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Alain Ehrenberg*

De la neurosis a la depresión
Notas sobre algunos cambios de la individualidad contemporánea

Este artículo retoma a grandes rasgos y de manera un poco apresurada temas desarrollados en
un ensayo sobre la historia de la depresión, desde la invención del electroshock hasta nuestros
días1. Mi objetivo es mostrar sucintamente de qué manera la atención formidable asignada hoy
día a la depresión y la manera de darle forma a esta patología en psiquiatría permiten discernir
algunos aspectos de la individualidad contemporánea. Para esto es necesario cruzar la historia
del razonamiento psiquiátrico (discusiones sobre la definición de la patología, el diagnóstico y
las estrategias terapéuticas) y la de los cambios normativos. El interés de la depresión es que se
encuentra en una situación paradójica: mientras que, desde 1970, la epidemiología psiquiátrica
considera que se trata del trastorno mental más expandido en el mundo, los psiquiatras piensan,
ayer como hoy, que es imposible definirla. Se sabe que las cuestiones de clasificación y de
diagnóstico son más delicadas en psiquiatría, pero el problema sería aún peor con la depresión,
las depresiones o los estados depresivos. Aquí reina el caos. La psiquiatría no tiene teoría de la
depresión. Por el contrario, hace de ella un uso de los más plásticos.
“¿Que las gentes sufran más o menos, en qué puede eso interesar a la Academia de
Ciencias?”, preguntaba Magendie en 1847. Un siglo y medio más tarde, un vocabulario se ha
impuesto de forma progresiva. Está compuesto de palabras como malestar, sufrimiento,
vulnerabilidad, fragilidad, víctima. ¿Qué significa esta atención? La pregunta se plantea en la
medida en que el sufrimiento no es solamente una realidad susceptible de ser auscultada y sobre
la cual se puede actuar, es también una categoría, una manera de ver las cosas o de definir
problemas. Esta atención al sufrimiento no carece de relación con la famosa crisis del sujeto de
la cual el individualismo sería la expresión misma. La crisis del sujeto es un tema apreciado por
el pensamiento francés, incluido el psicoanalítico. Sujeto que se opone al individuo. Sucede
algo semejante en el ámbito político, en la concepción republicana, en la cual ciudadano se
opone a individuo. El sujeto como el ciudadano son pensados en Francia en relación con la ley
(desde Rousseau hasta Lacan), mientras que el individuo es pensado a partir de sus
dependencias privadas. El triunfo del individuo habría inaugurado esta crisis, su derrota en el
pantano del sufrimiento la confirmaría.
Para ser breve, el sujeto estaría en crisis de dos maneras: por una parte, ya no sabría
poner límites a la disposición de sí mismo; por otra parte, aparece reducido a un estatuto de
víctima sufriente. Como si la individualidad estuviera hoy en la tensión entre los dos extremos
de la omnipotencia y de la impotencia. Ese proceso resultaría de un desarrollo inexorable de la
privatización de la existencia que los sociólogos registran un poco de manera simple al hablar
de psicologización de las relaciones sociales o de intersubjetividad. Un poco de manera simple,
en la medida en que no es porque las cosas son más personales que ellas son por tanto menos
sociales. Es eso lo que hay que comprender. No estamos tanto frente a una privatización de la
existencia sino más bien frente a un proceso histórico, comenzado en el curso de los años 1930
gloriosos, que alojó la responsabilidad entera de nuestras vidas, no solamente en nuestro
interior, sino también en el seno del entre-nosotros colectivo. Abordar el malestar en la
individualidad atacándolo mediante una historia de la persona contemporánea puede aportar
algunas aclaraciones.

* Sociólogo, director del Groupement de recherche Psychotropes, Politique, Société du CNRS.


1 Ver: A. Ehrenberg, La Fatigue d’être soi – Dépression et société, Odile Jacob, Paris, 1998. (en castellano, la traducción
de Rogelio C. Paredes: A. Ehrenberg, La fatiga de ser uno mismo. Depresión y sociedad, Buenos Aires, Nueva Visión,
2000). Para las referencias bibliográficas en las cuales se apoya esta exposición, remito a esa obra.

1
Para esbozar el género de personas en que nos hemos convertido socialmente en este fin
de siglo, los tipos de patologías que polarizan la atención, las controversias de que son objeto
en cuanto a las formas de definirlas, aprenderlas y tratarlas constituyen un material
privilegiado.
Quisiera mostrar que la historia de la depresión es la manifestación del declive del tipo
de sujeto que el final del siglo XIX nos legó y que ha perdurado hasta los años 1950-1960. Ese
sujeto puede ser caracterizado por tres formas de regulación de las conductas: reglas
disciplinares, que encuentran sus formas definitivas a comienzos del siglo XX, con la invención
del taylorismo y del fordismo; reglas de conformidad, (a la opinión, a la tradición, a la
autoridad); reglas de prohibición, es decir un compartir entre lo permitido y lo prohibido que la
invención de la psiconeurosis de defensa por Freud encarna a finales del siglo XIX en el
dominio de la psicopatología. Este tipo de neurosis puede ser considerada como la
manifestación mental de problemas generados por esas reglas y que afectan la persona en tanto
persona.
La depresión comienza su anclaje médico y social a finales de los años 1960 en el
momento en que esas reglas comienzan a declinar. Al ser sustituidas por normas que incitan a
que cada quien tome la iniciativa individual (esa es la cuestión de la acción), que exhortan a
convertirse en lo más semejante a sí mismo (esa es la cuestión de la identidad), en una sociedad
que comienza a ser caracterizada por valores de escogencia total. ¿En qué convertirse? ¿Cómo
actuar? La cuestión de ser sí mismo o, más precisamente, de convertirse en sí mismo ya no se
plantea de manera romántica (ya no hay verdaderamente prohibición por transgredir), sino de
manera instrumental. Ya no se trata de originalidad o singularidad contra algo instituido. La
culpabilidad inconsciente que produce la angustia y sus travestismos sintomáticos ya no es la
expresión de ello. La depresión puede ser considerada como una manera de nombrar ciertos
problemas engendrados por una sociedad en la cual la medida de la persona es la iniciativa
personal y donde la pregunta por la identidad domina sobre la pregunta por la prohibición.
Dicho de otra manera, una sociedad donde cada quien es su propio soberano y se encuentra por
ello confrontada a la cuestión de la posibilidad ilimitada (de ahí los temas solidarios de la
omnipotencia y la impotencia). La depresión se presenta como una enfermedad de la
responsabilidad en la cual el sentimiento de insuficiencia domina sobre el de culpabilidad. Ella
acompaña el retroceso de la referencia al conflicto del espacio psíquico, pero igualmente en
nuestras formas de vida.

