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Mente sexuada

Después de haber visto que el cuerpo humano es se-


xuado por su anatomía y su fisiología, y que la apariencia
física determina la conciencia de uno mismo y su identi-
dad como hombre y mujer, corresponde ahora considerar,
más en profundidad, el aspecto mental o psicológico de la
sexualidad.
En este apartado, expondremos algunas caracterís-
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ticas psicológicas propias de la feminidad y de la mas-


culinidad, algunas de las cuales son de origen biológico,
mientras que otras son resultado del aprendizaje. Las ca-
racterísticas biológicas tienen su origen en la carga ge-
nética que determina no solo la anatomía y la fisiología
genital, sino también algunos rasgos cerebrales propios
de cada sexo.
Una marca importante del funcionamiento biológico
es la interacción continua de los diferentes sistemas orgá-
nicos. En el caso de la mente sexuada, se da una relación
de las áreas cerebrales relacionadas con la afectividad –el
sistema límbico–, con las áreas cerebrales relacionadas
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con las tendencias naturales –entre ellas el impulso se-


xual–, con los órganos y glándulas sexuales y con la ana-
tomía y la fisiología de todo el cuerpo. Esa interacción se
lleva a cabo a través de las hormonas sexuales, propias de
cada sexo, lo mismo que por medio del sistema nervioso
vegetativo. Hormonas sexuales y sistema vegetativo regu-
lan el funcionamiento de los órganos sexuales.
El ser humano es el más complejo de la creación,
constituido por la unión del cuerpo y alma, o cuerpo y
mente, lo que redunda en una profunda interacción de ele-
mentos biológicos, psicológicos y espirituales. Esta inte-
racción varía de unas personas a otras, y da lugar a formas
y funcionamientos corporales y mentales distintos.
Estas diferencias son muy marcadas entre las perso-
nas de un sexo y otro, lo que hace pensar que el sexo es un
factor diferenciador muy importante de la manera de ser.
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Así lo afirman Colom y Requena:

«Ser varón o ser mujer no es algo periférico: afecta a


toda la vida personal. La persona no tiene sexo, es un ser
sexuado. El sexo no se posee sino que forma parte esencial
del ser humano. En el sexo radican las notas características
que constituyen a la persona como hombre y mujer en el
plan biológico, psicológico y espiritual. Teniendo un pa-
pel importante en el desarrollo de su personalidad y en su
adaptación social».

Esta idea es recogida por san Juan Pablo II en la en-


cíclica Familiaris consortio 16, 32: «La Iglesia considera
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la sexualidad humana como un gran valor donado por el


Creador, ya que la sexualidad afecta al núcleo íntimo de
la persona humana en cuanto tal».
El antropólogo Ricardo Yepes también destaca la im-
portancia de la sexualidad en la configuración de la per-
sonalidad:

«La persona humana es hombre o mujer, y lleva ins-


crita esa condición en todo su ser. Se diferencian por los
órganos sexuales, el aparato reproductor, la morfología
anatómica y los rasgos psicológicos afectivos y cognitivos.
La sexualidad afecta a todos los estratos y dimensiones que
constituyen la persona humana. Modula la psicología y la
vida intelectual. No afecta solo al cuerpo sino también al
espíritu, puesto que ambos forman la unidad de la persona».

Si la psicología del hombre y la mujer son diferen-


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tes, surge el interrogante sobre su finalidad. Aclarada esta,


habrá que considerar el modo de favorecer las conductas
que respeten esa finalidad, para contribuir a la felicidad de
los individuos concretos.
Las diferencias psicológicas del hombre y la mujer
tienen al menos tres finalidades fáciles de entender:
1. Una razón de la diferencia y complementariedad
entre los sexos es favorecer que surja el amor mu-
tuo. El hombre y la mujer deben tener algo que
atraiga a la otra parte. Atrae lo que se admira, y lo
que se admira es algo considerado valioso, porque,
aunque no se posea, es útil para ser feliz. Median-
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te el amor mutuo se posee a la otra persona y sus


