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EL LEPROSO

Hasta aquí había oído suficiente de Jesús, sobre todo de sus sorprendentes y maravillosos
milagros, pues para los que padecemos una enfermedad como la que yo tenía, la desesperación
por sanidad nos llevaba a buscar con avidez algo o alguien que nos sane.
Estaba enfermo de lepra, un mal incurable y mortal que entregaba a la muerte después de largo
Sufrimiento. Implicaba un daño físico, imperceptible al comienzo pero posteriormente visible
con la aparición de manchas, tumores y úlceras.
Esta enfermedad marcaba profundamente la vida de quien la sufría y le trazaba un destino
ineludible.
Legalmente estaba establecido que toda persona que sufriera este mal debía salir de su medio
social, su comunidad, su familia, su hogar. No se le condenaba a muerte -lo cual hubiera sido
mejor- pero se le obligaba a ir a lugares donde no pudiera tener contacto con otras personas,
salvo los que estaban igualmente enfermos. De esta manera, las cuevas apartadas e inservibles
eran nuestros lugares de refugio.

El dolor más terrible era el estigma espiritual caía sobre los leprosos ya que éramos considerados
malditos de Dios, personas sobre quienes la probación, la condena y el castigo del santísimo se
había hecho manifiesto. Un leproso no podía participar en la más mínima ceremonia religiosa del
pueblo. Para él estaban las puertas del templo y, por lo tanto, también las del cielo. Éramos
personas contaminadas y contaminantes, tanto en lo físico como en lo espiritual.
i Yo era uno de esos miserables leprosos!

Esta terrible enfermedad no solo afectó mi cuerpo, sino también sufría la angustia mental y
espiritual, borrando todo rastro de paz y felicidad, y quitándome los deseos de vivir. Llegué a ser
un hombre inexistente, desterrado para la sociedad -incluidos mis propios familiares- era objeto
de la maldición de la ley y del desprecio de todos mis congéneres.

Cuando llegaron a mis oídos las primeras noticias de Jesús reaccioné con incredulidad. Más
tarde, cuando ya era casi imposible no oír de Él, pues todo el mundo comentaba acerca de sus
asombrosas obras, despertó mi fe y surgió un rayo de esperanza. Comencé a pensar que era un
profeta -como los de antaño- que se había levantado en nuestra sufrida tierra, esclava de Roma y
del abuso de los religiosos que la gobernaban bajo el dominio extranjero.

Sabiendo que Jesús andaba cerca, lo busqué y me fui acercando cautelosamente. Como leproso,
yo sabía que no solo no era bienvenido a reuniones de este tipo sino que hubiera sido objeto del
repudio y el espanto de la gente. Éramos como una peste y nadie quería estar cerca. Sin embargo,
me esforcé por acercarme al sorprendente Maestro. Logré mi objetivo, Estaba frente a Jesús

No me pregunten cómo lo logré. Ni yo mismo me di cuenta. Estando frente a Él, me postré. Me


resultaba imposible mantenerme de pie. Su majestad imponente, a causa del poder y autoridad
que ejercía, me doblegaba mucho más a mí, un miserable leproso. De mis labios solo salió un
ruego: —Si quieres, puedes limpiarme.
Mi voz salió suave y temblorosa. Yo, que había pensado muchas veces que esta enfermedad no
era lo justo para mi, frente a Jesús solo pude sentir mi terrible Indignidad, ahora delante del
maestro era uno igual a todos los leprosos con quienes yo comulgaba, solo desventurado más a
quien su condición de hombre pecador lo marcabacon las heridas mortales de la lepra

No senti el más mínimo derecho; al contrario, solo supliqué absolutamente consciente de que si
recibía algo de tan portentoso profeta, sería por su gracia un regalo inmerecido.

Le dije: Si quieres... porque estaba completamente seguro que podía hacerlo. Me invadió una
gran certeza y la fe fue creciendo más y más a medida que fui oyéndole; y se acentuó cuando me
fui acercando a Él. Estando frente a Jesús tenía la seguridad que solo Era asunto de su voluntad.
Si Él quería, me sanaría. No era asunto de poder sino de su voluntad soberana.

Yo no podía obligarlo, no tenía ningún derecho. Estaba a merced de su pura voluntad. Con esa
certeza en mi mente esperaba que dijera algo, como realmente lo dijo: Quiero, sé limpio

Pero la verdad es que yo oí esas palabras como si se tratara de un eco, pues Jesús, previamente,
antes de responderme con palabras, me tocó. iMe tocó!
iJamás esperé que Jesús me tocara! La razón de esto era absolutamente clara y comprensible
para todos, por lo que yo mismo lo hubiera entendido y aceptado.

