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Giulio Carlo Argan.

*
La «Retórica» y el arte barroco
Esta comunicación no pretende agotar, sino solamente indicar algunos aspectos de la
influencia del pensamiento aristotélico sobre la concepción del arte en el período barroco,
como factor esencial de la superación del canon formal y por lo tanto de ese neoplatonismo,
que en el siglo XVI tuvo su mayor expansión en el Manierismo posterior a Miguel Ángel. Una
investigación similar ha sido cumplida por la crítica moderna, y especialmente por Denis
Mahon y Spingarm, partiendo de la Poética y por lo tanto, de la adecuación entre pintura y
poesía: adecuación en la que, sin embargo, interesa sobre todo la función de la imaginación y,
luego, la posibilidad de nuevos contenidos. También es sabido que el mayor teórico y crítico
de arte del siglo XVII italiano, Giovan Pietro Bellori, se refiere muchas veces a las obras
retóricas de Cicerón y, por lo tanto, directa o indirectamente a la Retórica de Aristóteles: que
por otra parte, era accesible en la traducción de Annibal Caro, publicada en 1570. Y hay que
tener presente que Bellori, fundando su actividad de teórico sobre una larguísima experiencia
crítica, refleja una condición cultural ya claramente individualizable en torno al tercer decenio
del siglo. Es fácil entender que la influencia de la Retórica sea menos evidente que la de la
Poética; pero el interés de la relación está justamente en el hecho de recurrirse a un texto cuyo
argumento no es específicamente estético y cuyo fin es explicar el valor de la persuasión y la
técnica o el arte de persuadir.
El problema-base de la teoría barroca del arte es, como se sabe, el de la imitación y el de la
Idea: dos direcciones que se corresponden, evidentemente a las corrientes pictóricas del
Caravaggismo y del Carraccismo. El mismo planteo del problema rompía la tradicional co-
rrelación de teoría y de práctica, que era cardinal en el sistema estético del Renacimiento.
Separando el momento de la imitación del de la idealización, se reabría necesariamente la
cuestión del fin. ¿Por qué limitarse a imitar como el antiguo Demetrio o el moderno
Caravaggio? ¿Y por qué elegir o idealizar como los grandes maestros clásicos o los modernos
Carracci? Por un lado está la especialización del arte, la pintura que es, o parecía ser solamente
pintura; técnica o ejercicio del ojo y de la mano. Por otro lado está la generalización pintura-
poesía, que multiplica los datos de la realidad, o más aún, los sobrepasa y los olvida en las
infinitas posibilidades de lo verosímil. En el primer caso se tiene una técnica de la mano o del
pincel; en el segundo, una técnica de la mente, o más precisamente, de la imaginación; pero se
trata siempre de técnicas, independientemente del grado, y cada técnica presupone una finali-
dad. Se trata por lo tanto de aclarar cuál es la finalidad del arte del siglo XVII.
El concepto de analogía de la pintura y la poesía tiene raíces remotas, y precisamente en el
arte veneciano del siglo XVI; se sabe que Ticiano llamaba «poesías» a sus pinturas de tema
mitológico-erótico. Por su parte, esa definición se remonta a Almorò Barbaro, que entre otras
cosas fue el primer divulgador de la Retórica aristotélica, y es decir, al rescate humanista, tan
bien estudiado por Ferriguto, contra el rigor lógico del Studio paduano. Es el contraste entre la
Amoenitas dicendi y la Rerum austeritas, y el primer reconocimiento al valor del decir, del
comunicar, de la fuerza persuasiva del discurso, de la «elocutio»: una lucha de la que hay
rastros también en las discusiones sobre las artes figurativas, y precisamente en el contraste,
indicado por Dolce, entre «las cosas muertas y frías de Giovanni Bellini, de Gentile y de
Vivarino» y el «blando y tierno» natural de Giorgione y Ticiano.
La idea de «poesía» sin embargo, siempre se refería a una poesía antigua; a la fascinación
por Lucrecio, por Ovidio y por Virgilio de la que están llenas las pinturas de Giorgione y del
Ticiano joven. Cuando el tema «ut pictura pöesis» reaflora a fines del siglo XVI, aquel motivo

* “La «Rettorica» e l’arte barocca”, en Dal Bramante al Canova. Roma, Mario Bulzoni Editore, 1970
(Ponencia presentada en el III Congreso Internacional de Estudios Humanísticos, Venecia, 1954).
