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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

Capítulo 1

Historia del Derecho. Concepto y método

1. Historia; concepto. Hace algún tiempo, el desaparecido profesor español


Francisco Tomás y Valiente se planteaba ciertos interrogantes en torno a la
naturaleza del oficio de historiador. En concreto, lo que se preguntaba era si el
trabajo del historiador no se reducía a “estudiar por simple curiosidad lo que otros
hombres, muertos ya, hicieron en su tiempo”, hipótesis que rechazaba en la
medida que consideraba que si el móvil de la Historia científica se redujese a
satisfacer el mero apetito informativo, tal ocupación constituiría “un lujo o una
evasión difícilmente justificable”. Atento a lo anterior, para Tomás y Valiente el
“secreto” del oficio de historiador no circulaba por los andariveles de la
ingenuidad, sino por “lograr que el pasado contest[as]e a nuestras preguntas
formuladas desde el presente”, situación a partir de la cual él entendía que, con el
transcurrir del tiempo, las sociedades iban diseñando distintas imágenes
retrospectivas de su pasado “en función de sus propios y urgentes problemas”. De
allí, precisamente, que Víctor Tau Anzoátegui y Eduardo Martiré hayan sostenido
que “la historia está inseparablemente unida al historiador”.

Ahora bien, con el objeto de ahondar en una conceptualización más o menos


precisa acerca de lo que es el oficio particular de historiador del derecho, nada
mejor que ir “desagregando” previamente los términos que integran la expresión
“Historia del Derecho”. De este modo, pues, iremos indagando en torno a lo que
es “Historia” y a lo que es “Derecho”.

En cuanto a la Historia, ya desde un primer momento cabe indicar que se


le puede adjudicar a este término tres significados distintos, a saber: 1°) Historia
como mero pasado humano, ocurrido entre la prehistoria –período que
convencionalmente se hace terminar con la aparición de la escritura- y aquel
presente que carece de dimensión retrospectiva. 2°) Historia como huella de eso

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que pasó, vale decir como testimonio (lo que puede consistir en un escrito, una
fotografía, una moneda, etc.). En este sentido, no está de más sentar algo sobre
lo que volveremos más adelante: que el hecho histórico es, por su propia
naturaleza, volátil, y que desaparece al mismo tiempo que se está produciendo.
3°) Historia como historiografía, vale decir como actividad científica, metódica y
rigurosa de reconstrucción del pasado en base a testimonios. Al respecto, y a
partir de lo que señalan Jorge Luis Cassani y Antonio Pérez Amuchástegui, puede
entenderse, pues, como Historia la re-creación intelectual del pasado humano,
realizada a partir de la búsqueda de los hechos y en base a testimonios.

Ahora bien, si en tanto que ciencia, la historia cuenta con un método


propio –del que ya hablaremos-, también es cierto que, como lo anticipáramos, la
materia con la que trabaja, que no son sino las acciones y las reflexiones de los
hombres durante el transcurso del tiempo, tiene unas características muy
especiales. En este sentido, debemos señalar que el objeto de la historia sólo ha
tenido entidad en el pasado, pero al tiempo de ser investigado ya resulta
inexistente e irreversible, siendo por ello imposible volver a recrearlo en su
plenitud material. Se trata, evidentemente, de un mundo de difícil aprehensión, en
la medida en que para conocerlo se depende de lo que los testimonios dicen, no
sólo expresa sino también implícitamente, sobre los acontecimientos estudiados.
En definitiva, la poca o mucha habilidad con la que se cuente será vital para
“hacer hablar” a los testimonios. Asimismo, cabe advertir que en virtud de que la
historia se ocupa de hechos humanos, vale decir, acontecimientos producidos por
un ser que aunque vinculado a ciertas estructuras políticas, económicas, y
sociales, es esencialmente libre, resultaría desafortunado tratar de analizar el
pasado con la lógica de las ciencias exactas. En este sentido, debe respetarse el
hecho de que el agente promotor de la Historia es la voluntad humana.

2. El método histórico. En lo que al método histórico se refiere, podemos


decir aquí que definido el tema de estudio, planteada la o las hipótesis de trabajo,
establecido el correspondiente marco teórico, y analizado el “estado de la
cuestión” –expresión bajo la cual se alude a las indagaciones ya realizadas en
torno al asunto que se quiere investigar-, el método que aplica el historiador se
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integra con tres etapas, a saber: 1°) La heurística, que consiste en la búsqueda
exhaustiva de los testimonios relativos al tema, y que incluye la consulta de
fondos documentales éditos e inéditos, y la compulsa de los títulos bibliográficos.
2°) La hermenéutica, en la cual los testimonios reunidos son sometidos a la
crítica, tanto externa (o de autenticidad) e interna (o de veracidad de los
contenidos), como a su interpretación, confrontación y valoración. En este sentido,
bien indica Enrique Álvarez Cora que en las fuentes históricas no todo “está dicho
deliberada y explícitamente”, sino que resulta fundamental el trabajo desplegado
por el historiador para llegar “a la verdad”. Dicho de otro modo, difícil es que los
acontecimientos históricos surjan “naturalmente” de los testimonios, con
independencia de las pesquisas del historiador. Por el contrario, el trabajo de este
último resulta central, en la medida en que es él el que selecciona la perspectiva,
reconstruye intelectual y artificialmente los objetos del saber histórico -que en sí
no existen- y diseña los esquemas mentales dentro de los cuales ubicara los
hechos así reconstruídos. 3°) Finalmente, el historiador debe presentar los
resultados obtenidos mediante una exposición ordenada.

Asimismo, y al margen de lo anterior, no debemos perder de vista que el


quehacer del historiador exige una revisión constante de los avances obtenidos.
En este sentido, coincidimos con Víctor Tau Anzoátegui en que “es tarea de los
historiadores revisar constantemente las construcciones intelectuales legadas por
anteriores estudiosos, incluso aquellas que tienen la apariencia de ser, por su
solidez, casi definitivas. Esa revisión es el resultado natural de una incesante
labor monográfica y también de oportunos escritos programáticos que suelen
plantear dudas o interrogantes, deslizar hipótesis e insinuar nuevos rumbos en la
investigación”.

3. El objeto de la historia del derecho. Dicho lo anterior en torno a la


historia y a su método, cabe ahora que nos ocupemos del Derecho en tanto que
objeto de la historia del derecho, custión más que importante en la medida en
que, como lo recuerda José María García Marín, “dicho concepto explica y
condiciona el de la propia historia del derecho, como disciplina que tiene a éste
por objeto”. Podemos decir, así, que si el especial “Derecho” al que atiende la
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historia jurídica –el que, como bien sostiene José María Díaz Couselo, debe ser
analizado desde la perspectiva de la regulación, de su relación con el valor justicia
y de su aplicación práctica- tiene, obviamente, grandes coincidencias con el
mismo concepto “Derecho” que utiliza el jurista positivo, también es cierto que sus
contornos resultan bastante más amplios que aquellos con los que cuenta el
concepto de derecho de las actuales concepciones dogmáticas. En efecto, de
acuerdo con éstas Derecho sólo sería, lato sensu, un ordenamiento coactivo de la
conducta humana.

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En definitiva, lo que en Historia del Derecho consideramos “Derecho” es un


producto cultural propio de una sociedad en particular, lo que dicho de otro
modo viene a significar que constituye la derivación de un complejo de
ideas y de profundas creencias en torno a la organización de las
percepciones y de las conductas. De este modo, lo que interesa al
historiador del derecho no es sólo lo normativo –tópico respecto del cual
seguimos el criterio de Giovanni Tarello en el sentido de distinguir los
enunciados normativos de los significados que cabe atribuirles, los que
serían, en rigor de verdad, las verdaderas “normas”- en forma aislada o a lo
sumo relacionado con las técnicas de argumentación, interpretación y
exposición aplicadas por los operadores jurídicos, sino vinculado con ese
conjunto de conocimientos, valores, principios, ideologías y prácticas
académicas y profesionales que, siguiendo en esto el criterio de André-
Jean Arnaud, confluyen en la conformación de una “cultura jurídica”.
Empero, no se agota con lo referido la preocupación del historiador del
derecho, ya que éste debe tener muy en cuenta las relaciones que el
mundo jurídico mantiene con factores extrajurídicos, los que, en cierta
medida, lo condicionan. De este modo, lejos de considerar al Derecho
como una realidad autónoma se lo intenta analizar como una estructura
dinámica, relacionada con lo social, con lo político y con lo económico. Vale
decir, pues, que aunque se admita cierta autonomía de lo jurídico no por
ello se lo considera como algo dotado de plena autonomía frente a las
expresiones no jurídicas de las relaciones sociales. Así, no sería
concebible una historia del derecho desvinculada de otras historias, como
la de los contextos culturales, la de las tradiciones literarias, la de las
estructuras sociales, la de las convicciones religiosas, la de las
experiencias políticas o la de las realidades económicas con las cuales y
en las cuales el derecho del pasado se desarrolló.

4. Historia del derecho; concepto. A tenor de lo dicho hasta el


momento, y teniendo en cuenta que debe ser preocupación ineludible del
historiador del derecho vincular los elementos de la cultura jurídica del pasado

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sometida a estudio a un ramillete no siempre muy preciso de aspectos políticos,


económicos y sociales vinculados, ya estamos en condiciones de caracterizar a la
Historia del Derecho –recurriendo parcialmente para ello a lo que sostiene José
María Díaz Couselo- como la recreación intelectual de una cultura jurídica del
pasado, de modo tal que el derecho pretérito se presente como una realidad
humana (hecho) estructurada en formas que dan sentido a las conductas (norma)
con las cuales se pretende instaurar la justicia (valor). Así las cosas, no está de
más advertir que lo que más de una vez termina ofreciendo el historiador del
derecho al hipotético lector son reconstrucciones ideales y estáticas, cuyos
elementos no necesariamente se dieron todos juntos en la concreta realidad
histórica.

Ahora bien, al margen de la clásica distinción entre historia externa, o de


la evolución del derecho, e historia interna, o de las instituciones jurídicas en
particular, cabe señalar que la historia del derecho puede manifestarse en
especialidades que responden a los alcances del objeto “Derecho” sometido a
estudio. De este modo, pues, se puede distinguir la historia del derecho: a) de
acuerdo con criterios geográficos (v.gr., historia del derecho europeo, historia del
derecho argentino, etc.); b) de acuerdo con criterios cronológicos (por ejemplo,
historia del derecho antiguo, historia del derecho contemporáneo, etc.); c) de
acuerdo con la materia jurídica considerada (v.gr., historia del derecho privado,
historia del derecho penal, etc.).

En lo atinente al método aplicado en el ámbito histórico jurídico, cabe


referir ahora que éste presenta algunas peculiaridades propias que resultan de
adaptar el genérico método histórico al objeto “Derecho” arriba caracterizado. Es
que, en concreto, el objeto impone la resoluciones de ciertas preguntas y
preocupaciones. De este modo, siguiendo las enseñanzas del maestro alemán
Helmut Coing, consideramos que quien quiera comprender adecuadamente las
manifestaciones de un ordenamiento jurídico del pasado debe necesariamente
dirigir su atención a tres círculos de problemas: a) el referido a lo normativo –
siempre con la amplitud que le hemos asignado arriba-; b) el relativo a las
condiciones de surgimiento del derecho; y c) el que se vincula con el grado de
cumplimiento del derecho, vale decir, si el ordenamiento jurídico fue o no efectivo.

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Asimismo, amén de lo dicho hay asuntos o cuestiones que resultan


particularmente álgidos en cualquier estudio histórico jurídico, a saber: el de las
continuidades y el de las rupturas de las tradiciones jurídicas, asunto respecto del
cual es menester tener presente que la velocidad de los cambios varía según se
trate de ésta o aquélla institución jurídica; el de la recepción en un ordenamiento
de instituciones provenientes de ajenas estructuras jurídicas; el de la
transformación de sentido que sufren las instituciones –aún a despecho de su
formal continuidad-, sea merced al deslizamiento conceptual o a la dilatación de
las categorías aplicadas; el de la innovación o creación de nuevas instituciones; el
de la distinción entre las manifestaciones jurídicas “cultas” y “rústicas”; y el del
impacto y re-lecturas de las distintas argumentaciones jurídicas.

Por otra parte, del más o menos vasto “arsenal” que integra el
instrumental histórico jurídico no podemos dejar de mencionar aquí un concepto
que consideramos esencial en el enfoque de todo iushistoriador. Nos referimos a
la “política jurídica”. Al respecto, entendemos por política jurídica las pretensiones
que los distintos operadores jurídicos –sea que se trate de los que están
encargados de diseñar el derecho, de impartir justicia, o simplemente de actuar
como usuarios- persiguen merced a la aplicación de las normas jurídicas. Al
respecto, no está de más recordar que, a despecho de los preceptos de la actual
dogmática, el derecho está traspasado de politicidad, de modo tal que ninguna
decisión jurídica -incluyendo aún las que en apariencia parecen triviales- resulta
ingenua, lo que es lo mismo que decir que todas están cargadas de dramaticidad
y de compromiso con la realidad. En este sentido, debe quedar bien en claro que
interpretar el derecho nunca resulta una actividad cognoscitiva “neutra” de normas
creadas de antemano.

Digamos también, ya que nos estamos refiriendo a la especialidad del


método histórico aplicado por el iushistoriador, que este último debe ser
respetuoso de la lógica original de los testimonios con los cuales trabaja, a fin de
que, como indica Paolo Grossi, comprenda adecuadamente “el peculiar mensaje
que los datos contienen”. Dicho de otro modo, el historiador del derecho debe
evitar a toda costa “proyectar indiscriminadamente sus propios criterios de
ordenación, comprimiendo así la realidad del pasado en una armadura que la

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sacrificaría y sofocaría, impidiendo de esta manera su efectiva comprension”. En


rigor de verdad, de lo que estamos hablando es del peligro del anacronismo, el
cual procede cuando se cae en el lamentable absurdo de proyectar hacia el
pasado categorías jurídicas de otras épocas –generalmente, las actuales-. Vale
decir, pues, como señala Bartolomé Clavero, que la “lógica jurídica” podrá llegar a
ser el objeto de nuestra historia del derecho, pero nunca constituir su método.

Por último, y para concluir con lo que tratamos en este punto, acéptense
ahora unas pocas palabras acerca de las dificultades que se le pueden presentar
al historiador del derecho en el caso de que decida sumergirse en el estudio de
una historia jurídica ajena a la tradición romanista. Al respecto, lo que señala
Fernando de Trazegnies es que ante mundos jurídicos ajenos a los de raigambre
occidental, habría que recurrir a una noción interrogativa del derecho, vale decir
identificar en esos casos como derecho aquellos fenómenos que responden a
preguntas tales como las siguientes: ¿cómo dispone esta sociedad en particular
las relaciones personales con miras a la asociación íntima y a la reproducción de
la especie? ¿cómo organiza la apropiación de los bienes necesarios para
satisfacer sus necesidades? De tal modo, bajo la lente del historiador del derecho
quedarán sometidos una serie de órdenes normativos que difícilmente habrían
sido considerados como “Derecho” a la luz de la perspectiva jurídica de tradición
romanista.

5. La utilidad de la historia del derecho. Antes de concluir con este


capítulo, es oportuno que le dediquemos algún espacio a la utilidad que pueden
reportar los estudios histórico-jurídicos. Al respecto, atenta la ambigüedad que
nuestra disciplina despierta, en tanto que da la impresión de reducirse a ser
historia para los juristas, y mero asunto de derecho para los historiadores, se
entiende que la pregunta sobre la significación actual de la historia del derecho en
la formación del jurista es más que pertinente, como muy bien lo ha dicho
Gustavo Villapalos Salas. Así las cosas, no es ocioso que nos preguntemos
acerca de la utilidad de la historia del derecho en tanto que un saber que, desde
ya nos adelantamos a señalar, no se limita a ofrecer una mera “arquelogía del
derecho carente de interés”. Al respecto, podríamos destacar primero que la
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historia jurídica puede actuar como valioso instrumento interpretativo en tren de


acceder al significado de nuestro derecho actual. Sin embargo, y sin que ello
signifique menospreciar de plano esta valiosa función, no sería feliz restringir a
este limitado servicio la utilidad de la disciplina. En efecto, lo que debemos
destacar es que, amén de permitirnos la adquisición de valiosa información, la
historia del derecho se nos presenta, además, como una disciplina esencialmente
formativa del criterio jurídico, tanto de estudiantes como de graduados, sobre todo
en la medida en que constantemente cuestiona los principios que la dogmática
jurídica ha impuesto falsamente como indiscutibles. Así las cosas, António Manuel
Hespanha ha destacado que una de las misiones “clave” de la historia del
derecho pasa por “problematizar el presupuesto implícito y acrítico de las
disciplinas dogmáticas”, como aquel según el cual el derecho de nuestros días es
“racional, necesario y definitivo”. Dicho de otro modo, antes que la mera
contemplación silenciosa del pasado, la historia del derecho se dirige a reflexionar
sobre el derecho de hoy y sus problemas. En análogo sentido, Gustavo Villapalos
manifiesta que “la experiencia del pasado revela las fuerzas que se encuentran
tras la diagonal de intereses en conflicto en que consiste el derecho positivo[,]
explicándolo no como algo incontestable y necesario, sino como una de las
posibles opciones en la que se ha desembocado, lo que da al estudiante de
derecho un sentido relativista, en su mejor acepción, del derecho existente y le
sirve de poderoso instrumento de crítica y transformación para la construcción de
otro más justo o más eficaz”. Viene a resultar así que, destinada no sólo a
“conocer” sino también a “comprender”, frente a la aparente asepsia de la ciencia
del derecho la historia jurídica intenta develar los conflictos de intereses ocultos
en los pliegues de un discurso jurídico que se construye y modifica con el
transcurso del tiempo. Al respecto, nada más oportuno que recordar las palabras
del distinguido Maestro peruano Fernando de Trazegnies, quien subraya la
función de la historia del derecho como disciplina que recupera la dimensión
histórica del derecho, reintroduciéndolo en el devenir. “Así –afirma nuestro jurista-,
la Historia del Derecho no muestra la perennidad sino las ideas que van y vienen,
revela que las concepciones del Derecho nacen y, después de un período de
apogeo (que puede ser bastante largo en algunos casos), mueren o se

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transforman hasta perder su identidad original”. De allí que, en palabras del


mismo autor, la Historia no consolide sino que subvierta, no reafirme, ni aquiete ni
consuele, sino que, por el contrario, persistentemente cuestione toda pretensión
de absoluto.

Ahora bien, no debemos olvidarnos que, en rigor de verdad, la “utilidad” o


no de esta historia del derecho no será de suyo inevitable. En efecto, la misma
derivará de su mayor o menor “compromiso” con la realidad vivida por el
historiador. De este modo, y tal como agudamente lo advirtiera Hespanha, una
historia del derecho “acrítica” y ajena a los planteos epistemológicos arriba
aludidos podría limitarse, simplemente, a legitimar un cierto derecho ya
establecido, y nada más, tal como sucede todavía con algún sector historiográfico
que en materia de codificación sigue sacralizando el presente como único
horizonte posible de referencia para el mundo jurídico.

Bibliografía:

Dispuesta por estricto orden alfabético, la bibliografía utilizada para la redacción del
presente capítulo se integra con: Enrique Álvarez Cora, “El mundo jurídico imposible (un análisis
para el método de la Historia del Derecho)”, en Anuario de Historia del Derecho Español, n° 69
(1999). André-Jean Arnaud, Pour una pensée juridique européenne, Paris, Presses Universitaires
de France, 1991. Bartolomé Clavero, “Historia, ciencia, política del derecho”; en Quaderni
Fiorentini per la Storia del Pensiero Giuridico Moderno, n° 8 (1979). Helmut Coing, Las tareas del
historiador del derecho, Sevilla, 1977. José María Díaz Couselo, "Algunos problemas de la
historiografía jurídica actual", Anuario de Filosofía Jurídica y Social, nº 8 (1988). Enrique Gacto
Fernández, Juan Antonio Alejandre García y José María García Marín, El derecho histórico de los
pueblos de España (temas para un curso de historia del derecho), 5ta. edición, Madrid, 1988.
Alfonso García-Gallo, "Problemas metodológicos de la historia del derecho indiano", Revista del
Instituto de Historia del Derecho “Ricardo Levene” nº 18. Alfonso García-Gallo, “Historia, derecho e
historia del derecho”; en Anuario de Historia del Derecho Español, t. 23 (1953). Paolo Grossi, “Un
derecho sin estado. La noción de autonomía como fundamento de la constitución jurídica
medieval”; Anuario de Historia del Derecho Mexicano, nº VIII (1997), págs. 167 a 178. Riccardo
Guastini y Giorgio Rebuffa, “Introducción” a Giovanni Tarello, Cultura jurídica y política del derecho,
México, Fondo de Cultura Económica, México, 1995. Antonio Manuel Hespanha, “Las categorías
de lo político y de lo jurídico en la época moderna”, en Ius Fugit (Zaragoza), nº 3/4 (1994-1995).
António Manuel Hespanha, Panorama histórico da cultura jurídica europeia, Lisboa, Publicaçôes
Europa-América, 1997. Mario G.Losano, “Historia contemporánea del derecho y sociología
jurídica”; en Anuario de Filosofía Jurídica y Social n° 15 (1995). Eduardo Martiré, “La historia del
derecho, disciplina histórica”; en Revista del Instituto de Investigaciones de Historia del Derecho
“Ricardo Levene”, n° 20 (1969). Eduardo Martiré, “Las historias especiales y la historia del
derecho”; Trabajos y Comunicaciones, n° 21 (1972). C.Alberto Roca Toco, “En torno a la
historiografía jurídica”; en Homenaje al profesor Alfonso García-Gallo, t. II, vol. II, Madrid,
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Del medievo castellano al siglo XIX, 2da. edición, Buenos Aires, Macchi, 1982. Víctor Tau
Anzoátegui, “Historia, derecho y sociedad. En torno a la concepción histórico-jurídica de Ricardo
Levene”; Investigaciones y Ensayos, n° 35 (julio de 1983-junio de 1987. VTA, ¿Humanismo jurídico
en el mundo hispánico?. A propósito de unas reflexiones de Helmut Coing, en Anales de la
Universidad de Chile, 5ta. serie, n° 20 (1989). Víctor Tau Anzoátegui, “Leyes y sociedad ¿dos
mundos separados?”; en La ley en la América hispana. Del Descubrimiento a la Emancipación,
Buenos Aires, Academia Nacional de la Historia, 1992. Víctor Tau Anzoátegui y Eduardo Martiré,
Manual de Historia de las Instituciones Argentina, 6ta. edición, Buenos Aires, Macchi, 1996.
Fernando de Trazegnies, “¿Cuál es la materia de la historia del derecho?”; en
http://macareo.pucp.edu.per/~ftrazeg/laudatio.htm. Fernando de Trazegnies Granda, “El derecho
prehispánico: Una aproximación al estudio de la Historia del Derecho en las culturas sin Derecho”;
en Revista de Historia del Derecho, n° 30 (en prensa). Francisco Tomás y Valiente, “Reflexiones
sobre la historia”; en Revista de Historia del Derecho (Granada), n° II-2 (1981). Gustavo Villapalos
Salas, prólogo a Bruno Aguilera Barchet, Introducción jurídica a la Historia del Derecho, 2da.
Edición, Madrid, Universidad de Extremadura-Cívitas, 1996. Ricardo Zorraquín Becú, “Apuntes
para una teoría de la historia del derecho”; en Revista del Instituto de Historia del Derecho
“Ricardo Levene”, n° 24 (1978).

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Capítulo 2

La historiografía jurídica argentina

1. Antecedentes de la historiografía jurídica argentina. Interesados por


reflejar los aspectos más significativos que se advierten en la trayectoria de los
estudios historiográficos dedicados a indagar en la cultura jurídica de los
argentinos, a continuación nos ocuparemos de mostrar la evolución de la
disciplina y la de la escuela que sus cultores integraron.

Dicho lo anterior, cabe comenzar advirtiendo que, dejada expresamente al


margen la consideración de aquellos enfoques que preocupados por satisfacer las
inquietudes de los juristas prácticos, ya en el siglo XVIII, e incluso antes,
abordaron de un modo más o menos tangencial el tratamiento de cuestiones
atinentes al pasado de las instituciones jurídicas –por ejemplo, como sucedió en
la España borbónica, en la cual se estimuló el estudio del pasado del derecho
patrio, como una forma de reforzar su legitimidad intelectual-, la aparición de una
auténtica historiografía centrada en el estudio del derecho, vale decir, de una
disciplina histórica preocupada por indagar en el pasado de la cultura jurídica, es
algo que surgió en Europa a comienzos del siglo XIX. Aparecida en el Viejo
Continente, la nueva disciplina científica tardó, empero, en aclimatarse al medio
argentino. Fundamentalmente, ello se debió al hecho de que en nuestro país,
cuya identidad nacional recién terminó de consolidarse a mediados de la
decimonovena centuria, la tardía aparición de una historiografía nacional –algunas
de cuyas incipientes expresiones, como los ensayos que Bartolomé Mitre dedicó a
la independencia argentina y a la emancipación americana, no aparecieron sino
durante las décadas de 1860 y 1870- gravitó decisivamente. Dicho de otro modo,
difícilmente podían sentarse las bases de una historiografía especial cuando ni
siquiera estaban firmes los cimientos de una historia argentina de carácter
general.

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Ahora bien, amén de la exigencia previa de una historiografía nacional, otra


cosa que impactó decisivamente en el surgimiento de una historiografía jurídica
propia fue el fenómeno de la codificación, y ello en virtud de dos motivos distintos.
En cuanto al primero, de carácter activo, cabe decir que la sanción de los códigos
–en particular, la del civil- convirtió en historia un formidable volumen de
materiales normativos hispano indianos, hasta entonces vigentes, con lo que se
puede concluir, como agudamente indica José María Pérez Collados para el caso
español, que la codificación terminó devolviendo la historia del derecho al campo
de la historia. De este modo, con el triunfo de los códigos no sólo se impuso una
concepción de la enseñanza del derecho positivo ajena a cualquier tipo de
fundamento histórico –con lo que, al decir de Víctor Tau Anzoátegui, se estimuló
decisivamente la formación de una disciplina científica autónoma, dedicada
específicamente a indagar en el pasado del derecho-, sino que además, y como
consecuencia de la referida derogación del antiguo derecho, transcurridos
algunos años desde la puesta en práctica de los códigos las jóvenes
generaciones de juristas, ahora con criterio de historiadores, comenzaron a
interesarse vivamente en su conocimiento. Asimismo, respecto del segundo
motivo –de índole reactiva-, debe tenerse presente que, tal como lo entiende José
M.Mariluz Urquijo, la crítica a los excesos de la codificación derivaría, tanto aquí
como en Europa, en un repudio a la exégesis legal y en la consiguiente exaltación
de las ciencias sociales como instrumento idóneo para comprender la verdadera
naturaleza del derecho. Vale decir, pues, que re-descubierta la complejidad de lo
jurídico -tal como nos dice en nuestros días Paolo Grossi-, en lugar de seguirse
identificando lo normativo con la ley –cosa que se venía haciendo en Occidente a
partir del triunfo de la Modernidad política-, lo que se abrió camino, historicismo
mediante, fue la idea de que el derecho no era una mera abstracción deducida
por la razón humana, sino un producto cultural permeable a los fenómenos
sociales y económicos. Consecuentemente, se consideró que la formación del
jurista debía atender a las enseñanzas de la sociología, de la economía política,
del derecho comparado y de la historia del derecho. Tan es así, que como
recuerda Alberto David Leiva, en la Argentina de finales del siglo XIX y comienzos
del XX, los juristas patrios, embarcados en perfeccionar el derecho nacional

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mediante una reforma legislativa, terminarían reconociendo “la necesidad de


estudiar a fondo la sociedad argentina a partir de sus orígenes”. Amén de lo
referido hasta aquí, todavía nos falta hablar de otro valioso factor concurrente en
la inicial formación de la historiografía jurídica argentina: se trata del papel
desempeñado por la actividad universitaria, que para el último tercio del siglo XIX
se concentraba, fundamentalmente, en las universidades de Buenos Aires y
Córdoba. Así las cosas, cabe advertir ahora, junto con Mariluz Urquijo, que la
convicción compartida entre los miembros del claustro docente en torno a la
necesidad de “crear jurisconsultos y no simples prácticos” generó no poco interés
respecto del cultivo de la historia en las respectivas Facultades de Derecho. Así
fue, por ejemplo, como, en 1895 y a instancias de Raimundo Wilmart, la
enseñanza del derecho romano en la universidad porteña pasó a teñirse de un
inocultable tinte “histórico”.

