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Antropología de la Acción directiva

Leonardo Polo-Carlos Llano


AEDOS, Madrid, 1997

Capítulo VII
¿Qué es dirigir?

La aludida distinción aristotélica es la clave para acceder al concepto de dirección. ¿Qué es


dirigir? Dirigir, como acción externa, significa estrictamente dirigir hombres. ¿Qué es dirigir
hombres? Hay una descripción que a nuestro modo de ver, se aproxima al asunto: "dirigir es
lograr cambiar la conducta de otros de manera que hagan lo que yo quiero". Esta descripción
es suficientemente amplia. En tanto que se cambia la conducta ajena, se ejerce un control sobre
otro. Si el control se basa en incentivos, la descripción es válida para el modo de dirigir
taylorista y también para la fase neotaylorista de la organización empresarial en la que, como
dijimos, parece concederse más importancia al llamado factor humano.

Sin embargo, debido a su amplitud la propuesta descripción del dirigir es aproximativa. Desde
luego, dirigir comporta ser capaz de cambiar una conducta, pero conviene añadir que ese
cambio se puede lograr de muchas maneras; la más tosca es el uso de castigos y de
gratificaciones. Puede ponerse el siguiente ejemplo: cambiar la conducta (mejor, el
comportamiento) de una cacatúa, hasta tal punto que monte y ande en patinete.

Es evidente que ese comportamiento de la cacatúa no es natural. ¿Por qué lo ejecuta?


Exclusivamente al ser sometida a una situación de hambre muy aguda y porque la han
adiestrado: si no coloca una pata en el patinete, no se le da de comer; luego se le pide que ponga
el pico en la guía, etc.; al final, la cacatúa sólo come si anda en el patinete. Desde luego, si la
cacatúa no tuviera hambre, no lo haría; además, si después no se le da de comer, dejará de
hacerlo. Si la cacatúa no tiene hambre, no monta en patinete porque para la cacatúa no es natural
esa actividad; solamente por ser "plastificable" por el hombre, puede comportarse de esa manera
tan rara, que para el animal no tiene más sentido que el alimento que consigue si actúa de ese
modo.

Dirigir es cambiar una conducta, ¿pero cómo? En el caso del hombre, si el dirigido actúa como
una cacatúa, el que dirige no ha tenido en cuenta su modificación interior y está degradando al
ser humano: lo trata como ser incontinente. Si la cacatúa consigue escaparse, no le habrá pasado
prácticamente nada, y vuelta a su hábitat normal no montará en el patinete jamás (por muchos
que encontrara). En cambio, si se trata al hombre como a una cacatúa, se le degrada. Por tanto,
hay que completar la descripción: dirigir hombres es lograr un cambio de conducta en otros; no
obstante, si se intenta conseguirlo con el procedimiento que vale para la cacatúa se les degrada.
Además, el que así los dirige estropea su capacidad de dirigir.

Es una miopía olvidar la pregunta de Sócrates, cuya relevancia es todavía mayor en la dirección
de otros. ¿Quién pierde más, el hombre que es dirigido como si fuese una cacatúa, o el que lo
dirige así? En rigor, al dirigido se le quita su propia capacidad de ser mejor, o se le anula en
gran parte, pero condicionar animales no es propiamente dirigir. No es ni siquiera un juego de
suma cero, sino un juego de suma negativa. No olvidemos que la dirección es el logro de un
cambio de conducta de otros seres humanos. Por tanto, hay que añadir una precisión, a saber,
que el otro haga lo que yo quiero queriéndolo él, para lo cual es necesario que lo que yo quiera
sea comunicable, participable, es decir, que pueda ser un objetivo común.

En caso contrario, el que obedece no tiene más remedio que comportarse como un mero animal
condicionado. Es decir, su motivación sólo será extrínseca. Cuando se dirige a los hombres
1
como si no lo fueran, el directivo sólo lo es nominalmente. Por grande que parezca su poder,
en definitiva es nulo. Por consiguiente, llamaremos mal directivo al que no entiende al hombre
como un ser perfectible o deteriorable. El mal directivo reduce al otro a la situación de aceptar
su mandato a la fuerza.

La calidad de la dirección ha de estimarse en términos de humanidad. El ejemplo de la cacatúa


pone a la vista otra razón para sostener esta tesis. Es claro que la cacatúa monta muy mal en
patinete. Si se compara lo bien que vuela y se comporta en su ambiente con su modo de manejar
dicho artilugio, se advierte que apenas acierta a hacer esto último, porque no es lo suyo. Debería
ser aún más claro que al hombre le pasa algo peor cuando se le dirige sin tener en cuenta lo que
él es. Con ese tipo de dirección no se puede conseguir prácticamente nada del dirigido.

Es necio pensar que combinando altas remuneraciones con fuertes castigos se saca mucho de
la gente. En rigor, del ser humano se saca lo que él está dispuesto a dar. Forzándolo o
alienándolo, su cambio de conducta es ineficaz. Incluso aunque lo intente, sus capacidades
disminuidas afectan a sus disposiciones. Los hombres emplean su inteligencia en sus tareas y
son encráticos en su mismo ser dirigidos porque son libres. El cambio de conducta de quien
acepta libremente el objetivo común será profundo en tanto que también aceptará mejorar sus
disposiciones. De otra manera, ese cambio será superficial y no se encontrará un camino para
que deje de serlo. Por eso lo más parecido a dirigir cacatúas es el taylorismo. La creatividad del
sometido a esas condiciones de trabajo se anula.

¿Qué se saca en limpio de una persona sometida a un sistema taylorista? Sin duda, ese sistema
algo da de sí, pero a costa de recortar aptitudes humanas, como se muestra en aquella película
de Charlot, "Tiempos modernos", parodia de una cadena de montaje en la que se emplea una
parte muy pequeña de la capacidad humana y para cuyo funcionamiento se requiere muy poca
inteligencia. La capacidad de dirigir –lo que debe esperarse de ella– no se mide por la eficacia
de un método en cuya invención ni el directivo ni el dirigido han tenido parte.