cualidades admiradas.
En este sentido, Ricardo Yepes afirma que «la
diferencia sexual es complementaria y recípro-
ca: existe una referencia del uno al otro. Hay una
atracción natural, que tiende a unirlos, pues enca-
jan de modo natural».
Esto ha dado lugar en el lenguaje coloquial a la
expresión «buscar mi media naranja», para estar
completo.
2. La segunda finalidad es la ayuda mutua entre el
hombre y la mujer para alcanzar un desarrollo psi-
cológico pleno, con vistas a lograr el objetivo de la
vida humana, que es la felicidad que depende del
amor.
Para esa ayuda mutua, ambas partes deben tener
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algunas características complementarias, es decir,


cada parte debe poseer unas características positi-
vas que la otra parte no posee, y que les permiten
prestar una ayuda para el beneficio mutuo.
Es una conclusión que se puede deducir de la fra-
se de la Biblia en la que el Creador da la razón
por la que crea a la mujer: «Entonces dijo el Señor
Dios: “no es bueno que el hombre esté solo; voy a
hacerle una ayuda adecuada para él”». La palabra
del original empleada en lugar «ayuda» es «ezer»
que significa el auxilio que una persona presta a
otra, pero no comporta situación de inferioridad ni
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de superioridad entre una y otra parte. Se deduce


también que el Creador piensa que solo alguien de
la misma naturaleza (de su costilla, cercana a su
corazón) y con unas características complementa-
rias es una ayuda adecuada para Adán.
Algo semejante afirma Jutta Burggraf:
 «Una persona necesita toda una vida para madu-
rar. Requiere la ayuda de los demás y, si está ca-
sada, especialmente la de su cónyuge. El hombre
necesita el apoyo de su mujer, y la mujer el de
su marido para desarrollar todas sus capacidades.
Impresiona ver cuánto puede transformarse una
persona, si se le da confianza; cómo cambia, si
se le trata según la idea perfeccionada que se tie-
ne de ella. Hay muchísimas personas que saben
animar a su cónyuge a ser mejor, a través de una
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admiración discreta y silenciosa. Le comunican la


seguridad de que hay mucho bueno y bello dentro
de él, que, con paciencia y constancia, animan y
ayudan a desarrollar».
3. La tercera finalidad de las diferencias psicológicas
entre el hombre y la mujer es la crianza y educa-
ción de los hijos.
Así lo expresa Ricardo Yepes:
 «El varón y la mujer tienen diferencias en el modo
de ser, de pensar, de comportarse, de ver las cosas,
de estar en el mundo, cuya razón es la distribución
de los papeles a desempeñar en la crianza de la pro-
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le. La madre gesta, cuida y alimenta. El padre reco-


lecta, trae el alimento y protege la familia».

Son evidentes las diferencias anatómicas y fisio-


lógicas debidas a la necesidad de la generación
humana, que también se da en los animales, ma-
míferos o no, que se reproducen sexualmente; el
contraste con los seres biológicos inferiores que
se reproducen asexualmente es fundamental: la
reproducción asexuada crea copias idénticas,
clónicas: es incapaz de crear la espléndida varie-
dad y diversidad propia de la reproducción se-
xual.
También son evidentes, pero menos visibles, las
diferencias psicológicas. Es lógico que, si la na-
turaleza prepara a una mujer anatómica y fisioló-
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gicamente, de una manera maravillosa, para ser


madre, la prepare también psicológicamente para
serlo, y, en concreto, esa preparación consiste en
ser más afectiva que el hombre, pues los hijos ne-
cesitan, además de la lactación, el cariño de su ma-
dre: leche para el desarrollo físico y cariño para el
normal desarrollo psíquico.
La mujer, por su mayor afectividad, es capaz de
conocer mejor las necesidades de quienes la ro-
dean. Suele tener, por eso, más empatía (capaci-
dad de ponerse en el lugar de los demás), dispone
de más capacidad de dar afecto (querer) y de sa-
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crificarse por los demás, siendo más perseverante


