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Álvaro Cepeda Samudio

(Barranquilla, Colombia, 1926 - Nueva York, 1972)


(De Todos estábamos a la espera)
Hoy decidí vestirme de payaso

“... to be among the lost, to know how


it feels to be out of things, to have no present,
no future, to belong nowhere, to be suspended
between day and night, waiting”.
Saroyan (Among the Lost)

Hoy decidí vestirme de payaso. Me he puesto unos grandes zapatones de caucho y me he pintado la cara de rojo y
de blanco. Cuando atravesé el estrecho corredor de arena la sentí rebotar debajo de mis zapatones y tuve la agradable
sensación de sentirme payaso. Todos estaban ya en el redondel cuando entré y no me han mirado siquiera. Estaban
esperando que yo llegara para comenzar, pero no me han dicho nada. Cuando fui a ocupar mi puesto he pasado frente
al domador que está todavía tratando de pegar una melena de papel amarillo a sus leones de cartón. Y ahora estoy
entre los demás payasos, los payasos de verdad, y yo que sólo estoy vestido de payaso, me confundo entre ellos y
nadie podría decir cuál de nosotros es el menos verdadero. La marcha comenzó a sonar con un movimiento lleno de
gracia y soltura salió el director quitándose el sombrero y haciendo malabares con un bastón negro. Todos hemos
comenzado a movernos alrededor de la pista. Nosotros salimos corriendo y nos mezclamos con los demás como
estorbándolos. Parece que yo me he excedido porque al tirarle la cola a uno de los leones se me ha quedado en
las manos una borla suave de lana amarilla. El domador me amenazó con el látigo y los payasos me han mirado con
asombro por debajo de sus máscaras de colores.

Todos están serios, pero a medida que se van acercando a las primeras silletas, las sonrisas comienzan a aparecer
hasta que están completas en los rostros, como si fueran un trozo más de pintura blanca y roja.

Desde que sonaron los primeros cascos sobre la pista la muchacha ha comenzado a sonreír y también, mientras salta
de un caballo a otro. Los payasos se han metido entre los caballos y saltan imitándola con ademanes grotescos. Yo
he querido hacer lo mismo, pero tengo miedo de asustar a los caballos y romper la sonrisa de la muchacha. EL
director, que para todo usa ademanes graciosos, ha hecho sonar un silbato y los payasos han salido corriendo hacia
el pasadizo y la han dejado sola en el centro de la pista con sus dos caballos. Yo no he querido salir, pero otro payaso,
el de la gran nariz morada, ha venido a sacarme dándome pequeños escobazos que suenan con gran estrepito. Sin
embargo, yo quiero ver a la muchacha y no fui a meterme detrás de las cortinas como lo han hecho todos. A la
muchacha se le han caído los palos con que hacía malabares y yo he corrido al centro del redondel y los he recogido
para entregárselos. Ella me miró asombrada pero no dijo nada y los hombres con casacas rojas de militar han entrado
y me han sacado de la pista otra vez. Otra vez ha salido el director con su silbato y mientras la muchacha sale al
galope montada sobre sus dos caballos los payasos han entrado corriendo. Yo he salido detrás de ellos y ahora los
veo dispersarse en la pista y hacer cabriolas. Yo me he quedado quieto, pues quiero ver cómo hacen los demás
payasos para hacerlo yo también. EL de la nariz morada le está diciendo al que tiene un sacoleva negro y unos
calzoncillos amarrados a los tobillos: “¿A que no sabes de que están hechas las nubes?” EL payaso gordo, que tiene
las ropas llenas de globos de colores revienta uno y dice: “De caramelo blanco”. Todos los payasos lo persiguen y le
dan escobazos. Yo me acerco al de la nariz morada y le digo: “Las nubes están hechas de la espuma que usa San
Pedro para afeitarse las barbas. Eso lo saben todos y es una tontería preguntarlo”. Todos los payasos se vuelven hacia
mí y me miran con rabia. A mí ha comenzado a cansarme esta forma que tienen de mirarme cuando hago algo que
ellos creen que no está bien. Por esto me he salido de la pista y he venido a buscar a la muchacha de los caballos.

AL pasar frente a los hombres de las casacas rojas, éstos se vuelven hacia mí y me dicen: “¿A dónde vas? Vuelve a
la pista”. Yo digo “No” y corro sobre el pasadizo de arena. Los caballos están parados frente a una tienda que tiene
remiendos de colores. Entro a esta tienda y la muchacha, que ya no tiene el saquito dorado sobre el pecho, sino dos
senos pequeños, me grita: “Sal de aquí, ¿Qué quieres?” “Yo quiero hablar contigo”. “Bueno, pero espérame afuera”.
“no quiero”. Y la muchacha me dice que está bien, que me dé vuelta con la cara contra la carpa y la espere a que se
acabe de vestir. La lona deja pasar las luces y la parte que me queda delante de los ojos parece un cielo de juguetería.
Mientras se viste, la muchacha quiere saber todas las cosas que yo no sabría contestar. Yo le digo pequeñas palabras,
monosílabos, pero ella insiste. ¿Cómo es mi nombre? Yo no sé. Ella se ríe de todas mis respuestas y parece muy
divertida, pero a mi esta situación ha comenzado a parecerme molesta. ¿Para qué quiero hablar con ella? Tampoco
sé. Quise oírle la voz cuando la vi saltando sobre los caballos. ¿Te gusta mi voz? Si. ¿Pero quién soy yo? Y tengo
que contestarle: “Hoy decidí vestirme de payaso”. Ahora está frente a mí con unos pantalones verdes y una blusa
blanca el pelo que llevaba atado a la nuca lo tiene suelto sobre un hombro. Sobre la cama angosta y desordenada hay
una guitarra verde con las cuerdas hacia abajo. Me he sentado en la cama y he pasado los dedos sobre la madera y
momentáneamente se han coloreado de verde. “Yo creía –Le digo—que las guitarras verdes sólo existían en los
cuentos”. “Esa guitarra es para dar serenatas, por eso es verde”. La guitarra suena a música encerrada cuando yo la
levanto: Le digo que toque algo, pues yo no sé tocar. “Yo tampoco sé”. Ahora he tomado a la muchacha de la mano
y hemos salido de la tienda con la guitarra. “Vamos a buscar a alguien que sepa tocar esta guitarra”. Al salir nos
hemos cruzado con el director que sigue mirándome muy serio. Quiere que deje la guitarra y me vuelva a la pista.
Yo le digo que tengo que encontrar a alguien que sepa tocar la guitarra. “Entre ahí”, me grita empujándome por el
pasadizo. Tal vez alguno de los payasos sepa tocar, por esto he entrado a la pista, otra vez. La muchacha está detrás
de las cortinas hablando con el director. Los payasos han traído unos cubos de agua y se persiguen tratando de
mojarse unos a otros. Yo me acerco a uno que tiene unos lentes sin vidrios y le pregunto si é sabe tocar una guitarra
verde. Cuando termina la farsa todos salen corriendo y yo me quedo en el centro de la pista con la guitarra. Otra vez
vienen los hombres de casacas rojas a sacarme, pero yo me voy antes y le hago señas a la muchacha para que salgamos
de la carpa. Desde afuera la carpa parece un elefante echado. Yo se lo digo y ella me dice que entre y lo diga así
desde la pista. EN la puerta un hombre de casaca roja le ha preguntado a la muchacha para donde va. “EL anda
buscando alguien que sepa tocar esta guitarra. “Cuando yo estaba en el colegio tocaba algo de dulzaina”, dice el
hombre. “No tiene que ser guitarra”. “Pero es que si es alguna pieza que él quiere oír yo podría tocarla en una
dulzaina. “No, no es ninguna pieza en particular. Cualquier cosa con tal que sea con la guitarra”. Ella le dice que
volveremos para el final y cruzamos la calle había el bar. Yo pongo la guitarra sobre el mostrador y le pregunto al
bartender si él conoce alguien que pueda tocarla. El negro dice que no y comienza a servirnos los tragos. Luego se
vuelve y grita: “¿Quién de ustedes sabe tocar guitarra? Aquí el payaso está buscando a uno que sepa”. Todos han
girado sobre sus bancos para mirarnos, pero nadie contesta. La mujer que está parada frente al tocadiscos echando
monedas en la ranura habló sin levantar la vista de los nombres de las canciones. “Sammy tal vez sepa. Él toca el
contrabajo y canta en L-Bar”. Yo quiero saber dónde está Sammy. “No sé, tal vez en Londres o en Suramérica. Ya
no toca en L-Bar. Él siempre quiso irse a Londres y seguro eso es lo que ha hecho: se ha ido a Londres”. La música
ha silenciado las últimas palabras y yo insisto con el bartender. “Tiene que haber alguien que sepa tocar esta guitarra”.
“Es que le hace falta para un número, ¿o qué?” “Él quiere oír la guitarra. Eso es todo”. La oigo hablar con el negro
hasta cuando comienzo a golpear la madera con el fondo duro de mi vaso. La mujer ha venido a sentarse al lado mío
y con manos lentas acaricia la guitarra que está todavía sobre el mostrador. “Estoy segura que Sammy hubiera podido
hacer sonar esto”, --- Ha comenzado a decir. “A mí también me gustaría oírla: ya estoy cansada de los mismos discos
con las mismas canciones: si, me gustaría oír como suena la música de esta guitarra” y salgo del bar detrás de las dos
mujeres. En la puerta me ha detenido el grito del negro: “Oye, payaso, por qué no vuelves más tarde. Tal vez haya
alguien que sepa tocar”. Yo quiero decirle que no soy un payaso, que simplemente hoy decidí vestirme de payaso,
pero me parece inútil toda explicación y no digo nada. Ya las mujeres están frente a la carpa cuando el hombre de la
casaca roja está diciéndome que es una lástima que nadie sepa tocar. “Sammy va a tocarla – le digo. Iremos a buscarlo
después del final. Tienes que apurarte. Ya el domador está entrando a la jaula con sus leones y ustedes tienen que
estar en la pista cuando el comience. Cuando yo entro, todos los payasos están corriendo alrededor de la gran jaula
mientras el domador hace sonar el látigo y dispara un revolver brillante. Los hombres de las casacas rojas están
parados a distancias regulares rodeando la jaula. Como ellos no pueden moverse. Yo paso a su lado haciéndoles burla
y mostrándoles mi guitarra verde. El domador ha puesto sus leones sobre banquitos de colores y luego se da vuelta
dándoles la espalda. Cuando encienden el aro, yo tengo miedo de que se les quemen las melenas o las borlas del
rabo. Parece que el domador piensa lo mismo, pues no se decide a hacerlos saltar. Yo me acerco y le digo que pueden
quemarse sus leones. Por fin sacan el aro de la jaula y el domador recoge sus leones sobre banquitos de colores y
luego se da vuelta dándoles la espalda. Cuando encienden el aro yo tengo miedo de que se les quemen las melenas o
las borlas del rabo. Parece que el domador piensa lo mismo, pues no se decide a hacerlos saltar. Yo me acerco y le
digo que pueden quemarse sus leones. Por fin sacan el aro de la jaula y el domador recoge sus leones y sale con ellos
para su tienda. Cuando pasa frente al director, este lo mira con rabia y yo creo que no va a poder salir sonriente y
con ademanes graciosos esta vez. Los payasos se han agrupado al lado mío y el de la nariz morada dice “¿A que no
saben por qué la guitarra de éste es verde?” Todos los payasos se agarran la cabeza y dan volteretas como buscando
qué decir. El de la nariz morada dice por fin: “--- Porque no está madura todavía”. Yo me aparto con rabia y les digo:
“No, no es por eso; sino porque es para dar serenatas”. Ahora los payasos se ponen furiosos. EL de la nariz morada
se arranca la nariz y la tira contra el suelo los demás se quitan las pelucas y tiran los zapatones contra las silletas de
los palcos y se van todos a buscar al director. Ya no parecen payasos. Sólo yo estoy todavía vestido de payaso cuando
vienen a llamarme para irnos a buscar a Sammy. En toda la carpa no ha quedado un payaso: solamente esos hombres
que se limpian de la cara los manchones rojos y blancos y que discuten rabiosamente con el director. El hombre de
la casaca roja se ha soltado los botones dorados y ha puesto la gorra en la silleta del portero y está tocando
asordinadamente su dulzaina. “No lo he olvidado todavía” y sigue tocando. De pronto deja de tocar, recoge su gorra
y dice: “Vamos a buscar a Sammy, yo siempre quise tocar la dulzaina acompañado por una guitarra”. La dulzaina
sigue sonando cuando cruzamos la calle y yo comienzo a sentir en mi mano la mano tibia de la muchacha de los
caballos.