Remontándonos en el tiempo, cabe decir ahora que la estrella de los


estudios histórico jurídicos en la vida universitaria estuvo vinculada, hasta la
década del ´60 del siglo XX, a la de la asignatura Introducción al Derecho. Al
respecto, corresponde señalar que ésta se incorporó al plan de estudios de la
carrera de abogacía en 1875, año en el que la recién creada Facultad pasó a
substituir al antiguo Departamento de Jurisprudencia. Integrado entonces el
programa de la materia con una sección relativa a los principios constitutivos de la
ciencia del derecho y con otra atinente a la exposición de la evolución jurídica, su
primer catedrático fue Juan José Montes de Oca. Con respecto al perfil de este
personaje, cabe indicar aquí que si se trató de un destacado jurista y hombre
público, no fue, empero, ni un estudioso enteramente consagrado a la docencia
superior, ni un investigador de fuste, cosa, esta última, que se advierte con sólo
recorrer las páginas de la Introducción general al estudio del derecho que
publicara en 1877. Amén de lo referido, no está de más señalar que, imbuido de
un severo respeto hacia la majestad de la ley, “no pudo comprender –como
recuerda Leiva- la necesidad de considerar otras fuentes del derecho”. Asimismo,
también debe tenerse en cuenta que las preocupaciones históricas de Montes de
Oca resultaron, como mucho, de lo más moderadas. Así las cosas, nuestro
docente sólo previó el dictado de tres bolillas relativas a este tipo de cuestiones:

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una destinada al estudio del derecho romano, otra al del español y una última al
del patrio.

En 1892, transcurridos poco más de tres lustros desde su acceso a la


cátedra, el profesor Juan José Montes de Oca fue reemplazado en la titularidad
de la misma por su hijo, Manuel Augusto, quien a su vez la abandonaría en 1896,
al serle adjudicado el dictado de Derecho Constitucional. Dotado de una
personalidad académica análoga a la de su padre -vale decir, permaneció ajeno al
mundo de la investigación científica, consagrando sus esfuerzos no sólo a la
enseñanza sino a una multiplicidad de intereses vitales-, el breve magisterio de
Manual Augusto Montes de Oca en Introducción al Derecho se caracterizó,
empero, por una notable variación en la forma de considerar los contenidos
históricos. De esta manera, si en el primer programa hecho por Manuel Augusto,
de 1893, sólo se previeron dos bolillas históricas, una dedicada al derecho
romano y otra al estudio del español -en la cual se analizaban la Recopilación de
Leyes de Indias de 1680, la Real Ordenanza de Intendentes de 1782, y algunas
otras ordenanzas de audiencias-, y se ignoraba al completo el análisis del
derecho patrio histórico, para 1895 la situación había cambiado dramáticamente.
Tan es así, que de las dieciséis bolillas del programa, nueve se destinaban
entonces a tratar asuntos de índole histórica –en particular, cinco de ellas se
dedicaban al estudio de la ya referida Recopilación-. Además, superando el
estrecho enfoque legalista que caracterizara el magisterio de su padre, Manuel
Augusto Montes de Oca fue el primero en nuestro país en tomar en cuenta la
doctrina de los autores como objeto de análisis histórico jurídico.

Digamos, además, que también por aquellos días –nos referimos en


concreto a noviembre de 1895-, se decidía crear en la Universidad de Córdoba
una cátedra de Historia del Derecho, pomposa denominación que identificaba a
una historia de la cultura. Mantenida como tal hasta 1907, a partir de entonces se
introdujeron al programa de la materia específicos contenidos histórico jurídicos.

2. El surgimiento de la disciplina y sus primeros pasos. Como


culminación de las tendencias aludidas arriba, puede afirmarse que la

15
- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

historiografía jurídica adquirió definitiva carta de ciudadanía en nuestro país en


1896. Es que ese año se impuso en la materia el liderazgo intelectual de Juan
Agustín García, quien reemplazó a Manuel Augusto Montes de Oca en la
titularidad de Introducción al Derecho y entonces publicó una Introducción al
estudio del derecho argentino. Ahora bien, no está de más aclarar que este
García –que en 1899 daría a conocer una Introducción a las ciencias sociales
argentinas, y que en 1900 ofrecería a las prensas su obra cumbre, La ciudad
indiana-, integraba lo que Víctor Tau Anzoátegui ha dado en identificar como
“generación de 1896”, vale decir ese selecto conjunto de juristas –muchos de
ellos graduados en 1882, en plena apoteosis de la codificación- que plantearon
importantes reservas respecto del absolutismo legal y de la enseñanza jurídica
meramente exegética. Coetáneo, pues, de figuras consulares como las de
Ernesto Quesada, Norberto Piñero, Luis María Drago, Rodolfo Rivarola, José
Nicolás Matienzo, Juan Antonio Bibiloni, Joaquín V.González, Antonio Dellepiane y
Enrique Weigel Muñoz, García compartiría con muchos de ellos la aspiración de
ampliar el horizonte intelectual del jurista con la incorporación de las ciencias
sociales.

Atraído por la sociología y por sus planteos, pues, García también


consideraba que la historia constituía un elemento de excepcional importancia
para la comprensión de la realidad jurídica. De este modo, durante su magisterio
universitario imprimió un impulso decisivo a los estudios históricos, al tiempo que
también abrió el camino para la investigación científica basada en la compulsa de
fuentes de época, como los Acuerdos del Cabildo de Buenos Aires o los escritos
de juristas hispánicos de la talla de Juan de Solórzano y Pereira o Jerónimo
Castillo de Bovadilla. Ahora bien, el carácter central de García en la trayectoria de
la historiografía jurídica argentina no reposa tanto en sus peculiares criterios
metodológicos, que más que nada evocan los balbuceos imprecisos y primitivos
de una disciplina naciente –al respecto, una de las mayores tachas que
posteriormente se le hicieron a nuestro hombre giró en torno a su carencia de
perspectiva histórica, como que en ocasiones ponía en un mismo plano
cronológico una obra del siglo XIII junto a otra del XIX-, sino en el hecho de que
trazó un valioso programa de actividades al que se adhirieron no pocos de sus

16
- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

coetáneos. De este modo, v.gr., el magnetismo personal de García –a quien en


1902 se le adjudicó la dirección de los recién creados Anales de la Facultad de
Derecho y Ciencias Sociales- impulsó la redacción de valiosas tesis doctorales,
como la de Carlos Octavio Bunge sobre el federalismo argentino, la de Vicente
Gallo en torno a la historia del juicio político, o la de Tomás Jofré respecto de los
antecedentes del código de comercio.

Lejos de extinguirse con la renuncia de García a la cátedra, en 1905, la


llama de los estudios histórico jurídicos permanecería aún más viva durante la
gestión de su sucesor, el ya aludido Carlos Octavio Bunge (1875-1919). En
cuanto a la personalidad de este último, quien se haría cargo de la cátedra hasta
producirse su deceso, cabe mencionar que fue un abogado de vocación
humanista que, interesado por la filosofía, la dramaturgia, la pedagogía y la
psicología, se distinguió por sus preocupaciones sociológicas y por su adhesión al
positivismo. Así las cosas, al tiempo que negaba entidad al derecho natural y al
valor justicia, Bunge estaba convencido de que la esencia del derecho residía en
la fuerza coactiva que imponía su cumplimiento, lo que no obstaba a que
simultáneamente admitiese que el carácter, organización y desenvolvimiento de
las sociedades gravitaba inconfundiblemente en la integración del orden jurídico.
Así pues, enfrentado a opiniones como las de un Osvaldo Magnasco, quien hacia
el Centenario afirmó que no podía hablarse de elaborar una historia del derecho
argentino, en la medida en que ese derecho nunca habría existido, nuestro
estudioso demostró grandes inquietudes histórico jurídicas, si bien sus
motivaciones no giraban tanto en torno al pasado considerado en sí mismo, sino
en cuanto el conocimiento que éste aportaba a la mejor comprensión del
presente. Es que, como lo ha indicado la profesora Pugliese, en Bunge las
instituciones jurídicas resultan comprensibles en tanto que experiencia histórica.
Ahora bien, además de lo dicho, cabe recordar en cuanto al debate sobre la
originalidad del derecho argentino, que para Bunge, que asimilaba el derecho con
una expresión de la cultura, la identidad jurídica de un pueblo no sólo abarcaba
sus manifestaciones normativas “originales”, sino también las adaptaciones de
dispositivos jurídicos tomados de otras sociedades.

17
- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

Como derivación del fructífero magisterio de Bunge, bajo el cual cobró


formidable impulsó la publicación de documentación hasta el momento inédita, se
redactaron más de cuarenta valiosas tesis doctorales -entre las cuales cabe
mencionar la del futuro constitucionalista Juan Antonio González Calderón; la de
José María Sáenz Valiente sobre el régimen municipal; la de Juan Ramos sobre el
poder ejecutivo en los estatutos y en los reglamentos de la época revolucionaria;
la de Agustín Pestalardo sobre la historia de la enseñanza de las ciencias
sociales; y la de Jorge Cabral Texo sobre las fuentes nacionales del código civil-,
y se fijó una serie de ambiciosos objetivos, cuya sola formulación constituyó, al
decir de José M.Mariluz Urquijo, una verdadera “proeza” en un medio “intelectual
hostil o indiferente”. En cuanto al perfil historiográfico de Bunge, cabe aquí
distinguir, al menos, dos aspectos fundamentales. Así, debemos mencionar su
nacionalismo jurídico, el mismo que, como lo explica José María Díaz Couselo,
derivó en la revalorización del papel ejercido en su hora por el antiguo derecho
español y por el derecho indígena, como tuvo oportunidad de expresarlo en el
único tomo de su Historia del Derecho Argentino (1913). Por otra parte, también
se destacaron sus preocupaciones metodológicas, las que, por ejemplo, lo
llevaron a distinguir entre una historia externa del derecho, o de la evolución de
las fuentes, y una interna, o de las instituciones. Además, Bunge se preocupó por
conocer y aplicar los más modernos criterios conocidos en materia de
investigación jurídica e histórico jurídica. De este modo, influyeron en él
decisivamente las visitas al país del profesor ovetense Rafael Altamira (1909),
quien impulsaría la enseñanza del derecho indiano e insistiría en convertir las
facultades de derecho en auténticos centros de vida científica, y la del jurista
francés Leon Duguit (1911), quien con su audaz crítica a los códigos demostraría
la utilidad de recurrir a las enseñanzas ofrecidas por la realidad social y por la
historia. Sin embargo, todavía más importante en el notable progreso
metodológico impreso por Bunge a la historiografía jurídica argentina resultó su
activa relación epistolar con el maestro español Eduardo de Hinojosa (1852-
1919), quien imbuído de sólidos criterios científicos adquiridos en Alemania sería
considerado como el fundador de la moderna escuela de historia del derecho de
su patria.

18
- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

3. La consolidación de una historiografía jurídica y la formación de


una Escuela. Fallecido Bunge, la titularidad de la cátedra de Introducción al
Derecho de la Universidad de Buenos Aires fue ocupada por Ricardo Levene
(1885-1959), quien fue el personaje clave en el desarrollo de nuestra
historiografía jurídica nacional, al punto que hoy cabe sindicarlo como el fundador
de la escuela o corriente de iushistoriadores que actualmente preside el escenario
de las investigaciones científicas específicas en nuestro país. Integrante, junto
con Diego Luis Molinari, Rómulo Carbia, Emilio Ravignani, Carlos Correa Luna y
Enrique Ruiz Guiñazú, de la Nueva Escuela Histórica cuya formación había
estimulado en su momento Juan Agustín García, Levene compartió con los
ilustres historiadores recordados la tendencia a la erudición; el interés en
constituir colecciones documentales destinadas a fundamentar las futuras
indagaciones; la idea de que los procesos históricos debían ser investigados
desde su génesis; la concepción de que los fenómenos del pasado sólo eran
comprensibles en la integridad de los factores concurrentes -sobre todo de los
económicos y los sociales-, y en función de acciones colectivas antes que
individuales; y un espíritu nacionalista simultáneamente abierto a las experiencias
continentales. Empírico e intuitivo -como lo califica Tau Anzoátegui-, más que la
originalidad del pensamiento de Levene lo que se destacó de éste fue una
extraordinaria operatividad, como que el ambicioso programa institucional que
diseñó en su momento alcanzó, como ya veremos, un alto grado de concreción.
Puede afirmarse, de este modo, junto con Mariluz Urquijo, que con Levene
“termina la etapa de balbuceos y de ensayos y la historia del derecho empieza a
ser cultivada con una intensidad que no declinará a lo largo de los años”. Ahora
bien, lo que el Maestro hizo –y ello sin transmitir una teoría formalmente
elaborada, cosa que nunca produjo, sino generando un “clima” intelectual entre
colaboradores y discípulos-, fue sentar las bases del futuro derrotero de la
disciplina, programa en el que se destacaban la recuperación del pasado
hispánico mediante el empleo de documentación inédita; el acceso a verdadera
aplicación del derecho; la atención a la auténtica originalidad jurídica argentina; y
la ampliación del horizonte de la investigación más allá de lo que decían los textos

19
- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

legales. Es que, en la concepción leveniana, el derecho sólo podía comprenderse


como algo inserto en el tejido social, en la medida en que, como explicara el
mismo Levene en uno de sus primeros escritos, el derecho positivo “se agita, se
forma, [y] se organiza en la entraña viva de la sociedad”

Amén de la “dedicación ejemplar y exclusiva” de Levene al servicio de la


investigación y de la docencia universitaria –perfil que, como tan bien lo retratara
Ricardo Zorraquín Becú, derivaría en que nunca ejerciese la profesión de
abogado-, el Maestro fue fundador y/o director de un impresionante catálogo de
emprendimientos colectivos. Así, en este orden de cosas podemos mencionar que
en 1936 fundó el Instituto de Historia del Derecho de la Universidad de Buenos
Aires, organismo que se transformaría en pieza señera de su magisterio en el
campo de la investigación y cuyos destinos conduciría hasta su muerte; que
dirigió por largos años la Academia Nacional de la Historia, corporación que bajo
su guía emprendió la publicación de la Historia de la Nación Argentina; que
integró la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales; que a su impulso
se creó el Archivo Histórico de la Provincia de Buenos Aires, la Comisión Nacional
de Museos y Lugares Históricos, y el Museo Sarmiento; y que fue decano del
Departamento de Humanidades de la Universidad Nacional de La Plata y que
llegó a ser presidente de la misma Casa de Altos Estudios. En cuanto a su obra
personal, podemos recordar, además, que su período más original fue el de su
juventud, durante el cual publicó obras como su Ensayo histórico sobre la
Revolución de Mayo y Mariano Moreno (1920), su Introducción a la Historia del
Derecho Indiano (1924), o sus Investigaciones sobre la Historia Económica del
Virreinato del Río de la Plata (1924), en tanto que, más allá de otros importantes
trabajos que aquí no podemos citar, lo más caracterizado de sus últimos años fue
la publicación de su voluminosa Historia del Derecho Argentino en once tomos.

Ahora bien, si el liderazgo intelectual de Levene fue importante, ello no


significa que entonces no hubiese en el país otras figuras interesadas en los
estudios histórico-jurídicos. De allí que también podamos recordar que en 1926 el
cordobés Donato Latella Frías publicó un estudio sobre las leyes de Indias; que
contemporáneamente Emilio Ravignani dio a conocer varios trabajos sobre la
historia constitucional argentina –los que derivarían, tiempo después, en la

20
- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

aparición de las monumentales Asambleas Constituyentes Argentinas-; y que en


1937 Abel Cháneton editó su magistral Historia de Vélez Sársfield. Además,
también en el extranjero descollaban algunas importantes figuras –con muchas de
las cuales el Maestro se puso en contacto-. Así, cabe tener en cuenta a Jorge
Basadre en el Perú, al entonces joven Alamiro de Ávila Martel en Chile; a Silvio
Zavala, en México; al emigrado español José María Ots Capdequí, en Colombia;
al maestro de éste, el también exilado en México Rafael de Altamira. En cuanto al
último de los nombrados, su gigantesca dimensión histórico-jurídica, la
importancia que su influjo ejerció en los estudios iushistoriográficos argentinos, y
su intenso parentesco intelectual con Levene –como lo demuestra su
correspondencia epistolar-, nos obligan a decir algunas palabras sobre su obra y
su pensamiento. Nacido en Alicante en 1866 y fallecido en el exilio azteca en
1946, Altamira fue un jurista que supo congeniar la vocación por la historia con el
desempeño de importantes tareas forenses, como que en 1921 llegó a ser
designado juez titular del Tribunal de Justicia Internacional. Ahora bien, dueño de
una agudeza poco común, Altamira no sólo impulsó la renovación metodológica
de los estudios jurídicos de acuerdo con lo preceptuado por los modelos
alemanes, sino que en su preocupación por llamar la atención sobre el valor de
las raíces históricas de lo jurídico señaló, en materia de derecho indiano, la
relevancia de documentos de aplicación como los expedientes judiciales.
Asimismo -como lo recuerda en nuestros días María Rosa Pugliese-, entre otras
cuestiones Altamira se interesó por la costumbre, en la medida en que entendía
que frente a las pretensiones absolutistas de la corona y del derecho culto, la
auténtica vitalidad jurídica de los pueblos se encontraba en las formas
espontáneas de creación del derecho.

4. La trayectoria de la Escuela de Levene. Constituída en vida de


Levene, la escuela de iushistoriadores identificada con su nombre sobrevivió
exitosamente a la desaparición física del numen fundador. A tal punto esto resultó
así, que sus discípulos y antiguos colaboradores no sólo contribuyeron al
crecimiento de la disciplina con nuevos descubrimientos, sino que, incluso, al
calor del refinamiento metodológico paulatinamente alcanzado no dudaron en

21
- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

señalar algunas discrepancias con los lineamientos trazados en su hora por el


Maestro. Empero, ello no significó la total superación de los mismos. De este
modo, por ejemplo, entiende Tau Anzoátegui que desde Levene “la relación entre
Historia, Derecho y Sociedad ha constituído y constituye un asunto-clave para
todo historiador del derecho”.

En cuanto al liderazgo de la Escuela –cuyo epicentro se trasladaría en


1973 de la entonces convulsionada Universidad de Buenos Aires al recién creado
Instituto de Investigaciones de Historia del Derecho-, cabe recordar que hasta
mediados de los años ´90 el mismo fue ejercido con ejemplar señorío por Don
Ricardo Zorraquín Becú (1911-2000). Respecto de la personalidad de este último,
quien se había formado con Abel Cháneton y luego se convertiría en un estrecho
colaborador de Levene, digamos ahora que si no fue un hombre de archivo, su
inteligencia superior le permitió obtener el máximo provecho de todas las fuentes
éditas disponibles, tal como lo recordara recientemente, en páginas memorables,
José M.Mariluz Urquijo. Autor de obras que se siguen consultando con interés en
América y en Europa, dueño de un fino sentido metodológico –que ha sido
magistralmente analizado por José María Díaz Couselo- y numerario, entre otras
instituciones, de la Academia Nacional de la Historia –corporación que, dicho sea
de paso, presidió en dos oportunidades-, al impulso de Don Ricardo también se le
debe la concreción de importantes emprendimientos intelectuales, como la
fundación –junto con Alfonso García-Gallo y Alamiro de Ávila Martel- del Instituto
Internacional de Historia del Derecho Indiano (1966) y la del ya mencionado
Instituto de Investigaciones de Historia del Derecho.

Felizmente conectada con el ambiente académico internacional –


indiscutible y valioso legado del desaparecido Maestro-, durante los años que
sucedieron al fallecimiento de su fundador la Escuela de Levene siguió
profundizando sus contactos con diversos grupos de investigadores extranjeros.
Al respecto, cabe recordar la consolidación de los vínculos entablados en su hora
con los colegas chilenos –entonces encolumnados detrás de la figura señera de
Alamiro de Ávila-, peruanos, mexicanos y españoles. En cuanto a estos últimos, la
personalidad excluyente entre los años ´50 y comienzos de los ´80 fue la de
Alfonso García-Gallo (1911-1992), un integrante de la Escuela de Hinojosa –en

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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

cuyo seno se formó bajo la dirección de Galo Sánchez- conocido en el ámbito


hispanoamericano como responsable de un difundido manual y como autor de
una copiosísima producción intelectual, buena parte de la cual dio a conocer en
las páginas del Anuario de Historia del Derecho Español, revista que dirigió
durante alrededor de cuarenta años. Asiduo visitante a Buenos Aires –ciudad en
la que estuvo al menos en ocho oportunidades- García-Gallo se interesó
vivamente por el cultivo del derecho indiano, área de interés en la que coincidió
con Levene –a quien consideraba el maestro en la materia- y con Zorraquín Becú.
Ahora bien, inclinado a la sesuda investigación monográfica, el maestro español
también supo, sin embargo, sentar valiosos criterios metodológicos, como los
relativos a la “lectura” de las fuentes, a la relación entre el derecho y la cultura de
cada época, a la distinción entre un nivel jurídico culto y uno vulgar, y a la
discriminación entre un derecho dictado “para” las Indias y el efectivamente
aplicado “en” las Indias.

En cuanto a un balance de lo acontecido más recientemente en la


historiografía jurídica argentina, corresponde indicar ahora que la obra de la
Escuela de Levene ha seguido progresando en forma constante, tanto en
volumen como en calidad. Al respecto, cabe considerar que esto no ha sido fruto
de una causa aislada, sino de una variedad de factores concurrentes, entre los
cuales podemos mencionar: la repercusión de la autonomía didáctica de la
disciplina –obtenida en la década de los ´60-, a lo que se le sumó la creación de
nuevas cátedras específicas en buena parte de las cuarenta universidades de
gestión pública y privada dedicadas a la enseñanza del derecho; el elevado
liderazgo ejercido en la materia por el Instituto de Investigaciones de Historia del
Derecho, institución que ha sabido mantener una envidiable coherencia
intelectual, a despecho de las crisis políticas y económicas que tanto han
golpeado los emprendimientos culturales en la historia reciente de los argentinos;
la profesionalización del quehacer histórico jurídico, sobre todo merced a la
creación de plazas de investigadores y a la concesión de becas por parte del
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, a lo que se ha venido
a sumar durante los últimos tiempos la dotación de cargos de investigación
rentados en instituciones como la Universidad Católica Argentina; la

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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

profundización de los contactos con la comunidad científica internacional y el


constante interés por renovar la metodología específica, proceso en el cual
influyeron decisivamente con sus visitas y con sus escritos, entre otros, los
maestros Helmut Coing, de Alemania, Paolo Grossi, de Italia, y António Manuel
Hespanha, de Portugal; en cuanto a los enfoques disciplinares, la plena
superación de las estrechas visiones legalistas de principios del siglo XX, la
aceptación de concepciones jurídicas todavía más atentas a lo cultural, a lo social
y a lo económico, y la construcción de una historia jurídica nacional respetuosa de
las perspectivas locales y regionales; la periódica celebración de congresos y de
reuniones científicas, entre los cuales se destacan los que convoca desde 1966 el
Instituto Internacional de Historia del Derecho Indiano, y las Jornadas de Historia
del Derecho Argentino, que, iniciadas en 1967, ya han tenido lugar en una
veintena de oportunidades; y, finalmente, la considerable expansión de la
producción científica, que si entre los treinta años comprendidos entre 1958 y
1988 generó, al decir de Carlos Storni, la publicación en el país de más de 300
monografías y estudios relativos al pasado jurídico argentino, en los últimos tres
lustros no ha dejado de incrementarse, merced a la periódica publicación de la
Revista de Historia del Derecho –de la cual ya han aparecido treinta números
anuales desde 1973-, y a las contribuciones provenientes de otros medios, como
la Revista del Instituto de Historia del Derecho ´Ricardo Levene´ (1949-1979) –
tras su desaparición, continuada en la década del ´90 por la Revista de Historia
del Derecho ´Ricardo Levene´-, o los Cuadernos de Historia, editados por la
Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba.

Bibliografía:

Como trabajos de alcance general respecto de los temas abordados en este capítulo,
pueden verse: Alberto David Leiva, “Los primeros ochenta años de la historiografía jurídica
argentina”; en Idem, Aprendizaje jurídico y entrenamiento profesional (siglos XVIII a XX), Buenos
Aires, Dunken, 1996. Víctor Tau Anzoátegui, “El historiador ante el derecho”; anticipo de Anales,
año XLVII, segunda época, número 40 (marzo de 2003). José María Mariluz Urquijo, “El derecho y
los historiadores”; en AAVV, La Junta de Historia y Numismática Americana y el movimiento
historiográfico en la Argentina (1893-1938)”, t. II, Buenos Aires, Academia Nacional de la Historia,

24
- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

1996. Abelardo Levaggi, El cultivo de la historia jurídica en la Universidad de Buenos Aires (1876-
1919), Buenos Aires, Perrot, 1977. Marcela Aspell de Yanzi Ferreira y Pedro Ramón Yanzi Ferreira,
Los estudios de historia del derecho en la Universidad Nacional de Córdoba , Córdoba, El Copista,
1994. Asimismo, sobre la historiografía jurídica argentina de los últimos años en particular, deben
tenerse cuenta Carlos Storni, “Historiografía del derecho nacional”, y Víctor Tau Anzoátegui, “El
desarrollo de la historiografía jurídica argentina: causas e influencias (1958-1988)”; ambos en
AAVV, Historiografía argentina 1958-1988. Una evaluación crítica de la producción histórica
nacional, Buenos Aires, Comité Internacional de Ciencias Históricas-Comité Argentino, 1988.
En cuanto al estudio particular de las figuras rectoras de la historiografía jurídica argentina,
Víctor Tau Anzoátegui se ha ocupado de Juan Agustín García en “El derecho en la visión
finisecular de Juan Agustín García”, artículo aparecido en la Revista de Historia del Derecho, n° 24
(1996). Por su parte, los aportes de Bunge han sido materia de estudio de José María Díaz
Couselo –en “Carlos Octavio Bunge y la historia del derecho”, Revista de Historia del Derecho, n°
16 (1988)- y de María Rosa Pugliese -en “Carlos Octavio Bunge. Semblanza de la vida y obra de
un pensador argentino”, trabajo incluído en Academia Argentina de la Historia, La historia
argentina y sus protagonistas, Buenos Aires, Ciudad Argentina, 2000-. En lo atinente a Ricardo
Levene, el elenco de títulos a considerar se integra con José María Mariluz Urquijo, “Ricardo
Levene y la historia del derecho”, en Revista del Instituto de Investigaciones de Historia del
Derecho ´Ricardo Levene´, n° 10 (1959); Ricardo Zorraquín Becú, “Ricardo Levene y la cátedra de
introducción al derecho”, en Revista del Instituto de Investigaciones de Historia del Derecho
´Ricardo Levene´, n° 10 (1959); Víctor Tau Anzoátegui, “Historia, derecho y sociedad. En torno a la
concepción histórico-jurídica de Ricardo Levene”; en Investigaciones y Ensayos, n° 35 (julio de
1983-junio de 1987); y Ezequiel Abásolo, “La enseñanza de la historia del derecho y una polémica
entre Ricardo Levene y Jorge Cabral Texo”, en Revista de Historia del Derecho, n° 26 (1998).
Finalmente, en lo que hace a las aportaciones de Ricardo Zorraquín Becú, podemos mencionar los
estudios de José María Mariluz Urquijo, “Ricardo Zorraquín Becú y el Instituto de Historia del
Derecho”; en Revista de Historia del Derecho, n° 28 (2000), y de José María Díaz Couselo, “Las
ideas de Ricardo Zorraquín Becú sobre la historia del derecho”; también en la Revista de Historia
del Derecho, n° 28 (2000).
Respecto de la historiografía jurídica dedicada al estudio del derecho indiano, véanse José
María Mariluz Urquijo, “Historiografía sobre el derecho indiano”, en AAVV, Historiografía argentina
1958-1988. Una evaluación crítica de la producción histórica nacional, Buenos Aires, Comité
Internacional de Ciencias Históricas-Comité Argentino, 1988. Alberto de la Hera, Ana María
Barrero y Rosa María Martínez de Codes, La historia del derecho indiano. Aportaciones del
Instituto Internacional de Historia del Derecho Indiano a la bibliografía jurídica americanista,
Madrid, Universidad Complutense, 1989. Víctor Tau Anzoátegui, “La moderna historiografía jurídica
española e hispanoamericana”; en Lecciones y Ensayos, n° 42 (1970). Víctor Tau Anzoátegui,
Nuevos horizontes en el estudio del derecho indiano, Buenos Aires, Instituto de Investigaciones de
Historia del Derecho, 1997. En cuanto a los aportes de los maestros españoles, pueden
consultarse Alfonso García-Gallo, “Hinojosa y su obra”, en Eduardo de Hinojosa y Naveros, Obras,
t. I, Madrid, Instituto Nacional de Estudios Jurídicos, 1948; María Rosa Pugliese, “La vigencia de la
concepción histórico-jurídica de Altamira”, en Revista de Historia del Derecho, n° 20 (1992); y
Víctor Tau Anzoátegui, “El tejido histórico del derecho indiano. Las ideas directivas de Alfonso
García-Gallo”, en Revista de Historia del Derecho, n° 21 (1993). Por último, en lo que se refiere a
la situación de algunas historiografías jurídicas nacionales, corresponde acudir, entre otros, a
Francisco Tomás y Valiente, “Escuelas e historiografía en la historia del derecho español (1960-
1985)”, trabajo incluído en Hispania. Entre derechos propios y derechos nacionales, Milano, Giuffré
Editore, 1990; a José María Pérez Collados, “Acerca del sentido de la historia del derecho como
historia (Historia como narración)”, en Anuario de Historia del Derecho Español, t. LXVIII (1997); y
a Antonio Dougnac Rodríguez y Felipe Vicencio Eyzaguirre [eds.], La escuela chilena de
historiadores del derecho y los estudios jurídicos en Chile, 2 ts., Santiago de Chile, Universidad
Central de Chile, 1999.

