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El pensamiento poético

Por Jesús García Rodríguez

Me propongo con la siguiente conferencia llamar la atención sobre las peculiaridades de una
forma de pensamiento cuyo funcionamiento interno le distingue y le opone frontalmente a las
formas de pensamiento que podemos llamar imperantes, tales como el pensamiento lógico, el
pensamiento científico, el filosófico, el jurídico, etc., frente a las cuales esta forma de
pensamiento que me ocupa, la poética, presenta el estatuto de un saber o conocimiento
sometido, marginal o heterodoxo, y del que se supone, como tal, que es incapaz de producir
verdad, realidad o sentido, opinión que posteriormente me detendré a rebatir.

Me propongo igualmente mostrar cómo las propias características internas del pensamiento
poético y los fines que persigue hacen de él una forma insurgente de pensamiento, un
pensamiento rebelde, irreductible y contrario a esos pensamientos imperantes, y cómo, en
última instancia, este pensamiento es, en cuanto que pretende pensar las cosas de manera
distinta a como han sido pensadas, un elemento subversivo, creador y de enorme potencial en
el seno de la naturaleza humana.

Comprender el mundo a través de lo poético significa algo muy distinto de comprenderlo a


través de la ciencia, la lógica, la filosofía o el sentido común. El pensamiento poético se basa en
unos fundamentos distintos y presenta unas características diferentes, entre las cuales voy a
nombrar, para posteriormente desarrollas, las siguientes: su carácter afirmativo; su naturaleza
creativa y dinámica; la libertad absoluta de su código; y su carácter subversivo, tanto de los
valores como de la realidad, a través de tres principios “ontológicos” fundamentales: el
principio de diferencia, el de contradicción y el de excepcionalidad.

De la misma manera, intentaré mostrar cómo el pensamiento poético constituye y entraña en


su propia naturaleza y en sus formas de manifestarse una crítica al miserabilismo , concepto
creado por André Breton para denominar a aquella perversióndel pensamiento y de la
civilización occidental que privilegia la depreciación o minusvaloración de la realidad sobre su
exaltación .

Quisiera, no obstante, y antes de comenzar con el desarrollo de estos puntos, dejar claro que
voy a hablar en todo momento del pensamiento poético entendido no sólo tal como se da en
un poema, sino como una forma especial de aprehender y percibir la realidad y susceptible por
tanto de proyectarse sobre cualquier realidad dada –sea esta el entorno callejero de cualquier
ciudad, o el espacio creado por las fábricas abandonadas en la “arqueología industrial”, o los
objetos, paisajes, urbanos o no, vivencias y experiencias acumuladas durante el proceso de la
deriva , o cualquier otro aspecto de la realidad que nos circunda. Es decir, que al hablar de
pensamiento poético no me restrinjo a aquel tipo de forma de ver la realidad que emana de un
poema, sino que aludo a una forma específica, artística o no, de acercarse a cualquier realidad
dada y que convierte a cualquier objeto sobre el que se enfoca, sea un precario objeto
encontrado al azar en la calle, sea un grafitti iluminador o irreverente, sea un modesto paisaje
de una ciudad cualquiera, sea un paseo errático por cualquier laberinto urbano, lo convierte,
digo, en un objeto de goce, recreación –en los dos sentidos de la palabra– y experiencia
estética y vital, sacando de ellos lo que de subversivo, mágico, transgresor, iluminador y
perturbador de la realidad contienen.

Hecha pues, esta precisión, paso a desglosar estas distintas peculiaridades, deteniéndome en
los aspectos más significativos.

Mientras el pensamiento filosófico quiere abarcarlo todo para ordenarlo en un sistema –para
subordinarlo a un sistema–, y el pensamiento científico lo invade todo para conocer su
funcionamiento, para desentrañarlo, para diseccionarlo en partes –para destruirlo en suma o
para ejercer un poder sobre ello–, ejerciendo una especie de totalitarismo del concepto , el
pensamiento poético, que a mi modo de ver es también un pensamiento total, desea
abarcarlo todo para afirmarlo , no estableciendo divisiones ni jerarquías, sino aceptando cada
ser, todos los seres, como iguales, como partes de lo mismo y a la misma altura ontológica.