No significa que no extrañara un toque humano, un abrazo, una palmada; al contrario. Se puede
entender, aceptar y hasta resignarse a no recibirlo, pero no dejaremos de anhelar el cariño, la
expresión de afecto de otros congéneres. Yo soñaba con el abrazo de mis padres, las caricias de
mis hijos, el amor expresado en el toque afectuoso de mi esposa.

Muchas veces me consolé con el soplo del viento sobre mis espaldas, imaginando que era el
toque cariñoso que me enviaban mis seres queridos.
Nunca esperé que Jesús me tocara, solo que hablara, que diera la orden, si es que se dignaba
responder a mi súplica y me sanaba. Pero me tocó, y su toque me estremeció completamente.
Tocó mi cuerpo, pero lo sentí hasta en mi alma porque fue un toque cargado de amor,
misericordia, y compasión
Era un toque que hablaba por sí mismo y expresaba la aceptación plena de mi persona, un
leproso maldito y despreciado Expresaba amor, afecto franco, sincero y cálido, muy cálido.

En ese contacto sentí que me envolvió en sus brazos llenó del cariño del que estaba hambriento y
profundamente sediento. Eran mis padres, mi esposa, mis hijos, amigos y el mundo entero
diciéndole a mi corazón que yo existía, que contaba para ellos, que me querían y apreciaban.
Significó una bienvenida a la vida, a la existencia, a ser humano otra vez.

Tal vez estés pensando que me impresionó el poder de Jesús. No lo podría contradecir. Pero mi
encuentro con Jesús se dio en el toque de su mano, en esa caricia que me hacía saber y sentir de
su infinita bondad, gracia y misericordia. Fue como si lo oyera decir que me amaba, de tal
manera, que estaba dispuesto a contagiarse y morir por mí; por eso pudo tocarme sin considerar
mi condición de leproso.
Fui pensando encontrar un Jesús poderoso y lo hallé. Pero mas que eso, me encontré con un ser
amoroso, profundamente amoroso. Tan lleno de compasión por mí, que me recibió como
diciéndome: aquí estoy, aquí me tienes para ti. Esa es la razón de su tierna respuesta:
— Quiero...
Su respuesta sonó completamente consecuente con lo que me estaba comunicando al tocarme. En
cierta manera era lo que esperaba mi anhelante y sediento corazón. Su "quiero" fue tierno, dulce,
cargado de sentimiento. Como si me estuviera diciendo: cómo no voy a querer curarte, sanar tu
alma y tu cuerpo si para esto he venido.
qué experiencia la de ese momento! Era la más maravillosa y significativa de mi vida. Creo que
aunque no me hubiera llegado a sanar, ya no lo necesitaba.
Estaba disfrutando de sanidad espiritual y emocional incomparables. Estaba siendo saciado en mi
corazón, allí donde la sed de amor y aceptación era desesperante.

Cuando oí el sé limpio" sentí un leve temblor en mi cuerpo, o tal vez fue producto de mi propia
reacción al ver que inmediatamente mi cuerpo quedo limpio de las heridas supurantes. Ahora
Jesús se mostraba poderoso, poderosísimo, pues estaba ejerciendo una fuerza y autoridad
suprema, más allá de toda posibilidad humana.

La limpieza de mi cuerpo fue la perfecta muestra de la sanidad de mi alma y de mi corazón.


Jesús me había limpiado desde adentro, desde lo profundo de mi ser

Viví y experimenté el poder sanador de Jesús, pero fueron su amor, su misericordia y profunda
compasión lo que me impactaron y restauraron. Su incomparable amor por mí sació mi alma y
curó las heridas y dolores profundos que nadie veía, pero que yo sí sabía que estaban muy
presentes en mi afligida vida.

Jesús me mandó callar, pero fue algo que no pude hacer. No porque no hubiera querido
obedecerle, lo deseaba profundamente, pero, ¿cómo entraría de nuevo al mundo del cual fui
desechado por ser leproso sin gritar a voz en cuello que había sido sanado?
¿Cómo vería a los míos en casa sin anunciarles el portento que Jesús había hecho conmigo?
Hay gritos del alma que no se pueden callar

Mi testimonio fue público y enfocado en el Maestro, con Él había tenido este maravilloso
encuentro, Mi sanidad tenía un sola explicación, muy fácil y sencilla: JESÚS. Cuando la gente
me preguntaba acerca del qué, cómo, dónde y cuándo había vivido esta experiencia, le respondía
con una sola palabra: un Nombre. Para mí no solo especial, sino sin igual, incomparable: JESÚS.

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