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En la clase 1 hemos abordado dos núcleos de temas y problemas vinculados a las siguientes
preguntas: ¿De qué hablamos cuando hablamos de terrorismo de Estado en la Argentina? ¿Por qué
hubo que construir una categoría específica para hablar de lo acontecido? ¿Qué actores estuvieron
involucrados en estos procesos?
Para muchos de ustedes, en algún sentido, fueron temas nuevos, porque, tal vez, no los habían
visto de manera sistematizada en una clase y para otros puede haber sido una oportunidad para
revisar ideas y prácticas presentes en nuestras clases. Como problema de enseñanza,
reflexionamos sobre el uso de la fotografía.
En esta clase, nuestra mirada estará puesta en la escuela como uno de los espacios centrales
vinculados a la transmisión de la cultura. Retomaremos el concepto de terrorismo de Estado para
“usarlo” como una lupa para mirar a la escuela y a los actores que intervienen en ella.
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La cultura era considerada por los militares como un campo de batalla. Así lo expresó Ramón Camps
en la revista La Semana:
La dictadura consideraba al sistema educativo un terreno fértil donde la “subversión” había logrado
“infiltrar sus ideas disolventes”, de allí la necesidad de instrumentar la “depuración ideológica” en
todos los niveles educativos.
Es decir, la dictadura sostenía que se evidenciaban síntomas de “una grave enfermedad moral que
afecta a toda la estructura cultural-educativa” y que la misma era producto de los excesos de
saberes, opiniones, actitudes y prácticas que habían orientado la política educativa de las décadas
previas.
Entre fines de los años sesenta y mediados de los setenta, por primera vez los
jóvenes se hicieron visibles en el espacio público como actores políticos
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cuestionando las relaciones de poder en el ámbito familiar y en otros espacios
como escuelas y universidades alcanzando un protagonismo inédito. Si bien la
participación juvenil fue un fenómeno internacional en Argentina, la expansión de
la educación secundaria posibilitó que la mayoría de los sectores medios y una
parte importante de los sectores populares y las mujeres obtuvieran credenciales
educativas. Esta nueva posición les permitió a muchos jóvenes renegociar la forma
en que se ejercía la autoridad.
Por ejemplo, a principios de 1972, 400 estudiantes del colegio Nicolás Avellaneda
de la Ciudad de Buenos Aires llamaron a una huelga en repudio de las exigencias de
pelo y ropa; en otras escuelas los varones llevaron adelante lo que en la época se
conoció como “melenazos” mediante los cuales se negaban a cortarse el pelo y
entraban en masa a la escuela para evitar expulsiones.
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prohibía la organización estudiantil y se crearon “organismos de participación
estudiantil” que, se creía, ayudarían a forjar jóvenes “participativos, dispuestos a
tomar riesgos y a cuidar de su prójimo”. (Manzano, 2009)
Contrariamente a lo sucedido en los años previos al golpe de Estado de 1976, el proyecto educativo
de la dictadura, tuvo como blanco de la represión a docentes y estudiantes. Esto implicó un doble
objetivo. Por un lado, la expulsión de docentes, el control de los contenidos, de las actividades de
los alumnos y de sus padres, y el intento de convertir a las escuelas en cuarteles a través de la
regulación de los comportamientos visibles (prohibición del uso de barba y pelo largo, prohibición
de vestir jeans, normas de presentación y aseo). Cabe destacar que la participación estudiantil ya
había sido prohibida en 1975 por el Ministro de Educación, Oscar Ivanissevich durante el mandato
de María Estela Martínez de Perón.
Por otro lado, se aspiró a lograr la internalización de patrones de conducta que aseguraran la
permanencia de los valores promovidos y enunciados obsesivamente vinculados a la “moral
cristiana, la tradición nacional y la dignidad del ser argentino (…) y la conformación de un sistema
educativo acorde con las necesidades del país, que sirva efectivamente a los intereses de la Nación
y consolide los valores y aspiraciones del ser argentino”, según decía el acta que fijaba los
Propósitos y los Objetivos Básicos del Proceso de Reorganización Nacional.