y generosa en la ayuda a los necesitados y a los
que sufren, y, por ello, es mejor cuidadora que el
hombre, pues su fuerte afectividad le da un gran
impulso para actuar, que se sumará al impulso de
su voluntad. Esas características son muy necesa-
rias y muy útiles en el cuidado de los hijos, que
exige un intenso y continuado esfuerzo y sacrifi-
cio.
Una idea parecida la expone Ricardo Yepes en un
lenguaje más simbólico: «Lo propio de la mujer
sería dar vida a la humanidad (hijos) y dar huma-
nidad (afecto) a la vida, y lo propio del varón sería
dar mundo (bienes) a la humanidad y dar humani-
dad (hijos) al mundo».
La complementariedad psicológica, además de
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facilitar el reparto de tareas en la familia y en la


sociedad en general, hace que la unión sea más
completa, y se evite la unilateralidad o la unifor-
midad, que lo empobrece todo, especialmente la
educación. Así, los hijos pueden tener una edu-
cación más rica y completa. Además, los hijos de
cada sexo pueden beneficiarse de un modelo más
cercano, en su mismo hogar, como guía y ayuda
para el desarrollo de la propia personalidad, que es
más importante que aprender el idioma materno o
paterno.

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Razones de la diferencia y complementariedad


entre el hombre y la mujer

1. La atracción y amor mutuo.


2. La ayuda recíproca entre el hombre y la mujer para
su desarrollo psicológico pleno, con vistas a lograr
el objetivo de la vida humana: la felicidad, que de-
pende del amor.
3.  La crianza y educación de los hijos.
La complementariedad psicológica, además de fa-
cilitar el reparto de tareas en la familia, hace que la
unión sea más completa, y se evite la unilateralidad
o la uniformidad, que empobrece todo, especial-
mente la educación. Así, los hijos pueden tener una
influencia más rica y completa. Además, los hijos
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de cada sexo podrán beneficiarse un modelo más


cercano, en el hogar, como guía y ayuda para el
desarrollo de la propia personalidad, que es más
importante que aprender el idioma materno o pa-
terno.

4.1. Psicología femenina

La filósofa alemana Jutta Burggraf, en su libro Mu-


jer y hombre frente a los nuevos desafíos de la vida en
común, se hace la siguiente pregunta: ¿Qué es lo que dis-
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tingue a los sexos en el ámbito psicológico-intelectual? Y


se contesta:

«Parto de la base de que se distinguen, y no veo discri-


minación en ello. La mujer no es un hombre de calidad in-
ferior, las diferencias no significan minusvalía. Antes bien,
debemos conseguir la equivalencia de lo diferente. Según
el filósofo Jörg Splett, la capacidad de percibir diferencias
llega a ser precisamente el “baremo por antonomasia para
medir la cultura de una persona”. Splett menciona en este
contexto un antiguo proverbio chino que dice que la sabi-
duría empieza donde se le perdona al otro ser diferente. No
es una armonía siempre igual, sino una tensión sana entre
los respectivos polos lo que hace interesante la vida y la
enriquece».

Y va concretando en qué consiste esa diferencia:


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«… hay diferencia en la distribución de ciertas facul-


tades. Aunque no se pueda constatar ningún rasgo psicoló-
gico o espiritual atribuible a sólo uno de los sexos, hay, por
supuesto características que se presentan con una frecuen-
cia especial y de manera pronunciada en los hombres, y
otras en las mujeres».

Finalmente, reconoce:

«… es muy difícil decidir con exactitud científica lo


que es “típicamente masculino” o “típicamente femenino”,
pues la naturaleza y la cultura, las dos grandes modelado-
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ras, están entrelazadas muy estrechamente. Pero el hecho


de que el hombre y la mujer experimenten el mundo de for-
ma diferente; solucionen tareas de manera distinta; sientan,
planeen y reaccionen de modo desigual, lo puede percibir
y reconocer cualquiera, sin necesidad de ninguna ciencia».