CASA TOMADA
Julio Cortázar (Argentina)
Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa
liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y
toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas
sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo -le dejaba a
Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos a mediodía, siempre puntuales; ya no
quedaba nada por hacer fuera de unos pocos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda
y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegamos a creer que era ella la que no nos dejó
casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a
comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso
matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por los bisabuelos en nuestra casa. Nos
moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse
con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado
tarde.
Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo
en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa
labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno,
medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque
algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma
de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los
colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y
preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.
Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué
hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pulóver está terminado no se puede
repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes,
lila, Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor de preguntarle a Irene qué pensaba hacer
con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba la plata de los campos y el dinero aumentaba.
Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole
las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban
constantemente los ovillos. Era hermoso.
Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios
grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza
puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living
central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta
cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados
las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el
pasillo se franqueaba la puerta de roble y más allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda
justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y al baño. Cuando la puerta
estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se
edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más
allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos
Aires ser! una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire,
apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombo! de las carpetas de
macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de
nuevo en los muebles y los pianos.
Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su
dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo
hasta enfrentar la entornado puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en
el comedor o la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un
ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que
traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la puerta antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de
golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más
seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:
-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado la parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
-¿Estás seguro ?
Asentí.
-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que tejía un chaleco
gris; a mí me gustaba ese chaleco.
Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que
queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene extrañaba unas
carpetas, un par de pantuflas que tanto la abrigaban en invierno. Yo sentía mi pipa de enebro y creo que Irene pensó
en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días)
cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.
-No está aquí.
Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media
por ejemplo, no. daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y
ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene
cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque resulta molesto tener que abandonar los
dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar.
Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre. Irene estaba contenta
porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi
hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos
mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene
decía:
-Fíjate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de
Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.
(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o
papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes
sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se
escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del
velador, los mutuos y frecuentes insomnios. Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores
domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de
roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada nos poníamos a
hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiado ruido de loza y vidrios para
que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los
dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos más despacio para no
molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en
seguida.)
Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba
hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez
en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca
manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente
que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo
casi al lado nuestro. No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta
cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuertes pero siempre sordos,. a espaldas nuestras.
Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán.
Ahora no se oía nada.
-Han tomado esta parte --dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían
debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
. -¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.
-No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo
que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y
tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa
hora y con la casa tomada.
(1947)
Todos estábamos a la espera (Cuento)
Álvaro Cepeda Samudio (Barranquilla, Colombia, 1926 - Nueva York, 1972)
Álvaro Cepeda Samudio
Íbamos llegando uno a uno y nos sentábamos en los altos bancos rojos a lo
largo del bar. Nos quedábamos allí, en silencio, oyendo las canciones que
alguien cantaba en los discos. Otras noches había boxeo. Entonces
dejábamos de echar monedas en los tocadiscos y mirábamos la pelea. Pero
no duraban mucho tiempo. Casi nunca llegaban al último round pues siempre
alguien era tirado violentamente sobre la lona gris y un hombre con un
corbatín le levantaba la mano al que se había quedado de pie y la pelea
terminaba. Algunas veces apostábamos, pero después de un tiempo no
quisimos ver más esto y dejamos de sintonizar al Madison. Nadie dijo nada.
Nos pusimos de acuerdo sobre ello sin que nadie lo propusiera. Dejamos de
ver el boxeo como hacíamos todo: sin decirnos nada. Había otras noches
cuando no teníamos dinero y entonces entrábamos, nos acercábamos al
tocadiscos y apretábamos un botón. La canción sonaba un largo rato y luego
nos íbamos otra vez. Porque teníamos que ir todas las noches pues no
sabíamos cuándo llegaría y no queríamos que llegara y no estuviéramos
nosotros allí. Pero el dueño se dio cuenta. Supo que nosotros también
estábamos a la espera y una noche, cuando pasábamos frente a él hacia el
tocadiscos, nos dijo: “pueden tomar lo que quieran”. Entonces nos
acercamos al bar y comenzamos a tomar como siempre. Desde esa noche ya nunca dejamos de ir. Y aunque no
tuviéramos dinero nos sentábamos en los altos bancos rojos y pedíamos nuestros tragos. Una noche llegó alguien a
quien nunca habíamos visto. Como si conociera el lugar desde mucho antes, como si él supiera de nosotros. Tomó
un banco y lo acercó al nuestro. Luego dijo: “voy a quedarme aquí. Tiene que llegar a este bar”. Nadie lo miró. Pero
nosotros sí. Tenía el pelo negro, una pipa labrada y un saco grueso. No dijimos nada y él puso sus billetes sobre el
mostrador y comenzó a tomar lentamente. “hace tiempo que estoy esperando”, dijo y golpeó la pipa contra la palma
de la mano abierta y dura. “me salí de la carretera con los catorce que me tocaban a mí. Caminé detrás de ellos hasta
que encontré un pequeño claro de arena blanca. Entonces oí que ya él había terminado. Ya su ametralladora no
sonaba. Estaban de espaldas. Yo comencé a llorar. Cuando él llegó su ametralladora volvió a sonar. Yo me dije que
no quería oir más. Y ni siquiera oí cuando las balas se callaron. Seguramente me dijo que lo siguiera y yo lo seguí,
pero ya no oí más”. Nosotros no dijimos nada porque él siguió hablando y nosotros dejamos de oírlo de pronto. Era
que habíamos comenzado a recordar. Y nos fuimos apartando poco a poco a medida que los recuerdos se alejaban.
Llegamos a una estación. Había buses plateados y ventanillas numeradas en negro en el fondo del gran corredor. Allí
habíamos comenzado, sentados en unas butacas tibias por el calor de los cuerpos que llenaban la estación, con las
revistas y los periódicos desordenados a nuestro lado. No sabíamos si esperábamos o si nos esperaban. Allí habíamos
comenzado. Pero antes era yo. Yo sólo viajando sobre las carreteras de ladrillos rojos. Yo frente a la vendedora de
revistas, comprando todas las revistas y todos los periódicos, no para leerlos, sino para ofrecérselos a quien había de
sentarse a mi lado en el doble asiento del viaje, y la voz de la muchacha preguntando a qué hora sale su bus y un
negro le da la hora que yo conozco; porque he estado esperando toda la noche en esa estación. Y de pronto me quedo
solo con la muchacha y las paredes se van alejando en cuatro direcciones y estamos allí solos, la muchacha y yo, y
el negro, con los botones dorados de su chaqueta y su brillante escoba, se aleja empujado por la huída de las paredes
mientras la muchacha de las revistas desaparece detrás de las carátulas multicolores que le hacen muecas. Yo le hablo
a la muchacha que tiene un largo tiquete verde y mira sin entender los itinerarios con su complicada combinación de
números. En la enorme soledad de la estación mi vos y la voz de la muchacha van llenando lentamente todos sus
vacíos. Y después ya no hablamos más. La muchacha se duerme contra la madera lustrosa de los bancos y yo estoy
velando su sueño derrotado. De pronto me dice sin abrir los ojos: “Tengo hambre”. Y yo me levanto sin ruido y
atravieso el frío ancho de la calle porque he visto en algún lado las vitrinas opacadas de un restaurante. En un tarro
de cartón me dan café caliente para la muchacha. Yo le digo al griego que está detrás del mostrador: “Ella está ahí
en la estación, no sé para donde va pero ha esperado el bus toda la noche y tiene hambre”. Y el griego me pregunta:
“¿Por qué no te vas con ella?”. Y yo le contesto que no lo había pensado, pero que quiero irme con ella. Me llena un
tarro de cartón blanco y me lo entrega. “Llévaselo y antes de despertarla dile que te vas con ella”. Yo lo hago así y
la muchacha se toma lentamente el café mientras yo pienso en lo que me ha dicho griego. Cuando llegan los buses
nos levantamos y salimos a leer las letras blancas hasta hacerlas coincidir con los tiquetes. Yo me vuelvo al
restaurante y le digo al griego que ella se ha ido. El me dice: “Tiene que volver”. Yo atravieso todo el frío del mundo
que se ha acumulado en la calle, recojo mis revistas y me meto en el último bus.
Y otra vez las estaciones repetidas a lo largo del cansancio que había comenzado hace muchas semanas. Y por fin
he llegado a esta estación y me he encontrado en este banco rodeado de periódicos y revistas. Cuando la voz vieja
conocida que anuncia las llegadas y las salidas anunció el nombre que esperábamos, ya éramos nosotros. Y subimos
a nuestro bus. Ahora estamos en este bar todavía a la espera. Nos rodea gente, cada uno con su espera. Estamos
estrechamente unidos en que todos sabemos que estamos a la espera pero no nos conocemos, ni siquiera hablamos.
Solamente “nosotros” hablamos de vez en cuando. Y ahora ha llegado este hombre y nos ha hablado, nos ha dicho
cosas que no hemos preguntado. Secretamente sabemos que ha de seguir hablando y hablando, que mañana vendrá
y hablará otra vez, y seguirá viniendo todas las noches. Vamos a tener miedo, miedo de que nos interrumpa a cada
momento a cada momento cuando nos ponemos a parar monedas de canto sobre la madera humedecida por nuestros
vasos. Y de que pregunte cuando nos ponemos a jugar con los círculos de agua que hay debajo de cada trago.

Yo sé que nos está mirando y espera que volvamos la cabeza hacia él para seguir hablando. Pero tenemos miedo y
no queremos mirarlo porque tenemos los ojos redondeados sobre los vasos. No podemos oírlo pues alguien ha vuelto
a meter monedas en el tocadiscos y hemos hecho tapones de música para nuestros oídos. Y para distraernos
pensamos: -la foca azul tiene una pelota blanca y roja sobre la nariz- cómo se llamará la foca –tonto no ves que se
llama Carstairs- no, ese no es el nombre de la foca –es el nombre del whisky- pero no es lo mismo –yo siempre quise
ver las focas –vamos a verlas una tarde cuando haya verano- no, ya he perdido el interés y de propio no son tan reales
como esta foca azul –aquellas también tendrán pelotas rojas pues yo las llevaré- llevaremos pelotas blancas y pelotas
rojas, las más grandes y más blancas y más rojas que podamos conseguir –llevaremos pelotas para dárselas a las
focas- sí, tal vez podamos ir un día cuando haya verano –y después iríamos a un cine, me gusta el cine- creo que me
gustaría ver una película que se llame los rinocerontes hacen pompas de jabón en la que esté Susan Peters que cuando
yo era pequeño se parecía a una muchacha que llevaba sus libros amarrados con una correa verde –hubo un tiempo
cuando veía todas las películas- cuando no se tienen sueños, cuando no esperamos nada, tenemos que meternos en
las salas de cine y tomar los sueños prestados de las películas –también yo iba al cine todos los días a hacer míos
todos los sueños-. Dejamos de pensar y nos pusimos a jugar otra vez con las monedas. Nos habíamos olvidado de
nuestro miedo. No supimos cuándo entró; estaba mirándonos cuando alzamos la cabeza para pedir los tragos. La
vimos al mismo tiempo, pero yo me quedé solo mirándola. Cuando me levanté, todas las monedas que estaban
paradas de canto comenzaron a rodar. Yo le dije: “He estado esperándote Madeleine”. Y luego: “Ahora vendrás
todas la noches”. Ella siguió mirándome y asintió. Cuando salíamos oí su voz diciéndome: “Ya no me necesitas
más. Déjame ir ahora”. Yo le tomé la mano y se la apreté con fuerza. Mientras cruzamos la calle veíamos a Madeleine
a través de la vitrina que había comenzado a esperar.
Chac Mool
Carlos Fuentes, escritor mexicano (1954)