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Como expresó el represor Acdel Vilas:
Hasta el momento presente solo hemos tocado la punta del iceberg en nuestra guerra contra
la subversión (…) Es necesario destruir las fuentes que alimentan, forman y adoctrinan al
delincuente subversivo, y esas fuentes están en las universidades y en las escuelas
secundarias.
¿Cómo sabemos que esto sucedió? ¿Con qué fuentes contamos para transmitir y enseñar esta
dimensión del terrorismo de Estado? ¿Solo existen testimonios, memorias? ¿De qué índole pueden
ser las fuentes que permitan reconstruir una modalidad represiva que pretendió borrar las huellas
de su propia modalidad criminal?
Dicho de otro modo: si el rasgo típico del poder “desaparecedor” fue justamente producir de
manera sistemática a los “desaparecidos”: ¿Qué fuentes permitirán entonces reconstruir esa
trama? ¿Qué tipo de registros o de marcas dan cuenta de esta modalidad? ¿Y qué fuentes, en
particular, permitirían reconstruir esa misma trama en las instituciones?
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Miremos atentos este documento.
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¿Por qué este documento es una fuente para dar cuenta del terrorismo de Estado?
¿Qué muestra? ¿Qué oculta? ¿Podríamos usarlo como recurso didáctico? ¿Qué
podemos enseñar?
http://www.archivoprisma.com.ar/registro/llerena-amadeo-y-el-cierre-de-la-
universidad-de-lujan-1979/
¿Podemos considerar a este video como una fuente para dar cuenta de qué fue el
terrorismo de Estado? ¿Qué muestra? ¿Cómo lo hace? ¿Dónde circula? ¿Qué
diferencias encuentran con la fuente anterior?
El trabajo con fuentes resulta sustancial para fomentar y acercar a los estudiantes a las condiciones
en que se produce “el saber histórico”, es decir, no transmitir solo resultados, sino hacer
transparente el proceso de construcción del conocimiento.
De forma general en el trabajo con fuentes históricas hay que tratar los siguientes aspectos:
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Todas las fuentes deben ser examinadas e interpretadas atendiendo a su contexto de producción,
formulando preguntas sobre su contenido que permita problematizarlo y englobarlo en una
construcción histórica más general. Toda fuente es un registro parcial de un pasado personal o
institucional que se intenta reconstruir y por lo tanto no constituye de por sí una verdad
insoslayable, por lo que debe ser analizado en el marco de sus condiciones históricas de producción
y circulación.
Por eso, la narración que se construye en esta clase acerca del impacto del terrorismo de Estado en
la educación, contiene diversas fuentes que buscan transparentar el proceso de construcción de
conocimiento, como así también, recuperarlas en su dimensión didáctica para su uso en las aulas.
Resistencias
Aunque la represión fue feroz no pudo impedir que se generaran ese tipo de espacios, algunos más
individuales, otros colectivos (y no todos con contenido político explícito), que resistieron de forma
más o menos (in)visible ante lo que estaba ocurriendo. Hay que destacar que casi no existen
documentos que den cuenta de estas experiencias, ya que difícilmente hayan sobrevivido a
aquellos años. En su mayoría se trataba de volantes o panfletos fotocopiados, difíciles y peligrosos
de conservar. Así, la reconstrucción de estas experiencias circula a través de la historia oral y de los
relatos personales de los protagonistas.
En primer lugar, durante los primeros años de la dictadura existieron críticas a la gestión educativa
que expresaban diferencias en el centro de algunas alianzas políticas cercanas al gobierno. Los
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diarios La Nación y La Prensa publicaron algunas intervenciones en protesta de los excesos de la
política de privatización. También en el marco de la represión y de las alianzas militares con la
jerarquía eclesiástica, unos pocos obispos denunciaban que la represión se había apartado de la
Doctrina Social de la Iglesia.
La imposición de la materia “Formación moral y cívica” en las escuelas públicas y privadas suscitó la
protesta de la DAIA (Delegación de Asociaciones Israelitas Argentinas) y de otras comunidades
religiosas. Los diarios Buenos Aires Herald, La Nación y La Prensa sostuvieron que esa materia
afectaba la libertad que defendía la Constitución Nacional.
