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SHURIMA

Hubo un tiempo en el que Shurima fue un poderoso imperio que abarcaba los confines del vasto continente
meridional. Tras una era de expansión y prosperidad, el último emperador fue traicionado por su mejor amigo y
el imperio se vino abajo. Su flamante capital fue reducida a escombros por un devastador cataclismo que arrasó
el imperio hasta sus cimientos. Sus gentes se dispersaron y sus imponentes ciudades fueron devoradas por la
arena. Ahora Shurima no es más que un yermo páramo, un desierto implacable en el que solo los más fuertes
sobreviven, y sus habitantes se aferran a los pocos oasis y tramos de tierra fértil junto a la costa.

En los milenios que siguieron a la caída de Shurima, las historias de su gloriosa capital y su resplandeciente
disco solar cobraron un cariz mitológico, convirtiéndose en las religiones impías de los descendientes de los
escasos supervivientes del imperio. La mayoría de los habitantes actuales de Shurima veneran glorias pasadas y
moran en pequeñas tribus fronterizas, agrupadas en torno a cuerpos de agua o erigidas sobre las ruinas de las
antiguas ciudades. Algunos buscan tesoros entre las ruinas del imperio caído; otros se ganan la vida como
mercenarios, guerreros a sueldo que luchan para sus clientes acaudalados antes de desaparecer entre las arenas.
Incluso hay quien intenta olvidar el pasado mirando al futuro y comerciando con las naciones allende los mares.

Pero las antiguas leyendas de Shurima, lejos de calmarse, parecen removerse de nuevo. Vientos procedentes del
mismísimo corazón del desierto hablan del resurgir de poderosas ciudades y de un guerrero dorado al frente de
un ejército de arena. Se extienden rumores de viejos héroes renacidos, de una batalla entre dioses que sacudirá
los mismísimos cimientos del mundo.

La ciudad de Shurima ha resurgido, y nada volverá a ser como antes.


AZIR
EL EMPERADOR DE LAS ARENAS
''Shurima fue antaño la joya de Runaterra. Gracias a mí, volverá a serlo.''

Azir, emperador de Shurima en un pasado remoto, fue un hombre orgulloso que estuvo a punto de alcanzar la
inmortalidad. Dominado por la arrogancia, fue traicionado y asesinado en la hora de su mayor triunfo, pero
ahora, milenios después, ha renacido como un ser Ascendido de inmenso poder. Su enterrada ciudad ha
resurgido en medio de las arenas y Azir está decidido a restaurar la antigua gloria de Shurima.

Hace miles de años, el imperio de Shurima era un enorme conglomerado de estados vasallos, conquistados por
unos guerreros prácticamente invencibles conocidos como Ascendidos. Gobernada por un emperador ambicioso
y sediento de poder, Shurima era el mayor reino de su tiempo, una tierra fértil y bendecida por el sol que brillaba
desde un gran disco dorado que flotaba sobre el gran templo de su capital.

Azir, el hijo más joven y menos amado por el emperador, nunca estuvo destinado a la grandeza. Con tantos
hermanos mayores, era imposible que ascendiese al trono. Lo más probable era que terminase ocupando un
puesto de sacerdote o como gobernador de alguna provincia remota. Era un muchacho esbelto y estudioso que
dedicaba más tiempo a examinar los volúmenes de la gran biblioteca de Nasus que a aprender a combatir bajo la
tutela del héroe Ascendido, Renekton.

En medio de aquel laberinto de pergaminos, volúmenes y tablillas, Azir conoció a un joven esclavo que visitaba
la biblioteca casi a diario en busca de libros para su amo y señor. En Shurima los esclavos no podían tener
nombres, pero al entablar amistad con el muchacho, Azir decidió quebrantar esta ley y bautizarlo como Xerath,
nombre que significa ''el que comparte''. Nombró a Xerath su esclavo personal —aunque sin ponerlo nunca en
peligro usando su nombre en público— y, a partir de entonces, los dos muchachos, impulsados por un mismo
amor a la historia, comenzaron a estudiar el pasado de Shurima y su largo linaje de héroes Ascendidos.

Durante uno de los viajes anuales por el imperio junto a su familia y a Renekton, la caravana real se detuvo en
un conocido oasis para pernoctar. Azir y Xerath se escabulleron en mitad de la noche para ir a dibujar mapas del
firmamento, como los que habían estudiado en la gran biblioteca. Mientras trazaban las constelaciones sobre el
pergamino, la caravana fue atacada por un grupo de asesinos enviados por los enemigos del emperador. Uno de
los asesinos encontró a los dos muchachos en el desierto y, cuando se disponía a rebanarle el cuello a Azir,
Xerath intervino arrojándose sobre él. En la pelea que se produjo a continuación, Azir logró sacar su daga y
clavársela a su enemigo en la garganta.

Azir le quitó la espada al muerto y corrió de vuelta al oasis, pero al llegar los asesinos ya habían sido derrotados.
Renekton había protegido al emperador y acabado con sus atacantes, pero todos los hermanos de Azir estaban
muertos. Azir le contó a su padre lo que había hecho Xerath y le pidió que recompensase al esclavo, pero sus
palabras cayeron en saco roto. A los ojos del emperador, el chico era un esclavo indigno de su atención, pero
Azir juró que, algún día, Xerath y él serían hermanos.

El emperador regresó a la capital, acompañado por un Azir que, a sus quince años, se había convertido en el
nuevo heredero al trono. Una vez allí, desató una implacable carnicería contra quienes creía que habían
contratado a los asesinos. Shurima pasó años sumida en un torbellino de paranoia y sangre en el que cualquier
sospechoso de traición era blanco de la ira del emperador. La vida de Azir pendía de un hilo, a pesar de que era
el heredero al trono. Su padre lo detestaba (habría preferido mil veces que muriera él en lugar de sus hermanos),
y la reina aún era lo bastante joven como para concebir.

Azir empezó a entrenarse en el arte de la lucha, puesto que el ataque del oasis había puesto de manifiesto lo
indefenso que estaba. Renekton se encargó de la tarea de entrenar al joven príncipe y, bajo su tutela, Azir
aprendió a portar el escudo y la lanza, a comandar guerreros y a interpretar el mudable curso de los
acontecimientos en el campo de batalla. Pero además, el joven heredero encumbró a Xerath, su único
confidente, y lo convirtió en su mano derecha. Para que pudiera servirlo mejor, le encargó que buscase el
conocimiento allá donde pudiera encontrarlo.

Pasaron los años, pero la reina no logró llevar a buen puerto ninguno de sus alumbramientos. Todos los niños
que concibió perecieron antes de nacer. Mientras la reina siguiese sin tener descendencia, Azir estaría
relativamente a salvo. En la corte no faltaban quienes creían que se trataba de una maldición y algunos de ellos
mencionaban entre murmullos el nombre del joven heredero como responsable. Pero Azir proclamaba su
inocencia siempre que tenía ocasión e incluso llegó a ordenar la ejecución de algunos que se habían atrevido a
lanzar estas acusaciones abiertamente.

Por fin, la reina dio a luz a un varón sano, pero la misma noche de su alumbramiento, una terrible tormenta se
desató sobre Shurima. Los aposentos de la reina fueron azotados una vez tras otra por poderosos relámpagos,
hasta que estalló un incendio que se cobró las vidas de la esposa del emperador y de su hijo recién nacido.
Algunos decían que el emperador, al enterarse de la noticia, había enloquecido de pesar y se había quitado la
vida, pero no tardó en propagarse el rumor de que lo habían encontrado en el suelo del palacio, junto a sus
guardias, totalmente carbonizado.

Su muerte fue un golpe devastador para Azir, pero el imperio necesitaba un soberano, así que, con Xerath a su
lado, tomó las riendas del reino de Shurima. A lo largo de la década siguiente amplió sus fronteras y gobernó
con mano inflexible aunque justa. Instituyó una serie de reformas para mejorar las vidas de los esclavos y, en
privado, trazó un plan para derribar varios milenios de tradición y liberarlos a todos. Lo mantuvo en secreto, sin
revelarlo siquiera a Xerath, con quien la cuestión de la esclavitud se convertiría en la manzana de la discordia.
El imperio se había levantado sobre las espaldas de la esclavitud y muchas de sus grandes familias dependían
del trabajo de los esclavos para mantener su riqueza y su poder. Una institución tan monolítica no se podía
derribar de la noche a la mañana y Azir sabía que sus planes estarían abocados al fracaso si se hacían públicos.
A pesar de su deseo de adoptar a Xerath como hermano, no podía hacerlo hasta el día en que fueran libres todos
los esclavos de Shurima.

Durante aquellos años, Xerath lo protegió de sus rivales políticos y dirigió la expansión del imperio. Azir se
casó y tuvo numerosos hijos, algunos en el seno del matrimonio y otros fruto de encuentros fugaces con esclavas
y muchachas del harén. Xerath alimentaba los sueños del emperador de crear el mayor imperio de la historia.
Pero también convenció a su señor de que, para convertirse en el amo del mundo, debía ser prácticamente
invencible, un dios entre los hombres... un ser Ascendido.

En la cúspide del poder del imperio, Azir anunció al mundo que se sometería al ritual de la Ascensión y que
había llegado la hora de unirse a Nasus, Renekton y sus gloriosos antecesores. No fueron pocos los que
cuestionaron esta decisión. La Ascensión era un ritual muy peligroso, que solo estaba al alcance de quienes
habían consagrado su vida al servicio de Shurima, como recompensa por una vida de diligencia. Decidir quién
debía ser bendecido con la Ascensión era prerrogativa de los Sacerdotes del Sol, y al otorgarse el honor a sí
mismo, el emperador cometía un pecado de grave arrogancia. Pero Azir no se dejó disuadir, pues su orgullo
había crecido en paralelo a su imperio, así que les ordenó que cumplieran sus órdenes so pena de muerte.

Finalmente, llegó el día del ritual, y Azir marchó hacia el Estrado de la Ascensión, flanqueado por miles de sus
guerreros y decenas de miles de sus súbditos. Los hermanos Renekton y Nasus estaban ausentes, pues Xerath los
había enviado a enfrentarse a una amenaza, pero ni esto convenció a Azir de desistir del que consideraba su gran
destino. Ascendió hasta el gran disco dorado que coronaba el templo en pleno corazón de la ciudad y entonces,
instantes antes de que los Sacerdotes del Sol iniciaran el ritual, se volvió hacia Xerath y le dio la libertad. Y no
solo a él, sino a todos los esclavos…

Xerath enmudeció de asombro, pero Azir no había terminado aún. Abrazó a Xerath y lo proclamó su hermano
eterno, como había prometido muchos años antes. Mientras los Sacerdotes iniciaban el ritual para convocar el
fabuloso poder del sol, Azir se dio la vuelta. Pero no era consciente de que, en su búsqueda de conocimiento,
Xerath había estudiado algo más que filosofía e historia. También había aprendido las oscuras artes de la
brujería, mientras en su interior anidaba un deseo de libertad que crecía como un tumor para convertirse en
ardiente odio.

Al llegar el momento cumbre del ritual, el antiguo esclavo liberó su poder y Azir salió despedido del disco. Sin
la protección de sus runas, el emperador se vio consumido por los rayos del sol, al mismo tiempo que Xerath
ocupaba su lugar. La luz inundó al mago de poder y, mientras su cuerpo mortal comenzaba a transformarse,
profirió un rugido de triunfo.

Pero la magia del ritual no estaba destinada a Xerath y no era posible desviar el asombroso poder de las energías
celestiales sin desencadenar graves consecuencias. El poder del ritual de Ascensión, en una terrible explosión,
devastó Shurima y dejó la ciudad en ruinas. Sus habitantes desaparecieron, transformados en cenizas, y sus
altísimos palacios se desmoronaron mientras se alzaban las arenas del desierto para tragarse la ciudad. El Disco
Solar se hundió y lo que había tardado siglos en levantarse se trasformó en ruinas en un solo instante, por culpa
de la ambición desmedida de un hombre y el odio errado de otro. Lo único que quedó de la ciudad de Azir
fueron ruinas sepultadas bajo la arena y los ecos de los gritos de sus habitantes en los vientos de la noche.

Azir no vio lo que sucedía. Para él solo existía la nada. Sus últimos recuerdos eran de fuego y dolor. No sabía
nada de lo que le había ocurrido sobre el templo, ni lo que había sido de su imperio. Permaneció sumido en un
olvido atemporal hasta que, milenios después de la ruina de Shurima, la sangre de su último descendiente, al
derramarse sobre las ruinas del templo, lo resucitó. Renació, aunque incompleto; un cuerpo que era poco más
que polvo animado y dotado de forma, cohesionado por los últimos vestigios de una voluntad indomable.

Poco a poco fue recobrando la forma corpórea y, al vagar por las ruinas, se encontró con el cadáver de una
mujer con una traicionera daga en la espalda. No la conocía, pero reconoció en sus facciones un eco distante de
su linaje. Todo pensamiento sobre imperios y poder se borró de su mente al levantar el cuerpo de aquella hija de
Shurima y llevarla a lo que antaño fuese el Oasis del Alba. El oasis estaba seco, pero al acercarse Azir, su lecho
rocoso empezó a llenarse de agua cristalina. El emperador sumergió el cuerpo en las aguas restauradoras del
oasis, que se llevaron la sangre sin dejar más que una cicatriz casi invisible allí donde la hoja se había hundido
en la carne.

Y con este acto de generosidad, Azir se vio alzado por una columna de fuego mientras la magia de Shurima lo
rehacía, transformándolo en la criatura Ascendida que estaba destinado a ser. Los inmortales rayos del sol lo
envolvieron, revestido por una magnífica armadura con forma de halcón, y le otorgaron el poder de gobernar las
mismísimas arenas. Alzó los brazos y la ciudad en ruinas se sacudió el polvo de los siglos que había pasado bajo
el desierto para alzarse de nuevo. El disco solar se elevó en el cielo una vez más y las aguas curativas, siguiendo
las órdenes del emperador, fluyeron entre los templos y volvieron a salir a la luz.

Azir subió los peldaños del renovado templo solar y convocó los vientos del desierto para que recreasen los
últimos momentos de la ciudad. Unos fantasmas hechos de arena recrearon su destrucción, tal como había
sucedido hacía una eternidad, y Azir, con horror, presenció la traición de Xerath. Sus ojos se llenaron de
lágrimas al contemplar el asesinato de su familia, la caída de su imperio y el robo de su poder. Solo ahora,
milenios más tarde, comprendía al fin la profundidad del odio que su antiguo amigo y aliado había albergado en
su interior. Con el poder y la clarividencia de un ser Ascendido, pudo percibir la presencia de Xerath en otra
parte del mundo y convocó un ejército de guerreros de arena, que marcharía al lado de su renacido emperador.
Bajo el sol que brillaba desde el disco dorado, Azir lanzó un poderoso juramento:

¡Reclamaré mis tierras y recuperaré lo que era mío!

ALZADO

Azir caminaba sobre los dorados adoquines del Camino del Emperador. Las inmensas estatuas de los primeros
señores de Shurima —sus antepasados— lo contemplaban.

La luz suave y umbría del primer amanecer envolvía la ciudad. Las estrellas más grandes seguían brillando en el
cielo, aunque la salida del sol no tardaría en enmascarar su luz. El firmamento nocturno no era como Azir lo
recordaba. Las estrellas y las constelaciones no estaban en su sitio. Habían pasado milenios.

A cada paso que daba, la gruesa vara imperial repicaba con una solitaria nota, cuyo eco resonaba entre las vacías
calles de la capital.

La última vez que recorriese aquel camino, una guardia de honor de 10 000 guerreros de élite lo seguía y los
gritos de aliento de la multitud habían sacudido la ciudad. Iba a ser su gran momento de gloria… y se lo habían
arrebatado.

Ahora era solo una ciudad de fantasmas. ¿Qué había sido de su pueblo?

Con un gesto autoritario, ordenó a las arenas que había junto al camino que se alzasen y formasen estatuas
vivientes. Era una visión del pasado, los ecos de Shurima dotados de forma.

Las figuras de arena miraban hacia delante, hacia el inmenso disco solar que flotaba sobre el Estrado de la
Ascensión, a media legua de distancia. Seguía allí, proclamando la gloria y el poder del imperio de Azir aunque
no quedase nadie para verlo. La hija de Shurima que lo había despertado, última custodia de su linaje, había
desaparecido. La sintió en el desierto. Estaban unidos por la sangre.
Mientras seguía avanzando por el Camino del Emperador, las réplicas de arena de sus súbditos señalaron el
disco solar y sus expresiones de dicha se transformaron en muecas de terror. Sus bocas se abrieron en mudos
gritos. Se volvieron y echaron a correr, atropellándose y tropezando unas con otras. Azir asistió a los últimos
instantes de su pueblo sumido en un silencio desesperado.

Una oleada de energía invisible los aniquiló y los redujo a polvo arrastrado por el viento. ¿Qué había salido mal
en el ritual de Ascensión para que se desencadenase aquella catástrofe?

Azir afianzó su determinación. Su paso se tornó más decidido. Al llegar a la base de la Escalera de la Ascensión
comenzó a subir los peldaños de cinco en cinco.

Solo sus soldados de más confianza, los sacerdotes y los miembros de la familia real podían poner el pie en la
Escalera. El camino estaba jalonado por réplicas de arena de sus súbditos más fieles, cuyos rostros alzados,
encogidos en una mueca, sollozaban en silencio antes de que también a ellos se los llevara el viento.

Azir echó a correr con inhumana celeridad mientras sus garras, hundidas en la piedra, dejaban surcos allí donde
se posaban. A ambos lados se alzaban figuras de arena que se destruían a su paso.

Llegó a la cima. Allí estaba el último grupo de testigos: sus sirvientes personales, sus consejeros y los sumos
sacerdotes. Su familia.

Azir cayó de rodillas. Su familia, recreada con perfecto y desgarrador detalle, se encontraba frente a él. Su
esposa, encinta. Su tímida hija, cogida a la mano de su madre. Su espigado hijo, ya a las puertas de la edad
adulta.

Horrorizado, Azir vio cómo cambiaban sus rostros. Aunque sabía lo que iba a suceder, no fue capaz de apartar
la mirada. Su hija ocultó el rostro entre los pliegues del vestido de su esposa. Su hijo echó mano a la espada
mientras profería un grito de desafío. Su esposa… abrió los ojos de par en par, llena de pesar y desesperación.

Una fuerza invisible los convirtió en polvo.

Era demasiado, pero ni una sola lágrima acudió a los ojos de Azir. Su forma Ascendida le había privado para
siempre de esta sencilla demostración de pesar. Con el corazón apesadumbrado, se obligó a ponerse en pie. La
pregunta seguía siendo cómo había logrado sobrevivir su linaje, pues sin duda así era.

El eco final aguardaba.

Avanzó hasta encontrarse a un paso del estrado y contempló la escena, recreada para él por las arenas.

Se vio a sí mismo en forma mortal, elevado en el aire bajo el disco solar, con los brazos abiertos de par en par y
la espalda arqueada. Recordó aquel momento. El poder lo atravesó, imbuyó su ser y lo inundó de fuerza divina.

Una nueva figura se formó en la arena. Su consejero más próximo, su mago, Xerath.

Su amigo musitó una palabra. Azir se vio estallar en mil pedazos, como si estuviera hecho de cristal, y
transformarse en infinitos granos de arena.

—Xerath —dijo con un hilo de voz.

La expresión del traidor era insondable, pero Azir no pudo ver otra cosa que la cara de un asesino.

¿De dónde procedía tanto odio? Azir nunca había reparado en su existencia.

La imagen de arena de Xerath se elevó en el aire mientras el disco solar canalizaba las energías hacia su ser. La
guardia de élite del emperador se abalanzó sobre él, pero ya era demasiado tarde.

Un brutal estallido de poder disolvió el último instante de Shurima. Azir quedó solo entre los ecos agonizantes
de su pasado.
Eso era lo que había destruido a su pueblo.

Se volvió al mismo tiempo que, sobre él, los primeros rayos del nuevo día recaían sobre el disco solar. Había
visto suficiente. La imagen de arena del transformado Xerath se desmoronó a su espalda.

Los rayos del sol se reflejaban sobre la inmaculada armadura dorada de Azir. En aquel instante, supo que el
traidor aún vivía. Sintió la esencia del mago en el mismo aire que respiraba.

Levantó una mano y un ejército de guerreros de élite se alzó de las arenas, al pie de la Escalinata de la
Ascensión.

—Xerath —dijo con voz teñida de rabia—. Tus crímenes no quedarán sin castigo.
XERATH
EL MAGO ASCENDENTE
''Una vida como esclavo me ha preparado para una eternidad como amo.''

Xerath es un mago Ascendido de la vieja Shurima, un ser con energía arcana retorciéndose en los quebrados
fragmentos de un sarcófago mágico. Durante milenios estuvo atrapado bajo las arenas del desierto, pero el
ascenso de Shurima lo liberó de su prisión ancestral. Arrastrado a la locura por el poder, ahora busca recuperar
lo que cree que le pertenece y reemplazar las civilizaciones soberbias del mundo con una diseñada a su imagen y
semejanza.

El chico que acabaría llamándose Xerath nació como un esclavo sin nombre en Shurima hace miles de años. Era
el hijo de unos eruditos capturados cuyo único futuro era la eterna esclavitud. Su madre le enseñó letras y
números, mientras que su padre le contó cuentos de la historia con la esperanza de que esas habilidades le
procurarían una vida mejor. El chico prometió que no acabaría encorvado y sometido como cualquier otro
esclavo.

Cuando el padre del chico quedó tullido durante las excavaciones para la construcción de un monumento al
caballo favorito del emperador, lo abandonaron a su suerte en el lugar del accidente. Temiendo que su hijo
corriese un destino similar, la madre del chico le suplicó a un reconocido arquitecto de sepulturas que lo tomase
como aprendiz. Aunque al principio se mostró reacio, el arquitecto quedó impresionado por su capacidad de
observación y su comprensión innata de las matemáticas y la lengua, y lo aceptó. El chico no volvió a ver a su
madre.

Al ser un alumno aventajado, su amo lo enviaba a hacer recados a la Gran Biblioteca de Nasus para que
recuperase textos y planos específicos casi todos los días. En uno de sus viajes, el chico conoció a Azir, el hijo
menos favorecido del emperador. Azir estaba intentando descifrar un pasaje complicado de un texto antiguo y,
aunque el chico sabía que hablarle a la realeza era llamar a las puertas de la muerte, se paró a ayudar al joven
príncipe con la compleja gramática. En ese momento, se forjó una cierta amistad entre ellos y, durante los meses
siguientes, esa amistad no hizo otra cosa que fortalecerse.

Aunque estaba prohibido ponerles nombre a los esclavos, Azir le dio uno al chico. Lo llamó Xerath, que
significa ''el que comparte'', aunque dicho nombre nunca se llegó a pronunciar más allá de su amistad. Azir se
aseguró de que designaran a Xerath como esclavo en su hogar, y lo convirtió en su sirviente personal. Su pasión
compartida por el conocimiento los condujo a devorar textos de la biblioteca y a entablar una relación fraternal.
Xerath era el fiel compañero de Azir. Aprendía todo lo que podía gracias a la cultura, poder y conocimiento que
ahora tenía al alcance, y hasta llegó a atreverse a soñar que Azir lo liberaría algún día.

Durante el recorrido anual por los terrenos del emperador, mientras pasaban la noche en un oasis conocido, unos
asesinos atacaron la caravana real. Xerath salvó a Azir de la espada de un asesino. Sin embargo, sus otros
hermanos no tuvieron la misma suerte, por lo que el joven príncipe se convirtió en el heredero al trono de
Shurima. Como esclavo, Xerath no podía esperar ninguna recompensa por su hazaña, pero Azir le prometió que
algún día serían como hermanos.

A raíz del intento de asesinato, Shurima padeció años de terror y pánico debido a las represalias del emperador.
Xerath conocía lo suficiente de la historia y el funcionamiento de la corte de Shurima para comprender que la
vida de Azir pendía de un hilo. Que fuera el heredero del trono no significaba nada, ya que el emperador odiaba
a Azir por haber sobrevivido en lugar de sus hijos más queridos. Y para complicar más la situación, la mujer del
emperador aún era lo bastante joven como para tener más hijos, y hasta el momento había tenido muchos hijos
sanos. La probabilidad de que pudiera tener otro hijo varón que fuera el heredero de su marido era grande. Tan
pronto como lo hiciera, la vida de Azir estaría condenada.

Aunque Azir era un erudito por naturaleza, Xerath lo convenció de que, para sobrevivir, tendría que aprender a
luchar. Eso hizo Azir. A cambio, el joven heredero ascendió a Xerath e insistió en que continuase con su
educación. Los dos jóvenes se superaron, y Xerath demostró ser un alumno con un talento excepcional que se
deleitaba con la búsqueda del conocimiento. Se convirtió en el confidente y mano derecha de Azir, un puesto
nunca visto para un simple esclavo. Esta posición le otorgó una enorme (e inapropiada, para algunos) influencia
sobre el joven príncipe, que cada vez dependía más de la opinión de Xerath.
Xerath puso todo su esfuerzo en la búsqueda de conocimiento, sin importar dónde pudiese encontrarlo, su coste
o su origen. Se adentró en bibliotecas que llevaban mucho tiempo cerradas, indagó en criptas olvidadas y
consultó a místicos sepultados en lo más profundo de las arenas; todo para ampliar su conocimiento y su
ambición, que crecían de forma desenfrenada. Cuando los rumores que circulaban por la corte sobre sus
andanzas en lugares despreciables cobraban demasiada fuerza para ignorarlos, encontraba formas astutas de
silenciarlos. Para Xerath, el hecho de que Azir nunca mencionase esos rumores suponía una aprobación tácita de
la forma en que mantenía a salvo a su emperador.

Pasaron los años y Xerath utilizó todas sus oscuras artimañas para que la esposa del emperador no pudiese dar a
luz. Gracias a sus emergentes habilidades mágicas, todos los bebés fueron sucumbiendo a la corrupción incluso
antes de nacer. Sin rivales para el trono, Azir estaría a salvo. Cuando empezaron a surgir los rumores de una
maldición, Xerath se aseguró de silenciarlos para siempre. La mayoría de las veces, aquellos que habían
despertado esas sospechas desaparecieron sin dejar rastro. A estas alturas, el deseo de Xerath de escapar de sus
orígenes como esclavo se había transformado en una imperiosa ambición por alcanzar poder por cuenta propia.
No obstante, justificaba cada asesinato diciéndose que lo hacía para mantener a su amigo con vida.

A pesar de todos los intentos de Xerath de obstaculizar a las comadronas de la reina, esta consiguió traer al
mundo al nuevo príncipe de Shurima. Mas en la noche de su nacimiento, Xerath utilizó sus poderes mágicos,
que cada vez eran más poderosos, para convocar a los espíritus elementales de las profundidades del desierto y
desatar una terrible tormenta. Xerath invocó un rayo tras otro sobre los aposentos de la reina y los redujo a
escombros en llamas, lo que se llevó la vida de la reina y de su hijo recién nacido. El emperador se precipitó
hacia los aposentos, pero solo encontró a Xerath; sus manos refulgían con poder arcano. Los guardias del
emperador le atacaron, pero Xerath los redujo a cenizas, y también al emperador. Xerath se aseguró de que
culparan de estas muertes a los magos de un territorio conquistado. La primera medida de Azir al ocupar el
trono fue emprender una campaña brutal de venganza contra estas personas.

Coronaron a Azir emperador de Shurima, con Xerath a su lado: el chico que otrora había sido un esclavo sin
nombre. Xerath llevaba mucho tiempo soñando con este momento, y esperaba que Azir lo liberase de su
esclavitud en Shurima antes de nombrarlo su hermano por fin. Azir no hizo ninguna de estas cosas. Continuó
expandiendo las fronteras de su imperio y evitando las propuestas de Xerath con respecto al fin de la esclavitud.
Esto era más que prueba suficiente para Xerath de la decadencia moral de Shurima, y su ira recayó en Azir por
haber roto su promesa. En el rostro de Azir se vio reflejada la cólera cuando le recordó a Xerath que era un
esclavo y que no podía olvidar su procedencia. La parte honrada de Xerath murió ese día, pero se sometió a su
mandato y aceptó de forma aparente la decisión de Azir. Xerath permaneció al lado de Azir durante sus
campañas de conquista, pero cada una de sus acciones estaba diseñada minuciosamente para aumentar su
influencia sobre el reino del que ahora pensaba adueñarse. Arrebatar un imperio no es tarea sencilla, y Xerath
sabía que necesitaba más poder.

La famosa leyenda de la Ascensión de Renekton demostraba que un mortal no tenía que ser elegido por los
Sacerdotes del Sol, sino que cualquiera podía ascender. Así que Xerath conspiró para robar el poder de la
Ascensión. Ningún esclavo podría jamás colocarse sobre el disco solar, así que Xerath alimentó la vanidad del
emperador, infló su ego y llenó su cabeza con visiones imposibles de un imperio de envergadura ecuménica.
Pero semejante sueño solo sería posible si Azir conseguía ascender, al igual que los grandes héroes de Shurima
antes que él. A la larga, la perseverancia de Xerath dio sus frutos y Azir anunció que se sometería al ritual de
Ascensión, que se había ganado el derecho de situarse junto a Nasus y Renekton como ser Ascendido. Los
Sacerdotes del Sol pusieron reparos, pero tal era la arrogancia de Azir que ordenó que se les torturara hasta la
muerte.

El Día de la Ascensión llegó y Azir marchó hacia el Estrado de la Ascensión con Xerath a su lado. Nasus y
Renekton estaban ausentes, ya que Xerath había preparado una distracción para ellos: debilitó el sello de un
sarcófago mágico que contenía una bestia de fuego ardiente. Cuando la criatura se liberó finalmente de sus
ataduras, Renekton y Nasus acudieron, pues eran los únicos guerreros capaces de derrotarla. De este modo,
Xerath había apartado a Azir de los dos únicos seres que podrían salvarlo de lo que le esperaba.

Azir se colocó detrás del disco solar y, justo antes de que los sacerdotes comenzaran el ritual, los
acontecimientos dieron un giro que Xerath no había previsto. El emperador se giró hacia Xerath y le dijo que
ahora era un hombre libre. Él y todos los esclavos de Shurima quedaban liberados de las cadenas de la
servidumbre. Azir abrazó a Xerath antes de nombrarlo su hermano eterno. Xerath se quedó atónito. Le habían
concedido todo lo que deseaba, pero el éxito de su plan dependía de la muerte de Azir y nada iba a disuadirlo de
llevarlo a cabo. Había muchas piezas en juego y Xerath ya había sacrificado demasiado para dar marcha atrás,
sin importar lo mucho que una parte de él deseara hacerlo. Las palabras del emperador atravesaron la coraza de
rencor que envolvía el corazón de Xerath, pero llegaban demasiado tarde. Sin ser consciente del peligro que
corría, Azir se dio la vuelta mientras los sacerdotes iniciaban el ritual para convocar el fabuloso poder del sol.

Con un rugido de ira y dolor, Xerath derribó a Azir de su lugar en el disco, y contempló a través de lágrimas
cómo su antiguo amigo ardía hasta convertirse en ceniza. Xerath ocupó el lugar de Azir y la luz del sol lo bañó,
transformando su carne en la de un ser Ascendido. Pero el poder del ritual no era para él, y las consecuencias de
su traición a Azir fueron devastadoras. El poder desatado del sol destruyó Shurima por completo; derrumbó sus
templos y trajo la perdición a la ciudad. El pueblo de Azir quedó consumido en un terrible incendio mientras el
desierto se alzaba para reclamar la ciudad. El disco solar cayó y un imperio levantado por generaciones de
emperadores desapareció en un solo día.