Hace poco tiempo, Filiberto murió ahogado en Acapulco. Sucedió en Semana Santa. Aunque había sido despedido
de su empleo en la Secretaría, Filiberto no pudo resistir la tentación burocrática de ir, como todos los años, a la
pensión alemana, comer el choucrout endulzado por los sudores de la cocina tropical, bailar el Sábado de Gloria en
La Quebrada y sentirse “gente conocida” en el oscuro anonimato vespertino de la Playa de Hornos. Claro, sabíamos
que en su juventud había nadado bien; pero ahora, a los cuarenta, y tan desmejorado como se le veía, ¡intentar salvar,
a la medianoche, el largo trecho entre Caleta y la isla de la Roqueta! Frau Müller no permitió que se le velara, a pesar
de ser un cliente tan antiguo, en la pensión; por el contrario, esa noche organizó un baile en la terracita sofocada,
mientras Filiberto esperaba, muy pálido dentro de su caja, a que saliera el camión matutino de la terminal, y pasó
acompañado de huacales y fardos la primera noche de su nueva vida. Cuando llegué, muy temprano, a vigilar el
embarque del féretro, Filiberto estaba bajo un túmulo de cocos: el chofer dijo que lo acomodáramos rápidamente en
el toldo y lo cubriéramos con lonas, para que no se espantaran los pasajeros, y a ver si no le habíamos echado la sal
al viaje.
Salimos de Acapulco a la hora de la brisa tempranera. Hasta Tierra Colorada nacieron el calor y la luz. Mientras
desayunaba huevos y chorizo abrí el cartapacio de Filiberto, recogido el día anterior, junto con sus otras pertenencias,
en la pensión de los Müller. Doscientos pesos. Un periódico derogado de la ciudad de México. Cachos de lotería. El
pasaje de ida -¿sólo de ida? Y el cuaderno barato, de hojas cuadriculadas y tapas de papel mármol.
Me aventuré a leerlo, a pesar de las curvas, el hedor a vómitos y cierto sentimiento natural de respeto por la vida
privada de mi difunto amigo. Recordaría -sí, empezaba con eso- nuestra cotidiana labor en la oficina; quizá sabría,
al fin, por qué fue declinado, olvidando sus deberes, por qué dictaba oficios sin sentido, ni número, ni “Sufragio
Efectivo No Reelección”. Por qué, en fin, fue corrido, olvidaba la pensión, sin respetar los escalafones.
“Hoy fui a arreglar lo de mi pensión. El Licenciado, amabilísimo. Salí tan contento que decidí gastar cinco pesos en
un café. Es el mismo al que íbamos de jóvenes y al que ahora nunca concurro, porque me recuerda que a los veinte
años podía darme más lujos que a los cuarenta. Entonces todos estábamos en un mismo plano, hubiéramos rechazado
con energía cualquier opinión peyorativa hacia los compañeros; de hecho, librábamos la batalla por aquellos a
quienes en la casa discutían por su baja extracción o falta de elegancia. Yo sabía que muchos de ellos (quizá los más
humildes) llegarían muy alto y aquí, en la Escuela, se iban a forjar las amistades duraderas en cuya compañía
cursaríamos el mar bravío. No, no fue así. No hubo reglas. Muchos de los humildes se quedaron allí, muchos llegaron
más arriba de lo que pudimos pronosticar en aquellas fogosas, amables tertulias. Otros, que parecíamos prometerlo
todo, nos quedamos a la mitad del camino, destripados en un examen extracurricular, aislados por una zanja invisible
de los que triunfaron y de los que nada alcanzaron. En fin, hoy volví a sentarme en las sillas modernizadas -también
hay, como barricada de una invasión, una fuente de sodas- y pretendí leer expedientes. Vi a muchos antiguos
compañeros, cambiados, amnésicos, retocados de luz neón, prósperos. Con el café que casi no reconocía, con la
ciudad misma, habían ido cincelándose a ritmo distinto del mío. No, ya no me reconocían; o no me querían reconocer.
A lo sumo -uno o dos- una mano gorda y rápida sobre el hombro. Adiós viejo, qué tal. Entre ellos y yo mediaban los
dieciocho agujeros del Country Club. Me disfracé detrás de los expedientes. Desfilaron en mi memoria los años de
las grandes ilusiones, de los pronósticos felices y, también todas las omisiones que impidieron su realización. Sentí
la angustia de no poder meter los dedos en el pasado y pegar los trozos de algún rompecabezas abandonado; pero el
arcón de los juguetes se va olvidando y, al cabo, ¿quién sabrá dónde fueron a dar los soldados de plomo, los cascos,
las espadas de madera? Los disfraces tan queridos, no fueron más que eso. Y sin embargo, había habido constancia,
disciplina, apego al deber. ¿No era suficiente, o sobraba? En ocasiones me asaltaba el recuerdo de Rilke. La gran
recompensa de la aventura de juventud debe ser la muerte; jóvenes, debemos partir con todos nuestros secretos. Hoy,
no tendría que volver la mirada a las ciudades de sal. ¿Cinco pesos? Dos de propina.”
“Pepe, aparte de su pasión por el derecho mercantil, gusta de teorizar. Me vio salir de Catedral, y juntos nos
encaminamos a Palacio. Él es descreído, pero no le basta; en media cuadra tuvo que fabricar una teoría. Que si yo no
fuera mexicano, no adoraría a Cristo y -No, mira, parece evidente. Llegan los españoles y te proponen adorar a un
Dios muerto hecho un coágulo, con el costado herido, clavado en una cruz. Sacrificado. Ofrendado. ¿Qué cosa más
natural que aceptar un sentimiento tan cercano a todo tu ceremonial, a toda tu vida?… figúrate, en cambio, que
México hubiera sido conquistado por budistas o por mahometanos. No es concebible que nuestros indios veneraran
a un individuo que murió de indigestión. Pero un Dios al que no le basta que se sacrifiquen por él, sino que incluso
va a que le arranquen el corazón, ¡caramba, jaque mate a Huitzilopochtli! El cristianismo, en su sentido cálido,
sangriento, de sacrificio y liturgia, se vuelve una prolongación natural y novedosa de la religión indígena. Los
aspectos caridad, amor y la otra mejilla, en cambio, son rechazados. Y todo en México es eso: hay que matar a los
hombres para poder creer en ellos.
“Pepe conocía mi afición, desde joven, por ciertas formas de arte indígena mexicana. Yo colecciono estatuillas,
ídolos, cacharros. Mis fines de semana los paso en Tlaxcala o en Teotihuacán. Acaso por esto le guste relacionar
todas las teorías que elabora para mi consumo con estos temas. Por cierto que busco una réplica razonable del Chac
Mool desde hace tiempo, y hoy Pepe me informa de un lugar en la Lagunilla donde venden uno de piedra y parece
que barato. Voy a ir el domingo.
“Un guasón pintó de rojo el agua del garrafón en la oficina, con la consiguiente perturbación de las labores. He
debido consignarlo al Director, a quien sólo le dio mucha risa. El culpable se ha valido de esta circunstancia para
hacer sarcasmos a mis costillas el día entero, todos en torno al agua. Ch…”
“Hoy domingo, aproveché para ir a la Lagunilla. Encontré el Chac Mool en la tienducha que me señaló Pepe. Es una
pieza preciosa, de tamaño natural, y aunque el marchante asegura su originalidad, lo dudo. La piedra es corriente,
pero ello no aminora la elegancia de la postura o lo macizo del bloque. El desleal vendedor le ha embarrado salsa de
tomate en la barriga al ídolo para convencer a los turistas de la sangrienta autenticidad de la escultura.
“El traslado a la casa me costó más que la adquisición. Pero ya está aquí, por el momento en el sótano mientras
reorganizo mi cuarto de trofeos a fin de darle cabida. Estas figuras necesitan sol vertical y fogoso; ese fue su elemento
y condición. Pierde mucho mi Chac Mool en la oscuridad del sótano; allí, es un simple bulto agónico, y su mueca
parece reprocharme que le niegue la luz. El comerciante tenía un foco que iluminaba verticalmente en la escultura,
recortando todas sus aristas y dándole una expresión más amable. Habrá que seguir su ejemplo.”
“Amanecí con la tubería descompuesta. Incauto, dejé correr el agua de la cocina y se desbordó, corrió por el piso y
llego hasta el sótano, sin que me percatara. El Chac Mool resiste la humedad, pero mis maletas sufrieron. Todo esto,
en día de labores, me obligó a llegar tarde a la oficina.”
“Vinieron, por fin, a arreglar la tubería. Las maletas, torcidas. Y el Chac Mool, con lama en la base.”
“Desperté a la una: había escuchado un quejido terrible. Pensé en ladrones. Pura imaginación.”
“Los lamentos nocturnos han seguido. No sé a qué atribuirlo, pero estoy nervioso. Para colmo de males, la tubería
volvió a descomponerse, y las lluvias se han colado, inundando el sótano.”
“El plomero no viene; estoy desesperado. Del Departamento del Distrito Federal, más vale no hablar. Es la primera
vez que el agua de las lluvias no obedece a las coladeras y viene a dar a mi sótano. Los quejidos han cesado: vaya
una cosa por otra.”
“Secaron el sótano, y el Chac Mool está cubierto de lama. Le da un aspecto grotesco, porque toda la masa de la
escultura parece padecer de una erisipela verde, salvo los ojos, que han permanecido de piedra. Voy a aprovechar el
domingo para raspar el musgo. Pepe me ha recomendado cambiarme a una casa de apartamentos, y tomar el piso
más alto, para evitar estas tragedias acuáticas. Pero yo no puedo dejar este caserón, ciertamente es muy grande para
mí solo, un poco lúgubre en su arquitectura porfiriana. Pero es la única herencia y recuerdo de mis padres. No sé qué
me daría ver una fuente de sodas con sinfonola en el sótano y una tienda de decoración en la planta baja.”
“Fui a raspar el musgo del Chac Mool con una espátula. Parecía ser ya parte de la piedra; fue labor de más de una
hora, y sólo a las seis de la tarde pude terminar. No se distinguía muy bien la penumbra; al finalizar el trabajo, seguí
con la mano los contornos de la piedra. Cada vez que lo repasaba, el bloque parecía reblandecerse. No quise creerlo:
era ya casi una pasta. Este mercader de la Lagunilla me ha timado. Su escultura precolombina es puro yeso, y la
humedad acabará por arruinarla. Le he echado encima unos trapos; mañana la pasaré a la pieza de arriba, antes de
que sufra un deterioro total.”
“Los trapos han caído al suelo, increíble. Volví a palpar el Chac Mool. Se ha endurecido pero no vuelve a la
consistencia de la piedra. No quiero escribirlo: hay en el torso algo de la textura de la carne, al apretar los brazos los
siento de goma, siento que algo circula por esa figura recostada… Volví a bajar en la noche. No cabe duda: el Chac
Mool tiene vello en los brazos.”
“Esto nunca me había sucedido. Tergiversé los asuntos en la oficina, giré una orden de pago que no estaba autorizada,
y el Director tuvo que llamarme la atención. Quizá me mostré hasta descortés con los compañeros. Tendré que ver a
un médico, saber si es mi imaginación o delirio o qué, y deshacerme de ese maldito Chac Mool.”
Hasta aquí la escritura de Filiberto era la antigua, la que tantas veces vi en formas y memoranda, ancha y ovalada.
La entrada del 25 de agosto, sin embargo, parecía escrita por otra persona. A veces como niño, separando
trabajosamente cada letra; otras, nerviosa, hasta diluirse en lo ininteligible. Hay tres días vacíos, y el relato continúa:
“Todo es tan natural; y luego se cree en lo real… pero esto lo es, más que lo creído por mí. Si es real un garrafón, y
más, porque nos damos mejor cuenta de su existencia, o estar, si un bromista pinta el agua de rojo… Real bocanada
de cigarro efímera, real imagen monstruosa en un espejo de circo, reales, ¿no lo son todos los muertos, presentes y
olvidados?… si un hombre atravesara el paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado
allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano… ¿entonces, qué?… Realidad: cierto día la quebraron en mil
pedazos, la cabeza fue a dar allá, la cola aquí y nosotros no conocemos más que uno de los trozos desprendidos de
su gran cuerpo. Océano libre y ficticio, sólo real cuando se le aprisiona en el rumor de un caracol marino. Hasta hace
tres días, mi realidad lo era al grado de haberse borrado hoy; era movimiento reflejo, rutina, memoria, cartapacio. Y
luego, como la tierra que un día tiembla para que recordemos su poder, o como la muerte que un día llegará,
recriminando mi olvido de toda la vida, se presenta otra realidad: sabíamos que estaba allí, mostrenca; ahora nos
sacude para hacerse viva y presente. Pensé, nuevamente, que era pura imaginación: el Chac Mool, blando y elegante,
había cambiado de color en una noche; amarillo, casi dorado, parecía indicarme que era un dios, por ahora laxo, con
las rodillas menos tensas que antes, con la sonrisa más benévola. Y ayer, por fin, un despertar sobresaltado, con esa
seguridad espantosa de que hay dos respiraciones en la noche, de que en la oscuridad laten más pulsos que el propio.
Sí, se escuchaban pasos en la escalera. Pesadilla. Vuelta a dormir… No sé cuánto tiempo pretendí dormir. Cuando
volvía a abrir los ojos, aún no amanecía. El cuarto olía a horror, a incienso y sangre. Con la mirada negra, recorrí la
recámara, hasta detenerme en dos orificios de luz parpadeante, en dos flámulas crueles y amarillas.
“Casi sin aliento, encendí la luz.
“Allí estaba Chac Mool, erguido, sonriente, ocre, con su barriga encarnada. Me paralizaron los dos ojillos casi bizcos,
muy pegados al caballete de la nariz triangular. Los dientes inferiores mordían el labio superior, inmóviles; sólo el
brillo del casuelón cuadrado sobre la cabeza anormalmente voluminosa, delataba vida. Chac Mool avanzó hacia mi
cama; entonces empezó a llover.”
Recuerdo que a fines de agosto, Filiberto fue despedido de la Secretaría, con una recriminación pública del Director
y rumores de locura y hasta de robo. Esto no lo creí. Sí pude ver unos oficios descabellados, preguntándole al Oficial
Mayor si el agua podía olerse, ofreciendo sus servicios al Secretario de Recursos Hidráulicos para hacer llover en el
desierto. No supe qué explicación darme a mí mismo; pensé que las lluvias excepcionalmente fuertes, de ese verano,
habían enervado a mi amigo. O que alguna depresión moral debía producir la vida en aquel caserón antiguo, con la
mitad de los cuartos bajo llave y empolvados, sin criados ni vida de familia. Los apuntes siguientes son de fines de
septiembre:
“Chac Mool puede ser simpático cuando quiere, ‘…un gluglú de agua embelesada’… Sabe historias fantásticas sobre
los monzones, las lluvias ecuatoriales y el castigo de los desiertos; cada planta arranca de su paternidad mítica: el
sauce es su hija descarriada, los lotos, sus niños mimados; su suegra, el cacto. Lo que no puedo tolerar es el olor,
extrahumano, que emana de esa carne que no lo es, de las sandalias flamantes de vejez. Con risa estridente, Chac
Mool revela cómo fue descubierto por Le Plongeon y puesto físicamente en contacto de hombres de otros símbolos.
Su espíritu ha vivido en el cántaro y en la tempestad, naturalmente; otra cosa es su piedra, y haberla arrancado del
escondite maya en el que yacía es artificial y cruel. Creo que Chac Mool nunca lo perdonará. Él sabe de la inminencia
del hecho estético.
“He debido proporcionarle sapolio para que se lave el vientre que el mercader, al creerlo azteca, le untó de salsa
ketchup. No pareció gustarle mi pregunta sobre su parentesco con Tlaloc1, y cuando se enoja, sus dientes, de por sí
repulsivos, se afilan y brillan. Los primeros días, bajó a dormir al sótano; desde ayer, lo hace en mi cama.”
“Hoy empezó la temporada seca. Ayer, desde la sala donde ahora duermo, comencé a oír los mismos lamentos roncos
del principio, seguidos de ruidos terribles. Subí; entreabrí la puerta de la recámara: Chac Mool estaba rompiendo las
lámparas, los muebles; al verme, saltó hacia la puerta con las manos arañadas, y apenas pude cerrar e irme a esconder
al baño. Luego bajó, jadeante, y pidió agua; todo el día tiene corriendo los grifos, no queda un centímetro seco en la
casa. Tengo que dormir muy abrigado, y le he pedido que no empape más la sala2.”
“El Chac inundó hoy la sala. Exasperado, le dije que lo iba a devolver al mercado de la Lagunilla. Tan terrible como
su risilla -horrorosamente distinta a cualquier risa de hombre o de animal- fue la bofetada que me dio, con ese brazo
cargado de pesados brazaletes. Debo reconocerlo: soy su prisionero. Mi idea original era bien distinta: yo dominaría
a Chac Mool, como se domina a un juguete; era, acaso, una prolongación de mi seguridad infantil; pero la niñez -
¿quién lo dijo?- es fruto comido por los años, y yo no me he dado cuenta… Ha tomado mi ropa y se pone la bata
cuando empieza a brotarle musgo verde. El Chac Mool está acostumbrado a que se le obedezca, desde siempre y
para siempre; yo, que nunca he debido mandar, sólo puedo doblegarme ante él. Mientras no llueva -¿y su poder
mágico?- vivirá colérico e irritable.”
“Hoy decidí que en las noches Chac Mool sale de la casa. Siempre, al oscurecer, canta una tonada chirriona y antigua,
más vieja que el canto mismo. Luego cesa. Toqué varias veces a su puerta, y como no me contestó, me atrevía a
entrar. No había vuelto a ver la recámara desde el día en que la estatua trató de atacarme: está en ruinas, y allí se
concentra ese olor a incienso y sangre que ha permeado la casa. Pero detrás de la puerta, hay huesos: huesos de
perros, de ratones y gatos. Esto es lo que roba en la noche el Chac Mool para sustentarse. Esto explica los ladridos
espantosos de todas las madrugadas.”
“Febrero, seco. Chac Mool vigila cada paso mío; me ha obligado a telefonear a una fonda para que diariamente me
traigan un portaviandas. Pero el dinero sustraído de la oficina ya se va a acabar. Sucedió lo inevitable: desde el día
primero, cortaron el agua y la luz por falta de pago. Pero Chac Mool ha descubierto una fuente pública a dos cuadras
de aquí; todos los días hago diez o doce viajes por agua, y él me observa desde la azotea. Dice que si intento huir me
fulminará: también es Dios del Rayo. Lo que él no sabe es que estoy al tanto de sus correrías nocturnas… Como no
hay luz, debo acostarme a las ocho. Ya debería estar acostumbrado al Chac Mool, pero hace poco, en la oscuridad,
me topé con él en la escalera, sentí sus brazos helados, las escamas de su piel renovada y quise gritar.”
“Si no llueve pronto, el Chac Mool va a convertirse otra vez en piedra. He notado sus dificultades recientes para
moverse; a veces se reclina durante horas, paralizado, contra la pared y parece ser, de nuevo, un ídolo inerme, por
más dios de la tempestad y el trueno que se le considere. Pero estos reposos sólo le dan nuevas fuerzas para vejarme,
arañarme como si pudiese arrancar algún líquido de mi carne. Ya no tienen lugar aquellos intermedios amables
durante los cuales relataba viejos cuentos; creo notar en él una especie de resentimiento concentrado. Ha habido otros
indicios que me han puesto a pensar: los vinos de mi bodega se están acabando; Chac Mool acaricia la seda de la
bata; quiere que traiga una criada a la casa, me ha hecho enseñarle a usar jabón y lociones. Incluso hay algo viejo en
su cara que antes parecía eterna. Aquí puede estar mi salvación: si el Chac cae en tentaciones, si se humaniza,
posiblemente todos sus siglos de vida se acumulen en un instante y caiga fulminado por el poder aplazado del tiempo.
Pero también me pongo a pensar en algo terrible: el Chac no querrá que yo asista a su derrumbe, no querrá un
testigo…, es posible que desee matarme.”
“Hoy aprovecharé la excursión nocturna de Chac para huir. Me iré a Acapulco; veremos qué puede hacerse para
conseguir trabajo y esperar la muerte de Chac Mool; sí, se avecina; está canoso, abotagado. Yo necesito asolearme,
nadar y recuperar fuerzas. Me quedan cuatrocientos pesos. Iré a la Pensión Müller, que es barata y cómoda. Que se
adueñe de todo Chac Mool: a ver cuánto dura sin mis baldes de agua.”
Aquí termina el diario de Filiberto. No quise pensar más en su relato; dormí hasta Cuernavaca. De ahí a México
pretendí dar coherencia al escrito, relacionarlo con exceso de trabajo, con algún motivo sicológico. Cuando, a las
nueve de la noche, llegamos a la terminal, aún no podía explicarme la locura de mi amigo. Contraté una camioneta
para llevar el féretro a casa de Filiberto, y después de allí ordenar el entierro.
Antes de que pudiera introducir la llave en la cerradura, la puerta se abrió. Apareció un indio amarillo, en bata de
casa, con bufanda. Su aspecto no podía ser más repulsivo; despedía un olor a loción barata, quería cubrir las arrugas
con la cara polveada; tenía la boca embarrada de lápiz labial mal aplicado, y el pelo daba la impresión de estar teñido.
-Perdone… no sabía que Filiberto hubiera…
-No importa; lo sé todo. Dígale a los hombres que lleven el cadáver al sótano.
Mario Vargas Llosa
( Arequipa, 1936 )

