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Criterios distintivos entre acción y omisión. La omisión en el Derecho Penal.

Terminología. Antes de entrar en las cuestiones de lingüística, conviene aclarar que las
expresiones ausencia de acción y omitir no son equivalentes a pasividad , sino a dejar de hacer
un acto que debe ejecutarse. Y recordar también que omitir es un verbo transitivo pues
significa la abstención de hacer algo , presupone la existencia de una cierta expectativa
respecto de que una acción positiva tendría que ejecutarse .

En cuanto al concepto omisión: existe una forma legislada de tipo omisivo; es decir, que
conmina con pena el incumplimiento de una obligación de actuar; y otra forma no legislada
(por lo menos no en la República Argentina) en virtud de la cual se amenaza con castigo a
quien, estando obligado a hacerlo, no evita que un determinado interés ajeno sufra desmedro.
La primera, por lo dicho, no puede haber duda de que se trata de una simple omisión, por lo
que se la califica como pura o propia. La segunda no refleja tanta claridad en cuanto a qué
conducta está incriminando, y de ello deviene que se la denomine impropia. La primera parte
de la idea que el género es la omisión, y la impropiedad de la especie consiste en que no hay
un tipo penal que la incrimine, lo que sí acontece respecto de algunos casos de omisión, que la
hacen “propia”. La segunda tiene como género la comisión y la especie está caracterizada
porque el autor, en vez de cometer el resultado haciendo , llega a él omitiendo .

El mecanismo, jurídicamente generado, conecta el comportamiento omisivo con un tipo penal


que prohíbe producir determinado resultado de manera tal que, si el omitir o el hacer son dos
las maneras indistintas que tiene el autor para generar el efecto, la primera también es
abarcada por el tipo penal respectivo. Por ello el instituto también es conocido como comisión
por omisión.

Usaremos indistintamente estas expresiones, teniendo en cuenta la aceptación generalizada,


aunque la denominación idiomáticamente correcta que resume la idea, es delitos de omisión
pura y delitos de omisión impura, pues en los primeros ella no está mezclada con el
ingrediente de remisión al tipo prohibitivo; como sí ocurre con los últimos. La omisión
propiamente dicha permanece limpia de toda mezcla; en tanto que los delitos de omisiòn
impura tienen una estructura compleja. La gravedad de la consecuencia (que se castigue la
conducta omisiva colocándola al mismo nivel que la activa) se amortigua mediante el requisito
de que la omisión equivalga a la actividad prevista por el tipo penal de referencia.

Ambito. Hay otra particularidad digna de destacar: Los autores de las omisiones punibles, ya
sean propias o impropias, son siempre sujetos calificados, ya que la mayor amplitud potencial
del mandato obliga a limitar el número de los posibles sujetos activos, reduciéndolo a quien se
encuentre en una situación determinada (p.e. la que indica el art. 108 C.P.) o a quienes se
encuentren en posición de garantes de la indemnidad del bien jurídico. A todos ellos las
normas les impelen a actuar .

En el tema de la omisión propia, y más aún en el de la impropia, se produce una


interdependencia de puntos de vista filosóficos, dogmáticos y político criminales. Ambas, pero
sobre todo la última, estàn relacionadas estrechamente con los presupuestos culturales de
cada época. No por nada, en alta medida, la categoría de la omisión impropia, concretamente,
se ha desenvuelto extra legem al ritmo de las cambiantes circunstancia político-sociales. En
este orden de observaciones, no es extraño que hoy un sector de la doctrina expanda las
aplicaciones de los conceptos omisión impropia y posición de garante siendo que,
simultáneamente, se inserta la idea de que existe (y algunos publicistas parecen complacerse
por ello, como que no introducen ninguna crítica) un “Derecho penal del enemigo”, que se
ocupa de (¿combatir?) contrarrestar los comportamientos que resulten discordantes con los
que asumen los grupos hegemónicos.

A dilatar el alcance de la imputación por omisión contribuye también el cambio de perspectiva


respecto del rol del Estado que se advierte, por lo menos en los países de nuestra órbita
cultural: Dada la complejidad de la estructura de las sociedades contemporáneas, el Estado se
ha ido desprendiendo de funciones que antiguamente desarrollaba, dejando en manos de los
particulares la responsabilidad de llevarlas a cabo. Esto ha determinado que pase a
desempeñarse como una suerte de controlador general del control particular que obliga a las
personas a ejercer en la órbita de desempeño de cada quien. Mediante este mecanismo el
Estado se permite, ya no reclamar exclusivamente responsabilidad por las acciones irregulares
dañosas que puede realizar cualquiera de los súbditos, sino también por la falta de control en
que hayan incurrido los estos pequeños controladores. Es decir, por la omisión en el
cumplimiento de la tarea que el Estado les impone hagan. Así se pone el acento en el daño
(cuyo acaecimiento el Estado no pudo evitar) y la responsabilidad la carga sobre las espaldas
de quien quiera sea, resultando indiferente –según se desprende de cómo argumenta un
sector de la doctrina contemporánea- que no haya habido una relación subjetiva (finalidad o
descuido) conectada a ese perjuicio.

Se nos ocurre que es importante que quien enseña, escrite o importa justicia exponga
claramente sus ideas, evitando la exhibición de un modelo de ciencia hermética, propia de
iniciados que se conectan entre sí mediante un lenguaje críptico y, por lo mismo,
incomprensible para los demás. En la materia que nos está ocupando que eludir el uso de la
filigrana: hay que aligerar, simplificar, como aconsejaba Novoa Monreal y también es preciso
insertar el tema en a la Teoría General del Derecho, como que la omisión es una categoría
común, siendo que las normas generales mandan que los hombres no realicen acciones que
dañen y también que –en ciertas situaciones- presten una colaboración activa para que los
bienes jurídicos ajenos no resulten perjudicados. Esta última obligación siempre ha existido, no
obstante los matices que le han impreso los distintos tiempos históricos, como que desde
antiguo se ha procurado proporcionar la más decisiva protección a algunos bienes,
contrarrestando así actitud negativa negativa que no contribuye a la conservación de los
mismos. Por ejemplo castigando, como se hace desde la más remota antigüedad, a los
guardianes de animales peligrosos que hubiesen algunos daños graves o a los funcionarios
públicos que no hubiesen realizado las tareas que la comunidad les encomendara .

Sobre este tema, y en nuestra actualidad, una posición individualista extrema sería: respetar el
principio nemide ladere, pero entendiendo que no es posible dañar permaneciendo inactivo,
por lo que el Estado no debe emitir ninguna orden que imponga una colaboración activa.

Naturalmente que una postura no sería aceptada por la mayoría porque, como que según se
acaba de apuntar, incluso en las sociedades primitivas se exigía mantener bajo control algunos
focos de peligro, bajo amenzada de sanción y, para ello contemplaban ciertas formas de
omisión. Con mayor razón lo mismo ocurre en los grupos humanos de la edad contemporánea,
en el seno de los cuales se generan relaciones interpersonales cada vez más complejas que
requieren –como contrapartida del beneficio que reporta pertenecer a ellos, prestaciones
individuales efectivas que jugarán en favor del mantenimiento de la cohesión social mediante
el resguardo de los bienes cuya acumulación, en gran medida, constituye el sustento del
mismo progreso.
Con frases más o menos parecidas se expresaba Carrara al decir que para la protección de los
derechos del hombre puede ser necesario prohibir ciertos actos e imponer otros, en tal o cual
circunstancia. Agregaba que la categoría de los delitos de omisión “se extiende
considerablemente en las legislaciones que admiten el principio de solidaridad defensiva
(cursiva en el original) de los ciudadanos” .

Siendo indudable que existe la necesidad de que la solidariedad se haga efectiva –y que para
tratar de imponerla en beneficio de todos está la pena- el problema político-jurídico es
encontrar el límite: ¿Hasta dónde llega la facultad, concedida de la comunidad a favor del
Estado, para que habilite a éste para exigir una colaboración de esa índole? La habilitación que
le conceden los ciudadanos al Estado en este tema, queda inmersa en algùn àmbito acotado o
se trata de una posibilidad no encorsetada? Llevada al extremos, la diferencia estaría dada
entre un Estado respetuoso de los derechos del individuo y otro que lo use como medio para
conseguir los fines políticos que traza el grupo dominante, hasta conseguir que el resto sea un
conjunto de seres indiferenciados como el que aparecía marchando en algunas escenas de
aquel memorable film dirigido por Alan Parker de “Pink Floyd. The wall”. En suma: La consigna
sería obligar, obligar y obligar .

Incluso el concepto bien jurídico (lo que tambièn puede ser denominado interés a proteger
jurídicamente) puede ser manipulado por el grupo dominante. Así ¿quién resuelve què es lo
que interesa y què es lo que no interesa? En una sociedad organizada jurìdicamente como una
repùblica democràtica, esa resoluciòn debe ser la consecuencia del voto popular: la adoptarà
el sector que triunfa en las elecciones, escuchando la opiniòn de la minoría. Sin embargo, esa
mayoría no tiene derecho a sobreponerse a los derechos del ciudadano: de quien ha
contribuido con su voto a formar esa mayoría y del que se ubica en la oposiciòn. Sobre todos
los grupos polìticos está la Constitución, que tiene como razòn primordial de su existencia la
protección de los derechos individuales y colectivos.

Con esas premisas es imprescindible que exista un interés individual o uno colectivo para que
el Estado intervenga para protegerlos. Así la criminalización por omisión será necesaria en
orden a algunas de las manifestaciones de la sociedad de riesgo en que vivimos, siendo que los
peligros que se generan son de gran magnitud: atómicos, químicos, ecológicos, genéticos, y
otros similares. Por ello es dable configurar mandatos jurídicos que obedezcan a razones de
solidaridad y de colaboración social, pues, como lo dice el art. 29 de la Declaración Universal
de los Derechos del Hombre (1948) “toda persona tiene deberes respecto de la comunidad,
puesto que sólo en ella puede desarrollar libre y plenamente su personalidad”.

Lo que el Estado no tiene que hacer, en nuestra órbita (por mandato del art. 19 C.N.) es
castigar la infracción a reglas morales así como la mera desobediencia que no ofenda el orden
o la moral pública o perjudique a terceros, pues si lo hiciese podría llegar (como lo propugnaba
la tristemente famosa Escuela de Kiel) a como delito el incumplimiento del deber, aún el
entendido como la obligación de mantener la cultura popular.

Hay otro aspecto a considerar: Cuando el Estado dicta una norma tiene la pretensión de que el
mandato sea cumplido por el destinatario y para que esto ocurra, éste debe comprenderlo así
como tener la posibilidad física para realizar el acto prohibido o el mandado. La norma debe
hace nacer en el destinatario motivos para el cumplimiento; y éstos no pueden limitarse a la
elusión de la pena. El destinatario tiene que comprender las razones que impulsan la
constitución del compromiso.
En este sentido cabe observar que es más fácil entender la prohibición que el mandato, pues el
deber de abstenerse de dañar al prójimo está incorporado a los sentimientos comunes
vinculados a la conservación de la especie; en tanto que, respecto de los mandatos de obrar
(salvo los más elementales, como el auxiliar a quien se encuentra en una situación de peligro)
es más difícil intuir que ellos se deben cumplimentar bajo amenaza de pena e incluso si el
destinatario supiese que la ley contempla esa posibilidad, también hay que tener en cuenta
que entender los alcances de la norma imperativa representa una operación intelectual
compleja.

Ubicación sistemática de la omisión. ¿Es posible que exista una ontología pretípica de la
omisión? Nuestra respuesta es no. Porque antes de constituirse la omisión tiene que existir
una ley que ordene hacer algo. Por tanto, la omisión no existe en el mundo de la naturaleza.

El interrogante que hemos apuntado, acerca de si la omisión es algo real o si se trata de una
idea generada por la norma, ha recibido respuestas dispares. La falta de coincidencia es
inevitable pues en el fondo todo depende de la postura filosófica del intérprete.

Una síntesis extrema sería la siguiente:

La omisión existe en el mundo real.

Parte de la doctrina, por ejemplo Gimbernat Ordeig sostiene que la omisión es una de las dos
formas que puede asumir la conducta . No es sim-plemente una inacción sino es un no hacer,
siendo ello posible, una cosa determina-da. Gimbernat argumenta que la acción, el
comportamiento activo, pertenece a la esfera del ser; no a la del deber ser. Agrega: en la
omisión, la acción que se podía realizar (aspecto ontológico) se hubiera debido también
ejecutar (aspecto normativo).

A su vez Baumann apunta: la conducta humana no puede consistir únicamente en realizar un


movimiento corporal por ejemplo, levantar un brazo, sino también en no realizarlo: dejar el
brazo caído. Quien quiera agregar otros elemen-tos al concepto de acción, sigue Baumann,
tropezará inmediatamente con dificultades insolubles y se verá obligado a abandonar el
concepto general común a la acción y a la omisión .

Argumentando como lo hace este sector de la doctrina, la quietud integra la continuidad del
movimiento del mundo circundante, siendo que ella pudo ser enervada, perturbada o
impedida en una forma precisa. Para él la abstención, el no movimiento del hombre, que le era
posible realizar a éste, queda relacionada con su entorno y adquiere el alcance de una especial
proyección del sujeto en ese mundo. El verbo "omitir" es siempre un verbo transitivo: se omite
"hacer algo". Ello supone que el concepto de omisión contiene en sí un elemento de
referencia, sin el cual no puede ser aprehendido: una referencia a una determinada acción
cuya realización no se emprende, según lo recuerda Huerta Tocildo. Desde este punto de vista,
conforme a las ideas de Novoa Monreal cons-ti-tuiría un error concebir la acción y la omisión
como fenómenos aislados de un sujeto individual, que son examinados en ese estrecho marco,
desconectados de otras realidades .

Cabe formular la pregunta: Si se parte de un concepto ontológico de omisión ¿coinciden en


algún punto la acción y la omisión?

La respuesta ha sido dada por la doctrina, con enfoques diversos:


Welzel sostuvo que acción y omisión son dos subclases independientes de la conducta
humana: se ligan entre sí por ser dominables por la voluntad de actividad final.

Armin Kaufmann utilizó un concepto general de conducta: capacidad de obrar guiada por la
voluntad. Esta conducta puede presentarse como positiva o negativa y ella constituye el objeto
al cual se dirigen la prohibición o el mandato.

Por nuestra parte sostenemos que la idea comportamiento, como primer eslabón de la Teoría
del delito, no tiene nada que ver con el empleo, o no, de energía. Lo que realmente interesa es
si el individuo pudo evitar o no desempeñarse como lo hizo. A este nivel del análisis, la
atención queda puesta en la concurrencia o a la ausencia de los denominados casos de falta de
acción. Si el sujeto no ha tenido ningún obstáculo de orden físico o de naturaleza psíquica para
desempeñarse, se pasará a examinar su manera de actuar frente a la existencia de una norma.
Ese comportamiento tiene un sentido positivo, en sentido penal, cuando está enderezado a
realizar un hecho que la norma prohíbe. Por su parte, la omisión es una conducta negativa, ya
que el sujeto deja de hacer lo que la ley le manda que realice. No hay una distinción fáctica
entre acción u omisión, sino entre prohibiciones y mandatos.

La acción y la omisión que intere-san para elaborar una Teoría del delito, no son conceptos
natura-les, aunque los doctrinarios adoptan sobre el tema diferentes posturas, como ya hemos
explicado. Incluso se produjo otra evolución. Así Torío López señaló hace unos años un proceso
de la doctrina, que se ha ido acentuando y es el que lleva al empobrecimiento del plano fáctico
(descriptivo) y a una intensificación del plano valorativo (normativo) del delito. La ciencia
positivista del derecho penal pretendió construir el delito de comisión por omisión de modo
paralelo al delito de acción. Luego se asistió a una aproximación en sentido opuesto de ambas
categorías .

Por otro lado, en otro plano teórico se alcanzó la conclusión de que acción y omisión eran
irreconducibles, de modo que no tenía ningún sentido tratar de buscar un factor común a
ambas (distinto de la pura antijuridicidad formal) en ningún plano. Así ganó cuerpo la tesis de
que los delitos comisivos, como delitos de acción, eran delitos en los que tenía sentido esencial
la idea de dominio (por acción causal). En cambio, los delitos de omisión, serían básicamente
delitos de infracción de un deber.

Para nosotros, la signi-fica-ción de la acción y de la omisión depende de la regulación legal, de


la estructura de cada tipo. Esta idea se enrola en la tendencia a incorporar la teoría de la
acción a la teoría del tipo, pasándose de un concepto general de acción a un concepto de
acción típica .

En el desarrollo de ese sistema comenzar la Teoría del delito con el elemento acción
(conducta) tiene como meta descar-tar la imputa-ción objetiva del comportamiento cuando
existen causas internas o externas que impiden al hombre manifestarse como tal. No obstante
este despojamiento de la importancia del elemento, hay que señalar que en los últimos años
ha resurgido el interés por el estudio del concepto jurídico-penal de acción; no sólo las de las
causas que la excluyen. Esta vuelta al debate tiene origen, fundamentalmente, en tendencias
funcionalistas .

En ese orden de ideas: considerar al tema como atinente al tipo, la valoración jurídica alcanza
no sólo a la conducta que tuvo manifestación en movimientos externamente aprecia-bles, sino
también a la que se concretó en forma de inactividad .
Se descarta su relevancia de la misma manera. Así, si un hombre no hubiese podido, por ser el
instrumento de fuerza física irresisti-ble o por hallarse en estado de inconscien-cia, realizar la
conducta ordenada, no es válido considerar transpuesto el primer escalón de la Teoría del
delito, que permite ingresar al examen de las notas de tipicidad, antijuridici-dad y culpabilidad
.

En definitiva, queda claro que el punto de referencia para elaborar el concepto penal de
omisión está en el plano de lo típico. No existe un punto de unión –que interese al Derecho
penal- entre acción y omisión en el sentido fáctico. Lo que importa es que se trate de un
comportamiento del que no se puedan predicar los factores negativos, que la doctrina agrupa
como casos de falta de acción. Debe observarse, además, que nuestro enfoque deriva del
método del Código penal argentino: El Título V del Libro I es “Imputabilidad”. Las distintas
normas que se agrupan en el art. 34 describe las situaciones de impunidad (“No son
punibles”). En sentido contrario, todo lo no comprendido en ellas son casos en que la conducta
es imputable al sujeto que la adopta siempre que se ajuste a la descripción de los respectivos
tipos, que en el Código están contenidos en la Parte Especial. Como consecuencia de todo ello,
existe una diversidad fáctica de actitudes que, si están contempladas por los tipos penales,
constituyen modalidades de comportamiento que, salvo que se trate de casos, que la doctrina
llama de falta de acción, son personalmente imputables .

Metodología. Utilizamos la Teoría del delito que cuenta como elementos principales la acción
(que, para evitar confusiones con las ideas comisión y omisión, debería denominarse
comportamiento o conducta), la tipicidad, la antijuridicidad y la culpabilidad. De ello se
desprende que el punto de partida es la actuación de un sujeto, hecho al que –previsto por la
ley como delito- se le señalan consecuencias jurídico penales. En términos neokantianos esto
encierra la diferencia entre objeto de la valoración (la conducta) y valoración del objeto: al
efecto de aplicar, eventualmente, una pena o una medida de seguridad. Así la aplicación de la
norma depende de la comprobación de un suceso protagonizado por un sujeto, que se
valorará como típico, antijurídico y -a quien lo ejecutó- como culpable.

En el terreno de la tipicidad, se tendrá que determinar si el acontecimiento, tal como pasó, se


ajusta a una disposición legal la cual -según el caso- pudo prohibirlo o mandarlo. Incluso es
probable que la norma, simultáneamente, vede ciertas acciones y ordene otras, si estableciese
reglas según las cuales la infracción del deber pueda cometerse tanto haciendo como
omitiendo; p. e. en el delito de incumplimiento de los deberes de los funcionarios públicos
(art. 248 C.P.).

Esta es la oportunidad de apuntar una opinión de Kaufmann sobre el rol de la omisión en la


Teoría del delito y manifestar nuestro disenso con ella, porque altera el ordenamiento lógico
de esa teoría: Nosotros sostenemos que los elementos acción, tipicidad, antijurididad y
culpabilidad deben ser analizados conforme a esa secuencia: una vez que se ha superado la
criba precedente, no es dable volver en algún momento del examen a los componentes antes
analizados; que es lo que hace Kaufmann: El sostiene que no se debe buscar un concepto
general de acción y omisión como base de la Teoría del delito. Que no le asusta la “escisión del
sistema de arriba abajo”. “Por una parte, bajo las categorías valorativas de realización de tipo,
injusto y delito, persiste la unidad formal a pesar de la ´escisión´. Por otra, la moderna teoría
de la culpabilidad infiere un sentido material común para delitos de omisión y de comisión,
pues con la reprochabilidad se añade al comportamiento antijurídico no sólo una nueva
valoración, sino, asimismo, como sustrato de ésta, la posibilidad de motivarse por la norma” .
Este párrafo nos suscita los siguientes comentarios: Quizás Kaufmann busque, con la idea
expresada en la última frase, salvar la objeción de que en la omisión no hay componentes
subjetivos de dolo o culpa y que, por tanto, la responsabilidad es objetiva. A nosotros nos
parece un subterfugio para desprenderse del “mal sabor de boca”, que produce semejante
conclusión, pero no es válido alterar la secuencia de los elementos de la Teoría del delito - y es
lo que Kaufmann hace- pues la posibilidad de motivarse en la norma requiere antes comprobar
que existió una actuación con componentes subjetivos determinados. Si no es así, si el
comportamiento es sólo objetivo, no existe el aporte interno que constituya la base del juicio
de reproche fundado en la posibilidad de motivarse en la norma.

El fundamento normativo de la responsabilidad. En cualquiera de sus formas, la imputación


por haber omitido una actividad, solamente puede formularse en tanto y en cuanto exista un
tipo legal al que tal conducta se ajuste. Esto es claro en la omisión propia y requiere una
especulación más compleja para poder imputar la comisión por omisión .

No compartimos en absoluto aquella posición doctrinaria según la cual la adecuación típica


puede considerarse satisfecha (distorsionando la noción tradicional de autoría) bajo la idea
genérica de que, quien no actúa abusa de su libertad y daña a otros mediante el dominio de su
propia organización; es decir, de la forma en la que el autor se relaciona con el mundo de los
demás.

Según esa manera de especular, no solamente se extiende la posibilidad de imputar autoría,


sino también participación (y con ello se amplía la punibilidad) pues –según la concepción que
criticamos- aunque el autor no tuviese el dominio del hecho, la participación igualmente
existiría y sería accesoria por el simple dato de que el titular no habría cumplido con su deber.

Conforme a nuestra manera de entender, ninguna especulación en torno de la solidaridad (o


de la consideración y o del respeto que merecen las otras personas) puede justificar dejar de
lado el principio básico del Derecho penal, que es el de legalidad. Entendido de manera tal que
no solamente la ley debe ser previa al hecho sino también precisa acerca de quien es
amenazado con pena. En este último sentido también juega el principio de mínima
intervención pues el ámbito de aplicación de la ley no puede extenderse más allá y abarcar a
quienes no han realizado las acciones o incurrido en las omisiones indicadas por los
respectivos tipos penales. Si, así contempladas las situaciones fácticas, no hubiese autores,
tampoco podrá haber partícipes.

La postura doctrinaria que cuestionamos lo que consigue es habilitar la punición sin


miramientos de que así se conculcan las garantías constitucionales.

Nuestra crítica no llega a desconocer que existe el deber general de evitar o de controlar
peligros generados por los objetos o por las actividades propias. Pero, para resolver los
conflictos que así pueden generarse, están las otras ramas del Derecho, ya sea la del Derecho
Civil, el Derecho Adminstrativo, el Derecho Laboral, etc.); no el Derecho Penal. En aquellas
deben ubicarse las consecuencias que deriven de las llamadas por un sector de la doctrina
infracción de deberes que resulten de la propia organización y de la responsabilidad
institucional.

Al margen: Lo peor que puede ocurrirle al justiciable es que el magistrado se deje seducir por
doctrinas, sedicentemente novedosas. Debe pedírsele, como le requiere Jescheck: que no se
abandone al automatismo de los conceptos teóricos, desatendiendo así las particularidades
del caso concreto .

Como hemos recordado reiteradamente, hay doctrina que sostiene que, como nos
encontramos viviendo en sociedades de riesgos, ello conduce inexorablemente a un Derecho
penal del riesgo, cuya fundamentación podría resumirse así: dada la cantidad de conductas
que generan peligro para los bienes fundamentales y teniendo en cuenta que la lesión resulta
de muchos factores de riesgo imponderables, ahora las reglas de imputación penal deberían
asumir un papel preventivo, de contención.