Incluso mientras la ciudad ardía, Xerath retuvo a los sacerdotes bajo el control de su magia para impedir que
terminasen el ritual. Las energías que lo inundaban eran inmensas y, junto a su brujería oscura, crearon un ser
con un poder asombroso. A medida que atraía incluso más poder del sol hacia su cuerpo, su carne mortal se
consumió y se transformó en un rutilante vórtice de poder arcano.

Cuando la traición de Xerath quedó revelada, Renekton y Nasus se precipitaron hacia el epicentro de la tormenta
mágica que estaba destruyendo la ciudad. Trajeron consigo el sarcófago mágico que había mantenido
aprisionado al espíritu de la llama eterna. Los hermanos Ascendidos se abrieron paso hacia el Estrado de la
Ascensión justo en el momento en que Xerath caía del resplandor mortal que engullía la ciudad. Antes de que el
mago recién Ascendido pudiese reaccionar, arrojaron su cuerpo llameante dentro del sarcófago y lo sellaron una
vez más con cadenas benditas y poderosos sellos de atadura.

Pero no fue suficiente. El poder de Xerath ya había sido grandioso cuando era un mortal, y ese poder,
combinado con el don de la Ascensión, lo volvió prácticamente invencible. Hizo añicos el sarcófago, aunque sus
fragmentos y cadenas permanecieron unidos a él. Renekton y Nasus se lanzaron hacia Xerath, pero su fuerza
recién adquirida era tan poderosa que su lucha quedó en punto muerto. La batalla se propagó a lo largo de la
ciudad derruida, destrozando lo que aún no se había hundido bajo la arena. Los hermanos pudieron arrastrar a
Xerath hacia la Tumba de los Emperadores, el mayor mausoleo de Shurima, una cripta cuyas cerraduras y salas
eran imposibles de quebrantar y penetrar, pues solo respondían a la sangre de los emperadores. Renekton metió
a Xerath dentro y llamó a Nasus para que sellara la cripta tras ellos. Nasus lo hizo, no sin gran pesar, pero sabía
que era la única forma de evitar que Xerath escapara. Renekton y Xerath cayeron en una oscuridad eterna, y allí
permanecieron, atrapados en una batalla interminable mientras la otrora grandiosa civilización de Shurima se
desmoronaba.

Transcurrieron innumerables siglos y, con el tiempo, incluso la poderosa fuerza de Renekton decayó, lo que le
dejó vulnerable a la influencia de Xerath. Con mentiras y engaños envenenados, Xerath retorció la mente de
Renekton y la llenó de un rencor inmerecido hacia Nasus, el hermano infiel que, según la narrativa ficticia de
Xerath, lo había abandonado hacía mucho tiempo.

Cuando por fin Sivir y Cassiopeia hallaron bajo el desierto la Tumba de los Emperadores y la abrieron, tanto
Xerath como Renekton quedaron liberados en una explosión de arena y escombros. Percibiendo que su hermano
seguía con vida, Renekton embistió desde las ruinas con una mente distorsionada que lo había convertido en
poco más que una bestia salvaje. Tras una época que quedó convertida en leyenda, Shurima renació y, mientras
su majestuosidad resurgía del desierto, Xerath sintió que otra alma volvía a la vida bajo la arena, una que
consideraba muerta hacía ya tiempo. Azir también volvió a resurgir como uno de los Ascendidos, y Xerath supo
que ninguno de los dos podría vivir en paz mientras el otro siguiera vivo.

Xerath buscó el corazón del desierto para recobrar su fuerza y entender cómo había cambiado el mundo desde
su encierro. El poder que había arrebatado crecía con cada instante que pasaba. Contempló un mundo listo para
su conquista, un mundo repleto de mortales dispuestos a postrarse a los pies de un nuevo y terrible dios.

A pesar de todo su poder recién adquirido, a pesar de lo lejos que había llegado desde que era un niño esclavo
sin nombre, una parte de Xerath sabía que aún seguía encadenado.
DESENCADENADO

Este era el momento.

Ese momento excepcional que le había costado tanto, que le había llevado una vida planear. Un imperio
corrupto y su pomposo príncipe quedarían sepultados por el estúpido símbolo solar en el que tanto confiaban. La
clave para la inmortalidad, protegida con recelo y ofrecida a unos pocos, sería solo para él. La robaría delante
del mundo entero. Un momento único de venganza perfecta que por fin liberaría al esclavo llamado Xerath.

Aunque el yelmo de su maestro no revelaba expresión humana, y sabiendo que el metal tallado con cariño no
podría responder del mismo modo, Xerath sonrió igual al rostro desalmado del halcón con auténtico deleite. Una
vida de servidumbre, primero para un emperador desquiciado y ahora para uno vanidoso; manipulaciones
interminables por y contra el trono; una misión casi funesta para conseguir un conocimiento que apenas
recordaba y que casi lo había consumido; todo ello había conducido a esta farsa grotesca de la Ascensión.

Las mismísimas palabras eran una ofensa cuando se decían en voz alta: Nosotros ascenderemos y, en cambio,
vosotros os quedaréis encadenados a la piedra quebrada mientras las arenas del tiempo os engullen. No. Ya no, y
nunca más. Los señores dorados elegidos no recibirán el abrazo del sol para convertirse en dioses. Será un
esclavo quien lo haga. Un simple esclavo, un niño que tuvo la desgracia hace tiempo de salvar a un chico noble
de las arenas.

Y debido a este pecado, Xerath fue castigado con una horrible y exasperante promesa: Libertad. Inalcanzable.
Prohibida. Si tan solo el pensamiento cruzase por la mente de un esclavo, sería castigado con la muerte, ya que
los Ascendidos podían mirar a través de la carne y los huesos, en lo más hondo del alma, para ver su tenue
resplandor de traidor. Y aun así, allí estaban esas palabras, salidas de la boca del joven príncipe que él había
arrastrado del abrazo de la cambiante madre desierto. Azir, el Sol Dorado, prometió que liberaría a su salvador y
nuevo amigo.

Una promesa no cumplida hasta este día. Las palabras de un niño agradecido, ajeno en su inocencia al impacto
que tendrían. ¿Cómo podía Azir cambiar de repente un gobierno de miles de años? ¿Cómo podía luchar contra
la tradición, su padre, su destino?

Al final, el joven emperador lo perdería todo por no hacer honor a su palabra.

Y así, Xerath progresó y se formó hasta convertirse en la mano derecha de Azir, pero nunca un hombre libre. La
amarga promesa lo carcomió, lo que era y lo que podría haber sido. La negación de algo insignificante, el
derecho a vivir su vida, llevó a Xerath a tomar la decisión de tomarlo todo, todas las cosas que le habían sido
negadas, todas las cosas que merecía: el imperio, la Ascensión y la forma más pura posible de libertad.

Con cada paso que daba hacia el ofensivamente grandioso Estrado de la Ascensión, siempre situado con respeto
detrás de su emperador y flanqueado por los centinelas ineptos que supuestamente protegían Shurima, Xerath
sintió una desconocida ligereza que le dejó genuinamente sorprendido. ¿Era alegría? ¿La venganza conduce a la
alegría? La repercusión fue casi física.

En ese mismo momento, la recargada armadura dorada, fuente de su tormento, se detuvo de golpe. Y se giró. Y
caminó hacia Xerath.

¿Lo sabía? ¿Cómo podía saberlo? ¿Este chico consentido y egocéntrico? ¿Este emperador de falsa benevolencia,
cuyas manos estaban tan manchadas de sangre como las de Xerath? Incluso si lo supiese, no podría detener el
golpe final que estaba ya en movimiento.

Xerath se había preparado para cualquier imprevisto. Había sobornado, matado, maniobrado más allá de sus
posibilidades y conspirado durante décadas, incluso había engañado a los monstruosos hermanos, Nasus y
Renekton, para que permanecieran lejos de ese acontecimiento. Pero no estaba preparado para esto...

El Emperador de Shurima, el Sol Dorado, el Amado de la Madre Desierto, que pronto sería Ascendido, se quitó
el yelmo, dejando al descubierto su frente orgullosa y sus ojos sonrientes, y se giró hacia su más leal y viejo
amigo. Habló sobre el amor de hermanos, el amor de amigos, de las duras disputas, algunas ganadas y otras
perdidas, de la familia, del futuro y, por fin... de la libertad.
Al pronunciar estas palabras, los guardias se acercaron a Xerath y lo flanquearon, desenvainando las armas.

Así que el príncipe lo sabía... ¿Se habían deshecho los planes de Xerath?

Pero los necios de las armaduras solo lo estaban saludando. No suponían ninguna amenaza, lo estaban honrando.
Lo estaban felicitando.

Por su libertad.

Su odiado amo acababa de liberarlo; los había liberado a todos. Nadie volvería a llevar cadenas en Shurima. La
última acción de Azir como humano fue romper las cadenas de su pueblo.

El rugido de la gente congregada hizo temblar los cimientos y ahogó cualquier respuesta que Xerath pudiera
ofrecer. Azir se colocó el yelmo y avanzó hacia el Estrado, mientras sus ayudantes lo preparaban para una
divinidad que nunca llegaría.

Xerath se mantuvo en la sombra del monolítico disco solar, a sabiendas de que quedaban tan solo unos segundos
para una fatalidad que destruiría el imperio.

Demasiado tarde, amigo. Demasiado tarde, hermano. Demasiado tarde para todos nosotros.
NASUS
EL GUARDIÁN DE LAS ARENAS
''Lo que se hundió será grande de nuevo.''

Nasus es un imponente ser Ascendido con cabeza de chacal procedente de la antigua Shurima; una figura
heroica a la que las gentes del desierto han encumbrado al nivel de semidiós. Poseedor de una increíble
inteligencia, fue un guardián del saber y estratega sin igual cuya sabiduría guio durante siglos al antiguo imperio
de Shurima hasta alcanzar la cumbre de su grandeza. Tras la caída del imperio, se sometió a un exilio
autoimpuesto, lo que terminó por convertirlo en leyenda. Ahora que la antigua ciudad de Shurima ha resurgido
de sus cenizas, su héroe ha regresado para asegurarse de que nunca vuelva a caer.

El talento de Nasus fue evidente desde su juventud, mucho antes de que fuera elegido para unirse a los
Ascendidos. Fue un estudiante voraz, capaz de leer, memorizar y dar una opinión crítica de las mayores obras de
Historia, Filosofía y Retórica de la Biblioteca del Sol, antes incluso de cumplir los diez veranos. Renekton, su
hermano menor, no heredó esa pasión por la lectura y el pensamiento crítico. Dado a aburrirse con facilidad,
pasaba las horas peleando con otros niños. Los dos estaban muy unidos. Nasus procuró proteger siempre a su
hermano menor y asegurarse de que no se metiera en demasiados líos. No obstante, Nasus no tardó en ser
admitido en el exclusivo Collegium del Sol, momento en el que abandonó su hogar para ingresar en la
prestigiosa academia.

Gracias a su dominio de la estrategia y la logística militares, Nasus se convirtió en el general más joven de la
historia de Shurima, aunque la búsqueda de conocimiento siempre sería su gran pasión. Fue un soldado
competente, pero su verdadero talento no residía en el combate, sino en la planificación previa.

Su visión estratégica fue legendaria. En tiempos de guerra, iba siempre doce pasos por delante del enemigo; era
capaz de predecir las maniobras y reacciones de su rival, además de identificar con precisión el mejor momento
para lanzar un ataque o batirse en retirada. Fue un hombre de una profunda empatía y un hondo sentido del
deber. Siempre veló por sus soldados, procurando que fueran bien pertrechados, remunerados a tiempo y
tratados justamente. Cada baja le producía un inmenso dolor, y a menudo se negaba a descansar en pos de una
planificación obsesiva y perfeccionista de los movimientos y formaciones que habrían de asumir sus tropas. Fue
querido y respetado por todo aquel que sirvió en sus legiones, y lideró a los ejércitos de Shurima hasta
innumerables victorias. En aquellas guerras, era habitual ver a su hermano Renekton en primera línea de batalla,
y pronto se generó en torno a ellos un aura de invencibilidad.

A pesar de la fama adquirida, Nasus jamás disfrutó de la guerra. Aunque comprendía, de forma temporal, su
importancia a la hora de garantizar el progreso sostenido del imperio, creía firmemente que su mayor
contribución a Shurima residía en el saber acumulado para generaciones futuras.

Fue el propio Nasus quien ordenó que todos los libros, pergaminos, enseñanzas y archivos históricos de las
culturas derrotadas por sus tropas fueran preservados en grandes bibliotecas y repositorios repartidos por el
imperio, el mayor de los cuales llevaba su nombre. Su sed de conocimiento no respondía a motivos egoístas;
buscaba difundir el saber a todo Shurima, reforzar la comprensión del mundo e ilustrar al imperio.

Tras décadas al servicio del imperio, Nasus cayó presa de una terrible enfermedad debilitante. Hay quien dice
que se topó con Amumu, un niño monarca muerto tiempo atrás, supuesto portador de una terrible maldición;
otros piensan que fue abatido por la magia negra del líder de un culto de Icathia. Fuera cual fuera la verdad, fue
el galeno del mismísimo emperador el que declaró con gran pesar que la enfermedad de Nasus era incurable y
que perecería en menos de una semana.

Las gentes de Shurima se vistieron de luto, pues Nasus era su estrella más fulgurante, amada por todos. El
emperador en persona pidió un augurio a los sacerdotes. Tras pasar día y noche en comunión con lo divino,
declararon que era la voluntad del dios Sol que Nasus fuese bendecido con el ritual de Ascensión.

Renekton, convertido ya en gran líder militar, acudió raudo a la capital para estar junto a su hermano. La terrible
enfermedad había progresado de manera devastadora, y Nasus era poco más que un esqueleto consumido con
huesos frágiles como el cristal. Era tal su debilidad que, cuando la luz dorada del disco solar bañó el Estrado de
la Ascensión, Nasus fue incapaz de subir los últimos peldaños y caminar hacia la luz.
El amor de Renekton por su hermano era más poderoso que su instinto de supervivencia, y portó en brazos a
Nasus hasta el estrado. Ignorando las protestas de su hermano, aceptó su propia desaparición para salvar a
Nasus. Sin embargo, Renekton no fue destruido, como cabía esperar. Cuando la luz se disipó, Shurima fue
testigo de la aparición de dos seres Ascendidos. Ambos hermanos habían sido considerados dignos de aquella
bendición, y el mismo emperador se arrodilló para dar gracias a los poderes divinos.

Nasus era ahora una imponente criatura de fuerza descomunal, con cabeza de chacal y un brillo de inteligencia
en la mirada. Por su parte, Renekton se había convertido en una bestia colosal de extraordinaria musculatura con
apariencia de cocodrilo. Ambos ocuparon su lugar junto a los excepcionales seres Ascendidos de Shurima,
convirtiéndose así en sus guardianes.

Renekton siempre había sido un gran guerrero, pero ahora era prácticamente invencible. Nasus también había
sido dotado de poderes que trascendían el entendimiento del común de los mortales. La mayor bendición de su
Ascensión —una recién extendida longevidad que le permitiría emplear incontables vidas en el estudio y la
contemplación— terminaría por convertirse en una maldición tras la caída de Shurima.

Uno de los efectos colaterales del ritual que más inquietaba a Nasus era la brutalidad exacerbada que veía en su
hermano. Tras la culminación del asedio sobre Nashramae, que sometió a la antigua ciudad bajo el poder de
Shurima, Nasus fue testigo de la extrema violencia de las victoriosas tropas shurimanas, que arrasaron con todo
y prendieron fuego a la ciudad. Al frente de aquella masacre estaba Renekton, quien provocó el incendio de la
gran biblioteca de Nashramae, lo que acabó con incontables volúmenes irremplazables antes de que Nasus
sofocara las llamas. Aquel día los hermanos estuvieron más cerca que nunca de batirse en duelo, espadas en
ristre en el centro de la ciudad. Ante la severa mirada de decepción de su hermano, la sed de sangre de Renekton
se calmó. Finalmente, bajó el arma y se marchó, avergonzado.

Durante los siglos que siguieron a aquel episodio, Nasus centró toda su energía en aprender cuanto pudiera.
Recorrió durante años cada rincón del desierto en busca de antiguos saberes y artefactos, lo que le llevaría a
descubrir la legendaria Tumba de los Emperadores, oculta bajo la capital de Shurima.

Tanto Nasus como Renekton se hallaban lejos de la ciudad cuando se produjo el trágico ritual de Ascensión de
Azir, el joven emperador traicionado por su consejero más cercano, el mago Xerath. Los hermanos habían caído
en la trampa, y aunque regresaron a toda velocidad, llegaron demasiado tarde. Azir estaba muerto, igual que
gran parte de los ciudadanos de la capital. Llenos de rabia y dolor, Nasus y Renekton lucharon contra el
malévolo ser de pura energía en el que se había convertido Xerath.

Incapaces de acabar con él, intentaron contenerlo en un sarcófago mágico, pero ni siquiera eso bastó para
neutralizarlo. Renekton, quizá en un intento de redimirse por lo acontecido en Nashramae años atrás, agarró a
Xerath y lo arrastró al interior de la Tumba de los Emperadores; acto seguido, rogó a su hermano que sellara las
puertas. Nasus se resistió, desesperado por encontrar una alternativa. Pero no había otra opción. Con hondo
pesar, selló las puertas de aquel templo, condenando a Xerath y a su hermano a una eternidad entre tinieblas.

El imperio shurimano se colapsó. De su gran capital quedaron solo las ruinas, y el sagrado disco solar cayó del
cielo, vaciado de todo poder por la magia de Xerath. Sin él, las aguas divinas que manaban de la ciudad se
secaron, lo que sumió a Shurima en un estado de muerte y hambruna.

Cargado con el remordimiento de haber condenado a su hermano a la oscuridad, Nasus se entregó al desierto,
vagando por la arena sin más compañía que su dolor y los fantasmas del pasado. Melancólico, recorrió las
ciudades muertas de Shurima, testigo del inexorable avance del desierto que devoraba una a una cada urbe, y
lloró por la caída del imperio y la desaparición de su pueblo. Convertido en un nómada solitario y enjuto, aceptó
su aislamiento. En ocasiones, algún viajero decía haberlo visto instantes antes de que desapareciera en una
tormenta de arena o en la niebla de la mañana. Pocos creían estas historias, y Nasus se convirtió en una simple
leyenda.

Pasados los siglos, Nasus apenas recordaba su vida anterior y su antiguo objetivo, hasta que un día
redescubrieron la ya enterrada Tumba de los Emperadores y rompieron su sello. En ese preciso instante, supo
que Xerath había sido liberado.

Un antiguo vigor sacudió su pecho y, mientras Shurima emergía de entre las arenas, Nasus atravesó el desierto
rumbo a la ciudad renacida. Aunque sabía que habría de enfrentarse de nuevo a Xerath, la esperanza le invadía
por primera vez en milenios. Además del posible auge de un nuevo imperio shurimano, albergaba la ilusión de
un ansiado reencuentro con su amado hermano.

OUROBOROS

Nasus caminaba de noche, reticente a mirar el sol de cara. El niño seguía sus pasos.

¿Cuánto tiempo llevaba ahí?

Todo mortal que alcanzaba a ver al monstruoso vagabundo huía, todos salvo el niño. Juntos, tejieron una senda
en el olvidado tapiz de Shurima. El aislamiento autoimpuesto hacía mella en la conciencia de Nasus. Los vientos
del desierto aullaban en torno a sus cuerpos malnutridos.

—Nasus, mira ahí, sobre el mar de dunas —dijo el niño.

Las estrellas guiaron a la pareja en su travesía por aquellos secos páramos. El viejo chacal ya no portaba la
armadura de los Ascendidos. Los monumentos dorados yacían enterrados con el pasado. Nasus, convertido en
harapiento ermitaño, se rascó su pelo fosco antes de alzar la vista para observar el cielo nocturno.

—El Flautista —dijo Nasus con voz grave y rasposa—. Pronto cambiará la estación.

Nasus posó su mano sobre el pequeño hombro del niño y bajó la mirada para observar su rostro quemado por el
sol. En él vio las suaves líneas y curvas del linaje shurimano, ajados por la travesía.

¿En qué momento asumiste que debías preocuparte? Pronto te encontraremos un hogar. Deambular entre las
ruinas de un imperio caído no es vida para un niño.

Tal era la naturaleza del universo. Instantes fugaces que se desarrollan durante ciclos eternos de existencia. La
embriagadora filosofía pesaba sobre su conciencia, pero no era solo una cuenta más que añadir a su permanente
sensación de culpa. Si le permitía seguir sus pasos, el niño inevitablemente cambiaría para siempre. La sombra
del remordimiento pesaba sobre Nasus como una tormenta. Su compañerismo saciaba algo arraigado en lo más
profundo del héroe ancestral.

—Podemos llegar a la Torre del Astrólogo antes del amanecer. Pero tendremos que escalar— dijo el niño.

****

La torre estaba cerca. Nasus trepó por la pared del acantilado, mano sobre mano; era tal su dominio de aquella
ascensión que se permitía escalar con gran imprudencia, tentando a la muerte. El niño trepaba a su lado, ágil en
el uso de cada agujero y recoveco que ofrecía aquella pared de piedra gastada.

¿Qué le ocurriría a esta vida inocente si yo sucumbiera a la muerte? Ese pensamiento inquietaba a Nasus.

Hilos de niebla atravesaban los riscos del acantilado superior, trazando diminutas sendas entre las piedras. El
niño se apresuró hasta coronar la cima en primer lugar. Nasus le siguió.

A lo lejos, el metal golpeaba la piedra, y podían oírse voces a través de la neblina, voces que hablaban en un
dialecto familiar. Sonidos que despertaron a Nasus de su ensimismamiento.

En ocasiones, el pozo de la Torre del Astrólogo atraía a los nómadas, pero nunca tan cerca del equinoccio. El
niño permaneció quieto, su miedo a flor de piel.

—¿Dónde están las hogueras? —preguntó.

El relincho de un caballo perforó la noche.

—¿Quién anda ahí? —preguntó el niño. Sus palabras atravesaron la oscuridad.

Un farol cobró vida e iluminó a un grupo de jinetes. Mercenarios. Saqueadores.


Los ojos del chacal se abrieron de par en par.

Vio que eran siete. Sus curvas espadas seguían enfundadas, pero sus miradas reflejaban astucia y formación
militar.

—¿Dónde está el guarda? —preguntó Nasus.

—Está durmiendo junto a su mujer. La noche fresca invitaba a retirarse temprano —replicó uno de los jinetes.

—Viejo chacal, mi nombre es Malouf —dijo otro—. Nos envía el emperador.

Nasus dio un paso al frente, desvelando fugazmente un atisbo de ira.

—¿Acaso busca reconocimiento? Entonces dejad que se lo dé. En esta era impía no hay emperador —dijo
Nasus.

El muchacho, desafiante, dio un paso al frente. Los oscuros mensajeros se alejaron del farol. Las largas sombras
velaron sus posturas defensivas.

—Entregad vuestro mensaje y marchaos —dijo el niño.

Malouf descendió de su caballo y dio un paso al frente. Introdujo una mano encallecida entre los pliegues de su
ropa y extrajo un oscuro amuleto engarzado en una gruesa cadena negra. La forma del metal despertó recuerdos
de magia y destrucción en la mente de Nasus.

—El emperador Xerath os envía una ofrenda. Nosotros seremos vuestros siervos. Quiere daros la bienvenida a
la nueva capital de Nerimazeth.

Las palabras del mercenario golpearon a Nasus como un martillo contra cristal.

Rápidamente, el niño se arrodilló para coger una piedra pesada.

—¡Morid! —exclamó.

—¡Cogedlo! —ordenó Malouf.

El chico tomó impulso y arrojó la piedra al aire, cuya perfecta parábola amenazaba con destrozar los huesos de
un mercenario al impacto.

—¡Renekton, no! —rugió Nasus.

Los jinetes dejaron a un lado sus desganadas mentiras. En ese preciso instante, Nasus comprendió que el guarda
y su esposa estaban muertos. La bienvenida de Xerath llegaría en forma de frío acero. La verdad comenzó a
eclipsar sus ilusiones.

Nasus cogió al muchacho. El niño se perdió en las sombras de un recuerdo, que acto seguido se disipó sobre
aquel terreno iluminado por estrellas.

—Adiós, hermano —susurró Nasus.

Los caballos brincaron y relincharon cuando los emisarios de Xerath se desplegaron. El Ascendido estaba
rodeado en tres flancos. Sin titubeos, Malouf desenvainó su espada y la hundió en el costado de Nasus. El dolor
atravesó el cuerpo del antiguo guardián. El jinete intentó extraer su espada, pero esta no se movía. Una zarpa
sostenía el sable, manteniéndolo agónicamente hundido en la carne Ascendida.

Deberíais haberme dejado a solas con mis fantasmas —dijo Nasus.

Acto seguido, Nasus arrancó la espada de la mano de Malouf, destrozando dedos y desgarrando ligamentos.

El semidiós se abalanzó sobre su agresor. El cuerpo de Malouf cedió bajo el enorme peso del chacal.
Nasus saltó sobre el siguiente jinete, arrancándolo de su montura; bastaron dos golpes para perforar órganos y
dejar sus pulmones sin aire. Su cuerpo desfigurado, una masa agónica, huyó hacia el desierto. Su caballo se
encabritó y desapareció entre las dunas.

—¡Está loco! —gritó uno de los jinetes.

—Ya no —dijo Nasus aproximándose al líder de los mercenarios.

Un extraño aroma impregnó el aire. Tras el héroe, flores muertas giraban sobre hilos de tono lavanda. Malouf se
retorcía en el suelo; los dedos rotos de su mano derecha se marchitaban, su piel se hundía cual pergamino
mojado. Su tórax se desplomó hacia dentro, como si de una fruta podrida se tratase.

Un pánico aterrador se apoderó del resto de mercenarios. Lucharon por mantener el control de sus monturas,
aunque solo fuera para batirse en retirada. El cuerpo de Malouf yacía abandonado en la arena.

Nasus miró al este, hacia las ruinas de Nerimazeth.

—Decidle a vuestro ''emperador'' que su ciclo toca a su fin.


RENEKTON
EL CARNICERO DE LAS ARENAS
''Sangre y venganza.''

Renekton es una terrorífica criatura Ascendida movida por la ira y procedente de los desiertos abrasadores de
Shurima. En su día fue el guerrero más admirado del imperio, un líder que condujo a los ejércitos shurimanos a
incontables victorias. Sin embargo, tras la caída del imperio, Renekton quedó sepultado bajo las arenas, donde
lentamente sucumbió a la locura mientras el mundo seguía girando y cambiando. Ahora, libre de nuevo, le
carcome el ansia de hallar a su hermano Nasus y acabar con él, pues lo culpa en su locura de los siglos pasados
entre las tinieblas.

Renekton nació para luchar. Ya desde joven se vio siempre envuelto en violentas peleas. No conocía el miedo, y
era capaz de hacer frente a niños mucho mayores que él. A menudo era el orgullo lo que provocaba estos
enfrentamientos, pues Renekton era incapaz de recular o pasar una ofensa por alto. Cada tarde volvía a casa con
cortes y magulladuras, y aunque Nasus, su estudioso hermano mayor, no veía sus peleas callejeras con buenos
ojos, Renekton las disfrutaba.

Tras su admisión en el exclusivo Collegium del Sol, Nasus se marchó de casa. En sus años de ausencia, las
peleas de Renekton fueron volviéndose cada vez más serias. En una de sus pocas visitas, Nasus quedó
horrorizado ante la visión de su hermano ensangrentado tras otra de sus riñas callejeras. Temeroso de que el
carácter agresivo de Renekton lo condenara a prisión o a una muerte prematura, Nasus ayudó a su hermano a
alistarse en el ejército shurimano. Aunque Renekton era demasiado joven para incorporarse a las filas, la
influencia de su hermano mayor ayudaron a pasar este detalle por alto.

La férrea disciplina del ejército fue una bendición para Renekton. En pocos años ascendió hasta convertirse en
uno de los líderes militares más capaces y temidos de Shurima, y ayudó a extender los dominios del imperio
luchando en primera fila en numerosas guerras de conquista. Pronto se granjeó fama de duro y feroz, pero
también de honrado y valiente. A su vez, Nasus se convirtió en un general condecorado, y juntos combatieron en
numerosas campañas, siempre unidos a pesar de sus diferencias y de sus frecuentes desacuerdos. El talento de
Nasus residía en su capacidad para la estrategia, la logística y la historia; el de Renekton, en el combate. Nasus
planificaba las guerras y Renekton las ganaba.

Renekton alcanzó el título de Guardián de Shurima tras librar una cruenta batalla en uno de los acantilados
fronterizos de la región. Una fuerza invasora había desembarcado en la costa sur para atacar la aislada ciudad de
Zuretta. Si no lograban detener la invasión, la ciudad sería arrasada y su población, masacrada. Con una
inferioridad de diez hombres contra uno, Renekton lideró un pequeño contingente para hacer frente a los
invasores, dispuesto a retrasar el ataque para evacuar la ciudad. Nadie esperaba que Renekton saliera de aquella
batalla con vida, y mucho menos con una victoria. Pero él se mantuvo firme en el desfiladero durante un día y
una noche, tiempo suficiente para que llegasen las tropas de relevo lideradas por Nasus. Con apenas un puñado
de guerreros supervivientes, todos ellos libres de heridas, Renekton fue aclamado como un héroe.

Renekton luchó en el frente durante décadas y jamás perdió una batalla. Su presencia inspiraba a aquellos que
luchaban junto a él y aterrorizaba a sus enemigos. Se alzó con una victoria tras otra, y era tal su reputación que
llegó a ganar batallas sin desenvainar la espada; naciones enemigas se rendían al saberse atacadas por un ejército
liderado por Renekton.

Renekton, entrado en años, era ya un veterano canoso y curtido en mil batallas cuando le llegaron noticias de
que su hermano estaba a punto de morir. Corrió de vuelta a la capital, donde descubrió a Nasus abatido por una
cruel enfermedad debilitante, una sombra del imponente héroe que había sido. La enfermedad no tenía cura, y se
asemejaba a una maldición degenerativa que, según decían, había acabado con todo un noble linaje en la
antigüedad.

No obstante, todos reconocían la grandeza de Nasus. Además de ser un general altamente condecorado, había
ejercido de conservador de la gran biblioteca de Shurima, y escrito algunas de las mayores obras literarias del
imperio. El sacerdocio declaró que era la voluntad del Sol que el héroe se sometiera al ritual de Ascensión.
La ciudad al completo se reunió para ser testigo del sagrado ritual, pero la trágica enfermedad había causado ya
sus terribles estragos y Nasus carecía de la fuerza suficiente para subir los escalones del Estrado de la
Ascensión. En un acto de amor y sacrificio extremos, Renekton alzó a su hermano en brazos y subió los últimos
peldaños, convencido de que aquel gesto lo conduciría a la muerte debido a las energías sagradas del disco solar.
Lo consideraba un sacrificio menor si con él garantizaba que la leyenda de su hermano perdurase. No en vano
era solo un guerrero, si bien talentoso, mientras que su hermano era un erudito, pensador y general sin igual.
Renekton sabía que Shurima necesitaría a Nasus en los años venideros.