25
- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

Capítulo 3

Antecedentes del derecho castellano:


romanización de la península ibérica y presencia
visigoda

1. El derecho en la España prerromana. En tanto que cabe conceptuar al


derecho castellano como un antecedente fundamental del derecho indiano –el
cual, a su vez, constituye el origen de nuestro actual derecho argentino-, resulta
imprescindible que en los inicios de nuestro recorrido por el pasado histórico
jurídico nacional nos detengamos a averiguar la trayectoria del primero de los
mencionados. En este sentido, resulta evidente que para entender la evolución de
este particular dispositivo jurídico –que formalmente comienza a cobrar vida a
partir del siglo VIII, con el despliegue de los primeros esfuerzos tendientes a
reconquistar a los musulmanes la extensa porción de la península ibérica
entonces bajo su dominio- debemos remontarnos muchos siglos atrás en el
tiempo. En efecto, difícilmente podríamos comprender lo jurídico castellano si
ignorásemos dos cuestiones capitales: la “romanización” de la península ibérica,
por un lado; y las características de la presencia visigoda en la misma, por el otro.

Ahora bien, adviértase que casi nada decimos respecto de la tradición


jurídica ibérica anterior a los romanos. Por supuesto, esta omisión no obedece a
un capricho, sino al hecho incontrovertible de que si bien es cierto que antes del
arribo de los romanos a la península ibérica, ésta ya había sido poblada y
recorrida por una variedad de pueblos -entre los que se pueden mencionar celtas,
íberos, griegos, fenicios y cartagineses-, el legado jurídico de los pobladores
ibéricos anteriores a la romanización no generó mayores consecuencias
posteriores. Por otra parte, y amén de lo referido, la ignorancia de la escritura por
buena parte de estos antiguos habitantes de España ha obscurecido
enormemente, como bien lo señalara Jesús Lalinde Abadía, la mera posibilidad de
26
- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

historiar las características de los ordenamientos jurídicos de los pueblos ibéricos


primitivos. En este sentido, quizás lo que pueda ser menos discutido es que hasta
el siglo III a.C. los pueblos ibéricos, como el que dio vida a la mítica ciudad de
Tartessos –ubicada en un sitio aún indeterminado de la actual Andalucía-, se
distinguieron por contar con un derecho de índole personal, vale decir que
“seguía” a la persona, con independencia del territorio en el cual ésta se
encontrase. Queda claro, asimismo, tal como lo sostuviera en su momento
Alfonso García-Gallo, que no hubo entonces un solo derecho ibérico primitivo. Es
más, ni siquiera han podido identificarse rasgos jurídicos comunes. De allí que,
antes de los romanos, la Iberia prerromana se distinguiera por la coexistencia
simultánea de una multitud de ordenamientos jurídicos primitivos.

2. Los inicios de la presencia romana en la península Ibérica; su


dimensión jurídica. Empero, el panorama mencionado en el punto anterior sufrió
un vuelco notable a partir del año 218 a.C.. Es que, como consecuencia de la
derrota cartaginesa en la Segunda Guerra Púnica, entonces comenzó a hacerse
efectiva la presencia romana en la península. Vino a iniciarse, así, el
sometimiento de la España primitiva a la autoridad de Roma, proceso que, sin
prisa pero sin pausa, concluiría en el 19 a.C. con el completo sometimiento de la
región. Derivación no menor de esta empresa fue que a partir de entonces se
“construyó” el concepto geográfico de Hispania como unidad, idea que los mismos
habitantes de la península, bastante dispersos entre sí, no habían terminado de
formarse cabalmente.

Ahora bien, si como quiere Lalinde Abadía, la ocupación romana ejerció


una influencia “decisiva” en la historia jurídica española, o, como bien sostiene
José Antonio Escudero, puede verse en la misma el “fenómeno capital que
determinará el sentido de la vida y cultura hispánicas desde entonces a nuestros
días”, no deja de ser cierto que el control romano de la península, lejos de implicar
la automática e inmediata vigencia del derecho romano sobre la vida de todos los
hispanos, sólo tardíamente dio lugar a la “romanización” del derecho aplicado en
Hispania. Es que lo que se conformó en un principio –vale decir, durante el
período comprendido entre los siglos II a.C. a II d.C.- fue un variopinto mosaico de
27
- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

experiencias jurídicas, respecto de las cuales se dio la paradójica situación de que


lo compartido fuesen notables diferencias en cuanto al grado de romanización
jurídica alcanzado, y esto ya no sólo entre las distintas ciudades peninsulares,
sino incluso entre los habitantes de una misma ciudad. Al respecto, no escasean
los factores concurrentes que dan buena cuenta del por qué de este particular
fenómeno. Así, es necesario recordar que: 1°) Al igual que el resto de los
ordenamientos jurídicos antiguos, el romano tenía un carácter “personal”, vale
decir que seguía a la persona que lo gozaba. Además, que dado que se lo
concebía como un privilegio muy codiciado, sea que se lo concediera en su
totalidad –vale decir, en tanto que derecho de los ciudadanos, que eran los que
gozaban del optimo iure, bajo el cual se comprendía tanto el derecho privado a
contraer justas nupcias y a ejercer el comercio, como el derecho político a elegir y
a poder ser elegido como magistrado-, o que se lo otorgara en forma parcial –es
decir, bajo la forma del “derecho de los latinos”, que se limitaba al derecho privado
arriba mencionado-, el goce del derecho romano no se extendió a la totalidad de
los habitantes de la península, ni mucho menos. En efecto, en un comienzo se
trató de una concesión extendida a unos pocos elegidos. 2°) Por otra parte, y en
un principio, el trato jurídico otorgado por las autoridades romanas a los pueblos
ibéricos no fue uniforme y, además, tendió preferentemente a regular lo atinente a
las estructuras políticas, antes que a las instituciones del derecho privado. En este
sentido corresponde tener presente que mientras hubo ciudades que, en tanto
que aliadas a los romanos y sometidas pacíficamente a ellos desde un principio,
gozaban del carácter de “inmunes”, hubo otras que, luego se haber sido
derrotadas militarmente, se convirtieron en “estipendiarias”, vale decir en ciudades
obligadas a mantener una guarnición romana y a pagar un “estipendio” a Roma.
3°) Asimismo, y como bien lo advirtiera Francisco Tomás y Valiente, no todos los
pueblos ibéricos mostraron el mismo grado de “permeabilidad” ante el fenómeno
de la romanización. Sea, pues, que se tratase de pueblos más o menos primitivos,
vale decir relativamente incapaces de comprender los principios más avanzados
del derecho romano; sea que se hablase de las más romanizadas regiones del
sur o del este de la península, que fueron las primeras en entrar en contacto con
Roma, o de las áreas del Cantábrico, más refractarias a aceptar el dominio

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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

romano; sea en fin que se tratase de gentes de las ciudades, más proclives que
los habitantes del campo a las nuevas instituciones jurídicas romanas; lo cierto es
que la romanización jurídica alcanzó muy desiguales dimensiones.

3. Los alcances de la romanización jurídica de la península Ibérica


durante el Imperio. Paulatinamente, sin embargo, el panorama normativo de la
península Ibérica fue siendo objeto de una cierta uniformidad. En este sentido,
dos fueron los hitos fundamentales. De este modo, el primero de ellos pasó por la
concesión de la latinidad a todos los hispanos, medida adoptada por voluntad del
emperador Vespasiano de 74 d.C., mientras que el segundo tuvo lugar en el año
212, cuando, por motivos fiscales, el emperador Caracalla decidió otorgar los
derechos de la ciudadanía a todos los habitantes del Imperio.

Así las cosas, y dado el creciente índice de romanización alcanzado por


Hispania, sobre todo a partir de la referida concesión de la latinidad por parte de
Vespasiano, se produjo la paulatina desaparición de la mayoría de las
instituciones jurídicas prerromanas. “No obstante –entiende Tomás y Valiente-, es
también seguro que un fondo de costumbres jurídicas arraigadas profundamente
en cada pueblo influyó en su modo de entender y de practicar el Derecho de
Roma, fundiéndose con él”. Vale decir, pues, que de los viejos sistemas jurídicos
indígenas sólo sobreviviveron, con mayor o menor fortuna conceptos o
instituciones aisladas. Al respecto, uno de los posibles ejemplos sería el de la
devotio ibérica, forma de clientela militar y religiosa practicada por los íberos y
que, según algunos autores, se habría seguido practicando durante el medioevo.

Ahora bien, si es verdad que las antiguas y frágiles culturas jurídicas


indígenas ibéricas terminaron sucumbiendo ante el ímpetu avasallador del
derecho romano, es importante percatarse de las especiales características que
tuvo el derecho romano que impulsó la romanización jurídica de la península. En
este sentido, cabe tener muy presente que estamos hablando de una Hispania
integrada a un Imperio abierto ya a la vivificante experiencia cristiana, y en el cual
estaba cobrando creciente importancia la figura del emperador como legislador –
quien por aquellos días llegaría, incluso, a ser calificado de verdadero Deus et

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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

Dominus-, figura que avanzaba en desmedro de la potestad legisferante del


Senado, por no hablar del resto de las ya para entonces casi completamente
desaparecidas instituciones republicanas. Vino a resultar así que la lex del
emperador se convirtió en la fuente de derecho predominante, incluso opacando
el prestigio del antiguo y respetado ius diseñado por los juristas clásicos entre el
año 130 a.C. y el 230 d.C. Consecuencia de lo dicho fue que se produjó una
creciente acumulación de legislación imperial, de difícil manipulación, lo cual
derivó en la idea de ordenar y depurar todo este material. Así las cosas, a finales
del siglo III y a comienzos del IV, dos juristas del sector oriental del Imperio que, al
parecer, contaban con libre acceso a la cancillería imperial, compusieron dos
aceptadísimas –entre sus contemporáneos- colecciones privadas de
constituciones imperiales, las que, en homenaje a sus autores, se conocen bajo el
nombre de Codex Gregorianus y Codex Hermogenianus, respectivamente.
Empero, esto no fue todo, ya que en vista del éxito alcanzado por los referidos
códigos, años después, en 439, el emperador Teodosio II no sólo decidió
concederles carácter oficial, sino que con estos materiales y con documentos
imperiales obrantes en su poder hizo confeccionar un texto que, ampliamente
utilizado en España como en el resto del Imperio, dio en llamarse Código
Teodosiano.

Amén de lo que venimos diciendo hasta aquí, es preciso evitar la ilusión de


pensar que en una Hispania integrada a un vasto y por entonces decadente
Imperio Romano -que se había erigido sobre los restos de una multitud de
elementos culturales diversos-, el derecho allí aplicado fuese uniforme al del resto
de las provincias imperiales. En este orden de cosas cabe tener presente que a
finales del Bajo Imperio –vale decir, desde comienzos del siglo IV-, y tal como ha
dicho Alfonso García-Gallo, mientras que en Oriente, en donde el influjo del
helenismo se percibía en las escuelas jurídicas de Constantinopla y de Beirut, “el
derecho romano seguía siendo estudiado con espíritu de superación, en
Occidente se tendía a la simplificación”. Asimismo, y tal como lo aclara Maxime
Lemosse, del análisis de la época imperial se advierte que, en general, entonces
el derecho ya no interesaba tanto a los integrantes de una vanguardia intelectual
a los que, en cambio, les preocupaba más el cultivo de dominios tales como el de

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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

la filosofía o el de la religión. Dicho de otro modo, el derecho había dejado de ser


entonces un objeto de estudio intenso y especializado, para quedar relegado al
interés práctico de meros copistas rutinarios. Sin embargo, lo que los trabajos
jurídicos “perdieron en perfección, comparados con los de la época anterior –
afirma agudamennte García-Gallo-, lo ganaron en eficacia al divulgar en forma
más accesible los principios del derecho romano”. En este orden de cosas,
obligado es decirlo, la península Ibérica no fue la excepción. Cabe hablar así de la
aplicación en Hispania de versiones locales de un derecho romano vulgar,
expresión con la cual no se pretende evocar ninguna impresión despectiva, sino
aludir a un derecho que, desprovisto de calidad técnica y caracterizado por un
estilo muchas veces literariamente desprolijo y ajeno a la ordenación del
jurisconsulto cultivado, pero atento a la gravitación de los fenómenos
extrajurídicos, se adaptó extraordinariamente bien a las exigencias cotidianas de
los habitantes del Imperio. Ahora bien, como queda insinuado va de suyo que no
hubo una sola expresión de derecho romano vulgar, sino, por el contrario, una
variedad, siendo la ibérica una de ellas. Recreado, entonces, merced a los
esfuerzos más o menos espontáneos de las distintas comunidades que cobijaba
el Imperio –al respecto, cabe señalar que mientras algunos autores sostienen que
entonces afloraron elementos jurídicos prerromanos, otros piensan que todo fue
una respuesta de la sociedad a las nuevas exigencias de los tiempos-, este
derecho vulgar debió mucho de su fisonomía al trabajo silencioso de una legión
de juristas subalternos, que hoy nos resultan desconocidos.

4. La disolución del Imperio de Occidente y la presencia visigoda en


España. Pese al recurrente esfuerzo de varios emperadores, sabido es que la
presión de distintos pueblos de allende las fronteras del Imperio terminó con la
disolución del Imperio Romano de Occidente en el año 476. Más allá de este
episodio y de la gravitación de ciertos hechos de armas resonantes, empero, lo
cierto es que la desaparición del Imperio tuvo mucho más de descomposición
interna que de derrota en batalla campal. En este sentido, cabe recordar que
desde el siglo IV y ante la evidente imposibilidad de enfrentar a los numerosos
contingentes de pueblos bárbaros que presionaban sobre las fronteras imperiales,

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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

las autoridades optaron por obtener el favor y la alianza de estos peligrosos


vecinos, merced al recurso de suscribir con ellos un acuerdo o foedus. Resultaba
así que una vez “federados”, los ayer invasores pasaban a defender las fronteras
imperiales, a cambio de lo cual los romanos les concedían la propiedad de vastas
tierras mediante el instituto de la “hospitalidad” –en virtud del cual, se concedía a
los huéspedes bárbaros un tercio de las tierras cultivables-.

Uno de los pueblos que se benefició con esta política fue el de los
visigodos, quienes luego de celebrar el correspondiente foedus en 418, se
instalaron en el sur de las Galias. Empero, no se detuvieron allí, sino que desde
mediados del siglo V comenzaron a ingresar en la península Ibérica, sobre todo
durante los reinados de Teodorico II (453-466) y de Eurico (466-484).
Completamente independizados de un Imperio de Occidente que se disolvía
formalmente en 476, y ubicados a caballo de los Pirineos, a comienzo del siglo V
y luego de ser derrotados por los francos en Vouillé (507) los visigodos ingresaron
masivamente a España. De allí en más y hasta la irrupción musulmana en 711, el
reino visigodo sería, pues, un reino ibérico. Así las cosas, entre los principales
hitos de la historia visigoda cabe mencionar que a mediados del siglo VI
Atanagildo trasladó la capital del reino a Toledo; que Leovigildo (568-586) derrotó
a los suevos, con lo cual obtuvo endría la unidad política de la península a
excepción de algunos territorios en manos del Imperio Romano de Oriente
(Bizancio); que gracias a su hijo Recaredo, en 589 los visigodos abandonaron la
herejía arriana y se convirtieron al catolicismo; y que para 629 los reyes godos
lograron expulsar los últimos baluartes bizantinos de la península.

En cuanto a algunas características generales de las instituciones góticas,


cabe señalar ahora que los visigodos fueron de los bárbaros que más se
romanizaron. Al respecto, cabe compartir la opinión de Tomás y Valiente, quien no
cree que los godos hayan influido demasiado en el campo del derecho, sea tanto
por su debilidad numérica –recuérdese que habrían sido un 5% de la población
total, vale decir entre 80000 y 200000 sobre una población total de 4000000 de
hispanorromanos- como por su relativo atraso cultural –en este sentido, los
visigodos, pueblo germánico de costumbres itinerantes, carecía de lengua escrita
y desconocía muchas instituciones jurídicas fundamentales, como las relativas al

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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

derecho real de propiedad sobre bienes inmuebles-. En cuanto a las instituciones


políticas, su máxima autoridad era el rey, el cual, si bien a su entrada en España
había dejado de ser designado por elección –como lo había sido en un principio, a
semejanza de otros pueblos germánicos-, todavía no se había convertido en un
cargo de transmisión hereditaria. Además, si bien el rey era la principal figura
política, y estaba dotado de capacidad para dictar derecho, no gobernaba solo. En
este sentido era acompañado por importantes magnates, quienes integraban el
Aula Regia, y era controlado, en cierta medida, por los principales dignatarios de
la Iglesia reunidos en concilios, asunto que no tocaremos aquí en la medida en
que nos ocuparemos de él más adelante. Por otra parte, y en demostración de
que el reino había iniciado un proceso que la historiografía ha dado en denominar
de “prefeudalización”, durante los siglos VI y VII también cobraron particular
importancia algunos servidores personales del rey, quienes recibían el nombre de
“fideles regis”.

5. Características generales del derecho visigodo. En cuanto a las


características generales del derecho visigodo, pese a lo limitado de nuestro
conocimiento respecto de las fuentes normativas visigodas, que todavía es más
escaso en lo que se refiere a documentos de aplicación, podemos afirmar que el
derecho de los visigodos que ha llegado hasta nosotros –redactado en latín-
enlaza más que con la tradición jurídica de los pueblos germánicos, con la del
derecho romano vulgar. En este sentido y al margen del debate en torno a si hubo
leyes visigodas distintas para godos y para hispanorromanos, o si las mismas
tuvieron una aplicación general, asunto que tanto preocupó a los iushistoriadores
europeos del siglo XX y en el que aquí no nos interesa detenernos, no cabe sino
compartir el criterio del profesor José Antonio Escudero, según el cual “la
legislación visigoda denota una ostensible persistencia del derecho romano vulgar
en las diversas ramas del ordenamiento privado”. También sostienen ideas
semejantes Aquilino Iglesia Ferreirós, quien afirma que la legislación visigoda
combinaba el derecho de la práctica -que es el romano vulgar- con elementos
germánicos, y Carlos Petit, quien tras un exhaustivo examen de las fuentes
disponibles concluye que las costumbres jurídicas contempladas en el derecho

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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

visigodo no contaban con un origen germánico sino bajorromano. Téngase


presente, sin embargo, que el visigodo no abrevaba en un derecho romano “puro”,
sino en uno dotado de especial rusticidad, como que en el contexto de la crisis
cultural en el cual se desenvolvieron los visigodos no sólo escaseaba la idoneidad
para comprender en profundidad los conceptos jurídicos de la tradición romana,
sino que, incluso, no fue raro que quienes pretendían dedicarse al estudio de este
tipo de cuestiones se topasen con la casi insuperable dificultad de no poder
acceder a los manuscritos necesarios, que sí se conservaban en el Imperio de
Oriente. Asimismo, hubo otro fenómeno que llevó a una cierta “distorsión” del
legado jurídico romano: nos referimos al incipiente “nacionalismo gótico”, si es
que se nos permite el anacronismo. De este modo, por ejemplo, si algunos reyes,
como Recesvinto, pudieron admitir el estudio del derecho romano con carácter
“científico” –incluso, algún autor sospecha que no sólo se conocía el derecho
romano bajoimperial, sino también, aunque de modo fragmentario, el que había
dictado el emperador oriental Justiniano en el siglo VI- no dudaron en prohibir su
invocación forense, para lo cual alegaron no sólo que sus disposiciones estaban
“erizadas de dificultades” sino que, lo que es más importante, el derecho dictado
por los reyes visigodos era autosuficiente, y que por ende no era necesario
recurrir a ajenas disposiciones (Cfr. Liber Judiciorum, 2.1.10).

Amén de lo dicho hasta aquí, cabe señalar que no es acertado afirmar


categóricamente que el derecho dictado por los reyes visigodos se aplicaba a
rajatabla. Al respecto, advierte con agudeza Carlos Petit que “las mismas fuentes
que insisten en el conocimiento, difusión y vigencia de las leyes reales contienen
otros datos que nos hablan de un divorcio entre la realidad y la previsión
normativa”. Dicho de otro modo, no pocas veces el pretendido monopolio regio en
materia de administración de justicia debió ceder ante la autonomía jurisdiccional
ejercida por los magnates godos.

En cuanto a la nómina de las principales expresiones jurídicas visigodas,


corresponde tener presente que, de ser cierto lo que San Isidoro de Sevilla
sostuvo al comenzar el siglo VII, hasta el reinado de Eurico los visigodos
carecieron de leyes escritas, manejándose en sus asuntos jurídicos por medio de
costumbres. De este modo, habría sido el citado Eurico quien durante el mismo

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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

año en que desaparecía el Imperio Romano de Occidente ordenó redactar en las


Galias un código al que se le adjudicó su nombre. Basadas en el derecho romano
vulgar, y dirigidas a regular aspectos del derecho privado, penal y procesal, varias
de las disposiciones del Código de Eurico habrían sido incorporadas
posteriormente al Liber Judiciorum, en donde se las identificaría por ir precedidas
por la expresión “antiqua”. Cabe señalar que, coetáneamente, los habitantes de
Hispania se habrían seguido rigiendo por el derecho romano teodosiano.

Empero, el Código de Eurico no gozó de la repercusión que si tuvo el


posterior Breviario de Alarico, documento también conocido como Breviario de
Aniano o Lex Romana Visigothorum. Al respecto, corresponde recordar que este
dispositivo normativo, dictado en 506 con el objeto de evitar que los galorromanos
católicos sometidos a los visigodos arrianos se inclinasen en favor de los francos
que entonces amenazaban la integridad del reino, fue el resultado de combinar
leges y iura del derecho romano postclásico, fundamentalmente provenientes del
Código Teodosiano y de las novelas posteriores, de las Instituciones de Gayo, de
las Sentencias de Paulo, y de las Responsa de Papiniano. Tan es así, que
textualmente se afirma en el cuerpo del Breviario: “En esta obra se contienen
leyes o especies de derecho elegidos de Teodosiano y de diversos libros … [y en
ella] corregimos también con la mejor deliberación, lo que en las leyes parecía
inicuo, para que toda la obscuridad de las leyes romanas y del antiguo derecho,
reunidos sacerdotes y nobles varones, resplandezca conducida a la luz de la
mejor inteligencia y nada se mantenga ambiguo … [Por lo tanto] nuestra
clemencia mandó se destinase un libro a ti para la resolución de los pleitos, a fin
de que conforme a su texto se apacigüe la universal propensión a las demandas y
no sea lícito a nadie proponer otro o de leyes o de derecho en la controversia”,
con todo lo cual vino a resultar que el derecho visigodo se consagró como un
ordenamiento autosuficiente, ajeno al derecho romano. Digamos, por último, que
fracasado en su intento por lograr la adhesión de los galorromanos, el Breviario
alcanzó, sin embargo, una amplia difusión, sobre todo en el sur de Francia, donde
su aplicación subsistió hasta el siglo XIII.

No concluyó con el Breviario la obra jurídica gótica. De esta manera los


iushistoriadores piensan que medio siglo después Leovigildo habría encarado la

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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

sanción de un nuevo código, conocido como Código de Leovigildo o Código


Revisus. Empero, no es mucho lo que puede decirse con certeza sobre el
particular, llegándose al punto de que, ante el desconocimiento de ejemplares de
este código, se ha dudado hasta de su misma existencia. Muy distinto fue el caso,
en cambio, de la obra legislativa desarrollada por Chindasvinto (642-653) y por su
hijo Recesvinto (653-672). En efecto, con el último de los nombrados y en
oportunidad de celebrarse el VIII Concilio de Toledo (654) se sancionó el más
importante instrumento jurídico creado por los visigodos: el Liber Judiciorum.
Caracterizado por su clara adhesión a la tradición jurídica romana –al respecto,
igual que con Alarico en él se permite el estudio de las leyes imperiales aunque se
prohiba su invocación tribunalicia-, este “libro de los jueces” es una recopilación
de leyes dictadas por los reyes visigodos, que se distribuye a lo largo de un título
preliminar y de doce libros, del siguiente modo: en el título preliminar, que está
dedicado a la forma de elegir a los reyes, se advierte la especial gravitación que
en materia legislativa tuvieron las decisiones adoptados en los concilios
toledanos. Luego viene el libro I, que se refiere a los instrumentos legales y que
se integra con un solo título relativo a las funciones que son propias del legislador.
A continuación, el libro II se ocupa de temas tales como los jueces y los
procedimientos; el III, del matrimonio y de las figuras a él vinculadas; el IV,
fundamentalmente del parentesco y de la vocación hereditaria; el V, de las cosas
de la Iglesia y de algunos contratos, como el de donación y el de compraventa; los
libros VI a VIII se ocupan de asuntos de naturaleza penal; el IX, de los siervos
huidos y de los soldados que abandonan las huestes; el X, de las particiones, de
las prescripciones y de los plazos; el XI, de los físicos, de los mercaderes de
ultramar y de los marineros; y el XII, de la templanza de los jueces, de los herejes
y del estatuto jurídico de los judíos.

Digamos, por último, que no conforme con el contenido del Liber, el rey
Ervigio (quien ocupó el trono entre 680-687) encargó al Concilio XII de Toledo una
profunda revisión del mismo. De este modo, en 681 se sancionó una nueva
redacción de este cuerpo legal. Asimismo, en 693 se agregaron otras 15 leyes,
dictadas en este caso por el rey Egica.

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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

Además de los cambios en la legislación, de la época visigoda también


debe rescatarse la figura de uno los grandes estudiosos de aquel entonces. Nos
referimos a San Isidoro de Sevilla, un personaje de auténtica estatura europea
que fue, quizás, quien mejor reflejó el esfuerzo intelectual tendiente a conciliar el
antiguo mundo hispano romano con el nuevo panorama jurídico de innegable
rusticidad que surgía bajo el liderazgo de los reyes visigodos. De origen
hispanorromano, se supone que San Isidoro vivió entre los años 560 y 636.
Carente de una formación jurídica formal, y obispo de la sede hispalense a partir
del 600, sabemos que le cupo presidir, como ya queda dicho, el IV Concilio de
Toledo. Ahora bien, poseedor de una formación literaria sólida para su época,
aunque limitada por la pobreza del nivel cultural en el que se movía, si bien San
Isidoro no fue un jurista y tampoco pretendió ser muy original, su obra alcanzó
una gran repercusión. Ello así, en la medida en que sus trabajos –desde un punto
de vista jurídico, lo que más nos interesan son sus Etimologías, compuestas
alrededor del 620-, se caracterizan por tratar de ofrecer un panorama de todos los
campos del saber antiguo, y por intentar demostrar que los hombres de la
temprana edad media eran legítimos continuadores de la cultura antigua. De este
modo, no es feliz la opinión de no pocos romanistas que, sin comprender el
auténtico carácter de la obra de San Isidoro, la juzgan duramente, en tanto que
trabajo mediocre y plagado de inexactitudes respecto del de los juristas romanos
clásicos. Más acertado ha sido, en cambio, Gabriel Le Bras, quien sostiene que
San Isidoro “tiene el mérito de saber y de clasificar, en un mundo incapaz de
creación, los vestigios de la ciencia antigua, las reglas del derecho como las de la
gramática”. De este modo, concluye nuestro autor, “las definiciones, las
categorías, [y] los análisis de Isidoro coronan de algún modo la tradición romana”.
Vale decir, pues, que a San Isidoro no le preocupa tanto organizar el saber
jurídico con el criterio del jurista, como conservar para los hombres de su tiempo
el legado cultural de las antigüedad. En este sentido, cabe señalar que el éxito
coronó de tal manera su obra que la definición de derecho ofrecida por San
Isidoro –según la cual éste debe ser honesto, justo, conforme a la naturaleza y a
las costumbres de la patria- luego fue reproducida largamente en varias
colecciones canónicas altomedievales -como la cesaraugustana-, y en el Decreto

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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

de Graciano. En cuanto a las fuentes jurídicas manejadas por San Isidoro, cabe
señalar, por último, que no figuran entre ellas ninguna proveniente de las
compilaciones justinianeas. Lo que sí aparecen son elementos bajoimperiales –
sobre todo, de origen teodosiano-, clásicos y antiguos.