Versión en español: Miguel Ángel Muñoz.
humanista había desaparecido completamente, el binomio pintura-poesía se transforma en el
binomio pintura-elocuencia. La crítica de Bellori se adhiere como un guante a la pintura de los
Carracci: es una crítica totalmente descriptiva y fundada sobre el principio de que los valores
de la obra figurativa deben poderse transcribir integralmente en valores literarios, donde el
sustantivo es la forma, el verbo la composición, el adjetivo el color. La continuidad o la
coherencia de la descripción, su interna articulación y modulación demuestran el valor de la
obra; pero pueden hacerlo en cuanto la obra de arte es también ella discurso y de la especie
demostrativa, y entre sus elementos de imágenes corren relaciones cuya naturaleza, si no es
específicamente silogística, es seguramente entimemática. No sería difícil demostrar que la
pintura de los Carracci, y sobre todo la de Ludovico, tiene en relación con los ejemplares
venecianos, a los cuales frecuentemente se refiere, un valor de «versión en prosa», un carácter
discursivo, que no desdeña recurrir a ejemplos hasta demasiado fáciles o a locuciones dialec-
tales; y cuyo fin es abiertamente demostrativo.
En los pensamientos sobre arte que Bellori atribuye a Poussin se dice explícitamente que la
forma artística no tiene, en sí misma, carácter de fin sino de medio: «la forma de cada cosa se
distingue por la propia operación o fin: algunas producen la risa, el terror, y estas son sus
formas»; y, moviendo los afectos, persuaden, y no ya o no tanto por las cosas que dicen sino
por el «modo»: «los colores en la pintura son casi ilusiones para persuadir a los ojos, como la
gracia de los versos en la Poesía». Está claro que para la validez o eficacia, antes de la exis-
tencia misma del arte, se precisa ahora, más allá del artista y de la obra, de un tercer elemento,
un oyente o contemplador, un público: justamente, la condición del discurso demostrativo. Es
verdad que, en rigor, cualquier obra de arte presupone ese «tercero»; pero si, hasta aquel
momento el arte no buscaba sino suscitar la admiración por la belleza de sus formas o por las
revelaciones de las cualidades supremas de la Naturaleza, o sea condicionar la actitud del
hombre frente a la realidad, ahora se preocupa por exaltar ciertas posibilidades de reacción
sentimental que están ya en el espectador y que más bien, para ser comunes a todos los
espectadores, constituyen el carácter de una determinada sociedad. Más precisamente, si en el
pasado el fin del artista era hacer ver y probar al espectador lo que él mismo había visto y
probado (la composición en perspectiva determinaba un punto de vista obligado, colocaba al
espectador en el mismo lugar donde se había colocado el artista) y esto reproducía en el
contemplador la condición del artista, ahora el contemplador es realmente un otro, y el artista
no se empeña ni en ver ni en probar, sino sólo en hacer ver y probar por medio de una técnica
de la cual él, en tanto artista, es de detentador. «Materiam superat opus»: es decir, si el pintor
quiere suscitar la maravilla, más aún que recurrir a «cosas nuevas extrañas» debe tratar de
«hacer maravillosa su obra por la excelencia de la manera».
Es el tiempo en que las Academias fijan y sancionan el carácter de la profesionalidad del
artista: que ya no es un personaje de la corte, sino un libre «professore», un burgués: como el
médico o, mejor, como el hombre de leyes. El arte no es sino una técnica, un método, un tipo
de comunicación o de relación; más precisamente es una técnica de la persuasión que debe
tener en cuenta, no sólo sus propias posibilidades o sus propios medios, sino también las dis-
posiciones del público al que se dirige. La teórica de los afectos, expuesta en el segundo libro
de la Retórica, llega a ser así un elemento en la concepción del arte como comunicación y
persuasión.
No es posible, aquí, descender a ejemplificaciones, que asumirían prácticamente toda la
temática del arte barroco. Bastará destacar que la técnica, tomando en el siglo XVII ese
desarrollo autónomo que todos conocen, se configura como método: más precisamente es el
método que sustituye al sistema. Como la retórica, y como la dialéctica, no tiene un sujeto
propio, pero se aplica a todos los sujetos y tiene por lo tanto una infinita variedad de especies.