Con ello, esa doctrina pone en tela de juicio al Derecho penal liberal (es decir, aquel que deriva
de los principios constitucionales de lesividad, legalidad, culpabilidad) como apto para poder
dar soluciones a estos conflictos, y de esa manera la nueva tendencia abre el campo a teorías
socio-políticas que se asemejan al modelo de un Derecho penal autoritario.

Sosteniendo la vigencia del Derecho penal liberal, estimamos que el operador del sistema debe
prestar la mayor atención posible en el análisis, para evitar extender el número de autores que
deban responder penalmente mediante estos subterfugios interpretativos no liberales. En el
mismo sentido, de recomendar el reconocimiento de los límites que no se deben franquear, y
refiriéndose a las sociedades de riesgo, Roxin apunta: Lo cierto es que no se podrá renunciar
totalmente a la intervención del Derecho penal en este campo. Pero también al luchar contra
el riesgo mediante el Derecho penal hay que preservar la referencia al bien jurídico y los
restantes principios de imputación propios del Estado de Derecho; y donde ello no sea posible,
debe abstenerse de intervenir el Derecho penal

Teoría del aliud agere. Según una particular concepción doctrinal, existe una estructura típica
omisiva característica: En tanto que en el tipo activo la tipicidad se verifica mediante la
identidad de la conducta realizada con el tipo legal, en el tipo omisivo surge de la diferencia
entre la conducta realizada y la descripta. Se trata de dos técnicas diversas empleadas
legislativamente .

Al respecto hacemos notar que el razonamiento deja la sensación de que, por esa vía el
legislador, a través del tipo, prohibiría todas las acciones diferentes a la mandada. Y ello
resulta lógicamente imposible.

Por otro lado, el comportamiento efectivamente realizado, aparte de no tener relación con el
tipo, directamente no interesa al Derecho penal. Lo que importa es que el sujeto no ha
adoptado la conducta descripta; no lo que en lugar de ella haya hecho. Esto es como decir que
el concepto de omisión no se refiere a lo que el sujeto haya llevado a cabo en lugar de la
conducta mandada.

De todas maneras, a la alguna doctrina le cuesta prescindir de la comparación de la acción


ordenada con la que se adoptase efectivamente. Así explica explica el mecanismo: Si el
mandato se caracteriza porque debe ser realizada una determinada acción y la prohibición
porque no debe ser realizada una determinada acción, la conclusión es casi evidente. Los
mandatos supondrían una mayor limitación de la libertad humana que las prohibiciones. En
éstas bastaría con que no se realizara una acción, pudiéndose llevar a cabo una cualquiera de
las alternativas de ella. En los mandatos en cambio, sería preciso realizar una acción con lo que
no se podría acotemer la realización de ninguna otra de las posibles en este momento .
A este pensamiento le criticamos no tener en cuenta la evidencia de que ninguna de las otras
acciones posibles en ese momento está prohibida.

Adicionalmente él si coincide con nuestra apreciación de que legislar imponiendo acciones


restringe en mayor medida la libertad individual que estableciendo prohibiciones, porque se le
obliga al hombre a hacer algo; no a abstenerse.

En lo que no puede haber duda es en que, cuando se analizan las diversas maneras de legislar:
prohibiendo o mandando, aparece en la omisión la necesidad de acudir a lo que Kaufmann
llama “principio de inversión” y así se llega –por ejemplo- a la siguiente conclusión: mientras
realizar la acción prohibida fundamenta la tipicidad en el delito comisivo, en el omisivo
precisamente la realización de la acción prescripta excluye la tipicidad .

La omisión propia. En los casos que van a ocupar nuestra atención en este capítulo, el
legislador argentino describe conductas omisivas; es decir, incrimina como delitos aquellos
casos en los cuales el destinatario de la norma se abstiene de realizar los actos que,
implícitamente, la norma le ordena ejecutar. Que la obligación esté plasmada con el texto
legal, marca la diferencia con la omisión impropia que es –por lo menos en nuestro país- un
instituto creado por la doctrina y la jurisprudencia extra legem.

Las notas comunes de los distintos tipos omisivos son:

(a) Lo esencial no es la conducta, entendida desde el punto de vista físico, sino lo constituye la
valoración de ella a la luz de lo que disponen las normas; como que ellas son reglas que
obligatoriamente deben ser seguidas.

(b) Los verbos, que comúnmente la ley utiliza son ocultar, abandonar y frases verbales de un
significado semejante.

(c) Algunas formas de conminar tienen una notoria connotación ética, como la que se refiere a
la omisión de auxilio (art. 108 C.P.) y otras obedecen a la necesidad de regular las condiciones
en que se desenvuelve la vida moderna (protección del ambiente, uso de la energía atómica ).
Varias están dirigidas a los funcionarios públicos (arts. 249, 250 a 274 C.P.).

(e) En su caso, también concurren características particulares a algunos tipos penales, las que
ponen en cuestión que se trate de auténticos tipos de omisión o si, por el contrario, son tipos
prohibitivos en los que la conducta a la que ellos aluden puede encerrar tanto actividad vedar
alguna acción u ordenar que otra, de las enunciadas por el mismo texto, el autor haga (art.
173.2 C.P.).

II.2.1. TIPO OBJETIVO.

Sumario: 1. Generalidades. 2. Situación de hecho. 3. El verbo o núcleo del tipo. 4. Posibilidad


fáctica de realizar la acción prescripta. 5. Causalidad e imputación objetiva del resultado.
1. Generalidades. Entendemos por objetivo todo lo que está fuera del sujeto que lo conoce; lo
que existe con independencia de la propia manera de pensar o de sentir de éste. Denota
exterioridad: lo que se aprecia desde el exterior. Es decir, no depende de los conocimientos,
sentimientos y deseos del agente.

Con esta inteligencia del término haremos la separación entre el tipo objetivo y el tipo
subjetivo. En el último ubicaremos el dolo (en los delitos que requieren la concurrencia del
conocimiento y de la voluntad del sujeto activo ) y la culpa, en los hechos punibles que se
cometen violando el deber de cuidado .

Es frecuente encontrar en alguna doctrina una confusión entre entender los elementos
objetivos del tipo como tales y la idea de que la ley vale erga omnes. Se trata de conceptos
disímiles. Efectivamente, el principio de igualdad ante la ley (art. 16 C.N.) prohibe que no se
establezcan diferencias entre todas las personas quienes se hallen en similar situación. De lo
que resulta que serán tratados como iguales aquellos que realicen una conducta típica de
características idénticas. Por su lado la adecuación típica comprende tanto la concurrencia de
los elementos objetivos como la de los subjetivos. En otras palabras: el tipo objetivo es una
parte del tipo del delito de que se trate; el tipo subjetivo es la otra parte. Si aparecen juntas, la
conducta será típica. En caso de que falte cualquiera de los elementos, los objetivos o los
subjetivos, la conducta será atípica.

Mencionamos la confusión de alguna doctrina y ahora debemos tratar de deducir por qué se
produce esa falta de claridad: Y es que, antes de la aparición del finalismo, toda la subjetividad
era ubicada como formando parte del elemento culpabilidad de la Teoría del delito. Siguiendo
la concepción causalista aparece notoria la necesidad de argumentar que solamente los datos
objetivos son la expresión máxima del principio de validez de la norma erga omnes; en tanto
que la culpabilidad –como depende de situaciones individuales- sólo indirectamente permite
conservar la idea de igualdad ante la ley; esto es, dándole el sentido de que se debe tratar
como iguales a quienes se encuentran en idéntica situación.

De todas maneras, y a la luz del Derecho positivo vigente, las cuestiones vinculadas a la
subjetividad del agente aparecen en el Código en dos oportunidades y con dos consecuencias
diferentes:

La primera, en el terreno de la tipicidad; en razón de que –en la Parte Especial- están


separados los tipos dolosos de los culposos. Toda persona que ejecuta un hecho que, tal como
prevé la ley, requiere del conocimiento de la situación y de la voluntad de que éste se
materialice (elementos subjetivos), incurrirá en la conducta típica correspondiente al delito
doloso. De la misma manera: toda persona que cause el resultado típico, sin quererlo y por no
prever lo previsible (elemento subjetivo) incurrirá en la conducta típica correspondiente al
delito culposo.

La segunda oportunidad en que aparece la referencia a la subjetividad es en el terreno de la


culpabilidad. Es allí donde se examina la capacidad del autor de enfrentar el juicio de reproche
(art. 34.1. C.P.) y se consideran “los motivos que le llevaron a delinquir” (art. 41 C.P.) a los
efectos de fijar la pena que merece el sujeto, cuando ésta es divisible en función del tiempo o
de la cantidad.

Volviendo al tipo objetivo, queda claro que allí está incluído todo lo situado fuera de la esfera
anímica del autor , aunque no esté circunscripto al mundo de los fenómenos externos, siendo
que en muchas prescripciones legales aparecen –también- referencias normativas.
Para finalizar este párrafo introductorio debemos consignar que en el tipo objetivo, además de
la situación de apremio del bien jurídico a la que aluden las disposiciones legales, se
encuentran todas las referencias a lo externo y, entre ellas –a veces- los medios de auxilio
necesarios para realizar lo que la ley manda hacer.

2. Situación de hecho. La base de las realizaciones típicas omisivas es la existencia de un


conjunto de factores o circunstancias –previstos por el legislador- que afectan a alguien o algo
en un determinado momento; en suma, un suceso en el que corre peligro un bien digno de
tutela jurídica.

Examinaremos los distintos aspectos de la frase precedente :

El legislador imagina supuestos de hecho en los cuales un bien, que juzga necesario proteger,
se encontrará en situación riesgosa . Por ejemplo: El sujeto activo se encuentra con un menor
de diez años perdido o desamparado o con una persona herida o amenazada de un peligro
cualquiera (art. 108 C.P.).

No obstante que el precepto puede descomponerse en las cuatro hipótesis, todas ellas giran
en torno de la contingencia de un mal inminente. Y así ocurre con todos los demás preceptos
omisivos , ya que ellos tienen como característica común que ordenan realizar las acciones que
posibiliten contrarrestar el peligro.

De ello se deduce que el resultado, como componente del tipo objetivo de los delitos omisivos,
es la permanencia de la situación de riesgo. Esta interpretación nuestra difiere de la que hace
el resto de la doctrina. Así Novoa sostiene que el resultado, como daño inmediato proveniente
del delito, puede quedar reducido a tan sólo una falta de colaboración del omitente a las
exigencias de una organización social concebida conforme a determinado modelo. Dice que en
esos casos cabe hablar de un delito de mera desobediencia . Nosotros oponemos objeciones a
esa opinión: En primer lugar debería aclarar que la falta de colaboración, si bien existe, no
puede indicar –por sí- el bien que es el objeto de protección de la norma. Y en segundo lugar,
conforme a la regla del art. 19 C.N., el Estado no puede constituir en delito la sola
desobediencia, pues en todo caso deberá demostrarse que ese comportamiento afecta el
orden público o la moral pública o perjudica a terceros. Novoa usa como ejemplo, para ilustrar
su manera de entender el tema, el delito de falta de prestación alimenticia (previsto en la
Repúlica Argentina por la ley 13944). Nosotros entendemos que en este caso el bien
jurídicamente protegido de manera directa es la expectativa –seguridad- de que las personas a
las que alude la norma, no correrán peligro por la falta de cobertura de las necesidades
elementales e, indirectamente, la salud, la integridad corporal y la vida.. Si estos últimos
fuesen los bienes jurídicos protegidos por la ley 13944, la omisión en efectuar las prestaciones
se encuadraría, no en la tipicidad específica diseñada por esa ley, sino en algunas de las figuras
correspondientes al Título I Delitos contra las personas, del Libro Segundo del Código Penal.

En suma: Para que una norma que castiga la omisión no sea inconstitucional, la consecuencia
de la inacción tiene que afectar el orden público, a la moral pública o perjudicar a terceros (art.
19 C.N.). Por lo mismo, en estos casos el bien jurídico protegido es la seguridad de que habrá
una actuación humana dirigida a que los demás valores que subyacen, y cuya protección
importa (vida, integridad corporal, libertad ambulatoria, correcto desempeño de la función
pública, etc.) permanezcan indemnes. En síntesis: el resultado de la inacción es la permanencia
de la situación de riesgo
Constituye una interpretación adecuada entender, como lo hemos expuesto, que el resultado
es la defraudación de la seguridad -con el alcance que le hemos dado en el párrafo
precedente- y tiene importancia: v. gr. para la aplicación del principio de insignificancia, pues
por más que el agente hubiese incurrido en alguna omisión, si ella hubiese tenido una
incidencia en la permanencia de la situación de riesgo en que se encuentra el bien, la conducta
no será típica.

Que el interés jurídicamente protegido por estas normas es impedir, evitar, alejar un dano o
peligro (en suma variar, en un sentido positivo la situación de riesgo) explica por qué, en
general, el incumplimiento del mandato jurídico de obrar no deja huellas materiales.

Además, la interpretación que hemos hecho soluciona los problemas vinculados a la


causalidad y a la imputación objetiva; como explicaremos un poco más adelante, en este
mismo capítulo .

Conforme a nuestra manera de concebir el resultado en los delitos propios de omisión, hay
otro efecto yuxtapuesto, que es el motivo último de la existencia de la norma: la salvación del
bien. El descubrimiento de la posible existencia de dos resultados (la inexistencia de un cambio
favorable de la situación de peligro y el de resultado materia, si éste se produjese) y de la
diferencia entre ellos, permite resolver la cuestión de si un resultado penalmente relevante ha
sido producido por el autor por medio de un comportamiento activo, o solo no ha sido evitado,
disyuntiva que puede mostrar considerables dificultades de detalle. Esto ocurre,
especialmente, en caso de formas de conducta de doble relevancia, que pueden ser
consideradas tanto una acción como una omisión. En otras palabras, de comportamientos que
ostentan espacios que podrían ser explicados a la luz de normas imperativas de mandato o de
prohibición. Esto sólo será aplicable a lo que hemos caracterizado como si fuese un segundo
resultado pues, respecto del primero no podrá haber ninguna duda de que se trata de una
inacción; es decir, el sujeto infringe la norma que le obliga a actuar en la circunstancia de que
se trate. De la misma manera, nuestro entendimiento de que existen dos resultados permite
resolver el problema al que alude Donna en su prólogo al libro de Gimbernat XXX: Según
Donna en algunos delitos omisivos se practica una especie de inversión de la carga de la
prueba, ya que es el imputado quien debe demostrar que con su omisión no se afectó el bien
jurídico. Sobre esta última reflexión nosotros opinamos: Si el sujeto dejó de realizar la
conducta positiva que le estaba ordenada, uno de los elementos del tipo –el más importante-
está presente por la propia inacción. Lo que en su caso el órgano de la acusación debe probar
es que concurrieron en el hecho los demás requisitos: los objetivos propios de la figura penal
de que se trate y el subjetivo (dolo). A su vez el imputado podrá acreditar en el proceso la falta
de concurrencia de alguno de ellos y, en su caso, que el mantenimiento del riesgo no guarda
relación con su propia falta. Si no fuese así; es decir, si nuestra posición acerca de este tema se
desechace, quedaría conculcado el principio de inocencia y tampoco habría forma de aventar
la aparición en Derecho Penal de una responsabilidad objetiva, como aquella de la que habla el
art. 1113 del Código Civil

La existencia del peligro al que el tipo penal refiere, debe ser determinada en el momento en
que el sujeto debió –conforme la connminación que le formula la norma- haber obrado. Lo
mismo que ocurre con la imprudencia, el análisis tiene realizarse ex ante; es decir, a la luz de la
disyuntiva que en ese momento se le presentó; cuando no había empezado a actuar y aún
podía decidirse a hacerlo o no.
Como resulta obvio, fijar ese momento tiene una importancia decisiva para aplicar las reglas
de la capacidad de culpabilidad (art. 34.1 C.P.), de la tentativa (art. 42 C.P.) , de los concursos
(arts. 54 y 55) y de la prescripción de la acción (art. 63 C.P.).

Ese instante es aquél en que se produce la ausencia de cumplimiento por parte del omitente
de la exigencia impuesta por la ley.

Contrariamente a lo que nosotros pensamos, en cuanto al deber de actuar, Struensse apunta


que la opinión correcta, actualmente dominante, es la que señala que el deber de acción, de
evitación del resultado, o de garante, no es un elemento del tipo, y como tal, no aparece en
ninguna parte de la estructura del delito; sólo los presupuestos de surgimiento del deber
pertenecen a los elementos del tipo . Según nuestra manera de entender el tema, si bien los
tipos penales no contienen una alusión expresa al deber de actuar, éste constituye un
elemento implícito del injusto (tipicidad más ausencia de justificación) pues puede ocurrir que
alguien omita hallándose en estado de necesidad. En un caso así existiría una conducta típica
porque las circunstancias de hecho, la capacidad y el deber de actuar concurrirían pero no
sería punible conforme a lo dispuesto por el art. 34.3 C.P. Que el deber de actuar es un
elemento del tipo resulta también una consecuencia del siguiente razonamiento: Si el
individuo se equivocase, entendiendo que no tiene el deber de actuar, la omisión no habría
omitido con dolo y, como consecuencia, la conducta sería atípica.

La expectativa de la acción esperada (el cumplimiento del deber generado por la situación a la
que se refiere la ley penal) que constituye la esencia del delito omisivo, obra a la manera de un
elemento del tipo; tanto, que si el autor se equivocase acerca de las circunstancias fácticas que
hacen necesaria su intervención, su conducta sería atípica. Se trataría de un caso de error de
tipo. En cambio, se trataría con las reglas del error de prohibición la falta de internalización de
la existencia de la norma imperativa .

3. El verbo o núcleo del tipo. La esencia de los delitos propios de omisión consiste en que son
hechos penales que se agotan con la no realización de la acción requerida por la ley. Por el
contrario, en los delitos impropios de omisión, al garante se le impone el deber de evitar un
resultado .

Ya volveremos sobre el contenido de la última frase ; por ahora diremos que en estos últimos
supuestos la inacción está ligada al resultado material indicado por el tipo de referencia
prohibitivo, como que el parágrafo 13 del StGB reza: “Quien omite evitar el resultado
correspondiente al tipo de una ley penal…” Que se produzca el resultado correspondiente al
tipo de esa ley penal, porque quien estaba obligado a evitarlo no lo hizo, es un requisito para la
aplicación de las reglas de la omisión impropia, constituyéndose en uno de los mecanismos en
virtud de los cuales, se amplian el tipo y la pena. En cambio, en los delitos de omisión propia,
v.gr. la omisión de auxilio (art. 108 C.P.) lo que la ley procura proteger es la seguridad de que
las personas –en las situaciones a las que alude- serán solidarias y actuarán para eliminar o
disminuir el peligro que amenaza al prójimo. La norma no ampara (por lo menos no lo hace de
manera directa) la vida, la integridad corporal, la libertad o los demás bienes de la víctima que
pudiesen estar comprendidos por la expresión “peligro cualquiera” que usa ese artículo.
4. Posibilidad fáctica de realizar la acción prescripta. La ley da por sobreentendido que no
puede exigir lo que está más allá de las facultades psíquicas y físicas del ser humano e, incluso,
en algunas ocasiones lo dice expresamente: Así el art. 108 C.P. limita la exigencia de auxiliar a
quien “pudiese hacerlo sin riesgo personal” .

De la forma implícita o explícita , ello es el reconocimiento moderno de la vigencia del


afornismo latino Impossibilium nulla obligatio est (“Nadie está obligado a –hacer- lo
imposible).

Dada esta característica esencial de cualquier Derecho penal antropológicamente fundado, la


duda metodológica es si esa posibilidad es un elemento del tipo o, es inherente, directamente,
al mismo comportamiento. En ese último sentido si se entiende como que la esencia de éste es
la evitabilidad; si no lo fuese no existiría el primer elemento de la Teoría del delito y esa
conducta no interesaría al Derecho Penal. Ante esta encrucijada nosotros creemos que es en el
terreno del tipo omisivo cuando debe ser considerada esa facultad, pues la conducta
abstracta; es decir, no vinculada a un tipo penal, carece de interés; salvo que se trate de un
caso de falta de acción, v.gr. de fuerza física irresistible (art. 34.2. C.P.). En el supuesto de
omisión típica, sólo es dable indagar si el sujeto tuvo la aptitud necesaria para incurrir en ella,
cuando se sabe qué acción es la que quiere la ley que el obligado adopte .

5. Causalidad e imputación objetiva del resultado. Como ésta es la primera oportunidad de


tratar el tema, haremos unas consideraciones generales sobre la causalidad y la moderna
teoría de la imputación objetiva y luego las particularizaremos a la omisión propia haciendo
también referencias a la impropia. Recordamos, en este punto del recorrido argumental que,
por resultado en los delitos de omisión propia, entendemos la permanencia invariable de la
situación de riesgo.

Antes de entrar en materia hay que señalar que causa es el origen, el nacimiento, la base, lo
que da lugar al efecto . En tanto que la causalidad (nexo entre antecedente y consecuente)
puede ser comprobada mediante la utilización de métodos periciales o por la experiencia, que
proporciona el conocimiento proveniente de las situaciones vividas.

Con esta inteligencia el nexo de causalidad entre acción y resultado no el objeto de ningún
juicio de valor: El efecto se produce por el juego de determinados fenómenos naturales ; y eso
no es bueno ni malo . Con el uso del método analítico (observación - creación de hipótesis -
sujeción de éstas al contraste empírico) se logra encontrar la verdadera relación causal. Luego,
a través del procedimiento deductivo (silogismo, supresión mental hipotética, etc.) se
corroborará la validez del hallazgo.

Es claro que no para todos los fenómenos (menos, obviamente para las conductas humanas o
para los acontecimientos sociales) existen medios científico-naturales que permiten conocer
por qué se producen. Cuando faltan, o siendo que no resultase posible reproducir el hecho
para someterlo al examen pericial, el observador debe contentarse con distinguir, discernir,
fijar los términos del acontecimiento, y esta tarea ya no está exenta de errores. Con ello
aparecen otras maneras de determinar que existe un vínculo: ya no sólo la causalidad
demostrable experimentalmente, sino –por ejemplo- con la estadística, de la que se deduce la
probabilidad, con el significado de verosimilitud o fundada apariencia de verdad, pues el
suceso puede haber tenido lugar conforme lo indica la ley basada en el cálculo de
probabilidades . El principio causal se caracteriza así por su condicionalidad regular .
En este método, el estadístico, aplicable cuando no es posible la comprobación empírica,
tampoco tienen cabida las valoraciones. De todas maneras, su empleo representa un esfuerzo
mayor porque usa la lógica: implica aceptar que el efecto es la consecuencia del antecedente,
dependiendo de la relevancia estadística, la que demuestra que normalmente será así; no
obstante las excepciones.

En los delitos de omisión, la comprobación física del nexo de causalidad natural es imposible, y
si la doctrina y la jurisprudencia tradicionales estiman que un resultado típico puede ser
imputado a una omisión cuando es posible afirmar que la acción omitida habría evitado el
efecto con una probabilidad rayana en la certeza. De todas maneras, esta última no deja de ser
la afortunada síntesis – literariamente incuestionable- de una operación meramente
intelectual. Lo que, en buen romance, quiere expresar es que, en algunos casos la experiencia
precedente y en otros la prudente imaginación de qué hubiese podido ocurrir, descartarían
adjudicar el resultado a la omisión en caso de duda y sí imputarlo cuando la incertidumbre
queda reducida a una expresión mìnima .

Expuesto lo precedente, y teniendo en cuenta lo que se dirá a continuación, aparece claro que
una cosa es la causalidad y otra distinta (ésta sólo para el usus fori) la imputación objetiva, tal
como se la entiende en las últimas décadas.

La doctrina contemporánea ubica a la teoría de la imputación objetiva del resultado en el


marco de la tipicidad, asignándole allí su función específica. Antes, las concepciones causalista
y finalista situaban el problema de la relación entre la acción y el resultado en el elemento de
la Teoría del delito acción (denominado también conducta o comportamiento) . Con el cambio
podría alguien argumentar que es dable prescindir de la comprobación del nexo de causalidad
entre la acción y el resultado, para pasar a examinar de manera directa si es posible formular
la imputación objetiva; sobre todo en aquellos supuestos de hecho en los que la búsqueda de
la relación de causalidad aparece como infructuosa .

