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PALERMO VILLA
Por Malvina Silba | Foto Positivo/Negativo
Una noche de 2012, caminando por el Paseo la Plaza, le acercaron un volante
para un show de stand up. Entró y quedó loco, entusiasmado con lo que había
visto. Se puso a investigar y descubrió que eso se podía estudiar y hacia allí fue,
cargado de prejuicios y dudas: “¡yo pensaba que me iban a sacar cagando por
villero!”. Damián se define como comediante. Dice que el dinero le alcanza para
vivir con poco. Hace shows casi todos los fines de semana en espacios tan
diversos como teatros de la Avenida Corrientes y clubes de barrio del Conurbano
y, de vez en cuando, participa en diversos programas de TV. Le pregunté cómo es
transitar mundos tan distintos y poder hacerse cargo de las contradicciones. Me
respondió que en una misma noche actuó en un lugar top, volvió al barrio, agarró la
plata que había ganado y se fue a bailar con los pibes al Tropitango. También le
tocó ir a funciones con el barrio inundado[1], salió descalzo desde su casa hasta la
ruta, y en la parada se puso las zapatillas para actuar en la mismísima calle
Corrientes. A veces cuenta esas anécdotas en las redes sociales y muchos lo
toman como parte de sus monólogos y no de su realidad cotidiana.
Frente a un contexto que condiciona o restringe las posibilidades de las personas,
¿qué hace la diferencia en historias como las de Damián? Son los propios sujetos
quienes tienen la capacidad de darle batalla a un supuesto destino inexorable:
“a veces estaba en la esquina con mi primo y los otros pibes se iban a robar, yo lo
rescataba y nos íbamos a casa a leer algún libro o mirar películas, el camino mío no
era ese, pero pudo haberlo sido. He tenido un 38 en la mano, y más de una vez, en
las malas, lo pensé, nunca me animé, soy un privilegiado porque justo me llegó un
libro de regalo, eso me cambió la vida, leer me hizo ser la persona que soy”
Damián muestra la otra cara del humor de manera cruda, revelando una enorme
capacidad para poder reírse, ante todo, de su propia realidad con agudeza y sin
autocompadecimiento. Eso es lo verdaderamente distintivo. Dice que se le
abrieron muchas oportunidades, pero esas puertas se le cierran rápido y no le
permiten mejorar sus condiciones objetivas de vida. Exista o no el #BoomMarginal,
parar la olla sigue siendo una tarea complicada en la historia de éste y otros
artistas del palo. Su realidad cotidiana no se resuelve con apariciones televisivas o
reconocimientos simbólicos de los pibes de Palermo cool.
En la guardia del hospital de Pacheco hacen pasar a un pibe, cuando le hacen
sacar la campera se le cae un arma y al toque es detenido por la policía del
hospital… y por pelotudo. Culpa del #BoomMarginal (del muro de Damián)
¿Qué pasó con la cumbia?
Cuando tenía 7 años empecé a ir a las bailantas de capital con mi vieja. Ella
adoraba bailar cumbia y chamamé y yo no tenía con quién quedarme. Todavía
recuerdo los detalles de decoración de “La Linqueñita de Caballito” o el “Patio
Santiagueño”, los dos lugares más frecuentados. Eran espacios de celebración del
baile, la seducción, el cortejo y la música como principal herramienta de
acercamiento y comunicación. Mi vieja siempre se esforzaba por marcar la
composición poli-clasista de sus públicos (“hay de todo, desde albañiles y
empleadas domésticas hasta médicos y abogados”). Yo, desconfiada como era,
descreía un poco de que alguno de esos señores, vestidos con ropas más o
menos rudimentarias, pudiera curar a alguien o defenderlo en un juicio. Por el
contrario, creía que mi madre exageraba y que necesitaba decir eso para ocultar
una realidad innegable: los lugares a los que ella y su familia iban a bailar cada fin
de semana estaban repletos de obreros, miembros de las clases trabajadoras,
desclasados, sujetos más o menos borders, más o menos marginales, unidos por
una misma música y por una misma pertenencia social.
