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1. LA EXPRESION DE PODER
Fernando Silva Santisteban [ob. cit.] refiere que “es inherente a la naturaleza
de toda actividad humana que algunos individuos puedan controlar el
comportamiento de otros, puesto que ningún grupo humano puede funcionar en
forma efectiva a menos que algunos individuos desempeñen la tarea de
coordinar, dirigir e integrar los esfuerzos de los demás, asumiendo con ello la
responsabilidad propia de tales actividades”.
a) La energía
Expresa el vigor o la fuerza que posee un ente por razón de su propia
naturaleza. El poder es la potestad de mando en el que subyace el fenómeno
sociológico de la dominación; en cuanto tal, representa la capacidad efectiva de
hacerse obedecer. Ello implica la posibilidad o capacidad de ejercer algún
grado de coacción material para alcanzar acatamiento.
El poder supone la disposición psicológica y material de vencer la
resistencia de los no obedientes al mandato del jefe, líder o guía. Alude a una
inclinación de mando amparada en la amenaza o uso de la compulsión, a
efectos de asegurar socialmente la obediencia.
b) La competencia
Expresa los fundamentos ético-políticos y las cualidades, conocimientos,
virtudes y atributos necesarios para alcanzar los efectos y consecuencias
previamente determinadas. Es la suma de razones, facultades personales,
experiencia y conocimientos manifestados en torno a la relación coexistencial
de mando-obediencia.
Existe, pues, una unión entre la voluntad que se hace obedecer por la
disposición y el empleo de una fuerza de coacción material, con la cualidad
esencial de la atribución, capacidad, conocimiento y experiencia práctica que
permiten, al que dispone u ordena, abarcar todos los elementos del problema
del gobierno de los hombres, ubicando a cada uno de ellos en su lugar y
dándoles la importancia que se merecen.
Todo ejercicio del poder tiene una legitimidad subyacente; como bien afirma
Luis Sánchez Agesta [ob. cit.]:
“No manda quien quiere, sino quien puede; quien encuentra obediencia”.
Asimismo, Georg Jellinek [ob. cit.] establece que “toda unidad de fines en
los hombres necesita la dirección de una voluntad. Esta voluntad, que ha de
cuidar los fines de la asociación, que ha de ordenar y dirigir la ejecución de sus
ordenaciones, es precisamente el poder de la asociación”.
Resulta obvio que el ejercicio del poder por parte del gobernante debe
encontrarse juridizado. En ese aspecto, el historiador y político francés
Francois Guizot [Citado por Jacques Pirenne. Historia universal. Barcelona:
Océano, 1987] señaló con acierto:
“Concebid no digo un pueblo sino la reunión más pequeña de hombres;
concebidla sometida [...] a una fuerza que no tenga ningún valimiento jurídico,
sino el de la fuerza misma; que no gobierne absolutamente por ningún título de
razón, de justicia, o de verdad; pues al instante, la naturaleza humana se
rebelará contra esta hipótesis, ya que es menester que ella crea en el derecho.
Es el gobierno de derecho lo que busca; y es el único al cual consiente en
obedecer”.
Por otra parte, es sabido que los fundamentos del derecho se encuentran en
la propia naturaleza humana, en razón a que se encuentra plenamente
acreditado lo siguiente:
La omniinclusividad
El poder estatal es omniinclusivo en razón a que abarca y alcanza a todos
los grupos sociales asentados dentro de su territorio. Ninguna otra organización
presenta tal capacidad de decisión y mando sobre los comportamientos
sociales.
La coercitividad
El poder estatal es coercitivo en razón a que las órdenes que dicta son
exigibles por la fuerza. En ese sentido el Estado guarda para sí el monopolio
del uso de la fuerza organizada e institucional, en caso de ocurrir resistencia o
desacatamiento.
La soberanía
El poder estatal es soberano en relación con los demás entes instalados al
interior de su territorio, en razón a que su voluntad es suprema, exclusiva,
irresistible y esencial. Como tal, no admite a ninguna otra, ni por encima ni en
concurrencia con ella. La potestad de mando del Estado no puede ser
contestada ni igualada por ningún otro poder al interior de la comunidad
política.
