esperando ver emerger de las aguas qué clase de país
era el que soportaría la economía en la cual la gente —hombres y mujeres,
blancos y negros, incluso más negros que blancos, más en una proporción de
diez a uno— vivía de lo que ellos habían salvado; viendo la tierra durante ese
momento antes de que la mula y el arado la alteren justo por encima del
borde del agua que descendía, después otra vez de vuelta al Río antes de que
los pesqueros y los cruceros y las lanchas también se conviertan en algo
abandonado entre los escombros arrojados e inútiles junto a los corrales y los
establos y las letrinas en ruinas; de vuelta al Viejo, encogido de nuevo en sus
riberas normales, dormitando e incluso con un aspecto inocente, como si
junto a él hubiese algo más que hubiese cambiado, en cualquier caso por
poco tiempo, toda la faz de la tierra adyacente.
Ahora se dirigían de vuelta a casa, pasando por los pueblos del río,
algunos de los cuales eran respetables cuando el sur del Mississippi era una
selva española: Greenville y Vicksburg, Natchez y Grand y Petit-Gulf (ahora
desaparecidos e incluso el antiguo sitio conocido por otro nombre) que
habían conocido a Masón y al menos a uno de los Harpes y desde los cuales o
en los cuales Murrell había establecido su frustrada insurrección de esclavos
que pretendía borrar a los blancos de esa tierra y dejarle a él como su
emperador, la tierra desapareciendo más allá del dique hasta que pronto no
podrías decir dónde empezaba el agua y paraba la tierra: sólo que esas
exuberantes verdes y soleadas sabanas no soportarían más tu peso. Los ríos
ya no fluían hacia el oeste, sino ahora hacia el sur, ya no amarillos o
marrones, sino negros, siguiendo las millas de marjal amarillo y salado desde
los que venía una brisa de mosquitos de más allá de la orilla en nubes tales
que en tu picante y ardiente angustia te parecería verlas cruzando la tierra en
un vago atisbo, y encuentran la corriente y después la sal incorrupta: todavía
no el Golfo pero al menos el Sound tras la larga barrera de islas —Ship y
Horn y Petit Bois—, el fondo de los pesqueros y los cruceros de nuevo en
casa entre los faros y los indicadores del canal y los astilleros y las redes
secándose y las plantas para el procesamiento de pescado.
El hombre también recordaba eso de su juventud: un verano que pasó
siendo derribado inocentemente por el viento en veleros catboat ya que,
nacido y criado durante generaciones en el interior del norte de Mississippi,
no reconocía el extremo de la borrasca hasta que la tenía encima. Al verano
siguiente volvió porque descubrió que tanta agua le gustaba, esta vez como
marinero de cubierta en uno de los pesqueros de arrastre, recordando: un
cacharro de hierro de cuatro galones sobre un lecho rojo de carbón vegetal en
la cubierta de proa, en el que camarones decapitados se cocían entre puñados
de sal y pimienta negra, nunca vaciado, nunca lavado y constantemente
renovado, de modo que te los comías al pasar como cacahuetes durante todo
el día; recordando: la previa al amanecer, rota enseguida por el violento y
subtropical día amarillo y carmesí casi como una explosión audible, pero
todavía oscuro durante un breve lapso, el oscuro barco deslizándose en los
fondos de camarones en un remolino insonoro de fósforo de proa a popa
como una ahogada voltereta de luciérnagas, la cara del joven tendida en el
borde con la mirada fija en el agua oscura observando al camarón agitado
reventar disparado hacia fuera en ardientes y difuminados abanicos como
estelas de cohetes diminutos.
También aprendió las islas barrera; uno de una tripulación de cinco
aficionados pilotando una gran balandra en carreras lejos de la orilla,
aprendió no sólo cómo mantener un casco en su quilla y moviéndose sino
cómo llevarlo de un sitio a otro y traerlo de vuelta: así que, ahora un
profesional, viviendo en Nueva Orleans comandaba a cambio de dinero una
lancha motora que pertenecía a un contrabandista (esto era en los años
veinte), cuya tripulación consistía en un negro cocinero-marinero de cubierta-
estibador y el hermano pequeño del contrabandista: un italiano delgado de
veintiuno o veintidós años con ojos amarillos como un gato y una camisa de
seda ligeramente abultada por una funda de pistola sobaquera de calibre
demasiado pequeño para hacer algo que no fuera matarles a todos, aunque el
capitán o el cocinero hubiesen soñado resistir o enconarse respecto a los
problemas siempre y cuando hubiesen venido, que el capitán o el cocinero
extraerían de la cartuchera y la esconderían en la primera oportunidad (sin
ocultarla realmente: simplemente arrojada dentro del aceitoso pantoque bajo
el motor, donde, incluso aunque Pete descubriese pronto dónde estaba, era
seguro puesto que se negaba a meter la mano y el brazo en el agua
contaminada con aceite sino en lugar de eso limitándose a tumbarse en las
inmediaciones del puente de mando, refunfuñando); llevando la lancha a
través del Pontchartain y hacia el sur por los Rigolets hasta salir al Golfo, el
Sound, permaneciendo después sin mostrar ninguna luz hasta que el bote
guardacostas (pasaban casi a su hora; también el suyo era un trabajo, aunque
comparativamente hablando fuese uno desesperado) realizase su fugaz y
arrogante avance en dirección este, yendo, a ellos siempre les gustaba
pensarlo, hacia Mobile, a un baile, después mediante brújula hacia la isla
(había poco más que un banco de arena que servía de base a una línea de
pinos jironados y raídos siempre azotando en el ventoso estruendo y bramido
del verdadero Golfo al otro lado de ellos) donde la goleta caribeña sepultaría
los barriles de alcohol verde que la madre del contrabandista convertiría y
embotellaría y etiquetaría como escocés o bourbon o ginebra de vuelta en
Nueva Orleans. Había un poco ganado salvaje en la isla que tendrían que
vigilar, el negro trabajando duro y Pete aún refunfuñando y negándose a
colaborar de ninguna manera por lo de la pistola, y el capitán atento a la carga
(no podían arriesgarse mostrando una luz) que vendría cada tres o cuatro
viajes —las angulosas y salvajes formas entrevistas cargando repentinamente
y sin avisarles al tiempo que giraban y corrían atravesando la arena de
pesadilla y se arrojaban en el bote—, colocándola paralela a la orilla, los
animales siguiéndoles, hasta que los habían conducido lo suficientemente
lejos como para que el negro volviese hacia tierra a por los barriles restantes.
Entonces se quedarían al pairo otra vez y se echarían hasta que el bote
pasase de vuelta hacia el oeste, el baile obviamente había terminado, en el
mismo arrogante e imperioso avance.
Eso también era el Mississippi, aunque uno diferente de donde el niño se
había criado; la gente era católica, la sangre española y francesa todavía se
mostraba en los nombres y en las caras. Pero no era uno profundo, si no
contabas el mar ni los botes en él: una playa en curva, una delgada línea
ininterrumpida de fincas y apartahoteles poseídos y habitados por millonarios
de Chicago, alzándose a continuación de otra delgada línea, esta vez de
humildes apartamentos habitados por negros y blancos que llevaban los
barcos y trabajaban en las plantas para el procesamiento de pescado.
Entonces empezaba el Mississippi que conocía el hombre joven: los
vecindarios decadentes habitados por gente que el hombre joven reconocía
porque en su país también había ese aire: descendientes, herederos al menos
en espíritu, de los hombres altos, que no trabajaban en ninguna factoría ni en
granjas ni trabajaban ninguna tierra ni huerto siquiera, que no vivían de la
tierra sino de sus moradores: guías de pesca y pescadores profesionales,
tramperos de ratas almizcleras y cazadores de caimanes y furtivos de ciervos,
la tierra emergiendo ahora, una vez más tierra en lugar de medio-agua,
observada y arrasada con los pinos de hoja larga que el capital norteño
convertiría en dólares en los bancos de Ohio e Indiana e Illinois. Pero no del
todo. Algo transformaría las aldeas y villas en ciudades e incluso las
construirían completamente nuevas de la noche a la mañana, ciudades con
nombres del Mississippi pero diseñadas en Ohio e Indiana e Illinois puesto
que eran más grandes que los pueblos del Mississippi, emergiendo, alzándose
hoy entre los altos pinos que las crearon, luego mañana (así de pronto, así de
veloz, así de rápido) entre el achaparrado conjunto respecto al que fueron
monumentos. Porque la tierra había hecho su única cosecha: el suelo
demasiado fino y ligero para ser realmente competitivo con el algodón: hasta
que la gente descubrió que crecía lo que en otros suelos no: los tomates y las
fresas y la fina caña de azúcar: no el sorgo de los condados del Norte y del
Oeste que la gente del verdadero país de la caña llamaba alimento para
puercos, sino la verdadera caña de azúcar que en la refinación producía la
melaza.
Pueblos grandes, para el Mississippi: ciudades, las llamábamos:
Hatiesburg, y Laurel, y Meridian, y Cantón; y pueblos cuyo nombre provenía
de más lejos de Ohio: Kosciusko llamado así por un general polaco que
pensaba que la gente debería ser todo lo libre que quisiese ser, y Egipto
porque allí había maíz cuando no lo había en ningún otro sitio en los malos e
improductivos tiempos de la vieja guerra respecto a la cual las viejas mujeres
aún no se habían rendido, y Filadelfia donde los indios Neshoba cuyo nombre
porta el condado todavía permanecen por la sencilla razón de que no les
molesta vivir en paz con otra gente, sin importarles su color ni su política.
Éstas eran las colinas ahora: el condado de Jones que el viejo Newt Knight,
su principal propietario y primer ciudadano o morador, lo que se prefiera,
segregó de la Confederación en 1862, estableciendo así una tercera república
en el interior de las fronteras de los Estados Unidos hasta que una fuerza
militar confederada lo sometió a su capital del fuerte asediado; y Sullivans
Hollow: un largo y estrecho valle aislado donde unos pocos clanes o familias
con nombres del norte de Irlanda y de las Tierras Altas de Escocia disputaban
entre ellos y se mataban como antes de la batalla de Culloden aunque
formaban un bando común inmediatamente y siempre para resistir a cualquier
forastero también como antes de la batalla de Culloden: véase la leyenda del
inspector de hacienda que investigaba destilerías ilegales de whisky,
capturado y mantenido apresado en un establo y trabajando en los surcos
como la yunta de un arado para mulas. Ningún negro dejó jamás que la
oscuridad le cogiese en Sullivans Hollow. En realidad, en este país no había
negros en absoluto: una estrecha tira del cual se extendía al norte dentro de la
propia sección del hombre joven: un remoto distrito allí a través del que los
negros pasaban infrecuente y rápidamente y sólo a la luz del día.
No es muy extenso, porque casi enseguida empieza al este el país de la
pradera que vierte su agua en Alabama y Mobile Bay, con sus viejos y firmes
pueblos casados entre ellos y las casas de las plantaciones con pórticos y
columnas al estilo tradicional georgiano de Virginia y Carolina en lugar de la
influencia española y francesa de Natchez. Estos pueblos son Columbus y
Aberdeen y West Point y Shuqualak, donde está la buena caza de perdiz y se
crían y entrenan los buenos perros perdigueros —también caballos—:
cazadores; Dancing Rabbit también está aquí, donde el tratado que les
desposeía del Mississippi fue firmado entre los Choctaws y los Estados
Unidos; y en uno de los pueblos vivía un pariente del hombre joven, ahora
muerto, descanse: un soltero invencible e incorregible, un líder de los
cotillones e inveterado asistente a cenas puesto que, cada vez que se
necesitaba un hombre soltero extra, él era el primero en quien pensaba
cualquier anfitrión.
Pero también era un hombre hecho y derecho, y más aún: era un hombre
joven hecho y derecho, que jugaba al póker y tomaba copas con los solteros
jóvenes del pueblo y los apóstatas todavía lo suficientemente jóvenes a
tiempo de resistirse al matrimonio, que caminaba no sólo con polainas y un
bastón y guantes amarillos y un sombrero de fieltro, sino también con un aire
de sardónico e inviolable ateísmo, hasta que al final fue forzado al
desesperado recurso final del rezo: sentado después de cenar una noche entre
los vendedores en la fila de sillas en la acera frente al hotel Gilmer, esperando
a ver qué (si es que algo) traería la noche, cuando pasaron dos de los jóvenes
solteros en un Ford modelo T y le invitaron a cruzar la frontera hacia las
colinas de Alabama en busca de un galón de whisky clandestino. Que fue lo
que hicieron. Pero la destilería que buscaron no estaba en las colinas porque
eso no eran colinas: era el final de la cola de la cadena montañosa de los
Apalaches. Pero como el motor del modelo T de todas formas tenía que
moverse rápido para tener luces delanteras, ir subiendo la montaña era una
mejora real, especialmente después de que hubieran tenido que cambiar a
marcha corta. Y como venían de la generación anterior al coche a motor,
nunca se les ocurrió que volver cuesta abajo podría ser algo diferente hasta
que cogieron el galón y se tomaron un trago y dieron la vuelta y empezaron a
bajar. O quizá fue el whisky, dijo él, contándolo: el pequeño coche
lanzándose cada vez más rápido tras una fina estela de luz de casi el mismo
volumen que la que habrían producido dos luciérnagas, alrededor de las
pronunciadas curvas que, cuanto más rápido iba el coche, se volvían más y
más frecuentes y cerradas y pronunciadas, serpenteando entre las curvas casi
de ángulo recto con una pared de roca en un lado y varios cientos de pies de
noche vacía y vertical al otro, hasta que al final rezó; dijo: «Señor, sabes que
no te he dado preocupaciones durante cuarenta años, y con que me lleves de
vuelta a Columbus prometo no molestarte nunca de nuevo.»
Y ahora el hombre joven, ahora de mediana edad o en todo caso
aproximándose a la mediana edad, está también de vuelta en casa donde los
que alteraron los pantanos y los bosques de su juventud han alterado la faz
misma de la tierra; lo que recordaba como una densa jungla en el fondo del
río y una rica tierra de cultivo ahora es un lago artificial de veinticinco millas
de largo: un proyecto de inundación controlada para los campos de algodón
más allá de la inmensa presa de tierra, con unos pocos más esquifes con
motor fuera borda en él cada año, y al menos un velero. De camino a su
pueblo desde su hogar el hombre que se aproxima a la mediana edad (ahora
un escritor profesional: que hubiera querido continuar siendo el trampero y
vagabundo sin posesiones de su joven madurez pero el tiempo y el éxito y el
endurecimiento de sus arterias lo habían vencido) solía pasar por el patio de
atrás de un amigo doctor cuyo hijo era estudiante en Harvard. Un día el
estudiante le paró y le invitó a entrar y le enseñó el casco sin terminar de una
balandra de veinte pies, diciéndole, «Cuando la termine, señor Bill, quiero
que me ayude a manejarla». Y cada vez que pasaba después de eso, el
estudiante repetía: «Recuerde, señor Bill, quiero que me ayude a manejarla en
cuanto la tenga en el agua», a lo cual el que se acercaba a la mediana edad
repetía como siempre: «Bien, Arthur. Mantenme informado.»
Entonces un día salió de la oficina de correos: una voz le llamó desde un
taxi, que en los pequeños pueblos del Mississippi era cualquier coche a motor
propiedad de cualquier hombre joven sin ataduras al que le gustase conducir,
que se decretaba a sí mismo taxi como Napoleón se decretó a sí mismo
emperador; en el coche con el conductor estaba el estudiante y un hombre
joven cuyo padre había desaparecido recientemente en algún lugar del Oeste
a partir de las ruinas de un banco del cual había sido presidente, y un cuarto
hombre joven cuyo tipo es universal: el payaso del pueblo, comediante, cuyo
humor carece de vicio y muy a menudo ingenioso y siempre gracioso. «Ella
está en el agua, señor Bill», dijo el estudiante. «¿Está preparado para ir
ahora?» Y lo estaba, y la balandra también; el estudiante había cosido sus
propias velas con la máquina de su madre; la sacaron al lago y la
mantuvieron con rumbo firme y avanzando, cuando de repente al que se
acercaba a la mediana edad le pareció que parte de él no estaba allí sino casi
diez pies fuera, observando lo que veía: un estudiante de Harvard, un taxista,
el hijo de un banquero fugado y un payaso de pueblo y un novelista de
mediana edad manejando un barco casero en un lago artificial en las
profundidades de las colinas del norte del Mississippi; y pensó que eso era
algo que no te pasaba más que una vez en la vida.
En casa otra vez, su tierra natal; había nacido de ella y sus huesos
dormirían en ella; amándola incluso aunque odiase algo de ella: la jungla del
río y las colinas que lo bordeaban donde todavía era un niño que había
montado detrás de su padre en el caballo tras el lince rojo o el zorro o el
mapache o tras cualquier cosa que estuviera delante de los sabuesos que
berreaban y donde había cazado solo cuando se hizo lo suficientemente
grande como para que le confiasen un arma, era ahora el fondo de un lago
enlodado que estaba siendo levantado gradualmente y a un ritmo constante
cada año por otro estrato de latas de cerveza y chapas de botella y señuelos de
pesca perdidos —la selva, las dos semanas en los bosques, acampado, la
comida áspera y el sueño áspero, la vida de los hombres y caballos y
sabuesos entre hombres y caballos y sabuesos, no para asesinar el juego sino
para continuar con él, tocar y dejar ir, jamás saciarse— ahora se había
desplazado río abajo mucho más lejos hasta la planicie del Delta de modo que
los trenes de mercancías de una milla de largos, visibles desde millas a través
de los campos donde el algodón es hipotecado en febrero, plantado en mayo,
cosechado en septiembre y puesto en el crédito agrícola en octubre con el fin
de pagar la hipoteca de febrero con el fin de hipotecar la cosecha del año que
viene, parecían estar pasando de una vez dos o incluso tres de las pequeñas
aldeas de nombre indio sobre el mismo suelo donde él, ahora un joven capaz
de que se le confiase incluso un rifle, había participado en el ritual anual del
viejo Ben: el gran oso viejo con un pie echado a perder por una trampa que se
había granjeado un nombre, una designación como un hombre vivo a través
de la leyenda de las trampas y los cepos que había destrozado y los sabuesos
que había asesinado y los disparos a los que había sobrevivido, hasta que
Boon Hogganbeck, el capataz del establo del padre del joven, corrió hacia él
y lo mató con un cuchillo de caza para salvar a un sabueso al cual él, Boon
Hogganbeck, amaba.
Pero lo que más odiaba era la intolerancia y la injusticia: el linchamiento
de negros no por los crímenes que habían cometido sino porque sus pieles
eran negras (cada vez había menos y menos y pronto ya no habría más pero el
mal estaba hecho y era irrevocable porque nunca debió haber habido
ninguno); la desigualdad: las escuelas pobres que tenían cuando tenían
alguna, las casuchas en las que tenían que vivir a menos que quisiesen vivir al
raso: que podían adorar al Dios del hombre blanco pero no en la iglesia del
hombre blanco; pagar impuestos en el juzgado del hombre blanco pero no
podían votar allí o para ello; trabajando según el reloj del hombre blanco pero
teniendo que cobrar su paga según el cálculo del hombre blanco (Capitán Joe
Thoms, un dueño de una plantación del Delta aunque no uno de los grandes,
quien después de un año de mala cosecha sacó mil dólares de plata del banco
y llamó uno por uno a sus cinco aparceros al salón donde doscientos de esos
dólares estaban extendidos descuidadamente en la mesa bajo la lámpara,
diciendo: «Bien, Jim, esto es lo que hicimos este año.» Entonces el negro:
«Gran Dios, Capi Joe, ¿todo eso es mío?». Y Capitán Thoms: «No, no, sólo
la mitad de eso es tuyo. La otra mitad me pertenece, recuerda»); la
intolerancia que podía enviar a Washington a algunos de los senadores y
congresistas que enviamos allí y que podían erigir en un pueblo no mayor que
Jefferson cinco denominaciones distintas de iglesias pero no tomar en
consideración ni un pie cuadrado de suelo donde los niños pudiesen jugar y la
gente mayor pudiese sentarse y mirarlos.
Pero lo ama, es suyo, recordando: el intentar, el tener que, estar en la
cama hasta que el romper del alba trajese la Navidad y las otras épocas casi
tan buenas como la Navidad; ser despertado a las tres en punto para tomar el
desayuno a la luz de un farol con el fin de conducir en calesa hasta el pueblo
y la estación para coger el tren de la mañana para tres o cuatro días en
Memphis donde vería automóviles, y el día de 1910 cuando, con doce años,
observó a John Moisant hacer aterrizar un monoplano Bleriot de ruedas de
bicicleta sin alerón (se combaba todo el extremo del ala para ladearlo o
mantenerlo recto) en el campo de la pista de carreras de Memphis y supo para
siempre que después de eso también él algún día tendría que volar solo;
recordando: su primer amor, de ocho años de edad, rellenita con el pelo color
miel y recatada y de nombre Mary, los dos sentados uno al lado del otro en
las escaleras de la cocina comiendo helado; y otra, esta vez Minnie, nieta del
viejo de las colinas a quien él, ahora un hombre, compró whisky clandestino,
vino al pueblo a los diecisiete para trabajar tras la barra de refrescos de una
tienda, observándola servir sirope de coca-cola en los vasos levantados
virginal e inocente y sin timidez enganchando su pulgar a través del anillo de
la jarra haciéndola oscilar arriba y abajo con un movimiento ininterrumpido
sobre su brazo levantado en horizontal exactamente como había visto a su
abuelo servir whisky de una jarra miles de veces.
Incluso aunque lo odiase, porque por cada Joe Thoms con doscientos
dólares de plata y cada Snopes en traje de noche encapuchado, en algún lugar
del Mississippi también había esto: recordando: Ned, nacido en una cabaña
en el patio de atrás en 1854, en la época del bisabuelo del de mediana edad y
había sobrevivido a tres generaciones de ellos, que no sólo caminó y habló de
manera tan constante durante tantos años con las tres generaciones que
caminaba y hablaba como ellos, sino que tenía dos tremendos baúles llenos
de las ropas que habían llevado —no sólo la levita azul de botones dorados y
la chistera con los que había sido el cochero del bisabuelo y del abuelo, sino
las levitas de paño fino que había vestido el propio bisabuelo, y las de cola de
pájaro de la época del abuelo y las de cola corta de su padre que el de
mediana edad podía recordar mirando en el dorso por quien habían sido
confeccionadas, junto a los sombreros también con sus ochenta años de
cambios: de modo que, echando una mirada ocioso por encima y hacia fuera
de la ventana de la librería, el de mediana edad vería ese dorso, ese pantalón,
ese abrigo y sombrero bajando el camino hacia la carretera, y su corazón se
pararía e incluso le daría un vuelco—. Él (Ned) tenía ahora ochenta y cuatro
y en estos últimos pocos años había empezado a tener una pequeña
confusión, llamando al de mediana edad no sólo «Amo» sino a veces «Amo
Murry», que era el padre del de mediana edad, y también «Coronel»,
internándose una vez a la semana a través de la cocina en la sala de estar o
quizás encontrándose ya allí, diciendo: «Aquí es donde quiero yacer, justo
aquí donde pueda mirar hacia fuera por esa ventana. Y quiero que sea un día
soleado, de modo pueda darme el sol. Y quiero que pronuncies el sermón.
Quiero que te tomes una copita de whisky por mí y te eches y pronuncies el
mejor sermón que jamás hayas pronunciado.»
Y también Caroline, a quien el de mediana edad también había heredado
en su correspondiente jerarquía, que nadie sabía ya exactamente cuántos años
tenía por encima de cien pero sin confundirse, ella: que no había olvidado
nada, llamando todavía «Memmy» al de mediana edad, desde hacía cincuenta
y tantos años cuando eso era lo más aproximado a «William» a lo que sus
hermanos podían llegar; su hija más pequeña, de cuatro cinco y seis años de
edad, viniendo a la casa y diciendo, «Papi, mami me pidió que te diga que no
olvides que le debes ochenta y nueve dólares».
«No lo haré», decía el de mediana edad. «¿Qué estáis haciendo
ahora todos?».
«Cosiendo una colcha», contestó la hija.

Que lo estaban. Ahora había electricidad en la cabaña, pero ella no la


usaba, insistiendo todavía en las lámparas de queroseno que siempre había
conocido. Tampoco usaba los anteojos, llevándolos únicamente como un
ornamento a lo largo de la frente del inmaculado velo blanco —paño para la
cabeza— que limitaba su cabeza ahora calva. No los necesitaba: un brasero
con cenizas de madera en la chimenea en invierno y verano donde se asaban
boniatos, el niño blanco de cinco años en una mecedora en miniatura a un
lado y la anciana negra, no mucho más grande, en su silla al otro, la cesta
brillante con trozos y fragmentos de ropa entre ellos y en esa tenue luz en la
cual el de mediana edad no habría podido leer su propio nombre sin gafas, las
dos con sus infinitesimales y tediosas y pacientes puntadas templando las
brillantes estrellas y los cuadrados y los diamantes en otro patrón para ser
doblado entre las virutas de cedro en el baúl.
Entonces era el Cuatro de Julio, la cocina se cerraba después del
desayuno de modo que el cocinero y el mayordomo pudiesen atender la gran
merienda; en mitad de la calurosa mañana la anciana negra y el niño blanco
recogían tomates verdes del jardín y los comían con sal, y esa tarde bajo la
morera en el patio de atrás los dos se comieron la mayor parte de una sandía
de quince libras, y esa noche Caroline tuvo el primer ataque. Debería haber
sido el último, así lo pensó también el doctor. Pero con la luz del día se había
recuperado, y esa mañana empezaron a llegar las generaciones de sus
entrañas, desde sus propios niños de setenta y ochenta años, hasta sus
bisnietos y sus tataranietos —caras que el de mediana edad no había visto
nunca antes hasta que la cabaña ya no dio abasto—: las mujeres y las chicas
durmiendo dentro en el suelo y los hombres y los chicos en la tierra de
enfrente, la propia Caroline ahora consciente y en este momento sentada en la
cama; no se había olvidado de nada: matriarcal e imperial, y más aún:
imperiosa: diez y once en punto de la noche y el de mediana edad desvestido
y en la cama, leyendo, cuando como era de esperar oiría los lentos y
tranquilos pies descalzos o en calcetines subiendo las escaleras de atrás; en
este momento la extraña cara oscura —nunca la misma de hacía una o dos
noches o de dentro de dos o tres noches después— le miraría a través de la
puerta, y la tranquila, cortés, nunca servil voz diría: «Ella quiere helado.» Y
se levantaría y se vestiría y conduciría a través del pueblo aunque supiese que
estaría todo cerrado y haría lo que había hecho hace dos noches: conducir
treinta millas hasta la autopista de circunvalación y después al norte o al sur
hasta que encontrase un drive-in o un puesto de perritos que le vendiese el
cuarto de galón de helado.
Pero ese ataque no era el definitivo; en este momento ella estaba
caminando otra vez, incluso, a pesar de la orden permanente del mayordomo
de anticiparse a ella con el coche, todo el trayecto hasta el pueblo para
sentarse con su, la del de mediana edad, madre, a hablar, a él le gustaba
pensar, de los viejos tiempos de su padre y de él y de los tres hermanos
menores, dos mujeres que ellas mismas no habían pesado juntas doscientas
libras en una casa con el estruendo de cinco hombres: aunque probablemente
ellas no lo hiciesen puesto que las mujeres, a diferencia de los hombres,
habían aprendido cómo vivir sin complicarse por ese tipo de sentimentalismo.
Pero era como si ella supiese que el ataque del verano era como el carraspeo
dentro del reloj del abuelo que precedía al ataque de medianoche o mediodía,
porque nunca volvió a tocar la última colcha sin acabar. Actualmente se había
desvanecido, nadie sabía dónde, y mientras venía el frío y los días se
acortaban ella empezó a pasar más y más tiempo en la casa, no en su cabaña
sino en la casa grande, sentada en un rincón de la cocina mientras el cocinero
y el mayordomo estaban por allí, luego en el cuarto de costura de la esposa
del de mediana edad hasta que la familia se juntaba para la comida de la
noche, el mayordomo llevando su mecedora al salón para que se sentase allí
mientras comían: hasta que de repente (ahora era casi Navidad) insistió en
sentarse en la sala de estar hasta que la comida estuviese lista, nadie supo por
qué, hasta que al final ella se lo dijo a través de la esposa: «Señora Hestelle,
cuando esos negros me amortajen, quiero que me haga un gorro limpio y
nuevo y un delantal con el que yacer.» Ésa fue su despedida: dos días después
de Navidad vino el ataque definitivo; dos días después de eso ella yacía en el
cuarto de estar con el gorro nuevo y el delantal que no vería, y el de mediana
edad ciertamente se recostó y pronunció el sermón, la oración, esperando que
cuando llegase su turno hubiese alguien en el mundo que le debiese a él el
sermón que todos le debían a ella, que había estado, como lo había estado él
desde su infancia, dentro del alcance y del rango de esa lealtad y de esa
devoción y de esa rectitud.
Amándolo todo incluso aunque tenía que odiar algo de ello puesto que
ahora sabía que no se ama por algo: se ama a pesar de; no por las virtudes,
sino a pesar de los fallos.
[Holiday, abril de 1954; este texto ha sido reproducido a partir del
mecanoescrito de Faulkner.]
Impresión de Nueva Inglaterra por
parte de un invitado(1954)

NO es el país lo que impresiona a este. Es la gente —los propios hombres y


mujeres tan individuales—, que mantienen la integración individual y la
privacidad tan fuertes y queridas como hacen con la libertad y la condición
libre; manteniéndolas tan fuertes que dan por hecho que todos los demás
hombres y mujeres son también individuos, y los tratan como tales, haciendo
esto simplemente dejándoles solos con absoluta y completa dignidad y
cortesía.
Como esto. Una tarde (era octubre, el incomparable verano indio[65] de
Nueva Inglaterra) estábamos Malcom Cowley y yo conduciendo por
carreteras secundarias al oeste de Connecticut y Massachusetts. Nos
perdimos. Estábamos en lo que alguien del Mississippi llamaría montañas
pero que los de Nueva Inglaterra llaman colinas; la carretera todavía no se
estaba poniendo peor: simplemente más abrupta y solitaria y aparentemente
yendo a ninguna parte salvo hacia arriba, en dirección a una cadena de
colinas. Al final, justo cuando estábamos a punto de dar la vuelta,
encontramos una casa, un buzón, dos hombres, granjeros o vestidos como
granjeros —abrigos forrados de borrego y gorras con orejeras sujetas sobre la
corona— de pie junto al buzón, y observándonos tranquilamente y con
perfecta cortesía mientras llegábamos a su altura y nos deteníamos.
«Buenas tardes», dijo Cowley.
«Buenas tardes», dijo uno de los hombres.
«¿Esta carretera cruza la montaña?», dijo Cowley.
«Sí», dijo el hombre, todavía con esa perfecta cortesía.
«Gracias», dijo Cowley, y condujo, los dos hombres todavía
observándonos tranquilamente —durante quizá cincuenta yardas—,
cuando Cowley frenó repentinamente y dijo, «Espera», y dio marcha
atrás otra vez hasta el buzón donde los dos hombres aún nos
observaban. «¿Puedo pasar con este coche?», dijo Cowley.
«No», dijo el mismo hombre. «No creo que pueda.» De modo que
giramos y dimos la vuelta por donde veníamos.

Eso es lo que quiero decir. En el Oeste, el de California habría sido


granjero sólo como pasatiempo, su verdadera dedicación y lo que diría ser
sería vendedor de coches, nos habría asegurado que nuestro coche
posiblemente no habría podido cruzar pero que no sólo tenía un coche que sí
podía hacerlo, sino que era el único coche al oeste de las montañas Rocosas
que podía hacerlo; en los estados del Centro y del Este habríamos recibido
indicaciones para circunvalar las montañas, basadas en oscuras bifurcaciones
de tercer nivel y en casas lejanas con pararrayos en la chimenea noreste y
pasos sobre arroyos en los que si te fijabas con cuidado podías discernir los
restos de puentes desaparecidos en estos cuarenta años, que el mismo Gabriel
no habría podido seguir; en mi propio Sur los dos del Mississippi nos habrían
adoptado antes de que Cowley hubiese cerrado la boca y puesto el coche en
marcha de nuevo, diciendo (uno de ellos; el otro estaría ya entrando en el
coche): «Claro, seguro, no habrá ningún problema; aquí Jim irá con vosotros
y telefonearé al otro lado de las montañas para que mi sobrino os encuentre
con su camión donde os atasquéis; os remolcará perfectamente e incluso
tendrá un mecánico esperando con un cárter nuevo».
Pero no el de Nueva Inglaterra, que respeta tu derecho a la privacidad y tu
libre albedrío diciéndote, dándote única y exactamente aquello por lo que has
preguntado, y nada más. Si quieres probar tu coche por la carretera, es asunto
tuyo y no suyo el preguntarte por qué. Si quieres romperlo y pasar la noche a
pie hasta la siguiente ventana iluminada o perro de vigilancia molesto,
también es asunto tuyo, dado que es tu coche y son tus piernas, y si hubieses
querido saber si el coche podía cruzar la montaña, lo habrías preguntado.
Porque él es libre, valora la privacidad, no hecho así por la severa y rocosa
tierra —el suelo fino y pobre y los largos y duros inviernos— que le tocó en
suerte, sino al contrario: habiendo elegido deliberadamente por su propia
voluntad esa tierra severa y ese clima porque sabía que era lo suficientemente
duro para lidiar con ello; habiendo sido criado por la larga tradición que le
envió desde la vieja Europa desgastada de modo que pudiese ser libre; le
enseñó a creer que no hay razón válida por la que la vida deba ser suave y
dócil y amena y sumisa, que la cosa es ser individual y mantener la
privacidad y que el hombre que no puede lidiar con cualquier ambiente en
cualquier parte para empezar es mejor que no abarrote la tierra.
Destacar contra ese ambiente que ha sido con él todo lo malo que podía
ser, y que ha fallado, le deja a él no sólo como superior sino también como su
maestro. De vez en cuando lo abandona, por supuesto, pero también se lo
lleva consigo. Lo encontrarás en el Medio Oeste, lo encontrarás en Burbank y
en Glendale y en Santa Monica con gafas de sol y sandalias de paja y con la
parte de atrás de la camisa por fuera de los pantalones. Pero abre la chaqueta
del pijama hawaiano y aráñale un poco y encontrarás el suelo fino y las rocas
y las largas nieves y el hombre que no ha sido expulsado del todo de su lugar
de nacimiento porque al final le haya vencido, sino que lo ha dejado porque
él mismo fue el vencedor y el espíritu se había marchado con su sangre que
se enfría y que se ralentiza, y sencillamente ahora está usando esa tierra de
nunca jamás de los místicos y los astrólogos y los adoradores del fuego y los
adictos a las zanahorias crudas como pasatiempo para sus años de declive.
[New Engand Journeys Number 2, Deadborn, Michigan, 1954; la
puntuación del texto reproducido aquí ha sido corregida a partir de un
mecanoscrito de Faulkner sin revisar.]
Un inocente en Rinkside (1955)

EL vacante hielo parecía cansado, aunque no debería estarlo. Le dijeron que


lo habían puesto hacía sólo diez minutos tras un partido de baloncesto, y que
diez minutos después del partido de hockey sería retirado de nuevo para
hacer sitio para algo más. Pero no parecía expectante sino resignado, como el
estimulante espejo de hielo en el escaparate de Navidad, no antes de que le
coloquen los abetos en miniatura y los renos y las acogedoras casitas con
luces, sino después de que lo hayan desmantelado y despejado.
Entonces se llenó de movimiento, de velocidad. Para el inocente, que
nunca lo ha visto antes, parecía discordante e inconsecuente, estrambótico y
paradójico como el arrebatado asaeteo de ingrávidos insectos que corren en la
superficie de charcas estancadas. Entonces se rompería, fundiéndose a través
de una especie de torbellino caleidoscópico como el juguete de un niño, en un
patrón, en un diseño casi precioso, como si un inspirado coreógrafo hubiese
instruido a una compañía de dispuestos pacientes y trabajadores bailarines —
un patrón, un diseño, que le estaba intentando transmitir algo, decirle algo
urgente e importante y verdadero en ese segundo antes de que, ya
desbordante de movimiento y velocidad, empezase a desintegrarse y
disolverse—.
Entonces aprendió a encontrar el disco y seguirlo. Entonces emergerían
los jugadores. No emergerían como los gigantes sudorosos con las manos
desnudas de una masa troglodita de fútbol americano, sino en lugar de eso tan
fluidos y rápidos y sin esfuerzo como estocadas o relámpagos —Richard con
algo de la cualidad apasionada centelleante fatal y extraña de las serpientes,
Geoffrion como un ágil despiadado y precoz chico que quizá no pudo hacer
nada más pero que no lo necesitó entonces—; y otros —el veterano Laprade,
todavía con el saber hacer y la gracia—. Pero ahora él también tenía tiempo,
o más bien el tiempo le tenía a él, y lo que quedaba ya no era sacrificable de
un modo tan irresponsable, descuidado y satisfactorio; ahora no quedaba lo
suficiente como para comprar con ello pasión fresca y triunfo fresco.
Emoción: hombres en rápido duro y directo conflicto físico, no con las
manos desnudas, sino armados con las hojas de cuchillo de los patines y los
duros rápidos y diestros palos que podían romper huesos cuando se usaban
bien. Había advertido cuántas mujeres había entre los espectadores, y por un
momento pensó que quizá era por eso —que aquí la sangre masculina podría
manar de verdad, no procedente del crudo impacto o de un gran puñetazo
sino del golpe rápido y delicado de las armas, que, como el estoque europeo o
la pistola de la frontera, reducían el simple tamaño y la fuerza física a la
adecuada perspectiva de la pasión y de la voluntad—. Pero sólo durante un
momento porque a él, al inocente, tampoco le gustaba la idea. Era la emoción
de la velocidad y la gracia, con el disco como catalizador, lo que le daba
razón, significado.
Lo observó —el deslumbrar[66] del hielo asaeteado de figuras, las gradas
concéntricas ascendiendo en secciones estipuladas por los nombres escritos a
mano de los distintos clubes de fans de los ídolos, desapareciendo arriba del
todo en la nube de humo de tabaco retenida por el techo—, el techo que
paraba y retenía toda esa penetrante y tensa observación, y la concentraba
hacia abajo en dirección al deslumbrar del hielo arrebatado y frenético con el
movimiento; hasta que el subproducto de la velocidad y el movimiento —su
violencia— no tenía oportunidad de agotarse hacia arriba en el espacio y
dejar así en el hielo únicamente el veloz y centelleante patrón cambiante. Y
pensó que quizá le estaba pasando algo al deporte en América (suponiendo
que por definición deporte es algo que haces tú mismo, en soledad o no,
porque es divertido), y ese algo es el techo que estamos colocando sobre él y
sobre ellos. Patinaje, baloncesto, tenis, competiciones de atletismo e incluso
carreras de obstáculos se han trasladado a pista cubierta; fútbol y béisbol
funcionan bajo la cobertura de arcos de luz y en su momento serán también a
prueba de lluvia y de frío. Allí todavía continúa el genuino manejo de la
mosca en aguas con trucha o la captura de pájaros alzándose frente a un perro
o el colocar adecuadamente una bala en un ciervo o incluso en un animal más
grande que te hará daño si no lo haces. Pero no por mucho tiempo: en su
momento también estarán a cubierto bajo las luces y la retenida nube de
humo de tabaco de los espectadores, las secciones concéntricas portando el
nombre y el blasón del león o del pez así como el de Richard o Geoffrion el
del rifle de mira telescópica o el de la caña de cuatro onzas.
Pero (por repetir) no por mucho tiempo, porque el inocente tampoco se
cree demasiado eso. A nosotros —los americanos— nos gusta observar; nos
gusta la descarga de adrenalina de la emoción vicaria del triunfo o del éxito.
Pero también nos gusta: la descarga de la emoción personal del triunfo y del
miedo al haber preparado realmente un caballo en el muro de piedra o
punteado en una balandra sobrecargada o averiguado mediante una prueba
real si puedes alinear a tiempo dos objetivos y un búfalo. Allí también debía
de haber chicos pequeños en esa muchedumbre, arrebatados con el
espantosamente lento pasar del tiempo, anhelando la hora en la que serían
Richard o Geoffrion o Laprade —los mismos chicos pequeños negros que el
inocente ha visto boxeando con la sombra delante de un fotografía de Joe
Louis en su propio pueblo del Mississippi—, los mismos chicos pequeños
noruegos que observó mirando fijamente la pista sin nieve del salto
Holmenkollen un día de julio en las colinas sobre Oslo.
Sólo se preguntó (el inocente) qué tenía que ver un partido de hockey
profesional, cuyo propósito es conseguir beneficios decentes y razonables
para sus propietarios, con nuestro himno nacional. ¿De qué tenemos miedo?
¿Es de nuestro carácter nacional de lo que tenemos tantas dudas, tanto miedo
de que no lo mantengamos entre las garras, que no sólo no osamos abrir una
competición de atletismo o un desfile de belleza o una subasta inmobiliaria,
sino que incluso debemos usar una carrera de la cámara de comercio por
disposición de la señorita Sewage o una arriesgada venta de tierra, para
recordarnos que esa libertad ganada sin honor ni sacrificio y mantenida sin
una constante vigilancia y un inagotable honor y una completa voluntad para
sacrificarse de nuevo si hubiese la necesidad, para empezar no merecía la
pena tenerla? ¿O por berreárnoslo o coreárnoslo cada vez que diez o doce o
dieciocho o veintidós hombres jóvenes se disponen formalmente a entablar
combate por un disco o por una pelota, o simplemente una mujer joven
camina en traje de baño sobre una plataforma iluminada, lo esperamos con
las palabras y la melodía tan apagadas y evisceradas por la repetición, que
cuando lo oímos no nos altera ese estado como de sueño en el que «honor» es
una pausa y «verdad» un ángulo?
[Sports Illustrated, 24 de enero de 1955; este texto ha sido
reproducido a partir del mecanoescrito de Faulkner.]
Kentucky: Mayo: Sábado Tres días
para la tarde (1955)
Tres días antes

Esto vio Boone: el pasto azul de Kentucky, la tierra virgen ondulándose


hacia el oeste ola tras espesa ola desde los huecos de los Allegheny, entonces
sin nombre, abundantes en ciervos y búfalos cerca de los depósitos de sal y
de los manantiales de caliza cuya agua en su momento produciría el excelente
whisky bourbon; y también los hombres salvajes —los hombres rojos y
también los blancos que tenían que ser asimismo un poco salvajes para
perdurar y sobrevivir y así marcar la jungla con las pruebas de su dura
supervivencia— Boonesborough, Owenstown, las estaciones de Harrody
Harbuck; Kentucky: el oscuro y sangriento suelo.
Y también conoció Lincoln, donde las viejas cercas de palos erosionadas
y duraderas circundaban la verde y sacrosanta marcha de las colinas
redondeadas curadas del arado ahora hace mucho, y los grandes árboles
viejos daban sombra a la antigua cabaña de una habitación en la cual el bebé
vio la primera luz; ni un sonido allí ahora pero un viento y unos pájaros como
cuando el niño volvió la cara por primera vez a la carretera que le llevaría a la
fama y al martirio —salvo que quizá te guste pensar que allí está también en
algún lugar la voz del hombre, pronunciando en la escena de su propia
natividad la simple e incomparable prosa con la que nos recuerda nuestros
deberes y responsabilidades si deseásemos continuar como nación—.

