No puedo decir que sea un experto en el amor, pero ¿quién lo es? He tenido la extraña sensación de que el amor es de esos temas que, entre más uno se adentra, menos lo puede explicar. Le invito a usted a que me acompañe en un breve recorrido a través de mis intentos por buscar respuestas. Hablando de la complicadísima andadura de la humanidad por los recovecos de la emocionalidad y de los sentimientos ha sido más lo que se ha callado (o hecho callar) sobre el amor y otros menesteres relacionados (como el sexo) que lo que se ha dicho. Al menos hasta el siglo pasado, en donde no pocos empezaron a tratar el tema desde su trinchera de ideas. O desde su experiencia también. ¿alguien alguna vez se ha preguntado qué sabemos nosotros del amor en la sociedad en la que vivimos? Puedo decir que sí con toda certeza, lo que no sé, es hasta dónde llega mi certidumbre. Pero conviene aterrizar un poco. En primera instancia quizás valga la aclaración de que estas líneas pretenden referirse a una clase de amor en específico; por definirlo de alguna forma, se lo ha llamado “romántico”. Sin ánimo de generalizar, es fácil comprender cuáles son las dos cuestiones que se nos ha inculcado directa o indirectamente a muchos desde que somos niños, cuestiones que vienen inmediatamente después de que nos enteramos de que hay amor más allá de papá, mamá y hermanitos (detalle importante): el matrimonio y la familia. Ah, la familia. Ese tema tan complejo, a veces sustantivo, a veces adjetivo, y no pocas veces superlativo. Se ha dicho tanto sobre la familia; desde Engels, y la relación del origen histórico de la familia con la propiedad privada y el Estado; pasando por Frankfurt, y cómo se replican los modelos autoritarios a pequeña escala en cada núcleo familiar; hasta los carteles de la droga en México, donde la familia lo es todo, simple y llanamente. Una definición que parece adecuarse a lo que conocemos ahora como familia es lo que Engels llamó la familia sindiásmica, tradicionalmente monógama, y sin vínculos afectivos directos entre parientes (1884: 16). Se puede hablar largo y tendido acerca de cómo famulus es un vocablo que parece estar más ligado a servidumbre, esclavitud y compromiso que a lazos afectivos y sanguíneos, pero lo que realmente nos interesa es saber en qué punto se relacionó tan íntimamente el ideal máximo del amor con la familia. Aquello, según el mismo Engels, parece venir de la mano con el aparecimiento de la familia monogámica, y la aparición del cristianismo como figura política y social dominante, tal y como un elefante en una cacharrería. Ahora parece cobrar más sentido: a los ojos de Dios, el amor más puro es aquel que tiene su aprobación. Y el que tiene su aprobación es el que se encamina a formar una familia. Y seamos claros: no cualquier familia, si no aquella que pueda procrear, puesto que ese es su propósito. Pero ¿hay amor y familia después de Dios? Durante los últimos años se ha puesto en debate académico inclusive la “deconstrucción” de las relaciones de corte romántico, el cuestionamiento de los roles de género en la familia, e incluso la exploración de formas afectivas alternativas a las convencionales, y quisiera dar un ligero matiz al mencionar el poliamor. El poliamor como tópico ha tomado notable importancia en la actualidad. Es posible encontrar incluso posiciones que lo defienden con estadísticas concretas (Véase Taormino, 2008, pág 15) y esquematizando cuáles son los pilares sobre los que descansa al adoptarse como estilo de vida (Véase Thalmann, 2008: 40-44; Caughi, 2006: 11). Y lo cierto es que, independientemente del posicionamiento y opinión que cada individuo posea acerca de cómo concebir una relación afectiva o de pareja, usted y yo podemos estar totalmente de acuerdo en que el poliamor, de un modo similar a como pasa con las familias sexo-genéricamente diversas, se le ve como el atentado máximo a la moral investido de ese término que últimamente resuena tanto entre los seguidores de Laje y/o Bolsonaro: “marxismo cultural”. Llegados a este punto ya empezaba a entender a plenitud cómo se ve al amor en nuestra sociedad. Sabemos ya que está muy ligado a la noción de la familia, y entendemos también que se entrelazó con la moral impregnada incluso en el sentido común (en términos gramscianos), y hasta podemos concluir haciendo una lectura más concienzuda del propósito práctico de la familia como unidad productiva fundamental. Pero lo más esclarecedor lo encontré escrito casi un siglo atrás, en plena Revolución Rusa. En 1923 Aleksandra Kollontai tenía claro que el amor debía trascender, en sentido psicológico y emocional, las viejas nociones impuestas por el viejo orden socioeconómico de la burguesía. Por primera vez se pensaba el amor no sólo como un compromiso, o como una atadura, sino como una noción de solidaridad de clase, o, dicho de otro modo, solidaridad colectiva. Que se reafirmen lazos, pero no de forma tradicional, sino lazos con la sociedad en su conjunto. Para terminar, si hacemos una lectura retrospectiva, cosas como “los celos por amor” ¿no parecen ser, además de una manifestación de inseguridad individual, una cuestión que busca reafirmar la propiedad de uno sobre otro? ¿Por qué no cuestionar cómo amamos, ya que vivimos cuestionándonos el orden social actual? Fueron ciertas preguntas que me hice después de haber encontrado ciertas respuestas. Lo cierto es que, si ha llegado usted hasta aquí, y ha hecho suyas esas preguntas, puedo decir que mi labor se ha cumplido por ahora.