Además, si el directivo se limita a aplicarlo, se incapacita para dirigir de otra manera, y en


cuanto el dirigido se rebele, alentado quizá por la disconformidad de las asociaciones obreras,
los ventajosos resultados tayloristas desaparecen. Se ha estropeado él y se ha comprometido la
marcha de la empresa por desconocer la índole humana de la dirección, que en modo alguno
consiste en la mera aplicación de reglas técnicas standard. Debe tenerse mucho cuidado con
este peculiar parasitismo teórico. La dirección no se puede confundir con el ordeno y mando a
partir de reglas técnicas que el propio directivo no acaba de comprender, puesto que se limita a
aplicarlas.

En el ejército ya no sirve hoy esa manera de dirigir, porque el ordeno y mando vale para
soldados ignorantes, pero no para el combatiente actual, que ha de utilizar un armamento muy
sofisticado y organizarse en unidades pequeñas dotadas de iniciativa propia que se ha de
emplear a lo largo de la batalla. El mando se ejerce a través de directrices y enlazando con las
tropas mediante una compleja red de comunicaciones. Un ejército de ignorantes no sirve,
aunque sean heroicos (es lo que pasó en las Malvinas)1.

1
Cabe preguntar qué ocurre después de la muerte con los hábitos adquiridos. Según la doctrina católica, aparte de
los hábitos adquiridos, que son perfecciones de la naturaleza que se siguen de la acción, hay otros hábitos que se
llaman infusos; son hábitos que el hombre no puede adquirir con sus actos, sino que Dios le otorga; son los hábitos
sobrenaturales: la fe, la esperanza y la caridad. Dice San Pablo que de estos tres desaparecerán la fe y la esperanza;
sólo quedará la caridad. ¿Por qué? Si hay visión, la fe no hace falta; si se ha alcanzado a Dios desaparece la
esperanza (y si no se ha alcanzado, también). Entonces quedan la caridad y la visión.

2
Dirigir no es simple autoritarismo; no significa tan sólo mandar hacer algo. La idea del jefe
imperioso, inflexible, inasequible a cualquier debilidad, dotado de un carácter de acero, estuvo
de moda en la época del taylorismo. Ahora bien, insistimos, el que pretenda dirigir así no puede
hacerlo más que castigando y obligando. No es lo mismo obedecer libremente que hacerlo a la
fuerza, pero es mejor obedecer libremente, porque cuando el hombre obedece de la otra manera
no mejora, sino que más bien se estropea, con lo que su rendimiento se limita; lo más que se
puede esperar es que sea estable, pero así se cae sin remedio en la rutina.

Es, repetimos, lo que ocurre con las cadenas de montaje. Las cadenas de montaje fueron un
gran hallazgo porque aumentan la producción. Sin embargo, son una forma de la división del
trabajo muy poco humana. De una división del trabajo así concebida sólo pueden salir productos
iguales. Por ejemplo, el famoso Ford modelo T, que fue el primer coche popular fabricado en
los Estados Unidos. El viejo H. Ford puso en práctica con éxito las ideas tayloristas de
organización. Sin embargo, para producir automóviles de otros modelos más avanzados, es
preciso recurrir a la inventiva de los ingenieros, pues la modificación de las piezas y de su
acoplamiento en la cadena de montaje es un asunto técnico que supera la capacidad de los
obreros que sólo participan en una parte del proceso. No cabe pedir a esos obreros que sean
innovadores o creativos (tampoco se espera que lo sean).

Por otra parte, al ser necesario contar con ingenieros para asegurar el progreso de la producción,
hubo que incorporarlos a la empresa asignándoles puestos en la dirección. Ahora bien, no es lo
mismo la dirección técnica especializada que la dirección de empresas. Asimismo, la
contabilidad, las finanzas, la relación con los clientes, etc., son otras tantas especializaciones
que tampoco valen por sí solas para dirigir. Erigir sobre ellas la llamada ciencia del
Management es apenas suficiente para evitar que estalle ese conjunto de especializaciones
inconexas.

Una sentencia de Aristóteles proporciona un criterio válido para enfocar el problema aludido.
Aristóteles sostiene que mandar hombres libres es importante. En cambio mandar esclavos
carece de interés. La razón estriba en que de los esclavos se puede sacar muy poco, porque su
motivación no coincide con la del amo, sino que, más bien, tiende a rebajarla. Un directivo que
no se preocupe por elevar la motivación del obrero, reduce la suya a un nivel mínimo. Cuando
el obrero trabaja como una cacatúa, es decir, por el salario, para comer, lo enfoca como una
actividad molesta que ejerce a regañadientes, pues no justifica una motivación intrínseca. Al
directivo le pasa igual si lo único que quiere es ganar dinero (la búsqueda del prestigio que
acompaña a la riqueza también supone una motivación extrínseca). En el fondo, los dos son
cautivos de una visión minimalista del ser humano.

Así pues, hay otros hábitos. Pero en una antropología de la dirección no los consideramos (en todo caso, serían
objeto de una teología de la acción directiva). Por otra parte, si el alma es inmortal, los hábitos la siguen; el alma
es inmortal acompañada por los hábitos; haber ganado el tiempo se prolonga en la eternidad. Cuestión
controvertida es si se puede seguir creciendo post mortem. Es posible que sí; hay teólogos que lo niegan porque
piensan que después de la muerte el hombre alcanza una situación final. Pero como Dios es insondable, cabe que
el hombre profundice más en Él.

Una breve demostración de la inmortalidad del alma, muy clásica por otra parte, se contiene en Quién es el hombre,
libro ya citado. Aunque se requiere el conocimiento de la ética de la dirección para culminar la antropología, hay
que dedicarle otro libro. Ahora no nos detendremos en el valor ético de la acción directiva. Téngase en cuenta que
el hábito más propio de la acción directiva es la prudencia; un hábito difícil de estudiar porque tiene muchas
dimensiones.