El abuelo

Cada vez que crujía una ramita, o croaba una rana, o vibraban los vidrios de la cocina que estaba al fondo de la
huerta, el viejecito saltaba con agilidad de su asiento improvisado, que era una piedra chata, y espiaba ansiosamente
entre el follaje. Pero el niño aún no aparecía. A través de las ventanas del comedor, abiertas a la pérgola, veía en
cambio las luces de la araña, encendida hacía rato, y bajo ellas, sombras movedizas y esbeltas, que se deslizaban de
un lado a otro con las cortinas, lentamente. Había sido corto de vista desde joven, de modo que eran inútiles sus
esfuerzos por comprobar si ya cenaban, o si aquellas sombras inquietas provenían de los árboles más altos.

Regresó a su asiento y esperó. La noche pasada había llovido y la tierra y las flores despedían un agradable olor
a humedad. Pero los insectos pululaban, y los manoteos desesperados de don Eulogio en torno del rostro, no
conseguían evitarlos: a su barbilla trémula, a su frente, y hasta las cavidades de sus párpados llegaban cada momento
lancetas invisibles a punzarle la carne. El entusiasmo y la excitación que mantuvieron su cuerpo dispuesto y febril
durante el día habían decaído y sentía ahora cansancio y algo de tristeza. Tenía frío, le molestaba la oscuridad del
vasto jardín y lo atormentaba la imagen, persistente, humillante, de alguien, quizá la cocinera o el mayordomo, que
de pronto lo sorprendía en su escondrijo. “¿Qué hace usted en la huerta a estas horas, don Eulogio?” Y vendrían su
hijo y su hija política, convencidos de que estaba loco. Sacudido por un temblor nervioso, volvió la cabeza y adivinó
entre los bloques de crisantemos, de nardos y de rosales, el diminuto sendero que llegaba a la puerta falsa esquivando
el palomar. Se tranquilizó apenas, al recordar haber comprobado tres veces que la puerta estaba junta, con el pestillo
corrido, y que en unos segundos podía escurrirse hacia la calle sin ser visto.

“¿Si hubiera venido ya?”, pensó, intranquilo. Porque hubo un instante, a los pocos minutos de haber ingresado
cautelosamente en su casa por la entrada casi olvidada de la huerta, en que perdió la noción del tiempo y permaneció
como dormido. Sólo reaccionó cuando el objeto que ahora acariciaba sin saberlo, se desprendió de sus manos, y le
golpeó el muslo. Pero era imposible. El niño no podía haber cruzado la huerta todavía, porque sus pasos asustados
lo habrían despertado, o el pequeño, al distinguir a su abuelo, encogido y dormitando justamente al borde del sendero
que debía conducirlo a la cocina, habría gritado.

Esta reflexión lo animó. El soplido del viento era menor, su cuerpo se adaptaba al ambiente, había dejado de
temblar. Tentando los bolsillos de su saco, encontró el cuerpo duro y cilíndrico de la vela que compró esa tarde en
el almacén de la esquina. Regocijado, el viejecito sonrió en la penumbra: rememoraba el gesto de sorpresa de la
vendedora. Él permaneció muy serio, taconeando con elegancia, batiendo levemente y en círculo su largo bastón
enchapado en metal, mientras la mujer pasaba bajo sus ojos cirios y velas de sebo de diversos tamaños. “Esta”, dijo
él, con un ademán rápido que quería significar molestia por el quehacer desagradable que cumplía. La vendedora
insistió en envolverla, pero don Eulogio se negó y abandonó la tienda con premura. El resto de la tarde estuvo en el
Club, encerrado en el pequeño salón de rocambor donde nunca había nadie. Sin embargo, extremando las
precauciones para evitar la solicitud de los mozos, echó llave a la puerta. Luego, cómodamente hundido en el
confortable de insólito color escarlata, abrió el maletín que traía consigo, y extrajo el precioso paquete. La tenía
envuelta en su hermosa bufanda de seda blanca, precisamente la que llevaba puesta la tarde del hallazgo.

A la hora más cenicienta del crepúsculo había tomado un taxi, indicando al chófer que circulara por las afueras
de la ciudad: corría una deliciosa brisa tibia, y la visión entre grisácea y rojiza del cielo sería más enigmática en
medio del campo. Mientras el automóvil flotaba con suavidad por el asfalto, los ojitos vivaces del anciano, única
señal ágil en su rostro fláccido, descolgado en bolsas, iban deslizándose distraídamente sobre el borde del canal
paralelo a la carretera, cuando de pronto, casi por intuición, le pareció distinguirla.
— “¡Deténgase!”— dijo, pero el chófer no le oyó—. “¡Deténgase! ¡Pare!” Cuando el auto se detuvo y en retroceso
llegó al montículo de piedras, don Eulogio comprobó que se trataba, efectivamente, de una calavera. Teniéndola
entre las manos, olvidó la brisa y el paisaje, y estudió minuciosamente, con creciente ansiedad, esa dura, terca y
hostil forma impenetrable, despojada de carne y de piel, sin nariz, sin ojos, sin lengua. Era pequeña, y se sintió
inclinado a creer que era de un niño. Estaba sucia, polvorienta, y hería su cráneo pelado una abertura del tamaño de
una moneda, con los bordes astillados. El orificio de la nariz era un perfecto triángulo, separado de la boca por un
puente delgado y menos amarillo que el mentón. Se entretuvo pasando un dedo por las cuencas vacías, cubriendo el
cráneo con la mano en forma de bonete, o hundiendo su puño por la cavidad baja, hasta tenerlo apoyado en el interior:
entonces, sacando un nudillo por el triángulo, y otro por la boca a manera de una larga e incisiva lengüeta, imprimía
a su mano movimientos sucesivos, y se divertía enormemente imaginando que aquello estaba vivo.

Dos días la tuvo oculta en el cajón de la cómoda, abultando el maletín de cuero, envuelta cuidadosamente, sin
revelar a nadie su hallazgo. La tarde siguiente a la del encuentro se mantuvo en su habitación, paseando
nerviosamente entre los muebles opulentos y lujosos de sus antepasados. Casi no levantaba la cabeza: se diría que
examinaba con devoción profunda los complicados dibujos, entre sangrientos y mágicos, del círculo central de la
alfombra, pero ni siquiera los veía. Al principio, estuvo indeciso, preocupado: podrían ocurrir imprevistas
complicaciones de familia, tal vez se reirían de él. Esta idea lo indignó y tuvo angustia y deseo de llorar. A partir de
ese instante, el proyecto se apartó sólo una vez de su mente: fue cuando de pie ante la ventana, vio el palomar oscuro,
lleno de agujeros, y recordó que en una época cercana aquella casita de madera con innumerables puertas no estaba
vacía, sin vida, sino habitada por animalitos pardos y blancos que picoteaban con insistencia cruzando la madera de
surcos y que a veces revoloteaban sobre los árboles y las flores de la huerta. Pensó con nostalgia en lo débiles y
cariñosos que eran: confiadamente venían a posarse en su mano, donde siempre les llevaba algunos granos, y cuando
hacía presión entornaban los ojos y los sacudía un débil y brevísimo temblor. Luego no pensó más en ello. Cuando
el mayordomo vino a anunciarle que estaba lista la cena, ya lo tenía decidido. Esa noche durmió bien. A la mañana
siguiente olvidó haber soñado que una perversa fila de grandes hormigas rojas invadía sorpresivamente el palomar
y causaba desasosiego entre los animalitos, mientras él, en su ventana, miraba la escena con un catalejo.