I. El conflicto y la insuficiencia
Si las polémicas sobre la psicosis ocupan el primer plano en torno a 1970, ellas se polarizan
hoy sobre la depresión a través de dos temas: la incertidumbre que afecta su estatuto de
patología y la crítica de la atención por la vía farmaco-terapeútica. Las sospechas sobre las
moléculas han engendrado el temor de una reducción de lo humano a un hecho neurofisiológico
manipulable a merced de las técnicas biológicas y farmacológicas. De ahí en adelante estamos
frente a una incertidumbre generalizada entre “tratarse” y “drogarse”.
A través de esas sospechas se vuelven a plantear antiguas preguntas sobre el estatuto de
lo “psicológico” (¿es un hecho de conciencia, de conducta, de significación?), viejas querellas
disciplinarias entre biología y psicología, pero también antinomias propias a cada una de esas
disciplinas. Todo eso elabora de manera recurrente las preguntas planteadas por la patología
mental. Hay que ponerle atención al sujeto, dicen unos, es decir a lo humano; no olviden al
enfermo, es decir el cuerpo, contestan los otros. Reina una tensión en la historia de los
desórdenes del espíritu entre una concepción de lo humano en tanto animal, viviente con
respecto a lo vegetal, y una concepción contraria en tanto ser del lenguaje, humano viviendo en

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el interior de un viviente animal. Oposición decisiva, en el origen de los conflictos con respecto
a las causas de la patología, su definición, sus tratamientos y la idea que cada quien se hace de
la curación, pero oposición engañosa en otro nivel, en la medida en que no se ve muy bien lo
que podría ser un sujeto sin cuerpo. ¿En qué sería un ser viviente? Habría más bien que
examinar los diferentes modos de integración de la animalidad en la subjetividad. El interés de
ese examen reside en que remite a concepciones rivales de lo que es una persona.
La constitución de la noción de neurosis a finales del siglo xix ofrece una rejilla de
lectura que aclara los desplazamientos de la culpabilidad a la responsabilidad. A la concepción
de Freud se opone la de su gran competidor desgraciado: Pierre Janet. El asunto es muy
conocido por los (muy raros) historiadores de la psiquiatría y del psicoanálisis. Hay en los dos
inventores de la neurosis moderna dos estilos de integración de la animalidad en una
concepción global de la persona. Tres oposiciones merecen ser subrayadas porque permiten
interpretar las metamorfosis de la depresión en asocio con las de la individualidad.
1. Freud piensa la neurosis a partir del conflicto: la culpabilidad inconsciente resultante
de un conflicto psíquico sublimado que se remonta a la pequeña infancia define la
psiconeurosis de defensa. Janet se refiere a un déficit, o más exactamente, a una insuficiencia o
debilidad a la que él llama depresiva: la dificultad de actuar es el trastorno fundamental. Si
existe indudablemente un sujeto de sus conflictos por la simple razón lógica de que el paciente
es considerado como un agente, es mucho menos evidente para la insuficiencia.
Se lo ve en la segunda oposición: 2. La concepción de la atención terapéutica y de la
curación: para Janet, se trata de hacer desaparecer de la memoria el recuerdo traumatizante
causante de la enfermedad, como si jamás hubiera sucedido, para reducir el paciente a la
acción; se trata de operar, según su propia expresión, “una desinfección mental”: por muy
psicoterapeuta que sea, Janet no se interesa en la verdad de una experiencia, es decir, en un
sujeto de la enfermedad. Para Freud, ¿hay que recordarlo?, se trata de resolver el conflicto
sublimado haciéndolo venir a la conciencia de tal manera que el paciente encuentre la libertad
“de decidirse por esto o por aquello” (“El yo y el ello”, 1923), el remedio está en el mal, para
hablar como Jean Starobinski.
3. La concepción del inconsciente. La génesis de la noción moderna de neurosis hace
parte de ese inmenso movimiento de descentramiento de la noción de sujeto que explota a lo
largo del último tercio del siglo XIX, en la filosofía, el arte, la biología y la neurología. En los
dos casos, el sujeto es descentrado, pero no de la misma manera. La fuerza de Freud es haber
provisto la imagen ideal de lo que llamamos un sujeto, pues él supo integrar la animalidad (el
viviente) a la ley moral, lo que el siglo XIX, en vano, se había esforzado en hacer. Freud operó
la síntesis entre la vieja introspección de los espiritualistas y la neurofisiología de su tiempo.
¿De qué manera? Al descubrir la importancia en la patología mental, no de la sexualidad, sino
del deseo, no del inconsciente (lugar común de finales del siglo XIX), sino de un inconsciente
que quiere algo (a pesar de uno mismo). Freud es, desde ese punto de vista, un biólogo del
espíritu, como lo ha mostrado Ludwig Binswanger desde 1936 (o sea quince años antes del
redescubrimiento de El esbozo): “el intento aventurero y consecuente de comprender al hombre
y la humanidad a partir de la vida. En la doctrina de Freud como en la constitución que se dio la
psiquiatría clínica2 sopla un solo y mismo espíritu, el de la biología”, las pulsiones del
organismo siendo la fuente de lo psíquico, es decir de su conflictualidad. La neurosis es una
etapa decisiva en la historia de la individualidad culpable. Al descubrir que las neurosis son
patologías del conflicto y la culpabilidad, en las cuales el deseo es el motor invisible, Freud
contribuyó a socializar una dimensión central de la individualidad moderna.