Dos días antes


Incluso sólo con pasar por los establos, te llevabas contigo el olor del
linimento y del amonio y de la paja —el aroma fuerte y tranquilo de los
caballos—. E incluso antes de que alcances la pista puedes oír a los caballos
—el ligero duro y rápido ruido sordo de las pezuñas aumentando in
crescendo y ya desvaneciéndose rápidamente—. Y ahora podemos verles en
la temprana luz gris, en parejas y en grupos a medio o a moderado galope
bajo los chicos que se ejercitan. Entonces uno solo, a la vez furioso y
solitario, yendo a más no poder, gallardo, el jinete echado hacia delante,
excedente y precario, no respecto al caballo sino simplemente (por un
instante) con él, en la postura convencional de velocidad —y quién sabe,
quizá ellos dos, ambos hombre y caballo: el animal soñando, con la esperanza
de que al menos durante ese momento se pareciese a Whirlaway o Citation, el
chico de que al menos durante ese momento él fuese indistinguible de Arcaro
o Earl Sande, quizás sintiendo ya en sus rodillas el fragante barrido de la
guirnalda victoriosa—.
Y ahora nosotros mismos estamos en la pista, pero cuidadosa y
discretamente detrás de la cerca fuera del camino: ya no somos un puñado
coagulando en un murmullo de dobles hectómetros primeros puestos en la
parrilla de salida o décimas de segundo, sino que ahora hay cientos de
nosotros y aún están viniendo más, todos estirándonos para mirar en la
dirección única de la rampa de acceso. Entonces es como si el gris, nublado,
húmedo aire de después del amanecer hubiese hablado sobre nuestras
cabezas. Esta vez el chico que se ejercita es un negro, moviendo su montura
sin ningún paso académico ni calculado, simplemente moviéndola rápido,
sacándola fuera de la pista y del camino, hablándonos no a nosotros sino a
todo lo circundante: tanto hombre como bestia que hubiese dentro oyendo:
«Ahora todos vosotros también podéis apartaros del camino; aquí viene el
gran caballo».
Y ahora todos podemos verle mientras entra por la rampa de acceso
guiado por la mano de un mozo que porta las riendas. El mozo desabrocha las
riendas y ahora los dos caballos descienden por la rampa de acceso ahora
vacía hacia la pista ahora vacía, en la que el desenlace final de la espera y de
la expectación habrá crecido casi como un sonido audible, un suspiro, una
exhalación.
Ahora nos pasa (hay dos de ellos, dos caballos y dos jinetes, pero sólo
vemos uno), no sólo el Gran Caballo del argot profesional de las carreras
porque parece grande, más grande de lo que sabíamos que era, de modo que
la mayoría de los otros caballos que hemos observado esta mañana parecen
enanos a su lado, con la cabeza pequeña, casi suave, los pequeños pies
pulcros y las estilizadas y delicadas cuartillas que le ha legado la antigua
sangre árabe, el hombre que lo montará el sábado (el propio Arcaro) estirado
como una mosca o un grillo sobre la gran cruz. Ni siquiera camina. Está
paseando. Porque está mirando a su alrededor. No a nosotros. Ha visto gente;
el lisonjero y adulador rugido humano se ha desvanecido bajo sus pies
repiqueteantes demasiadas veces como para que mantengamos su atención. Y
tampoco a la pista puesto que ha visto pistas antes y normalmente se parecen
a ésta desde este punto (justo entrando en la recta opuesta a meta): vacías.
Simplemente está mirando esta pista, que es nueva para él, mientras el jinete
de obstáculos camina a pie por el nuevo recorrido que después cabalgará.
Él —ellos— continúa, todavía caminando, desapareciendo finalmente
detrás de la mole del marcador al otro lado del recinto; ahora los prismáticos
están ajustados y aparecen los cronómetros, pero nada más hasta que una voz
dice: «Se lo llevan para dejar que vea el paddock». Así que por un momento
volvemos a respirar.
Porque ahora tenemos avanzadilla: gente diseminada en las propias
gradas que puede ver la entrada, para avisarnos a tiempo. Y lo hacen, aunque
cuando lo vemos, debido a la mole del marcador, ya está en plena zancada,
pareciendo que vuela raso justo por encima de la barra superior como un
tremendo halcón marrón en el planeo final tras lanzarse en picado,
cabalgando todavía en el giro de los vestuarios; entonces parece que pasa
algo; no es una vacilación ni un frenazo aunque sólo después es cuando nos
damos cuenta de que ha visto la entrada de vuelta a la rampa de acceso y
durante un instante pensó, no «¿Quiere Arcaro que volvamos ahí dentro?»
sino «¿Quiero salirme aquí?» decidiendo en el siguiente segundo (uno de
ellos: hombre o caballo) que no, y ahora cabalgando de nuevo, bajando hacia
nosotros y pasándonos como si fuese su intención recuperar el segundo o dos
o tres que le había costado su indecisión, un flujo, una acometida, el
movimiento a la vez largo y deliberado y un poco desgarbado; un impuso y
un poder; algo un poco huesudo, no tanto sin gracia cuanto demasiado
ocupado como para preocuparse de la gracia, como el movimiento de un gran
trabajador de la caza, una vez más pareciendo que vuela raso justo por
encima de la barra superior como el gran halcón menguante, inflexible e
inalterable, voraz no respecto a la carne sino respecto a la velocidad y a la
distancia.

Un día antes

Las barras desgastadas y sin pintura del viejo Abe ahora son los blancos
paneles de millonarios que corren en líneas rectas trazadas con regla a través
del oleaje verde y suave de las colinas de Kentucky; entre los ordenados y
como aparcados surcos de yeguas con linajes registrados desde hace más
tiempo de lo que saben o les importa a la mayoría de los hombres paradas
junto a potros de más valor por cabeza para una cabeza económica que niños
de suburbio. La última noche llovió; el aire gris todavía está húmedo y lleno
de una especie de luminosidad, de titileo, como si cada gotita todavía
mantuviese en suspensión aérea su molécula de luz, de modo que la estatua
que de cualquier modo dominaba la escena a todas horas ahora parecía
mantener su dominio sobre el mismo aire como un tenue sol, hasta que,
cerniéndose gigantesca sobre nosotros, parece oro —la efigie dorada del
caballo dorado—, «Gran Rojo» para el mozo negro que lo amaba y que no le
sobrevivió mucho, la efigie de Gran Rojo por supuesto, mirando con el
calmado orgullo de los viejos y viriles reyes guerreros, sobre la tierra donde
su prole aún retoza cual infantes, hasta el momento de la tarde del sábado en
la que también ellos vestirán el manto de rosas en el destellar y deslumbrar
del magnesio; no sólo su propia efigie, sino también símbolo de todo el linaje
registrado desde Arístides pasando por los Whirlaways y los Count Fleets y
los Gallant Foxes y los Citations: la epifanía y la apoteosis del caballo.

El día

Desde la primera luz del día nos hemos estado moviendo, convergiendo,
hacia delante, a través de la extensión georgiano-colonial de la entrada, la
antesala del trono, para ejercer nuestro propio oficio de acólitos en ese
ceremonial.
Una vez el caballo movió el cuerpo físico del hombre y sus pertenencias
domésticas y sus artículos de comercio de un sitio a otro. Hoy en día todo lo
que mueve es una parte o el total de su cuenta bancaria, ya sea apostando por
él o intentando seguir poseyéndolo y alimentándolo.
Así que, en cierto modo, a diferencia de otros animales que ha
domesticado —vacas y ovejas y puercos y pollos y perros (no incluyo a los
gatos; el hombre nunca ha domado a los gatos)—, el caballo está
económicamente obsoleto. Aunque todavía perdure y probablemente
continuará mientras el hombre lo haga, mucho después de que las vacas y las
ovejas y los puercos y los pollos, y los perros que los controlan y protegen, se
hayan extinguido. Porque las otras bestias y sus guardianes únicamente
proporcionan al hombre alimento, y algún día la ciencia le alimentará por
medio de gases sintéticos eliminando así la necesidad económica que cubren.
Mientras que lo que el caballo proporciona al hombre es algo hondo y
profundo en su naturaleza y necesidad emocional.
Perdurará y sobrevivirá hasta que cambie la misma naturaleza del
hombre. Porque casi se pueden contar con los dedos de una mano los tipos y
clases de seres humanos en cuyas vidas y memorias y experiencias y
descargas glandulares no tiene sitio el caballo. Éstos serán a los que no les
guste apostar a nada que implique el elemento del azar o la habilidad o lo
imprevisto. Ellos serán a los que no les gusta observar algo en movimiento,
ya sea grande o que esté yendo deprisa, sin importar lo que sea. Ellos serán a
los que no les gusta observar algo vivo y más grande y más fuerte que el
hombre, bajo el control de la voluntad del enclenque hombre, haciendo algo
que el propio hombre es demasiado débil o demasiado inferior en vista u oído
o velocidad para hacer.
Habrá que excluir de éstos incluso a los que no les gustan los caballos —
los que no tocarían un caballo ni se acercarían a uno, que nunca han montado
uno e incluso ni lo han intentado—; que pueden y hacen y arriesgarán y
perderán sus camisas por un caballo que nunca han visto.
Así que alguna gente puede apostar a un caballo sin haber visto uno fuera
de una calesa de Central Park o la caravana de un vendedor ambulante. Y
quizá nadie pueda observar a los caballos correr para siempre, con una
ventana de apuestas mutuas tan próxima, sin hacer una apuesta. Pero es
posible que alguna gente pueda y de hecho lo haga.
Así que no es simplemente apostar, la oportunidad de probar con dinero
tu suerte o lo que puede llamarse facultad de juzgar, lo que conduce a la gente
a las carreras. Es mucho más profundo que eso. Es una sublimación, una
transferencia: el hombre, con su admiración por la velocidad y por la fuerza,
proyecta su propio deseo de supremacía física, de victoria, en el agente —el
equipo de béisbol o de fútbol americano, el boxeador profesional—. Sólo que
las carreras de caballos son más universales porque está ausente la brutalidad
del combate profesional de boxeo, como también lo que está atenuado en el
fútbol americano o en el béisbol —el largo tiempo que se requiere para que
acontezca el orgasmo de la victoria—, en las carreras de caballos es una
cuestión de minutos, nunca más de dos o tres, repetida seis u ocho o diez
veces en una tarde.
4:29 de la tarde

Y también esto: la canción, la mansión de ladrillo, que corresponde a la


apoteosis: Stephen Foster como doncella del Caballo mientras la banda
anuncia que ahora están a punto de ser las únicas cuatro y media en punto de
todas las posibles cuatro y media de una tarde única de sábado de todas las
posibles tardes de sábado. Los acordes de metal se hinchan y se suspenden y
desaparecen sobre el recinto abarrotado y las gradas mientras se anuncia el
desfile de los diez caballos —los diez animales que durante los próximos dos
minutos no sólo simbolizarán sino que soportarán la carga y serán la
justificación, no sólo de sus propios tres años de vida individuales, sino de las
generaciones de selección y cría y entrenamiento y cuidado que les han traído
a estos únicos dos minutos donde uno será el supremo y nueve los fallos
supremos—, traídos hasta este momento que para él será supremo, el ápice de
su vida que, incluso contada en lustros, es sólo de veintiún años, el comienzo
de la edad adulta. Tal es el precio que pagará por la supremacía; tal es el
riesgo que asumirá. Pero ¿qué ser humano rechazaría tanta pérdida, a cambio
de tanta ganancia, a los veintiuno?
Sólo pasan un poco más de dos minutos: una simultánea colisión metálica
mientras saltan las puertas. Aunque realmente no sepas lo que has oído: fuese
ese choque metálico, o el trueno simultáneo de las pezuñas en ese primer
salto o las voces masificadas, el jadeo, la exhalación —fuese lo que fuese, el
todavía indistinguible cúmulo de caballos, como una ola marrón moteada con
las sedas brillantes de los jinetes como astillas discurriendo hacia nosotros a
lo largo de la barra hasta que, aproximándose, podemos empezar a distinguir
individuos, que nos pasa fluyendo como caballos individuales—, caballos
que (incluyendo al jinete) una vez erguidos tienen casi ocho pies de alto y
diez de largo, parecen ahora flechas del doble de longitud y de un grosor
menor de la mitad, pasan disparados y se agrupan de nuevo conforme
disminuye la perspectiva, convirtiéndose después en caballos individuales
una vez más aproximadamente en el giro en la recta opuesta a meta,
fluyendo, para agruparse por última vez en la misma recta de meta, entonces
otra vez individuos, caballos individuales, el caballo individual, el Caballo:
2:01:4/5 minutos.
Y ahora se alza bajo el manto de rosas sobre el destellar y deslumbrar del
magnesio y la zumbante película de inmortalidad celuloide. Éste es el
momento, la cima, el pináculo; después de esto, todo es decaer. Nosotros que
observábamos hemos visto demasiado; la expectación, la presión glandular,
ha sido demasiado alta como para durar mucho; es el atardecer no sólo del
día sino también de la capacidad emocional; el Boots and Saddles[67] sonará
dos veces más y la condensación de luz y de movimiento irá otra vez a través
del movimiento de los caballos y de los jinetes profesionales. Pero correrán
como en un sueño, hacia el anticlímax; ahora debemos apartarnos durante un
poco tiempo, aunque sea sólo para asimilar, para acostumbrarse a vivir con,
lo que hemos visto y experimentado. Aunque todavía no hemos escapado de
ese momento. En realidad, ésta será la forma en la que lo asimilaremos y lo
soportaremos: las voces, la charla, en los aeropuertos y estaciones desde los
que nos dispersaremos de vuelta donde nos esperan nuestras viejas vidas, en
los aviones y trenes y autobuses llevándonos de vuelta hacia la vieja y
confortable rutina familiar como el viejo y confortable sombrero o abrigo: el
portero, el conductor de autobús, la guapa taquígrafa que han ahorrado
durante un año, probablemente reservando en Navidad, para poder decir: «Yo
vi el derbi», el editor de deportes que, habiendo pasado una semana hablando
y comiendo y bebiendo caballo y que ahora sólo quiere llegar a casa y
tomarse un doble antes de dormir e irse a la cama, todos hablando, todos con
opiniones, válidas y duraderas:
«Eso fue un accidente. Espera a la próxima vez.»
«¿Qué próxima vez?, ¿qué caballo usarán?»
«Si lo hubiera estado montando yo, lo habría montado diferente.»
«No, no, fue montado perfectamente. Fue ese pequeño chaparrón
lo que puso la pista rápida como California.»
«¿O quizá la lluvia lo asustó, dado que no llueve en Los Ángeles?
Quizá cuando sintió humedad en sus pies pensó que iba a hundirse y
sólo estaba saltando en busca de tierra firme, ¿eh?»

Y así. De modo que después de todo no es el Día. Es sólo el octogésimo


primero.
[Sports Illustrated, 16 de mayo de 1955]
Sobre la privacidad (El Sueño
Americano:
¿Qué le sucedió?) (1955)

ESTO era el Sueño Americano: un santuario en la tierra para el hombre


individual: una condición en la que sería libre no sólo respecto a las viejas
jerarquías establecidas por empresas de pocos propietarios de poder arbitrario
que le habían oprimido como una masa, sino libre respecto a esa masa en la
cual las jerarquías de la iglesia y el estado le había comprimido y mantenido
individualmente esclavizado e individualmente impotente.
Un sueño simultáneo para los distintos individuos de entre los hombres
tan apartados y aislados como para no tener contacto para equiparar sueños y
esperanzas con las viejas naciones del Viejo Mundo que existían como
naciones no sobre la ciudadanía sino sobre la condición de súbditos, que
perduraron sólo bajo la premisa del tamaño y de la docilidad de la masa de
súbditos; los hombres y mujeres individuales que dijeron con una voz
simultánea: «Estableceremos una nueva tierra donde el hombre pueda asumir
que cada hombre individual —no la masa de hombres sino los hombres
individuales— tiene derecho inalienable a la dignidad y a ser un individuo
libre en el seno de una estructura de coraje individual y de trabajo honorable
y de responsabilidad mutua».
No sólo una idea, sino una condición: una condición de vida humana
diseñada para ser coetánea con el nacimiento de la propia América,
engendrada creada y simultánea respecto al mismo aire y a la misma palabra
América, que con ese único golpe, un instante, debía cubrir la tierra con un
único suspiro simultáneo como el aire o la luz. Y así fue, así lo hizo:
irradiando hasta cubrir incluso las viejas cansadas repudiadas y todavía
esclavizadas naciones, hasta que por todas partes los hombres individuales,
que no tenían nada salvo haber oído el nombre, no digamos saber dónde
estaba América, pudieron responder a ello, elevando no sólo sus corazones
sino también las esperanzas que hasta ahora no sabían —o en cualquier caso
no osaban recordar— que poseían.
Una condición en la cual todo hombre no sólo no sería rey, ni siquiera
querría serlo. Ni siquiera tendría la necesidad de preocuparse de tener la
necesidad de ser un igual respecto a los reyes porque ahora estaba libre de
reyes y de toda su similar congerie; libre no sólo de los símbolos sino de las
mismas viejas jerarquías arbitrarias que representaban los símbolos-
marioneta —cortes y gabinetes e iglesias y escuelas— para los que había sido
valioso no en tanto que un individuo sino sólo en tanto que un número, su
valor compuesto en esa ratio inmutable para sus números puramente
estúpidos, ese incremento animal de su masa dócil y sin voluntad.
El sueño, la esperanza, la condición que nuestros antepasados no nos
legaron, sus herederos y asignatarios, sino que nos legaron a nosotros, sus
sucesores, al sueño y a la esperanza. Ni siquiera se nos dio entonces la
oportunidad de aceptar o declinar el sueño que ya fue nuestro dueño y nos
poseyó al nacer. No fue nuestra herencia porque fuimos la suya, nosotros
mismos en nuestras sucesivas generaciones fuimos la herencia del sueño
legada por la idea del sueño. Y no sólo nosotros, sus hijos nacidos y criados
en América, sino hombres nacidos y creados en las viejas extrañas y
repudiadas tierras, también sintieron ese aliento, ese aire, oyeron esa
promesa, ese ofrecimiento de que había una cosa tal como la esperanza para
el hombre individual. Y las mismas viejas naciones, tan viejas y ancladas
durante tanto tiempo en los viejos conceptos de hombre como para haber
pensado ellas mismas más allá de toda esperanza de cambio, haciendo
oblación a ese nuevo sueño de ese nuevo concepto de hombre de dones de
monumentos y dispositivos para marcar los portales de ese derecho y
esperanza inalienables; «Aquí hay sitio para vosotros los de cualquier parte
de la tierra, para todos vosotros individualmente sin hogar, individualmente
oprimidos, individualmente inindividualizados».
Un don gratuito dejado para nosotros por esos que han bregado
mutuamente y perdurado individualmente para crearlo; nosotros, sus
sucesores, ni siquiera tuvimos que ganarlo, merecerlo, y no digamos
conquistarlo. Ni siquiera necesitamos nutrirlo y alimentarlo. Sólo
necesitábamos recordar que, al vivir, era entonces perecedero y debía ser
defendido en sus crisis. Algunos de nosotros, quizá la mayoría de nosotros,
no podríamos haber probado mediante definición que sabíamos exactamente
lo que era. Pero entonces no lo necesitábamos: quienes ya no necesitábamos
definirlo más de lo que necesitábamos definir ese aire que respirábamos o esa
palabra, los cuales, ambos, simplemente por existir simultáneamente —el
respirar el aire americano que hizo América— juntos han engendrado y
creado el sueño en ese primer día de América como el aire y el movimiento
crearon la temperatura y el clima en el primer día del tiempo.
Porque ese sueño era la aspiración del hombre en el verdadero significado
de la palabra aspiración. No era meramente la esperanza ciega y sin voz de su
corazón: era la inhalación real de sus pulmones, sus luces, su metabolismo
viviente e incesante, de modo que realmente vivíamos el Sueño. No vivíamos
el sueño: vivíamos el propio Sueño, exactamente igual que no vivimos
meramente en el aire y en el clima sino que vivimos Aire y Clima; nosotros
mismos individualmente representantes del Sueño, el Sueño mismo realmente
audible en las fuertes voces desinhibidas que no se asustaban de decir clichés
en los propios encabezamientos, dándoles a los avatares del cliché de «Dame
la libertad o dame la muerte» o «Que esto sea la auto-evidencia de que todos
los hombres fueron creados iguales en un derecho mutuo a ser libres» que en
cualquier caso nunca habían carecido de verdad, suponiendo que la esperanza
y la dignidad sean verdad, una validez y una inmediatez que los absolvía
incluso del cliché.
Ése era el Sueño: no que el hombre fuese creado igual en el sentido de
que fuese creado negro o blanco o marrón o amarillo y entonces condenado
irrevocablemente a eso para el resto de sus días —o, mejor dicho, no
condenado con igualdad sino bendecido con igualdad, sin que él mueva un
dedo sino en lugar de eso yaciendo encogido y dormitando en su baño
templado y sin aire como el embrión aún en el útero—; sino la libertad en la
que tener un igual comienzo en la igualdad con todos los demás hombres, y el
ser libre para defender y preservar esa igualdad por medio del coraje
individual y del trabajo honorable y de la responsabilidad mutua. Entonces lo
perdimos. Nos abandonó, lo que nos había sostenido y protegido y defendido
mientras nuestra nueva nación de nuevos conceptos de existencia humana
conseguía un punto de apoyo lo suficientemente firme para permanecer
erguidos entre las naciones de la tierra, sin pedirnos nada a cambio salvo
recordar siempre que, estando vivo, era por tanto perecedero y entonces debía
ser siempre sostenido en la incesante responsabilidad y vigilancia del coraje y
el honor y el orgullo y la humildad. Ahora se ha marchado. Nos
adormilamos, nos dormimos y nos abandonó. Y en ese vacío ya no suenan las
fuertes y altas voces no sólo carentes de miedo sino ni siquiera conscientes de
que existía el miedo, hablando en una unificación mutua de una esperanza y
una voluntad mutuas. Porque lo que oímos ahora es una cacofonía de terror y
conciliación y compromiso balbuceando únicamente los fonemas; las altas y
vacías palabras de las que hemos emasculado todo significado cualquiera —
ser libre, democracia, patriotismo— que éste sea, despertados al fin, tratamos
desesperadamente de ocultarnos a nosotros mismos esa pérdida.
Algo le sucedió al Sueño. Pasaron muchas cosas. Esto, pienso, es un
síntoma de una de ellas.
Hace unos diez años un crítico literario y ensayista muy conocido, un
buen amigo de toda la vida, me contó que una adinerada revista ilustrada
semanal de amplia difusión le había ofrecido una buena suma por escribir un
texto sobre mí —no sobre mi trabajo o sobre mis obras, sino sobre mí como
ciudadano privado, como individuo—. Dije No, y expliqué por qué: creo que
únicamente las obras de un escritor son de dominio público, para ser
discutidas e investigadas y para escribir acerca de ellas, el propio escritor las
había puesto allí al presentarlas para ser publicadas y al aceptar dinero por
ellas; y por tanto él no sólo aceptaría sino que debía aceptar lo que sea que el
público desee decir o hacer acerca de ellas desde el elogio a la quema. Pero
que, hasta que el escritor cometa un crimen o se presente a un cargo público,
su vida privada es suya; y no sólo tenía el derecho de defender su privacidad,
sino que el público tenía el deber de hacerlo toda vez que la libertad de un
hombre debe detenerse en el punto exacto en el que empieza la del siguiente;
y que yo creía que cualquiera con gusto y responsabilidad estaría de acuerdo
conmigo.
Pero el amigo dijo No. Dijo:
«Estás equivocado. Si escribo el texto, lo haré con gusto y
responsabilidad. Pero si me rechazas, tarde o temprano lo hará alguien
que no se preocupará ni por el gusto ni tampoco por la
responsabilidad, al que no le importaréis nada tú ni tu estatus como
escritor, como artista, sino sólo como mercancía: como producto
comercial: para ser vendido, para incrementar la circulación, para
hacer algo de dinero».
«No me lo creo», dije. «Hasta que no cometa un crimen o anuncie
mi candidatura, no pueden invadir mi privacidad después de haberles
pedido que no lo hagan.»
«No sólo pueden», dijo, «sino que una vez que tu reputación
europea llegue de vuelta aquí y haga que financieramente merezcas la
pena, lo harán. Espera y verás».

Lo hice. Hice ambas cosas. Hace dos años, por pura casualidad, en el
transcurso de una charla con un editor en el sello que publica mis libros, me
enteré de que la misma revista ya había puesto en marcha el mismo proyecto
que yo había declinado hacía ocho años; no sé si se lo habían notificado
formalmente a los editores o si únicamente lo habían oído también por
casualidad, como me pasó a mí. Dije No otra vez, recapitulando las mismas
razones que todavía creía que no eran ni siquiera rebatibles por cualquiera
que poseyera el poder de la prensa pública, dado que las cualidades del gusto
y de la responsabilidad tendrían que ser inherentes a dicho poder para ser
válido y que se le permitiese perdurar. El editor me interrumpió.
«Prueba otra vez con ellos. Di “Se lo pido: por favor no lo hagan”.»
Entonces presenté el mismo Les pido: por favor no lo hagan al escritor que
iba a escribir el texto. No sé si era un miembro de la redacción designado
para el trabajo o si se presentó voluntario para ello o si quizá él mismo vendió
a sus empleadores la idea. Sin embargo recuerdo que su respuesta implicaba
«Tengo que hacerlo,
si me niego me despedirán». Que probablemente sea correcta, pues obtuve la
misma respuesta de un miembro de la redacción de otra revista acerca del
mismo asunto. Y si eso era así, si el escritor, un miembro del gremio al que
servía, también era víctima de la misma fuerza de la que yo era víctima —ese
uso irresponsable que es por tanto un abuso y que en su caso es traición, de
ese poder llamado Libertad de Prensa que es uno de los más potentes e
inestimables defensores y conservadores de la dignidad y de los derechos
humanos—, entonces la única defensa que se me dejaba era negarme a
cooperar, a tener nada que ver con el proyecto. Aunque ahora mismo supiese
que eso no me salvaría, que nada podría pararlos.
Quizá ellos —el escritor y su empleador— no me creyeron, no me podían
creer. Quizá osaron no creerme. Quizá ahora es imposible para cualquier
americano creer que alguien que no se esté escondiendo de la policía
realmente no quiera, como un don gratuito, su nombre y su fotografía en
ningún órgano impreso, sin importar cuán bajo o modesto o de difusión
restringida sea. Aunque quizá la cuestión nunca alcanzó este punto: ambos —
el editor y el escritor— sabían desde el principio, independientemente de que
yo lo supiese o no, que nosotros tres, ellos dos y su víctima, éramos todos
víctimas de esa falla (en el sentido en que los geólogos usan el término) de
nuestra cultura americana que diariamente nos está diciendo: «¡Cuidado!»,
los tres afrontándolo como uno solo no con una idea, un principio de elección
entre el buen y el mal gusto o la responsabilidad o la falta de ella, sino como
un hecho, una condición de nuestra vida americana antes de que los tres
estuviésemos (en ese momento) desvalidos, condenados en ese momento.
Así que el escritor vino con su grupo, fuerza, equipo y consiguió su
material donde y como pudo y se marchó y publicó su artículo. Pero ése no es
el punto. El escritor no será culpado dado que, con las manos vacías, él (si mi
recuerdo es correcto) habría sido despedido del trabajo, lo cual le privaba del
derecho a elegir entre el buen y el mal gusto. Tampoco el empleador dado
que, para mantener su trabajo (el del empleador) también precario en esta
estructura incluso él, director y jefe de uno de sus componentes
integrales, puede verse obligado a servir a las costumbres del momento con el
fin de sobrevivir entre sus rivales.
No es lo que dijo el escritor, sino el hecho de que lo dijese. Que él —ellos
— lo publicaban, en un órgano reconocido que, para ser y seguir siendo
reconocido, funciona bajo el supuesto de ciertos estándares inflexibles; lo
publicaban no sólo pasando por encima de las protestas del sujeto sino con
inmunidad completa respecto a ellas; una inmunidad no sólo supuesta para sí
mismo por el órgano sino una inmunidad ya garantizada por adelantado por
el público al que vende sus manufacturas por un beneficio. Lo aterrador (no
chocante; esto no puede chocarnos dado que permitimos su nacimiento y lo
observamos crecer y lo apoyamos y validamos e incluso lo usamos
individualmente para nuestros propios fines y necesidades) es que esto podría
haber pasado en cualquier caso bajo esas condiciones. Que podría haber
pasado en cualquier caso sin que el sujeto ni siquiera hubiese sido avisado
con antelación. E incluso cuando él, la víctima, fue advertido con antelación
por accidente, aun así estaba desvalido para prevenirlo. E incluso después de
que se hubiese hecho, la víctima no podía interponer recurso de ningún tipo
ya que, a diferencia del sacrilegio o la obscenidad, no tenemos leyes contra el
mal gusto, quizá porque en una democracia la mayoría de la gente que hace
las leyes no reconoce el mal gusto cuando lo ve, o quizá porque en nuestra
democracia el mal gusto se ha convertido en una mercancía con la que
comerciar y por tanto imponible y por tanto algo con lo que se puede ejercer
presión e influencia por parte de las federaciones de comercio que simultánea
y concurrentemente crearon el mercado (no el apetito: eso no necesitaba
creación: sólo condescendencia) y el producto para servirlo, y el mal gusto
por simple solvencia fue purificado de mal gusto y absuelto. Y aunque
hubiese habido base para el recurso, aun así la cuestión habría permanecido
en la parte negra del libro de cuentas dado que el editor podría cargar el juicio
y las costas a pérdidas operativas y el incremento de ventas fruto de la
publicidad a capital invertido.
El punto es que hoy en América cualquier organización o grupo,
simplemente por funcionar bajo una frase como Libertad de Prensa o
Seguridad Nacional o Liga Contra la Subversión, pueden postular para sí
mismas completa inmunidad para violar la condición individual[68] —la falta
de privacidad individual con la que no se puede ser un individuo y la falta
que individualmente no es nada que merezca la pena tener o conservar— de
cualquiera que no sea él mismo un miembro de una organización o grupo lo
suficientemente numeroso o rico como para asustarles. Esa organización no
será de escritores, artistas, por supuesto; siendo individuos, ni siquiera dos
artistas podrían confederarse alguna vez, ni mucho menos los suficientes.
Además, los artistas en América no tienen que tener privacidad porque no
necesitan ser artistas por lo que a América respecta. América no necesita
artistas porque no cuentan en América; los artistas no tienen más sitio en la
vida americana que los empleadores de los miembros de la redacción de
revistas ilustradas semanales en la vida privada de un novelista del
Mississippi. Pero están las otras dos ocupaciones que son valiosas para la
vida americana, que requieren, que demandan privacidad para perdurar, para
vivir. Éstas son las ciencias y las humanidades, los científicos y los
humanistas: los pioneros en la ciencia del perdurar y la destreza mecánica y
la autodisciplina y la habilidad como el Coronel Lindbergh que finalmente
fue compelido a repudiarlo por la nación y por la cultura, una de cuyas
costumbres era el derecho inalienable a violar su privacidad en lugar del
deber inalienable de defenderla, la nación que asumió un derecho inalienable
para arrogarse la gloria de su renombre aunque no tuviese el poder de
proteger a sus hijos ni la responsabilidad de preservarlos de su aflicción; los
pioneros en la simple ciencia de salvar la nación como el Doctor
Oppenheimer que fue hostigado e impugnado según esas mismas costumbres
hasta que fue despojado de toda privacidad permaneciendo allí únicamente
las cualidades del individualismo de cuya posesión nos vanagloriamos dado
que sólo ellas nos diferencian de los animales —gratitud por la amabilidad,
fidelidad a la amistad, caballerosidad hacia las mujeres y capacidad para amar
— ante lo cual se vieron impotentes incluso sus hostigadores sometidos a
investigación oficial, marchándose (uno espera) avergonzados de sí mismos,
como si todo el negocio no hubiera tenido absolutamente nada que ver con la
lealtad o la deslealtad o la seguridad y la inseguridad, sino que simplemente
se trataba de apalearle y despojarle completamente hasta desnudarle de la
privacidad que de haberle faltado nunca le habría permitido llegar a ser uno
de ese puñado de individuos capaces de servir a la nación en un momento en
el que aparentemente nadie más podía, y al fin reducirle así a un número más
sin identidad en esa masa sin identidad anónima y sin privacidad que parece
ser nuestro objetivo.
E incluso quizá eso es sólo un punto de partida. Porque la propia
enfermedad viene de mucho más atrás. Viene de ese momento de nuestra
historia en el que decidimos que las viejas y simples verdades morales de las
que el gusto y la responsabilidad eran los árbitros y los controles estaban
obsoletas y debían ser descartadas. Viene de ese momento en el que
repudiamos el significado que nuestros padres habían estipulado para las
palabras «libertad» y «condición libre» sobre el cual, por el cual y para el
cual nos fundaron como nación y nos dedicaron como un pueblo,
manteniendo nosotros en nuestra época únicamente los fonemas
correspondientes. Viene de ese momento en el que sustituimos la libertad por
la licencia —licencia para cualquier acción que se mantenga en los límites de
la prescripción de las leyes promulgadas por las confederaciones de los
practicantes de esa licencia y los cosechadores de los beneficios materiales—.
Viene de ese momento en el que sustituimos el ser libre por la inmunidad
para cualquier acción para cualquier recurso, con la única condición de que el
acto se lleve a cabo bajo la égida de los vacíos fonemas del ser libre.
En ese mismo instante la verdad también se desvaneció. No abolimos la
verdad; ni siquiera podríamos hacerlo. Simplemente nos dejó, nos volvió la
espalda, no con desprecio ni siquiera con desdén ni siquiera tampoco con
(esperemos) desesperación. Simplemente nos dejó, quizá para volver cuando
lo que quiera que sea —el sufrimiento, el desastre nacional, quizá cuando (si
nada más sirve) acontezca la derrota militar— nos haya enseñado a valorar la
verdad y a pagar cualquier precio, aceptar cualquier sacrificio (oh sí, también
somos valientes y duros; sólo que intentamos aplazar todo lo posible el tener
que serlo) para recuperarla y mantenerla otra vez como nunca deberíamos
haberla dejado ir: en sus propios e innegociables términos de gusto y de
responsabilidad. La verdad —esa larga limpia clara simple firme
incuestionable recta y brillante línea, a un lado de la cual lo negro es negro y
al otro lo blanco es blanco— ahora se ha convertido en un ángulo, en un
punto de vista que no tiene nada que ver con la verdad ni tampoco con los
hechos, sino que únicamente depende de dónde estés cuando lo miras. O más
bien —mejor— de dónde te las ingenias para tener situado a aquel al que
estás intentando engañar u ofuscar cuando te mira.
Una apuesta sencilla en realidad, una apuesta combinada, un triple del
día:[69] la verdad y el ser libre y la libertad. El cielo americano que una vez
fue el empíreo infinito del ser libre, el aire americano que una vez fue el
aliento viviente de la libertad, ahora se han convertido en una vasta presión
aplastante que deroga ambos, destruyendo la individualidad del hombre en
tanto que hombre mediante (en su momento) la destrucción del último
vestigio de privacidad sin la que el hombre no puede ser un individuo.
Nuestra propia arquitectura nos ha advertido. Hubo un tiempo en que no
podías ver ni desde el interior ni desde el exterior a través de los muros de
nuestras casas. Ahora es el tiempo en el que a través de los muros puedes ver
desde el interior lo de fuera aunque todavía no desde fuera el interior. Vendrá
un tiempo en el que se puedan hacer ambas cosas. Entonces se habrá ido
realmente la privacidad: aquel que sea lo bastante individual como para
querer incluso cambiarse su camisa o bañarse dentro será maldecido por una
voz americana universal como subversivo respecto al modo de vida
americano y a la bandera americana.
Si (por esa época) los propios muros, opacos o no, todavía pueden
mantenerse en pie tras esa furiosa ráfaga, esa fuerza, ese poder que se alza
como un trueno en el cénit americano, de múltiples caras aunque mutuamente
conjuntadas, bramando las palabras y frases que hace mucho que fueron
emasculadas de cualquier denotación o significado distinto al de
herramientas, implementos, para el posterior hostigamiento del espíritu
humano privado e individual, por sus furiosos e inmunizados sumos
sacerdotes: «Seguridad». «Subversión». «Anti-Comunismo». «Cristianismo».
«Prosperidad». «El Modo Americano». «La Bandera».
Con posibilidades en la balanza (más un rápido juego de pies de vez en
cuando, por supuesto) un individuo puede defenderse a sí mismo de la
libertad de otro individuo. Pero cuando poderosas federaciones y
organizaciones y amalgamas como las corporaciones editoriales y las sectas
religiosas y los partidos políticos y los comités legislativos pueden incluso
absolver a una de sus unidades de trabajo de las restricciones de la
responsabilidad moral por medio de eslóganes como «Libertad» y
«Salvación» y «Seguridad» y «Democracia», bajo el cobijo de cuya
absolución los individuos practicantes asalariados quedan liberados de
responsabilidad individual y restricción, entonces mantengámonos en
guardia. Entonces incluso la gente como el Doctor Oppenheimer y el Coronel
Lindbergh y yo (también el miembro de la redacción de la revista semanal
ilustrada si realmente fue compelido a elegir entre el buen gusto y la
inanición) tendremos que confederarnos en su momento para preservar esa
privacidad con la que sólo el artista y el científico y el humanista pueden
funcionar.
O para preservar la misma vida, respirando; no sólo artistas y científicos y
humanistas, sino también los parientes políticos o biológicos de doctores
osteópatas. Por supuesto estoy pensando en el doctor de Cleveland
recientemente condenado por el brutal asesinato de su esposa, tres de cuyos
parientes —el padre de su esposa y sus propios padre y madre— con una
excepción ni siquiera han sobrevivido a ese proceso en lo que concierne a la
propia prensa, que mantuvo el lamentable asunto en la mayoría de las
portadas de la nación hasta el mismísimo final, ahora está declarando
oficialmente que fue cubierto en exceso mucho más allá de su valor e
importancia. Estoy pensando en las tres víctimas. No en el hombre
condenado: sin duda el vivirá todavía mucho tiempo; sino en los tres
parientes, dos de los cuales murieron —uno de ellos en cualquier caso—
porque, por citar a la propia prensa «estaba cansado de la vida», y la tercera,
la madre, por su propia mano, como si hubiese dicho puedo aguantar más
esto. Quizá murieron únicamente por el crimen, aunque uno se pregunta por
qué la coincidencia de sus muertes no se produjo con la comisión del
asesinato sino con la publicidad del proceso. Y si no fue meramente por la
propia tragedia por lo que una de las víctimas estaba, cito, «cansada de la
vida» y otra obviamente dijo no puedo aguantar más —si tenían más de una
razón para renunciar e incluso (una) para repudiar la vida—, y si el hombre
era culpable tal como dijo el jurado que lo era, ¿Lo que hizo ese poder
medieval de caza de brujas llamado Libertad de Prensa, que en cualquier
cultura civilizada debe ser aceptado como ese dedicado paladín a través de
cuya inflexible rectitud debe prevalecer la justicia y tener lugar la
misericordia, no fue exactamente aprobar y amparar que los propios parientes
del criminal fuesen eliminados de la faz de la tierra como expiación por su
crimen? Y si él era inocente como dijo ser, ¿en qué crimen participó ese
mismo campeón del débil y del oprimido?
O (por repetir) no el artista. América todavía no ha encontrado un sitio
para aquel que lidia sólo con cosas del espíritu humano excepto para usar su
notoriedad para vender jabón o cigarrillos o plumas estilográficas o para
anunciar automóviles y cruceros y hoteles en complejos turísticos, o (si se le
puede enseñar a contorsionarse lo suficientemente rápido como para alcanzar
los estándares) en la radio o en las películas donde puede producir suficientes
tasas de beneficios para merecer atención. Pero el científico y el humanista,
sí: el humanista en ciencia y el científico en la humanidad del hombre,
quienes aún deberían salvar esa civilización que los profesionales en salvarla
—los editores que apoyan su propio engorde sobre la lujuria y la lascivia del
hombre, los políticos que apoyan su propio tráfico sobre su estupidez y su
codicia, y los hombres de iglesia que apoyan su propio comercio sobre el
miedo y la superstición— parecen estar demostrando que no pueden.
[Harper’s (julio de 1955; este texto ha sido reproducido a partir del
mecanoescrito de Faulkner.]
Impresiones de Japón (1955)

LAS máquinas hace tiempo que deceleraron; el cielo cubierto se hunde


lentamente hacia arriba sin rastro de nada semejante a la velocidad hasta que
de repente ves la sombra del avión deslizando las pequeñas colinas
algodonadas; y ahora la velocidad ha vuelto de nuevo, avión y sombra
lanzándose uno hacia el otro como hacia una precipitada destrucción.
Para penetrar a través del cielo cubierto y lanzar una vez más esa sombra
hacia abajo, sobre una isla. Parece tierra, como cualquier otra recalada hecha
desde el aire, aunque sabes que es una isla, casi como si vieses sus dos
flancos limitados por el mar en el mismo instante, como una diapositiva
transparente; una isla encontrada en la inmensidad del agua de un modo
incluso más milagroso que la isla de Wake o Guam,[70] puesto que aquí hay
una civilización, una ordenada y antigua homogeneidad de la raza humana.
***

Es visible y audible, hablada y escrita también: una comunicación entre


hombre y hombre puesto que los humanos hablan; los oyes y los ves. Pero
para estos oídos y estos ojos occidentales no significa nada porque no se
asemeja a nada que esos ojos occidentales recuerden; no hay nada con que
compararlo, nada con lo que la memoria y el hábito puedan decir, «Porque
esto se parece a la palabra para casa u hogar o felicidad»; no sólo críptico
sino también acróstico, como si los símbolos salpicados de los caracteres
retuvieran no sólo mera comunicación sino algo urgente e importante más
allá de la simple información, ofreciendo una promesa de alguna sabiduría o
conocimiento últimos que contuviesen el secreto de la salvación del hombre.
Pero luego nada más, porque no hay nada con que compararlo para la
memoria occidental: luego no la mente para escuchar sino sólo el oído para
oír ese gorjeo y ese planeo de sílabas como el llanto de pájaros en boca de los
niños, como música en boca de mujeres y chicas jóvenes.
***

Las caras: Van Gogh y Manet las habrían amado: esa del peregrino con
bastón y fardo y lleno de polvo por la caminata, ascendiendo las escaleras
hacia el Templo en la temprana luz del sol; el lego del Templo o quizás el
sirviente, su hábito plegado aproximadamente a la altura de sus muslos,
acuclillado en la entrada del recinto antes de que empiece, o quizá habiéndose
ya puesto en marcha, el día; esa de la mujer vieja vendiendo cacahuetes bajo
la entrada para que los turistas alimenten con ellos a las palomas: una cara
gastada con la vida y el recuerdo, como si una vida no hubiese sido lo
bastante larga sino que cada aliento por separado hubiese necesitado grabarse
en toda esa miríada de finas líneas; una cara duradera y ahora incluso un
consuelo para ella, como si en estos momentos hubiese emborronado
cualquier cosa que hubiese tras ella que le hubiese dolido o apenado,
dejándola ahora libre de las angustias y de las aflicciones y de lo que perdura:
en cualquier caso aquí hay una que nunca leyó a Faulkner y que tampoco
sabe ni le importa por qué vino a Japón ni le preocupa un carajo lo que piensa
de Ernest Hemingway.
***

Él está demasiado ocupado para tener tiempo de preocuparse acerca de si


es feliz o no, bastante sucio, quizá de unos cinco años, sin pasado y
aparentemente inmune incluso a sus padres, jugando en la cuneta con la
colilla de un cigarrillo.