6. El derecho canónico visigodo. Difícilmente podrían comprenderse las


características del derecho visigodo si se prescindiese del papel jugado entre los
godos por los hombres de la Iglesia. Al respecto, García y García ha señalado que
en el reino visigodo, al igual que después en el carolingio, el episcopado llegó a
ejercer una importante “tutela y asesoramiento con respecto a las autoridades
civiles”. De este modo, fue sobre todo merced al papel desempeñado por los
obispos reunidos en los concilios, que sacerdotes y religiosos se ocuparon de
educar a los funcionarios regios, y de fiscalizar su gestión, al tiempo que también
asumieron ciertas funciones legislativas, ya que a los cánones de los referidos
concilios se les adjudicó el valor de leyes. Al respecto, entiende Tomás y Valiente
que los cánones producidos a partir del tercer concilio toledano ya no constituyen
algo independiente del derecho secular. Ahora bien, correlativamente,y como fruto
de esta intimidad de los obispos con el poder político, los reyes hicieron todo lo
posible por controlar las actividades eclesiásticas. Tan es así, por ejemplo, que
fueron ellos los que decidieron los nombramientos de los obispos y del
metropolitano de Toledo, y quienes convocaron la celebración de los concilios.

En cuanto a los referidos concilios, digamos ahora que se tienen noticias


de la celebración de 28 de ellos durante el gobierno de los visigodos, 18 de los
cuales tuvieron lugar en Toledo -ciudad que desde 610 fue sede metropolitana-.
En cuanto a su cronología, cabe señalar que el III Concilio de Toledo –en el que
se trató la cuestión de la conversión de los visigodos al catolicismo- tuvo lugar en
589; y que el IV, que estuvo presidido por San Isidoro de Sevilla y que quizás fue
el más importante debido a todo lo que en él se trató, se celebró en 633. De la
fecha de los demás, podemos señalar a ciencia cierta que el V se hizo en 636, el
VI en 638, el VII en 646, el VIII en 653, el XVII en 694, y el XVIII en 702.

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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

Dada la simbiosis del poder civil y del poder secular bajo la autoridad
visigoda, ya se dijo que los concilios no sólo se ocupaban de la disciplina
eclesiástica, sino también de las normas necesarias para arribar al bien común de
la sociedad secular. De allí que participasen de ellos no sólo obispos, vicarios
episcopales, y abades, sino también reyes, nobles y magnates del aula regia,
algunos de los cuales llegaron a subscribir las actas correspondientes. La
posteridad recordaría el prestigio de estas reuniones de tal modo, que no faltaron
cánones, como algunos del VIII Concilio, que varios siglos después fueron
incluidos por el monje Graciano en su conocido Decreto.

Respecto del contenido de este derecho canónico toledano, nada más


oportuno que reproducir algunos de los cánones. De este modo, por ejemplo, en
el IV Concilio de Toledo (633) se determinó que “muerto pacíficamente el rey, la
nobleza de todo el pueblo, en unión de los obispos, designarán de común acuerdo
el sucesor en el trono, para que se conserve por nosotros la concordia de la
unidad, y no se origine la división de la patria y del pueblo a causa de la violencia
y la ambición”. Asimismo, allí también se estableció que la sucesión en el trono se
efectuaría por vía de elección, constituyéndose el colegio electoral con los nobles
y los obispos, reunidos en única asamblea para este efecto. Por otra parte, en
virtud del canon 2 del XIII Concilio se dispuso que ningún miembro del oficio
palatino o eclesiástico podría ser privado de su honor y dignidad por malevolencia
del príncipe o de otra potestad secular; y que salvo flagrante delito, no se le
podría apartar del servicio real, ni encarcelar, ni atormentar, ni despojar de sus
bienes,

En cuanto a las colecciones canónicas que se compusieron en esta época,


cabe hablar, por ejemplo, de los Capitula Martini, atribuidos a San Martín, obispo
de Braga. Sin embargo, la obra más importante fue la Collectio Canonum,
también conocida como Hispana, la cual se atribuye a San Isidoro de Sevilla, y
fue redactada entre 633 y 636. En esta última se reúnen cánones provenientes de
los concilios griegos, africanos, galicanos y españoles, y varias epístolas
pontificias.

39
- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

Bibliografía:

Entre las obras de carácter general, se han consultado: Alfonso García-Gallo, Manual de
Historia del Derecho Español, t. I, “El origen y la evolución del derecho”, Madrid, 9na. edición
revisada, 1982. José Antonio Escudero, Curso de historia del derecho. Fuentes e instituciones
político-administrativas, Madrid, 1986. Aquilino Iglesia Ferreirós, La creación del derecho. Una
historia del derecho español. Antología de textos¸ Barcelona, Signos, 1991. Jesús Lalinde Abadía,
Iniciación histórica al derecho español, Ariel, Barcelona, 1970. Emma Montanos Ferrín, España en
la configuración histórico-jurídica de Europa. I. Entre el mundo antiguo y la primera edad medieval ,
Roma, Il Cigno Galileo Galilei, 1997. Francisco Tomás y Valiente, Manual de Historia del Derecho
Español, Madrid, Tecnos, 1979.
En particular, y respecto de las características del derecho romano vulgar, consultamos:
Jesús Burillo, “Derecho romano vulgar. Estado de la cuestión a 1964”, en Revista de Estudios
Histórico Jurídicos (Valparaíso), n° IV (1979); y Víctor de la Reina, “La influencia romana en el
derecho canónico como cuestión metodológica”; Ius Canonicum, IX-1 (enero-junio de 1969).
En lo que hace al derecho visigodo, hemos tenido en cuenta: Aquilino Iglesia Ferreirós, “La
creación del derecho en el reino visigodo”, en Revista de Historia del Derecho (Granada), II-1
(1978); y Carlos Petit, “«Consuetudo y Mos» en la Lex Visigothorum”; en Anuario de Historia del
Derecho Español, t. LIV (1984). El texto completo del Liber Judiciorum se examinó de la edición
efectuada en Los códigos españoles concordados y anotados, t. I, Madrid, Imprenta de la
Publicidad, 1847.
En lo atinente a los concilios celebrados en Toledo, se han tenido en cuenta los siguientes
trabajos: Antonio García y García, Iglesia, sociedad y derecho, 2, Salamanca, Universidad
Pontificia de Salamanca, 1987. Joaquín Mellado, “Intervención episcopal en la política judicial y
fiscal de Recaredo (problemas filológicos y jurídicos)”; en Anuario de Historia del Derecho
Español, t. LXV (1995). José Orlandis, “El canon 2 del XIII Concilio de Toledo en su contexto
histórico”; en Anuario de Historia del Derecho Español, t. LXVII (1997). José Orlandis, “La
problemática conciliar en el reino visigodo de Toledo”, en Anuario de Historia del Derecho Español,
n° 48 (1978). José Orlandis, “Los laicos en los concilios visigodos”; en Anuario de Historia del
Derecho Español, t. L (1980), págs. 177 a 187. Asimismo, respecto de la figura de San Isidoro de
Sevilla, hemos consultado a Juan de Churruca, “Presupuestos para el estudio de las fuentes
jurídicas de Isidoro de Sevilla”, en Anuario de Historia del Derecho Español, t. XLIII (1973); a
Alfonso García-Gallo, “San Isidoro jurista”, en Isidoriana. Estudios sobre San Isidoro de Sevilla en
el XIV centenario de su nacimiento, León, Centro de Estudios “San Isidoro”, 1961; y a Maxime
Lemosse, “Technique juridique et culture romaine selon Isidore de Séville”; Revue historique du
droit français et étranger, 79 (2) (abril-junio de 2001).

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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

Capítulo 4

La formación del derecho castellano: las experiencias


jurídicas de la Alta Edad Media

1. La desaparición del reino godo y la aplicación del derecho


musulmán en España. Con la irrupción del poder islámico en la península Ibérica
en el año 711, y con la posterior desaparición del reino godo, se produjo, a no
dudarlo, uno de los acontecimientos centrales de la historia española. En este
sentido, si yendo hacia atrás en el tiempo se puede señalar que la destrucción del
regnum gothorum constituyó el natural desenlace de un proceso de
descomposición interna iniciado varios decenios atrás, yendo hacia adelante la
presencia musulmana daría lugar a una serie de consecuencias y de reacciones
que conmoverían profundamente todos los órdenes de la vida española. Así las
cosas, y considerando en particular el ámbito jurídico, bien advierte Enrique Gacto
Fernández que mientras que la desaparición del Imperio Romano de Occidente
apenas perturbó la evolución del derecho aplicado en la península, “la llegada de
los musulmanes, por el contrario, iba a significar una decisiva quiebra de la
trayectoria jurídica hispánica”.

De este modo, y al margen de la situación jurídica especial de las zonas


que a partir de entonces quedaron sometidas a la autoridad musulmana –asunto
del que hablaremos más adelante-, en las áreas mantenidas bajo el poder de los
príncipes cristianos se produjo lo que Jesús Lalinde Abadía ha denominado
dispersión o pluralidad normativa. En este sentido, si bien Tomás y Valiente
destacó, con fino criterio, la parcial continuidad de la antigua tradición jurídica
visigoda, y Escudero reparó en que “la dispar raíz genética del derecho” de los
reinos cristianos surgió al calor del Liber Judiciorum en tanto que “agente
unificador”, lo cierto es que la ruralización de la vida española, la fragmentación
de la autoridad política y el deterioro de la tradición cultural derivaron en la
aparición de un nuevo mundo jurídico, especialmente simple y rudimentario, en el

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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

cual daría sus primeros pasos el recién nacido derecho castellano. En cuanto al
límite postrero de este período, cabe cerrar el mismo alrededor del año 1150.

Aclarado lo anterior, cabe indicar ahora que los ochos siglos durante los
cuales se hizo efectiva la presencia musulmana en la península Ibérica –
bautizada por los seguidores del Islam como Al-Andalus-, gravitaron de modo
diverso en el ámbito del derecho aplicable en España. En este sentido, cabe
hablar de la incidencia de una variedad de factores políticos y jurídicos. En cuanto
a los primeros, la presencia de los musulmanes en la península significó la ruptura
de la unidad política alcanzada por los reyes góticos; la desaparición de las
estructuras de poder visigodas; la preeminencia islámica –aunque esto sólo hasta
comienzos del siglo XI-; la formación de un puñado de reinos cristianos
independientes; y la preocupación de éstos por “reconquistar” España y expulsar
a los musulmanes. Respecto de los factores estrictamente jurídicos, y amén de
considerar alguna ligera influencia islámica posterior en el desarrollo del derecho
peninsular en materias tales como el régimen de aguas, algunas prácticas
agrícolas, o el gobierno y la administración de justicia, cabe tener presente una
situación paradojal. En efecto, si a partir de la invasión musulmana se originó un
nuevo derecho local –ésto, sobre todo en Castilla-, alejado de la tradición jurídica
romano-visigótica, en otras regiones, también como consecuencia del accionar de
las autoridades islámicas, se preservó con especial atención el antiguo legado
jurídico gótico. Vale decir, pues, siguiendo en esto a García-Gallo, que desde un
punto de vista jurídico la experiencia musulmana en España no resultó tan
relevante por la efectiva incidencia del derecho islámico en la posterior evolución
de la normativa peninsular, sino por los condicionamientos que la presencia del
Islam supuso para el desarrollo de las instituciones políticas y jurídicas cristianas.

Cabe aclarar aquí que durante el largo proceso que ocupó la Reconquista
la presencia musulmana no siempre alcanzó el mismo grado de intensidad. Ahora
bien, ello no sólo obedeció a factores de orden interno, sino a la propia dinámica
de la expansión mundial del Islam. Al respecto, téngase presente que al
producirse la irrupción musulmana en España el islamismo no había cumplido sus
primeros cien años, como que la hégira o huida de Mahoma de la ciudad santa de
la Meca -con la cual se inicia el calendario musulmán- había tenido lugar en 622.

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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

Integrado, primero, a una estructura política bastante más extensa –el


Califato de Damasco-, digamos ahora que entre el 711 y el 756 Al-Andalus gozó
de la jerarquía de provincia o valiato. Posteriormente dicha situación institucional
cambió, cuando se instituyó el Emirato independiente de Córdoba, que sólo
reconocería el liderazgo espiritual –no el político- del califa sirio en tanto que
vicario de Alá. Pero esto no fue todo, pues entre 929 y 1031 incluso llegó a
erigirse en España un Califato. A partir de entonces, destruida la unidad política y
surgidos los llamados “reinos de taifas”, la estrella del Islam español entraría en
un pronunciado declive, aún a despecho del apoyo que a comienzos del siglo XII
proveerían los almorávides, y del que los almohades proporcionarían a mediados
de la misma centuria. En este orden de cosas, corresponde considerar como dos
de los hitos más relevantes en el proceso de paulatina decadencia islámica en la
península, tanto la toma de Toledo por los cristianos, en 1085, como la derrota
musulmana de 1212 en la batalla de las Navas de Tolosa. Asimismo, debe tenerse
presente que pocos años después, en 1232, se constituyó el pequeño reino
nazarí de Granada, el cual terminaría siendo el último reducto del poder
musulmán en la península.

En los tiempos en los que las fuerzas islámicas se introdujeron en España,


el derecho musulmán resultaba inescindible de la religión. De allí que el poder civil
no interviniese en la creación normativa, y que, al menos y en principio, la simple
costumbre no pudiese ser invocada como fuente jurídica. Ello así, se consideraba
que el derecho surgía primordialmente de la revelación o sharia, que era el
conjunto de mandamientos contenidos en el Corán o libro sagrado de los
musulmanes. Además, junto a ellos se atribuía un importante valor a la sunna, o
conducta del profeta –que se consideraba complementaria de la revelación-,
siempre que previamente se hubiese comprobado su autenticidad a la luz de la
tradición o hadit. Asimismo, también se aceptaba como fuente del derecho el
ichmá, o parecer unánime de la comunidad musulmana. Ahora bien, para transitar
con seguridad por este difícil camino era necesario conocer la ciencia del fiqh,
tarea propia de los alfaquíes, quienes de teólogos moralistas terminaron
deviniendo en juristas.

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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

A esta altura de lo referido debe tenerse presente que hacia el siglo VIII –
vale decir, en el momento de su ingreso a España- el derecho musulmán todavía
se hallaba en plena formación. Ya para entonces se observaba, empero, la
insuficiencia de las reglas contenidas en la ley revelada para responder a todos
los problemas jurídicos que debían enfrentar los musulmanes. Ello así en la
medida en que el contenido jurídico del Corán resultaba insuficiente, salvo,
quizás, en materia de derecho sucesorio. De este modo, y como bien indica en
nuestros días Shakankiri, los alfaquíes incorporaron a los dominios de la sharia y
del fiqh reglas jurídicas persas, egipcias y bizantinas, de origen profano.
Asimismo, cabe señalar que en este proceso surgieron dos corrientes para
interpretar el derecho islámico: una, la de los mutazilitas, quienes sostenían que la
normativa jurídica revelada por Alá estaba estructurada de acuerdo con un plan
racional; y otra, la de los asharitas, quienes negaban que el derecho tuviese algún
tipo de estructura lógica, motivo por el cual el papel de la razón debía limitarse a
descubrir el derecho revelado en la sharia.

En cuanto al perfil específico de la cultura jurídica de Al-Andalus, cabe


tener presente que, al igual que en otros territorios sometidos al Islam, también
aquí la sharia fue aplicada de acuerdo con los usos jurídicos locales o amal. Al
respecto, corresponde indicar que, en buena medida, las distintas prácticas
jurídicas territoriales musulmanas se vieron reflejadas en los pronunciamientos
judiciales –que se asentaban en los divanes o registros de sentencias-, y en las
fatwas o informes de los juristas (muftíes) que gozaban del derecho a brindar
opiniones autorizadas. Además, también corresponde indicar que en el territorio
español se impuso la escuela de los malekitas. De acuerdo con ésta, fundada por
Malik ibn Anás (715-795) -un jurista natural de la ciudad árabe de Medina-, cuyos
miembros adherían al criterio asharita, se aseguraba que, antes de juzgar, los
jueces –que generalmente eran legos-, debían ser asesorados por alfaquíes.
Asimismo, en la España musulmana no faltaron los autores de obras de derecho,
como el jurista sevillano Ibn Abdun, quien escribió un libro de hisba, o especie de
manual destinados a ciertos jueces islámicos para que éstos actuasen con la
debida corrección.

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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

En cuanto a su ámbito de aplicación, dado que el derecho musulmán era


de naturaleza eminentemente religiosa, adviértase que el mismo sólo se aplicaba
entre los creyentes. Vale decir que los cristianos sometidos a la autoridad islámica
–que fueron conocidos con el nombre de mozárabes-, quienes estaban obligados
a pagar una contribución de carácter personal y a quienes se consideraba como
dhimmies o protegidos del Islam, siguieron rigiéndose por el antiguo derecho
gótico, o, lo que es lo mismo, que la dominación política de los musulmanes no
implicó una completa ruptura con el pasado jurídico hispano-visigodo. Eso sí, no
está de más señalar que el carácter profundamente religioso del derecho
musulmán dificultó sobremanera que éste influyese en el de los cristianos, y
viceversa.

Respecto de la administración de justicia en Al-Andalus, corresponde referir


ahora que al igual que en el resto del mundo islámico el titular de la misma era el
príncipe –emir o califa-, quien delegaba su ejercicio en el cadí –de donde derivaría
luego la palabra castellana alcalde-. Éste, a su vez, podía atribuir algunas de sus
funciones judiciales en un subordinado denominado hakim. Asimismo, junto con el
cadí, y tal como lo explica Norma Mobarec, en el sistema jurídico de Al-Andalus
existieron jurisdicciones de menor importancia, como la del sahib al suq, o juez
del zoco o mercado, más tarde llamado almotacén; y la del sahib al shurta o sahib
al medina –también conocido como zalmedina-, dotado de competencia amplia en
materia policial y criminal.

2. De la “pérdida de España” y de la pervivencia del ordenamiento


gótico, al surgimiento del derecho castellano. La “pérdida de España” –como
se ha dado en llamar la destrucción del reino de Don Rodrigo por los
musulmanes- no condujo a la inmediata desaparición del derecho gótico. Eso sí,
respecto del grado de pervivencia del antiguo Liber Judiciorum se advierten
importantes diferencias regionales, siendo menor el respeto por el viejo derecho
visigodo en aquellas zonas –como la castellana- en las cuales primaron
costumbres locales y ordenamientos jurídicos de nueva creación.

Ahora bien, paradójicamente en donde el ordo gothorum sobrevivió más o


menos exitosamente fue en las comunidades cristianas que quedaron sometidas
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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

a la autoridad de los musulmanes y de los reyes francos. En cuanto a los


mozárabes –cuya presencia en Al Andalus se debilitó, sobre todo a partir del siglo
IX, no sólo debido a la paulatina asimilación de la cultura musulmana, sino como
consecuencia de diversos brotes de intolerancia religiosa que los impulsaron a
emigrar a los reinos cristianos-, es dable advertir en sus prácticas jurídicas la
vigencia de un Liber Judiciourm que, “fosilizado” y sujeto a la interpretación de los
particulares –como dice Tomás y Valiente-, se aplicaba más que nada en asuntos
de índole privada, vale decir, relativos a familia, sucesiones y contratos. Ello así,
en la medida en que las autoridades califales no podían tolerar la aplicación de
aquellas otras partes del Liber que se vinculaban con el ejercicio de un poder
político autónomo, como las atinentes a las penalidades o a los procedimientos
judiciales se referían al derecho penal o al procesal.

En cuanto a la situación en los reinos cristianos, digamos ahora que en


ellos la dispersión política y normativa no impidió que el Liber Judiciorum siguiera
siendo aplicado una vez desaparecido el reino visigodo, y en tanto que especie de
“derecho común”. De este modo, no está de más señalar la presencia de
elementos jurídicos godos en las normativas navarra y aragonesa, ni recordar
que, a fines del siglo XI, la unificación jurídica del reino de Toledo –por aquel
entonces recientemente reconquistado- se haría tomando como referencia al viejo
Liber. Empero, y al margen de lo dicho hasta aquí, el reino cristiano en el que la
vigencia del derecho godo alcanzó relieves más interesantes fue el de León. Ello
así, en la medida en que reyes como Alfonso II (791-842) dieron lugar a la
creación de un mito político de extraordinaria relevancia: aquel que, conocido
como “neogoticismo”, pretendía hacer de los reyes asturleoneses los sucesores
naturales de los antiguos monarcas visigodos. De este modo y como fruto de esta
teoría, los reyes leoneses “recuperaron” la aplicación de un derecho gótico que
nunca había arraigado del todo en las montañosas áreas norteñas de la
península, y que, como José Orlandis ha demostrado, utilizaron para preservar la
seguridad del reino, sobre todo en los casos de rebelión y de alta traición. Ahora
bien, sea por lo referido, sea por la afluencia de elementos mozárabes que
provenientes del sur trajeron con ellos la memoria del Liber, o sea, en definitiva,
por la confluencia de ambas circunstancias, lo cierto es que, mientras que los

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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

elementos jurídicos visigodos tendieron a desaparecer en el resto de España,


para el siglo X la aceptación del derecho gótico en León no sólo no decayó, sino
que, por el contrario, asumió el carácter de normativa general. Es más, utilizado
como derecho vigente bajo Alfonso IX (1188-1230), el profesor Otero sospecha
que la circulación de versiones romanceadas del Liber antes de que éste fuese
oficialmente traducido por Fernando III en el siglo XIII refuerza la teoría de su
efectiva utilización como derecho común de los leoneses.

Si atento a lo dicho arriba no pueden caber dudas del acierto de Enrique


Gacto cuando afirma que las líneas maestras del derecho ibérico medieval
descansan sobre el Liber Judiciorum, ello no obsta a que aquí también podamos
señalar que la Alta Edad Media fue, simultáneamente, el escenario en el que
surgió un nuevo derecho propio del área castellana. Al respecto, da la impresión
de que esta normativa resultó como respuesta jurídica a exigencias sociales que,
como sugiere Emma Montanos, imponían el diseño de un ordenamiento
normativo “complementario” de las disposiciones del antiguo derecho visigodo.
Vino a suceder así que en las zonas hasta entonces menos romanizadas de la
península –y que también habían sido las que más tardaron en someterse al
control de los reyes góticos-, las experiencias políticas y jurídicas estimuladas por
la lucha contra los musulmanes motivaron la aparición de un particular derecho
señorial y, más tarde, la de un vital derecho consuetudinario, que coexistió con el
primero.

De este modo, como consecuencia de la recuperación militar de tierras y


de ciudades en manos islámicas –fenómeno que dio en llamarse “repoblación”- y
en tanto que el Liber Judiciorum iba perdiendo paulatina importancia al tiempo
que se lo aplicaba, más que nada, por vía consuetudinaria, en la Castilla
altomedieval fueron cobrando vida una multitud de derechos locales, cada uno de
los cuales se aplicaba en un reducido ámbito territorial. Característica especial de
este proceso, oportuno es indicarlo, es que el mismo fue protagonizado no pocas
veces por rústicos y escasamente cultivados cántabros y vascones, lo cual explica
el por qué de la fenomenal ruptura con la tradición jurídica romano-gótica que tuvo
lugar entonces. En buena medida, entiende García-Gallo que mientras que la ley
perdía importancia como fuente de derecho, el papel jurídico dominante era

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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

ocupado por las costumbres de carácter local –también conocidas como usus
terrae- y por las decisiones judiciales fundadas en el albedrío. Evidentemente,
pues, lo que se impuso fue un notable particularismo jurídico, al calor del cual, por
ejemplo, los francos que iban poblando el norte por el camino de Santiago
llegaron a gozar de privilegios jurídicos particulares, cosa con la que también
contaron los núcleos de judíos y de musulmanes –conocidos éstos como
mudéjares- que convivían con los cristianos. Asimismo, otra característica de este
derecho de innegable raigambre popular fue la ausencia de rigor técnico, rasgo
que ha llevado a Tomás y Valiente a decir que el derecho de aquel entonces “no
pertenecía al ámbito del saber libresco, sino al de la experiencia directamente
cognoscible y conocida por quienes la vivían”.

Volviendo a lo que veníamos diciendo arriba, téngase ahora presente que


la primera gran novedad jurídica que apareció en los reinos cristianos fue la de los
derechos de origen señorial, dispositivos destinados a regular contractualmente
las relaciones entre el titular de un señorío y los habitantes del mismo. De este
modo, desde el siglo VIII en adelante se fue consolidando el régimen de las
prestaciones de trabajo y en especie a las que estaban obligados los campesinos
para con sus señores; se detallaron los monopolios y los derechos que éstos
tenían respectos de los trabajadores de la tierra, como por ejemplo el de mañería,
en virtud del cual el señor gozaba del derecho a suceder en sus bienes al
campesino muerto sin descendencia, o en su defecto, a cobrar un canon; y se
establecieron regímenes especiales en materia de derecho privado, como que,
v.gr., se impuso el criterio de que, en materia matrimonial, las mujeres debían
solicitar autorización del señor antes de poder casarse. Ahora bien, respecto de
esta materia repárese especialmente en el hecho de que, tal como lo aclara el
profesor vallisoletano Torres Sanz, la generalización del orden señorial no fue
incompatible con la vigencia del Liber Judiciorum. Empero, y como ya lo hemos
referido, el viejo derecho gótico no bastaba para satisfacer la nueva realidad
social leonesa, ni mucho menos la castellana. “Por consiguiente –aclara Tomás y
Valiente-, el Liber allí donde subsistió sin interrupción, o allí donde lo
reintrodujeron los mozárabes nunca pudo ser el único derecho vigente”. Así las
cosas, a partir del siglo IX y hasta el XIII, en León, aquí y allá, no resultó

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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

infrecuente que surgieran normas que complementaban el antiguo orden


visigótico con nuevos dispositivos territoriales, normas que, precisamente, se
ocupaban de asuntos para los cuales las disposiciones del Liber ya no podían
tener sentido, vale decir, aquellas referidas a asuntos penales y procesales, o
vinculadas con la organización política vecinal o local que había generado el
proceso de la reconquista. En Castilla, incluso, se fue más lejos. En efecto,
obtenida la autonomía respecto del reino leonés, tanto llegaron los castellanos a
rechazar el Liber –que vinculaban, no sin razón, con el no querido gobierno del
rey de León-, que la tradición indica que en el siglo X, reunidos todos los
ejemplares de la normativa visigoda existentes en Castilla, los mismos fueron
quemados públicamente en la iglesia de Burgos. A partir de entonces, pues, los
jueces castellanos ya no juzgarían más de acuerdo con el Liber sino con lo que
dictase su albedrío.

Cabe recordar ahora que esto estaba sucediendo en una época en la cual
la reconquista de las áreas hasta entonces en manos islámicas iba dando sus
primeros pasos, cosa que imponía la necesidad de diseñar una activa política de
ocupación de las tierras recuperadas. Iniciada, pues, la repoblación, primero con
carácter privado, y luego, a partir del 850, aproximadamente, con marcado
impulso oficial, estos esfuerzos tuvieron por objeto consolidar la presencia
cristiana en importantes áreas rurales, cosa que cambiaría radicalmente dos
siglos después –vale decir, más o menos alrededor del año 1050-, cuando lo que
empezó a primar fue la necesidad de ocupar antiguos centros poblados, en los
cuales permanecían importantes núcleos de mozárabes, musulmanes y judíos.
Ahora bien, en función del arriba citado objetivo repoblador, en los reinos
cristianos ibéricos se fueron creando paulatinamente distintos instrumentos
jurídicos, con los cuales se pretendía estimular el asentamiento humano en las
entonces peligrosas áreas fronterizas con el Islam. De este modo, y sobre todo en
Castilla, se fue tejiendo una compleja política de atracción, que a lo largo del
tiempo incluyó desde el otorgamiento de beneficios económicos y de privilegios
fiscales y/o penales, hasta la concesión del autogobierno y de la autonomía
normativa de los habitantes de la frontera.

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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

Así las cosas, cabe recordar que uno de los primeros estímulos a la
repoblación paso por el llamado régimen de la “presura” y del “escalio”, en virtud
del cual a aquellos cristianos que se animasen a ocupar porciones de tierra
fronteriza (presura) se les reconocían amplios derechos posesorios, casi análogos
a plenas facultades dominiales –vale decir, pues, que incluían el derecho al uso,
al aprovechamiento, al disfrute, a la enajenación y a la transmisión mortis causa-,
los que se perfeccionaban luego de la efectiva roturación de la tierra (escalio).

A más de esto, otro de los recursos empleados fue el de la concesión de


las llamadas “cartas pueblas” o “cartas de población”, en virtud de las cuales, para
favorecer la instalación de personas o de familias en un lugar no poblado o
escasamente habitado, el otorgante –que podía ser el rey, o un señor laico o
eclesiástico- aseguraba a los interesados un régimen jurídico especial y
privilegiado, en virtud del cual las prestaciones señoriales de los campesinos
venían a ser menos gravosas que las que debían cumplir los habitantes de las
zonas más alejadas de la frontera. Asimismo, corresponde señalar también que
las cartas pueblas apuntaban generalmente a una repoblación de índole agraria,
ajena a cualquier tipo de organización política comunal, y que los preceptos
contenidos en ellas no sólo obligaban a los primeros pobladores sino también a
los sucesivos ocupantes.