Se trata de un pensamiento totalizador, pero no totalizador en el sentido usual de este


término, es decir, que crea un todo y establece dentro de él una jerarquía, sino totalizador en
el sentido de que acepta (y lo importante reside en ese aceptar) el mundo como un todo en su
absoluta variedad, en su absoluta diversidad y pluralidad. Es, por encima de todo, un
pensamiento plural, pues se dirige a todos los seres sin excepción, y no como miembros de un
orden preestablecido, sino como elementos mismos de la diversidad.

Es por tanto un pensamiento que afirma la realidad, la pluralidad de lo real, y no niega parte
de ella ni ejerce violencia sobre ella, como es el caso, y estamos acostumbrados diariamente a
observarlo en sus aplicaciones prácticas, el pensamiento científico. El artista, el poeta canta,
celebra el todo y su multiplicidad, la naturaleza, las ciudades, los hombres y las mujeres, sin
pretender diseccionarlos, ni reducirlos, ni someterlos a un orden impuesto por un esquema de
la razón.

El pensamiento poético, pues, exalta la realidad. Y es en esa exaltación donde su acción se


convierte en crítica o antagonista de la actitud contraria, aquella que desvaloriza, desprecia o
neglige los potenciales de lo real, es decir, el miserabilismo. Este concepto, creado por Breton
y dado a conocer por vez primera en un tracto publicado el 5 de Marzo de 1956 en el número
26 de Combat-Art , un suplemento mensual del periódico Combat , y que él se propuso
“estudiar clínicamente”(1), como si de una patología psíquica se tratara, no es, por tanto, sino
la depreciación y el desprecio de la realidad en lugar de su exaltación , de su afirmación (2),
miserabilismo que, en sus palabras, “admite en arte” –y en cualquier otro ámbito, añado yo–,
“tantas variedades como categorías de miseria puede haber: miseria fisiológica, miseria
psicológica, miseria moral, etc.” (3). Este miserabilismo, que Breton entendía como el perfecto
cruce de “esos dos parásitos que son el hitlerianismo y el estalinismo”(4), debido a las
circunstancias históricas en que se escribió el texto, y que en la actualidad se puede concebir
correctamente como la ideología o forma de pensar lateral que segrega el capitalismo, o como
queramos llamar al sistema económico-político imperante, cuenta entre sus fines el
inmovilizar, reprimir o aniquilar los logros y manifestaciones del pensamiento poético, su
naturaleza misma, creando al mismo tiempo, de manera inevitable, “una dependencia de las
instituciones de poder, de la fe religiosa, de las mitologías raciales reaccionarias y de las
osificadas nociones de sexo y género”(5), como certeramente indican Paul Garon y Franklin
Rosemont, miembros del grupo surrealista de Chicago.

El miserabilismo, fundado en la miseria y perpetuado por ella, convierte en miseria todo lo


que toca, y ve en el pensamiento poético, que, a la inversa, dignifica, metamorfosea, exalta y
celebra incluso esa miseria, su peor enemigo, su antítesis verdadera. Pues el pensamiento
poético es el arma más eficaz de que dispone el hombre para combatir tal hipostasización de la
miseria, tal obcecación y enmarascamiento en ella, es el arma más efectiva para liberarse de
sus constricciones y penurias de todo tipo.

El miserabilismo, como apologeta, reproductor en masa y justificación al tiempo de la miseria,


como creador de formas de vida denigrantes, planas y homogéneas, como “racionalización de
lo invivible”(6) persigue el fin contrario del pensamiento que nos ocupa: concebir la realidad
como algo digno de desprecio, como algo sin más valor que aquel que el mercado, la venta o la
cotización en bolsa quiera darle, como algo intercambiable, chato y sin misterio, como una
cosa plana, unidimensional, empobrecida, muerta.