En marzo de 1980, la FUA (Federación Universitaria Argentina) denunció que solo el 35 % de los
egresados secundarios ingresaría a la universidad como consecuencia de las restricciones impuestas
mediante exámenes selectivos y la imposición de cupos. También hizo público que el presupuesto
educativo era el más bajo de la historia. La COPEDE (Comisión Permanente en Defensa de la
Educación), el SERPAJ (Servicio de Paz y Justicia) y la APDH (Asamblea Permanente por los Derechos
Humano) promovieron actividades de educación popular en el marco de una semiilegalidad. En
1982, la Multipartidaria, organización que reunía a los partidos políticos que reclamaban la vigencia
de la constitucionalidad, produjo un documento duramente crítico de la situación de la educación.
Por otra parte, los sindicatos docentes –aunque estaban proscriptos- mantuvieron algunas de sus
funciones e hicieron algunas apariciones públicas.
En 1978 la APDH realizó Seminarios sobre temas como “La juventud, los derechos humanos y su
futuro en la vida nacional” y se ocupó de denunciar la represión a los docentes. Se opuso también a
las limitaciones en el ingreso a las universidades, pidió mayor presupuesto educativo y
democratización de las instituciones educativas. En 1980 publicó un folleto de ocho páginas que
decía: “Hoy en la Argentina, ¿educación?”. Allí sostenía en un tono crítico que existía un
incumplimiento de enseñar y aprender en nuestro país y analizaba las cifras de acceso y
permanencia en el sistema educativo. También cuestionaba las leyes de transferencia y
arancelamiento universitario, denunciaba las condiciones laborales de los docentes por la falta de
maestros, los bajos sueldos, el control ideológico, las cesantías y otras violaciones a los derechos
humanos.
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En algunas escuelas medias se organizaron centros de estudiantes que tuvieron publicaciones
clandestinas, que sirvieron para conectarse entre escuelas y permitieron la formación de una nueva
camada de centros de estudiantes. Desde allí, se realizaron campamentos y campeonatos
deportivos, se impulsó una renovada lucha por el boleto estudiantil, que llevó a realizar una
movilización al Ministerio de Educación en 1981.
En el caso de las escuelas primarias, las resistencias tomaron otras formas, que tenían como
protagonistas a los maestros y ya no a los alumnos o, en todo caso, a las dirección de las escuelas.
En estos casos podemos hablar de una modalidad de organización en la que, por un lado, la escuela
frente a la inspectora respetaba a rajatabla la normativa vigente, y por el otro, sostenía espacios de
resistencia mediante distintas estrategias. Un ejemplo de esto es el “doble cuaderno” que
menciona Pineau en la entrevista, así como también la existencia de reuniones grupales y hasta
asambleas de grado.
La escritora Laura Devetach, autora de libros infantiles censurados por la última dictadura militar,
destaca, la valentía de ciertos docentes que hacían circular -entre los chicos y docentes en
formación- “clandestinamente” sus cuentos “prohibidos”, mimeografiados o fotocopiados, pasados
de mano en mano, burlando el control y el silenciamiento impuesto, liberando la palabra, el
derecho a decir y a escuchar. Ya en democracia, en la reedición de su libro La torre de cubos, agrega
un agradecimiento a esta red solidaria y comprometida: “A todas los maestras y todos los maestros
que hicieron rodar estos cuentos cuando no se podía, ¡muchas gracias!”[1]
Otra forma de resistencia para destacar es lo que algunos autores llaman “islas”. Se trata de
experiencias en escuelas de distintas localidades de nuestro país, que lograron tener un
funcionamiento alejado del autoritarismo externo. Sus alumnos y docentes las recuerdan como
espacios en los que se podía hacer cosas que estaban prohibidas afuera, por ejemplo cantar
canciones censuradas, leer cuentos censurados y utilizar modelos pedagógicos alternativos.
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Muchos docentes optaron por el exilio interno y en provincias como Neuquén –con gran influencia
del accionar del obispo Jaime De Nevares- llevaron a cabo experiencias al estilo “isla”.