***

El cuenco de montañas que contiene el lago está tan lleno de aire duro y
rápido como la boca de un túnel del viento; ahora hemos estado pensando
durante algún tiempo que quizá ya es demasiado tarde para tomar rizos en la
vela mayor: sin embargo ahí está. Es sólo un esquife aunque para los ojos
occidentales resulta tan invencible e irrevocablemente extraño como un junco
chino, conducido por una abollada máquina fueraborda hecha en Estados
Unidos y que contiene una mujer en kimono bajo un abierto parasol de papel
que no habría suscitado comentario alguno en el soleado tramo del Támesis
inglés, tan frágil e invulnerable en el centro de ese duro azul cuenco de viento
como una mariposa en el ojo de un tifón.
***

La masa de pelo lacado azul-negro de la geisha encierra la pintada cara


como un yelmo, sobrepasa, corona la ordenada y ritual postura del grácil
cuerpo como el morrión de piel de oso de un granadero, demasiado pesado en
apariencia para que esa grácil garganta lo sostenga, la pintada fija inexpresiva
cara inmóvil e inmune también sobre la estudiada postura: aunque tras esa
pintada e inerte máscara hay algo rápido y vivo y élfico: o más que álfico:
travieso: o incluso más que travieso: sardónico y burlón, un don para la
comedia, y más: para el burlesque y la caricatura: para una astuta y viciosa
venganza sobre la raza de los hombres.
***

Kimono. La cubre de la garganta a los tobillos; con un gesto tan femenil


como el colocar una flor o tan femenino como el poner en la cuna a un niño,
las mismas manos pueden estar ocultas en las mangas hasta que allí
permanece una intacta modestia en forma de cáliz proclamando su feminidad
donde la desnudez meramente habría hecho ostentación de su cualidad de
hembra mamífera. Una modestia que hace alarde de su propia inmodestia
como la rosa carmesí arrojada únicamente mediante un blanco golpe de
mano, desde la ventana del balcón —modestia, que no hay nada más
inmodesto y que por lo tanto es la posesión más querida de una mujer—; ella
debería defenderlo con su vida.
***

Lealtad. En sus ropas occidentales, blusa y falda, ella es tan sólo una más
de las mujeres jóvenes regordetas y anodinas pero en kimono en el diestro
equilibrado rápido desplazamiento deslizante también ella recibe su porción
de esa herencia nacional de magia femenina. Aunque ella tiene más que eso;
ella participa de su porción de esas otras cualidades que las mujeres tienen en
esta tierra que no les fueron dadas por lo que llevan puesto: lealtad,
constancia, fidelidad, no por, pero al menos uno espera que no sin,
recompensa. Ella no habla mi idioma ni tampoco yo el suyo, aunque en dos
días conoce mi hábito de hombre de campo de despertarme pronto tras la
primera luz de modo que cada mañana cuando abro los ojos ya hay una
cafetera en la mesa del balcón; ella sabe que me gusta un cuarto fresco para
desayunar cuando vuelvo del paseo, y así está: el cuarto arreglado y la mesa
dispuesta y el periódico de la mañana listo; ella pregunta sin palabras por qué
hoy no tengo ropa para lavar, y sin palabras pide permiso para coser los
botones y zurcir los calcetines; ella me llama hombre sabio y profesor, cosas
que no soy, cuando habla de mí a otros; ella está orgullosa de tenerme como
cliente y, espero, encantada de que intente merecerme ese orgullo y equipare
con cortesía esa lealtad. Hay un montón de lealtad suelta en esta tierra.
Incluso un poco de ella es demasiado valiosa para ser ignorada. Desearía que
toda fuese merecida o al menos agradecida como intenté que fuera.
***

Éste es el mismo arrozal que conozco allí en casa en Arkansas y en


Mississippi y en Lousiana, donde de vez en cuando sustituye al algodón. Éste
es sólo un poco más pequeño y se cultiva de un modo un poco más salvaje,
justo encima de la fila simple de judías que marca el borde mismo de los
canales de irrigación, aquí el trabajo se hace a mano mientras que en mi país
lo hacen las máquinas ya que tenemos más máquinas que gente; la naturaleza
es la misma: sólo es diferente la economía.
Y los nombres son también los mismos nombres: Jonathan y Winesap y
Delicious; el pesado follaje de agosto es azul-gris con el mismo ramo que
usamos. Pero ahí cesan las semejanzas: cada una de las manzanas envueltas
en su rollo de papel hasta que el árbol entero se convierte para estos ojos
occidentales en significativo y festivo y ceremonial como el simbólico árbol
del rito occidental de la Navidad. Sólo que es más significativo aquí: donde
en Occidente hay un pequeño árbol a menudo artificial para una familia,
arrancado de la tierra viva para ser decorado con espumillón ritual y después
morir como si el árbol no fuese el protagonista de un rito sino la víctima de
un sacrificio, aquí no hay un árbol para una familia sino que todo árbol es
vestido y decorado para proclamar y saludar a dioses más antiguos que
Cristo: Deméter y Ceres.
***

Ahora más breve y más rápido, hacia el cercano final del viaje: vara de
oro,[71] tan evocadora del polvo y del otoño y de la fiebre del heno como en
el Mississippi, contra una alta valla de bambú.
El paisaje es hermoso pero las caras son todavía mejores.
La rauda flexible y estrecha gracia con la que la chica joven hace una
reverencia y en ese mismo fluido movimiento se recupera, más dura a través
de la misma delicadeza que la rígida cultura que la inclina como lo está la
propia rama del sauce respecto a la fuerte ráfaga que nunca puede hacer más
que balancearla.
Las herramientas que usa evocan aquellas con las que Noé debió de haber
construido su arca, aunque la estructura de la casa parece alzarse y sostenerse
sin clavos en las ajustadas juntas sin tener ni siquiera la necesidad de clavos,
como si aquí hubiera una magia, un arte en la simple construcción de
edificios habitables por el hombre que nuestros ancestros occidentales
parecen haber perdido en alguna parte cuando se trasladaron.
Y siempre el agua, el sonido, su salpicadura y su goteo, como si aquí
hubiese una gente haciendo constante oblación al agua como ciertas gentes lo
hacen a lo que llaman su suerte.
Tan amable es la gente que con tres palabras el invitado puede ir a
cualquier parte y vivir: Gohan: Sake: Arrigato. Y una palabra más: Ahora
mañana el avión se aligera, un momento más y las ruedas arrancarán libres
del suelo, arrastrando su sombra de vuelta hacia el cielo cubierto antes
incluso de que las ruedas se plieguen, dentro del cielo cubierto y después a
través de él, la tierra, la isla ahora desaparecida que la memoria siempre
conocerá aunque los ojos no la recuerden más. Sayonara.
[Comunicado de prensa emitido por la embajada de los Estados Unidos
en Tokio, 1955; recopilado en Faulkner at Nagano, ed. Robert A. Jelliffe,
Tokio, 1956, del cual ha sido tomado el texto reproducido aquí, con
correcciones de un texto mecanoscrito incompleto de Faulkner. ]
A la juventud de Japón (1955)

HACE cien años, mi país, los Estados Unidos, no eran una economía y una
cultura, sino las dos cosas, tan opuestas una a la otra que hace noventa y
cinco años fueron a la guerra una contra otra para probar cuál debería
prevalecer. Mi bando, el Sur, perdió esa guerra, cuyas batallas no se libraron
en suelo neutral en la inmensidad del océano, sino en nuestros propios
hogares, en nuestros jardines, en nuestras granjas, como si Okinawa y
Guadalcanal no hubiesen sido islas en el lejano Pacífico sino distritos de
Honshu y Hokkaido. Nuestra tierra, nuestros hogares, fueron invadidos por
un conquistador que permaneció después de que fuésemos derrotados; no
sólo fuimos devastados por las batallas que perdimos, el conquistador pasó
los siguientes diez años después de nuestra derrota y rendición saqueándonos
lo poco que la guerra había dejado. Los vencedores en nuestra guerra no
hicieron ningún esfuerzo para rehabilitarnos y restablecernos en comunidad
alguna de hombres o de naciones.
Pero todo esto es pasado; nuestro país es uno ahora. Creo que nuestro país
es incluso más fuerte debido a toda esa vieja angustia dado que la propia
angustia nos enseñó compasión por otras gentes a las que la guerra había
herido. Lo menciono sólo para explicar y mostrar que los americanos al
menos de mi parte de América pueden comprender el sentimiento de la gente
joven japonesa de hoy de que el futuro no les ofrece nada salvo falta de
esperanza, con nada más que mantener o en lo que creer. Porque la gente
joven de mi país durante esos diez años debe haber dicho a su vez: «¿Qué
podemos hacer ahora?, ¿dónde podemos buscar futuro?, ¿quién nos puede
decir qué hacer, cómo esperar y creer?».
Me gustaría pensar que también hubo alguien en aquella época que les
hablase claramente acerca de que poca experiencia y conocimiento debían
haber añadido unos pocos años más a lo que tenían, que les asegurase de
nuevo que el hombre es duro, que nada, nada —la guerra, la aflicción, la falta
de esperanza, la desesperación— puede durar tanto como puede durar el
hombre; que el propio hombre prevalecerá sobre todas sus angustias, con tal
de que haga el esfuerzo; que haga el esfuerzo de creer en el hombre y en la
esperanza —que no busque una mera muleta en la que apoyarse, sino con la
que erguirse sobre su propio pie al creer en la esperanza y en su propia dureza
y resistencia—.
Creo que ésa es la única razón del arte —de la música, de la poesía, de la
pintura— que el hombre ha producido y para el que todavía está preparado
para dedicarse. Ese arte es la fuerza más poderosa y duradera que ha
inventado o descubierto el hombre con la que registrar la historia de su
invencible durabilidad y coraje bajo el desastre, y con la que postular la
validez de su esperanza.
Creo que la guerra y el desastre son lo que más recuerda al hombre que
necesita un registro de su resistencia y de su dureza. Creo que es por eso por
lo que después de nuestro propio desastre floreció en mi país, en el Sur, un
resurgimiento de buena escritura, escritura de calidad lo suficientemente
buena como para que gentes de otras tierras empezasen a hablar de una
literatura «regional» del Sur, incluso hasta yo, un hombre de campo, he
llegado a ser uno de los primeros nombres en nuestra literatura con los que el
pueblo japonés quiere hablar y al que quiere escuchar.
Creo que algo muy parecido a eso ocurrirá aquí en Japón en los próximos
años —que de vuestro desastre y desesperación saldrá un grupo de escritores
japoneses a los que todo el mundo querrá escuchar, que contarán no una
verdad japonesa sino una verdad universal—.
Porque la esperanza del hombre se da cuando el hombre es libre. La base
de la verdad universal acerca de la que habla el escritor es la condición de ser
libre en la cual esperar y creer, puesto que sólo en libertad puede existir la
esperanza —la libertad y el ser libre no han sido dados al hombre como un
don gratuito sino como un derecho y una responsabilidad que ganarse si se lo
merece, si es digno de ello, si está dispuesto a trabajar por ello mediante el
coraje y el sacrificio, y después a defenderlo siempre—.
Y ese Ser Libre debe ser un completo ser libre para todos los hombres;
ahora debemos elegir no entre color y color ni entre tipo y tipo ni entre
ideología e ideología. Debemos elegir simplemente entre ser esclavos y ser
libres. Porque ahora ha pasado el día en que podíamos elegir un poco de
cada. No podemos elegir una condición libre establecida sobre una jerarquía,
sobre un sistema de castas de grados de igualdad como rangos militares. Hoy
pensamos el mundo como si fuera un desvalido campo de batalla en el cual
dos poderosas fuerzas se enfrentan una contra la otra bajo la forma de dos
ideologías irreconciliables. Creo que sólo una de ellas es una ideología
porque la otra simplemente es una creencia humana en que no debe existir
ningún gobierno inmune al control del consentimiento de los gobernados; que
sólo una de ellas es un estado político o una ideología, porque la otra es
simplemente un estado mutuo de hombres que creen mutuamente en la
libertad, en el que la política es únicamente uno más de los burdos métodos
para hacer y mantener bien esa condición en la cual todo hombre debe ser
libre. Un burdo método, hasta que hayamos encontrado algo mejor, que como
muchos de los mecanismos de la democracia social chirría y traquetea. Pero
hasta que encontremos uno mejor, la democracia lo hará, puesto que el
hombre es más fuerte, más duro y más resistente incluso que sus errores y sus
estupideces.
[A la juventud de Japón, 1955 (hoja publicada por el Servicio de
Información de los Estados Unidos); compilada en Faulkner at Nagano, ed.
Robert A. Jelliffe, Tokio, 1956.]
Carta a un editor norteño (1956)[72]

MI familia ha vivido durante generaciones en la misma pequeña zona del


norte de Mississippi. Mi tatarabuelo mantenía esclavos y fue a Virginia
comandando un regimiento de infantería de Mississippi en 1861. Expongo
esto como credenciales de sinceridad y de atención a los hechos de lo que
intentaré decir.
Desde el comienzo de la presente fase del problema racial en el Sur, me
he opuesto públicamente a las fuerzas que en mi país natal mantenían las
condiciones a partir de las cuales ha crecido el presente mal y problema.
Ahora debo oponerme públicamente a las fuerzas que fuera del Sur usen la
compulsión legal o policial para erradicar ese mal de la noche a la mañana.
Estuve en contra de la segregación obligatoria. Estoy con la misma fuerza en
contra de la integración obligatoria. Por supuesto en primer lugar por
principios. En segundo lugar porque no creo que funcione.
Hay más sureños aparte de mí que creen lo mismo y han adoptado la
misma postura que he adoptado yo, pagando el mismo precio de contumelias
e insultos y amenazas por parte de otros sureños que previmos y estuvimos
dispuestos a aceptar porque creíamos que estábamos ayudando a nuestra
tierra natal, a la que amamos, a aceptar una nueva condición que debía
aceptar tanto si quiere como si no. Esto es, siendo todavía sureños, aunque no
estando presentes pero siendo independientes, ni comprometidos ni
deshonrados por el Citizens Council ni por la NACCP;[73] permaneciendo en
el medio, estando en posición de decir a cualquier incipiente irrevocabilidad:
«Espera, ahora espera, para y primero considéralo».
Pero ¿dónde iremos si ese medio se vuelve insostenible?, ¿si tenemos que
dejarlo vacante para no vernos pisoteados? Más allá del aspecto legal, más
allá incluso de la simple e incontrovertible inmoralidad de la discriminación
por la raza, había otra medida simplemente humana que nos llevó al bando de
los negros: el simple instinto humano de abogar por el contendiente más
débil. Pero si nosotros, el puñado (comparativamente) de sureños que hemos
intentado postularnos, somos compelidos por la simple amenaza de ser
pisoteados si no nos quitamos del camino, a dejar vacante ese medio desde el
que podríamos haber trabajado para ayudar al negro a mejorar su condición
—compelidos a movernos debido a que ya no existe ningún medio—,
tendremos que realizar una nueva elección. Y esta vez el contendiente más
débil no será el negro, puesto que él, el negro, ahora será un segmento del
contendiente más fuerte, y así el contendiente más débil será esa minoría
blanca asediada que son nuestra sangre y nuestros parientes. Estas fuerzas no
sureñas dirán ahora, «Id, entonces. No os queremos puesto que ya no os
necesitaremos de nuevo». Mi respuesta a eso es, «¿Estáis seguros de que
no?».
Así que diría a la NACCP y a todas las organizaciones que compelan a la
integración inmediata e incondicional: «Id despacio ahora. Parad un poco
ahora, un momento. Ahora tenéis el poder; podéis permitiros aplazar por un
momento el usarlo como una fuerza. Habéis hecho un buen trabajo, habéis
zarandeado a vuestro oponente dejándolo desequilibrado y ahora él es
vulnerable. Pero parad ahí durante un momento; no le deis la ventaja de una
oportunidad para nublar la cuestión mediante esa apelación puramente
sentimental al mismo instinto humano universal de simpatía automática por
el contendiente más débil simplemente porque ahora él sea el débil».
Y también diría esto. El resto de los Estados Unidos no sabe casi nada
acerca del Sur. La idea y la fotografía que actualmente sostienen de una gente
decadente e incluso obsoleta a través de la endogamia y el analfabetismo —la
endogamia como resultado del analfabetismo y el aislamiento ya que no hay
nada más que hacer por la noche— hasta ser una especie de delincuentes
juveniles con un folklore de sangre y violencia, aunque, como delincuentes
juveniles, pueden ser controlados mediante la firmeza una vez que se les ha
hecho creer que la policía va en serio, resulta tan carente de fundamento y tan
ilusoria como esa de hace una generación (oh sí, nosotros también
contribuimos a ella) de pórticos con columnas y magnolias. El resto de los
Estados Unidos supone que su condición en el Sur es tan simple y tan carente
de complejidad que puede ser cambiada mañana mediante el simple deseo de
la mayoría nacional respaldada por un edicto legal. En realidad, el Norte ni
siquiera reconoce lo que se ha visto en sus propios periódicos. Tengo a mano
un editorial del New York Times del 10 de febrero sobre los disturbios en la
Universidad de Alabama debidos a la admisión como estudiante de la
señorita Lucy, una negra. El editorial decía: «Ésta es la primera vez que la
fuerza y la violencia se han convertido en parte de la cuestión». Eso no es
correcto. Para todos los sureños, sin importar qué bando acerca de la cuestión
de la igualdad racial defiendan, la primera implicación, y —para el sureño—
incluso promesa, de fuerza y violencia fue la propia decisión de la Corte
Suprema. Después de eso, bajo cualquier condición y siguiéndolo como la
noche al día, aconteció el caso de los tres adolescentes blancos, miembros de
una excursión de grupo de un instituto de Mississippi (y, como hacen los
adolescentes, probablemente llevando las brillantes blazer multicolor o las
chaquetas con el escudo a la espalda con el nombre de la escuela) que fueron
acuchillados al pasar por una calle de Washington por negros a los que nunca
habían visto antes y que aparentemente tampoco volvieron a ver nunca más;
y esa del chico Till[74] y los dos jurados de Mississippi que libraron a los
acusados de ambos cargos; y de la del dependiente de un garaje de
Mississippi asesinado por un hombre blanco porque, según el hombre blanco,
el negro llenó completamente el depósito de gasolina del coche del hombre
blanco cuando todo lo que quería el hombre blanco era echar dos dólares.
Este problema está muy lejos de ser meramente legal. Está incluso muy
lejos de ser el problema moral que es y que todavía era hace cien años, en
1860, cuando muchos sureños, incluido Robert Lee, reconocieron que era un
problema moral en el mismo instante en el que en su momento eligieron
defender al contendiente más débil porque ese contendiente más débil era
sangre y pariente y hogar. El norteño no es ni siquiera consciente de lo que
realmente demostró esa guerra. Supone que únicamente demostró al sureño
que estaba equivocado. No hizo eso porque el sureño ya sabía que estaba
equivocado y aceptó esa táctica incluso cuando supo que era fatal. Lo que esa
guerra debería haber hecho, pero no hizo, era probar al Norte que el Sur irá
hasta donde haya que ir, incluso aunque resulte un lugar fatal y condenado de
antemano, antes que aceptar la alteración de su condición racial por la mera
fuerza de la ley o la amenaza económica.
Desde que me opuse públicamente a la desigualdad racial obligatoria, he
recibido muchas cartas. Unas pocas de aprobación. Pero la mayoría
oponiéndose. Y de éstas unas pocas eran de negros sureños, con la única
diferencia de que eran educadas y corteses en lugar de ser amenazas e
insultos, diciendo en efecto: «Por favor, señor Faulkner, deje de hablar y
estése tranquilo. Usted es un buen hombre y cree que nos está ayudando. Pero
no nos está ayudando. Nos está perjudicando. Está siendo un juguete en
manos de la NAACP de modo que lo están usando para crear problemas para
nuestra raza que no queremos. Por favor, guarde silencio, cuide de los
problemas de su gente blanca y déjenos a nosotros que nos ocupemos de los
nuestros». Esta en particular era una larga, de una mujer que estaba
escribiendo para y en el nombre de un pastor y de toda la congregación de su
iglesia. Venía a decir que el chico Till obtuvo exactamente lo que pidió,
bajando allí con sus ideas de Chicago, y que todo lo que quería su madre era
sacar dinero debido al papel que desempeñaba su pérdida. Lo cual suena
exactamente como la gente blanca que en el Sur justificaba e incluso defendía
el crimen negándose a admitir que lo fuera.
Hemos tenido muchos crímenes personales violentos e inexcusables de
raza contra raza en el Sur, pero desde 1919 los mayores ejemplos de tensión
racial comunal han sido más frecuentes en el Norte, como la familia negra
cuya admisión en el distrito residencial blanco de Chicago fue rechazada, y la
coreano-americana que sufrió por la misma razón en Anaheim, California.
Quizá es porque nuestra solidaridad no es racial, sino que es la mayoría
blanca segregacionista más la minoría negra, como mi corresponsal de arriba,
los que prefieren la paz a la igualdad. Pero supongamos que la línea de
demarcación debe convertirse en una de raza: ¿la minoría blanca como yo
mismo compelida a unirse a la mayoría segregacionista blanca sin importar
cuánto nos opongamos al principio de desigualdad; la minoría negra que
quiere la paz compelida a unirse a la mayoría negra que aboga por la fuerza,
sin importar que lo único que quiere esa minoría es la paz?
De modo que el norteño, el liberal, no conoce el Sur. No puede conocerlo
desde su distancia. Supone que está lidiando con una simple teoría legal y
una simple idea moral. No lo está. Está lidiando con un hecho: el hecho de
una condición emocional de tan fiera unanimidad como para despreciar el
hecho de que es una minoría y que irá todo lo lejos que haya que ir y contra
cualquier pronóstico en este momento para justificar y, si es necesario,
defender esa condición y su derecho a ella.
Así que diría a todas las organizaciones y grupos que forzarían la
integración en el Sur mediante un proceso legal: «Parad ahora durante un
momento. Habéis mostrado al sureño lo que podéis hacer y lo que haréis si es
necesario; dadle un espacio en el que recupere el aliento y asimile ese
conocimiento; para mirar alrededor y ver que i) Nadie va a forzarle a él a la
integración desde fuera; 2) Que él mismo afronta una obsolescencia en su
propia tierra que sólo él puede curar; una condición moral que no sólo debe
ser curada sino una condición física que tiene que ser curada si él, el blanco
sureño, ha de tener alguna paz, si no quiere verse enfrentado con otro proceso
legal u otra maniobra cada año, año tras año, durante el resto de su vida».
[Life, 5 de marzo de 1956; este texto ha sido reproducido a partir
del mecanoescrito de Faulkner, con las correcciones que hizo o aceptó
antes de que el artículo fuese publicado por primera vez.]
Sobre el miedo: El Sur profundo de
parto: Mississippi (1956)[75]
(El Sueño Americano: ¿Qué le sucedió?)

Inmediatamente después de la decisión de la Corte Suprema de abolir la


segregación en las escuelas, se empezó a hablar en Mississippi de las formas
y medios de incrementar impuestos para elevar los estándares de las escuelas
negras para equipararlas con las blancas. Escribí la siguiente carta a la página
de debate de nuestro periódico más leído en Memphis:
Nosotros los del Mississippi ya sabemos que nuestras actuales
escuelas no son lo suficientemente buenas. Nuestros hombres y
mujeres jóvenes nos lo demuestran ellos mismos cada año mediante el
hecho de que, cuando los mejores de ellos quieren la mejor educación
a la que tienen derecho y para la que son competentes, no sólo en
humanidades sino también en profesiones y oficios —abogacía y
medicina e ingeniería—, deben salir del estado para obtenerla. Y
bastante a menudo, demasiado a menudo, no vuelven.
De modo que nuestras actuales escuelas ni siquiera son lo
suficientemente buenas para la gente blanca; nuestro actual embalse
estatal de educación ni siquiera tiene la calidad lo suficientemente alta
para saciar la sed de nuestros jóvenes hombres y mujeres blancos. En
tal caso, cómo podría saciar la sed y la necesidad del negro, que
obviamente está más sediento, lo necesita aún más, de otro modo el
Gobierno Federal no habría tenido que aprobar una ley obligando a
Mississippi (entre otros, por supuesto) a hacer que le fuese accesible
lo mejor de nuestra educación.
Esto es, nuestras actuales escuelas ni siquiera son lo
suficientemente buenas para la gente blanca. Así que, ¿qué hacemos?,
¿hacerlas lo suficientemente buenas, mejorarlas lo máximo que sea
posible? No. Nos vamos por las ramas, rastrillamos y raspamos para
incrementar impuestos adicionales para establecer otro sistema que en
el mejor de los casos sólo igualará al que ahora mismo no es lo
suficientemente bueno, que por lo tanto tampoco será lo
suficientemente bueno para los negros; tendremos dos sistemas
idénticos ninguno de los cuales será bueno para nadie.

Pocos días después de que mi carta apareciese en el periódico, recibí por


correo una copia en papel carbón de una carta dirigida a la misma página de
debate del periódico de Memphis. Reza como sigue: «Cuando Willie
Faulkner el Llorón vierte sus lágrimas acerca de lo inadecuado de las escuelas
de Mississippi… ponemos en cuestión su sentido común en estos respectos»
etc. A partir de ahí continuaba citando ciertos hechos de los cuales todos los
sureños nos sentimos con razón orgullosos: que la reserva de semillas para la
educación en nuestra tierra fue preservada a través de los viles tiempos que
siguieron a la Guerra Civil cuando nuestra tierra era un país derrotado y
ocupado, por dedicados profesores que obtuvieron poco a cambio de su
dedicación. Después, tras un breve comentario sarcástico referido a la calidad
de mi escritura y al motivo del beneficio, que era la razón obvia por la que yo
era escritor, cerraba diciendo: «sugiero que Willie el Llorón seque sus
lágrimas y trabaje un poco la sed de conocimiento acerca de la economía
básica de su estado».
Más tarde, después de que esta carta apareciese a su vez publicada en el
periódico de Memphis, recibí del que la escribió una carta dirigida a él por un
corresponsal de otro pequeño pueblo de Mississippi, consistiendo en general
en un comentario sarcástico respecto al Premio Nobel que me fue otorgado, y
elogiando al escritor Willie el Llorón por su presteza a la hora de llamar la
atención de cualquiera lo suficientemente traidor como para sostener que la
educación es más importante que el color de la piel de los educandos.
Adjunto a ella estaba la respuesta del que me llamaba Willie el Llorón. Ésta
decía en efecto: «En mi opinión Faulkner es el comentarista más capaz de los
acontecimientos de la vida sureña hasta la fecha… Si pudiésemos insultarle a
propósito de que adquiriese un conocimiento exacto de la economía básica de
nuestra región, él podría [sic] hacernos un tremendo bien en nuestra lucha
contra la integración».
Mi respuesta fue que no creía que el insulto fuese un método muy bueno
para enseñar nada a nadie, para persuadir a nadie de pensar o actuar como el
que insultaba pensaba que debían hacerlo. Repetí que lo que necesitábamos
en Mississippi eran las mejores escuelas posibles, para hacer el mejor uso
posible de los hombres y de las mujeres que producíamos, sin importar de
qué color fuesen. Y que si ni siquiera podíamos tener un sistema escolar que
hiciese eso, al menos tuviésemos uno que no hiciese distinciones entre los
alumnos salvo por la mera habilidad, dado que nuestra principal y quizá
desesperada necesidad hoy en América era que al menos todos los
americanos debían estar en el bando de América; que si todos los americanos
estuviesen en el mismo bando, no tendríamos la necesidad de temer que otras
naciones e ideologías duden de nosotros cuando hablemos de la condición
libre del ser humano.
Pero esto no viene al caso. El punto es lo que hay detrás de esto. La
tragedia no es el callejón sin salida, sino lo que hay detrás del callejón sin
salida —el callejón sin salida de dos hechos aparentemente irreconciliables a
los que nos enfrentamos en el Sur: uno es el decreto de nuestro gobierno
nacional de que debe haber absoluta igualdad en la educación entre todos los
ciudadanos, el otro es la gente blanca del Sur que dice que los alumnos
blancos y negros nunca deben sentarse juntos en la misma clase—. Sólo
irreconciliables en apariencia, porque deben reconciliarse puesto que la única
alternativa al cambio es la muerte. De hecho, hay gente en el Sur, nacidos
sureños, que no sólo creen que deben reconciliarse sino que aman nuestra
tierra —ni aman específicamente a la gente blanca ni específicamente a los
negros, sino nuestra tierra, nuestro país: nuestro clima y nuestra geografía, la
calidad de nuestra gente, blancos y también negros, por su honestidad y su
justicia, el esplendor de nuestras tradiciones, las glorias de nuestro pasado—
lo suficiente como para intentar reconciliarse, incluso a expensas de disgustar
a ambos bandos: el desprecio de los radicales norteños que creen que no
hacemos lo suficiente, el desprecio y las amenazas de nuestros propios
sureños reaccionarios que están convencidos de que cualquier cosa que
hacemos ya es demasiado.
La tragedia es la razón tras el hecho, el miedo detrás del hecho de que
alguna gente blanca en el Sur —gente que por lo demás es racional, culta,
educada, generosa y amable— luchará —deberá luchar— contra cualquier
pulgada que gane el negro en la mejora social; el miedo detrás de la
desesperación que conduciría a hombres racionales y exitosos (mi
correspondiente, el del Willie el Llorón, es un banquero, quizá presidente de
un —quizá el presidente del— banco en otro pequeño pueblo del Mississippi
como el mío) para agarrarse a un clavo ardiendo de manera tan ofensiva y
amenazar e insultar para cambiar la visión o en cualquier caso la voz que ose
sugerir que esa mejora de las condiciones del negro no necesariamente
presagian la condena de la raza blanca. La tragedia tampoco es tanto el miedo
como la innoble calidad del miedo —miedo no del negro como individuo
negro, ni siquiera como raza, sino como una clase económica o un estrato o
un factor, dado que a lo que el negro amenaza no es al sistema social del
hombre blanco sureño sino al sistema económico del hombre blanco sureño
—, ese sistema económico que el hombre blanco sabe y no osa admitirse a sí
mismo que está establecido sobre una obsolescencia —la artificial
desigualdad del hombre— y que por tanto es en sí mismo obsoleto y a partir
de ahí condenado. Él sabe que hace sólo trescientos años el desnudo abuelo
del negro estaba comiendo elefante podrido o carne de hipopótamo en una
selva tropical africana, sin embargo en sólo trescientos años el negro produjo
al Doctor Ralph Bunche[76] y a George Washington Carver y a Booker T.
Washington.[77] El hombre blanco sabe que hace sólo noventa años ni el uno
por ciento de la raza negra podía poseer una escritura para establecerse, por
no hablar de leer esa escritura; sin embargo en sólo noventa años, aunque su
único contacto con el juzgado del condado es la ventanilla a través de la que
paga los impuestos para la cual no tiene representación, puede poseer la tierra
y trabajarla con un surtido inferior y con herramientas y dotación gastadas —
equipamiento con el que cualquier hombre blanco habría sufrido de inanición
— y criar hijos y alimentarlos y vestirlos y enviarlos a las escuelas que hay
disponibles e incluso de vez en cuando enviarlos al Norte, donde pueden
tener igualdad de oportunidades académicas, y terminar su vida manteniendo
la cabeza alta porque no debe nada a ningún hombre, incluso con el suficiente
sobrante para pagar su ataúd y su funeral. Eso es de lo que está asustado el
hombre blanco en el Sur: que el negro, que ha hecho tanto sin oportunidades,
pueda hacer mucho más con unas iguales que puedan quitarle al hombre
blanco la economía, ahora el negro el banquero o el comerciante o el dueño
de la plantación y el hombre blanco el aparcero o el arrendatario. Por eso es
por lo que el negro puede ganar en nuestro país la distinción más alta por el
valor más allá de todo lo que el deber exige para salvar o defender o proteger
vidas blancas en campos de batalla extranjeros aunque el hombre blanco
sureño ose no permitir que los hijos del negro aprendan el abe en la misma
clase que los hijos de las vidas blancas que salvó o defendió.
***

Ahora la Corte Suprema ha definido exactamente lo que quiere decir con


lo que dijo: que con «igualdad» quería decir, simplemente, igualdad, sin
adjetivos calificativos o condicionales: no «separados pero iguales» ni
«igualmente separados», sino, simplemente, iguales; y ahora las voces del
Mississippi están hablando de algo que ya ni siquiera existe.
En la primera mitad del siglo xix, antes de que la esclavitud fuese abolida
por la ley en los Estados Unidos, Thomas Jefferson y Abraham Lincoln
mantuvieron ambos que el negro todavía no era competente para la igualdad.
Eso fue hace más de noventa años, y nadie puede decir si sus opiniones
serían o no diferentes ahora.
Pero supongamos que no hubiesen cambiado su creencia, y que esa
opinión sea correcta. Supongamos que el negro todavía no es competente
para la igualdad, que es algo que ni él ni el hombre blanco sabrán hasta que lo
probemos.
Pero sabemos que, con el apoyo del Gobierno Federal, el negro va a
obtener su derecho a intentarlo y ver si se ajusta o no a la igualdad. Y si el
hombre blanco sureño no puede confiar en él con algo tan moderado como la
igualdad, ¿qué va a hacer el hombre blanco sureño cuando tenga el poder —
el poder de sus propios quince millones de unanimidad respaldados por el
Gobierno Federal que ya es el aliado del negro—?
En 1849, el senador John C. Calhoun realizó su alegato a favor de la
secesión si se adoptaba alguna vez la Cláusula Condicional Wilmot.[78] El
12 de octubre de ese año, el senador Jefferson Davis escribió una carta
pública al Sur diciendo: «La generación que evite su responsabilidad en este
asunto siembra el viento y deja la tempestad como cosecha para sus hijos.
Déjennos reunimos y construir fábricas, emprender actividades industriales y
prepararnos para nuestro propio sustento».
En esa época la constitución garantizaba el negro como propiedad junto
con cualquier otra propiedad, y el senador Calhoun y el senador Davis tenían
la entonces incuestionable validez de los Derechos de los Estados para
respaldar su posición. Ahora la constitución garantiza al negro igual derecho
a la igualdad, y los derechos de los estados de los que están hablando las
voces del Mississippi ya no existen. Nosotros —Mississippi— revendimos
nuestros derechos de los estados al Gobierno Federal cuando aceptamos el
primer subsidio para el mantenimiento del precio del algodón hace veinte
años. Nuestra economía ya no es agrícola. Nuestra economía es el Gobierno
Federal. Ya no cultivamos en campos de algodón del Mississippi. Ahora
cultivamos en los pasillos de Washington y en las salas de comisiones del
Congreso.
Entonces nosotros —el Sur— no tuvimos en consideración las palabras
del senador Davis. Pero mejor que lo hagamos ahora. Si vamos a contemplar
nuestra tierra natal hecha polvo y arruinada dos veces en menos de cien años
debido a la cuestión negra, vamos a estar seguros esta vez de que a partir de
ahora sabemos adónde estamos yendo.
***

Hay muchas voces en Mississippi. Está esa de uno de nuestros senadores de


los Estados Unidos, que, aunque no esté hablando para el Senado de los
Estados Unidos y por lo que abogue no case mucho con el juramento que
adoptó cuando entro en su alto oficio hace muchos años, al menos no ha
hecho ningún intento de esconder su identidad ni su condición. Y está la voz
de uno de nuestros jueces locales, que, aunque ahora no está hablando desde
la tribuna y por lo que aboga también resulta un poco torcido respecto a su
juramento de que ante la ley todos los hombres son iguales y que el débil
debe ser socorrido y defendido, tampoco hace ningún intento de ocultar su
identidad ni su condición. Y están las voces de los ciudadanos ordinarios que,
aunque no reclaman hablar específicamente para los White Citizens Councils
ni para la NACCP, no intentan esconder sus sentimientos ni sus
convicciones; por no mencionar esos hombres de escuela —maestros y
profesores y alumnos— que, puesto que la mayoría de las escuelas de
Mississippi son propiedad del Estado o concertadas, no siempre osan firmar
con sus nombres las cartas abiertas.
De hecho están todas las voces, salvo una. Esa voz que adumbra a todas
ellas al silencio, siendo superior a todas puesto que es la viva articulación de
la gloria y de la soberanía de Dios y de la esperanza y de la aspiración del
hombre. La Iglesia, que es la fuerza unificada más poderosa de nuestra vida
sureña puesto que no todos los sureños son blancos y demócratas, pero todos
los sureños son religiosos y todas las religiones sirven al mismo único Dios,
sin importar bajo qué nombre. Dónde está esa voz ahora, la única referencia
que he visto estaba en un foro de cartas abiertas a nuestro periódico de
Memphis que dijo que hasta donde él (el escritor) tenía conocimiento,
ninguno de los que pidió permiso para dudar que un segmento de la raza
humana estuviese condenado para siempre a ser inferior respecto a todos los
demás segmentos sólo porque hace cinco mil años el Viejo Testamento dijera
que lo estaba, era miembro de iglesia alguna.
¿Dónde está esa voz ahora, la cual debería haber propuesto quizá dos pero
ciertamente una de estas dos preguntas todavía sin respuesta?
1. La constitución de los Estados Unidos dice: Ante la ley no debe haber
desigualdad artificial —raza, credo o dinero— entre los ciudadanos de los
Estados Unidos.
2. La moralidad dice: Haced a los otros lo que querríais que los otros os
hiciesen.[79]
3. El cristianismo dice: Yo soy la única distinción entre los hombres dado que
quienquiera que crea en Mí, nunca morirá.
¿Dónde está esa voz ahora, en nuestra época de conflicto e indecisión?,
¿está intentando mediante su silencio decirnos que no tiene validez y que no
quiere nada fuera de su santuario detrás de su simbólico chapitel?
***

Si los hechos expuestos en la versión del caso Till de la revista Look son
correctos, éstos quedan así: dos adultos, armados, en la oscuridad, secuestran
a un chico de catorce años y se lo llevan para asustarle. En lugar de eso, el
chico de catorce años no sólo se niega a asustarse sino que, desarmado, solo,
en la oscuridad, asusta tanto a los dos adultos armados que tienen que
destruirlo.
¿De qué tenemos miedo nosotros los de Mississippi?, ¿por qué tenemos
una opinión tan baja de nosotros mismos que tenemos miedo de gente que
según todos nuestros estándares son nuestros inferiores? —económicamente:
por ejemplo, tienen tanto menos que tienen que trabajar para nosotros no con
sus condiciones sino con las nuestras; educativamente: por ejemplo, sus
escuelas son peores que las nuestras en un grado tal que el Gobierno Federal
tiene que amenazar con intervenir para darles iguales condiciones;
políticamente, por ejemplo: no tienen recurso legal para protegerse ni para
tener restitución por injusticia y violencia—.
¿Por qué tenemos una opinión tan baja de nuestra sangre y de nuestras
tradiciones como para temer que, tan pronto como el negro entre en nuestra
casa por la puerta principal, pedirá matrimonio a nuestra hija y ella aceptará
inmediatamente?
Nuestros ancestros no tenían tanto miedo —nuestros abuelos que
lucharon en la Primera y la Segunda Manassas y en Sharpsburg y en Shiloh y
en Franklin y en Chickamauga y en Chancellorsville y en Wilderness; por no
hablar de esos que sobrevivieron a eso y tuvieron el coraje y el aguante
adicional e incluso superior de resistir y sobrevivir a la Reconstrucción, y
preservar así algo para nuestra presente herencia. ¿Por qué nosotros,
descendientes de esa sangre y herederos de ese coraje, tenemos miedo?, ¿de
qué tenemos miedo?, ¿qué nos ha pasado en sólo cien años?
***

Sólo como hipótesis, podemos estar de acuerdo en que todos los sureños
blancos (quizá todos los americanos blancos) maldijeron el día en que el
primer británico o yanqui zarpó con el primer cargamento de negros
esposados a través de la Travesía Central[80] y los subastó en la esclavitud
americana. Porque eso ahora no importa. Vivir hoy en cualquier lugar del
mundo y estar contra la igualdad a causa de la raza o el color es como vivir
en Alaska y estar contra la nieve. Ya tenemos nieve. Y como el de Alaska, no
nos basta con vivir en el armisticio. Como el de Alaska, mejor que la usemos.
Repentinamente, hace unos cinco años y sin ninguna advertencia hacia mí
mismo, adopté el hábito de viajar. Desde entonces he visto (un poco de
algunos, un poco más de otros) el Lejano y el Oriente Medio, el norte de
África, Europa y Escandinavia. Los países que vi por supuesto no eran
comunistas (entonces), pero eran algo más: ni siquiera tenían inclinación por
el comunismo, allí donde me parecía a mí que deberían haberla tenido. Y me
pregunté por qué. Entonces repentinamente me dije a mí mismo con una
especie de asombro: es por América. Esta gente todavía cree en el sueño
americano; todavía no saben que le ocurrió algo. Creen en nosotros y están
deseando confiar y seguirnos no a causa de nuestro poder material: Rusia lo
tiene: sino a causa de la idea de la condición libre del individuo humano y de
la libertad y de la igualdad sobre las que fue fundada nuestra nación, que
nuestros padres fundadores[81] postularon que significase la palabra
«América».
Y, cinco años después, los países que todavía están libres del comunismo
todavía son libres simplemente por eso: esa creencia en la libertad y en la
igualdad y en la condición libre del individuo, que es una idea lo
suficientemente poderosa como para ahogar[82] la idea del comunismo. Y
podemos dar las gracias a nuestros dioses por eso dado que no tenemos otra
arma con la que combatir al comunismo; en diplomacia somos como niños
comparados con los diplomáticos comunistas, y la producción en un país
libre siempre puede sufrir porque bajo un gobierno monolítico toda
producción puede ir para el engrandecimiento del Estado. Pero entonces, no
necesitamos nada más dado que la simple creencia del hombre en que puede
ser libre es la fuerza más poderosa de la tierra y todo lo que necesitamos es
usarla.
Pero eso produce un retrato superficial y simple, nos gusta pensar que hoy
la situación del mundo es como un precario y explosivo equilibrio entre dos
ideologías irreconciliables confrontándose entre sí: cuyo precario equilibrio,
una vez que se tambalee, arrastrará con él todo el universo hacia el abismo.
Eso no es así. Sólo una de las dos fuerzas opuestas es una ideología. La otra
es ese simple hecho del Hombre: esa simple creencia del individuo humano
de que él puede, debe y será libre. Y si nosotros que todavía somos libres
queremos continuar así, todos los que todavía somos libres haríamos mejor
confederándonos y confederándonos rápido con todos los demás que aún
tienen la opción de ser libres —confederarnos no como gente blanca ni como
gente negra ni gente azul o rosa o verde, sino como gente que todavía es
Ubre, con toda la otra gente que todavía es libre; confederarnos juntos y
también adherirnos juntos, si queremos un mundo o incluso una parte del
mundo en el que el hombre individual pueda ser libre, para continuar
resistiendo—.
Y haremos mejor en llevar con nosotros a tantos como podamos de las
gentes no-blancas de la tierra que todavía no son completamente libres pero
que quieren y tienen en mente serlo, antes de que esa otra fuerza que se
opone a la condición libre del individuo los engañe y los coja. Hubo un
tiempo en que el hombre no-blanco estaba contento de —en cualquier caso,
lo estaba— aceptar su instinto de ser libre como un sueño irrealizable. Pero
ya no más; el mismo hombre blanco le enseñó algo diferente con esa fase de
su —la del hombre blanco— propia cultura que adoptó la forma de la
expansión colonial y la explotación basada y moralmente justificada sobre la
premisa de la desigualdad no debido a la incompetencia individual sino a la
raza de la masa o al color. Como resultado de lo cual, en sólo diez años
hemos observado a las gentes no-blancas expeler, mediante sangrienta
violencia cuando ha sido necesario, al hombre blanco de todas las porciones
de Oriente Medio y Asia que una vez dominó, en cuyo vacío ya se ha
empezado a mover ese poder otro y hostil con el que está en guerra la gente
que cree en la condición libre —ese poder que le dice al hombre no-blanco:
«No te ofrecemos ser libre porque no hay tal cosa como el ser libre; tus
señores feudales blancos de los cuales te acabas de deshacer ya te lo han
demostrado. Pero te ofrecemos igualdad, al menos igualdad en el ser esclavo;
si tenéis que ser esclavos, al menos podéis ser esclavos de vuestro propio
color y raza y religión»—.
Nosotros, el hombre blanco occidental que cree que existe una condición
libre individual sobre y más allá de esta mera igualdad en el ser esclavo,
debemos enseñar esto a las gentes no-blancas mientras todavía quede un poco
de tiempo. Nosotros, América, que somos la fuerza nacional más poderosa
que se opone al comunismo y al monolitismo, debemos enseñar a todas las
otras gentes, blancas y no-blancas, esclavos o (aún durante un tiempo)
todavía libres. Nosotros, América, tenemos la mejor oportunidad para hacer
esto porque podemos empezar aquí, en casa; no necesitaremos enviar
costosos equipos para trabajar en el ser libres a lugares no-blancos extraños y
hostiles ya convencidos de que no hay tal cosa como el ser libres ni la
libertad ni la igualdad ni tampoco la paz para los no-blancos, o podríamos
practicarlo en casa. Porque nuestra minoría no-blanca ya está de nuestro lado;
no necesitamos venderle al negro América y el ser libre porque ya está
vendido; incluso cuando es ignorante fruto de una educación inferior o de la
ausencia de educación, incluso a pesar de los precedentes de su historia de
desigualdad, él todavía cree en nuestros conceptos de ser libre y de
democracia.
Eso es lo que ha hecho América por ellos en sólo trescientos años. No
hecho a ellos: hecho por ellos puesto que para nuestra propia vergüenza
hemos hecho poco esfuerzo hasta para enseñarles a ser americanos, por no
hablar de usar sus capacidades y aptitudes para hacer de nosotros una
América más fuerte y unificada; —la gente que hace sólo trescientos años
vivía junto a una de las mayores masas de agua en el interior de la tierra y
jamás pensó en navegar, que anualmente tenía que trasladar pueblos enteros y
tribus debido a la hambruna y a la peste y a los enemigos sin pensar ni una
vez en la rueda, que sin embargo en trescientos años se han convertido en
dotados artesanos y hombres de oficio capaces de mantenerse a sí mismos en
una cultura de tecnocracia; la gente que hace sólo trescientos años estaba
comiendo carroña en las junglas tropicales sin embargo en sólo trescientos
años ha producido las Phi Beta Kappas y los Doctor Bunches y los Carvers y
los Booker Washingtons y los poetas y los músicos; que tiene que producir
todavía un Fuchs o un Rosenberg o un Gold o un Burgess o un Mclean o un
Hiss, y donde por cada Robeson hay miles de blancos—.
Los Bunches y los Washingtons y Carvers y los músicos y los poetas que
no sólo fueron buenos hombres y mujeres sino también buenos profesores,
enseñándole —al negro— mediante el precepto y el ejemplo lo que un
montón de nuestra gente blanca no ha aprendido aún: que para ganar
igualdad, uno debe merecerla, y para merecer igualdad, uno debe comprender
lo que es: que no hay una cosa tal como la igualdad per se, sino sólo la
igualdad para: igual derecho y oportunidad para hacer de la vida de uno lo
mejor que uno pueda dentro de la propia capacidad y aptitud, sin miedo de la
injusticia o la opresión o la violencia. Si les hubiésemos dado esta igualdad
hace noventa o cincuenta o incluso diez años, no habría habido resolución de
la Corte Suprema sobre la segregación en 1954.
Pero no lo hicimos. No osamos; es una vergüenza para nosotros hombres
blancos sureños que en nuestra presente economía el negro tenga que tener
desigualdad económica; una doble vergüenza para nosotros que temamos que
el darle más igualdad social ponga en peligro su presente estatus económico;
una triple vergüenza que incluso entonces, para justificar nuestra postura,
tengamos que ensombrecer la cuestión con el espantajo del mestizaje;
menudo comentario ese de que el único lugar que queda en la tierra adonde el
hombre blanco puede huir y tener su sangre incorrupta protegida y defendida
por la ley está en África —África: la fuente y origen de la amenaza cuya
actual presencia en América habrá conducido al hombre blanco a huir de ella
—.
Ahora pronto todos nosotros —no sólo los sureños ni siquiera tampoco
los americanos, sino toda la gente que todavía es libre y quiere permanecer
así— va a tener que tomar una decisión, no sea que la próxima (y última)
confrontación que afrontemos sea, no comunistas contra anti-comunistas,
sino simplemente el puñado que quede de gente blanca contra las miríadas de
masas de toda la gente en la tierra que no es blanca. No tendremos que elegir
entre color ni raza ni religión ni tampoco Este y Oeste, sino simplemente
entre ser esclavos y ser libres. Y tendremos que elegir completa y
definitivamente; ahora ya ha pasado el momento en el que podíamos elegir
un poco de cada, un poco de ambos. Podemos elegir un estado en el que ser
esclavos, y si somos lo suficientemente poderosos para estar entre los dos o
tres o diez de cabeza, podemos tener cierta licencia —hasta que alguien más
poderoso se alce y nos ametralle contra el muro de un sótano—. Pero no
podemos elegir una condición libre establecida sobre una jerarquía, sobre un
sistema de castas de grados de igualdad como rangos militares. Debemos ser
libres no porque clamemos por la condición libre, sino porque la
practiquemos; nuestra condición libre debe ser apuntalada mediante una
homogeneidad igual e inalterablemente libre, sin importar de qué color sea,
de modo que todas las demás fuerzas hostiles de todas partes —sistemas
políticos o religiosos o raciales o nacionales— no sólo nos respetarán porque
ponemos en práctica la condición libre, sino que nos temerán porque somos
libres.
[Harper’ s, junio de 1956; este texto ha sido reproducido a partir del
mecanoescrito revisado de Faulkner.]
Una carta a los líderes de la raza negra
(1956)[83]