A continuación, en su libro, pasa a detallar algunas de


las diferencias que son más claras para ella.
Ya hemos comentado en la introducción de este apar-
tado que la principal diferencia está en la afectividad. La
mente de la mujer está más determinada que la del hom-
bre por las emociones y los sentimientos, que influyen en
su manera de pensar, sentir, percibir, imaginar y recordar.
La influencia de la afectividad en el funcionamiento
de la mente se inicia en la temprana infancia, como se
manifiesta con claridad al ver la diferente manera de ser
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de las niñas y los niños, y esa influencia perdurará toda la


vida. Y, como el mundo afectivo posee una gran variedad,
por la diferente cualidad, intensidad, duración y asocia-
ción de los afectos, el funcionamiento psicológico de la
mujer es mucho más variado, complejo, rico y cambiante
que el del hombre.
La influencia de la afectividad en la mente humana,
sobre todo de la mujer, es aún mayor en ciertas épocas de
la vida:
• debido a los cambios hormonales que se dan en
ellas y que modifican el funcionamiento del siste-
ma límbico cerebral. Estas épocas especiales son
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la adolescencia, la menopausia, las diferentes fases


del ciclo menstrual, el embarazo y la lactancia;
• debido a ciertas situaciones ambientales de gran
repercusión emocional, repercusión que es más
intensa en las mujeres en razón de su mayor sensi-
bilidad. Algunos ejemplos de esas situaciones son:
enamoramientos y rupturas sentimentales, bodas,
nacimientos, separaciones, muertes, enfermeda-
des, situaciones de violencia.
A continuación se expondrán brevemente algunas ma-
nifestaciones del influjo de la afectividad en cada una de
las funciones psíquicas.
1. El influjo de la afectividad sobre el pensamiento
suele concretarse en la idea de que la mujer conoce más
por intuición que por reflexión. La intuición tiene que ver
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con la afectividad, que es una forma de conocer a través


de la reacción afectiva que se produce cuando se percibe
algo. Pensando sobre esa reacción afectiva, la mujer puede
conocer cosas que al hombre se le pasan inadvertidas. La
mujer conoce por intuición en especial las situaciones emo-
cionales de los demás. Este conocimiento es la base de la
empatía, que consiste en ponerse en la situación emocional
de otra persona, esto es, en sintonizar vitalmente con ella.
Como la reacción emocional tiene que ver con la bon-
dad y maldad de las cosas y personas percibidas, la mujer
tiene más facilidad y mayor rapidez para darse cuenta de
la bondad, belleza y autenticidad de cosas y personas. Eso
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explicaría por qué, en general, tiene mejor gusto para em-


bellecerse y embellecer los lugares; por qué es más fiable
para la selección de personal adecuado a las necesidades
de un trabajo, o para aconsejar a sus seres queridos y ami-
gos sobre cosas como lo acertado de un noviazgo, o si una
persona es de fiar o no en materia de negocios.
Esa capacidad de intuir el mundo interior de los de-
más permite a la mujer tanto relacionarse bien con los que
la rodean cuando le interesa hacerlo así, como, por el con-
trario, hacerles daño cuando así lo decide.

2. La intensa influencia de la afectividad sobre la


imaginación, el recuerdo y la percepción, hace a la mujer
más subjetiva, o menos objetiva, que el hombre, lo que
no está libre de consecuencias: así, por ejemplo, la mujer
se interesa más por los sujetos concretos que por las co-
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lectividades; y tiende a distorsionar más la realidad que


el hombre, pues suele verla en sintonía con el estado de
ánimo de cada momento.
Se dice que la memoria de la mujer es selectiva, pues
recuerda especialmente bien todo lo que le ha provocado
emociones –positivas y negativas–. Por esta razón, tiene
más dificultad para olvidar y perdonar las ofensas, y ma-
yor propensión a guardar rencor. De ahí que se diga que es
mejor tener a las mujeres como amigas que como enemi-
gas, pues tienden a ser amigas o enemigas eternas. En el
caso de emociones positivas, como recuerdan haber sido
bien tratadas, son más agradecidas que los hombres.
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Respecto a la percepción, la mujer presta especial


atención a todo lo que tiene un significado afectivo posi-
tivo, es decir, a todo lo que aman. Y, con facilidad, dejan
de percatarse de lo que no les interesa o les hace sentirse
mal, salvo que tenga que ver con algo o alguien que aman,
entonces prestan mucha atención para intentar evitarlo o
resolverlo.
Además, tienden a distorsionar la realidad percibida
debido a que la afectividad utiliza las tres facultades men-
cionadas (percepción, memoria e imaginación) para pro-
vocar las emociones positivas que desean, o para neutrali-
zar las emociones negativas que desean suprimir. Por eso,
se dice que las mujeres tienden a ser soñadoras, es decir,
a fabricar fantasías que les hagan sentirse bien, pudiendo
llegar a distanciarse de la realidad o a huir de ella. Por el
contrario, cuando la realidad les interesa emocionalmente,
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esa tendencia soñadora y romántica, desaparece y es susti-