2 Binswanger se refiere aquí a Wilhelm Griesinger.

3
La concepción dominante del inconsciente, a la cual se adhiere Janet, es la del
neurólogo británico John Hughlings Jackson. Las enfermedades mentales son disoluciones de
los centros nerviosos superiores del cerebro: los de más reciente formación en la evolución de
la especie humana, son más complejos, más voluntarios y menos organizados que los centros
nerviosos inferiores que, por su parte, son más simples, más automáticos, mejor organizados y
más antiguos en la historia de la especie. La desorganización de los centros superiores anula el
control sobre los inferiores que se liberan y producen esos automatismos de los cuales la
psicología científica naciente de finales del siglo XIX se nutre. Notemos bien que para Freud
“eso no es solamente lo más profundo, sino también lo más elevado en el yo que puede ser
inconsciente” (“El yo y el ello”). La concepción jacksoniana (que es la referencia dominante
después de la Primera Guerra mundial) será descalificada en el curso de años 1950 y la década
de 1960, cuando la investigación biológica pondrá en primer plano las vías neuronales, las
fallas sinápticas y los receptores. Esa manera de ver el inconsciente no permite tal combinación
entre el viviente y la noción de ley moral: en todos los casos es una insuficiencia la que
comanda.
¿Cómo se sitúa la cuestión de la técnica en la historia de la depresión? A partir de la
invención de las técnicas de choque entre las dos guerras y particularmente del electroshock, las
cosas se operan en dos tiempos: de los años 1940 a los años 1970, se puede constatar una
alianza entre los dos modelos de enfermedad, alianza que define un sujeto enfermo. Su
desconexión en el curso de los años 70 conduce a la dominación del modelo de la insuficiencia.
Aliado a las transformaciones de las normas sociales, el modelo de la insuficiencia responde,
incluida ahí la más grande ilusión, a nuestras aspiraciones y a nuestras maneras de definir la
persona contemporánea.

II. Un sujeto enfermo


La noción moderna de depresión no comienza con el descubrimiento de los antidepresivos
(1957), sino con el descubrimiento del electroshock (1938). Esa innovación jugó un papel
catalizador en las primeras controversias que contribuyeron a esbozar el mapa de los estados
depresivos. Ese mapa se dibuja en un contexto normativo en el cual las familias deben ser
respetables, los cuerpos disciplinados y las ambiciones modestas. Si las quejas expresadas en
los gabinetes de los médicos generales parecen numerosas (al menos según los psiquiatras entre
1930 y 1940), los pacientes a menudo son considerados como enfermos imaginarios,
simuladores o personas que, un poco en exceso, se contemplan el ombligo. En tal
configuración, el malestar no tiene ningún sentido, socialmente hablando. La vida psíquica y la
atención de sí mismo casi no encuentran un lugar social. El problema de los psiquiatras parece
ser extender el dominio de lo patológico, es decir hacer reconocer esas quejas como patologías.
La controversia central versa sobre el papel y el lugar del afecto en las depresiones no
melancólicas. Situar el humor es el pivote de la reflexión psiquiátrica. Sucede lo mismo con la
opción de la estrategia terapéutica: ¿pueden esas depresiones ser tratadas mediante el
electroshock?
La primera era de la depresión es la del sujeto enfermo, en el sentido de que los
psiquiatras consideran que se puede tratar a la patología que ataca al enfermo sin comprender el
lugar de los conflictos de los cuales es sujeto el paciente (sujeto debe comprenderse en sentido
de un agente), o a los que se ve sometido. Ese es el gran consenso, incluye a los más
organicistas de los psiquiatras. Paul Guiraud, la encarnación del organicismo francés, es el
mayor ejemplo. La noción de sujeto enfermo se elabora a través de una pregunta diagnóstica:
¿con qué patología subyacente debe relacionarse un síndrome depresivo? Su respuesta supone
centrarse en la etiología y la patogenia, sobre los motivos de la enfermedad y sobre sus