Sin embargo, el salir al encuentro de soluciones justas obliga a no dejar de lado la


comprobación de lo ocurrido, y por eso el punto de partida será la relación de causalidad
natural, la que es el límite mínimo a verificar, aunque no resulte suficiente para atribuir el
resultado, ya que sólo una vez que se haya comprobado la existencia de ese nexo causal, habrá
de dilucidarse si el resultado, además, cumple los requisitos señalados por la teoría de la
imputación objetiva para afirmarla . Ello garantiza la vigencia del principio de inocencia,
aunque no es dable dejar de lado la evidencia de que, salvo casos en los que se logra descubrir
sin dificultades el nexo causal , la imputación de lleva a cabo de otras maneras: Una la
constituye el ejercicio de la sola voluntad del magistrado, sin atender a reglas; por ende,
arbitrario. Otra, la aplicación de criterios normativos; es decir, establecidos a partir de valores
genéricos, en tren de procurar demostrar que la conducta sujeta a enjuiciamiento se apartó de
las exigencias legales, de manera tal que el resultado se le pueda adjudicar usando
razonamientos.

Esta es la finalidad que persiguen los hallazgos modernos relacionados con la imputación
objetiva: Dar pautas para las decisiones judiciales de forma que éstas sean predecibles, incluso
en los casos de los llamados cursos causales no verificables, universo que abarca hechos
complejos en los que fracasa la comprobación del nexo natural; y también en supuestos de
omisiones y de culpa penal en los cuales la causalidad positiva, físicamente entendida, no
existe porque en la naturaleza no hay omisiones ni imprudencias, negligencias, impericias o
inobservancia de los reglamentos.
De allí la importancia de encontrar los contornos nítidos de los requisitos de la imputación
objetiva, porque ellos son los que permiten establecer cuándo y hasta qué punto se le puede
asignar, como fundamento de una eventual responsabilidad, un resultado a una persona.

El grado de certeza que exige el principio de inocencia se logra aplicando correctamente las
pautas de imputación objetiva, como que ellas son sólo una manera particular para adjudicar
un hecho a alguien: la determinación conforme a sus propias leyes (a la legalidad que le es
propia).

Como atribuir el hecho a alguien constituye la circunstancia básica para fundamentar, llegado
el caso, su responsabilidad penal, la utilización extensiva, de esas pautas, puede llegar a ser
peligrosa para la libertad individual; sobre todo si se adopta sin ninguna reserva la concepción
imperativa de la norma penal, como motivadora de comportamientos.

Formular esta advertencia no significa asignarle a la pena una función sólo retributiva, sino
propugnar un empleo restrictivo de los criterios de imputación, que sea coherente con la
premisa de que toda situación de duda debe resolverse a favor del reo y, más allá, que
coincida con el objetivo de lograr un Derecho penal de mínima intervención.

Con ese propósito, el de reducir las posibilidades de llevar la imputación más allá del terreno
de la prohibición estricta, el procedimiento a seguir en el juicio de tipicidad debe analizar
primero si existe relación causal entre la conducta y el resultado; segundo, si concurren los
datos típicos y luego someter el comportamiento al tamiz de los criterios de imputación
objetiva.

Por lo general el primer filtro lo constituye la aplicación de la teoría de la conditio sine qua
non, no obstante sus limitaciones: se trata sólo de una operación lógica muy elemental, que
constituye un simple punto de partida y funciona en la medida en que se sospeche acerca de
cuál puede haber sido la causa o en los casos en que no se presenten muchas dificultades para
entender que existe relación entre la conducta y el efecto.

No obstante ese alcance tan reducido, la única teoría de la causalidad ontológicamente


correcta es ésa. Las demás no son hipótesis de causalidad, pues recurren a elementos
valorativos (de antijuridicidad) para determinar la causa.

Es que el problema de la relación entre acción y efecto en el ámbito jurídico-penal estriba,


realmente en la imputación de los resultados; y ésta sí se resuelve con pautas provenientes, no
del mundo de la naturaleza, sino del de los valores, lo que se hace especialmente notorio en la
culpa y en la omisión; temas en los que la moderna Teoría de la imputación objetiva hace
aportes, formula restricciones e incorpora precisiones que sirven para analizar el
encuadramiento del hecho en el tipo objetivo y, más precisamente, para luego de comprobar
que el comportamiento es típico, servir como un nuevo cedazo correctivo.

En la lengua alemana, el concepto imputación (Zurechnung) tiene como una de sus acepciones
la delimitación y esto es importante, porque la acción de delimitar puede aplicarse a una
actuación individual, para saber si el sujeto es autor o no lo es y en un hecho en el que
intervenga una pluralidad de personas para dirigir el índice acusador de manera tal que cada
uno asuma su eventual responsabilidad conforme al rol que le haya tocado desempeñar en el
suceso; todo conforme a los requerimientos de la norma de que se trate.
Establecido lo precedente , dedicaremos nuestra atención a analizar si ello requiere algunas
adaptaciones para aplicarlo a los delitos de omisión propiamente dicha:

La doctrina se ha esforzado por encontrar la nota de causalidad entre la omisión y el resultado;


y como la búsqueda es infructuosa, porque –como dijimos- en la naturaleza no existen las
omisiones .

Antes habíamos dejamos constancia de que alguna doctrina excluye el entendimiento de la


relación de causalidad como una cuestión mécánica, pasando a concebirla como una categoría
del pensamiento y a esta comprensión cabe objetarle: Si se tratase de una categoría del
pensamiento, lo sería de quien piensa. No se trataría de un dato objetivo. Por tanto sería
empíricamente indemostrable. Lo único que justificaría esta manera de razonar, para
incorporarla a un proceso, estaría en la hipótesis de que muchas personas reflexionasen de la
misma manera, pues si lo hiciese una minoría, el resto entendería que quienes tal cosa
imaginasen no tendrían sano el juicio, porque se apartarían de la normalidad (entendida como
la de la mayoría).

Por lo mismo, no existe –y por ende no se puede incorporar a una causa penal- la prueba de la
relación de causalidad natural entre la conducta y un resultado material en los delitos de
omisión propia. En primer lugar, porque el efecto de la omisión no es provocar, por ejemplo,
daño en el cuerpo o en la salud o la muerte del necesitado de auxilio, en el art. 108 C.P. sino
que el resultado se traduce en que no desaparece la situación de apremio, pudiendo haber
ocurrido lo contrario si la ayuda hubiese llegado. En segundo lugar, porque la secuencia que se
hubiese dado tendría características muy particulares, circunscriptas a cómo se hubiese podido
manifestar la decisión de no auxiliar (cálculos de posibilidades, vacilaciones, intentos de
apartarse de la escena para no colaborar con el necesitado, etc.). En este orden, constituiría
una tarea inútil buscar un nexo de causalidad, entendido como una conexión mecánica,
máxime si se entiende –como lo hemos expuesto- que el efecto de la omisión es mantener el
statu quo, que hubiese desaparecido en el caso de que el obligado hubiese realizado la
conducta que la ley esperaba de él. Siempre entendiendo la esperanza del cambio como la
finalidad de una operación lógica. Ya decía Hume que el conocimiento de la esencia de la
causalidad se agotaba en el juicio racional sobre la regularidad de la sucesión de los
fenómenos; y v. Hippel agregó que éste es un supraconcepto común al que pertenecen, como
supuestos de aplicación, tanto el provocar en la acción como el no impedir en la omisión.
Solamente entendida de esta manera la relación causal: como decían Liszt/Schmidt -no como
despliegues mecánicos de fuerzas sino una vinculacion lógica- se puede deducir que en las
omisiones la no evitación del resultado es causal para su producción . Del otro modo no, ya
que –como explicó Armin Kaufmann- se puede suprimir mentalmente el omitente sin que
desaparezca la situación de hecho existente. Llevada esta deducción al terreno que regula el
art. 108 C.P., si el omitente no presta ayuda al necesitado, éste permanecerá en la situación en
que se encontraba antes de que tuviese la posibilidad de ser auxiliado. No se podrá decir que
el omitente ha causado el apremio; pero sí que ha sido el efecto de su inacción la
inmutabilidad del peligro. La omisión no se traduce en fuerzas reales; justamente porque éstas
faltan. Las fuerzas reales, de haber sido empleadas en forma adecuada, hubiesen cambiado la
situación.

Si para la omisión no se debe deslizar en el concepto causal la idea de fuerza, de todas


maneras es necesario buscar la fórmula para imputar el resultado (el mantenimiento de la
situación de peligro) al omitente. La solución tendrá que provenir de los criterios de la
moderna teoría de la imputación objetiva. Así como debe formularse imputación objetiva por
el resultado causado, también debe formularse imputación objetiva por no haber interferido la
posibilidad de que el resultado acontezca. Pero, claro es, si se entiende el resultado como lo
hemos expuesto. De lo contrario, si se pensase que el resultado es “la consecuencia de una
serie de condiciones existentes, de una serie de factores causales concurrentes”, no es posible
ya que el mismo Cerezo Mir –a quien pertenecen las ideas puestas entre comillas- dice que la
omisión “nunca crea o aumenta el peligro de producción del resultado” .

Nosotros razonamos de otra forma: Se le formulará al sujeto la imputación objetiva porque el


riesgo permitido (andar por la vida sin preocuparse por la situación ajena) fue incrementado
por él, al hallarse en una situación específica en la que el auxilio era posible, distinta a la del
comùn de la gente, y fue ese mismo riesgo el que determinó el mantenimiento de la situación
de apremio del prójimo . Obsérvese que, siempre especulando en torno del art. 108 C.P. para
usarlo como ejemplo, la falta de variación del estado del necesitado puede adjudicársela a él
si, v. gr. hubiese rechazado la ayuda. En una hipótesis semejante, el disenso del necesitado
excluye la tipicidad de la conducta ajena, pues no está en juego el orden público sino un
interés particular y, por lo mismo, no se le puede formular la imputación objetiva al omitente.
El resultado, que se traduce en el mantenimiento del peligro, se le imputará a la víctima.

El razonamiento instituye un mecanismo es el inverso del que se usa para los delitos de
comisión: No mide la creación de un riesgo no permitido o el incremento del peligro, para
llegar más allá de lo tolerable, sino que se repara en el impacto que produce el incumplimiento
del deber de actuar para disminuir la posibilidad de perjuicios. Alguna doctrina requiere que
medie disminución del riesgo, otra en cambio exige la comprobación de que el resultado se
habría evitado .

Como resulta obvio, tampoco podrá formularse imputación objetiva al omitente si el riesgo
que tenía que ser conjurado mediante la conducta ordenada, se mantiene por circunstancias
distintas a la falta en que el sujeto incurrió; lo que demostraría que ella no podría haber
aventado el apremio. Todo ello teniendo en cuenta la vigencia, en materia de prueba, del
principio in dubio pro reo.

Ya hemos dejado constancia de la doctrina que sostiene que utilizando la imagen de la acción
omitida el intérprete debe tener estimar, de una manera rayana en la certeza que el resultado
no se hubiese producido. Por supuesto que esta postura considera -a la inversa de como lo
hacemos nosotros- que el resultado es la materialización del peligro (en el delito de omisión de
auxilio del art. 108 C.P., el efecto sería la muerte o las lesiones del necesitado a quien no se
ayudó). Como nunca el intérprete podrá estar seguro de lo hubiese ocurrido si la conducta
hubiese sido positiva, es corriente encontrar opiniones doctrinales según las cuales la duda no
debe hacer jugar a favor del reo .

La conclusión es ciertamente paradójica: En el delito de acción, si existiese una posibilidad de


que la acción no hubiese sido causa del resultado, se impondría la absolución. En cambio en el
delito de omisión, si se presentase la duda, lo mismo habrá que condenar. Se nos ocurre que
es una solución ilegal, a la luz de lo que disponen diversos Códigos procesales, como derivación
de un principio general del Derecho, con base constitucional. Para nosotros de la prueba de los
hechos resultará si el individuo ha adoptado o no la conducta que la ley le imponía; y es
imposible que la determinación acerca de si ha ocurrido una cosa o la otra deje margen a la
duda. En lo que puede no haber certeza es acerca de la concurrencia de los demás elementos
del tipo, tanto los objetivos como el subjetivo (dolo). Y en este caso sí debe aplicarse el
principio in dubio pro reo.
La situación típica generadora del deber de obrar. La no realización de la acción mandada.
Poder fáctico para realizar lo mandado (capacidad de obrar).

Generalidades. Entendemos por objetivo todo lo que está fuera del sujeto que lo conoce; lo
que existe con independencia de la propia manera de pensar o de sentir de éste. Denota
exterioridad: lo que se aprecia desde el exterior. Es decir, no depende de los conocimientos,
sentimientos y deseos del agente.

Con esta inteligencia del término haremos la separación entre el tipo objetivo y el tipo
subjetivo. En el último ubicaremos el dolo (en los delitos que requieren la concurrencia del
conocimiento y de la voluntad del sujeto activo) y la culpa, en los hechos punibles que se
cometen violando el deber de cuidado.

Es frecuente encontrar en alguna doctrina una confusión entre entender los elementos
objetivos del tipo como tales y la idea de que la ley vale erga omnes. Se trata de conceptos
disímiles. Efectivamente, el principio de igualdad ante la ley (art. 16 C.N.) prohibe que no se
establezcan diferencias entre todas las personas quienes se hallen en similar situación. De lo
que resulta que serán tratados como iguales aquellos que realicen una conducta típica de
características idénticas. Por su lado la adecuación típica comprende tanto la concurrencia de
los elementos objetivos como la de los subjetivos. En otras palabras: el tipo objetivo es una
parte del tipo del delito de que se trate; el tipo subjetivo es la otra parte. Si aparecen juntas, la
conducta será típica. En caso de que falte cualquiera de los elementos, los objetivos o los
subjetivos, la conducta será atípica.

Mencionamos la confusión de alguna doctrina y ahora debemos tratar de deducir por qué se
produce esa falta de claridad: Y es que, antes de la aparición del finalismo, toda la subjetividad
era ubicada como formando parte del elemento culpabilidad de la Teoría del delito. Siguiendo
la concepción causalista aparece notoria la necesidad de argumentar que solamente los datos
objetivos son la expresión máxima del principio de validez de la norma erga omnes; en tanto
que la culpabilidad –como depende de situaciones individuales- sólo indirectamente permite
conservar la idea de igualdad ante la ley; esto es, dándole el sentido de que se debe tratar
como iguales a quienes se encuentran en idéntica situación.

De todas maneras, y a la luz del Derecho positivo vigente, las cuestiones vinculadas a la
subjetividad del agente aparecen en el Código en dos oportunidades y con dos consecuencias
diferentes:

La primera, en el terreno de la tipicidad; en razón de que –en la Parte Especial- están


separados los tipos dolosos de los culposos. Toda persona que ejecuta un hecho que, tal como
prevé la ley, requiere del conocimiento de la situación y de la voluntad de que éste se
materialice (elementos subjetivos), incurrirá en la conducta típica correspondiente al delito
doloso. De la misma manera: toda persona que cause el resultado típico, sin quererlo y por no
prever lo previsible (elemento subjetivo) incurrirá en la conducta típica correspondiente al
delito culposo.

La segunda oportunidad en que aparece la referencia a la subjetividad es en el terreno de la


culpabilidad. Es allí donde se examina la capacidad del autor de enfrentar el juicio de reproche
(art. 34.1. C.P.) y se consideran “los motivos que le llevaron a delinquir” (art. 41 C.P.) a los
efectos de fijar la pena que merece el sujeto, cuando ésta es divisible en función del tiempo o
de la cantidad.

Volviendo al tipo objetivo, queda claro que allí está incluído todo lo situado fuera de la esfera
anímica del autor , aunque no esté circunscripto al mundo de los fenómenos externos, siendo
que en muchas prescripciones legales aparecen –también- referencias normativas.

Para finalizar este párrafo introductorio debemos consignar que en el tipo objetivo, además de
la situación de apremio del bien jurídico a la que aluden las disposiciones legales, se
encuentran todas las referencias a lo externo y, entre ellas –a veces- los medios de auxilio
necesarios para realizar lo que la ley manda hacer.

La situación típica generadora del deber de obrar. La base de las realizaciones típicas omisivas
es la existencia de un conjunto de factores o circunstancias –previstos por el legislador- que
afectan a alguien o algo en un determinado momento; en suma, un suceso en el que corre
peligro un bien digno de tutela jurídica.

Examinaremos los distintos aspectos de la frase precedente :

El legislador imagina supuestos de hecho en los cuales un bien, que juzga necesario proteger,
se encontrará en situación riesgosa . Por ejemplo: El sujeto activo se encuentra con un menor
de diez años perdido o desamparado o con una persona herida o amenazada de un peligro
cualquiera (art. 108 C.P.).

No obstante que el precepto puede descomponerse en las cuatro hipótesis, todas ellas giran
en torno de la contingencia de un mal inminente. Y así ocurre con todos los demás preceptos
omisivos , ya que ellos tienen como característica común que ordenan realizar las acciones que
posibiliten contrarrestar el peligro.

De ello se deduce que el resultado, como componente del tipo objetivo de los delitos omisivos,
es la permanencia de la situación de riesgo. Esta interpretación nuestra difiere de la que hace
el resto de la doctrina. Así Novoa sostiene que el resultado, como daño inmediato proveniente
del delito, puede quedar reducido a tan sólo una falta de colaboración del omitente a las
exigencias de una organización social concebida conforme a determinado modelo. Dice que en
esos casos cabe hablar de un delito de mera desobediencia . Nosotros oponemos objeciones a
esa opinión: En primer lugar debería aclarar que la falta de colaboración, si bien existe, no
puede indicar –por sí- el bien que es el objeto de protección de la norma. Y en segundo lugar,
conforme a la regla del art. 19 C.N., el Estado no puede constituir en delito la sola
desobediencia, pues en todo caso deberá demostrarse que ese comportamiento afecta el
orden público o la moral pública o perjudica a terceros. Novoa usa como ejemplo, para ilustrar
su manera de entender el tema, el delito de falta de prestación alimenticia (previsto en la
República Argentina por la ley 13944). Nosotros entendemos que en este caso el bien
jurídicamente protegido de manera directa es la expectativa –seguridad- de que las personas a
las que alude la norma, no correrán peligro por la falta de cobertura de las necesidades
elementales e, indirectamente, la salud, la integridad corporal y la vida.. Si estos últimos
fuesen los bienes jurídicos protegidos por la ley 13944, la omisión en efectuar las prestaciones
se encuadraría, no en la tipicidad específica diseñada por esa ley, sino en algunas de las figuras
correspondientes al Título I Delitos contra las personas, del Libro Segundo del Código Penal.
En suma: Para que una norma que castiga la omisión no sea inconstitucional, la consecuencia
de la inacción tiene que afectar el orden público, a la moral pública o perjudicar a terceros (art.
19 C.N.). Por lo mismo, en estos casos el bien jurídico protegido es la seguridad de que habrá
una actuación humana dirigida a que los demás valores que subyacen, y cuya protección
importa (vida, integridad corporal, libertad ambulatoria, correcto desempeño de la función
pública, etc.) permanezcan indemnes. En síntesis: el resultado de la inacción es la permanencia
de la situación de riesgo

Constituye una interpretación adecuada entender, como lo hemos expuesto, que el resultado
es la defraudación de la seguridad -con el alcance que le hemos dado en el párrafo
precedente- y tiene importancia: v. gr. para la aplicación del principio de insignificancia, pues
por más que el agente hubiese incurrido en alguna omisión, si ella hubiese tenido una
incidencia en la permanencia de la situación de riesgo en que se encuentra el bien, la conducta
no será típica.

Que el interés jurídicamente protegido por estas normas es impedir, evitar, alejar un dano o
peligro (en suma variar, en un sentido positivo la situación de riesgo) explica por qué, en
general, el incumplimiento del mandato jurídico de obrar no deja huellas materiales.

Además, la interpretación que hemos hecho soluciona los problemas vinculados a la


causalidad y a la imputación objetiva; como explicaremos un poco más adelante, en este
mismo capítulo .

Conforme a nuestra manera de concebir el resultado en los delitos propios de omisión, hay
otro efecto yuxtapuesto, que es el motivo último de la existencia de la norma: la salvación del
bien. El descubrimiento de la posible existencia de dos resultados (la inexistencia de un cambio
favorable de la situación de peligro y el de resultado materia, si éste se produjese) y de la
diferencia entre ellos, permite resolver la cuestión de si un resultado penalmente relevante ha
sido producido por el autor por medio de un comportamiento activo, o solo no ha sido evitado,
disyuntiva que puede mostrar considerables dificultades de detalle. Esto ocurre,
especialmente, en caso de formas de conducta de doble relevancia, que pueden ser
consideradas tanto una acción como una omisión. En otras palabras, de comportamientos que
ostentan espacios que podrían ser explicados a la luz de normas imperativas de mandato o de
prohibición. Esto sólo será aplicable a lo que hemos caracterizado como si fuese un segundo
resultado pues, respecto del primero no podrá haber ninguna duda de que se trata de una
inacción; es decir, el sujeto infringe la norma que le obliga a actuar en la circunstancia de que
se trate. De la misma manera, nuestro entendimiento de que existen dos resultados permite
resolver el problema de que en algunos delitos omisivos se practica una especie de inversión
de la carga de la prueba, ya que es el imputado quien debe demostrar que con su omisión no
se afectó el bien jurídico. Sobre esta última reflexión nosotros opinamos: Si el sujeto dejó de
realizar la conducta positiva que le estaba ordenada, uno de los elementos del tipo –el más
importante- está presente por la propia inacción. Lo que en su caso el órgano de la acusación
debe probar es que concurrieron en el hecho los demás requisitos: los objetivos propios de la
figura penal de que se trate y el subjetivo (dolo). A su vez el imputado podrá acreditar en el
proceso la falta de concurrencia de alguno de ellos y, en su caso, que el mantenimiento del
riesgo no guarda relación con su propia falta. Si no fuese así; es decir, si nuestra posición
acerca de este tema se desechace, quedaría conculcado el principio de inocencia y tampoco
habría forma de aventar la aparición en Derecho Penal de una responsabilidad objetiva, como
aquella de la que habla el art. 1113 del Código Civil
La existencia del peligro al que el tipo penal refiere, debe ser determinada en el momento en
que el sujeto debió –conforme la connminación que le formula la norma- haber obrado. Lo
mismo que ocurre con la imprudencia, el análisis tiene realizarse ex ante; es decir, a la luz de la
disyuntiva que en ese momento se le presentó; cuando no había empezado a actuar y aún
podía decidirse a hacerlo o no.

Como resulta obvio, fijar ese momento tiene una importancia decisiva para aplicar las reglas
de la capacidad de culpabilidad (art. 34.1 C.P.), de la tentativa (art. 42 C.P.), de los concursos
(arts. 54 y 55) y de la prescripción de la acción (art. 63 C.P.).

Ese instante es aquél en que se produce la ausencia de cumplimiento por parte del omitente
de la exigencia impuesta por la ley.

Contrariamente a lo que nosotros pensamos, en cuanto al deber de actuar, Struensse apunta


que la opinión correcta, actualmente dominante, es la que señala que el deber de acción, de
evitación del resultado, o de garante, no es un elemento del tipo, y como tal, no aparece en
ninguna parte de la estructura del delito; sólo los presupuestos de surgimiento del deber
pertenecen a los elementos del tipo . Según nuestra manera de entender el tema, si bien los
tipos penales no contienen una alusión expresa al deber de actuar, éste constituye un
elemento implícito del injusto (tipicidad más ausencia de justificación) pues puede ocurrir que
alguien omita hallándose en estado de necesidad. En un caso así existiría una conducta típica
porque las circunstancias de hecho, la capacidad y el deber de actuar concurrirían pero no
sería punible conforme a lo dispuesto por el art. 34.3 C.P. Que el deber de actuar es un
elemento del tipo resulta también una consecuencia del siguiente razonamiento: Si el
individuo se equivocase, entendiendo que no tiene el deber de actuar, la omisión no habría
omitido con dolo y, como consecuencia, la conducta sería atípica.

La expectativa de la acción esperada (el cumplimiento del deber generado por la situación a la
que se refiere la ley penal) que constituye la esencia del delito omisivo, obra a la manera de un
elemento del tipo; tanto, que si el autor se equivocase acerca de las circunstancias fácticas que
hacen necesaria su intervención, su conducta sería atípica. Se trataría de un caso de error de
tipo. En cambio, se trataría con las reglas del error de prohibición la falta de internalización de
la existencia de la norma imperativa .

El verbo o núcleo del tipo. La esencia de los delitos propios de omisión consiste en que son
hechos penales que se agotan con la no realización de la acción requerida por la ley. Por el
contrario, en los delitos impropios de omisión, al garante se le impone el deber de evitar un
resultado .