No es raro que los surrealistas de Chicago lo relacionen con la “acumulación de miseria” que,
de acuerdo con Marx, acompaña siempre a la acumulación de capital(7): allí donde hay capital,
aparece su contrapartida, su sombra: la miseria, y allí donde haya defensores del capital y de
las formas de vida que irremisiblemente conlleva, habrá miserabilismo, pues la miseria no es lo
contrario del capital, sino su naturaleza misma . Frente a ello, el pensamiento poético, en su
diversidad proteica, en su dinamismo multitudinario e irreductible, se enfrenta a la realidad
como a un misterio que no ha de ser desentrañado sino gozado , sublima cada objeto, cada
ser, por miserable que sea o quiera ser visto, engrandece lo despreciado por los miserabilistas,
afirma el carácter poliédrico y multidimensional de cada cosa, frente a aquellos que
simplemente la niegan en pos de sus intereses, con el fin de convertirla en fetiche de la
sumisión.

Por tanto, podemos afirmar sin resquemores que el pensamiento poético, con todas sus
peculiaridades, y se proyecte donde se proyecte, es, de por sí, el arma de crítica y de lucha más
firme contra esa concepción de la vida que, incapaz de salir de la miseria que genera, pretende
perpetuar esa miseria a toda costa, negarse a ver en la realidad otra cosa que los fetiches por
ella creados de esa misma miseria, y cerrar los ojos y los sentidos a la pluralidad, riqueza y
magia de lo real que el pensamiento poético pone de manifiesto.

(A modo de inciso diré que ya Nietzsche(8) había realizado un análisis penetrante del
miserabilismo cristiano y occidental, al insistir en que “la vida toma un valor de nada siempre
que se la niega, se la desprecia. La depreciación supone siempre una ficción. La vida entera se
convierte entonces en irreal, es representada como apariencia, toma en su conjunto un valor de
nada”, en palabras de Gilles Deleuze(9). Para Nietzsche, en ese mismo pasaje, “este puro
mundo de ficción se diferencia, con gran desventaja suya, del mundo de los sueños por el hecho
de que este último refleja la realidad, mientras aquél falsea, desvaloriza, niega la
realidad(10)”.)
La palabra “poesía” proviene, como bien es sabido, de la palabra griega poiesis, que a su vez
proviene de la raíz del verbo griego poiein , crear. Se trata de un pensamiento que no sólo
acepta la realidad afirmándola, sino que también crea realidad, produce una forma de realidad
distinta de la que producen el resto de los saberes, sea el jurídico, el científico, el filosófico,
etc., saberes que clasifican, que ordenan, que ejercen un poder sobre las cosas y las personas.
No sólo dirige la vista en una dirección, sino que, al mismo tiempo, produce una realidad
distinta, sea en la esfera de los sentimientos, de la contemplación, del ser o de lo que fuere. El
pensamiento poético es el pensamiento empeñado en inventar, en descubrir nuevas
posibilidades de vida y de sensibilidad, nuevas formas y maneras de vivir y de sentir.

Dar un nombre a las cosas distinto del que ya tienen es un acto de subversión, de insurrección
en sí mismo. Si yo de un sexo de mujer digo que es como una rosa (o del sexo de un hombre
que es como una espada), es decir, le nombro tal cual, le estoy dotando de otra realidad, de
otro estatuto del ser, el sexo como tal pasa a ser, por obra y gracia del lenguaje y de manera
inmediata y (casi) mágica, otra cosa distinta, otra realidad. O bien, es ahora las dos realidades
al mismo tiempo, es decir, el pensamiento poético multiplica la realidad, la hace aún más
plural, aún más múltiple, aún más poliédrica. En el pensamiento poético una cosa no tiene un
único sentido, como en el resto de los pensamientos aludidos, sino que una misma cosa tiene
infinitos sentidos, es infinitas cosas a la vez: rosa, azucena, cuenco, duna, vasija, monte, pez
rosado, valle, etc., etc. Así, el enigmático object trouvé que encuentro en el contenedor de
basura o al lado de la acera, se me presenta indefinible en su pluralidad de sentidos,
irreductible a una única interpretación –y la interpretación es el dominio de lo múltiple, como
enseñaba Nietzsche–, y su carácter críptico, inexplicable, perturbador, me sobrepasa de tal
manera por la enorme cantidad de mensajes distintos que emite, que he de rendirme a su
magia y considerarlo objeto mágico cotidiano por el potencial de realidades que es al mismo
tiempo.

