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Capítulo 1
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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –
que pasó, vale decir como testimonio (lo que puede consistir en un escrito, una
fotografía, una moneda, etc.). En este sentido, no está de más sentar algo sobre
lo que volveremos más adelante: que el hecho histórico es, por su propia
naturaleza, volátil, y que desaparece al mismo tiempo que se está produciendo.
3°) Historia como historiografía, vale decir como actividad científica, metódica y
rigurosa de reconstrucción del pasado en base a testimonios. Al respecto, y a
partir de lo que señalan Jorge Luis Cassani y Antonio Pérez Amuchástegui, puede
entenderse, pues, como Historia la re-creación intelectual del pasado humano,
realizada a partir de la búsqueda de los hechos y en base a testimonios.
integra con tres etapas, a saber: 1°) La heurística, que consiste en la búsqueda
exhaustiva de los testimonios relativos al tema, y que incluye la consulta de
fondos documentales éditos e inéditos, y la compulsa de los títulos bibliográficos.
2°) La hermenéutica, en la cual los testimonios reunidos son sometidos a la
crítica, tanto externa (o de autenticidad) e interna (o de veracidad de los
contenidos), como a su interpretación, confrontación y valoración. En este sentido,
bien indica Enrique Álvarez Cora que en las fuentes históricas no todo “está dicho
deliberada y explícitamente”, sino que resulta fundamental el trabajo desplegado
por el historiador para llegar “a la verdad”. Dicho de otro modo, difícil es que los
acontecimientos históricos surjan “naturalmente” de los testimonios, con
independencia de las pesquisas del historiador. Por el contrario, el trabajo de este
último resulta central, en la medida en que es él el que selecciona la perspectiva,
reconstruye intelectual y artificialmente los objetos del saber histórico -que en sí
no existen- y diseña los esquemas mentales dentro de los cuales ubicara los
hechos así reconstruídos. 3°) Finalmente, el historiador debe presentar los
resultados obtenidos mediante una exposición ordenada.
historia jurídica –el que, como bien sostiene José María Díaz Couselo, debe ser
analizado desde la perspectiva de la regulación, de su relación con el valor justicia
y de su aplicación práctica- tiene, obviamente, grandes coincidencias con el
mismo concepto “Derecho” que utiliza el jurista positivo, también es cierto que sus
contornos resultan bastante más amplios que aquellos con los que cuenta el
concepto de derecho de las actuales concepciones dogmáticas. En efecto, de
acuerdo con éstas Derecho sólo sería, lato sensu, un ordenamiento coactivo de la
conducta humana.
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Por otra parte, del más o menos vasto “arsenal” que integra el
instrumental histórico jurídico no podemos dejar de mencionar aquí un concepto
que consideramos esencial en el enfoque de todo iushistoriador. Nos referimos a
la “política jurídica”. Al respecto, entendemos por política jurídica las pretensiones
que los distintos operadores jurídicos –sea que se trate de los que están
encargados de diseñar el derecho, de impartir justicia, o simplemente de actuar
como usuarios- persiguen merced a la aplicación de las normas jurídicas. Al
respecto, no está de más recordar que, a despecho de los preceptos de la actual
dogmática, el derecho está traspasado de politicidad, de modo tal que ninguna
decisión jurídica -incluyendo aún las que en apariencia parecen triviales- resulta
ingenua, lo que es lo mismo que decir que todas están cargadas de dramaticidad
y de compromiso con la realidad. En este sentido, debe quedar bien en claro que
interpretar el derecho nunca resulta una actividad cognoscitiva “neutra” de normas
creadas de antemano.
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Por último, y para concluir con lo que tratamos en este punto, acéptense
ahora unas pocas palabras acerca de las dificultades que se le pueden presentar
al historiador del derecho en el caso de que decida sumergirse en el estudio de
una historia jurídica ajena a la tradición romanista. Al respecto, lo que señala
Fernando de Trazegnies es que ante mundos jurídicos ajenos a los de raigambre
occidental, habría que recurrir a una noción interrogativa del derecho, vale decir
identificar en esos casos como derecho aquellos fenómenos que responden a
preguntas tales como las siguientes: ¿cómo dispone esta sociedad en particular
las relaciones personales con miras a la asociación íntima y a la reproducción de
la especie? ¿cómo organiza la apropiación de los bienes necesarios para
satisfacer sus necesidades? De tal modo, bajo la lente del historiador del derecho
quedarán sometidos una serie de órdenes normativos que difícilmente habrían
sido considerados como “Derecho” a la luz de la perspectiva jurídica de tradición
romanista.
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Bibliografía:
Dispuesta por estricto orden alfabético, la bibliografía utilizada para la redacción del
presente capítulo se integra con: Enrique Álvarez Cora, “El mundo jurídico imposible (un análisis
para el método de la Historia del Derecho)”, en Anuario de Historia del Derecho Español, n° 69
(1999). André-Jean Arnaud, Pour una pensée juridique européenne, Paris, Presses Universitaires
de France, 1991. Bartolomé Clavero, “Historia, ciencia, política del derecho”; en Quaderni
Fiorentini per la Storia del Pensiero Giuridico Moderno, n° 8 (1979). Helmut Coing, Las tareas del
historiador del derecho, Sevilla, 1977. José María Díaz Couselo, "Algunos problemas de la
historiografía jurídica actual", Anuario de Filosofía Jurídica y Social, nº 8 (1988). Enrique Gacto
Fernández, Juan Antonio Alejandre García y José María García Marín, El derecho histórico de los
pueblos de España (temas para un curso de historia del derecho), 5ta. edición, Madrid, 1988.
Alfonso García-Gallo, "Problemas metodológicos de la historia del derecho indiano", Revista del
Instituto de Historia del Derecho “Ricardo Levene” nº 18. Alfonso García-Gallo, “Historia, derecho e
historia del derecho”; en Anuario de Historia del Derecho Español, t. 23 (1953). Paolo Grossi, “Un
derecho sin estado. La noción de autonomía como fundamento de la constitución jurídica
medieval”; Anuario de Historia del Derecho Mexicano, nº VIII (1997), págs. 167 a 178. Riccardo
Guastini y Giorgio Rebuffa, “Introducción” a Giovanni Tarello, Cultura jurídica y política del derecho,
México, Fondo de Cultura Económica, México, 1995. Antonio Manuel Hespanha, “Las categorías
de lo político y de lo jurídico en la época moderna”, en Ius Fugit (Zaragoza), nº 3/4 (1994-1995).
António Manuel Hespanha, Panorama histórico da cultura jurídica europeia, Lisboa, Publicaçôes
Europa-América, 1997. Mario G.Losano, “Historia contemporánea del derecho y sociología
jurídica”; en Anuario de Filosofía Jurídica y Social n° 15 (1995). Eduardo Martiré, “La historia del
derecho, disciplina histórica”; en Revista del Instituto de Investigaciones de Historia del Derecho
“Ricardo Levene”, n° 20 (1969). Eduardo Martiré, “Las historias especiales y la historia del
derecho”; Trabajos y Comunicaciones, n° 21 (1972). C.Alberto Roca Toco, “En torno a la
historiografía jurídica”; en Homenaje al profesor Alfonso García-Gallo, t. II, vol. II, Madrid,
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Universidad Complutense, 1996. Víctor Tau Anzoátegui, Esquema histórico del derecho sucesorio.
