Вы находитесь на странице: 1из 3

EL PELO

El cabello del ser humanos es un conjunto minucioso de tubos muy finos formados
por células muertas (gracias a ello el corte de pelo es una operación indolora). Los
pelirrojos tienen unos 170 mil cabellos, los de pelo oscuro 200 mil y los rubios una
cantidad intermedia.
Cada cabello sale por un orificio del cuero cabelludo lubricado
expresamente para tal fin con un lípido derretido, una grasa secretada por las
glándulas sebáceas. De no ser así, la salida del cabello produciría una comezón
insoportable.
Pero el exceso de sebo lípido es inconveniente porque al solidificarse forma
unas hojuelas ámbar conocidas vulgarmente como caspa. Estas hojuelas acarrean
muchos problemas, pero los principales son tres: dificultan la respiración del
folículo piloso, ralentizan el crecimiento del cabello y - lo peor - combinan muy mal
con las camisas negras.
Además, esta grasa entiesa el cabello y atrapa partículas en suspensión;
porque en el aire flotan esferitas de polen, cascarones de ácaros, fragmentos de
insectos, moléculas de caucho (provenientes de las llantas de los autos) o de
polímeros (que llegan desde el planchadero), amén de microfibras textiles, células
cutáneas, alimentos, tabaco, hollín… En total unos quince gramos de porquerías
per cápita por día. Es una cifra pequeña si consideramos que cada cabello es
como una cinta de papel cazamoscas y que, puestos uno tras otro los cabellos de
una sola persona pueden formar una tira de más de diez kilómetros.
Los aristócratas europeos de los siglos XVII y XVIII espolvoreaban sus
pelucas con harina para contrarrestar el poder adherente de la grasa. Por eso sus
pelucas eran generalmente blancas, como las que lucen hoy día los jueces de los
tribunales británicos, adminículo que les da un aspecto tan ridículo como el gorrito
a los rotarios o el delantal a los francmasones.
Pero la harina se ponía rancia, atraía los piojos y pudo ser la causa de que
ese parásito se aclimatara definitivamente en nuestras cabezas y continúe allí hoy,
dos siglos después de las pelucas empolvadas.
(Uno de los detonantes de la revolución francesa tuvo que ver con esa
aristocrática costumbre. En el invierno de 1788 el pueblo asaltó el lobísimo Palacio
de Versalles y saqueó las despensas. Estaban indignados de que la harina se
gastara en esos frívolos menesteres mientras la gente moría de hambre en las
calles).
El 1826 un talentoso timador, César Birotteau, inventó el champú.
Promocionado como un tónico para la calvicie, el menjurje se vendió como el pan
y Monsieur Birotteau hizo fortuna. En realidad era solo una solución jabonosa
perfumada con eucalipto (Honore de Balzac, auge y caída de César Birotteau).
Dos siglos después, los tónicos contra la calvicie siguen funcionando a las
mil maravillas –comercialmente, se entiende- y se venden casi también como las
drogas que prometen belleza y esbeltez. Estas inocuas sustancias han enterrado
mitos que parecían eternos. Dios, las ideologías y la fe en la ciencia han muerto.,
pero los tónicos milagrosos sobreviven a pesar de que han demostrado ser más
inútiles que esas prestigiosas entelequias.
El champú como tal, es decir; como un jabón para el pelo, solo vino a
venderse en forma masiva a principios del siglo XX, cuando a un farmaceuta de
Atlanta se le ocurrió añadirle caseína a la fórmula de Borotteua. Aunque tampoco
sirve para nada, la caseína tiene un efecto espectacular: es la responsable de la
espuma que forma el champú. Desde ese momento la espuma fue, para todos y
para siempre, la prueba palpable de la encarnizada batalla que libraba en las
profundidades del cabello el champú contra el sebo, la mugre y las bacterias.
Está demostrado que la caseína afecta negativamente el pH del cabello,
pero ningún laboratorio se atreve a suprimirla porque ¿quién va a comprar un
champú que no hace espuma?
En los dos últimos siglos la fórmula no ha sufrido ningún cambio sustancial
en sus ingredientes. El champú sigue estando formado por un detergente
industrial disuelto al 15 en un excipiente, fragante y cristalino, para que evoque la
pulcritud, o blanco y cremoso para que lo creamos, de subliminal manera, tan
nutritivo como la leche. En el hemisferio sur los envases se decoran con colores
fríos (blanco, verde, azul) y en el norte con colores cálidos (amarillo y rojo).
El champú quita la grasa, es cierto, pero destruye la capa orgánica que
recubre el cuero cabelludo –una especie de humus de donde el folículo piloso
toma sus nutrientes- y genera resequedad. En el proceso los cabellos, que son
eléctricamente neutros adquieren carga negativa; por eso tienden a separarse
unos de otros (las cargas iguales se repelen), como los cabellos de Albert Einstein
o los de una persona muy asustada, y son difíciles de peinar. Cepillarlo complica
las cosas porque la fricción aumenta la carga electrostática y para más los pelos.
El problema se resuelve aplicando un bálsamo acondicionador, que es más que
una crema de fragantes cargas positivas cuyo fin es restablecer el equilibrio
eléctrico de la cabellera.
A las presentadoras centrales de los noticieros de televisión se les prohíbe
tocarse el cabello ante las cámaras (se considera un gesto de coquetería que no
cuadra con ese adusto papel). Las presentadoras del segmento rosa, en cambio,
pueden hacer con él lo que quieran.
Así como lucen en la cabeza, los pelos resultan antiestéticos en la nariz o
las orejas. En América la mujer no puede –so pena de ser condenada al
ostracismo sexual- llevar peludas las piernas ni las axilas. En Europa no es tan
grave tener unos pelitos aquí o allá, y en algunas naciones africanas, como
Mozambique, Angola y Tanzania, el vello femenino es súmmum del sex appeal
esté donde esté, y las peludas son consideradas irresistibles.
Los sexólogos afirman que cuando un caballero le hace una propuesta
indecente a una dama americana, ella lo mira fijamente a los ojos y guarda
silencio durante unos segundos. ¿Qué piensa en ese momento? Trata de recordar
si tiene las piernas rasuradas. De ello depende en buena parte, aseguran, la
dirección de su respuesta.
Poéticamente hablando, el pelo es refractario al plural. En singular siempre
suena bien. “La noche se perdió en tu pelo”, es un verso perfecto para definir una
pelinegra. “Amo tus pelos”, en cambio, es una expresión descaradamente
pornográfica.
Julio César Londoño.

Вам также может понравиться