Y es en este sentido en el que es subversivo este tipo de pensamiento: en tanto que propone
maneras distintas de ver y de enfrentarse a la vida, maneras distintas de percibir y sentir la
realidad, completamente distintas a aquellas establecidas y propagadas por la convención
social. Se trata aquí de gozar de la diversidad del mundo, de afirmar su multiplicidad y disfrutar
de ella, sentir los seres que nos rodean no como medios para fin alguno que no sean ellos
mismos, para ser uno con el mundo, en definitiva, pues la meta de la obra artística o poética, a
mi entender, no es otra que esa: hacerse, por un instante, uno con el mundo, en su pluralidad
esencial, más allá de la razón práctica o teórica, incluso en contra de tales formas de razón.

Y por eso mismo el pensamiento poético se fundamenta en el devenir, en el fluir de las cosas
en el ser y en el tiempo, afirma ese devenir en cada una de sus manifestaciones. Es por tanto
un pensamiento dinámico, que incluye y abraza las contradicciones, los opuestos, lo que es y lo
que no es, frente a esas otras formas de pensamiento que investigan la realidad, la peinan y
drenan y miden de manera empírica y unidimensional y definen esa realidad como inmutable,
siempre la misma, tangible, medible, pensable y almacenable. El pensamiento poético es el
dominio del puro devenir, del puro fluir del tiempo y de las cosas –tiempo y lenguaje, sea el
lenguaje que sea, son las bases de la obra poética y artística, y el lenguaje no es sino tiempo
escrito o hablado, hecho palabra o signo, es un presente que incluye el pasado y el futuro a un
tiempo –el pasado en nuestros recuerdos y experiencias pasadas, el futuro en nuestro deseo y
en nuestra esperanza–. Y el devenir significa: aceptar el caos de la realidad, su desorden y
multiplicidad irreductibles e inagotables, y aceptar que miríadas de seres y de cosas acontecen
al mismo tiempo, que miríadas de manifestaciones de esos seres y esas cosas se producen
simultáneamente y que son tan importantes –o insignificantes– unas como otras, sin
excepción.

Estamos hablando aquí, sin duda, y esto es de suma importancia, de un pensamiento


irreductible a la ideología, a cualquier ideología. Si por ideología entendemos, con Jürgen
Habermas(11), la expresión sublimada de determinados fenómenos de dominio de unos
hombres y mujeres sobre otros que tienen lugar con ocasión del trabajo humano y su
organización, –expresión sublimada que es, a su vez, una distorsión del lenguaje comunicativo
en otra esfera–, en definitiva, sublimación de relaciones de poder tras la cual sólo se esconde
una voluntad de dominio –sea esta la ideología que sea, en una dirección o en otra–, el
pensamiento poético escapa a tal dispositivo, no surgiendo como sublimación de tales
relaciones económicas y políticas en el seno de una comunidad, puesto que es el pensamiento
individual por excelencia, tras el cual no existe una voluntad de organizar ni someter a una
comunidad a los dictados de un esquema, sino pretendiendo tan sólo celebrar las relaciones
del individuo con el mundo, no desde una voluntad de dominio sino desde una voluntad de
afirmación de la totalidad de las cosas, de las que son y de las que no son, por pequeñas o
insignificantes que sean; es por otra parte la esfera de la libertad absoluta del lenguaje, como
luego veremos, y como tal no se deja reducir por el lenguaje distorsionado de la ideología.