3
Sin duda, la cadena de montaje sigue siendo necesaria desde el punto de vista de los costes.
Pero hoy las llamadas economías de escala comienzan a adquirir nuevas dimensiones. Ya hay
cadenas de montaje automatizadas por medio de máquinas herramientas coordinadas por
ordenadores. La idea, expresada de una manera hiperbólica por los japoneses, es producir lo
que llaman el modelo uno. Se entiende por modelo uno aquel producto que satisfaga las
preferencias de cada cliente. No se trata de hacerlos todos iguales, sino suficientemente
distintos.

Para que una cadena de montaje llegue a funcionar así, es preciso generalmente que los obreros
sepan manejar los ordenadores, lo cual comporta modificaciones importantes en la organización
del trabajo. Mientras que en el sistema taylorista la coordinación era meramente exterior, ahora
el trabajo en equipo es inexcusable. Si se quiere modular la economía de escala no hay más
remedio que fomentar sistemas de coordinación, lo cual implica una mejor formación de los
trabajadores. Asimismo, aparece un nuevo factor que conviene tener en cuenta, a saber, que la
innovación puede surgir del que está actuando. La creatividad del trabajador, negada
radicalmente por el taylorismo, emerge en estas nuevas condiciones y ello procura notables
ventajas competitivas. El pequeño invento es aprovechable. La pequeña ocurrencia del que está
a pie de obra y conoce bien su trabajo, es difícil que pase por la cabeza de un ingeniero.

En este tipo de organización la posición de los mandos superiores cambia, ya que al trabajador
no se le puede mandar sin contar con su iniciativa, puesto que se espera más de él; se cuenta
con la contribución de sus propios recursos humanos. Ese trabajador colabora. En la medida en
que el hombre emplea su talento, se interesa más. A la cacatúa jamás se le ocurrirá mejorar el
patinete; al trabajador taylorista tampoco. Sin embargo, en este otro modo de organizar la
cadena de montaje es posible la reorganización a cargo de sus miembros; en este sentido se
parece a un organismo vivo (el sistema orgánico es más unitario que el mecánico).

Es claro que el modelo uno es un lema ideal, porque a muchos clientes les gustará el mismo
producto. No hay por qué diversificar tanto. Pero, insistimos, es preciso organizar la empresa
moderna de manera que las capacidades creativas se activen y entren en conexión unas con
otras. Así tiene lugar una suerte de delegación. Las personas se mandan entre sí, son directivos
de una manera recíproca. Para modificar una parte del producto se necesita que a otro se le
ocurra un cambio compatible con ello2.

2
Recordemos un problema con que se encuentran los evolucionistas (para el cual hasta hoy se ha hallado una
solución hipotética). Supóngase que en la línea evolutiva son primero los pájaros granívoros y luego los
insectívoros. Para explicar este paso los científicos apelan al tiempo de lo que podríamos llamar la historia de la
modificación de las formas vivas. Al pájaro insectívoro no le sirve el pico del granívoro, un pico fuerte de forma
un poco achatada; el pico del insectívoro es más fino y alargado. Así pues, el paso del granívoro a insectívoro
implica un cambio de pico. Cabe pensar que el cambio de la forma del pico se debe a la mutación de un gen. Pero
para pasar de granívoro a insectívoro también tiene que cambiar la composición del jugo gástrico, porque no es lo
mismo digerir granos o insectos (incluso la forma de volar, o la contextura y las contracciones de los músculos de
la molleja deben ser distintos). Si se admite que todo ello está controlado por distintos genes, si sólo muta uno y
no cambian otros, el pájaro que resulta es inviable. Si los genes son independientes, la probabilidad de que los
cambios sean próximos en el tiempo es prácticamente nula. La teoría de la evolución ha de abordar este problema.
Para explicar la modificación de formas no basta el cambio de un gen, sino que es menester el de varios, lo que
exige que estén orgánicamente integrados.

Sin embargo, el mapa del código genético se ha elaborado con el método analítico; de acuerdo con él, las diferentes
características de un organismo están regidas por distintos genes. Por tanto, si las mutaciones se producen por la
influencia de agentes exteriores, el cambio coherente de varios genes no puede explicarse. Los biólogos llaman a
este problema evolución potencial; en rigor, no sabemos cómo se efectúa la evolución, porque para ello tendríamos
que averiguar de qué manera el cambio de un gen implica el de otro. La hipótesis que ahora se maneja es ésta:
debe existir una información intragenética; la modificación de un gen debe ser "conocida" por los otros. Pero
entonces el código genético es un sistema informático que funciona de modo distinto del que se admite, lo que, a
4
Una cadena de montaje post-taylorista es una coordinación en marcha, y no sólo planteada de
antemano. El sistema de mando por coordinación no puede ser meramente imperativo, puesto
que es necesario que el directivo se interese por el estado de la capacidad de hacer del otro. El
trabajador incide con sus capacidades y aprende porque se encuentra con problemas planteados
por otros, pero que ha de resolver él.

En este tipo de organización del mando sigue siendo válida la primera parte de la descripción
de la dirección: se cambia la conducta. Pero actuar en régimen de coordinación requiere algo
más que incentivos materiales, puesto que se basa en el incremento de la comunicación.

También el código genético se entiende desde el primer momento como un modelo informático.
Sin embargo, como se dijo en la nota anterior, para resolver el problema de la evolución
potencial hace falta otro tipo de información: la información que cabe llamar intracódigo. De
modo semejante, la modificación de una cadena de montaje depende de la creatividad recíproca
de los agentes. Si se trabaja así, los objetivos posibles aumentan. Mandar esclavos carece de
interés; mandar hombres coordinados es muy interesante. Primero, porque ese mando implica
cierta delegación, ya que se centra en la creatividad de las personas. Además, de este modo se
advierte que no interesa sólo la ejecución de un plano previamente pensado, sino el cambio de
planificación a lo largo del proceso mismo. En la medida en que se consigue que los ejecutores
no sean meros especialistas, se logra una ventaja competitiva.