Del medievo castellano al siglo XIX, 2da. edición, Buenos Aires, Macchi, 1982. Víctor Tau
Anzoátegui, “Historia, derecho y sociedad. En torno a la concepción histórico-jurídica de Ricardo
Levene”; Investigaciones y Ensayos, n° 35 (julio de 1983-junio de 1987. VTA, ¿Humanismo jurídico
en el mundo hispánico?. A propósito de unas reflexiones de Helmut Coing, en Anales de la
Universidad de Chile, 5ta. serie, n° 20 (1989). Víctor Tau Anzoátegui, “Leyes y sociedad ¿dos
mundos separados?”; en La ley en la América hispana. Del Descubrimiento a la Emancipación,
Buenos Aires, Academia Nacional de la Historia, 1992. Víctor Tau Anzoátegui y Eduardo Martiré,
Manual de Historia de las Instituciones Argentina, 6ta. edición, Buenos Aires, Macchi, 1996.
Fernando de Trazegnies, “¿Cuál es la materia de la historia del derecho?”; en
http://macareo.pucp.edu.per/~ftrazeg/laudatio.htm. Fernando de Trazegnies Granda, “El derecho
prehispánico: Una aproximación al estudio de la Historia del Derecho en las culturas sin Derecho”;
en Revista de Historia del Derecho, n° 30 (en prensa). Francisco Tomás y Valiente, “Reflexiones
sobre la historia”; en Revista de Historia del Derecho (Granada), n° II-2 (1981). Gustavo Villapalos
Salas, prólogo a Bruno Aguilera Barchet, Introducción jurídica a la Historia del Derecho, 2da.
Edición, Madrid, Universidad de Extremadura-Cívitas, 1996. Ricardo Zorraquín Becú, “Apuntes
para una teoría de la historia del derecho”; en Revista del Instituto de Historia del Derecho
“Ricardo Levene”, n° 24 (1978).
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Capítulo 2
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una destinada al estudio del derecho romano, otra al del español y una última al
del patrio.
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Bibliografía:
Como trabajos de alcance general respecto de los temas abordados en este capítulo,
pueden verse: Alberto David Leiva, “Los primeros ochenta años de la historiografía jurídica
argentina”; en Idem, Aprendizaje jurídico y entrenamiento profesional (siglos XVIII a XX), Buenos
Aires, Dunken, 1996. Víctor Tau Anzoátegui, “El historiador ante el derecho”; anticipo de Anales,
año XLVII, segunda época, número 40 (marzo de 2003). José María Mariluz Urquijo, “El derecho y
los historiadores”; en AAVV, La Junta de Historia y Numismática Americana y el movimiento
historiográfico en la Argentina (1893-1938)”, t. II, Buenos Aires, Academia Nacional de la Historia,
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1996. Abelardo Levaggi, El cultivo de la historia jurídica en la Universidad de Buenos Aires (1876-
1919), Buenos Aires, Perrot, 1977. Marcela Aspell de Yanzi Ferreira y Pedro Ramón Yanzi Ferreira,
Los estudios de historia del derecho en la Universidad Nacional de Córdoba , Córdoba, El Copista,
1994. Asimismo, sobre la historiografía jurídica argentina de los últimos años en particular, deben
tenerse cuenta Carlos Storni, “Historiografía del derecho nacional”, y Víctor Tau Anzoátegui, “El
desarrollo de la historiografía jurídica argentina: causas e influencias (1958-1988)”; ambos en
AAVV, Historiografía argentina 1958-1988. Una evaluación crítica de la producción histórica
nacional, Buenos Aires, Comité Internacional de Ciencias Históricas-Comité Argentino, 1988.
En cuanto al estudio particular de las figuras rectoras de la historiografía jurídica argentina,
Víctor Tau Anzoátegui se ha ocupado de Juan Agustín García en “El derecho en la visión
finisecular de Juan Agustín García”, artículo aparecido en la Revista de Historia del Derecho, n° 24
(1996). Por su parte, los aportes de Bunge han sido materia de estudio de José María Díaz
Couselo –en “Carlos Octavio Bunge y la historia del derecho”, Revista de Historia del Derecho, n°
16 (1988)- y de María Rosa Pugliese -en “Carlos Octavio Bunge. Semblanza de la vida y obra de
un pensador argentino”, trabajo incluído en Academia Argentina de la Historia, La historia
argentina y sus protagonistas, Buenos Aires, Ciudad Argentina, 2000-. En lo atinente a Ricardo
Levene, el elenco de títulos a considerar se integra con José María Mariluz Urquijo, “Ricardo
Levene y la historia del derecho”, en Revista del Instituto de Investigaciones de Historia del
Derecho ´Ricardo Levene´, n° 10 (1959); Ricardo Zorraquín Becú, “Ricardo Levene y la cátedra de
introducción al derecho”, en Revista del Instituto de Investigaciones de Historia del Derecho
´Ricardo Levene´, n° 10 (1959); Víctor Tau Anzoátegui, “Historia, derecho y sociedad. En torno a la
concepción histórico-jurídica de Ricardo Levene”; en Investigaciones y Ensayos, n° 35 (julio de
1983-junio de 1987); y Ezequiel Abásolo, “La enseñanza de la historia del derecho y una polémica
entre Ricardo Levene y Jorge Cabral Texo”, en Revista de Historia del Derecho, n° 26 (1998).
Finalmente, en lo que hace a las aportaciones de Ricardo Zorraquín Becú, podemos mencionar los
estudios de José María Mariluz Urquijo, “Ricardo Zorraquín Becú y el Instituto de Historia del
Derecho”; en Revista de Historia del Derecho, n° 28 (2000), y de José María Díaz Couselo, “Las
ideas de Ricardo Zorraquín Becú sobre la historia del derecho”; también en la Revista de Historia
del Derecho, n° 28 (2000).
Respecto de la historiografía jurídica dedicada al estudio del derecho indiano, véanse José
María Mariluz Urquijo, “Historiografía sobre el derecho indiano”, en AAVV, Historiografía argentina
1958-1988. Una evaluación crítica de la producción histórica nacional, Buenos Aires, Comité
Internacional de Ciencias Históricas-Comité Argentino, 1988. Alberto de la Hera, Ana María
Barrero y Rosa María Martínez de Codes, La historia del derecho indiano. Aportaciones del
Instituto Internacional de Historia del Derecho Indiano a la bibliografía jurídica americanista,
Madrid, Universidad Complutense, 1989. Víctor Tau Anzoátegui, “La moderna historiografía jurídica
española e hispanoamericana”; en Lecciones y Ensayos, n° 42 (1970). Víctor Tau Anzoátegui,
Nuevos horizontes en el estudio del derecho indiano, Buenos Aires, Instituto de Investigaciones de
Historia del Derecho, 1997. En cuanto a los aportes de los maestros españoles, pueden
consultarse Alfonso García-Gallo, “Hinojosa y su obra”, en Eduardo de Hinojosa y Naveros, Obras,
t. I, Madrid, Instituto Nacional de Estudios Jurídicos, 1948; María Rosa Pugliese, “La vigencia de la
concepción histórico-jurídica de Altamira”, en Revista de Historia del Derecho, n° 20 (1992); y
Víctor Tau Anzoátegui, “El tejido histórico del derecho indiano. Las ideas directivas de Alfonso
García-Gallo”, en Revista de Historia del Derecho, n° 21 (1993). Por último, en lo que se refiere a
la situación de algunas historiografías jurídicas nacionales, corresponde acudir, entre otros, a
Francisco Tomás y Valiente, “Escuelas e historiografía en la historia del derecho español (1960-
1985)”, trabajo incluído en Hispania. Entre derechos propios y derechos nacionales, Milano, Giuffré
Editore, 1990; a José María Pérez Collados, “Acerca del sentido de la historia del derecho como
historia (Historia como narración)”, en Anuario de Historia del Derecho Español, t. LXVIII (1997); y
a Antonio Dougnac Rodríguez y Felipe Vicencio Eyzaguirre [eds.], La escuela chilena de
historiadores del derecho y los estudios jurídicos en Chile, 2 ts., Santiago de Chile, Universidad
Central de Chile, 1999.