Había imaginado que limpiar la calavera sería un acto sencillo y rápido, pero se equivocó. El polvo, lo que había
creído que era polvo y tal vez era excremento por su aliento picante, se mantenía soldado a las paredes internas y
brillaba como una lámina de metal en la parte posterior del cráneo. A medida que la seda blanca de la bufanda se
cubría de lamparones grises, sin que disminuyera la capa de suciedad, iba creciendo la excitación de don Eulogio.
En un momento, indignado, arrojó la calavera, pero antes de que ésta dejara de rodar, se había arrepentido y estaba
fuera de su asiento, gateando por el suelo hasta alcanzarla y levantarla con precaución. Supuso entonces que la
limpieza sería posible utilizando alguna sustancia grasienta. Por teléfono encargó a la cocina una lata de aceite y
esperó en la puerta al mozo, a quien arrancó con violencia la lata de las manos, sin prestar atención a la mirada
inquieta con que aquél intentó recorrer la habitación por sobre su hombro. Lleno de zozobra, empapó la bufanda en
aceite y, al comienzo con suavidad, después acelerando el ritmo, raspó hasta exasperarse. Pronto comprobó
entusiasmado que el remedio era eficaz: una tenue lluvia de polvo cayó a sus pies durante unos minutos, mientras él
ni siquiera notaba que se humedecían sus dedos y el borde de los puños. De pronto, puesto en pie de un brinco,
admiró la calavera que sostenía sobre su cabeza, limpia, resplandeciente, inmóvil, con unos puntitos como de sudor
sobre la ondulante superficie de los pómulos. La envolvió de nuevo, amorosamente; cerró su maletín y salió del
Club. El automóvil que ocupó en la puerta lo dejó a la espalda de su casa. Había anochecido. En la fría semioscuridad
de la calle se detuvo un momento, temeroso de que la puerta estuviese clausurada. Enervado, estiró su brazo y dio
un respingo de felicidad al notar que giraba la manija y la puerta cedía con un corto chirrido.

En ese momento escuchó voces en la pérgola. Estaba tan ensimismado, que incluso había olvidado el motivo de
ese trajín febril. Las voces, el movimiento, fueron tan imprevistos que su corazón parecía el balón de oxígeno
conectado a un moribundo. Su primer impulso fue agacharse, pero lo hizo con torpeza, resbaló de la piedra y se cayó
de bruces. Sintió un dolor agudo en la frente y en la boca un sabor desagradable de tierra mojada, pero no hizo ningún
esfuerzo por incorporarse y continuó allí, medio sepultado en las hierbas, respirando fatigosamente, temblando. En
la caída había tenido tiempo de elevar la mano que conservaba la calavera, de modo que ésta se mantuvo en el aire,
a escasos centímetros del suelo, todavía limpia.

La pérgola estaba a unos cincuenta metros de su escondite, y don Eulogio oía las voces como un delicado
murmullo, sin distinguir lo que decían. Se incorporó trabajosamente. Espiando, vio entonces en medio del arco de
los grandes manzanos cuyas raíces tocaban el zócalo del comedor, una silueta clara y esbelta y comprendió que era
su hijo. Junto a él había otra, más nítida y pequeña, reclinada con cierto abandono. Era la mujer. Pestañeando,
frotando sus ojos trató angus-tiosamente, pero en vano, de distinguir al niño. Entonces lo oyó reír: una risa cristalina
de niño, espontánea, integral, que cruzaba el jardín como un animalito. No esperó más: extrajo la vela de su saco, a
tientas juntó ramas, terrones y piedre-citas y trabajó rápidamente hasta asegurar la vela sobre la piedra y colocar a
ésta, como un obstáculo, en el sendero. Luego, con extrema delicadeza para evitar que la vela perdiera el equilibrio,
colocó encima la calavera. Presa de gran excitación, uniendo sus pestañas al macizo cuerpo aceitado, se alegró: la
medida era justa; por el orificio del cráneo asomaba el puntito blanco de la vela, como un nardo. No pudo continuar
observando. El padre había elevado la voz y aunque sus palabras eran todavía incomprensibles supo que se dirigía
al niño. Hubo como un cambio de palabras entre las tres personas: la voz gruesa del padre, cada vez más enérgica;
el rumor melodioso de la mujer, los cortos grititos destemplados del nieto. El ruido cesó de pronto. El silencio fue
brevísimo: lo fulminó el nieto, chillando: “Pero conste: hoy acaba el castigo. Dijiste siete días y hoy se acaba. Mañana
ya no voy.” Con las últimas palabras escuchó pasos precipitados.

¿Venía corriendo? Era el momento decisivo. Don Eulogio venció el ahogo que lo estrangulaba y concluyó su
plan. El primer fósforo dio sólo un fugaz hilito azul. El segundo prendió bien. Quemándose las uñas, pero sin sentir
dolor, lo mantuvo junto a la calavera, aún segundos después de que la vela estuviera encendida. Dudaba, porque lo
que veía no era exactamente la imagen que supuso, cuando una llamarada sor-presiva creció entre sus manos con
brusco crujido, como de un pisotón en la hojarasca, y entonces quedó la calavera iluminada del todo, echando fuego
por las cuencas, por el cráneo, por la nariz y por la boca. “Se ha prendido toda”, exclamó maravillado. Había quedado
inmóvil, repitiendo como un disco: “Fue el aceite, fue el aceite”, estupefacto, embrujado, ante la fascinante calavera
enrollada por las llamas.

Justamente en ese instante escuchó el grito. Un grito salvaje, un alarido de animal recién atravesado por
muchísimos venablos. El niño estaba delante de él, con las manos alargadas frente al cuerpo y los dedos crispados.
Lívido, estremecido, tenía los ojos y la boca muy abiertos y estaba ahora mudo y rígido pero su garganta,
independiente, hacía unos extraños ruidos, roncaba. “Me ha visto, me ha visto”, se decía don Eulogio, con pánico.
Pero al mirarlo supo de inmediato que no lo había visto, que su nieto no podía ver otra cosa que aquel llameante
rostro de huesos. Sus ojos estaban inmovilizados, con un terror profundo y eterno retratado en ellos, firmemente
prendidos al fuego. Todo había sido simultáneo: la llamarada, el aullido espantoso, la visión de esa figura de pantalón
corto súbitamente poseída de horror. Pensaba, entusiasmado, que los hechos habían sido más perfectos incluso que
su plan, cuando sintió cerca voces y pasos que avanzaban y entonces, ya sin cuidarse del ruido, dio media vuelta y a
saltos, apartándose del sendero, destrozando con sus pisadas los macizos de crisantemos y rosales que entreveía en
la carrera a medida que lo alcanzaban los reflejos de la llama, cruzó el espacio que lo separaba de la puerta. La
atravesó junto con el grito de la mujer, estruendoso también, pero menos puro que el de su nieto. No se detuvo, no
volvió la cabeza. En la calle, un viento frío hendió su frente y sus escasos cabellos, pero no lo notó y siguió caminando
despacio, rozando con el hombro el muro de la huerta, sonriendo satisfecho, respirando mejor y más tranquilo.