Mandar esclavos carece de interés. Asimismo, sería incoherente pretender que un hombre libre
acepte ser tratado como esclavo. Ese hombre se rebelará. Si una persona capaz de hacerse cargo
de su trabajo queda sujeta a un tipo de mando incompatible con ello, la consecuencia es clara:
ese hombre desempeñará peor su trabajo que el acostumbrado al taylorismo. Un taylorista, si
se siente maltratado, se aguanta, pero el que ha descubierto la libertad no lo tolera. ¿Qué hará
entonces? Como la gente no suele querer enfrentarse, si le encargan algo de una manera que no
está dispuesto a aceptar, le quedan dos salidas: primera, arreglar las cosas de tal modo que el
mandato sea irrealizable; segunda, si puede, salirse de la organización.

Hemos quedado en que la dirección no es exactamente lo mismo que la comunicación; al dirigir


no se trata simplemente de transmitir a alguien una información, sino de conseguir con ello un
cambio de conducta. Pero hay que tener cuidado en cómo se entiende ese cambio de conducta
y el modo de conseguirlo. La forma más elemental de conseguir un cambio de conducta en otros
consiste en que esos otros hagan lo que yo quiero. Ahora bien, ello no basta: conviene que su
querer coincida con el mío.

Con todo, la tesis propuesta necesita aclaración. ¿Cómo puede querer otro lo que yo quiero?
¿Quiere decirse que le privo de su voluntad y le implanto la mía? Esa especie de operación
quirúrgica es imposible. Para lograr dicha coincidencia, habrá que tener en cuenta las
motivaciones, los objetivos, tanto los míos como los del otro, porque de lo contrario habría que
prescindir de que el otro es un ser humano y de que es un ser perfeccionable o deteriorable.

Si el cambio de conducta se consigue exclusivamente colocando al otro en un estado de


necesidad, hemos de remitirnos a las consideraciones sobre la cacatúa. No cabe pretender la
adhesión de una persona que trabaja movida por miedo al castigo o porque necesita un salario
para no morir de hambre. Pero, a la vez, sin adhesión los recursos propios con que contribuirá

su vez, comporta que no acabamos de entenderlo: todavía no sabemos cómo tiene lugar dicha transmisión de
información. Más aún, habría que conocer cómo "sabe" un gen a qué otros tiene que mandar la información de su
propia mutación. En cualquier caso, es clara la insuficiencia del modelo analítico.

5
el ejecutor serán de muy poca entidad. Recuérdese la sentencia aristotélica. Los esclavos no
hacen suya la intención del amo. La esclavitud y el subempleo son semejantes.

Una de las tareas más importantes del directivo es actualizar potencialidades. Normalmente se
infraemplea a la gente. Desde luego, siempre que la dirección se ejerce de modo autoritario,
muchas dimensiones de los sujetos a ese tipo de dirección permanecen sin emplear; son
potencialidades humanas que quedan inéditas. La economía de escala taylorista, que en su
momento fue un avance, hoy ya no sirve; las circunstancias han cambiado hasta tal punto que
ese tipo de dirección lleva la empresa a la ruina.

La descripción de los caracteres del empresario autoritario nos hace ver por qué hoy es ineficaz.
En primer lugar, el empresario que quiere cambiar las conductas por medio de un sistema de
castigos o de imperativos puros, sin contar para nada con la inteligencia del que recibe la orden,
hoy resulta extraordinariamente antipático; provoca resistencias y hiere susceptibilidades. Por
tanto, es muy probable que el sujeto no cambie de conducta, sino que haga todo lo posible para
no cumplir lo que se le ordena; una simple huelga de celo es una muestra de ello. La dirección
autoritaria hiere la dignidad de la persona. Y el que se deja tratar de ese modo se inhibe, entra
en un proceso de pérdida. Partiendo de la noción polaca de situación, hay que decir que este
tipo de dirección produce miedo: si puede, la gente se marcha de la empresa, o si las
consecuencias no son muy duras, se rebela. Si se somete, queda sujeto al miedo y es muy difícil
que un hombre miedoso tenga iniciativas; buscará compensaciones, escurrirá el bulto y no
actuará sin recompensa extra (lo que suele comportar corrupción: "un sobre", o "una mordida"
como dicen los mexicanos).

En la situación del "sobrecito" se encontraba el sistema soviético, y Rusia sigue todavía en ella.
Tal modo de funcionar no permite competir. El potencial humano queda eliminado y se produce
la incomunicación. El contenido informativo de la orden autoritaria es sumamente escaso; se
reduce exclusivamente a la ejecución, dejando al margen la toma de decisiones, que ya ha sido
hecha por el directivo.

El jefe autoritario no dice las razones que justifican la obediencia, ni comunica sus objetivos.
Por tanto, el que ejecuta no forma parte propiamente de la institución; no tiene derecho más que
a lo que se estipula en un contrato. Es claro que de este modo la integración dentro de la empresa
no se produce. El salario se gasta fuera; no aumenta la pertenencia, sino al revés: consagra la
no pertenencia: "usted está aquí porque le pago su trabajo; ese pago lo destina a satisfacer sus
propias necesidades; por lo demás, usted no forma parte de la empresa".

Es lo mismo que decir: la deliberación, el conjunto de pensamientos y la ponderación de los


factores necesarios para tomar la decisión, es competencia del jefe; en eso el asalariado no tiene
nada que decir. Se sienta como principio la incomunicación en tan importante ámbito. ¿Por
qué? Se aducen varias razones. El jefe es el que maneja y conoce esos asuntos y, por tanto,
ninguna información de los empleados le sería útil; la marcha de la empresa, las preocupaciones
que acarrea, son problemas suyos. Esta argumentación se mueve en un círculo: los trabajadores
no integrados son, por definición, personal adscrito que trabaja en la empresa porque no tiene
más remedio. Pero esa definición señala que se ha omitido una tarea que corresponde al
directivo. Aducir razones basadas en la idea de propiedad conlleva una confusión, y es indicio
de una mentalidad de empresario deficiente o poco madura.