tuida por un realismo intenso y una afinada preocupación
por los detalles concretos, como se ve en el cuidado de la
casa, de los hijos y de otras personas queridas. Su gran
afectividad les impulsa con fuerza a agradar, a hacer que
los demás se sientan bien, y, por reacción, ellas sientan
ese bienestar de los demás; y esto las hace más sociables
y con más facilidad para el éxito social que el hombre.

3.  Es lógico que la mayor afectividad de la mujer de-


termine una importante diferencia en la manera de sentir
respecto al hombre. Las mujeres tienden a alegrarse más
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con las cosas positivas, y, por eso, tienen más facilidad


para reírse; sufren más con las negativas, y, por eso, tienen
el llamado «don de lágrimas», que en la Antigüedad dio
lugar a la profesión de la «plañideras», que en los fune-
rales creaban el ambiente de duelo; hoy, tiende a usarse,
en el cine o en la vida real, para enternecer al espectador
y lograr así su apoyo o favor: el hombre, que físicamente
es más fuerte, se «ablanda» emocionalmente y se siente
movido a proteger y cuidar a la mujer.
Esta mayor sensibilidad o reactividad afectiva de la
mujer, explica también que las enfermedades afectivas,
sobre todo la angustia y depresión, sean doblemente más
frecuentes en las mujeres.

4. Hay también grandes diferencias en la manera


de comportarse entre el hombre y la mujer, que han de
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atribuirse a la mayor afectividad de esta. En general, esas


diferencias se deben a que la afectividad, al ser reactiva
a los influjos ambientales, que son muy cambiantes, su-
fre cambios frecuentes, que desembocarán en conductas
cambiantes. Si la mujer no pugna por controlarse, los
cambios de la afectividad, que no son fruto de la reflexión
sino de la emoción del momento, la harán impulsiva.
Eso ocurre, sobre todo, en las cosas pequeñas y menos
importantes: el vestido, el adorno personal, el adorno de
la casa, el lenguaje verbal y corporal; y terminan por ha-
cerse muy estables y firmes en aquellas cosas por las que
sienten afectos fuertes. Por esta razón, son más perseve-
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rantes y sacrificadas en las conductas de cuidado y ayuda


de las materias y personas por las que sienten afectos po-
sitivos. Y, cuando siente afectos negativos por algo, son
muy constantes en sus conductas de rechazo, desprecio y
prejuicio, y no es fácil convencerlas con razones lógicas
para que las cambien.
Respecto a la conducta sexual, para que la mujer la
desee y disfrute plenamente necesita que esa conducta
esté precedida, acompañada y seguida de afecto, tanto por
parte de la otra persona hacia ella, como de ella misma
hacia la otra persona. Algo parecido, pero en su versión
negativa, es afirmado por Jutta Burggraf: «Para la mayo-
ría de las mujeres, una intimidad física sin proximidad es-
piritual y emocional es una carga superior a sus fuerzas».
Hoy, en el contexto ya citado del hedonismo, hay una
fuerte presión de la erótica dirigida a las mujeres, con li-
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bros, películas, revistas, programas en internet y en los


medios, para liberarlas de los llamados «tabúes» sexuales
y se hagan consumidoras habituales del sexo por placer.
Esa presión está produciendo un cambio profundo en la
conducta sexual de las mujeres, con un aumento entre
ellas de la adicción sexual.