Por otra parte, los fueros, algo más tardíos que las cartas pueblas –vale
decir, de finales del siglo XI los primeros, como el de Brañosera, que es de 884-,
pero mucho más ricos en consecuencias jurídicas, resultaron documentos que
fijaban el derecho a otorgar y/o aplicar en un lugar determinado. En cuanto a su
principal diferencia con las cartas, podemos decir que los fueros estimulaban un
germen de vida comunal, representado en la organización de los concejos. Ahora
bien, atento a que los fueros de los primeros momentos, también conocidos como
fueros “breves”, se distinguieron de los posteriores a raíz de sus rudimentarias
características, se ha dicho que ellos correspondieron al momento constituyente
del régimen municipal ibérico, el cual muchas veces fue aplicado en pequeñas
comunidades vecinales. En particular, durante esta primera fase los fueros,
integrados por no más de cuarenta o cincuenta disposiciones, se caracterizaron
por su primitivismo, por su carácter reiterativo y casuista, y por su falta de

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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

sistematización y de abstracción. Así y todo, los fueros breves vinieron a ser


especialmente apetecidos, en tanto que significaban el goce de un dispositivo
jurídico especialmente privilegiado respecto del derecho señorial hasta entonces
imperante, y permitían a los villanos o habitantes de las villas, la elección de los
jueces y de las autoridades que regían los concejos. En este orden de cosas, no
está de más señalar que hubo fueros, como el de Sahagún de 1080, que se
consideraron tan beneficiosos, que comenzaron a ser tomados como modelos
para la confección de otros, con lo cual dieron lugar a la formación de verdaderas
“familias” de fueros. Discutido todavía hoy entre los especialistas si los fueros
castellano-leoneses reflejaron o no influencias de instituciones jurídicas góticas,
francas o prerromanas –quizás lo cierto sea que haya un poco de todo esto-, lo
cierto es que con ellos se sentaron las bases de la organización municipal de los
reinos cristianos, se explicitó el régimen de exenciones y de libertades de los
villanos, y se confeccionó una vasta normativa que incluía desde disposiciones de
derecho penal hasta otras relativas al uso comunitario de bosques, prados y
aguas.

Como ya se anticipó algo, tiempo después de que surgieran los fueros


breves, vale decir, durante los siglos XII y XIII, mientras que las asambleas
populares iban dejando su lugar a estructuras institucionales más sólidas, y el
acceso a los concejos se iba “cerrando” –en un proceso que derivaría, ya en el
siglo XIV, en la formación de poderosos y compactas oligarquías concejiles-,
aparecieron los denominados “fueros extensos”, algunos de los cuales llegaron a
integrarse con más de un millar de preceptos. No era, empero, el mero tamaño lo
que los caracterizaba, ni tampoco la cantidad de materias tratadas. En efecto,
amén de lo dicho lo que importaba era su mejor sistematización, su técnica más
prolija y su erudición, notas todas que no habrían sido ajenas al influjo de un
Derecho Común del que hablaremos más adelante. De este modo, los fueros
extensos ya no sólo contuvieron normas concernientes al régimen municipal o a
las libertades y franquicias vecinales, sino que pretendieron abarcar todo el
derecho aplicable por los habitantes de los concejos, lo que en palabras de Tomás
y Valiente significa que estos fueros trataron de constituir ordenamientos jurídicos

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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

completos y autosuficientes, de modo tal que entonces resultase innecesario


acudir a normas ajenas al mismo fuero.

Al margen de lo dicho hasta el momento, cabe hablar de otra importante


expresión jurídica de la época, que coexistió con las cartas pueblas y con los
fueros: nos referimos a las “fazañas”. Al respecto, entendemos que la tradicional
identificación de éstas con las decisiones judiciales adoptadas en Castilla durante
los siglos X a XIII, aproximadamente, no resulta de lo más ajustada a la realidad.
En efecto, si bien se dieron estrechas relaciones entre las fazañas y los
pronunciamientos de los jueces, en rigor de verdad lo que se debe entender por
fazañas son aquellas declaraciones de índole jurídica que efectuadas libremente
–según albedrío, se decía entonces-, a veces por jueces, pero también por reyes
o por señores, se dirigían a consolidar, a fijar por escrito o a desarrollar, los
privilegios consuetudinarios y forales más estimados por la comunidad. Al
respecto, cabe señalar que durante los siglos XII y XIII, ya bastante consolidado el
derecho territorial castellano, se fue restringiendo la libertad de la que
originariamente gozaban los declarantes de las fazañas, quienes entonces
quedaron constreñidos a trabajar sobre el derecho vigente. Así las cosas,
entiende García González que las fazañas no serían en sí mismas fuentes del
derecho, sino en tanto que reconocimiento de una costumbre ya existente y
admitida como tal.

3. El derecho canónico ibérico altomedieval. Considera Lalinde Abadía


que a partir de la irrupción musulmana se percibe un “cierto paralelismo” entre lo
que sucedió con el derecho canónico y lo que aconteció con el secular. De este
modo, también en lo que hace a este asunto podría aludirse a una dispersión
normativa originada en el derrumbamiento visigodo; a una conservación del orden
canónico antiguo en el seno de las comunidades mozárabes; y a una posterior
preocupación por tratar de recuperar la tradición gótica. Ahora bien, entendemos
que todas estas peculiaridades comienzan a superarse hacia mediados del siglo
XI, con la recepción de novedades canónicas provenientes del resto de Europa –
particularmente de Roma-, proceso que puede considerarse completamente
triunfante para mediados del siglo XII.

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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

Volviendo a la situación de los siglos VIII, IX y X, téngase en cuenta ahora


que, según la autorizada opinión de García y García, el estado de la Iglesia
española de aquellos días “era bastante diferente del de cualquier otra de la
Cristiandad de entonces, debido a la invasión musulmana y [a la] subsiguiente
reconquista”. En particular, ello se observa en la desaparición de las estructuras
eclesiales tradicionales –v.gr., al margen de que durante los siglos mencionados
en este párrafo los concilios fueron rarísimos, éstos ya no convocaban, como los
toledanos, a los miembros de toda la Iglesia peninsular-; en la relajación de la
disciplina eclesiástica; y en el aislamiento respecto de la Santa Sede, el cual, sin
embargo, nunca llega a ser total.

En cuanto a la antigua tradición gótica, podemos decir que entre los


mozárabes –al igual que entre los catalanes sometidos a la autoridad de los reyes
francos- la Hispana siguió conservando su autoridad. Es más, avanzado el
proceso de aculturación de los cristianos que vivían bajo la autoridad califal, esta
colección canónica llega a ser comentada en árabe. Sin embargo, y pese a que
se sabe que en la ciudad de Córdoba llegaron a reunirse algunos concilios
convocados por los católicos mozárabes (al respecto, se conocen algunos que se
reunieron durante los años 839, 852, 860 y 862), la característica del derecho
canónico utilizado por los cristianos sometidos a los musulmanes terminó siendo
análoga a lo que sucedió con el derecho del Liber Judiciorum, vale decir que el
mismo se “fosilizó” en la medida en que no se produjeron mayores innovaciones.

Paralelamente a lo dicho, en el ámbito de los reinos cristianos la situación


inicial del derecho canónico no fue muy halagüeña, sea ello debido a la ya aludida
relajación de la disciplina de los religiosos como a la desarticulación de las
antiguas estructuras eclesiales. Se observa, de este modo, que la principal
literatura jurídica canónica difundida en la península se limitó, durante los últimos
siglos del primer milenio, a un reducido elenco de libros penitenciales, muchos de
ellos de origen británico. Al respecto, podemos decir que dichos libros eran unas
obritas que, redactadas para el uso de los confesores, se limitaban a ofrecer un
catálogo de pecados y de penitencias.

La antedicha situación cambió radicalmente en el siglo XI, cuando en los


reinos cristianos surgió una intensa actividad conciliar. De este modo, cabe
53
- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

consignar que en el área castellano-leonesa y durante la primera mitad de la


centuria mencionada, se reunieron los concilios de León (1020) y de Coyanza
(1050), en los cuales, a semejanza de lo que había sucedido con los concilios
visigóticos, tuvo lugar una clara intervención de los poderes seculares. Así, por
ejemplo, en el primero de los nombrados se aprobó el Fuero de León. En cuanto
al de Coyanza, éste fue sumamente trascendente ya que en él se decidió terminar
con importantes desviaciones de la vida eclesiástica española, y se encaró la
restauración y reorganización de la Iglesia castellano-leonesa sobre la base
visigótica.

Empero, el éxito de Coyanza terminó siendo relativo, ya que la pretensión


de reformar la vida eclesiástica española de acuerdo con los lineamientos
visigodos sería rápidamente superada por la exitosa irrupción del reformismo
gregoriano impulsado desde Roma. En este sentido, téngase en cuenta que a
partir del último cuarto del siglo XI la reforma general de la Iglesia iniciada por el
Papa Gregorio VII se extendería por España merced tanto a la labor de la orden
benedictina reformada en Cluny –que contó en la península con monasterios
como los de Oña, Sahagún, y Santa María de Nájera-, como a la de los legados
pontificios –uno de los cuales, Rainerio, llegaría a ser Papa como Pascual II, entre
1099 y 1118- y a la de importantes figuras eclesiásticas, muchas de las cuales
eran de origen francés o se habían formado en Francia.

Así las cosas, la reforma gregoriana –que, como se sabe, afectó a todo el
Occidente europeo- significó en su versión ibérica el inicio del fin de las
peculiaridades del derecho canónico local fundado en la tradición visigoda. En
cuanto a esta etapa, cabe recordar aquí que en el área castellano-leonesa se
reunieron diecisiete concilios, entre el que se convocó en Burgos, en 1081, y el de
Valladolid, de 1123. En el curso ellos, bastante más desligados del poder y de las
cuestiones seculares que los de la primera mitad del siglo XI, el rito romano
substituyó al mozárabe (cosa que sucedió en 1081), y se instauró una profunda
reforma en la vida y en las costumbres del clero, como que se prohibió el hasta
entonces arraigado concubinato de los clérigos.

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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

Bibliografía:

En lo que hace a obras de carácter general, ténganse en cuenta las ya citadas en


capítulos anteriores, como las de José Antonio Escudero; la de Enrique Gacto Fernández, Juan
Antonio Alejandre García y José María García Marín; la de Alfonso García-Gallo; la de Jesús
Lalinde Abadía; la de Emma Montanos Ferrín; y la de Francisco Tomás y Valiente.
Respecto del derecho musulmán y de su presencia en la península Ibérica, pueden verse,
en particular: Pedro Chalmeta, “Acerca del ´amal´ en El-Andalus: algunos casos concretos”; en
Anuario de Historia del Derecho Español, t. 57 (1987). M. El Shakankiri, “Ley divina, ley humana y
derecho en la historia jurídica del Islam”; en Revue historique de droit français et étranger, año 59,
nº 2 (abril-junio de 1981). José López Ortiz, “La jurisprudencia y el estilo de los tribunales
musulmanes de España”; en Anuario de Historia del Derecho Español, t. 9 (1932); Norma Mobarec
Asfura, “La administración de justicia en la España musulmana”; en Estudios en honor de Alamiro
de Avila Martel, Anales de la Universidad de Chile, 5ta. serie, nº 20 (1989).
En lo atinente al derecho de los reinos cristianos –en especial, el de Castilla-, ténganse en
cuenta: María Luz Alonso, “El Fuero Juzgo y el derecho de los castellanos de Toledo”; en Anuario
de Historia del Derecho Español, t. 48 (1978). Ana María Barrero, “Notas sobre algunos fueros
castellanos”; en Homenaje al profesor Alfonso García-Gallo, t. II, vol. II, Madrid, Universidad
Complutense, 1996. José Luis Bermejo Cabrero, “Un nuevo texto afín al Fuero Viejo de Castilla:
«El fuero de los fijosdalgos y las Fazañas del Fuero de Castilla»”; en Anuario de Historia del
Derecho Español, t. LXIX (1999). David Torres Sanz, “Orden concejil versus orden señorial”; en
Anuario de Historia del Derecho Español, t. LXVII (1997). M.Díaz y Díaz, “La Lex Visigothorum y
sus manuscritos. Un ensayo de reinterpretación”; en Anuario de Historia del Derecho Español, t.
46 (1976). Alfonso García-Gallo, “Una colección de fazañas castellanas del siglo XII”; en Anuario
de Historia del Derecho Español, t. 11 (1934). Juan García González, “Notas sobre fazañas”; en
Anuario de Historia del Derecho Español, t. 33 (1963). José Orlandis, “Huellas visigóticas en el
derecho de la Alta Edad Media”; en Anuario de Historia del Derecho Español, t. 15 (1944).
Federico Suárez, “La colección de fazañas del ms. 431 de la Biblioteca Nacional”; en Anuario de
Historia del Derecho Español, t. 14 (1942-1943). Joaquín Salcedo Izu, “La autonomía municipal
según las cortes castellanas de la Baja Edad Media”; en Anuario de Historia del Derecho Español,
t. L (1980).
Respecto del derecho canónico, véanse: Antonio García y García, “Del derecho canónico
visigótico al derecho común medieval”, y delDel mismo, “La reforma gregoriana en los reinos
ibéricos”; ambos en Iglesia, sociedad y derecho. 1 y 2, Salamanca, Universidad Pontificia de
Salamanca, 1985 y 1987. José Maldonado y Fernández del Torco, “Las relaciones entre el
derecho canónico y el derecho secular en los concilios españoles del siglo XI”; en Anuario de
Historia del Derecho Español, t. 14 (1942-1943).

55
- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

Capítulo 5

El derecho común y la ciencia jurídica europea


bajomedieval

1. El derecho común europeo y la comprensión de la historia jurídica


castellana. Si hasta el momento nos hemos venido ocupando casi
exclusivamente de las experiencias jurídicas ibéricas –en tanto que en éstas se
encuentra el origen del derecho indiano, y, por ende, el de nuestro derecho
nacional argentino-, a lo largo de este capítulo cambiaremos radicalmente nuestro
enfoque. En efecto, en el curso de éste nos ocuparemos de lo que sucedió con el
derecho europeo durante la Baja Edad Media, vale decir durante el período
comprendido entre los años 1150 a 1500, aproximadamente. Al respecto, cabe
aclarar que el cambio de criterio no obedece a un mero capricho del autor, sino a
la necesidad de contemplar la confluencia de dos fenómenos fundamentales que
afectaron intensamente la cultura jurídica ibérica bajomedieval. Nos estamos
refiriendo al hecho de que a partir del siglo XIII, y merced tanto al crecimiento de
la vida urbana y al auge del comercio como al paralelo fortalecimiento de la
autoridad regia –por no citar sino algunas de las circunstancias más relevantes de
esta época-, se produjeron en Castilla importantes transformaciones, como que a
partir de entonces se revirtió la antigua dispersión normativa altomedieval,
irrumpiendo en su lugar una tendencia hacia la unificación jurídica del reino, y se
produjo la plena reinserción cultural de la península Ibérica en el Occidente
cristiano. Ahora bien, un elemento clave de esta época pasó por la recepción del
ius commune o derecho común, lo que, precisamente, exige que aquí nos
ocupemos de estudiar este último, de modo que más adelante podamos examinar
el fenómeno de su incorporación a la realidad jurídica castellana.

Ahora bien, amén de lo dicho hasta aquí, algo que tenemos que tener muy
en cuenta es que la irrupción del derecho común en Castilla no fue un fenómeno
excepcional en el contexto europeo, sino algo que nuestro reino compartió con
muchos otros de la época. Al respecto, debe tenerse presente que a partir del

56
- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

siglo XIII casi todas las autoridades de la Cristiandad, tanto eclesiales como
seglares, compartían análogos criterios en materia jurídica, lo cual, sumado al
hecho de que los mismos se identificaban con la cosmovisión cristiana condujo a
que el por aquel entonces novedoso derecho común –basado en gran medida, y
como veremos adelante, en el derecho romano justinianeo- resultara, al decir de
Peter Stein, “fácilmente exportable al este del Rin, en zonas que nunca formaron
parte del antiguo imperio romano”. Pero esto no es todo, ya que debe tenerse
presente, además, que por largos años –hasta el triunfo de la codificación en el
siglo XIX, para ser más precisos- la cultura jurídica europea sería inescindible de
este ius commune, de resultas de lo cual, y como bien lo indica el maestro alemán
Helmut Coing, mientras que todos los juristas del viejo continente abrevaban en
las mismas fuentes, sus bibliotecas especializadas se integraban con un idéntico
fondo de obras básicas y de referencia. Por supuesto, el complejo proceso de la
recepción del derecho común –al que, atinadamente y como ya explicaremos, el
último de los autores nombrados caracteriza como “un acontecimiento de la
historia de la educación”-, no abarcó del mismo modo y al mismo tiempo a toda
Europa. De este manera, y teniendo en cuenta la especial relación que la
Recepción tuvo con la irradiación de la cultura occidental y de la autoridad de la
Iglesia, podemos señalar aquí que a comienzos del siglo XII, el derecho común se
impuso primero en el centro y en el norte de Italia; que en el segundo tercio de la
misma centuria se extendió a las áreas bañadas por el mar Mediterráneo, vale
decir, el sur de Francia y Cataluña; que su repercusión en Aragón, Castilla y
Portugal se produjo en el siglo XIII; que en los siglos XIII y XIV sucedió lo propio
con el norte de Francia y con los Países Bajos; que el siglo XIV fue el de su
aceptación en Alemania, Hungría y Polonia; y que la tardía recepción sueca se
produjo durante el siglo XVII.

Beneficiado por la notable expansión de todos los indicadores imaginables


–vale decir, económicos, demográficos, tecnológicos, etc.-, a partir del siglo XI el
Occidente bajomedieval se encontró con una realidad que ya no podía ser
mínimamente satisfecha por los antiguos ordenamientos jurídicos vigentes
durante la Alta Edad Media. Así, por no citar sino un ejemplo entre los varios
posibles, las nuevas experiencias mercantiles de alcance continental, con sus

57
- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

ferias y con su renovado intercambio marítimo, exigían normas y argumentos


jurídicos que muy poco tenían que ver con aquel derecho altomedieval que,
surgido, más que nada, como mero entramado de normas de conducta vinculante
provenientes de los padres y de los antepasados, no sólo había sido concebido
para aplicarse en un ámbito territorial limitado, sino que también incidía
severamente en la libertad negocial y contractual de las personas; privilegiaba la
conservación de la familia extendida sobre la voluntad individual; restringía
considerablemente la posibilidad de disponer de la propiedad inmueble, incluso a
título de disposición de última voluntad; y que, imbuido de un rígido formalismo,
carecía de una exposición sistemática que permitiese conocer claramente y por
anticipado las precisas consecuencias de cada una de las regulaciones
particulares. Empero, lo dicho no significa que el “nuevo” derecho bajomedieval
fuera absoluta y radicalmente distinto al anterior. Dicho de otro modo, las nuevas
concepciones normativas al calor de las cuales cobró vida el derecho común
siguieron identificándose con ese pluralismo que António Manuel Hespanha
vincula con la coexistencia de órdenes jurídicos diversos en un mismo espacio
social, y con ese panorama en el que Paolo Grossi observa que la plasticidad del
derecho no dependía de la mera voluntad de los gobernantes.

Amén de lo dicho hasta aquí, debe tenerse en cuenta que la noción misma
de derecho común no fue algo unívoco a la largo de toda la Baja Edad Media. De
este modo, entre los primeros glosadores se entendió que el derecho civil romano
era un derecho propio del Imperio, mientras que la expresión derecho común
servía para identificar al viejo derecho de gentes que ya conocían los romanos.
Empero, posteriormente, entre los finales del siglo XII y los comienzos del XIII,
esta postura comenzó a modificarse. En efecto, ante la existencia de una evidente
pluralidad de derechos civiles europeos, los juristas empezaron a identificar al
derecho civil de ascendencia romanista con un derecho general o común frente a
la variedad de las normativas locales y territoriales. Finalmente, y como subraya
Alejandro Guzmán Brito, correspondió a Bartolo de Sassoferrato (1314-1357)
distinguir un derecho civil propio, constituído por cada pueblo, y un derecho civil
común, dictado por el príncipe y de general obligatoriedad.

58
- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

Ahora bien, señalado lo anterior, lo que trataremos de ir dilucidando en


adelante son las características concretas de este derecho común, para lo cual,
tal como nos enseña Coing, deberemos entrar “en las particularidades de las
fuentes del derecho recibido y [en las d]el método con el que los juristas trataron
esas fuentes”. En cuanto a las primeras, digamos que lo que se destacó
claramente en la formación del ius commune fue la importante presencia de
elementos jurídicos romanos, los cuales, interpretados con criterio renovado,
darían lugar, tiempo después, al surgimiento del usus modernus pandectarum. Así
las cosas, un elemento clave de todo este proceso fue la completa recuperación
de la obra jurídica mandada confeccionar en el siglo VI por el emperador
Justiniano, la cual se integraba con el Código, con el Digesto, con las Novelas y
con las Instituciones. Dicho conjunto sería identificado más tarde bajo la genérica
expresión de Corpus Iuris Civilis. En cuanto a esta operación de “rescate”, cabe
referir que el núcleo inicial integrado por las Instituciones y nueve de los doce
libros del Código, conocidos en Occidente para comienzos del siglo XI, se fue
engrosando paulatinamente, merced a sucesivos hallazgos. Al respecto, primero
fue el turno del Digesto, organizado entonces en tres partes, conocidas,
respectivamente, como Vetus (que comprendía del libro 1 al 24.2), Infortiatum
(que comprendía del 24.3 al 38) y Novum (que abarcaba los libros 39 a 50), y
luego el de los tres últimos libros del Código –identificados como los Tres libri- y el
de una nueva versión de las Novelas, denominada Authenticum. De este modo, la
totalidad del material justinianeo terminó organizándose en cinco volúmenes: los
tres primeros, conteniendo el Digesto; el cuarto, integrado por los nueve libros del
Código; y el quinto, o volumen parvum, que agrupaba las Instituciones, los Tres
libri y el Authenticum. Por otra parte, no está de más recordar que en la formación
del derecho común también gravitaron el derecho feudal, al que Wesenberg y
Wesener han calificado como la parte medieval del derecho medieval, y las
nuevas regulaciones surgidas de las prácticas comerciales –como el Libro del
Consulado del Mar, o las Roles d´Oleron- y tribunalicias, y de la conformación de
diversas corporaciones de mercaderes y de artesanos de las ciudades.

En cuanto al método –asunto del que volveremos a hablar más adelante,


en oportunidad de abordar las características centrales de las corrientes de

59
- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

opinión más importantes de la época-, cabe señalar primero que este derecho
común apareció como un derecho “culto”, especialmente vinculado al accionar de
un nuevo grupo social: el de los juristas, quienes por aquellos días pasaron a
desempeñar importantes funciones en la conducción de la Iglesia Católica –como
que varios de los grandes papas medievales, como Alejandro III, Inocencio III,
Inocencio IV o Bonifacio VIII, fueron juristas-, y en el asesoramiento de los cada
vez más poderosos reyes, quienes recurrieron a los juristas para integrar
instituciones como el Parlamento de París, el Tribunal de la Corte de Sajonia –en
1432-, o la Cámara Imperial alemana –en 1495-.

Ahora bien, la ciencia de los juristas en el desarrollo y elaboración del


nuevo derecho se identificó particularmente con la interpretatio, que vino a ser
algo así como el proceso intelectual de integración, corrección, modificación y
eventual superación del texto romano originario, de acuerdo con las exigencias de
la vida medieval. En este orden de cosas, Paolo Grossi sostiene que, en no pocas
oportunidades, el texto romano interpretado se redujo a ocupar el papel de una
“simple cobertura formal”. De análoga manera, Coing entiende que el jurista
medieval recurría a los textos romanos más que todo con el objeto de elaborar un
argumento propio.

Cabe aclarar finalmente, que el proceso de surgimiento y consolidación del


derecho común, a partir del cual éste se ubicó por espacio de varios siglos en el
centro de la cultura jurídica europea, no implicó la automática desaparición de los
derechos particulares o iura propia. Es que lo que Francesco Calasso dio en
denominar, hace décadas, como el “sistema del ius commune” no resultaba
incompatible con la existencia de una variedad de órdenes normativos que o bien
eran aplicados en ciertas localidades, territorios o reinos, o bien eran los que se
tenían en cuenta en el ámbito de las distintas corporaciones y de los diferentes
grupos sociales. Empero, la “prioridad” de que gozaban estos iura propria frente a
los dispositivos del ius commune no pudo evitar que, contrastadas las
insuficiencias y evidentes limitaciones de aquéllos con respecto a la superiodad
técnica de éste, el ius proprium terminase siendo interpretado dentro de la cultura
del derecho común, y se recortase su ámbito de aplicación, por ejemplo merced a
la aplicación de reglas como la odia restringi, dirigida a restringir lo odioso y a

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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

ampliar lo favorable. Dicho de otro modo, hasta los operadores jurídicos limitados
a trabajar con los iura propia quedaron atrapados en las redes del derecho
común, vale decir, de sus categorías y de sus mecanismos de argumentación,
cosa que el legendario Bartolo de Sassoferrato vio claramente cuando sostuvo
que los iura propia debían ser interpretados a la luz del ius commune. Como
consecuencia de lo referido resultó que la supletoriedad del ius commune se
entendió de modo tal que si un derecho estatutario regulaba cuestiones previstas
en el derecho común, debían aplicarse al caso las ampliaciones y declaraciones
previstas en éste último; mientras que si las normas contempladas en el ius
proprium contradecían al derecho común, las mismas sólo podían aplicarse con
carácter restringido. Por otra parte, también debe tenerse en cuenta que, tal como
lo ha señalado recientemente Heikki Philajamaki, no se dio en los reinos de
Occidente una única forma de “recibir” la cultura jurídica del ius commune. Lo
dicho significa que en los reinos aludidos cobraron vida a una pluralidad de
versiones del ius commune –en cuanto a esto, en los próximos capítulos veremos
que ni Castilla ni las Indias fueron una excepción en la materia-, de manera tal
que si todas las experiencias europeas estuvieron más o menos emparentadas,
empero nunca resultaron exactamente iguales entre sí.

2. La ciencia jurídica bajomedieval y sus escuelas: los glosadores.


Expresión de un derecho culto, cabe vincular el surgimiento del derecho común
con la enseñanza universitaria y con la técnica analítica y expositiva de los
integrantes de la escuela de los glosadores. Al respecto, corresponde decir aquí
que, centrados en la contemplación del derecho romano justinianeo, desde finales
del siglo XI y hasta finales del XIII los glosadores se preocuparon primordialmente
por estudiar el sentido de las palabras y de las frases aisladamente consideradas,
recurriendo para ello a la anotación o glosa –de allí la denominación que
recibieron sus expositores- del derecho justinianeo. De este modo, si bien en el
proceso de desagregación analítica de los textos los glosadores no pocas veces
se redujeron a examinar en forma muy parcial la antigua normativa romana,
también es verdad que con este método hermenéutico sentaron las bases del
lenguaje y de las categorías de análisis propias del derecho moderno. Además,

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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

cabe advertir que, preocupados por comprender la supuesta racionalidad de los


antiguos textos romanos, los primeros glosadores carecieron de inquietudes
prácticas, manteniéndose alejados de las concretas experiencias forenses.
Asimismo, que obnubilados por lo extraordinario de la obra justinianea en tanto
que cabal expresión de la razón y de la justicia, le adjudicaron una autoridad casi
indiscutible, y que como consecuencia de considerarlo derecho vigente lo
transformaron en el motivo de sus análisis y de sus comentarios.

Lectores asiduos de las colecciones justinianeas completas –y no de meros


fragmentos, como había pasado durante la Alta Edad Media-, los glosadores
buscaron afanosamente dar con aquellos “principios” básicos –denominados
brocardos- que, según ellos entendían, subyacían en el derecho romano. En pos
de este objetivo, pero carentes de una adecuada cultura histórica y gramatical –
cabe recordar aquí que, de acuerdo con el pensamiento de uno de los glosadores
más caracterizados, de nombre Acursio, la ciencia del derecho debía ser “cabeza
y término” de los estudios del jurista-, sólo recurrieron al auxilio de la lógica y de
sus métodos, por entonces identificados con el trivium, que comprendía la
gramática, la dialéctica y la retórica. Ello así, además de las glosas, fuesen éstas
interlineales o marginales, los miembros de esta escuela cultivaron otros géneros
de literatura jurídica, como las disctintiones, que eran elaboradas clasificaciones;
las summae, en las que estudiaban la totalidad o una parte del Corpus Iuris
Civilis; o los apparatus, que consistían en la recopilación de las distintas glosas
referidas a un mismo tema.

Cercanos muchos de ellos a las pretensiones imperiales en una época en


la que los conflictos entre los emperadores y los papas conmovieron a la
Cristiandad, como que supieron destacar aquel principio del Digesto 1.4.1, según
el cual “lo que place al príncipe tiene fuerza de ley”, como bien lo advierte Stein
las sucesivas generaciones de glosadores trabajaron de forma acumulativa,
construyendo sucesivas “capas” de interpretaciones, que terminaron dando vida a
una frondosa mediación doctrinaria entre el usuario y el Corpus Iuris. De este
modo, el ya recordado Acursio pudo afirmar que lo que no se conocía en la glosa,
no se conocía en el foro.