Las personas que trabajan en una empresa no sólo persiguen los objetivos de esa empresa
concreta, puesto que pertenecen también a otras instituciones (entre otras cosas, tienen que
sostener a su familia); pero si todos los motivos por los que una persona forma parte de la
empresa son extrínsecos, de ningún modo tiene sentido decir que forma parte de ella: para esa
6
persona la empresa es un vacío teleológico: no sabe por qué se hacen las cosas, ni por qué se le
pide que haga lo que tiene que hacer, etc. Ahora bien, tampoco un directivo debe centrar sus
intereses tan sólo en su empresa concreta, porque entonces no percibe los fines a que cualquier
empresa ha de servir.

De las anteriores consideraciones se desprende que el directivo autoritario es un ególatra, es


decir, un hombre inmaduro incapaz de reconocer que los demás son personas porque no sabe
destacar lo que le interesa de su propio interés (esta asimilación es propia de un niño pequeño,
no de un adulto). Si no comunica nada a sus empleados, si no acepta que hay algo que
corresponde ejecutar a otros ejerciendo sus recursos intelectuales y morales, es obvio que no
les otorga nada propio porque no sabe desprenderse de lo suyo y confiárselo a ellos. Dicho
directivo entiende que los demás son tontos (de lo suyo únicamente sabe él) o sostiene que no
puede hacerles cambiar de modo que hagan lo que él mismo quiere queriéndolo a su vez, porque
los intereses son antagónicos o imparticipables (en cualquier caso, no pueden converger).
Dirigir de manera exclusivista, autoritaria, significa eliminar de entrada la comunidad de
intereses.

Por el contrario, cuando el directivo considera que otro hombre puede aportar algo de su propia
capacidad inventiva, de su propia formación, etc., a la propia toma de decisiones, no le tratará
autoritariamente, sino que se relacionará con él antes de darle una orden. Ahora bien, si recibir
una orden comporta cambiar de conducta, cuando existe una situación de comunicación previa
el destinatario de la orden entenderá por qué se le pide lo que se le pide. Además, el cambio de
conducta lo decidirá él (acogerá la orden desde dentro), pues tendrá en cuenta que se le pide en
virtud de una delegación previa.

Es una situación distinta. Si uno hace algo porque quiere, es un colaborador cuyos objetivos
tienen un cierto grado de convergencia, lo que obliga también al directivo a procurar que los
objetivos sean compartibles, es decir, no sólo suyos, sino de la comunidad de los hombres que
están bajo sus órdenes.

En suma, el principio que rige la dirección autoritaria se formula así: voy a hacer que cambie
la conducta de otro dejando al margen si ese cambio afecta a la integridad de la persona, porque
sólo yo lo decido atendiendo a mis propios intereses. En cambio, el directivo no autoritario
conseguirá un cambio de conducta partiendo de otro presupuesto: hará lo que le digo porque
sabe que lo debe hacer. Son dos enfoques completamente distintos.

Si una persona hace lo que dice otra sin saber por qué, sin relación con el proceso anterior a la
toma de decisión (proceso que comporta comunicación), su cambio de conducta, si se produce,
será impuesto, un puro mandato, y no tendrá para el ejecutor ningún sentido racional. De este
modo, los intereses que le mueven al cambio, si lo efectúa, no son los de la empresa sino los
suyos exclusivamente. El mando autoritario sienta el antagonismo, no es un factor aglutinante,
sino disgregante, porque no cuida de los intereses de la empresa en cuanto que tal; ni siquiera
cabe hablar de ellos al sostener que los intereses de los que en ella trabajan no son convergentes.
Por tanto, en el curso de una negociación no cabe apelar a argumentos basados en la importancia
de la institución. Desde ese punto de vista, el directivo está desarmado: no tiene ningún valor
común que ofrecer.

Como se ve, aunque dirigir no sea lo mismo que comunicar, sin embargo son dos dinamismos
entreverados. Cualquier empresario medianamente sensato, que no viva mentalmente en el siglo
XIX, sabe que el acuerdo no se logra en el momento de dar la orden, sino antes, y que
procediendo de otro modo no se logra un cambio de conducta suficiente.

7
Lo anterior es también conocido por la antigua sabiduría práctica. Por ejemplo, Tomás de
Aquino sostiene que la ley no es obra de la voluntad, sino de la razón. Esta observación pone
las cosas en su sitio. En definitiva, el cumplimiento de una orden depende de su contenido
racional; carece de sentido impartir una orden que no entienden aquellos a los que va dirigida.
La orden se cumple en la medida en que se entiende; por tanto, su núcleo no es voluntario, sino
racional.

El directivo autoritario es un voluntarista que cree que la orden es una especie de impacto
impulsivo, pues confunde el querer con hacer un poder. Pero el impacto dirigido a la voluntad
de otro ni le dice qué tiene que hacer ni le confiere el poder de hacerlo. Para que el otro cambie
de conducta, tiene que saber qué cambio se le pide. Así pues, ordenar es un tipo de
comunicación: es información, instrucción que busca el encuentro de iniciativas distintas.

La citada observación de Tomás de Aquino se remonta a Aristóteles: imperar no es tarea de la


voluntad. La acción tiene un componente voluntario, pero la relación humana, el conectivo
entre el que manda y el que obedece, es esencialmente racional. Si la orden no es
suficientemente clara, no surte efecto. Dar un grito no es ninguna orden: ¡haz! no equivale a
¡hazlo!; no dice nada acerca de por qué ni cómo hay que hacer3.