RECIENTEMENTE se me ha citado en varias revistas afirmando que


«Yo… entre los Estados Unidos y Missississippi… elegiría Mississippi…
incluso (“pagando el precio de” o “si eso significa que”) se abatan a tiros a
negros en la calle». Cada vez que vi esta afirmación, la corregí mediante
carta, en este sentido: Que es una afirmación que no haría ningún hombre
sobrio ni creería ningún hombre sano, debido a que no sólo es estúpido, sino
peligroso, dado que el momento para esa elección y el subsiguiente acto
nunca tendrá lugar, pero incluso sugerirlo sólo inflamaría a la poca (creo)
gente de los Estados Unidos que todavía cree que tal momento podría
acontecer.
Cito lo siguiente de un texto mío publicado en Life, el pasado 5 de marzo,
titulado «Una carta al Norte», esta parte de la carta dirigida específicamente a
la NAACP y el resto de organizaciones que trabajan activamente por la
abolición de la segregación: «Id despacio ahora. Parad un poco ahora, un
momento. Ahora tenéis el poder; podéis permitiros aplazar por un momento
el usarlo como una fuerza. Habéis hecho un buen trabajo, habéis zarandeado
a vuestro oponente dejándolo desequilibrado y ahora él es vulnerable. Pero
parad ahí durante un momento; no le deis la ventaja de una oportunidad para
nublar la cuestión mediante esa apelación puramente sentimental al mismo
instinto humano universal de simpatía automática por el contendiente más
débil simplemente porque ahora él sea el débil… Habéis mostrado al sureño
lo que podéis hacer y lo que haréis si es necesario; dadle un espacio en el que
recupere el aliento y asimile ese conocimiento; para mirar alrededor y ver que
1) Nadie va a forzarle a él a la integración desde fuera; 2) Que él mismo
afronta una obsolescencia en su propia tierra que sólo él puede curar; una
condición moral que no sólo debe ser curada sino una condición física que
tiene que ser curada si él, el blanco sureño, ha de tener alguna paz, si no
quiere verse enfrentado con otro proceso legal u otra maniobra cada año, año
tras año, durante el resto de su vida».
Con «Id despacio, parad un momento», quería decir «Sed flexibles».
Cuando escribí la carta, y entonces empleé todos los medios que conocía para
que se publicase a tiempo, Autherine Lucy acababa de ser compelida a
abandonar temporalmente la Universidad de Alabama por una violencia local
ya de proporciones peligrosas. Creía que cuando el juez diese validez a su
exigencia de ser readmitida, que es algo que tendría que hacer, las fuerzas
que la apoyan la enviarían de vuelta para la readmisión, y que cuando eso
ocurriese probablemente ella perdería su vida. Eso no ocurrió. Quiero creer
que las fuerzas que apoyan a la señorita Lucy fueron ellas mismas lo
suficientemente sabias como para no enviarla de vuelta —no sólo
suficientemente sabias para salvar su vida, sino suficientemente sabias para
prever que incluso su martirio a largo plazo sería menos efectivo que el
simple, prolongado, interminable valor fastidioso de su amenaza, que era lo
que yo quería decir con «…una condición física que tiene que ser curada si
él, el blanco sureño, ha de tener alguna paz, si no quiere vérselas con otra
[sic] Señorita Lucy cada año… durante el resto de su vida»—.
Tampoco que el individuo negro abandone o disminuya un ápice su
esperanza y deseo de igualdad, sino que sus líderes y organizaciones sean
siempre flexibles y adaptables a la circunstancia y a la localidad en sus
métodos para obtenerlas. Si yo fuese hoy un negro en América, éste es el
curso que aconsejaría seguir a los líderes de mi raza: enviar todos los días a la
escuela blanca, a la que está facultado para ir por su habilidad y capacidad, a
un estudiante de mi raza, vestido con ropa nueva y limpia, cortés, sin
amenaza ni violencia, a solicitar admisión; cuando fuese rechazado me
olvidaría de él en tanto que individuo, pero mañana enviaría a otro, todavía
vestido con ropa nueva y limpia y siendo cortés, para ser rechazado en su
momento, hasta que al final el propio hombre blanco tenga que reconocer que
no habrá paz para él hasta que él mismo haya resuelto el dilema.
Ésta era la forma en la que lo hacía Gandhi. Si yo fuera un negro,
aconsejaría a nuestros mayores y a nuestros líderes seguir este invariable e
inflexible curso —un curso de inflexible y carente de violencia flexibilidad
dirigido no simplemente contra las escuelas sino contra todas las instituciones
públicas de las que somos excluidos, como se está haciendo contra las líneas
de autobús Montgomery, en Alabama—. Pero siempre con flexibilidad;
invariable e inflexible sólo en lo relativo a la esperanza y al deseo pero
siempre flexible para adaptarse al tiempo y al lugar y a la circunstancia. Yo
sería miembro de la NAACP, puesto que en nuestra cultura estadounidense
todavía no ha habido ninguna otra cosa que haya representado tanta
esperanza para mi raza. Pero me quedaría sólo con condiciones: Que
reconozca la parte más seria de nuestro problema, que, hasta donde yo sé,
todavía no ha sido reconocida públicamente; Que haga de esa misma
flexibilidad el santo y seña de sus métodos. Diría a otros de mi raza que
nunca debemos contener nuestras esperanzas y demandas de igualdad de
derechos, sino únicamente contener con flexibilidad nuestros métodos de
demandarlos. Diría a otros miembros de mi raza que no sé cuánto tiempo
llevará ese «despacio», pero si me garantizas que con «ir despacio» quieres
decir ser flexible, no creo que nada salvo «ir despacio» haga avanzar nuestras
esperanzas. Diría a mi raza, el santo y seña de nuestra flexibilidad debe ser la
decencia, la tranquilidad, la cortesía, la dignidad; si vienen la violencia y la
sinrazón, no debe ser de nosotros. Diría que todos los negros de Montgomery
deberían apoyar el boicot, pero nunca que todos ellos deben, dado que
mediante ese deben estaríamos rebajándonos a los mismos métodos que
aquellos a los que nos oponemos están usando para oprimirnos, y nuestra
victoria no valdrá nada hasta que no sea deseada y no compelida.
Diría que nuestra propia raza debe ajustarse psicológicamente, no a una
continuación indefinida de una sociedad segregada, sino más bien a una
continuación tan prolongada como sea necesario de esa inflexible e
inagotable flexibilidad que al final hará que el propio hombre blanco se harte
y se canse de combatirla.
Es bastante fácil decir de un modo superficial, «Si fuera un negro, haría
esto o lo otro». Pero un hombre blanco sólo puede imaginarse por un
momento como un negro; no puede ser ese hombre de otra raza y otras
aflicciones y otros problemas. De modo que hay algunas cuestiones que
puede plantearse pero no responder, por ejemplo:
P. ¿Disminuirías tus miras en tus objetivos vitales y reducirías tus
aspiraciones por una cuestión de realismo?
R. No. Impondría flexibilidad en los métodos.

P. ¿Aplicarías esto a tus hijos?


R. Les enseñaría ambas cosas: las aspiraciones y la flexibilidad.
Pero aquí hay esperanza, puesto que la propia vida es esperanza
simplemente por estar vivo dado que vivir es cambiar y cambiar debe
ser o bien avance o bien muerte.
P. ¿Cómo te conducirías tú mismo de modo que evitases la
controversia y la hostilidad y ganases amigos en lugar de enemigos
para tu gente?

R. Con decencia, dignidad, responsabilidad social y moral.


P. ¿Cómo rogarías a Dios por la justicia humana y la salvación
racial?
R. No creo que el hombre ruegue a Dios por la justicia humana y
por la salvación racial. Creo que él confirma a Dios esa inmortal
dignidad humana individual que siempre ha sobrepasado a la
injusticia y ante la cual familias y clanes y tribus, que hablan de sí
mismos como raza de hombres y no como la raza del Hombre,
ascienden y mueren y se desvanecen como tanto polvo. Él únicamente
afirma su propia creencia en la gracia y la dignidad y la inmortalidad
del hombre individual, como el Iván de Dostoievsky hizo cuando
repudió cualquier cielo cuyo orden estuviese fundado sobre el
angustioso llanto de un solo niño.
P. Rodeado de gente blanca antagonista, ¿le resultaría duro no
odiarles?
R. Me repetiría a mí mismo las palabras de Booker T. Washington
cuando dijo: «No permitiré que ningún hombre, sin importar cuál sea
su color, me haga odiarle alguna vez».

Así que si fuese un negro, diría a mi gente: «Vamos a ser siempre


inagotable e inflexiblemente flexibles. Pero siempre decentemente,
tranquilamente, cortésmente, con dignidad y sin violencia. Y, sobre todo, con
paciencia. El hombre blanco ha dedicado trescientos años a enseñarnos a ser
pacientes; ésta es al menos una cosa en la que somos superiores a ellos.
Vamos a convertirlo en un arma contra él. Vamos a usar esa paciencia no
como una cualidad pasiva, sino como un arma activa. Pero vamos a practicar
siempre la pulcritud y la decencia y la cortesía y la dignidad en nuestros
contactos con él. Ya nos ha enseñado a ser más pacientes y corteses con él
respecto a como lo es él con nosotros; vamos a ser superiores en lo otro
también».
Pero, sobre todo, diría esto a los líderes de nuestra raza: «Debemos
aprender a merecer la igualdad, así podremos mantenerla y conservarla
después de que la obtengamos. Debemos aprender responsabilidad, la
responsabilidad de la igualdad. Debemos aprender que no hay tal cosa como
un “derecho” sin ninguna atadura, dado que cualquier cosa que se le dé a uno
gratis a cambio de nada vale exactamente eso: nada. Debemos aprender que
nuestro inalienable derecho a la igualdad, a ser libres y a la libertad y a
perseguir la felicidad, quiere decir exactamente lo que nuestros padres
fundadores querían decir con ello: derecho a la oportunidad de ser libres e
iguales, con tal de que uno lo merezca, trabaje para ganárselo y entonces
trabaje para conservarlo. Y no sólo el derecho a esa oportunidad, sino la
buena disposición y la capacidad para aceptar la responsabilidad de esa
oportunidad —la responsabilidad de la pulcritud física y la rectitud moral, de
la conciencia capaz de elegir entre bueno y malo y una voluntad capaz de
obedecerla, de formalidad para con otros hombres, el orgullo de la
independencia respecto a la caridad o a la asistencia social.
El hombre blanco no nos ha enseñado eso. Sólo nos ha enseñado
paciencia y cortesía. Ni siquiera vio que teníamos el medio ambiente en el
cual podríamos enseñarnos a nosotros mismos pulcritud e independencia y
rectitud y formalidad. Así que debemos enseñarnos eso a nosotros mismos.
Como raza debemos impulsarnos a nosotros mismos por nuestros propios
medios hasta donde seamos competentes para las responsabilidades de la
igualdad, de modo que podamos mantenernos en ella cuando la consigamos.
Nuestra tragedia es que esas virtudes de responsabilidad son las virtudes de
las que el hombre blanco alardea, aunque nosotros, los negros, debamos ser
superiores en ellas. Nuestra esperanza es que, habiéndole derrotado en
paciencia y cortesía, probablemente también podamos vencerle en estas
otras».
[Ebony, septiembre de 1956; este texto ha sido reproducido a partir del
mecanoescrito de Faulkner.]
Albert Camus (1961)

CAMUS dijo que la única función verdadera del hombre, nacido en un


mundo absurdo, es vivir, ser consciente de la vida de uno, de su revuelta, de
su condición libre. Dijo que si la única solución al dilema humano es la
muerte, entonces estamos en el camino equivocado. La pista correcta es la
que lleva a la vida, a la luz del sol. Uno no puede sufrir incesantemente por el
frío.
Así que hizo la revuelta. Rechazó sufrir por el frío incesante. Rechazó
seguir una pista que sólo llevaba a la muerte. La pista que siguió era la única
que no le llevaba sólo a la muerte. La pista que siguió le llevó a la luz del sol
puesto que era esa que consiste en hacer con devoción, con nuestros frágiles
poderes y nuestro absurdo material, algo que no ha existido en la vida hasta
que nosotros lo hacemos.
Dijo, «No me gusta creer que la muerte se abre hacia otra vida. Para mí es
una puerta que se cierra». Eso es, eso intentó creer. Pero se equivocó. A pesar
de sí mismo, todos los artistas lo hacen, pasó esa vida buscándose a sí mismo
y exigiéndose a sí mismo respuestas que sólo Dios podría saber; cuando se
convirtió en el laureado Nobel de su año, le telegrafié «On salut lame qui
constamment se cherche et se demande»;[84] ¿por qué no lo dejó entonces, si
no quería creer en Dios?
En el mismo instante en que golpeó el árbol, todavía estaba buscándose y
exigiéndose a sí mismo; no creo que en ese brillante instante las encontrase.
No creo que se puedan encontrar. Creo que sólo pueden ser buscadas,
siempre por algún frágil miembro de la absurdidad humana. De esos nunca
hay muchos, pero en algún lugar siempre hay al menos uno, y uno será
siempre suficiente.
La gente dirá «Era demasiado joven; no tuvo tiempo para terminar». Pero
no es Cuánto dura, no es Cuánto; es simplemente Qué. Cuando la puerta se
cerró para él, ya había escrito a este lado de ella lo que todo artista que
también lleva consigo a través de la vida esa misma presciencia y odio
respecto a la muerte espera escribir: yo estuve aquí. Estaba haciendo eso, y
quizá en ese segundo brillante supo incluso que había tenido éxito. ¿Qué más
podría querer?
[Trasatlantic Review, primavera de 1961; este texto ha sido
reproducido a partir del mecanoescrito de Faulkner. Éste apareció
previamente en Nouvelle Revue Française, marzo de 1960, en
francés.]
III. PRÓLOGOS
Prólogo a Sherwood Anderson y otros
famosos criollos
(Nueva Orleans, 1926)[85]

Primero déjame decirte algo acerca de nuestro barrio, el Vieux Carre.


¿Conoces nuestro barrio, con sus calles estrechas, sus balcones de hierro
forjado y su atmósfera del sur de Europa? Una atmósfera de riqueza y
delicadas risas, ya sabes. Tiene una especie de desahogo, una especie de
conciencia de la falta de importancia de cosas que a los forasteros como yo
—no soy un nativo— nos enseñaron a creer que eran importantes. Así que no
sorprende que mientras uno camina por el barrio vea aquí y allá artistas en la
zona de sombra de las esquinas de las calles, bosquejando casas y balcones.
He contado hasta cuarenta en una sola tarde, y aunque no conocía sus
nombres ni el valor de sus pinturas, eran mis hermanos. Y en esta
camaradería, donde no se porta ninguna insignia ni se requiere ningún signo
de saludo, pasaba junto a ellos mientras se inclinaban sobre sus lienzos, y
mientras seguía caminando meditaba sobre la riqueza de nuestra vida
americana que permite que cuarenta personas pasen día tras día pintando
cuadros en una simple área comprimida en seis manzanas.
Cuando este joven, Spratling, vino a verme, no le recordaba. Quizá pasé
junto a él en la calle. Quizá era uno de los pintores junto a cuyo caballete me
había detenido, para examinarlo. Quizá me conocía. Quizá me reconoció
cuando me detuve, quizá había sido consciente de la camaradería entre
nosotros y se había dicho a sí mismo, «Hablaré con él acerca de lo que deseo
hacer; le contaré mis pensamientos. Él comprenderá, puesto que existe una
camaradería entre nosotros».
Pero cuando vino a llamarme, no le recordaba de nada. Vestía un cuidado
traje de negocios y sólo llevaba un portafolios bajo el brazo, y no le reconocí.
Y después de que me dijera su nombre y dejase el portafolios en una esquina
de mi mesa y se sentase frente a mí y empezase a exponerme su plan, tuve
una especie de visión. Me vi a mí mismo siendo metido en algo. Me vi a mí
mismo contrayendo una obligación de la que más tarde debería arrepentirme
y, mientras estábamos sentados cara a cara en mi mesa, formulaba en mi
mente las palabras con las que debería decirle No. Entonces él se echó hacia
delante y desabrochó el portafolios y lo extendió abierto frente a mí, y
comprendí. Y le dije, «Me quieres como caballo de tiro, ¿no?». Y cuando
sonrió con su rápida sonrisa tímida, supe que deberíamos ser amigos.
Tenemos un inestimable rasgo universal, nosotros los americanos. Ese
rasgo es nuestro honor. Qué pena que no prevalezca más en nuestro arte. Esta
característica única, siendo nacional y autóctona, podría, al concentrar
nuestras fuerzas emocionales interiormente hacia sí mismas, hacer por
nosotros lo que la insularidad de Inglaterra hizo por el arte inglés durante el
reinado de Isabel. Un problema que tenemos los artistas americanos es que
nos tomamos nuestro arte y a nosotros mismos demasiado en serio. Y quizá
el vernos en los ojos de nuestros colegas artistas permitirá que esos que se
han alejado para establecerse de forma diferente tengan un sano contacto con
el manantial de nuestra vida americana.
W.F.
Introducción a la edición de la Modern
Library de Santuario
(Nueva York, 1932)

Este libro fue escrito hace tres años. Para mí es una idea barata, porque fue
deliberadamente concebido para hacer dinero. Durante unos cinco años había
estado escribiendo libros que se publicaban y no se vendían. Pero estaba bien.
Entonces era joven y tenía la tripa dura. Ni había convivido ni conocía a
nadie que escribiese novelas y relatos y supongo que no sabía que la gente
ganaba dinero con ellos. No me molestaba demasiado que de vez en cuando
los editores rechazasen los manuscritos. Porque entonces era de entrañas
duras. Podía hacer un montón de cosas que me podrían hacer ganar el poco
dinero que necesitaba, gracias a la infalible bondad de mi padre, que me
suministraba cuanto pan necesitase a pesar del ultraje a sus principios de
haber sido el progenitor de un gorrón.
Entonces empecé a volverme un poco delicado. Todavía podía pintar
casas y hacer trabajos de carpintería, pero me volví delicado. Empecé a
pensar en ganar dinero con la escritura. Empecé a preocuparme cuando los
editores de las revistas me devolvían los relatos breves, lo suficientemente
preocupado como para decirles que más tarde tendrían que comprar esos
relatos, así que por qué no hacerlo ahora. Mientras tanto, con otra novela
completada y consistentemente rechazada durante dos años, acababa de
dejarme las entrañas escribiendo El ruido y la furia, aunque no fui consciente
de que había hecho eso hasta que el libro fue publicado, porque lo había
hecho por placer. Entonces creí que nunca me publicarían otra vez. Dejé de
pensar en mí desde un punto de vista editorial.
Pero cuando el tercer manuscrito, Sartoris, fue aceptado por un editor y
(habiendo rechazado él El ruido y la furia) fue aceptado todavía por otro
editor más, que en ese momento me advirtió que no vendería, empecé a
pensar de nuevo en mí como un objeto impreso. Empecé a pensar en libros
desde el punto de vista del posible dinero. Decidí que yo mismo también
debía hacer algo de dinero. Me tomé un poco de tiempo, y especulé acerca de
lo que una persona en el Mississippi creería que eran tendencias actuales,
elegí lo que creí la respuesta correcta e inventé el cuento más horrible que
pude imaginar y lo escribí en aproximadamente tres semanas y lo envié a
Smith, que había sacado El ruido y la furia y que me escribió
inmediatamente, «Dios mío, no puedo publicar esto. Nos meterían a los dos
en la cárcel». Así que le dije a Faulkner, «Estás condenado. Desde este
momento tendrás que trabajar durante el resto de tu vida». Eso fue en el
verano de 1929. Conseguí un trabajo en la central eléctrica, en el turno de
noche, de seis de la tarde a seis de la mañana, descargando carbón. Cogía el
carbón de la carbonera con la pala y lo ponía en una carretilla y lo llevaba y
lo vertía donde el fogonero lo pudiera poner en la caldera. Hacia las once en
punto la gente se iba a dormir, así que no se requería tanta energía. Entonces
podíamos descansar, el fogonero y yo. Él se solía sentar en una silla y
dormitaba. Yo me había inventado una mesa a partir de una carretilla en el
almacén de carbón, justo al otro lado de un muro donde funcionaba una
dinamo. Hacía un ruido profundo y constante, como un murmullo. No había
más trabajo que hacer hasta las cuatro de la mañana, cuando teníamos que
limpiar los fuegos y ponerlos de nuevo en marcha. En estas noches, entre las
doce y las cuatro, escribí Mientras agonizo en seis semanas, sin cambiar una
palabra. Se lo envié a Smith y le escribí que con eso me levantaría o me
caería.
Creo que me había olvidado de Santuario, como cuando se te olvida algo
hecho para un propósito inmediato que no se llevó a cabo. Mientras agonizo
fue publicado y no me acordé del manuscrito de Santuario hasta que Smith
me envió las galeradas. Entonces vi que era tan terrible que sólo se podían
hacer dos cosas: rasgarlo o reescribirlo. Lo pensé otra vez, «podría vender;
quizá unos diez mil lo compren». Así que rasgué las galeradas y reescribí el
libro. Ya había estado listo una vez, así que tenía que pagar por el privilegio
de reescribirlo, intentando hacer de él algo que no avergonzase demasiado a
ruido y la furia y Mientras agonizo e hice un buen trabajo y espero que lo
compres y que se lo digas a tus amigos y espero que también lo compren.
William Faulkner
Nueva York, 1932.
DOS INTRODUCCIONES A “EL
RUIDO Y LA FURIA”[86]
Introducción a El ruido y la furia (1)
(Oxford, Mississippi, 19 de agosto de 1933)

El arte no es parte de la vida sureña. En el Norte parece ser diferente. Es la


piedra minera más dura en la fundación de Manhattan. Es parte del brillo o de
la cutrez de las calles. Los edificios surgen como flechas a partir de ello y
debido a ello, para ser demolidos y surgir de nuevo. Habrá gente que lleve
vidas pequeñoburguesas (esos incontables y casi invisibles huesos de su
articulación, que si falta alguno todo el esqueleto colapsará) cuyo pan
dependa de ello —chicos y chicas políglotas de las residencias de las escuelas
a las salas de las editoriales y a las galerías de arte; hombres de pelo gris y
barriga que manejan máquinas de linotipia y cortan entradas de conciertos y
luego van sosegadamente a casa en Brooklyn y en estaciones suburbanas
donde les esperan hijos y nietos— mucho después de que los descendientes
de los políticos irlandeses y los mañosos napolitanos estén tan olvidados
como los salvajes indios y las palomas.
Y también de Chicago: de ese ritmo no siempre armónico o afinado;
lujurioso, en voz alta, siempre cambiante y siempre joven; atrayendo desde
una cuenca fluvial que es casi un continente a hombres y mujeres jóvenes
hacia su descontento vital y después expulsándoles de nuevo para escribir
Chicago en Nueva Inglaterra y Virginia y Europa. Pero en el Sur el arte, para
ser siquiera visible, debe convertirse en una ceremonia, en un espectáculo;
algo entre un campamento gitano y una venta benéfica de iglesia donada por
un puñado de cómicos enmascarados que deben consumirse a sí mismos en
una protesta y en una activa auto-defensa hasta que no haya nada con lo que
hablar —una sola semana, digamos, de furioso esfuerzo para un espectáculo
que será ofrecido el viernes por la noche y después borrado y desvanecido,
dejando únicamente un mandil almidonado con pintura o una gastada cinta
para máquina de escribir en la esquina y quizá un pequeño cheque para
estopilla o tela de banderín en las manos de un asombrado y desconcertado
comerciante—.
Quizá esto sea porque el Sur (hablo en el sentido del sueño autóctono de
cualquier colección concreta de hombres que tengan algo en común, aunque
sea sólo la geografía y el clima, que moldea sus aspiraciones económicas y
espirituales en ciudades, en un patrón de casas o de comportamiento) es viejo
puesto que está muerto. Nueva York, sea lo que sea lo que crea de sí mismo,
es joven puesto que está vivo; todavía es una progresión lógica e
ininterrumpida de los holandeses. Y Chicago incluso presume de ser joven.
Pero el Sur, como Chicago es el Medio Oeste y Nueva York el Este, está
muerto, asesinado por la Guerra Civil. Sin duda hay una cosa que se conoce
de un modo caprichoso como el Nuevo Sur, pero eso no es el Sur. Es una
tierra de inmigrantes que están reconstruyendo los pueblos y las ciudades
como réplicas de los pueblos y ciudades de Kansas e Iowa e Illinois, con
rascacielos y toldos de lona rayada en lugar de balcones de madera, y
enseñando a los jóvenes que despachan gasolina y a las camareras de los
restaurantes a decir ¿ah sí?[87] y a pronunciar fuerte la r, y a colgar en los
cruces de calles tranquilas y sombreadas, donde nadie salvo los turistas
norteños en Cadillacs y Lincolns circula a un paso más rápido que el trote de
un caballo, luces que cambian del rojo al verde y perentorios y salvajes
timbres.
Sin embargo este arte, que no tiene lugar en la vida sureña, es casi la
suma total del artista sureño. Es su respiración, su sangre, su carne, su todo.
No tanto porque se le obligue a volver sobre él o porque debido a las
circunstancias se vea introducido en él a la fuerza; forzado a elegir, al estilo
de la dama o el tigre,[88] entre ser un artista y ser un hombre. Esto siempre
ha sido cierto a propósito de él y sólo de él. Sólo los sureños han llevado
látigos y pistolas a los editores a propósito del trato o maltrato hacia sus
manuscritos. Esto —las pistolas reales— era en los viejos tiempos, por
supuesto, ya no sucumbimos al impulso. Pero todavía está allí, todavía está
con nosotros.
Porque el sureño está escribiendo acerca de sí mismo, no acerca de su
ambiente: que ha cogido, hablando de un modo figurado, al artista que hay en
él en una mano y al medio en la otra y los ha empujado uno dentro del otro
como un gato que araña y bufa en un saco de arpillera. Y escribe. Nunca
hemos tenido y probablemente nunca tendremos ningún sitio con música o
con artes plásticas. Necesitamos hablar, contar, puesto que la oratoria es
nuestra herencia. Parece que en el simple lapso furioso de la respiración (o de
la escritura) del individuo intentamos dirigir una salvaje acusación contra la
escena contemporánea o escapar de ella hacia una región fantástica de
espadas y magnolias. Ambos caminos están enraizados en el sentimiento;
quizá los únicos que escriben salvaje y amargamente del incesto en cabañas
de suelo de arcilla sean los más sentimentales. En cualquier caso, cada
camino es una cuestión de violento partidismo, en el cual el escritor
inconscientemente escribe en cada línea y en cada frase sus violentos
desesperos y furias y frustraciones o sus violentas profecías procedentes de
sus aún más violentas esperanzas. Ese frío intelecto que puede escribir con
calma y con completa imparcialidad y gusto respecto a su escena
contemporánea no está entre nosotros; no creo que viva el escritor sureño que
pueda decir sin mentir que escribir le resulte mínimamente divertido. Quizá
no queremos que lo sea.
Parece que he tomado ambos caminos. He intentado escapar y he
intentado acusar. Después de cinco años miro hacia atrás El ruido y la furia y
veo que ése era el punto de inflexión: en este libro hice ambas cosas al mismo
tiempo. Cuando empecé el libro, no tenía ningún plan. Ni siquiera estaba
escribiendo un libro. Previamente había escrito tres novelas, con una
progresiva disminución de desahogo y placer, y recompensa o emolumentos.
La tercera fue presentada durante casi tres años en los que me dediqué a
enviarla de editor a editor con una especie de terca y menguante esperanza de
al menos justificar el papel que había usado y el tiempo que había pasado
escribiéndola. Esta esperanza al final tuvo que morir, porque un día de
repente pareció como si una puerta se hubiese cerrado silenciosamente y para
siempre entre mí y todas las direcciones de editores y listas de libros y me
dije a mí mismo, ahora puedo escribir. Ahora sólo puedo escribir. Con lo cual
yo, que había tenido tres hermanos y ninguna hermana y que estaba destinado
a perder a mi primera hija en la infancia, empecé a escribir acerca de una niña
pequeña.
No me di cuenta entonces de que estaba intentando manufacturar la
hermana que no tuve y la hija que iba a perder, aunque lo anterior debía haber
resultado evidente a partir del hecho de que Caddy tenía tres hermanos casi
antes de que escribiese su nombre en el papel. Simplemente empecé a escribir
sobre un hermano y una hermana salpicándose uno al otro en el arroyo y la
chica caía y se mojaba la ropa y el hermano pequeño lloraba, pensando que la
hermana estaba vencida o quizá herida. O quizá sabía que él era el niño y que
ella interrumpiría cualquier pelea de agua para consolarle. Cuando hizo eso,
cuando detuvo la pelea de agua y se agachó sobre él con sus ropas
empapadas, la historia entera, que está contada toda por el mismo hermano
pequeño en la primera sección, pareció explotar ante mí en el papel.
Vi que el pacífico destello de esa ramificación se iba a convertir en el
oscuro, doloroso flujo del tiempo arrastrándola a un lugar del que no podría
regresar para consolarle, pero que sólo la separación, la división, no sería
suficiente, no lo suficientemente lejos. Debía arrastrarla también al deshonor
y a la vergüenza. Y que Benjy a partir de ese momento nunca crecería; que
para él todo conocimiento empezaba y terminaba con esa feroz, jadeante,
pausada y agachada figura húmeda que olía como a árboles. Que nunca
crecería hasta donde la aflicción por la pérdida pudiese aderezarse con
comprensión y a partir de ahí con el alivio de la rabia como en el caso de
Jason, y del olvido como en el caso de Quentin.
Vi que habían sido enviados al prado a pasar la tarde para mantenerles
fuera de la casa durante el funeral de la abuela con el fin de que los tres
hermanos y los niños negros pudiesen mirar el trasero embarrado de las
bragas de Caddy mientras esta trepaba por el árbol para mirar por la ventana
el funeral, sin darse cuenta entonces de la simbología de las bragas sucias,
porque de nuevo aquí el coraje era de ella, que más tarde tendría que afrontar
con honor la vergüenza que iba a engendrar, que Quentin y Jason no podrían
afrontar: el uno buscando refugio en el suicidio, el otro en la vengativa rabia
que le condujo a robar a su sobrina bastarda la exigua suma que Caddy podía
enviarle. Pues yo ya había continuado hasta la noche y el dormitorio y Dilsey
y las bragas manchadas de barro restregando el desnudo trasero de esa
pequeña niña condenada —intentando limpiar con la triste hija ilegítima de
su mancha ese cuerpo, esa carne, cuya vergüenza simbolizaban y
profetizaban, como si ella ya viese el negro futuro y el papel que debía
desempeñar en él intentando mantener unido ese hogar que se desmoronaba
—.
Entonces la historia estuvo completa, terminada. Allí estaba Dilsey para
ser el futuro, para levantarse sobre las ruinas caídas de la familia como una
chimenea arruinada, demacrada, paciente e indomable; y Benjy para ser el
pasado. Tenía que ser un idiota, así que, como Dilsey, debía ser impermeable
al futuro, aunque a diferencia de ella negándose a aceptarlo de ninguna
manera. Sin pensamiento ni comprensión; informe, neutro, como algo sin
ojos y sin voz que podría haber vivido, existido únicamente por su capacidad
de sufrimiento, en el principio de la vida; medio fluido, tentativo: una pálida
y desvalida masa de toda la estúpida agonía bajo el sol, en un tiempo que no
es todavía el suyo salvo porque podía llevar todas las noches ese feroz,
valeroso ser que no era para él sino un toque y un sonido que podía ser oído
en cualquier campo de golf y un olor como a árboles, en el seno de las
brillantes formas del sueño.
Toda la historia está allí, en la primera sección tal como Benjy la contó.
No intenté hacerla deliberadamente oscura; cuando me di cuenta de que la
historia debía ser publicada, seguí con tres secciones más, todas más largas
que la de Benjy, para intentar clarificarla. Pero cuando escribí la sección de
Benjy, no la estaba escribiendo para ser publicada. Si ahora lo tuviera que
rehacer lo haría de modo diferente, porque su escritura tal y como está ahora
me enseñó cómo escribir y cómo leer, e incluso más: me enseñó lo que ya
había leído, porque al completarla descubrí, en una serie de repercusiones
como un trueno de verano, a los Flauberts y a los Conrads y a los Turgenievs
que hacía nada menos que diez años había consumido por completo y sin
asimilarlos en absoluto, como haría una polilla o una cabra. No he leído nada
desde entonces; no he tenido que hacerlo. Y desde entonces sólo he
aprendido una cosa acerca de la escritura. Esto es, que la emoción definitiva y
física y sin embargo nebulosa de describir que me proporcionó la escritura de
la sección de Benjy —ese éxtasis, esa entusiasta y jovial fe y anticipación de
sorpresa que las hojas todavía inalteradas bajo mi mano mantuvieron
inviolada e infalible— no volverá. La falta de reluctancia a la hora de
empezar, la fría satisfacción por el trabajo bien y arduamente hecho está allí y
continuará estando allí mientras pueda hacerlo bien. Pero eso otro no volverá.
Nunca lo conoceré de nuevo.
Así que escribí las secciones de Quentin y Jason intentando clarificar la
de Benjy. Pero vi que únicamente era contemporizar;
que las tenía que haber dejado completamente fuera del libro. Me di
cuenta de que habría compensaciones, de que en cierto sentido podría dar
entonces una vuelta final a la tuerca y extraer alguna destilación definitiva.
Sin embargo me llevó más de un mes coger un bolígrafo y escribir El día
amaneció sombrío y fresco[89] antes de hacerlo. Hay una historia en alguna
parte acerca de un viejo romano que conservaba junto a su cama un ánfora
tirrena que amaba y cuyo borde se estaba borrando lentamente al besarlo. Yo
mismo había hecho un jarrón, pero supongo que supe todo el tiempo que no
podía vivir para siempre en su interior, que quizá estaría mejor tenerlo de
modo que yo también pudiese tumbarme en la cama y mirarlo; sin duda sería
así cuando viniese el día en el que no sólo se hubiese ido el éxtasis de la
escritura, sino también la falta de reluctancia y el tener algo digno que decir.
Está bien pensar que dejarás algo detrás de ti cuando mueras, pero está mejor
haber hecho algo con lo que te puedas morir. Mucho mejor el culo embarrado
de una pequeña niña condenada trepando a un florido peral en abril para
mirar el funeral por la ventana.
Oxford de agosto de 1933

[Mississippi Quarterly, verano de 1973]


Introducción a El ruido y la furia (2)
(Oxford, Mississippi, 1946)

Escribí este libro y aprendí a leer. He aprendido un poco acerca de escribir


desde La paga de los soldados —cómo acercarme al lenguaje, a las palabras:
no tanto con seriedad, como hace un ensayista, sino con una especie de
alertado respeto, como cuando te acercas a la dinamita; incluso con alegría,
como cuando te acercas a las mujeres; quizá con las mismas secretamente
inescrupulosas intenciones—. Pero cuando terminé El ruido y la furia
descubrí que realmente hay algo a lo que el gastado término Arte no sólo
puede, sino que debe, ser aplicado. Descubrí entonces que había pasado por
todo lo que había leído siempre, desde Henry James pasando por Henty y
periódicos de sucesos, sin hacer ninguna distinción ni haber digerido nada de
ello, como haría una polilla o una cabra. Después de El ruido y la furia y sin
tener en mente abrir otro libro y en una serie de repercusiones retardadas
como trueno de verano, descubrí a los Flauberts y a los Dostoyevskys y a los
Conrads cuyos libros había leído hacía diez años. Con El ruido y la furia
aprendí a leer y a dejar de leer, puesto que no he leído nada desde entonces.
Tampoco parece que haya aprendido nada desde entonces. Durante la
escritura de Santuario, la novela siguiente a El ruido y la furia, esa parte de
mí que aprendía mientras escribía, que quizá sea la verdadera fuerza que
conduce al escritor al parto de la invención y a la pesadez de poner setenta y
cinco o cien mil palabras en papel, estuvo ausente porque yo todavía estaba
leyendo por repercusión los libros que había tragado por completo hacía diez
años o más. De la escritura de Santuario únicamente aprendí que había algo
que faltaba: algo que me dio El ruido y la furia y Santuario no. Cuando
empecé Mientras agonizo había descubierto lo que era y supe que también
estaría ausente en este caso porque éste sería un libro deliberado.
Deliberadamente me propuse escribir un tour-de-forcé. Antes siquiera de que
hubiese puesto el bolígrafo sobre el papel y escribiese la primera palabra,
sabía cuál sería la última palabra y casi dónde caería el último punto. Antes
de que empezase dije, voy a escribir un libro con el cual, en caso necesario,
pueda levantarme o caer si nunca vuelvo a tocar la tinta. Así que cuando lo
terminé la fría satisfacción estaba allí, como había esperado, pero también
como había esperado estaba ausente esa otra cualidad que El ruido y la furia
me había dado: esa emoción definitiva y física y sin embargo nebulosa de
describir: ese éxtasis, esa entusiasta y jovial fe y anticipación de sorpresa que
las hojas todavía inalteradas bajo mi mano mantenían inviolada e infalible,
esperando a ser liberada. No la había en Mientras agonizo. Dije, esto es
porque sabía demasiado acerca de este libro antes de que empezase a
escribirlo. Dije, es más que probable que nunca más vaya a tener que saber
tanto acerca de un libro antes de que empiece a escribirlo, y la próxima vez
volverá. Esperé casi dos años, entonces empecé Luz de agosto, sin saber
acerca de ella nada más que una mujer joven, embarazada, estaba caminando
sola por una extraña carretera comarcal. Pensé, ahora lo volveré a capturar,
puesto que no sé más de este libro de lo que sabía acerca de El ruido y la
furia cuando me senté frente a la primera página en blanco.
No volvió. Las páginas escritas crecieron en número. La historia estaba
yendo bastante bien: deseaba sentarme a ello cada mañana sin reluctancia
aunque todavía sin esa anticipación y esa alegría que era lo único que hacía
que la escritura fuese un placer para mí. El libro estaba casi terminado antes
de que admitiese el hecho de que no se repetiría, puesto que ahora era
consciente de que antes de que fuese escrita cada palabra sabía exactamente
lo que haría la gente, puesto que ahora estaba eligiendo deliberadamente entre
posibilidades y probabilidades de comportamiento y sopesando y midiendo
cada elección según la escala de los James y los Conrads y los Balzacs. Supe
que había leído demasiado, que había alcanzado esa etapa que tienen que
atravesar todos los jóvenes escritores, en la que se cree que se ha aprendido
demasiado acerca del negocio. Recibí una copia del libro impreso y descubrí
que ni siquiera quería ver qué tipo de cubierta le había puesto Smith. Me
pareció tener una visión de él y de los subsiguientes a El ruido y la furia
colocados en una fila ordenada sobre una estantería en la que miraba los
títulos de los lomos con una decreciente atención que era casi desagrado, y
que cada siguiente libro suscitaba menos y menos, hasta que finalmente la
propia Atención pareció decir, Gracias a Dios no habrá necesidad de abrir
otra vez ninguno de estos. Creía saber entonces por qué no había capturado
de nuevo ese primer éxtasis, y que nunca volvería a capturarlo; que
cualesquiera novelas que escribiese en el futuro estarían escritas sin
reluctancia, pero también sin la anticipación de la alegría; que en El ruido y
la furia quizá había puesto la única cosa en la literatura que siempre me
conmovería mucho: Caddy trepando al peral para mirar por la ventana el
funeral de su abuela mientras Quentin y Jason y Benjy y los negros miraban
hacia arriba al trasero embarrado de sus bragas.
Ésta es la única de las siete novelas que escribí sin que la acompañase
ningún sentimiento de impulso o esfuerzo, o sin que la acompañase ningún
sentimiento de agotamiento o alivio o desagrado. Cuando la empecé no tenía
ningún plan en absoluto. Ni siquiera estaba escribiendo un libro. Estaba
pensando en libros, en publicar, sólo en pasado, en decirme a mí mismo, No
me tendré que preocupar en absoluto de si a los editores les gusta o no les
gusta éste. Cuatro años antes había escrito La paga de los soldados. No me
había llevado mucho escribirlo y se publicó rápidamente y me dio unos
quinientos dólares. Dije, Escribir novelas es fácil. Escribí Mosquitos. No fue
tan fácil de escribir y no se publicó tan rápido y me hizo ganar unos
cuatrocientos dólares. Aparentemente el ser un novelista es algo más que
escribir novelas, algo que antes no tenía tan claro. Escribí Sartoris. Me llevó
mucho más, y el editor lo rechazó enseguida. Pero continué presentándolo
por ahí durante tres años con una terca y menguante esperanza, quizá para
justificar el tiempo que había pasado escribiéndolo. Esta esperanza murió
lentamente, aunque no dolió nada. Un día me pareció cerrar una puerta entre
mí y todas las direcciones de editores y listas de libros. Y me dije a mí
mismo, Ahora puedo escribir. Ahora puedo hacer yo mismo un ánfora como
esa que el viejo romano mantenía cerca de su cama y cuyo borde desgastó
lentamente a besos. Así que yo, que nunca había tenido una hermana y que
estaba destinado a perder a mi hija en la infancia, me dispuse a hacer yo
mismo una preciosa y trágica niña pequeña.
[Southern Review, otoño de 1972]
Nota a modo de prefacio a «Apéndice:
Compson, 1699-1945»

CUANDO FAULKNER escribió El ruido y la furia en 1928 según todos lo


dejó sin terminar. En 1946, cuando Malcom Cowley cogió El ruido y la furia
recogiendo y recopilando material para su Faulkner portátil Faulkner
descubrió que el libro ni siquiera estaba terminado para sí mismo.
Posiblemente se dio cuenta de esto en 1946 sólo porque fue incapaz de
terminarlo hasta 1946; porque en 1928 y en 1938 todavía no sabía lo
suficiente acerca de la gente para terminar con la suya, así que el libro
realmente no era un inconscientemente intencionado tour de forcé en el
ofuscamiento sino más bien el casero, el experimental, el primer proyector de
imágenes en movimiento —lentes combadas, escasa luz, mecanismo poco
fiable e incluso una mala pantalla— que tuvo que esperar hasta 1946 para que
las lentes se corrigiesen, la luz se mantuviese constante, los rodamientos
girasen con suavidad. Entonces era demasiado tarde, no obstante. El libro
estaba hecho. Ahora era su último año de virginidad. Todo lo que Faulkner
podía hacer era intentarlo y elaborar una clave. Pensó que una o dos páginas
servirían. Se fue casi a veinte. Aquí está.
[Faulkner escribió «Apéndice: Compson, 1699-1945», una
adición a El ruido y la furia, para su inclusión en el Portable
Faulkner de Viking, editado por Malcom Cowley, publicado en abril
de 1946. Fue publicado de nuevo en diciembre de 1946 en el volumen
doble de la Modern Library de El ruido y la furia y Mientras agonizo,
y Faulkner envió una nota introductoria para el Apéndice a su editor
Robert N. Linscott, probablemente en mayo de 1946. La nota no
aparece en el libro, y la versión que envió a Linscott aparentemente
no ha sobrevivido. Sin embargo, un borrador de ella aparece en el
reverso de una página mecanografiada en un temprano borrador de
Una fábula y fue publicada en «A Prefatory Note by Faulkner for the
Compson Appendix», por James B. Meriwether, en American
Literature, mayo de 1971. Ese texto es el aquí reproducido.]
Prólogo a la Antología de Faulkner
(Nueva York, 1954)