(1959)
Una señora
[Cuento - Texto completo.] José Donoso (Chile)
No recuerdo con certeza cuándo fue la primera vez que me di cuenta de su existencia. Pero si no me equivoco, fue
cierta tarde de invierno en un tranvía que atravesaba un barrio popular.
Cuando me aburro de mi pieza y de mis conversaciones habituales, suelo tomar algún tranvía cuyo recorrido
desconozca y pasar así por la ciudad. Esa tarde llevaba un libro por si se me antojara leer, pero no lo abrí. Estaba
lloviendo esporádicamente y el tranvía avanzaba casi vacío. Me senté junto a una ventana, limpiando un boquete en
el vaho del vidrio para mirar las calles.
No recuerdo el momento exacto en que ella se sentó a mi lado. Pero cuando el tranvía hizo alto en una esquina, me
invadió aquella sensación tan corriente y, sin embargo, misteriosa, que cuanto veía, el momento justo y sin
importancia como era, lo había vivido antes, o tal vez soñado. La escena me pareció la reproducción exacta de otra
que me fuese conocida: delante de mí, un cuello rollizo vertía sus pliegues sobre una camisa deshilachada; tres o
cuatro personas dispersas ocupaban los asientos del tranvía; en la esquina había una botica de barrio con su letrero
luminoso, y un carabinero bostezó junto al buzón rojo, en la oscuridad que cayó en pocos minutos. Además, vi una
rodilla cubierta por un impermeable verde junto a mi rodilla.
Conocía la sensación, y más que turbarme me agradaba. Así, no me molesté en indagar dentro de mi mente dónde y
cómo sucediera todo esto antes. Despaché la sensación con una irónica sonrisa interior, limitándome a volver la
mirada para ver lo que seguía de esa rodilla cubierta con un impermeable verde.
Era una señora. Una señora que llevaba un paraguas mojado en la mano y un sombrero funcional en la cabeza. Una
de esas señoras cincuentonas, de las que hay por miles en esta ciudad: ni hermosa ni fea, ni pobre ni rica. Sus
facciones regulares mostraban los restos de una belleza banal. Sus cejas se juntaban más de lo corriente sobre el arco
de la nariz, lo que era el rasgo más distintivo de su rostro.
Hago esta descripción a la luz de hechos posteriores, porque fue poco lo que de la señora observé entonces. Sonó el
timbre, el tranvía partió haciendo desvanecerse la escena conocida, y volví a mirar la calle por el boquete que limpiara
en el vidrio. Los faroles se encendieron. Un chiquillo salió de un despacho con dos zanahorias y un pan en la mano.
La hilera de casas bajas se prolongaba a lo largo de la acera: ventana, puerta, ventana, puerta, dos ventanas, mientras
los zapateros, gasfíteres y verduleros cerraban sus comercios exiguos.
Iba tan distraído que no noté el momento en que mi compañera de asiento se bajó del tranvía. ¿Cómo había de notarlo
si después del instante en que la miré ya no volví a pensar en ella?
No volví a pensar en ella hasta la noche siguiente.
Mi casa está situada en un barrio muy distinto a aquel por donde me llevara el tranvía la tarde anterior. Hay árboles
en las aceras y las casas se ocultaban a medias detrás de rejas y matorrales. Era bastante tarde, y yo ya estaba cansado,
ya que pasara gran parte de la noche charlando con amigos ante cervezas y tazas de café. Caminaba a mi casa con el
cuello del abrigo muy subido. Antes de atravesar una calle divisé una figura que se me antojó familiar, alejándose
bajo la oscuridad de las ramas. Me detuve observándola un instante. Sí, era la mujer que iba junto a mí en el tranvía
de la tarde anterior. Cuando pasó bajo un farol reconocí inmediatamente su impermeable verde. Hay miles de
impermeables verdes en esta ciudad, sin embargo, no dudé de que se trataba del suyo, recordándola a pesar de haberla
visto sólo unos segundos en que nada de ella me impresionó. Crucé a la otra acera. Esa noche me dormí sin pensar
en la figura que se alejaba bajo los árboles por la calle solitaria.
Una mañana de sol, dos días después, vi a la señora en una calle céntrica. El movimiento de las doce estaba en su
apogeo. Las mujeres se detenían en las vidrieras para discutir la posible adquisición de un vestido o de una tela. Los
hombres salían de sus oficinas con documentos bajo el brazo. La reconocí de nuevo al verla pasar mezclada con todo
esto, aunque no iba vestida como en las veces anteriores. Me cruzó una ligera extrañeza de por qué su identidad no
se había borrado de mi mente, confundiéndola con el resto de los habitantes de la ciudad.
En adelante comencé a ver a la señora bastante seguido. La encontraba en todas partes y a toda hora. Pero a veces
pasaba una semana o más sin que la viera. Me asaltó la idea melodramática de que quizás se ocupara en seguirme.
Pero la deseché al constatar que ella, al contrario que yo, no me identificaba en medio de la multitud. A mí, en
cambio, me gustaba percibir su identidad entre tanto rostro desconocido. Me sentaba en un parque y ella lo cruzaba
llevando un bolsón con verduras. Me detenía a comprar cigarrillos, y estaba ella pagando los suyos. Iba al cine, y allí
estaba la señora, dos butacas más allá. No me miraba, pero yo me entretenía observándola. Tenía la boca más bien
gruesa. Usaba un anillo grande, bastante vulgar.
Poco a poco la comencé a buscar. El día no me parecía completo sin verla. Leyendo un libro, por ejemplo, me
sorprendía haciendo conjeturas acerca de la señora en vez de concentrarme en lo escrito. La colocaba en situaciones
imaginarias, en medio de objetos que yo desconocía. Principié a reunir datos acerca de su persona, todos carentes de
importancia y significación. Le gustaba el color verde. Fumaba sólo cierta clase de cigarrillos. Ella hacía las compras
para las comidas de su casa.
A veces sentía tal necesidad de verla, que abandonaba cuanto me tenía atareado para salir en su busca. Y en algunas
ocasiones la encontraba. Otras no, y volvía malhumorado a encerrarme en mi cuarto, no pudiendo pensar en otra
cosa durante el resto de la noche.
Una tarde salí a caminar. Antes de volver a casa, cuando oscureció, me senté en el banco de una plaza. Sólo en esta
ciudad existen plazas así. Pequeña y nueva, parecía un accidente en ese barrio utilitario, ni próspero ni miserable.
Los árboles eran raquíticos, como si se hubieran negado a crecer, ofendidos al ser plantados en terreno tan pobre, en
un sector tan opaco y anodino. En una esquina, una fuente de soda oscura aclaraba las figuras de tres muchachos que
charlaban en medio del charco de luz. Dentro de una pileta seca, que al parecer nunca se terminó de construir, había
ladrillos trizados, cáscaras de fruta, papeles. Las parejas apenas conversaban en los bancos, como si la fealdad de la
plaza no propiciara mayor intimidad.
Por uno de los senderos vi avanzar a la señora, del brazo de otra mujer. Hablaban con animación, caminando
lentamente. Al pasar frente a mí, oí que la señora decía con tono acongojado:
-¡Imposible!
La otra mujer pasó el brazo en torno a los hombros de la señora para consolarla. Circundando la pileta inconclusa se
alejaron por otro sendero.
Inquieto, me puse de pie y eché a andar con la esperanza de encontrarlas, para preguntar a la señora qué había
sucedido. Pero desaparecieron por las calles en que unas cuantas personas transitaban en pos de los últimos
menesteres del día.
No tuve paz la semana que siguió de este encuentro. Paseaba por la ciudad con la esperanza de que la señora se
cruzara en mi camino, pero no la vi. Parecía haberse extinguido, y abandoné todos mis quehaceres, porque ya no
poseía la menor facultad de concentración. Necesitaba verla pasar, nada más, para saber si el dolor de aquella tarde
en la plaza continuaba. Frecuenté los sitios en que soliera divisarla, pensando detener a algunas personas que se me
antojaban sus parientes o amigos para preguntarles por la señora. Pero no hubiera sabido por quién preguntar y los
dejaba seguir. No la vi en toda esa semana.
Las semanas siguientes fueron peores. Llegué a pretextar una enfermedad para quedarme en cama y así olvidar esa
presencia que llenaba mis ideas. Quizás al cabo de varios días sin salir la encontrara de pronto el primer día y cuando
menos lo esperara. Pero no logré resistirme, y salí después de dos días en que la señora habitó mi cuarto en todo
momento. Al levantarme, me sentí débil, físicamente mal. Aun así tomé tranvías, fui al cine, recorrí el mercado y
asistí a una función de un circo de extramuros. La señora no apareció por parte alguna.
Pero después de algún tiempo la volví a ver. Me había inclinado para atar un cordón de mis zapatos y la vi pasar por
la soleada acera de enfrente, llevando una gran sonrisa en la boca y un ramo de aromo en la mano, los primeros de
la estación que comenzaba. Quise seguirla, pero se perdió en la confusión de las calles.
Su imagen se desvaneció de mi mente después de perderle el rastro en aquella ocasión. Volví a mis amigos, conocí
gente y paseé solo o acompañado por las calles. No es que la olvidara. Su presencia, más bien, parecía haberse
fundido con el resto de las personas que habitan la ciudad.
Una mañana, tiempo después, desperté con la certeza de que la señora se estaba muriendo. Era domingo, y después
del almuerzo salí a caminar bajo los árboles de mi barrio. En un balcón una anciana tomaba el sol con sus rodillas
cubiertas por un chal peludo. Una muchacha, en un prado, pintaba de rojo los muebles del jardín, alistándolos para
el verano. Había poca gente, y los objetos y los ruidos se dibujaban con precisión en el aire nítido. Pero en alguna
parte de la misma ciudad por la que yo caminaba, la señora iba a morir.
Regresé a casa y me instalé en mi cuarto a esperar.
Desde mi ventana vi cimbrarse en la brisa los alambres del alumbrado. La tarde fue madurando lentamente más allá
de los techos, y más allá del cerro, la luz fue gastándose más y más. Los alambres seguían vibrando, respirando. En
el jardín alguien regaba el pasto con una manguera. Los pájaros se aprontaban para la noche, colmando de ruido y
movimiento las copas de todos los árboles que veía desde mi ventana. Rió un niño en el jardín vecino. Un perro
ladró.
Instantáneamente después, cesaron todos los ruidos al mismo tiempo y se abrió un pozo de silencio en la tarde
apacible. Los alambres no vibraban ya. En un barrio desconocido, la señora había muerto. Cierta casa entornaría su
puerta esa noche, y arderían cirios en una habitación llena de voces quedas y de consuelos. La tarde se deslizó hacia
un final imperceptible, apagándose todos mis pensamientos acerca de la señora. Después me debo de haber dormido,
porque no recuerdo más de esa tarde.
Al día siguiente vi en el diario que los deudos de doña Ester de Arancibia anunciaban su muerte, dando la hora de
los funerales. ¿Podría ser?… Sí. Sin duda era ella.
Asistí al cementerio, siguiendo el cortejo lentamente por las avenidas largas, entre personas silenciosas que conocían
los rasgos y la voz de la mujer por quien sentían dolor. Después caminé un rato bajo los árboles oscuros, porque esa
tarde asoleada me trajo una tranquilidad especial.
Ahora pienso en la señora sólo muy de tarde en tarde.
A veces me asalta la idea, en una esquina por ejemplo, que la escena presente no es más que reproducción de otra,
vivida anteriormente. En esas ocasiones se me ocurre que voy a ver pasar a la señora, cejijunta y de impermeable
verde. Pero me da un poco de risa, porque yo mismo vi depositar su ataúd en el nicho, en una pared con centenares
de nichos todos iguales.
FIN
Un día de estos
[Cuento - Texto completo.] Gabriel García Márquez
El lunes amaneció tibio y sin lluvia. Don Aurelio Escovar, dentista sin título y buen madrugador, abrió su gabinete
a las seis. Sacó de la vidriera una dentadura postiza montada aún en el molde de yeso y puso sobre la mesa un puñado
de instrumentos que ordenó de mayor a menor, como en una exposición. Llevaba una camisa a rayas, sin cuello,
cerrada arriba con un botón dorado, y los pantalones sostenidos con cargadores elásticos. Era rígido, enjuto, con una
mirada que raras veces correspondía a la situación, como la mirada de los sordos.
Cuando tuvo las cosas dispuestas sobre la mesa rodó la fresa hacia el sillón de resortes y se sentó a pulir la dentadura
postiza. Parecía no pensar en lo que hacía, pero trabajaba con obstinación, pedaleando en la fresa incluso cuando no
se servía de ella.
Después de las ocho hizo una pausa para mirar el cielo por la ventana y vio dos gallinazos pensativos que se secaban
al sol en el caballete de la casa vecina. Siguió trabajando con la idea de que antes del almuerzo volvería a llover. La
voz destemplada de su hijo de once años lo sacó de su abstracción.
-Papá.
-Qué.
-Dice el alcalde que si le sacas una muela.
-Dile que no estoy aquí.
Estaba puliendo un diente de oro. Lo retiró a la distancia del brazo y lo examinó con los ojos a medio cerrar. En la
salita de espera volvió a gritar su hijo.
-Dice que sí estás porque te está oyendo.
El dentista siguió examinando el diente. Sólo cuando lo puso en la mesa con los trabajos terminados, dijo:
-Mejor.
Volvió a operar la fresa. De una cajita de cartón donde guardaba las cosas por hacer, sacó un puente de varias piezas
y empezó a pulir el oro.
-Papá.
-Qué.
Aún no había cambiado de expresión.
-Dice que si no le sacas la muela te pega un tiro.
Sin apresurarse, con un movimiento extremadamente tranquilo, dejó de pedalear en la fresa, la retiró del sillón y
abrió por completo la gaveta inferior de la mesa. Allí estaba el revólver.
-Bueno -dijo-. Dile que venga a pegármelo.
Hizo girar el sillón hasta quedar de frente a la puerta, la mano apoyada en el borde de la gaveta. El alcalde apareció
en el umbral. Se había afeitado la mejilla izquierda, pero en la otra, hinchada y dolorida, tenía una barba de cinco
días. El dentista vio en sus ojos marchitos muchas noches de desesperación. Cerró la gaveta con la punta de los dedos
y dijo suavemente:
-Siéntese.
-Buenos días -dijo el alcalde.
-Buenos -dijo el dentista.
Mientras hervían los instrumentos, el alcalde apoyó el cráneo en el cabezal de la silla y se sintió mejor. Respiraba un
olor glacial. Era un gabinete pobre: una vieja silla de madera, la fresa de pedal, y una vidriera con pomos de loza.
Frente a la silla, una ventana con un cancel de tela hasta la altura de un hombre. Cuando sintió que el dentista se
acercaba, el alcalde afirmó los talones y abrió la boca.
Don Aurelio Escovar le movió la cara hacia la luz. Después de observar la muela dañada, ajustó la mandíbula con
una cautelosa presión de los dedos.
-Tiene que ser sin anestesia -dijo.
-¿Por qué?
-Porque tiene un absceso.
El alcalde lo miró en los ojos.
-Está bien -dijo, y trató de sonreír. El dentista no le correspondió. Llevó a la mesa de trabajo la cacerola con los
instrumentos hervidos y los sacó del agua con unas pinzas frías, todavía sin apresurarse. Después rodó la escupidera
con la punta del zapato y fue a lavarse las manos en el aguamanil. Hizo todo sin mirar al alcalde. Pero el alcalde no
lo perdió de vista.
Era una cordal inferior. El dentista abrió las piernas y apretó la muela con el gatillo caliente. El alcalde se aferró a
las barras de la silla, descargó toda su fuerza en los pies y sintió un vacío helado en los riñones, pero no soltó un
suspiro. El dentista sólo movió la muñeca. Sin rencor, más bien con una amarga ternura, dijo:
-Aquí nos paga veinte muertos, teniente.
El alcalde sintió un crujido de huesos en la mandíbula y sus ojos se llenaron de lágrimas. Pero no suspiró hasta que
no sintió salir la muela. Entonces la vio a través de las lágrimas. Le pareció tan extraña a su dolor, que no pudo
entender la tortura de sus cinco noches anteriores. Inclinado sobre la escupidera, sudoroso, jadeante, se desabotonó
la guerrera y buscó a tientas el pañuelo en el bolsillo del pantalón. El dentista le dio un trapo limpio.
-Séquese las lágrimas -dijo.
El alcalde lo hizo. Estaba temblando. Mientras el dentista se lavaba las manos, vio el cielorraso desfondado y una
telaraña polvorienta con huevos de araña e insectos muertos. El dentista regresó secándose las manos. “Acuéstese -
dijo- y haga buches de agua de sal.” El alcalde se puso de pie, se despidió con un displicente saludo militar, y se
dirigió a la puerta estirando las piernas, sin abotonarse la guerrera.
-Me pasa la cuenta -dijo.
-¿A usted o al municipio?
El alcalde no lo miró. Cerró la puerta, y dijo, a través de la red metálica.
-Es la misma vaina.
FIN
Espantos de agosto
[Cuento - Texto completo.]
Gabriel García Márquez

Llegamos a Arezzo un poco antes del medio día, y perdimos más de dos horas buscando el castillo renacentista que
el escritor venezolano Miguel Otero Silva había comprado en aquel recodo idílico de la campiña toscana. Era un
domingo de principios de agosto, ardiente y bullicioso, y no era fácil encontrar a alguien que supiera algo en las
calles abarrotadas de turistas. Al cabo de muchas tentativas inútiles volvimos al automóvil, abandonamos la ciudad
por un sendero de cipreses sin indicaciones viales, y una vieja pastora de gansos nos indicó con precisión dónde
estaba el castillo. Antes de despedirse nos preguntó si pensábamos dormir allí, y le contestamos, como lo teníamos
previsto, que sólo íbamos a almorzar.
-Menos mal -dijo ella- porque en esa casa espantan.
Mi esposa y yo, que no creemos en aparecidos del medio día, nos burlamos de su credulidad. Pero nuestros dos hijos,
de nueve y siete años, se pusieron dichosos con la idea de conocer un fantasma de cuerpo presente.
Miguel Otero Silva, que además de buen escritor era un anfitrión espléndido y un comedor refinado, nos esperaba
con un almuerzo de nunca olvidar. Como se nos había hecho tarde no tuvimos tiempo de conocer el interior del
castillo antes de sentarnos a la mesa, pero su aspecto desde fuera no tenía nada de pavoroso, y cualquier inquietud
se disipaba con la visión completa de la ciudad desde la terraza florida donde estábamos almorzando. Era difícil creer
que en aquella colina de casas encaramadas, donde apenas cabían noventa mil personas, hubieran nacido tantos
hombres de genio perdurable. Sin embargo, Miguel Otero Silva nos dijo con su humor caribe que ninguno de tantos
era el más insigne de Arezzo.
-El más grande -sentenció- fue Ludovico.
Así, sin apellidos: Ludovico, el gran señor de las artes y de la guerra, que había construido aquel castillo de su
desgracia, y de quien Miguel nos habló durante todo el almuerzo. Nos habló de su poder inmenso, de su amor
contrariado y de su muerte espantosa. Nos contó cómo fue que en un instante de locura del corazón había apuñalado
a su dama en el lecho donde acababan de amarse, y luego azuzó contra sí mismo a sus feroces perros de guerra que
lo despedazaron a dentelladas. Nos aseguró, muy en serio, que a partir de la media noche el espectro de Ludovico
deambulaba por la casa en tinieblas tratando de conseguir el sosiego en su purgatorio de amor.
El castillo, en realidad, era inmenso y sombrío. Pero a pleno día, con el estómago lleno y el corazón contento, el
relato de Miguel no podía parecer sino una broma como tantas otras suyas para entretener a sus invitados. Los ochenta
y dos cuartos que recorrimos sin asombro después de la siesta, habían padecido toda clase de mudanzas de sus dueños
sucesivos. Miguel había restaurado por completo la planta baja y se había hecho construir un dormitorio moderno
con suelos de mármol e instalaciones para sauna y cultura física, y la terraza de flores intensas donde habíamos
almorzado. La segunda planta, que había sido la más usada en el curso de los siglos, era una sucesión de cuartos sin
ningún carácter, con muebles de diferentes épocas abandonados a su suerte. Pero en la última se conservaba una
habitación intacta por donde el tiempo se había olvidado de pasar. Era el dormitorio de Ludovico.
Fue un instante mágico. Allí estaba la cama de cortinas bordadas con hilos de oro, y el sobrecama de prodigios de
pasamanería todavía acartonado por la sangre seca de la amante sacrificada. Estaba la chimenea con las cenizas
heladas y el último leño convertido en piedra, el armario con sus armas bien cebadas, y el retrato al óleo del caballero
pensativo en un marco de oro, pintado por alguno de los maestros florentinos que no tuvieron la fortuna de sobrevivir
a su tiempo. Sin embargo, lo que más me impresionó fue el olor de fresas recientes que permanecía estancado sin
explicación posible en el ámbito del dormitorio.
Los días del verano son largos y parsimoniosos en la Toscana, y el horizonte se mantiene en su sitio hasta las nueve
de la noche. Cuando terminamos de conocer el castillo eran más de las cinco, pero Miguel insistió en llevarnos a ver
los frescos de Piero della Francesca en la Iglesia de San Francisco, luego nos tomamos un café bien conversado bajo
las pérgolas de la plaza, y cuando regresamos para recoger las maletas encontramos la cena servida. De modo que
nos quedamos a cenar.
Mientras lo hacíamos, bajo un cielo malva con una sola estrella, los niños prendieron unas antorchas en la cocina, y
se fueron a explorar las tinieblas en los pisos altos. Desde la mesa oíamos sus galopes de caballos cerreros por las
escaleras, los lamentos de las puertas, los gritos felices llamando a Ludovico en los cuartos tenebrosos. Fue a ellos a
quienes se les ocurrió la mala idea de quedarnos a dormir. Miguel Otero Silva los apoyó encantado, y nosotros no
tuvimos el valor civil de decirles que no.
Al contrario de lo que yo temía, dormimos muy bien, mi esposa y yo en un dormitorio de la planta baja y mis hijos
en el cuarto contiguo. Ambos habían sido modernizados y no tenían nada de tenebrosos. Mientras trataba de
conseguir el sueño conté los doce toques insomnes del reloj de péndulo de la sala, y me acordé de la advertencia
pavorosa de la pastora de gansos. Pero estábamos tan cansados que nos dormimos muy pronto, en un sueño denso y
continuo, y desperté después de las siete con un sol espléndido entre las enredaderas de la ventana. A mi lado, mi
esposa navegaba en el mar apacible de los inocentes. “Qué tontería -me dije-, que alguien siga creyendo en fantasmas
por estos tiempos”. Sólo entonces me estremeció el olor de fresas recién cortadas, y vi la chimenea con las cenizas
frías y el último leño convertido en piedra, y el retrato del caballero triste que nos miraba desde tres siglos antes en
el marco de oro. Pues no estábamos en la alcoba de la planta baja donde nos habíamos acostado la noche anterior,
sino en el dormitorio de Ludovico, bajo la cornisa y las cortinas polvorientas y las sábanas empapadas de sangre
todavía caliente de su cama maldita.