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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

Ahora bien, en cuanto a los más destacados expositores de esta corriente,


podemos decir ahora que el iniciador de la misma fue Irnerio, quien actuó como
profesor en Bolonia entre 1112 y 1125. A él lo sucedieron los llamados “cuatro
doctores”, vale decir Bulgaro –quien se preocupó por la búsqueda de las ratio
legis mediante la consulta de los textos concordantes-, Martín Gosia, Jacobo y
Hugo de Porta Ravenate. Por otra parte y también en Bolonia, Búlgaro tuvo como
discípulo a Juan Bassiano, quien a comienzos del siglo XIII fue el responsable de
perfeccionar el método de análisis de los glosadores, y quien tuvo como
contemporáneo a Piacentino, fundador de la escuela de derecho en Montepellier.
Años después, integrando la generación siguiente, el que se destacó fue Azzo, un
jurista que, formado con Bassiano, se interesó en reunir las distintas opiniones
que sobre diversos casos concretos habían ido redactando los glosadores. Así las
cosas, Azzo fue el autor de una summa del Codex que gozó de una enorme
influencia en su tiempo, como que en la práctica forense se impuso un adagio
según el cual «lo que no estaba en Azzo, no servía para ser invocado en los
tribunales». Asimismo, otro jurista de singulares méritos fue el ya mencionado
Acursio (1180-1260), quien alcanzó pública fama luego de que, siguiendo los
pasos de su maestro Azzo, de Juan Bassiano y de Ugolino de Presbitieri,
recopilase la totalidad de las glosas existentes –unas 96.000- y las agrupase en la
denominada Glossa ordinaria

3. La escuela de los comentaristas. Identificados como cultores del mos


itallicus iura docendi –o modo italiano de enseñar el derecho- los comentaristas
de los siglos XIV y XV, al igual que sus predecesores, los glosadores de los siglos
XII y XIII, también consideraron que la antigua normativa romana justinianea
seguía siendo derecho vigente, y que, por ende, las opiniones integradas al
Corpus Iuris podían asumirse como reglas de aplicación práctica inmediata. Sin
embargo, este parentesco intelectual con los glosadores no fue óbice para que los
comentaristas introdujeran importantes cambios en la forma de estudiar y de
concebir el derecho. De este modo, por ejemplo, con ellos la expresión jurídica se
alejó de los constreñimientos de la glosa, para convertirse en algo plenamente
discursivo, independizado de la referencia a una palabra o a una frase singular de

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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

los antiguos textos romanos. Así, si bien el análisis de los juristas continuó siendo
de índole exegético, asumió nuevas características, como que el género literario
por excelencia fue el de los tratados, y que los documentos romanos comentados
pasaron a ser estudiados por partes que, denominadas leges o paragrapha, se
identificaban en el texto indagado merced a la colocación una numeración
especial al margen.

Otra importante diferencia de los integrantes de esta escuela respecto de


los de la anterior resulta de que si para los glosadores lo que importaba era la
mera autoridad de los preceptos romanos, para los comentaristas lo que
prevalecía era la razón que subyacía en los mismos. Ahora bien, para arribar a
estos valiosos principios, los juristas del mos itallicus debieron recurrir a delicadas
interpretaciones fundadas en novedosos métodos lógicos y en la simultánea
consulta de leges –denominación bajo la cual se aludía al antiguo derecho
justinianeo-, de rationes –que eran argumentos lógicos, de equidad o de
oportunidad, basados en la ley humana, en la divina, o en la communis opinio
doctorum u opinión comúnmente admitida- y de auctoritates –forma bajo la cual
se conocían las opiniones de los juristas anteriores o de los contemporáneos, a
las que sólo se les adjudicaba el valor de algo “probable”-. Asimismo, también
ampliaron bastante el círculo de fuentes con las que operaban, aceptando, de
este modo, trabajar con normas provenientes del derecho estatutario. En cuanto a
la communis opinio doctorum, téngase en cuenta aquí que éste constituyó un
mecanismo esencial de la cultura jurídica del ius commune, en la medida en que,
como lo explica Alejandro Guzmán Brito, mediante su empleo la pluralidad,
heterogeneidad y descentralización de principios y soluciones propias del derecho
común se orientaba hacia una cierta unidad de criterio, con lo que se aportaba un
rasgo de certeza a un derecho que muchas veces adolecía de lo contrario, vale
decir, de incerteza. En este orden de cosas, cabe recordar, también, que, en
general, la creación doctrinaria no fue un patrimonio compartido por todos los
juristas, sino que, como bien lo destaca el Maestro chileno arriba citado, durante
la Baja Edad Media europea la reflexión jurídica quedó “entregada a un círculo
selecto y relativamente reducido de profesionales, que entre sí se reconocían

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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

como pares y que, en consecuencia, estaban dispuestos a respetar la autoridad


ajena”.

Amén de lo dicho hasta ahora, otra característica fundamental de los


comentaristas también fue su preocupación por responder con sus indagaciones
intelectuales a las exigencias prácticas de una época convulsionada por
profundos cambios económicos y sociales, cosa que, progresivamente, los hizo
alejarse del derecho romano “en estado de pureza”. De este modo, y en
concordancia con lo que señaláramos arriba al recordar palabras de Grossi y de
Coing, bien indica Francisco Carpintero que no pocas veces terminó resultando
que el dispositivo normativo justinianeo se limitó a servir de mero “pretexto” para
que los juristas medievales se introdujesen en el estudio de un problema “que, a
veces, no guarda[ba] ninguna relación con la frase o término del Corpus Iuris
aparentemente explicado”. Así las cosas, una de las más importantes tareas
desempeñadas por los comentaristas –despectivamente, e injustamente,
llamados postglosadores por los humanistas del siglo XVI- pasó por integrar el
derecho estatutario y los novedosos ordenamientos mercantiles y corporativos
bajomedievales al derecho común, operación que contribuyó a que, como advierte
António Manuel Hespanha, los juristas cultos se consolidasen como la categoría
profesional que, desde entonces, monopolizó en Occidente la resolución de los
conflictos sociales merced a la aplicación de una técnica racional y hermética, o
dicho de otro modo, ajena al hombre común.

En cuanto a los nombres más destacados de esta corriente del quehacer


jurídico, podemos mencionar, entre los comentaristas citramontanos –vale decir,
italianos- a Cino de Pistoia (1270-1336), a Bartolo de Sassoferrato (1314-1357), y
a Baldo de Ubaldis (1327-1400); mientras que entre los ultramontanos cabe
considerar a Jacques de Révigny y a Pedro de Bellapertica. Ahora bien, de todos
ellos el que indudablemente alcanzó mayor fama –por cierto, que merecidamente-
fue Bartolo, al punto que pese a que la muerte lo sorprendió sin haber llegado a la
vejez, su autoridad intelectual alcanzó tal resonancia que los comentaristas fueron
identificados en su conjunto como “bartolistas”, y que se impuso la idea de que
nadie podía ser un auténtico jurista si al mismo tiempo no era un “bartolista”
-nemo jurista nisi bartolista, se decía por aquel entonces-. Así las cosas, siendo,

65
- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

quizás, el jurista europeo más influyente de todos los tiempos, el gran Bartolo,
quien actuó como profesor en las universidades de Perugia y de Pisa, ejerció un
papel capital en el proceso de transformar el derecho común europeo en un
sistema jurídico atento a los hechos, vale decir que, abandonado el acartonado
perfil académico, se orientara a la satisfacción de los concretos problemas
jurídicos cotidianos del medioevo occidental. Al respecto, podemos decir ahora
que, dotado de un notable espíritu práctico –en este orden de cosas, no está de
más que recordemos que a la hora de juzgar o de dictaminar, un poco memorioso
Bartolo adoptaba sus decisiones de acuerdo con la equidad, y sólo una vez
después de haber formado su opinión se preocupaba por buscar el
correspondiente fundamento normativo en el Corpus Iuris Civilis, tarea en la cual
era auxiliado por un amigo ampliamente versado en los vericuetos del antiguo
derecho romano como lo era Francisco de Tigrino-, Bartolo fue el gran
responsable de que se impusiese la idea de que debía verse en el derecho común
al aparato normativo encargado de cubrir las lagunas generadas en el seno de los
respectivos iura propia, y de que se legitimase un mecanismo jurídico europeo
coherente de alcance general, que, como bien dice Peter Stein, si en ocasiones
no derivaba expresamente de parte alguna del Corpus Iuris, se apoyaba en su
autoridad.

4. El derecho canónico bajomedieval. Triunfante en su lucha contra las


pretensiones imperiales, a partir del siglo XII la Iglesia dio muestras de una
extraordinaria vitalidad. De este modo, por ejemplo, después de muchos siglos se
volvieron a celebrar concilios de carácter ecuménico, como los cuatro que se
reunieron en Letrán –el primero, de 1123; el segundo, de 1139; el tercero, de
1179; y el cuarto, de 1215-. En estas circunstancias, los Sumos Pontífices –que
luego del Dictatus Papae de Gregorio VII, consolidarían notablemente su
autoridad en el seno de la Iglesia- comenzaron a dictar una ingente cantidad de
decisiones de índole normativa, conocidas con el nombre de decretales. Así las
cosas, tal fue el volumen y la importancia de la documentación generada, y la
dificultad que presentaba su manejo, que en 1140 un monje llamado Graciano
compuso en Bolonia su Concordia discordantum canonum, obra de carácter

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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

privado que gozó de extraordinario predicamento y que también se conoció bajo


el nombre de Decretum. Al respecto, cabe señalar, además, que, preocupado, tal
como lo indica el título del trabajo, por armonizar el conjunto de las normas
eclesiales aparentemente contradictorias, Graciano reunió en su obra un
variopinto número de cánones provenientes de concilios ecuménicos y regionales,
y de decisiones papales. Integrado, pues, lo que sería la base del futuro Corpus
Iuris Canonici –denominación con la que se identificaría el conjunto del derecho
canónico a partir del siglo XVI-, no se detuvo, empero, la producción normativa
eclesiástica. Por el contrario, da la impresión de que esta consolidación estimuló
un mayor desarrollo del mismo. De este modo, entre 1188 y 1226 aparecieron
cinco nuevas compilaciones –oficiales y privadas- de decretales papales, a las
cuales posteriormente se le sumaron otras patrocinadas por la Santa Sede. En
cuanto a estas últimas, digamos que en 1234 Gregorio IX promulgó el Liber Extra,
un trabajo que compuesto por el dominico español San Raimundo de Peñafort
regulaba a lo largo de 1971 capítulos la estructura canónica judicial, el
procedimiento a seguir en el fuero eclesiástico, la vida del clero, las disposiciones
en el orden matrimonial y los asuntos de naturaleza penal. Asimismo, más
adelante, en 1298, Bonifacio VIII sancionaría el Liber Sextus; en 1317 Juan XX
aprobaría las Decretales Clementinas, integradas con la legislación dictada desde
1305 por Clemente V y por el concilio ecuménico de Viena (celebrado entre 1311
y 1312); en 1325 sería el turno de las Extravagantes de Juan XXII –téngase
presente aquí que se llamaba extravagante a los documentos canónicos que,
dotados de alcance universal, no habían sido incorporados al Decretum o a otra
compilación de normas eclesiásticas de carácter oficial-, mientras que en 1500
aparecerían las Extravagantes Comunes.

Digamos ahora que una vez sancionado el Decretum se afianzó


rápidamente la solidez académica del derecho canónico, al punto que para 1160
su cultivo integraba una disciplina académica homóloga a la del consolidado
derecho romano justinianeo. Ello no significa, empero, que se tratase desde
entonces de dos mundos jurídicos totalmente separados. De esta manera, si ya el
Decretum admitía la remisión a un derecho civil al que se le atribuía un carácter
supletorio, los canonistas –nombre con el cual comenzarían a ser identificados los

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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

estudiosos del derecho canónico- también abrevaron en la sabiduría de los


brocardos elaborador por los glosadores, al punto que Stein entiende que los
clérigos “mostraron mayor afán que los juristas seglares a la hora de explotar los
textos [civiles] recién descubiertos para justificar las nuevas ideas que los
representantes de la Iglesia proponían”. Además, también puede hablarse del
recíproco influjo entre el derecho canónico y el secular. Empero, lo dicho hasta
ahora no debe conducirnos a otro posible extremo, vale decir el de pensar en una
plena identidad entre ambos regímenes. En este sentido, cabe subrayar que en
no pocas ocasiones la vinculación entre el derecho justinianeo interpretado por los
glosadores y los comentaristas, y el ámbito de la normativa canónica no resultó
muy estrecha. Así las cosas, compartimos el criterio del profesor italiano Padoa-
Schioppa, quien entiende que la analogía de la ciencia canónica con los métodos
sentados por los juristas laicos sólo fue algo parcial, y que buena parte de las
diferencias derivó de las peculiaridades de un derecho canónico que, frente al
civil, aparecía integrado por fuentes mucho más heterogéneas que las contenidas
en la normativa justinianea, y que, además y a diferencia de lo que acontecía con
el dispositivo del Corpus Iuris Civilis –más o menos estructurado desde el siglo VI
de la era cristiana-, tenía que hacer frente a la permanente concurrencia de
nuevos componentes.

En cuanto a la gravitación del derecho canónico sobre el secular, es mucho


lo que puede decirse, al punto que Wesenberg y Wesener han sostenido que los
aportes de la normativa canónica fueron esenciales en la conformación del
derecho privado occidental. Así, entre los asuntos del mundo laico afectados por
la normativa canónica cabe mencionar: 1°) Aquellos que entonces se catalogaban
como de naturaleza espiritual ratione materiae, como el matrimonio. Así las cosas,
tanto esta institución jurídica –que simultáneamente era considerada como un
sacramento- como los institutos y las figuras especialmente vinculados a él, como
el adulterio, la legitimación de los hijos extramatrimoniales, o la separación de
mesa y lecho, entre otros, pasaron a convertirse en objeto de especial interés por
parte de una jurisdicción y de una legislación eclesiásticas que atenuaron el
formalismo del antiguo derecho matrimonial germánico, e insistieron en equiparar
jurídicamente a la esposa en cuanto a las relaciones personales matrimoniales y

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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

al deber de fidelidad, exaltaron el valor del consentimiento, limitaron el matrimonio


entre ciertos parientes, impusieron la indisolubilidad del vínculo, y distinguieron
entre impedimentos dirimentes e impedientes. 2°) Aquellos en los que se
integraban componentes “mixtos”, como el patronato, los beneficios eclesiásticos,
los diezmos, los esponsales, las dotes, los testamento, y los contratos reforzados
por juramento-. 3°) Aquellos otros que interesaban a la Iglesia ratione personae,
entre los cuales cabe tener presentes los relativos a los religiosos o a las
personas miserables. Atento a lo dicho, vino a resultar que la influencia del
derecho canónico gravitó de un modo determinante en el diseño y la aplicación de
varios aspectos de la cultura jurídica occidental que hoy parecen completamente
desvinculados del ámbito eclesiástico. De este modo, respecto del particular cabe
aludir al predominio de la voluntad sobre la forma en los contratos integrados con
un juramento; a la aceptación del principio según el cual las obligaciones
acordadas deben ser cumplidas –sintetizado en la expresión pacta sunt
servanda-, y al de la exigibilidad judicial de las mismas siempre que éstas no
estuviesen viciadas por la inmoralidad de su causa; al imperio del mismo principio
en materia penal, de modo tal que la voluntad se convirtió en el eje de la culpa; a
la “expansión” de la posesión de derechos, limitada en el mundo romano a las
servidumbres; a la exigencia de buena fe en la prescripción adquisitiva; a la
atenuación del formalismo en cuanto a los testamentos, aceptándose como
válidos los hechos ante dos testigos y los que se reducían a la concesión de
legados; a la admisión del imperio de la equidad por sobre la adopción de rígidas
soluciones provenientes del derecho escrito, cosa que Helmut Coing identifica
como la preferencia del ius aequum frente al rigor iuris, y que para José
Maldonado le confirió especial eficacia y flexibilidad al derecho canónico; o al
diseño de un nuevo procedimiento penal –denominado inquisitivo-, en el que
dominaba la intención de llegar a la plena averiguación de la verdad material de
los hechos sometidos a juzgamiento.

Para finalizar el examen de este punto, corresponde que recordemos aquí


a los principales expositores del derecho canónico. De este modo, podemos
hablar de Juan Teutónico (c.1216), autor de una conocida glosa al Decretum de
Graciano, o de Bernardo de Botone (+ 1263), quien hizo lo propio con las

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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

Decretales de Gregorio IX, obra que también interesó a otros grandes canonistas,
como Goffredo de Trani, y sobre todo, Enrique de Susa, vulgarmente llamado el
Ostiense. Asimismo, también corresponde que mencionemos a Juan Andrés y a
Nicola Tudeschi –este último también conocido como el Abad Panormitano-,
cuyos comentarios a distintas decretales gozaron de la mayor fama durante el
siglo XV. En cuanto a canonistas de origen ibérico, podemos referirnos a Bernardo
Compostelano, quien compuso una glosa del Decreto; a San Raimundo de
Peñafort, quien fue el autor material de las Decretales o Liber Extra (1234); a
Lorenzo Hispano, quien durante el siglo XIII compuso la Glosa Palatina al
Decreto; y a Pedro Hispano (+ 1277), un prestigioso canonista que accedió a la
Silla de San Pedro bajo el nombre de Juan XXI,

5. Las universidades y los estudios jurídicos. En rigor de verdad, la


estrella del derecho común estuvo íntimamente vinculada a la de las
universidades o estudios generales, expresión bajo la cual se las conoció en una
Baja Edad Media en la que la palabra “universitas” servía para identificar todo tipo
de comunidad o de corporación, incluyendo las de profesores y alumnos. Ahora
bien, nacidas precisamente en esta época, las universidades eran instituciones
que, dedicadas al cultivo de la educación superior, habían sido fundadas, o al
menos confirmadas, por una autoridad de carácter universal, como la del Papa o
la del emperador, quienes concedían a los profesores y a los alumnos su
protección, ciertos privilegios como el goce de un fuero privativo o de alguna
renta, y les otorgaban a los títulos expedidos una validez universal conocida como
licencia ubique docend. Así las cosas, para el siglo XIII estas universitas
magistrorum et scholarium alcanzaron un alto grado de autonomía y de cohesión
interna, de modo tal que pudieron emitir documentos sellados con su sello
particular, constituirse en parte civil en juicio, dictar sus propios estatutos y forzar
a sus miembros a cumplirlos. En cuanto a su composición, en aquellas
universidades que reproducían el modelo de las de París o de Oxford los únicos
miembros universitarios de pleno derecho eran los maestros. En cambio, en
aquellas que, como las de Bolonia o de Padua –que fueron las que ejercieron
mayor influencia en el campo jurídico-, se consideraban universidades de

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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

estudiantes, éstos eran los que, en definitiva, decidían la contratación del plantel
docente. Asimismo, también hubo universidades de tipo mixto, como las del sur
de Francia y las de la península Ibérica, en las cuales los estudiantes controlaban
la designación de algunos cargos universitarios, como el de rector, pero en las
que los colegios de doctores también contaban con importantes atribuciones. Así
las cosas, a partir de finales del siglo XI, época en la que se fundó la de Bolonia,
una multitud de universidades comenzó a poblar la geografía europea. De este
modo, en 1222 se fundó en Italia la de Padua –cuya fama en el área jurídica
opacó a la de Bolonia durante el siglo XIII-, en 1224 la de Nápoles, y en 1405 la
de Turín. En Francia, las más reconocidas fueron la de Montpellier establecida en
1260, la de Avignon en 1256, y la de Toulouse en 1229; en la península Ibérica,
las de Salamanca (1218), Valladolid, Lérida (1300), y Coimbra (1290); mientras
que respecto del resto de Europa podemos mencionar las de Praga (1347), Viena
(1365), Heidelberg (1385), Colonia (1388), Leipzig (1409), Lovaina (1426),
Copenhage (1478), Upsala (1477), Cracovia (1364), y Pest (1367).

En estas universidades, de pequeñas dimensiones -como que la de Bolonia


contaba con un número de estudiantes que oscilaba entre los quinientos y los mil
anuales-, sus alumnos, que se agrupaban de acuerdo con su origen nacional, se
comunicaban en latín. En cuanto a los estudios jurídicos, que se extendían por
espacio de alrededor de siete años, digamos aquí que además de la asistencia
libre a las lecciones fijadas por los profesores, muchas veces desarrolladas en
torno a una quaestio desarrollada por un jurista destacado, los estudiantes se
sumergían en el método de la disputa, que era un debate oral conducido de
acuerdo con las reglas de la argumentación aristotélica, que permitía el desarrollo
dialéctico de distintos argumentos. Ampliando lo dicho, cabe recordar ahora,
siguiendo a Carpintero, que la quaestio jurídica medieval comenzaba con una
rúbrica o titulus; que a continuación aparecía el exordium, que era una frase
introductoria; que luego era el momento del casus, en el que se planteaba una
situación práctica; que posteriormente era el momento de la sentencia, en la que
se fijaban los términos de la controversia; que más tarde se pasaba al examen de
los argumentos y de las alegaciones; y que finalmente se arribaba a una solutio.
En cuanto a la enseñanza oral, los pasos a seguir eran más o menos los

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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

siguientes: en principio el profesor indicaba brevemente la lex o constitutio de la


que se ocuparía; después resumía el texto glosado; a continuación, lo leía; luego
remitía a las analogías existentes en el Corpus Iuris, que podían derivar en la
necesidad de aclarar algunas discordancias; finalmente, mencionaba los
brocardos que surgían del texto comentado, aludía a las distinctiones observadas
y exponía una solución final.

Bibliografía:

Sobre el ius commune y la ciencia jurídica medieval, pueden verse, entre otras, las
siguientes obras: Manlio Bellomo, La Europa del derecho común, Roma, Il Cigno Galileo Galilei,
1996. Helmut Coing, Derecho Privado Europeo. I, Madrid, Fundación Cultural del Notariado, 1996.
Paolo Grossi, El orden jurídico medieval, Madrid, Marcial Pons, 1996. António Manuel Hespanha,
Panorama histórico da cultura jurídica europeia, Lisboa, Publicaçôes Europa-América, 1997. Peter
G.Stein, El derecho romano en la historia de Europa. Historia de una cultura jurídica, Madrid, Siglo
Veintiuno, 2001. Gerhard Wesenberg y Gunter Wesener, Historia del derecho privado moderno en
Alemania y en Europa (traducción de la 4ta. edición de José Javier de los Mozos Touya),
Valladolid, Lex Nova, 1988. Además, ténganse en cuenta los siguientes estudios monográficos:
Francisco Carpintero, “En torno al método de los juristas medievales”; en Anuario de Historia del
Derecho Español, t. LII (1982). Del mismo autor, “«Mos italicus», «mos gallicus» y el Humanismo
racionalista. Una contribución a la historia de la metodología jurídica”; en Ius Commune (Frankfurt
del Main), n° VI (1977). Antonio García y García, “El renacimiento de la teoría y la práctica jurídica.
Siglo XIII”; en idem, En el entorno del derecho común, Madrid, Universidad Rey Juan Carlos I–
Dykinson, 1999. Alejandro Guzmán Brito, “Decisión de controversias jurisprudenciales y
codificación del derecho en la época moderna”, en Anuario de Historia del Derecho Español, t. L
(1980). Emma Montanos Ferrín, “El «sistema» del derecho común: articulación del ius commune y
del ius proprium en la literatura jurídica”; en Javier Alvarado Planas [ed.], Historia de la literatura
jurídica en la España del Antiguo Régimen, vol. I, Madrid, Marcial Pons, 2000. Heikki Philajamaki,
“La heterogeneidad del ius commune: observaciones comparativas sobre la relación entre el
derecho europeo y el derecho indiano”; en Luis González Vales [coord.], XIII Congreso del Instituto
Internacional de Historia del Derecho Indiano. Actas y estudios, t. I, San Juan de Puerto Rico,
Asamblea Legislativa de Puerto Rico, 2003. Jesús Vallejo, Ruda equidad, ley consumada.
Concepción de la potestad normativa (1250-1350), Madrid, Centro de Estudios Constitucionales,
1992. Particularmente en lo relativo a la historia del concepto “derecho común”, resulta obligada la
consulta de Alejandro Guzmán Brito, “Historia de las nociones de «derecho común» y «derecho
propio»”, en Homenaje al profesor Alfonso García-Gallo, t. I, Madrid, Universidad Complutense,
1996.
En lo atinente al derecho canónico, puede recurrirse a: Víctor de la Reina, “La influencia
romana en el derecho canónico como cuestión metodológica”; Ius Canonicum, IX-1 (enero-junio de
1969). José Maldonado, “La significación histórica del derecho canónico”; Ius Canonicum, IX-1
(enero-junio de 1969). Antonio Padoa-Schioppa, “Réflexions sur le modèle du droit canonique
médiéval”; en Revue historique du droit français et étranger, vol. 77, n° 1 (enero-marzo de 1999).
Asimismo, en lo que se refiere a la historia de la enseñanza del derecho durante la Baja Edad
Media, corresponde tener en cuenta los siguientes títulos: Jacques Verger, “Esquemas”; en
Historia de la Universidad en Europa, vol. I, Las universidades en la Edad Media, Bilbao,
Universidad del País Vasco, 1994. Antonio García y García, “Las facultades de leyes”, en el mismo

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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

volumen colectivo. Manlio Bellomo, “Scuole giuridiche e università studentesche in Italia”; en


Luoghi e metodi di insegnamento nell´Italia medioevale (secoli XII-XIV), Congedo Editore, 1989.
Del mismo”Studenti e «populus» nelle citta universitarie italieane dal secolo XII al XIV”; en Centro
Italiano di Studi di Storia e d´Arte Pistoia, Università e società nei secoli XII-XVI, Bologna,
Editografica, 1983.

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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

Capítulo 6

Las instituciones políticas y el derecho


castellanos en la Baja Edad Media

1. Evolución de las instituciones políticas castellanas en la Baja Edad


Media. Con el telón de fondo que ofrecen el auge de la vida urbana y la
expansión demográfica, económica y tecnológica del Occidente europeo, y, en el
caso ibérico, los sucesivos avances de los reinos cristianos sobre las
fragmentadas expresiones de los poderes sarracenos, a partir de mediados del
siglo XII se inicia en Castilla un proceso que concluirá a fines de la décimoquinta
centuria con la formidable transformación de sus instituciones políticas. Al
respecto, cabe indicar que el cambio en cuestión tuvo por eje el progresivo
fortalecimiento de la autoridad real. Ahora bien, más allá del resultado final al que
se arribó, debe tenerse en cuenta que en este proceso los avances no estuvieron
exentos de retrocesos y de fracasos, como que por aquellos días menudearon las
minoridades de los reyes y las guerras civiles. Casos paradigmáticos fueron, en
este sentido, el de un Alfonso X, conocido como el Sabio -quien gobernó Castilla
entre 1252 y 1284-, cuyas pretensiones centralizadoras en lo político y en lo
jurídico suscitaron la exitosa reacción armada de sus súbditos; y el de un Enrique
II, que coronado rey tras terminar con la vida de su medio hermano, Pedro I, se
vio obligado a moderar el ejercicio de los poderes en aras a conservar el trono.