Sin embargo, Renekton no fue destruido. Bajo el cegador resplandor del disco solar, ambos hermanos fueron
elevados y transformados. Cuando la luz se desvaneció, dos poderosas criaturas Ascendidas se aparecieron ante
los espectadores; Nasus en su esbelto cuerpo con cabeza de chacal, y Renekton con su imponente forma de
cocodrilo. Sus cuerpos eran apropiados: el chacal a menudo se consideraba una de las bestias más inteligentes y
astutas, mientras que la agresividad intrépida del cocodrilo le quedaba a Renekton como un guante. Shurima dio
gracias a los poderes divinos por aquellos nuevos semidioses y guardianes del imperio.

Renekton había sido un portentoso héroe de guerra, pero ahora era un ser Ascendido dotado de un poder
incomprensible para el común de los mortales. Poseía mayor fuerza y velocidad que cualquier humano y parecía
prácticamente inmune al dolor. Aunque los seres Ascendidos no eran inmortales, su esperanza de vida era
mucho mayor de lo normal, lo que les permitía servir al imperio durante cientos de años.

Con Renekton al frente de los ejércitos de Shurima, el poderío militar del imperio era imparable. Siempre había
sido un guerrero feroz y un comandante despiadado, pero su nueva forma le otorgaba un poder inimaginable.
Lideró a los soldados shurimanos en incontables victorias sangrientas, y jamás tuvo ni esperó clemencia. Su
leyenda se extendió más allá de los confines del imperio, y fueron sus enemigos los que lo apodaron el
Carnicero de las Arenas, sobrenombre que aceptó gustoso.

Había quien pensaba que una parte de la humanidad de Renekton se había perdido en su transformación, y
Nasus compartía esta opinión. A medida que pasaban los años, parecía aumentar su crueldad; su sed de sangre
alcanzaba cotas antinaturales, y se rumoreaba que cometía verdaderas atrocidades en nombre de la guerra. Aun
así, era un fiero defensor de Shurima, y sirvió con extrema lealtad a una sucesión de emperadores, lo que
permitió garantizar la seguridad y grandeza del imperio a lo largo de los siglos.

Durante el reinado del emperador Azir, llegaron rumores de una mística criatura de fuego que había escapado
del sarcófago mágico que la mantenía apresada en su mazmorra subterránea. Había arrasado una aldea
shurimana antes de huir a través del desierto en dirección este. Renekton y su hermano Nasus emprendieron la
búsqueda de este legendario oponente. En su ausencia, el joven emperador intentó unirse a sus filas y
convertirse en un Ascendido, instado y manipulado por su sabio consejero, Xerath. Las consecuencias fueron
catastróficas.

Renekton y Nasus se encontraban a una jornada de la capital, pero aun así llegaron a sentir la onda expansiva del
trágico ritual de Ascensión. Sabedores de que algo terrible había ocurrido, regresaron a toda velocidad a una
gloriosa ciudad en ruinas. Azir había sido destruido junto a la mayoría de los habitantes de la urbe, y el gran
disco solar, vaciado de toda energía, caía inexorablemente. En el epicentro de aquella catástrofe encontraron a
Xerath convertido en un ser de pura energía malévola.

Los hermanos intentaron sellar a Xerath en el sarcófago mágico que había encerrado a la ancestral criatura de
fuego. Lucharon durante un día y una noche, pero el mago era un rival poderoso, y no se dejaría encerrar. Logró
destruir el sarcófago y asaltó a los hermanos con hechizos alimentados por el poder del disco solar, que chocó
contra el suelo mientras luchaban.

Consciente de que no podrían destruir a Xerath, Renekton logró empujarlo hasta las profundidades de la Tumba
de los Emperadores. Una vez allí, rogó a su hermano que sellara por siempre aquel mausoleo con ellos dentro.
Sabedor de que no habría otra forma de detener a Xerath, Nasus cumplió a regañadientes las órdenes de su
hermano. Y así, mientras Renekton y Xerath sucumbían a la oscuridad, Nasus cerró la tumba para siempre.

Entre las tinieblas, Xerath y Renekton continuaron su batalla. Lucharon durante años interminables, mientras
fuera la otrora gran civilización de Shurima se venía abajo. En pleno combate, Xerath envenenó con palabras los
oídos de Renekton, y lentamente, a medida que avanzaban los siglos, aquel tóxico discurso y la omnipresente
oscuridad hicieron mella en el héroe. El mago hizo creer a Renekton que Nasus lo había sepultado a propósito,
celoso de su éxito e incapaz de compartir su Ascensión.
Poco a poco, la cordura de Renekton se resquebrajó por completo. Xerath no hizo más que ahondar aquellas
grietas, corrompiendo su mente y tergiversando su visión de lo real y lo imaginario.

Miles de años después, la mercenaria Sivir reabrió la Tumba de los Emperadores y liberó tanto a Renekton
como a Xerath. Renekton rugió iracundo y se precipitó con estruendo hacia las arenas del desierto shurimano,
olfateando el aire en busca de su hermano.

Ahora vaga por el desierto con un único objetivo: acabar con Nasus, el traidor que lo abandonó a una muerte
segura. A pesar de su visión distorsionada de la realidad, en ocasiones recuerda al orgulloso y honorable héroe
que fue. Sin embargo, la mayoría del tiempo no es más que una bestia enloquecida por el odio e impulsada por
su sed de sangre y venganza.

RENACER EN LA OSCURIDAD

¿Soy un dios?

Ya no lo sabe. Tal vez lo fue, cuando el disco solar brillaba como el oro en lo alto del Palacio de los Diez Mil
Pilares. Recuerda cómo llevó a un ser ancestral en brazos, y cómo ambos se elevaron hacia el cielo,
transportados por los rayos del sol. Todo el dolor y el sufrimiento que albergaba fue limpiado por aquella luz
que había de transformarlo. Si este recuerdo es suyo, ¿acaso había sido mortal? Cree que sí, pero es incapaz de
recordarlo. Sus pensamientos no son más que una nube de moscas del desierto, el zumbido irritante de recuerdos
fragmentados que retumban en su alargado cráneo.

¿Qué es real? ¿Qué soy ahora?

Este lugar, esta caverna bajo la arena. ¿Es real? Eso cree, pero no está seguro de poder confiar en sus sentidos.
Solo alcanza a recordar las tinieblas, una terrible e infinita oscuridad aferrada a él como una mortaja. Pero
entonces la oscuridad se desvaneció, arrojándolo de vuelta a la luz. Recuerda haber trepado entre la arena
mientras la tierra se desplomaba a su alrededor, y el rugir de la piedra viva mientras algo sepultado y olvidado
largo tiempo emergía de nuevo hacia la superficie.

Colosales estatuas de aspecto vasto y terrible brotaron de la arena. Sobre el héroe se cernían guerreros con
armadura y cabeza diabólica, dioses ancestrales de una cultura extinta tiempo ha. Huyó de la ira de los espectros
beligerantes que emergían de la arena, y logró escapar de aquella ciudad que ascendía entre llamas bajo la luna y
las estrellas. Recuerda haber deambulado por el desierto, su mente encendida por visiones de sangre y traición,
de palacios colosales y templos dorados derribados en un abrir y cerrar de ojos. Siglos de progreso
desmantelados por el orgullo y la vanidad de un solo hombre. ¿Acaso fue suyo el orgullo? No lo sabe, pero teme
que así fuera.

Aquella luz que lo había transformado ahora le provocaba un gran dolor. Quemaba su alma hasta la médula
mientras vagaba por el desierto, solo y perdido, atormentado por un odio que no alcanzaba a entender. Buscando
refugio de su despiadada luz, halló cobijo en una húmeda caverna; y así, encogido y entre lágrimas, el
Susurrante lo encontró. Aquella sombra se deslizaba por las paredes que lo rodeaban, balbuceando y
conspirando incesantemente para alimentar su amargura. Apretaba sus retorcidas manos, coronadas por negras
zarpas, contra las sienes, pero era incapaz de silenciar a su eterno acompañante en aquella oscuridad. Nunca lo
consiguió.

El Susurrante le contó historias de vergüenza y culpa. Habló de los miles de inocentes que murieron por su
culpa, que jamás tuvieron ocasión de vivir gracias a su fracaso. Una parte de él cree que no son más que falacias
edulcoradas, historias tergiversadas y repetidas tantas veces que se hace imposible distinguir verdad y mentira.
El Susurrante le recuerda la luz extinguida en su encierro, le muestra el rostro de chacal de su traidor, que
contempla la escena mientras lo condena a la oscuridad eterna del abismo. Las lágrimas brotan de sus ojos
ajados y él las enjuga con ira. El Susurrante conoce cada senda, cada camino oculto hacia su mente, y
distorsiona todas las certezas a las que alguna vez se aferró, todas las virtudes que lo convirtieron en un héroe
endiosado y reverenciado por toda... ¡Shurima!

Ese nombre significa algo para él, pero se desvanece como un brillante espejismo, anclado a la prisión de su
mente con las cadenas de la locura. Sus ojos, antaño astutos y penetrantes, están velados por siglos de absoluta e
insondable oscuridad. Su piel, que una vez fue fuerte como una armadura de bronce, ahora está opaca y
resquebrajada; de su infinidad de heridas brota el polvo, como arena que cae en el reloj de un verdugo. Tal vez
se esté muriendo. Cree que es posible, pero el pensamiento no le inquieta en demasía. Ha vivido y sufrido lo
suficiente como para no temer su propia desaparición.

Peor aún, no está seguro de poder morir. Contempla el arma ante él, un hacha con sable de medialuna sin
mango. Perteneció a un rey guerrero de Icathia, y un fugaz recuerdo le ilumina, le muestra cómo rompió aquella
empuñadura tras acabar con el ejército de su portador. Recuerda haberla vuelto a crear, pero no sabe por qué.
Tal vez la utilice para rebanar su propio cuello y ver qué ocurre. ¿Brotará sangre o polvo? No, no piensa morir
ahí. Todavía no. El Susurrante le informa de que es otro el destino que lo aguarda. Todavía queda sangre por
derramar y una sed de venganza que saciar. El rostro de chacal de aquel que lo condenó a la oscuridad flota en
su memoria y, cada vez que lo ve, hierve hasta la superficie el odio grabado a fuego en su corazón.

Contempla las paredes de la cueva mientras las sombras se disipan, revelando las rudas pinturas rupestres de los
mortales. Imágenes atávicas y descascarilladas, tan desdibujadas que son casi invisibles, muestran la ciudad del
desierto en todo su esplendor. Ríos de agua fresca y cristalina discurren entre las columnas de sus calles y los
rayos revitalizantes del Sol alumbran la exuberante vegetación de un paisaje que ahora es fértil. Ve a un rey con
yelmo de cabeza de halcón junto a una figura con vestiduras oscuras, ambos en lo alto de un palacio elevado. A
sus pies, dos gigantes ataviados con armadura militar: uno es una bestia colosal con forma de cocodrilo y un
hacha con hoja de medialuna; el otro es un guerrero erudito con cabeza de chacal. Reconoce en la criatura
reptiliana la representación, exaltada por los mortales, de su encarnación ascendida. Entonces posa su mirada
sobre el otro guerrero. El tiempo ya casi ha borrado la escritura angular bajo la imagen descolorida, pero sigue
siendo lo suficientemente legible para que se adivine el nombre de su traidor.

—Nasus —pronuncia—. Hermano...

Y nombrada la fuente de su tormento, su propia identidad es revelada, como el sol que emerge tras una nube de
tormenta.

—Soy Renekton —sisea entre dientes curvos—. El Carnicero de las Arenas.

Alza su filo de medialuna y se pone en pie, sacudiendo el polvo de los siglos de su cuerpo acorazado. Viejas
heridas sanan, la piel agrietada recupera su tersura y el color vuelve a su verde y elástica forma reptiliana a
medida que se imbuye de determinación. Hubo un día en el que el sol lo transformó, pero ahora la oscuridad es
su aliada. La fuerza invade su monstruoso y poderoso cuerpo, los músculos se hinchan, y sus ojos arden de odio
hacia Nasus. Oye cómo el Susurrante vuelve a hablar, pero ya no le presta atención. Empuña el hacha con sus
poderosas garras y posa la punta del filo sobre la imagen del guerrero con cabeza de chacal.

—Me dejaste solo entre las tinieblas, hermano —dice—. Y ahora morirás por tu traición.
SIVIR
LA SEÑORA DE LA BATALLA
''Me da igual qué cara haya en la moneda mientras pueda pagar con ella.''

Sivir es una afamada buscadora de tesoros y capitana mercenaria que se gana la vida en el desierto de Shurima.
Provista de un arma legendaria en forma de cruz engastada con gemas, ha luchado y ganado innumerables
batallas para aquellos que pueden permitirse su exorbitante precio. Conocida por su determinación temeraria y
por una ambición sin fin, se jacta de poder recuperar los tesoros enterrados de las peligrosas tumbas de
Shurima... a cambio de una generosa recompensa. Ahora que unas fuerzas ancestrales agitan los mismísimos
huesos del lugar, Sivir se encuentra dividida entre destinos opuestos.

Sivir aprendió de primera mano las duras lecciones de la vida en el desierto cuando su familia entera cayó a
manos de los kthaons, una de las tribus de saqueadores más temidas de Shurima. En las semanas y meses
posteriores a la matanza, sobrevivió robando comida de los puestos de los mercaderes y explorando ruinas del
desierto en busca de baratijas, para luego venderlas.

La mayoría de ellas habían sido saqueadas hacía tiempo, pero Sivir poseía un talento innato para encontrar cosas
que los demás habían pasado por alto. Dotada de una vista de águila y una determinación a toda prueba,
localizaba pasadizos secretos, resolvía rompecabezas ancestrales para desvelar la ubicación de catacumbas
perdidas y esquivaba trampas mortíferas.

En ocasiones lograba convencer a otros niños de que la ayudaran a saquear una tumba que no habría estado a su
alcance sin ellos. Armados solo con cuerdas y velas, estos huérfanos malnutridos descendían por los estrechos
túneles que se extendían bajo las ruinas en busca de objetos de valor.

Un día, Sivir y sus compañeros de correrías se adentraron en una tumba secreta que, según juraba ella, estaba
repleta de tesoros de incalculable valor. Finalmente, tras muchas horas de exploración, encontraron una puerta
secreta, pero, para su sorpresa, descubrieron que al otro lado solo había una cámara vacía. Enfurecida por
aquella pérdida de tiempo, Mhyra, la mayor de sus camaradas, le exigió que cediese su puesto de jefa. Sivir se
negó y las dos muchachas se enzarzaron en una batalla encarnizada. Mhyra era más grande y más fuerte y, sin
demasiadas dificultades, inmovilizó a Sivir y la arrojó desde lo alto de un saliente. Horas más tarde, despertó en
la oscuridad, sola. Abrumada por el pánico, deshizo su camino a ciegas, tanteando las paredes, hasta regresar a
la luz del día. Al volver a su guarida, se encontró con que su traicionera amiga se había marchado con todas sus
posesiones.

Sivir prometió que no volvería a permitir que la traicionaran. Decidida a aprender a defenderse, se unió a una
banda de mercenarios dirigida por la legendaria Iha Ziharo, donde sirvió como mula de carga, exploradora y
chica de los recados.

Durante años durmió con una daga guardada bajo la manta. No confiaba en los guerreros de Ziharo consciente
de que solo eran leales al dinero, pero aun así se esforzó por aprender de ellos todo lo posible. Se entrenaba con
tenaz determinación y todos los días practicaba con los más bisoños.

Su inagotable dedicación y su cada día mayor destreza con las armas atrajo la atención de la propia Iha Ziharo,
quien decidió tomarla bajo su protección... un honor reservado a unos pocos. Con el paso de los años se
convirtió en una formidable guerrera y, como lugarteniente de Iha, luchó contra ejércitos, bandidos y tribus
belicosas. Cuando al terminar las guerras la banda de mercenarios tuvo dificultades para encontrar trabajo, Sivir
condujo varias expediciones a las ruinas en busca de los tesoros perdidos de Shurima.

Finalmente se cansó de vivir a la sombra de Ziharo. Su autoritaria líder se quedaba siempre con la mayor parte
de los tesoros y con toda la gloria, a pesar de que si conseguían aquellas riquezas era sobre todo gracias a la
información de Sivir sobre las tumbas. Y, por si fuera poco, se negaba a luchar por algunos caudillos cuya
crueldad no tenía cabida dentro de su código de honor. Para Sivir el oro no era más que oro, por muy
ensangrentadas que estuvieran las manos que lo pagaban, y la moralidad no desempeñaba papel alguno en las
transacciones.

Muchos de los mercenarios estaban de acuerdo con ella y empezaron a conspirar para que reemplazase a Ziharo.
La noche antes del golpe, la jefa de la banda se enteró. Enfurecida, decidió adelantarse y acabar con su antigua
pupila mientras dormía. Pero Sivir esperaba el ataque y logró derrotarla en un encarnizado duelo a cuchillo. Con
todo, en el momento de acabar con su rival descubrió con sorpresa que era incapaz, pues aún recordaba que la
había acogido cuando no era más que una niña triste sin un mendrugo que llevarse a la boca. Por ello, en lugar
de matarla, decidió abandonarla en el desierto con medio pellejo de agua, una solitaria moneda y sus mejores
deseos.

Bajo la dirección de Sivir, los mercenarios no tardaron en granjearse una reputación de temibles guerreros y
exploradores capaces de encontrar reliquias legendarias. Nobles del desierto, mercaderes adinerados y
coleccionistas de objetos arcanos alquilaban los servicios de Sivir para que librase sus guerras o recuperase
tesoros ocultos. Los exploradores le pagaban grandes sumas para que los ayudara a atravesar territorios
peligrosos o a moverse por las vetustas ruinas de Shurima. Algunos caudillos contrataron a su compañía para
que los defendiese frente a las incursiones de los noxianos, mientras otros se procuraban sus servicios al
comienzo de sus campañas para asegurarse una victoria rápida.

En el Año de las Mil Tormentas, el señor de una antiquísima ciudad de Shurima llamada Nashramae contrató a
Sivir para que buscase una antigua hoja en forma de cruz que, según decía, había pertenecido siempre a su
familia. Envió a su guardia personal con ella para garantizar que cumplía su parte del trato y así, al cabo de una
búsqueda que se prolongó durante varios meses, Sivir encontró el arma. Mientras la sacaba del sarcófago de un
héroe olvidado de antaño, enterrado bajo toneladas de escombros, la asaltó la extraña sensación de que toda su
vida la había conducido hasta aquel instante. El arma estaba tachonada de oro y piedras preciosas y a pesar de su
antigüedad, seguía tan afilada como si acabaran de forjarla.

Sivir la contempló como hipnotizada, embargada por la sensación de que había estado esperándola. Al oír que el
capitán de la guardia exigía que volviesen junto a su señor para entregársela, se dio cuenta de que no podría
hacerlo. Arrojó la extraña arma en una trayectoria curva y contempló maravillada cómo decapitaba no solo al
capitán, sino también a los tres hombres que había tras él antes de volver a su mano. Nunca se había sentido tan
cómoda con un arma, ni tampoco tan poderosa. Se abrió paso luchando hasta que, finalmente, logró salir
triunfante de la tumba, dejando tras de sí los cadáveres de los soldados de Nashramae.

Sivir ya era muy famosa en Shurima por sus hazañas y su ferocidad en el campo de batalla, pero a medida que
crecía su leyenda, su reputación empezó a propagarse más allá del desierto. En Noxus, estas historias llegaron a
oídos de Cassiopeia, una ambiciosa aristócrata que codiciaba una reliquia que creía perdida en las arenas.
Cassiopeia no carecía de oro, así que contrató a Sivir como guía para saquear las entrañas de la antigua y
perdida capital de Shurima.

Aunque el instinto le decía que desconfiase a Cassiopeia, Sivir no estaba dispuesta a renunciar a una expedición
tan lucrativa. Al adentrarse en las laberínticas catacumbas de la ciudad enterrada muchos de sus mercenarios
perdieron la vida en las letales trampas que contenían, pero Cassiopeia se negó a dar media vuelta. Tras días de
incesante descenso en la oscuridad, Sivir y Cassiopeia llegaron a un gran bajorrelieve donde estaban retratados
los emperadores de antaño y sus guerreros Ascendidos, con cabezas de animales. La mayoría de las estructuras
enterradas que habían visto hasta entonces estaban en ruinas por los milenios que habían pasado bajo las arenas,
pero por alguna extraña razón aquel muro seguía intacto. Sivir sintió que algo se removía en su sangre al
contemplar los grabados, hipnotizada por una sensación creciente de reconocimiento. En aquel momento de
distracción su destino quedó sellado.

Aprovechándose de su descuido, Cassiopeia se le acercó por detrás y le clavó una daga en la espalda. Sivir se
desplomó agonizante sobre las arenas, manchadas con su propia sangre. Cassiopeia le arrebató el arma de las
manos mientras la mercenaria sentía que sus sentidos se apagaban como una vela parpadeante. A medida que el
calor abandonaba su cuerpo, la muerte fue aproximándose.

Pero el destino no había terminado con ella. Al abandonar la sangre su cuerpo, los vestigios de realeza que
contenía devolvieron la vida a su antepasado, el emperador Azir. Este levó su cuerpo hasta el Oasis del Alba, un
sagrado estanque que en su día había contenido aguas curativas. En aquel momento, tras milenios de sequía,
volvió a llenarse de agua cristalina en presencia de Azir. El líquido curativo envolvió el cuerpo de Sivir y, de
manera milagrosa, restañó la fatal puñalada asestada por Cassiopeia.

Con un jadeo trabajoso, Sivir abrió los ojos. Se sentía aturdida y sorprendida, como si acabara de salir de un
sueño. Un rostro vagamente familiar la miraba con amabilidad desde arriba y Sivir parpadeó, sin saber si estaba
viva o muerta. A su alrededor, por todos lados, se levantaron unos remolinos de polvo y empezaron a formar
gigantescos palacios, suntuosos templos y extensas plazas. La antigua ciudad de Shurima se alzó de su arenosa
tumba en todo su esplendor y toda su gloria, coronada por un enorme disco dorado que brillaba con más fuerza
que el sol del mediodía. Con el retorno de Azir, la ciudad quedó restaurada en toda su antigua majestuosidad.

Sivir se había criado escuchando los relatos sobre los legendarios Ascendidos, pero siempre había pensado que
solo los niños y los necios daban crédito a tales fantasías. Rodeada por una ciudad que se había levantado de la
nada piedra a piedra y frente a un emperador muerto hacía siglos que le hablaba de su ancestral linaje y de su
visión para un reino renacido, Sivir sintió que se estremecía hasta el tuétano. Todo en lo que siempre había
creído estaba de pronto teñido de duda.

Con el eco de las palabras de Azir aún en los oídos, regresó a su vida como mercenaria y buscó consuelo en las
realidades cotidianas de su profesión. Le costaba aceptar que tal vez fuese la heredera de un imperio olvidado y
trató de expulsar tales pensamientos de su cabeza. Aunque todo lo que le había dicho Azir fuera verdad, estaba
segura de que nadie podía unir las dispersas tribus de Shurima. Los caudillos más poderosos, cuando tenían oro
y soldados en cantidad suficiente, podían gobernar pequeños territorios durante un tiempo, pero el reino entero
nunca se uniría bajo una sola bandera ni se postraría ante un solo hombre... por muy emperador que fuese.

Mientras Azir lucha por restablecer toda la fuerza de su antiguo imperio, a Sivir le carcome la duda de saber si
podrá volver a su antigua vida. Unas fuerzas poderosas se ciernen sobre su mundo y, para bien o para mal, el
destino le ha concedido una segunda oportunidad.

Ahora deberá escoger su camino y forjarse un nuevo legado.

AGUA

Sivir sentía la garganta como si la tuviera envuelta en cristales rotos. La carne agrietada de sus labios le
quemaba. Sus ojos se negaban a enfocar. ''Les he dado tiempo más que suficiente para partir''.

Se apoyó en el borde de una roca. La caravana seguía en el manantial, sin dar señales de tener la intención de
moverse.

''¿Por qué tienen que ser kthaons?''. De las numerosas tribus que la querían muerta, los kthaons eran famosos por
su persistencia.

Volvió a recorrer la caravana con la mirada, en busca de cualquier indicio de que se dispusieran a salir del
antiguo cauce para seguir su viaje. Sacudió los hombros tratando de decidir si sus músculos estaban listos para
hacer frente a media docena de hombres. Si quería tener alguna posibilidad tendría que cogerlos por sorpresa.

''Esa engolada noxiana me la ha jugado pero bien...''.

Sacudió la cabeza para despejarse la mente. No era momento de pensar en tales cosas. ''La cabeza se me va por
culpa de la falta de agua. ¿Por qué no traería más?''.

En la ciudad no escaseaba. Por orden de una criatura ancestral, habían brotado enormes torrentes de sus estatuas.
''Me curó la herida y me salvó la vida''. Luego regresó para reconstruir los templos a su alrededor, mientras
profería palabras extrañas en un antiguo dialecto al que ella apenas encontraba sentido. ''Hablaba solo en una
ciudad muerta, poblada únicamente por las arenas. Tenía que salir de allí antes de que volviese a sepultarlo todo
bajo el polvo... o decidiera que estaba en deuda con él''.

Al tragar saliva sintió una renovada agonía en la garganta. Volvió a mirar el manantial, un sencillo charco de
agua marrón rodeado por la caravana.

''Les he dado un día'', reflexionó. ''O muero yo o mueren ellos. Por unas gotas de agua o unas monedas de oro.
Así son las cosas en el desierto''.

Aprestó el arma mientras echaba a correr hacia el primero de ellos. ¿Tendría tiempo de alcanzarlo antes de que
se volviese? Contó la distancia. ''Catorce zancadas. Doce. Diez. No debe hacer el menor ruido. Dos zancadas''.
Saltó. La hoja atravesó limpiamente el cuello del hombre y se hundió en su hombro.

La sangre empezó a manar mientras Sivir caía sobre él. La inercia la llevó más allá de la hilera de rocas a la que
había estado subido. Sivir lo agarró de los brazos. El hombre se debatió contra ella, como si se negara a aceptar
que ya estaba muerto. La sangre de su último y agónico aliento roció a la joven. ''Este hombre no tenía por qué
morir''.

Volvió a acordarse de la hoja de Cassiopeia. ''Esa zorra noxiana me clavó una daga en la espalda. Morí. Eso
tendría que significar algo''.

En la distancia sonó un ruido atronador. ¿Unos caballos? ¿Un alud de arena? No era momento de preguntarse
tales cosas. Se arrastró sobre las duras piedras. ''El resto de la caravana no tardará en reparar en la ausencia del
guardia''. Su siguiente objetivo avanzaba ya por la línea del cerro. Debía atacar antes de que se apartase del
saliente. ''No puedo fallar''. Lanzó su arma.

La hoja alcanzó al segundo soldado y lo partió por la mitad. Se desvió hacia arriba y luego, al acercarse al cenit
de su trayectoria, se ralentizó antes de cambiar de sentido. En el camino de regreso, le rebanó el cuello a un
tercero. No habría tiempo para otro lanzamiento. La hoja completó su arco y descendió volando hacia el agua.
Solo tenía que alcanzarla a tiempo. Había ejecutado la misma maniobra muchas otras veces. Cogería el arma y
mataría a los tres supervivientes de un solo movimiento.

Pero al correr se dio cuenta de que le pesaban los pies y sus doloridos pulmones parecían incapaces de absorber
el aire que necesitaban. ''Treinta zancadas''. Tenía que cubrir esta distancia antes de que el cadáver del segundo
muerto tocase el suelo. ''Veinte''. Los músculos de sus piernas tenían calambres y se negaban a obedecer sus
órdenes. ''Quince''. Se dio cuenta de que se desviaba y trastabillaba. ''No. Aún no''.

Entonces, antes de lo que esperaba, el segundo cadáver concluyó su caída y chocó contra las piedras. Habría
sido imposible no oírlo.

Con un solo error bastaba. Los kthaons eran moradores del desierto. Los guardias que quedaban habían sacado
las armas antes de que hubiera dado un paso más.

La cruz cayó al agua, entre los hombres y ella. A cinco zancadas de ellos. A diez de ella.

''Puedo hacerlo''. Todos los reflejos de su cuerpo la instaban a seguir adelante. Pero lo que hizo fue resbalar
hasta detenerse bruscamente.

''He venido sin agua suficiente. He esperado demasiado para atacar. No he medido bien las distancias. Yo no
cometo este tipo de errores. ¿Por qué?''. Otra parte de su mente respondió. Recordó el instante después de que la
hoja de Cassiopeia se le clavara en la espalda. No la sentía. Lo que sintió fue un peso repentino e inesperado,
que le arrebató el aliento y pareció comprimirle los pulmones.

—He matado a tres de los vuestros antes de que me oyerais —dijo con voz cascada por la tos.

—No tienes armas —respondió el más grande de los kthaons.

—Porque no quiero manchar el agua con vuestra sangre —mintió ella.

Los tres hombres intercambiaron miradas. ''Me han reconocido''.

—Hace un año, maté a vuestro jefe y a dos docenas de vuestros mejores hombres por una bolsita de oro. Fue un
precio muy bajo por sus vidas. —Miró a los tres hombres a los ojos. Estaban alejándose del agua, en un intento
de rodearla.

—Todo el oro que gané por matar a vuestros hermanos y a vuestro jefe —continuó— lo perdí en las mesas de
juego en una sola noche.

—Vengaremos sus muertes y tu ofensa —respondió el más grande.

—No tendría que haberlos matado —repuso Sivir—. Al menos por ese oro. No hagáis que os mate por unos
tragos de agua.

El líder de los kthaons, nervioso, agarró el arma con más fuerza.


—Puedo llegar a mi arma antes de que tengáis tiempo de actuar —añadió Sivir—. Y si tengo que correr a por
ella, moriréis. —Señaló las turbias aguas—. Vuestras vidas valen más que eso.

—Entonces moriremos con honor —afirmó el más grande de los tres, aunque sus camaradas parecían menos
seguros.

—¿Me hizo falta el arma para matar a los veinte hombres a los que queréis vengar? —les advirtió Sivir—. Sois
muy pocos.

Los tres hombres titubearon. Conocían la reputación de Sivir. Los otros dos se llevaron al más grande a rastras
hasta sus cabalgaduras y luego montaron.

Sivir se aproximó al agua.

—Volveremos con nuestros hermanos para vengarnos.

—Muchos lo han intentado antes que vosotros —dijo ella—. Ninguno lo consiguió.

Pegó la lengua a la reseca bóveda del paladar, desesperada por hallar algún alivio. Hasta la última gota de su ser
deseaba arrodillarse frente al agua y beber. ''Debo esperar a que estén más allá de la duna más lejana''.

Mientras los hombres se alejaban a galope, el extraño trueno volvió a sonar. Era estruendoso y se hacía más
fuerte por momentos. ''Eso no son caballos ni arenas movedizas''. Sivir se volvió hacia su origen y vio que un
muro de aguas azuladas de casi un metro de altura avanzaba por el antiguo lecho del río. ''El agua de la ciudad''.

En el instante antes de que la embistiera el torrente, sintió la masa de aire fresco y húmedo que la precedía. Su
presencia la sorprendió tanto como un beso inesperado.

