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Pierre Michon, archivista

Mariano Mosquera

Rimbaud, el hijo es una obra de un destino singular. Mezcla de ensayo biográfico y prosa
poética, se trata, como señalaremos, de un libro que se constituye como un síntoma de la literatura
contemporánea. Con una sintaxis abigarrada y repleta de imágenes poéticas que todo el tiempo
atraviesan la narración, en términos muy esquemáticos, la obra de constituye como una serie de
retratos de la vida del joven poeta francés. Hay algo que resuena de la estructura del texto que
recuerda a la picaresca y a la novela de aprendizaje: los retratos están construidos en relación con
alguna otra figura, que a lo largo de la novela van siendo reemplazados, constituyéndose como
mojones de la “educación sentimental” de Rimbaud: la madre, los maestros, los amigos. Pero aquí
no se trata de educar en lo que Ludmer llamaba “las tretas del débil”, sino el despliegue a la vez
espectacular e íntimo de una percepción estética singular que cambió la historia de la poesía.
Conviene detenerse un momento en esta dinámica, recuperando algunas escenas. Como se deduce
de nuestra argumentación, el libro se constituye como una suerte de ficción de origen del poeta.
La primera “escena relacional” es con la estructura familiar, específicamente la madre. La imagen
que prima en este caso es el de una exigencia fantasmal, que por fantasmal no es menos efectiva:
“ambos le fustigaban el alma para que se convirtiese en Rimbaud, no ellos en persona, sino su
efigie fabulosa a ambos lados del pupitre” (Michon, 2001: s/n.). El biógrafo juega aquí con una
ambivalencia constitutiva, la respuesta del joven poeta alterna y se balancea entre el rechazo y la
atracción. Por un lado, despierta en él odio, pero detrás de ese odio hay un secreto y amoroso afán
por “la misión que de él exigían” (s/n). Finalmente, el escritor afirma que “el odio no es buen
casamentero” y que los versos, ese signo que atraviesa el cuerpo de Rimbaud, tienen algo de
donación y algo de amor. La imagen que perdura de esta primera escena relacional es aquella que
muestra como la madre se constituye en una espectadora privilegiada del desarrollo de su hijo, no
comprendiendo sus versos, pero entendiendo la fuerza incontrolable que anidaba en ellos. Para los
fines argumentativos de este escrito, recuperaremos brevemente la segunda escena relacional, por
las relaciones que trama con la escena familiar. Se trata de su primer maestro, el poeta y profesor
de retórica Izambard. Por supuesto, como podemos imaginar por el retrato que hace el libro de
Rimbaud, no se trata de una relación maestro-discípulo construida bajo la figura de la verticalidad

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dada por el conocimiento o la experiencia. Es una relación desde el principio trastocada y
subvertida, invertida y desplazada. La tarea positiva que el texto le adjudica a Izambard es la de
liberar a Rimbaud de sus exigencias familiares, pero mas allá de esto todo se construye desde la
desviación del discípulo. La narración figura a Izambard como un artista mediocre y pasatista,
olvidado por la historia, y muy rápidamente muestra como Rimbaud se enfrenta con la necesidad
de destruir a su maestro. Quizá la imagen mas elocuente sea la que opone las concepciones de la
poesía de ambos. Para Izambard, la poesía es “un asunto del corazón Mercer al cual la lengua se
engalana como una novia” (s./n.), la poesía se relaciona con el Bien, con la República, lo que con
nuestro vocabulario contemporáneo llamaríamos “la literatura como proyecto civilizatorio”.
Rimbaud, por supuesto, como artista eminentemente moderno, muestra reservas respecto de esa
concepción, y las calla. Pero Michon lo hace hablar de todas maneras y presenta una imagen de la
poesía como “gesto de la Caída primordial”, tomando a prestamo hereje imágenes religiosas,
iluminando una dinámica discontinua de va de los infiernos a las alturas, y de vuelta al infierno.
Para sintetizar, el texto afirma y muestra que la búsqueda estética de Rimbaud no estaba entre las
competencias de Izambard, y que esa búsqueda requería liberarse de su figura y seguir en
movimiento.