Mi abuelo tenía una moderada aunque razonablemente difusa y católica


librería; ahora me doy cuenta de que obtuve la mayoría de mi temprana
educación en ella. Era un poco limitada en cuanto a su contenido de ficción,
puesto que lo que le gustaba era la emoción romántica simple y directa como
la de Scott o Dumas. Pero había una heterogénea diseminación de otros
volúmenes, elegidos aparentemente al azar y por mi abuela, puesto que las
guardas llevaban su nombre y las fechas en los años 1880 y 1890, en esa
época en la que incluso en un pueblo tan grande como Memphis, Tennessee,
las señoritas paraban sus carruajes en la calle frente a los comercios y a las
tiendas, y los encargados e incluso los propietarios salían a recibir sus
peticiones —esa época en la que la mayoría de la compra de libros y de su
lectura era realizada por mujeres, llamando a sus hijos Byron y Clarissa y San
Elmo y Lothair por los románticos y trágicos héroes y heroínas y por sus
incluso más románticos creadores—.
Uno de esos libros era de un polaco, Sienkiewicz —una historia de la
época del rey John Sobieski, cuando los polacos, casi sin ayuda, impidieron a
los turcos invadir Europa Central—. Éste, como todos los libros de ese
período, al menos los que tenía mi abuelo, tenía un prefacio, un prólogo.
Nunca leí ninguno; estaba demasiado ansioso por meterme en lo que la gente
misma estaba haciendo y por lo que se estaban angustiando y sobre lo que
estaban triunfando. Pero leí el prólogo de éste, el primero que me tomé el
tiempo de leer; ahora no sé por qué. Decía algo así:
Este libro fue escrito a expensas de un considerable esfuerzo, para elevar
el corazón de los hombres, y pensé: «bueno que se te haya ocurrido decir
eso». Pero nada más. Ni siquiera pensé, «Quizá algún día yo también
escribiré un libro y es una lástima que no se me haya ocurrido eso a mí
primero, así podría ponerlo en la primera página del mío». Porque entonces
no había pensado en escribir libros. El futuro no se extiende tan lejos. Esto
era en 1915 y 1916; había visto un aeroplano y mi mente estaba repleta de
nombres: Ball, e Immelman y Boelcke, y Guynemer y Bishop, y yo estaba
esperando, aguardando, hasta que fuese lo suficientemente mayor o lo
suficientemente libre o en cualquier caso pudiese llegar a Francia y
convertirme en alguien glorioso y también condecorado.
Entonces eso había pasado. Era 1923 y escribí un libro y descubrí que mi
condena, mi destino, era seguir escribiendo libros: no con un propósito
exterior ni ulterior: únicamente escribir libros por el hecho de escribir libros;
obviamente, puesto que el editor consideraba que merecían el riesgo
financiero de ser impresos, alguien los leería. Pero eso carecía de importancia
al compararlo con la necesidad de tenerlos escritos, aunque naturalmente uno
espera que quien los lea los encuentre verdaderos y honestos e incluso quizá
conmovedores. Porque uno estaba demasiado ocupado escribiendo libros
durante el tiempo en que el demonio que le conducía todavía le consideraba
digno, merecedor, de la angustia de ser conducido, mientras la sangre y las
glándulas y la carne aún se conservaban fuertes y potentes, el corazón y la
imaginación aún estaban sin embotar respecto a las locuras y a los apetitos y
a las heroicidades de los hombres y mujeres; aún escribiendo libros porque
tenían que ser escritos después de que la sangre y las glándulas empezasen a
aminorarse y a enfriarse un poco y el corazón empezase a decirle, «Ni sabes
la respuesta ni la encontrarás nunca», pero aún escribiendo porque el
demonio todavía era amable, sólo que un poco más severo y despiadado:
hasta que repentinamente un día ve que ese viejo polaco medio olvidado
había tenido la respuesta todo el tiempo.
Para elevar el corazón del hombre; lo mismo para todos nosotros: para los
que están intentando ser artistas, los que están intentando escribir simple
entretenimiento, los que escriben para chocar y los que simplemente están
escapando de sí mismos y de sus propias angustias privadas.
Algunos de nosotros no sabemos que esto es por lo que estamos
escribiendo. Algunos lo sabremos y lo negaremos, por miedo a ser acusados
y auto-recluidos y condenados por sentimentalismo, algo con lo que por
alguna razón hoy en día la gente está avergonzada de ser corrompida; algunos
de nosotros parece que tenemos curiosas ideas acerca de dónde está
localizado el corazón, confundiéndolo con otras glándulas, órganos y
actividades más bajas. Pero todos escribimos con este único propósito.
Esto no significa que estemos intentando cambiar al hombre, mejorarle,
aunque ésta es la esperanza —quizá incluso la intención— de algunos de
nosotros. Al contrario, analizados a fondo, esta esperanza y este deseo de
elevar el corazón del hombre son completamente egoístas, completamente
personales. Él elevaría el corazón del hombre para su propio beneficio porque
de esta forma él puede decir No a la muerte. Está diciendo No a la muerte
para sí mismo por medio de los corazones que espera haber elevado, o
incluso por medio de las meras glándulas inferiores que ha perturbado hasta
el punto en el que pueden decir No a la muerte por su cuenta al saber, al ser
conscientes, al haberles dicho y haberlo creído: «Al menos no somos
vegetales porque los corazones y las glándulas capaces de formar parte de
esta emoción no son las de los vegetales, y perdurarán, deben perdurar».
Así que quien, desde el aislamiento de la fría e impersonal letra, pueda
engendrar esta emoción, él mismo formará parte de la inmortalidad que ha
engendrado. Algún día él ya no será más, entonces eso no importará, porque
aislado e invulnerable en la fría letra permanece lo que es capaz de engendrar
todavía la vieja e inmortal emoción en los corazones y en las glándulas cuyos
propietarios y custodios están a generaciones incluso del aire que ha
respirado y en el que se ha angustiado; si fue capaz una vez, sabe que será
capaz y potente aun mucho después de que sólo quede de él un nombre
muerto y que se desvanece.
Nueva York Noviembre, 1953
IV. RESEÑAS DE LIBROS Y
OBRAS DE TEATRO

LAS primeras seis reseñas/ensayos-reseñas fueron publicadas originalmente


en 1920,1921 y 1922 en el periódico de estudiantes de la Universidad de
Mississippi; The Mississippian. El nombre del autor aparece deformas
diversas como: William F. [sic] Falkner; W. Falkner; y W. F. Fueron
compilados en Wiliam Faulkner: Early Prose and Poetry, ed. Carvel Collins
(Boston: Little Brown, 1962). Al editar estos textos, Collins no sólo corrigió
una gran cantidad de errores de imprenta en la prosa de Faulkner, sino que
también realizó correcciones en las citas. Esos textos corregidos han sido
reproducidos aquí con pocos cambios.
Reseña de En abril una vez de W. A.
Percy[90] (1920)

EL señor Percy es un nativo del Mississippi, un licenciado de la


Universidad del Sur y de la escuela de derecho de Harvard. Fue miembro de
la Comisión para la Ayuda a Bélgica[91] en los primeros días de la guerra,
después sirvió como teniente adjunto en la trigésimo séptima división. Ahora
vive en Greenville.
El señor Percy —como, ¡ay!, tantos de nosotros— sufrió la desgracia de
nacer fuera de su tiempo. Él debería haber vivido en la Inglaterra victoriana e
irse a Italia con Swinburne, pues como Swinburne, él es una mixtura de
apasionada adoración por la belleza e igualmente apasionados desesperación
y disgusto respecto a sus manifestaciones y accesorios en la raza humana. Su
musa es de tipo latino —emotivos éxtasis de extravagancia lírica y una
efímera fuerza artificial alcanzada al precio de la verdadera fuerza de la
belleza—. La belleza, para él, es casi como un dolor físico, evidente en la
simplicidad de este poema, que es lo más cercano a la perfección que hay en
el libro—.
Oí un pájaro al romper el día
cantar desde los árboles otoñales
una canción tan mística y calma,
tan llena de certezas,
que ningún hombre, creo,
podría escucharla mucho tiempo
salvo de rodillas.
Aunque éste no era sino un simple pájaro solo, entre árboles
muertos.[92]

La influencia del franco culto pagano a la belleza del pasado cae


pesadamente sobre él, es como un chico pequeño cerrando sus ojos contra la
oscuridad de la modernidad que amenaza la brillante simplicidad y la
colorida pompa romántica de la Edad Media con la que se llenan sus ojos.
Uno puede imaginarle a él mejor como un violinista que se vuelve ciego más
o menos en la época en que muere Mozart, parecería que la última cosa que
vio con su subjetivo intelecto fue a Browning levantado con naif admiración
ante su propia mediocridad, de la que la «Epístola desde Corinto»[93] de
Percy es el fruto. Esto es con mucho lo mejor que hay en el libro, y hubiera
sido mejor excepto por el hecho de que el señor Percy, como todo hombre
que haya vivido alguna vez, es víctima de su edad.
En conjunto, el libro mantiene su nivel de belleza lírica. Ocasionalmente
se vuelve pura vocalización, pues no siempre es la palabra lo que busca el
señor Percy, sino el sonido. Hay un elemento que más que ningún otro tiende
a contribuir a su olvido: la sección dedicada a los poemas de guerra. Cuántas,
cuántas, cuántas resmas de papel se han arruinado con poesía perteneciente a
la última guerra que nadie, probablemente, conocerá jamás, sin embargo
todavía los ruiseñores llevan espadas y brazaletes de la Cruz Roja.
El señor Percy no ha escrito un gran libro —hay demasiada música en él
para eso, es un violinista con un instrumento inferior—, aunque (lo cual es
muy inusual tal como van los modernos libros de poesía) el oro supera en
peso a la escoria. Cuánto, no me comprometería a decirlo, pues él es una
persona a la que resulta difícil hacer justicia; como Swinburne, él oscurece
por completo el horizonte mental, a uno o le gusta apasionadamente o le deja
frío para siempre.
[Mississippian, 10 de noviembre de 1920]
Reseña de Giros y películas de Conrad
Aiken[94]

EN la niebla generada por la pubertad mental de los versificadores


americanos mientras escriben un Keats inferior o sollozan sobre el medio
oeste, aparece una fisura azul caída del cielo —los poemas de Conrad Aiken
—. Él, solo entre la jauría que aúlla, parece tener en mente un propósito
definido. Los otros —quizá haya media docena de excepciones— son tantos
sonidos altos perdidos en un único profundo seto de ligustro; los otros los
atacan enérgicamente con la boca abierta y los ojos cerrados, algunos en los
más o menos impenetrables matorrales de Browingnesca oscuridad, otros
enlodados sin esperanza en las ciénagas de la mediocridad, y todos creando
una ráfaga final antes de que la oscuridad amablemente los engulla.
Muchos de ellos se han dado cuenta de que la estética es tan ciencia como
la química, que hay ciertas reglas científicas definidas que, cuando son
aplicadas con propiedad, producen gran arte de un modo tan seguro como
ciertos elementos químicos, combinados en las proporciones adecuadas,
producen ciertas reacciones; sin embargo sólo el señor Aiken ha hecho algún
esfuerzo para descubrirlas y aplicarlas inteligentemente. Con él nunca nada es
accidental, muy felizmente ha escapado de nuestra maldición nacional de
llenar todos y cada uno de los espacios, religioso, físico, mental y moral, y
junto a él los ruiseñores británicos, el señor Vachel Lindsay con su cacerola
de estaño y su cuchara de hierro, el señor Kreymborg con sus litográficas
acuarelas y el señor Carl Sandburg con su sentimental propaganda de
Chicago son otras tantas marionetas tanteando en una vacía oscuridad.
El señor Aiken tiene una mente plástica, usa la variación, la inversión, el
cambio de ritmo y trucos métricos como ésos con un hábil resultado, y su
clara impersonalidad nunca le permitirá escribir versos pobres. Nunca es un
agente de prensa como lo son tantos de sus contemporáneos. Es bastante
difícil citar un ejemplo suyo, pues ha escrito con ciertas formas musicales en
mente, y cualquier división de su trabajo que corresponda a las dimensiones
habituales de un poema es como un acorde aislado respecto a una fuga; sin
embargo los tres cuartetos de «Discordantes»:[95]
La música que oigo contigo es más que música, y el pan que parto
contigo es más que pan; ahora que estoy sin ti, todo está desolado;
todo lo que una vez fue tan bonito está muerto.
Tus manos una vez tocaron esta tabla y esta plata, y he visto tus dedos
sostener este vaso.
Estas cosas no se acuerdan de ti, mi amada,— y sin embargo tu toque
sobre ellas no pasará.
Pues era en mi corazón donde te movías entre ellas, y las bendecías
con tus manos y con tus ojos; y en mi corazón siempre te recordarán,
— te conocieron una vez, oh bella y sabia.[96]

Éste es uno de los más bellos, impersonalmente sinceros poemas de todos


los tiempos.
La fase más interesante de la obra del señor Aiken son sus experimentos
con un abstracto verso tridimensional diseñado según la forma de la música
polifónica: La giga de Forslin[97]y La casa del polvo.[98] Esto es interesante
debido a sus posibilidades completamente ilimitadas, él tiene el mundo entero
ante sí; puesto que todavía nadie ha hecho un intento satisfactorio de
sintetizar las reacciones musicales con las reacciones frente a documentos
abstractos. La señorita Amy Lowell intentó una prosa polifónica que, a pesar
haber creado algunas estatuillas deliciosas de vidrio perfectamente soplado,
es sólo una flatulencia literaria; y la ha dejado, con la caña en la mano,
mirando fijamente con sorpresa na'if al aire donde han estallado sus burbujas.
El señor Aiken nunca ha sido aleatorio, se ha desarrollado de manera
constante, nunca se ha perdido por un momento, aunque resulta casi
imposible descubrir de dónde procede su impulso inicial. A veces parece que
esté completando un ciclo de regreso a los griegos, otras veces parece haber
leves rastros de los simbolistas franceses, aislados a través de sus poemas hay
trozos de suave sonoridad que Masefield debiera haber formado; y así
finalmente uno regresa al punto de partida —¿de dónde vino, y adonde está
yendo?—. Resulta interesante observar, pues —digamos en quince años—
cuando la marea de esterilidad estética que está engulléndonos lentamente se
haya retirado, quedará nuestro primer gran poeta. Quizá éste es el hombre.
[Mississippian, 16 de febrero de 1921]
Reseña de Aria da Capo: Una obra en
un acto[99] de Edna St.Vincent Millay

ALGO lo suficientemente nuevo para ser eminente en esta época de


pubertad mental, esta alta gesticulación de los mesías estéticos de nuestro
Valhalla emocional que tienen un ojo en la bola y otro en la grada. En la jerga
periodística se diría de la señorita Millay que se ha apuntado un «tanto»;
verdaderamente es así en el sentido de que sus contemporáneos (aquellos que
alguna vez se den cuenta de que ella ha hecho algo «diferente») se
preguntarán a sí mismos por qué no se les ocurrió a ellos antes, lo cual es
muy natural. Aquí hay una idea tan simple que te lleva a preguntarte por qué
nadie bajo el cielo había pensado antes en ello. Sin duda la razón es su
simplicidad.
La obra en sí misma es algo ligero; ya la sorprendente frescura de la idea
de una tragedia pastoril representada y concluida por intrusos contra un
convencional fondo de serpentinas de papel y confeti de colores en medio de
una meticulosamente artificial suite de Pierrot y Columbine[100] la hace
merecedora de verla otra vez. Sin embargo, ésta es una afirmación injusta;
pues casi todos los dramaturgos y versificadores modernos nos ofrecen una
estéril colisión de ideas carentes de imaginación; una especie de taquigrafía
emocional. Aria da Capo posee más que una idea hábilmente desarrollada,
aunque es difícil señalar exactamente qué es lo que la hace funcionar; no hay
una inusual profundidad de experiencia, sea mental o física, que pueda
rastrearse en ella aparte de esas características adquiridas sin un esfuerzo
consciente por todo escritor joven, procedentes de las lecturas realizadas
durante el período de su desarrollo mental, ya sean por elección o
compulsión. El lenguaje es bueno; la rima ni fallida debido a una atención
demasiado estrecha, ni descuidada debido a una falta de ella; la elección de
palabras, con una excepción —una intervención de Pierrot de la que ahora no
me acuerdo que contiene una palabra de inexcusable crudeza—, es sensata: y
—providencial genio— la obra no es demasiado larga; es decir, sin relleno,
sin cojines de sofá mentales que detengan la caída de la condenada y
agotadora mente. Una saludable tenue simplicidad; los dioses le han dado a la
señorita Millay una muñeca fuerte; y aunque una sola idea no hace ni
estropea un texto escrito, es algo; y esta suya viviría incluso aunque la
señorita Amy Lowell la adornase intrincadamente con cristales rotos, o el
señor Cari Sandburg la dispusiese en los corrales, para ser representada, en
una tarde de sábado, por el sindicato de carniceros del vacuno.
[Mississippian, enero de 1922]
Teatro americano: Eugene O'Neill

ALGUIEN dijo —un francés, probablemente; ellos lo han dicho todo— que
el arte es preeminentemente provinciano: es decir, que viene directamente de
una cierta época y de una cierta localidad. Esta es una afirmación muy
profunda; pues Lear y Hamlet y Todo está bien[101]nunca podrían haber sido
escritos en otro lugar salvo en Inglaterra durante el reinado de Isabel (esto
queda demostrado por los Hamlets que han salido de Dinamarca y Suecia, y
los Todo está bien de la comedia francesa) ni Madame Bovary podría haber
sido escrita en ningún otro sitio que en el valle del Ródano en el siglo XVIII;
de la misma manera que Balzac es París siglo XIX. Pero hay excepciones a
ello, como las hay a todas las reglas que conservan una partícula de verdad;
dos modernas serían Conrad y Eugene O’Neill. Estos dos hombres son
anomalías, especialmente Joseph Conrad; en este punto este hombre le ha
dado la vuelta a toda la tradición literaria. Todavía es demasiado pronto para
comprometerse acerca de O’Neill, aunque, tan joven como es, ya es alguien
que le hace a uno preguntarse acerca de la verdad de la afirmación de más
arriba.
No resulta especialmente difícil —después de que un hombre los haya
escrito y legado— seguir los hilos que él reunió y ponerlos sobre el papel en
la forma de su propio trabajo. Puede verse cómo Shakespeare tomó
rudamente lo que necesitó de sus predecesores y contemporáneos, dejando
tras él un teatro que no hay mano que tenga sangre que pueda sobrepasarlo;
los dramaturgos alemanes han seguido su destino de forma obvia y lógica
conforme a los estándares teutónicos de pensamiento hasta la obra de
Hauptmann y Moeller; Synge es provinciano, tiene el sabor del suelo del que
brotó como no lo tiene ningún otro moderno (ahora Synge está muerto);
mientras que el único hombre que está logrando algo en el teatro americano
supone una contradicción respecto a todos los conceptos de arte.
Esto debe de ser por el hecho de que América no tiene teatro o literatura
dignos de ese nombre, y por tanto no tiene tradición. Si ésta fuese la razón,
por fuerza uno debe creer que el destino le ha gastado una broma realmente
pesada al arrojar en el seno de la América del siglo xx a un Hombre que
habría alcanzado increíbles cotas en una tierra que poseyese tradiciones. Los
hechos relativos a Conrad, sin embargo, que es incluso una contradicción
mayor que O’Neill, proporcionan una base para la esperanza de que el azar
no sea lo suficientemente diabólico para perpetrar tal cosa; y también
muestran cuán indefinible, incalculablemente genial —horrible palabra— es.
El factor más inusual acerca de O’Neill es que un americano moderno
escriba obras sobre el mar. No hemos tenido tradiciones de agua salada en
cien años. Los errantes son los ingleses, mientras que nosotros en esencia no
lo somos. Sin embargo aquí hay un hombre, hijo de un «jefe» político de
Nueva York, crecido en la ciudad de Nueva York y estudiante de Princeton,
que escribe acerca del mar. Él mismo ha sido, por accidente, marinero: fue
enrolado a la fuerza en un velero rumbo a Sudamérica y forzado a realizar el
viaje como un hábil marino desde Río a Liverpool con el fin de llegar a casa.
No es físicamente fuerte, tiene unos congénitos pulmones delicados, de ahí
que tenga que llevar una vida prudente en lo que respecta a las adversidades y
a las duras condiciones climáticas; y sin embargo la primera fase de su
escritura estuvo dominada por el mar.
Y ha escrito obras bien saludables, y —cosa extraña— Nueva York se ha
dado cuenta de sus posibilidades. El emperador Jones se representó allí, y La
paja[102] y Anna Christie[103] se están representando en Nueva York este
invierno. Estas dos últimas son obras tardías, no acerca del mar, pero lo que
las hace funcionar es lo mismo que hizo funcionar Oro[104] y Diff’rent, lo
que hizo que el emperador Jones se levantase y caminase con aire arrogante
con su egoísmo y su crueldad, y finalmente muriese por sus propios miedos
hereditarios: todas ellas poseen la misma claridad y simplicidad de trama y
lenguaje. Nadie desde El conquistador ha tenido la fuerza tras el lenguaje de
la escena que tiene O’Neill. «¿Quién osa silbar eso en el palacio del
Emperador?» de El emperador Jones se retrotrae a «gente como la que haría
que los mismos obispos mitrados se estirasen tras los barrotes del paraíso
para ver a la dama Helen caminar en su dorado chal» de El conquistador.
Todavía se está desarrollando; sus obras posteriores La paja y Anna
Christie delatan un cambio de actitud respecto a sus personajes, un cambio
desde una imparcial observación de su gente rebajada por la pura
circunstancia, a una consideración más personal de sus alegrías y esperanzas,
de sus sufrimientos y desesperos. Quizá en su momento haga algo que posea
la riqueza del material dramático natural de este país, la mayor de cuyas
fuentes es nuestro lenguaje. Una literatura nacional no puede surgir del
folklore —aunque sabe Dios que ese forzamiento ya se ha intentado con
bastante frecuencia— pues América es demasiado grande y hay demasiados
folklores: los negros sureños, grupos de españoles y franceses, el viejo oeste,
pues éstos siempre seguirán siendo coloquiales; tampoco vendrá de nuestro
argot, que es asimismo autóctono de restringidas porciones del país. Puede,
sin embargo, provenir de la fuerza del imaginativo idioma que resulta
comprensible para todos los que leen inglés. Hoy en ningún lugar, salvo en
partes de Irlanda, se habla el idioma inglés con la misma fuerza terrenal que
en los Estados Unidos; aunque estemos, como nación, todavía sin articular.
[Mississippian, 3 de febrero de 1922]
Teatro americano: Inhibiciones
1

Sólo por medio de alguna asombrosa ciega maquinación del azar veremos
en los próximos veinticinco años en América una obra fundamentalmente
firme —una estructura sólidamente construida, adecuadamente producida y
correctamente interpretada—. Dramaturgos y actores se encuentran ahora a
merced de las circunstancias que inevitablemente deben conducir a toda la
gente cuyo juicio no esté temporalmente aberrado hacia diversas condiciones
de deseado alivio; desde una franca adulación respecto al mercado de Frank
Crane[105] —que sostiene una escupidera espiritual, por decirlo así, para ese
estrato que, desafortunadamente, tiene dinero en este país— a Europa; y al
whiskey sintético.
Toda la gente que escribe está tan patéticamente desgarrada entre un
deseo de crear una figura en el mundo y un mórbido interés en sus egos
personales —el mortal fruto de injertar a Sigmund Freud en el dinámico caos
de un revoltijo de nacionalidades—. Y, con una inquietud nacional
característica, esos con imaginación y algo de talento la encuentran
insoportable. O’Neill le ha dado la espalda a América para escribir acerca del
mar, Marsden Hartley explota vengativos petardos en Montmartre, Alfred
Kreymborg se ha ido a Italia y Ezra Pound juega furiosamente con espurio
bronce en Londres. Todos han encontrado América estéticamente imposible;
sin embargo, al ser de América, volverán algún día, unos pocos a un
indigesto exilio, otros a escribir alegremente para las películas.
2

Tenemos, en América, un inagotable fondo de material dramático. Dos


fuentes se le ocurren a cualquiera: los viejos días del río Mississippi y el
romántico desarrollo de los ferrocarriles. Y sin embargo, cuando se menciona
al Mississippi, sólo viene a la mente Mark Twain: un mediocre escritor que
no habría sido considerado ni de cuarta categoría en Europa, que equipó un
poco los armazones literarios «de éxito asegurado» comprobados desde
antiguo con el suficiente color local para intrigar al superficial y al perezoso.
El arte sólido, sin embargo, no depende de la calidad o de la cantidad de
material disponible: un hombre con habilidad real encuentra suficiente lo que
tiene a mano. El material ayuda a esa persona que no posee suficiente fuerza
impulsora para crear figuras vivientes a partir de su propio cerebro, la riqueza
de material le permite construir mejor lo que de otra manera no podría. No
obstante, nadie en América —ningún escritor— puede desprenderse él
mismo de los shibbóleth17 y pogromos literarios nacionales para hacer esto;
aquellos que están haciendo cosas que realmente merecen la pena trabajan
infinitamente más de lo que mostrarían los resultados conseguidos, debido a
que deben superar toda esta auto-tortura, primero deben matar los dragones
que ellos, ellos mismos, han criado. Un crítico teatral de un periódico de
Nueva York me relató un ejemplo apropiado: Robert Edmund Jones, un
diseñador de decorados escénicos, descubrió que, durante algún tiempo,
había estado sujeto a una dolencia intangible. Descubrió que la calidad de su
trabajo se había estado deteriorando misteriosamente, que su sueño y su
apetito estaban siendo socavados. Un amigo —quizá el que le asistió en el
descubrimiento de su alarmante condición— le aconsejó que se retirase a
cierto profesional de la nueva terapia psicoanalítica. Lo hizo así, fue
«psicoanalizado», e inmediatamente recobró su apetito, su apacible sueño, y
su antiguo entusiasmo por el diseño escenográfico. Esto es lo que todos los
escritores que están expuestos a las tendencias literarias predominantes en
América deben combatir; y, mientras el socialismo, el psicoanálisis y la
actitud estética sean tan rentables como populares, esas condiciones seguirán
prevaleciendo.
Contamos con un arco iris en nuestro dramático horizonte: el lenguaje tal
y como se habla en América. En comparación con ello, el británico es un
affaire de domingo por la noche con leche y pan —melodiosos pero
ligeramente tediosos ruiseñores en un seto de recortadas formas—. No se
consideran aquí otras lenguas: el nórdico es esencialmente el poeta y el
dramaturgo, como el francés es el pintor y el alemán el músico. No se sigue
siempre que una obra construida de acuerdo con las sólidas reglas —es decir,
simplicidad y fuerza del lenguaje, riguroso conocimiento del material y
claridad de la trama— dé como resultado una buena obra; de otro modo
escribir teatro llegaría a ser un proceso comparativamente simple. (El
lenguaje no significa nada para Shaw: excepto por un accidente de
nacimiento bien podría haber escrito en francés.) En América, sin embargo,
con nuestro escaso equilibrio mental, el lenguaje es nuestro lógico salvador.
Muy pocos autores son capaces de decir algo de forma simple; estos
extremistas fluctúan entre las maneras de diversos estilistas muertos y
olvidados —consiguiendo a partir de ahí un vehículo que bien podría servir
para anunciar detergente y cigarrillos— y la pura idiocia. Aquellos que se dan
cuenta de que el lenguaje es nuestra mejor apuesta, que emplean argot y
nuestros «duros» coloquialismos con el fin de erigir un edificio, se parecen a
ese albañil que se empeña en construir un rascacielos sólo con ladrillo,
olvidando que se necesita una armadura de acero en su interior.
Nuestra riqueza de lenguaje y nuestra inarticulada condición (la
incapacidad para derivar beneficio alguno del lenguaje) se deben a la misma
causa: nuestro caos racial y nuestra instintiva rapidez para darnos cuenta de
nuestras necesidades más simples y para satisfacerlas a partir de cualquier
fuente. Como nación, somos un pueblo de acción (el asombroso crecimiento
de la industria cinematográfica es una prueba); incluso nuestro lenguaje es
acción antes que comunicación entre mentes: aquellos que han de ser
llamados con justicia hombres de ideas toman su pensamiento a conciencia,
una especie de agilidad mental como un ejercicio sueco invertido, y franca e
ingenuamente solicitan de todo lo que esté a su alrededor que vea y admire.
Ésta es la Hidra que hemos criado, y respecto a la cual nos hemos
convertido en pesimistas o en idiotas que asesinan; que tienen los
fundamentos del lenguaje más vigoroso de los tiempos modernos; un
lenguaje que parece, al extranjero recién llegado, una masa de sutilezas
debido a que es empleado sólo como un medio de alivio, cuando la acción
física es imposible o insatisfactoria, por todas las clases, empezando por el
profesor de Harvard, siguiendo por la distante joven gardenia liberal, hasta el
más humilde vendedor de palomitas del estadio.
[Mississippian, 17y 24 marzo de 1922]
Reseña de Linda Condon-Cyntherea -
El chal brillante de Joseph
Hergesheimer[106]

NADIE desde Poe se ha permitido a sí mismo estar esclavizado por las


palabras tanto como Hergesheimer. Sin embargo, lo que era, en Poe, una
mórbida pero masculina curiosidad emocional ha degenerado con la edad en
una deliberada adulación hacia las emociones en Hergesheimer, como una
atenuación de los violines. Un extraño caso de crucifixión sexual vuelta hacia
sí misma: Mirándola y el Cardenal Bembo se vuelven gestos de espumillón.
Él es lo suficientemente subjetivo como para soportar la vida con justa
ecuanimidad, pero tiene miedo de vivir, del hombre en su lamentable arcilla
desafiando al azar y a la circunstancia.
Nunca ha escrito una novela —alguien ha de acuñar todavía la palabra
para cada unidad de su obra—: Linda Condon, con la que alcanza su cúspide,
no es una novela. Se parece más a un encantador friso bizantino: unas pocas
figuras inolvidables en un silencioso movimiento detenido, por siempre más
allá del alcance del tiempo e inquietando al corazón como la música. Su gente
nunca se mueve desde dentro; no crean vida acerca de ellos; son como
marionetas que adoptan posturas llenas de gracia pero carentes de significado
en respuesta a las compulsiones del autor, y que mantienen estas actitudes
hasta que él dispone sus miembros de nuevo en otros gestos tan llenos de
gracia como carentes de significado. Su tacto, sin embargo, es delicado e
impecable —siempre una gracia social—. Uno puede imaginar a
Hergesheimer sumergiéndose a sí mismo en Linda Condon como en un
tranquilo puerto donde la edad no pueda hacerle daño y donde el rumor del
mundo le alcance únicamente como un lejano y tenue ruido de lluvia. Quizá
escribió el libro por este motivo: sin duda un hombre de su delicadeza y
perspicacia nunca sufriría la ilusión de que Linda Condon fuese una novela.
Por esta razón el libro inquieta al corazón, la sombra más débil de una
insistencia; como si uno fuese despertado de un sueño, hacia un espacio en el
interior de una tranquila región de luz y sombra, insonora y más allá de la
desesperación. La figlia delta sua mente, l’amorosa l’idea.[107]
Cytherea no es nada —el apóstol Santiago hace un gesto obsceno—. Más
bien, el apóstol Santiago intentando que le quede bien un sombrero de copa y
un abrigo para la mañana. Un intento palpable e infructuoso de remedar los
colores literarios de la época.
El chal brillante es mejor. Novela barata sublimada poblada, como
Cytherea, por hombres mórbidos y mujeres obscenas. Pero habilidosa; los
trucos del negocio nunca fueron empleados con mayor eficacia, salvo por
Conrad. El inicio de El chal brillante es bueno —habla del chal durante una
página o así antes de que uno sea consciente de la presencia del chal como un
objeto material, antes de que la propia palabra sea dicha; es como estar en
una habitación llena de gente, con alguien al que uno todavía no ha mirado
directamente, aunque es consciente todo el tiempo de su presencia—.
Estos dos libros oscilan hacia el extremo opuesto de Linda Condon.
Hergesheimer ha intentado entrar en la vida, con desastrosos resultados;
Sinclair Lewis y The New York Times le han corrompido. Nunca debería
intentar escribir nada en absoluto acerca de la gente; debería emplear su
tiempo, si tiene que escribir, describiendo árboles o fuentes de mármol, casas
o ciudades. Aquí su habilidad para escribir prosa impecable no sería torturada
por sus desafortunadas reacciones a las simiescas imbecilidades de la raza
humana. Tal como es, se parece a un emasculado sacerdote rodeado de las
marionetas que ha tallado y vestido y pintado —un mundo terrorífico sin
movimiento ni significado—.
[Mississippian, 15 de diciembre de 1922]
Reseña de Ducdamé [108] de John
Cowper Powys

VIVIR significa vegetar. Eso es todo lo que la naturaleza requiere. Todo lo


que sea inquietarse y darle vueltas a esto y a aquello es un invento humano. Y
cuando se pone a la gente en un escenario natural que de ninguna manera
intriga al ojo, la importancia de los personajes se vuelve desdeñable: no son
convincentes. Imaginen que aparecen Punch y Judy[109] sin un escenario
cubierto.
Personajes como Rook y sus mujeres, y Lexie y las mujeres que no tuvo,
deberían ponerse en forma de obra —sólo el diálogo, para ser leído—. Pero
escribirlos contra un fondo de tranquilo, encantador campo inglés derrota sus
propios fines. ¿Por qué resulta que los americanos parecen no sentir esa parte
de la superficie terrestre en la que están sus raíces? Joseph Hergesheimer, un
Pater decadente, tiene que ir a La Habana para escribir encantadora prosa; y
cuando intentamos describir nuestro entorno hacemos calendarios verbales,
litografías en linóleo.
La significación material y estética no son lo mismo, pero la importancia
material puede destruir la importancia artística, a pesar de lo que nos gustaría
creer. Aquí está el invierno y el último rumor del verano indio como una
mujer rubia, cansada, con una mirada fija revertida tan bien hecha que la
señora Ashover y su problema y Lexie con su inminente muerte se vuelven
bastante vivaces, pues, al sufrir las compulsiones del aire y de la temperatura
y de la estación tal como lo hace el hombre, todo es inminente,
particularmente la muerte en esta estación, así que ambos pierden su
importancia. ¿Dónde está el hombre que pueda morir tan majestuosamente
como lo hace diciembre? Lexie debería haber muerto con diciembre y así
haber vivido, obteniendo de ese modo su inmortalidad, como los viejos
soldados de Napoleón obtuvieron su inmortalidad a partir de él. Él estaba
muerto en Elba: y ellos estaban muertos, con independencia del hecho de que
se demorasen en las tabernas después de eso.

Pero Lexie, viviendo, sirve a un propósito… «Allí sonaron desde algún


árbol vecino invisible para ellos los dos viejos como el mundo ¡cucú!, ¡cucú!
del inconquistable augur de la dulce travesura.
La cara de Lexie relajada… “¡Todavía no han cambiado su tono!”, gritó,
“¡el verano no ha hecho más que empezar!”»
Acumulando la calderilla de sus días, sus horas y sus minutos. La única
vez que Lexie realmente vive como un personaje. Y sin duda deberá vivir: la
mera pasión de un hombre ensombrecido por la inminente y cierta muerte,
debería vivir.
¡Esta época neurótica! La gente es como niños. La sofisticación es como
la forma de un sombrero. Pensemos en qué podría haber hecho, digamos
Balzac u O. Henry, con un hombre predestinado a una muerte próxima e
inevitable. Podría haber asaltado trenes, cometer las indiscreciones que uno
que tuviese miedo de vivir hasta cumplir los noventa no hubiese podido y no
se hubiese atrevido. Pero Lexie no hace ninguna de estas cosas: ni siquiera
seduce majestuosamente a nadie.
Si llega a pasar
que algún hombre se vuelva tonto, dejando su riqueza y su felicidad
por satisfacer un pertinaz deseo,
Ducdame, ducdame, ducdame: aquí verá
gruesos tontos como él, si viene a mí.[110]

Reunir tontos dentro de un círculo: Dios ya hizo eso. Dios y Balzac. Los
tontos responden a las mismas compulsiones que nosotros (la así denominada
intelligentsia). ¿Y por qué reunir tontos dentro de un círculo? Salvo que
tengas algo que venderles como Henry Ford.
Rook Ashover, su hermano Lexie, Netta y Ann y Nell y el clérigo, viendo
el nuevo año: dejad al pájaro de canto más alto ponerse en el único árbol de
Arabia: muerte y división, y el amor y la constancia están muertos. Aunque
todavía aprovechas los amargos días, y Horacio con un ojo en Menelao
piensa ¡Eheu! ¡fugace![111]
«¡Susannah y los Mayores!», murmuró Lexie… «¿pero no resultan
provocativos y tentadores? Desearía que pudiésemos escondernos entre la
maleza y verlo hacer el amor a Leda».
Allí está Lexie. Y aquí está Netta, descendientes de cantineras con una
pasión por lo gentil. Abnegación. Ella deja a su amante por el bien de su
amante. ¿Hacen esto las mujeres? Quizá su asombrosa habilidad para hacer
que el azar sirva a sus propios fines es la causa de que hagan cosas bastante
oscuras (oscuras para los hombres, claro). ¡Pero pensar en mujeres
abandonando algo que puede o debe ser de utilidad! Ofende a la inteligencia.
Catarsis: una purga de escoria con forma de amor; un persistente olor o
un único guante después de que la misma música se haya desvanecido.
Majestuoso de leer, pero no inevitable, en estos días de motivaciones
monetarias y excitaciones íntimas. Y sin duda, las mujeres no tendrán que
molestarse con esto. El hombre inventó la castidad como inventó la seguridad
—algo para que lo lleve su mujer provisional particular—.
Así que dice: «La castidad es importante, como creían mis padres. Ellos
tenían una visión sentimental de la castidad. Pero yo no creo eso: no creo que
nada sea verdadero: las personas son sombra de una sombra, que sirven a
algún oscuro fin. De modo que tengo una visión sentimental acerca del hecho
de que no soy sentimental».
Personas como el sacristán, Pod —«si el santo Dios hubiese querido que
durmiésemos solos nunca nos lo habría metido en la cabeza para que nos
martillease con estas camas dobles de aquí»— y el señor Twiney —
ciertamente ellos no harían un libro; pero, al ser de la tierra terrenal, hacen
que los Rooks y las Anns parezcan más fútiles que nunca.
Esta gente no es material dramático. Lo que queremos cuando leemos es
gente que haga las cosas que no podemos o no nos atrevemos a hacer, o gente
que motive historias en nosotros. O gente en la que las compulsiones del
clima se revelen únicamente cuando la acción misma ha sido llevada a cabo.
Juntar a la gente dentro de un círculo es como quitarte el abrigo en un
restaurante Childs[112] —lo haces bajo tu propia responsabilidad—. Pues a
veces consigues una novela, y a veces no. De una novela lograda obtienes
una sensación de completud, de forma: esto es, en ellas la gente hace las
cosas que tú harías si fueses, uno por uno, ellos. Probablemente todos somos
tontos; y la mayoría de nosotros lo sabe: pero resulta insoportable creer que
las cosas que hacemos no son importantes. Y las cosas que hace esta gente no
son importantes, porque hacen cosas que no nos gusta creer que haríamos.
…aquí verá
gruesos tontos como él, si viene a mí.

Ser gruesos tontos: ser un grueso tonto es tan duro como ser un santo. Ser
un grueso lo que sea es bastante grandioso —contrabandista o político o
cortesano—. Uno que puede mentir con sinceridad, o estrujar todas las
patatas antes de comprarlas; ser sinceramente desagradable para convivir —
ya es algo—. Pero esta gente no es sinceramente tonta, ninguno de ellos lo es.
En el sentido de que sus acciones hayan cambiado la tendencia de la vida de
alguien. Van siendo armados caballeros sin ninguna importancia. Pero quizá
esto es lo que quería el señor Powys. Pero sin duda ellos no hacen esas cosas
que a nosotros en tanto que individuos nos gustaría hacer para preservar ese
mundo de delicada fábula en el que vivimos.
[Esta reseña apareció en el Times-Picayune (Nueva Orleans), 22
de marzo de 1925, firmada «W. F.». Fue descubierta y confirmada la
autoría de Faulkner por el profesor Carvel Collins en 1950, y
publicada de nuevo en el Mississippi Quarterly, verano de 1975- Ese
texto es el aquí reproducido.]
Reseña de El camino de vuelta de Erich
María Remarque

HAY una victoria más allá de la derrota de la que el vencedor no sabe nada.
Una frontera, una orilla que sirve de refugio más allá de las batallas perdidas,
los nombres de bronce y los mausoleos de los líderes, guardada e indicada no
por la triunfante diosa de miembros humanos con la palma y la espada, sino
por alguna sacerdotisa meditabunda e inmóvil de pura desesperación.
El hombre no parece capaz de soportar mucha prosperidad; menos aún lo
es un pueblo, una nación. La derrota es buena para él, para ello. La victoria es
el cohete, el deslumbrar, la apoteosis momentánea en los ángulos adecuados
que resulta condenada por el tiempo y lo demás: una difusión repleta de
chispas a lo último, muriendo y muerta, dejando quizá una palabra, un
nombre, una fecha, para tedio de los niños de primaria en historia. Es la
derrota la que, sirviéndole contra su creencia y su deseo, lo devuelve a lo
único que puede sostenerle: sus colegas, su homogeneidad racial; él mismo;
la tierra, el suelo implacable, monumento y mausoleo de sudor.
Esto está más allá del discurso, de las palabras duras, de las excusas y de
las razones; más allá de la desesperación. Más allá de ese espantoso deseo y
necesidad de justificar el desastre y otorgarle significado aferrándose a él,
explicándolo, que está demostrado que es la mejor manera de mantener lo
inexorable. La victoria no requiere explicación. Es suficiente por sí misma: la
pantalla excelente, el escudo; inmediata y final: será contemplada únicamente
por la historia. Mientras que todo el mundo contemporáneo observa la derrota
y al invicto que, por ese hecho, sobrevivió.
De ahí viene la necesidad de hablar, de explicarlo. Eso es por lo que
Remarque pone en boca de sus personajes discursos que ellos habrían sido
incapaces de producir. No es que los discursos no sean verdaderos. Si los
personajes los hubiesen oído pronunciados por otros, habrían sido los
primeros en decir, «Eso es así. Esto es lo que pienso, lo que habría dicho si lo
hubiese pensado primero». Pero no podrían haber pronunciado los propios
discursos. Y este método no está justificado, a menos que un hombre esté
escribiendo propaganda. Es privilegio del escritor poner en boca de sus
personajes mejores discursos de lo que ellos habrían sido capaces, pero sólo
con el propósito de permitir y ayudar al personaje a justificarse a sí mismo o
a lo que él mismo cree que es, desnudándose espiritualmente. Pero cuando el
personaje debe expresar ideas morales aplicables a una raza, a una situación,
está mejor confinado en ese fondo atemporal y asexual de senadores griegos.
Pero quizá ésta sea una cuestión menor. Quizá sea un error racial del
autor, como el resultado de la Guerra fue debido en parte a un error racial
alemán: una creencia de que un cálculo matemático sería superior a la
desesperación de ratas acorraladas. En cualquier caso, Remarque se justifica a
sí mismo: «… intenté consolarle. Lo que dije no le convenció, pero me
produjo cierto alivio… Siempre es así con el consuelo».
Es un libro conmovedor. Porque Remarque estaba conmovido por su
escritura. Concediendo que su intento sea más que oportunismo, aún resta por
ver si el arte puede ser producido a partir de la experiencia auténtica
transferida al papel palabra por palabra, de una peculiar reacción frente a una
condición real, aunque sea de manera vicaria. Para un escritor, no importa
cuán susceptible sea, la experiencia personal es exactamente lo que es para el
hombre de la calle que le coge por las solapas porque es un escritor, con la
misma creencia, la misma convicción de importancia individual: «Escucha.
Todo lo que tienes que hacer es ponerlo por escrito tal como pasó. Mi vida, lo
que me ha pasado a mí. Será un buen libro, pero yo no soy un escritor. Así
que te la daré a ti. Si yo fuese un escritor, tendría tiempo de ponerla por
escrito yo mismo. No tendrás que cambiar una palabra». Con eso no se hace
un libro. No importa cuán vivido sea: en algún lugar entre la experiencia y la
página en blanco y el lápiz, muere. Quizá las palabras lo matan.
Concedámosle a Remarque el beneficio de la duda y llamemos al libro
una reacción frente a la desesperación. La victoria también tiene su
desesperación, puesto que los victoriosos no sólo no ganan nada, sino que
cuando el hurra finalmente muere, ni siquiera saben por lo que estaban
luchando, lo que esperaban ganar, porque el pequeño porcentaje que había en
todo el asunto lo consiguieron los derrotados. Si Alemania hubiese salido
victoriosa, este libro no habría sido escrito. Y si los Estados Unidos no
hubiesen traído al cincuenta por ciento de sus tropas intactas, salvo por los
ocasionales casos de sífilis y por la vida en la gran ciudad, no habría sido
comprado (que espero y confío que lo sea) ni leído. Y tampoco será la Legión
Americana[113] la que compre las cuarenta mil copias, incluso aunque
hubiese cuarenta mil de ellos que tengan sus deudas saldadas.
Te conmueve, como te conmueve mirar a un niño haciendo pasteles de
barro el día del funeral de su madre. Aunque al final todavía queda esa
sensación de que falta lo importante, el sentimiento de que, como tanto de lo
que viene del bando perdedor en cualquier contienda, y particularmente de
Alemania desde 1918, fue creado sobre todo para el mercado occidental, para
ser vendido entre los paganos como cristal coloreado. Más allá del
sentimentalismo, de la derrota y del discurso, al menos emerge este hecho:
América ha sido conquistada no por los soldados alemanes que murieron en
las trincheras francesas y flamencas, sino por los soldados alemanes que
murieron en los libros alemanes.
[New Republic, 20 mayo de 1931]
Reseña de Piloto de pruebas de Jimmy
Collins

ESTABA decepcionado con este libro. Pero fue mejor de lo que yo


esperaba. Quiero decir, mejor en tanto que literatura actual. Tenía la
expectativa, esperaba, que fuese una especie de nueva tendencia, una
literatura o una torpeza de auto-expresión, no de un hombre, sino de este
negocio completamente nuevo de velocidad que sólo consiste en estar
moviéndose deprisa; una especie de embrión, en lugar de la revelación por sí
mismo de un hombre que probablemente era bastante buen tío y que lo hizo
bastante bien y que tenía más que decir que algunos que conozco y que en
cierto sentido sólo incidentalmente estaba escribiendo acerca de volar.
Pues el libro terminó por ser una colección perfectamente normal y
bastante buena de anécdotas procedentes de la vida y de la experiencia de un
aviador profesional. Son de un amplio rango y de distintos grados de valor e
interés, y una, una experiencia real que se lee como ficción, es excelente,
concisa, y ordenada, no sólo sostenida sino sobria. Ninguna es larga y
ninguna está sobre-contada (su sentido de la sobriedad junto a sus dotes para
la narrativa eran las mejores cualidades del autor), aunque tengo la sensación
de que para empezar algunas de ellas nunca sostenían el relato, y la mayoría
estaban afectadas por una especie de sentimental jerga periodística —ese
entendimiento reporteril que parece saber de inmediato y por puro instinto
cuándo llega al pueblo un personaje público y dónde encontrarlo— que
muestra especialmente en sus descripciones de la naturaleza. Nunca quedas
cautivado por una sola descripción del cielo por la noche o de la tierra por la
noche o de la puesta de sol o de la luz de la luna o de la niebla; lo has visto
antes unas cien veces y ha sido expresado exactamente de esa forma en diez
mil columnas de periódico y de revista. Pero entonces Collins era un escritor
de periódico. Pero aunque no lo hubiera sido, esto podría haberle disculpado
con justicia por el tipo de vida que un piloto de pruebas tenía que llevar: una
vida que nunca se atreve a la soledad, que incluso la ociosidad debe tener
lugar donde se congrega la gente, que no se atreve al retiro hacia la
introspección, donde podría contemplar con calma el puro lenguaje o tendría
que dejar de ser un piloto de pruebas. Pero tenía una innegable destreza
narrativa; sin duda habría escrito hubiese volado o no. En realidad, el libro
mismo indica que aparentemente él quería escribir, o al menos que volaba
sólo para ganar dinero para mantener a su familia.
Collins está muerto, se mató en el accidente de un aeroplano que estaba
probando para la marina, pues es costumbre de los militares no permitir que
sus propios pilotos prueben nuevos aeroplanos. El último capítulo del libro se
titula «Estoy muerto», y consiste en un obituario que escribió el propio
Collins. No tengo la intención de hacer ningún comentario sobre los métodos
editoriales del siglo xx, los groseros y llamativos esquemas de la edición
moderna, para cuyo beneficio mediante una casualidad casi increíble Collins
escribió el documento, respondiendo al desafío, creo que en broma, de un
amigo, y obedeciendo creo que en broma, puesto que el libro afirma que el
picado que lo mató era el último de una serie en el último aeroplano que tenía
la intención de probar, habiendo amasado quizá unos ingresos mediante su
escritura: pero esto debería haber sido un documento privado, mostrado en
privado por el amigo a quien se lo dejó. Lamentas leer esto en un libro. No
debería haber sido incluido. Debería haber sido citado, como mucho, citado
no como el documento que es, sino por una figura que contiene, la única
figura o frase en el libro que repentinamente cautiva la mente con el fino
choque de la poesía:
El frío pero vibrante fuselaje
fue la última cosa que sintió
mi caliente y viva carne.