En tanto que desde el siglo XII se fue fortaleciendo la solidaridad e


identidad de los habitantes del reino entre sí, lo que derivó en la afirmación de una
personalidad política superadora de viejas nociones feudales, cabe advertir que
en 1230, con Fernando III, la unión definitiva de Castilla y de León institucionalizó
el surgimiento de la Corona de Castilla en tanto que pluralidad de reinos y de
señoríos caracterizada por contar con un mismo rey. Ahora bien, admitido su
carácter de símbolo político de la Corona, el rey de estas centurias si bien siguió
siendo guerrero y “hacedor de justicia”, también fue pretendiendo, aquí y allá,

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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

invocando argumentos como el de Partidas, 2.1.5, reflejar en la península el


modelo de los emperadores de la época del Dominado romano, ampliando, así, el
ámbito de las competencia regias. Esta inclinación real, empero, no fue
pacíficamente aceptada. En efecto, por aquel entonces era creencia comúnmente
admitida entre los súbditos –fuesen éstos señores laicos o eclesiásticos, o incluso
meros villanos- que los reyes eran la cabeza, pero no más, del reino respectivo.
Dicho de otro modo, que el recto obrar del rey resultaba de su armonía con un
reino cuya voluntad se manifestaba categóricamente en las Cortes, que eran
reuniones de carácter estamental convocadas eventualmente por los monarcas –
la primera de las cuales fue la de León, de 1188-, en las que los nobles, los
prelados y los procuradores de las villas concejiles expresaban libremente sus
opiniones, exigían a los monarcas la aprobación de ciertas medidas, y decidían si
apoyaban o no las propuestas de los reyes. Así las cosas, mientras en Castilla se
invocaban dichos de pensadores foráneos, como un Marsilio de Padua (1280-
1342), según los cuales la legitimidad de la autoridad política se originaba en una
concesión de Dios a la comunidad, allí se fue afianzando la idea de una
“monarquía paccionada” o “pactada”, a tenor de la cual la realeza se identificó con
el ejercicio de un oficio. De este modo, por ejemplo, mientras que la proclamación
real de Enrique Trastámara en 1369, reforzó la concepción de que el rey estaba
supeditado a la voluntad del reino, para comienzos del siglo XV algunos autores,
como Alvaro Pelayo y Alfonso de Madrigal se ocuparían de profundizar en estas
ideas, afirmando el último de los nombrados, incluso, que la comunidad
conservaba para siempre la facultad de elegir y corregir al monarca. Al respecto,
cabe subrayar que no fueron éstos meros devaneos doctrinarios. En efecto, este
tipo de argumentos fueron invocados en trascendentes episodios de la vida
institucional castellana, como lo fueron las Cortes reunidas en Ocaña, en 1469, o
más tardíamente las de Valladolid de 1518, en el curso de las cuales se afirmó
que el rey había recibido el reino en virtud de un contrato callado o tácito, que lo
había convertido en una especie de administrador o servidor a sueldo del mismo
reino, y nada más. De este modo, frente al proyecto autocrático de los reyes
castellanos –consolidado teóricamente a mediados del siglo XIII, con la fracasada
“revolución constitucional” que, al decir del profesor Coronas Gonzalez, impulsó

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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

Alfonso el Sabio, y profundizado en su aplicación práctica a comienzos del siglo


XV, con Juan II (1407-1454)-, se opusieron, por parte de las Cortes, unas Leyes
Fundamentales nacidas de la tradición y de la historia. Al respecto, el catedrático
ovetense arriba mencionado señala como manifestación de estas leyes
fundamentales: a) El juramento prestado por los reyes al acceder al trono, en
virtud del cual los mismos se comprometían a respetar los fueros, privilegios,
franquezas y libertades otorgadas por sus antecesores. b) La aparición del
concepto de “contrafuero”, que en tanto transgresión regia a los fueros, usos y
costumbres, privilegios y franquezas de los súbditos, obligaba a los reyes a
reparar los agravios inferidos, y facultaba a sus vasallos a dejar a un lado los
mandatos regios, tal como lo consagrarían las Cortes de Burgos de 1379 y las de
Briviesca de 1387 bajo la fórmula “se obedece pero no se cumple”. c) La
obligación regia de convocar a Cortes para consultar al reino en todos “los fechos
grandes e arduos”.

Como queda dicho arriba, junto al “pactismo” impulsado por las Cortes, los
reyes pretendieron reforzar paulatinamente su posición institucional, para lo cual
contaron con la inapreciable colaboración de los letrados, formados, tanto en
España como en el extranjero, en la cultura del ius commune. De este modo, y si
bien hasta bien entrado el siglo XVI el rey y sus servidores inmediatos seguirían
careciendo de una sede fija, durante el período comprendido entre los siglos XIII a
XV se fue tejiendo la trama cada vez más apretada de una estructura gubernativa,
en la que las lealtades meramente personales irían siendo substituidas por oficios
permanentes basados en relaciones impersonales, y en los que primaría la aptitud
técnica del agente. Vale decir, pues, que si bien los poderes políticos siguieron
fundándose en el viejo orden social señorial y en la vigencia del privilegio jurídico,
durante estas centurias la monarquía castellana abandonó una estructura de tipo
vasallático beneficial por otra de corte más definidamente burocrático.

Así las cosas, se fueron incorporando a una administración central del reino
en plena expansión nuevas instituciones. En este sentido, una de las novedades
fue la aparición de la audiencia, consagrada en las Cortes de Toro de 1371 como
un órgano colegiado –integrado al principio por letrados y prelados, y luego sólo
por los primeros-, encargado de impartir justicia a nombre del rey. Impulsada por

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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

Juan I, para finales del siglo XV Castilla contaría con dos audiencias, una en
Valladolid y otra en Granada. Asimismo, otro caracterizado organismo fue el
consejo real, establecido también por Juan I en 1385, y cuyo funcionamiento sería
regulado por las Cortes de Briviesca de 1387. Derivado de la consolidación de la
antigua obligación vasallático beneficial de asesorar al señor, dicho consejo, en el
que cada vez tendrían más importancia los letrados, resultaría clave en el
desarrollo de una administración cada vez más compleja.

En lo que se refiere a la administración territorial, hay que reparar al menos


en dos aspectos distintos: los atinentes a los funcionarios de nombramiento regio,
y los relativos a la intervención de la corona en las estructuras políticas hasta
entonces autónomas. En cuanto a lo primero, cabe señalar que durante el siglo
XIII aparecieron en Castilla los merinos y los adelantados mayores, y que en
tiempos de Alfonso X el reino contó con dos adelantamientos mayores -el de la
Frontera y el de Murcia-, y con tres merindades mayores –las de Galicia, León y
Asturias, y Castilla-. En rigor de verdad, da la impresión de que ambos tipos de
magistrados contaron con atribuciones de gobierno parecidas, en tanto que los
dos actuaban en representación del mismo rey, en el ejercicio de lo que Alfonso
García-Gallo denomina “potestad vicarial”. Empero, los adelantados se
distinguirían de los merinos por el hecho de contar con mayores facultades
judiciales. Por otra parte, en lo que hace a las estructuras políticas autónomas,
corresponde indicar ahora que, a partir del reinado de Alfonso XI (1312-1350) la
antigua organización local basada en los concejos comenzó a ser desplazada por
la del regimiento o ayuntamiento, en el cual junto a los oficios concejiles
tradicionales aparecía, cada vez con más atribuciones, la figura de un corregidor
que actuaba como delegado regio.

2. Lineamientos del derecho castellano bajomedieval. En una Baja


Edad Media como la castellana, en la que el derecho seguía perteneciendo, al
decir de Paolo Grossi, a “las entrañas de la sociedad”, no dejó de imperar una
pluralidad de fuentes jurídicas, en cuyo contexto el papel de las leyes, haya sido
éstas dictadas por las Cortes o por los monarcas, todavía no resultaba
excluyente. Vale decir, pues, que se mantuvo entonces una cierta heterogeneidad
77
- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

normativa, lo que en rigor de verdad no vino sino a reflejar la pacífica coexistencia


de múltiples focos de producción jurídica, como agudamente lo señalara en su
hora el Maestro salmantino Benjamín González Alonso. Ahora bien, frente al
panorama de dispersión jurídica que caracterizó al mundo castellano
altomedieval, el período comprendido entre mediados del siglo XIII y finales del
XV se distinguió por el recorrido de un proceso inverso, vale decir por la
unificación normativa del reino. En este sentido cabe señalar que dicho proceso,
que no resultó carente de altibajos, recibió el estímulo de varios factores, a saber:
1) la fijación del viejo derecho territorial merced a la redacción de colecciones
documentales, y a su expansión por vía de la reiterada imitación de ciertos textos
modélicos; 2) la recepción del derecho común, tanto en el ámbito de la legislación
como en el de la cultura jurídica; 3) la paulatina consolidación del derecho general
del reino; y 4) el influjo de realidades económicas y sociales que reclamaban el
dictado de ordenamientos jurídicos generales, como sucedió en materia del
derecho comercial. Por otra parte, no está de más subrayar que si a la vista de la
larga duración histórica, algo característico de las tres centurias de historia
castellana comprendidas entre los siglos XIII y XV pasó por la paulatina
acentuación de la uniformidad jurídica del reino, lo cierto es que en no pocas
oportunidades el impulso concedido a este proceso motivó importantes rechazos
por parte de una comunidad orgullosa de sus privilegios estamentales y
concejiles. De este modo, por ejemplo, como corolario del rechazo que las Cortes
de Zamora plantearon en 1274 al proyecto autocrático alfonsino, se impuso un
parate a la politica uniformadora que desde tiempo atrás habían venido
impulsando Fernando III y Alfonso X con la aplicación del Fuero Juzgo y del Fuero
Real. Asimismo, las Siete Partidas, que tantas referencias contenían a la
supremacía de la voluntad regia, también entraron en un cono de sombras, el cual
se extendería por espacio de casi un siglo.

Amén de lo indicado, no debe olvidarse aquí que, en gran medida, y tal


como lo afirma en nuestros días Jesús Vallejo, el derecho castellano de la época
siguió constituyendo un conglomerado normativo “indisponible”, lo que dicho de
otro modo viene a significar que se trataba de un orden jurídico cuya contextura
poco dependía del humor o de la voluntad de los poderes políticos. Al respecto,

78
- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

cabe indicar ahora que, si bien es verdad que durante la Baja Edad Media la
corona y las Cortes lograron avances significativos en lo relativo a la creación
jurídica, también es cierto que, a juzgar desde nuestro presente de
iushistoriadores las instituciones centrales de la monarquía castellana de los
siglos XIII a XV no solo gozaron de muy limitadas capacidades normativas, sino
que, además, debieron admitir que la variedad de derechos personales y
corporativos existentes se articulasen de una manera ajena a sus preferencias.
Asimismo, también corresponde señalar que durante este período la potestad de
confeccionar leyes se concibió como una facultad particularmente recortada, ya
que lo que se pensaba era que los legisladores debían limitarse a transformar la
ruda equidad en preceptos concretos. Vale decir que era creencia de la época que
la confección de las leyes pasaba antes por la declaración y precisión de un
derecho ya existente, que por su libre creación.

Volviendo al examen de la actividad de los reyes castellanos a partir de


mediados del siglo XII, cabe indicar que no conformes éstos con el variopinto
panorama normativo de la época, a partir de entonces procuraron la
homogeneización jurídica del reino, para lo cual primero abrevaron en el viejo
derecho gótico. Fue así, por ejemplo, que en 1174 Alfonso VII recurrió al Liber
Judiciorum para confeccionar el fuero de la ciudad de Toledo, dispositivo, éste
último, que luego extendería su aplicación a Córdoba, Sevilla y Murcia.
Posteriormente, ya que en el siglo XIII, la política regia contra los juicios de
albedrío, las antiguas fazañas y las potestades jurisdiccionales de los señores y
de los concejos no hizo sino intensificarse. De este modo, Fernando III decidió
que el Liber fuese oficialmente traducido al romance, tras lo cual concedió el goce
de este cuerpo normativo –re-bautizado entonces, en claro esfuerzo por
legitimarlo ante los habitantes de Castilla, como Fuero Juzgo- a distintas
ciudades. Empero, más radical que él fue su hijo, Alfonso X, a quien cabe
adjudicarle la confección del Fuero Real, del Espéculo y de las Siete Partidas. En
cuanto a la primera obra mencionada, corresponde indicar, sobre su redacción,
que en los comienzos de su reinado, el monarca, quien al igual que había hecho
su padre adoptó el expediente de denominar fuero a algo que resultaba
esencialmente distinto a los antiguos documentos impulsores de las libertades

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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

concejiles, decidió recurrir al Fuero Juzgo, a las Decretales de Gregorio IX, y a las
normas de algunos fueros locales. Asimismo, que a semejanza de Fernando III,
Alfonso X también concedió el goce del Fuero Real a distintas ciudades como una
forma de contribuir así a la homogeneidad jurídica del reino. Empero, no
satisfecho con los resultados obtenidos, entre 1255 y 1260, combinando
elementos provenientes del derecho foral leonés y castellano, y del ius commune,
el mismo rey hizo sancionar el Espéculo, instrumento que destinó a regular el
procedimiento aplicable en los tribunales del rey. Finalmente, todo el esfuerzo
regio culminaría con la sanción del Libro de las leyes, más conocido como las
Siete Partidas. Responsables, al decir de García Marín, de consumar la recepción
del derecho común en Castilla –proceso, este último, del que nos ocuparemos
más adelante-, y reconocidas por muchos autores de nuestros días como una de
las más extraordinarias obras jurídicas del Occidente europeo medieval, las Siete
Partidas combinaron elementos provenientes del Corpus Iuris Civilis; de las
Decretales pontificias; de las obras de glosadores, comentaristas y canonistas
como Azzo, Accursio, San Raimundo de Peñafort y Enrique de Susa, entre otros;
y de distintas disposiciones del derecho foral peninsular. Distribuidos sus
contenidos, como su nombre lo indica, en siete partes, la primera partida se
ocupaba de la organización de la Iglesia y del derecho canónico; la segunda, de
las instituciones políticas y del fundamento del poder; la tercera, de los
procedimientos judiciales; la cuarta, de los matrimonios; la quinta, de los
contratos, de otras instituciones del derecho civil y de las relaciones feudo-
vasalláticas; la sexta, del derecho sucesorio; y la séptima, del derecho penal.

No exentas de méritos científicos, los contemporáneos rechazaron,


empero, airadamente, la aplicación de las Partidas. De este modo, en las Cortes
de Zamora de 1274 el reino impuso al monarca la supremacía de los fueros
locales en los denominados “pleitos foreros”, y restringió la aplicación de las
Partidas a los denominados “casos de Corte”, que eran aquellos que se
consideraban particularmente graves, sea por la condición de las personas
comprometidas, sea por la naturaleza de los bienes jurídicos tutelados. Así las
cosas, se consideraban “casos de Corte”, entre otros, el conocimiento del

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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

homicidio ocasionado sin riesgo para el matador, el del forzamiento de mujer, el


de incendio de viviendas, el de traición al rey y el de falsificación de moneda.

Tradicionalmente, ha venido entendiendo la historiografía jurídica que el


“retroceso” sufrido por el derecho regio en 1274 se revirtió en 1348, con el dictado
del Ordenamiento de las Cortes de Alcalá, impulsado por Alfonso XI, bisnieto del
rey sabio, y preparado probablemente por una comisión de letrados regios, entre
los cuales se habrían contado los consejeros del monarca y los alcaldes de la
Corte. De este modo, integrando el nutrido dispositivo de Alcalá –que se ocupaba,
entre otras, de cuestiones tales como las competencias judiciales, la recusación
de los jueces, las excepciones previas, la prescripción, el régimen de las pruebas,
de las apelaciones y de los embargos, la rescisión de la compraventa, etcétera-,
se ha sostenido que la ley 1 de su título 28 significó el triunfo irreversible del
aparato normativo regio y la consiguiente restricción de los derechos locales. Sin
embargo, en los últimos tiempos los sugerentes planteos del profesor Jesús
Vallejo han generado importantes dudas sobre la validez de esta interpretación.
Por nuestra parte, lo que pensamos es que, teniendo en cuenta su articulación
con lo dispuesto en el resto del ordenamiento, lo que la referida ley primera, título
28, de Alcalá vino a significar fue el reconocimiento de la vigencia oficial de las
Partidas, pero sólo en lo atinente a sus aspectos procesales. De este modo, y
según nuestra interpretación, la norma en cuestión si bien admitió la conservación
de los procedimientos previstos en los fueros “en aquellas cosas que se usaron”,
restringió su empleo “en aquello que nos halláremos que se debe mejorar y
enmendar, y en lo que son contra Dios y contra razón”, o contra las leyes del
mismo Ordenamiento de Alcalá. “Por las cuales leyes de este nuestro libro –
sostuvo, en consecuencia, la ley referida- mandamos que se libren primeramente
todos los pleitos civiles y criminales; y los pleitos y contiendas que no se pudieren
librar por las leyes de este nuestro libro y por los dichos fueros, mandamos que se
libren por las leyes contenidas en los libros de las Siete Partidas”.

Se acepte o no la hipótesis que proponemos, debemos señalar ahora que


también en la decimocuarta centuria y como expresión del paulatino
afianzamiento del derecho general sobre los dispositivos locales, se advierte en la
práctica jurídica castellana una notable expansión de la normativa dictada por la

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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

administración central del reino, cosa que, en buena medida, obedeció a la


aparición de sucesivos ordenamientos de Cortes. Pero esto no fue todo, ya que
junto a ellas también comenzaron a cobrar importancia las numerosas provisiones
o mandatos de gobernación dispuestos por los reyes y por sus subordinados, y
las reales pragmáticas, disposiciones que pese a integrarse con normas
sancionadas por la mera voluntad de los monarcas, éstos pretendían que
gozasen de la misma fuerza y predicamento normativo que las leyes dictadas en
Cortes. Así, mientras que la monarquía fue adquiriendo una posición de creciente
preeminencia en el contexto de las instituciones políticas castellanas, sin prisa
pero sin pausa se fue deteriorando el antiguo derecho de raigambre altomedieval.

Vinculado a lo anterior, cabe señalar que, advertidos sobre la necesidad


de poner algo de orden en un panorama jurídico en el que se combinaban
confusamente abundantes leyes de Cortes, pragmáticas y provisiones reales,
hacia el siglo XV los procuradores en Cortes comenzaron a solicitar a los reyes
que designasen personas entendidas, para que éstas recopilasen las normas
existentes “por buenas y breves palabras”, incorporándoles a ellas “las
declaraciones e interpretaciones que entendieren ser necesarias”, expresiones
todas que confirman el criterio de Enrique Alvarez Cora, según el cual detrás de
una compilación no debe verse un mero obrar mecánico, sino una “recolección
que supone actividades de adición, supresión, corrección, y ordenación”. De este
modo, serían las Cortes de Toledo de 1480 las que terminarían encomendando al
prestigioso jurista Alonso Díaz de Montalvo la recopilación de todas las leyes del
reino, encargo que derivaría en la impresión de la Recopilación Castellana de
1484 -también conocida como Ordenamiento de Montalvo, en homenaje a quien
fuera su autor-, cuerpo normativo que pese a no haber sido sancionado
oficialmente, fue distribuido con amplitud en un reino que ansiaba desde hacía
tiempo la confección de una obra de estas características.

3. La recepción del ius commune y la cultura jurídica castellana. En


rigor de verdad, la cabal comprensión de la historia jurídica castellana de la época
no sería posible si no se tuviese en cuenta la notable gravitación ejercida
entonces por la recepción del derecho común. A este respecto, corresponde
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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

señalar ahora que dicho proceso –iniciado tempranamente en la zona del Levante
español, y luego extendido al área de la meseta castellana- respondió a la
concurrencia de una multiplicidad de factores, entre los cuales pueden
mencionarse la circulación de copias manuscritas de obras de glosadores y de
comentaristas, y el retorno a los reinos peninsulares de los numerosos españoles
que habían ido a estudiar a las universidades italianas, como Bolonia, Pavía y
Perusa –al respecto, se sabe que entre 1300 y 1330 hubo 150 escolares
españoles en Bolonia, y que en 1364 el cardenal Gil de Albornoz decidió fundar,
en la misma ciudad, el Colegio de San Clemente, destinado a atender las
necesidades de los estudiantes ibéricos-, o francesas, como Montpellier y
Toulouse. Por supuesto, tampoco hay que desdeñar el hecho de que los reyes
encontrasen en los juristas formados en las universidades de allende los Pirineos,
más que a valiosos directores técnicos de procedimientos judiciales, a formidables
instrumentos para consolidar y legitimar sus propios proyectos políticos. Tan es
así, que ya en el siglo XIII los monarcas castellanos se decidirían a patrocinar en
su tierra el establecimiento de universidades más o menos fieles al régimen de
gobierno y al tipo de enseñanza boloñeses. De este modo, pues, aunque todavía
carentes del brillo intelectual del que gozaban sus homólogas italianas,
comenzaron a surgir en Castilla universidades como las de Palencia o la de
Salamanca.

Ahora bien, si esta recepción, que satisfizo las apetencias jurídico técnicas
de una sociedad en plena renovación, y que se desplegó en la península en
diferentes momentos y con diverso grado de intensidad, como bien lo señala en
nuestros días García Marín, suscitó la simpatía de unos reyes que advertían con
agrado las consecuencias de aclimatar en Castilla concepciones como las de un
Ulpiano, según la cual “lo que place al príncipe tiene fuerza de ley”, también es
cierto que este fenómeno de penetración jurídica despertó sus enconos. De este
modo, mientras que las instituciones del ius commune fueron bien recibidas
respecto de aquellas áreas jurídicas poco o nada desarrolladas durante la alta
edad media castellana, como sucedió en materia de obligaciones, también se
produjo una evidente resistencia popular cuando el derecho común colisionó con

83
- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

concepciones locales dotadas de secular arraigo. Así, por ejemplo, debe


mencionarse lo que aconteció con el derecho de familia.

Pese a todo, no puede negarse que los tribunales castellanos fueron


abriéndose cada vez más a la cultura del ius commune. Así, por ejemplo, para
septiembre de 1253 Alfonso X se vio obligado a ordenar a los jueces de Santiago
de Compostela que no permitiesen la alegación en juicio de las leyes romanas ni
de las Decretales. Al respecto, es interesante advertir cómo nuestro monarca, que
ya sabemos no temió recurrir al derecho común al tiempo de confeccionar la
nueva normativa regia, no se decidía a aceptar en el reino la vigencia del derecho
común sino en la medida en que éste hubiese sido convertido en derecho real. De
allí que Carlos Petit haya señalado que el dictado de las Siete Partidas vino de la
mano de la pretensión regia de “cristalizar” el ius commune en Castilla. Empero,
lejos de la docilidad que ofrecieran en otros aspectos, los juristas castellanos
desoyeron este tipo de mandatos regios, y, en la práctica cotidiana y por vía
doctrinaria, hicieron del ius commune un verdadero derecho supletorio. Ahora
bien, en este orden de cosas cabe recordar que los letrados contaron en este
tema con el auxilio que les prestaban ciertas “rendijas” en la normativa del reino,
como que en el Fuero Real se admitía la invocación de “otro libro de otras leyes
en juicio para razonar, o para juzgar por él”, siempre y cuando sus disposiciones
concordasen con las castellanas; o que en el Ordenamiento de Alcalá se
autorizaba el estudio universitario de los “libros de los derechos que los sabios
antiguos hicieron”, atento a que había “en ellos mucha sabiduría”. Así las cosas,
tiempo después el vigor alcanzado por la cultura del ius commune derivaría en la
aprobación de la ley 10 del Ordenamiento de Briviesca de 1387, en virtud de la
cual se autorizó a las partes en juicio a que, además de los fueros y de las
Partidas, pudiesen alegar disposiciones del derecho romano y del derecho
canónico. Más tarde, en el siglo XV, mientras que entre el común de los súbditos
ya circulaba la idea de que los juristas recurrían con exceso a las opiniones de los
autores –tan numerosas en sus escritos forenses “como uvas en cesto”, según
afirmaba un escritor de la época-, los reyes tratarían infructuosamente de poner
coto al empleo del derecho común en los tribunales castellanos. Así, por ejemplo,
mientras que una pragmática de Juan II prohibiría en 1427 citar “opinión ni

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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

determinación ni decisión ni dicho ni autoridad ni glosa de cualquier doctor ni


doctores ni de otro alguno, así legistas como canonistas, de los que han sido
hasta aquí después de Juan Andrés y Bártulo, ni otrosí de los que fueren de aquí
adelante”, una disposición análoga impulsada por los Reyes Católicos en 1499
mandaría que en materia canónica el recurso a los autores se restringiese a Juan
Andrés, y en su defecto al Abad Panormitano, mientras que en materia civil
debían seguirse las enseñanzas de Bártolo, o si no las de Baldo.

Por otra parte, y al margen de lo que venimos refiriendo hasta aquí, es


oportuno destacar ahora que convertidos en estrechos colaboradores de la
monarquía, los letrados -o “sabidores del derecho” al decir de las Partidas, III,
xxiii, 17-, fueron ocupando importantes plazas no sólo en el ámbito gubernativo,
sino también en el de una nueva administración de justicia que los monarcas
aspiraban erigir ya no en torno al “albedrío” o al “buen corazón”, sino al “seso” y a
la “sabiduría”. Ahora bien, como queda dicho estos juristas de nuevo cuño
actuaban a tenor de los conceptos y de las técnicas que habían aprendido en el
cotidiano manejo de las obras del derecho común. Fue, precisamente, debido a
ello que la técnica jurídica característica del ius commune se fue aclimatando al
suelo español. De este modo, si para la segunda mitad del siglo XIII todavía se
compondrían obras privadas, como el Libro de los Fueros de Castiella –en el que
se reunían diversas disposiciones de origen foral-, las Leyes nuevas –que
reproducía varias de las interpretaciones que los magistrados habían solicitado a
los reyes en torno a la inteligencia del Fuero Real- o las Leyes de estilo –que era
una compilación privada, en las que se agrupaban alrededor de dos centenares y
medio de decisiones judiciales dictadas de acuerdo con la costumbre del tribunal
real-, en las que el derecho común sólo aparecería más o menos tímidamente,
para los siglos XIV y XV la plena formación de los juristas castellanos en la cultura
del ius commune los llevaría a la redacción de textos en los que las normas del
derecho regio se analizarían completamente bajo la óptica del derecho común.
Así, por ejemplo, mientras que un Vicente Arias de Balboa -uno de los juristas
más representativos de la época, fallecido en 1414-, fue el responsable de sendas
glosas al Fuero Real y al Ordenamiento de Alcalá, un Alonso Díaz de Montalvo
(1405-1499) hizo lo propio con las Siete Partidas y también con el Fuero Real.

85
- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

Para finalizar, cabe recordar, también como algo propio de la cultura jurídica de la
época, que por entonces circularon en tierras peninsulares útiles repertorios
alfabéticos. Tal fue el caso de la Peregrina, una obra en la que Gonzalo González
de Bustamante ordenó buena parte de los conceptos volcados a lo largo de las
páginas de las Partidas.

Bibliografía:

Además de las obras generales relativas a la historia del derecho español, citadas en la
bibliografía correspondiente a los capítulos anteriores, en lo que hace a las instituciones políticas
castellanas bajomedievales se han tenido en cuenta: Joaquín Cerdá Ruiz-Funes, “Para un estudio
sobre los adelantados mayores de Castilla (siglos XIII-XV)”; en Actas del II Sympsium de Historia
de la Administración, Madrid, Instituto de Estudios Administrativos, 1971. Santos M.Coronas
González, “Las leyes fundamentales del Antiguo Régimen (notas sobre la Constitución histórica
española); en Anuario de Historia del Derecho Español, t. LXV (1995). Salustiano de Dios, “Las
cortes de Castilla y León y la administración central”; en Las Cortes de Castilla y León en la Edad
Media, vol. II, Cortes de Castilla y León, Valladolid, 1988. Alfonso García-Gallo, “La obra legislativa
de Alfonso X. Hechos e hipótesis”; en Anuario de Historia del Derecho Español, t. LIV (1984).
Benjamín González Alonso, “Poder regio, cortes y régimen político en la Castilla bajomedieval
(1252-1474)”, en Las Cortes de Castilla y León, vol. II, Valladolid, 1988. Aquilino Iglesia Ferreirós,
“Las Cortes de Zamora de 1274 y los casos de Corte”; en Anuario de Historia del Derecho
Español, t. XLI (1971). Rogelio Pérez Bustamante-González, “La administración”; en Historia
General de España y América, t. V, Madrid, Rialp, 1991. Joaquín Salcedo Izu, “La autonomía
municipal según las cortes castellanas de la Baja Edad Media”; en Anuario de Historia del
Derecho Español, t. L (1980). Esteban Sarasa Sánchez, “Fundamentos medievales del Estado
Moderno”; Ius Fugit (Universidad de Zaragoza), nº 3/4 (1995/1995).
Para lo que se refiere específicamente al derecho y a la cultura jurídica castellana de la
misma época: Enrique Álvarez Cora, La producción normativa bajomedieval según las
compilaciones de Sicilia, Aragón y Castilla, Milano, Università degli Studi di Messina, 1998. Ana
María Barrero, “El derecho local, el territorial, el general y el común en Castilla, Aragón y Navarra”;
en Diritto comune e diritti locali nella storia dell´Europa, Giuffrè Editore, 1980. Juan Beneyto Pérez,
“La ciencia del derecho en la España de los Reyes Católicos”; en Revista General de Legislación y
Jurisprudencia (Madrid), mayo de 1953. José Luis Bermejo Cabrero, “Un nuevo texto afín al Fuero
Viejo de Castilla: «El fuero de los fijosdalgos y las Fazañas del Fuero de Castilla»”; Anuario de
Historia del Derecho Español, t. LXIX (1999). Francisco Carpintero, “En torno al método de los
juristas medievales”; en Anuario de Historia del Derecho Español, t. LII (1982). Del mismo autor,
“«Mos italicus», «mos gallicus» y el Humanismo racionalista. Una contribución a la historia de la
metodología jurídica”; en Ius Commune (Frankfurt del Main), n° VI (1977). Bartolomé Clavero,
“Notas sobre derecho territorial castellano, 1367-1445”; en Historia, Instituciones, Documentos, n°
3 (1976). J.R.Craddock, “La cronología de las obras legislativas de Alfonso X”; en Anuario de
Historia del Derecho Español, t. LI (1981). Alfonso García-Gallo, “La obra legislativa de Alfonso X.
Hechos e hipótesis”; en Anuario de Historia del Derecho Español, t. LIV (1984). Alfonso García-
Gallo, “Nuevas observaciones sobre la obra legislativa de Alfonso X”; en Anuario de Historia del
Derecho Español, t. XLVI (1976). Alfonso García-Gallo y Miguel Angel Pérez de la Canal, Libro de
las bulas y pragmáticas de los Reyes Católicos, Madrid, Instituto de España, 1973. Antonio García
y García, “Derecho romano-canónico medieval en la península Ibérica”; en Javier Alvarado Planas
[ed.], Historia de la literatura jurídica en la España del Antiguo Régimen, vol. I, Madrid, Marcial
Pons, 2000. Antonio García y García, “Nuevos descubrimientos sobre la canonística salmantina
86
- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

del siglo XV”; en Anuario de Historia del Derecho Español, t. L (1980). Benjamín González Alonso,
“La fórmula «obedézcase, pero no se cumpla» en el derecho castellano de la Baja Edad Media”;
en Anuario de Historia del Derecho Español, t. L (1980). Antonio Pérez Martín, “El ordenamiento
de Alcalá (1348) y las glosas de Arias de Balboa”; en Ius Commune (Frankfurt), n° 11 (1984).
Antonio Pérez Martín, “La literatura jurídica castellana en la Baja Edad Media”; en en Javier
Alvarado Planas [ed.], Historia de la literatura jurídica en la España del Antiguo Régimen, vol. I,
Madrid, Marcial Pons, 2000. Carlos Petit, “Derecho común y derecho castellano. Notas de
literatura jurídica para su estudio (siglos XV-XVII)”; en Tijdschrift voor Rechtsgeschiedenis, t. 50
(Leiden), 1982. Ismael Sánchez Bella, “Los comentarios a las leyes de Indias”; en Anuario de
Historia del Derecho Español, t. XXIV (1954). Jesús Vallejo, “Il calice d`argento (secoli XII-XV)” en
Storia d`Europa. Il Medioevo, secoli V-XV ,Vol.III, Torino, Einaudi. Del mismo autor, “Leyes y
jurisdicciones en el Ordenamiento de Alcalá” (en ambos casos, se ha consultado copia de los
originales mecanografiados, gracias a la gentileza que el doctor Víctor Tau Anzoátegui ha tenido
con el autor).