La censura y el control cultural en términos más amplios, estaban centralizados en el Ministerio del
Interior, que fue el gran controlador. Allí funcionaba la Dirección General de Publicaciones (DGP),
organismo que disponía del poder de policía para controlar el cumplimiento de las normas de
censura y prohibición a través de la Policía Federal en todo el territorio nacional. Con ese organismo
también interactuaban la SIDE, los Estados Mayores de las tres Fuerzas Armadas, el Ministerio de
Relaciones Exteriores y las dependencias propias del Ministerio del Interior, además de mantener
un contacto permanente con el Ministerio de Educación.
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La desaparición de libros, cuyo caso emblemático es el de la editorial EUDEBA. Los militares,
convocados por las autoridades civiles de la empresa, se llevaron alrededor de 90 mil
volúmenes que jamás aparecieron.
La persecución a escritores: algunos fueron desaparecidos (Héctor G. Oesterheld, Rodolfo
Walsh, Haroldo Conti, Francisco “Paco” Urondo, Roberto Santoro, Susana “Piri” Lugones,
entre otros); otros encarcelados y otros empujados al exilio, interno o externo (Antonio Di
Benedetto, Ismael y David Viñas, Osvaldo Bayer, Pedro Orgambide, Juan Gelman, Humberto
Constantini, Nicolás Casullo, Mempo Giardinelli, Leónidas Lamborghini, entre otros).
La prohibición y/o censura de algunos libros infantiles con el objeto de resguardar los
valores “sagrados” como la familia, la religión o la patria. Algunas prohibiciones destacadas
fueron: La torre de cubos, de Laura Devetach, entre otras razones por “ilimitada fantasía”;
Dulce de Leche, libro de lectura de 4.° grado, de Noemí Tornadú y Carlos J. Durán, publicado
por la editorial Estrada, objetado por su postura laicista, por incluir palabras como “vientre”
o “camarada” y que sufrió varias modificaciones; y el caso famoso del libro Un elefante
ocupa mucho espacio, de la escritora Elsa Bornemann, que relataba una huelga de animales.
Las editoriales fueron clasificadas en nacionales y extranjeras según la proporción de
marxismo que hubiera en su fondo editorial.
Muchas personas, por miedo, realizaron quemas domésticas y destruyeron en forma íntima
y privada libros, películas, discos y revistas.
La dictadura también buscó controlar el lenguaje e intentó hacer desaparecer algunas
palabras: burguesía, proletariado, explotación, capitalismo, América Latina, liberación y
dependencia, entre otras, ya que se consideraban sospechosas o peligrosas.
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se levantaron las compuertas del apretado universo simbólico en oferta en pro de
los juegos verbales y la libertad creadora. Se burló la vigilancia y el tutelaje tanto en
lo temático como en lo lingüístico (…) Durante este periodo de jolgorio creador, los
escritores se arriesgaron hacia los niños trayendo una carga de significaciones
ideologizadas más próximas a toda literatura. [2]
Así el libro de cuentos La torre de Cubos, de Laura Devetach, fue prohibido por “(…)
cuestionamientos ideológico sociales, objetivos no adecuados al hecho estético,
ilimitada fantasía, carencia de estímulos espirituales y trascendentes.”[3] A su vez,
Un elefante ocupa mucho espacio de Elsa Isabel Bornemann fue prohibido porque
“de su análisis surge una posición que agravia la moral, la familia, al ser humano y a
la sociedad que este compone (…) Cuentos destinados al público infantil con una
finalidad de adoctrinamiento y cuya finalidad era preparatoria a la tarea de
captación ideológica del accionar subversivo.”[4]
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[1] Devetach, Laura (1986): La torre de Cubos, Ed. Colihue, Buenos Aires, Argentina.
[2] Díaz Ronner, María Adelia (2011): La aldea literaria de los niños, Ed. Comunicarte, Córdoba, Argentina.
[3] Invernizzi, Hernán- Gociol, Judith (2002): Un golpe a los libros. Represión a la cultura durante la última dictadura
militar, Ed. Eudeba, Buenos Aires, Argentina.
[4] AAVV (2012): Biblioteca de libros prohibidos, Comisión y Archivo Provincial de la Memoria, Ed. del Pasaje, Córdoba,
Argentina.
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