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mecanismos. En efecto, la depresión es considerada en ese periodo, no como una entidad
clínica, sino como una entidad encrucijada que podemos encontrar en la neurosis o la psicosis,
que son, por su parte, las verdaderas patologías sobre las cuales importa actuar.
Si todo el mundo puede padecer una depresión, no cualquiera y no cualquier depresión,
nos dicen los psiquiatras. En torno a la noción de “personalidad” se forma una distribución
tripartita que domina la nosografía y el diagnóstico hasta finales de los años 1970 más o menos:
depresión endógena, depresión exógena y depresión psicógena, a veces reducida a una
bipartición endógena-neurótica. En general, se enfrentan dos modelos. El primero es el modelo
electroshock-melancolía: el electroshock es una terapéutica específica para una patología bien
delimitada. Solo es eficaz para la melancolía. El segundo es no específico, el electroshock actúa
también, pero con menos eficacia en todas las patologías, neuróticas, en particular donde se
encuentre síntomas depresivos. Ese debate se prolonga con la invención de los antidepresivos.
Se aloja en el nicho de controversias elaborado durante los años 1940. Se lo ve muy bien en los
textos de Roland Kuhn, quien descubre el primer tricíclico, y de Nathan Kline, quien descubre
el primer IMAO (inhibidores de la monoamino oxidasa). Se esbozan dos visiones: la primera
busca delimitar lo mejor posible la patología subyacente a los síndromes (es el modelo
melancolía-electroshock), la segunda, las causas biológicas de esos síndromes. Kuhn piensa
haber descubierto un específico, más exactamente un específico de la depresión endógena;
Kline un no específico: allí donde hay síntomas depresivos, la molécula actúa siempre. El
futuro marcará la “victoria” de Kline sobre Kuhn, pero en un contexto donde la experiencia de
la persona será diferente.
Un problema diagnóstico, ampliamente subrayado en la literatura psiquiátrica como en
los artículos destinados a los médicos generales, va a hacer declinar ese enfoque que consiste
en buscar el lugar del sujeto de la patología. El problema es que la depresión endógena puede
tomar la forma de una depresión neurótica; sobre todo para la mirada no ejercitada del médico
general. He ahí el cáncer que roerá la nosografía y el diagnóstico de las depresiones. Sin
embargo, ese cáncer es considerado en la época mediante una reflexión psicopatológica sobre
las relaciones entre el sujeto, la molécula y la patología.
De ahí igualmente “una idea fuerte y confusa”, como lo escribe Henri Ey en 1975, idea
que forma un consenso mínimo: al actuar sobre los síntomas depresivos, el medicamento
prepara al paciente para afrontar sus conflictos psíquicos, tiene el objetivo de hacer de este
último el agente terapéutico de su propio mal: los medicamentos son sustancias relacionales. El
nacimiento, en los años 1940, de la biología del humor, luego del descubrimiento de los
medicamentos del espíritu, que reintroduce, como lo dice un psiquiatra en el célebre coloquio
de Bonneval sobre el inconsciente, en 1960, “la noción de sujeto en el estudio del
funcionamiento cerebral” (Claude Blanc)… esos dos acontecimientos son el motor de una
atención nueva por parte de los médicos a las emociones, a los sentimientos, a la vida afectiva.
Los semanarios y las obras de psicología popular tranquilizan al público desde finales de los
años 1950: ni enfermedad mental, ni enfermedad imaginaria, la depresión le puede llegar a los
más sanos. Esas publicaciones juegan un papel de desculpabilización con respecto a los
problemas íntimos, al poner calificativos comunes sobre lo que cada quien es personalmente
susceptible de experimentar de manera indistinta en sí mismo. El conjunto de esos elementos
contribuye a asignar un lugar social a la vida interior, a instituir un lenguaje a la vez científico y
popular propio de la psique. Para curarse, incluso con una molécula, el paciente debe
interesarse en su intimidad (eso se ve tanto en la La Revue du praticien como en el magazin
ELLE). El paciente no puede ser reducido a un objeto de su mal, debe ser un sujeto de sus
conflictos. La depresión se socializa, la vida psíquica sale de su oscuro halo.

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III. El declive de la neurosis
Si no cualquier persona padece de cualquier depresión, los matices, las aproximaciones y las
contradicciones son tales que no es posible utilizar un conflicto para discriminar con suficiente
pertinencia los tipos de depresión, y esto tanto más cuanto la depresión, contrariamente a la
angustia o a la ansiedad, es difícilmente reconocible e imposible de definir.
En las discusiones sobre la etiología, el diagnóstico y la eficacia terapéutica, el conjunto
más débil y el más diagnosticado es la depresión neurótica. Neurosis es aquí la palabra
importante: el conflicto intra-psíquico se manifiesta mediante síntomas depresivos, y es ese
conflicto el que se vuelve objeto de la acción terapéutica. Las nociones de sujeto y de conflicto
se imbrican a tal punto que se vuelven equivalentes: un sujeto es sujeto de sus conflictos.
La psiquiatría y la psicopatología encuentran dos grandes soluciones para poner un
poco más de coherencia en el diagnóstico. Ahora bien, cada una contribuye de manera
totalmente diferente al declive de la neurosis en tanto que expresión del conflicto psíquico. La
primera solución es propuesta por psiquiatras de orientación psicoanalítica. Esta pone el acento
sobre la noción de personalidad depresiva: el síndrome depresivo no tiene que ver con una
neurosis, sino con una patología narcisista. Si el neurótico “deja aparecer el conflicto
inconsciente” (Lucien Israël, 1976), la personalidad depresiva es incapaz de hacer advenir sus
conflictos a la representación, ella se siente vacía, frágil y tiene dificultades para soportar las
frustraciones. De ahí su tendencia a los comportamientos compulsivos, sus búsquedas de
sensaciones que, precisamente, abracen el conflicto. Por otra parte, se ve nítidamente en toda la
literatura el crecimiento de las depresiones y las adicciones. La persona es dominada por un
sentimiento de insuficiencia. La saturación adictiva aparece como la otra cara del vacío
depresivo. En lugar de presentar síntomas, como en la neurosis, el sujeto abraza el conflicto a
través de los comportamientos, compulsivos con las adicciones, impulsivos con los pasos al
acto violentos o suicidas.
Aquí no estaríamos tanto ante una patología del conflicto sino más bien frente a una
patología de la identidad: la persona no llegaría a estructurar mecanismos de defensa estables,
viviría permanentemente en una inseguridad identitaria que se manifiesta mediante una
depresión de tendencia crónica. “Su demanda profunda”, escribe un analista en 1975 (O.
Flournoy), no concierne ni a los conflictos ni a las prohibiciones, sino a una “necesidad de ser”.
Esa relativización de la neurosis es, claro está, discutida entre los psicoanalistas: se puede tratar
de nuevas manifestaciones sintomáticas de la histeria o de una extensión de la demanda de cura
a clientelas que vienen a consultar por dificultades para vivir, pero que no serían neuróticos.
La segunda solución evacúa la noción de personalidad y la competencia clínica del
psiquiatra gracias a la utilización de un modelo de corte sindrómico: puesto que los psiquiatras
no llegan a ponerse de acuerdo sobre causas y, en consecuencia, sobre las enfermedades
subyacentes a los síntomas, basta desembarazarse de la semiología del problema etiológico, es
decir, de la pregunta: ¿a qué patología subyacente remite una serie de síntomas? El medio
técnico consiste en elaborar criterios diagnósticos estandarizados que describen claramente los
síndromes y pueden ser así buenas guías para el diagnóstico. Esa es la tercera versión del DSM
(1980). La vertiente médica está en vías de centrarse en un enfermo cuyos conflictos no es
necesario abordar para atenderlo desde el punto de vista farmacológico. Consecuencia de este
cambio de paradigma: la categoría de las neurosis se vuelve inútil. Conservada como un
término descriptivo en el DSM-3, ella desaparece en el DSM-4 y es reemplazada por la noción
de distimia tratable en primera intención por un antidepresivo. El declive de la neurosis es
empujado por una nueva pregunta: ¿cuál antidepresivo debe prescribir el médico para tal o cual
tipo de depresión? Esta pregunta es engendrada igualmente por la heterogeneidad creciente de
los antidepresivos a partir de 1975, periodo en que aparecen nuevas moléculas menos tóxicas y