Gabriel García Márquez


(Aracataca, Colombia 1928 - México DF, 2014)
Ojos de perro azul (1950)

Entonces me miró. Yo creía que me miraba por primera vez. Pero luego, cuando dio la vuelta por detrás del
velador y yo seguía sintiendo sobre el hombro, a mis espaldas, su resbaladiza y oleosa mirada, comprendí que era yo
quien la miraba por primera vez. Encendí un cigarrillo. Tragué el humo áspero y fuerte, antes de hacer girar el asiento,
equilibrándolo sobre una de las patas posteriores. Después de eso la vi ahí, como había estado todas las noches,
parada junto al velador, mirándome. Durante breves minutos estuvimos haciendo nada más que eso: mirarnos. Yo
mirándola desde el asiento, haciendo equilibrio en una de sus patas posteriores. Ella de pie, con una mano larga y
quieta sobre el velador, mirándome. Le veía los párpados iluminados como todas las noches. Fue entonces cuando
recordé lo de siempre, cuando le dije: «Ojos de perro azul». Ella me dijo, sin retirar la mano del velador: «Eso. Ya
no lo olvidaremos nunca». Salió de la órbita suspirando: «Ojos de perro azul. He escrito eso por todas partes».

La vi caminar hacia el tocador. La vi aparecer en la luna circular del espejo mirándome ahora al final de una
ida y vuelta de luz matemática. La vi seguir mirándome con sus grandes ojos de ceniza encendida: mirándome
mientras abría la cajita enchapada de nácar rosado. La vi empolvarse la nariz. Cuando acabó de hacerlo, cerró la
cajita y volvió a ponerse en pie y caminó de nuevo hacia el velador, diciendo: «Temo que alguien sueñe con esta
habitación y me revuelva mis cosas»; y tendió sobre la llama la misma mano larga y trémula que había estado
calentado antes de sentarse al espejo. Y dijo: «No sientes el frío». Y yo le dije: «A veces». Y ella me dijo: «Debes
sentirlo ahora». Y entonces comprendí por qué no había podido estar solo en el asiento. Era el frío lo que me daba la
certeza de mi soledad. «Ahora lo siento ―dije―. Y es raro, porque la noche está quieta. Tal vez se me ha rodado la
sábana». Ella no respondió. Empezó otra vez a moverse hacia el espejo y volví a girar sobre el asiento para quedar
de espaldas a ella. Sin verla sabía lo que estaba haciendo. Sabía que estaba otra vez sentada frente al espejo, viendo
mis espaldas, que habían tenido tiempo para llegar hasta el fondo del espejo, viendo mis espaldas, que habían tenido
tiempo para llegar hasta el fondo del espejo y ser encontradas por la mirada de ella, que también había tenido el
tiempo justo para llegar hasta el fondo y regresar ―antes que la mano tuviera tiempo de iniciar la segunda vuelta―
hasta los labios que estaban ahora untados de carmín, desde la primera vuelta de la mano frente al espejo. Yo veía,
frente a mí, la pared lisa, que era como otro espejo ciego, donde yo no la veía a ella ―sentada a mis espaldas―, pero
imaginándola dónde estaría si en lugar de la pared hubiera sido puesto un espejo. «Te veo», le dije. Y vi en la pared
como si ella hubiera levantado los ojos y me hubiera visto de espaldas en el asiento, al fondo del espejo, con la cara
vuelta hacia la pared. Después la vi bajar los párpados, otra vez, y quedarse con los ojos quietos en su corpiño, sin
hablar. Y yo volví a decirle: «Te veo». Y ella volvió a levantar los ojos desde su corpiño. «Es imposible», dijo. Yo
pregunté por qué. Y ella, con los ojos otra vez quietos en el corpiño: «Porque tienes la cara vuelta hacia la pared».
Entonces yo hice girar el asiento. Tenía el cigarrillo apretado en la boca. Cuando quedé frente al espejo ella estaba
otra vez junto al velador. Ahora tenía las manos abiertas sobre la llama, como dos abiertas alas de gallina, asándose,
y con el rostro sombreado por sus propios dedos. «Creo que me voy a enfriar ―dijo―. Esta debe ser una ciudad
helada». Volvió el rostro de perfil y su piel de cobre al rojo se volvió repentinamente triste. «Haz algo contra eso»,
dije. Y ella empezó a desvestirse, pieza por pieza, empezando por arriba; por el corpiño. Le dije: «Voy a voltearme
contra la pared». Ella dijo: «No. De todos modos me verás, como me viste cuando estabas de espaldas». Y no había
acabado de decirlo cuando ya estaba desvestida casi por completo, con la llama lamiéndole la larga piel de cobre.
«Siempre había querido verte así, con el cuero de la barriga lleno de hondos agujeros, como si te hubieran hecho a
palos». Y antes que yo cayera en la cuenta de que mis palabras se habían vuelto torpes frente a su desnudez, ella se
quedó inmóvil, calentándose en la órbita del velador, y dijo: «A veces creo que soy metálica». Guardó silencio un
instante. La posición de las manos sobre la llama varió levemente. Yo dije: «A veces, en otros sueños, he creído que
no eres sino una estatuilla de bronce en el rincón de algún museo. Tal vez por eso sientes frío». Y ella dijo: «A veces,
cuando me duermo sobre el corazón, siento que el cuerpo se me vuelve huevo y la piel como una lámina. Entonces,
cuando la sangre me golpea por dentro, es como si alguien me estuviera llamando con los nudillos en el vientre y
siento mi propio sonido de cobre en la cama. Es como si fuera así como tú dices: de metal laminado». Se acercó más
al velador. «Me habría gustado oírte», dije. Y ella dijo: «Si alguna vez nos encontramos pon el oído en mis costillas,
cuando me duerma sobre el lado izquierdo, y me oirás resonar. Siempre he deseado que lo hagas alguna vez». La oí
respirar hondo mientras hablaba. Y dijo que durante años no había hecho nada distinto de eso. Su vida estaba dedicada
a encontrarme en la realidad, al través de esa frase identificadora. «Ojos de perro azul». Y en la calle iba diciendo en
voz alta, que era una manera de decirle a la única persona que habría podido entenderla:

«Yo soy la que llega a tus sueños todas las noches y te dice esto: ojos de perro azul». Y dijo que iba a los
restaurantes y les decía a los mozos, antes de ordenar el pedido: «Ojos de perro azul». Pero los mozos le hacían una
respetuosa reverencia, sin que hubieran recordado nunca haber dicho eso en sus sueños. Después escribía en las
servilletas y rayaba con el cuchillo el barniz de las mesas: «Ojos de perro azul». Y en los cristales empañados de los
hoteles, de las estaciones, de todos los edificios públicos, escribía con el índice: «Ojos de perro azul». Dijo que una
vez llegó a una droguería y advirtió el mismo olor que había sentido en su habitación una noche, después de haber
soñado conmigo. «Debe estar cerca», pensó, viendo el embaldosado limpio y nuevo de la droguería. Entonces se
acercó al dependiente y le dijo «Siempre sueño con un hombre que me dice: “Ojos de perro azul”». Y dijo que el
vendedor la había mirado a los ojos y le dijo: «En realidad, señorita, usted tiene los ojos así». Y ella le dijo: «Necesito
encontrar al hombre que me dijo en sueños eso mismo». Y el vendedor se echó a reír y se movió hacia el otro lado
del mostrador. Ella siguió viendo el embaldosado limpio y sintiendo el olor. Y abrió la cartera y se arrodilló y escribió
sobre el embaldosado, a grandes letras rojas, con la barrita de carmín para labios: «Ojos de perro azul». El vendedor
regresó de donde estaba. Le dijo: «Señorita, usted ha manchado el embaldosado». Le entregó un trapo húmedo,
diciendo: «Límpielo». Y ella dijo, todavía junto al velador, que pasó toda la tarde a gatas, lavando el embaldosado y
diciendo: «Ojos de perro azul», hasta cuando la gentes se congregó en la puerta y dijo que estaba loca.

Ahora, cuando acabó de hablar, yo seguía en el rincón, sentado, haciendo equilibrio en la silla. «Yo trato de
acordarme todos los días la frase con que debo encontrarte ―dije― . Ahora creo que mañana no lo olvidaré. Sin
embargo, siempre he olvidado al despertar cuáles son las palabras con que puedo encontrarte». Y ella dijo: «Tú
mismo las inventaste desde el primer día». Y yo le dije: «Las inventé porque te vi los ojos de ceniza. Pero nunca las
recuerdo a la mañana siguiente . Y ella, con los puños cerrados junto al velador, respiró hondo: «Si por lo menos
pudiera recordar ahora en qué ciudad lo he estado escribiendo».

Sus dientes apretados relumbraron sobre la llama. «Me gustaría tocarte ahora», dije. Ella levantó el rostro que
había estado mirando la lumbre: levantó la mirada ardiendo, asándose también como ella, como sus manos: y yo
sentí que me vio, en el rincón, donde seguía sentado, meciéndome en el asiento. «Nunca me habías dicho eso», dijo.
«Ahora lo digo y es verdad», dije. Al otro lado del velador ella pidió un cigarrillo. La colilla había desaparecido de
entre mis dedos. Había olvidado que estaba fumando. Dijo: «No sé por qué no puedo recordar dónde lo he escrito».
Y yo le dije: «Por lo mismo que yo no podré recordar mañana las palabras». Y ella dijo, triste: «No. Es que a veces
creo que eso también lo he soñado». Me puse en pie y caminé hacia el velador. Ella estaba un poco más allá, y yo
seguía caminando, con los cigarrillos y los fósforos en la mano, que no pasaría el velador. Le tendí el cigarrillo. Ella
lo apretó entre los labios y se inclinó para alcanzar la llama, antes que yo tuviera tiempo de encender el fósforo. «En
alguna ciudad del mundo, en todas las paredes, tienen que estar escritas esas palabras: “Ojos de perro azul” dije―.
Si mañana las recordara iría a buscarte». Ella levantó otra vez la cabeza y tenía ya la brasa encendida en los labios.
«Ojos de perro azul», suspiró, recordando, con el cigarrillo caído sobre la barba y un ojo a medio cerrar. Aspiró
después el humo, con el cigarrillo entre los dedos, y exclamó: «Ya esto es otra cosa. Estoy entrando en calor». Y lo
dijo con la voz un poco tibia y huidiza, como si no lo hubiera dicho realmente sino como si lo hubiera acercado el
papel a la llama mientras yo leía: «Estoy entrando ―y ella hubiera seguido con el papelito entre el pulgar y el índice,
dándole vueltas, mientras se iba consumiendo y yo acababa de leer ― ...en calor», antes que el papelito se consumiera
por completo y cayera al suelo arrugado, disminuido, convertido en un liviano polvo de ceniza. «Así es mejor
―dije―. A veces me da miedo verte así. Temblando junto al velador».