No indaga la naturaleza, no se propone acrecentar la serie de las nociones; sino que indaga, y
con frialdad casi científica, el ánimo humano y elabora todos los medios que pueden servirle
para estimular sus reacciones. Así se crea una pintura de paisaje que ciertamente no deriva de
una nueva y más viva experiencia de la naturaleza; se construyen perspectivas sorprendentes
que no nacen de una nueva meditación del problema del espacio; se da inicio al género de la
naturaleza muerta sin ningún interés especial por la cualidad de los objetos; se pintan escenas
de la vida popular sin ningún interés social concreto; se inventa un luminismo sin afrontar el
problema de la luz natural. Pero cada uno de esos modos responde a una profunda exigencia
del público, le toca y conmueve su mundo afectivo. Se afirma, también repitiendo una
proposición de la Retórica, que lo verosímil no es sustancialmente otra cosa de lo verdadero,
así como el entimema no es sustancialmente distinto del silogismo. Esto no es indicio de una
indiferencia cínica o desesperada frente a la verdad, sino solamente la constatación del análogo
efecto de lo verdadero y lo verosímil a los fines de la persuasión. Es tan cierto, y también aquí
ayudan las lecciones de la Retórica, que la técnica, en el acto mismo en que produce lo
verosímil o lo probable, debe esconderse para no revelar el artificio. «Ars est celare artem» o,
con palabras de Tasso, «l’arte che tutto fa, nulla si scopre» («el arte que todo hace, nada se
descubre»); más bien una nueva técnica, que luego es la técnica de la espontaneidad de la
presentación, se superpone a la primera, que es la técnica de la invención artificiosa de los
argumentos.
El cruce de estas dos técnicas es importante porque revela el fin de la proporcionalidad, es
decir, del canon o del módulo clásico; es una técnica de la amplificación y una técnica de la
evidencia del argumento, una técnica de la invención y una de la ejecución, una técnica de la
argumentación y una técnica de la prueba. Sin duda la forma pierde la perspicuidad y la
claridad que se derivan de lo que podemos llamar su espacialidad; pero la pierde en cuanto
transcurre en la temporalidad de las gradaciones de los tonos y de los acentos, en el
movimiento dialéctico del discurso demostrativo. Como la oración, la obra de arte figurativo es
a la vez ejemplar y entimemática, provee la prueba y el argumento: así como, para no citar sino
un ejemplo, en el martirio de San Vitale Barocci representó una niña que embucha una cereza a
una urraca, para «denotar -advierte Bellori- con la cereza la estación de la Primavera, celebrán-
dose el martirio de este santo el día 28 de abril». Si aquello que Aristóteles llama la
«investigación de lo probable» aleja el horizonte más allá de cualquier límite proporcional,
acerca también el primer plano, encuentra un punto de contacto directo con el espectador, le
permite «penetrar» en el cuadro o vivir empatéticamente en la arquitectura. Esto se aleja de lo
finito formal pero sólo para dejar márgenes a la imaginación del espectador; y la soltura, la
vivacidad pictórica que se alcanza no tiene ninguna razón de «visión» sino solamente de
discurso. Hasta el luminismo caravaggiesco no depende de una nueva concepción de los
valores espaciales de luz y sombra, sino solamente de la voluntad de hacer un preciso discurso
conciso, violentamente persuasivo: todo ejemplos, sin entimemas.
Pero, en fin, si el arte barroco configura la representación como discurso demostrativo y lo
articula según un método de persuasión es legítimo preguntarse cuál es el sujeto o el fin de la
persuasión. Y justamente me parece que aquí la experiencia de la Retórica aristotélica propor-
ciona una clave de interpretación y de valoración del arte barroco. No existen tesis a priori que
la oración retórica deba o quiera demostrar; ella se puede aplicar a cualquier sujeto porque lo
que importa no es persuadir de esta o aquella cosa, sino simplemente de persuadir, siendo la
posibilidad de persuadir a los otros el fundamento mismo de las relaciones humanas y de la
vida civil. No se niega que en el arte barroco prevalezcan los motivos religiosos y morales ni
que haya sido largamente utilizado, y justamente por su fuerza de persuasión, por la Iglesia
Católica para sus fines de propaganda; pero sería simplemente absurdo reducir toda la temática
barroca a las tesis religiosas de la Contrarreforma, y de todos modos sería necesario pregun-
tarse si, en muchas obras de tema religioso, éste no sea a la vez un medio o un proceso que el
artista recorre para ejercitar, sic et sempliciter, la facultad de la persuasión: un instrumento, en
fin, para establecer una cierta base de acuerdo o aprovechar una ya existente y hacer así
posible el enlazarse de una relación. Y siempre sería fácil demostrar que, en la mayor parte de
las figuraciones barrocas no encontramos ya expresada una religiosidad del artista, sino
reflejada la religiosidad de los devotos: de donde puede decirse que esa religiosidad depende
de haber preventivamente valorado la disposición sentimental del público y elegido así el te-
rreno más apto, el punto más sensible para ejercitar la persuasión y operar la moción de los
afectos. Por esto esa religiosidad es, y no puede no ser, convencional o externa; sin embargo,
sin que esa convencionalidad o exterioridad (o, más aún, ese carácter colectivo y social del
sentimiento) produzcan el decaimiento o la anulación de la calidad estética de las obras.