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más manejables, que a veces son definidas como compuestos de transición entre
restablecedores del humor (timoanalépticos) y psico-estimulantes. La literatura psiquiátrica
aconseja cada vez menos a los médicos generales buscar la patología subyacente, es decir lo
que afecta a un sujeto en tanto que él no es solamente un cuerpo. Se asiste a un declive de la
figura del conflicto y la referencia de la culpabilidad en provecho de figuras que ponen más
bien en juego el déficit como problema y el bienestar como solución. La terapia se parece a la
desinfección mental de Janet.
En la versión médica, el hombre insuficiente es ante todo objeto de su enfermedad. Es
objeto en el sentido en que es definido en el modo de padecer (poco importa que padezca de
una carencia de amor de la madre que remonta a la más tierna infancia o de una tasa de
serotonina insuficiente): el deprimido casi no tiene necesidad de confrontarse con sus conflictos
pues hay una patología de la cual no puede librarse. En la versión psicoanalítica, no llega a ser
el sujeto de sus conflictos. Sujeto debe comprenderse en el sentido de un sujeto de la acción (un
agente) que se estructura a partir de la posibilidad de representarse sus conflictos y, en
consecuencia, de estar mejor armado para recuperar “la libertad de decidirse por esto o por
aquello”, para retomar una vez más a Freud.
Esta transformación de la noción de depresión se efectúa en un contexto de cambio
normativo que se vuelve sensible a finales de los años 1960. En efecto, las reglas tradicionales
de encuadramiento de los comportamientos individuales ya no son aceptadas y el deber de
escoger la vida que uno quiere llevar comienza, si no a ser la norma de la relación individuo-
sociedad, al menos sí a entrar en las costumbres. En el momento en que la depresión se difunde
en la medicina general y las costumbres, la sociedad francesa, en efecto, ha entrado en su “gran
transformación”: ha salido del mundo de los notables y de los campesinos, y de la inmovilidad
de los destinos de clase. En esa dinámica de un mejoramiento considerable de las condiciones
materiales se producen simultáneamente un desencajamiento social de los pobres y una
conciencia de sí nueva, es decir, una atención a sí mismo, de la cual las revistas o semanarios y
las obras de psicología popular formulan el lenguaje; y de la cual Ménie Grégoire será la
primera caja de resonancia en la cadena de televisión RTL, a partir de 1967. La percepción de
lo íntimo cambia. Ya no es solamente el lugar del secreto, del en cuanto a sí o de la libertad de
conciencia, sino que se convierte en lo que permite desprenderse de un destino en provecho de
la libertad de escoger su vida. La idea de que cada quien pueda hacer su propio camino y
convertirse en alguien por sí mismo se democratiza, cada uno busca una nueva idea de sí
mismo (“todo es posible” “Do it”, etc.). La figura del sujeto sale de ahí ampliamente
modificada: de ahora en adelante se trata, para ser alguien, no de identificarse con otro, sino de
ser semejante a uno mismo. Sin embargo ¿semejante a qué? De ahí las nuevas inquietudes
interiores.
El periodo que se abre es caracterizado por una dinámica de dos caras: liberación
psíquica e inseguridad identitaria. Por el lado de la escena, la emancipación masiva toma su
vuelo: de esta manera, técnicas que un sociólogo norteamericano, Philip Rieff, en 1966, llamó
“las terapias de la liberación” (releasing therapies) pretenden aportar a cada quien los medios
prácticos de construir “su” identidad independientemente de toda coacción. Las “nuevas
terapias” engendran la impresión feliz de que cada quien podrá partir a la conquista de sí
mismo sin tener que pagar el precio de ello: los terapeutas usan un modelo deficitario para
aumentar el “potencial humano”, su ideal es el de un sujeto pleno, sin desvío que lo divida.
Entre bastidores, de la psicopatología, nuevas controversias aparecen en Francia: patologías
mentales en las cuales el conflicto intra-psíquico es inexistente y en las cuales, inversamente, el
sentimiento de pérdida de su propio valor domina, se vuelven objeto de una preocupación que
no existía en Francia en los años 1960.