Me detengo ahora a considerar tres características para mí esenciales del pensamiento


poético, que le enfrentan perpendicularmente, desde su base misma, con las leyes
fundamentales del pensamiento lógico. Un principio esencial de la lógica es el principio de
identidad. Pero el pensamiento poético substituye tal principio por otro de gran importancia:
el principio de diferencia. De igual modo, en el pensamiento poético el principio de
contradicción tiene un sentido distinto que en lógica, de gran importancia, y por último el
principio de excepcionalidad cierra esta tripleta de principios substanciales que ahora paso a
detallar.

El principio de identidad, en lógica, afirma que toda cosa es idéntica a sí misma, y que dos
cosas son idénticas cuando son iguales la una a la otra, es decir, cuando comparten todas sus
propiedades o atributos. Pero una cosa no es ella misma por ser igual a otra cosa –pues no hay
dos cosas iguales–, sino por todo aquello que la diferencia de las demás, es decir, su identidad
es su diferencia, su ser diferente.

Esto es de una importancia capital: lo esencial en un ser es su diferencia, los atributos y


propiedades que le hacen distinto, no los que le hacen igual a otros, lo que le individualiza no
es lo que tiene de común, sino lo que tiene de diverso. En el pensamiento poético, además,
como ya hemos visto, una cosa no es sólo una cosa, no es sólo idéntica a sí misma, sino que,
por analogía, es otras cosas al mismo tiempo, es idéntica a otras cosas siendo totalmente
diferente a ellas –un sexo es una espada, el cielo es el mar, los cabellos son oro–. Esto dinamita
por completo el principio de identidad, ensanchándolo, borrando absolutamente sus
contornos.

Y esto supone que el pensamiento poético implica la contradicción , no como accidente


circunstancial, sino que eso está en su misma esencia, al abarcar e incluir dentro de sí fuerzas
lógicas opuestas y contrarias, seres completamente distintos, y aún más: en el orden del
pensamiento poético, una cosa es ella misma y al momento su contrario, y, mejor aún: una
cosa es ella misma y su contrario al mismo tiempo: hielo que arde, fuego que hiela, oscuridad
que brilla, luz negra, ser que no es, no ser que es. Pues al negar el principio de contradicción –
como antes el de identidad, substituyéndolo por el de diferencia– subvierte un orden,
introduce elementos perturbadores en el discurso, se convierte en inversión, en afirmación de
la negación, en insurrección de principios y fuerzas inmanentes a la realidad que permanecían
en ella, por así decirlo, ocultos y “reprimidos”.

En el pensamiento poético, tengámoslo claro, la excepción es la regla, cada ser, cada


experiencia, en tanto que excepcional, encuentra su lugar, su territorio en la obra poética. No
se trata aquí de generalizar, como en el resto de los saberes, sino al contrario, de individualizar
cada cosa, cada ser y cada experiencia, de exaltar, de cantar y alabar su carácter único e
irrepetible. A esto es a lo que llamo principio de excepcionalidad.

Nos movemos aquí en una esfera contraria a la de los otros saberes ya aludidos: no se trata de
concentrar nuestra atención en lo que homogeneiza, en lo que hace común y semejante, sino
al revés, de considerar lo que le hace distinto, lo que le separa, lo que le aparta y le separa de
los demás, sean sus defectos o virtudes, sus bondades o maldades. Estamos, pues, ante una
insurrección ontológica, no sólo cognoscitiva, pues el ser es aquí una afirmación gozosa y sin
trabas de la diferencia, de la excepcionalidad, de lo que nos hace distintos a todos,
absolutamente a todos: nuestro propio ser.