Pero aún hay otra razón por la que «Estoy muerto» no debería haber sido
incluido. Porque esta vez Collins se sobrescribió a sí mismo, la única vez en
el libro. Porque, aunque debió de haberlo empezado en broma, no continúo,
puesto que ningún hombre bromea ante sí mismo acerca de su propia muerte.
Así que esta vez sobrescribió. Pero supongo que esto también debe
perdonársele, puesto que aunque un hombre deje de ser sentimental acerca
del amor probablemente el día que descubra que ambos, tanto él como su
primer amor, no sólo pueden desear e incluso tener a otro sino que lo hacen,
él nunca conocerá ese día en el que ya no sea sentimental acerca de su propio
fallecimiento.
Pero esto no es lo que tengo contra el libro. Lo que tengo no es lo que yo
esperaba. Esperaba encontrar, una especie de embrión, un precursor aún
informe o un síntoma de la velocidad, de la alta velocidad de hoy que creo
está mucho más cerca del final de los límites de los que eran capaces los seres
humanos y los materiales cuando el hombre extrajo hierro por primera vez,
que del comienzo de esos límites tal como estaban hace diez o doce años
cuando el hombre empezó a ir realmente rápido. No de los límites para las
máquinas, sino de los hombres que las pilotan: el límite en el que los vasos
sanguíneos revienten y las entrañas se rompan al hacer cualquier clase de giro
que te mantenga en el mismo condado, por no hablar de la percepción de la
distancia y de la profundidad, incluso cuando inventen o descubran alguna
manera de alterar más la ley de la ratio entre velocidad máxima y velocidad
de aterrizaje que no sea mediante alerones en las alas de modo que todos los
vuelos no tengan que parar y empezar desde uno de los Grandes Lagos.
Incluso los pilotos de precisión de hoy deben tener una coordinación y
percepción de la profundidad absolutamente perfectas, así que quizás, siendo
perfectas, éstas funcionarán a cualquier velocidad hasta el infinito. Pero aún
tendrán que hacer algo acerca de los vasos sanguíneos y las entrañas del
piloto. Quizá se las ingenien para crear un tipo de especie o de raza, como
solían crear y criar razas de cantantes y eunucos, como el Agello de
Mussolini, que vuela a más de cuatrocientas millas por hora. No serán ni
bueyes de establo ni gallos de pelea, serán capones: niños seleccionados de
cada generación por medio de reglas o incluso mediante máquinas y
enclaustrados y en cierto sentido emasculados y entrenados para conducir los
vehículos en los que el resto de nosotros nos lanzaremos de un sitio a otro.
Tendrán que ser cogidos en la infancia porque el piloto de precisión de hoy
en día empieza a entrenar en la adolescencia y sigue durante los treinta. Esto
sería una especie y en su momento una raza y en su momento producirían un
folklore. Pero probablemente para entonces el resto de nosotros no pueda
descifrarlo, quizá ni siquiera oírlo puesto que ya tenemos objetos que pueden
superar su propio sonido y así sus propios cantantes viajarían en lo que para
nosotros sería un vacío a prueba de sonido.
Pero no era este folklore en el que estaba pensando. Ése tardará años en
producirse. Había pensado en ese que podría existir incluso ahora y del que
había esperado que este libro fuese el síntoma, el primer precursor titubeante.
No sería un folklore de la edad de la velocidad ni de los hombres que la
llevan a cabo, sino de la propia velocidad, sin estar poblada por nada
humano, ni siquiera mortal, sino por las propias inteligentes intencionadas
máquinas que no transportan nada que haya nacido o tenga que morir o que
tan siquiera sufra dolor, moviéndose sin propósito comprensible hacia ningún
destino discernible, que produce una literatura inocente de amor y de odio y
por supuesto de piedad o de terror, y que sería la historia de la desaparición
final de la vida sobre la tierra. Yo los observaría, a los pequeños débiles
mortales, desvaneciéndose contra un vasto y atemporal vacío rellenado con el
sonido de increíbles máquinas, en el que furiosos meteoros se mueven en
ningún medio lanzado a ninguna parte, sin detenerse ni languidecer,
destruyéndose para siempre unos a otros.
[American Mercury; noviembre de 1935; véase también la versión sin
abreviar.]
Reseña de Piloto de pruebas de Jimmy
Collins
(texto sin abreviar)

Estaba decepcionado con este libro. Pero fue mejor de lo que yo esperaba.
Quiero decir, mejor en tanto que literatura actual. Tenía la expectativa,
esperaba que fuese una especie de nueva tendencia, una literatura o una
torpeza de auto-expresión, no de un hombre, sino de este negocio
completamente nuevo de velocidad que sólo consiste en estar moviéndose
deprisa; una especie de embrión, en lugar de la revelación por sí mismo de un
hombre que probablemente era bastante buen tío y que lo hizo bastante bien y
que tenía más que decir que algunos que conozco y que en cierto sentido sólo
incidentalmente estaba escribiendo acerca de volar. En lugar de eso, el libro
terminó por ser una colección perfectamente normal y bastante buena de
anécdotas procedentes de la vida y de la experiencia de un aviador
profesional. Son de un amplio rango y de distintos grados de valor e interés, y
una, una experiencia real que se lee como ficción, es excelente, concisa, y
ordenada, no sólo sostenida sino sobria. Las otras se dividen en grupos, que
van desde las anécdotas de accidentes que no fueron fatales, anécdotas acerca
de las que los propios aviadores se ríen con lo que Laurence Stallins
denominó una vez «ese humor extravagante y macabro de los aviadores» y
que los no-aviadores escucharían con horrorizado y aterrorizado
desconcierto. Hay otro grupo de relatos de hangar, charlas de trabajo de
pilotos que algunos no-pilotos disfrutarán y otros los encontrarán sólo grises
y aun otros realmente incomprensibles. Luego hay un tercer grupo de
historias. Quiero decir, cuentos manufacturados: algunos el tipo de historia
que te encuentras en una revista de chicos, uno el cuento de la retribución
poética, después otro que es el clásico griego en el que el hombre es destruido
intencionalmente y sin razón por los dioses —en este caso el Azar y el Terror
— y hay una historia sentimental de las que te encuentras en una revista de
chicas.
Ninguna es larga y ninguna está sobre-contada —su sentido de la
sobriedad junto a sus dotes para la narrativa son las mejores cualidades del
autor—, aunque tengo la sensación de que para empezar, algunas de ellas
nunca sostenían el relato —y la mayoría estaban afectadas por una especie de
sentimental jerga periodística—, ese entendimiento reporteril que parece
saber de inmediato y por puro instinto cuándo llega al pueblo un personaje
público y dónde encontrarlo— que muestra especialmente en sus
descripciones de la naturaleza. Nunca quedas cautivado por una sola
descripción del cielo por la noche o de la tierra por la noche o de la puesta de
sol o de la luz de la luna o de la niebla; lo has visto antes unas cien veces y ha
sido expresado exactamente de esa forma en diez mil columnas de periódico
y de revista. Pero entonces, entiendo que Collins colaboraba en la columna de
un periódico. Pero aunque no lo hubiera hecho, esto podría haberle
disculpado con justicia por el tipo de vida que un piloto de pruebas tenía que
llevar: una vida que nunca se atreve a la soledad, que incluso la ociosidad
debe tener lugar donde se congrega la gente, que no se atreve al retiro hacia la
introspección donde podría contemplar con calma el puro lenguaje o tendría
que dejar de ser un piloto de pruebas. Pero tiene una innegable destreza
narrativa; sin duda habría escrito hubiese volado o no. En realidad, el libro
mismo indica que aparentemente él quería escribir, o al menos que volaba
sólo para ganar dinero para mantener a su familia. Y era un comunista; lo dijo
él mismo, con una simplicidad admirablemente tranquila, que no veía otra
creencia económica que uno pudiera sostener: así que sería el único aviador
comunista fuera de Rusia pues la idea de un aviador profesional americano y
exoficial del ejército que profesase el comunismo difícilmente tiene sentido.
Y «Regreso a la tierra» tanto acelerará tu respiración como la detendrá, y
«Colegas del asiento de atrás» te partirá en dos, y «Lucha en las alturas» hará
rugir a cualquier marido; y puesto que uno de los trabajos del escritor es
mostrar al hombre en sus siempre absurdos y no siempre satisfactorios
choques con el mundo que él creó, hizo bien su trabajo.
Porque no es Collins quien hace daño a este libro. Él está muerto, se mató
en el accidente de un aeroplano que estaba probando para la marina, pues es
costumbre de los militares no permitir que sus propios pilotos prueben
nuevos aeroplanos. El último capítulo del libro se titula «Estoy muerto» y
consiste en un obituario que escribió el propio Collins. No tengo la intención
de que esto sea ningún comentario sobre los métodos editoriales del siglo xx,
los groseros y llamativos esquemas de la edición moderna para cuyo
beneficio, mediante una casualidad casi increíble, Collins escribió el
documento, respondiendo al desafío, creo que en broma, de un amigo, y
obedeciendo creo que en broma, puesto que el libro afirma que el picado que
lo mató era el último de una serie en el último aeroplano que tenía la
intención de probar, habiendo amasado quizá unos ingresos mediante su
escritura: pero esto debería haber sido un documento privado, mostrado en
privado por el amigo a quien se lo dejó. Lamentas leer esto en un libro. No
debería haber sido incluido. Debería haber sido citado, como mucho, citado
no como el documento que es, sino por una figura que contiene, la única
figura o frase en el libro que repentinamente cautiva la mente con el fino
choque de la poesía:
El frío pero vibrante fuselaje
fue la última cosa que sintió mi
caliente y viva carne.

Pero aún hay otra razón por la que no debería haber sido incluido. Porque
esta vez se sobrescribió a sí mismo, la única vez en el libro. Porque, aunque
debió de haberlo empezado en broma, no continúo, puesto que ningún
hombre bromea ante sí mismo acerca de su propia muerte. Así que esta vez
sobrescribió. Pero supongo que esto también debe perdonársele, puesto que
aunque un hombre deje de ser sentimental acerca del amor probablemente el
día que descubra que ambos, tanto él como su primer amor, no sólo pueden
desear e incluso tener a otro sino que lo hacen, él nunca conocerá ese día en
el que ya no sea sentimental acerca de su propio fallecimiento.
Pero esto no es lo que tengo contra el libro. Lo que tengo no es lo que yo
esperaba. Esperaba encontrar una especie de embrión, un precursor aún
informe o un síntoma de la velocidad, de la alta velocidad de hoy que creo
está mucho más cerca del final de los límites de los que eran capaces los seres
humanos y los materiales cuando el hombre extrajo hierro por primera vez,
que del comienzo de esos límites tal como estaban hace diez o doce años
cuando el hombre empezó a ir realmente rápido. No de los límites para las
máquinas, sino de los hombres que las pilotan: el límite en el que los vasos
sanguíneos revienten y las entrañas se rompan al hacer cualquier clase de giro
que te mantenga en el mismo condado, por no hablar de la percepción de la
distancia y de la profundidad, incluso cuando inventen o descubran alguna
manera de alterar más la ley de la ratio entre velocidad máxima y velocidad
de aterrizaje que no sea mediante alerones en las alas, de modo que todos los
vuelos no tengan que parar y empezar desde uno de los Grandes Lagos.
Incluso los pilotos de precisión de hoy deben tener una coordinación y
percepción de la profundidad absolutamente perfectas, así que quizás, siendo
perfectas, éstas funcionarán a cualquier velocidad hasta el infinito. Pero aún
tendrán que hacer algo acerca de sus vasos sanguíneos y sus entrañas. Quizá
se las ingenien para crear un tipo de especie o de raza, como solían crear y
criar razas de cantantes y eunucos, como el Agello de Mussolini, que vuela a
más de cuatrocientas millas por hora. No serán ni bueyes de establo ni gallos
de pelea, sino capones: niños seleccionados de cada generación por medio de
reglas o incluso mediante máquinas y enclaustrados y en cierto sentido
emasculados y entrenados para conducir los vehículos en los que el resto de
nosotros nos lanzaremos de un sitio a otro. Tendrán que ser cogidos en la
infancia porque el piloto de precisión de hoy en día empieza a entrenar en la
adolescencia y sigue durante los treinta. Esto sería una especie y en su
momento una raza y en su momento producirían un folklore. Pero
probablemente para entonces el resto de nosotros no pueda descifrarlo, quizá
ni siquiera oírlo puesto que ya tenemos objetos que pueden superar su propio
sonido y así sus propios cantantes viajarían en lo que para nosotros sería un
vacío a prueba de sonido.
Pero no era este folklore en el que estaba pensando. Ése tardará años en
producirse. Había pensado en ése que podría existir incluso ahora y del que
había esperado que este libro fuese el síntoma, el primer precursor titubeante.
No sería un folklore de la edad de la velocidad ni de los hombres que la
llevan a cabo, sino de la propia velocidad, sin estar poblada por nada
humano, ni siquiera mortal, sino por las propias inteligentes intencionadas
máquinas que no transportan nada que haya nacido o tenga que morir o que
tan siquiera sufra dolor, moviéndose sin propósito comprensible hacia ningún
destino discernible, que produce una literatura inocente de amor y de odio y
por supuesto de piedad o de terror, y que sería la historia de la desaparición
final de la vida sobre la tierra. Yo los observaría, a los pequeños débiles
mortales, desvaneciéndose contra un vasto y atemporal vacío rellenado con el
sonido de increíbles máquinas, en el que furiosos meteoros se mueven en
ningún medio lanzado a ninguna parte, sin detenerse ni languidecer,
destruyéndose para siempre unos a otros, renovándose para siempre sin ni
siquiera amor ni copulación.
[El texto originalmente publicado de la reseña de Faulkner de
Piloto de pruebas, de Jimmy Collinsy en American Mercury,
noviembre de 1935. Posteriormente se encontró el mecanoscrito de
Faulkner. Había sido muy editado: se habían omitido casi trescientas
palabras y se había añadido un título, «Folklore del aire». El texto
mecanoscrito fue publicado en el Mississippi Quarterly, verano de
1980. Ese texto es el aquí reproducido.]
Reseña de El viejo y el mar de Ernest
Hemingway

LO mejor que ha hecho. El tiempo ha de mostrar que ésta es la mejor


composición de cualquiera de nosotros, quiero decir de sus y de mis
contemporáneos. Esta vez, él descubrió a Dios, a un Creador. Hasta ahora,
sus hombres y mujeres se habían hecho a sí mismos, dado forma a sí mismos
a partir de su propio barro; sus victorias y sus derrotas eran a manos de unos
a otros, sólo para probarse a sí mismos o los unos a los otros lo duros que
podían ser. Pero esta vez, él escribió acerca de la piedad: acerca de algo en
alguna parte que los hizo a todos ellos: el viejo que tenía que capturar al pez
y perderlo, el pez que tenía que ser capturado y después perdido, los
tiburones que tenían que robar al viejo su pez; los hizo a todos y los amó a
todos y se apiadó de todos. Está bien. Alabado sea Dios por lo que sea que
hizo y por amar y compadecerse de Hemingway y de mí evitando que lo
retocase.
Shenandoah, III (otoño de 1952)
V. CARTAS PÚBLICAS
Al Times-Item de Nueva Orleans[114]
[Times-Item de Nueva Orleans, 4 de abril de 1925]

¿Qué problema hay con el matrimonio?» No creo que haya ningún


problema con el matrimonio. El problema reside en las partes implicadas. El
hombre invariablemente obtiene infelicidad cuando se involucra en algo con
el único propósito de obtener algo. Coger lo que tiene a mano y hacer de ello
lo que su corazón desee, ésa es la cosa. Los hombres y las mujeres olvidan
que cuanto mejor es la comida, más rápida es la indigestión.
Dos hombres o dos mujeres —que formen una asociación— siempre
recuerdan que el otro tiene debilidades y, al tener en cuenta la falibilidad del
género humano, obtienen éxito y felicidad. Pero muchos hombres y muchas
mujeres cuando se casan parecen ignorar el hecho de que ambos deben tener
claramente en mente lo que desean crear, obtener y alcanzar, y entonces
trabajar juntos y con tolerancia mutua para ello.
Ninguno de nosotros creerá que nuestras penas siempre son ocasionadas
por nosotros mismos. Todos creemos que el mundo nos debe felicidad; y
cuando no la tenemos, le echamos la culpa de ello a esa persona más cercana
a nosotros. El primer frenesí de pasión, de intimidad de cuerpo y de mente,
nunca es amor. Eso es sólo el oleaje a través del que tenemos que ir para
alcanzar el mar en calma del amor, de la paz y de la satisfacción reales. Las
grandes olas pueden ser divertidas, pero con grandes olas no puedes navegar
con seguridad hacia el interior del puerto. Y sin duda la gente casada quiere
llegar junta a algún puerto —algún refugio desde el que otear hacía atrás los
años dorados cuando la tolerancia mutua haya eliminado algunos lugares
escabrosos y el tiempo haya borrado el resto—.
Con que la gente recordase que la pasión es un fuego que se agota a sí
mismo, pero que el amor es un combustible que alimenta su fuego inmortal,
no habría matrimonios infelices.
No hay nada malo respecto al matrimonio. Si lo hubiera, el hombre habría
inventado algo distinto que ocupase su lugar.
Al editor de libros del Chicago
Tribune[115]
[Chicago Tribune, 16 de julio de 1927]

Es una pregunta difícil. Puedo nombrar a la ligera muchos libros que debería
gustarme haber escrito, con tal de que se me concediese el privilegio de
reescribir partes de ellos. Pero me atrevo a decir que hoy hay cierto número
de ángeles en el cielo (particularmente recientes llegadas americanas) que
miran hacia abajo sobre el mundo y meditan con cierto pesar acerca de lo
mucho más limpio que habrían hecho el trabajo que, con el perfecto calor de
su furia creativa, hizo el Señor.
Creo que el libro que incluiría sin reservas en la lista pensando «Desearía
haber escrito eso» es Moby Dick. Su simplicidad como griega: un hombre de
carácter enérgico conducido por su sombría naturaleza y su funesta herencia,
empeñado en su propia destrucción y arrastrando a su mundo inmediato con
él con un despótico y completo desprecio por ellos en tanto que individuos; el
certero punto en el que las distintas naturalezas capturadas en la fatalidad de
su ciego curso (y pasivas como con un conocimiento previo de su inalterable
condena) son arrastradas —una especie de Gólgota del corazón se vuelve
inmutable como el bronce en la sonoridad de su profunda ruina—; todo
contra el grave y trágico ritmo de la tierra en su fase más atemporal: el mar.
Y el símbolo de su condena: una Ballena Blanca. Hay una muerte para un
hombre, ahora; nada que ver con tu paciente pasto para pequeñas bestias que
pacen que ni siquiera pueden verse directamente con los ojos. Hay magia en
la propia palabra.
Una Ballena Blanca. Blanca es una gran palabra, como el estrépito de una
masa de trompetas; y el mismo leviatán tiene una especie de plácida y torpe
majestad en su nombre. ¡¡¡Y ahora júntalas!!! Una muerte para Aquiles, y las
divinas sacerdotisas de Patmos que lleven luto por él, que more la blanca y
pura tristeza en sus dorados cabellos.
Y aun así, cuando recuerdo a Moll Flanders[116] y toda su abundante y
rica fecundidad como un mercado donde todo lo que había sobrevivido hasta
esa época debía esperar y pasar, o cuando rememoro Cuando éramos muy
jóvenes,[117] puedo desear sin ningún esfuerzo en absoluto que se me
hubiese ocurrido eso antes que al señor Milne.
William Faulkner
Al editor del Memphis Commercial
Appeal[118]
[ Memphis Commercial Appeal, 15 de febrero de 1931]

Sobre la cuestión de la carta de W. H. James a propósito del linchamiento en


el Commercial Appeal del 2 de febrero.
La historia no ofrece ningún registro de linchamientos previos a los días
de la reconstrucción por muchas razones.
Los propietarios de esclavos y los esclavos de la época previa a la Guerra
Civil, a partir de cuyas relaciones tuvieron lugar, o pudieron tener lugar, los
linchamientos, no eran demasiado representativos, del mismo modo que los
sicilianos expatriados y las mujeres que compraban en las tiendas de
Chicago, a partir de cuya coincidencia accidental tuvo lugar el asesinato de
inocentes transeúntes (o mirones), tampoco son representativos de los
emigrantes europeos o de las mujeres y los niños americanos, o de los
General Cooks y los George Rogers Clarks que hicieron posible Chicago.
Segundo, no había ninguna necesidad de linchamientos hasta después de
los días de la reconstrucción.[119]
Tercero, la gente de raza negra que resulta linchada no es representativa
de la raza negra, exactamente igual que quienes los linchan no representan a
la raza blanca.
Ningún hombre equilibrado puede, creo, profesar creencia moral alguna a
favor del linchamiento. Pero, desde que nos dispusimos a guiar
completamente nuestro propio destino, en América hemos visto errores de
justicia elemental en todas partes. Como todas las nuevas tierras, todavía
inconscientes de nuestras propias fuerzas, hemos sido presa de los
oportunistas y de los demagogos; de hombres cuyo único derecho para
gobernarnos era que no tenían una camisa limpia que ponerse. ¿Así que
resulta extraño que a veces nos tomemos violentamente de nuevo por nuestra
mano esa justicia que vimos descarriarse en las torpes manos en las que
voluntariamente la pusimos? No digo que no cometamos torpezas con nuestra
justicia «casera». Lo hacemos. Pero quien ha sido víctima de nuestra torpeza
también fue torpe. Todavía tengo que oír, fuera de una novela o de un relato,
que algún hombre de cualquier color y con un historial irreprochable haya
sufrido violencia a manos de hombres que le conociesen.
Se me dirá que el estándar para un hombre negro es más estricto que para
un hombre blanco. Esto es obvio. Insistir en esto es cuestionar y condenar el
humano deseo que alberga cualquier hombre, blanco o negro, de
aprovecharse de lo que la circunstancia, no él mismo, ha hecho por él. El
hombre negro fuerte (mental o físicamente) que se aprovecha del débil; no
sólo no resulta censurado, está protegido por la ley, puesto (y el hombre
blanco lo mismo) que la ley ha establecido que los diversos factores
materiales elementales que forman una comunidad tienen valor sólo cuando
están a cargo de alguno, independientemente del color y el tamaño y la
religión, que pueda protegerlos.
Realizar un linchamiento requiere cierta dosis de sentimentalismo, un
escape de los monótonos sucesos del día a día. Fijémonos en los crímenes en
compensación de los cuales tienen lugar los linchamientos. Sacralidad de la
feminidad, lo llamamos. No una cosa, sino una reacción: algo tan violento y
tan nebuloso que ni siquiera puede ser determinado por ninguna palabra
legal, puesto que las palabras legales fueron todas inventadas en tierras y por
gentes que tuvieron tiempo para dejar atrás (o que no se podían permitir)
nuestra americana susceptibilidad hacia la resonancia vocal.
El linchamiento es un rasgo americano, característico. Es una desgracia
para el hombre negro que lo sufra, igual que es una desgracia para él el sufrir
los siguientes ejemplos de sentimentalismo por parte de la gente blanca.
Pongamos que James acude a su recaudador de impuestos, que le dirá (su
condado es bastante representativo de Mississippi Hill Country[120] en tanto
que distinto del delta) que hay más tierra vendida debido a los impuestos de
propietarios blancos que de propietarios de color, aunque la lista de morosos
sea la misma. Debe de haber una razón para esto, una razón del hombre
blanco: como, por ejemplo, se comprobará que el hombre de color nunca
había tenido escrituras de la tierra, al haber usado, como hacen, dos o incluso
tres nombres distintos para hacer negocios o pedir dinero prestado a las
asociaciones de préstamo del gobierno, y haber usado así la tierra libre de
impuestos durante un año y haber recogido la cosecha y haberse marchado.
Así: Joe Johnson acuerda con un hombre blanco y un banco comprar una
cantidad de tierra. Él está a punto de conseguir una buena cosecha; es alguien
que trabaja duro; quizá lleva la herrería del vecindario; está saliendo adelante.
Entonces un día el cajero del banco y la secretaria de préstamo agrícola
comparan notas y descubren que a cierto John Jones se le han prestado
setecientos dólares sobre una tierra de idéntica descripción a esa
temporalmente propiedad de un tal Joe Jones. No hay nada que hacer. Joe
Johnson, o John Jones, engañó a dos hombres blancos. «Oh, bien», dicen los
hombres blancos, el cajero y la secretaria, «Es un buen hombre. Podrá
arreglárselas». Y no sólo podrá y se las arreglará, sino que quizá consiga una
buena cosecha con trabajo duro. Pero primero ha cometido un grave delito en
persona y otro por poderes al permitir transigir con ello a uno de esa
inconsciente raza que sostiene con la Biblia que la justicia es una cuestión de
retribución violenta e inmediata sobre la persona del pecador: un sentimental.
Hay un hombre de color, un amigo que me ha ayudado cuando lo
necesitaba y al que he ayudado cuando él lo necesitaba, que ha comido de mi
pan y que entre él y yo el burdo balance material de trabajo y recompensa
hace mucho que desapareció de nuestro alcance, para ser quizá totalizado y
pasado a un recibo en algún lugar mejor, espera él, que de vez en cuando me
habla de su hermano. El hermano fue a Detroit hace unos años, donde, me
escribe, «no ha dado palo al agua en quince años, porque la gente blanca de
allí arriba le da comida. Todo lo que tiene que hacer es ponerse en una cola
en un lugar determinado en un día determinado, y recibe la comida o su
equivalente en un impreso, que vende a inmigrantes espaguetis y
centroeuropeos que todavía no han aprendido a hablar el suficiente inglés
para ahorrarse el beneficio que saca el intermediario».
En Europa no linchan a la gente. Pero pensemos en un hombre que viva
quince años sin hacer nada en absoluto, digamos en Francia o en Italia. Salvo
en América eso no podría pasar en ningún lugar bajo el sol.
James habla de «tan humilde y sumiso como…». Dejemos que él piense
acerca de esto. Humildad y sumisión normalmente son la parte de la persona
débil que está esperando aprovecharse, sin importar el color. Humildad y
sumisión son una parte falsa del bagaje social de un hombre negro o blanco.
No las necesita. Y el hombre negro que es considerado un número valioso en
la fábrica social (dueños de una propiedad, comerciantes; cualquiera que haga
un trabajo justo y reciba un salario justo al cabo del día y lo emplee en la
comodidad de su vida presente y en la seguridad de su vejez) no tiene motivo
para asumir la humildad. Y no lo hace. De hecho, hay cierta clase de gente de
color que comercia con la humildad exactamente igual que hay cierta clase de
gente que comercia con otras debilidades y vicios del hombre; únicamente
sucede que el hombre negro está más en forma para comerciar con la
humildad, como el irlandés lo está para la política.
James nos recuerda que la historia no registra ningún linchamiento previo
a los días de la reconstrucción. Tampoco la historia registra ninguna peculiar
ni reseñable expulsión, ni estancia temporal, de yanquis en el Sur hasta ese
período. Particularmente los de Nueva Inglaterra, que hacía algún tiempo que
empezaron a practicar la costumbre de ahorcar a la gente cuya conducta no
aprobaban. He vivido en Mississippi los treinta años que tengo, pero la
mayoría de los linchamiento[s] de los que he tenido noticia han ocurrido en
periódicos de fuera; véase los tres que leí en periódicos franceses en París
durante un período de nueve semanas, uno de los cuales sucedió en Oregón,
D. C., Washington, el segundo en Halma, Alabama, D. C., América, y el
tercero en un lugar llamado NveZique. Tenían fotografías, llamas y todo, y
los hombres allí, mirando a la cámara. La mayoría de ellos llevaba batas de
abrigo, y un hombre próximo al frente tenía zapatos de madera.
No tengo nada a favor de los linchamientos. Ningún hombre equilibrado
negará que la violencia de las multitudes no sirve para nada, del mismo modo
que negará que mucha de nuestra jurisprudencia natural y lógica tampoco
sirve para nada. Únicamente sucede que nosotros —miembros de la multitud
y acosados por la multitud— vivimos en esta época. Nos las arreglaremos, y
moriremos en nuestras camas, aquellos de nosotros que se lo merezcan y sean
afortunados. Por supuesto, con la población que hay, algunos de nosotros no
lo haremos. Algunos morirán ricos, y algunos morirán en nudos cruzados
empapados en gasolina, para hacer un día festivo. Pero hay una cosa curiosa
respecto a las multitudes. Como nuestros jurados, tienen una manera de tener
razón.
William Faulkner Oxford, Miss.
Nota acerca de Hombres en la
oscuridad, de James Hanley[121]

UN condenado buen trabajo. Eso es lenguaje: ni británico ni americano ni


sudafricano, ni de Ebury Street ni de Chicago: simplemente lenguaje. Es casi
como un ciclón bien limpio o una dosis de sales, puesto que la mayoría de
libros hoy en día suenan como si estuvieran escritos o por mariposones o por
garañones.
Nota y carta para uso promocional a
Clifton Cuthbert[122]
[William Faulkner: The Cari Petersen
Collection, Berkeley, 1991]

«Acabo de terminar su libro», escribe William Faulkner a Clifton Cuthbert,


autor de JOY STREET, recién publicada por William Godwin. «Odiaba tener
que dejarlo incluso para dormir. No me habría creído (salvo por esa
inequívoca cualidad de frescura) que éste fuese un primer libro, sabe qué
contar y qué no contar, es uno de los mejores primeros libros que he leído.»
[nota]
[Cubierta de Trueno sin lluvia, Nueva York, 1933]

«La historia es muy emocionante; odiaba tener que dejarlo incluso para
dormir. No me habría creído (salvo por esa inequívoca cualidad de frescura)
que fuese un primer libro. En realidad, como corresponde al oficio, sabe qué
contar y qué no contar, es uno de los mejores primeros libros que he leído.»
William Faulkner
Anuncio clasificado en el Memphis
Commercial Appeal[123]

NO me haré responsable de ninguna deuda contraída o facturas hechas, o


recibos o cheques firmados por la señora de William Faulkner o por la señora
Estelle Oldham Faulkner.
William Faulkner
Al presidente de la Liga de Escritores
Americanos

[Writers Take Sides: Letters about the War in Spain from 418 American
Authors, Nueva York, 1938]

Con la máxima sinceridad deseo dejar constancia pública de que me


opongo irrevocablemente a Franco y al fascismo, a todas las violaciones del
gobierno legal y a los ultrajes contra el pueblo de la España Republicana.
William Faulkner
Al editor del Memphis Commercial
Appeal
[Memphis Commercial Appeal, 12 de julio de 1941]

Leo en los periódicos que el Comandante General del Segundo Ejército ha


considerado apropiado sancionar a una unidad bajo su mando por causa de:
véase gritar «yu-ju» a golfistas y a damas en pantalones cortos. Desde
entonces, ha sido reprochado por todo civil, militar y personal experto
sediento de sangre que ha superado la edad de reclutamiento dentro y fuera
del Congreso.
Estoy de acuerdo con ellos, estando a salvo del reclutamiento, también, y
aunque todavía no en el Congreso, sin embargo también lo suficientemente
sanguinario como para estarlo. El castigo no guarda ninguna proporción con
la ofensa. El hombre que grite «yu-ju» a una dama en pantalones cortos no le
va a hacer ningún daño, en pantalones o en cualquier otra cosa ni siquiera
fuera de ellos; tampoco, a menos que su actitud cambiase considerablemente,
hará ningún daño a nadie más.
El sancionar a un hombre así no es asunto del comandante del ejército.
Debería haberse delegado al personal adecuado de la comandancia. No sé
cuál es su título, pero con seguridad que la nación que hace que sus generales
se ocupen de cuestiones menores de disciplina, que les ha endosado a sus
tropas de reemplazo la designación de «selectas» con su terminación
femenina, no se habrá equivocado conforme se incremente el grado y el
rango. Los cabos, por supuesto, pueden ser azafatas, los sargentos pueden ser
madres voluntarias en casa, los sargentos mayores pueden ser matronas, si
están casados; ayudantes de matrona en caso contrario; los sargentos mayores
de regimiento pueden ser incluso la señora del presidente si lo desean. De
aquí en adelante, dentro del rango de los oficiales, se correrá un tupido velo,
puesto que ningún periódico va a imprimir lo que una dama puede llamar a
otra.
El Arkansas Legión Weekly ha invocado los nombres del Capitán Flagg y
de la dama de Armentières. También estoy de acuerdo con eso. Ciertamente
me gustaría oír lo que Flagg o Mademoiselle llamarían a un hombre de caqui
que gritase «yu-ju» a una chica en pantalones cortos.
El general Lear se equivocó, indudablemente. Debería ser reprendido por
todo experto naval y del ejército que alguna vez haya comprado o mendigado
u obtenido un voto. Su sistema (enseñar a las tropas que son soldados y no
comediantes de pueblo en viaje de placer) está desfasado desde hace
veinticinco años, nos retrotrae hasta el 17 y en el 18, cuando no sólo no
consiguieron enseñar a los soldados americanos que posiblemente podrían
perder batallas, sino que ni siquiera les enseñaron a reconocer una palabra
como «retirada estratégica». Incidentalmente, me pregunto cuántos de los
hombres de esa unidad se quejaron, más allá del normal y natural refunfuñar
que es el derecho y el privilegio inalienable de todo soldado y que sus
oficiales, justo hasta el comandante general, el mismo Lear, defenderían hasta
la muerte —no, más allá de la muerte: hasta el consejo de guerra—.
William Faulkner Oxford, Miss.
«Se llamaba Pete»
[Oxford Eagle, 15 de agosto de 1946]

Se llamaba Pete. Era sólo un perro, un pointer de quince meses, todavía casi
un cachorro aunque había pasado una temporada de caza aprendiendo a ser el
perro que habría sido en otras dos o tres si hubiese vivido hasta entonces.
Pero era sólo un perro. Esperaba poco del mundo al que vino sin pasado y
tampoco sin nada de inmortalidad: —comida (no le importaba qué o cuán
poca con tal de que le fuese dada con afecto —el toque de una mano, una voz
que conocía aunque no pudiese comprender y contestar a las palabras que
decía); la tierra sobre la que correr; aire que respirar, sol y lluvia en sus
estaciones y el tipo de codorniz que era su herencia mucho antes de que
conociese la tierra y sintiese el sol, cuyo olor ya conocía por su incondicional
y fiel ancestro antes de que él mismo lo hubiese olfateado. Eso era todo lo
que quería. Pero eso habría sido suficiente para llenar los ocho o diez o doce
años de su vida natural porque doce años no son tantos y no cuesta mucho
llenarlos.
Aunque doce años son pocos, normalmente él debería haber sobrevivido a
cuatro del tipo de automóviles que lo mataron —coches capaces de subir
colinas demasiado rápido como para evitar a un perro pointer grande—. Pero
Pete no sobrevivió al primero de sus cuatro. No lo estaba persiguiendo; había
aprendido a no hacerlo antes de que se le permitiera estar por la carretera.
Estaba parado en la carretera esperando a su pequeña dueña a caballo para
recogerla, y escoltarla con seguridad hasta casa. No debería haber estado en
la carretera. No pagaba impuestos de circulación, no tenía carnet de conducir,
no votaba. Quizá su problema fue que el automóvil que vivía en el mismo
jardín que él tenía un claxon y unos frenos y él pensó que todos los tenían.
Decir que no vio el coche porque el coche estaba entre él y el sol del final de
la tarde es una mala excusa porque ello introduce la cuestión de la visión y
ciertamente nadie incapaz de ver con el sol a su espalda a un perro pointer
grande en una autopista recta de dos carriles pensaría de ninguna manera en
permitirse a sí mismo conducir, no digamos uno sin claxon o frenos, porque
la próxima vez Pete podría ser un niño humano y matar niños humanos con
automóviles va contra la ley.
No, el conductor tenía prisa: ésa fue la razón. Quizá todavía le quedaban
muchas millas y ya llegaba tarde a cenar. Por eso no tuvo tiempo de aminorar
o parar o rodear a Pete. Y puesto que no tenía tiempo para eso, naturalmente
no tuvo tiempo para parar después; además Pete era sólo un roto perro tirado
que lloraba en una cuneta junto a la carretera y en cualquier caso el coche ya
lo había sobrepasado y el sol estaba ahora a la espalda de Pete, de modo que
¿cómo se esperaba que el conductor oyese su llanto?
Pero Pete lo ha perdonado. En su año y cuarto de vida nunca obtuvo de
los seres humanos nada que no fuese bondad; con mucho gusto habría dado
los otros seis u ocho o diez que le quedaban antes que hacer que uno llegase
tarde a cenar.
Inscripción en el monumento a los
muertos del condado de Lafayette en la
Segunda Guerra Mundial[124]

ÁFRICA ALASKA ASIA


EUROPA EL PACÍFICO
7 DIC., 1941 2 SEPT., 1945
ELLOS MANTUVIERON NO LA SUYA,
SINO LA LIBERTAD DE TODOS LOS HOMBRES,
MUY LEJOS DE CASA
HASTA ESTE ÚLTIMO SACRIFICIO
Al editor del Oxford Eagle
[Oxford Eagle, 13 de marzo de 1947]

Bravo por su texto acerca de la preservación del palacio de justicia. Aunque


me temo que su causa ya está perdida. Ya nos hemos deshecho de los árboles
que daban sombra que una vez circundaron el jardín del palacio de justicia y
limitaban el propio barrio, junto a las galerías del segundo piso que una vez
formaron toldos para la acera; ahora todo lo que hemos dejado para distinguir
un viejo pueblo del sur de cualquiera de los diez mil pueblos construidos ayer
desde Kansas a California es el monumento Confederado, el palacio de
justicia y la cárcel. Demolámoslo también y levantemos algo cubierto de
neón y altavoces de radio.
Su causa está condenada. Seguirán el camino de la vieja iglesia
Cumberland. Estaba aquí en 1861; en 1865 era el único edificio en el barrio o
cerca del barrio todavía en pie. Era más dura que la guerra, más dura que el
brigadier yanqui Chalmers y su artillería y sus zapadores con dinamita y
palancas y barriles de queroseno. Pero no fue más dura que el sonido del
timbre de una caja registradora. Tuvo que irse —obliterada, eliminada, sin
dejar rastro— para que un pulpo desparramado que cubre el país desde
Portland, Maine, hasta Oregón pueda despachar montones de gangas
rebajadas, bananas y papel higiénico.
A esto lo llaman progreso. Pero no dicen adonde está yendo; también hay
algunos de nosotros a los que nos gustaría tener la oportunidad de decir si
queremos o no queremos montar.
William Faulkner
Al editor del Memphis Commercial
Appeal[125]
[Memphis Commercial Appeal, 26 de marzo de 1950]

Todos los nativos de Mississippi se sumarán al elogio del condado de Attala.


Pero junto al orgullo y la esperanza haríamos mejor en sentir también
preocupación y aflicción y vergüenza; aflicción no por los niños muertos,
sino preocupación y aflicción porque lo que hicimos no fue suficiente; en
efecto, sólo fue un poco mejor que nada, no por la justicia, ni siquiera por el
castigo, tal como no se inflige justicia o castigo al perro rabioso o a la
serpiente de cascabel; aflicción y vergüenza porque nos hemos puesto en
evidencia ante la gente forastera que está tan presta a mostrarnos nuestros
fallos y decirnos cómo remediarlos, al haber puesto el mismo precio a
asesinar a tres niños que a atracar tres bancos o robar tres coches.
Y aquellos de nosotros que hemos nacido en Mississippi y hemos vivido
toda nuestra vida en él, que hemos continuado viviendo en él cuarenta y
cincuenta y sesenta años con ciertos costes y sacrificios únicamente porque
amamos Mississippi y sus maneras y sus costumbres y su suelo y su gente;
quienes a causa de ese amor siempre hemos estado listos y deseando defender
nuestras maneras y hábitos y costumbres de los ataques de los forasteros que
creíamos que no los comprendían, también haríamos mejor en temer —temer
que nos hayamos equivocado; que lo que habíamos defendido y amado no
sólo no quería la defensa y el amor, sino que no era digno de una e
indefendible de lo otro—.
Temor que, al menos, cabe esperar que los dos miembros del jurado que
salvaron al asesino no compartan.
Cabe esperar que cualesquiera razones que hayan tenido para salvarle
sean suficientes para que puedan dormir por las noches sin pesadillas acerca
de los diez o quince años o así a partir de ahora cuando el asesino sea puesto
en libertad condicional o perdonado o liberado de nuevo, y por supuesto mate
a otro niño, que se espera —y uno lo dice con aflicción y desesperación—
que al menos esta vez sea de su propio color.
Oxford, Miss.
William Faulkner
Al editor del Memphis Commercial
Appeal
[Memphis Commercial Appeal 9 de abril de 1950]

Acabo de leer la carta de Clayton Steven en su número del domingo, en


respuesta a mi carta acerca del caso Turner.
La postura que adopté y la protesta que hice fue contra cualquier hombre
borracho, no me importa de qué color sea, que mate a tres niños o incluso
sólo a un niño. No me importa de qué color sean o sea.
Me parece que los que inyectaron asuntos raciales en esta tragedia fueron
quienesquiera que permitieron o crearon una situación dispuesta de balde-
gratis-por nada para todos nuestros críticos norteños, la oportunidad de haber
hecho esta misma declaración y protesta, pero con cien veces el salvajismo y
mil veces la injusticia y diez mil veces menos comprensión de nuestros
problemas y nuestra aflicción por nuestros errores —sólo que sucedió que yo,
nativo de nuestra tierra y copartícipe de nuestros errores, estaba en el lugar de
los hechos para decirlo primero—. Esto debería suponer algo de satisfacción
para un sureño.
Oxford, Miss.
William Faulkner
Al editor del Mamphis Commercial
Appeal
[Memphis Commercial Appeal, 30 de abril de 1950]

Acabo de recibir una carta de un ciudadano del condado de Chickasaw,


donde tuvo lugar el asesinato y donde vivían los implicados en él, acerca de
la tragedia del condado Chicksaw-Calhoun en la que se dijo que tres hombres
blancos sacaron arrastras a un granjero negro desarmado de su carro y, en
presencia de su esposa e hijos, le golpearon hasta la muerte con una
herramienta de automóvil, dicho proceso se transfirió por cambio de
jurisdicción al condado de Calhoun, donde los demandados fueron declarados
no-culpables sobre la base de su auto-defensa.
La carta no está firmada.
Creo que comprendo por qué: aquellos a los que, incluso en proporción
de tres contra uno, se les rebajó la condena a tal extremo debido a la auto-
preservación, probablemente no vacilen en usar más del mismo tipo de auto-
defensa contra cualquier crítico de su comportamiento.
Así que en esta ocasión no citaré el cuerpo de la carta. No hay necesidad
de ello, puesto que los abogados de los hombres implícitamente ya han hecho
lo mismo al conseguir un cambio de jurisdicción respecto al condado y a la
gente que conocía mejor a sus clientes.
Pero citaré esto:
«La gente (del condado de Chickasaw) conocía a Malcolm Wright.
El hombre cuyo lugar alquiló este negro había acordado que el
lugar debía ser para él en el caso de que el propietario muriese
primero; esto es, la pequeña granja que Wright había trabajado
durante años iba a ser suya según establecía esa voluntad.
Mi pequeña asistenta de color, una joven mujer casada, dijo
“Mamá siempre nos decía de pequeños que si nos manteníamos en
nuestro lugar y lo hacíamos bien, nunca nos haría daño nada. Pero
Malcolm Wright se mantuvo en su lugar y siempre intentó hacerlo
bien”».