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Capítulo 3
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romano; sea en fin que se tratase de gentes de las ciudades, más proclives que
los habitantes del campo a las nuevas instituciones jurídicas romanas; lo cierto es
que la romanización jurídica alcanzó muy desiguales dimensiones.
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Uno de los pueblos que se benefició con esta política fue el de los
visigodos, quienes luego de celebrar el correspondiente foedus en 418, se
instalaron en el sur de las Galias. Empero, no se detuvieron allí, sino que desde
mediados del siglo V comenzaron a ingresar en la península Ibérica, sobre todo
durante los reinados de Teodorico II (453-466) y de Eurico (466-484).
Completamente independizados de un Imperio de Occidente que se disolvía
formalmente en 476, y ubicados a caballo de los Pirineos, a comienzo del siglo V
y luego de ser derrotados por los francos en Vouillé (507) los visigodos ingresaron
masivamente a España. De allí en más y hasta la irrupción musulmana en 711, el
reino visigodo sería, pues, un reino ibérico. Así las cosas, entre los principales
hitos de la historia visigoda cabe mencionar que a mediados del siglo VI
Atanagildo trasladó la capital del reino a Toledo; que Leovigildo (568-586) derrotó
a los suevos, con lo cual obtuvo endría la unidad política de la península a
excepción de algunos territorios en manos del Imperio Romano de Oriente
(Bizancio); que gracias a su hijo Recaredo, en 589 los visigodos abandonaron la
herejía arriana y se convirtieron al catolicismo; y que para 629 los reyes godos
lograron expulsar los últimos baluartes bizantinos de la península.
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Digamos, por último, que no conforme con el contenido del Liber, el rey
Ervigio (quien ocupó el trono entre 680-687) encargó al Concilio XII de Toledo una
profunda revisión del mismo. De este modo, en 681 se sancionó una nueva
redacción de este cuerpo legal. Asimismo, en 693 se agregaron otras 15 leyes,
dictadas en este caso por el rey Egica.
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de Graciano. En cuanto a las fuentes jurídicas manejadas por San Isidoro, cabe
señalar, por último, que no figuran entre ellas ninguna proveniente de las
compilaciones justinianeas. Lo que sí aparecen son elementos bajoimperiales –
sobre todo, de origen teodosiano-, clásicos y antiguos.
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Dada la simbiosis del poder civil y del poder secular bajo la autoridad
visigoda, ya se dijo que los concilios no sólo se ocupaban de la disciplina
eclesiástica, sino también de las normas necesarias para arribar al bien común de
la sociedad secular. De allí que participasen de ellos no sólo obispos, vicarios
episcopales, y abades, sino también reyes, nobles y magnates del aula regia,
algunos de los cuales llegaron a subscribir las actas correspondientes. La
posteridad recordaría el prestigio de estas reuniones de tal modo, que no faltaron
cánones, como algunos del VIII Concilio, que varios siglos después fueron
incluidos por el monje Graciano en su conocido Decreto.
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Bibliografía:
Entre las obras de carácter general, se han consultado: Alfonso García-Gallo, Manual de
Historia del Derecho Español, t. I, “El origen y la evolución del derecho”, Madrid, 9na. edición
revisada, 1982. José Antonio Escudero, Curso de historia del derecho. Fuentes e instituciones
político-administrativas, Madrid, 1986. Aquilino Iglesia Ferreirós, La creación del derecho. Una
historia del derecho español. Antología de textos¸ Barcelona, Signos, 1991. Jesús Lalinde Abadía,
Iniciación histórica al derecho español, Ariel, Barcelona, 1970. Emma Montanos Ferrín, España en
la configuración histórico-jurídica de Europa. I. Entre el mundo antiguo y la primera edad medieval ,
Roma, Il Cigno Galileo Galilei, 1997. Francisco Tomás y Valiente, Manual de Historia del Derecho
Español, Madrid, Tecnos, 1979.
En particular, y respecto de las características del derecho romano vulgar, consultamos:
Jesús Burillo, “Derecho romano vulgar. Estado de la cuestión a 1964”, en Revista de Estudios
Histórico Jurídicos (Valparaíso), n° IV (1979); y Víctor de la Reina, “La influencia romana en el
derecho canónico como cuestión metodológica”; Ius Canonicum, IX-1 (enero-junio de 1969).
En lo que hace al derecho visigodo, hemos tenido en cuenta: Aquilino Iglesia Ferreirós, “La
creación del derecho en el reino visigodo”, en Revista de Historia del Derecho (Granada), II-1
(1978); y Carlos Petit, “«Consuetudo y Mos» en la Lex Visigothorum”; en Anuario de Historia del
Derecho Español, t. LIV (1984). El texto completo del Liber Judiciorum se examinó de la edición
efectuada en Los códigos españoles concordados y anotados, t. I, Madrid, Imprenta de la
Publicidad, 1847.
En lo atinente a los concilios celebrados en Toledo, se han tenido en cuenta los siguientes
trabajos: Antonio García y García, Iglesia, sociedad y derecho, 2, Salamanca, Universidad
Pontificia de Salamanca, 1987. Joaquín Mellado, “Intervención episcopal en la política judicial y
fiscal de Recaredo (problemas filológicos y jurídicos)”; en Anuario de Historia del Derecho
Español, t. LXV (1995). José Orlandis, “El canon 2 del XIII Concilio de Toledo en su contexto
histórico”; en Anuario de Historia del Derecho Español, t. LXVII (1997). José Orlandis, “La
problemática conciliar en el reino visigodo de Toledo”, en Anuario de Historia del Derecho Español,
n° 48 (1978). José Orlandis, “Los laicos en los concilios visigodos”; en Anuario de Historia del
Derecho Español, t. L (1980), págs. 177 a 187. Asimismo, respecto de la figura de San Isidoro de
Sevilla, hemos consultado a Juan de Churruca, “Presupuestos para el estudio de las fuentes
jurídicas de Isidoro de Sevilla”, en Anuario de Historia del Derecho Español, t. XLIII (1973); a
Alfonso García-Gallo, “San Isidoro jurista”, en Isidoriana. Estudios sobre San Isidoro de Sevilla en
el XIV centenario de su nacimiento, León, Centro de Estudios “San Isidoro”, 1961; y a Maxime
Lemosse, “Technique juridique et culture romaine selon Isidore de Séville”; Revue historique du
droit français et étranger, 79 (2) (abril-junio de 2001).
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cual daría sus primeros pasos el recién nacido derecho castellano. En cuanto al
límite postrero de este período, cabe cerrar el mismo alrededor del año 1150.