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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

Capítulo 7

Los derechos indígenas

1. Los derechos indígenas y el derecho indiano. Si bien es cierto que


los derechos castellano y común fueron los que más contribuyeron a la génesis y
posterior evolución del derecho indiano, ello no significa que el elemento indígena
haya carecido enteramente de repercusión en el proceso formativo del último de
los mencionados. Empero, lamentablemente no es tarea sencilla aquilatar la
importancia de esta participación. Ello así, en la medida en que al historiador del
derecho se le ofrecen no pocas dificultades en sus intentos de acceder al
conocimiento y comprensión del legado jurídico de los pueblos precolombinos y
de sus formas de inserción en el ámbito indiano. De este modo y tal como lo
señala en nuestros días el historiador alemán Horst Pietschmann, al tiempo que
se carece de testimonios escritos en los que los mismos indígenas se ocuparan
de explicar este tipo de cuestiones en forma sistemática, las fuentes de análisis
que se conservan no sólo fueron modeladas por un lenguaje ajeno –el castellano-
sino que, además, y esto es lo que más las afecta, se las redactó de acuerdo con
la perspectiva distorsionante impuesta por las tradiciones jurídicas europeas. Así
las cosas, por ejemplo, Víctor Tau Anzoátegui señala que a la fecha no existe un
catálogo completo de las costumbres indígenas toleradas por las autoridades
indianas, ni tampoco de aquellas que sí se receptaron.

Atento lo dicho en el párrafo anterior, nuestra pretensión pasa por subrayar


aquí sólo algunos de los aspectos relativos a la participación indígena en la
formación del derecho indiano. De este modo, primeramente debemos comenzar
analizando la naturaleza jurídica de lo que llamamos “derecho” indígena.
Respecto del tratamiento de esta cuestión, en la que seguimos en lo esencial las
enseñanzas del Maestro peruano Fernando de Trazegnies, nada más oportuno
que advertir que los pueblos precolombinos desconocían casi todas las categorías
sobre las cuales se erigían entonces los derechos europeos. Dicho de otro modo,
en culturas en las que el individuo contaba poco, al punto que su vida y que su
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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

integridad física resultaban completamente subordinadas a exigencias colectivas,


las normas de conducta sobre las cuales se había levantado la vida social no
estaban dirigidas a consagrar y conciliar derechos personales competitivos, y en
ellas tampoco se distinguía entre un ámbito de lo “público” y otro de lo “privado”.
Asimismo, tampoco establecían sistema alguno de atribuciones individuales con
obligaciones correlativas, ni contemplaban la existencia de ciertos derechos
naturales e inalienables, al punto que resultaba sencillamente inconcebible el
goce de un derecho de propiedad privada en sentido pleno, diferenciándose los
hombres en la escala social a partir de la posiblidad que tenían de usar energía
humana ajena. Ahora bien, atento a este panorama ¿sería lícito identificar como
“derecho” a algo tan distinto a lo que el derecho de raigambre occidental concibe
como tal? Al respecto, y siguiendo también en esto a Trazegnies, pensamos que
cabe responder al interrogante de un modo afirmativo, y ello así siempre que
consideremos que la “juridicidad” de las reglas de conducta colectiva
prehispánicas derivan de su desempeño como eficientes instrumentos operativos
dispuestos a satisfacer las exigencias básicas de organización y convivencia de
las comunidades americanas precolombinas. Empero, si esta es la perspectiva
actual, no debemos olvidar que producido el descubrimiento y posterior población
de América las distintas “piezas” del universo jurídico indígena comenzaron a ser
discernidas a la luz de los criterios imperantes en la cultura jurídica del Viejo
Continente. De este modo, por ejemplo, y dada su condición ajena a la escritura,
las reglas indígenas fueron rápida –y equivocadamente- asimiladas a la condición
de “costumbres”, dando lugar a lo que Tau Anzoátegui ha calificado como un
“proceso de refracción conceptual del pensamiento europeo”.

Amén de lo referido hasta aquí, otro aspecto esencial para entender las
circunstancias de la presencia indígena en la formación del derecho indiano pasa
por advertir que sólo por desconocimiento cabe aludir en singular a un presunto
“derecho indígena”. Por el contrario, lo acertado es hablar de tantos “derechos”
como pluralidad de experiencias comunitarias aborígenes se dieron en América –
la mayor parte de las cuales, dicho sea de paso, evolucionó ignorando el
desarrollo de las demás-, cosa que, a su vez, nos impone la obligación de

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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

distinguir, como lo hace González de San Segundo, las diferencias normativas


que se dieron entre las distintas poblaciones indígenas.

2. El elemento indígena en la vida jurídica indiana. Si, como señala


Pietschmann, la legislación indiana estuvo “salpicada” de términos indígenas,
también es cierto que más allá de lo terminológico la penetración de elementos
indígenas en el ámbito indiano no se redujo, como lo recuerda el historiador
norteamericano Charles Cutter, a la mera redacción de leyes, sino que también
tuvo lugar de “maneras menos obvias”, sobre todo en los niveles inferiores de la
administración indiana, y en lo que el arriba recordado historiador alemán
denomina “esfera cotidiana de aplicación”, área en la cual gravitó sobremanera la
inmensa y silenciosa mayoría de indígenas sometidos a la autoridad de los reyes
castellanos. Así, por ejemplo, cabe recordar el papel que ejercieron en la materia
la multitud de aborígenes que aprendieron a recurrir al sistema tribunalicio
indiano, al punto que se convirtieron en usuarios tan hábiles de la administración
de justicia montada por las autoridades españolas en América que ésta terminó,
en no pocas oportunidades, sirviendo a sus particulares intereses.

Ahora bien, amén del protagonismo, en ésta como en tantas otras


materias, del particularismo indiano –circunstancia que conduciría, como veremos
más adelante, a una severa crítica contra la aplicación del derecho común en la
América española- aquí corresponde decir algo respecto de las causas que
condujeron a que considerables masas de la población americana –en rigor de
verdad, la mayoría de ésta- quedasen sometidas a diversos dispositivos jurídicos
prehispánicos. Al respecto, no sólo compartimos el criterio de Abelardo Levaggi,
en cuanto este autor alude a la subsistencia del principio de la personalidad
jurídica, sino que siguiendo la esclarecida opinión de Ricardo Zorraquín Becú
entendemos que ello tuvo lugar como derivación de la concepción antropológica y
política que impuso la separación de los naturales respecto de los demás grupos
étnicos que habitaban las Indias, en virtud de la cual cobró vida una “república de
indios” separada de las poblaciones blancas y mestizas. Ello así, en tanto que
reconocida tempranamente la condición de los indígenas como hombres libres,
casi al mismo tiempo se los comenzó a considerar jurídicamente como personas

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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

´miserables´ -vale decir, de análoga manera a lo que sucedía con los menores,
con las mujeres, con los pobres y con los rústicos, quienes contaban con una
especial protección por parte de la autoridad-, a las que no convenía poner en
contacto con forasteros, ni obligarlos a abandonar sus estatutos jurídicos
particulares.

En cuanto a la influencia indígena en lo jurídico indiano y simplificando


mucho la cuestión, cabe hablar aquí de dos “vías” principales de penetración: la
de la directa aplicación, en tanto que derecho supletorio que, una vez tolerado, se
destinaba a regir entre los súbditos aborígenes; y la de la “inspiración” del
legislador indiano. Ahora bien, en ambos casos no todos los derechos indígenas
alcanzaron la misma repercusión. Así, va de suyo que mientras que los derechos
indígenas surgidos de las comunidades aborígenes más organizadas –como la
azteca o la del Tawantisuyu- alcanzaron no poco éxito en sobrevivir al impacto
colombino, al punto que algunas de sus instituciones, como la mita, se
convirtieron en normas indianas por decisión de las autoridades españolas, los de
otros pueblos, generalmente cazadores-recolectores de culturas paleolíticas no
fueron considerados en lo más mínimo, al punto que no influyeron nada en la
conformación del derecho indiano. Asimismo, otra característica a considerar –y
que se deja traslucir de lo que decimos arriba- es que los derechos indígenas
gozaron de una vitalidad que en no pocas ocasiones se sobrepuso al contacto
con lo europeo. Dicho de otro modo, los derechos indígenas no detuvieron su
progreso en el 1500, sino que siguieron evolucionando tras la llegada de los
españoles.

Por cierto, aunque verdaderamente activos “en la formación y desarrollo del


derecho indiano”, como bien dice Cutter, los elementos indígenas no pasaron de
contar con una posición de habitual subordinación, debiendo integrarse aquí y
allá, desarticulados de su contexto originario y en el marco de referencia general
que ofrecía la cultura jurídica occidental del derecho común -de la cual el derecho
indiano formaba parte-. Empero, también es verdad que este panorama no estaría
completo si no se recordase la simultánea subsistencia en Indias de diversos
derechos aborígenes en tanto que ordenamientos jurídicos de carácter personal,

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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

lo que dio lugar, bajo la autoridad de los reyes castellanos, a la coexistencia de lo


que Zorraquín Becú considera auténticos mundos jurídicos paralelos.

Ahora bien, en cuanto a la actitud de la Corona hacia los derechos


indígenas pueden distinguirse, al menos, tres etapas: una inicial –que abarcaría
casi todo el primer medio siglo de las experiencias pobladoras-, caracterizada por
la despreocupación regia hacia las normatividades aborígenes; una segunda, de
marcada tendencia receptiva, aunque signada por el excluyente protagonismo de
una Corona que se reserva la facultad de interpretar qué es lo bueno y lo malo de
los derechos indígenas, que daría comienzo a mediados del siglo XVI y que se
extendería durante todo el XVII, aunque con un evidente agotamiento paulatino; y
una tercera, de marcada declinación –que no de absoluta desaparición, como lo
demuestra el hecho de la actual supervivencia de elementos jurídicos indígenas
en toda Hispanoamérica-, propia del siglo XVIII.

De la primera etapa, no es mucho lo que puede decirse aquí, salvo que, en


un principio, no hubo mayores reflexiones en torno de una normatividad aborigen
que, además, no era muy desarrollada, como que se trataba de la de los
relativamente poco evolucionados indios caribes. Empero, la situación comenzó a
cambiar drásticamente cuando los recién llegados europeos entraron en contacto
con las altas culturas precolombinas, y no sólo se dieron cuenta de que las
complejidades de la vida indiana exigían la aplicación de un tratamiento particular
-que no podía surgir exclusivamente de los preceptos del derecho común
europeo-, sino que también se percataron de los daños causados a los
aborígenes a raíz del establecimiento de las encomiendas. Fue así, por ejemplo,
como en 1562 fray Jerónimo de Mendieta reclamó “que ni Código ni Digesto ni
hombre que había de regir a indios por ellos pasara a estas partes porque ni
Justiniano hizo leyes ni Bartolo ni Baldo las expusieron para este Nuevo Mundo y
su gente”. Sería, pues, ante el desconcierto suscitado por la realidad americana
que comenzaría una nueva etapa, en la que ciertas normas precolombinas
volverían a gozar de vigencia como derecho positivo. De este modo, v.gr., ya en
julio de 1530, en el curso de los capítulos destinados a fijar las obligaciones de los
corregidores novohispanos, se habló de guardar los buenos usos y costumbres de
los naturales en todo aquello en los que éstos no fueren contrarios a la religión

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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

cristiana. Posteriormente, este criterio se reiteró en 1542, en la disposición 20 de


las Leyes Nuevas, en la cual se dispuso que en los pleitos de los indígenas se
guardasen “sus usos y costumbres, no siendo claramente injustos”. Ahora bien,
para asegurar el cumplimiento de esta disposición regia, una real cédula de 23 de
septiembre de 1580 ordenó realizar informaciones destinadas a permitir que los
miembros del Consejo de Indias pudiesen “saber los usos y costumbres que los
dichos indios tenían en tiempo de su gentilidad”. Por otra parte, disposiciones de
análogo tenor también serían incorporadas a la Recopilación de Leyes de Indias,
de 1680. Sin embargo, ya para esta última fecha el impulso receptivo hacia lo
indígena había perdido buena parte de su vigor. Es más, el historiador
norteamericano Woodrow Borah ha observado cómo ya para comienzos del siglo
XVII resulta evidente una significativa disminución en la utilización del derecho
indígena por parte de los tribunales superiores novohispanos. Asimismo, en este
orden de cosas Ricardo Zorraquín Becú sospecha que gravitaron una variedad de
circunstancias que van desde la creciente integración de los aborígenes a la
sociedad hispanoamericana, hasta la conversión del derecho indígena en derecho
regio y el dictado de una abundante normativa por parte de las autoridades
indianas, con lo cual se fueron cubriendo cada vez más aspectos de la vida diaria.
Finalmente, durante el siglo XVIII se perfila una tercera etapa en la que la
ignorancia de no pocos magistrados y gobernantes, la desaparición de antiguas
comunidades indígenas y el afán uniformador dieciochesco condujeron a que los
derechos aborígenes quedaran arrinconados en los márgenes de la cultura
jurídica indiana. “El predominio de la legislación frente a la costumbre, las
tendencias racionalistas opuestas a los ordenamientos tradicionales, el Iluminismo
y su exaltación del poder real, y por último el deseo de procurar la igualdad en el
derecho eliminando los privilegios y los fueros personales”, ha dicho
magistralmente Zorraquín Becú, condujeron a despreciar regímenes jurídicos
como los indígenas, que se caracterizaban por su imprecisión, por su presunta
irracionalidad y por su especialidad.

3. La aplicación de los elementos jurídicos indígenas y su posición en


el ordenamiento indiano. En cuanto a las circunstancias de aplicación, se ha

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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

entendido que los derechos indígenas empleados por los naturales de las Indias
sujetos a la autoridad de los reyes de Castilla fungieron como estatuto o fuero
personal –ciertamente autónomo respecto del grueso del derecho indiano-,
merced que se otorgó con la pretensión de favorecer a los indios. De este modo,
por ejemplo, el ya mencionado capítulo 20 de las Leyes Nuevas dictadas en 1542
dispuso que en “los pleitos de entre indios o con ellos” se aplicasen los “usos y
costumbres” aborígenes, siempre y cuando éstos no resultasen “claramente
injustos”, criterio que posteriormente se reiteró en el texto de las ordenanzas de
las audiencias de Charcas, Quito, Guatemala y Panamá. Asimismo, otro
importante documento regio en la materia fue la real cédula de 6 agosto de 1555,
que se expidió a solicitud de varios naturales de Guatemala. Ello así, no sólo en
virtud de su contenido –del que hablaremos a continuación- sino de la relevancia
que éste alcanzara posteriormente, dado que para finales del siglo XVII sus
disposiciones se extendieron a toda América, como resultado de su incorporación
como ley 2, título 1, libro IV, a la Recopilación de las Leyes de Indias. Digamos
ahora, en concreto, que en la cédula en cuestión el rey no solo admitía “por
buenas” las antiguas leyes y costumbres que los aborígenes habían venido
utilizando en su “buen régimen y policía”, sino que también concedía su
aprobación a las que se habían “hecho y ordenado de nuevo”, vale decir, desde la
llegada de los españoles al Nuevo Mundo, “con tanto que Nos podamos añadir las
que fuéredes servidos y nos pareciere que conviene al servicio de Dios Nuestro
Señor e nuestro e a vuestra conservación y policia cristiana”. Dicho de otro modo,
mediante esta cédula el monarca castellano reconocía tanto la vigencia de los
usos y costumbres prehispánicos, como el de los usos y costumbres surgidos con
posterioridad al descubrimiento, siempre y cuando, claro está, éstos fuesen
“justos y buenos”, y no colisionasen abiertamente con la religión católica.

Amén de lo señalado hasta aquí, cabe decir ahora algunas palabras


respecto del lugar concedido a los derechos indígenas dentro del sistema de
fuentes indiano, materia en la que se deben distinguir dos épocas diferentes,
siempre teniendo en cuenta que la admisión por parte de los españoles de este
tipo de ordenamientos se produjo, como queda dicho arriba, más o menos desde
mediados del siglo XVI. Así, entonces, podemos hablar de una época previa a la

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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

sanción de la Recopilación de 1680, y de otra posterior a la misma. Ahora bien, en


lo que se refiere a la primera época, mientras que la tesis del historiador español
Juan Manzano y Manzano es que los dispositivos jurídicos aborígenes –que este
autor asimila a los fueros municipales peninsulares- se aplicaban en subsidio del
derecho dictado para los reinos de Indias, pero antes que las leyes comunes
castellanas contenidas en la Nueva Recopilación de 1567 y en las Partidas, la de
Zorraquín Becú –que nosotros compartimos- es que entre los naturales los
elementos jurídicos indígenas se aplicaban, en tanto que privilegio de índole
personal, sin más restricción que la de no vulnerar el derecho natural y la religión
cristiana. Por otra parte, en lo que hace a la segunda época –que es también la
de la declinación de la mayor parte de lo jurídico indígena, ya para entonces, en
buena medida, convertido en derecho indiano-, además de los límites impuestos
por el derecho natural y la religión, los contenidos jurídicos indígenas quedan
subordinados a lo dispuesto en la misma Recopilación de 1680, criterio que luego
se hizo extensivo a toda la legislación indiana posterior. Dicho de otro modo, fue
recién a partir de finales del siglo XVII que los dispositivos jurídicos indígenas
utilizados por los naturales en sus pleitos y negocios pasaron ocupar el segundo
lugar en un orden de prelación normativa dominado por el derecho indiano,
criterio formal pretendido por la Corona y del que legítimamente cabe sospechar
su parcial fracaso en su efectiva puesta en práctica, al menos durante buena
parte del siglo XVIII.

4. Algunas de las instituciones indígenas sobrevivientes. Su


percepción por parte de los juristas indianos y castellanos. Como común
denominador de las instituciones indígenas que coexistieron con las indianas
corresponde especialmente tener presente su arraigado sentido comunitario. Ello
se ve, por ejemplo, en los mantenidos festejos destinados a la recreación y al
regocijo popular, en el régimen de la comunidad de bienes, o en la figura del
cacicazgo. Asimismo, cabe atender que buena parte de los elementos jurídicos
indígenas sobrevivientes estuvieron orientados a satisfacer las exigencias de
organización de la población local, sobre todo en lo atinente a la prestación de
trabajo. Así, por ejemplo, Miguel Angel González de San Segundo entiende que,

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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

en gran medida, el trabajo o servicio forzoso o compulsivo del período indiano


derivó de las experiencias prehispánicas, si bien éstas también sufrieron el
impacto de nuevos criterios, como el de la debida remuneración, el del necesario
goce de licencia, o el de la restricción del trabajo para ancianos, mujeres
embarazadas y niños. Otra expresión de esta tendencia pasó por la aceptación y
posterior generalización de la mita o turno, sistema mediante el cual ya en el
Tawantisuyu se distribuía entre las comunidades las prestaciones de trabajo que
debían satisfacerse en las minas o en otro tipo de menesteres requeridos por el
Inca. Asimismo, siguiendo al autor recordado, entre otras supervivencias
indígenas podemos hablar del servicio de chasquis o correos indígenas, que fuera
reestablecido en el Perú por el virrey Toledo (1579); del de tamemes o apires,
nombre con el que se conocían en la Nueva España y en el Perú,
respectivamente, a los indios de carga, personajes que irían desapareciendo
desde mediados del siglo XVI, sobre todo a impulso de las Leyes Nuevas y de la
construcción de puentes y de caminos; y del de tambos, que eran una especie de
ventas o de mesones, destinados a facilitar leña, hierba y lugar para dormir a los
viajeros.

Desde luego, no podemos concluir con este examen panorámico, sin


mencionar antes la situación del yanacona, o indio desvinculado de su comunidad
originaria y sometido a servicio o a tributo. Ello así, en la medida en que éste
constituyó un caso especial. En efecto, entiende Díaz Rementería que si el
yanaconazgo “puede enlazar de alguna manera con el mundo prehispánico
andino … lo cierto es que su nacimiento y formación en el período [indiano] se
corresponde con factores propios de la realidad social y económica de esta
época”. Vale decir, pues, que respecto de esta figura estaríamos más ante la
continuidad de un nombre, que del fondo substancial de una institución.

Ahora bien, como como acertadamente lo señalara el Maestro José


M.Mariluz Urquijo, los elementos jurídicos indígenas arriba mencionados
suscitaron entre los juristas indianos y castellanos una “variadísima gama de
actitudes personales … [que fueron] desde el rechazo total hasta su elección
como modelo para Europa”. De este modo, si en un inicio no fueron extrañas las
duras críticas respecto de la barbarie de las “leyes” aborígenes y de sus “tiránicas

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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

costumbres”, también tempranamente se advirtieron las bondades de estas


disposiciones para la vida de los naturales –sobre todo en lo atinente a su
“policía”-, cosa que en el siglo XVIII se adjudicó al hecho de que las mismas
habrían conservado “algunas luces de aquella primitiva equidad que dio a los
hombres la Naturaleza”. Ahora bien, Mariluz Urquijo también nos dice que, como
derivación de creencias de esta índole, resultó que no pocos hombres del período
meditaran seriamente sobre la conveniencia de restablecer, sobre todo en la
“república de naturales”, el uso de algunas de las instituciones indígenas caídas
en desuso. Más entusiastas aún, empero, fueron otros, como Fray Juan de
Torquemada quien en su Monarquía Indiana no tuvo reparos en elogiar la
administración de justicia indígena novohispana y su régimen tutelar de los
menores, al punto que los consideró como referentes de lo que deberían regular
los españoles. En sentido semejante, cabe recordar también que no faltaron las
situaciones en las que, ante la evidencia de las ventajas que reportaban las
instituciones aborígenes, las autoridades peninsulares decidieron extenderlas a
todos los habitantes de las Indias, criollos y europeos incluídos. Tal el caso de las
costumbres en materia de regadío, las que no sólo integraron el cuerpo de unas
ordenanzas dictadas por Pizarro en 1534, sino que llegaron a erigirse en modelo
a seguir por todos según recuerda Guillermo Margadant a partir de contemplar lo
dispuesto en la ley 11, título 17, libro IV, de la Recopilación de 1680.

Bibliografía:

Sobre la problemática general de los derechos indígenas en su relación con el derecho


indiano, pueden consultarse: Horst Pietschmann, “Consideraciones en torno al problema del
estudio del derecho indígena colonial”, en IX Congreso del Instituto Internacional de Historia del
Derecho Indiano. Actas y Estudios, Madrid, 1991. Abelardo Levaggi, “La réception du système
espagnol para les systèmes indigènes en Amérique”, en el volumen colectivo La réception des
systèmes juridiques: implantation et destin, Bruselas, Bruylant, 1994. Eduardo Martiré, “El derecho
indiano, un derecho propio particular”, en en Revista de Historia del Derecho, n° 29 (2001). Víctor
Tau Anzoátegui, El poder de la costumbre. Estudios sobre el derecho consuetudinario en América
hispana hasta la emancipación, Buenos Aires, Instituto de Investigaciones de Historia del Derecho,
2001; y también del último autor citado, “Las comunidades aborígenes: impactos, asimilaciones y
supervivencias jurídicas”, que integra, como capítulo VII, sus Nuevos horizontes en el estudio del
derecho indiano, Buenos Aires, Instituto de Investigaciones de Historia del Derecho, Buenos Aires,
1997.

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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –

En lo atinente a la peculiar situación del derecho incaico en su proyección al ámbito


hispano indiano, Fernando de Trazegnies Granda proporciona importante información y
valiosísimas reflexiones en “El derecho prehispánico: Una aproximación al estudio de la Historia
del Derecho en las culturas sin Derecho”; en Revista de Historia del Derecho, n° 30 (2002). En
cuanto a otros aspectos relativos a la presencia jurídica indígena en el derecho indiano, contamos
con las eruditas contribuciones del desaparecido profesor español Carlos J. Díaz Rementería. En
este sentido, además de su tesis doctoral referida al cacicazgo, podemos mencionar, entre otros,
los siguientes artículos: “La costumbre indígena en el Perú hispánico”, aparecido en Anuario de
Estudios Americanos, t. XXXIII (1976); “Nuevas aportaciones sobre el yanaconazgo charqueño”,
incluído en la Revista de Estudios Histórico Jurídicos (Valparaíso), n° XII (1987-1988); y “El
patrimonio comunal indígena: del sistema incaico de propiedad al de derecho castellano”, que
forma parte del volumen colectivo El aborigen y el derecho en el pasado y en el presente, Buenos
Aires, Universidad del Museo Social Argentino, 1990. Asimismo, en Miguel Angel González de San
Segundo tenemos otro destacado estudioso de la materia, cuyos aportes monográficos dispersos
fueron agrupados en el libro titulado Un mestizaje jurídico. El derecho indiano de los indígenas
(estudios de historia del derecho), Madrid, Universidad Complutense, 1995.
Al margen de lo dicho hasta aquí, sobre la posición asignada a los derechos indígenas en
la formación del indiano pueden verse: Juan Manzano y Manzano, “Las leyes y costumbres
indígenas en el orden de prelación de fuentes del derecho indiano”, en Revista del Instituto de
Historia del Derecho Ricardo Levene, n° 18 (1967); Miguel Ángel González de San Segundo, “El
elemento indígena en la formación del derecho indiano”, en Revista de Historia del Derecho, n° 11
(1983); y Ricardo Zorraquín Becú, “Los derechos indígenas”, en Revista de Historia del Derecho,
n° 14 (1986). Por otra parte, en cuanto a las “imágenes” que los derechos indígenas suscitaron en
el ámbito de la cultura jurídica castellana debe recurrirse al magnífico estudio de José M.Mariluz
Urquijo, “El derecho prehispánico y el derecho indiano como modelos del derecho castellano”, que
apareciera publicado en el III Congreso del Instituto Internacional de Historia del Derecho Indiano.
Actas y Estudios, Madrid, 1973. En otro orden de cosas, cabe aclarar que, respecto de la
participación de los indígenas en la vida jurídica indiana resulta de provecho Charles R.Cutter, “El
indio fronterizo ante la justicia española: la creación de una hegemonía consensual”, en IX
Congreso del Instituto Internacional de Historia del Derecho Indiano. Actas y Estudios, Madrid,
1991. Asimismo, que también hay valiosas referencias sobre la cuestión en Guillermo Floris
Margadant S., “El agua a la luz del derecho novohispano. Triunfo de realismo y flexibilidad”, en
Anuario Mexicano de Historia del Derecho, n° 1 (1989).
Por otra parte, en lo que se refiere a la peculiar condición jurídica de los indígenas –asunto
del que nos ocupamos con mayor detención más adelante, en el curso de esta misma obra-, cabe
tener en cuenta lo dicho por Paulino Castañeda Delgado en “La condición miserable del indio y
sus privilegios” -publicado en Anuario de Estudios Americanos, t. XXVIII (1971)-; y por José María
Díaz Couselo en “El ius commune y los privilegios de los indígenas en la América española” –
artículo que aparecio en Revista de Historia del Derecho, n° 29 (2001)-.

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