Ello expresa una capacidad privativa de tomar decisiones que tienen como
destinatarios las personas y entes que actúan en el ámbito de su territorio; así
como enfatiza el atributo formal de su independencia e igualdad jurídica ante
sus homólogos.
Como bien afirma Frederic Hinsley [El concepto de soberanía. Lima: Labor,
1972], “la idea de soberanía supone la existencia de una autoridad política fiel y
absoluta dentro del Estado”.
Dicha noción alude a una cualidad o propiedad central del poder estatal que
lo convierte en titular de las funciones legislativas, ejecutivas, judiciales y de
control.
Es por eso que carece de sentido hablar de dicho concepto sin que exista
un Estado con ejercicio pleno de su poder, así como es inoperante hablar de
una soberanía que se ejerza más allá del territorio del Estado. En resumen, ni
antes ni fuera del Estado existe poder susceptible de ser caracterizado con la
propiedad de ser soberano.
Correspondió a Jean Bodin [Citado por Jean Touchard. ob. cit.] el mérito de
haber señalado en su obra Los seis libros de la República (1576) que la
soberanía era la calidad suprema del poder estatal, antiguamente llamada
“voluntad del príncipe”. Ella hace que el Estado sea aquella organización que
dispone de un poder propio, supremo o irresistible que se impone en sus
decisiones sin depender de ningún otro, por su fuerza innata y con superioridad
sobre los demás poderes existentes en su entorno jurídico-político.
La palabra soberanía deriva del latín superanus y fue utilizada por Jean
Bodin en 1576 bajo la concepción de una potestad absoluta y perpetua que se
ejerce sin restricciones legales, más sujeta a ciertos límites éticos que apuntan
a cumplir la palabra empeñada; a saber: la ley divina, las leyes naturales, las
leyes fundamentales del reino, los tratados internacionales y los contratos
suscritos con los súbditos.
- El atributo de legislar.
- El atributo de decidir sobre la guerra y la paz.
- El atributo de designar a los altos funcionarios.
- El atributo supremo de administrar justicia.
- El atributo de exigir a los súbditos fidelidad y obediencia.
- El atributo de ejercer el derecho de gracia.
- El atributo de acuñar monedas.
- El atributo de recaudar impuestos.
La incontrastabilidad
Los mandatos del poder estatal no pueden ser confrontados; vale decir, no
cabe que se les oponga resistencia u obstáculo de tal vigor que impida la
realización de lo ordenado.
La incondicionalidad
El contenido de las decisiones del poder estatal no puede serle
predeterminado o previamente impuesto por terceros.
La juridicidad
Los mandatos del poder estatal no representan simples actos de compulsión
material, sino que son consecuencia de una decisión coherente y coordinada
con una idea de derecho; así pues, la juridicidad es una capacidad otorgada al
Estado para el cumplimiento de sus fines.
La irrenunciabilidad
La titularidad de mando del poder estatal no se puede transferir o enajenar
hacia terceros, porque su reconocimiento es inexorable y vital para la
existencia del Estado.
La supremacía
El poder estatal se encuentra por encima del resto de los poderes existentes
en el Estado, se centraliza y se superpone sobre estos, los cuales quedan
relegados, sometidos, absorbidos, subordinados, etc. Esta “supremacía”
asegura la existencia y unidad del Estado.
Manuel Quigne [“Las partes del Estado”. En: Estado, Sociedad y Derecho,
Nº 1. Lima: UPSMP, 1991] sostiene que en lo interno el Estado manda sobre
todos aquellos que componen su población, y en lo externo representa a sus
miembros y comparece por ellos en sus relaciones y compromisos con otros
estados.
Por otro lado, cuando Santo Tomás de Aquino [ob. cit.] afirma que “es
natural al hombre la vida en sociedad y en acción con sus semejantes, pues si
solo no puede conseguir lo que necesita, es necesario que exista entre ellos
alguien que los gobierne. En efecto, no ocupándose cada uno más que de su
propio interés, la sociedad se disgregaría si no hubiera alguien a quien le
incumbiese el cuidado del bien común”; conceptualmente coincide en que las
sociedades humanas tienen que aceptar la irremediable necesidad de que
alguien mande, es decir, de que haya gobernantes.
La realidad sociológica nos advierte no solo por explicación lógica, sino por
comprobación empírica, de la existencia de gobernantes y gobernados, de la
distinción entre mandar y obedecer.