4.2. Psicología masculina

A partir de la afirmación dada más arriba de que el


hombre y la mujer son complementarios en el aspecto
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psicológico, la descripción de la psicología masculina se


podría resumir diciendo que es la cara opuesta de la feme-
nina, que acabamos de delinear someramente. Para evitar
simplificaciones no justificadas, se expondrán algunas ca-
racterísticas de la mente masculina, las más comúnmente
aceptadas, que se harán más fáciles de entender al con-
trastarlas con las de la mente femenina.
1.  La manera de pensar del hombre es más lógica,
simple y sencilla que la de la mujer. En el hombre, dada
su menor sensibilidad afectiva, las funciones cognitivas
están menos determinadas por los afectos, y, por ello, su
razón tiene más facilidad para el razonamiento lógico y
logra un conocimiento más objetivo y realista de su en-
torno.
Esa menor variabilidad e intensidad de sus afectos
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hace que el hombre funcione mentalmente en una única


dimensión dicotómica: bueno o malo, deber o no deber,
blanco o negro, útil o inútil. Las mujeres viven la vida
con muchos más matices y opciones, y, con frecuencia, se
encuentran en situaciones emocionales de ambivalencia:
miedo y atracción a la vez, sí pero no, amor y odio juntos,
quiero y no quiero.
2.  En el hombre, el funcionamiento de la memoria,
la imaginación y la percepción está, principalmente, im-
pulsado por la razón y al servicio de ella. En el hombre,
la razón necesita entender, conocer y comprender la rea-
lidad, con la finalidad de lograr los objetivos necesarios
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para satisfacer las necesidades materiales, psicológicas y


espirituales, suyas y la de los suyos, para lo que deberá
aprender a resolver los problemas y a corregir sus errores.
Todo eso exige del hombre precisión y exactitud, objetivo
que, en la mujer, puede estar dificultado por el efecto dis-
torsionador de las impresiones afectivas.
3.  Respecto a la manera de sentir, el hombre, por su
menor resonancia afectiva, tiene menos temores y esto
le hace ser más atrevido e imprudente. Necesita experi-
mentar las consecuencias negativas de sus conductas de
riesgo, para aprender a sentir miedo y así evitar los peli-
gros; por contraste, la mujer «huele» emocionalmente el
peligro, siente fuerte temor y se comporta con prudencia,
sin necesidad de experimentar con las consecuencias ne-
gativas.
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4.  Algunas diferencias básicas de la manera de com-


portarse del hombre respecto a de la de la mujer, tienen
que ver con el diferente papel que uno y otra desempeñan
en el proceso de crianza y educación de la prole.
La mujer, al tener que pasar nueve meses embarazada
y un tiempo indefinido lactando, está más limitada que
el hombre para abandonar el hogar y buscar los medios
para proveer a la alimentación, el vestido, la vivienda y
el mobiliario, necesarios para sentirse bien, física y psico-
lógicamente. Es, pues, el hombre, el que debe encargarse
de esta tarea, y, para ello, la naturaleza le ha dotado de
mayor fuerza física, que le proporciona la hormona mas-
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culina –testosterona–, que favorece el desarrollo muscular


y óseo, y que, a nivel psicológico, le hace más agresivo y
mejor adaptado para enfrentarse a las dificultades y obs-
táculos que pueden impedir su objetivo de supervivencia
propia y de los suyos.
Esta realidad biológica del hombre, explica también
su mayor tendencia a competir para vencer a los demás,
y a lograr el respeto y la valoración de los otros, lo que
le permite obtener prestigio social y profesional, y con-
seguir puestos más relevantes y mejor remunerados en la
sociedad.
Al hombre le gusta mandar y ser obedecido, y le cues-
ta obedecer y someterse a la autoridad. Necesita apren-
der a respetar la autoridad para evitar confrontaciones y
conflictos con los demás hombres durante la vida adulta,
pues conllevan el riesgo de exclusión social y laboral, y
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dificultan la obtención de los bienes necesarios para sacar


adelante la familia.
Esta actitud fuerte, luchadora y competitiva del hom-
bre, produce en la mujer y en los hijos un sentimiento de
seguridad, por el que se sienten protegidos y les transmi-
te seguridad y confianza suficientes para atreverse a co-
rrer ellos también los riesgos necesarios para alcanzar los
propios objetivos vitales. Por el contrario, un varón débil
contagia inseguridad y temor a los suyos, que, en conse-
cuencia, corren mayor riesgo de hacerse tímidos, apoca-
dos y retraídos, e incapaces de afrontar las dificultades
normales de la vida.
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En la esfera sexual, el hombre, también por influjo