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Si la neurosis es una patología de la identificación, el tipo de depresión no neurótica
señalado por la psicopatología analítica es una patología de la identidad porque, por así decirlo,
el sujeto no ha podido desarrollar relaciones objetuales: la persona no llega a estructurar
mecanismos de defensa estables, vive permanentemente en una inseguridad identitaria que se
manifiesta por una depresión de tendencia crónica. El yo de ese tipo de deprimidos se
caracteriza por la insuficiencia. El sujeto enfermo por sus conflictos parece ceder el paso al
individuo fijado por su insuficiencia. La emancipación desplaza las coacciones, modifica
nuestra cultura de la desgracia íntima. Liberarse creaba conflictos neuróticos, ser liberado
genera un vacío depresivo. A una psicología de la culpabilidad y de la angustia la sustituye una
psicología de la inferioridad y de la vergüenza. El declive de la referencia a la neurosis recubre
el de una experiencia colectiva de la persona que se expresaba a la vez por el sometimiento
disciplinar y por el conflicto. Que se le considere como el nuevo rostro de la histeria o como
una patología narcisista, la depresión es instructiva en cuanto a la experiencia contemporánea
de la persona, pues es la contraparte de la aspiración, muy impulsada, socialmente hablando, a
no ser más que uno mismo. Hay allí un cambio en la subjetividad de los modernos.
La identidad es el primer vector de la redefinición de la noción de persona actualmente.
El segundo vector es el declive de la disciplina en provecho de la iniciativa individual. Bastaría
tomar aquí como ejemplo las transformaciones de la organización del trabajo en las empresas.
La cuestión de la identidad y la de la acción se asocian de la siguiente manera: vertiente
normativa, la iniciativa individual se añade a la liberación psíquica; vertiente patológica, la
dificultad para iniciar y mantener la acción se asocia con la inseguridad identitaria.
Paralelamente, el pensamiento psiquiátrico considera cada vez más que el trastorno
fundamental de la depresión es psicomotor. Además, el acento será puesto de ahí en adelante
sobre la noción de inhibición, que se convierte en el “concepto cardinal de la depresión”, así
como la literatura lo repite un poco por todas partes, la depresión, escribe Daniel Widlöcher, en
1980, es un estilo de acción y no un trastorno del humor. No es tanto una pasión triste, sino una
acción insuficiente.
Ese es el territorio de la apatía. Los clínicos observan que los comportamientos
compulsivos, pero también impulsivos (paso al acto, acciones violentas o suicidas, toma de
riesgos) son medios para luchar contra los afectos depresivos; la literatura consagrada al
adolescente se llena de artículos dedicados a esa trilogía (depresión, compulsión, impulsión) y
los clínicos subrayan que las patologías del conflicto están en pérdida de velocidad3.
No sé si las personas son más inhibidas hoy que ayer, pero la inhibición es
evidentemente algo mucho más visible y más limitante en una sociedad en la cual crece el
recurso a la iniciativa y a las capacidades de acción y el recurso a la docilidad disminuye. La
publicidad de los antidepresivos está, por lo demás, actualmente, muy centrada en la acción.
Faltar a la norma consiste de ahora en adelante, no tanto en desobedecer, sino en ser incapaz de
actuar. No es tanto la indisciplina lo que está en juego sino la incapacidad de estar a la altura.
Hay ahí una concepción de la individualidad que hace operar un cuerpo más reflexivo o más
mental que el de las disciplinas, menos cercano a la máquina que encendemos o al animal que
domesticamos.
Por el lado del psicoanálisis, Jean-Luc Donnet, en una descripción de la clientela del
Centro Favreau, observa el crecimiento de demandas de cura motivadas por el desempleo o la
precariedad, evoca una neotraumatología en la cual las problemáticas enfocadas en el deseo y la
prohibición ceden el paso a las centradas en la pérdida de objeto y de identidad subjetiva;
subraya que los síntomas parecen vagos, polimorfos, con somatizaciones y formas de actuar

3 Ver, por ejemplo, el número 46 (7-8) de Neuropsychiatrie de l’enfance et de l’adolescence, consagrado a “Conflicto”,
1998.

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que llaman la atención. Después de las entrevistas preliminares, los analistas no saben definir
con certeza los sufrimientos de esos pacientes: “No se sabe bien dónde es que eso duele, de qué
manera y cuándo”. Las corrientes psicosomáticas del psicoanálisis y los especialistas de las
toxicomanías, pero también los círculos de psicoanalistas reflexionan particularmente sobre
esas patologías en las cuales sentimientos de vacío y de carencia dominan la persona.
Por el lado psiquiátrico, en el momento en que la industria farmacéutica lanza una
nueva generación de moléculas con promesas inéditas de curación, la depresión es redefinida
mediante la epidemiología como una patología muy reincidente o con tendencia crónica,
mientras que la mayor parte de los pacientes no regresan al estado anterior; lo que supone que
“curar, es retornar” (Canguilhem). La razón tiene que ver con los cambios drásticos del
territorio neurótico hacia el continente depresivo. La distimia reemplaza a la neurosis, y es
tratable en primera intención mediante un antidepresivo. Éste último se convierte en una
medicación antineurótica: aleja el conflicto y aparece la referencia al conflicto inútil. En
contrapartida, la depresión se presenta como un disfuncionamiento continuo compensable más
o menos bien mediante moléculas sin peligro y confortables. La noción de calidad de vida
empleada habitualmente para las enfermedades crónicas y, en psiquiatría, para las psicosis, se
extiende a la depresión, pero igualmente a las adicciones; la cronicidad psicótica de algunos se
ha extendido al malestar de todos. Hay ahí un fracaso del gran programa que se había elaborado
en los años 1950, a saber, encontrar una correlación entre un marcador biológico y una entidad
clínica; esa es la razón por la cual el dominio farmacológico del espíritu humano no estará listo
para pasado mañana.
El individuo de hoy no es ni enfermo ni curado. Está inscrito en múltiples programas de
mantenimiento que lo acompañan en su recorrido. De ahí sin duda el éxito de la palabra
“dopaje” que indica claramente una indistinción entre drogarse y tratarse.