Nos veíamos desde hacía varios años. A veces, cuando ya estábamos juntos, alguien dejaba caer afuera una
cucharita y despertábamos. Poco a poco habíamos ido comprendiendo que nuestra amistad estaba subordinada a las
cosas, a los acontecimientos más simples. Nuestros encuentros terminaban siempre así, con el caer de una cucharita
en la madrugada.

Ahora, junto al velador, me estaba mirando. Yo recordaba que antes también me había mirado así, desde aquel
remoto sueño en que hice girar el asiento sobre sus patas posteriores y quedé frente a una desconocida de ojos
cenicientos. Fue en ese sueño en el que le pregunté por primera vez: «¿Quién es usted?». Y ella me dijo: «No lo
recuerdo». Yo le dije: «Pero creo que nos hemos visto antes». Y ella dijo, indiferente: «Creo que alguna vez soñé
con usted, con este mismo cuarto». Y yo le dije: «Eso es. Ya empiezo a recordarlo». Y ella dijo: «Qué curioso. Es
cierto que nos hemos encontrado en otros sueños».

Dio dos chupadas al cigarrillo. Yo estaba todavía parado frente al velador cuando me quedé mirándola de
pronto. La miré de arriba abajo y todavía era de cobre; pero no ya de metal duro y frío, sino de cobre amarillo, blando,
maleable. «Me gustaría tocarte», volvía a decir. Y ella dijo: «Lo echarías todo a perder ―volvió a decir, antes que
yo pudiera tocarla―. Tal vez, si das la vuelta por detrás del velador, despertaríamos sobresaltados quién sabe en qué
parte del mundo». Pero yo insistí: «No importa». Y ella dijo: «Si diéramos vuelta a la almohada, volveríamos a
encontrarnos. Pero tú, cuando despiertes, lo habrás olvidado». Empecé a moverme hacia el rincón. Ella quedó atrás,
calentándose las manos sobre la llama. Y todavía no estaba yo junto al asiento cuando le oí decir a mis espaldas:
«Cuando despierto a medianoche, me quedo dando vueltas en la cama, con los hilos de la almohada ardiéndome en
la rodilla y repitiendo hasta el amanecer: “Ojos de perro azul”».

Entonces yo me quedé con la cara contra la pared. «Ya está amaneciendo ―dije sin mirarla―. Cuando dieron
las dos estaba despierto y de eso hace mucho rato». Yo me dirigí hacia la puerta. Cuando tenía agarrada la manivela,
oí otra vez su voz igual, invariable: «No abras esa puerta ―dijo―. El corredor está lleno de sueños difíciles». Y yo
le dije: «Cómo lo sabes?». Y ella me dijo: «Porque hace un momento estuve allí y tuve que regresar cuando descubrí
que estaba dormida sobre el corazón». Yo tenía la puerta entreabierta. Moví un poco la hoja y un airecillo frío y
tenue me trajo un fresco olor a tierra vegetal, a campo húmedo. Ella habló otra vez. Yo di la vuelta, moviendo todavía
la hoja montada en goznes silenciosos, y le dije: «Creo que no hay ningún corredor aquí afuera. Siento el olor del
campo». Y ella, un poco lejana ya, me dijo: «Conozco esto más que tú. Lo que pasa es que allá afuera está una mujer
soñando con el campo». Se cruzó de brazos sobre la llama. Siguió hablando: «Es esa mujer que siempre ha deseado
tener una casa en el campo y nunca ha podido salir de la ciudad». Yo recordaba haber visto la mujer en algún sueño
anterior, pero sabía, ya con la puerta entreabierta, que dentro de media hora debía bajar al desayuno. Y dije: «De
todos modos, tengo que salir de aquí para despertar».
Afuera el viento aleteó un instante, se quedó quieto después y se oyó la respiración de un durmiente que acababa
de darse vuelta en la cama. El viento del campo se suspendió. Ya no hubo más olores. «Mañana te reconoceré por
eso ―dije―. Te reconoceré cuando vea en la calle una mujer que escriba en las paredes: “Ojos de perro azul”». Y
ella, con una sonrisa triste ―que era ya una sonrisa de entrega a lo imposible, a lo inalcanzable―, dijo: «Sin embargo
no recordarás nada durante el día». Y volvió a poner las manos sobre el velador, con el semblante oscurecido por
una niebla amarga: «Eres el único hombre que, al despertar, no recuerda nada de lo que ha soñado».

La cena
[Cuento - Texto completo.] Clarice Lispector
Él entró tarde en el restaurante. Por cierto, hasta entonces se había ocupado de grandes negocios. Podría tener unos
sesenta años, era alto, corpulento, de cabellos blancos, cejas espesas y manos potentes. En un dedo el anillo de su
fuerza. Se sentó amplio y sólido.
Lo perdí de vista y mientras comía observé de nuevo a la mujer delgada, la del sombrero. Ella reía con la boca llena
y le brillaban los ojos oscuros.
En el momento en que yo llevaba el tenedor a la boca, lo miré. Ahí estaba, con los ojos cerrados masticando pan con
vigor, mecánicamente, los dos puños cerrados sobre la mesa. Continué comiendo y mirando. El camarero disponía
platos sobre el mantel, pero el viejo mantenía los ojos cerrados. A un gesto más vivo del camarero, él los abrió tan
bruscamente que ese mismo movimiento se comunicó a las grandes manos y un tenedor cayó. El camarero susurró
palabras amables, inclinándose para recogerlo; él no respondió. Porque, ahora despierto, sorpresivamente daba
vueltas a la carne de un lado para otro, la examinaba con vehemencia, mostrando la punta de la lengua -palpaba el
bistec con un costado del tenedor, casi lo olía, moviendo la boca de antemano. Y comenzaba a cortarlo con un
movimiento inútilmente vigoroso de todo el cuerpo. En breve llevaba un trozo a cierta altura del rostro y, como si
tuviera que cogerlo en el aire, lo cobró en un impulso de la cabeza. Miré mi plato. Cuando lo observé de nuevo, él
estaba en plena gloria de la comida, masticando con la boca abierta, pasando la lengua por los dientes, con la mirada
fija en la luz del techo. Yo iba a cortar la carne nuevamente, cuando lo vi detenerse por completo.
Y exactamente como si no soportara más -¿qué cosa?- cogió rápido la servilleta y se apretó las órbitas de los ojos
con las dos manos peludas. Me detuve, en guardia. Su cuerpo respiraba con dificultad, crecía. Retira finalmente la
servilleta de los ojos y observa atontado desde muy lejos. Respira abriendo y cerrando desmesuradamente los
párpados, se limpia los ojos con cuidado y mastica lentamente el resto de comida que todavía tiene en la boca.
Un segundo después, sin embargo, está repuesto y duro, toma una porción de ensalada con el cuerpo todo inclinado
y come, el mentón altivo, el aceite humedeciéndole los labios. Se interrumpe un momento, enjuga de nuevo los ojos,
balancea brevemente la cabeza -y nuevo bocado de lechuga con carne engullido en el aire-. Le dice al camarero que
pasa:
-Este no es el vino que pedí.
La voz que esperaba de él: voz sin posibles réplicas, por lo que yo veía que jamás se podría hacer algo por él. Nada,
sin obedecerlo.
El camarero se alejó, cortés, con la botella en la mano.
Pero he ahí que el viejo se inmoviliza de nuevo como si tuviera el pecho contraído y enfermo. Su violento vigor se
sacude preso. Él espera. Hasta que el hambre parece asaltarlo y comienza a masticar con apetito, las cejas fruncidas.
Yo sí comencé a comer lentamente, un poco asqueado sin saber por qué, participando también no sabía de qué. De
pronto se estremece, llevándose la servilleta a los ojos y apretándolos con una brutalidad que me extasía… Abandono
con cierta decisión el tenedor en el plato, con un ahogo insoportable en la garganta, furioso, lleno de sumisión. Pero
el viejo se demora poco con la servilleta sobre los ojos. Esta vez, cuando la retira sin prisa, las pupilas están
extremadamente dulces y cansadas, y antes de que él se las enjugara, vi. Vi la lágrima.
Me inclino sobre la carne, perdido. Cuando finalmente consigo encararlo desde el fondo de mi rostro pálido, veo que
también él se ha inclinado con los codos apoyados sobre la mesa, la cabeza entre las manos. Realmente él ya no
soportaba más. Las gruesas cejas estaban juntas. La comida debía haberse detenido un poco más debajo de la garganta
bajo la dureza de la emoción, pues cuando él estuvo en condiciones de continuar hizo un terrible gesto de esfuerzo
para engullir y se pasó la servilleta por la frente. Yo no podía más, la carne en mi plato estaba cruda, y yo era quien
no podía continuar más. Sin embargo, él comía.
El camarero trajo la botella dentro de una vasija con hielo. Yo observaba todo, ya sin discriminar: la botella era otra,
el camarero de chaqueta, la luz aureolaba la cabeza gruesa de Plutón que ahora se movía con curiosidad, goloso y
atento. Por un momento el camarero me tapa la visión del viejo y apenas veo las alas negras de una chaqueta
sobrevolando la mesa, vertía vino tinto en la copa y aguarda con los ojos ardientes -porque ahí estaba seguramente
un señor de buenas propinas, uno de esos viejos que todavía están en el centro del mundo y de la fuerza-. El viejo,
engrandecido, tomó un trago, con seguridad, dejó la copa y consultó con amargura el sabor en la boca. Restregaba
un labio con otro, restallaba la lengua con disgusto como si lo que era bueno fuera intolerable. Yo esperaba, el
camarero esperaba, ambos nos inclinábamos, en suspenso. Finalmente, él hizo una mueca de aprobación. El camarero
curvó la cabeza reluciente con sometimiento y gratitud, salió inclinado, y yo respiré con alivio.
Ahora él mezclaba la carne y los tragos de vino en la gran boca, y los dientes postizos masticaban pesadamente
mientras yo espiaba en vano. Nada más sucedía. El restaurante parecía centellear con doble fuerza bajo el titilar de
los cristales y cubiertos; en la dura corona brillante de la sala los murmullos crecían y se apaciguaban en una dulce
ola, la mujer del sombrero grande sonreía con los ojos entrecerrados, tan delgada y hermosa, el camarero servía con
lentitud el vino en el vaso. Pero en ese momento él hizo un gesto.
Con la mano pesada y peluda, en cuya palma las líneas se clavaban con fatalismo, hizo el gesto de un pensamiento.
Dijo con mímica lo más que pudo, y yo, yo sin comprender. Y como si no soportara más, dejó el tenedor en el plato.
Esta vez fuiste bien agarrado, viejo. Quedó respirando, agotado, ruidoso. Entonces sujeta el vaso de vino y bebe, los
ojos cerrados, en rumorosa resurrección. Mis ojos arden y la claridad es alta, persistente. Estoy prisionero del éxtasis,
palpitante de náusea. Todo me parece grande y peligroso. La mujer delgada, cada vez más bella, se estremece seria
entre las luces.
Él ha terminado. Su rostro se vacía de expresión. Cierra los ojos, distiende los maxilares. Trato de aprovechar ese
momento, en que él ya no posee su propio rostro, para finalmente ver. Pero es inútil. La gran forma que veo es
desconocida, majestuosa, cruel y ciega. Lo que yo quiero mirar directamente, por la fuerza extraordinaria del anciano,
en ese momento no existe. Él no quiere.
Llega el postre, una crema fundida, y yo me sorprendo por la decadencia de la elección. Él come lentamente, toma
una cucharada y observa correr el líquido pastoso. Lo toma todo, sin embargo hace una mueca y, agrandado,
alimentado, aleja el plato. Entonces, ya sin hambre, el gran caballo apoya la cabeza en la mano. La primera señal
más clara, aparece. El viejo devorador de criaturas piensa en sus profundidades. Pálido, lo veo llevarse la servilleta
a la boca. Imagino escuchar un sollozo. Ambos permanecemos en silencio en el centro del salón. Quizás él hubiera
comido demasiado deprisa. ¡Porque, a pesar de todo, no perdiste el hambre, eh!, lo instigaba yo con ironía, cólera y
agotamiento. Pero él se desmoronaba a ojos vista. Ahora los rasgos parecían caídos y dementes, él balanceaba la
cabeza de un lado para otro, sin contenerse más, con la boca apretada, los ojos cerrados, balanceándose, el patriarca
estaba llorando por dentro. La ira me asfixiaba. Lo vi ponerse los anteojos y envejecer muchos años. Mientras contaba
el cambio, hacía sonar los dientes, proyectando el mentón hacia delante, entregándose un instante a la dulzura de la
vejez. Yo mismo, tan atento había estado a él que no lo había visto sacar el dinero para pagar, ni examinar la cuenta,
y no había notado el regreso del camarero con el cambio.
Por fin se quitó los anteojos, castañeteó los dientes, se enjugó los ojos haciendo muecas inútiles y penosas. Pasó la
mano por los cabellos blancos alisándolos con fuerza. Se levantó asegurándose al borde de la mesa con las manos
vigorosas. Y he aquí que, después de liberado de un apoyo, él parecía más débil, aunque todavía era enorme y todavía
capaz de apuñalar a cualquiera de nosotros. Sin que yo pudiera hacer nada, se puso el sombrero acariciando la corbata
en el espejo. Cruzó el ángulo luminoso del salón, desapareció.
Pero yo todavía soy un hombre.
Cuando me traicionaron o me asesinaron, cuando alguien se fue para siempre, cuando perdí lo mejor que me quedaba,
o cuando supe que iba a morir. -Yo no como. No soy todavía esa potencia, esta construcción, esta ruina. Empujo el
plato, rechazo la carne y su sangre.
FIN

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