La primera oleada estuvo a punto de derribarla. El gélido impacto fue doloroso, pero, al envolver su cintura y
sus piernas, se tornó agradablemente refrescante. Sivir permaneció en el agua y dejó que la abrazase. Podía
sentir cómo se llevaba la insidiosa arena del desierto mientras, a su alrededor, su cabello flotaba ingrávido y
libre.

''Estuve muerta. Debo hacer que eso signifique algo''.


SKARNER
LA VANGUARDIA DE CRISTAL
''Somos uno. Nada puede fragmentarnos.''

Skarner es un gigantesco escorpión cristalino procedente de un oculto valle de Shurima. La antigua raza a la que
pertenece, los brackern, es famosa por su sabiduría y su profunda conexión con la tierra, pues sus almas están
fundidas con poderosos cristales vitales que albergan los pensamientos y recuerdos de sus antepasados. En una
época ya ancestral, los brackern entraron en estado de hibernación para evitar un terrible desastre de naturaleza
mágica, pero recientemente unos sucesos amenazantes han hecho despertar a Skarner. Ahora, el único de los
brackern que no sigue dormido lucha por proteger a sus hermanos de quienes quieren hacerles daño.

Mucho antes de que los hombres cruzasen los abrasadores desiertos de Shurima, las arenas albergaban una
magia desatada y primordial. En un valle remoto rodeado de escarpados acantilados y afiladas formaciones
rocosas, la ancestral raza de los brackern excavaba las arenas para extraer cristales sin tallar. Cada una de estas
nobles criaturas se fundía con una piedra, que albergaba su consciencia hasta mucho tiempo después de su
muerte.

La desaparición de un brackern era una circunstancia poco frecuente, puesto que sus vidas terrenas se
prolongaban milenios, pero ni siquiera la muerte significaba su final. Cuando perecía la forma mortal de una de
ellas, su piedra vital era enterrada en el valle para que no corriese peligro hasta que pudiera desenterrarla un
nuevo brackern. Con esta práctica protegían los vulnerables cristales, además de preservar la sabiduría de sus
antepasados.

Como el número de piedras era finito, los brackern jóvenes buscaban los cristales destinados a ellos, mientras
que la consciencia del interior de la piedra llamaba al brackern que había escogido para que heredase su magia y
sus recuerdos. En un ritual sagrado, la roca se fundía con la carne cristalina e imbuía la mente de la criatura de
recuerdos y conocimientos, además de infundirle una magia primordial. Un brackern sin cristal no sobreviviría
mucho tiempo, pues carecía de la fuerza, la longevidad y el poder que otorgaban.

La joven criatura llamada Skarner pasó muchos años buscando el cristal que le estaba destinado. Azuzado por el
miedo a morir antes de encontrarla, su deseo iba en aumento a cada luna que pasaba. Día y noche excavaba en la
tierra, siguiendo un patrón metódico que dejó el valle y las colinas circundantes sembrado de intrincadas
espirales.

Estaba a punto de rendirse cuando finalmente sintió que una consciencia ancestral llamaba a su mente. Se
hundió en la tierra y fue adentrándose en ella más y más hasta sentir el calor del corazón del mundo sobre el
caparazón. Pasaron los días, pero la consciencia fue haciéndose más insistente en su llamada. Finalmente las
pinzas de Skarner se cerraron sobre una piedra muy antigua y oyó un susurro ronco en el fondo de su mente.
Aunque la voz era tenue parecía conectada de una manera íntima a su consciencia. Skarner comprendió que
había encontrado su piedra.

El cristal era más grande que ningún otro que hubiera visto y era tan antiguo que su luz se había atenuado hasta
convertirse en un débil fulgor. Su superficie estaba agrietada en varios puntos y había pasado tantos eones bajo
tierra que se había opacado. Skarner la examinó con la máxima delicadeza, temiendo hacer más daño a un
objeto tan antiguo. La luz apagada de su interior palpitaba como si respirase en respuesta a su presencia.

Inició el ritual de unión y se enterró profundamente con el cristal para pasar varias semanas sin sustento alguno.
Aunque preso de una fatiga dolorosa y con los miembros atrofiados por las privaciones, no tenía miedo, pues la
voz de la piedra lo reconfortaba. Finalmente, cuando el cristal se fundió con su cuerpo, unos recuerdos y una
sabiduría ancestrales impregnaron todos sus pensamientos y sintió que lo embargaba una emoción
estremecedora. Presenció momentos de increíble dicha y aplastante tristeza sucedidos generaciones atrás. Sentía
la magia a su alrededor, una magia que le infundía una profunda conexión con el mundo a través de un zumbido
sordo y constante. Al mismo tiempo percibía a sus hermanos, comunicándose en un diálogo de mentes
desprovisto de palabras.

Cuando las fuerzas cataclísmicas de las Guerras Rúnicas comenzaron a devastar el mundo los brackern temieron
que pudieran provocar el fin de la especie. Por tanto tomaron la decisión de hibernar para ocultarse hasta que los
humanos se destruyesen mutuamente, como parecía destinado a suceder. Solo entonces volverían a salir de las
arenas.

Los escorpiones cristalinos se enterraron así en lo más profundo del desierto de Shurima. Los más jóvenes y
feroces se situaron cerca de la superficie, listos para despertar y defender a los demás en caso de peligro. La
fuerza que había otorgado a Skarner su antiquísima piedra vital lo había hecho más poderoso que casi todos sus
hermanos, así que fue uno de los últimos en sumirse en el largo sueño.

Durmieron durante siglos en pacífico aislamiento hasta que Skarner despertó, presa del pánico. Unas
explosiones atronadoras sacudían el suelo en el lugar de reposo de los brackern. Los más cercanos a la superficie
estaban aturdidos. Una banda de ladrones había descubierto a las dormidas criaturas y estaba arrancándoles los
cristales de la carne. Skarner, protegido de su ataque por el cristal, surgió de la arena en un terrible frenesí de
pinzas puntiagudas y venenosos aguijonazos. Aunque los ladrones eran muy numerosos, mató a muchos de ellos
y el resto se dio a la fuga. Entonces quedó horrorizado al ver que era el único que estaba despierto y que muchos
de los cristales de sus hermanos habían sido robados.

Trató de revivirlos, pero los hombres, en su precipitada e irracional codicia, habían destruido tantas piedras
vitales que varios brackern murieron momentos después de que los despertara, mientras que otros no
recuperaron la consciencia en absoluto. Durante semanas caminó por la arena sobre sus dormidos hermanos,
sumido en un luto apesadumbrado. Estaba seguro de que los cristales no tardarían en ser destruidos en las manos
de los hombres, y lamentaba también esa pérdida.

Sin embargo, muchas semanas después, al despuntar el alba, oyó unos ecos lejanos que lo llamaban en sus
pensamientos. Eran gritos tenues, pero repicaban con nitidez sobre la tierra. Las voces de las aterrorizadas
piedras perdidas acudían a él para implorarle que volviera a reunirlas con sus hermanos. Skarner titubeó sin
saber si debía ir en pos de los cristales perdidos o continuar protegiendo a los supervivientes. Después de
semanas borrando todo rastro de la excavación e incapaz de seguir soportando cómo sufrían sus hermanos a
manos de los violentos humanos, decidió partir en su busca.

Comenzó así la ardua tarea de seguir el rastro a las piedras con la esperanza de que nadie más descubriera al
resto de su pueblo bajo la arena. Aunque es una búsqueda solitaria, en ocasiones oye la llamada de un cristal
perdido y entonces lo embarga una sensación hecha de dicha y angustia a partes iguales. En tales ocasiones
Skarner convierte su tristeza en una determinación inquebrantable y jura no descansar hasta haber recuperado la
última de las piedras vitales.

EL ONEIROCANTO

Los suavepieles interrumpieron nuestro sueño de un millar de ciclos.

Durante largas edades sentí el vertiginoso movimiento del mundo. Las estrellas explotaban y morían sobre mí,
aunque no podía verlas. Sentía que el calor del sol llenaba de vida las arenas.

Cuando se me ralentizó el pulso y me hice un ovillo en el suelo reseco para que mi cuerpo estuviera caliente
durante el largo sueño, pensé que mi paso por la tierra sería solitario, que no respondería a mi contacto. Pero mis
hermanos estaban a mi alrededor, por todas partes. Los sentí removerse en su reposo. Oí cómo intentaban llegar
hasta mi mente con silenciosos murmullos. Oí sus oneirocantos de mundos sobre mundos. Un lugar sin los
suavepieles, sin miedo, sin dolor y sin dudas. Un lugar de inmensa paz.

En la arena estábamos todos conectados. Soñábamos como uno solo. No solo los cantores, sino todas las
criaturas vivientes: los gusanos que se enroscaban alrededor de los suaves rocagranos, las toporratas que
excavaban túneles para parir a sus crías, e incluso una familia de pequeñas arañas que descansaban de noche en
la densapenumbra.

Yo creía que las rocas serían inamovibles, frías, indiferentes. Pero también ellas formaban parte de nosotros. Las
piedras eran cálidas y cuanto más excavábamos, más nos acercábamos al flamivientre del mundo. Cada vez que
el subsuelo hervía de rabia, yo estaba allí. Sus temblores sacudían la arena hasta que yo me sumaba al canto con
mi propia furia. ''Somos uno, somos todos. Tu rabia es la mía''. Oía su gratitud en la lluvia, cuando las gotas
húmedas empapaban la arena y la tierra se hinchaba como si estuviera encinta.
Cuando llegaron los suavepieles, la tierra no conoció otra cosa que dolor. Nuestros cantos se tornaron gritos
mientras nos desgarraban, nos quebrantaban y nos dispersaban. Oí el cantopesar cuando los suavepieles
desenterraron a los míos. Les arrancaron las verapiedras del cuerpo, a pesar de que gritamos con la fuerza de los
terremotos, y se las llevaron. Canté largo y tendido durante muchas noches, canté hasta que mi corazón se tornó
frío y vacío, pero no volvieron.

Hoy, estoy solo en el altositio. Hoy, el viento reseco me quema la piel. A cada paso que doy, la arena me raspa
como protesta. Debo combatir el impulso de enterrarme muy hondo, de buscar refugio en la densapenumbra de
la tierra. ''No estoy solo. Formo parte del uno, no estoy más allá''.

Desde muy lejos llega hasta mí un canto de miedolor. La música es casi inaudible, pero reconozco la melodía y
respondo con el canto de mi propio pesar. Una nota de esperanza, nítida y pura, resuena en mi mente a modo de
réplica. ''Casi, casi''.

Las estrellas vuelven a describir un ciclo sobre nuestras cabezas y luego otro. El universo, con su eterno
parpadeo, me contempla desde lo alto. Me siento abrumado con el peso del firmamento. ''Debería estar abajo,
pero estoy aquí, solo en el aire frío''.

Llevo tres lunas arriba. Un mero parpadeo, un destello de la existencia. Un murmullo reconfortante recorre
silenciosamente el subsuelo, pero aquí, en el altositio, siento la eternidad de la soledad.

Más allá, oigo a unos suavepieles. ''No cantan, gritan''. Sus voces arañan y percuten, sin melodía ni cohesión.
Carbonizan carnecarne sobre un falsofuego. El humo de la grasa inunda el aire y la peste me asfixia. ¿Por qué
hacen tal cosa? La tierra rebosa dones suficientes para todos.

La melodía me llama débilmente. ''Casi''. La verapiedra está cerca.

Tengo que explicarme. Los suavepieles no entienden. Su raza existe hace solo tres ciclos. Apenas han empezado
a excavar; apenas han desvelado los primeros secretos del masabajo. Hablan, pero aún no los he oído cantar.
Aprenderán.

Entono en su mente un canto de la tierracalma, para que perciban la gran belleza que nos aguarda cuando
dormimos. Canto por mis hermanos muertos, para que sepan lo que han robado.

Los suavepieles no responden con su propio canto. No parecen oírme, así que mi voz se vuelve estruendosa en
sus oídos. Canto por las verapiedras, arrebatadas con perfidia. ''Devolvédnoslas, son nuestras. Ya habéis
destruido un cúmulo. No nos neguéis también el futuro''. Canto una súplica. ''Dejad que lleve de nuevo los
cristales a la densapenumbra, para que puedan unirse de nuevo a nosotros''. Canto para restañar esta herida
abierta.

Los suavepieles siguen gritándose unos a otros. Uno de ellos deja escapar un sonido rítmico... ¿Una carcajada?
Me siento como si el aire aplastase mi cuerpo, así que me entierro. El peso que me rodea me reconforta.

¿Cómo es posible que no vean la ruina que han provocado? ''Sois implacables, sois toscos. ¿Cómo podéis
partirnos por la mitad de este modo?''.

Mi caparazón se torna blancocielo de rabia. No permitiré que los suavepieles nos destruyan.

Los oigo gritar cuando surjo de la arena. Convoco las energías de la tierra y almaceno el poder en mi verapiedra.
Un suavepiel me lanza una hojastilla que me alcanza en una pata y se hace mil pedazos contra el reluciente
caparazón. ''Solo cantáis muerte. También yo puedo cantar eso''. Libero la energía solflamante y unos cristales
puntiagudos brotan del suelo para perforar la carne y astillar los huesos.

En su pánico, provocan que se propague el falsofuego. Sus toscas estructuras de ramas y pieles arden en la
oscuridad y los suavepieles corren hacia las llamas. El humo se eleva en ofrenda hacia las estrellas insomnes.
Los suavepieles intentan escapar del caos, pero yo soy más rápido. Corro a su alrededor y ataco a un rezagado,
al que parto en dos con una de mis pinzas. Aplasto a otro bajo mis patas. La sangravida mancha la arena. Rujo
de furia. No es un canto, sino un grito. ''Vuestra sangre no es digna de tocar al uno que es todos''.
Mi cola restalla a derecha e izquierda para segar a los suavepieles. Vuelvo a convocar el solflamante y brotan
más cristales de la arena para perforar la carne. ''Conque sí podéis oír mi canto...''.

Soy tan tosco como ellos. Soy violencia. Soy muerte.

En mis sueños solo veo furia. Ya no soy digno de la densapenumbra. Pero no puedo parar.

Solo queda una. La suavepiel esgrime con torpeza una cosa brillante hecha de madera y metal. Quiere matarme.
El objeto escupe un sol falso que perfora mi caparazón y me quema por dentro. La luz se refleja dentro de mi
cristal y me paraliza. Me tambaleo, preso de un dolor agonizante. No puedo moverme. Estoy roto. Estoy
acabado.

Un canto mortecino repica en mi mente. ''Casi, casi. Somos uno''.

Vuelve a apuntarme con su arma y me estremezco de horror al ver la luz casi consumida de la verapiedra que
lleva atada. Su arma se nutre de nuestra fuerza vital. Están consumiendo los cristales para alimentar su terrible
canto. Siento que voy a estallar de rabia y dolor, pero en su lugar lo que hago es extraer fuerza del suelo. Grito y
golpeo con mi aguijón. La suavepiel, ensartada en la punta, se estremece como un gusano. Cojo su arma y la
destrozo con una zarpa. Cae al suelo convertida en polvo, sin dejar otra cosa que la verapiedra de color
blancocielo.

Guardo el cristal entre mis fauces, donde estará a salvo. ''Estoy aquí, somos uno''.

Retraigo el aguijón y la suavepiel cae al suelo. ''No volváis. No os llevéis nuestras verapiedras. No os
pertenecemos. Somos todos. La densapenumbra es nuestra única dueña''.

La dejo con vida y huye corriendo. Pero no vive por misericordia mía, sino porque sé que ha oído mi
oneirocanto y ahora no tiene otra alternativa que cantar.
AMUMU
LA MOMIA TRISTE
''La soledad puede ser más solitaria que la muerte.''

Amumu es un alma solitaria y melancólica de la vieja Shurima que vaga por el mundo en busca de un amigo.
Maldito por un hechizo ancestral, está condenado a permanecer solo para siempre, pues su tacto es muerte y su
cariño es la perdición. Aquellos que afirman haberlo visto describen a Amumu como un cadáver viviente
pequeño y cubierto de vendajes del color del liquen. Amumu ha suscitado mitos, folclore y leyendas que se han
contado una y otra vez durante generaciones, hasta tal punto que ya es imposible separar la realidad de la
ficción.

El sufrido pueblo de Shurima coincide en algunas cosas: la brisa sopla siempre hacia el oeste por la mañana;
tener la tripa llena en luna nueva es mal augurio; los tesoros enterrados se encuentran siempre bajo las rocas más
pesadas. En lo que no se ponen de acuerdo, en cambio, es en la historia de Amumu.

Una de las versiones más frecuentes lo liga a la primera gran familia de gobernantes de Shurima, que sucumbió
a una enfermedad que corrompía la carne con espantosa rapidez. El más joven de sus hijos, Amumu, fue
encerrado en sus aposentos para pasar la cuarentena, y allí entabló amistad con una joven criada que oía su
llanto desde el otro lado de las paredes. La muchacha le llevaba noticias sobre la corte y le contaba historias
sobre los poderes mágicos de su abuela.

Una mañana le contó que había fallecido el último hermano vivo que aún conservaba, así que se había
convertido en el nuevo emperador de Shurima. Apenada por la soledad del niño en aquellas circunstancias, la
muchacha abrió la puerta y entró corriendo para reconfortarlo cara a cara. Amumu la rodeó con los brazos, pero
en el mismo instante en que se tocaron, se dio cuenta de que la había condenado al mismo destino atroz que
padecía su familia.

Tras la muerte de la muchacha, su abuela lanzó una terrible maldición al joven emperador. Para ella era igual
que si Amumu hubiera asesinado a su pariente con sus propias manos. Una vez que la maldición hizo efecto
Amumu quedó atrapado en aquel momento de sufrimiento, como una langosta en meloso ámbar.

Hay otra versión que habla sobre un príncipe heredero distinto, propenso a ataques de petulancia, crueldad y
vanidad homicida. En esta versión, Amumu es coronado emperador de Shurima a una edad muy temprana y,
convencido de estar bendecido por el sol, obliga a sus súbditos a venerarlo como un dios.

El joven emperador codiciaba el fabuloso Ojo de Angor, una reliquia ancestral sepultada en una cripta dorada
que, según se decía, otorgaba vida eterna a quienquiera que pudiera contemplarla sin que se le encogiera el
corazón. La buscó durante años con una hueste de esclavos que lo transportaron por laberínticas catacumbas y
se dejaron matar en sus trampas para que el emperador pudiera continuar con su búsqueda. Finalmente Amumu
llegó hasta un ciclópeo arco dorado, en cuya puerta sellada puso a trabajar a docenas de albañiles.

Al ver que el joven emperador entraba corriendo en la tumba decidido a encontrar el Ojo de Angor, sus esclavos
aprovecharon para sellar la puerta de piedra tras él. Algunos dicen que el niño pasó años en la oscuridad y que,
llevado a la locura por la soledad, tuvo que cubrirse de la cabeza a los pies con vendas para protegerse la piel de
sus propios arañazos. El poder del Ojo prolongó su vida y pudo dedicarse a reflexionar sobre sus pasadas
transgresiones, pero este don era una espada de doble filo, ya que Amumu estaba condenado a seguir siempre
solo.

Después de que una serie de devastadores terremotos destruyese los cimientos de su tumba, el emperador escapó
sin saber cuánto tiempo había pasado, pero decidido a enmendar el mal que había hecho en vida.

Otra versión lo retrata como el primer y único gobernante yordle de Shurima, quien estaba convencido de la
bondad innata del corazón humano. Para demostrar a sus detractores que se equivocaban, hizo voto de pobreza
hasta encontrar un amigo de verdad, seguro de que su pueblo acudiría presto a ayudar a un compatriota.

Pero aunque miles de shurimanos pasaron junto al andrajoso yordle, ni uno solo se paró para ofrecerle su ayuda.
La tristeza de Amumu fue en aumento hasta que, un día, murió con el corazón roto. Pero su muerte no fue el
final, pues algunos aseguran que el yordle aún vaga por el desierto en su eterna búsqueda de alguien que pueda
devolverle la fe en la humanidad.

A pesar de todas sus diferencias, estas historias tienen una serie de paralelismos. Al margen de las
circunstancias, Amumu siempre está condenado a existir en un estado de vacuidad, eternamente solo y sin
amigos. Condenado a buscar un compañero durante toda la eternidad, su presencia está maldita y su contacto
provoca la muerte. En las largas noches de invierno, cuando no se deja que se apaguen las hogueras, a veces es
posible oír el llanto de la Momia Triste en el desierto, desesperada por la falta del solaz de la amistad.

Sea lo que sea lo que necesita Amumu —expiación, amistad o un sencillo acto de bondad—, hay una cosa tan
segura como el viento que sopla hacia el oeste al llegar el alba: aún no lo ha encontrado.

CODICIA Y LÁGRIMAS

—Los dioses estaban furiosos y sacudieron la tierra. El suelo se cubrió de grietas —dijo el viejo Khaldun, con el
rostro anguloso iluminado por la fogata—. A una de estas fisuras se aventuró a acercarse un joven. Había una
abertura allí: la entrada a una tumba, escondida desde solo el Chacal sabe cuándo. El joven tenía esposa e hijos,
así que, tentado por la oportunidad, decidió entrar.

Los adultos y los niños por igual se aproximaron para oír las palabras del viejo narrador. Estaban muy cansados,
pues habían viajado mucho aquella jornada sin que el sol de Shurima les hubiese dado tregua, pero los relatos de
Khaldun eran siempre una delicia. Se arrebujaron en las capas para resguardarse del frío de la noche y siguieron
escuchando.

—El aire de la tumba era muy fresco, lo que era una suerte, pues fuera hacía un calor abrasador. El joven
encendió una antorcha, cuya luz hizo bailar sombras ante sus ojos. Avanzó con cautela, receloso de las trampas.
Era pobre, pero no tonto.

»En el interior los muros eran de suave obsidiana y estaban cubiertos de antiguas inscripciones e imágenes
grabadas. No sabía leer, pues era hombre de campo, pero examinó las imágenes.

»Vio a un joven príncipe, sentado en cuclillas sobre un disco solar transportado por un grupo de esclavos y con
una sonrisa radiante en el rostro. Frente a él se veían cofres llenos de monedas y tesoros, regalos de emisarios de
extraño atuendo que se postraban ante él.

»Vio otros grabados en los que aparecía también el sonriente príncipe, esta vez caminando entre sus súbditos.
Todos tenían la cabeza pegada al suelo. La corona del niño irradiaba unos estilizados rayos de sol.

»Frente a una de aquellas imágenes había una pequeña estatua de oro. Por sí sola, valía mucho más de lo que el
joven podía llegar a ganar en varias vidas. Entonces la cogió y se la guardó en el hatillo.

»No quería perder ni un minuto. Sabía que no pasaría mucho tiempo antes de que llegaran otros, por lo que
esperaba estar fuera de allí cuando lo hicieran. La codicia convierte en necios incluso a los más astutos, y él
sabía que esos otros no vacilarían en verter su sangre para apoderarse de la estatua dorada y las demás riquezas
que seguramente encontrara más adentro. Pero la avaricia no era uno de los defectos del joven. No sentía la
necesidad de continuar. Que se quedaran los demás con los otros tesoros.

»Antes de salir de la tumba miró una última imagen. Mostraba al príncipe muerto, tendido sobre un féretro. Los
que estaban más cerca de él sollozaban... pero más lejos el pueblo lo festejaba. ¿Lo habían amado sus súbditos o
había sido un tirano? Era imposible saberlo.

»Fue entonces cuando lo oyó: un sonido en la oscuridad que le puso la piel de gallina.

»Miró en derredor con los ojos muy abiertos y la antorcha frente a sí. Nada.

»''¿Quién anda ahí?'', preguntó. El silencio fue su única respuesta.

»El joven sacudió la cabeza. ''Es solo el viento, idiota'', pensó. ''Nada más que el viento''.
»Entonces volvió a oírlo, más nítido esta vez. En el interior de la tumba lloraba un niño.

»De haber estado en cualquier otro sitio, su instinto paternal lo habría llevado hacia el sonido. Pero ¿allí, en la
oscuridad de una tumba?

»Sintió el impulso de echar a correr... pero no lo hizo. El llanto estaba tan preñado de miseria y pesar que lo
conmovió.

»¿Podía ser que la tumba tuviese otra entrada? ¿Se habría metido un niño y ahora estaría allí perdido?

»Con la antorcha en alto, comenzó a avanzar. El llanto continuaba y su eco resonaba tenue en la penumbra.

»Ante sus ojos se abrió una amplia cámara de suelo negro pero pulido como el cristal. En su interior
resplandecían numerosas reliquias de oro y las paredes estaban incrustadas de piedras preciosas. Con cautela, el
joven penetró en ella.

»Entonces, al ver que su talón provocaba una onda que se propagaba por el suelo, retrocedió bruscamente.
Agua. El suelo no estaba hecho de obsidiana reflectante, sino cubierto de agua.

»Se arrodilló y bebió un poco ayudándose con las manos. La escupió al instante. ¡Era agua salada! ¡Allí, en
pleno corazón de Shurima, a miles de leguas del mar más próximo!

»En ese momento volvió a oír el llanto del niño, solo que esta vez más cerca.

»Levantó la antorcha y, en el umbral de la luz, el hombre atisbó una forma. Parecía un niño sentado de espaldas
a él.

»Con paso cauteloso, penetró en la estancia. El agua que cubría el suelo no era muy profunda. Sintió que se le
ponía de punta el vello de la espalda y el terror le atenazaba el pecho, pero aun así no echó a correr.

»''¿Te has perdido?'', preguntó mientras se le acercaba más. ''¿Cómo has llegado hasta aquí?''.

»La figura embozada en las sombras no se volvió... pero sí habló.

»''No... No me acuerdo'', dijo. El sonido flotaba suavemente a su alrededor, devuelto en forma de eco por las
paredes. El niño utilizaba un dialecto antiguo. Sus palabras resultaban extrañas... aunque inteligibles. ''No
recuerdo quién soy''.

»''Calma, pequeño'', dijo el hombre. ''Todo irá bien''.

»Se acercó más y entonces la figura se tornó visible. El joven abrió los ojos de par en par.

»Lo que tenía delante era la estatua de un dios tallada en ónice. Nada más. Ni el llanto ni la voz del niño
procedían de allí.

»En ese momento, sintió el contacto de una mano pequeña y seca.

Entre el público, los espectadores más jóvenes, con los ojos muy abiertos, reprimieron una exhalación de
asombro. Los demás niños se rieron con falsa bravuconería. El viejo Khaldun sonrió y su diente de oro
resplandeció a la luz de la antorcha. Entonces continuó.

—El joven bajó la mirada. El cadáver embozado en lino del diminuto príncipe se encontraba a su lado. Una luz
queda y espectral emanaba de sus cuencas oculares, a pesar de que su rostro entero estaba cubierto de mortajas.
El niño exánime lo tenía cogido de la mano.

»''¿Quieres ser mi amigo?'', preguntó con una voz amortiguada por el lino.

»El joven retrocedió de un salto y le soltó la mano. Espantado, bajó los ojos hacia su brazo. Su mano estaba
encogiéndose de manera visible, más negra y marchita a cada momento. Entonces el mal comenzó a subirle por
el brazo.
»Se volvió y echó a correr. En su precipitación y su terror, se le cayó la antorcha. La llama siseó al hundirse en
el lago de lágrimas y se hizo la oscuridad. Sin embargo la luz del día aún se vislumbraba más allá. Corrió hacia
ella desesperado a pesar de que, al mismo tiempo, la muerte ascendía reptando por su brazo en dirección a su
corazón.

»Esperaba sentir el letal contacto del niño en cualquier momento... pero no ocurrió. Al cabo de lo que le pareció
una eternidad, aunque en realidad sólo hubiera pasado el tiempo de unos pocos latidos, volvió a salir a las arenas
del desierto.

»''Lo siento'', respondió tras él una voz pesarosa desde la oscuridad. ''Ha sido sin querer''.

» Y así fue descubierta la tumba de Amumu —dijo el viejo Khaldun— y el niño de la muerte salió al mundo.

—¡Pero todos saben que no existe de verdad! —gritó el mayor de los niños al cabo de un momento de silencio.

—¡Amumu sí que existe! —respondió el más pequeño—. ¡Viaja por el mundo en busca de un amigo!

—Existe, pero no es un niño —dijo otro—. ¡Es un yordle!

Khaldun se echó a reír y se levantó con la ayuda de un viejo y nudoso bastón.

—Ya soy viejo y mañana tenemos un viaje muy largo —dijo—. Hace rato que tendría que estar en la cama.

El público comenzó a separarse sonriendo y cuchicheando, salvo una niña que se quedó allí. Sus ojos estaban
clavados en Khaldun y no parpadeaban.

—Abuelo —dijo—. ¿Cómo perdiste el brazo?

El viejo Khaldun desvió la mirada hacia su manga vacía, cosida a la altura del hombro, antes de regalarle una
sonrisa.

—Buenas noches, pequeña —dijo guiñándole un ojo.


RAMMUS
EL ARMADURILLO
''VALE.''

Idealizado por muchos, ignorado por otros, inexplicable para todos, Rammus, el extraño ser, es todo un enigma.
Rammus, protegido por un armazón de pinchos, inspira teorías cada vez más absurdas sobre sus orígenes allá
donde va. Estas pasan por considerarlo un semidiós, un oráculo sagrado y hasta una simple bestia producto de la
magia. Sea cual sea la verdad, Rammus se guarda su opinión y no se detiene ante nadie en sus viajes por el
desierto.

Hay quienes creen que Rammus es un ser Ascendido, un dios ancestral entre los hombres que acude rodando en
ayuda de Shurima cuando esta necesita al guardián blindado. Los más supersticiosos aseguran que es un heraldo
del cambio y que aparece cuando la tierra está al borde de un gran cambio en el poder. Otros especulan que es el
último miembro de su especie en extinción, que habitaba estas tierras antes de que las Guerras Rúnicas
desgarraran el desierto con su magia descontrolada.

Debido a tantos rumores de magia, poder y misterio a su alrededor, muchos habitantes de Shurima acuden a él
en busca de sabiduría. Sacerdotes, adivinos y lunáticos aseguran por igual ser conocedores de la morada de
Rammus, pero el Armadurillo ha demostrado ser elusivo. A pesar de eso, las pruebas de su existencia se
remontan a los tiempos de los mosaicos con su imagen, decadentes ya por el paso de tiempo en las paredes más
ancestrales de las ruinas de Shurima. Los monumentos de piedra con su forma creados durante el principio de la
era de la Ascensión hacen que muchos lo consideren un semidiós inmortal. Los escépticos aseguran que la
explicación es más simple, y que Rammus solo es una criaturas más de esa especie.

Se dice que solo aparece ante los peregrinos merecedores y necesitados de su ayuda, y que quienes son
bendecidos con su presencia experimentan un punto de inflexión en sus vidas. Cuando el Armadurillo rescató al
heredero de un enorme reino de morir en un terrible incendio, el hombre renunció a todo y se convirtió en un
criador de cabras. Un albañil anciano mantuvo una breve pero profunda conversación con Rammus, y eso lo
inspiró para construir un enorme mercado que se convirtió en el animado corazón de Nashramae.

