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«Diálogo homoerótico entre dos hombres que tienen el corazón roto».

—Seré razonable y no me enamoraré de ti a la primera. Guardaré mi sentimiento y su poder,


para cuando pase el tiempo. No sé exactamente cuántos días, semanas, meses o años serán,
ni tampoco cual es el periodo indicado para arrobarme de ti como lo estoy haciendo ahora
que escribo estas líneas (en silencio monástico, mi amor estará enclaustrado en el cráneo y la
materia gris de mi cerebro). Permaneceré sereno, impasible, indómito. No hay más poder que
el del raciocinio. Estoy firmemente seguro que mi amor estará planeado, en objetivos a largo,
muy largo plazo, que el calendario de este año no los incorpora. Tiene que ser así, le temo al
gran poder que profesa decir: «Te Amo». Incluso, a la herejía de enunciar: «es mi novio»,
sin tomar las debidas precauciones cronológicas. No es egoísmo, entiende, es mi forma de
compartir contigo que te deseo en mi vida de una manera estructurada. Aunque lo parezca
no me importa que, en las otras personas, cuando diga o escriba mi amor o que te presente
como novio, resuene en sus tímpanos esa terrible locución y les haga cuestionar la
validación o la anulación de mi sentimiento. No es por los otros, en definitiva, aunque me
guste ser sigiloso con lo mío y guardar «las buenas formas», mi amor no será emitido sin
tener la certeza organizativa. Lo digo, porque el amor ciego no sabe a dónde camina, anda a
tientas y mal termina. Es mejor visualizar el camino, esquivar tropiezos y no esperar nada
porque todo ya se está haciendo para funcionar. No habrá sorpresas, no habrá ninguna
emoción que nos sobresalte —que me exalte y me saque de golpe del método— porque todo
está pensado. Sin admitir objeciones, debe de funcionar, es un producto de la razón, no habrá
falla de esa manera, porque la felicidad estará construida desde ya. No me malinterpretes, no
es miedo, es precaución de un hombre que lleva el corazón en jirones, que está cansado de
los remiendos temporales y los parches zurcidos con hilo podrido. Un corazón lo
suficientemente debilitado, flagelado por las decepciones de otrora, subyugado a la rigidez
del pensamiento.
—Probablemente mi faz te diga que te preocupes porque no estoy de acuerdo cabalmente
contigo, sin embargo, despreocúpate, ahora no quiero hilvanar ningún argumento, no quiero
pensar, porque tú ya lo has hecho. Si tus vacilaciones te han llevado a esas conclusiones tan
razonables, ¿Qué caso tiene discutir del amor? Los años me han guarnecido de sus ilusiones
amargas. Actualmente, no soy el adolescente que creía en el amor romántico e idealizaba en
sus sueños vivir un idílico romance con el único amor de su vida. No puedo debatir tus
palabras porque también las pienso. No obstante, soy contradictorio, aunque magullado y
roto, mi corazón me domina. Me hace añorar aquella época en la que el sentimiento era lo
único que importaba. Es cierto, será mejor esperar a que en un periodo indefinido podamos
reconocer el amor que sentimos en este instante. Lo haremos sin que los días nos inmuten.
Lo haremos, aunque nos marchitemos —no lo suficiente para que el amor nos calcine, desde
luego—. Lo haremos para no errar, para que si no es en esta existencia donde nuestro amor
florezca, preparados estemos para otra; una nueva vida como animales o como árboles donde
nuestras raíces se entrelacen y sólo así, entre la tierra, la humedad y las lombrices, nos
amemos. Finalmente, lo haremos como tú has dicho, seguiremos cada paso como si fuéramos
una mitad hombres y la otra mitad máquinas, como una especie de cíborgs blindados contra
la cursilería patética, para consagrar el «amor verdadero» atemporal, despojándolo
totalmente del amor espontáneo y sentimental.

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