Aclarado lo anterior, cabe indicar ahora que los ochos siglos durante los
cuales se hizo efectiva la presencia musulmana en la península Ibérica –
bautizada por los seguidores del Islam como Al-Andalus-, gravitaron de modo
diverso en el ámbito del derecho aplicable en España. En este sentido, cabe
hablar de la incidencia de una variedad de factores políticos y jurídicos. En cuanto
a los primeros, la presencia de los musulmanes en la península significó la ruptura
de la unidad política alcanzada por los reyes góticos; la desaparición de las
estructuras de poder visigodas; la preeminencia islámica –aunque esto sólo hasta
comienzos del siglo XI-; la formación de un puñado de reinos cristianos
independientes; y la preocupación de éstos por “reconquistar” España y expulsar
a los musulmanes. Respecto de los factores estrictamente jurídicos, y amén de
considerar alguna ligera influencia islámica posterior en el desarrollo del derecho
peninsular en materias tales como el régimen de aguas, algunas prácticas
agrícolas, o el gobierno y la administración de justicia, cabe tener presente una
situación paradojal. En efecto, si a partir de la invasión musulmana se originó un
nuevo derecho local –ésto, sobre todo en Castilla-, alejado de la tradición jurídica
romano-visigótica, en otras regiones, también como consecuencia del accionar de
las autoridades islámicas, se preservó con especial atención el antiguo legado
jurídico gótico. Vale decir, pues, siguiendo en esto a García-Gallo, que desde un
punto de vista jurídico la experiencia musulmana en España no resultó tan
relevante por la efectiva incidencia del derecho islámico en la posterior evolución
de la normativa peninsular, sino por los condicionamientos que la presencia del
Islam supuso para el desarrollo de las instituciones políticas y jurídicas cristianas.
Cabe aclarar aquí que durante el largo proceso que ocupó la Reconquista
la presencia musulmana no siempre alcanzó el mismo grado de intensidad. Ahora
bien, ello no sólo obedeció a factores de orden interno, sino a la propia dinámica
de la expansión mundial del Islam. Al respecto, téngase presente que al
producirse la irrupción musulmana en España el islamismo no había cumplido sus
primeros cien años, como que la hégira o huida de Mahoma de la ciudad santa de
la Meca -con la cual se inicia el calendario musulmán- había tenido lugar en 622.
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A esta altura de lo referido debe tenerse presente que hacia el siglo VIII –
vale decir, en el momento de su ingreso a España- el derecho musulmán todavía
se hallaba en plena formación. Ya para entonces se observaba, empero, la
insuficiencia de las reglas contenidas en la ley revelada para responder a todos
los problemas jurídicos que debían enfrentar los musulmanes. Ello así en la
medida en que el contenido jurídico del Corán resultaba insuficiente, salvo,
quizás, en materia de derecho sucesorio. De este modo, y como bien indica en
nuestros días Shakankiri, los alfaquíes incorporaron a los dominios de la sharia y
del fiqh reglas jurídicas persas, egipcias y bizantinas, de origen profano.
Asimismo, cabe señalar que en este proceso surgieron dos corrientes para
interpretar el derecho islámico: una, la de los mutazilitas, quienes sostenían que la
normativa jurídica revelada por Alá estaba estructurada de acuerdo con un plan
racional; y otra, la de los asharitas, quienes negaban que el derecho tuviese algún
tipo de estructura lógica, motivo por el cual el papel de la razón debía limitarse a
descubrir el derecho revelado en la sharia.
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ocupado por las costumbres de carácter local –también conocidas como usus
terrae- y por las decisiones judiciales fundadas en el albedrío. Evidentemente,
pues, lo que se impuso fue un notable particularismo jurídico, al calor del cual, por
ejemplo, los francos que iban poblando el norte por el camino de Santiago
llegaron a gozar de privilegios jurídicos particulares, cosa con la que también
contaron los núcleos de judíos y de musulmanes –conocidos éstos como
mudéjares- que convivían con los cristianos. Asimismo, otra característica de este
derecho de innegable raigambre popular fue la ausencia de rigor técnico, rasgo
que ha llevado a Tomás y Valiente a decir que el derecho de aquel entonces “no
pertenecía al ámbito del saber libresco, sino al de la experiencia directamente
cognoscible y conocida por quienes la vivían”.
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Cabe recordar ahora que esto estaba sucediendo en una época en la cual
la reconquista de las áreas hasta entonces en manos islámicas iba dando sus
primeros pasos, cosa que imponía la necesidad de diseñar una activa política de
ocupación de las tierras recuperadas. Iniciada, pues, la repoblación, primero con
carácter privado, y luego, a partir del 850, aproximadamente, con marcado
impulso oficial, estos esfuerzos tuvieron por objeto consolidar la presencia
cristiana en importantes áreas rurales, cosa que cambiaría radicalmente dos
siglos después –vale decir, más o menos alrededor del año 1050-, cuando lo que
empezó a primar fue la necesidad de ocupar antiguos centros poblados, en los
cuales permanecían importantes núcleos de mozárabes, musulmanes y judíos.
Ahora bien, en función del arriba citado objetivo repoblador, en los reinos
cristianos ibéricos se fueron creando paulatinamente distintos instrumentos
jurídicos, con los cuales se pretendía estimular el asentamiento humano en las
entonces peligrosas áreas fronterizas con el Islam. De este modo, y sobre todo en
Castilla, se fue tejiendo una compleja política de atracción, que a lo largo del
tiempo incluyó desde el otorgamiento de beneficios económicos y de privilegios
fiscales y/o penales, hasta la concesión del autogobierno y de la autonomía
normativa de los habitantes de la frontera.
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Así las cosas, cabe recordar que uno de los primeros estímulos a la
repoblación paso por el llamado régimen de la “presura” y del “escalio”, en virtud
del cual a aquellos cristianos que se animasen a ocupar porciones de tierra
fronteriza (presura) se les reconocían amplios derechos posesorios, casi análogos
a plenas facultades dominiales –vale decir, pues, que incluían el derecho al uso,
al aprovechamiento, al disfrute, a la enajenación y a la transmisión mortis causa-,
los que se perfeccionaban luego de la efectiva roturación de la tierra (escalio).
Por otra parte, los fueros, algo más tardíos que las cartas pueblas –vale
decir, de finales del siglo XI los primeros, como el de Brañosera, que es de 884-,
pero mucho más ricos en consecuencias jurídicas, resultaron documentos que
fijaban el derecho a otorgar y/o aplicar en un lugar determinado. En cuanto a su
principal diferencia con las cartas, podemos decir que los fueros estimulaban un
germen de vida comunal, representado en la organización de los concejos. Ahora
bien, atento a que los fueros de los primeros momentos, también conocidos como
fueros “breves”, se distinguieron de los posteriores a raíz de sus rudimentarias
características, se ha dicho que ellos correspondieron al momento constituyente
del régimen municipal ibérico, el cual muchas veces fue aplicado en pequeñas
comunidades vecinales. En particular, durante esta primera fase los fueros,
integrados por no más de cuarenta o cincuenta disposiciones, se caracterizaron
por su primitivismo, por su carácter reiterativo y casuista, y por su falta de
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Así las cosas, la reforma gregoriana –que, como se sabe, afectó a todo el
Occidente europeo- significó en su versión ibérica el inicio del fin de las
peculiaridades del derecho canónico local fundado en la tradición visigoda. En
cuanto a esta etapa, cabe recordar aquí que en el área castellano-leonesa se
reunieron diecisiete concilios, entre el que se convocó en Burgos, en 1081, y el de
Valladolid, de 1123. En el curso ellos, bastante más desligados del poder y de las
cuestiones seculares que los de la primera mitad del siglo XI, el rito romano
substituyó al mozárabe (cosa que sucedió en 1081), y se instauró una profunda
reforma en la vida y en las costumbres del clero, como que se prohibió el hasta
entonces arraigado concubinato de los clérigos.