A sabiendas de que la sabiduría de Rammus podía pavimentar el camino correcto, los creyentes devotos
efectúan elaborados rituales para atraer el favor de su deidad. Los discípulos de los cultos devotos a Rammus
demuestran su fe inquebrantable mediante una ceremonia anual en la que imitan su famoso modo de rodar y
saltar por la ciudad. Cada año, miles de habitantes de Shurima barren cada remoto rincón del desierto en busca
de Rammus, pues muchas de las doctrinas aseguran que el Armadurillo les responderá una sola pregunta si son
dignos y capaces de encontrarlo. Dado que su entusiasmo por las delicias del desierto es bien sabido, los
peregrinos se arman con mulas cargadas hasta arriba de leche de queso de cabra, cofres llenos de colonias de
hormigas sellados con cera y jarras llenas de panales, siempre con la esperanza de atraer la bendición del
Armadurillo. Muchos nunca regresan de su viaje al desierto profundo, y menos aún con historias del semidiós.
Aunque los viajeros describen que, al despertar, todas esas provisiones han desaparecido misteriosamente.

Tanto si en verdad se trata de un oráculo sabio como de una deidad ascendida o una gran bestia, Rammus es
conocido por sus milagrosas hazañas de resistencia. Una vez se adentró en la impenetrable fortaleza de Siram,
un imponente bastión diseñado por un hechicero loco. Se suponía que su interior albergaba horrores mágicos
inconmensurables, bestias terribles mutadas más allá de lo imaginable, pasillos en llamas y túneles
impenetrables protegidos por demonios de las sombras. En menos de una hora la gran fortaleza se derrumbó
formando una columna de polvo, y se vio a Rammus salir de allí rodando. Nadie sabe por qué cruzó Rammus su
oscuro portal ni qué secretos desentrañó en el interior de las paredes de basalto de aquella fortaleza. Cuando se
produjo la gran inundación cruzó el vasto lago de Imalli en apenas dos días, y excavó varias millas hacia el
interior de la tierra hasta alcanzar y destruir un hormiguero de hormigas gigantes y a su reina por haber
devastado una granja cercana.

A veces aparece como un héroe benevolente. Cuando algunos establecimientos del norte de Shurima sufrieron el
ataque de las tropas invasoras noxianas, las dispares tribus se unieron bajo el Templo de los Ascendidos para
defender su territorio. Sus rivales los superaban en número y en entrenamiento militar, y la batalla habría sido
una derrota aplastante si Rammus no hubiera hecho acto de presencia. Ambos lados quedaron tan sorprendidos
al ver a la elusiva criatura que el combate se detuvo por completo mientras él rodaba entre ellos. Cuando
Rammus pasó por el templo, este se desplomó y grandes bloques de roca se vinieron abajo sobre el ejército
invasor, aplastando a muchos de sus guerreros. Los soldados restantes, en inferioridad numérica, se retiraron al
son de los vítores entusiastas de los habitantes de Shurima. Muchos aseguran que Rammus salvó la ciudad por
amor a Shurima, pero hay quien opina que simplemente defendió el territorio en el que crecen sus flores de
cactus favoritas. Incluso había un hombre convencido de que el Armadurillo estaba dormido y que no tenía
intención de derribar un templo.

Sea cual fuere la verdad, las gentes de Shurima atesoran las historias de Rammus. Cualquier niño shurimano os
podría contar doce teorías sobre el origen de este ser, y la mitad de ellas posiblemente sean inventadas en ese
mismo momento. Ahora que la Shurima ancestral se ha alzado de nuevo, las historias sobre el Armadurillo
también se han incrementado, y se teme que su presencia sea un augurio de los malos tiempos que se avecinan.

¿Pero cómo podría un alma tan benevolente y epicúrea ser heraldo de una era de destrucción?

CARAVANA NORTE

Con un movimiento de navaja, Ojan esculpió una curva en la madera. Con solo ocho años de edad aún tenía que
practicar mucho como artesano; aquel bloque de madera apenas comenzaba a parecerse a algo redondo y con
pinchos.

Su hermana, Zyama, se inclinó desde su litera e hizo una mueca.

—¿Qué es eso? ¿Caca de Rhoksha? —preguntó—. Nadie va a querer comprarlo.

—¡No es caca! Es un dios grande y temible, ¡con su armadura y todo! Y no es para vender. Nos traerá suerte.

—Somos comerciantes, hermanito —espondió ella—. Aquí se vende todo.

La caravana traqueteaba al avanzar por las dunas. Iba cargada hasta arriba con jarras de especias, dejando justo
el espacio suficiente para las estrechas literas de la familia.

—¡Algo nos persigue desde el sur! —gritó la madre de Ojan desde fuera. Ojan la oyó apresurar a los camellos
con el látigo.

Zyama se asomó por la ventana mirando a través de su posesión más preciada, un catalejo ornamentado.

—¡Son kmiros! Voy a preparar las flechas —dijo—. Seguro que vienen a por tu caca de Rhoksha.

Ojan ocupó su lugar en la ventana. Vio como cientos de escarabajos grandes como perros los perseguían en
tropel por las dunas.

Zyama volvió con un arco y un carcaj repleto de coloridas flechas. Abatió a uno de los escarabajos de un
flechazo, pero eso no ralentizó al enjambre persecutor.

—¿Cuántas flechas tenemos? —preguntó Ojan.

—Unas cuarenta —respondió Zyama tras echar un vistazo al interior del carcaj. Frunció el ceño.

La voz de su madre les llegó desde la parte delantera. —Tendremos que dejarlos atrás. ¡Agarraos fuerte!

Con un par de latigazos más la caravana aceleró el paso y Ojan cayó al suelo.

Zyama disparó otra flecha hacia el enjambre, y esta vez perforó a dos. Las criaturas cayeron, pero otras
ocuparon su lugar.

—¡Aceite! ¡En el armario de la izquierda! —gritó su madre.

Ojan se alejó un momento y volvió con un frasco lleno de aceite para lámparas y un montón de trapos. Empapó
uno de los trapos con el aceite antes de envolverlo en la punta de una flecha. Luego la prendió y se la pasó con
cuidado a Zyama, y esta la disparó contra un grupo de escarabajos. Gritaron mientras las llamas los consumían
al ser alcanzados. Ojan sonrió.
El dúo siguió bombardeando a la horda con flechas ardientes tan rápido como Ojan podía envolver las flechas.
El aire olía a quitina quemada. La caravana siguió acelerando, y comenzaron a dejarlos atrás. Casi estaban a
salvo.

A Ojan se le encogió el estómago. Los kmiros extendieron sus brillantes alas y alzaron el vuelo como una gran
nube negra.

Ojan se agachó instintivamente al oír un ruido repentino en el techo. Se repitió más veces, y las placas de
madera crujieron por el peso de aquellos grandes insectos.

—¡Agarraos! —dijo su madre, y giró bruscamente hacia la izquierda. Los escarabajos cayeron del techo, pero el
ruido discordante proveniente del techo indicó a Ojan que otros insectos se habían instalado ahí.

Unas tenazas se abrieron paso por el techo y un escarabajo enorme cayó al interior de la caravana. Zyama sacó
una daga y se la clavó, pero la hoja no pudo perforar el duro caparazón. Entonces apartó a Ojan y enarboló la
hoja entre ellos en un intento desesperado de mantener el bicho a raya.

Más kmiros cayeron del malogrado techo con las pinzas y las mandíbulas listas para trocear. Ojan se ocultó bajo
la litera y golpeó desesperadamente a los insectos que lo arañaban. Se sacó del bolsillo la figura redonda de
madera.

—Por favor, Rammus —susurró—. ¡Ayúdanos!

Con la llegada de aún más escarabajos, la caravana dio una sacudida. Se tambaleaba de un lado a otro como un
navío en mala mar. Entonces el mundo dio la vuelta; la caravana volcó por completo y patinó por la arena.

El polvo le nubló la vista a Ojan y se protegió de los objetos que caían. Al golpearse contra la pared, las orejas le
pitaron y un zumbido invadió su cabeza. Pasado un momento, una mano lo agarró por el brazo. Era su madre,
que lo sacaba de los escombros. Le costó mantener los ojos abiertos ante la intensa luz del sol.

La familia se apiñó cerca de los restos de la caravana, tosiendo por culpa del polvo, y los kmiros se fueron
acercando. Un escarabajo cargó hacia ellos y la madre de Ojan le clavó un cuchillo en la mandíbula. Después
ensartó a otro que intentaba morder a su hija e hizo que vertiera sus entrañas amarillentas en la arena. Otro
escarabajo saltó de la caravana y cayó detrás de ellos. Zyama gritó cuando agarró uno de sus pies con las pinzas.

Los escarabajos se detuvieron de golpe. Se agazaparon contra el suelo y movieron las antenas. Ojan oyó un
zumbido distante. Dirigió la vista al horizonte y vio que una nube de arena se acercaba a ellos. La familia alzó
las armas, lista para afrontar la nueva amenaza.

Del torbellino de polvo y arena apareció una figura de caparazón redondo que aplastó al escarabajo más cercano
con una fuerza terrible y lo convirtió en pulpa.

Después salió disparado y comenzó a aplastar bestias a diestro y siniestro. Por mucho que los escarabajos
trataran de alcanzarla con sus pinzas afiladas, aquella cosa era imparable. No tardó en eliminar al último de los
kmiros.

Cuando el polvo se comenzó a asentar, Ojan vio la armadura con pinchos y la figura redonda.

—¿Acaso es...? —preguntó Zyama.

—¡Rammus! —gritó Ojan. Bajó la colina corriendo para conocer a su héroe.

El caparazón de la criatura tenía un diseño intricado de escamas en espiral, y sus garras eran afiladas como
cuchillos. Masticó con calma una de las patas peludas de un escarabajo, y un líquido goteó de su boca.

Ojan y Zyama lo contemplaron boquiabiertos.

Su madre se acercó al Armadurillo y le dedicó una sentida reverencia.


—Nos has salvado —dijo—. Te damos las gracias.

Rammus siguió mascando la pata de kmiro. Pasaron varios minutos.

Rodó hacia el interior de la caravana en ruinas y salió de entre los restos con el ídolo de madera del
Armadurillo. La similitud no era perfecta, pero sí discernible.

—Eres tú —dijo Ojan—. Puedes quedártelo.

Rammus se puso la figura en la boca y, de un bocado, la partió en dos. Tras dar un par de pasos, escupió las
piezas en la arena. Zyama reprimió la risa.

—Hmm... —dijo Rammus.

Arrancó otra pata a un escarabajo muerto y se alejó con ella.

La familia contempló cómo se alejaba hacia el horizonte.

Ojan se apresuró en recuperar las piezas rotas de la estatua. Las guardó en su bolsillo e hizo una reverencia.

—Nos traerá suerte —dijo.


TALIYAH
LA TEJEDORA DE PIEDRA
''El mundo es el tapiz que nosotros creamos.''

Taliyah es una hechicera nómada de Shurima que teje su magia con enérgico entusiasmo y cruda determinación.
Desgarrada entre una curiosidad adolescente y un sentido de responsabilidad de adulta, ha atravesado Valoran
de un lado a otro para descubrir la auténtica naturaleza de sus crecientes poderes. Atraída por los rumores sobre
el retorno de un emperador muerto antaño, regresa para proteger a su tribu de los peligros que han dejado
escapar las arenas movedizas de Shurima. Algunos han confundido la ternura de su corazón con debilidad y han
pagado muy caro su error, pues por debajo de la actitud juvenil de Taliyah se oculta una voluntad capaz de
mover montañas y un espíritu lo bastante feroz para hacer que la tierra tiemble.

Taliyah, nacida en las colinas pedregosas que jalonan la corrompida sombra de Icathia, pasó su infancia
cuidando de las cabras de su tribu de tejedores nómadas. Aunque la mayoría de los extranjeros imagina Shurima
como un yermo beis y desolado, su familia la crió como una auténtica hija del desierto capaz de ver la belleza en
las ricas tonalidades de la tierra. A Taliyah siempre le fascinó la piedra que había bajo las dunas. Cuando aún
era un bebé coleccionaba las piedras de colores que encontraba en los desplazamientos de su pueblo en pos de
las aguas estacionales. Y, a medida que se hacía mayor, empezó a notar que la propia tierra reaccionaba como si
se sintiera atraída hacia ella: se arqueaba y retorcía para seguir sus pisadas por la arena.

Al cabo de su sexto verano largo, una noche se alejó de la caravana para buscar una cabritilla que habían dejado
a su cuidado y se había perdido. Decidida a no decepcionar a su padre —jefe de los pastores y de la tribu—,
salió en mitad de la noche para seguir las huellas del animal. El rastro atravesaba un cauce reseco hasta llegar a
un cañón. El animalillo había logrado encaramarse a lo alto del muro de roca y no podía bajar.

Taliyah sintió que la arenisca la llamaba y le instaba a sacar unos asideros de la pared desnuda. Decidida a
rescatar al asustado animal, posó una mano sobre la roca. El poder elemental que sentía era tan abrumador e
intenso como una tormenta del monzón. En cuanto se abrió a la magia, esta se derramó sobre ella y la piedra
saltó hacia las yemas de sus dedos, arrastrando consigo tanto la pared del cañón como el animal.

A la mañana siguiente el aterrado padre de Taliyah siguió los balidos de la cabritilla hasta ellas. Cayó de rodillas
al encontrar a su hija, inconsciente y cubierta apenas por una manta de piedra entrelazada. Abrumado de pesar,
regresó a la tribu con Taliyah.

Dos días más tarde la muchacha despertó de sus sueños febriles en la tienda de Babajan, abuela de la tribu.
Comenzó a hablar a la anciana y a sus atribulados padres sobre la noche que había pasado en el cañón y la
llamada de la roca. Babajan consoló a la familia y les dijo que los patrones de roca eran la prueba de que la Gran
Tejedora, protectora mítica de la tribu en los desiertos, velaba por la niña. En aquel momento, al ver la
consternación de sus padres, Taliyah decidió ocultar lo que había ocurrido realmente durante la noche: que era
ella —y no la Gran Tejedora— quien había moldeado la piedra.

En la tribu de Taliya, cuando los niños eran lo bastante mayores, realizaban un baile bajo la luz de la luna llena
como manifestación de la propia Gran Tejedora. El baile era una oda a su talento innato así como una
demostración de los dones que brindarían a la tribu como adultos. Era el comienzo del camino del verdadero
aprendizaje, puesto que en aquella misma ceremonia pasaban a convertirse en aprendices de sus maestros.

Taliyah siguió ocultando su creciente poder, convencida de que lo que llevaba dentro era una amenaza y no una
bendición. Miraba a sus compañeros de juego cuando tejían la lana con la que la tribu se mantendría caliente en
las frías noches de invierno, cuando demostraban su destreza con las tijeras y el tinte o cuando trazaban los
patrones con los que su pueblo relataba sus historias. En aquellas noches se quedaba despierta mucho después
de que los rescoldos se hubieran transformado en cenizas, atormentada por el poder que sentía desperezarse en
su interior.

Finalmente llegó el día del baile de Taliyah bajo la luna llena. Aunque poseía talento suficiente para ser una
buena pastora, como su padre, o una dama de los patrones, como su madre, temía lo que pudiera revelar su
danza. Las herramientas de su pueblo rodeaban a Thaliya cuando ocupó su lugar sobre la arena: el cayado del
pastor, el husillo y la rueca. Trató de concentrarse en la tarea que debía llevar a cabo, pero lo único que sentía
eran las rocas lejanas, las distintas capas de color de la tierra. Cerró los ojos e inició su baile. Abrumada por el
poder que fluía a través de ella, comenzó a hilvanar no la lana, sino la misma tierra que tenía bajo los pies.

Los gritos de asombro de su tribu la sacaron del trance. Una imponente trenza de afilada roca había salido del
suelo bajo la luz de la luna. Taliyah miró los rostros sorprendidos de la gente que la rodeaba. Roto su influjo
sobre la roca, la urdimbre creada por esta se desmoronó. La madre de Taliyah corrió hacia su única hija para
protegerla de la roca que caía. Al posarse por fin el polvo, Taliyah vio la destrucción que había sembrado y la
alarma en los rostros de su tribu. Pero fue el pequeño corte en el rostro de su madre lo que justificó su temor.
Aunque era una herida insignificante, nada más verla se dio cuenta de que era una amenaza para la gente que
más quería en el mundo. Echó a correr en la oscuridad, tan llena de desesperación que hacía temblar la tierra
bajo sus pies.

Fue su padre el que volvió a encontrarla en el desierto. Sentados allí, bajo la luz del sol naciente, Taliyah le
confesó su secreto entre ahogados sollozos. Él hizo lo único que podía hacer un padre en una situación así:
abrazar a su hija con todas sus fuerzas. Le dijo que no podía huir de su poder, que debía completar la danza y
ver adónde la llevaba aquella senda. Lo único que podía partirles el corazón a su madre y a él sería que diese la
espalda a los dones de la Gran Tejedora.

Taliyah volvió a la tribu en compañía de su padre. Entró en el círculo de los bailarines con los ojos abiertos. Esta
vez tejió una nueva serpentina de piedra cuyos colores y texturas eran un recuerdo de las personas que la
rodeaban.

Al terminar, la tribu la observaba en silencio y con asombro. Taliyah aguardó nerviosa. Uno de ellos debía
levantarse para ofrecerse como maestro y reclamarla como alumna. Pasaron lo que se le antojaron eones entre
los atronadores martillazos de sus latidos. Oyó el ruido de la gravilla al levantarse su padre. Junto a él, también
lo hizo su madre. Babajan, la dama de los tintes y la jefa de las hilanderas se levantaron. Pasado un momento, la
tribu entera estaba en pie. Todos ellos se habían alzado para la chica capaz de tejer la piedra.

Taliyah los miró a todos, uno a uno. Hacía generaciones, o puede que más, que no se veía un poder como el
suyo y ella lo sabía. Se habían puesto en pie para ella y su amor y confianza la rodeaban, pero su preocupación
también era palpable. Ninguno oía la llamada de la tierra como ella. Por mucho que los amase, no sabía cómo
podían enseñarle a controlar la magia elemental que corría por sus venas. Sabía que si se quedaba con ellos
pondría sus vidas en peligro. Para consternación de todos, Taliyah se despidió de sus padres y de su pueblo para
partir al mundo, sola.

Viajó en dirección a poniente, hacia el lejano pico de Targon, atraída hacia la montaña que rozaba las estrellas
por su innata conexión con la roca. Sin embargo, en el extremo septentrional de Shurima, fueron aquellos que
marchaban bajo el estandarte de Noxus quienes descubrieron su poder. En Noxus, le dijeron, una magia como la
suya sería objeto de alabanza. De reverencia incluso. Le prometieron un maestro.

Taliyah había crecido fiándose de su gente, así que no estaba preparada para las melosas promesas y las sibilinas
sonrisas de los dignatarios noxianos. Al poco tiempo la chica del desierto se encontró en un camino sin desvíos
que pasaba a través de las numerosas Noxtoraa, las grandes puertas de hierro que proclamaban la autoridad del
imperio sobre las tierras que conquistaba.

La presión del gentío y el politiqueo de la capital era claustrofóbica para una chica del desierto. La llevaron
como en procesión a través de las diferentes capas de la sociedad mágica de Noxus. Muchos se interesaron por
su poder y su potencial, pero el más convincente de todos fue un capitán caído en desgracia que prometió
llevársela a una tierra salvaje al otro lado del mar, un lugar donde podría perfeccionar sus habilidades sin miedo.
Taliyah aceptó la oferta del joven oficial y cruzó el mar hasta Jonia. Sin embargo, en cuanto la nave echó el
ancla, se dio cuenta de que no era más que una herramienta en manos de un hombre desesperado por recuperar
su posición en los estratos más elevados de la marina noxiana. Al amanecer, el capitán le dio dos opciones:
sepultar una aldea entera bajo la roca mientras sus habitantes dormían o ser arrojada al mar.

Taliyah dirigió la mirada hacia la bahía. El humo de las cocinas aún no se levantaba en los hogares de la aldea.
No había viajado hasta tan lejos para aprender aquella lección. Así que se negó a hacerlo y el capitán ordenó que
la arrojaran por la borda.

Tras escapar de la marea y de la batalla que estaba librándose en la playa, se encontró vagando, perdida y sola,
por las glaciales montañas de Jonia. Fue allí donde finalmente encontró a su maestro, un hombre cuya espada
era capaz de canalizar el mismo viento, alguien que entendía los elementos y la necesidad de que existiese un
equilibrio. Tras entrenar con él un tiempo comenzó a obtener el control que tanto tiempo llevaba buscando.

Mientras descansaban en una remota posada, Taliyah se enteró de que el emperador Ascendido de Shurima
había regresado al reino del desierto. Se rumoreaba que el emperador convertido en dios pretendía reunir de
nuevo a su pueblo, a todas las tribus dispersas, para esclavizarlo. A pesar de que su entrenamiento no había
terminado aún, no tenía alternativa. Sabía que debía volver con su familia para protegerla. Por desgracia, eso
quería decir que tendría que separarse de su mentor.

Taliyah regresó a su hogar en las dunas arenosas de Shurima. Se adentró en las arenas bajo los rayos
implacables del sol del desierto, decidida a encontrar a los suyos. Impulsada por una voluntad pétrea, haría lo
que fuese necesario para proteger a su familia y su tribu del peligro que acechaba al otro lado del horizonte.

ECOS EN LA PIEDRA

La primera vez que Taliyah percibió el agua, se desplazaba a gran velocidad para que la tormenta de arena no la
alcanzara. Al principio fue muy tenue, una humedad fría que sintió al levantar las rocas que yacían bajo la arena.
A medida que se acercaba a la antigua Shurima, las rocas fueron desprendiendo cada vez más gotas, como si
estuvieran llorando. Taliyah sabía que aquellas rocas le contarían historias mientras se apresuraba a cruzar el
desierto, pero no tenía tiempo de oírlas ahora; no podría saber si aquellas lágrimas eran de felicidad o de tristeza.

Cuando estuvo tan cerca del gran Disco Solar que su sombra la cubría, el agua de los acuíferos subterráneos
comenzó a brotar de la roca sobre la que iba montada como en pequeños ríos. Y cuando llegó a las puertas,
Taliyah oyó el ruido ensordecedor del torrente de agua bajo los cimientos. El Oasis del Amanecer, la Madre de
la Vida, rugió bajo las arenas.

La gente de su tribu había seguido aquellas aguas durante cientos de años. Su mejor oportunidad de encontrar a
su familia pasaba por seguir las aguas, y para la consternación de Taliyah, el agua de Shurima ahora fluía de un
solo lugar, como había sido en eras anteriores. Siempre habían evitado los trágicos restos de la ciudad, igual que
el peligro de los Sai y todas las criaturas mortíferas que habitaban ahí. Incluso los ladrones mantenían las
distancias con la ciudad. Hasta ahora.

Taliyah detuvo la roca sobre la que iba montada y casi cayó al suelo al hundir la piedra de golpe y enviarla de
nuevo a las profundidades. Miró en derredor. La mujer de Vekaura tenía razón. Aquel lugar ya no se
correspondía con las ruinas olvidadas pobladas solamente por fantasmas y arena; el campamento que se extendía
más allá de las paredes estaba repleto de vida, como un hormiguero antes de la inundación. Al no saber quiénes
eran esas personas, decidió que sería mejor no revelar más información de la necesaria.

Parecía haber gente de todas las tribus que recordaba, pero ninguna de las caras le resultó familiar a Taliyah.
Una discusión los dividía. Hablaban sobre si quedarse en los campamentos temporales o buscar refugio en la
cuidad. Les preocupaba que la ciudad pudiera caer de nuevo con la misma facilidad con la que se había alzado,
atraparlos y sepultarlos para siempre. Otros habían visto la antinatural tormenta y creían que sería mejor
protegerse en el interior de unas paredes que la arena había ocultado durante generaciones. Lo que todos tenían
en común era el ritmo acelerado; lo empacaban todo y alzaban la vista al cielo, preocupados. Taliyah había
conseguido separarse de la tempestad, pero sabía que no tardaría en alcanzar aquellas puertas.

—Ha llegado el momento de decidir. —Una mujer la llamó. Su voz casi se perdía en el sonido de las aguas del
oasis y la tormenta cercana—. ¿Vienes o te quedas, chica?

Taliyah se giró y miró a la mujer. Podía ver que era shurimana, pero nada más.

—Estoy buscando a mi familia. —Señaló su túnica—. Son tejedores.

—El Padre Halcón ha prometido protección a todos en el interior de las paredes —dijo la mujer.

—¿El Padre Halcón?

La mujer contempló la expresión consternada de Taliyah y sonrió a la vez que tomaba su mano. —Azir ha
vuelto a nosotros Ascendido. El Oasis del Amanecer fluye de nuevo. Es una nueva era para Shurima.
Taliyah miró alrededor. Era cierto. Dudaban entre avanzar al interior de la masiva capital o no hacerlo, pero
sentían un mayor miedo por la gran tormenta que por la ciudad o el regreso de su emperador.

La mujer continuó. —Esta mañana había tejedores aquí. Decidieron protegerse de la tormenta en el interior. —
La mujer señaló al grupo de gente que se adentraba en el corazón de Shurima—. Tenemos que apresurarnos.
Van a cerrar las puertas.

La mujer instó a Taliyah a cruzar las grandes puertas, y la multitud que decidió a última hora protegerse de la
tormenta en el interior las empujó adentro. Otros grupos se mantuvieron apiñados fuera y se dispusieron a
sobrevivir a la tormenta como las caravanas de Shurima llevaban haciendo generaciones. A lo lejos el torbellino
desprendía unos extraños y amenazantes relámpagos. Era posible que las antiguas tradiciones de Shurima no
sobrevivieran a aquella tormenta.

La muchedumbre empujó a Taliyah y a la otra mujer a través del umbral que separaba Shurima del desierto.
Detrás de ellas las puertas se cerraron con un golpe seco, y ante ellas se abrió la inmensidad de la gloria
ancestral de Shurima. La gente se mantuvo cerca de las gruesas paredes, pues no sabían adónde ir. Tenían la
sensación de que las calles vacías pertenecían a otros.

—Seguro que los tuyos están en el interior de la ciudad. Muchos se han quedado cerca de las puertas. Pocos
tienen el valor de avanzar más. Espero que encuentres lo que buscas. —La mujer soltó la mano de Taliyah y
sonrió—. Que el agua y la sombra sean contigo, hermana.

—Que el agua y la sombra sean contigo. —La mujer desapareció entre la muchedumbre.

La ciudad abandonada durante milenios de repente estaba rebosante de vida. Unos guardianes ataviados con
yelmos y capas rojas y doradas vigilaban a los nuevos moradores de Shurima en silencio. Aunque nadie estaba
dando problemas, Taliyah seguía teniendo la sensación de que algo de aquel lugar no estaba bien.

Taliyah se apoyó en la gruesa pared para recomponerse. Comenzó a respirar con dificultad. Podía sentir en su
palma el latido de la roca. Dolor. Un dolor terrible la cegó. Aquellas rocas contenían miles de voces. En su
cabeza retumbaron el miedo y tormento de sus últimos instantes, cuando sus vidas les fueron segadas y sus
sombras fueron sepultadas en la arena. Taliyah separó la mano bruscamente de la pared de piedra y tropezó. No
era la primera vez que sentía aquellas vibraciones en la piedra, como reverberaciones de memorias del pasado,
pero nunca con aquella intensidad. Ahora sabía lo que había pasado ahí. Se puso en pie y contempló la ciudad
de nuevo. La invadió una oleada de repugnancia. Aquello no era el renacimiento de una ciudad. Era una tumba
vacía que había sido desenterrada. La última vez las promesas de Azir habían costado la vida a la gente de
Shurima.

—Debo encontrar a mi familia —susurró.


EL PÁJARO Y LA RAMA

—Ese poder que tienes está hecho para destruir. ¿No quieres utilizarlo? Perfecto. Pues que te hunda como una
piedra.

Estas palabras del capitán noxiano fueron las últimas que oyó Taliyah antes de hundirse bajo las saladas aguas.
Aún la atormentaban. Habían pasado cuatro días desde su llegada a la playa donde había escapado. Al principio
corrió y luego, cuando dejó de oír los crujidos de los huesos de los granjeros jonios y las voces de los soldados
noxianos, siguió caminando. Se alejó por la falda de las montañas, sin atreverse a volver la mirada hacia la
carnicería que había dejado atrás. La nevada había comenzado dos días antes. O puede que tres, ya no lo
recordaba. Aquella mañana, al pasar por delante de un santuario vacío, se había levantado una brisa desapacible
en el valle. En ese momento cobró mayor fuerza y separó las nubes para mostrar un cielo tan claro y azul que
Taliyah sintió que volvía a ahogarse. Conocía aquel cielo. Lo había visto mil veces de niña, sobre las arenas.
Pero no estaba en Shurima. Aquí el viento no era su aliado.

Se rodeó el cuerpo con los brazos, tratando de rememorar la calidez de su hogar. El sobretodo mantenía la nieve
a raya, pero no el frío. La invisible soledad se ensortijaba a su alrededor y se le metía hasta el tuétano de los
huesos. El recuerdo de sus seres queridos, a medio mundo de distancia, hizo que cayera de rodillas.

Enterró las manos en los bolsillos y jugueteó con las suaves piedras que llevaba allí para arrancarles un poco de
calor.

—Tengo hambre. Eso es todo —dijo sin un destinatario concreto—. Una liebre. Un ave. Gran Tejedora, me
contentaría hasta con un ratón, si apareciese.

Y como en respuesta a estas palabras, a varios pasos de distancia se escuchó un suave crujido sobre la nieve. El
responsable, una bolita de pelo no más grande que sus dos puños juntos, asomó la cabeza por la entrada de su
madriguera.
—Gracias —susurró Taliyah con un castañeteo de dientes—. Gracias. Gracias.

El animal le dirigió una mirada inquisitiva mientras ella sacaba una de las piedras de su bolsillo y la colocaba en
la bolsa de la honda. No estaba acostumbrada a disparar de rodillas, pero si la Gran Tejedora le había hecho
aquel regalo, no pensaba desperdiciarlo.

Bajo la atenta mirada del animalillo, empezó a dar vueltas a la honda, ya con la piedra en su sitio. El frío le
atenazaba el cuerpo y le impedía mover el brazo con soltura. Cuando alcanzó velocidad suficiente, soltó la
piedra. Por desgracia para ella, al mismo tiempo se le escapó un estornudo.

El proyectil voló sobre la nieve en dirección a su cena... y le pasó rozando. Taliyah se echó hacia atrás y dejó
escapar todo el peso de su frustración en un grito gutural cuyo eco resonó en el silencio. Respiró profundamente
varias veces. El aire frío le aclaró la mente al tiempo que le quemaba la garganta.

—Si te pareces en algo a los conejos de las arenas, habrá muchos de tus hermanos cerca —dijo en dirección al
agujero que había dejado el animal al escapar, embargada de nuevo por su desafiante optimismo.

Su mirada se apartó de la madriguera para dirigirse al valle, donde se movía algo. Siguió el trazado sinuoso de
sus propias huellas a través de la nieve. Tras ellas, más allá de los esmirriados pinos, había un hombre en el
santuario. Al verlo, el corazón le dio un vuelco. Estaba sentado, con la cabeza inclinada sobre el pecho y la
oscura y despeinada melena agitada al viento. Parecía dormido, o sumido en la meditación. Exhaló un suspiro de
alivio. Ninguno de los noxianos que conocía haría algo así. Recordó la textura áspera de la superficie del
santuario, cuyas curvadas paredes había rozado con las manos al pasar.