Hemos de añadir otra averiguación de los antiguos filósofos acerca de lo práctico. Aristóteles
señala que mandar y obedecer son alternativos. Por lo pronto, dicha alternancia se refiere a la
sucesión generacional, pero su significado es más amplio. Obedecer y mandar no son
alternativos entre una máquina y un hombre o entre un hombre y un animal. Pero entre hombres
libres mandar y obedecer son alternativos. Nótese que con esto se considera la orden en el
momento de su emisión y en su dinamismo ulterior, sin excluir que en la elaboración de la orden
tomen parte los que después la ejecutarán.

El cambio de conducta depende de cómo entienda la orden el receptor. Es claro que el emisor
(A) de la orden ha previsto que el cambio de conducta pretendido del que obedece (B) se ajuste
al camino (C) que conduce al objetivo (O). Sin embargo, nunca ocurre que la conducta que se
produce (C') sea exactamente C. Aunque la orden se entienda muy bien, se da siempre una
diferencia entre el modo de ejecutarla y la previsión del cambio de conducta de B en la mente
de A; es decir, siempre hay discordancia entre C y C'.

Aunque no se suele detener la atención en este punto, es patente: nunca ocurre que la instrucción
que se da se ejecute del modo previsto, salvo que se trate de un esclavo o de una máquina; si el
ejecutor es un ser libre, C y C' nunca son equivalentes. El que emite la orden tiene en la cabeza
un objetivo (O) y c es la conducta esperada para alcanzarlo. Con todo, ocurre que la respuesta
a esa orden (C') no está dirigida, por más que B lo intente, al objetivo (O), sino que apunta de
suyo a otro objetivo (O').

Ello no se debe a la buena o mala voluntad de B, sino a la innovación propia de las personas.
Tampoco O' es, en principio, inferior a O. Si no se tiene en cuenta que esto ocurre cuando los
seres humanos actúan, los planes fracasan. Por tanto, para no fracasar es preciso que la
planificación sea flexible, abierta a la innovación: sólo así es controlable por la razón práctica.
La rigidez de los planes, de la programación, es irracional desde el punto de vista práctico. Por
ejemplo, los planes quinquenales soviéticos no se han cumplido jamás.

3
Como imperativo, ¡haz! se basa en un precedente intelectual interno que la filosofía clásica llama sindéresis, sin
el cual los actos voluntarios concretos no se explican. La sindéresis es propia de cada ser humano.

8
Es inevitable que una orden dotada de un contenido racional, al ser procesada por un individuo
distinto del que la emite, dé lugar a una conducta que no es igual a la esperada. La racionalidad
de dicho contenido se fortalece al rectificarlo. Quien no se percata de ello es un ingenuo, o una
persona orgullosa que cree que sus subordinados van a hacer sin resquicios lo que él manda tal
como él quiere. Empecinarse en esa creencia lleva a abusar de las prohibiciones y amenazas
que inhiben las iniciativas de que depende la dinámica de la organización.

Insistimos en lo expuesto. Mandar y obedecer son alternativos. Si A emite una orden y el modo
de procesarla B da lugar a una conducta distinta de la esperada, que apunta a un objetivo distinto
del previsto, es claro que A debe enterarse de cómo B está cumpliendo la orden, es decir, de
cuál ha sido su cambio de conducta. Por consiguiente, dicho cambio tiene también el carácter
de una orden dirigida a A (como C' no es lo previsto, ni tampoco O', no hay más remedio que
cambiar la primera orden, es decir, hay que emitir otra). B está ordenando a A que cambie
precisamente porque no está actuando como pensaba A. Si A persevera en la primitiva orden,
el objetivo esperado nunca se logrará.

C’ (Aprender a obedecer)

2da. Orden (aprender a mandar)


B
A Orden de A a B
Deliberación
Decisión O’
1era. Orden
de A a B C
B

Podría ocurrir que O' fuera mejor que O; sería igualmente una orden para A: B está diciendo a
A que no persevere en su primera orden y que acepte c' que apunta a O'.

Mandar y obedecer son alternativos. No quiere decirse que las mismas personas se alternan en
el mando y la obediencia. Salvo en la sucesión de las generaciones, o en los cargos por elección,
no se trata de un cambio de rol, sino de que el cumplimiento de la orden –la obediencia– revierte
sobre ella. El ejecutor informa con su cambio de conducta al que manda: éste debe modificar la
primera orden para lograr el cambio de conducta esperado. La observación aristotélica tiene un
valor muy general: sirve para empresas económicas, para la convivencia familiar, y para la
dinámica política. La orden es básicamente una instrucción, obra de la razón práctica.

Razón práctica quiere decir razón directiva. La razón práctica solamente es coherente con su
propia índole si es corregida (los latinos dicen correcta: recta ratio). La verdad de la razón
práctica reside en su corrección; por eso, la razón práctica es verdadera o falsa en tanto que
correcta o incorrecta.

La corrección es inherente a una secuencia de órdenes. El que se empeña en repetir un mismo


mandato no disminuye la desviación, sino que más bien la alimenta; no consigue dirigir, porque
dirigir es cambiar la conducta de otro en orden a un fin, y ello no se logra de una sola vez.
Insistimos: si el cambio de conducta provocado apunta a un objetivo distinto del esperado, es
obvio que hay que examinar esa divergencia, y, de acuerdo con dicho examen, emitir otra orden
que corrija a la primera.

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Se acierta por ensayo y error, diría un moderno. Una orden es un ensayo de mando. ¿Qué va a
resultar de él? A ciencia cierta no se sabe. Se espera que conduzca a determinado objetivo. Pero
el proceso previsto no es nunca el que resulta. Con animales puede ocurrir: le digo "so" a una
mula, y se para; le digo "arre", y echa a andar o apresura el paso. La voz de mando para que
vaya a la derecha (empleado cuando se conduce un carro de varas), en Castilla es: "bosquey".
Para ir a la izquierda se dice "riá". Recuérdese el poema de R. Alberti: "¿Por qué me miras tan
serio carretero? Tienes cuatro mulas blancas, un caballo delantero, un carro de ruedas verdes y
la carretera toda para ti. ¿Carretero qué más quieres?". Ocurre, sin embargo, en el caso del
empresario, que la carretera tiene muchas más curvas. Es imposible dirigir una empresa con
voces de mando como "bosquey" y "riá".

