Un nuevo, maravilloso instrumento: el endecasílabo. Del siglo XV nos habían quedado el octosílabo y el verso de arte mayor. El octosílabo estaba maduro ya, tras la larga lección de los cancioneros. Verso ligero y gracioso, mas con insospechadas metamorfosis. Mímica ardilla, aquí, rápida, inasible; si se detiene un instante es para concentrar una hiriente agudeza. Breve barquichuelo siempre, pero allá adaptable en lentos meandros al demorado fluir de la narración. O deslumbrante juego de felices arcaduces que voltean, chispeando, ligeros afectos de gracia, delicadezas de amor. ¡Oh, sí! El octosílabo se adapta tan bien a las medidas humanas, que en muchas lenguas se produce y en muchas lozanamente vive. Sí, y, sin embargo, unido a la entrañada tradición popular en que nacimos, ¡le sentimos tan nuestro!: octosílabo nuestro, profundamente hispánico, en el romance y en las canciones secularmente filtradas, íntima vena de nuestra eterna expresión popular, allí donde alienten aire y garbeo españoles, soterraña, aceda sal y sangre de nuestra tierra, desde el romancero hasta Lope, desde Lope hasta Federico. Junto al octosílabo –ya nuestro para siempre–, apuntado a empresas más levantadas, quedaba, para morir enseguida, el verso de arte mayor, de vuelo lento y monótono, torpe avutarda de cuatro aletazos por renglón: Al múy prepoténte don Juán el segúndo… ¡Cómo agobia a este verso algo como un lastre medieval, a este verso al que no sé qué diablillo irónico, vengador de la Edad Media, quiso hacer recipiente de primeras esencias renacentistas! ¡Señor, si Dante había temblado ya como un sauce primaveral, si Petrarca ya había hecho fluir su psicología amorosa por un canalillo fino y exacto, de limpias ondas musicales, y con tal propiedad que cada onda reflejaba, perfecta, cada sentimiento! Y llegaba ahora, por fin, de Italia el endecasílabo, el instrumento de Guido Cavalcanti y de Lapo Gianni, de Dante y del Petrarca, criatura perfecta ya, y siempre virginal, cítara y arpa, dulce violín de musical madera conmovida. ¿Qué ángel matizó la sabia alternancia de los acentos, la grave voz recurrente de la sexta sílaba, o los dos golpes contrastados de la cuarta y la octava, en el modo sáfico? ¿Quién le dio la magia proteica de ser siempre uno y siempre vario, nuevo y cambiante en cesuras y libres cuasi-hemistiquios, concertado a las siete sílabas o a las cinco, lánguida criatura ondulante, en sí mismo valle y colina? ¿Y aquella gracia tornadiza de la rara acentuación en séptima, en que un pie tan donosamente se sabía invertir, en Dante o en nuestros primeros cultivadores, …tus claros ojos, ¿a quién los volviste? con un gusto de la variación, por desgracia pronto olvidado? Llegaba ahora un divino instrumento, perfeccionadísimo, de maravillosas voces, registros y potencias, que unía en sí gravedad, matiz, flexibilidad, fuerza y siempre, siempre elegancia. Superior al pentámetro yámbico, que podrían oponerle los pueblos del Norte: pentámetro machacante, con sus casi inflexibles cinco golpes acentuales (aunque algún pie se invierta a veces). E incomparable con los otros metros acentuales de diez o más sílabas, todos de una música demasiado evidente. Del mejor de ellos se podría decir lo que Verlaine de la rima: …ce bijou d’un sou qui sonne creux et faux sous la lime! ¡Cuantos ejemplos se podrían citar! Todas aquellas zarabandas polimétricas que nuestros románticos aprendieron en Les Djinns, de Víctor Hugo, y mucho Salvador Rueda, y un poco del peor Rubén, y casi toda la bisutería modernista. El metro de doce son cuatro corceles, corceles latinos de espléndida tropa… ¡Galopa, galopa, galopa, galopa! Etcétera. Dejémosle galopar… que él se despeñará. Vamos a prescindir de comparaciones, y ya allá se las hayan otros versos con sus fáciles musiquillas. Útiles a veces, bellas a veces, cuando un genuino artista los hace zigzaguear siguiendo a la expresión, en repentinos esguinces: la blanca cigüeña dormita volando, y las golondrinas se cruzan, tendidas las alas agudas al viento dorado… Y una que torna como la saeta, las alas agudas tendidas al aire sombrío…
O cuando una poderosa intuición las quiebra con un acorde de agua o de cristal:
Del salón en el ángulo oscuro,
de su dueño tal vez olvidada, silenciosa y cubierta de polvo veíase el arpa. Metros que han de ser manejados angélicamente, nerviosamente, y a la par con sordina y con difuminación. Y muy de tarde en tarde. Pero de la música del endecasílabo no nos cansaremos, no nos saciaremos nunca. Manejado por un Góngora, cincela lo infinitamente complicado. Cargado de la pasión de un Quevedo, desgarra, o esculpe, apretada, la sentencia de granito. Y en Lope es variedad vital y salada donosura. Como en Garcilaso fue sedeña nostalgia, trémolo de la voz que las lágrimas apenas empañaron. Y en San Juan de la Cruz, ya lleno y luminoso de naturaleza, ya apagado en el aniquilamiento del sentido, frontera o linde con la Divinidad. Amplio registro el del verso italiano, que si tiene una limitación es la de no servir, o malamente y a repelo, para chanzas y rudas jocosidades. Apto lo mismo para la grave, escueta sentencia escatológica: Per me si va ne la città dolente, per me si va ne l’etterno dolore, per me si va tra la perduta gente… como para hacer eterno, en la idea estremecida, el dulce y momentáneo clamor de la belleza humana: Tanto gentile e tanto onesta pare la donna mia quand’ella altrui saluta, ch’ogne lingua deven tremando muta, e li occhi no l’ardiscon di guardare. … A España había llegado, pues, el que iba ser el más maravilloso instrumento poético, común a las tres lenguas románicas, no oxitónicas, del Occidente: el italiano, el español y el portugués, verdaderas sorelle, de voz gemela y música congenial. Por él, por el endecasílabo, hemos tenido los tres pueblos un destino poético común y el ensueño intercambiable. ¡Maravilloso instrumento el endecasílabo italiano!
Dámaso Alonso, De los siglos oscuros al de Oro, Madrid, Gredos, 1964.