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Bibliografía:
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Capítulo 5
Ahora bien, amén de lo dicho hasta aquí, algo que tenemos que tener muy
en cuenta es que la irrupción del derecho común en Castilla no fue un fenómeno
excepcional en el contexto europeo, sino algo que nuestro reino compartió con
muchos otros de la época. Al respecto, debe tenerse presente que a partir del
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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –
siglo XIII casi todas las autoridades de la Cristiandad, tanto eclesiales como
seglares, compartían análogos criterios en materia jurídica, lo cual, sumado al
hecho de que los mismos se identificaban con la cosmovisión cristiana condujo a
que el por aquel entonces novedoso derecho común –basado en gran medida, y
como veremos adelante, en el derecho romano justinianeo- resultara, al decir de
Peter Stein, “fácilmente exportable al este del Rin, en zonas que nunca formaron
parte del antiguo imperio romano”. Pero esto no es todo, ya que debe tenerse
presente, además, que por largos años –hasta el triunfo de la codificación en el
siglo XIX, para ser más precisos- la cultura jurídica europea sería inescindible de
este ius commune, de resultas de lo cual, y como bien lo indica el maestro alemán
Helmut Coing, mientras que todos los juristas del viejo continente abrevaban en
las mismas fuentes, sus bibliotecas especializadas se integraban con un idéntico
fondo de obras básicas y de referencia. Por supuesto, el complejo proceso de la
recepción del derecho común –al que, atinadamente y como ya explicaremos, el
último de los autores nombrados caracteriza como “un acontecimiento de la
historia de la educación”-, no abarcó del mismo modo y al mismo tiempo a toda
Europa. De este manera, y teniendo en cuenta la especial relación que la
Recepción tuvo con la irradiación de la cultura occidental y de la autoridad de la
Iglesia, podemos señalar aquí que a comienzos del siglo XII, el derecho común se
impuso primero en el centro y en el norte de Italia; que en el segundo tercio de la
misma centuria se extendió a las áreas bañadas por el mar Mediterráneo, vale
decir, el sur de Francia y Cataluña; que su repercusión en Aragón, Castilla y
Portugal se produjo en el siglo XIII; que en los siglos XIII y XIV sucedió lo propio
con el norte de Francia y con los Países Bajos; que el siglo XIV fue el de su
aceptación en Alemania, Hungría y Polonia; y que la tardía recepción sueca se
produjo durante el siglo XVII.
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Amén de lo dicho hasta aquí, debe tenerse en cuenta que la noción misma
de derecho común no fue algo unívoco a la largo de toda la Baja Edad Media. De
este modo, entre los primeros glosadores se entendió que el derecho civil romano
era un derecho propio del Imperio, mientras que la expresión derecho común
servía para identificar al viejo derecho de gentes que ya conocían los romanos.
Empero, posteriormente, entre los finales del siglo XII y los comienzos del XIII,
esta postura comenzó a modificarse. En efecto, ante la existencia de una evidente
pluralidad de derechos civiles europeos, los juristas empezaron a identificar al
derecho civil de ascendencia romanista con un derecho general o común frente a
la variedad de las normativas locales y territoriales. Finalmente, y como subraya
Alejandro Guzmán Brito, correspondió a Bartolo de Sassoferrato (1314-1357)
distinguir un derecho civil propio, constituído por cada pueblo, y un derecho civil
común, dictado por el príncipe y de general obligatoriedad.
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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –
opinión más importantes de la época-, cabe señalar primero que este derecho
común apareció como un derecho “culto”, especialmente vinculado al accionar de
un nuevo grupo social: el de los juristas, quienes por aquellos días pasaron a
desempeñar importantes funciones en la conducción de la Iglesia Católica –como
que varios de los grandes papas medievales, como Alejandro III, Inocencio III,
Inocencio IV o Bonifacio VIII, fueron juristas-, y en el asesoramiento de los cada
vez más poderosos reyes, quienes recurrieron a los juristas para integrar
instituciones como el Parlamento de París, el Tribunal de la Corte de Sajonia –en
1432-, o la Cámara Imperial alemana –en 1495-.
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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –
ampliar lo favorable. Dicho de otro modo, hasta los operadores jurídicos limitados
a trabajar con los iura propia quedaron atrapados en las redes del derecho
común, vale decir, de sus categorías y de sus mecanismos de argumentación,
cosa que el legendario Bartolo de Sassoferrato vio claramente cuando sostuvo
que los iura propia debían ser interpretados a la luz del ius commune. Como
consecuencia de lo referido resultó que la supletoriedad del ius commune se
entendió de modo tal que si un derecho estatutario regulaba cuestiones previstas
en el derecho común, debían aplicarse al caso las ampliaciones y declaraciones
previstas en éste último; mientras que si las normas contempladas en el ius
proprium contradecían al derecho común, las mismas sólo podían aplicarse con
carácter restringido. Por otra parte, también debe tenerse en cuenta que, tal como
lo ha señalado recientemente Heikki Philajamaki, no se dio en los reinos de
Occidente una única forma de “recibir” la cultura jurídica del ius commune. Lo
dicho significa que en los reinos aludidos cobraron vida a una pluralidad de
versiones del ius commune –en cuanto a esto, en los próximos capítulos veremos
que ni Castilla ni las Indias fueron una excepción en la materia-, de manera tal
que si todas las experiencias europeas estuvieron más o menos emparentadas,
empero nunca resultaron exactamente iguales entre sí.
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los antiguos textos romanos. Así, si bien el análisis de los juristas continuó siendo
de índole exegético, asumió nuevas características, como que el género literario
por excelencia fue el de los tratados, y que los documentos romanos comentados
pasaron a ser estudiados por partes que, denominadas leges o paragrapha, se
identificaban en el texto indagado merced a la colocación una numeración
especial al margen.
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quizás, el jurista europeo más influyente de todos los tiempos, el gran Bartolo,
quien actuó como profesor en las universidades de Perugia y de Pisa, ejerció un
papel capital en el proceso de transformar el derecho común europeo en un
sistema jurídico atento a los hechos, vale decir que, abandonado el acartonado
perfil académico, se orientara a la satisfacción de los concretos problemas
jurídicos cotidianos del medioevo occidental. Al respecto, podemos decir ahora
que, dotado de un notable espíritu práctico –en este orden de cosas, no está de
más que recordemos que a la hora de juzgar o de dictaminar, un poco memorioso
Bartolo adoptaba sus decisiones de acuerdo con la equidad, y sólo una vez
después de haber formado su opinión se preocupaba por buscar el
correspondiente fundamento normativo en el Corpus Iuris Civilis, tarea en la cual
era auxiliado por un amigo ampliamente versado en los vericuetos del antiguo
derecho romano como lo era Francisco de Tigrino-, Bartolo fue el gran
responsable de que se impusiese la idea de que debía verse en el derecho común
al aparato normativo encargado de cubrir las lagunas generadas en el seno de los
respectivos iura propia, y de que se legitimase un mecanismo jurídico europeo
coherente de alcance general, que, como bien dice Peter Stein, si en ocasiones
no derivaba expresamente de parte alguna del Corpus Iuris, se apoyaba en su
autoridad.