Ésta es la parte importante, no sólo trágico sino aterrador. Todo lo que


tiene el negro, lo tiene de nosotros, la gente blanca. Esto es, sus formas y sus
hábitos son nuestras formas y nuestros hábitos, porque tuvo que aprender e
imitar nuestras formas y nuestros hábitos con el fin de vivir entre nosotros.
Le enseñamos a hablar un lenguaje, y a leerlo, a comer y a pensar como
nosotros comemos y pensamos, a vestir las mismas ropas, a querer los
mismos automóviles, los mismos placeres, a cultivar la misma tierra con los
mismos métodos para plantar el mismo algodón y el mismo maíz; incluso
inventamos y le enseñamos su religión y sus vicios; el casero y primitivo
culto, el whisky de malta y los dados.
Y ahora parece que le estamos ofreciendo un curso de postgrado. Y si
esto —no sólo el asesinato de niños pequeños en sus camas por la noche, o el
arrastrar a padres desarmados fuera de los carros en carreteras públicas y
golpearlos hasta la muerte con barras de hierro mientras sus mujeres y sus
niños observan, sino la semilla, la herencia de desesperación y odio en la
sangre de sus familiares y descendientes— es lo que hemos preparado para
enseñarles ahora, entonces, damas y caballeros, mejor será que nos
asustemos.
Algunos de nosotros ya lo estamos —miedo y aflicción, ambos—. Pero
hasta el punto de que todo lo que algunos de nosotros nos atrevemos o
podemos hacer es alzar anónimas voces como la de arriba: a qué trágico paso
ha llegado este país, esta tierra, América, fundada por gente oprimida para
que fuese para siempre un refugio donde ningún hombre oprimiese a otro,
que hace nada tomó parte en una sangrienta guerra siguiendo el principio de
que debía ser segura y estar asegurada la vida y la libertad de todos los
hombres, masones, metodistas, judíos, republicanos, ateos, vegetarianos o
swedenborgianos: —a qué trágico paso, cuando esa circunstancia no sólo es
condonada sino incluso sustentada y perpetuada así según precedente, por lo
que sea que la sustente y perpetúe según precedente, por la razón que sea —
ignorancia o intolerancia o —la más baja de todas— el uso de la ignorancia y
de la intolerancia para promocionarse o para hacer dinero, en el que un
ciudadano no osa levantar su voz contra el ultraje y la injusticia por miedo al
martirio.
William Faulkner
Al secretario de la Academia
Americana de las Artes y las Letras
[Proceedings of the American Academy of Arts and Letters and the National
Institut of Arts and Letters, serie segunda, 1951]

Acuso recibo de la medalla, también de la transcripción del señor MacLeish.


Realmente está muy bien tener estas evidencias concretas —el oro y la voz—
del considerado juicio de los iguales de uno. Un hombre trabaja por un
conjunto de cosas bastante simple —limitado—: dinero, mujeres, gloria;
todas buenas de obtener, pero la mejor es la gloria, y la mejor gloria procede
de sus iguales, como el soldado que obtiene buenas opiniones no del hombre
sino de otros soldados, ellos mismos expertos en eso, que también son
valientes.
Sin embargo aún me parece imposible evaluar la obra de un hombre.
Nunca ninguna de las mías me satisfizo completamente, cada vez que escribía
la última palabra pensaba: si pudiera rehacerlo, lo haría mejor, quizá incluso
bien. Pero estaba demasiado ocupado; siempre había otra más. Me decía a mí
mismo: quizá soy demasiado joven o estoy demasiado ocupado para decidir;
cuando llegue a los cincuenta, seré capaz de decidir lo bueno que era o no
era. Entonces un día tuve cincuenta y miré atrás, y decidí que todo estaba
bastante bien —y entonces en ese mismo instante me di cuenta de que eso era
lo peor de todo puesto que eso sólo significaba que ahora estaba un poco más
cerca el momento, el instante, la noche: la oscuridad: el sueño: en el que
sepultaría para siempre todo aquello por lo que me angustié y sudé, y que no
me preocuparía nunca más—.
William Faulkner Oxford, Miss. 12 de junio de 1950
«A los votantes de Oxford»
Corrección al impreso de declaración de los
ciudadanos particulares H. E. Finger, Jr., John
K. Johnson y Frank Moody Purser
[Pliego distribuido en Oxford en torno
al 1 de septiembre de 1950]

1. «La cerveza fue rechazada mediante votación en 1944 por ser


desagradable.»
La cerveza fue rechazada mediante votación en 1944 porque demasiados
votantes que bebían cerveza o que no tenían ninguna objeción respecto a que
otra gente la bebiese estaban ausentes en Europa y Asia defendiendo el
Oxford donde los votantes que prefirieron el hogar a la guerra pudieron votar
sobre la cerveza en 1944.
2. « Una botella de cerveza del cuatro por ciento contiene dos veces más
alcohol que un chupito[126] de whisky.»
Una botella de doce onzas de cerveza del cuatro por ciento contiene el
cuarenta y ocho por ciento de una onza de alcohol. Un chupito tiene una
capacidad de una onza y media (véase el diccionario). El whisky varía entre
el treinta y el cuarenta y cinco por ciento de alcohol. Un chupito de whisky
del treinta por ciento contiene el cuarenta y cinco por ciento de una onza de
alcohol. Una botella de cerveza del cuatro por ciento no contiene dos veces
más alcohol que un chupito de whisky. A menos que el whisky tenga menos
del treinta y dos por ciento de alcohol, la botella de cerveza ni siquiera
contiene tanto.
3. «El dinero que se gasta en cerveza debería gastarse en comida, ropa y
otros bienes de consumo esenciales.»
Con este precedente, tendremos que convocar otra elección para votar
acerca de si se permitirán en Oxford las floristerías, las exposiciones de
pintura, las tiendas de radios y los suministradores de coches de placer.
4. «Starkville y Water Valley rechazaron la cerveza mediante votación;
¿por qué no Oxford?»
Puesto que Starkville es la sede de Mississippi State, y Mississippi State
venció a la Universidad de Mississippi en fútbol americano, quizá Oxford,
que es la sede de la Universidad de Mississippi, hace bien en tomar a
Starkville como modelo. ¿Pero por qué imitar a Water Valley? Nuestro
equipo del instituto venció al suyo, ¿no?
Vuestro por un Oxford más libre, donde los taberneros puedan ser
respetuosos con la ley seis días a la semana, y los Ministros de Dios puedan
ser Ministros de Dios todos los siete días de la semana, como el Fundador de
su Ministerio les mandó cuando les ordenó apartarse de la política temporal
con sus propias palabras: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es
de Dios.»[127]
William Faulkner Ciudadano particular
Al editor del Oxford Eagle
[Oxford Eagle, 14 de septiembre de 1950]

Advierto que su periódico me sitúa en la lista de los partidarios de la cerveza


legal. Eso me ofende. Soy tan completo enemigo de la libertad y la
ilustración y el progreso como cualquier votante o cualquier abstemio de
Oxford.
Nuestro pueblo ya está superpoblado. Si aquí tuviésemos cerveza legal y
licor que pudiésemos comprar por la mitad de lo que pagamos a los
contrabandistas, por no hablar de los campos de juego —pistas de tenis y
piscinas— y los gimnasios de los institutos y las bibliotecas públicas que
podríamos tener en un plazo de cuatro años con las ganancias y beneficios de
tiendas de cerveza y licor cuyo propietario y explotador fuese el condado,
tendríamos tal afluencia de gente, negocios e industrias con nóminas de
treinta y cuarenta mil dólares, que nosotros, los viejos habitantes, difícilmente
podríamos movernos por las calles; nuestros comerciantes no podrían dormir
por las tardes debido al sonido metálico y al tintineo de las cajas
registradoras, y nosotros, los habitantes más viejos, no podríamos entrar en
las tiendas a leer gratis una revista o a que nos dejasen usar el teléfono.
No; aferrémonos a las viejas formas. Nuestros hijos adolescentes tienen
coches o los tienen sus amigos; siempre pueden conducir hasta Tennessee o
hasta el Condado de Quitman en busca de cerveza o whisky, y nosotros,
ancianos a los que no nos gusta viajar, siempre podemos telefonear para ello,
como siempre hemos hecho. Por supuesto, cuesta dos veces más cuando te lo
traen a tu puerta, y normalmente bebes mucho más que si tuvieras que
levantarte e ir al pueblo a por ello, pero mejor [eso] que romper el largo y
feliz matrimonio entre los votantes abstemios y los vendedores ilegales, a los
que nuestro hermoso Estado proporciona uno de los últimos santuarios y
baluartes.
En realidad, mi esfuerzo en las recientes elecciones sólo estaba
relacionado con la cerveza de un modo secundario. Estaba haciendo una
protesta. Me opongo a cualquiera que haga declaraciones públicas que
cualquier niño de cuarto grado pueda refutar con un lápiz y un papel. Me
opongo más aún a un cura que insulta tanto la inteligencia de su audiencia
como para suponer que puede realizar cualquier afirmación, sin importar su
falsedad, y que por respeto a su hábito, ninguno de ellos intentará o se
atreverá a comprobarlo. Pero por encima de todo —y esos ministros de sectas
que no son autónomos, que tienen sínodos y juntas de obispos, o de otros
organismos con autoridad y control sobre ellos, deberían dedicar algún
pensamiento a esto—, me opongo a los ministros de Dios que violan los
cánones y la ética de su sagrada y santa vocación al usar, sea abiertamente o
bajo cuerda, el peso y el poder de su oficio para influir en unas elecciones
civiles.
William Faulkner Oxford, Miss.

8 de septiembre de 1950
Al editor de Time
[Time, 13 de noviembre de 1950]

Respuesta a Waugh a propósito de Hemingway [Waugh criticó a los


críticos de la nueva novela de Hemingway Al otro lado del río y entre los
árboles][128] en el Time del 30 de octubre:
Bien por el señor Waugh. Me gustaría haber dicho esto yo mismo, por
supuesto no lo de Waugh sino el equivalente de Faulkner. Una razón por la
que no lo hice es que el hombre que escribió algunos de los textos de
Hombres sin mujeres[129] y Fiesta17 y algo del material sobre África (y algo
—la mayoría— de todo lo demás respecto a esta cuestión) no necesita
defensa, porque los que le lanzan con cerbatana trozitos de papel mojados
con saliva no escribieron los textos de Hombres sin mujeres y Fiesta y los
textos sobre África y el resto, y los que no escribieron Hombres sin mujeres y
Fiesta y los textos sobre África y el resto no tienen nada sobre lo que
sostenerse mientras lanzan trozitos de papel.
Tampoco el señor Waugh necesita esto de mí. Pero espero que me acepte
en su bando.
Oxford, Miss.
William Faulkner
Declaración a la prensa sobre el caso
de Willie McGee[130]
[Memphis Commercial Appeal, 27 de marzo de 1951]

No quiero que Willie McGee sea ejecutado, porque eso haría de él un mártir
y crearía un hedor que duraría mucho en mi estado natal.
Si el crimen del que se le acusa no fuese uno que implica fuerza y
violencia, y no creo que eso estuviese demostrado, entonces la pena en este
Estado o en cualquier otro similar no debería ser de muerte.
No tengo nada en común con las representantes del Congreso de los
Derechos Civiles salvo que ambos decimos que queremos que Willie McGee
viva.
Creo que estas mujeres que visitaron Mississippi recientemente están
siendo utilizadas; que como mejor se contribuirá a su causa será con la
ejecución de Willie.
Les dije que si querían salvar a Willie deberían hablar con las mujeres de
la cocina y exponer allí sus argumentos y no con los hombres y los políticos.
Al editor del New York Times
[New York Times, 26 de diciembre de 1954]

esto es acerca del avión de pasajeros italiano que se quedó corto en la pista y
se estrelló en Idlewild después de que fracasase en tres ocasiones a la hora de
tratar de seguir el rumbo que le indicaba el instrumental que le tendría que
haber llevado a la pista.
Está escrito según la idea (o postulado, si se quiere) de que el instrumento
o instrumentos —altímetro junto con indicador de deriva— que fallaron o
habían fallado ya estaban fuera de servicio o equivocados antes del momento
en el que el piloto encomendó a ellos la aeronave irrevocablemente.
Está escrito con aflicción. No sólo por el dolor de los familiares de los
que murieron en el accidente, y por la aerolínea, la compañía pública que, al
vender los billetes, prometió o en todo caso implícitamente ofreció seguridad
en el viaje, sino por la tripulación, por el propio piloto que será culpado por el
accidente y cuyo historial y memoria se verán empañados por ello; que, junto
a sus desprevenidos pasajeros, fue víctima no sólo de los fallidos
instrumentos sino víctima de ese mítico, incuestionable, casi religioso temor
reverencial y veneración hacia los aparatos en el que nuestra cultura nos ha
educado —hacia cualquier aparato, con tal de que sea lo suficientemente
complejo y lo suficientemente críptico y cueste lo suficiente—.
Imagino que incluso después del primer fallo a la hora de mantener el
rumbo, ciertamente después del segundo, su instinto —su impulso, llámese
como se quiera—, después de tanta experiencia, de tantas horas de vuelo, le
diría que algo estaba yendo mal. Y su veteranía como capitán sobre el agua
de un cuatrimotor probablemente le dijo dónde estaba el problema. Pero no se
atrevió a aceptar ese conocimiento y (esto presupone que incluso después del
segundo error aún le quedaba combustible suficiente para llegar a un terreno
donde pudiese ver) actuar en función de él.
Posiblemente en algún momento durante los cuatro intentos de aterrizar,
muy probablemente en alguno de los rápidos segundos finales antes de que
hubiese dirigido irrevocablemente la aeronave —ese compuesto de masa y
peso por velocidad— contra el suelo, su copiloto (o ingeniero de vuelo o
quienquiera más que hubiese en la cabina en ese momento) probablemente le
dijo: «Mira. Estamos mal. Saca los alerones y aumenta la velocidad y
salgamos de aquí como sea». Pero no se atrevió. No se atrevió a desobedecer
y afrontar, incluso arriesgando también su propia vida, nuestro postulado
cultural de la infalibilidad de las máquinas, de los instrumentos, de los
aparatos —un Poder más despiadado aún que el del viejo concepto del Dios
de los Hebreos, puesto que el nuestro ni siquiera es celoso y vengativo, le
traen sin cuidado los individuos—.
No osó cometer ese sacrilegio. Si lo hubiese hecho, no le quedaría nada
salvo abrir la escotilla de la cabina y lanzarse él mismo (un romano) contra
las espadas giratorias de una de las hélices centrales. Lo lamento por él, por
las víctimas de ese momento. Todos nosotros haríamos mejor lamentándonos
por toda la gente perteneciente a una cultura que sostiene que cualquier
mecanismo es superior a cualquier hombre porque el uno, siendo mecánico,
es infalible, mientras que el otro, no siendo nada salvo un hombre, no es
susceptible de fallar sino que está condenado a ello.
William Faulkner Nueva York, de diciembre, 1954
Nota para El final del affaire de Graham
Greene[131]

… para mí una de las más verdaderas y conmovedoras novelas de mi


tiempo, en el lenguaje de cualquiera.
William Faulkner
Al editor del Memphis Commercial
Appeal
[Memphis Commercial Appeal, 20 de febrero de 1955; mecanoscrito]

Acabo de leer con interés la «Carta al editor» del señor Wolstenholme, de


Hohenwald, Tennessee, en su número del domingo 6, en la que se sugiere
que los habitantes negros de los suburbios de Memphis podrían tapar sus
propias ratoneras si no fuesen demasiado indolentes para hacerlo; y que los
grupos blancos que investigan harían mucho mejor en ir al Condado de
Lewis, donde podrían encontrar un montón de gente blanca que se merece su
trabajo.
¿Esto significa que, por cada ratonera que tienen los negros del condado
de Shelby, la gente blanca del condado de Lewis tiene dos? Lo cual no puede
ser correcto, puesto que la gente blanca, al no ser negros, no son indolentes; y
por tanto, por cada ratonera que tenga un negro del condado de Shelby o del
de Lewis, Tennessee, o uno del condado de Lafayette, Mississippi, un
hombre blanco del condado de Shelby o del de Lewis, Tennessee, o uno del
condado de Lafayette, Mississippi, no puede tener ninguna. Y tampoco
tendrán agua, puesto que, por la sencilla razón de que hay más ratas que
gente, hay un punto inevitable e inexorable en el cual el hombre blanco, sin
importar lo poco indolente que sea, va a tener una ratonera. Así que, ¿en qué
punto de la escala de las no-ratoneras de los negros el hombre blanco gana o
en cualquier caso obtiene una? ¿Es la falta de indolencia el doble de falta de
indolencia que la indolencia, dando al hombre blanco dos veces más
ratoneras que al hombre negro, o esto nos lleva al viejo problema insoluble
de física amateur acerca de cuánto es el doble de frío de cero grados?
William Faulkner Oxford, Miss., 20 de febrero de
Al editor del Memphis Commercial
Appeal
[Memphis Commercial Appeal, 20 de marzo de 1955; mecanoscrito]

Nosotros los del Mississippi ya sabemos que nuestras actuales escuelas no


son lo suficientemente buenas. Nuestros hombres y mujeres jóvenes nos lo
demuestran ellos mismos cada año mediante el hecho de que, cuando los
mejores de ellos quieren la mejor educación a la que tienen derecho y para la
que son competentes, no sólo en humanidades sino también en profesiones y
oficios —abogacía y medicina e ingeniería—, deben salir del estado para
obtenerla. Y bastante a menudo, demasiado a menudo, no vuelven.
De modo que nuestras actuales escuelas ni siquiera son lo suficientemente
buenas para la gente blanca; nuestro actual embalse estatal de educación ni
siquiera tiene la calidad lo suficientemente alta para saciar la sed de nuestros
jóvenes hombres y mujeres blancos. En cuyo caso, cómo podría saciar acaso
la sed y la necesidad del negro, que obviamente está más sediento, lo necesita
aún más, si no el Gobierno Federal no habría tenido que aprobar una ley
obligando a Mississippi (entre otros por supuesto) a hacer que le fuese
accesible lo mejor de nuestra educación.
Esto es, nuestras actuales escuelas ni siquiera son lo suficientemente
buenas para la gente blanca. Así que, ¿qué hacemos?, ¿hacerlas lo
suficientemente buenas, mejorarlas lo máximo que sea posible? No. Nos
vamos por las ramas, rastrillamos y raspamos para incrementar impuestos
adicionales para establecer otro sistema que en el mejor de los casos sólo
igualará al que ahora mismo no es lo suficientemente bueno, que por lo tanto
tampoco será lo suficientemente bueno para los negros;
tendremos dos sistemas idénticos, ninguno de los cuales será bueno para
nadie. La cuestión no es cuán estúpida puede volverse la gente porque
aparentemente no hay límite para eso. La cuestión es, ¿cuán estúpidos en
simples dólares y centavos, por no hablar de hombres y mujeres malgastados,
nos podemos permitir ser?
Oxford, Miss.
William Faulkner
Al editor del New York Times
[New York Times, 25 de marzo de 1955]

Me pregunto cuándo aprenderemos que ha llovido mucho desde el día en que


incluso los actos locales de política nacional, por no hablar de aquellos con
implicaciones en el extranjero, podían ser llevados a cabo por gente sin más
bagaje que una bandera de los Estados Unidos y un manual de derecho
internacional.
Estoy pensando en la gente responsable e implicada en la expulsión de los
Estados Unidos del metropolitano de la Iglesia Ortodoxa Rusa, cuya
consecuencia fue la expulsión de Rusia del padre Bisonnette de la Iglesia
Católica Romana en América. Estoy pensando tanto en la gente que podría
haber expulsado al metropolitano ruso sin que se les ocurriese ni una sola vez
que debían explicárselo a alguien; como en la gente que incluso podría haber
soñado que podrían explicárselo o justificarlo ante los comunistas, quienes
debido a su misma ideología están, lo quieran o no, obligados a ser enemigos
inflexibles de la así denominada religión cristiana.
No me refiero a los miembros del Departamento de Estado. Esto es, a los
profesionales, a los que han dedicado a ello su carrera, los jóvenes que
tuvieron esa vocación en su juventud y se enseñaron a sí mismos (el gobierno
al que representan no les enseñó; no educamos a nuestros agentes y
representantes para tratar con la gente, con el simple, incorregible, intratable,
invencible corazón humano, sino sólo con números y tasas de cambio) la
suficiente humanidad del hombre para ser competentes en aquello a lo que se
dedican. Conozco a bastantes de ellos para saber que habrían tenido más
juicio. Sólo que no tenían elección, nada
que decir, desde el día en que percibieron su primera paga de sábado
fueron atosigados e incordiados por sus jefes —gente que había adquirido esa
condición simplemente como un prerrequisito incidental para su elección
para otros cargos mediante votación popular, o como recompensa por haber
empleado su poder para que aun otros fuesen elegidos o designados para
cargos que esos otros querían o necesitaban o, en cualquier caso, ansiaban—.
Estoy pensando en ellos.
Sólo me pregunto, hasta el momento en que la prensa dirigió su atención
(y, espero, alarma y también miedo) a la palabra, ¿exactamente cuántos
miembros del Gobierno y del Congreso podrían haber definido la palabra
«metropolitano» ni siquiera dándoles cien veces los diez segundos habituales
que permiten los concursos que regalan neveras y lavadoras para responder a
preguntas como, por ejemplo, qué día del mes es el Cuatro de Julio?
William Faulkner Oxford, Miss., 18 de marzo de 1955

Al editor del Memphis Commercial Appeal


[Memphis Commercial Appeal, 3 de abril de 1955; mecanoscrito]

Acabo de leer las cartas del señor Neill, el señor Martin y el señor
Womack en su número del 27 de marzo, en respuesta a mi carta en el número
del 20 de marzo.
Al señor Martin, y a la primera pregunta del señor Womack: Cualquiera
que sea el coste de nuestro actual sistema escolar estatal, tendremos que
incrementarlo de nuevo tanto como para establecer otro sistema igual a él.
Tomemos parte de los nuevos fondos y hagamos de nuestras actuales
escuelas, desde los jardines de infancia hasta las humanidades y las ciencias y
las profesiones, no sólo las mejores de América sino las mejores escuelas
posibles; entonces las propias escuelas cuidarán de los candidatos, tanto
blancos como negros, que en un primer momento no habían sido asunto suyo.
Entonces el resto de los nuevos fondos podría fundar o mejorar escuelas
de comercios y oficios para aquellos a los que el primer sistema, el
académico, ya les haya eliminado antes de que hayan tenido tiempo de causar
demasiado perjuicio desde el punto de vista de sus propios días malgastados
y las clases abarrotadas y profesores atosigados y mal pagados que dan como
resultado un aligeramiento y un descenso general de los estándares
educativos; por no mencionar el hacer el mejor uso de los hombres y mujeres
que producimos. Lo que necesitamos son más americanos en nuestro bando.
Si todos los americanos estuviesen en el mismo bando, no necesitaríamos
intentar sobornar a países extranjeros que no siempre se mantienen
comprados para apoyarnos.
Aunque estoy de acuerdo en que esto sólo lo soluciona la integración: no
el callejón sin salida del conflicto emocional acerca de ello. Pero al menos
observa una de las máximas más antiguas y sensatas: si no puedes vencerles,
únete a ellos.
A la última pregunta del señor Womack: no tengo títulos ni diplomas de
ninguna escuela. Soy un viejo veterano de sexto grado. Quizá por eso tengo
tanto respeto por la educación que parezco incapaz de sentarme
tranquilamente y ver cómo se mantiene subordinada en importancia respecto
a un estado emocional relativo al color de la piel humana.
Oxford, Miss.
William Faulkner
Al editor del Memphis Commercial
Appeal
[Memphis Commercial Appeal, 10 de abril de 1955]

He leído la carta del señor Murphy en su número del 3 de abril. También


recibí una del doctor Flinch, decano, escuela de ingeniería, Mississippi State
College, en la misma línea. Si mi carta afirmaba o implicaba algún hecho
incorrecto, me retracto y pido disculpas.
Mi objetivo no fue injuriar nuestro actual sistema escolar, sino obtener
ventaja de cualesquiera cambios que nos depare el futuro, para mejorar la
condición actual de nuestras escuelas, que hace que sean una especie de
niñeras sostenidas por la comunidad o el Estado, donde se obliga al alumno
mediante la ley o la costumbre a pasar tantas horas del día, sin nadie salvo
profesores a menudo mal pagados que se preocupe de cuánto aprende.
En lugar de mantener el estándar educativo tan bajo como el mínimo
común denominador de la clase o grupo del curso, elevémoslo hasta lo más
alto.
Démosle a todo futuro alumno y estudiante la igualdad y el derecho a la
educación desde la perspectiva según la cual nuestros antepasados usaban las
palabras igualdad y condición libre y derecho: no igual derecho a la caridad,
sino igual derecho a la oportunidad de hacer lo que es capaz de hacer,
condición libre para obtener el más alto de los estándares —con tal de que
sea capaz de ello—; o si no es competente o no trabaja, permitámosle
aprender pronto, antes de que cause mucho perjuicio, que está en el lugar
equivocado.
Si vamos a tener dos sistemas escolares, dejemos el segundo para los
alumnos inelegibles no por el color sino porque no pueden hacer o no harán
el trabajo del primero.
William Faulkner
Al editor del Memphis Commercial
Appeal
[Memphis Commercial Appeal, 17 de abril de 1955; mecanoscrito]

Me gustaría decir «Bien hecho» al escritor de la carta firmada


«Estudiante» de Dorsey, Mississippi, de su número del 10 de abril. Hagamos
un sondeo entre la gente joven del Mississippi que asiste a nuestras actuales
escuelas y que asistirá a las integradas si vienen o cuando vengan para
conocer su opinión de ellas; ciertamente son parte interesada.
En el Sur estamos enfrentados por dos hechos aparentemente
irreconciliables: uno, que el Gobierno Nacional ha decretado la igualdad
absoluta en la educación para todas las razas; la otra, la gente del Sur que dice
que eso nunca debe suceder. Estos dos hechos deben reconciliarse. Creo que
también hay mucha gente joven en Mississippi que cree que pueden
reconciliarse, que aman nuestro Estado —no aman específicamente a la gente
blanca ni específicamente a los negros, sino nuestra tierra: nuestro clima y
geografía, las cualidades de nuestra gente, tanto blancos como negros,
respecto a la honestidad y la tolerancia y el juego limpio, el esplendor de
nuestras tradiciones y la gloria de nuestro pasado— lo suficiente como para
intentar reconciliarlos, incluso arriesgándose como lo hizo el joven escritor
de Dorsey a pesar del hecho de que no firmó con su nombre. Y menudo
comentario es ése respecto a nosotros: que en Mississippi la opinión adulta
común puede alcanzar tal extremo emocional general que nuestros jóvenes
hijos e hijas no se atreven, debido probablemente a un miedo físico muy
justificado, a firmar con sus nombres una opinión adversa.
Despacho de prensa escrito en Roma,
Italia, para los Estados Unidos sobre el
caso Emmett Till
[New York Herald Tribune, 9 de septiembre de 1955]

¿CUÁNDO aprenderemos que si sobrevive un condado en Mississippi será


porque todo el Mississippi sobrevive?, ¿que si el estado de Mississippi
sobrevive, será porque toda América sobrevive?, ¿y que si América sobrevive
primero tiene que sobrevivir toda la raza blanca?
Porque la totalidad de la raza blanca sólo es un cuarto de la población de
la tierra de blanco y marrón y amarillo y negro. Así que, ¿cuándo
aprenderemos que el hombre blanco no puede permitirse más, simplemente
no se atreve, el cometer actos por los que los otros tres cuartos de la raza
humana pueden desafiarle, no porque los actos sean en sí mismos criminales,
sino simplemente porque los que lo desafían y acusan de esos actos no son de
pigmento blanco?
Por no hablar de los otros pueblos arios que ya son enemigos del mundo
occidental debido a ideologías políticas. ¿Ya hemos olvidado nosotros, los
americanos blancos que podemos cometer o justificar esos actos, lo que nos
hicieron los japoneses ellos solos —unos simples ocho millones de habitantes
de una isla insolvente y en bancarrota— hace únicamente quince años?
Cómo podemos esperar entonces sobrevivir al próximo Pearl Harbor, si
ha de haber uno, no sólo con todos los pueblos que no son blancos, sino con
todos los pueblos con diferentes ideologías de las nuestras desplegados contra
nosotros —después de que les hayamos enseñado (como estamos haciendo)
que cuando hablamos de ser libres y de libertad, no sólo no queremos decir
ninguna de las dos, sino que ni siquiera queremos decir seguridad y justicia e
incluso ni la preservación de la vida de la gente cuya pigmentación no es la
misma que la nuestra—.
Y no sólo la gente negra en la Sudáfrica Boer, sino también la gente negra
en América.
Porque si nosotros los americanos sobrevivimos, tendrá que ser porque
escojamos y elijamos y defendamos ser los primeros de todos los americanos
en presentar al mundo un frente homogéneo e intacto, de americanos blancos
o negros o púrpuras o azules o verdes.
Quizá averigüemos ahora si vamos a sobrevivir o no. Quizá el propósito
de este lamentable y trágico error cometido en mi Mississippi natal por dos
adultos blancos contra un afligido chico negro sea demostrarnos a nosotros
mismos si nos merecemos o no nos merecemos sobrevivir.
Porque si nosotros en América hemos llegado a ese punto en nuestra
desesperada cultura en el que debemos asesinar niños, sin importar por qué
razón o de qué color, no nos merecemos sobrevivir, y probablemente no lo
haremos.
Al editor de Life
[Life, 26 de marzo de 1956]

Desde que Life publicó mi «Carta al Norte» he recibido muchas


respuestas de fuera del Sur. Muchas de ellas criticando el razonamiento que
hay en la carta, pero hasta ahora ninguna de ellas parece haber descubierto la
razón que hay tras la carta, la razón detrás de la urgencia para su más amplia
difusión, para que llegase a tiempo; lo cual da peso a una afirmación presente
en la carta en el sentido de que los Estados Unidos de fuera del Sur no
comprenden el Sur.
La razón tras la carta era el intento de un individuo de salvar al Sur y a los
Estados Unidos al completo de la mancha de la muerte de la señorita
Autherine Lucy. Ella acababa de ser suspendida por la Universidad de
Alabama; se había fijado un día en el que un juez se pronunciaría acerca de la
validez de la suspensión. Creí que cuando el juez derogara la suspensión, que
es lo que tendría que hacer, las fuerzas que apoyaban su tentativa de entrar en
la universidad como estudiante la volverían a enviar a ello. Creía que si
hacían eso, ella posiblemente perdería su vida.
Ella no fue enviada de nuevo, así que la carta no fue necesaria para ese
propósito. Espero que nunca lo sea. Pero si se presentase de nuevo una
situación similar que contuviese la semilla de una tragedia similar, quizá la
carta serviría de ayuda.
Al editor del Reporter
[Repórter, 19 de abril de 1956]

A partir de las cartas que he recibido, y de las citas que he


visto en el Times y en Newsweek, creo que algunas partes de la entrevista
que concedí al entrevistador del Sunday Times de Londres y que, después de
notificármelo, puso a su disposición, no son correctas; huelga decir que no leí
la entrevista antes de que la publicasen ni tampoco la he visto publicada
todavía.
Si la hubiese visto antes de que la publicasen, estas afirmaciones, que no
son correctas, nunca se me podrían haber imputado. Son afirmaciones que no
haría ningún hombre sobrio, ni, me parece a mí, ningún hombre sano creería.
Que yo sepa el Sur no está armado para resistir a los Estados Unidos,
porque los Estados Unidos ni van a obligar al Sur ni tampoco van a permitir
que el Sur se resista ni se separe.
La afirmación de que yo o cualquier otro elegiría cualquier estado frente a
todo el resto de los Estados Unidos, hasta el extremo coste de disparar por la
calle a otros seres humanos, no sólo es algo estúpido sino peligroso. Estúpido
porque ningún hombre sano va a elegir hoy un estado frente a la Unión. Hace
cien años sí. Pero no en 1956. Y peligroso porque la idea puede inflamar aún
más a esa poca gente del Sur que todavía cree que tal situación es posible.
Al editor de Time

[Time, 23 de abril de 1956]

En nuestros problemáticos tiempos acerca de la segregación, resulta


imperativo que a ningún hombre se le endosen opiniones sobre el asunto que
nunca ha sostenido ni, por esa razón, ha expresado nunca. El mes pasado en
Nueva York… concedí una entrevista a un enviado del Sunday Times de
Londres, que (con mi consentimiento) se la pasó al Repórter. No vi la
entrevista antes de que fuese publicada. Si lo hubiese hecho, las citas que han
aparecido en el Time nunca se me podrían haber imputado, puesto que
contienen opiniones que nunca he sostenido, y afirmaciones que no haría
ningún hombre sobrio ni, me parece a mí, creería ningún hombre sano. Esa
afirmación de que yo o cualquier otro en su sano juicio elegiría cualquier
estado frente a todo el resto de los Estados Unidos, hasta el extremo coste de
disparar por la calle a otros seres humanos, no sólo es algo estúpido sino
peligroso. Estúpido porque ningún hombre sano va a elegir hoy un estado
frente a la Unión incluso aunque tuviese la oportunidad de hacerlo. Hace cien
años sí. Pero no en 1956. Y peligroso porque la idea puede inflamar aún más
a esa poca gente del Sur que todavía cree que tal situación es posible.
Oxford, Mississippi William Faulkner
Al editor de Time

[Time, 10 de diciembre de 1956]

Hay mucha crítica y condena, por parte de individuos y de nuestra prensa,


acerca de la reciente acción de Inglaterra en Egipto. Estuviese bien o mal,
¿siempre tenemos que recordar nosotros los críticos que las razones por las
que Inglaterra creía que hizo lo que tenía que hacer no están todas dentro de
las Islas Británicas? Si el acto estuvo mal, ¿siempre tenemos que recordar
nosotros los que lo condenamos que Inglaterra ya ha frenado dos veces al
enemigo dándonos así tiempo para darnos cuenta por fin de que no podremos
comprar nuestro puesto en las guerras sino que tendremos que lucharlas?,
¿puede ser una razón de nuestra crítica y de nuestra condena el miedo a que
ahora ya ni siquiera Inglaterra puede proporcionarnos una oportunidad de no
tener que luchar?
Oxford, Mississippi William Faulkner
Al editor del New York Times
[New York Times, 16 de diciembre de 1956]

Si lo que Francia, Bretaña e Israel hicieron en Egipto fuese un crimen, tirar


los frutos de ello sería peor: sería una locura; y no creo que las naciones en
ninguna parte puedan permitirse más locuras. Crímenes sí, pero no locuras.
Lo que ahora necesita este país no es un jugador de golf sino un jugador
de póker. Uno bueno —audaz, con coraje, con hielo en sus venas, y nunca he
conocido a uno bueno de otra clase—. Con las cartas que los israelíes, los
británicos y los franceses le acaban de regalar, sin haber tenido que pagar
fichas para cogerlas, probablemente no sólo estabilizaría Oriente Medio sino
también el mundo entero durante los próximos cincuenta años.
William Faulkner Oxford, Mississippi, u de diciembre de 1956
Al editor de Time
[Time, 11 de febrero de 1957]

Nuestra antigua política exterior era como la política de la casa de un casino


de juego: cubrir todas las apuestas, apostar a que todo el mundo se equivoca y
depender del constante y modesto beneficio de las probabilidades de la casa
inherentes a los dados o la mesa o la ruleta. Nuestra nueva política parece ser
la del director que le pide a su sindicato que deje llevar pistola al portero.
Oxford, Mississippi William Faulkner
Al editor del Memphis Commercial
Appeal
[Memphis Commercial Appeal, 15 de septiembre de 1957]

Hace unos pocos años la Corte Suprema emitió una opinión que a nosotros,
los sureños blancos, no nos gustó, y nos resistimos.
Como resultado de ello, el pasado mes se presentó al Congreso una ley
que tiene mucho más peligro para todos nosotros que la presencia de niños
negros en las escuelas blancas o de votos negros en urnas blancas —peligro
que aparentemente sólo un experto podría ver—.
El Congreso habría aprobado la ley, salvo por el hecho de que el experto
estaba a mano a tiempo. Así que escapamos —esta vez—.
Todavía continuamos resistiéndonos a esa opinión. Mientras continuemos
manteniendo al negro en una ciudadanía de segunda clase —esto es, sujeto a
impuestos y al servicio militar, aunque negándole el derecho político a votar,
y la competencia económica y educativa para ser representado entre aquellos
que le cobran los impuestos y le llaman a filas— continuarán presentándose
al Congreso leyes que contengan este mismo peligro o peligros similares, que
sólo un experto puede reconocer; hasta que algún día el experto no esté allí a
tiempo, y una de ellas se apruebe.
Borrador de carta del 15 de septiembre
de 1957 al editor del Memphis
Commercial Appeal[132]

EL abajo firmante está de acuerdo con el escritor M. J. Greer (cartas al


editor, 1 de septiembre) en su evaluación práctica del problema de la
segregación. Todas las leyes del mundo no harán que la gente blanca y no-
blanca se mezcle si una de las partes no quiere, exactamente igual que todas
las leyes del mundo no pueden mantenerlas separadas si ambas partes quieren
mezclarse.
No creo que el negro quiera «mezclarse» con la gente blanca todavía. No
creo que le guste tanto la gente blanca. Pero, durante trescientos años de
asociación con la gente blanca, ha llegado a ser lo suficientemente parecido al
hombre blanco como para rebelarse frente a una cultura que le mantiene
inferior y de segunda clase simplemente debido a su raza y a su color —que,
por causa de su pigmento, le niega el privilegio que cualquier otro con un
color de piel diferente posee por derecho natural—. No quiere estar en las
iglesias y en las escuelas del hombre blanco más de lo que quiere al hombre
blanco en las suyas: simplemente quiere el derecho a elegir no entrar en ellas.
Hace pocos años la Corte Suprema tomó una decisión que a nosotros los
blancos sureños no nos gustó, y nos resistimos. Como resultado de ello, el
mes pasado el Congreso habría aprobado una ley que contenía ramificaciones
e implicaciones mucho más amenazadoras que la presencia de un niño negro
en una escuela blanca o de un voto negro en una urna blanca, si no hubiera
habido un experto a mano para verlo a tiempo. Así que escapamos —esta vez
—. Pero mientras se siga manteniendo al negro en una ciudadanía inferior y
de segunda clase —esto es, sujeto a impuestos y al servicio militar, aunque
negándole la igualdad económica y política y educativa dándole al menos el
derecho y la competencia para votar, aunque no para tener representantes
entre ellos, los que le cobran impuestos y le llaman a filas— continuarán
presentándose al Congreso leyes que contengan esas ramificaciones e
implicaciones visibles sólo para un experto, hasta que algún día ese experto
no esté a mano para salvarnos, y una de ellas se apruebe. Pero al menos
tendremos la satisfacción de saber que no podemos echarle la culpa a nadie
salvo a nosotros mismos.
Si realmente queremos hacer que la admisión a nuestras escuelas sea
restrictiva y selectiva y aun así mantenernos lejos del Congreso y de la Corte
Suprema, todo lo que tenemos que hacer es elevar los estándares de los
cursos y de las clases hasta ese nivel en el que las propias escuelas excluyan
al inferior y al que no encaje —algo que deberíamos haber hecho hace tiempo
si realmente hubiésemos querido educar y enseñar a nuestros hijos—. Pero
eso excluiría también a algunos alumnos blancos así que…
[Inacabado]
Al editor del New York Times[133]
[New York Times, 13 de octubre de 1957; mecanoscrito]

Lo trágico de Little Rock es que finalmente ha sacado a la luz un hecho que


sabíamos que estaba allí pero que, hasta que ha sido sacado a rastras de lo
oculto por la fuerza, podíamos ignorarlo fingiendo que no estaba allí. Este
hecho es el de que la gente blanca y la gente negra no se gustan unos a otros
y no confían unos en otros, y quizá nunca lo puedan hacer.
Pero después de todo quizá esto no sea una tragedia. Ahora, al tener fuera
este hecho, donde lo tendremos que mirar y reconocer y aceptar, quizá
podamos darnos cuenta de que para nosotros no es importante gustarnos ni
confiar unos en otros. Incluso que no es [de] suma importancia para nosotros
el vivir juntos, en cierto modo el frotarnos unos con otros, en amistad y paz.
Que lo que es importante y necesario y urgente (urgente: ahora estamos
alcanzando el punto en el que no tenemos más tiempo) es que nos federemos
juntos, que mostremos un unificado frente común no para una pálida paz y
amistad, sino para la supervivencia como pueblo y como nación.
Ya debe de ser demasiado tarde: como nación y como pueblo ya debemos
de estar desahuciados. Pero no me lo creo. Me niego a creer que en una crisis
no podamos recuperar nuestro carácter nacional con ese mismo coraje y
dureza como hizo por ejemplo el pueblo inglés cuando se alzó en solitario
como una nación en Europa a favor del principio nacional de que los hombres
deben y pueden ser libres. La nuestra será una tarea mayor, no porque la
amenaza sea más grande sino porque tendremos que levantarnos no como
una nación entre un continente de naciones, ni siquiera en un hemisferio de
naciones, sino como el último pueblo unido nacionalmente a favor de la
libertad en un mundo hostil que ya nos sobrepasa en número.
Contra ese principio que obliga al hombre mediante la fuerza física a
renunciar a su individualidad en el seno de la monolítica masa de un Estado
dedicado a la premisa de que únicamente debe prevalecer el Estado, nosotros,
debido al afortunado accidente de nuestra geografía, debemos representar esa
última comunidad de gente unificada dedicada a la premisa opuesta de que el
hombre puede ser libre por el propio acto de fundirse y renunciar a su libertad
en el seno de la libertad de todos los hombres individuales que quieren ser
libres. Nosotros, por la buena suerte de nuestro pasado aún inédito y todavía
inexhausto, tenemos que ser el punto que aglutine a todos los hombres, sin
importar de qué color sean o qué lengua hablen, que quieran federarse en una
comunidad dedicada al propósito de que una comunidad de hombres
individuales libres no sólo debe prevalecer, sino que puede prevalecer.
Oxford, Mississippi William Faulkner
[aviso]
[Oxford Eagle, 24 de septiembre de 1959]

La señora Faulkner y yo deseamos darle las gracias al alcalde, Alderman


Sisk, al ingeniero municipal Lowe y a la oficina del procurador municipal por
la retirada de la valla publicitaria de nuestra puerta principal de Old Taylor
Road.
William Faulkner
[aviso]
[Oxford Eagle, 15 de octubre de 1959]

Los bosques señalados como de mi propiedad dentro de los límites


municipales de Oxford alojan varias ardillas domésticas. Cualquier cazador
que se sienta demasiado falto de pericia en el bosque y de puntería como para
aproximarse a una peligrosa ardilla salvaje, debe sentirse seguro con éstas.
Estos bosques son parte del pasto de mis caballos y vacas lecheras; asimismo,
el que llegue tarde los encontrará ya llenos de otros cazadores. Amablemente
se le pide que no dispare a ninguno de ellos.
William Faulkner
Al editor del New York Times[134]
[New York Times, 28 de agosto de 1960]

En relación con el piloto Powers del U-2: Ahora los rusos lo harán desfilar
por el mundo no-occidental durante los próximos diez años como un mono en
una jaula, como un ejemplo viviente de la clase de coraje y fidelidad y
resistencia de los que ahora deben depender desesperadamente los Estados
Unidos. O mejor aún, liberarle de inmediato como insinuación displicente de
que una nación tan desesperadamente reducida no es digna del respeto ni del
miedo de nadie, y que los agentes de su desesperación ya no son lo
suficientemente peligrosos para ser dignos del honor del martirio, ni siquiera
del coste de alimentarlos.
William Faulkner Oxford, Miss. 24 de agosto de 1960
Notificación del administrador del
patrimonio

ESTADO de Mississippi - Condado de Lafayette Notificación del


administrador a todos los acreedores de Maude Butler Faulkner

Habiéndosele concedido poderes de administración el 18 de octubre de


1960 por el Tribunal de Equidad del Condado de Lafayette, Mississippi, al
abajo firmante sobre el patrimonio de Maude Butler Falkner, fallecida, se
notifica mediante la presente a todas las personas que tengan alguna
reclamación contra dicho patrimonio que han de presentarla en la oficina del
mencionado tribunal para autentificarla y registrarla conforme a la ley en el
plazo de seis meses desde esta fecha, o quedarán prescritas para siempre.
17 de octubre de 1960.
William C. Falkner, Administrador Jesse J. Hardin, Registrador por
Mary Wilson, D. C.[135]
[La madre de Faulkner murió el 16 de octubre de 1960. Esta
notificación del administrador del patrimonio fue publicada en el
Oxford Eagle el 20 de octubre de 1960, y repetida el 27 de octubre y
el 3 de noviembre.]