Por tanto, la orden se ha de corregir, y la corrección de una orden es una alteración en el mando
debida al hecho de que al obedecer se emite también una información que debe ser procesada
por el jefe.

Cuando se dirige uno a sí mismo (recuérdese lo que expresó Aristóteles con la palabra encráteia;
autocontrol, autodominio), ocurre algo semejante. Desde el autocontrol la propia conducta se
corrige. Así tiene lugar el crecimiento interior cifrado en los hábitos. Por eso, el empresario
tiene que ser una persona atenta a su entorno humano, vigilante de su propio modo de dirigir, y
sintética; si esas condiciones no se cumplen, la dirección es precaria.

Hay que enseñar a obedecer, pero también se ha de aprender a mandar. Se dice de algunas
personas que tienen dotes de gobierno innatas, pero eso no es suficiente: es menester desarrollar
esas dotes y corregirse. Ningún hombre madura sin corrección. Quien no se da cuenta de ello
se estrella, o al menos, introduce la rutina en su modo de vivir.

El que no confía en que el otro puede aprender a obedecer y piensa que él mismo no necesita
aprender a mandar, si no es un loco, tendrá que limitarse a hacer pequeñas cosas, ya
experimentadas por otros, y mandar a gentes acomodaticias, acostumbradas a viejos
procedimientos. En cualquier caso, con ello se implanta la rigidez en la organización. Salvo que
se encuentren en un mercado protegido, las empresas estancadas no subsisten. En un régimen
de competitividad normal nadie se puede permitir el lujo de no aprender. Desaparecido el
régimen proteccionista un directivo dinámico formará a su gente, por ejemplo, mandándolos
fuera para que aprendan a trabajar mejor. En el plano conceptual, se trata de enseñar a obedecer,
es decir, procurar que c' se aproxime a una c" más competitiva. Para lograrlo hay que emplear
órdenes sucesivas distintas.

El autoritario no se da cuenta de esto, o quiere corregir la inercia a latigazos; procedimiento


poco eficaz para aprender a mandar y a obedecer, puesto que el aprendizaje humano se basa en
la comprensión. Por consiguiente, se ha de tener en cuenta otra cuestión: ¿cómo pretender un
cambio de conducta del que el otro es incapaz? ¿No es claro que es una locura intentar que se
trabaje mejor en virtud del "ordeno y mando"?

Incluso al caballo hay que enseñarle que cuando se dice "bosquey" tiene que ir hacia la derecha;
y si se dice "so" tiene que pararse. Hay una técnica para enseñar a los osos a bailar; poner al
oso pequeño en una plancha que se va calentando; cuando la plancha está muy caliente, el
animal, encadenado, empieza a levantar una pata y otra, a la vez que se toca un tambor; después
se quita la plancha, se toca el tambor, y el oso empieza a bailar (es una asociación de Paulov).
Esto se puede hacer con osos, pero cuando se trata de hombres dicho procedimiento no sirve.
Es preciso enseñar a obedecer racionalmente.

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Tampoco sirve indignarse ante el hecho de que un individuo al que se le da una nueva orden,
cambie su conducta de c' a c" contrariando la intención de esa orden –que cambie su conducta
aproximándose a c–.

Por lo pronto, conviene averiguar si la nueva orden era inteligible para él (lo que no se debe
suponer si se le ha mantenido al margen de la deliberación). No es fácil aprender a mandar,
porque la alternancia señalada por Aristóteles comporta una reciprocidad que es incompatible
con los usuales prejuicios subjetivistas. Aprender a mandar es aprender a enseñar a obedecer.

Los cambios de conducta se consiguen poco a poco, porque a nadie se le puede pedir más de lo
que es capaz, y si se pretende conseguir grandes cambios de conducta, es decir, que la dirección
sea muy efectiva, ha de aumentar la capacidad de corregirse del otro. Para ello deben emplearse
los medios oportunos. El primero, e insustituible, es el incremento de la comunicación, más allá
del simple carácter informativo de la orden, pues los mandatos derivan de motivos y fines que
han de ser conocidos y compartidos por el que obedece. En otro caso, la burocratización es
inevitable.

En el ámbito universitario, enseñar a ser mejores profesores quiere decir que ellos mismos se
movilicen para serlo, pues el rector no puede hacer sus veces. La tarea del rector consiste en
formular objetivos institucionales que sean conocidos y compartidos, y delegar su logro a los
otros miembros del claustro, con los que debe mantener una comunicación intensa. Por tanto,
la definición de la dirección como logro del cambio de conducta de otros, es unilateral, ya que
cambiar de conducta corre a cargo de esos otros. No cabe pedir que cambien si no son capaces
de hacerlo. Con todo, el directivo ha de mirar en primer término a la consecución de esos
cambios de conducta, porque en la situación actual la coyuntura varía con gran rapidez y, o bien
dichas variaciones se controlan con la conducta adecuada, o bien llevan al desorden. La vida
social de hoy está llena de turbulencias.

Dirigir exige una constante profundización en la alternancia entre mandar y obedecer. Si esa
profundización se mantiene, la institución se hace flexible y se logra su adaptación a la variación
coyuntural, porque las relaciones de mando y obediencia alcanzan el grado de densidad que les
corresponde, y se consigue contar con gente dispuesta a aprender. Esa gente puede adaptarse a
nuevas actividades. En otro caso, la amenaza de desempleo sólo se palía con subsidios4.