Ya volveremos sobre el contenido de la última frase; por ahora diremos que en estos últimos
supuestos la inacción está ligada al resultado material indicado por el tipo de referencia
prohibitivo, como que el parágrafo 13 del StGB reza: “Quien omite evitar el resultado
correspondiente al tipo de una ley penal…” Que se produzca el resultado correspondiente al
tipo de esa ley penal, porque quien estaba obligado a evitarlo no lo hizo, es un requisito para la
aplicación de las reglas de la omisión impropia, constituyéndose en uno de los mecanismos en
virtud de los cuales, se amplian el tipo y la pena. En cambio, en los delitos de omisión propia,
v.gr. la omisión de auxilio (art. 108 C.P.) lo que la ley procura proteger es la seguridad de que
las personas –en las situaciones a las que alude- serán solidarias y actuarán para eliminar o
disminuir el peligro que amenaza al prójimo. La norma no ampara (por lo menos no lo hace de
manera directa) la vida, la integridad corporal, la libertad o los demás bienes de la víctima que
pudiesen estar comprendidos por la expresión “peligro cualquiera” que usa ese artículo.

Posibilidad fáctica de realizar la acción prescripta. La ley da por sobreentendido que no puede
exigir lo que está más allá de las facultades psíquicas y físicas del ser humano e, incluso, en
algunas ocasiones lo dice expresamente: Así el art. 108 C.P. limita la exigencia de auxiliar a
quien “pudiese hacerlo sin riesgo personal” .

De la forma implícita o explícita , ello es el reconocimiento moderno de la vigencia del


afornismo latino Impossibilium nulla obligatio est (“Nadie está obligado a –hacer- lo
imposible).

Dada esta característica esencial de cualquier Derecho penal antropológicamente fundado, la


duda metodológica es si esa posibilidad es un elemento del tipo o, es inherente, directamente,
al mismo comportamiento. En ese último sentido si se entiende como que la esencia de éste es
la evitabilidad; si no lo fuese no existiría el primer elemento de la Teoría del delito y esa
conducta no interesaría al Derecho Penal. Ante esta encrucijada nosotros creemos que es en el
terreno del tipo omisivo cuando debe ser considerada esa facultad, pues la conducta
abstracta; es decir, no vinculada a un tipo penal, carece de interés; salvo que se trate de un
caso de falta de acción, v.gr. de fuerza física irresistible (art. 34.2. C.P.). En el supuesto de
omisión típica, sólo es dable indagar si el sujeto tuvo la aptitud necesaria para incurrir en ella,
cuando se sabe qué acción es la que quiere la ley que el obligado adopte .

Causalidad e imputación objetiva del resultado. Como ésta es la primera oportunidad de tratar
el tema, haremos unas consideraciones generales sobre la causalidad y la moderna teoría de la
imputación objetiva y luego las particularizaremos a la omisión propia haciendo también
referencias a la impropia. Recordamos, en este punto del recorrido argumental que, por
resultado en los delitos de omisión propia, entendemos la permanencia invariable de la
situación de riesgo.

Antes de entrar en materia hay que señalar que causa es el origen, el nacimiento, la base, lo
que da lugar al efecto . En tanto que la causalidad (nexo entre antecedente y consecuente)
puede ser comprobada mediante la utilización de métodos periciales o por la experiencia, que
proporciona el conocimiento proveniente de las situaciones vividas.

Con esta inteligencia el nexo de causalidad entre acción y resultado no el objeto de ningún
juicio de valor: El efecto se produce por el juego de determinados fenómenos naturales ; y eso
no es bueno ni malo . Con el uso del método analítico (observación - creación de hipótesis -
sujeción de éstas al contraste empírico) se logra encontrar la verdadera relación causal. Luego,
a través del procedimiento deductivo (silogismo, supresión mental hipotética, etc.) se
corroborará la validez del hallazgo.

Es claro que no para todos los fenómenos (menos, obviamente para las conductas humanas o
para los acontecimientos sociales) existen medios científico-naturales que permiten conocer
por qué se producen. Cuando faltan, o siendo que no resultase posible reproducir el hecho
para someterlo al examen pericial, el observador debe contentarse con distinguir, discernir,
fijar los términos del acontecimiento, y esta tarea ya no está exenta de errores. Con ello
aparecen otras maneras de determinar que existe un vínculo: ya no sólo la causalidad
demostrable experimentalmente, sino –por ejemplo- con la estadística, de la que se deduce la
probabilidad, con el significado de verosimilitud o fundada apariencia de verdad, pues el
suceso puede haber tenido lugar conforme lo indica la ley basada en el cálculo de
probabilidades . El principio causal se caracteriza así por su condicionalidad regular .

En este método, el estadístico, aplicable cuando no es posible la comprobación empírica,


tampoco tienen cabida las valoraciones. De todas maneras, su empleo representa un esfuerzo
mayor porque usa la lógica: implica aceptar que el efecto es la consecuencia del antecedente,
dependiendo de la relevancia estadística, la que demuestra que normalmente será así; no
obstante las excepciones.

En los delitos de omisión, la comprobación física del nexo de causalidad natural es imposible, y
si la doctrina y la jurisprudencia tradicionales estiman que un resultado típico puede ser
imputado a una omisión cuando es posible afirmar que la acción omitida habría evitado el
efecto con una probabilidad rayana en la certeza. De todas maneras, esta última no deja de ser
la afortunada síntesis – literariamente incuestionable- de una operación meramente
intelectual. Lo que, en buen romance, quiere expresar es que, en algunos casos la experiencia
precedente y en otros la prudente imaginación de qué hubiese podido ocurrir, descartarían
adjudicar el resultado a la omisión en caso de duda y sí imputarlo cuando la incertidumbre
queda reducida a una expresión mìnima .

Expuesto lo precedente, y teniendo en cuenta lo que se dirá a continuación, aparece claro que
una cosa es la causalidad y otra distinta (ésta sólo para el usus fori) la imputación objetiva, tal
como se la entiende en las últimas décadas.

La doctrina contemporánea ubica a la teoría de la imputación objetiva del resultado en el


marco de la tipicidad, asignándole allí su función específica. Antes, las concepciones causalista
y finalista situaban el problema de la relación entre la acción y el resultado en el elemento de
la Teoría del delito acción (denominado también conducta o comportamiento) . Con el cambio
podría alguien argumentar que es dable prescindir de la comprobación del nexo de causalidad
entre la acción y el resultado, para pasar a examinar de manera directa si es posible formular
la imputación objetiva; sobre todo en aquellos supuestos de hecho en los que la búsqueda de
la relación de causalidad aparece como infructuosa .

Sin embargo, el salir al encuentro de soluciones justas obliga a no dejar de lado la


comprobación de lo ocurrido, y por eso el punto de partida será la relación de causalidad
natural, la que es el límite mínimo a verificar, aunque no resulte suficiente para atribuir el
resultado, ya que sólo una vez que se haya comprobado la existencia de ese nexo causal, habrá
de dilucidarse si el resultado, además, cumple los requisitos señalados por la teoría de la
imputación objetiva para afirmarla . Ello garantiza la vigencia del principio de inocencia,
aunque no es dable dejar de lado la evidencia de que, salvo casos en los que se logra descubrir
sin dificultades el nexo causal , la imputación de lleva a cabo de otras maneras: Una la
constituye el ejercicio de la sola voluntad del magistrado, sin atender a reglas; por ende,
arbitrario. Otra, la aplicación de criterios normativos; es decir, establecidos a partir de valores
genéricos, en tren de procurar demostrar que la conducta sujeta a enjuiciamiento se apartó de
las exigencias legales, de manera tal que el resultado se le pueda adjudicar usando
razonamientos.

Esta es la finalidad que persiguen los hallazgos modernos relacionados con la imputación
objetiva: Dar pautas para las decisiones judiciales de forma que éstas sean predecibles, incluso
en los casos de los llamados cursos causales no verificables, universo que abarca hechos
complejos en los que fracasa la comprobación del nexo natural; y también en supuestos de
omisiones y de culpa penal en los cuales la causalidad positiva, físicamente entendida, no
existe porque en la naturaleza no hay omisiones ni imprudencias, negligencias, impericias o
inobservancia de los reglamentos.

De allí la importancia de encontrar los contornos nítidos de los requisitos de la imputación


objetiva, porque ellos son los que permiten establecer cuándo y hasta qué punto se le puede
asignar, como fundamento de una eventual responsabilidad, un resultado a una persona.

El grado de certeza que exige el principio de inocencia se logra aplicando correctamente las
pautas de imputación objetiva, como que ellas son sólo una manera particular para adjudicar
un hecho a alguien: la determinación conforme a sus propias leyes (a la legalidad que le es
propia).

Como atribuir el hecho a alguien constituye la circunstancia básica para fundamentar, llegado
el caso, su responsabilidad penal, la utilización extensiva, de esas pautas, puede llegar a ser
peligrosa para la libertad individual; sobre todo si se adopta sin ninguna reserva la concepción
imperativa de la norma penal, como motivadora de comportamientos.

Formular esta advertencia no significa asignarle a la pena una función sólo retributiva, sino
propugnar un empleo restrictivo de los criterios de imputación, que sea coherente con la
premisa de que toda situación de duda debe resolverse a favor del reo y, más allá, que
coincida con el objetivo de lograr un Derecho penal de mínima intervención.

Con ese propósito, el de reducir las posibilidades de llevar la imputación más allá del terreno
de la prohibición estricta, el procedimiento a seguir en el juicio de tipicidad debe analizar
primero si existe relación causal entre la conducta y el resultado; segundo, si concurren los
datos típicos y luego someter el comportamiento al tamiz de los criterios de imputación
objetiva.

Por lo general el primer filtro lo constituye la aplicación de la teoría de la conditio sine qua
non, no obstante sus limitaciones: se trata sólo de una operación lógica muy elemental, que
constituye un simple punto de partida y funciona en la medida en que se sospeche acerca de
cuál puede haber sido la causa o en los casos en que no se presenten muchas dificultades para
entender que existe relación entre la conducta y el efecto.

No obstante ese alcance tan reducido, la única teoría de la causalidad ontológicamente


correcta es ésa. Las demás no son hipótesis de causalidad, pues recurren a elementos
valorativos (de antijuridicidad) para determinar la causa.

Es que el problema de la relación entre acción y efecto en el ámbito jurídico-penal estriba,


realmente en la imputación de los resultados; y ésta sí se resuelve con pautas provenientes, no
del mundo de la naturaleza, sino del de los valores, lo que se hace especialmente notorio en la
culpa y en la omisión; temas en los que la moderna Teoría de la imputación objetiva hace
aportes, formula restricciones e incorpora precisiones que sirven para analizar el
encuadramiento del hecho en el tipo objetivo y, más precisamente, para luego de comprobar
que el comportamiento es típico, servir como un nuevo cedazo correctivo.

En la lengua alemana, el concepto imputación (Zurechnung) tiene como una de sus acepciones
la delimitación y esto es importante, porque la acción de delimitar puede aplicarse a una
actuación individual, para saber si el sujeto es autor o no lo es y en un hecho en el que
intervenga una pluralidad de personas para dirigir el índice acusador de manera tal que cada
uno asuma su eventual responsabilidad conforme al rol que le haya tocado desempeñar en el
suceso; todo conforme a los requerimientos de la norma de que se trate.

Establecido lo precedente , dedicaremos nuestra atención a analizar si ello requiere algunas


adaptaciones para aplicarlo a los delitos de omisión propiamente dicha:

La doctrina se ha esforzado por encontrar la nota de causalidad entre la omisión y el resultado;


y como la búsqueda es infructuosa, porque –como dijimos- en la naturaleza no existen las
omisiones .

Antes habíamos dejamos constancia de que alguna doctrina excluye el entendimiento de la


relación de causalidad como una cuestión mécánica, pasando a concebirla como una categoría
del pensamiento y a esta comprensión cabe objetarle: Si se tratase de una categoría del
pensamiento, lo sería de quien piensa. No se trataría de un dato objetivo. Por tanto sería
empíricamente indemostrable. Lo único que justificaría esta manera de razonar, para
incorporarla a un proceso, estaría en la hipótesis de que muchas personas reflexionasen de la
misma manera, pues si lo hiciese una minoría, el resto entendería que quienes tal cosa
imaginasen no tendrían sano el juicio, porque se apartarían de la normalidad (entendida como
la de la mayoría).

Por lo mismo, no existe –y por ende no se puede incorporar a una causa penal- la prueba de la
relación de causalidad natural entre la conducta y un resultado material en los delitos de
omisión propia. En primer lugar, porque el efecto de la omisión no es provocar, por ejemplo,
daño en el cuerpo o en la salud o la muerte del necesitado de auxilio, en el art. 108 C.P. sino
que el resultado se traduce en que no desaparece la situación de apremio, pudiendo haber
ocurrido lo contrario si la ayuda hubiese llegado. En segundo lugar, porque la secuencia que se
hubiese dado tendría características muy particulares, circunscriptas a cómo se hubiese podido
manifestar la decisión de no auxiliar (cálculos de posibilidades, vacilaciones, intentos de
apartarse de la escena para no colaborar con el necesitado, etc.). En este orden, constituiría
una tarea inútil buscar un nexo de causalidad, entendido como una conexión mecánica,
máxime si se entiende –como lo hemos expuesto- que el efecto de la omisión es mantener el
statu quo, que hubiese desaparecido en el caso de que el obligado hubiese realizado la
conducta que la ley esperaba de él. Siempre entendiendo la esperanza del cambio como la
finalidad de una operación lógica. Ya decía Hume que el conocimiento de la esencia de la
causalidad se agotaba en el juicio racional sobre la regularidad de la sucesión de los
fenómenos; y v. Hippel agregó que éste es un supraconcepto común al que pertenecen, como
supuestos de aplicación, tanto el provocar en la acción como el no impedir en la omisión.
Solamente entendida de esta manera la relación causal: como decían Liszt/Schmidt -no como
despliegues mecánicos de fuerzas sino una vinculacion lógica- se puede deducir que en las
omisiones la no evitación del resultado es causal para su producción . Del otro modo no, ya
que –como explicó Armin Kaufmann- se puede suprimir mentalmente el omitente sin que
desaparezca la situación de hecho existente. Llevada esta deducción al terreno que regula el
art. 108 C.P., si el omitente no presta ayuda al necesitado, éste permanecerá en la situación en
que se encontraba antes de que tuviese la posibilidad de ser auxiliado. No se podrá decir que
el omitente ha causado el apremio; pero sí que ha sido el efecto de su inacción la
inmutabilidad del peligro. La omisión no se traduce en fuerzas reales; justamente porque éstas
faltan. Las fuerzas reales, de haber sido empleadas en forma adecuada, hubiesen cambiado la
situación.
Si para la omisión no se debe deslizar en el concepto causal la idea de fuerza, de todas
maneras es necesario buscar la fórmula para imputar el resultado (el mantenimiento de la
situación de peligro) al omitente. La solución tendrá que provenir de los criterios de la
moderna teoría de la imputación objetiva. Así como debe formularse imputación objetiva por
el resultado causado, también debe formularse imputación objetiva por no haber interferido la
posibilidad de que el resultado acontezca. Pero, claro es, si se entiende el resultado como lo
hemos expuesto. De lo contrario, si se pensase que el resultado es “la consecuencia de una
serie de condiciones existentes, de una serie de factores causales concurrentes”, no es posible
ya que el mismo Cerezo Mir –a quien pertenecen las ideas puestas entre comillas- dice que la
omisión “nunca crea o aumenta el peligro de producción del resultado” .

Nosotros razonamos de otra forma: Se le formulará al sujeto la imputación objetiva porque el


riesgo permitido (andar por la vida sin preocuparse por la situación ajena) fue incrementado
por él, al hallarse en una situación específica en la que el auxilio era posible, distinta a la del
comùn de la gente, y fue ese mismo riesgo el que determinó el mantenimiento de la situación
de apremio del prójimo . Obsérvese que, siempre especulando en torno del art. 108 C.P. para
usarlo como ejemplo, la falta de variación del estado del necesitado puede adjudicársela a él
si, v. gr. hubiese rechazado la ayuda. En una hipótesis semejante, el disenso del necesitado
excluye la tipicidad de la conducta ajena, pues no está en juego el orden público sino un
interés particular y, por lo mismo, no se le puede formular la imputación objetiva al omitente.
El resultado, que se traduce en el mantenimiento del peligro, se le imputará a la víctima.

El razonamiento instituye un mecanismo es el inverso del que se usa para los delitos de
comisión: No mide la creación de un riesgo no permitido o el incremento del peligro, para
llegar más allá de lo tolerable, sino que se repara en el impacto que produce el incumplimiento
del deber de actuar para disminuir la posibilidad de perjuicios. Alguna doctrina requiere que
medie disminución del riesgo, otra en cambio exige la comprobación de que el resultado se
habría evitado .

Como resulta obvio, tampoco podrá formularse imputación objetiva al omitente si el riesgo
que tenía que ser conjurado mediante la conducta ordenada, se mantiene por circunstancias
distintas a la falta en que el sujeto incurrió; lo que demostraría que ella no podría haber
aventado el apremio. Todo ello teniendo en cuenta la vigencia, en materia de prueba, del
principio in dubio pro reo.

Ya hemos dejado constancia de la doctrina que sostiene que utilizando la imagen de la acción
omitida el intérprete debe tener estimar, de una manera rayana en la certeza que el resultado
no se hubiese producido. Por supuesto que esta postura considera -a la inversa de como lo
hacemos nosotros- que el resultado es la materialización del peligro (en el delito de omisión de
auxilio del art. 108 C.P., el efecto sería la muerte o las lesiones del necesitado a quien no se
ayudó). Como nunca el intérprete podrá estar seguro de lo hubiese ocurrido si la conducta
hubiese sido positiva, es corriente encontrar opiniones doctrinales según las cuales la duda no
debe hacer jugar a favor del reo .

La conclusión es ciertamente paradójica: En el delito de acción, si existiese una posibilidad de


que la acción no hubiese sido causa del resultado, se impondría la absolución. En cambio en el
delito de omisión, si se presentase la duda, lo mismo habrá que condenar. Se nos ocurre que
es una solución ilegal, a la luz de lo que disponen diversos Códigos procesales, como derivación
de un principio general del Derecho, con base constitucional. Para nosotros de la prueba de los
hechos resultará si el individuo ha adoptado o no la conducta que la ley le imponía; y es
imposible que la determinación acerca de si ha ocurrido una cosa o la otra deje margen a la
duda. En lo que puede no haber certeza es acerca de la concurrencia de los demás elementos
del tipo, tanto los objetivos como el subjetivo (dolo). Y en este caso sí debe aplicarse el
principio in dubio pro reo.

La omisión impropia. Regulación legal. “Dogmática es la reconstrucción del Derecho positivo


vigente sobre bases cientificas”, decía en sus clases nuestro profesor Don Luis Jiménez de
Asúa. A falta de una regulación expresa en el Código Penal argentino haremos dogmática
utilizando como guía general las nociones contenidas en el parágrafo 13 del StgB alemán,
dejando para más adelante la mención de cómo está previsto el instituto en otros países y en
los proyectos argentinos para la reforma del Código Penal.

Comisión por omisión. 1. Quien omite evitar un resultado perteneciente al tipo de una ley
penal, es punible conforme a esta ley sólo cuando debe responder jurídicamente para que el
resultado no aconteciera y cuando la omisión corresponde a la realización del tipo penal
mediante un hacer.

2. La pena puede disminuirse conforme al # 49 párrafo 1.

Begehen durch unterlassen. (1) Wer es unterlässt, einen Erfolg abzuwenden, der zum
Tatbestand eines Strafgesetzes gehört, ist nach diesem Gesetz nur dann strafbar, wenn er
rechtilch dafür einzuste-hen hat, dass der Erfolg nich eintritt, und wenn das Unterlassen der
Verwirklichung des gesetzlichen Tatbestandes durch ein Tun entspricht

(2) Die Strafe kann nach # 49 Abs. 1 gemildert werden.

Una primera aclaración corresponde hacer y está relacionada con la traducción del precepto a
la lengua castellana y la captación de las ideas que contiene para lo que nos interesa:
responder la pregunta acerca de la aplicabilidad de esos conceptos en el Derecho argentino, lo
que haremos conforme a nuestra concepción filosófica, que no coincide enteramente con la
que impregna parte de la doctrina y de la jurisprudencia alemanas actuales y por eso difiere -
en algunos puntos- las respectivas formas de entender el tema :

Begehen (cometer, perpetrar) y unterlassen (omitir) son verbos en infinitivo; en tanto que
durch es una preposición que tiene varias acepciones, pero para lo que nos interesa puede
traducirse como por medio de. Así se desprende que el título del parágrafo 13 es: “Cometer
por medio de omitir”.

Esta es la traducción textual.

Como consta al principio, nosotros hemos optado por emplear los sustantivos que se
construyen a partir de esos verbos y por ende usar “comisión por omisión”, que es como se
conoce a esta estructura en el espacio geográfico hispanoparlante.

A partir de la interpretación literal del lenguaje que el legislador alemán se utilizó cabe trazar
algunas líneas para nuestra explicación del instituto bajo examen.
a. Tiene consecuencias importantes el empleo de los dos verbos y de la preposición, ya que
está senalando que unterlassen (omitir) es el medio para begehen (cometer, perpetrar) el
resultado correspondiente al tipo de una ley penal.

b. Lo anterior demuestra por sí que, la persona punible por aplicación del parágrafo 13 StgB es
quien, utilizando el método de omitir, consigue el efecto. Esto está hablando de dolo, como
que –además de manifestarse la omisión como de lo que se sirve el autor para que las
consecuencias se produzcan- los propios verbos cometer y perpetrar denotan finalidad. Con lo
cual el resultado del que habla es el correspondiente a un tipo doloso, siendo descartable la
aplicabilidad a los delitos culposos; además de ser innecesaria, como lo explicaremos un poco
más adelante.

Las normas en juego. Una teoría tradicional afirma que en los delitos de comisión impropia el
sujeto infringe los deberes contenidos en dos normas: una que prohíbe y otra que ordena. La
desobediencia de una norma prohibi-tiva se produce como consecuencia de omitir la impuesta
por otro precepto.

Aunque también hay otra opinión, la de Maurach, según la cual no es enteramente cierto que
los delitos de omisión impropia atenten contra una prohibición, siendo que a la norma
subyacente a los tipos penales se la aprehende tanto en forma de prohibición como de
mandato .

Nosotros sostenemos que la prohibi-ción sola-mente cubre deber de - por ejemplo- matar
mientras que la responsa-bilidad jurídicamente impuesta de que el resul-tado no acontezca
deriva de la inobser-vancia del deber de obrar.

Si este segundo mandato no existiese no tendría razón de ser la categoría de la omisión


impropia, ya que todos los supuestos que la doctrina y la jurispruden-cia conside-ran
comprendi-dos en la misma serían casos de pura comisión.

Lo anterior sirve como advertencia de que la dificultad central del tema consiste en determinar
la existencia y los alcances de la norma impera-tiva que no aparece explícita en el tipo penal de
que se trate, como sí lo hace la prohibitiva.

Se trata de delitos que, por lo general, no se hallan tipificados como de comisión por omisión.
El intérprete debe recurrir a un tipo prohibiti-vo, que tiene por finalidad dar protección al
mismo bien jurídico, que resulta lesiona-do también por la omisión .

Este mecanismo hace pensar que el delito impropio de omisión tiene una estructura
autónoma, como que ostenta características parciales de los delitos de acción y de los delitos
de omisión, por lo que corresponde situarlo en un lugar propio, como híbrido equidistante de
las formas delictivas tradicionales: tipos dolosos, tipos culposos y tipos omisivos (de omisión
propia).

Dejando de lado por el momento las objeciones respecto de la constitucionalidad de la


imputación por omisión impropia, que esto sea así: que se trate de una incriminación con
características particulares, no es importante; sí que, por la vía de considerarlo de esa manera,
el intérprete crea que es dable prescindir del elemento subjetivo dolo, pues si así fuese la
responsabilidad proveniente de esta manera de imputar sería objetiva.
Resultado. El paràgrafo 13 StgB extiende la punibilidad a quien “omite evitar un resultado
perteneciente al tipo de una ley penal”, precisando que se trata de la persona que “debe
responder jurídicamente para que el resultado no aconteciera” y que se trata de la hipótesis
en la cual “la omisión corresponde a la realización del tipo penal mediante un hacer”.

De todo ello se infiere que alude a aquellos tipos penales respecto de los cuales es posible
establecer una separación lógica entre el comportamiento y el efecto de èl; los que en doctrina
se conocen como delitos de resultado. Esta es la razón por la cual la mayoría de los casos
jurisprudenciales, así como los que usa la doctrina para ilustrar las características del instituto;
sobre todo el homicidio. Ni hablar del culposo (o imprudente), como aparece en gran número
en las decisiones de la Sala Segunda del Tribunal Supremo español; esto último no obstante
que –conforme a nuestra manera de pensar- los tipos de los delitos imprudentes abarcan por
sí, sin necesidad de recurrir a la idea de comisión por omisión, la inobservancia del deber de
cuidado.