Fin
***
Este libro se terminó de imprimir el 8 de octubre de 2012
All my powers ofexpression and thoughts so sublime
Could never do youjustice in reason or rhyme
Only one thing I did wrong Stayed in Mississippi a day too long

Bob Dylan

[Ni mis pensamientos tan sublimes ni todo el poder de mi expresión /


podrían jamás hacerte justicia con rima o razón / Una sola cosa hice mal /
quedarme en Mississippi un día de más]
Metadatos

TÍTULO original:
Essays, speeches & publics letters (1966)
©Del libro: Herederos de William Faulkner
©De la introducción, traducción y notas: David Sánchez Usanos
©Del prólogo: James B. Meriwether
©De esta edición:
Capitán Swing Libros, S.L.
Primera edición en Capitán Swing: Octubre de 2012
ISBN: 978-84-940279-4-9
Depósito Legal: M 33102-2012 Código BIC: FA
Índice

WILLIAM FAULKNER o cómo ganar una partida de dados


(David Sánchez Usanos) 11
Prólogo (James B. Meriwethei)
Agradecimientos del editor estadounidense
Nota a la edición de Capitán Swing
Prefacio del editor estadounidense a la primera edición
I. Discursos
Sermón funerario por Mammy Caroline Barr (4 de febrero de 1940)
Sermón funerario por Mammy Caroline Barr (5 de febrero de 1940)
Discurso con motivo de la recepción del Premio Nobel de Literatura
(1950)
A la clase que se gradúa, University High School (1951)
Discurso con motivo de su nombramiento como Oficial de la Legión
de Honor (1951)
Al Consejo del Delta (1952)
Discurso en el Congrés pour la Liberté de la Culture (1952)
A la clase que se gradúa, Pine Manor Júnior College (1953)
Con motivo de la recepción del Premio Nacional del Libro en la
categoría de ficción (1955)
A la Asociación Sureña de Historia (1955)
Discurso en el Seminario de Literatura Americana, Nagano (1955)
Con motivo de recibir la medalla de plata de la Academia de Atenas
(1957)
A la Academia Americana de Artes y Letras al presentar la medalla de
oro en la categoría de ficción para John Dos Passos (1957)
A las sociedades Raven, Jefferson y ODK de la Universidad de Virginia
(1958)
Al English Club de la Universidad de Virginia (1958)
A la Comisión Nacional de los Estados Unidos para la UNESCO (1959)
Discurso con motivo de la recepción del premio
Andrés Bello, Caracas (1961)
Discurso en el Teatro Municipal, Caracas (1961)
A la Academia Americana de Artes y Letras con motivo de la
aceptación de la medalla de oro en la categoría de ficción (1962)
II. Ensayos
Verso, viejo y naciente: un peregrinaje (1924)
Sobre la crítica (1925)
Literatura y guerra (c. 1925)
Y ahora qué hacer (c. 1925)
Sherwood Anderson (1925)
La composición, edición y recorte de Banderas en el polvo (c. 1934)
El hijo de MacGrider (1934)
Una nota sobre Sherwood Anderson (1953)
Nota sobre Una fábula (c. 1953)
Mississippi (1954)
Impresión de Nueva Inglaterra por parte de un invitado (1954)
Un inocente en Rinkside (1955)
Kentucky: Mayo: Sábado (1955)
Sobre la privacidad (El Sueño Americano: ¿Qué le sucedió?) (1955)
Impresiones de Japón (1955)
A la juventud de Japón (1955)
Carta a un editor norteño (1956)
Sobre el miedo: El sur de parto: Mississippi (1956)
Una carta a los líderes de la raza negra (1956)
Albert Camus(1961)
III. Prólogos
Prólogo a Sherwood Anderson y otros famosos criollos (1926)
Introducción a la edición de la Modern Library de Santuario (1932)
Dos introducciones a El ruido y la furia.
Introducción a El ruido y la furia {1) (19 de agosto de 1933)
Introducción a El ruido y la furia (2) (1946)
Nota a modo de prefacio a «Apéndice: Compson, 1699-1945»(1946)
Prólogo a la Antología de Faulkner(1954)
IV. Reseñas de libros y obras de teatro
En abril una vez, por W. A. Percy (1920)
Giros y películas, por Conrad Aiken (1921)
Aria da Capo: una obra en un acto, de Edna St. Vincent Millay (1922)
Teatro americano: Eugene O'Neill (1922)
Teatro Americano: Inhibiciones (1922)
Linda Condon-Cytherea - El chal brillante de Joseph Hergesheimer
(1922)
Ducdame, de John Cowper Powys (1925)
El camino de vuelta, de Erich Maria Remarque (1931)
Piloto de pruebas, de Jimmy Collins (1935)
Piloto de pruebas, de Jimmy Collins (texto no abreviado) (1935)
El viejo y el mar, de Ernest Hemingway (1952)
V. Cartas públicas
Al Times-Item de Nueva Orleans (4 de abril de 1925)
Al editor de libros del Chicago Tribune (16 de julio de 1927)
Al editor del Memphis Commercial Appeal (15 de febrero de 1931)
Nota acerca de Hombres en la oscuridad, de James Hanley (1932)
Nota y carta para uso promocional a Clifton Cuthbert (1933)
[Nota] (c. 1933)
Anuncio clasificado en el Memphis Commercial Appeal
(22 de enero de 1936)
Al presidente de la Liga de Escritores Americanos (1938)
Al editor del Memphis Commercial Appeal (12 de julio de 1941)
«Se llamaba Pete», Oxford Eagle (15 de agosto de 1946)
Inscripción en el monumento del condado de Lafayette a
los muertos en la II Guerra Mundial (1947)
Al editor del Oxford Eagle {13 de marzo de 1947)
Al editor del Memphis Commercial Appeal (26 de marzo de 1950)
Al editor del Memphis Commercial Appeal {9 de abril de 1950)
Al Memphis Commercial Appeal (30 de abril de 1950)
Al secretario de la Academia Americana de las Artes y las Letras
(12 de junio de 1950)
«A los votantes de Oxford» (septiembre de 1950)
Al editor del Oxford Eagle (14 de septiembre de 1950)
Al editor de Time (13 de noviembre de 1950)
Declaración a la prensa sobre el caso de Willie McGee,
Memphis {Commercial Appeal, 27 de marzo de 1951)
Al editor del New York Times (26 de diciembre de 1954)
Nota acerca de El final del affaire, de Graham Greene (1955)
Al editor del Memphis Commercial Appeal (20 de febrero de 1955)
Al editor del Memphis Commercial Appeal (20 de marzo de 1955)
Al editor del New York Times (25 de marzo de 1955)
Al editor del Memphis Commercial Appeal (3 de abril de 1955)
Al editor del Memphis Commercial Appeal (10 de abril de 1955)
Al editor del Memphis Commercial Appeal (17 de abril de 1955)
Despacho de prensa escrito en Roma, Italia, para los Estados Unidos
sobre el caso Emmett Till (9 de septiembre de 1955)
Al editor de Life (26 de marzo de 1956)
Al editor del Repórter {\9 de abril de 1956)
Al editor de Time (23 de abril de 1956)
Al editor de Time (10 de diciembre de 1956)
Al editor del New York Times (16 de diciembre de 1956)
Al editor de Time (11 de febrero de 1957)
Al editor del Memphis Commercial Appeal (15 de
septiembre de 1957)
Borrador de carta al Memphis Commercial Appeal
(15 de septiembre de 1957)
Al editor del New York Times (13 de octubre de 1957)
[Aviso], Oxford Eagle (24 de septiembre de 1959)
[Aviso], Oxford Eagle (15 de octubre de 1959)
Al editor del New York Times (28 de agosto de 1960)
Notificación del administrador del patrimonio en el
Oxford Eagle (1960)
NOTAS
[1] William Faulkner: Early Prose and Poetry (Little Brown, Boston).
Nota del T.]

[2] William Faulkner: New Orleans Sketches (Random House, Nueva York).
[N. del T.]
[3] En las Selected letters of William Faulkner [Correspondencia
selecta], editada por Joseph Blotner, [Random House,] Nueva York, 1977
hay seis cartas públicas que habrían sido incluidas en esta colección de no
haber estado disponibles allí. Con el fin de hacer de este volumen un
documento lo más comprehensivo posible de los escritos de no-ficción de
Faulkner, enumero aquí los destinatarios y los números de página de dichas
cartas: Sven Ahmen, pp. 308-309; Random House, p. 371; Bob Flautt, pp.
389- 390; W. C. Neill, pp. 390-391; Secretary of Júnior Chamber
ofCommerce [Secretaría de la Cámara de Comercio Juvenil], Batesville, pp.
401-402; Escritores selectos, pp. 403- 404. [Nota del editor estadounidense].
[4] «Mississippi», «On Privacy», «On Fear» y The Faulkner Reader
respectivamente. [N. del T. ]
[5] Delta Council. [N. del T.]
[6] Se refiere a la cubierta de la edición en lengua inglesa; reproducimos
aquí el extracto en cuestión: «Aquellos que se preocupan de la obra de
William Faulkner estarán profundamente agradecidos a Meriwether por
reunir estos Ensayos, discursos y cartas públicas… Ello corregirá muchos
errores [y] aumentará el reconocimiento y la comprensión de la obra [de
Faulkner]». [N. del T.]
[7] «Southern Literature and William Faulkner», en The Sorrows ofFat City:
A Selection ofLiterary Essays and Reviews. [N. del T.]
[8] Faulkner: Essays. [N. del T. ]
[9] En 1983 la editorial Seix Barral de Barcelona publicó unas Cartas
escogidas de William Faulkner traducidas por Alicia Ramón. En 2012 el
sello Alfaguara (Madrid) también editó unas Cartas escogidas, siendo esta
vez los traductores Alfred Sargatal y Alicia Ramón. [N. del T.]
[10] En francés en el original:
«Un artiste doit recevoir avec humilite ce dignite conferré a lui par cette
payes la quelle a ete toujours la mere universelle des artists.
Un Americain doit cherir avec la tendresse toujours chacque souvenir de
cette pays la quelle a ete toujours la soeur d’Amerique.
Un homme libre doit guarder avec léspérance et lorgeuil aussi laccolade
de cette pays la quelle etait la mere de la liberte de Thomme et de léspirit
humaine». [N. del T.]
[11] El 30 de mayo de 1952, Faulkner pronunció un breve discurso, en
inglés con un párrafo final en francés, en un encuentro organizado por el
Congrés pour la Liberté de la Culture [Congreso por la Libertad de la
Cultura] bajo el título «L’Oeuvre du xxe Siécle» [La obra del siglo xx].
Circuló, en inglés y en una traducción francesa, en una hoja, reproducida a
partir del mecanoscrito, dedicada a la conferencia. La traducción francesa fue
publicada en Arts (París), junio de 1952. La hoja impresa en inglés (con el
último párrafo en francés) es la aquí impresa. [Nota del editor
estadounidense]
[12] En francés en el original («Alocución del sr. William Faulkner»). [N.
del I]
[13] En francés en el original: «Pienso que casi todos los americanos
tienen una deuda de gratitud hacia Francia y creo que, en el mundo entero,
todos los hombres libres deben una pequeña cosa a este país que ha sido
siempre la “Madre” universal de la libertad del hombre y del espíritu
humano.
(Aplausos)». [N. del T.]
[14] Gauletier era el jefe de distrito o gobernador provincial en la
Alemania nazi; en inglés, por extensión, se llama así a alguien altanero y
autoritario. [N. del T.]
[15] Kilroy was here fue un grafiti muy popular en Estados Unidos
alrededor de la Segunda Guerra Mundial. [N. del T.]
[16] Southern Historical Association [N. del T. ]

[17] Southern Regional Council. [N. del T.]


[18] En 1875 unas cincuenta personas, la mayoría afroamericanas, fueron
asesinadas durante unos disturbios en la ciudad de Clinton, en el estado de
Mississippi, en lo que se conoce como The Clinton Riot («Los disturbios de
Clinton»).
En 1957 siete chicos negros tuvieron que ser escoltados por el ejército de
los Estados Unidos para que pudieran acceder a un instituto de Little Rock,
Arkansas. El resto de estudiantes eran blancos (unos dos mil) y el entonces
gobernador del Estado se había negado, haciendo intervenir a las tropas
locales, a acabar con la segregación de los estudiantes negros. [N. del T. ]
[19] J. D. Salinger, The catcher in the rye, Little Brown, Boston, 1951.
Existen varias traducciones al castellano. [N. del T.]
[20] La traducción que ofrecemos está realizada a partir del texto inglés
que proporciona James B. Meriwether. Tal y como apunta el editor
estadounidense, se trata de una retraducción del castellano al inglés, con lo
que presenta algunas diferencias (algo que hace notar Louis Daniel Brodsky
en el estudio mencionado) respecto a la versión en castellano de Hugh
Jencks. Ofrecemos a continuación, para el lector interesado, la versión en
castellano presente en L.D. Brodsky, op. cit., p. 279: «El artista, quiéralo o
no, descubre con el tiempo que ha llegado a dedicarse a seguir un solo
camino, un solo objetivo, del cual no puede desviarse. Esto es: tiene que
tratar por todos los medios y con todo el talento que tenga—su imaginación,
su propia experiencia y sus poderes de observación— poner en una forma
más duradera que su instante de vida frágil y efímero —en la pintura, la
escultura, la música o en un libro— lo que él ha experimentado durante su
breve período de existencia: la pasión y la esperanza, lo bello, lo trágico, lo
cómico del hombre débil y frágil, pero a la vez indómito; del hombre que
lucha y sufre y triunfa en medio de los conflictos del corazón humano, de la
condición humana. A él no le toca solucionar la disyuntiva ni espera
sobreviviría excepto en la forma y el significado —y las memorias que
representan e invocan— del mármol, la tela, la música y las palabras
ordenadas que, algún día, tendrá que dejar como su testimonio.
Ésta es, sin duda, su inmortalidad, tal vez la única que le sea concedida.
Quizá el mismo impulso que le condujera a esa dedicación no era más que el
simple deseo de dejar grabadas en la puerta del olvido, por la cual todos
tenemos que pasar algún día, las palabras “Lalo estuvo aquí”.
Así pues, estando yo aquí, en este día de hoy, siento como si hubiera ya
tocado esa inmortalidad. Porque yo, un extraño aldeano que seguía en un
lugar muy distante, esa dedicación, ese afán de intentar capturar y fijar así,
por un momento en unas páginas, la verdad de la esperanza del hombre en el
medio de las complejidades de su corazón, he recibido aquí en Venezuela la
acolada que dice, en esencia: “Su dedicación no fue en vano. Lo que buscaba
y encontró e intentó capturar fue la verdad”». [N. del T.]
[21] En la velada del 6 de abril de 1961, Faulkner asistió a una puesta en
escena de «Danzas Venezuela» en el Teatro Municipal. Escribió para la
ocasión un breve discurso de agradecimiento a los bailarines. Fue traducido
al español por Hugh Jencks, que lo leyó a los bailarines y a la audiencia.
Jencks proporcionó a este editor una copia del mecanoscrito original de
Faulkner, que fue publicado en el Mississippi Quarterly, verano de 1974. Ese
texto es el reproducido aquí. [Nota del editor estadounidense]
[22] Siglas de Benevolent and Protective Order ofElks, «Orden benéfica y
protectora de los alces», una agrupación creada en 1868. [N. del T.]
[23] A Shropshire Lad, K. Paul, Trench, Treubner, Londres, 1896. Se
trata del poe- mario más famoso del autor británico A. E. Housman. [N. del
T.]
[24] «Thou still unravished bride of quietness»; se trata del primer verso
de «Ode on a Greek Urn» (Oda a una urna griega) de John Keats. del T.]
[25] The Hidden Player, Frederick A. Stokes Company, Nueva York,
1924. [N. del T.]
[26] Business as usual (una traducción más literal sería: «los negocios
como siempre»). [N. del T.]
[27] Sassoon, S., The warpoems, Heinemann, Londres, 1919; Barbusse,
H., Le feu (jour- nal dune escouade), E. Flammarion, París, 1916; Underfire;
the story ofa squad (Lefeu), E. P. Dutton, Nueva York, 1917 [existe
traducción castellana: El fuego: diario de una escuadra, Ediciones de
Intervención Cultural S. L., Barcelona, 2009] y Mottram, R. H., The
Spanishfarm trilogy, 1914-1918, Chatto & Windus, Londres, 1924. [N. del T]
[28] Una pinta estadounidense son 473 mililitros. [N. del T.]
[29] Marching men, John Lañe Company, Nueva York y Londres, 1917.
[N. del T.]
[30] Windy McPhersorís Son, John Lañe, Nueva York y Londres, 1916.
[N. del T.]
[31] A story teller’s story; the tale of an American writers journey
through his own imaginative world and through the world offacts, with many
ofhis experien- ces and impressions among other writers —told in many
notes— infour books — and an epilogue [La historia de un contador de
historias; el relato del viaje de un escritor americano a través de su propio
mundo imaginario y a través del mundo real, con muchas de sus experiencias
e impresiones entre otros escritores —contadas en varias notas— en cuatro
libros —y un epílogo], B. W. Huebsch, Nueva York, 1924. [N. del T.]
[32] Poor white: a novel [Pobre blanco: una novela], B. W. Huebsch, inc.,
Nueva York, 1920. [N. del T.]
[33] Many marriages, B. W. Huebsch, inc., Nueva York, 1923. [N. del
T.]
[34] «Im a Fool.» [N. del T.]
[35] Personajes de La comedia humana de Balzac. [N. del T.]
[36] Confessions of a Young Man, Swan Sonnenschein & Co., Londres,
1888. [Nota del T.]
[37] Warren Gamaliel Harding, vigésimo noveno presidente de los
Estados Unidos de América, natural del Estado de Ohio. [N. del T.]
[38] Título proporcionado por el editor. Pájaros de guerra: diario de un
aviador desconocido [ WarBirds: Diaryofan Unknown Aviator] (George H.
Doran Company,]Nueva York, 1926), escrito por Elliott White Springs, es la
versión, parte ficticia parte autobiográfica, de la vida y muerte de un piloto
americano en el Royal Flying Corps [Real Cuerpo Aéreo] y la Royal Air
Forcé [Real Fuerza Aérea] en la Primera Guerra Mundial. Springs toma un
poco de su material del diario de su amigo John McGavock Grider, que se
mató en junio de 1918. Pájaros de guerra originalmente fue publicado de
forma anónima, pero en 1927 Springs añadió un prólogo en el que
implícitamente afirmaba que el libro era el diario verdadero de un amigo
muerto, que había editado él. Pronto se interpretó, amplia aunque
erróneamente, que el aviador desconocido y autor del diario era John
McGavock Grider. Faulkner conocía el libro y aparentemente compartía el
malentendido general acerca de su autoría. [Nota del editor estadounidense]
[39] False cast, se trata de una de las técnicas de lanzamiento de la pesca
con mosca (Fly fishing). El texto de Faulkner hace varias referencias a esta
modalidad de pesca. Ello introduce cierta ambigüedad en todo el relato, pues
fly puede ser tanto «mosca» como «volar». [N. del T.]
[40] British School of Military Aeronautics. [N. del T.]
[41] En el texto de Faulkner el acrónimo es R.F.C., correspondiente a
Royal Flying Corps. [N. del T.]
[42] Huns, en determinados contextos referencia peyorativa a los alemanes.
[N. del T.]
[43]
Victory CrosSy abreviada V.C. [N. del T.]
[44]
Distinguished Service Order, abreviada D.S.O. [N. del T.]
[45]
Military Cross, abreviada M.C. [N. del T.]
[46]
Scout Experimental 5, tipo de avión británico de la Primera Guerra
Mundial. [N. del T]
[47] Título de Faulkner; publicado originalmente como «Sherwood
Anderson: un reconocimiento» [«Sherwood Anderson: An Appreciation»].
[Nota del editor estadounidense]
[48] Winesburg, Ohio (B.W. Huebsch, Nueva York, 1921 [c. 1919])
[existen varias traducciones al castellano] y The Triumph of the Egg (B.W.
Huebsch, Nueva York, 1921), respectivamente. [N. del T.]
[49] The torrents of spring: a romatic novel in honor ofthe passing ofa
great race, c.
Scribner’s sons, Nueva York, 1926 [Los torrentes de primavera: una novela
romántica en honor del fallecimiento de una gran raza]. [N. del T.]
[50] Sherwood Anderson & Other Famous Creóles (Pelican Bookshop Press,
Nueva Orleans, 1926). [N. del T.]
[51] Dark Laughter (Boni & Liveright, New York). [N. del T.]
[52] Horses and men (B. W. Huebsch, Nueva York, 1923). [N. del T.]
[53] Faulkner emplea buckvine, que es uno de los nombres con los que se
conoce a la Ampelopsis arbórea (peppervine es otro), arbusto parecido a la
vid que puede encontrarse en zonas del sur de los Estados Unidos. [N. del T.]
[54] Live oak ( Quercusvirginiana). [N. del T.]
[55] Water moccasins, tipo de serpiente del sureste de los Estados
Unidos. del T.]
[56] Uno de los más grandes pueblos de nativos norteamericanos. [N. del
T.]
[57] Faulkner prefiere la variante dialectal mushrat a muskrat, juego que
intentamos reproducir con «almizclada» y «almizclera». [N. del T.]
[58] En cursiva en el original («the Yankee minie balls). Se refiere a los
proyectiles inventados en el siglo xix por el general francés Claude-Etienne
Minié para los fusiles que se cargaban por el cañón. [N. del T.]
[59] El término empleado por Faulkner, carpet-bagger, se refería a
aquellos individuos procedentes de los estados del Norte que acudían al Sur a
obtener beneficios económicos sin demasiados escrúpulos ni mostrando
interés ni deferencia alguna con la población local. Posteriormente la palabra
ha acabado por ser casi sinónima de «oportunista», aplicada sobre todo a
políticos y empresarios que no son oriundos de la zona donde desempeñan su
labor. [N. del T.]
[60] Dos famosas batallas de la Guerra Civil Americana. Estas batallas en
muchos casos reciben un nombre distinto en función del bando que las
refiera, Faulkner siempre emplea aquel con el que se denominan en el Sur
(aquí Second Manassas y Sharpsburg por Second Battle ofBull Run y Battle
ofAntietam, respectivamente). [N. del T.]
[61] Los términos técnicos de béisbol empleados por Faulkner son:
pitcher, short- stops y outfielders. [N. del T.]
[62] Catcher, base-stealing short-stop y outfielder, respectivamente. [N.
del T.]
[63] El término usado por Faulkner es glare,que tiene el significado de
«brillar con luz demasiado intensa» pero también el de «mirar de modo
desafiante y fiero». Creemos de interés reflejar este matiz pues Faulkner a
menudo emplea la prosopopeya y el mencionado vocablo inglés permite
cierta ambigüedad en ese sentido. [N. del T.]
[64] Faulkner usa trumpet vine, uno de los nombres comunes en inglés
para la Campsis radicans (trepadora que puede encontrarse en zonas del sur
de los Estados Unidos y que presenta flores como las descritas). [N. del T.]
[65] Lo que en España se suele conocer como «veranillo» (de San Miguel
o de San Martín). [N. del T.]
[66] De nuevo «glare». [N. del T.]
[67] «Botas y sillas de montar» es un toque de corneta empleado en los
cuerpos de caballería del ejército de los Estados Unidos. [N. del T.]
[68] Faulkner emplea el vocablo individualness, inexistente en inglés. [N. del
T.]
[69] Faulkner usa tres términos procedentes del vocabulario de las
apuestas hípicas: «across the board» (una apuesta de riesgo bajo en la que se
gana si el caballo queda en primer, segundo o tercer lugar), «parlay» (una
modalidad en la que se apuesta por una determinada combinación de
resultados, los beneficios van acumulando con cada resultado favorable pero
que, en caso de no acertar uno, se pierde la totalidad de lo apostado) y «daily
triple» (se apuesta por los ganadores de tres carreras consecutivas). [N. del
T.]
[70] Dos islas del Pacífico pertenecientes a los Estados Unidos. [N. del l.j
[71] Nombre con el que también se conoce al Solidago virgaurea, planta
perenne y provista de flor (comúnmente amarilla) y que se adecúa mejor que
el nombre técnico (o el mismo «Solidago») al vocablo inglés empleado por
Faulkner (golden- rod). [N. del T.]
[72] Título de Faulkner; originalmente publicado como «Una carta al
Norte» [«A letter to the North»] [Nota del editor estadounidense]
[73] El Citizens Council (Consejo de ciudadanos), también denominado
White Citizens Council y Citizens Councils of America, es una organización
defensora de la supremacía blanca fundada en 1954. The Citizens Council
también era el nombre del periódico editado en Jackson, Mississippi (el
primer número es de octubre de *955) por la sección de dicho estado de la
mencionada organización. [N. del T.]
NAACP es el acrónimo de National Association for the Advancement of
Colored People (Asociciacón Nacional para el Avance de la Gente de Color),
la organización más antigua de los Estados Unidos, fue fundada en 1909,
para la defensa y promoción de los derechos civiles. [N. del T.]
[74] Emmett Louis Till fue torturado y asesinado en 1955, a la edad de
catorce años, en el estado de Mississippi, acusado de coquetear con una chica
blanca. [N. del T.]
[75] Título de Faulkner; publicado originalmente como «Sobre el miedo:
El Sur de parto». [N. del T.]
[76] Politólogo y activista en la lucha por los derechos civiles, mediador
de 1947 a 1949 en el conflicto judío-palestino y Premio Nobel de la Paz en
1950. [N. del T.]
[77] Booker T. Washington fue un importante líder afroamericano,
fundador del Instituto Tuskegee en Alabama, institución dedicada a la
formación y el desarrollo de la población negra. En ella enseñó técnicas
agrícolas el científico George Washington Carver. [N. del T.]
[78] Wilmot Proviso: propuesta del representante de Pensilvania David
Wilmot llevada al Congreso de los Estados Unidos el 8 de agosto de 1846
según la cual se prohibía la esclavitud en los territorios cedidos, comprados o
anexionados en la guerra entre Estados Unidos y México. La propuesta tuvo
un largo recorrido dentro y fuera de las cámaras de representación y es
considerada como uno de los acontecimientos que condujo a la Guerra Civil
Americana. A continuación se ofrece un extracto a modo de ilustración:
«Dispongo, que, como condición expresa y fundamental para la adquisición
de cualquier territorio de la República de México por parte de los Estados
Unidos, en virtud de cualquier tratado que sea negociado entre ellos, y para el
uso por parte del Ejecutivo de los dineros aquí apropiados, ni la esclavitud ni
la servidumbre involuntaria deben existir jamás en parte alguna de dicho
territorio, salvo por crimen, del cual en primer lugar la parte debe ser
debidamente condenada» (traducción nuestra, el original dice: «Provided,
That, as an express and fundamental condition to the acquisition of any
territory from the Republic of México by the United States, by virtue of any
treaty which may be negotiated between them, and to the use by the
Executive of the moneys herein appropriated, neither slavery ñor involuntary
servitude shall ever exist in any part of said territory, except for crime,
whereof the party shall first be duly convicted»).
[79] La referencia es a Lucas 6:31 Faulkner no lo menciona
explícitamente, pero cita por la King James Versión, que reza: Do unto others
asyou would have others unto you. Nosotros hemos traducido directamente
del inglés, no obstante aportamos, por si resulta de interés para el lector, el
texto de la Nácar-Colunga para ese pasaje: «Y como queréis que hagan los
demás con vosotros, así también haced vosotros con ellos». [N. del T.]
[80] Middle Passage-, ruta triangular a través del Océano Atlántico entre
Europa, África y América en la que se comerciaba con productos
manufacturados (Europa), esclavos (África) y materias primas (América). del
T.]
[81] Founding Fathers (of the United States of America), la expresión se
refiere a aquellos políticos, estadistas y militares que intervinieron de manera
más o menos decisiva tanto en la Revolución Americana como en la
elaboración de la Declaración de Independencia y la Constitución de los
Estados Unidos de América. [N. del T.]
[82] El término empleado por Faulkner es stalemate y procede del
ajedrez, se refiere a la situación en la que aquel a quien corresponde mover
pieza no puede hacerlo pues pondría a su rey en situación de jaque y, por
tanto, la partida acabaría en tablas. En castellano es común referirse a esta
situación como «el ahogado», «ahogar al rey», de ahí que hayamos traducido
«to stalemate the idea of communism» por «para ahogar la idea del
comunismo». [N. del T.]
[83] Título de Faulkner; publicado originalmente como «Si yo fuera un
negro» [«If I were a negro»] [Nota del editor estadounidense].
[A Letter to the Leaders in the Negro Race]: dado que «race» significa
también «carrera» y que Faulkner habla a menudo de la velocidad con la que
se deben adoptar determinadas reformas, consideramos interesante señalar
que el título podría haberse traducido como «Una carta a los líderes en la
carrera negra», pues en inglés posee esa ambigüedad. [N. del T.]
[84] En francés en el original, «Saludo al alma que constantemente se
busca y se exige». [N. del T.]
[85] Originalmente este prólogo se imprimió completamente en cursiva.
El libro era una colección de apuntes publicada de forma privada, «Dibujada
por Wm. Spratling y compuesta por Wm. Faulkner [Drawn by Wm. Spratling
& Arranged by Wm. Faulkner]». [Nota del editor estadounidense]
[86] En el verano de 1933, Faulkner escribió una introducción a El ruido
y la furia para una propuesta de edición de Random House. La envió a su
agente Ben Wasson, que la envió a Bennett Cerf el 24 de agosto. (Véanse las
Selected Letters of William Faulkner, ed. Joseph Blotner, Nueva York, 1977,
pp. 71, 74) El proyecto fue abandonado, pero Random House se quedó la
introducción.
Cuando se hicieron planes en 1946 para un volumen doble en Modern
Library de El ruido y la furia y Mientras agonizo, el editor de Faulkner,
Robert Lincoln, encontró la introducción y se la envió a Faulkner con la
esperanza de que pudiera usarse, revisada de algún modo, en el nuevo
volumen. Faulkner rechazó el texto —«Había olvidado la petulante
rimbombante y sentimental mierda que era», escribió a Linscott— pero se
ofreció a reescribirlo y abreviarlo. Sin embargo, cuando se publicó el libro en
diciembre, no había en él ninguna introducción (Selected Letters, pp. 235-
236).
Entre los papeles de Faulkner sobrevivieron muchas versiones
manuscritas y mecanografiadas completas e incompletas. Representan al
menos dos versiones bastante diferentes. El presente editor editó y publicó
dos de los textos completos: el más largo, que Faulkner fecha «19 de agosto
de 1933», apareció primero en el Mississippi Quar- terly, verano de 1973; y
este editor cree que es el que Faulkner envió a Wasson; el que es mucho más
corto fue publicado en Southern Review, otoño de 1972, y este editor cree que
es el que Faulkner revisó y reescribió en 1946. Esos dos textos son los aquí
reproducidos. [Nota del editor estadounidense]
[87] Oh yeah? [N. del T.]

[88] «Lady and tiger fashion» es la expresión de Faulkner y alude a un


popular relato breve del escritor Frank R. Stockton que lleva por título
precisamente «¿La dama o el tigre?» (The lady or the tiger?) en el que se
afronta una difícil disyuntiva en la que ambas opciones resultan perjudiciales.
[N. del TJ
[89] Así comienza la última sección de El ruido y la furia, la titulada
«Ocho de abril de 1928». [N. del T.]
[90] W. A. Percy, In April Once, Yale University Press, New Haven,
1920. [N. del T.]
[91] Belgian Relief Commission o The Comittee for Relief in Belgium fue
una organi zación que durante la Primera Guerra Mundial se dedicó al
suministro de comida a Bélgica y a parte de Francia. [N. del T.]
[92] «I heard a bird at break of day / Sing from the autumn trees/ A song
so mystical and calm, / So full of certainties, / No man, I think, could listen
long / Except upon his knees. / Yet this was but a simple bird / Alone, among
dead trees.» [N. del T.]
[93] «Epistle from Corynth.» [N. del T.]

[94] C. Aiken, Turns and movies, and other tales in verse, Houghton
Mifflin Company, Boston y Nueva York, 1916. [N. del T.]
[95] «Discordants.» [N. del T.]
[96] «Music I heard with you was more than music, / And bread I broke
with you was more than bread; / Now that I am without you, all is desoíate; /
All that was once so beautiful is dead.
Your hands once touched this table and this silver, / And I have seen your
fingers hold this glass. / These things do not remember you, belovéd,— / And
yet your touch upon them will not pass. /
For it was in my heart you moved among them, / And blessed them with
your hands and with your eyes; / And in my heart they will remember always,
— / They knew you once, O beautiful and wise.» [N. del T.]
[97] The Jig of Forslin. [N. del T. ]
[98] The House ofDust. [N. del T.]
[99] Aria da Capo: A Play in One Act. La referencia correspondiente al
texto de la obra que reseña Faulkner es Aria da capo, a play in one act,
Harper, Nueva York, 1920. [N. del T.]

[100] Referencia a los personajes de la pantomima y la commmedia dellarte.


[N. del T.]
[101] All’s well that ends well («Todo está bien si termina bien» o «Todo
lo que acaba
bien está bien») es el título completo de la obra de Shakespeare. del T.]
[102] Los textos de The Emperor Jones y The Straw pueden encontrarse
en The Em- peror Jones, Different, The Straw, Boni and Livelight, Nueva
York, 1921. [N. del T.]
[103] Véase The hairy ape; Anna Christie; Thefirst man, Boni and Livelight,
Nueva York, 1922. [N. del T.]
[104] Gold; a play infour acts, Boni and Livelight, Nueva York, 1920.
[N. l ' l
[105] Popular columnista de comienzos del siglo xx. [N. del T.]
[105] Palabra de origen hebreo, alude a un término que, a modo de
contraseña, sirve para el mutuo reconocimiento de personas del mismo grupo,
bando o facción. [N.delT.]
[106] Linda Condon, A. A. Knopf, Nueva York, 1919; Cytherea, A. A.
Knopf, Nueva York, 1922; The bright shawl, A. A. Knopf, Nueva York,
1922. [N. del T.]
[107] En italiano en el original: La hija de su mente, la amorosa idea. Se
trata de una paráfrasis de unos versos presentes en el poema «Aspasia», de
Giacomo Leopardi [N. del T.]
[108] Doubleday, Page & company, Garden City, Nueva York, 1925. [N.
T.]
[109] Populares marionetas en el ámbito anglosajón. [N. del T.]
[110] La cita proviene del acto segundo, escena quinta, de As you like
(Como gus- téis), de William Shakespeare. El original dice: «If it do come to
pass / That any man turn ass/Leavinghis wealth and easel A stubborn will
toplease, /Ducdame, ducdame, ducdame: / Here shall he see / Grossfools as
he, / An ifhe will come to me.»[N. del T.]
[111] Referencia a un verso de Horacio, en el libro II de sus Odas, XIV
(Eheu fugaces, Postume, Postume…). [N. del T]
[112] Cadena norteamericana de restaurantes muy popular a principios
del siglo xx y, en cierto modo, predecesora de las empresas de comida rápida.
[N. del T. ]
[113] American Legión (asociación de veteranos de guerra). [N. del T.]
[114] En la primavera de 1925, el Times-Item ofrecía cada semana un
premio de diez dólares para la mejor carta que respondiese a la cuestión
«¿Qué problema hay con el matrimonio?». Faulkner escribió una carta que
ganó, publicada con una nota introductoria sobre su poesía el 4 de abril.
[Nota del editor estadounidense.]
[115] Faulkner era uno de los autores a los que se les preguntó qué libro
les habría gustado más escribir. [Nota del editor estadounidense]

[116] Se refiere a la obra de Daniel Defoe de 1722 Las fortunas e


infortunios de la famosa Molí Flanders [The Fortunes and Misfortunes of the
Famous Molí Flanders], de la que existen diversas traducciones al
castellano. [N. del T.]
[117] When we were veryyoung, E. P. Dutton & co., Nueva York, 1924 y
Meuthen & co., Londres, 1924; se trata de un poemario de Alan Alexander
Milne, el creador de Winnie the Pooh. [N.delT.]
[118] El Memphis Commercial Appeal del 2 de febrero de 1931 publicó
una carta de W. H. James, un hombre negro de Starkville, Mississippi,
alabando a un grupo de mujeres anti-linchamiento recién organizado en
Mississippi. En ella James afirmaba: «Cuán extraño resulta que la historia
nunca haya ofrecido registro de ni un solo linchamiento hasta después de los
días de la reconstrucción».
En una carta firmada «William Faulkner» y publicada en el Commercial
Appeal el 15 de febrero, Faulkner respondía con cierta extensión. Esta
respuesta, junto a la carta de James, se incluyó en un ensayo de Neil R.
McMillen y Noel Polk, «Faulkner sobre el linchamiento», Faulkner Journal,
otoño de 1992 (esto es, primavera de 1994). Este texto es el aquí reproducido.
[Nota del editor estadounidense]
[119] «Los días de la reconstrucción (de los Estados Unidos de
América)» [reconstruction days] o «la era de la reconstrucción»
[reconstruction era] son expresiones que se refieren a un momento temporal
cuyo origen está aproximadamente en los años en que tuvo lugar la Guerra
Civil de los Estados Unidos (1861-1865) y que se prolonga hasta finales de
los años setenta del siglo XIX. [N. del T]
[120] Región situada al noroeste del estado de Mississippi. [N. del T.]
[121] Esta nota de Faulkner apareció en la sobrecubierta de la primera
edición americana de la novela de James Hanley Boy (Nueva York: Knopf,
1932). [Nota del editor estadounidense] [Existe traducción castellana: El
chico, Seix Barral, Barcelona, 1992.]
[122] En la sobrecubierta de la primera edición de la novela Thunder
without rain [Trueno sin lluvia], de Clifton Cuthbert (Nueva York: William
Godwin, 1933), aparece una nota de Faulkner alabando la primera novela de
Cuthbert, Joy Street. El texto de esta nota está tomado de la carta de Faulkner
a Cuthbert, escrita probablemente a finales de 1931 o a comienzos de 1932,
que apareció en un periódico de Nueva York sin identificar. Un recorte de
prensa de la carta publicada fue citado en William Faulkner: The Cari
Petersen Collection, compilado por Peter B. Howard, Berkeley, California,
1991. El texto de esa carta, con las anotaciones del editor, es el aquí
reproducido, así como el texto de la nota de la sobrecubierta, que difiere
ligeramente. [Nota del editor estadounidense]
[123] Este anuncio clasificado apareció en el Memphis Commercial
Appeal el 22 de junio de 1936, y se volvió a imprimir en el Oxford Eagle el
25 de junio, poco después del regreso de Faulkner de una temporada
escribiendo guiones en Hollywood, donde él y Meta Carpenter se
convirtieron en amantes. Le escribió a ella que Estelle, a pesar de sus
advertencias a los comerciantes locales, «había conseguido gastar casi más de
mil dólares en su ausencia». (Véase A loving gentleman: The love story of
William Faulkner and Meta Carpenter [Un caballero encantador: la historia
de amor entre William Faulkner y Meta Carpenter], por Meta Carpenter
Wilde y Orin Borstein, Nueva York, 1976.) Joseph Blotner incluyó el texto
del Commercial Appeal en Faulkner: A Biography, vol. 2, Nueva York,
1974. Ese texto es el aquí reproducido. [Nota del editor estadounidense]
[124] Faulkner fue el anónimo autor de la inscripción en el monumento a
los muertos del condado de Lafayette en la Segunda Guerra Mundial. Erigido
en 1947, está en la cara norte del juzgado de Oxford. El texto se publicó
primero en el Oxford Eagle del 13 de febrero de 1947, donde se le atribuyó a
Faulkner. En el texto se cambió una cosa respecto al monumento: la fecha «2
de septiembre de 1945» había aparecido como «15 de agosto de 1945» en el
Eagle.
El texto del Eagley y el cambio para el monumento, apareció en James B.
Me- riwether, «Faulkner and the World War II Monument in Oxford», en A
Faulkner Miscellany, ed. James B. Meriwether, University Press of
Mississippi, 1974. [Nota del editor estadounidense]
[125] En marzo de 1950 tres hombres blancos fueron condenados por el
asesinato de tres niños negros en el condado de Attala, Mississippi. Dos
fueron sentenciados a cadena perpetua, el otro a diez años. [Nota del editor
estadounidense]
[126] Jigger. Para lo siguiente téngase en cuenta que una onza
estadounidense referida a líquidos y fluidos equivale a 29,57 mililitros. [N.
del T.]
[127] Se trata del final del conocido pasaje recogido en Me 12,13-17,
citamos según la versión Nácar-Colunga. La cita de Faulkner, que de nuevo
sigue la King James Versión, reza como sigue: «Render unto Caesar the
things that are Casear’s and to God the things that are Gods» [«Dad a César
las cosas que son de César y a Dios las cosas que son de Dios»]. [N. del T.J
[128] Éste es el título más común con el que varias ediciones en
castellano tradujeron Across the River and into the Trees, Scribner, Nueva
York, 1950. [N. del T.]
[129] Men without women, Scribner, Nueva York, 1927 (colección
temprana de cuentos de Ernest Hemingway). [N. del T.]
[130] McGee, un negro condenado por la violación de una mujer blanca,
fue ejecu- tado en Laurel, Mississippi, en mayo de 1951, cuatro meses
después de que la Corte Suprema de los Estados Unidos hubiese rechazado,
por tercera vez en dos años, revisar la condena. Faulkner realizó esta
declaración a la prensa el 26 de marzo para corregir las citas erróneas que
habían aparecido en los periódicos después de que la semana anterior hubiese
sido entrevistado por mujeres representantes del Congreso de los Derechos
Civiles. [Nota del editor estadounidense]
[131] De la parte trasera del fajín de la sobrecubierta de la primera
edición de la novela de Graham Greene Loser takes all, (Londres:
Heinemann, 1955) [El perdedor se lo lleva todo; hay traducción castellana:
El perdedor gana, Seix Barral, Barcelona. 1990. De The end of the affaire
(Heinemann, Londres y Viking Press, Nueva York, 1951) existen diversas
traducciones al castellano con el título de El fin de la aventura o El fin del
romance]. Fue tomada de una carta que Faulkner escribió a Harold Raymond,
uno de los principales socios de Chatto and Windus, su editorial inglesa, el
22 de enero de 1952. La carta está publicada en Selected Letters of
William Faulkner, ed. Joseph Blotner, Nueva York, 1977. [Nota del editor
estadounidense]
[132] La carta de Faulkner al Memphis Commercial Appeal fue incluida
en la primera edición de esta colección. Un borrador sin terminar pero mucho
más largo de la carta aparece en el reverso de dos páginas del mecanoscrito
de La mansión y fue publicado en «Faulkner’s Typescripts of The Town», por
Eileen Gregory, Mississippi Quarterly, verano de 1973. Ese texto es el
reproducido aquí. [Nota del editor estadounidense]
[133] Escrito en el apogeo de la crisis de integración en los institutos en
Little Rock, Arkansas. [Nota del editor estadounidense]
[134] La carta de Faulkner fue escrita cinco días después de que el piloto
Francis Gary Powers hubiese sido condenado en Moscú por espionaje y
sentenciado a diez años de cárcel. Fue liberado en 1962 y volvió a los
Estados Unidos, donde fue oficialmente exculpado de cualquier cargo de
mala praxis. [Nota del editor estadounidense]
[135] District Court, Tribunal del distrito. [N. del T.]

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