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Decretales de Gregorio IX, obra que también interesó a otros grandes canonistas,
como Goffredo de Trani, y sobre todo, Enrique de Susa, vulgarmente llamado el
Ostiense. Asimismo, también corresponde que mencionemos a Juan Andrés y a
Nicola Tudeschi –este último también conocido como el Abad Panormitano-,
cuyos comentarios a distintas decretales gozaron de la mayor fama durante el
siglo XV. En cuanto a canonistas de origen ibérico, podemos referirnos a Bernardo
Compostelano, quien compuso una glosa del Decreto; a San Raimundo de
Peñafort, quien fue el autor material de las Decretales o Liber Extra (1234); a
Lorenzo Hispano, quien durante el siglo XIII compuso la Glosa Palatina al
Decreto; y a Pedro Hispano (+ 1277), un prestigioso canonista que accedió a la
Silla de San Pedro bajo el nombre de Juan XXI,
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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –
estudiantes, éstos eran los que, en definitiva, decidían la contratación del plantel
docente. Asimismo, también hubo universidades de tipo mixto, como las del sur
de Francia y las de la península Ibérica, en las cuales los estudiantes controlaban
la designación de algunos cargos universitarios, como el de rector, pero en las
que los colegios de doctores también contaban con importantes atribuciones. Así
las cosas, a partir de finales del siglo XI, época en la que se fundó la de Bolonia,
una multitud de universidades comenzó a poblar la geografía europea. De este
modo, en 1222 se fundó en Italia la de Padua –cuya fama en el área jurídica
opacó a la de Bolonia durante el siglo XIII-, en 1224 la de Nápoles, y en 1405 la
de Turín. En Francia, las más reconocidas fueron la de Montpellier establecida en
1260, la de Avignon en 1256, y la de Toulouse en 1229; en la península Ibérica,
las de Salamanca (1218), Valladolid, Lérida (1300), y Coimbra (1290); mientras
que respecto del resto de Europa podemos mencionar las de Praga (1347), Viena
(1365), Heidelberg (1385), Colonia (1388), Leipzig (1409), Lovaina (1426),
Copenhage (1478), Upsala (1477), Cracovia (1364), y Pest (1367).
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Bibliografía:
Sobre el ius commune y la ciencia jurídica medieval, pueden verse, entre otras, las
siguientes obras: Manlio Bellomo, La Europa del derecho común, Roma, Il Cigno Galileo Galilei,
1996. Helmut Coing, Derecho Privado Europeo. I, Madrid, Fundación Cultural del Notariado, 1996.
Paolo Grossi, El orden jurídico medieval, Madrid, Marcial Pons, 1996. António Manuel Hespanha,
Panorama histórico da cultura jurídica europeia, Lisboa, Publicaçôes Europa-América, 1997. Peter
G.Stein, El derecho romano en la historia de Europa. Historia de una cultura jurídica, Madrid, Siglo
Veintiuno, 2001. Gerhard Wesenberg y Gunter Wesener, Historia del derecho privado moderno en
Alemania y en Europa (traducción de la 4ta. edición de José Javier de los Mozos Touya),
Valladolid, Lex Nova, 1988. Además, ténganse en cuenta los siguientes estudios monográficos:
Francisco Carpintero, “En torno al método de los juristas medievales”; en Anuario de Historia del
Derecho Español, t. LII (1982). Del mismo autor, “«Mos italicus», «mos gallicus» y el Humanismo
racionalista. Una contribución a la historia de la metodología jurídica”; en Ius Commune (Frankfurt
del Main), n° VI (1977). Antonio García y García, “El renacimiento de la teoría y la práctica jurídica.
Siglo XIII”; en idem, En el entorno del derecho común, Madrid, Universidad Rey Juan Carlos I–
Dykinson, 1999. Alejandro Guzmán Brito, “Decisión de controversias jurisprudenciales y
codificación del derecho en la época moderna”, en Anuario de Historia del Derecho Español, t. L
(1980). Emma Montanos Ferrín, “El «sistema» del derecho común: articulación del ius commune y
del ius proprium en la literatura jurídica”; en Javier Alvarado Planas [ed.], Historia de la literatura
jurídica en la España del Antiguo Régimen, vol. I, Madrid, Marcial Pons, 2000. Heikki Philajamaki,
“La heterogeneidad del ius commune: observaciones comparativas sobre la relación entre el
derecho europeo y el derecho indiano”; en Luis González Vales [coord.], XIII Congreso del Instituto
Internacional de Historia del Derecho Indiano. Actas y estudios, t. I, San Juan de Puerto Rico,
Asamblea Legislativa de Puerto Rico, 2003. Jesús Vallejo, Ruda equidad, ley consumada.
Concepción de la potestad normativa (1250-1350), Madrid, Centro de Estudios Constitucionales,
1992. Particularmente en lo relativo a la historia del concepto “derecho común”, resulta obligada la
consulta de Alejandro Guzmán Brito, “Historia de las nociones de «derecho común» y «derecho
propio»”, en Homenaje al profesor Alfonso García-Gallo, t. I, Madrid, Universidad Complutense,
1996.
En lo atinente al derecho canónico, puede recurrirse a: Víctor de la Reina, “La influencia
romana en el derecho canónico como cuestión metodológica”; Ius Canonicum, IX-1 (enero-junio de
1969). José Maldonado, “La significación histórica del derecho canónico”; Ius Canonicum, IX-1
(enero-junio de 1969). Antonio Padoa-Schioppa, “Réflexions sur le modèle du droit canonique
médiéval”; en Revue historique du droit français et étranger, vol. 77, n° 1 (enero-marzo de 1999).
Asimismo, en lo que se refiere a la historia de la enseñanza del derecho durante la Baja Edad
Media, corresponde tener en cuenta los siguientes títulos: Jacques Verger, “Esquemas”; en
Historia de la Universidad en Europa, vol. I, Las universidades en la Edad Media, Bilbao,
Universidad del País Vasco, 1994. Antonio García y García, “Las facultades de leyes”, en el mismo
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Capítulo 6
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Como queda dicho arriba, junto al “pactismo” impulsado por las Cortes, los
reyes pretendieron reforzar paulatinamente su posición institucional, para lo cual
contaron con la inapreciable colaboración de los letrados, formados, tanto en
España como en el extranjero, en la cultura del ius commune. De este modo, y si
bien hasta bien entrado el siglo XVI el rey y sus servidores inmediatos seguirían
careciendo de una sede fija, durante el período comprendido entre los siglos XIII a
XV se fue tejiendo la trama cada vez más apretada de una estructura gubernativa,
en la que las lealtades meramente personales irían siendo substituidas por oficios
permanentes basados en relaciones impersonales, y en los que primaría la aptitud
técnica del agente. Vale decir, pues, que si bien los poderes políticos siguieron
fundándose en el viejo orden social señorial y en la vigencia del privilegio jurídico,
durante estas centurias la monarquía castellana abandonó una estructura de tipo
vasallático beneficial por otra de corte más definidamente burocrático.