Asimismo, alguna legislación restringe la aplicabilidad del mecanismo para punir a quien no
evita el efecto a los delitos de resultado. como es el caso del Código penal colombiano, que
alude a “las conductas punibles delictuales que atenten contra la vida e integridad personal, la
libertad individual, y la libertad y formación sexuales” (Art. 25, último párrafo).

Que se trate de delitos de resultado, no solamente es una exigencia legal teniendo a la vista el
texto antes transcripto o el mismo parágrafo 13 StgB sino que, como el propio sentido del
instituto exige una actividad dirigida a evitar el resultado correspondiente al tipo de una ley
penal, la separación lógica entre la inacción y el resultado hace que algunos tipos no tengan
vocación dogmática para estructurar el delito en omisión impropia.

Empero, hay doctrina que entiende por resultado todo aquello que puede ser evitado, pues
parte de la idea de que la acción es la realización evitable de un resultado, de donde este
resultado es la ejecución de un movimiento corporal en los delitos de mera actividad y, por
tanto, las consideraciones sobre comisión por omisión se aplican también a los delitos de mera
actividad .

Silva también alude a esa posibilidad .

Nosotros hemos expuesto nuestro criterio contrario (la limitación a los delitos de resultado) y
ahora agregamos que, si estuviesen comprendidos los delitos de mera actividad, se podría
castigar a cualquier persona. Así la punibilidad no tendría ningún límite. No interesaría la
ausencia de una regulación legal, ni la posición de garante y tampoco la imposibilidad de
encontrar equivalencia entre el hacer y el omitir.

Tipo subjetivo. Dolo. Como antes adelantamos, este mecanismo mediante el cual se extiende
el ámbito de la punibilidad instituida por ciertas previsiones legales, obra para los tipos dolosos
y, obviamente, si el tipo es doloso su componente subjetivo es el conocimiento de los
elementos objetivos del hecho y la voluntad de realizarlo; es decir, dolo.

Esta aseveración tiene una enorme importancia, pues si no fuese tal como lo afirmamos,
simultáneamente con la aplicación del procedimiento -que amplía el alcance de los tipos
penales- aparece una consecuencia igualmente tan alarmante para los derechos individuales
como la ya apuntada. Y es que, si se puede imputar a quien actúa sin dolo, se le asigna
responsabilidad objetiva.
Esta última observación: que por vía de incriminar en comisión por omisión conduce a la
responsabilidad objetiva, no aparece explícitamente admitido en la doctrina; y menos en la
jurisprudencia. Pero implícitamente se deduce que es aceptada; como que a pocos intérpretes
les importa que concurra o no alguna subjetividad en la omisión, en general, y en la impropia
en particular.

El sujeto debe conocer el hecho y tener voluntad de que se realice, abarcando, en


consecuencia, el saber los medios que tiene a su alcance para lograr el propósito. Además, en
la comisión por omisión, tiene que entender que se encuentra en posición de garante. El
conocimiento y la voluntad forman el tipo subjetivo dolo, en tanto que el error acerca de los
elementos que componen el tipo objetivo constituye la faz negativa del dolo; en tanto que la
comprensión de la antijuridicidad constituye una de las piezas a considerar para el juicio de
reproche. Si el sujeto que obró no lo hizo compenetrado de la existencia y los alcances del
deber jurídico mismo, un error de esta naturaleza excluye la culpabilidad .

Así como se programa una actuación positiva, también se proyecta una conducta omisiva. Para
que haya comisión por omisión dolosa tiene que existir el propósito que el resultado
acontezca. Hay dolo cuando el omitente, en forma voluntaria, no procura impedir el resultado,
conociendo que está en situación de garantizar que él no se produzca.

Los elementos objetivos del tipo que el individuo debe conocer son: la situación legalmente
prevista como generadora del deber de obrar, que tiene la capacidad para hacerlo, el
resultado y cuál será la actividad positiva que impediría el acaecimiento del efecto, así como la
ausencia de la acción debida.

Es claro, sin embargo, que la conducta real, la adoptada por el sujeto, como que es de
inactividad no produce un cambio en el bien jurídico ajeno. En consecuencia, a efectos de la
configuración del dolo, es suficiente que él tenga el conocimiento de los elementos del tipo
objetivo que antes hemos senalado y, además, que decida el mantenimiento de la situación de
aquel bien. Esto no supone nada diferente a la estructura que el dolo tiene en los delitos
dolosos activos y en los de pura omisión.

Resumiendo: hay dolo cuando el omitente, en forma voluntaria, no procura impedir el


resultado, conociendo que está en situación de garantizar que él no se produzca. La finalidad
radica en que el sujeto, conforme a su voluntad, ordena los medios de que dispone para no
realizar las acciones mandadas, las que posibilitarían el resguardo del bien jurídico puesto bajo
su custodia, como garante que es de que no sufra daño.

No obstante nuestra inteligencia de que debe concurrir dolo para que la conducta de no
impedir el resultado se adecue al tipo penal respectivo, es útil consignar posiciones
doctrinarias en sentido contrario, referidas a la pasividad en general, aplicable entonces a la
comisión por omisión. Así Novoa dice que no es requerible una expresa intención o aceptación
de la actitud de abstención. Se alega que con frecuencia falta en el actuar omisivo el momento
de decisión activa característico de la acción positiva dolosa, correspondiendo a la pasividad de
la conducta externa la pura pasividad de la voluntad del autor. Mir Puig ilustra la idea con un
ejemplo : En el sujeto previamente decidido a no socorrer a ninguna víctima de tráfico que se
pueda encontrar, en el momento en que efectivamente tropiece con un accidentado y omita
prestarle auxilio (único momento de la conducta típica) no precisará adoptar ninguna
resolución activa de voluntad para ello, sino sólo no decidir cambiar de actitud .
También se ha exhibido una postura intermedia; como la de Jescheck quien enseña que se
debe operar una adaptación del dolo a la estructura de la pasividad, prescindiendo en él del
requisito del querer y contentándose con el de conocer. O la de Armin Kaufmann, quien
siguiendo la orientación de Welzel practica un ejercicio de inversión, sustituyendo así la
necesidad de verdadero dolo en la omisión por el hecho de que el autor no haya querido (esto
es: haya dejado de querer) realizar la conducta debida.

Objeciones provenientes de la legalidad. Interrogante. Es posible, aplicando el Derecho


argentino, imputar el acaecimiento del resultado correspondiente a un tipo penal que prohíbe
actuar, a un sujeto que no lo hizo, sino que omitió realizar lo necesario para que el efecto no se
produjese?

La respuesta puede ser sí o no, según veremos a continuación; de lo que no hay duda es que
existe un problema constitucional y él consiste en la crisis del principio de legalidad penal (art.
18 C.N.) el cual supone que la ley:

a. Sea sancionada por el Congreso antes del hecho que constituya el motivo del proceso
mediante el procedimiento y con las formalidades previstas por la Constitución nacional.

b. Describa con precisión qué es lo que prohíbe u ordena hacer.

c. Identifique a quién se le veda o manda ese comportamiento.

Postura negativa. Las tres vertientes del principio de legalidad que hemos apuntado colisionan
con el instituto de la comisión por omisión:

(a) La primera debido a que el Congreso no ha sancionado ninguna ley de reforma de la Parte
Especial del Código Penal que declare punible a quien omita evitar el resultado perteneciente
al tipo de una ley penal; tipo que podría estar en la Parte Especial, en una ley penal especial,
en una ley común con contenido penal. O sea: los tipos están. Lo que falta, y esto hace a la
también a la legalidad, es el mecanismo de conexión entre ellos y la actitud del omitente.
Dicho de otro modo utilizando un ejemplo: El hecho matar a otro (art. 79 C.P.) necesita de un
enlace, que solamente la ley está habilitada por la Constitución para proporcionar, de forma
que abarque el hecho no evitar el resultado muerte.

Con respecto al punto, se podrá pensar que la sanción de una regulación genérica como la del
Código penal alemán, salvaría la presente objeción y podría interpretarse como uno de los
modos de extensión del tipo y de la pena, similar a las pres-cripciones sobre tentativa y
participación. Sin embargo, en la propia Alemania hay opiniones en ese sentido y otras en el
contrario. Novoa cita a Hellmuth Mayer, quien sostiene que la teoría sobre la posición de
garante es la que contradice el principio constitucional de una determinación de los tipos
penales y viola la prohibición de la analogía. Por su parte Stratenwerth opina que la
constitucionalidad de la sanción de los delitos impropios de omisión ofrece serios reparos,
reservas que no se eliminan a través de una regulación como la del parágrafo 13 StgB. Agrega
que no han ayudado a reducir las objeciones constitucionales los intentos fracasados que se
realizan para precisar en mayor medida la regulación legal: el hecho de que ciertos
comportamientos considerados como merecedores de pena tuvieran que permanecer
impunes no justificará ninguna lesión del principio fundamental del Estado de Derecho, mucho
más que la falta de límites claros en la ley determina que, en la práctica del marco jurídico al
que Stratenwerth se refiere, se tienda a dar a la punibilidad de los delitos impropios de
omisión una extensión intolerable. Según su razonamiento, la imposición de pena se tendrá
que limitar, por lo menos, a aquellos casos en los que la equivalencia de la omisón con la
acción positiva surge como incuestionable . En el mismo ámbito jurídico alemán también
Jescheck expresa sus dudas respecto de la constitucionalidad del procedimiento de imputar la
comisión por omisión porque, aunque ha significado un avance la reforma del Código
sancionada en 1975, “habrá que contentarse provisionalmente con el grado de determinación
de los elementos de la posición de garante elaborados por la jurisprudencia y la doctrina, ya
que por esta vía se salvaguarda del mejor modo posible la seguridad jurídica” .

Vamos a detenernos un momento en estas reflexiones de Jescheck:

Conforme a nuestro art. 18 C.N. la ley es la única fuente de Derecho Penal. Ergo: El Derecho
creado por la jurisprudencia y la doctrina es inconstitucional. Sin embargo, no se puede ser tan
ingenuo como para no advertir que la realidad muestra que ese principio tiene una vigencia
muy relativa; que si bien la ley constituye el punto de referencia ineludible, el Derecho viviente
es el de la jurisprudencia; que los jueces actuales no son ya la bouche qui pronunce les paroles
de la loi.

En cuanto a la doctrina, también crea Derecho Penal de manera indirecta. teniendo en cuenta
que el sentido de muchas decisiones judiciales es marcado por la doctrina. En la problemática
que nos ocupa el compromiso de la doctrina nacional es mayor pues si en Alemania, adonde
rige el paráfrago 13 se dice que esa norma es, en cierto modo, una ´laguna metódica” creada
por el legislador y el llenarla le corresponde a la doctrina , en la República Argentina, donde no
hay un dispositivo legal semejante, la doctrina tiene que realizar una tarea doble: describir
cuáles son los lineamientos generales del instituto y luego definir el detalle de cada uno de
ellos.

La proposición final que defendemos es que, existiendo un riesgo tan considerable de que
quede anulado uno de los principios cardinales que resguardan la libertad individual, la
interpretación judicial debe ser, no sólo cuidadosa sino decididamente res-trictiva.

(b) La segunda se da de bruces con el esquema de la comisión por omisión, porque el


procedimiento de declarar punible al que omite evitar un resultado desdibuja los contornos
del injusto. Esta afirmación que acabamos también puede ilustrarse con un ejemplo: El art. 119
C.P. describe la conducta prohibida como la abusar sexualmente de un menor de trece años o
mediante violencia, amenaza, abuso coactivo o intimidatorio de una relación de dependencia,
de autoridad, o de poder, o aprovechándose de que la víctima por cualquier causa no haya
podido consentir libremente la acción. Si la punibilidad abarca, como autor, a quien omite
evitar el resultado abuso sexual no será posible saber cuál es el suceso global –protagonizado
por el autor-así extendido por la norma que habilita la equiparación entre abusar sexualmente
y no evitar que el abuso sexual acontezca. Aparte, en el mismo ejemplo aparece una
consecuencia singular, pues si hubiese un solo personaje éste sería autor del abuso sexual por
comisión y no habría necesidad de acudir a la fórmula de la comisión por omisión. Si hubiese
dos personajes: uno que abusa sexualmente y el otro que no lo impide serían coautores del
abuso sexual: dos comportamientos tan dispares y estructuralmente enfrentados se subsumen
en un mismo tipo legal.

(c) El tercer conflicto se produce porque, así como de manera explícita o implícita los tipos
penales identifican a quién es el autor de las infracciones penales de que se trate, el respeto
del principio de legalidad hace necesario que también se sepa –con precisión- si todos pueden
ser autores; y en caso no ser así, qué características especiales debe reunir el protagonista. Sin
embargo, también esta referencia queda desdibujada, pues las notas que buscan caracterizar
al autor son provistas por la doctrina sin que exista unanimidad de opiniones sobre cuáles son
las fuentes de la posición de garante. No es posible aventar la sensación de que así se produce
una suerte de creación libre de Derecho. Se deja en manos de los jueces definir los presu-
puestos de la equivalen-cia de la omisión con la acción, con peligro de que se viole la
prohibición constitu-cio-nal de acudir a la analogía y la “búsqueda de un garante” puede hacer
que el conocimiento más o menos vago de una determinada situación, transforme a quien lo
posea en posible sujeto de una imputación penal sobre la base de que es competente e
infringió el deber de hacer algo .

Postura positiva. Un sector de la doctrina argumenta que la estructura que habilita la


imputación en comisión por omisión no quebranta el principio de legalidad, pues entiende que
las acciones indicadas por los verbos que se hallan en las figuras delicti-vas no remiten a una
realidad puramente naturalísti-ca, sino a una realidad dotada de significado social. Así cuando
jurídica-mente decimos que alguien ha matado, no queremos expresar con ello que haya
realizado una acción positiva de la que, como consecuencia, derivase la muerte, sino que la
muerte de otro es imputable objetivamente a su conducta. Y la muerte será imputable
objetivamente a su conducta, tanto si el autor ha producido efectiva-mente el resultado
dañoso, cuanto si, pese a ocupar una posición de garante, desde la que asumía la tutela del
bien, ha dejado que se produzca .

A esto replicamos: invierte el orden lógico de la argumentación, ya que lo que se debe


empezar analizando es por qué se imputa para, recién clarificado ese punto, deducir si esa
manera de imputar se ajusta o no a los preceptos constitucionales. Aquí se da por sentado ab
initio que es válido imputar así y luego se intenta fundamentar la aseveración.

En la misma postura aparecen las ideas de Gómez Aller para quien todo es cuestión de
lenguaje. Los tipos de la parte especial contienen la acción y la omisión. Sería suficiente que el
legislador hubiese empleado en cada tipo penal la expresión “por acción u omisión”. Con estas
cuatro palabras del legislador, toda esta teoría dividida se vendría abajo. La pregunta que se
formula, y su respuesta implícita es ¿acaso no debe interpretase todo tipo penal como si las
contuviese?

Para nosotros no se trata de algo tan sencillo ; al revés: sumamente complicado hasta llegar al
absurdo: El art. 302 .1. C.P. quedaría redactado así: El que por acción u omisión de en pago o
entregue por cualquier concepto a un tercero un cheque sin tener provisión de fondos o
autorización expresa para girar en descubierto, y no lo abonare en moneda nacional dentro de
las veinticuatro horas de habérsele comunicado la falta de pago mediante aviso bancario,
comunicación del tenedor o cualquier otra forma documentada de interpelación.

Un ejercicio así, con consecuencias semejantes en cuanto a la imposibilidad de utilizar la


fórmula “por acción u omisión” se puede hacer tomando como base la mayoría de los tipos
penales. La única conclusión que es posible sacar de la propuesta de Gómez-Aller es que no se
debe esbozar un principio general sin detenerse a pensar si es posible llevarlo a la práctica.

Al margen, y aunque esa doctrina no pretende, como es obvio, corregir todos los tipos penales
para incluir la alternativa, aparece claramente que en el fondo se aboga por aceptar una
equivalencia entre el actuar y el omitir. Y esto recuerda la previsión del parágrafo 13 StgB de
que la omisión de la realización del hecho típico fijado por la ley guarde correspondencia con la
ejecución mediante la acción. Sin embargo, hay una diferencia sustancial y es que no puede –
por lo menos no puede en todos los casos- producirse esa equivalencia a partir del mero uso
del lenguaje porque, por más que se crea que todos los tipos penales contienen la acción y la
omisión, las situaciones de hecho pueden ser tan diferentes como para que no puede
afirmarse que exista entre ellas tal correspondencia.

De manera tal que por esa vía no puede solucionarse la problemática que se genera en torno
del principio de legalidad.

Sin embargo, antes de concluir este apartado debemos hacernos cargo de la opinión de Nino
según la cual no hay desviación del principio de legalidad porque la distinción tradicional entre
el comportamiento activo y el pasivo se reduce a una adscripción de consecuencias causales.
Dice: La punición de conductas pasivas que son condición suficiente, bajo circunstancias
normales, de resultados dañosos que el derecho tiende a prevenir, no representa una
desviación del principio de legalidad Esto es así porque, salvo cuando se recurre a
formulaciones verbales que describen exclusivamente conductas activas (como, por ejemplo,
“tener acceso carnal”, “ejercer fuerza o violencia”), los preceptos jurídicos que reprimen el
causar de ciertos daños son naturalmente aplicables (según el significado ordinario del
lenguaje legal pertinente) tanto a actos positivos como a actos negativos, siempre, claro está,
que el daño sea atribuible causalmente al acto en cuestión. El deber jurídico de actuar
positivamente para evitar causar el perjuicio surge del mismo precepto penal y no de otras
normas jurídicas o extrajurídicas. Si, por ejemplo, “matar” significa meramente “causar la
muerte de alguien”, no cabe ninguna duda que la madre que no alimenta a su hijo, con el
resultado de que éste muere por inanición, ha matado al niño, y que no lo hecho, en cambio,
un extraño que no le proporcionó alimentos”.

Además, descarta Nino que sea necesario buscar deber de obrar en normas jurídicas, sino en la
existencia de expectativas aludiendo siempre a las condiciones que el sentido común toma en
cuenta para adscribir efectos causales a un acto. “Este es uno de los tantos aspectos en que el
orden jurídico no es auto-suficiente y su aplicación está condicionada por factores
extrajuridicos” .

Como se puede advertir, son varias las ideas que se condensan en estos párrafos y ellas nos
abren el camino a los siguientes comentarios, fijando nuestra postura frente a cada una de
ellas:

“Adscripción de consecuencias causales”.

Hay dos conceptos diferentes ya que una cosa es la causalidad y otra la imputación objetiva.

En cuanto a “consecuencias causales”. Encontrar que existe relación entre el comportamiento


y la situación del bien jurídico que le sigue es necesario; y si la existencia de ese nexo es
comprobable mediante métodos científico-naturales o estadísticos, mejor será para la suerte
del justiciable.

Esa es el cimiento de la imputación.

“Adscripción”. Esta palabra representa una idea distinta a la anterior, porque las
consecuencias se adscriben a la previsión legislativa; es decir, a un tipo penal. Y acá no se trata
de causalidad sino de imputación objetiva.
“Conductas pasivas que son condición suficiente, bajo circunstancias normales de resultados
dañosos”. Aquí aparece la primera dificultad seria. Con qué procedimientos es posible
encontrar la condición y, además, que la condición sea suficiente?

Si fuese posible reconstruir exactamente el suceso y reemplazar pasividad por actividad, se


podrá inferir que la última hubiese evitado el resultado dañoso.

En caso de impedimento para la reproducción, se tendrá que acudir a la experiencia, si es que


existiese memoria o registro de lo que ha ocurrido en casos similares.

Si nunca antes hubo un hecho semejante no puede el juez declarar que la conducta pasiva ha
sido “condición suficiente de resultados danoso”.

Luego Nino dice que “los preceptos jurídicos que reprimen la causación de ciertos danos son
naturalmente aplicables (según el significado ordinario del lenguaje legal pertinente) tanto a
actos positivos como a actos negativos”.

Este párrafo debe desmenuzarse así, para coincidir o no con su contenido: Efectivamente,
existen tipos penales redactados de tal manera que describen tanto un comportamiento activo
como otro pasivo pero el problema no se presenta con esos textos sino con la pretensión de
generalizar legislativamente esa posibilidad (v.gr. parágrafo 13 StgB) es decir, asimilando
pasividad a actividad siendo que los textos originales reseñan conductas activas.

Es claro que uno podrá continuar haciendo ejercicios de imaginación y cambiar lo negativo en
positivo y lo positivo en negativo. De una manera lingüísticamente rebuscada y, por supuesto,
no precisa, sería posible que el legislador encontrase una fórmula que comprenda tanto el
mandato como la prohibición. Por ejemplo, el art. 108 C.P. está concebido como mandato,
castigando a quien omitiere prestar ayuda, pero sería dable una fórmula lingüística que se
expresase también en forma de prohibición: “Será castigado quien, encontrando a una
persona en peligro, realizase una acción distinta a la de procurarle socorro”. Y para el art. 79
C.P. cambiar la prohibición a mandato: “Quien no conservase la vida de alguien...”.

El propio Nino advierte la inviabilidad, ya no de reformular cada tipo penal para incluir la
omisión, sino de la propia fórmula general, pues excluye de sus conclusiones a “aquellas
formas verbales que describen exclusivamente conductas activas (como, por ejemplo, “tener
acceso carnal”, “ejercer fuerza o violencia”). De este apartamiento se desprende que, a
contrario sensu, debería haber seguido la línea de ese razonamiento y concluir que, por lo
menos para esos casos, si se castigase en comisión por omisión a quien no ha accedido
carnalmente ello representaría una desviación del principio de legalidad.

“El deber jurídico de actuar positivamente para evitar causar el perjuicio surge del mismo
precepto penal y no de otras normas jurídicas o extrajurídicas”. Como hemos transcripto más
arriba, Nino ilustra ésta, su frase, con el ejemplo de la madre que no alimenta, que se viene
utilizando desde hace por lo menos 150 anos, pero comete un error, pues dice que de ninguna
otra norma jurídica –salvo el mismo precepto penal; el caso art. 79 C.P.) surge el deber de
actuar positivamente. Sin embargo, Nino imputará –como lo dice- la muerte a la madre que no
alimenta a su hijo y no al extrano que no lo hace. Cabe preguntar Por qué la diferencia? No la
hay, porque si el extrano hubiese quedado a cargo de la alimentación del nino por ausencia de
la madre, y el nino muere por inanición, también mata. A su vez, una persona quien, viviendo
en el otro extremo del mundo, se ha enterado por Internet de la situación y no hace nada para
conjurar el peligro, también mata?
La permanencia de todos estos interrogantes demuestra que no es válido rebatir el argumento
de la inconstitucionalidad mediante el uso de argumentos que tienden a interpretar el asunto
sin percibir sus matices.

Terminamos este apartado aludiendo a opiniones provenientes de un sector del funcionalismo


sistémico, según las cuales no es necesaria la existencia de un precepto especial que autorice
el complemento normativo de todos los tipos activos mediante la realización omisiva, ya que la
posición que lo requiere resulta de una interpretación extrema y poco elástica del principio de
legalidad. En ese sentido, Jakobs reclama para la jurisprudencia el papel de formación
progresiva del derecho; que el aplicador de la norma disponga de libertad al momento de
concretizar las reglas generales dadas por la codificaciones .

No compartimos este pensamiento: el Derecho debe formarse progresivamente por obra del
legislador. Así lo dispone la Constitución nacional y –además el sentido común- pues la ley es
obra de todos en una sociedad democrática y se aplica para todos e igual para todos. La
ampliación de la punibilidad sin ley que así lo disponga, es un procedimiento arbitrario y, por
ende, inconstitucional.

Cláusula de equivalencia. Terminología: Es muy importante la denominación que se le asigne al


instituto pues según las palabras del título aparecerá resumida la inteligencia, en un sentido o
en otro, de los complejos temas implicados.

En este orden, debo apuntar que alguna doctrina usa la expresión cláusula de equivalencia
entendiendo que, para que sea posible imputar en comisión por omisión, tienen que concurrir
–además de la posición de garante como requisito una igualdad en el valor, en la estimación
que se realice comparando la conducta omisiva con la activa.

El solo enunciado precedente anticipa dificultades, pues declarar que la omisión en que el
sujeto haya incurrido tiene igual significado -o se la aprecia de idéntica misma manera- que a la
acción que hubiese podido realizar, constituye el resultado de un razonamiento que se
desarrolla utilizando proposiciones no necesarias y tan sólo preferibles, mejorables o sujetas a
contradicción; en otras palabras: no operan como premisas demostrativas: esto es, necesarias
y apodícticas.