Un fuerte crujido la arrancó de sus ensoñaciones. A su alrededor empezó a sonar un ruido atronador. Taliyah se
preparó para un terremoto, pero no se produjo. El estruendo se transformó en un crujido sostenido y espantoso,
un chirrido de nieve compactada y piedra. Taliyah se volvió hacia la montaña y vio que una muralla de color
blanco se precipitaba sobre ella.

Intentó ponerse en pie, pero no había donde esconderse. Sus ojos se posaron en la roca que asomaba bajo el
hielo sucio y se acordó del animalillo, sano y salvo en su madriguera. Desesperada, concentró sus pensamientos
en el basto contorno de la roca visible. Una hilera de gruesas columnas de piedra brotó de la tierra. El parapeto
de roca se elevó sobre su cabeza en el mismo momento en que la avalancha blanca, con un estruendo sordo, caía
sobre él.

La nieve ascendió sobre el muro que había levantado y descendió como una oleada resplandeciente sobre el
valle. Bajo la mirada asombrada de Taliyah, la mortal manta anegó la cañada y sepultó el templo.

Tan rápidamente como había comenzado, la avalancha terminó. Hasta el viento cesó un instante. Taliyah sintió
cómo se posaba sobre sus hombros el nuevo y amortiguado silencio. El hombre de la melena oscura había
desaparecido, engullido por aquel mar de hielo y piedras. Taliyah se había salvado del alud, pero sintió que se le
encogían las entrañas al comprender una cosa: no solo había atacado a un pobre inocente, lo había enterrado
vivo.

—Gran Tejedora —dijo, de nuevo sin destinatario concreto—. ¿Qué he hecho?

II
Descendió con rapidez por la ladera cubierta de nieve, a veces resbalando sobre ella, a veces hundiéndose hasta
las rodillas. No había escapado de una flota de invasión noxiana para matar por accidente al primer jonio al que
veía.

—Y con la suerte que tengo, seguro que era un santo —dijo.

La avalancha había transformado los pinos del valle en matorrales espinosos dos veces más pequeños. Solo el
techo del santuario asomaba sobre la nieve. Al otro extremo de la cañada se veía una hilera de banderas de
oración, arrancadas y retorcidas por la avalancha. Taliyah recorrió el lugar con la mirada en busca del hombre al
que había enterrado bajo el hielo. La última vez que lo había visto estaba bajo un alero del templete. Puede que
la estructura lo hubiera protegido.

Al acercarse al santuario, más cerca de los árboles y del centro de la avalancha, vio dos dedos pálidos que
habían aflorado a la superficie.

Corrió lo más rápido posible hacia ellos. —Que no esté muerto. Por favor, que no esté muerto. Por favor...

Se puso de rodillas con cuidado y comenzó a retirar el fino y helado polvo. Los dedos eran tan duros como el
acero. Alargó los brazos y agarró al hombre por la muñeca, a pesar de que tenía las manos tan heladas que casi
se negaban a obedecerla. Entre el castañeteo de sus dientes y el temblor de su cuerpo, le resultaba imposible
saber si el hombre seguía teniendo pulso.

—Si aún no has muerto —le dijo—, tienes que ayudarme.

Miró en derredor. No había nadie más. Era la única que podía ayudarlo.

Le soltó los dedos y retrocedió unos pasos. Apoyó las entumecidas palmas sobre la superficie de la nieve y trató
de recordar el aspecto del lecho del valle antes de la avalancha. Piedras sueltas, gravilla... El recuerdo la eludió
un instante, antes de cobrar forma en su cabeza. Era oscuro, un basto carbón grisáceo salpicado de vetas blancas,
como la barba del tío Adnan.

Se aferró con todas sus fuerzas a la imagen y tiró de lo que había debajo de la nieve. La costra de nieve estalló
delante de ella, seguida al instante por una columna de granito con una figura encima. La roca, dúctil de pronto,
vaciló al llegar a su punto más alto, como si necesitara dirección. Taliyah no sabía lo que podía ocultar el suelo,
así que la envió junto con el cuerpo hacia los delgados pinos, con la esperanza de que sus copas amortiguaran la
caída.

La columna de granito perdió el impulso antes de llegar y se desmoronó sobre la nieve en medio de una
bocanada blanca, pero el ramaje acogió al hombre antes de dejarlo caer con suavidad sobre la superficie.

—Si estabas vivo, no vayas a morirte ahora —dijo Taliyah mientras corría hacia él.

Sobre ella, la luz del sol perdía fuerza. Unos nubarrones oscuros estaban invadiendo el valle. La nevada no
tardaría en reanudarse. Detrás de los árboles vio la boca de una pequeña cueva.

Taliyah se sopló en el interior de las manos tratando de conseguir que dejaran de temblar. Se inclinó sobre el
desconocido y le tocó el hombro. El hombre respondió con un gruñido de dolor. Antes de que Taliyah pudiera
apartarse, hubo un movimiento fugaz y un destello metálico. La fría y afilada hoja del arma del hombre se apoyó
en su garganta.

—Aún no me ha llegado la hora —dijo con un susurro quebrado.

Tosió y se le pusieron los ojos en blanco. La punta de la espada se inclinó hacia la nieve, pero el hombre no la
soltó.

El primer copo de nieve pasó frente al rostro agrietado de Taliyah. —Parece que no eres fácil de matar —dijo—.
Pero si nos atrapa la tormenta, es posible que descubramos hasta qué punto.

El hombre tenía la respiración entrecortada, pero al menos seguía con vida. Taliyah metió el cuerpo bajo su
brazo y comenzó a arrastrarlo hacia la pequeña cueva.

El viento desapacible había regresado.


III

Taliyah se inclinó para recoger una piedra redondeada del tamaño y color de una pequeña madeja de lana cruda.
Con un escalofrío, volvió la mirada hacia la cueva. El andrajoso desconocido seguía apoyado en la pared, con
los ojos cerrados. Se llevó a la boca el tasajo que había encontrado en su mochila y le dio un bocado. Confiaba
en que, si sobrevivía, no le importase que se hubiera tomado la libertad de cogerlo.

Regresó a la calidez de la cueva. Las rocas planas que había apilado despedían todavía un calor que hacía rielar
el aire. Se arrodilló. Hasta entonces no había tenido la certeza de que el truco que hacía con las piedras de su
bolsillo funcionara con algo más grande. La joven de Shurima cerró los ojos y se concentró en las piedras.
Recordó el sol abrasador sobre las arenas, el calor que se hundía profundamente en la tierra y permanecía en ella
hasta bien entrada la noche. Se relajó y, al sentir que la seca calidez comenzaba a envolverla, se abrió un poco el
sobretodo y comenzó a trabajar con la piedra que tenía en las manos. Le dio vueltas, la estiró y la modeló con
sus pensamientos hasta dejarla hueca como un cuenco. Satisfecha, volvió a la entrada de la caverna con su
nuevo recipiente.

Una voz masculina rezongó tras ella: —Igual que un gorrión recogiendo miguitas.

—Hasta los gorriones tienen que beber —respondió Taliyah mientras llenaba el cuenco de nieve limpia.

El frío viento susurraba a su alrededor. Dejó la redondeada piedra sobre el montón de rocas calientes.

—¿Recoges las piedras con las manos? ¿No es un poco aburrido para alguien capaz de moldear la roca?

Taliyah sintió un rubor en las mejillas que no tenía nada que ver con el calor de su pequeña fogata.

—No estás enfadado, ¿verdad? Por lo de la nieve, me refiero, y...

El hombre se echó a reír, pero al hacerlo tuvo que llevarse las manos al costado, con un gemido. —Tus actos me
dicen todo lo que necesito saber. —Una sonrisa se abrió paso entre sus dientes apretados—. Podrías haberme
dejado morir.

—Fui yo quien te puso en peligro. No podía dejarte enterrado en la nieve.

—Pues te lo agradezco. Aunque no me hubiera importado ahorrarme lo de los árboles.

Taliyah hizo una mueca y abrió la boca. El hombre alargó el brazo para detenerla. —No te disculpes.

Haciendo un esfuerzo, se puso en pie y examinó con más detenimiento a Taliyah y el adorno que llevaba en el
pelo.

—Un gorrión de Shurima. —Cerró los ojos y se relajó al calor de la fogata—. Estás muy lejos de casa, pajarillo.
¿Qué te ha traído hasta una remota caverna en Jonia?

—Noxus.

El hombre enarcó una ceja, pero mantuvo los ojos cerrados.

—Me dijeron que uniría a su pueblo. Que mi poder serviría para apuntalar sus murallas. Pero solo querían usarlo
para destruir. —Sus palabras se tiñeron de aversión—. Dijeron que me enseñarían...

—Y lo han hecho, pero solo la mitad de la lección —respondió él sin emoción alguna en la voz.

—Querían que enterrase una aldea entera. Que matara a la gente en sus casas. —Dejó escapar un resoplido de
impaciencia—. Y acababa de escapar cuando te arrojé una montaña encima...

El hombre levantó la espada y recorrió la hoja con la mirada. Una pequeña brisa la limpió de polvo. —
Destrucción. Creación. No son ni buenas ni malas. No puedes tener la una sin la otra. Lo que importa es la
intención, la razón por la que escoges tu camino. Esa es la única decisión real que tenemos que tomar.
Taliyah se puso en pie, irritada por la lección. —Pues mi camino lleva lejos de aquí. Lejos de todo el mundo,
hasta que aprenda a controlar lo que llevo dentro. Tengo miedo de hacer daño a los míos.

—El pájaro no deposita su confianza en la rama sobre la que se posa.

Pero Taliyah ya no lo escuchaba. Se encontraba en la boca de la cueva, embozada en el sobretodo. El viento


silbaba en sus oídos.

—Voy a buscar algo de comer. Con un poco de suerte, no te arrojaré el resto de la montaña encima.

El hombre se apoyó en la piedra caliente que tenía detrás y dijo, sin ningún destinatario concreto: —¿Seguro que
es la montaña lo que quieres conquistar, gorrioncillo?

IV
Un pájaro picoteaba un pino cercano. Taliyah dio un puntapié a la nieve y, sin quererlo, se llevó una parte dentro
de la bota. Irritada por las palabras del desconocido y por la sensación desagradable de la nieve que se fundía
alrededor de su tobillo, se cogió la bota y le dio un tirón hacia arriba.

—¿La razón para escoger un camino? Abandoné a mi pueblo y a mi familia para protegerlos de mí.

Se detuvo. Un silencio antinatural se había posado sobre el lugar. Un gamo que andaba por allí había escapado
antes, al oír el ruido de sus pisadas. En cambio, el pájaro, al comprender que la chica no constituía ningún
peligro, se había quedado en la rama y piaba mientras ella rezongaba de frustración. Pero hasta él quedó mudo
en ese momento.

Taliyah se incorporó con cautela. En su rabia, se había alejado más de lo que pretendía de la caverna. Sin darse
cuenta, había seguido el trazado de una cresta de piedra sobre el terreno y ahora se encontraba en lo alto de un
acantilado rocoso. No había pensado que el hombre fuera a seguirla, pero notaba que alguien la estaba
observando.

—¿Más lecciones? —preguntó con tono de indignación.

La respuesta fue una exhalación estruendosa.

Taliyah se llevó una mano al interior del sobretodo mientras con la otra buscaba la honda. Había tres piedras en
su bolsillo. Agarró una de ellas mientras, a su espalda, el crujido de la gravilla delataba el movimiento de quien
la estaba acechando.

Dio media vuelta. Allí, avanzando con cautela sobre los afilados peñascos, había un gran león de las nieves.

Incluso apoyado en las cuatro patas, era más alto que ella y si se medía su envergadura de la cabeza a la cola, era
dos veces más grande. Su cuello estaba cubierto por una densa melena de un blanco amarillento. La bestia le
clavó los ojos. Soltó dos liebres muertas que llevaba en las fauces y se pasó la lengua por un reguero rojizo que
resbalaba sobre un canino más grueso que el brazo de Taliyah.

Hasta hacía un instante, la vista desde lo alto del acantilado se le había antojado majestuosa. Ahora solo
significaba que no tenía forma de escapar. Si intentaba huir, la atraparía en un mero instante. Tragó saliva,
tratando de contener el pánico que le subía por la garganta. Puso una piedra en la honda y empezó a darle
vueltas.

—Vete de aquí —dijo sin que las palabras delataran el terror que sentía por dentro.

El león se acercó un paso. La chica disparó la honda. El proyectil alcanzó a la fiera cerca de la melena, pero el
pelaje absorbió la mayor parte del impacto. El animal respondió con un gruñido de desagrado, que Taliyah fue
incapaz de distinguir del violento martilleo de su corazón en el pecho.

Puso otra piedra en la honda.


—¡Vamos! —gritó fingiendo coraje—. ¡He dicho que te vayas!

Volvió a disparar.

El rugido hambriento del depredador se hizo más fuerte. El pájaro del pino, al comprender que nada bueno
podía salir de aquel encuentro, abandonó la rama de un salto y remontó el vuelo en una corriente de aire.

Sola, Taliyah buscó su última piedra en el bolsillo. Sus manos temblaban por culpa del frío y el pánico que la
recorría. La piedra se le resbaló entre los dedos, cayó al suelo y se alejó rodando. Taliyah levantó la mirada. Con
un balanceo sinuoso de la cabeza sobre los musculosos hombros, la fiera dio un nuevo paso hacia ella. La piedra
estaba fuera de su alcance.

¿Recoges las piedras con las manos? El eco de las palabras del hombre resonó en su mente. Puede que hubiese
otra forma. Estiró un brazo y extendió su voluntad hacia la piedra. La pequeña roca se estremeció, mientras un
temblor recorría el suelo bajo los pies de Taliyah.

La rama que había a su lado aún se movía por el movimiento del ave. El pájaro no deposita su confianza en la
rama sobre la que se posa. Las alternativas estaban claras: podía dejar que la duda la paralizara y la fiera acabase
con ella o podía recurrir a su poder y luchar.

Taliyah, una muchacha nacida en un desierto lejano, más allá de las costas de la nevada Jonia, se aferró a la
imagen del pájaro y la rama vacía. En aquel momento se olvidó de la muerte que se cernía sobre ella. La soledad
que la atormentaba desapareció, reemplazada por el recuerdo de su última danza en las arenas. Sintió la
presencia de su madre, de su padre, de Babajan... de la tribu entera a su alrededor. Con un susurro, les prometió
que volvería a su lado cuando lograse dominar sus dones.

Miró a la fiera a los ojos. —He sacrificado demasiado como para dejar que me detengas.

A sus pies, la piedra empezó a combarse con lentitud. Taliyah se aferró a la calidez de aquel último abrazo y
saltó.

Debajo de ella creció un estruendo más fuerte que el rugido de la bestia. El león intentó retroceder, pero ya era
demasiado tarde. El suelo se abrió bajo sus gruesas zarpas y se transformó en un torrente de grava que se lo
tragó junto con parte del acantilado.

Durante un instante fugaz, Taliyah permaneció suspendida sobre la tierra disuelta. La roca del suelo estaba
deshecha en mil pedazos y ya no era lo bastante sólida como para ser controlada. Taliyah comprendió que no
podría aferrarse a la destrucción para siempre. Comenzó a caer. Pero antes de que pudiera despedirse del mundo
que se fracturaba a su alrededor, un poderoso viento la levantó. Unos dedos de acero la agarraron por el cuello
del sobretodo.

—No sabía que ibas en serio con lo de destruir la montaña entera, gorrioncillo. —Con un gruñido, el hombre la
levantó hasta un saliente que se acababa de formar—. Ahora entiendo por qué es tan llano tu desierto.

Una risotada se formó en el interior de Taliyah. Lo cierto es que se sentía aliviada por oír su voz
condescendiente. Volvió la mirada hacia el abismo y se incorporó. Se limpió el polvo, recogió las liebres
abandonadas por el león y regresó a la pequeña caverna con una vivacidad nueva en el paso.

Taliyah se mordió el labio inferior. Recorrió la posada con la mirada mientras se agitaba en el asiento, inquieta.
Era ya bastante tarde y las mesas de madera tenían pocos parroquianos. Hacía mucho tiempo que no estaba en
compañía de otros, y su maestro no contaba. Miró de reojo a su taciturno compañero, que había insistido en que
les diesen la mesa del rincón más oscuro. En la expresión ceñuda que tenía desde que accediese a entrar en la
posada a comer algo no había rastro alguno de camaradería.
Pero en cuanto se aseguró de que los demás presentes eran tan forasteros como él, se relajó un poco y se
acomodó entre las sombras, con la espada pegada a la pared y la bebida en la mano. Ya sin otras distracciones,
volvió a dirigirle toda su atención a Taliyah.

—Tienes que concentrarte —dijo—. No puedes vacilar.

Taliyah estudió las hojas que daban vueltas en el fondo de su taza. Aquel día, la lección no había sido fácil. Y no
había ido bien. Habían terminado los dos cubiertos de polvo y piedra pulverizada.

—El peligro llega cuando te distraes —dijo él.

—Podría hacerle daño a alguien —respondió ella mientras miraba el nuevo rasgón que tenía su acompañante en
el manto con el que se cubría el cuello.

Tampoco su propia ropa había salido bien parada. Bajó los ojos hacia la falda y el sobretodo nuevos. La mujer
del tabernero se había apiadado de ella y le había regalado aquellas prendas, abandonadas por una clienta
anterior. Tardaría en acostumbrarse a las mangas largas, propias de la moda jonia, pero lo cierto es que la tela
era gruesa y resistente y estaba bien cosida. Había conservado su sencilla camisa, casi descolorida de tanto
usarla, porque no estaba dispuesta a desprenderse del último recuerdo de su hogar.

—No se ha roto nada que no se pueda arreglar. El control es fruto de la práctica. Puedes hacer mucho más. No
olvides que has mejorado.

—Pero... ¿Y si fallo? —preguntó.

El hombre desvió la mirada hacia la puerta de la taberna al oír que alguien la abría. Entró una pareja de
mercaderes cubiertos por el polvo del camino. El posadero señaló las mesas vacías que había cerca de Taliyah y
el hombre. El primero se dirigió hacia allí mientras el segundo esperaba a que le sirviesen las bebidas.

—Todo el mundo falla —dijo el compañero de Taliyah. Un destello de frustración recorrió su semblante,
normalmente impasible—. El fallo es solo un momento en el tiempo. Si sigues avanzando, también eso quedará
atrás.

Uno de los mercaderes se sentó en una mesa cercana y observó a Taliyah. Sus ojos pasaron del pálido lavanda
de la camisa a los destellos de oro y piedra de su cabello.

—¿Vienes de Shurima, muchacha?

Taliyah hizo lo posible por ignorarlo. Reparó en la mirada protectora de su acompañante y respondió con una
carcajada para quitarle hierro al asunto.

—En su día habría sido extraño —continuó el mercader.

La muchacha se miró las manos.

—Pero es más frecuente ahora que se ha alzado la ciudad perdida de vuestro pueblo.

Taliyah levantó la mirada. —¿Cómo?

—Y se dice también que el curso de ríos fluye en sentido contrario. —Hizo un ademán teatral en el aire, como
para burlarse de los misterios de un pueblo lejano al que consideraba primitivo—. Y todo porque vuestro dios
pájaro ha regresado de la tumba.

—Eso es lo de menos. Lo importante es que amenaza el comercio —dijo el segundo mercader, que acababa de
llegar a la mesa—. Dicen que quiere reunir a su pueblo. Echa de menos a sus esclavos y demás.

—Menos mal que estás aquí y no allí, chica —añadió el otro.

El segundo apartó la mirada de su cerveza, consciente de pronto de la presencia del acompañante de Taliyah. —
Me suena tu cara —dijo—. La he visto antes.
La puerta de la taberna volvió a abrirse. Entraron unos guardias y recorrieron la sala con la mirada. El del
centro, a todas luces su jefe, reparó en la chica y su acompañante. Taliyah pudo sentir cómo se extendía un
mudo temor por toda la estancia. Los parroquianos se levantaron y se encaminaron con rapidez a las salidas,
incluidos los mercaderes.

El jefe de los guardias se acercó a ellos entre los vacíos banquillos y se detuvo a distancia de estocada de su
mesa.

—Asesino —dijo.

VI

—Conque aquí era donde te escondías —dijo—. Disfruta de esa bebida. Será la última.

Taliyah se puso en pie al mismo tiempo que a su lado se oía el susurro de un acero desenvainado. Miró de reojo
a su maestro y vio que observaba con desprecio a los guardias.

—Este hombre, Yasuo —le espetó el jefe con voz despectiva—, es culpable de haber asesinado al anciano de un
pueblo. Merece la muerte por sus crímenes. Tenemos órdenes de ejecutarlo.

Uno de sus hombres levantó una ballesta cargada. Otro puso una flecha en un arco largo casi tan alto como la
chica.

—¿Ejecutarme? —dijo Yasuo—. Os invito a intentarlo.

—¡Alto! —gritó Taliyah.

Pero antes de que la palabra hubiera abandonado sus labios, oyó el chasquido del mecanismo de la ballesta y el
reverberante zumbido de la cuerda del arco. En el lapso de una fracción de segundo se levantó un viento
arremolinado en el interior de la taberna. Brotó del hombre que había junto a ella y derribó los vasos y platos
abandonados de las mesas. Alcanzó las flechas en el aire y las partió en dos. Los trozos cayeron al suelo con un
traqueteo sordo.

Los guardias se abalanzaron sobre ellos con las espadas desenvainadas. Para mantenerlos a raya, Taliyah levantó
un campo de piedras afiladas con una violenta explosión de rocas que atravesó el suelo.

Yasuo se deslizó entre los soldados atrapados en la sala. Los guardias levantaron las armas en un vano intento
de detener la tormenta de acero que se había desatado a su alrededor, cuajada de relámpagos metálicos. Pero ya
era tarde. La hoja de Yasuo revoloteó entre ellos dejando un remolino de trazos rojizos tras de sí. Cuando
terminaron de caer todos los hombres que habían venido a buscarlo, Yasuo se detuvo al fin con la respiración
entrecortada y feroz. Su mirada se encontró con la de Taliyah y se dispuso a decir algo.

Taliyah extendió una mano a modo de advertencia. Allí, tras él, se encontraba el capitán, con ojos febriles y una
sonrisa salvaje. Sostenía la espada con ambas manos, para que no se le resbalase la empuñadura ensangrentada.

—¡Apártate de él! —Taliyah extendió el brazo hacia los guijarros planos del suelo de la taberna, que se
levantaron en una violenta erupción que alzó al jefe en vilo.

Mientras su cuerpo ascendía, Yasuo salió a su encuentro y le rebanó el pecho con tres rápidos tajos de su frío
acero. El cuerpo cayó al suelo y quedó inmóvil.

Desde el exterior llegaban más gritos. —Tenemos que irnos. Ya —dijo Yasuo. Miró a la chica—. Puedes
hacerlo. No vaciles.

Taliyah asintió. El suelo empezó a temblar y la vibración se transmitió a las paredes y luego al techo de adobe.
La chica trató de contener el poder que sentía crecer debajo de la taberna. Una imagen apareció en su cabeza. Su
madre canturreaba con voz queda mientras dobladillaba el borde de un pedazo de tela con diestras puntadas. Sus
manos se movían tan deprisa que eran casi invisibles.
La roca que había bajo la posada emergió de la superficie formando grandes arcos redondeados. Unas columnas
de piedra se enroscaron alrededor del suelo como un oleaje rocoso. Taliyah sintió que la tierra se levantaba bajo
sus pies y la llevaba a la noche oscura, seguida de cerca por el viento desatado que era Yasuo.

VII

Yasuo se volvió hacia la lejana taberna. Las redondas costuras de piedra habían cerrado el rasgón del camino,
tornando imposible cualquier persecución. Les había proporcionado tiempo, pero el amanecer no tardaría en
llegar, acompañado por nuevos hombres decididos a capturarlos. A capturarlo.

—Te conocían —dijo Taliyah con voz queda—. Yasuo. —Recalcó esta última palabra.

—No podemos quedarnos aquí.

—Querían matarte.

Yasuo exhaló un suspiro. —Mucha gente quiere matarme —dijo—. Y ahora, algunos de ellos también querrán
matarte a ti. Por si sirve de algo, no cometí el crimen que decían.

—Lo sé.

El nombre que había usado con ella durante el viaje no era Yasuo, pero eso tampoco importaba. Nunca le había
pedido que le hablase de su pasado. A decir verdad, lo único que le había pedido era ser enseñada. Observó a su
mentor con una fe que parecía casi dolorosa para él. Puede que incluso más que si lo hubiera creído culpable.
Yasuo dio media vuelta y comenzó a alejarse.

—¿Adónde vas? Shurima está al oeste —dijo Taliyah con tono de confusión.

Yasuo no se volvió hacia ella. —Mi sitio no está en Shurima. Ni el tuyo. Aún no. —Sus palabras eran frías y
medidas, como si estuviera preparándose para la llegada de una tormenta.

—Ya oíste a esos mercaderes. La ciudad perdida se ha alzado de nuevo.

—Cuentos de viejas para asustar a la competencia y conseguir que suba el precio del lino de Shurima —
respondió él.

—¿Y si fuera verdad que un dios viviente camina por las arenas? Tú no entiendes lo que significa eso.
Reclamará lo que perdió. El pueblo que lo servía antaño, las tribus... —Sus palabras brotaban atropelladas,
preñadas de tensión por las emociones de la velada.

Se había alejado de los suyos para protegerlos y ahora se encontraba en la otra punta del mundo cuando la
necesitaban. Alargó el brazo hasta casi tocarlo, decidida a hacer lo que fuera necesario para que la escuchara,
para que comprendiese.

—Esclavizará a mi familia. —Sus palabras resonaron en la roca que los rodeaba—. Debo protegerlos. ¿No lo
entiendes?

Una bocanada de viento removió los guijarros del suelo y agitó el negro cabello de Yasuo alrededor de su cara.

—Protegerlos —dijo con un mero susurro—. ¿Acaso no se encarga de eso la Gran Tejedora? —Las palabras
brotaron a través de sus dientes apretados. El hombre, su maestro, se volvió hacia su única pupila con una luz de
furia en los negros y atormentados ojos que la sobresaltó. —Tu entrenamiento no ha concluido. Arriesgas la
vida si vuelves con ellos.

Taliyah lo miró sin amilanarse.

—Merece la pena.
El viento se arremolinó a su alrededor, pero la chica era inamovible. Yasuo exhaló un prolongado suspiro y
dirigió la mirada hacia el este. La luz del amanecer empezaba a insinuarse en medio de la noche negra. El
turbulento viento terminó de aplacarse.

—Podrías venir conmigo —le ofreció Taliyah.

Las duras líneas de la mandíbula del hombre se relajaron. —Dicen que el aguardiente del desierto es bastante
bueno —respondió. Una suave brisa meció el cabello de su pupila. Entonces el momento pasó, reemplazado de
nuevo por el recuerdo del dolor—. Pero mi labor no ha terminado en Jonia.

Taliyah lo estudió con detenimiento y luego se llevó una mano a la camisa, arrancó un largo hilo de lana suelta y
se lo ofreció. Yasuo lo miró con suspicacia.

—Mi pueblo expresa así su gratitud —le explicó Taliyah—. Dan una parte de sí mismos para que los recuerden.

El hombre dirigió una mirada casi temerosa al hilo antes de usarlo para recogerse el cabello. Sopesó con cuidado
sus siguientes palabras:

—Continúa este camino hasta llegar a un valle con un río, y sigue el río hasta el mar —dijo señalando una
vereda de animales—. Encontrarás allí una pescadora solitaria. Dile que deseas viajar a Freljord. Dale esto.

Sacó una semilla de arce seca de una bolsa de cuero que llevaba al cinto y se la puso en la mano.

—En el Helado Norte hay un pueblo que se resiste al poder de Noxus. Puede que te ayuden a llegar hasta las
arenas.

—¿Qué hay en ese... Freljord? —preguntó ella, paladeando la última palabra.

—Hielo —respondió Yasuo—. Y roca —añadió con un guiño.

Taliyah respondió con una sonrisa.

—Viajarás rápidamente con las montañas debajo. Usa tu poder. Creación. Destrucción. Abrázalo. Todo él. Tus
alas te han llevado muy lejos —añadió—. Puede que te lleven incluso a casa.

Taliyah se quedó mirando el camino que bajaba al valle. Confiaba en que su tribu estuviera a salvo. Puede que
el peligro fuera cosa de su imaginación. Si la veían en ese momento, ¿qué pensarían? ¿La reconocerían?
Babajan siempre decía que sean cuales sean el color o el grosor de la hebra que se mete en la rueca, la lana
siempre conserva algo de lo que era al empezar. Este pensamiento la reconfortó.

—Confío en que encuentres el equilibrio. Cuídate, gorrioncillo.

Taliyah se volvió hacia su compañero, pero ya había desaparecido. El único indicio de su paso eran unas briznas
de hierba que se mecían bajo la brisa de la mañana.

—Estoy segura de que la Gran Tejedora también tiene un plan para ti —dijo.

Se guardó con cuidado la semilla de arce en el sobretodo y se alejó por la senda en dirección al valle, caminando
sobre la piedra que salía al paso de sus botas.
LÍNEA DE SANGRE

Taliyah ya casi había olvidado cuánto extrañaba aquel calor abrasador de Shurima –el sudor y la turba de
cientos de personas empujando, maldiciendo, regateando y hablando con tal pasión y velocidad que los
forasteros a menudo pensaban que discutían.

En todos sus viajes jamás había encontrado otro lugar con el bullicio y la energía desbocados de su tierra natal.
Jonia era maravillosa, y los paisajes helados de Freljord eran deslumbrantes a su manera, pero el sol cegador de
Shurima los derritió fuera de su memoria en el momento en que pisó el muelle de piedra de Bel'zhun.

La conexión que sentía con la roca misma que cimentaba su país la inundó como un borbotón de té especiado de
Babajan. Lucía una sonrisa de oreja a oreja mientras ascendía por los escalones desde los muelles, y ni siquiera
su paso bajo la piedra negra de una noxtoraa pudo amilanarla.

Taliyah no se demoró mucho en Bel'zhun. Los navíos de guerra noxianos del puerto la ponían demasiado
nerviosa y le traían malos recuerdos. Permaneció allí justo lo suficiente para comprar víveres y enterarse de los
últimos rumores que recorrían los tenderetes, traídos por las caravanas desde lo más profundo del desierto. La
mayoría de ellos eran contradictorios y quiméricos: visiones de guerreros de arena, ventiscas de relámpagos
sobre cielos diáfanos y ríos que fluían donde nadie recordaba el runrún del agua.

Solo por compartir el camino con algunos rostros amables, abandonó Bel'zhun en la compañía de una caravana
fuertemente armada de mercaderes de seda de Nerimazeth que se dirigía al sur, hacia Kenethet. Soportó el
vaivén de la caravana durante el tiempo suficiente para alcanzar los zocos de hueso de aquella ciudad de mala
fama, en las fronteras norteñas del Sai, antes de seguir por su cuenta. La líder de la caravana —una mujer con
delgadez de junco llamada Shamara, de ojos como el azabache bruñido— la previno en contra de proseguir
hacia el sur, pero Taliyah le dijo que su familia la necesitaba, y ahí cesaron las advertencias.