Y véase en su justa medida esta inversión: pues ahora se respeta y canta a cada ser por lo que
tiene de diferente, y no por lo que tiene de común: aquí, a la par de una subversión ontológica,
subyace también una subversión de los valores. Antonio Machado, por poner un ejemplo
conocido de todos, y por centrarnos en la poesía, entre otras muchas formas de manifestación
del pensamiento poético, canta, y al cantar ama y afirma, un olmo seco hendido por el rayo y
en su mitad podrido precisamente por eso, por ser seco y viejo y hendido y podrido en su
mitad, es decir, por aquello que le hace único, excepcional, diferente a los demás olmos
jóvenes y frondosos y quizás más atractivos a la vista, y al mismo tiempo, en el mismo proceso,
siente su unidad, la unidad del poeta, con ese árbol viejo, en un mecanismo de identificación
analógica que subvierte la realidad, pues el poeta es ahora un árbol y el árbol se humaniza y
convierte en hombre, sin dejar de ser ellos mismos, y los límites del ser se borran y se
desplazan de un ente al otro.

Estamos, pues, ante una concepción del ser absolutamente distinta, que subvierte la realidad
cotidiana. El poeta canta a ese olmo seco y al cantarle canta la pluralidad de los seres, dirige la
mirada del lector/oyente a ese ser diferente, afirmando su diferencia y celebrando así la gran
fiesta de la multiplicidad, de la unidad en la pluralidad, de la identificación con el todo, fiesta
en la que ese olmo feo e insignificante, excepcional y único, se erige en centro catalizador del
devenir, del caos de la pluralidad.
Lo mismo sucede en el caso del artista, del observador que hace suyo algún objeto, algún
espacio, algún aspecto de la realidad: la atmósfera espectral de las plantas fabriles
abandonadas, la multiforme apariencia de un barrio de la memoria, la inquietante mirada de
un objeto incomprensible depositado en la acera: al hacerlos suyos, el observador-artista-
poeta es uno con ellos, y esos espacios y objetos pasan a ser recodos de su propio ser,
habitaciones de su psique y de su mente.

Y debemos fijarnos en el hecho de que son los defectos, las taras, las imperfecciones las que el
poeta canta, lo mismo que en otro hombre o mujer podría celebrar su vagancia, su fealdad, su
perversidad o su lujuria. Es decir: no hay una jerarquía de seres –todos estamos en el mismo
plano del ser–, pero es que tampoco hay una jerarquía de valores: lo feo está, en el poema, en
el cuadro, en la escultura, en cualquier proceso poético, a la misma altura que lo hermoso, lo
grande que lo pequeño, lo importante que lo insignificante, lo malo que lo bueno, lo inocente
que lo perverso: basta con que constituyan una diferencia, que creen una excepción, para que
el artista los exalte.

Hablamos por tanto también de una subversión de los valores: es antes el ser concreto, en su
pluridimensionalidad –perdón por la palabra–, el individuo concreto con todas sus
características, buenas y malas, que la escala de valores exteriores a él impuestos desde fuera
y que quizás nada tienen que ver con él. Pues en el dominio de la realidad poética lo feo se
convierte en hermoso y a la inversa, lo inocente en perverso, y a la inversa. El juicio moral es
sustituido por un acto de amor, por la afirmación amorosa, por la celebración en el amor –o en
el odio-– de los seres, de la unidad y de la pluralidad de los seres. Baudelaire canta y celebra a
una mujer mulata madura y alcoholizada –para él la más hermosa mujer del mundo–, a una
mujer gigante, incluso a Satanás; Leopardi a una retama, planta vulgar y poco vistosa;
Rimbaud a un barco ebrio, a las buscadoras de piojos, a unos ahorcados, y con su amigo
Verlaine, al ojo del culo; Walt Whitman a sí mismo y a las prostitutas y chaperos de
Manhattan; Poe a un cuervo, Lorca a una casada infiel, a delincuentes gitanos, etc., etc.