IV. De las patologías de la división a las patologías de la fusión


De la disciplina a la iniciativa y de la prohibición a la opción total, la individualidad está
prisionera en la trama de lo que es posible hacer y no en la de lo que es permitido hacer. La
cuestión de la acción ya no es ¿tengo el derecho de hacerlo? sino más bien, ¿soy capaz de
hacerlo? Estamos de ahora en adelante profundamente comprometidos en una experiencia
común donde la referencia a lo permitido está encajada en una referencia a lo posible. De ahí la
invocación obsesiva de los límites que el sujeto debería imponerse a sí mismo, para seguir
siendo un sujeto, es decir, un tipo de persona que corresponda a nuestras convicciones
normativas. Hay que anotar que no son claras las razones por las cuales adoptamos esas
convicciones. Invocación cuyo lugar inflacionista de la droga, de las dependencias y del dopaje
(conductas de la superación de sí mismo) es uno de los marcadores.
La libertad de costumbres, o sea el declive de la polaridad permitido/prohibido, y la
superación de los límites que imponía la naturaleza al humano, gracias a los progresos de las
ciencias biológicas, hacen que todo se vuelva concretamente posible. Por esta razón, el drogado
es hoy la figura simbólica empleada para definir los rostros de un antisujeto. El drogado es el
hombre del cual es conveniente pensar que ha traspasado la frontera entre el todo es posible y el
todo es permitido. El radicaliza por la negativa la confrontación de la individualidad a la
posibilidad ilimitada. La dependencia es el precio de una libertad sin límites que se daría al
sujeto. Ella es, con la locura, la segunda manera de decir lo que ocurre cuando la parte de
libertad vacila en el seno de una persona. Pero la locura y la dependencia lo dicen de manera
completamente opuesta. La primera es reveladora de la fase sombría del nacimiento del sujeto
moderno (la locura se convierte en una entidad médica con la libertad moderna), la segunda
muestra la cara de la individualidad fin de siglo.

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La locura reviste, en los casos más extremos, la forma de una disolución identitaria. En
1957 (en La Psychanalyse), Jean Hyppolite escribe que, para Hegel, “la esencia del hombre es
estar loco, es decir, ser sí mismo en el otro, ser sí mismo por esa alteridad misma”. ¿Por qué?
Porque, piensa Hegel, la conciencia solitaria ya no se vuelve hacia Dios, sino solamente hacia
sí misma; hay absoluto en el hombre, es por eso que puede dividirse hasta la locura. Añade
Hyppolite: “La alteridad se convirtió en el superyo. La conciencia engendró ese Dios que hace
que ella solo se juzgue a sí misma como culpable, que se hunda en la culpabilidad”. Poco más
de un siglo después de Hegel la especificidad del hombre civilizado es, para Freud, ser
neurótico, “porque él no puede soportar el grado de renuncia exigido por la sociedad”
(malestar). Si la locura es una disolución identitaria, la dependencia tiende, inversamente, hacia
una fusión identitaria; hay una circularidad que va de lo mismo a lo mismo. En la oleada de la
modernidad democrática, el hombre dividido hasta la escisión; en el curso del último tercio del
siglo xx, el hombre dependiente hasta la fusión. La depresión sería entonces el mediador que
hace visibles los procesos por los cuales el hombre enfermo del conflicto (neurótico) sufre hoy
de una insuficiencia (depresiva) que atiza la compulsión o la impulsión. La obsesión de la
droga, de la dependencia y del dopaje es congruente con una noción de persona considerada
como un puro agente, personalmente comprometida en la acción cuya responsabilidad le es
imputada. De lo escisional a lo fusional, las fronteras de la persona (la droga), pero también las
que distinguen a las personas entre ellas (incesto, pedofilia, violencia sexual) se vuelven objeto
de una preocupación tal que ya no se sabría quién es quién. Françoise Héritier define el incesto
como “un atajo consigo mismo”. Es la definición que todo clínico daría de la dependencia. Una
sociedad de iniciativa individual y de liberación psíquica, en la medida en que ella conduce a
cada quien a decidir permanentemente, anima prácticas de modificación de sí y crea
simultáneamente problemas de estructuración de sí que no se volverían objeto de ninguna
atención en una sociedad disciplinaria.
Esa invasión por el malestar y su resolución mediante industrias heteróclitas de la
estima de sí no son, sin embargo, el único destino de la individualidad contemporánea. La
construcción permanente de sí no condena necesariamente al individuo a bricolajes personales,
es decir, a eso que algunos llaman la desinstitucionalización. Esa situación implica, por el
contrario, repensar mejor la cuestión de la institución en la nueva era de la persona.

V. De la disciplina de los cuerpos a la producción permanente de la individualidad


La socialización ya no consiste en disciplinar los cuerpos para que sigan estando en su lugar de
una vez por todas. Ella apunta a producir permanentemente una individualidad capaz de actuar
por sí misma.
En la empresa, los modelos disciplinarios de gestión de recursos humanos (taylorismo y
fordismo) retroceden en provecho de normas que incitan al personal a comportamientos
autónomos, incluso para las capas bajas de la jerarquía. Directores, grupos de expresión,
círculos de calidad, etc., constituyen nuevas formas de ejercicios de la autoridad que apuntan a
inculcar el espíritu de empresa a cada asalariado. Los modos de regulación y de dominación de
la fuerza de trabajo ya no se apoyan sobre la obediencia mecánica sino sobre la iniciativa:
responsabilidad, capacidad de evolucionar, de formar proyectos, motivación, flexibilidad, etc.,
dibujan una nueva liturgia de la gestión empresarial. La coacción impuesta al obrero ya no es el
hombre-máquina del trabajo repetitivo, sino el emprendedor del trabajo flexible. Ya no se trata
de someter los cuerpos, volverlos dóciles, sino de movilizar los afectos y las capacidades
mentales de cada asalariado. Las coacciones y las maneras de definir los problemas cambian:
desde mediados de los años 1980, la medicina del trabajo y las investigaciones sociológicas en
empresas observan la importancia nueva de la ansiedad, de los trastornos psicosomáticos o de