El trompe-l’oeil, que es una forma típicamente barroca, no es sino un caso particular,
extremadamente limitado pero justamente por eso sumamente demostrativo de esta persuasión
sin sujeto; y, en definitiva, sin una directa participación del artista, que proporciona solamente
una «técnica». Es una oración toda para pruebas y ejemplos (o, si se quiere, sólo para gestos
indicativos) como la que Aristóteles afirma no ser menos persuasiva, aunque menos con-
movedora y penetrante, de la que procede por entimemas. Es evidente que los techos en
perspectiva de Baciccio y del Padre Pozzo, como muchas arquitecturas de Bernini y de
Borromini, pueden considerarse gigantescos trompe-l’oeil, en los cuales la lógica o la
dialéctica de la perspectiva da credibilidad a visiones increíbles y las hace verosímiles. Pero es
absurdo suponer que el pintor de trompe-l’oeil pensara verdaderamente que los objetos pin-
tados pudieran ser cambiados por verdaderos o que el pintor de perspectivas se ilusionara de
poder persuadir que el espacio finito fuera en cambio real y efectivamente recorrible: el pacto
que se establece no es sobre la calidad del objeto sino sobre el proceso o el método de la
persuasión, pareciendo bien claro (mucho más cuando se considera la larga difusión de formas
y formalismos del arte en las costumbres sociales) que a la técnica de persuadir, propia del
artista, corresponda en el público una igual complicada y ejercitada técnica de hacerse per-
suadir. No me parece demasiado arriesgado suponer que el arte como persuasión, o más aún
como comunicación y relación, no dependa tanto del tipo de las grandes ideologías religiosas,
como del nuevo modo de vida social y principalmente de la afirmación de las burguesías euro-
peas en el cuadro de los grandes estados monárquicos. En todo caso, es cierto que es
justamente el arte barroco quien por primera vez tiene en cuenta lo que en la Retórica es
definida como la «diversa suerte de los estados», y, como es propio de la oración, se dirige
tanto a las clases más cultas como a las más humildes sin por eso descender el tono. Más bien
de esto se vanagloria el artista: de saber provocar los afectos más diversos y de formar con
ellos un armónico, polifónico coro: en el que asume la parte directiva del a solo. Ese arte
tiende, en fin, a crear el escenario de la vida del tiempo y particularmente de la vida social; y si
exalta ideales religiosos o morales es porque sabe que ellos forman el fondo pero no el fin ni el
objetivo de la vida social, completamente atrapada en la compleja relatividad de la práctica. Y
fácilmente se entiende por qué retóricamente se amplían esos ideales o esos mitos: ellos están
más allá del horizonte de la vida y, sirviendo de fondo, deben ser genéricos tanto como para
que los más diversos casos humanos puedan encontrar en ellos su complemento escénico.
No se olvide que la Retórica, dice Aristóteles, es «retoño de la Política», ya que sobre
ninguna otra cosa que la posibilidad de la persuasión recíproca se funda la vida de la polis. No
es casual que precisamente de la técnica figurativa, y sobre todo de esa perspectiva que ya no
es estructura o arquitectura estable del espacio sino función del pensamiento que piensa el
espacio, nazca el esquema urbanístico de la ciudad barroca: la ciudad que admite por cierto el
centro del poder, pero en torno a él desarrolla su trazado de avenidas, que objetivamente res-
ponde a la necesidad de libres tráficos y de continuas comunicaciones. Y es justamente en el
período barroco que el elemento básico del ordenamiento urbanístico deja de ser la casa o el
palacio para serlo la calle o la plaza.
Por lo tanto, nos parece que la guía de la Retórica, positivamente entendida en su sentido
originario de método o mecánica de la vida social y política (y no ya, negativamente, como
degradación de la Poesía), puede introducir a una interpretación positivamente «civil» de ese
arte barroco, que muy a menudo se considera nada más que la expresión de un decaimiento, en
sentido conformista, de una idealidad religiosa. Tal interpretación «civil» consentiría, o me
equivoco, también una más objetiva apreciación de la incontestable contribución de
experiencia que ese arte ha efectuado, en todos los campos, a la formación de la cultura figu-
rativa moderna y que permanecería, de hecho, inexplicable en el ámbito de la valoración global
negativa y regresiva del Barroco, propuesta por Croce.

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