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Dámaso Alonso, “Elogio del endecasílabo”

¿Qué era lo que llegaba de Italia?


Un nuevo, maravilloso instrumento: el endecasílabo.
Del siglo XV nos habían quedado el octosílabo y el verso de arte mayor.
El octosílabo estaba maduro ya, tras la larga lección de los cancioneros. Verso ligero y gracioso, mas con
insospechadas metamorfosis. Mímica ardilla, aquí, rápida, inasible; si se detiene un instante es para
concentrar una hiriente agudeza. Breve barquichuelo siempre, pero allá adaptable en lentos meandros al
demorado fluir de la narración. O deslumbrante juego de felices arcaduces que voltean, chispeando, ligeros
afectos de gracia, delicadezas de amor. ¡Oh, sí! El octosílabo se adapta tan bien a las medidas humanas,
que en muchas lenguas se produce y en muchas lozanamente vive. Sí, y, sin embargo, unido a la entrañada
tradición popular en que nacimos, ¡le sentimos tan nuestro!: octosílabo nuestro, profundamente hispánico,
en el romance y en las canciones secularmente filtradas, íntima vena de nuestra eterna expresión popular,
allí donde alienten aire y garbeo españoles, soterraña, aceda sal y sangre de nuestra tierra, desde el
romancero hasta Lope, desde Lope hasta Federico.
Junto al octosílabo –ya nuestro para siempre–, apuntado a empresas más levantadas, quedaba, para morir
enseguida, el verso de arte mayor, de vuelo lento y monótono, torpe avutarda de cuatro aletazos por renglón:
Al múy prepoténte don Juán el segúndo…
¡Cómo agobia a este verso algo como un lastre medieval, a este verso al que no sé qué diablillo irónico,
vengador de la Edad Media, quiso hacer recipiente de primeras esencias renacentistas! ¡Señor, si Dante
había temblado ya como un sauce primaveral, si Petrarca ya había hecho fluir su psicología amorosa por
un canalillo fino y exacto, de limpias ondas musicales, y con tal propiedad que cada onda reflejaba, perfecta,
cada sentimiento!
Y llegaba ahora, por fin, de Italia el endecasílabo, el instrumento de Guido Cavalcanti y de Lapo Gianni,
de Dante y del Petrarca, criatura perfecta ya, y siempre virginal, cítara y arpa, dulce violín de musical
madera conmovida. ¿Qué ángel matizó la sabia alternancia de los acentos, la grave voz recurrente de la
sexta sílaba, o los dos golpes contrastados de la cuarta y la octava, en el modo sáfico?
¿Quién le dio la magia proteica de ser siempre uno y siempre vario, nuevo y cambiante en cesuras y libres
cuasi-hemistiquios, concertado a las siete sílabas o a las cinco, lánguida criatura ondulante, en sí mismo
valle y colina? ¿Y aquella gracia tornadiza de la rara acentuación en séptima, en que un pie tan donosamente
se sabía invertir, en Dante o en nuestros primeros cultivadores,
…tus claros ojos, ¿a quién los volviste?
con un gusto de la variación, por desgracia pronto olvidado?
Llegaba ahora un divino instrumento, perfeccionadísimo, de maravillosas voces, registros y potencias, que
unía en sí gravedad, matiz, flexibilidad, fuerza y siempre, siempre elegancia. Superior al pentámetro
yámbico, que podrían oponerle los pueblos del Norte: pentámetro machacante, con sus casi inflexibles
cinco golpes acentuales (aunque algún pie se invierta a veces). E incomparable con los otros metros
acentuales de diez o más sílabas, todos de una música demasiado evidente. Del mejor de ellos se podría
decir lo que Verlaine de la rima:
…ce bijou d’un sou
qui sonne creux et faux sous la lime!
¡Cuantos ejemplos se podrían citar! Todas aquellas zarabandas polimétricas que nuestros románticos
aprendieron en Les Djinns, de Víctor Hugo, y mucho Salvador Rueda, y un poco del peor Rubén, y casi
toda la bisutería modernista.
El metro de doce son cuatro corceles,
corceles latinos de espléndida tropa…
¡Galopa, galopa, galopa, galopa!
Etcétera. Dejémosle galopar… que él se despeñará. Vamos a prescindir de comparaciones, y ya allá se las
hayan otros versos con sus fáciles musiquillas. Útiles a veces, bellas a veces, cuando un genuino artista los
hace zigzaguear siguiendo a la expresión, en repentinos esguinces:
la blanca cigüeña
dormita volando,
y las golondrinas se cruzan, tendidas
las alas agudas al viento dorado…
Y una que torna como la saeta,
las alas agudas tendidas al aire sombrío…

O cuando una poderosa intuición las quiebra con un acorde de agua o de cristal:

Del salón en el ángulo oscuro,


de su dueño tal vez olvidada,
silenciosa y cubierta de polvo
veíase el arpa.
Metros que han de ser manejados angélicamente, nerviosamente, y a la par con sordina y con difuminación.
Y muy de tarde en tarde.
Pero de la música del endecasílabo no nos cansaremos, no nos saciaremos nunca. Manejado por un
Góngora, cincela lo infinitamente complicado. Cargado de la pasión de un Quevedo, desgarra, o esculpe,
apretada, la sentencia de granito. Y en Lope es variedad vital y salada donosura. Como en Garcilaso fue
sedeña nostalgia, trémolo de la voz que las lágrimas apenas empañaron. Y en San Juan de la Cruz, ya lleno
y luminoso de naturaleza, ya apagado en el aniquilamiento del sentido, frontera o linde con la Divinidad.
Amplio registro el del verso italiano, que si tiene una limitación es la de no servir, o malamente y a repelo,
para chanzas y rudas jocosidades. Apto lo mismo para la grave, escueta sentencia escatológica:
Per me si va ne la città dolente,
per me si va ne l’etterno dolore,
per me si va tra la perduta gente…
como para hacer eterno, en la idea estremecida, el dulce y momentáneo clamor de la belleza humana:
Tanto gentile e tanto onesta pare
la donna mia quand’ella altrui saluta,
ch’ogne lingua deven tremando muta,
e li occhi no l’ardiscon di guardare.
… A España había llegado, pues, el que iba ser el más maravilloso instrumento poético, común a las tres
lenguas románicas, no oxitónicas, del Occidente: el italiano, el español y el portugués, verdaderas sorelle,
de voz gemela y música congenial. Por él, por el endecasílabo, hemos tenido los tres pueblos un destino
poético común y el ensueño intercambiable.
¡Maravilloso instrumento el endecasílabo italiano!

Dámaso Alonso, De los siglos oscuros al de Oro, Madrid, Gredos, 1964.

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