Así las cosas, se fueron incorporando a una administración central del reino
en plena expansión nuevas instituciones. En este sentido, una de las novedades
fue la aparición de la audiencia, consagrada en las Cortes de Toro de 1371 como
un órgano colegiado –integrado al principio por letrados y prelados, y luego sólo
por los primeros-, encargado de impartir justicia a nombre del rey. Impulsada por
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Juan I, para finales del siglo XV Castilla contaría con dos audiencias, una en
Valladolid y otra en Granada. Asimismo, otro caracterizado organismo fue el
consejo real, establecido también por Juan I en 1385, y cuyo funcionamiento sería
regulado por las Cortes de Briviesca de 1387. Derivado de la consolidación de la
antigua obligación vasallático beneficial de asesorar al señor, dicho consejo, en el
que cada vez tendrían más importancia los letrados, resultaría clave en el
desarrollo de una administración cada vez más compleja.
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cabe indicar ahora que, si bien es verdad que durante la Baja Edad Media la
corona y las Cortes lograron avances significativos en lo relativo a la creación
jurídica, también es cierto que, a juzgar desde nuestro presente de
iushistoriadores las instituciones centrales de la monarquía castellana de los
siglos XIII a XV no solo gozaron de muy limitadas capacidades normativas, sino
que, además, debieron admitir que la variedad de derechos personales y
corporativos existentes se articulasen de una manera ajena a sus preferencias.
Asimismo, también corresponde señalar que durante este período la potestad de
confeccionar leyes se concibió como una facultad particularmente recortada, ya
que lo que se pensaba era que los legisladores debían limitarse a transformar la
ruda equidad en preceptos concretos. Vale decir que era creencia de la época que
la confección de las leyes pasaba antes por la declaración y precisión de un
derecho ya existente, que por su libre creación.
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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –
concejiles, decidió recurrir al Fuero Juzgo, a las Decretales de Gregorio IX, y a las
normas de algunos fueros locales. Asimismo, que a semejanza de Fernando III,
Alfonso X también concedió el goce del Fuero Real a distintas ciudades como una
forma de contribuir así a la homogeneidad jurídica del reino. Empero, no
satisfecho con los resultados obtenidos, entre 1255 y 1260, combinando
elementos provenientes del derecho foral leonés y castellano, y del ius commune,
el mismo rey hizo sancionar el Espéculo, instrumento que destinó a regular el
procedimiento aplicable en los tribunales del rey. Finalmente, todo el esfuerzo
regio culminaría con la sanción del Libro de las leyes, más conocido como las
Siete Partidas. Responsables, al decir de García Marín, de consumar la recepción
del derecho común en Castilla –proceso, este último, del que nos ocuparemos
más adelante-, y reconocidas por muchos autores de nuestros días como una de
las más extraordinarias obras jurídicas del Occidente europeo medieval, las Siete
Partidas combinaron elementos provenientes del Corpus Iuris Civilis; de las
Decretales pontificias; de las obras de glosadores, comentaristas y canonistas
como Azzo, Accursio, San Raimundo de Peñafort y Enrique de Susa, entre otros;
y de distintas disposiciones del derecho foral peninsular. Distribuidos sus
contenidos, como su nombre lo indica, en siete partes, la primera partida se
ocupaba de la organización de la Iglesia y del derecho canónico; la segunda, de
las instituciones políticas y del fundamento del poder; la tercera, de los
procedimientos judiciales; la cuarta, de los matrimonios; la quinta, de los
contratos, de otras instituciones del derecho civil y de las relaciones feudo-
vasalláticas; la sexta, del derecho sucesorio; y la séptima, del derecho penal.
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señalar ahora que dicho proceso –iniciado tempranamente en la zona del Levante
español, y luego extendido al área de la meseta castellana- respondió a la
concurrencia de una multiplicidad de factores, entre los cuales pueden
mencionarse la circulación de copias manuscritas de obras de glosadores y de
comentaristas, y el retorno a los reinos peninsulares de los numerosos españoles
que habían ido a estudiar a las universidades italianas, como Bolonia, Pavía y
Perusa –al respecto, se sabe que entre 1300 y 1330 hubo 150 escolares
españoles en Bolonia, y que en 1364 el cardenal Gil de Albornoz decidió fundar,
en la misma ciudad, el Colegio de San Clemente, destinado a atender las
necesidades de los estudiantes ibéricos-, o francesas, como Montpellier y
Toulouse. Por supuesto, tampoco hay que desdeñar el hecho de que los reyes
encontrasen en los juristas formados en las universidades de allende los Pirineos,
más que a valiosos directores técnicos de procedimientos judiciales, a formidables
instrumentos para consolidar y legitimar sus propios proyectos políticos. Tan es
así, que ya en el siglo XIII los monarcas castellanos se decidirían a patrocinar en
su tierra el establecimiento de universidades más o menos fieles al régimen de
gobierno y al tipo de enseñanza boloñeses. De este modo, pues, aunque todavía
carentes del brillo intelectual del que gozaban sus homólogas italianas,
comenzaron a surgir en Castilla universidades como las de Palencia o la de
Salamanca.
Ahora bien, si esta recepción, que satisfizo las apetencias jurídico técnicas
de una sociedad en plena renovación, y que se desplegó en la península en
diferentes momentos y con diverso grado de intensidad, como bien lo señala en
nuestros días García Marín, suscitó la simpatía de unos reyes que advertían con
agrado las consecuencias de aclimatar en Castilla concepciones como las de un
Ulpiano, según la cual “lo que place al príncipe tiene fuerza de ley”, también es
cierto que este fenómeno de penetración jurídica despertó sus enconos. De este
modo, mientras que las instituciones del ius commune fueron bien recibidas
respecto de aquellas áreas jurídicas poco o nada desarrolladas durante la alta
edad media castellana, como sucedió en materia de obligaciones, también se
produjo una evidente resistencia popular cuando el derecho común colisionó con
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Para finalizar, cabe recordar, también como algo propio de la cultura jurídica de la
época, que por entonces circularon en tierras peninsulares útiles repertorios
alfabéticos. Tal fue el caso de la Peregrina, una obra en la que Gonzalo González
de Bustamante ordenó buena parte de los conceptos volcados a lo largo de las
páginas de las Partidas.
Bibliografía:
Además de las obras generales relativas a la historia del derecho español, citadas en la
bibliografía correspondiente a los capítulos anteriores, en lo que hace a las instituciones políticas
castellanas bajomedievales se han tenido en cuenta: Joaquín Cerdá Ruiz-Funes, “Para un estudio
sobre los adelantados mayores de Castilla (siglos XIII-XV)”; en Actas del II Sympsium de Historia
de la Administración, Madrid, Instituto de Estudios Administrativos, 1971. Santos M.Coronas
González, “Las leyes fundamentales del Antiguo Régimen (notas sobre la Constitución histórica
española); en Anuario de Historia del Derecho Español, t. LXV (1995). Salustiano de Dios, “Las
cortes de Castilla y León y la administración central”; en Las Cortes de Castilla y León en la Edad
Media, vol. II, Cortes de Castilla y León, Valladolid, 1988. Alfonso García-Gallo, “La obra legislativa
de Alfonso X. Hechos e hipótesis”; en Anuario de Historia del Derecho Español, t. LIV (1984).
Benjamín González Alonso, “Poder regio, cortes y régimen político en la Castilla bajomedieval
(1252-1474)”, en Las Cortes de Castilla y León, vol. II, Valladolid, 1988. Aquilino Iglesia Ferreirós,
“Las Cortes de Zamora de 1274 y los casos de Corte”; en Anuario de Historia del Derecho
Español, t. XLI (1971). Rogelio Pérez Bustamante-González, “La administración”; en Historia
General de España y América, t. V, Madrid, Rialp, 1991. Joaquín Salcedo Izu, “La autonomía
municipal según las cortes castellanas de la Baja Edad Media”; en Anuario de Historia del
Derecho Español, t. L (1980). Esteban Sarasa Sánchez, “Fundamentos medievales del Estado
Moderno”; Ius Fugit (Universidad de Zaragoza), nº 3/4 (1995/1995).