Desde Kenethet avanzó hacia el sur, siempre hacia el sur, siguiendo el arco sinuoso de lo que la gente había
vuelto a llamar la Madre de la Vida, un gran río del que se decía que tenía su fuente en la capital del antiguo
imperio de Shurima. Sin ojos a su alrededor, podía moverse mucho más rápido cabalgando a lomos de la roca a
medida que esculpía su filo bajo sus pies, en olas arrolladoras que la transportaban rumbo al sur, hacia Vekaura
—una ciudad que, había oído, yacía semienterrada en la arena que se escurría del Sai.

Shamara la había menospreciado, considerándola poco más que un campamento tribal construido sobre las
ruinas de una ciudad abandonada, un lugar de encuentro para viajeros fatigados y nómadas errantes. Pero
incluso a un kilómetro de distancia, Taliyah vio que se equivocaba: Vekaura había renacido.

Ojalá no hubiese encontrado a la mujer moribunda.

II

El zoco de la ciudad bullía de colores y ruidos. El aire acre barrió como una ola la calle cubierta por toldos de
lona, arrastrando consigo el sonido del regateo furioso y el olor a especias picantes y carne asada. Taliyah se
abrió paso a través del gentío, ignorando las promesas extravagantes de los mercaderes y sus ruegos de que
pensase en sus hijos hambrientos. Una mano agarró a su túnica, tratando de arrastrarla hacia un puesto de
pinchos con alimañas desérticas ensartadas, pero se zafó.

Cientos de personas atestaban la ancha calle que conducía a las murallas rotas de la ciudad. Un humo aromático
ascendía como una neblina de las pipas burbujeantes de los viejos, sentados a sus puertas como sabios enjutos.
Vio las marcas tribales de Barbae, Zagayah y Yesheje, aunque había docenas de otras que desconocía.
Miembros de tribus que hubiesen sido enemigos acérrimos en los tiempos en los que había dejado Shurima
caminaban ahora juntos como camaradas.

—Mucho ha cambiado desde que me fui —musitó.


Tenía aquello que había venido a buscar y necesitaba volver al edificio en ruinas que había escogido, en el
límite oriental de la ciudad. No quería demorarse allí más de lo necesario, pero había prometido mantener a la
mujer herida a salvo, y su madre siempre le había enseñado a no romper jamás una promesa. La Gran Tejedora
tenía una opinión muy desfavorable de quien lo hacía.

El morral bastamente tejido que llevaba al hombro estaba lleno de comida: carnes curadas, avena, pan y queso,
además de dos pellejos de agua. Era más de lo que necesitaba, pero no era todo para ella. El oro cosido al forro
de su túnica ya casi se había acabado, pero sabía que estaba a punto de llegar. No tenía modo de saberlo con
certeza, pero tenía la convicción de que cada paso la acercaba un poco más al abrazo cálido de su madre y de su
padre. Y entonces ya no necesitaría oro para nada, tendría todo aquello que precisaba justo allí, en la tienda,
junto a ella.

Tan sumida estaba en aquel placentero futuro que no se percató del hombretón hasta que tropezó con él. Chocó
contra el cuerpo del hombre, que no se inmutó, y cayó a plomo sobre su espalda.

Había sido como estamparse contra un acantilado; no se había desplazado ni un milímetro. La gente que poblaba
el zoco parecía saber algo que ella desconocía. Lo bordearon como la corriente se parte en torno a una roca en
un arroyo. Estaba vestido de pies a cabeza con una túnica harapienta que apenas ocultaba su enorme altura y
corpulencia. Asía firmemente un bastón largo, envuelto en tela, con su ancha cabeza vendada. Tal vez lo
necesitase, pues vio que sus piernas estaban extrañamente arqueadas.

—Usted perdone —dijo, alzando los ojos—. No lo había visto.

Él inclinó la mirada hacia ella, su rostro oculto en las sombras de una capucha alargada, pero no respondió.
Extendió su mano; llevaba los dedos envueltos en vendajes como si fuese víctima de una peste. Taliyah vaciló
solo por un instante y asió la mano tendida.

El hombre la alzó sin apenas esfuerzo, dejando entrever un relampagueo de oro bajo la tela polvorienta de su
túnica antes de volver a entrelazar sus manos bajo las mangas.

—Gracias —dijo Taliyah.

—Deberías andar con más cuidado, mujercita —dijo, con una voz extrañamente resonante y cargada de acento,
como si proviniese de un pozo de tristeza sin fondo alojado en su interior—. Shurima es ahora un lugar
peligroso.

III

Contempló a la joven escabullirse por el zoco y se volvió hacia las murallas resquebrajadas de Vekaura. Los
gigantescos bloques solo le llegaban hasta la cabeza, y las capas superiores estaban formadas por ladrillos de
barro cocido, con pintura a juego. A la gente de Vekaura le debían de parecer de lo más impresionantes, pero a
sus ojos no eran sino una burda copia de las originales.

Atravesó el portal de entrada a grandes pasos, alzando la mirada hacia la piedra suspendida, toscamente
encajada. Un vendedor de agua se alzaba en medio de un aparato de bronce con ruedas giratorias, que rellenaba
con agua turbia botellas de vidrio verde, y elevó los ojos a su paso.

—¿Agua? Directamente extraída de la Madre de... —dijo el vendedor, pero las palabras se ahogaron en su
garganta ante la vista de la corpulenta figura ante él.

Sabía que era mejor seguir adelante. Las palabras garabateadas en sangre sobre las paredes de la Torre del
Astrólogo lo habían guiado hasta allí, y el mago también sería atraído a aquel lugar. Había sentido la presencia
de un miembro del Linaje de los Ascendidos en Vekaura, uno cuya estirpe se remontaba directamente a los días
anteriores a la destrucción del imperio que se extendió una vez de océano a océano, y más allá. Encontrar a esa
persona antes que su enemigo sería crucial, ya que la sangre de la antigua Shurima era tan escasa como
poderosa. Había rescatado a Azir de su destrucción; y en las manos equivocadas, podría causar la ruina de la
renacida Shurima.
Sí, era mejor seguir adelante... pero no lo hizo.

—Comercias entre fantasmas del pasado —dijo.

—¿Fantasmas? —dijo el vendedor, su voz temblando de miedo.

—Este arco —dijo, apuntando con su bastón al techo del mismo. Cortinas de polvo se filtraban a través de las
grietas al paso de los hombres en los baluartes superiores—. Fue construido por artesanos de la perdida Icathia
en el exilio. Cada piedra fue cortada y encajada con tal precisión que ni siquiera una gota de mortero era
necesaria para fijarla en su sitio.

—No... no lo sabía.

—Vosotros, los mortales, olvidáis el pasado y consignáis a la leyenda aquello que debería ser recordado —dijo,
con la amargura de siglos de soledad en el desierto amenazando tornarse en violenta rabia—. ¿Acaso no construí
la Gran Biblioteca como salvaguarda ante tales fallos de la memoria?

—Por favor, gran señor —respondió el vendedor de agua, presionando su espalda contra el muro de la entrada—
. Habláis de mitos de los tiempos antiguos.

—Para ti lo son, pero cuando llegué aquí por primera vez, los muros estaban recién construidos, sesenta metros
de mármol pulido, cada piedra prístina y con vetas de oro. Mi hermano y yo entramos en la ciudad triunfantes, a
la cabeza de diez mil soldados con armaduras de oro y lanzas bruñidas. Marchamos a través de esta entrada
entre los gritos de júbilo de la gente de la ciudad.

Exhaló un retumbante suspiro antes de continuar—. Un año más tarde no quedaba nada. Fue el final de todo. O
tal vez fuese el comienzo. He permanecido al margen del mundo durante tanto tiempo que ya no lo sabría decir.

El vendedor de agua palideció, entornando los ojos en su intento de penetrar la oscuridad bajo su capucha. Los
ojos del hombre se ensancharon.

—¡Eres el Hijo Perdido del Desierto! —exclamó el vendedor—. Eres... Nasus.

—Lo soy —dijo dándole la espalda y entrando en la ciudad—, pero hay otro todavía más perdido que yo.

IV
Nasus siguió al gentío que se desplazaba por la ciudad hacia el templo ubicado en el corazón de la misma,
tratando de ignorar sus miradas de asombro. Su mera corpulencia habría atraído ya suficiente atención, pero
para entonces el vendedor de agua ya habría difundido su identidad a los cuatro vientos. Shurima siempre había
sido un lugar de secretos, que en ningún caso permanecían enterrados demasiado tiempo. Para cuando llegase al
centro de la ciudad, se sorprendería si la población entera no conociese ya su nombre. Sí, había sido estúpido
detenerse, pero la indiferencia del vendedor por la historia había ofendido al erudito en Nasus.

Como la muralla y la puerta de entrada, el interior de Vekaura era una sombra de su pasada gloria. La madre de
Azir había nacido allí, y el joven emperador había sido pródigo en sus regalos a su gente. Jardines escalonados y
flores traídas de cada rincón del imperio ribeteaban sus estructuras con vívidos colores y maravillosos aromas.
Sus torres relucían de plata y jade, y agua fresca manaba desde el gran templo, fluyendo por grandes acueductos
en la creencia ingenua de que su abundancia jamás cesaría.

El transcurso de los milenios había erosionado la ciudad hasta dejar expuesto su esqueleto de piedra, con sus
antaño magníficas estructuras reducidas a ruinas. En los últimos siglos, aquellos que todavía se aferraban a las
antiguas tradiciones habían construído sobre ellas creyendo que su futuro tal vez pudiese salvarse venerando el
pasado. Mientras Nasus seguía en pos del creciente gentío, tan solo veía burdas imitaciones de un recuerdo
prácticamente olvidado.

Los edificios planificados por los maestros artesanos eran ahora parodias deshonestas de su antigua gloria. Las
murallas, que antaño se fabricaban de bloques cuadrados de granito, se reconstruían con madera y bloques
toscamente labrados. El trazado de la ciudad seguía allí, pero Nasus sentía como si se moviese por una pesadilla,
donde el entorno antaño familiar se hubiese retorcido en formas nuevas y extrañas, en las que todo era una
distorsión de su forma original diseñada para provocar la inquietud.

Oía voces que murmuraban a su alrededor y susurraban su nombre en voz baja, pero las ignoró, doblando por fin
una esquina y entrando en la plaza abierta del centro de la urbe. Las garras que eran sus manos se apretaron en
puños ante la vista de lo que los ciudadanos de Vekaura habían erigido en el corazón de su ciudad reconstruida.

Un templo solar construido con arenisca tallada y roca desnuda. Levantado por manos humanas a escala de su
propia especie, era una recreación infantil de la titánica estructura que ocupó una vez el centro del imperio de
Shurima. El Gran Templo había sido la envidia de Valoran; los arquitectos de reyes lejanos viajaban miles de
kilómetros para verlo. ¿Y así lo recordaban, de esta insultante forma?

Los muros eran negros y relucían como el basalto, pero Nasus podía ver las juntas irregulares entre los paneles
allí donde se habían fijado a la tosca roca. Un disco solar relucía desde la cúspide del templo, pero incluso desde
la distancia, Nasus pudo ver que no estaba hecho de oro, sino forjado de una aleación de bronce y cobre. Y
tampoco flotaba, como el disco bajo el que Nasus había sido transformado en su actual forma. En su lugar,
cuerdas trenzadas, atadas a pilares asimétricos a ambos lados del disco, lo mantenían suspendido.

Parte de Nasus quería encolerizarse contra aquella gente, odiarla por construir aquel mediocre recordatorio del
imperio que él e incontables otros habían luchado y sangrado para proteger. Quería sacudirlos y contarles qué
memoria expoliaban construyendo así sobre la grandeza del pasado. Pero ellos ignoraban lo que él sabía, no
habían visto lo que él había visto, y no podría hacerlos comprender.

Un hierofante vestido con una túnica emplumada se erguía ante el disco, con los brazos alzados en súplica,
aunque sus palabras se perdían en el ruido de la ciudad.

¿Era él a quien había venido a buscar?

V
Cruzó la plaza hacia el templo a trancos decididos, viendo escalones irregulares tallados en cada una de sus
cuatro esquinas. Los dos guerreros que protegían las inmediaciones de las escaleras, con armaduras de tiras de
bronce entalladas y yelmos emplumados moldeados para representar bestias, se giraron al verlo. Nasus flaqueó
al reconocer a quién pretendían representar sus yelmos. Ambos poseían hocicos alargados; uno era una
imitación burda de las mandíbulas de un cocodrilo, el otro poseía un visor moldeado como la cabeza de un
chacal gruñendo.

Cuando se aproximó inclinaron las lanzas, pero percibió su horror cuando se despojó de su túnica y se alzó en
toda su altura. Demasiado tiempo había vagado por el mundo de los mortales encorvado y avergonzado,
tratando de esconder su estatura. Demasiado tiempo se había ocultado, pagando su penitencia en desolador
aislamiento, pero los días de esconderse habían terminado. Nasus ya no deseaba mantener su rostro oculto por
más tiempo.

Siendo una figura de poder y magia, Nasus empequeñecía a los guardias; era un ser Ascendido de una edad en la
que tales héroes caminaban aún entre los mortales. Su cuerpo había sido resucitado por la magia del disco solar
y recompuesto. Su carne marchita y mortal transformada en un semidiós con cabeza de chacal y cuerpo de
obsidiana. Una armadura con bandas de oro, deslustrada por la edad y de la que pendían tiras votivas con los
sellos de Shurima, envolvía su pecho y sus hombros. Extendió la mano hacia el bastón y rasgó las vendas de tela
para revelar su alabarda de larguísimo mango. Su filo relucía de impaciencia y la gema de azul oceánico del
centro se empapaba de la luz del sol.

—Haceos a un lado —dijo.

Los guardias se encogieron de miedo, pero no se movieron del sitio. Nasus suspiró y describió un arco con su
alabarda. El extremo golpeó al primer guardia en su ascenso y lo envió despedido a casi treinta metros. Su
reverso estampó al segundo contra el polvo, dejándolo gimiendo de dolor al tiempo que Nasus hincaba la garra
de uno de sus pies en el primer escalón.
Ascendió hacia la cúspide donde el sol relucía sobre el metal batido del disco. Según ascendía, oteó por encima
de las murallas decrépitas de Vekaura. Un mar ininterrumpido de dunas áridas se extendía hasta el horizonte por
tres costados. En el flanco oriental de la ciudad, el terreno se elevaba paulatinamente en lomas accidentadas de
tierra dura, sobre la que crecían robustas palmeras del desierto y densos macizos de bhanavar, árboles cuyas
raíces se hundían cientos de metros bajo la arena en busca de agua.

La visión de Shurima como ese desierto vacío entristeció a Nasus, cuyo pensamiento se remontó a cuando la
Madre de la Vida nutría la tierra y rebosaba de vida y vitalidad. Tal vez Azir devolviese la vida de nuevo a
Shurima, pero tal vez no, lo que hacía su tarea de encontrar al portador del linaje más importante aún.

Otros guardias se movían hacia la cúspide del templo, gritando en un lenguaje que mucho había tomado
prestado del shurimano antiguo, pero sin un ápice de la belleza y la complejidad de aquella lengua perdida.

Nasus recordaba el dolor y el miedo que había sentido mientras subía por última vez al Gran Templo como
preparación de su ritual de Ascensión. La enfermedad que sufría lo había dejado demasiado débil para subir, y
su hermano pequeño lo había transportado en brazos. Para cuando alcanzaron la cúspide, el sol estaba casi en su
cénit y la vida se escurría de su cuerpo como si de un reloj de arena roto se tratase. Le había rogado a Renekton
que se fuese, que lo dejase solo en su encuentro con el sol, pero Renekton se limitó a negar con la cabeza y a
susurrar las últimas palabras que compartieron como mortales antes de que el disco solar los precipitase a la
Ascensión.

Me quedaré contigo hasta el final.

Incluso ahora aquellas palabras tenían la capacidad de herirlo, su corte más profundo que el de cualquier espada.
Como mortal, Renekton había sido impredecible: dado en ocasiones a la violencia y la crueldad, pero
igualmente capaz de gran nobleza y coraje. El poder que la Ascensión lo había hecho poderoso y, al final, fue
Renekton quien introdujo a la fuerza al traicionero mago en la Tumba de los Emperadores y se sacrificó para
salvar a Shurima.

¿Salvar a Shurima?...

¿Acaso algo de lo que hicieron ese día había salvado a Shurima? Azir había muerto, asesinado por su amigo de
la infancia, y la ciudad había quedado destruida cuando la magia descontrolada del ritual de Ascensión
interrumpido la enterró bajo las arenas del desierto. Revivía el momento en que selló las puertas de la tumba tras
Renekton y Xerath a diario, sabiendo que no había tenido elección, pero igualmente abrumado por la culpa.

Ahora, Xerath y Renekton estaban libres. Azir había vencido a la muerte de alguna forma para convertirse en
uno de los Ascendidos, y por su voluntad, Shurima renació. La antigua ciudad se había alzado de su sepulcro
desértico y se había sacudido el polvo cansino de su letargo milenario. Pero si las historias que provenían del
desierto eran ciertas, el Renekton que Nasus había conocido y amado ya no existía. Ahora apenas era más que
un asesino enloquecido que mataba sin piedad en nombre de la venganza.

—Y yo te metí allí —dijo Nasus.

Alcanzó la cumbre y trató de aparcar a un lado los pensamientos sobre aquello en que se había convertido su
hermano: un monstruo que bramaba el nombre de Nasus por las arenas ardientes del desierto.

Un monstruo al que, en algún momento, tendría que enfrentarse.

VI
Nasus alcanzó la cima de la estructura del templo, las tiras de papel votivo aleteando desde sus brazos y cinto.
Plantó el mango de su alabarda en la tosca piedra y dedicó un instante a investigar lo que lo rodeaba.

La luz del sol se reflejaba en el disco solar en ángulos multiplicados, pues el acabado del metal era rugoso y sin
pulir. Las cuerdas trenzadas eran dolorosamente obvias desde cerca, y lo que la gente de Vekaura había
construido, rudimentario sin disimulo posible. El techo carecía de ornamento alguno: ni había un gran estrado
con tallas de la bóveda celeste o los vientos cardinales, ni grabados de los héroes que habían ascendido desde su
sagrada superficie.
Diez guerreros con capas polvorientas y bandas superpuestas de armadura de bronce se interponían entre Nasus
y el hierofante. El sacerdote era un hombre alto y delgado que vestía una larga túnica de plumas iridiscentes y
mangas amplias, similares a alas, y una capucha que remedaba un pico de ébano. El rostro bajo la capucha era
noble, severo e implacable.

Justo como Azir.

—¿Eres Nasus? —dijo el hierofante. La voz del hombre era profunda e imponente, casi regia, pero Nasus pudo
oír su miedo. Una cosa era afirmar descender de los dioses, y otra muy distinta encontrarse con uno.

—El hecho de que tengas que preguntar me dice que me he ausentado demasiado tiempo. Sí, soy Nasus, pero lo
que es más importante ¿quién eres tú?

El hierofante aumentó su estatura, hinchando su tórax como un ave ahueca su plumaje en época de
apareamiento. —Soy Azrahir Thelamu, Descendiente del Emperador Halcón, Primera Voz de Vekaura, el
Iluminado, El Que Camina Por La Luz y Guardián del Fuego Sagrado. Heraldo del Amanecer y...

—¿Descendiente del emperador? —interrumpió Nasus—. ¿Te atribuyes el linaje del emperador Azir?

—No me lo atribuyo, es quien soy —dijo abruptamente el hierofante, recuperando una fracción de su
confianza—. Ahora, dime qué quieres.

Nasus asintió y giró su alabarda, asiéndola con ambas manos en paralelo al suelo.

—Tu sangre— dijo Nasus.

VII

Golpeó el extremo inferior de su alabarda contra la mampostería y una nube de arena se alzó del techo. Se quedó
suspendida formando velos centelleantes, girando en un pequeño círculo en torno al hierofante y sus guerreros.

—¿Qué estás haciendo? —inquirió el sacerdote.

—Ya te lo he dicho, necesito ver tu sangre.

En un abrir y cerrar de ojos, la arena que los envolvía en su giro se convirtió en un furioso huracán. Los
guerreros alzaron sus brazos para protegerse el rostro de la lacerante tormenta de arena, y el hierofante se dobló
en dos, cegado y ahogándose en el polvo suspendido. La tormenta de arena aullaba con toda la furia de los
vientos profundos del desierto, que podían dejar en los huesos a un rebaño de Eka'Sul en cuestión de minutos.
La armadura no aportaba protección alguna, ya que la arena penetraba por cada costura y recoveco para alcanzar
la piel de debajo y tornarla en carne viva por la fricción. El disco solar oscilaba hacia adelante y atrás en los
vientos conjurados por Nasus, y las cuerdas que lo sostenían tiraban al máximo de los anillos de hierro
encajados en la piedra.

Nasus dejó que la furia de las arenas lo llenase, sus miembros inundados de poder y su cuerpo hinchándose a
medida que la ira del desierto se manifestaba en su oscura carne. Su forma crecía y agigantaba, colosal y
monstruosa como se decía que eran los primeros Ascendidos.

Atacó sin avisar, abrumando a los guardias en su avance y apartándolos con el mango de la alabarda o
golpeando de plano con la media luna de su filo. No deseaba matar a aquellos hombres; después de todo, eran
hijos de Shurima, pero se interponían en su camino.

Cruzó por encima de sus cuerpos entre quejidos y retorcimientos en dirección al hierofante. El hombre yacía
hecho un ovillo, sus manos ensangrentadas extendidas para proteger su rostro. Nasus se inclinó para recogerlo y
lo alzó por el pescuezo con la misma facilidad que un perro transportaría a su cachorro. Los pies del hierofante
oscilaban a un metro del suelo mientras Nasus lo sostenía frente a su rostro.
La piel del hierofante estaba enrojecida y descarnada donde la arena la había lacerado, y lágrimas de sangre se
derramaban por sus mejillas. Nasus se aproximó al disco solar. Era solo una imitación, y ni siquiera estaba
hecho de oro, pero reflejaba la luz del sol y eso tendría que ser suficiente.

—¿Dices ser del linaje de Azir? —dijo—. Ahora veremos si eso es cierto.

Empujó el rostro del hierofante contra el disco solar, y el hombre gritó cuando el metal ardiente le quemó la
carne despellejada. Nasus dejó caer al hombre, sollozante, y observó la sangre que silbaba mientras se escurría
por el disco abajo en regueros rojos. La sangre estaba ya secándose en una costra marrón, y su olor impregnó
sus fosas nasales.

—Tu sangre no es la del Linaje de los Ascendidos —dijo Nasus con tristeza—. No eres quien busco.

Entrecerró los ojos al ver un radiante brillo azul en la superficie del disco, reflejo de algo en la distancia.

Nasus se giró y contempló el horizonte. Una nube se acumulaba allí, polvo levantado por la marcha de hombres
a pie. Nasus vio el centelleo de la luz del sol en puntas de lanza y armaduras a través de la polvareda. Escuchó el
retumbar de los tambores de guerra y el lamento de los cuernos de batalla. Bestias enormes emergieron de entre
las nubes de polvo, criaturas criadas para la guerra que bramaban bajo el yugo de cuerdas anudadas, conducidas
por grupos de hombres armados con picanas. Protegidas con láminas de piel calcificada y armadas de colmillos
enroscados como astas, las bestias eran arietes vivientes, capaces de derribar las murallas ya decrépitas de
Vekaura.

Tras aquellos engendros, una hueste de bandas tribales avanzó sobre la ciudad bajo una gran variedad de tótems
tallados. Quinientos guerreros, como poco: escaramuzadores ligeros, vociferantes arqueros a caballo y guerreros
de infantería portando escudos de escamas y hachas pesadas. Nasus sintió la influencia de una voluntad
dominadora sobre ellos, pues sabía que muchas de aquellas tribus se degollarían a primera vista en condiciones
normales.

Percibió la presencia de una magia antigua y un resabio metálico inundó sus mandíbulas. Todos sus sentidos en
alerta. Oyó el murmullo de cientos de voces ascendentes, vio cada imperfección del disco de bronce y sintió
cada grano de arena bajo las garras retorcidas de sus pies. Un penetrante olor a sangre recientemente derramada
aguijoneó su olfato. Portaba un débil vestigio de los días antiguos y los ecos distantes de una edad que se creía
perdida para siempre. Lo reclamaba desde algún punto del este de la ciudad, en su misma linde, donde las ruinas
se fundían con las colinas.

El portador de aquella magia evocadora flotaba sobre la hueste; un ser de energía restallante y poder oscuro,
sujeto por cadenas de hierro frío y los fragmentos de un antiguo sarcófago. Un traidor a Shurima y el arquitecto
de la ruina del antiguo imperio.

—Xerath —dijo Nasus.

VIII
La casa en ruinas en el límite oriental de Vekaura se venía abajo; sin apenas techumbre, estaba hundida en arena
que llegaba hasta los tobillos. Pero tenía cuatro paredes y estaba cubierta por un dosel de árboles que le ofrecían
sombra durante la parte más calurosa del día. El morral de Taliyah estaba apoyado contra una esquina,
preparado para la marcha, como siempre. Odres de agua y leche de cabra colgaban a sus lados, y había
suficiente carne curada para durarle un par de semanas, junto con ropa y bolsas de piedra y gravilla reunidas por
todo Valoran.

Taliyah se arrodilló junto a la mujer herida que yacía en la sombra y retiró el vendaje de su costado. Dio un
respingo ante la vista de sangre encostrada en torno a los puntos que había empleado para cerrar la profunda
herida. Parecía el corte de una espada, pero no podría asegurarlo. Taliyah había desvestido a la mujer de su
armadura y la había bañado lo mejor que pudo. Además de la herida casi mortal de su costado, el cuerpo de la
fémina era un mapa de pálidas cicatrices. Todas ellas acumuladas en una vida de batalla, y todas recibidas de
frente salvo una. Fuese quien fuese aquella mujer, solo uno de sus enemigos no la había confrontado cara a cara.
Taliyah reemplazó el vendaje y la paciente gimió de dolor, su cuerpo durmiente procurando sanar. Solo la Gran
Tejedora sabía cuánto había debido de padecer en el desierto.

—Eres una luchadora —dijo Taliyah—. Eso lo tengo claro, así que lucha por tu vida.

Taliyah no tenía ni idea de si la mujer escuchaba lo que decía, pero tal vez sus palabras pudiesen ayudar al
espíritu de la mujer a encontrar el camino de regreso a su cuerpo. En todo caso, era agradable hablar con
alguien, incluso si no respondía... Sin contar los murmullos febriles sobre emperadores y la muerte.

Desde que abandonara a Yasuo, en Jonia, Taliyah había intentado no hablar con nadie, siempre en movimiento y
sin quedarse en ningún sitio más tiempo del necesario. Su estancia en Vekaura ya se prolongaba más de lo que
había planeado. Se suponía que aquella iba a ser una rápida parada para adquirir nuevos víveres, pero no podía
partir mientras la mujer estuviese aún inconsciente. El apremio por encontrar a su familia era casi abrumador,
pero la Gran Tejedora enseñaba que todos estaban entrelazados en la urdimbre de la vida. Dejar que un hilo se
soltase afectaría, con el tiempo, a la totalidad de la trama. Así que Taliyah se quedó para cumplir su promesa a
la mujer herida, aunque cada instante que sustraía de la búsqueda de su familia le impacientaba el alma.

Taliyah apartó los oscuros cabellos de la frente de la mujer y estudió su rostro, tratando de imaginar cómo había
acabado herida y semienterrada en una duna de arena al borde del Sai. Era bonita, pero poseía una veta de
dureza que ni siquiera la inconsciencia podía dulcificar del todo. Su piel tenía la textura bronceada de alguien
nacido en Shurima, y cuando sus párpados se estremecían ocasionalmente hasta abrirse, Taliyah podía ver que
eran de un penetrante azul.

Dejó escapar un suspiro. —Bueno, no creo que haya mucho que pueda hacer hasta que te despiertes.

Taliyah escuchó un estruendo sordo proveniente del oeste. Se acercó a la ventana al tiempo que oía el sonido
inconfundible de las rocas triturándose unas a otras. Al principio pensó que era un terremoto, pero era más como
una avalancha, y había presenciado ya unas cuantas a lo largo de su vida. Dado lo que había visto de los
edificios de Vekaura, no la sorprendería si aquel fuese el sonido de uno de ellos derrumbándose. Esperaba que
nadie hubiese resultado herido.

—¿Qué sucede?... ¿Dónde estoy?

Taliyah se giró ante el sonido de la voz de la mujer. Estaba sentada, mirando en torno a sí y extendiendo sus
manos en busca de algo.

—Estás en Vekaura —dijo Taliyah—. Te encontré en el desierto, sangrando y moribunda.

—¿Dónde está mi arma? —preguntó la mujer.

Taliyah señaló hacia la pared tras ella, donde la susodicha estaba envuelta en su funda de cuero hervido y
escondida bajo una manta tejida con motivos de pájaros entrelazados.

—Allí —dijo Taliyah—. Sus hojas están muy afiladas y no quería ponerla donde pudiese tropezar con ella y
rebanarme un pie.

—¿Quién eres? —dijo la mujer, con un tono cargado de sospecha.

—Soy Taliyah.

—¿Te conozco? ¿Me quiere muerta tu tribu?

Taliyah frunció el ceño. —No, no lo creo. Somos pastores. Tejedores y viajeros. No queremos muerto a nadie.

—En tal caso, sois de los pocos —dijo la mujer. Exhaló lentamente, y Taliyah solo podía imaginar lo mucho
que debía de dolerle el costado. Se sentó e hizo una mueca de dolor al tensarse sus puntos.

—¿Por qué iba nadie a quererte muerta? —preguntó Taliyah.


—Porque he matado a mucha gente —respondió Sivir, incorporándose con dificultad—. A veces porque me
pagaban. Otras porque se interponían en mi camino. Pero últimamente suele ser porque se enfurecen cuando les
digo que no pienso regresar.

—¿Regresar a dónde?

La mujer volvió sus penetrantes ojos azules hacia Taliyah, y esta pudo ver un pozo profundo y agitado de dolor
en ellos.

—A la ciudad —dijo—. La que se alzó de entre las arenas.

—¿Así que es cierto? —preguntó Taliyah—. ¿La antigua Shurima ha renacido realmente? ¿La has visto?

—Con mis propios ojos —dijo la mujer—. Hay un montón de gente dirigiéndose allí ahora. He visto sobre todo
tribus del este y del sur, pero pronto vendrán también otros.

—¿La gente acude allí?

—Más y más cada día.

—Entonces ¿por qué no quieres regresar?

—Me estás agotando con todas estas preguntas.

Taliyah se encogió de hombros. —Preguntar es el primer paso en el viaje hacia la comprensión.

La mujer sonrió y asintió. —Bien argumentado, pero ten cuidado con a quién preguntas. Hay quien responde
con una espada.

—¿Eres tú una de ellas?

—A veces, pero dado que me has salvado la vida, lo dejaré pasar.

—Entonces, dime una cosa más.

—¿Cuál?

—Tu nombre.

—Sivir —dijo la mujer, dolorida.

Taliyah conocía el nombre; pocos en Shurima lo ignoraban, y ya se había formado una buena idea de quién era
aquella mujer por el estilo de su arma de hojas cruzadas. Antes de que pudiese responder, un nuevo sonido se
impuso al rumor de las piedras cayendo. Era algo insólito en su país natal, pero lo había oído hasta la saciedad
en las costas de Jonia, en los laberintos de Noxus y en los páramos de hielo de Freljord.