de la testosterona, presenta un fuerte impulso sexual que,
unido a su carácter más agresivo, le hace más costoso el
autocontrol sexual, sobre todo en la juventud, cuando los
niveles de testosterona son mayores y la fortaleza de la
voluntad es menor. Por esta razón, con alguna frecuencia,
puede usar la violencia para conseguir la satisfacción de
sus necesidades, también la sexual.
Lo anterior, explica que la violencia sexual, y las
desviaciones y adicciones sexuales, sean mucho más fre-
cuentes en el hombre que en la mujer. De ahí, la necesidad
e importancia de una educación temprana y continuada
de los varones en el autodominio, y de la ayuda de la mu-
jer (madre, hermana, amiga, novia, esposa), más serena
y dueña de sí misma en el campo de la sexualidad, para
que, por un verdadero amor a ella, luchen por alcanzar la
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virtud de la castidad, que supone el autocontrol sexual.


La ayuda de la mujer para que el hombre sea un caba-
llero, no un macho, ha quedado reflejada en varios dichos
populares: «Detrás de un gran hombre, hay una gran mu-
jer» y «Una buena mujer, saca lo mejor del hombre».
Helen Fisher, una conocida antropóloga e investiga-
dora del comportamiento humano, afirma que «el hombre
se enamora y se excita por la vista, mientras que la mujer
lo hace por el oído y la memoria». La mujer necesita oír
que es querida, que es guapa, que es valiosa, y necesita
también recordar todas las cosas buenas que los demás
hacen por ella para demostrarle que la quieren.
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Lo anterior explica que al hombre le llame mucho la


atención y le atraiga fuertemente la belleza femenina, y,
por ello, las mujeres invierten mucho tiempo y dinero en
parecer bellas para llamar la atención y atraer al hombre.
A la mujer también le atrae la belleza del hombre, pero su
mayor capacidad de empatía la inclina a captar con prefe-
rencia la «belleza interior» del hombre, que es la bondad,
y sentirse así segura de que ella y sus hijos no van a sufrir
daño por parte del hombre.
En el momento actual, de exaltación del placer sexual,
lo que se acaba de decir parece haberse trastocado, y son
muchas las mujeres que muestran las partes de su cuerpo
que tienen una connotación sexual para excitar el deseo
del hombre a poseerlas físicamente y gratificarse sexual-
mente una y otro: contribuyen así a difundir una visión
reduccionista del ser humano, que acaban comportándose
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como macho y hembra, en vez de hacerlo como caballero


y dama.
En este contexto, conviene considerar una de las am-
bivalencias de la sociedad actual. Por una parte, se alaba
y ensalza en España la figura de Don Quijote de la Man-
cha, en Francia la de Cyrano de Bergerac, y la de Romeo
en Italia, como prototipos de caballeros, porque supieron
amar profundamente a sus damas, con las que no tuvieron
ningún contacto sexual. En efecto, Dulcinea era imagi-
naria y, en el delirio de Don Quijote, estaba prisionera;
Roxanne estaba enamorada de un joven mosquetero y no
conocía el amor de Cyrano; y Julieta murió antes de poder
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consumar sexualmente su amor. Por otra parte, en la vida


real, cada vez hay más jóvenes que, en su comportamiento
sexual, se comportan con mera animalidad, es decir, como
machos y hembras. Un aspecto concreto de lo anterior es
la frecuente presentación en los medios de comunicación
de deportistas y artistas famosos exhibiendo sus «trofeos»
femeninos –mujeres bellas y sexualmente deseables–,
algo semejante a lo que ocurre en el mundo animal en el
que el macho vencedor de la pelea con otro macho, es el
que tiene que «cubrir» (copular) a la hembra para engen-
drar descendientes más fuertes. Al menos, los animales
lo hacen para mejorar la especie y darle más opciones de
supervivencia, mientras que, en el caso de los hombres,
muchas veces, la cópula es voluntariamente estéril, pues
solo busca la gratificación placentera del triunfador.
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D. Quijote de la Mancha Cyrano de Bergerac Romeo

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