Para más, resolver que en un caso concreto omitir tiene el mismo valor que hacer, requiere
haber conocido previamente sucesos en los cuales el resultado se produce por actuaciones.
Ejemplo: la víctima muere porque penetra en su corazón la bala proveniente del arma que otro
ha accionado. Quien decida que no dar de comer a quien no puede alimentarse por sí, tiene
idéntico valor que disparar, le asigna –por un cálculo personal, propio- a la omisión un
significado que, desde el punto de vista natural no tiene, pues la muerte es el desenlace del
período de carencia de alimentos; no de la omisión ajena.

Es preferible pues, utilizar el nombre cláusula de correspondencia , que ilustra más


adecuadamente acerca del mecanismo –extensión del tipo y de la pena- en virtud del cual se
imputa comisión por omisión: la omisión es, por obra de ese artilugio creado por la ley (v.gr.
parágrafo 13 StgB) la conducta que tenga relación –convencionalmente establecida indicada
por el tipo penal que sirve como referencia. Si la conducta indicada por el tipo fuese matar, la
omisión de evitar la muerte también es matar. La omisión de evitar la muerte corresponde a lo
que el tipo penal ha previsto. La relación se entabla en el plano típico, no en el estrictamente
causal . En ese sentido, la cláusula tiene como misión cerrar el tipo que el mero enunciado de
la posibilidad de imputación en comisión por omisión deja abierto , de manera parecida a lo
que ocurre con los tipos culposos.

Es cierto también que juegan, aunque más no fuese subliminalmente aspectos vinculados a la
ilicitud y a la culpabilidad. Así opina Kaufmann que la lesión del mandado de impedir el
resultado debe ser, en cuanto a contenido de injusto y en la medida del reproche de
culpabilidad, equivalente al delito de comisión tipificado en la ley .

La interpretación que he efectuado pone en claro que la remisión al tipo comisivo lo es a éste
en su integridad: al tipo objetivo y al tipo subjetivo. De manera tal que si en ciertas situaciones
no evitar la muerte correspondiese (con un precepto penal semejante al alemán) a la previsión
del art. 79 C.P. argentino –“matare a otro”- lo sería bajo la condición de que el sujeto actuase
con dolo . Esto implica que será autor si tiene, no sólo conocimiento sino también el dominio
del suceso, incluyendo los medios que utilizará . Prescindiendo del señorío, se tendría como
responsables a todos quienes conocen técnicas extraordinarias y especialmente capaces para
ayudar. De lo cual se desprende que el dolo, y consecuente dominio deben tener existencia
concreta. Que no es suficiente, como opina Silva Sánchez, que exista un compromiso
específico de garante, el que –según Silva- establece una “auténtica barrera de contención” de
riesgos determinados. Y que ello conduzca a que el garante “tome en sus manos” el riesgo real
o hipotético, produciéndose una total equivalencia con la realización activa . La tesis de Silva
conduce a una especie de responsabilidad objetiva, que trae reminiscencias del versari in re
illicita.

Importancia. Por lo dicho, la cláusula de correspondencia tiene –a diferencia de lo que piensa


Roxin y luego examinaré- una importancia decisiva; al mismo nivel que el requisito de hallarse
el sujeto en posición de garante. Los países que opten por incluir previsiones sobre comisión
por omisión en la Parte General de sus Códigos penales, no deberían prescindir de ella pues su
presencia constituye un baluarte contra la extensión ilimitada de la responsabilidad penal por
omisión .

No respetan la necesidad de que exista esta equiva-len-cia real aquellas legislaciones que
solamente dicen: "No impedir un resultado que se tiene la obligación de evitar, equivale a
producir-lo ". Tampoco aparece el requisito de la correspondencia entre la acción y la omisión
para la realización del tipo penal en los Proyectos para la reforma del Código penal argentino
de 1960 (Soler), 1973 (Porto, Aftalión, Bacigalupo, Acevedo, Levene y Masi) y 1979 (Soler,
Aguirre Obarrio y Cabral).

Si entre los comportamientos fácticos matar y no hacer nada para imposibilitar la muerte
faltase el requisito de correspon-dencia, se violaría el princi-pio de legalidad contenido en el
art. 18 C.N. si se castigase el segundo, pues el Código penal alude al que "matare a otro ", texto
que no puede ser entendido literalmente como abarcando el supuesto fáctico de "no impedir
la muerte". Sin embargo, ambos sucesos guardan relación, aunque no tengan similar valor .
Que se corresponden pero no son equivalentes es una diferencia que marca el SgtB alemán
cuando admite una reducción de pena en el último caso. Roxin apunta que la actual cláusula
de correspondencia reemplazó a la exigencia de equivalencia, puesto que la posibilidad de
reducción de la pena fue introducida posteriormente y hubiera estado en clara oposición a la
equivalencia del hecho omisivo, por lo que concluye que la omisión sancionada en base al tipo
penal de comisión es menos punible que el correspondiente hacer activo.
Es que la correspondencia parte de la premisa de que, los que se comparan, no son supuestos
iguales. La correspondencia denota, por sí, diferencias en cuanto a los objetos que se
comparan, y esas diferencias -o si se quiere al revés: las similitudes necesarias- no se
encuentran establecidas en el texto de la ley, ni podrían estarlo teniendo en cuenta las
infinitas maneras en que se presentan los sucesos.

Lo que llevamos escrito no significa que tengamos una opinión favorable a la incorporación del
instituto de la comisión por omisión a la Parte General del Código Penal; todo lo contrario .
Incluso apunto que no existe un vacío legal si se observa que, por ejemplo, el resultado muerte
por una omisión de un sujeto en posición de garante se encuentra prevista expresamente en el
art. 106, Párrafo 3º, conducta que es más severamente castigada cuando los sujetos activos
resultan ser los padres contra los hijos, o viceversa, o el cónyuge (art. 107, CP).

Cláusula de correspondencia y posición de garante. Supra expusimos mi opinión en el sentido


de que ambos requisitos para imputar en comisión por omisión tienen idéntico peso y –por lo
mismo- deben ser exigidos siempre. Pero no toda la doctrina juzga así; por el contrario,
prefieren unos que se mantenga el primer elemento, eliminándose el segundo o –al revés- que
se descarte la primera cláusula y que todo descanse en la posición de garante.

Hay quienes dicen que la inclusión de la cláusula se planteó como consecuencia de un


requerimiento puramente axiológico, para abarcar casos de omisión calificados por la
importancia del deber (garantizador de la indemnidad del bien jurídico), en que se da por
sentado que el autor merece se aplique una pena; todo esto sin que se advierta una
profundización del estudio dogmático del tema .

Esto hace que algunos autores de trabajos doctrinarios entiendan que la correspondencia de la
omisión con la realización activa del tipo, entendida de manera restrictiva, debe ser el único
presupuesto de la responsabilidad en los delitos impropios de omisión, negando, por lo tanto,
la significación de la posición de garante. Es así que en la doctrina española se ha sostenido
que la posición de garante no es sólo un elemento superfluo, sino, además, pernicioso, dado
que no permitiría distinguir entre los casos en los que el peligro proviene de la propia omisión
–único supuesto de auténtica equivalencia, y aquéllos en los que el peligro proviene de la
actividad dolosa de un tercero, de la víctima, de la propia actividad anterior no dolosa del
omitente o de un suceso natural .

En sentido contrario, hay quienes piensan que la posición de garante es la que equipara la
omisión al actuar positivo. Así para Bacigalupo, el grado de relación del autor con el bien
jurídico protegido da, como resultado, la posición de garante, elemento que equipara la
omisión a una acción positiva. En todos los casos en que la estructuración concreta del tipo lo
permita, la prohibición comprenderá también la no defensa del bien .

Alguna otra doctrina moderna usa también la posición de garante como criterio de
equivalencia entre actuar y omitir; en otras palabras: entendiendo el omitir en posición de
garante como sinónimo de una omisión equivalente con la comisión .

No compartimos esta postura; más bien adherimos a la crítica de Luzón Peña:


“Afortunadamente, existe un sector doctrinal, minoritario pero de importancia creciente, que
exige esa exacta equivalencia entre actividad y omisión para la comisión por omisión y niega
que tal equivalencia se de por la posición de garante” .
Es interesante el señalamiento de Roxin en cuanto a la crítica a la Comisión de Derecho Penal
de 1959 que había expuesto que la lesión del deber de garante, es decir la no evitación del
resultado, se equipararía únicamente con una causación activa. Ello puesto que, según Roxin,
eso no dice nada en cuanto a los casos en los que el tipo no sanciona la mera la causación del
resultado sino que describe más detalladamente de que modo tiene que ser causado ese
resultado ya que si no se violaría la estructura compleja de la tipicidad, con datos objetivos y
subjetivos, y el propio principio de culpabilidad). Así, Roxin, se contenta con exigir que para
esos casos en que el tipo penal describe más detalladamente la conducta, como cuando en la
estafa el perjuicio patrimonial tiene que ser causado mediante engaño dice, se verifique en la
omisión la relación con las especiales modalidades de acción previstas en el tipo. Aunque,
debe concederse que Roxin recapitula un tanto sobre la cuestión y destaca que Gallas ya había
sostenido que en cuanto a los delitos de resultado debería admitirse que el juez pudiese
sostener que el comportamiento pertinente no se equipara con la comisión del hecho
mediante un hacer.

Como se ve, el tipo comisión por omisión continúa así siendo abierto en forma casi
inconstitucional en lo que al principio de legalidad refiere –máxima taxatividad, certeza legal,
prohibición de analogía-, debiendo efectuarse toda una construcción o elucubración jurídico-
penal para determinar cuando ser daría el caso en análisis.

Además, no es un dato menor lo observado por Roxin en cuanto al StgB alemán, cuando habla
de que la actual cláusula de correspondencia reemplazó la exigencia de equivalencia, puesto
que la posibilidad de reducción con la pena fue introducida posteriormente y hubiera estado
en una clara oposición a la exigencia de equivalencia del hecho omisivo, por lo que concluye
que la omisión sancionada en base al tipo penal de comisión es menos punible que el
correspondiente hacer activo, según palabras del propio Roxin. Este señalamiento de Roxin, a
mi ver no hace más que poner en evidencia, nuevamente que -más allá de los problemas que
podría traer una cláusula de equivalencia- justamente la cláusula de correspondencia no es de
equivalencia, lo que indica que el juzgador debe también realizar toda una elaboración para
determinar cuando hay correspondencia –lo que también debería hacerse en el caso de
equivalencia-. En otras palabras, al no tratarse de supuestos que serán iguales, puesto que la
correspondencia denota de por sí diferencias en cuanto a los objetos que se comparan, y esas
diferencias, si se quiere al revés, las similitudes necesarias, no se encuentran establecidas en la
letra de la ley.

Además, entendemos que si se interpreta la cláusula de correspondencia como exigencia de


prueba especial de merecimiento de pena, no sólo està en entredicho el principio de legalidad
sino también el de culpabilidad, y se parte indebidamente de esa última categoría para afirmar
una que, lógicamente, está antes y es sujeto de la segunda, cual es la tipicidad, en un claro
ejemplo de razonamiento circular.

Por otra parte, hoy por hoy, según Roxin en Alemania es dominante la teoría de la equivalencia
de las modalidades, con inspiración en Gallas. Así Roxin entiende que si bien la falta de
causación de resultado puede ser reemplazada por el deber hacia su evitación, la cualidad del
injusto de específicas modalidades no encuentra correspondencia con el simple no hacer. Aquí
debe decirse que parece peligroso que Roxin también sostenga que en los delitos de resultado
la no evitación de un garante siempre tenga correspondencia con la comisión a través de un
actuar activo –sin brindar mayores explicaciones-. Asimismo, para los delitos que llama de
comportamientos unidos Roxin sostiene que además de la causación del resultado, se exigen
determinadas modalidades de acción (como el engaño en la estafa) y concede que aquí lo que
debería decidir más que la posición de garante, es la interpretación del tipo penal, es decir si la
omisión permite que corresponda con una acción activa de estafa o coacción -aunque luego
acepta que el delito de estafa también puede ser interpretado correctamente y evitando los
problemas, como uno de resultado, limitándose a exigir que se verifique en el caso si las
generales posiciones de garantes se ajustan a ese tipo.

Roxin destaca que no existe un criterio de correspondencia que pueda ser independiente de la
posición de garante y que la inseguridad jurídica que ello acarrea son problemas serios. De
hecho, directamente concluye, con distintos ejemplos, que no hay razones estructurales de
omisión, ni razones específicas de garante que pudieran hacer necesario un recurso a la
cláusula de correspondencia; y apunta que en los casos que se la trató de aplicar, desde el
vamos no había posición de garante.-

Además apunta Roxin que en otros casos en que la cláusula de correspondencia debería poder
fundamentar una equiparación hay en verdad un delito de comisión. Y que de modo similar,
rige lo mismo en cuanto a la calidad de propia mano del delito en la evitación omitida de un
incesto a través de un garante, en que no se puede corresponder con la realización del tipo
como autor, con la consecuencia de participación.

Es que si el tipo es realizable a través de omisión, no se necesita ninguna correspondencia.


Además, apunta sagazmente, que hay tipos que no pueden ser realizados por omisiones, como
el hurto.

Roxin, citando a Kaufmann sostiene que si en el delito de comisión la calificación se funda en la


elevada intensidad criminal que aparece en el modo en como se presenta el ataque, pero sin
dificultar también el resultado, entonces no siempre es posible una trasmisión de la
calificación al delito de omisión.

Resulta más preciso plantear la cuestión de la equivalencia de las acciones y omisiones en


relación a los delitos activos teniendo en cuenta si estos son delitos de dominio (que se
corresponderá con la posición de garante que surge de la organización de las actividades) o
delitos de infracción del deber (que se corresponderá con los casos en que la posición de
garante proviene de la posición institucional del omitente).

Las denominadas fuentes del deber de actuar (Posición de garante). Antecedentes. El uso
originario de la idea posición de garante estuvo enderezado a fundamentar la imputación por
no evitar un resultado. Feuerbach fue quien relacionó la posición de garante con el autor por
omisión con estas palabras: “Hay un crimen omisivo (delict. omissionis, por oposición al delict.
comissionis), siempre que una persona tiene un derecho a la exteriorización efectiva de
nuestra actividad. Dado que siempre la omisión surge de una obligación originaria del
ciudadano, el crimen omisivo siempre presupone un especial fundamento jurídico (ley o
contrato), que da base a la obligatoriedad de la comisión. Sin esto no puede haber ningún
criminal por omisión” .

Más allá de la discusión acerca del deber, tema del que me ocuparé enseguida, interesa
destacar ahora que, conforme al entendimiento básico general, garante es que alguien está
compelido a hacer algo en favor de un extraño –que ostenta el derecho de exigir esa actividad-
en razón de la vigencia de un mecanismo especial, más enérgico que el ordinario, para
asegurar que el deudor cumpla.
Si sólo hubiese un interés particular –el del acreedor- el incumplimiento del compromiso
tendría únicamente consecuencias civiles. En tanto que, si a la expectativa individual se le
suma la aspiración de la sociedad de que esa obligación se satisfaga, la conminación al
cumplimiento es mayor y por eso se la refuerza con la amenaza de aplicar una pena al
infractor.

El Estado concreta la advertencia de que así ocurrirá tipificando como delitos ciertos
comportamientos pasivos a los que estima intolerables para el buen funcionamiento de la vida
en comunidad.

Usando una terminología técnico-jurídica se dirá que usa una forma de incriminar la pasividad:
Creando tipos de omisión, denominados por la doctrina como de omisión propia.

Con una técnica legislativa semejante, el legislador adecua sus decisiones a los preceptos de
los arts. 18 y 19 C.N .

Pero no siempre el Estado procede así: Por obra de cierta doctrina -recogidas legislativamente
sus ideas al respecto en algunos países, así como aplicada por sus tribunales- queda abierta la
posibilidad de que el ámbito de leyes, elaboradas para prohibir comportamientos activos, se
extienda a las conductas pasivas, imponiendo así obligaciones de hacer: exigiendo al hombre
que no permanezca inerte, si estuviesen en peligro los bienes a los que aquellas normas
buscan proteger.

Se genera así otra categoría de infracciones punibles; ésta la de delitos impropios de omisión,
de omisión impropia -los llaman en Alemania- o de comisión por omisión –como los conocen
en España)- según diversas maneras de nombrarlos, que nosotros usaremos indistintamente.

Este último procedimiento preocupa más, a quien le asigna la posición de privilegio a los
derechos individuales en la escala de los valores, que el sistema de crear tipos propios de
omisión en los que la obligación está indicada por la misma ley; en tanto que en la amenaza de
castigar, en forma más o menos genérica por omisión impropia, surge por obra de un método
en el cual –por regla- no está prevista legislativamente la determinacion sobre qué bases se
construye la obligacion de conservar incólume aquello que es de utilidad para la víctima y para
la comunidad.

Campo de aplicación del concepto deber de garantizar la indemnidad del bien jurídico. Las
reflexiones que siguen serán aplicables tanto a la omisión impropia, como a la obligación de
actuar positivamente, que permanece en cabeza del delegante cuando asigna tareas a otros; y
a algunos casos en que se analice si es dable imputar al principal por el hecho del dependiente,
como ocurre en ciertos comportamientos delictivos que ocurren en el ámbito de las empresas.

Ubicación sistemática. Es preciso poner el acento en que el tratamiento le daré será


dogmático, y en este sentido corresponde encontrarle su ubicación al instituto de la posición
de garante, junto a la problemática de las fuentes del deber de obrar, en algunos de los
elementos básicos de la Teoría jurídica del delito: acción, tipicidad, antijuridicidad y
culpabilidad.

Realizado un examen de la cuestion, no queda duda de que es atinente a la tipicidad; tanto en


cuanto a los delitos de comisión por omisión como en orden a las otras situaciones
consignadas: la criminalidad subsistente a la delegación de tareas y la empresarial; en este
último aspecto dentro de los límites que más adelante trazaremos.

En estas áreas de imputaciones jurídico-delictivas, a los elementos objetivos y subjetivos de las


infracciones penales en cuestión, alguna normativa, doctrina y jurisprudencia le añade la
exigencia (por ser externa y dirigida erga omnes, en principio objetiva) no ya de que el hombre
se abstenga –como ocurre con los tipos prohibitivos- sino la de que adopte un
comportamiento activo dirigido a resguardar el bien que al Derecho le interesa proteger.

Sin embargo corresponde que advierta desde ya, contra el uso extensivo de la idea posición de
garante, que por obra de aquella doctrina ha llegado hasta el punto de pretender constituirse
en una incriminación autónoma, en cierta forma independiente de la dolosa y de la culposa;
hasta el extremo de que Roxin habla de que alguien es “sancionado” con una posición de
garante . Como si la infracción de los deberes que supone hallarse en ese puesto fuese -por sí y
con prescindencia de que no concurran los elementos subjetivos dolo y culpa, la única razón
para castigar.

En este error de cierto sector de la doctrina y de la jurisprudencia alemanas (imitadas en otros


lares) radica el meollo de todos los equívocos cuyos efectos –para colmo y como no podría ser
de otra manera dada la intención subyacente de quienes incurren en ellos- juegan siempre en
favor de la ampliación de la punibilidad; no de una reducción de ella .

Las fuentes del deber de garantía. Generalidades. Si bien una finalidad como la que señalé en
el párrafo anterior –ampliar la punibilidad- puede ser compartida por unos y rechazada por los
demás, el problema central de cualquier concepción que se tenga sobre este asunto, consiste
en descubrir de dónde emana ese deber de obrar positivamente.

Ya he apuntado que la explicación original (la de Feuerbach) hablaba de la necesidad de que


exista un especial fundamento jurídico.

Ello hace imprescindible fijar la atención en los dos adjetivos que califican el sustantivo
fundamento:

Es especial, porque no se trata de la misma razón genérica en función de la cual a toda persona
le está prohibido producir el efecto a que se refiere el tipo penal. Siendo el deber especial, no
se le exige una actuación positiva a cualquier individuo sino a alguien que es identificado por
un vínculo determinado que lo une con el bien de que se trate y al que el Derecho quiere
proteger.

Y es jurídico, porque constituye una exigencia que impone la sociedad utilizando su aparato
organizado de poder: establecer reglas de conducta so amenaza de castigo.

Expresada la idea con otras palabras: No se trata de un compromiso moral , sino de un deber
cuyo acatamiento se pretende, porque de lo contrario se pondrán en movimiento los
mecanismos estatales para castigar al infractor.

Como resulta obvio, cualquiera sea el supuesto de hecho con trascendencia al mundo jurídico,
la persona sobre la que recae el compromiso de actuar, no tiene el deber de evitar el
resultado, sino el deber de hacer lo que esté a su alcance para que él no acontezca. No se pena
no es el acaecimiento del resultado, sino el no realizar, quien tiene el deber jurídico de
emprenderla, la actuación necesaria y posible para que no tenga lugar el efecto al que se
refiere el tipo de una penal. A esta persona, que se encuentra en una tan estrecha vinculación
con el bien jurídico que le corresponde la obligación de protegerlo, el Derecho lo ubica en el
rol al que se le llama garante.

El mismo Feuerbach identificó cuáles son los manantiales de los cuales emana la obligación
jurídica sin cuya concurrencia “no puede haber ningún criminal por omisión”. Según él, son la
ley y el contrato.

Fuentes formales. La doctrina posterior nombró la ley y el contrato como fuentes formales; e
hizo un agregado , incluyendo en el mismo grupo la conducta peligrosa precedente .

Sin perjuicio de volver sobre el tema cuando examine cada una de esas vertientes del deber de
obrar, desde ya llama la atención que se haya considerado a la conducta precedente como
fuente formal, pues no tiene forma, como puede entenderse que sí la tienen la ley y el
contrato. Más bien se trata de una concepción material, una de las tantas que se mencionan
para evadir los límites que puede trazar la necesidad de encontrar una regla legal que –
expresamente- establezca la obligación de seguir actuando, en consonancia con lo que se hizo
antes, pero en sentido contrario: esta vez para contrarrestar el peligro que generó la conducta
previa.

La ley como fuente del deber de garantizar. La norma fundamental consta en el art. 19 C.N., y
es contundente, por lo que no deja margen a la duda: “Nadie está obligado a hacer lo que la
ley no manda…”

Tiene que haberse dictado, naturalmente por el Congreso de la Nación y previamente al hecho
(art. 18 C.N.) una ley que compela a la exteriorización efectiva de actividad.

Siendo esto cierto e ineludible (como que se trata de un precepto constitucional) el problema
general consiste en que no podría –por pura lógica- ser sancionada una ley para obligar a los
súbditos a que realicen cada una de las infinitas acciones que son necesarias para el desarrollo
armónico de la vida comunitaria; describiéndolas detalladamente.

Por lo mismo, la palabra ley es usada en el art. 19 C.N, no en el sentido estricto del producto,
particularizado para cada caso, del proceso instituido por la Constitución nacional en el Título
primero: Gobierno Federal. Sección primera: Del Poder Legislativo. Capítulo quinto: De la
formación y sanción de las leyes.

De todas maneras, aunque no puede existir una ley puntual –que suministre detalles, es
necesario que haya una que abarque la generalidad de los supuestos de hecho -en el ámbito
de las relaciones interpersonales de que se trate, de tiempo, lugar y modo- que conmine a
ejecutar una acción . Y el intérprete, el juez en su caso, debe expedirse acerca de cuál es la ley
que ha encontrado aplicable a la realidad fáctica que está analizando.

Como paradigma de la tarea de subsumir la legislación ordinaria al art. 19 C.N. funciona la


exigencia de hacer contemplada en distintos preceptos del Código Civil:

Según el art. 945 C.C.: “Los actos jurídicos son positivos o negativos, según que sea necesaria la
realización u omisión de un acto, para que un derecho comience o acabe”.
La nota remite a Savigny, Droit Romaní, y la norma ha sido objeto de interpretación diversa por
parte de la doctrina . Y, aunque Vélez Sarsfield le asigna a la palabra delito un sentido diferente
en derecho civil de la que tiene en el derecho criminal (como lo explica en la nota del art. 1072
C.C.) lo cierto es que el art. 1073 C.C. establece: “El delito puede ser un hecho negativo o de
omisión, o un hecho positivo”. Expresa luego la regla general; es decir, vuelve a invocar la ley
como única fuente del deber de obrar, en consonancia con el art. 19 C.N.: “Toda persona que
por cualquier omisión hubiese ocasionado un perjuicio a otro, será responsable solamente
cuando una disposición de la ley le impusiere la obligación de cumplir el hecho omitido” (art.
1074 C.P.). Con lo que nos genera la necesidad de retornar a la inteligencia de la palabra ley,
que expuse en los párrafos precedentes: Para que el obrar sea exigible debe haber una fuente
legal, general o especial, que lo imponga.