Taliyah dirigió la vista a su morral, calculando cuánto le llevaría escapar de Vekaura. Sivir también escuchó el
sonido y extendió las piernas para tratar de ponerse de pie. El esfuerzo fue casi demasiado para ella y soltó un
gruñido. Su frente se perló de sudor.

—No estás en condiciones de ir a ninguna parte —dijo Taliyah.

—¿Puedes oír eso? —dijo Sivir.

—Por supuesto —dijo Taliyah—. Parecen los gritos de un montón de gente.

Sivir asintió. —Eso es exactamente lo que es.


IX
Estaba lloviendo fuego del cielo.

Cometas con estelas blanco azuladas saltaban de los brazos extendidos de Xerath, describiendo parábolas como
los proyectiles de un ingenio bélico. El primero aterrizó en el mercado, explotando como una estrella fugaz. El
impacto desprendió un fuego abrasador. Cuerpos en llamas fueron lanzados por el aire como si fuesen yesca
ennegrecida. Vientos ígneos transportaban la risa vengativa de Xerath, una locura sin edad que se regodeaba en
el dolor ajeno.

¿Cómo no pude ver su maldad antes?

Nasus oyó los gritos que se elevaban de la ciudad, y su anterior furia hacia aquella gente se desvaneció como la
neblina matinal sobre un oasis. Las murallas caían bajo las bestias de guerra, enloquecidas por el dolor, que se
encabritaban y golpeaban el suelo con una fuerza que hacía temblar el suelo. Guerreros de armadura ligera
fluían hacia la ciudad por encima de los escombros. Proferían una docena de gritos de guerra distintos, ansiosos
por comenzar la matanza.

Nasus hizo girar su alabarda y descendió los escalones del templo de cuatro en cuatro hasta regresar al suelo. Un
torrente de cientos de personas manaba hacia la plaza principal desde los límites occidentales de la ciudad, el
temor latiendo en sus venas. Gritos sedientos de sangre y el entrechocar de las armas las seguían. Los
ciudadanos, presa del pánico, buscaban refugio en los edificios que circundaban la plaza, atrancando con cerrojo
las puertas y extendiendo las contraventanas con la esperanza de que eso los mantendría a salvo. Nasus había
recorrido las calles ensangrentadas de suficientes ciudades capturadas como para saber lo brutales que los
guerreros podían ser tras tales batallas. Xerath pasaría a cuchillo a cada hombre, mujer y niño de Vekaura.

Más bolas de fuego cayeron como relámpagos y el aire se llenó de gritos y del olor a carne chamuscada. La
piedra se fragmentaba y rodaba en cascadas de roca incandescente por los impactos del mágico asalto. El
mercado estaba en llamas y columnas de humo negro manchaban el cielo.

Nasus se abrió paso a través de la muchedumbre aterrada, avanzando ininterrumpidamente hacia el este,
siguiendo el rastro de la potente sangre que ahora podía oler. El hierofante había sido un fraude, su sangre débil
y diluida tras miles de años, pero ¿el que ahora podía sentir? Tenía poder. Podía oír el trueno de un corazón
latiendo en el interior de un torso mortal. Esa persona descendía de un linaje de emperadores y reinas guerreros;
hombres y mujeres de ambición y fuerza colosales. Era la sangre de un héroe.

La gente gritaba su nombre, rogando su ayuda. La ignoró, sabiendo que tenía una responsabilidad mayor. El sol
lo había vuelto a forjar para servir a Shurima más allá de la muerte, para luchar por su gente y defenderla frente
a sus enemigos. Tal propósito era el que servía ahora, pero dejar a los habitantes de Vekaura a su suerte laceró
su alma con la espina de una culpa que ya conocía.

¿A cuántos más vas a dejar morir?

Apartó de sí el pensamiento, abriendo una senda a través de calles bloqueadas por enormes cúmulos de arena.
La mayor parte de los edificios había sido reclamada allí por el desierto, dejando poco más que cimientos rotos
y muñones de columnas de corte cuadrangular. Los carroñeros del desierto huían al avistarlo conforme se
aproximaba cada vez más al estruendoso latido. La ciudad comenzó a desdibujarse, sus ruinas cada vez más
enterradas en las arenas invasoras.

Por fin, llegó a una estructura en ruinas que tal vez hubiese sido una vez una casa de baños, pues sus paredes
eran más gruesas y fuertes que las que la circundaban. Se agachó al entrar, oliendo el sudor y la sangre de dos
almas en su interior. Una era joven, y la otra, tan antigua que era como estar cara a cara con un amigo que
hubiese caminado bajo el mismo sol que él.

Una joven emergió de una puerta, enfundada en un abrigo holgado proveniente de un país más allá del océano
oriental —la misma chica con la que había hablado en el zoco. Sintió su temor, pero también su determinación
mientras sus manos se movían en patrones de curvas y lazos, como si entretejiese alguna clase de magia
naturalista. La tierra tembló, las piedras danzaron a sus pies y se sacudieron su capa de arena. Tras ella, Nasus
vio a una mujer que intentaba ponerse de pie con dificultad, empleando las paredes desconchadas como apoyo.
Su túnica estaba empapada de rojo. Una herida grave, pero sin llegar a ser mortal.
—Soy Nasus, el Guardián de las Arenas —dijo, pero por la mirada en sus ojos, ella ya sabía quién era él. Su
boca se abrió de asombro, pero no se movió.

—Échate a un lado, niña —dijo Nasus.

—No, no dejaré que le hagas daño. He hecho una promesa.

Nasus hizo girar su alabarda, echándosela a sus espaldas al tiempo que daba un paso adelante. La niña
retrocedió hacia el interior de la casa en ruinas, el suelo ondulándose en patrones radiales a sus pies. La roca se
elevó del suelo como escamas de yeso desconchadas de las paredes. Las grietas fragmentaron la mampostería,
ascendiendo veloces hacia lo que quedaba del techo. La última vez que se había enfrentado a alguien de
habilidades similares, Nasus era mortal aún y casi había acabado con él. La mujer herida contempló a la niña,
anonadada. Claramente, desconocía por completo las habilidades de su compañera.

—Tienes el poder de someter la roca de Shurima —dijo Nasus.

Taliyah alzó una ceja. —Sí. Así que más te vale retroceder antes de que te someta a ti.

Nasus sonrió ante su bravuconada. —Posees el corazón de una heroína, niña, pero no te busco a ti. Tu magia es
fuerte, así que yo, en tu lugar, abandonaría esta ciudad antes de que Xerath te la arranque.

La piel de Taliyah palideció. —No voy a ir a ninguna parte. Prometí proteger a Sivir, y la Gran Tejedora odia
las promesas incumplidas.

—Si eres su protectora, has de saber entonces que no estoy aquí para hacerle daño.

—Entonces ¿qué quieres?

—Estoy aquí para salvarla.

La mujer vendada cojeó hasta llegar al lado de la joven. Aunque su dolor era evidente, a Nasus le impresionó su
determinación. Pero en todo caso, no podía esperar menos de una mujer cuya sangre se remontaba directamente
a la antigua Shurima.

—¿Quién es ese tal Xerath? —preguntó Sivir.

—Un mago oscuro que ya sabe demasiado de tu existencia.

La mujer asintió y se volvió hacia Taliyah, depositando una callosa mano sobre el hombro de la joven.

—Te debo mi vida, pero no estaré en deuda con nadie —dijo—, así que considera cumplida tu promesa. Puedo
arreglármelas sola a partir de aquí.

El alivio en el rostro de la chica era patente, pero aun así vaciló.

—Te lo agradezco, pero apenas puedes caminar —dijo Taliyah—. Al menos, déjame ayudarte a salir de la
ciudad.

—Hecho —dijo Sivir con gratitud antes de volverse de nuevo hacia Nasus. Describió un arco con una mano
para revelar un arma reluciente, a modo de dos hojas de oro dispuestas en cruz con una esmeralda en su centro.
La sostenía presta para el ataque, un arma que ningún común mortal podría blandir con semejante facilidad.

—Ya estoy harta de que últimamente me salven otros —dijo—. Siempre quieren algo a cambio. Así que dime,
hombretón, ¿qué es lo que de verdad quieres?

—Mantenerte con vida —dijo Nasus.

—Eso puedo hacerlo sin tu ayuda.


—La herida en tu costado me dice lo contrario. Estás...

—¿Esto? —dijo Sivir antes de que pudiese terminar—. Un mero desacuerdo con unos imbéciles que no querían
aceptar un no por respuesta. Créeme, ya me las he visto en peores situaciones y he salido airosa. Y no necesito
que me protejan. El destino parece estar cuidando de mí últimamente, independientemente de lo que haga.

Nasus negó con la cabeza. Qué poco entendían los mortales del destino.

—El futuro no está escrito en piedra —dijo—. Es un río con afluentes que puede modificar su curso en
cualquier instante. Incluso aquellos cuyo destino está escrito en las estrellas pueden descubrir que el agua de sus
vidas muere en un baldío si no tienen cuidado.

»¿Sabes a quién perteneció una vez esa hoja? —añadió mientras señalaba el arma.

—¿Qué más da eso?—dijo Sivir—. Ahora es mía.

—Es el Chalicar, la hoja que antaño empuñó Setaka, la más prominente de las Reinas Guerreras de la Hueste
Ascendida; cuando todavía quedaban suficientes de nosotros como para que ese nombre significase algo. Tuve
el honor de luchar junto a Setaka durante tres siglos. Sus proezas son legendarias, pero veo que no conoces su
nombre.

—Los caídos caen también en el olvido —dijo Sivir, encogiéndose de hombros.

Nasus ignoró aquel frío desprecio hacia su compañera de armas durmiente. —Un estilita del desierto le dijo una
vez que vería el sol alzarse el día que un emperador de Shurima gobernase el mundo entero. Le hizo pensar que
era invencible, porque aún no habíamos conquistado el mundo, pero cayó víctima de monstruos en la víspera de
la ruina de Icathia. La sostuve en mis brazos mientras su luz se apagaba y la envié a su letargo, en la
profundidad de las arenas, con su arma sobre el pecho.

—Si has venido a recuperarla, tú y yo vamos a tener un problema.

Nasus se arrodilló sobre una pierna y cruzó sus manos sobre el pecho.

—Perteneces al Linaje de los Ascendidos. El arma que portas te pertenece, pues por tus venas corre sangre de
emperadores. Dicha sangre ha resucitado a Azir y a Shurima, así que ha de significar algo.

—No, no tiene por qué —respondió abruptamente Sivir—. Nunca le pedí a Azir que me trajese de vuelta. No le
debo nada. No quiero tener nada que ver contigo ni con ese tal Xerath.

—Lo que tú quieras es irrelevante —dijo Nasus—. Xerath te matará, quieras o no aceptar tu destino. Ha venido
aquí a exterminar el linaje de Azir de una vez por todas.

—¿Qué quiere Azir de ella? —preguntó Taliyah—. ¿Y qué va a hacer, ahora que ha vuelto? ¿Quiere
convertirnos en sus esclavos?

—Hace montones de preguntas —dijo Sivir.

Nasus vaciló antes de responder.

—Lo cierto es que no sé qué planea Azir. El hecho de que se enfrentará a Xerath es suficiente para mí. Ahora
podéis ofrecer mansamente vuestros cuellos, o podéis vivir para luchar un día más.

Sivir alzó su túnica para mostrar el vendaje empapado de sangre y sonrió con ironía. —En toda mi vida jamás he
hecho nada mansamente, pero por un tiempo no tengo intención de luchar contra otra cosa que no sea el sueño.

—Debes vivir —dijo Nasus, incorporándose por completo—. Y necesitas estar preparada.

—¿Preparada para qué? —preguntó Sivir, al tiempo que ella y Taliyah comenzaban a reunir sus pocas
posesiones.
—Para la batalla por Shurima —dijo Nasus—. Así que, por el momento, debemos huir. Los guerreros de Xerath
no dejarán títere con cabeza en Vekaura.

—¿Qué tiene de especial este lugar? —preguntó Taliyah, encogiéndose de hombros.

—La buscan a ella —dijo Nasus.

El rostro de Sivir se endureció y exhaló largamente. —Así que Nasus, ¿eh? He escuchado historias sobre ti
desde que era una niña. Historias de guerra y batallas heroicas. Todas las leyendas dicen que tú y tu hermano
erais los protectores de Shurima, ¿cierto?

—Cierto —dijo Nasus—. Renekton y yo luchamos por Shurima durante muchos siglos.

Sivir se interpuso ante él con un paso, su rostro marcado por la misma determinación imperiosa que la de Azir el
día que ordenó al sacerdocio que preparase el disco solar para su Ascensión, desafiando una tradición de siglos.

—En tal caso, lucha por Shurima, ahora —dijo Sivir, con tanta autoridad como cualquier emperador—. Hijos e
hijas del desierto están muriendo ahí fuera, mientras hablamos. Si eres el héroe del que he oído hablar toda mi
vida, entonces es tu deber salir ahí y salvar a tantas personas como sea posible.

No era el rumbo que Nasus había imaginado para aquella reunión, pero el discurso de Sivir sobre el deber avivó
un rescoldo que llevaba demasiado tiempo aletargado en su pecho. Sintió su llama extenderse por su interior,
solo ahora entendiendo lo verdaderamente perdido que había estado todos aquellos larguísimos años de soledad,
desde la caída de Shurima hasta su ulterior renacimiento.

—Te juro que así lo haré —dijo Nasus, elevando una mano para desenganchar un colgante que pendía de una
correa de cuero en torno a su cuello—. Si ambas partís ahora, haré todo lo que pueda para proteger a los
ciudadanos de Vekaura.

La piedra del colgante era de jade, de un color verde oceánico con vetas de pálido oro que recorrían su
superficie. Una débil luz emanaba de su interior, emitiendo pulsos como un corazón que latiese lentamente.

Entonces se lo ofreció a Sivir. —Llévalo puesto y te ocultará de la vista de Xerath. No durará para siempre, pero
tal vez lo suficiente.

—¿Lo suficiente para qué? —preguntó Sivir.

—Para que nos volvamos a encontrar —dijo Nasus, antes de marcharse.

X
Dejó a Sivir y a Taliyah antes de que pudiese cambiar de opinión, sabiendo que la mejor oportunidad de que
sobreviviesen era atraer a los guerreros de Xerath hacia sí. Lo observaron alejarse, pero él no se volvió. Las
llamas consumían el centro de la ciudad, y Nasus siguió los gritos de los habitantes de Vekaura.

Su rabia crecía a medida que pasaba junto a los cuerpos de hombres y mujeres segados por los guerreros
entregados a la masacre. Más muertes que añadir a unas cuentas todavía pendientes entre él y Xerath. Nasus
calentó los músculos de sus hombros. La última vez que se había enfrentado al mago su hermano había estado a
su lado, y un estremecimiento de temor lo recorrió.

No pudimos derrotarlo juntos. ¿Cómo puedo derrotarlo solo?

Nasus vio un grupo de cinco guerreros bloqueando la salida de la plaza. Estaban de espaldas a él, pero se
volvieron ante el sonido de su alabarda desenfundándose. Debería haber sentido su miedo ante la perspectiva de
enfrentarse a un guerrero Ascendido, pero el fuego azul de la voluntad de Xerath ardía en sus ojos y no temían a
nada.

Se abalanzaron sobre él con espadas y lanzas ensangrentadas. Nasus encaró su carga directamente, golpeando a
baja altura y cortando a tres de ellos por la mitad con un único barrido de la hoja. Atravesó el pecho de otro con
su puño y envolvió con sus fauces la cabeza desnuda del último hombre. Nasus mordió y la cabeza del guerrero
explotó entre sus mandíbulas.

Entró en la plaza y vio a los habitantes que seguían aún con vida arrodillados bajo las espadas ante el templo del
sol, sus cabezas inclinadas como temerosos fieles. Grupos de guerreros ensangrentados elevaban sus lanzas con
ímpetu hacia el brillante y terrible dios ardiente que se alzaba en la cúspide.

El cuerpo del traicionero mago levitaba como una llama, los bordes del disco solar fundidos bajo el horno de su
cuerpo Ascendido. La figura del hierofante se retorcía en el aire ante él, profiriendo alaridos.

—Estúpidos mortales —dijo Xerath mientras descarnaba los huesos del cuerpo del hierofante—. ¿Por qué
atribuirse el linaje de un emperador tan inútil como Azir?

—¡Xerath! —gritó Nasus, y su voz retumbó por toda la plaza.

Los guerreros mortales se volvieron, pero no hicieron ademán de atacar. Cayó el silencio y Nasus sintió el odio
que irradiaba de Xerath envolverlo en una violenta marea. Lo que quedaba del cuerpo del hierofante se
consumió hasta las cenizas en un instante, que se esparcieron con las corrientes de aire cálido que se
arremolinaban en torno al mago. Nasus avanzó hacia la plaza empuñando con firmeza su alabarda mientras
todas las miradas se centraban en él.

—Tenías que ser tú, cómo no —dijo Xerath, su voz tan melosa como lo había sido cuando hollaba la tierra
como mortal—. ¿Quién sino el cobarde que me encerró a cal y canto bajo el mundo durante milenios?

—Y allí te devolveré —prometió Nasus.

La figura de Xerath ardió con más fuerza. —Entonces tenías a tu amado hermano para ayudarte. Dime, ¿has
visto a Renekton desde que abrieran nuestra prisión compartida?

—No pronuncies su nombre —gruñó Nasus.

—¿Has visto en qué se ha convertido?

Nasus no dijo nada y Xerath rio, sonido que recordaba a un combate de espíritus de fuego.

—Por supuesto que no —continuó Xerath, la llama cautiva que era su ser palpitando con siniestro regocijo—.
Te hubiese matado nada más verte.

Xerath descendió levitando por los muros derruidos del templo, mientras las llamas lamían sus miembros y se
dispersaban como luciérnagas. Los soldados bajo su dominio se erguían inmóviles como estatuas. No era una
confrontación para mortales.

—El poder en tu interior estaba destinado a Azir —dijo Nasus, avanzando lentamente hacia Xerath—. No fuiste
un elegido del sol.

—Tampoco lo fue Renekton, y fue reencarnado.

—No pronuncies su nombre —dijo Nasus a través de sus colmillos apretados.

—Tu hermano era débil, pero tú ya lo sabías ¿verdad? —dijo Xerath, aproximándose aún más—. Se vino abajo
más fácilmente de lo que nunca hubiese imaginado. Solo tuve que contarle cómo lo habías abandonado a la
oscuridad. Cómo lo habías atrapado junto a su enemigo y lo habías dejado para que muriese.

Nasus sabía que el mago lo estaba provocando, pero su odio lo cegaba para todo aquello que no fuese cortar las
cadenas que mantenían contenido el poder inimaginable del cuerpo de Xerath. Se enfrentaron en el centro de la
ciudad, dos Ascendidos pertenecientes a otra época; un rey guerrero y un mago hecho de magia viviente.
XI
Nasus atacó primero; su cuerpo pasó de la inacción absoluta a la velocidad cegadora en el espacio entre dos
latidos. Sus piernas lo propulsaron en el aire como pistones, y su alabarda dibujó un arco descendente sobre él.
La hoja impactó contra el pecho de Xerath. El golpe hizo explotar algunos eslabones.

Xerath salió despedido contra los muros del templo. La mampostería saltó en pedazos y una nube de polvo
proveniente de la tumba que yacía a gran profundidad bajo él se filtró a través de las serpenteantes grietas.
Enormes paneles de piedra se desplomaron del edificio. El mago se propulsó hacia adelante y unos rayos de
energía ardiente llamearon a través de sus miembros chisporroteantes. Nasus aulló mientras el fuego de Xerath
lo quemaba, y ambos chocaron con gran violencia.

Una onda expansiva de energía mágica explosionó, llevándose en volandas a la gente como si fuesen hojas en
un huracán. Los edificios más cercanos se derrumbaron cuando sus paredes saltaron en pedazos bajo la fuerza
del sismo. La gente de Vekaura huyó, tratando de hallar refugio en medio de la pelea de aquellos dos dioses de
la antigüedad. Una vez interrumpido el dominio que Xerath ejercía sobre ellos, sus guerreros se dispersaron y
huyeron hacia los límites de la ciudad. Las llamas brotaron cuando Xerath invocó fuego arcano desde el núcleo
de su ser y lo liberó indiscriminadamente.

Nasus rodó hacia un lado mientras una cadena de relucientes cometas se incrustaba contra el suelo. Su fuego era
frío, pero quemaba igualmente. Se puso en pie justo a tiempo para desviar una andanada de orbes aullantes de
luz blanca agitando la hoja de su alabarda. Xerath flotaba sobre él en el aire, riendo mientras los relámpagos
resplandecían ramificándose en torno a él. Nasus proyectó su hoja hacia adelante para liberar una ráfaga de
poder abrasador. Xerath rugió de dolor y rabia; el fuego de su núcleo titubeó, pero no cedió.

Nasus saltó hacia Xerath. Se engancharon en el aire para precipitarse violentamente de nuevo contra el templo
del sol. El impacto hizo añicos el muro exterior y enormes bloques de piedra se desprendieron de la cúspide. Se
estamparon como los puños de antiguos guardianes de tumbas, agrietando la tierra y dejando al descubierto las
criptas ocultas del templo. Los restos del disco solar cayeron del techo, descendiendo a tumbos como una
moneda echada a rodar por un gigante. Estalló en pedazos al alcanzar el suelo, enviando relucientes esquirlas
metálicas en todas direcciones. Uno de los fragmentos se alojó en la carne de uno de los muslos de Nasus.
Forcejeó hasta extraerlo y la sangre descendió por su pierna en un reluciente reguero.

Xerath se alzó de entre los escombros de piedra y un abrasador proyectil de fuego pálido golpeó a Nasus en el
pecho. Este gruñó y trastabilló hacia atrás. Xerath descargó otro torrente de rutilante energía mágica, y esta vez
machacó el corazón de Nasus. El dolor era insondable y cayó de rodillas, su piel abrasada y su carne expuesta.
Nasus podía combatir contra un ejército de mortales con una sola mano, pero Xerath no era un enemigo
ordinario. Era un ente Ascendido que empuñaba la fuerza robada del sol y el poder de la magia oscura.

Alzó la cabeza mientras la ciudad ardía a su alrededor. —Aquel a quien buscas no está aquí y está ahora oculto
de tu vista.

—El último de la progenie de Azir no podrá esconderse de mí para siempre —dijo Xerath—. Lo encontraré y
extinguiré ese linaje despreciable.

Nasus extendió su alabarda, cuya gema emitía líneas chisporroteantes de fuerza.

—Moriré antes que permitir que eso suceda.

—Como desees —dijo Xerath, echando sus brazos hacia atrás una y otra vez para arrojar un arco de tracerías de
luz. Nasus hizo lo que pudo, pero fue incapaz de detenerlas todas.

Xerath se deslizó hacia él. —Le hablé a tu hermano una y otra vez de tu traición y de la envidia que le habías
ocultado. Maldecía tu nombre y lloraba mientras me contaba cómo te descuartizaría miembro a miembro.

Nasus rugió y se puso en pie como el rayo. Una columna de fuego volcánico brotó bajo Xerath, y el mago
bramó mientras el fuego cegador de los Muchos Soles lo devoraba.
Pero no fue suficiente. Nunca podría ser suficiente. La última vez que habían peleado, Nasus y Renekton se
encontraban en el cénit de su poder. Ahora Nasus era una sombra de su gloria pasada, y el poder de Xerath había
estado creciendo durante siglos.

El mago se sacudió su último ataque desesperado y Nasus quedó desarmado. La magia de Xerath lo elevó y lo
revolvió, lanzándolo contra las ruinas del templo. La mampostería se fragmentó a su alrededor y sintió los
huesos que el sol había refundido quebrarse como ramillas secas.

Nasus quedó inmovilizado entre los escombros, sus piernas rotas y retorcidas bajo él. Su brazo izquierdo
colgaba inútilmente a su costado, destrozado desde el hombro a la muñeca. Trató de incorporarse con su brazo
bueno, pero una llamarada blanca de dolor recorrió su médula allí donde se había quebrado su espalda. Su
cuerpo podría sanar de aquellas heridas con el tiempo, pero ya no disponía de ese tiempo.

—Qué bajo has caído, Nasus —dijo Xerath, descendiendo hacia él con gotas de fuego líquido derramándose de
las yemas de sus dedos como rescoldos—. Me darías lástima, si no te odiase por lo que me hiciste. Tu espíritu se
quebrantó durante los largos años en los que vagaste solo y abrumado.

—Mejor estar devastado y abrumado que haber roto un juramento —dijo tosiendo Nasus con la boca encharcada
de sangre—. Incluso con todo tu renacido poder, sigues siendo un traidor y un esclavo.

Sintió la furia de Xerath y se regodeó en ella. Era todo cuanto le quedaba.

—No soy ningún esclavo —dijo Xerath—. El último acto de Azir fue liberarme.

Nasus se quedó atónito. ¿Xerath era un hombre libre? No tenía ningún sentido...

—Entonces ¿por qué todo esto? ¿Por qué traicionar a Azir?

—Azir fue un necio y ofreció su regalo demasiado tarde —dijo Xerath.

Nasus gruñó de dolor. Los huesos astillados de su hombro friccionaban unos contra otros mientras empezaban a
recomponerse. Sentía la fuerza retornar a su brazo, pero lo mantuvo laxo y aparentemente inútil.

—¿Qué harás cuando haya muerto? —dijo Nasus, recordando cuánto gustaba Xerath del sonido de su propia
voz—. ¿Qué será de Shurima contigo como su emperador?

Trataba de mantener su dolor oculto mientras su carne transformada obraba milagros en su cuerpo para arreglar
los daños causados por Xerath.

El mago sacudió su cabeza y flotó fuera de su alcance.

—¿Crees que no puedo ver cómo tu cuerpo se renueva? —espetó.

—Entonces ¡baja y pelea conmigo! —gritó Nasus.

—He imaginado tu muerte un millar de veces —dijo Xerath, alzándose sobre el templo sagrado—. Pero nunca
por mi mano.

Nasus observó el ascenso del mago mientras los muros del templo, desprovistos de apoyo, gemían y se
resquebrajaban, inclinándose hacia el interior y prestos a caer.

—El Carnicero de las Arenas tendrá lo que le corresponde —dijo Xerath. Su figura resplandecía con mayor
brillo del que el disco solar hubiese tenido nunca. Rocas y polvo se precipitaban desde la altura—. Y yo estaré
allí para verlo arrancarte la carne de los huesos con sus garras.

»Pero hasta entonces te enterraré bajo las arenas, como tú hiciste conmigo una vez —dijo el mago, arrojando
cadenas de fuego blanco contra las paredes semiderruidas.
Xerath refulgió como una estrella recién nacida y tiró de sus ardientes cadenas. Una estruendosa lluvia de
piedras rotas cayó en avalancha, al tiempo que un fuego homicida se precipitaba desde el cielo para inundar
Vekaura.

El suelo parecía estar a punto de abrirse; la roca bajo Nasus se giró y se elevó para encontrarse con la cascada en
un tsunami ensordecedor de piedra fluida. Los muros del templo se desplomaron y enterraron a Nasus bajo
cientos de toneladas de cascotes.

XII
Tras la oscuridad, luz.

Una esquirla de cálido brillo. ¿La luz del sol?

Al principio, no estaba seguro de si era real o una artimaña diseñada por la mente para facilitar el tránsito del
cuerpo hacia la muerte.

¿Era así como moría un Ascendido?

No. Aquello no era la muerte. La luz del sol recorrió su campo de visión y sintió que le calentaba la piel.
Cambió de postura, extendiendo las piernas y girando los hombros. Sus miembros estaban renovados, lo que
quería decir que había pasado una cantidad de tiempo considerable en la oscuridad. Su cuerpo sanaba rápido,
pero no tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado inconsciente.

Fuese el tiempo que fuese, había sido demasiado.

Xerath es libre y más fuerte que nunca.

Nasus alzó la mirada y vio que la roca sobre él formaba una cúpula perfecta, su interior ondulado terso como el
vidrio y cálido al tacto. Incluso en la penumbra, pudo distinguir los patrones de su superficie, arremolinada
como la pintura a medio mezclar de la paleta de un artista. Estrelló el puño contra la esquirla de luz una y otra
vez, hasta que la roca finalmente se partió en grandes trozos de piedra vitrificada por el calor intenso. La luz
irrumpió violentamente y vio que la totalidad del templo era ahora apenas algo más que una pila revuelta de
bloques triturados. Nasus se agachó para alzar un fragmento de la cúpula rota que lo había protegido. Le dio
vueltas en las manos, viendo material mezclado que no pintaba nada en un trozo de roca.

Deslizó el fragmento con forma de daga en su túnica y salió del templo del sol derruido. Investigó las ruinas
mientras un viento lastimero plañía, cargado con los murmullos de los muertos.

La ciudad había desaparecido, o al menos lo que sus habitantes habían construido sobre sus ruinas. Nasus vio
que gran parte de la roca madre se había plegado hacia arriba y tenía la misma textura ondulada que la cúpula
que le había salvado la vida. El filo de cada superficie se ondulaba como una ola gigante vitrificada, congelada a
mitad de su desarrollo.

Y de debajo de aquella ola, protegidos del fuego asesino de Xerath, salían puñados de ciudadanos de Vekaura.
Al principio venían de uno en uno o de dos en dos, después en pequeños grupos, parpadeando por la luz del sol
y maravillados ante su milagrosa supervivencia.

Nasus hizo un pequeño asentimiento. —Shurima te da las gracias, Taliyah —expresó antes de volverse para
abandonar la ciudad.

El resto de Vekaura había retornado a su condición de carcasa desolada, igual que la última vez que Nasus se
había aventurado por aquellos lares. Muros derruidos, cimientos destrozados y bases de columnas que se
alzaban como árboles muertos en un bosque petrificado. Había visto ruinas como aquellas antes: después de su
primera batalla con Xerath, cuando Shurima había caído. La culpa lo había llevado a apartar su rostro del
mundo, pero no volvería a hacerlo.

Xerath había hablado de Renekton como de una bestia enloquecida por su sed de sangre, pero Nasus conocía a
su hermano mejor de lo que nunca lo hubiese hecho el mago. Xerath veía solo la bestia en que Renekton se
había convertido, olvidando el noble guerrero que yacía bajo ella. El hombre que había ofrecido
desinteresadamente su propia vida por su hermano. El guerrero que había estado dispuesto a sacrificarlo todo
para salvar a su país de un traidor. Xerath había olvidado todo aquello, pero Nasus no lo haría jamás.

Si Renekton vivía, entonces una parte de él debía recordar al héroe que una vez fue. Si Nasus pudiese llegar
hasta esa parte de su hermano, tal vez pudiese rescatarlo del foso de la locura. Nasus había creído durante largo
tiempo que un día se enfrentaría a Renekton, pero hasta ahora siempre había imaginado que aquel encuentro
terminaría con uno de ellos muerto.

Ahora sabía que no sería así. Ahora tenía un propósito. El linaje de Azir perduraba, así que aún había esperanza.

—Te necesito, Renekton —dijo—. No puedo acabar con Xerath sin ti.

Ante él, el desierto pronunciaba su nombre.

Tras él, las arenas reclamaban Vekaura.

FIN

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