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las depresiones. Actualmente, el estrés y los problemas psicopatológicos constituyen los nuevos
riesgos del trabajo (ver, para tomar solamente ese ejemplo, la La Lettre mensual de la CFDT de
abril de 1999). Al crecimiento del grado de compromiso en el trabajo que se impone durante los
años 1980, se sobreañade, a partir de finales de la década, una nítida disminución de las
garantías de estabilidad: esta concierne ante todo a los no calificados; luego, en el curso de los
años 1990, remonta en la jerarquía hasta tocar los cuadros superiores. Además, el estilo de las
desigualdades se modifica, lo que no sucede sin consecuencias sobre la psicología colectiva: a
las desigualdades entre grupos sociales se añaden otras internas de los propios grupos. El
crecimiento de las desigualdades frente al triunfo, los diplomas, el origen social equivalentes no
puede sino aumentar las frustraciones y las heridas de amor propio, pues es mi prójimo, y no mi
lejano, quien es superior o inferior a mí. El valor que la persona se asigna a sí misma se ve
fragilizado con ese estilo de desigualdad.
La escuela conoce transformaciones que tienen efectos análogos sobre la psicología de
los alumnos. En los años 1960, la selección social se operaba ampliamente hacia arriba de la
escuela (ver Bourdieu y Passeron). Actualmente, como lo muestra unánimemente la sociología
de la educación, la masificación de la población colegial conduce a que la selección se opere a
todo lo largo del periodo de la escolaridad. Paralelamente, “una exacerbación de los
imperativos de triunfo individual y escolar se abate sobre niños y adolescentes” (Joao Fatela).
Las exigencias que pesan sobre el alumno se aumentan mientras que él asume por sí mismo las
responsabilidades de sus fracasos, lo que no sucede sin engendrar formas de estigmatización
personal. Ahí también, por ende, hay modificación de las maneras de ser desigual.
Las funciones institucionales de socialización ejercidas por la familia se reportan en
gran parte sobre la escuela a partir de los años 1960. El desarrollo de los niños, o la realización
de los niños, ampliamente animada por la psicología (Dr. Spock, Laurence Pernoud, etc.) se
convierte en misión parental de la más alta importancia. Los clínicos observan además
actualmente patologías en las que el asiento identitario es frágil entre pacientes nacidos durante
este periodo. Ellas resultarían de una “sentimentalización sin duda excesiva del ejercicio de las
funciones parentales” (Jean-Luc Donnet). La autonomización de la pareja y de la familia, que
registra el proceso de “desmatrimonio” (Irène Théry), conduce a una precarización nueva que a
menudo difumina los lugares simbólicos de unos y otros. La igualación de las relaciones entre
géneros sexuales, pero también entre generaciones, conduce a un balance contractualismo
generalizado y relaciones de fuerza permanentes cuando las fronteras jerárquicas se borran, las
diferencias simbólicas con las cuales ellas estaban confundidas se borran también.
Esos cambios implican otra relación con el tiempo: la persona corre el riesgo a todo lo
largo de su vida de una caída social (o afectiva) en una socialización que ya no se detiene en la
edad adulta, sino que se sigue estirando a todo lo largo de la existencia. Como escribe Musil,
los hombres eran probablemente más sacudidos que hoy, como espigas en un campo, pero eran
sacudidos municipalmente. Hoy, la individualidad es puesta a prueba personalmente y no en
tanto miembro de una colectividad. Eso cambia muchas cosas.
El estilo de respuesta a los nuevos problemas de la persona tiende a tomar la forma de
acompañamiento de los individuos, eventualmente sobre la duración de una vida. Constituyen
un mantenimiento que se despliega por vías múltiples, farmacológicas y psicoterapéuticas,
ciertamente, pero también sociopolíticas. Productos, personas u organizaciones son el soporte
de todo eso. Esos autores múltiples se refieren a una misma regla: producir una individualidad
susceptible de actuar por sí misma y de modificarse apoyándose sobre sus recursos internos.
Aquí reside una de las mutaciones decisivas de nuestra forma de vida, porque no hay ahí un
escogimiento que cada quien pueda hacer de manera privada, sino una regla válida para todos
bajo pena de ser marginalizado de la socialidad. Entrada en nuestros usos, insertada en nuestras
costumbres, disponiendo de un vocabulario empleado permanentemente (elaborar proyectos,

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pasar contratos, dar pruebas de motivación, mostrar capacidad de presentación de sí mismo,
etc.), la regla de producción de individualidad forma cuerpo con nosotros. Se ha instituido.
Esa regla puede, en efecto, servir tanto de instrumento de gestión del personal como
proveer nuevas referencias a la acción pública. Esta última ya no consiste tanto en arbitrar
conflictos entre adversarios designables, sino en facilitar institucionalmente la acción
individual. En el dominio del empleo, el reciente informe Supiot encargado por la Unión
Europea (1999) propone procedimientos que van en tal sentido: “El estatuto profesional,
precisa el informe, debe ser redefinido de manera que garantice la continuidad de una
trayectoria más bien que la estabilidad de los empleos”. Hay que pensar en términos de
seguridad activa (personas) y no de protección pasiva (empleos). En el dominio de la pareja y
de la familia, el informe Théry (1998) propone procedimientos para garantizar la permanencia
de la afiliación en una sociedad cuyos valores son de escogencia total. La contrapartida de esta
forma de vida es una precarización del lazo más íntimo, el lazo filial. Se puede ver en esos
trabajos procedimientos políticos y proposiciones prácticas que permiten repensar la cuestión
de la institución en la nueva era de la persona.

Tomado de: Alain Ehrenberg. De la névrose à la dépression. Remarques sur quelques


changements de l'individualité contemporaine. ERES «Figures de la psychanalyse». 2001,
1(4): 25-41.
Traducido del francés por Jorge Márquez Valderrama para el seminario de posgrados:
Debate actual sobre las ciencias sociales y humanas (código 3010562). Facultad de Ciencias
Humanas y Económicas, Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín, mayo de 2019.

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