Esta interpretación se ajusta estrictamente a la letra del art. 19 C.N. Sin embargo, algunos
escritores entienden de una manera más laxa lo que dicen esa norma y la contenida en el art.
1074 C.C., acudiendo a argumentos que se asemejan a los que usan algunos penalistas
alemanes para avalar la existencia de fuentes materiales del deber de garantizar. Así Llambías,
cuando analiza –para refutarla- la tesis restringida solamente a la ley, dice: “Para la opinión de
Machado y de Salvat, a la que ha agregado recientemente su apoyo Orgaz, el Código argentino
ha mantenido la teoría tradicional romana según la cual nadie se compromete por no obrar.
Para que surja la responsabilidad del sujeto inactivo es indispensable que esa pasividad sea
ilegal, pues de lo contrario él no hace sino ejercer la libertad de no obrar, libertad que le
garantiza la propia Constitución Nacional al asegurarle que no ´será obligado a hacer lo que la
ley no manda ni privado de lo que ella no prohíbe´ (art. 19). Consecuentemente con esa
tesitura individualista-liberal del ordenamiento constitucional, la disposición del art. 1074
eximiría de responsabilidad a quien se abstiene de obrar cuando la ley no le ha impuesto
específicamente el deber de hacerlo” .

No deja de ser llamativa la calificación “individualista-liberal”, con un dejo de rechazo, pues


son las mismas palabras que emplearon los juristas alemanes nacional-socialistas, cuando se
lanzaron a imaginar -para el uso penal- diversas fuentes materiales del deber de garantizar la
indemnidad del bien, que reemplazarían el individualista-liberal apego a lo que sanciona el
Parlamento .

En definitiva, Llambías se opone a la tesitura individualista-liberal, diciendo que lo prohibido


por la ley no es sólo lo explícitamente reprobado por ella, sino también lo inequívocamente
descalificado o desautorizado por el Derecho. Según él, igualmente debe concluirse que hay
necesidad legal de obrar, toda vez que la pasividad sea desaprobada o descalificada por el
ordenamiento jurídico mediante un mandato explícito del legislador de obrar, o por la
imposición de una sanción al sujeto inactivo o por el abuso de libertad de abstenerse en que él
incurra. Se apoya Llambías en la norma del art. 1109 C.C. diciendo que al sancionar los actos de
culpa dañosa, impone la necesidad de obrar cuando la actitud pasiva constituye una culpa por
la omisión de diligencias exigidas por la naturaleza del acto y que corresponden a las
circunstancias de personas, tiempo y lugar (arg. art. 512 C.C.), diligencias que de haberse
practicado hubieran evitado el daño ocurrente.

Como puede observarse, Llambías menciona tres supuestos de los cuales se desprende la
obligación de actuar y si bien él trata el asunto desde la óptica del Derecho Civil a mí me
vienen bien sus reflexiones para fijar un punto de vista personal en orden al Derecho Penal:
a. Cuando la pasividad sea desaprobada o descalificada por el ordenamiento jurídico mediante
un mandato explícito de obrar, emitido por el legislador.

No puede haber objeciones, pues es justamente lo que dice el art. 19 C.N.

b. Por la imposición de una sanción al sujeto inactivo.

Tampoco aquí caben reparos, siempre que esa consecuencia esté prevista por la ley.

c. “Por el abuso de la libertad de abstenerse”.

Este es el punto más conflictivo, que no se puede aceptar sin más.

En primer lugar, debido a mi inteligencia del concepto libertad, que es ausencia de sujeción.

Siendo así, no puede haber abuso de la libertad; lo que supone la posibilidad de restringirla y,
si así se lo hiciese, ya no habría libertad.

En segundo lugar, porque si no hubiese ley que obligase a actuar (art. 19 C.N.) nadie podría
imponer hacerlo, por más que estimase que quien permanece pasivo está ejerciendo una
facultad en un sentido contrario a la finalidad propia del Derecho y en perjuicio ajeno. Porque
esa conclusión sería la de una persona (la del intérprete) y no expresaría la voluntad general,
cristalizada en la ley.

En cuanto a la invocación del art. 1109 C.C. corresponde que exponga mi opinión:

Efectivamente esa norma equipara culpa con negligencia, lo que en el terreno penal no ocurre,
ya que la negligencia es sólo una de las maneras en que se manifiesta la inobservancia del
deber de cuidado, siendo las otras –si se toma la enunciación más amplia, que es la que hace el
art. 84 C.P. al incriminar el homicidio culposo- imprudencia, impericia e inobservancia de los
reglamentos o de los deberes a cargo del autor.

De todas maneras, la regla sobre la negligencia de la que habla el art. 1109 C.C. y la regla sobre
la negligencia a la que alude el art. 84 C.P. no obligan a hacer en el sentido en que se expresa
el art. 19 C.N. Dicho con otras palabras: No son normas imperativas. Por el contrario, son
normas prohibitivas : de no hacer algo, sin el cuidado que hay que poner en lo que se está
haciendo.

Quiere decir, que el problema de encontrar en la ley la fuente del deber de garantizar la
indemnidad del bien jurídico, y de ubicar –por lo mismo- en posición de garante, no se puede
resolver enteramente acudiendo al art. 1109 C.C.. A lo sumo esa norma -y sus homólogas del
Código Penal, arts. 84, 94, etc.- exigen al intérprete un esfuerzo para encontrar la línea
separatoria segura entre diligencia y negligencia, en el caso específico que se estuviese
examinando, cuestión que he tratado en otra obra y que no corresponde reinstalar en ésta.

También es cierto que, en un sentido amplio puede entenderse que la regla del art. 1109 C.C.
es la manifestación especial (no dañar a otro por culpa o imprudencia, como lo decía la ley
romana citada por Vélez Sarsfield en la nota a aquel artículo: damnum culpa datum etiam ab
eo nocere noluit) de la norma general no dañar a otro: noluit nocere. Y de allí dar el salto para
superar la zanja, el vacío, que supone la ausencia de una ley expresa, diciendo que el daño a
terceros puede provenir también de la inactividad, por lo que está ordenado aportar una
actividad efectiva para no ocasionarlo.
Un ejercicio intelectual de este carácter lo hace Llambías, insistiendo en el concepto uso
abusivo de la libertad y citando el art. 1071 C.C. que –no obstante- no se refiere a ella sino a
“los derechos” y aclara, en su segundo párrafo que se considera uso abusivo de los derechos
“al que contraríe los fines que aquélla (la ley), tuvo en mira al reconocerlos o al que exceda los
límites impuestos por la buena fe, la moral y las buenas costumbres”.

Empero, no constituye un recurso válido remitirse a la buena fe y a la moral para avalar la


inteligencia de que existe una genérica obligación de obrar, pues justamente el esfuerzo
mayúsculo, que ha culminado con el texto del art. 19 C.N. consistió en distinguir lo que es
obligación jurídica de obligación moral . Además, hablar de “buenas costumbres” en este
tema, aparte de constituir una idea imprecisa, trae amargas reminiscencias de todas las épocas
en que se la usa para dividir a los grupos humanos entre quienes las tienen buenas y quienes
las tienen malas, con la finalidad de que los primeros merezcan estar en la categoría de
ciudadanos y los segundos sean ubicados en la de los hostiles (de hostes: enemigos).

En suma: Puedo resumir mi pensamiento sobre la ley como fuente del deber de garantizar la
indemnidad del bien jurídico ajeno mediante una actuación positiva, diciendo que debe existir
–y ser citada por el intérprete- la norma específica que sea aplicable al caso bajo examen, de
manera tal que sea legalmente exigible no incurrir en omisión .

Por otro lado es cierto que parte de la doctrina contemporánea, ante la alternativa de exigir
una norma exhaustiva o inclinarse por una exigencia mínima de regulación, opta por lo
segundo interpretando “las necesidades del derecho penal moderno” . Cree que esto “permite
que el derecho posea una capacidad de actualización que, al mismo tiempo, lo libere del
dogma sobre el que se estructuró el positivismo jurídico otrora. Por lo anterior, en el ámbito
del derecho positivo se debe tomar como punto de partida aquello que está en movimiento y
no lo que es estático; esto es, deja claro el papel importante que reclamamos para la
jurisprudencia, pues también debe haber un espacio para la formación progresiva del derecho
en el que el aplicador de la norma disponga de libertad al momento de concretizar las reglas
generales dadas en las codificaciones” .

No coincido con la concepción que aparece resumida en el párrafo precedente, porque


rechaza atenerse a lo que la ley establece, entendiendo -por el contrario- que el deber de
garante adquiere su legitimación de manera directa de la sociedad y no en los preceptos que el
ordenamiento jurídico consagra especialmente, preceptos normativos que, como dice
Perdomo Torres coincidiendo con la opinión de Jakobs “nunca pueden cumplir una función de
constitución de deberes en el campo del derecho penal” .

Fuentes materiales. Por el mismo sendero, que esquiva la urgencia de que una norma jurídica
imponga la obligación, cuyo incumplimiento acarreará pena, fueron siendo identificados por la
doctrina otras vertientes .

Debido a cómo permanecen, y se extienden a tiempos y a lugares distantes, algunas ideas, nos
interesa reproducir parte de una publicación de Gómez Aller en la que cita el trabajo de Nagler
Die Problematik der Begehung durch Unterlassung, aparecido en GS nº 111 (1938) como
marcando un hito, como una de las versiones más significativas acerca de este tema, pues “si
bien traducida a la retórica jurídica nazi, no se diferencia en mucho de las teorías formales”, se
evade de los límites que éstas imponían. Sigue Gómez Aller: “Nagler no precisa introducir
grandes variaciones para solucionar el problema de la ´desformalización´, sino tan sólo adaptar
las teorías formales al Derecho alemán del momento. En el ordenamiento del llamado III Reich,
el concepto de deber jurídico y las fuentes del Derecho eran diferentes. Más allá de la
prohibición de analogía (en la nueva versión del par. 2 StGB) Nagler entiende que el ´liberal´ e
´individualista´ principio de legalidad (Gesetzmässigkeit) ha sido sustituido por la juridicidad
(Rechtmässigkeit) nazi: por ello, y de modo similar a las propuestas de Schaffstein y Dahm, las
viejas menciones del Tribunal Supremo Imperial a la necesidad de un deber jurídico y no
meramente moral son interpretadas por Nagler como una exclusión de la fundamentación en
deberes éticos procedentes de sistemas distintos a la sociedad nacional socialista (religión,
moral individual, etc.). Para el jurista nacionalsocialista, Derecho y ´moral del pueblo ario´
(ética social) forman una unidad, por lo que una vez eliminada la necesidad de un precepto
positivo, se atenúa notoriamente el citado problema; con que un tribunal declare que una
conducta es ético-socialmente debida, ya cabe hablar de un deber jurídico integrante del
ordenamiento nacionalsocialista”.

Volviendo a nuestra época, por nuestra parte advertimos sobre el error peligroso para el
justiciable, en que incurren algunas concepciones doctrinarias actuales, las que encuentran las
fuentes del deber de obrar en preceptos jurídicos tan amplios como difusos, dando lugar a una
enorme variedad de opiniones .

Así se dice que es contrario a la idea de equidad social el utilizar espacios de libertad en propio
beneficio sin precaver al mismo tiempo, en contra del mandato neminem laede .

Esto me obliga a volver sobre el análisis que habíamos efectuado precedentemente:


Trasladando la idea del neminen laede al ordenamiento positivo argentino, ella estaría
recogida en el primer párrafo del art. 1109 C.C. “Todo el que ejecuta un hecho, que por su
culpa o negligencia ocasiona un daño a otro, está obligado a la reparación del perjuicio. Esta
obligación es regida por las mismas disposiciones relativas a los delitos del derecho civil”.

Estos delitos del Derecho civil son los actos ilícitos a los que se refiere el art. 1066 del mismo
cuerpo legal, que se distinguen de los delitos del Derecho penal, entre otras cosas, porque los
primeros son conceptos abiertos, que comprenden cualquier infracción a una norma legal, en
tanto que los segundos requieren de una tipificación expresa .

La doctrina penal que antes he mencionado -según la cual es contrario a la idea de equidad
social el utilizar espacios de libertad en propio beneficio sin precaver al mismo tiempo la
posibilidad de danar a otro- prescinde de la diferencia entre ambas ramas del Dercho y
transforma en la práctica el incumplimiento de una obligación civil –no dañar- en un delito
penal; sin que exista otra disposición legal más precisa, que atrape el suceso y le asigne pena al
protagonista; ello dicho sin perjuicio de los desarrollos teóricos y legislativos a los que es
posible aludir.

En el fondo de ese designio existe una meta jurìdico-política, pues un tipo de la Parte Especial,
concebido para prohibir una conducta activa, no puede nunca, como dice Gómez Aller, abarcar
la comisión omisiva. Por ello, lo que la teoría de la comisión por omisión busca es trasladar al
ordenamiento jurídico una pretensión político-criminal que no ha sido contemplada por el
legislador: aplicar idéntica pena a conductas igualmente desvaloradas que otras expresamente
previstas como delito .

Atendiendo a las dificultades que se advierten, otro sector de la doctrina aparece expresando
sus dudas en cuanto a la posibilidad de encontrarle un fundamento jurídico al deber de
garantizar que el resultado no se produzca. Y por ello acude al sentimiento; nosotros diríamos
a la intuición, entendida como la percepción íntima e instantánea de una verdad –en este caso
referida a las fuentes del deber de obrar- que aparece como evidente a quien la tiene. Así, esa
doctrina realiza una selección de las posiciones de garante “indubitadas”, es decir, aquellas
ante las cuales el intérprete siente, intuye, que hay un desvalor incomparablemente mayor
que el de la omisión de un no garante y luego detecta grandes grupos de casos que se pueden
usar como paradigmas: omisiones en el ámbito doméstico, en el empresarial, omisiones
relativas a fuentes de peligro móviles (animales, automóviles) supuestos de omisión tras el
encierro de otra persona y los casos de entrega de armas seguidos de la omisión de impedir su
empleo por otra persona y los casos (para mí tan discutibles) de complicidad omisiva en
perjurio. A los demás, se los aprecia como equiparables .

Con parecida desesperanza, se expresa Romeo Casabona, diciendo que le corresponde al juez
encontrar el origen de la obligación, porque la ley penal no puede ofrecer satisfactoriamente al
menos un catálogo completo de posiciones de garante por la propia “naturaleza de las cosas”.

Por último, la desconfianza aparece cuando se dice que tiene que existir una absoluta
dependencia del bien respecto de la persona que podría salvarlo; de lo contrario, en caso de
duda, debe negarse la existencia del deber de garantizar su indemnidad .

Dudas semejantes acerca de la posibilidad de encontrar una fuente certera de la posición de


garante tiene Pfleiderer: La solución de la problemática de equivalencia no se encuentra si se
compara un comportamiento activo con otro omisivo, sino que la base de la comparación sólo
se obtiene de la observación de la omisión objeto de valoración con otra omisión cuya
valoración consta. Se deben observar casos básicos en los que la equivalencia con la comisión
se encuentren fuera de duda y que le sirven al aplicador del derecho como punto de
orientación en la toma de decisión. Aquellos sucesos en que, según la opinión general, existe
una posición de garante de manera que no se necesite hacer la pregunta del por qué: la madre
que no alimenta al recién nacido, el profesor de natación que deja ahogar a su alumno, la falta
de liberación de un encerrado…

Por mi parte no necesito avisar al lector acerca de la pobreza de una postura jurídica que sólo
acude a la “opinión general” para saber cuáles son los supuestos que no dejan lugar a duda,
para luego utilizarlos como parámetro que permita resolver las situaciones disímiles.

Parecidas objeciones cabe hacerle a Androulakis en tanto se remite al merecimiento de pena


según el clima social en general, preponderante, ideológico y político, del cual depende la
importancia de los tópicos materiales de que se dispone para la solución del problema; es
decir, los momentos objetivos de valoración .

Todas estas imprecisiones, llevadas a las decisiones judiciales para encontrar garantes,
constituyen una manera de crear Derecho libremente. Y, por supuesto, transitando ese
sendero se amplía -sin que existan normas que lo habilite- simultáneamente al concepto autor
la idea partícipe.

Aludiremos seguidamente a una serie de consideraciones que tienen en común el razonar


prescindiendo de citar alguna norma legal expresa o, al menos, algún principio jurídicamente
fundado. Por eso las llamamos sociológicas, ya que a partir del análisis grupal llegan a inferir
que la cohesión del grupo y la defensa de los bienes –individuales o colectivos- que interesa
conservar, hacen necesario imponer pena al sujeto que no adopta una actitud positiva ante
una situación de emergencia que la requiere.
Este último apunte: “situación” es importante, pues todos estos aportes sociológicos hacen
derivar la necesidad de garantizar la indemnidad del bien de datos de la realidad fáctica; es
decir, de lo opuesto a una creación puramente teórica.

Cercanía social o existencial. El primer concepto –cercanía social- es más amplio que el
segundo, aunque igualmente difuso, pues ambos aluden a una distancia que no es posible
precisar en abstracto, ya que será menor o mayor según la potencia de que el riesgo generado
se transforme en daño que afecte a uno, a varios, a una comunidad viviente en un espacio
geográfico determinado o, finalmente, más allá de sus límites. Por supuesto, que en esta
última hipótesis sólo se podría hablar de cercanía en un sentido metafórico, ya que la
separación entre quien está obligado y la víctima no sería poca o estrecha. Por lo menos en el
orden geográfico: otra cosa es la proximidad social .

Esta carencia de precisión –al ser trasladada la idea al terreno jurídico por parte de la doctrina
que se apoya en ella- constituye un defecto propio del uso de la Sociologia, para fines distintos
a los que constituyen el objeto de esa disciplina.

Con el empleo de argumentos de ese jaez la afirmación puede ser tan variada como se le
ocurra a quien realice la interpretación: Así podría decir que tiene el deber de garantizar que
continúe con vida el anciano valetudinario, alimentándolo y suministrándole los medicamentos
que tiene que recibir diariamente, quien ha sido contratado para que realice esa tarea (con lo
cual se manifestaría una real cercanía existencial) como también que tiene esa obligación el
vecino que –conociendo la situación- advierte desde su ventana que el encargado de tal tarea
sale cargando sus maletas para emprender un viaje y deja sólo al desvalido generando el
consiguiente riesgo de muerte.

En este último supuesto se podrá hablar de cercanía en metros, pero no –dependiendo del
tipo de relación, si la hubiese- existencial. Sin embargo, a algún intérprete se le ocurriría
invocar la cercanía social, para avalar la idea de que concurriría algún compromiso, que
también pondría a cargo del vecino la defensa de la vida del anciano. Así podría decir, como lo
haría un sector de la doctrina (corriente que no comparto) que quien vió a través de su venta
el alejamiento del cuidador, será responsable por la muerte y, consiguientemente autor del
delito de homicidio en comisión por omisión, por haber defraudado las expectativas que son
inherentes al rol que debe desempeñar un buen vecino…

Como se puede colegir fácilmente, si se siguiese ese camino resultaría imposible distinguir
entre deberes jurídicos y deberes morales.

Defraudación de confianza o desatención de expectativas recíprocas. Lo mismo ocurre si se


acude a la idea defraudación de confianza o desatención de expectativas recíprocas: Si dos
montañistas salen de excursión y uno cae en la profundidad de una grieta del terreno,
constituye un deber jurídico del otro (art. 108 C.P.) el de prestarle el auxilio que esté a su
alcance; pero no será garante de su vida y en ese caso no podrá considerársele autor de un
homicidio en comisión por omisión, por más que la circunstancia de haber emprendido juntos
la ascensión haya generado para cada uno la confianza –y consiguiente expectativa - de que la
presencia del otro contribuirá a regresar indemne al punto de partida.
Sin embargo, la afirmación que acabo de hacer podría ser contradicha con el Código Penal
colombiano en la mano pues, al resolver cuáles son las situaciones constitutivas de posiciones
de garantía (art. 25, imputa: “3. Cuando se emprenda la realización de una actividad riesgosa
por varias personas”. Si un magistrado colombiano, con relación a un hecho como el que
hemos planteado, castigase –sin más- al sobreviviente como autor de homicidio en comisión
por omisión, habría interpretado la norma del art. 25.3 como constitutiva de una tercera
posibilidad de imputación: autor de homicidio por posición de garante, junto a la de autor de
homicidio por dolo y autor de homicidio por culpa.

Parece evidente que una decisión, dictada prescindiendo de la determinación del elemento
subjetivo, dolo o culpa, instauraría una responsabilidad puramente objetiva, arrasando con el
esfuerzo de más de dos centurias por erradicarla del Derecho Penal de los países con tradición
jurídica continental-europea.

Creación o incremento de peligro. Constituye un recurso consolidado en parte de la doctrina


contemporánea acudir al concepto riesgo para dirigir la imputación –como autor o como
partícipe- a quien lo ha generado o lo ha incrementado más allá de la frontera de lo que es
socialmente aceptable.

En la materia que me está ocupando, esa doctrina trata de encontrar allí una de las fuentes de
la obligación de garantizar la indemnidad del bien jurídico: quien ha creado o incrementado el
peligro más allá de lo permitido, tiene el deber de hacer lo necesario para contrarrestar sus
efectos, bajo amenaza de ser castigado si el bien sufre desmedro .

Pese a nuestras objeciones, matices que introducimos, e intentos de reducir los alcances de la
imputación por comisión en omisión y, por ende, la idea garante hay que reconocer que esta
tesis tiene sobre la anterior la ventaja de que, por lo menos, parte del análisis de un
comportamiento activo precedente (la creación o el incremento del peligro); no de la mera
dejadez.

La explicación de por qué, quien así procede se coloca en el puesto de garante está dada en
que en esos casos, al generarse una situación de peligro, entre ambos (quien crea el riesgo y
quien sufrirá, eventualmente, las consecuencias) se establece un vínculo que antes no existía;
por lo menos no con la misma intensidad. En esta situación, el primero tiene que obrar
positivamente para extinguir el peligro (o para reducirlo hasta llevarlo otra vez al nivel de lo
tolerable) y el otro (quien de ello depende), abriga la esperanza de que así ocurrirá, salvándose
finalmente.

Según Silva Sánchez, la clave de la explicación de que esto es así radica en que, quien crea el
riesgo se constituye en conductor de la situación: El garante se convierte de este modo en
dueño absoluto del proceso que ha de llevar o no al resultado; en centro decisorio del mismo.
Siempre conforme a la opinión de Silva, aquí se halla la base de la identidad del hecho con la
comisión activa y el fundamento jurídico de la responsabilidad del sujeto. “En definitiva podría
decirse que la esencia de la asunción es la creación de un momento de peligro para el bien
jurídico” .

La necesidad de que concurra una conducta activa precedente (lo que en cierta forma anuda
esta argumentación a la tesis de la ingerencia) salva la objeción que se le puede formular, en
general, a la corriente doctrinaria llamada “funcionalismo sistémico”, en algunas versiones que
sólo tienen en cuenta la inserción del individuo en un determinado rol , entendido como un
haz de expectativas que por esa razón se ponen en su desempeño. Con lo cual en los delitos de
omisión impropio, cabe penar (siempre conforme a ese punto de vista) la no evitación de un
resultado por el simple hecho de ser, quien omite, portador de un rol del que se desprende la
expectativa de un comportamiento distinto, que hubiese mantenido indemne el bien.

No compartimos una argumentación semejante. En primer lugar porque resulta imposible


concretar jurídicamente una colección de roles y qué obligaciones le incumbiría a cada uno de
los protagonistas (a la manera de los actores teatrales de la Edad Media ya que, de la forma de
leer el parlamento, que llevaban en un papel enrollado, viene el sustantivo rol) y en segundo
lugar porque tampoco es posible extraer –siguiendo ese derrotero- un concepto de autoría
que tenga base en lo que dice la ley.

Sobre el punto coincidimos con que existe imposibilidad de conocer si la valoración judicial es
la misma que la valoración social. Dice que el criterio no es otra cosa que la visión que el
intérprete tenga del mundo o de la sociedad. Este riesgo de los llamados ´argumentos
ontológicos´ o ´sociológicos´ ya ha sido constatado por la doctrina iusfilosófica que lo ha
ejemplificado en el estudio de este tipo de argumentaciones por parte de los juristas oficiales
nacionalsocialistas. El problema previo y fundamental de estas propuestas está en su
concepción de la génesis de las normas jurídicas. Parten de que el objeto de regulación ya
porta en sí una racionalidad interna, una ordenación propia, previa y vinculante para el
legislador y el intérprete; en este sentido, esa ordenación es anterior al Derecho, y no sólo en
sentido meramente temporal, sino también en sentido jerárquico.