Para avanzar en la argumentación y ver desde otra luz las escenas relacionales que
estructuran la obra de Michon, es necesario hacer un breve desvío teórico y acumular unos
conceptos productivos en nuestro acervo lector. Dominique Maingeneau (2018), en un trabajo
reciente, afirma que la literatura se puede entender como el interjuego entre tres instancias
estructurantes. En primer lugar, como una institución, en tanto red de aparatos en la que los
individuos pueden constituirse en escritores y públicos, se estabilizan y garantizan los contratos
genéricos estimados como literarios, intervienen mediadores, interpretes y evaluadores legítimos
y se establece un canon. En segundo lugar, la literatura se constituye como un campo, es decir,
como un lugar de confrontación entre posicionamientos estéticos. En tercer lugar, la literatura se
constituye como archivo, como una memoria interna de sí misma. Si bien las tres instancias están
presentes en toda la historia de la literatura, una de estas instancias tiende a ser la dominante en
cada época: la institución en el clasicismo, el campo desde el siglo XIX hasta mediados del siglo
XX y el archivo en la contemporaneidad. En este sentido se entiende la operación del libro en
cuestión. Michon se constituye como un archivista de Rimbaud, porque de lo que se trata, como
lo remarca Maingeneau, no es solo de una memoria interna de los textos como intetextualidad,

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sino también de la recuperación de “leyendas”, en particular de las vidas de los escritores célebres.
Pero nuestra hipótesis da un paso más, porque de lo que se trata en este libro no es solo la
recuperación de una vida, sino de la actividad del archivista como función de la reconstrucción
imaginaria de un campo simbólico hoy en trance de flexibilización. Así se entienden las escenas
relacionales que intentamos recalcar. La relación con Izambard, como posteriormente con su otro
maestro Banville o incluso con su amigo Verlaine, están marcadas por el conflicto agonístico entre
concepciones de la literatura, en la que Rimbaud se impone, primero rechazando toda figura de
maestro, luego como el despliegue de una intuición poética rabiosamente singular y sui generis.
Detengámonos un segundo en su relación con su amigo Verlaine. El texto reconoce que Verlaine
impactó positivamente en la escritura de Rimbaud, pero ambos desean ser el “primero en el
Parnaso” (Michon, 2001: s./n.) y, aunque por momentos sus figuras se confunden en una
copulación productiva, terminan por oponerse y, luego, por imponerse históricamente Rimbaud.
Insistamos sobre este punto porque está marcado fuertemente desde el título. El Rimbaud de
Michon, aunque leía a sus contemporáneos, se constituyó como poeta en la tradición de los
escritores sin maestros, es decir, como un hijo de nadie, ni siquiera hijo de sus propias obras, lo
que explicaría su posterior abandono de la literatura. Michon, con su vocación archivística, señala
que lo que nos separa de Rimbaud es “una época entera”, el “eco de una batalla muy lejana”, es
decir, el recuerdo de un momento histórico en el que el campo simbólico era todavía estructurante.
Y no se trata de momificar el pasado, porque los versos de Rimbaud siguen vivos y laten detrás de
nuestros propios versos, en esa sobrevida que es también memoria.

Una precisión antes de cerrar este breve ensayo. Hay, en el texto de Michon, dos figuras
del archivo que, aunque por momentos se superponen, en definitiva terminan siendo divergentes.
Por un lado, lo que Michon llama “la Vulgata”, el archivo socializado, incompleto pero sin falla,
que corta la polémica por su carácter institucionalizado y consolatorio. Por otro, el archivo que
performa el mismo Michon, un archivo en pugna contra la doxa biografista, pugna que se expresa
mejor en esos momentos en que el texto rechaza la mera enumeración de hechos y se inclina por
la producción de imágenes poéticas que intentan darle al pasado una “sensación de vida”, es decir,
imágenes que intentan mostrar la intersección acontecimental de una existencia con el azar,
siguiendo sin objetivar una línea singular y salvaje. Para finalizar, es valido preguntar: ¿Se trata,
contra el archivo como “Vulgata”, de la pretensión de un archivo como gesto constructivo de una
“subjetividad gourmet” contra el imperio biografista? Pero la pregunta ni bien se enuncia se

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deshace, porque nada está mas lejos de la intención que de reducir el texto a un juicio de valor
policial. Rimbaud, el hijo está allí, demostrándonos los modos en que los viejos libros pueden
seguir quemándonos las manos.

Bibliografía

Maingueneau, D. (2018). “Análisis del discurso, literatura y ciencia”. Arbor, 194 (790):
https://doi.org/10.3989/arbor.2018.790n4009 (Última visita: 9/9/2019)

Michon, P. (2001). Rimbaud, el hijo. Barcelona: Anagrama

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