El carisma
Es la capacidad de mando sustentada en la atracción personal que fluye del
gobernante. Implica en este una personalidad dotada de atributos naturales y/o
cultivados que le permiten conseguir acatamiento espontáneo.
La legalidad
Es la capacidad de mando sustentada en la preexistencia de normas
jurídicas-escritas o consuetudinarias, que otorgan la facultad de hacerse
obedecer por imperio de la ley. En realidad ningún ejercicio del poder político
se encuentra per se vinculado al que lo desempeña, este no es más que
depositario de ese poder.
Las formas legales aceptadas como fuentes del mando son la tradición, la
elección o la designación.
La legitimidad
Es la capacidad de mando sustentada en la adhesión de la colectividad a
quien ejerce la titularidad del poder, cuando este formalmente no cumple con
los requisitos para acceder o mantenerse en ese ejercicio. En este caso el
poder se desempeña al margen del principio de legalidad, pero, en cambio, se
verifica una vocación de la sociedad de acatar dicho mando en razón de existir
una empatía ideológica y programática entre gobernantes y gobernados.
3. EL PODER Y LA ARBITRARIEDAD
5. EL ESTADO Y EL DERECHO
Ahora bien, a pesar de existir entre Estado y derecho una amplia y mutua
referencia y “envolvimiento”, sin embargo no llegan a ser expresiones
homólogas. Ello en razón de los dos criterios siguientes:
6. EL ESTADO DE DERECHO
Dentro de ese contexto, Víctor M. Martínez Bullé Goyri [“El tránsito del
Estado de Derecho al Estado Social de Derecho”. En: Revista Peruana de
Derecho Constitucional, Nº 1. Lima: Tribunal Constitucional, 1999] señala que
el “Estado de Derecho no es sino la vigencia real y efectiva del derecho en la
sociedad, en donde las conductas tanto públicas como privadas se someten a
la norma jurídica”. Por ende, a través de la ley el poder controla al poder.
En esa línea, el emperador Justiniano I (527 al 565 d.C.) señaló que Dios
había subordinado las leyes al emperador, porque Él lo había enviado a los
hombres como “ley viva”. El historiador Jean Touchard [Historia de las ideas
políticas. Madrid: Tecnos, 1983] sintetiza esta concepción como ley encarnada
en el capricho o voluntad del emperador.
Debe advertirse que en esta etapa se consideraba que la fuente del poder
del que se hallaban investidos los gobernantes, era consecuencia de una
delegación suprahumana; por ende, la responsabilidad de los actos
gobernantes se efectuaba única y exclusivamente ante la presencia del
Supremo.
Ello conlleva como bien afirma Alberto Borea Odría [ob. cit.] a la “existencia
de un poder limitado”. En esta modalidad estadual “se acredita la supremacía
del derecho sobre el poder político, por el modo de someter el accionar de los
actores políticos y de cualquier pretensión ordenadora del Estado, a las normas
jurídicas que expresan la convivencia [...] de los seres humanos”.
Asimismo, el propio Borea Odría [ob. cit.] refiere que en “esta limitación se
halla uno de los timbres de diferencia entre el Estado de Derecho y un Estado
con Derecho”.
Ahora bien, siguiendo en parte lo expuesto por Manuel García Pelayo [El
estado de partidos. Madrid: Alianza, 1984], planteamos los cuatro criterios de
distribución siguientes:
Dicho colectivo no forma parte del aparato estatal, ni actúa para el ejercicio
de la autoridad política, carece de fuerza compulsiva y de financiamiento
público. Su labor frente al Estado es la de criticar, promover, persuadir o a lo
sumo de colaborar en pro de sí misma.
Tal como lo plantean Jean L. Cohen y Andrew Arato [Sociedad civil y teoría
política. México: Fondo de Cultura Económica, 2000], las características de la
sociedad civil serían las tres siguientes:
Tal como expone Jorge Reynaldo Vanossi [ob. cit.] dicho criterio estimula la
fijación de límites entre la esfera pública y la esfera privada, que obra como
indicación de una separación entre sociedad y Estado.
En ese sentido, Francisco Fernández Segado [ob. cit.] señala que el Estado
de Derecho se legítima en un conjunto de valores que a de impregnar al plexo
del ordenamiento jurídico.