La idea de que "sólo cabe exigir una conducta conforme a rol" (o a "ordenación social más
estrecha", o "a expectativa realmente preexistente") puede interpretarse de diversas maneras.
Si el concepto de rol se integra precisamente con expectativas en tanto normas jurídicas
(positivadas o no), la máxima criticada no pasa de ser, en lo relativo a la determinación de
normas jurídicas, una regla de prudencia o una tautología. Pero su el concepto de rol se integra
con expectativas sociales objeto de protección de la norma jurídica (y, en tanto tal,
preexistentes a ella), esta máxima significaría: "el legislador sólo puede exigir lo que
previamente exige la sociedad". Esta afirmación no sólo parte de una misteriosa indefinición
del supuesto sujeto "sociedad", que limita, condiciona o sustituye al sujeto "legislador" (¿quién
establece los deberes sociales que se cumplen generalmente?), sino que exceptúa o niega la
soberanía del legislador para intervenir modificando las pautas sociales de conducta. Si el
legislador pretende cambiar esas pautas, estará esperando una conducta que antes no era
esperada en el marco de un determinado rol. El supuesto principio "sólo cabe exigir
(jurídicamente) lo que ya era exigido (socialmente)" subvierte la legitimidad democrática -en
un ordenamiento como el nuestro- por una difusa, ultraconservadora y "criptoargumentativa"
legitimidad de lo preexistente.

Este neo-iusnaturalismo, que atiende a "ordenaciones preexistentes y condicionantes del


Derecho" tiene ecos alarmantes, no sólo por encarnar un radical inmovilismo, ni por serias
objeciones epistemológicas, sino fundamentalmente por el empleo de criptoargumentos, esto
es: por ocultar, con terminología pseudocientífica, que se está reservando a instancias
ilegítimas la apreciación de esa ordenación, lo que en definitiva destruye la exclusividad de la
competencia legislativa y la traslada (casi legibus soluti) al arbitrio de los órganos de aplicación
ejecutivos o judiciales.
Por otra parte, no deja de llamar la atención la supuesta "preexistencia" (¡vinculante para
legislador e intérprete!) de los roles -p. ej.- juez , fabricante, conductor ... respecto a su
regulación jurídica. Para estos autores, dado que alguien ocupa la "posición social de juez",
entonces y por ello le dirigimos ciertas expectativas sociales, que el Derecho podrá o no
respaldar. Para imaginar los deberes puramente "(ético)-sociales" de un juez, deberíamos
partir del absurdo de una "función del juez" preexistente al Derecho.

Cabe concluir, resumiendo: como ha dicho la doctrina, lo fáctico sólo interesa en Derecho por
su referencia normativa. Demostrada la ausencia de una tal referencia en las doctrinas
estudiadas, es decir, la ausencia de una norma jurídica que establezca que el Derecho dotará
de relevancia jurídica a deberes de rol social (u ordenaciones, o expectativas) preexistentes,
por el mero hecho de preexistir, esas expectativas no hallan posibilidad general de ser
jurídicamente codificadas. Serán, desde el sistema jurídico, "un acontecimiento meramente
físico que nadie ve ni oye".

Lo hasta aquí expuesto pretende negar en modo alguno validez de la investigación sociológica
en el ámbito del Derecho. El legislador que establece reglas sin atender a los efectos que éstas
deben tener (lo que deberá hacer mediante estudios sociológicos) con frecuencia estará
actuando de modo insensato y, posiblemente, descuidando los presupuestos de la habilitación
constitucional, ya que su potestad se legitima por los efectos que con ella puede surtir sobre la
realidad social. Debe recordarse también que la interpretación teleológica exige un fondo de
conocimientos empíricos acerca de los efectos reales que la interpretación de una norma en
uno u otro sentido ha de tener. Desde un punto de vista similar, cualquier estudio crítico que
pretenda analizar la utilidad que se está derivando (o se va a derivar) de la aplicación de una
determinada norma, debe recurrir a estudios de campo sobre el sector social donde la norma
despliega sus efectos; puesto que no se trata ahí de analizar relaciones sistemáticas entre
normas, sino de contemplar el influjo de la aplicación de normas sobre otros subsistemas
sociales (p. ej.: a los efectos de proponer el mantenimiento o la variación de la regulación).
Más en concreto, la determinación de la pena (privativa de libertad, pecuniaria, etc.) exige,
para cumplir con ciertas funciones que el ordenamiento le asigna, que el aplicador disponga de
ciertos datos sobre la realidad social sobre la que dicha pena pretende operar. En estas y otras
tareas resulta imprescindible un fondo de datos acerca de la realidad social, cuya obtención
más concreta y fiable requerirá la atención a datos sociológicos o etnometodológicos. Por el
contrario, lo que aquí se está rechazando es que se incurra en la inveterada falacia naturalista,
deduciendo sin más de una expectativa cognitiva (de un "hecho") una expectativa normativa
(una "norma"). Desde el punto de vista de la aplicación práctica, este proceder puede, en
ciertos casos, proporcionar una cierta seguridad al intérprete en un ámbito tan indeterminado
como el que nos ocupa (intérprete que, en realidad, cuando dice acudir a expectativas sociales,
está acudiendo a unas jurídicamente respaldadas, empleando la confianza social como mera
ratio congoscendi de las segundas); mas no es un método generalizable, ni válido para una
motivación constitucionalmente debida y dialécticamente leal puramente social-funcional y,
por lo mismo huérfano de contenido jurídico, el deber de garantizar se desprende la existencia
de una normativa formal o deducible de una formal, las objeciones decaen, pues resulta
inobjetable sostener la existencia de algunos deberes de aseguramiento deducibles de una
conducta precedente. Así, ocurre con la necesidad de cerramiento de una obra pública si su
ausencia encierra el peligro de que alguien resulte perjudicado. Quien la ha abierto se
constituye en una especie de garante de control .
Resulta obvio que no es dable hacer afirmaciones apodícticas con respecto a esta idea, ya que
las conclusiones que se pueden desprender de ella dependen de las circunstancias; en algunos
casos dependientes de quien omite y en otros conforme a la apreciación –y consiguiente
conducta- del titular del bien jurídicamente protegido. Es lo que señala Jescheck: Para la
delimitación de los deberes de garante, derivados de la necesidad de asistencia o de la
vigilancia de una fuente de peligro, se precisa que exista una relación de dependencia entre los
afectados, o que el titular del bien jurídico o la persona responsable de su protección por otro
concepto haya asumido mayores peligros, confiado en la disposición de actuar por parte del
garante, o haya renunciado a otras medidas protectoras .

Estos últimos requisitos obran para la contención de una tendencia a emplear


indiscriminadamente la idea deber de garante, sin prestar atención a la necesidad de
introducir mayores precisiones; necesarias cuando están en juego –también como los de la
víctima- los derechos del imputado.

El actuar precedente. Ingerencia. Como recordásemos al comienzo de este capítulo, ya


Feuerbach había agregado la idea de que la posición de garante se genera por la conducta
activa precedente a la omisión. Muchos años después la doctrina sigue utilizando este criterio,
con otra terminología. Así Roxin sostiene que el actuar precedente es el presupuesto decisivo
para fundamentar la existencia de una posición de garante, puesto que solamente aquél a
quien se puede imputar el peligro creado conforme a criterios jurídicos tiene la
responsabilidad y, por lo mismo, el deber de evitar la transformación del peligro en una lesión .

Roxin actualiza la idea de posición de garante por injerencia, fijándole los límites conforme a la
moderna teoría de la imputación objetiva, de manera tal que la imputación objetiva del actuar
precedente es el presupuesto decisivo para una posición de garante, puesto que sólo a quien
se le puede imputar, conforme a criterios jurídicos, el peligro creado, tiene el deber de evitar la
transformación en lesión. Se trataría de una posición de garante por control .

En lo anterior hay una aproximación a las ideas de Maurach, según las cuales toda persona
está obligada a evitar lesiones de bienes jurídicos, cuando su conducta previa haya provocado
el peligro de producción de ese resultado. Toda persona está llamada a actuar como garante y
proteger aquellos bienes jurídicos que resulten amenazados por una fuente de peligro abierta
por ella misma. La ingerencia no puede obligar a la protección de determinados bienes
jurídicos frente a toda clase de peligros y la posición de garante sólo puede ser reconocida
respecto de aquellas lesiones de bienes jurídicos que representen la realización del peligro
creado por la acción previa. Se exige como presupuesto de punibilidad una lesión de un bien
jurídico objetivamente imputable a la posición de protección o de evitación del peligro .

La asunción de una función de protección y el deber de control de fuentes de peligro. De todas


maneras, luego de la afirmación que precedentemente hemos glosado, Roxin deja constancia
de que la opinión dominante de la ciencia penal actual ha ido abandonando no solamente la
derivación causal de deberes de garante, sino también la teoría formal del deber jurídico, para
pasar a afirmar la existencia de dos grandes grupos de posiciones de garante: la asunción de
una función de protección y el deber de control de fuentes de peligro .
A nuestro juicio, la introducción de estas nuevas categorías no soluciona las dificultades que,
desde siempre, se han manifestado , sino que aparecen, bajo otros parámetros teóricos,
nuevos problemas.

En el trabajo citado, para ilustrar acerca de cómo se forman los grupos dice Roxin: El primer
caso se presenta, por ejemplo, en la relación de los padres con sus hijos o de los médicos con
sus pacientes. Es propio de cada relación de protección el deber de apartar peligros para los
protegidos. El segundo caso se basa en el razonamiento según el cual la creación de riesgos
trae consigo el deber de evitar consecuencias dañosas que de ella podrían derivarse. Pues, de
otro modo, el Estado no podría cumplir con su tarea fundamental de brindar seguridad a los
ciudadanos. Así, por ejemplo, quien administra una fábrica química tiene que prever que la
población no sea dañada mediante explosiones o gases venenosos. Si él omite tomar las
medidas de seguridad necesarias tendrá que responder por las consecuencias producidas.

A ello nos cabe hacer varias observaciones:

En primer lugar cabe objetar que a la luz de esos únicos argumentos no es posible diferenciar
la responsabilidad civil de la penal.

Luego, que no es verdad que de la relación de los padres con sus hijos o de los médicos con sus
pacientes se derive siempre responsabilidad penal para los primeros por omisión respecto de
los daños que sufran los segundos.

Finalmente, tampoco es cierto que, en todos los casos, quien administra una fábrica química
podrá ser encontrado autor de delitos que tengan su origen en el funcionamiento de esa
planta.

Roxin se declara conforme con las soluciones que el sector de la doctrina penal, del que forma
parte, propone pues –dice- pueden explicar plausiblemente el caso de la injerencia, a saber:
como forma de expresión de la posición de garante por control. Quien genera un peligro -dice
Roxin- es responsable de todas las consecuencias.

Sin embargo, leyendo sus palabras queda la incertidumbre pues no explica a qué titulo
adjudicaría Roxin esa responsabilidad; es decir, qué cuál sería la adecuación típica .

En lo que no podemos menos que coincidir con el profesor alemán, es que es útil utilizar en la
materia diversos criterios provenientes de la moderna teoría de la imputación objetiva.

En ese sentido diré que no hay

posición de garante:

Si la acción precedente no ha creado ningún riesgo jurídicamente relevante para la víctima;

Si la acción precedente se mantiene dentro del riesgo permitido;

Si falta una relación entre la acción precedente y el resultado que se vaya a producir;

Si las consecuencias del riesgo generado por la acción previa se inscriben, únicamente, en el
ámbito de responsabilidad del titular del bien jurídico; por ejemplo, en algunos casos de
consentimiento.

Lo que sí resulta digna de analizarse cuidadosamente es la afirmación de Roxin según la cual


hay posición de garante si la acción precedente está justificada por estado de necesidad o,
agrego, por la legítima defensa. La hipótesis de hecho sería: A, que está a punto de ser muerto
por el ataque de B se defiende y deja a su agresor malherido. Según la tesis de Roxin, si no lo
auxiliase y B muriese, A sería responsable del homicidio en comisión por omisión.

Si bien Roxin no lo dice explícitamente, siguiendo la línea de su pensamiento el homicidio sería


doloso y, aplicando las reglas del Código penal argentino, ante la falta de posibilidades -para B-
de afrontar el riesgo, se trataría de un homicidio calificado (art. 80.2. C.P.) que acarrea como
pena la reclusión o la prisión perpetuas (art. 80, primer párrafo).

Con lo cual se produciría la paradoja de que A no sería punible por el delito de lesiones a B (art.
34.6) y sí por el homicidio calificado, en comisión por omisión, debido a que con su actuar
precedente –lo que ha hecho para defenderse- lo habría colocado en posición de garante de la
vida del agresor.

Tal consecuencia es inadmisible pues si bien puede entenderse que, no obstante que el curso
del suceso se inició con la agresión, aún subsiste un deber de solidaridad para A en favor de B.
Jurídicamente tal deber tendría un reflejo semejante al que impone el art. 108 C.P. -no omitir
un auxilio- pero no podría trasponer las barreras que marca el art. 106 C.P.- abandono de
personas- pues el defensor no tiene el deber de mantener o cuidar a su agresor; y menos
cumpliría los requisitos del delito de homicidio, en cualquiera de sus formas.

Incluso, al regular los casos de legítima defensa privilegiada, el último párrafo del art. 34.6
declara impune al que se encontrase en las circunstancias que el precepto marca “cualquiera
que sea el daño ocasionado al agresor”. Con mayor razón esta solución debe ser también la
que corresponde a los casos en que concurre la legítima defensa propiamente dicha .

Gimbernat Ordeig encuentra la razón de ser de la obligación de garantizar, en que el mantener


bajo control una fuente de peligro. Habla de los supuestos de intervención imprudente en una
autopuesta en peligro en la que el partícipe añade a esta cualidad la de ser garante como
sucede –según el ejemplo que proporciona- en los casos de accidentes de trabajo, respecto del
encargado de la seguridad laboral, quien debe responder, siempre según Gimbernat, por los
daños que se autocause la víctima; no porque aquél sea partícipe, sino porque, además, es
garante .

Disientimos con esta opinión, por lo menos con ese alcance no suficientemente acotado, ya
que es posible que deba responder por los daños, que estará –en su caso y si es aplicable el
art. 1113 C.C.- obligado a indemnizar; pero ésta es una consecuencia sustancialmente distinta
a la imputación a título penal.

Con carácter general sostenemos: Si toda creación de peligro constituye a quien lo hace en
garante, penalmente responsable, de los daños que deriven de ello, no habría posibilidad de
eximir a nadie, porque prácticamente toda actividad humana entraña riesgo y muchas veces
ese riesgo se traduce en resultado.

Incluso, y desde otro punto de vista, se debe agregar a las consideraciones que anteriormente
he formulado, la dificultad de distinguir ex ante el riesgo permitido del prohibido, como
criterio –este último- que constituye el dato inicial para la posibilidad de imputar
objetivamente el resultado. Además, por lo general, es el riesgo permitido el que origina
situaciones conflictivas; no el prohibido, siendo que éste puede suponer –en algunos casos- ya
el comienzo de ejecución de un delito, si es que el autor ha entrado ya en esa zona vedada
para cometer uno específico. Pero aún cuando no fuese así, debo advertir otra vez acerca del
uso excesivo, y por ende erróneo, que hace alguna doctrina de estas ideas. En ese sentido,
Núñez Paz dice que si se excede el límite de lo permitido, nos encontraremos con un delito de
omisión impropia siendo, según sus ideas, dicha omisión equivalente a la acción prohibida .
Para mí esto representa una simplificación inadmisible.

La estrecha relación con el bien jurídico y la comunidad de vida o de peligro. En una línea
semejante a la que antes hemos aludido un sector de la doctrina después de la decisión de la
Sala 1ª. en asuntos penales del Tribunal Supremo del Reich alemán de 10 de octubre de 1935
se esfuerza por encontrar la razón de que a alguien se lo señale como garante de que un bien
no sufra daños, en que puede existir una relación estrecha entre aquel y la víctima .

Ya antes hemos vertido párrafos sobre la imprecisión del calificativo, pues si bien estrecho
alude a una distancia corta, no es posible medirla, siquiera dar una pauta; es sólo una
metáfora. Y aunque se agreguen -para definir mejor la idea, las características “comunidad de
vida o de peligro” - no se obtiene con ello una concreción sólida, pues si bien lo primero alude
a lo que no pertenece, privativamente, a ninguno, sino que se extiende a varios, con esa
expresión puede llegar a sostenerse que en algunos casos es garante de la integridad física del
concubino el otro integrante de la pareja y también –en ciertas hipótesis- a quien sólo tiene en
común con la víctima el hecho de vivir en una misma vivienda colectiva .

La posición de garante en virtud de incumbencia por organización y responsabilidad en virtud


de incumbencia institucional. Jakobs sostiene que la distinción materialmente más significativa
no es la que separa comisión y omisión, sino la que atiende al fundamento de la
responsabilidad entre aquella que tiene como fuente la incumbencia por organización y
responsabilidad en virtud de incumbencia institucional , con lo cual no solamente agrupa de
una manera acorde con su concepción, las distintas fuentes de la posición de garante, sino que
produce un efecto superlativo en la doctrina –propia y de sus seguidores- pues aparece
dejando de lado la bifurcación de los hechos punibles en dolosos y culposos para unificarlos
bajo la idea de que se trata de riesgos desaprobados por infracciones al deber de garantía . Así
aparece la posición de garante como fundamento de toda imputación, tanto por conductas
activas como omisivas. La causación activa y la omisiva son resumidas en el criterio superior de
no evitación evitable .

Esto es la consecuencia de la formulación de un concepto negativo de acción, de acuerdo con


el cual la acción no sería sino la evitable omisión de evitar en posición de garante. Lo decisivo
sería el deber de garante y la evitabilidad. Lo que significa que también el autor activo debe ser
contemplado como garante, porque es indiferente producir un daño o no impedirlo, lo
importante es si el autor tenía el deber de evitarlo y si ello era posible. Con tales premisas
quienes las sostienen piensan que el concepto básico de la teoría del delito debe ser la
omisión.

Desde el punto de vista de la definición de la acción como comportamiento evitable es


indiferente si el sujeto podía evitar causar activamente la muerte de otro (es decir, podía
omitir lo que hizo) o si hubiera podido actuar para evitar la muerte. En ambos casos lo decisivo
es la evitabilidad del suceso .
La posición de garante fundada en la ponderación de intereses. Enrolada en la misma
corriente, que podríamos identificar como una especie de normativismo con base sociológica,
Frisch sostiene que el auténtico fundamento de la posición de garante estriba en la
ponderación de intereses. Dicha ponderación pretende responder a la pregunta acerca de
quién es especialmente competente, de acuerdo con los principios de distribución adecuada
de libertades y de cargas para evitar que se produzcan determinados cursos causales
peligrosos para bienes jurídicos de terceros. Según el mismo autor, el caso más simple de dicha
responsabilidad especial es el de la competencia atribuida para excluir los peligros que
pudieran derivarse de la propia actuación: quien ejerce la libertad de configurar su conducta
de forma autónoma y excluyendo la intromisión de terceras personas debe, a cambio,
preocuparse de que su acción no implique peligros. Siempre según Frisch esta no es sólo la
solución más simple y oportuna desde el punto de vista de los bienes jurídicos (pues el sujeto
actuante es quien mejor puede conocer y suavizar el potencial peligro inherente a su acción),
sino que, sobre todo, se trata de la distribución de cargas más adecuada y justa. No se pueden
ejercer las libertades (y las ventajas que resultan de las mismas) y esperar que sean los
terceros quienes se preocupen de reducir las posibles dificultades que dicho ejercicio de
libertades pueda causar .

Creo que detrás de muchas de estas formas de concebir la razón por la cual se pretende
imputar a alguien, diciendo que se halla en posición de garante, aparecen concepciones del
Derecho no liberales. En ese sentido, no es extraño que haya un apego a las ideas de Hegel
según las cuales en la medida en que el Estado es espíritu objetivo, el individuo posee sólo
objetividad, verdad y eticidad como miembro del Estado mismo y a él se debe: estando
obligado a responder por todo lo que posee, incluso sus hijos y sus animales domésticos.
Cuando los que le pertenecen actúan, esto le compete, es una carga para él, ya que tiene la
representación de aquello que se encuentra bajo su dirección, que es considerado una
extensión de sí mismo. La idea es resumida por Perdomo diciendo que Hegel trata la
responsabilidad como consecuencia del ejercicio de dominio sobre un ámbito de organización
y como consecuencia de la lesión de un deber de atención o diligencia ”.

Llevando el pensamiento por ese sendero hasta el final del mismo, la responsabilidad se podría
asignar prescindiendo de la culpabilidad. En otras palabras, esta línea argumental lleva al
terreno penal las argumentaciones civiles sobre el principio de liquidación: un proceso
peligroso es admitido y esa permisión es compensada a través del deber de resarcimiento de
daños: claro que –señalo- una cosa es solventar una deuda dineraria para cancelar la
obligación nacida por la inercia del sujeto y otra muy distinta es mandar a alguien a prisión
invocando similares criterios.

No sería ilógico suponer que las invocaciones del funcionalismo sistémico a la correcta
organización pueden estar coincidiendo con el pensamiento de Hegel según el cual la armonía
de las actuaciones individuales en el plano social sólo se puede alcanzar a través de un Estado
poderoso .

Toma de posición. A medida que fuimos glosando los distintos criterios doctrinarios emití
juicios críticos, los que fueron esbozando un razonamiento propio que ahora resumimos así:

Sería marchar en sentido contrario al de la evolución histórica del Derecho Penal desde la
altura a que ha llegado actualmente, que asuma la actitud de plantear el rechazo absoluto al
uso del instituto posición de garante. Lo que sí entiendo necesario es fijar su naturaleza y
límites, para que no sea aplicado para extender la imputación en desmedro del principio de
legalidad receptado por la Constitución nacional.

La idea garantía constituye el correlato de una obligación. En el orden jurídico-penal, y en el


terreno que estoy considerando, significa que el titular de un bien (un individuo, una
comunidad o el Estado) tiene derecho a exigir que alguien realice una actividad, exterior,
efectiva destinada a que aquel interés jurídicamente protegido no se pierda o no sufra
desmedro.

Lo que afirmamos en el párrafo precedente: “tiene derecho”, ya advierte acerca de la primera


línea demarcatoria a trazar, pues ilumina la posibilidad de que una sanción –en nuestro caso,
la pena- siga al incumplimiento. Si en lugar de que el titular del bien tenga derecho y, por
ende, exista la posibilidad de castigo al incumplidor, lo único que podrá hacer será lamentar la
ausencia de un gesto solidario de parte de aquél, no habrá existido una auténtica obligación de
actuar sino un requerimiento –sólo- humanitario.

En pocas palabras: Nunca puede formularse imputación penal por omitir si la conducta del
sujeto consistió en dejar de aportar un auxilio al que no estaba jurídicamente obligado sino –
en todo caso- compelido por la conciencia que, se supone, todo hombre de bien debe tener.

La fuente por antonomasia es la ley. Sin embargo, como resulta imposible que una ley formal
resuelva lo que se debe hacer en cada hipótesis de hecho, se debe acudir al Derecho en
general para darle sustento –jurídico- a la exigencia de una actuación positiva . En otras
palabras: es preciso hallar, para cada situación a juzgar, la norma genérica (o específica, en su
caso y si fuese posible que se encuentre formulada previamente) que avale la imposición de
una conducta dirigida a salvaguardar el bien amenazado. Alguna doctrina cree hallar que esa
norma es la prohibición de dañar (neminen laede) pero resulta obvio que la misma
formulación no identifica una regla que obligue sino una que veda. De todas maneras podría
interpretarse que el daño se concreta porque no el sujeto no interfiere –pudiendo hacerlo- el
curso de un acontecimiento que llevará a que el perjuicio se materialice. En este orden de
ideas, queda claro que sólo se le podrá imputar el resultado, a título de dolo, si ha obrado con
conocimiento de los elementos que constituyen el tipo objetivo y con voluntad de realizar la
conducta en cuestión .

El vínculo jurídico se establece entre el necesitado y el omitente, de lo que resulta que


constituye una relación entre personas identificadas: no se extiende a terceros. Alguien, con
nombre y apellido, está obligado a actuar, pues la indemnidad del bien depende
absolutamente de él porque es el dueño del proceso que ha de llevar o no al resultado; no se
trata de un mandato dirigido a cualquiera. Por lo mismo, para indicarlo resulta imposible
utilizar la fórmula “El que… o “quien…” que aparece en la mayoría de los preceptos de la Parte
Especial del Código penal y de las leyes penales especiales, en los casos en los que todos
pueden constituirse en sujetos activos del delito de que se trate.

Respecto de este sujeto es más fuerte (que respecto de los demás) la expectativa de una
conducta positiva, pues existe un deber especial que la genera

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