La estructura que vincula al que manda con el que obedece está constituida por los factores que
estamos examinando. Lo que vio Aristóteles hace más de veinte siglos es estrictamente actual.
Incluso en la razón práctica, las verdades de fondo gozan de larga vida. Baste añadir que la
emisión de una orden va precedida por una decisión y que las decisiones se adoptan después de
deliberar. El contenido informativo se elabora en la deliberación. La emisión como tal es
voluntaria. De aquí se sigue que participar en la deliberación ayuda a la comprensión de la
orden, la cual es asimismo anterior a su ejecución. No siempre es posible dicha participación,
pero debe procurarse si la orden es importante, y exige un cambio de conducta de cierto alcance.

Por ejemplo, una empresa dedicada a fabricar productos farmacéuticos de cosmética y


perfumería. En un momento dado puede considerarse que conviene reducir la diversificación
de los productos y centrarse en los farmacéuticos. Pues bien, para evitar despedir a la gente, ese
cambio en la actividad productiva debe ser asumido por los empleados que no trabajan
directamente en ella. Tal asunción se ha de preparar con tiempo.

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Es el caso de Hunosa, una empresa pública que gestiona la extracción de carbón en Asturias. La adaptación de
los mineros empleados en ella a otros trabajos es muy difícil.

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Para aprender a mandar y a obedecer es necesaria la adquisición de hábitos, de disposiciones
estables positivas. No hace falta insistir en la dificultad de esa adquisición. Necesita mucho
tiempo, paciencia para calibrar lo que se puede pedir en cada momento a unos y otros, etc. Por
consiguiente, sean las que sean las preocupaciones que abruman a un directivo, no debe perder
de vista la mejora de sus colaboradores porque es el asunto central. Se podría elevar incluso a
máxima moral (hay más máximas morales de las que se suelen señalar) la siguiente
recomendación: nunca trates de aumentar los rendimientos económicos a costa de la calidad
humana de los miembros de tu empresa. Sin duda, esta norma se transgrede muchas veces, pero
la consecuencia es la ruina. Es una ruina muy complicada en su manera de producirse, porque
depende también de la interconexión entre la empresa y su entorno.

Las posibilidades operativas de una empresa no se entienden por completo aislándola del
entorno, con el que guarda relaciones sistémicas. Si la situación de las instituciones educativas
de una sociedad es funcionalmente débil o atrasada, no surgirán empresas sólidas. Pero también
es cierto que uno de los potenciales dinámicos de la empresa es la mejora de su entorno. El
desarrollo de dicho potencial es una tarea de los empresarios.

Para llevarla a cabo se requiere incrementar la comunicación entre ellos, pues una cosa es la
competencia empresarial y otra los objetivos generales del empresariado. Velar por el entorno
del que depende y sobre el que actúa constituye el aspecto de la dirección de más marcado
carácter político. Por lo común, la relaciones entre los empresarios y los políticos no están
demasiado claras, porque, en rigor, han de entenderse como una colaboración especial, y en
cambio se enfocan como una disyunción; por eso se habla de reducir al Estado sin saber bien
qué se quiere decir, pues cada empresario oscila entre la petición de una mayor autonomía
(noción de libertad de mercado) y la exigencia de ayuda o trato preferencial (lo que da lugar a
contubernios que neutralizan la aportación específica de la empresa a los intereses comunes).

Una empresa es un proceso dinámico en el que las salidas (gastos) son inferiores a las entradas
(hay valor añadido). Ahora bien, los suministros vienen del entorno y el valor añadido va al
entorno en gran parte. El Estado realiza otras funciones, de garantía o de reparto. No cabe decir
que dichas funciones se centren en la búsqueda del valor añadido. De aquí se desprende que lo
político no es monopolio del Estado; el valor añadido es una dimensión de lo político que el
espíritu empresarial añade –sit venia verbo– a las que desempeña el Estado, es decir, una nueva
dimensión de lo político, tan legítima o más, que las otras. En suma, lo especial de la
colaboración del Estado y la Empresa reside en que esta última completa los objetivos
generales, añadiendo –insistimos– una dimensión que al Estado se le escapa. "Lo Stato" –lo
estático– se distingue de la empresa –lo dinámico– que marca la dirección hacia el futuro.

Precisamente por ello, las relaciones entre dirección y dirigido, el logro de cambios de conducta
respecto de objetivos, la corrección de la razón práctica, alcanzan en la empresa un alto
significado. Añadir valor a costa de la dignidad del sujeto, o sin buscar a la vez su
perfeccionamiento habitual, es contrario a la naturaleza de la empresa. Ni siquiera el hacerlo
una sola vez es irrelevante. A veces habrá que tomar medidas drásticas y emitir una orden
tajante; no habrá otra alternativa. Pero si a los miembros de la empresa les consta que no se les
suele mandar así, lo más probable es que en dichas circunstancias respondan sin estropearse,
sino al contrario, porque en ellas se pone a prueba su lealtad y su conciencia de pertenencia a
la empresa. De todos modos, en la situación actual la gente no se deja mandar autoritariamente
(aunque todavía no se percibe que su exclusión de la fase de preparación de la decisión dificulta
el aprender a obedecer).

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Por lo demás, debe tenerse en cuenta que una orden a destiempo reduce en gran medida la
eficacia de la obediencia. Casi siempre las órdenes llegan a destiempo por retraso. En las
empresas tradicionales, en las que hay muchos niveles jerárquicos, la emisión de la orden se
ajusta a un proceso descendente, por lo cual llega a los ejecutores desfasada y sesgada. Para
corregir tales inconvenientes es preciso reducir las burocracias en la medida de lo posible. Para
notar la aludida inconveniencia de los retrasos, basta pensar en las demoras del servicio de
correos. Si una carta tarda un mes en llegar a su destinatario, su valor comunicativo se reduce
extraordinariamente o se anula. Asimismo, las burocracias inventan tareas para justificar su
existencia, con lo que se entorpece todavía más su gestión. En los países subdesarrollados se
advierte una complicación asombrosa de los trámites burocráticos.

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