Y junto a esta, por así decirlo, transvaloración de los valores, está la libertad absoluta del
código. El sistema de verbalización de la realidad, el procedimiento por el que se da nombre a
esa realidad y se la crea, es absolutamente individual, cada artista –cada ser humano,
podríamos decir– da un nombre a las cosas completamente distinto del de los otros hombres y
mujeres, y concibe y percibe el mundo de otra manera, erigiendo sobre ello su discurso
poético.

Obsérvese la diferencia con las otras formas de pensamiento, donde el que verbaliza ese
pensamiento debe someterse a unas normas o principios, fundamentalmente los enunciados
por la lógica o por cierto tipo de lenguaje técnico, a un cierto código, mientras que en lo
poético el código y las leyes que lo rigen se crean en cada acto poético, con cada poema, con
cada obra, el poeta, el artista crea su código , produciendo a su vez una pluralidad de códigos
todos a la misma altura y en el mismo plano de validez y de verdad.

Al poetizar, con cada poema, con cada verso, con cada acción pongo en duda las bases mismas
del lenguaje y de la realidad, las trastoco por completo a mi antojo y produzco unas bases
distintas: mi obra poética o artística, en el marco de la cual no sólo nombro de nuevo a las
cosas –a las experiencias– con un lenguaje que es sólo mío, sino que lo lleno creando también
una realidad que es sólo mía, y donde una estrella es una letra y un árbol un hombre y un
hombre un planeta, y es sólo mío y después de los otros, si lo desean, en el acto de
contemplarla, leerla o escucharla.

Resumiendo, y a modo de conclusión, diré que el pensamiento poético persigue crear un


orden nuevo, dar un nuevo nombre a las cosas como si éstas nacieran por primera vez, de
hecho hacerlas nacer de nuevo, en su prístina y completa ingenuidad, exentas de todo
prejuicio, de toda marca moral, de toda mancha anterior, hacer nacer las cosas desde el cero
absoluto y entregarlas a la multiplicidad caótica del ser.

Se trata, pues, de construir no sólo una nueva visión de la realidad, opuesta diametralmente a
la del miserabilismo imperante, sino también una nueva realidad a imagen y semejanza de los
hombres y mujeres, eliminando y suprimiendo lo ya impuesto con sus mentiras, sus peticiones
de principio, sus imposiciones, y desde la libertad absoluta –pues la libertad, como ya se ha
dicho, ha de ser creada de nuevo, en un acto político y poético a un tiempo, pues quizás la
libertad antigua ya no nos valga–, desde la libertad y desde la inocencia otorgar un nuevo ser,
más auténtico, más genuino, más originario a las cosas, a las relaciones, a los seres vivos y a los
hombres y mujeres, pues en el momento de la verdadera libertad –y en esto tengo una
convicción profunda– poética y política son absolutamente lo mismo.

Jesús García Rodríguez. Publicado en Todavía no han ardido todas. La experiencia poética de la
realidad como crítica del miserabilismo, Ediciones La Torre Magnética-Librería Asociativa
“Traficantes de Sueños”, Madrid, 1998.

Notas:

(1) André Breton, Sus au Miserabilisme! , Combat-Art nº 26, París 1956.

(2) Idem.

(3) Idem.

(4) Idem.

(5) Prólogo a Surrealism: The Chicago Idea , entrada “Anti-Miserabilism”, Chicago 1995.

(6) “Rationalization of the unlivable” , Idem, pág. xxiii.

(7) Idem, pág. xxiii.

(8) Nietzsche, F., El Anticristo , cap. 15, Madrid, Alianza Editorial, 1982.

(9) Deleuze, G.: Nietzsche y la filosofía , Barcelona, Anagrama, 1971.

(10) Nietzsche, F., op. cit., cap. 15, pág. 40.

(11) Habermas, J., Conocimiento e interés , trad. cast. M. Jiménez Redondo, Taurus, Madrid,
1982, pp. 93 y ss
Categoría:Cambiar la vida

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