Para lo que se refiere específicamente al derecho y a la cultura jurídica castellana de la
misma época: Enrique Álvarez Cora, La producción normativa bajomedieval según las
compilaciones de Sicilia, Aragón y Castilla, Milano, Università degli Studi di Messina, 1998. Ana
María Barrero, “El derecho local, el territorial, el general y el común en Castilla, Aragón y Navarra”;
en Diritto comune e diritti locali nella storia dell´Europa, Giuffrè Editore, 1980. Juan Beneyto Pérez,
“La ciencia del derecho en la España de los Reyes Católicos”; en Revista General de Legislación y
Jurisprudencia (Madrid), mayo de 1953. José Luis Bermejo Cabrero, “Un nuevo texto afín al Fuero
Viejo de Castilla: «El fuero de los fijosdalgos y las Fazañas del Fuero de Castilla»”; Anuario de
Historia del Derecho Español, t. LXIX (1999). Francisco Carpintero, “En torno al método de los
juristas medievales”; en Anuario de Historia del Derecho Español, t. LII (1982). Del mismo autor,
“«Mos italicus», «mos gallicus» y el Humanismo racionalista. Una contribución a la historia de la
metodología jurídica”; en Ius Commune (Frankfurt del Main), n° VI (1977). Bartolomé Clavero,
“Notas sobre derecho territorial castellano, 1367-1445”; en Historia, Instituciones, Documentos, n°
3 (1976). J.R.Craddock, “La cronología de las obras legislativas de Alfonso X”; en Anuario de
Historia del Derecho Español, t. LI (1981). Alfonso García-Gallo, “La obra legislativa de Alfonso X.
Hechos e hipótesis”; en Anuario de Historia del Derecho Español, t. LIV (1984). Alfonso García-
Gallo, “Nuevas observaciones sobre la obra legislativa de Alfonso X”; en Anuario de Historia del
Derecho Español, t. XLVI (1976). Alfonso García-Gallo y Miguel Angel Pérez de la Canal, Libro de
las bulas y pragmáticas de los Reyes Católicos, Madrid, Instituto de España, 1973. Antonio García
y García, “Derecho romano-canónico medieval en la península Ibérica”; en Javier Alvarado Planas
[ed.], Historia de la literatura jurídica en la España del Antiguo Régimen, vol. I, Madrid, Marcial
Pons, 2000. Antonio García y García, “Nuevos descubrimientos sobre la canonística salmantina
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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –
del siglo XV”; en Anuario de Historia del Derecho Español, t. L (1980). Benjamín González Alonso,
“La fórmula «obedézcase, pero no se cumpla» en el derecho castellano de la Baja Edad Media”;
en Anuario de Historia del Derecho Español, t. L (1980). Antonio Pérez Martín, “El ordenamiento
de Alcalá (1348) y las glosas de Arias de Balboa”; en Ius Commune (Frankfurt), n° 11 (1984).
Antonio Pérez Martín, “La literatura jurídica castellana en la Baja Edad Media”; en en Javier
Alvarado Planas [ed.], Historia de la literatura jurídica en la España del Antiguo Régimen, vol. I,
Madrid, Marcial Pons, 2000. Carlos Petit, “Derecho común y derecho castellano. Notas de
literatura jurídica para su estudio (siglos XV-XVII)”; en Tijdschrift voor Rechtsgeschiedenis, t. 50
(Leiden), 1982. Ismael Sánchez Bella, “Los comentarios a las leyes de Indias”; en Anuario de
Historia del Derecho Español, t. XXIV (1954). Jesús Vallejo, “Il calice d`argento (secoli XII-XV)” en
Storia d`Europa. Il Medioevo, secoli V-XV ,Vol.III, Torino, Einaudi. Del mismo autor, “Leyes y
jurisdicciones en el Ordenamiento de Alcalá” (en ambos casos, se ha consultado copia de los
originales mecanografiados, gracias a la gentileza que el doctor Víctor Tau Anzoátegui ha tenido
con el autor).
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Capítulo 7
Amén de lo referido hasta aquí, otro aspecto esencial para entender las
circunstancias de la presencia indígena en la formación del derecho indiano pasa
por advertir que sólo por desconocimiento cabe aludir en singular a un presunto
“derecho indígena”. Por el contrario, lo acertado es hablar de tantos “derechos”
como pluralidad de experiencias comunitarias aborígenes se dieron en América –
la mayor parte de las cuales, dicho sea de paso, evolucionó ignorando el
desarrollo de las demás-, cosa que, a su vez, nos impone la obligación de
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´miserables´ -vale decir, de análoga manera a lo que sucedía con los menores,
con las mujeres, con los pobres y con los rústicos, quienes contaban con una
especial protección por parte de la autoridad-, a las que no convenía poner en
contacto con forasteros, ni obligarlos a abandonar sus estatutos jurídicos
particulares.
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- Ezequiel Abásolo, Iniciación a la historia jurídica de los argentinos –
entendido que los derechos indígenas empleados por los naturales de las Indias
sujetos a la autoridad de los reyes de Castilla fungieron como estatuto o fuero
personal –ciertamente autónomo respecto del grueso del derecho indiano-,
merced que se otorgó con la pretensión de favorecer a los indios. De este modo,
por ejemplo, el ya mencionado capítulo 20 de las Leyes Nuevas dictadas en 1542
dispuso que en “los pleitos de entre indios o con ellos” se aplicasen los “usos y
costumbres” aborígenes, siempre y cuando éstos no resultasen “claramente
injustos”, criterio que posteriormente se reiteró en el texto de las ordenanzas de
las audiencias de Charcas, Quito, Guatemala y Panamá. Asimismo, otro
importante documento regio en la materia fue la real cédula de 6 agosto de 1555,
que se expidió a solicitud de varios naturales de Guatemala. Ello así, no sólo en
virtud de su contenido –del que hablaremos a continuación- sino de la relevancia
que éste alcanzara posteriormente, dado que para finales del siglo XVII sus
disposiciones se extendieron a toda América, como resultado de su incorporación
como ley 2, título 1, libro IV, a la Recopilación de las Leyes de Indias. Digamos
ahora, en concreto, que en la cédula en cuestión el rey no solo admitía “por
buenas” las antiguas leyes y costumbres que los aborígenes habían venido
utilizando en su “buen régimen y policía”, sino que también concedía su
aprobación a las que se habían “hecho y ordenado de nuevo”, vale decir, desde la
llegada de los españoles al Nuevo Mundo, “con tanto que Nos podamos añadir las
que fuéredes servidos y nos pareciere que conviene al servicio de Dios Nuestro
Señor e nuestro e a vuestra conservación y policia cristiana”. Dicho de otro modo,
mediante esta cédula el monarca castellano reconocía tanto la vigencia de los
usos y costumbres prehispánicos, como el de los usos y costumbres surgidos con
posterioridad al descubrimiento, siempre y cuando, claro está, éstos fuesen
“justos y buenos”, y no colisionasen abiertamente con la religión católica.
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Bibliografía:
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