Muchos años después volví a esos
espacios para hacer mi tesis, primero
con los pibes y pibas que
escuchaban cumbia, después con
los músicos que la ejecutaban, pero
también con quienes la producían, la
pensaban y la inventaban. En ese
recorrido, que por momentos sonaba
a deuda autobiográfica, me encontré
con testimonios sugerentes de
diversos actores que hacen al mundo
cumbiero. La pregunta por el
componente clasista, lógicamente,
volvía a aparecer una y otra vez. Y la cumbia, que había sido marginal en los 80,
boom comercial en los 90 y estallido “villero” en los tempranos 2000, de golpe se
escuchaba en Palermo desde 2010 en un circuito que convoca cada vez más a
“chicos bien”, combinando en sus pistas de baile a cumbieros tradicionales con
hypster, skaters y rockeros de mente abierta. ¿Cómo y a quiénes se les ocurrió
armar fiestas de cumbia con semejante mezcla de públicos?
Martín es uno de los realizadores de estas fiestas cumbieras y su opinión sobre la
discriminación en torno a la cumbia es determinante:
“Ciertos músicos no aparecen en la televisión porque [a los medios] no les gustan
los negros, porque les dan asco, porque tienen miedo, nada más, no hay ninguna
cosa rara… porque creen que eso es grasa, creen que eso es malo… pero es así,
Argentina es así, todo funciona de esa manera. No llegan a las virtudes artísticas.
La gente que no le gusta la cumbia, y en general a los medios no les gusta la
cumbia, no llegan a profundizar en nada. Mucho antes cortan el interés. [En mi
trabajo] todo el tiempo estoy explicando que no son negros, no son villeros, me la
paso explicándoles qué es lo que significa todo eso, hay mucha gente progre que
tiene prejuicios sobre la cumbia”.
Y en el mismo sentido, opina sobre el público tradicional cumbiero y sobre los
músicos:
“La gente que consume cumbia de verdad vive su vida a través de las canciones, a
través de la cumbia, su vida es eso. Su vida son las canciones, las historias, y sus
problemas los van llevando con la música, aunque te parezca una ridiculez, van
resolviendo seguir adelante con la música, todo al ritmo de la cumbia… Los
músicos de cumbia en general se
forman a través del oído, son
obreros, ¿entendés? Trabajan en
forma de obreros, son muy
metódicos con la música y después
las cosas son perfectas, las
canciones son perfectas…la gente
que hace cumbia son obreros, no
son vagos que hacen rock, lo hacen
desde otro lugar”
Sobre las fiestas, Martín y Pablo,
otros de los productores, cuentan
que su intención era poder generar
espacios para tocar pero sobre todo darle lugar en Capital a las grandes bandas
de cumbia (La Nueva Luna, Los Palmeras, Antonio Ríos, Dalila, entre otros), ya que
pos-Cromañón (diciembre de 2004) se habían cerrado la mayoría de los locales y
la cumbia estaba relegada al Conurbano. Lo cierto es que fiestas como La Mágica
o la D-Lirante representan un lugar en donde esa mezcla que mi vieja inventaba
hace 30 años se hizo realidad. La pregunta obligada es, entonces, qué significa
eso, qué hablita, a qué lectura y a qué tipo crítica cultural nos enfrenta.
Hay sin duda una intención democratizadora, de ánimo inclusivo, pero como dice
Damián, mientras los mismos que bailan cumbia en estas fiestas sigan pensando
que el trapito o el limpiavidrios son pibes peligrosos a los que mejor evitar, el
problema de fondo sigue existiendo: la cuestión no es la cumbia, a la que se puede
reivindicar, bailar, versionar e incluso admirar por su ritmo pegadizo, sus arreglos
más o menos originales y su invitación permanente a mover los pies y la cadera. La
cuestión, en este contexto, radica en los públicos cumbieros, la historia que la
cumbia tiene atrás, el lugar de dónde viene, las trayectorias que representa, las
sensibilidades que moviliza, la memoria narrativa y emotiva que se teje en sus
letras. Parafraseando a Martín, debemos comprender que la cumbia es, para las
mayorías populares, no solo una música alegre y festiva sino un modo de vida, una
forma de tramitar las experiencias vitales, por más duras que éstas sean. Y que no
es la misma la forma de apropiarse de estos ritmos en los bailes del centro que en
las fiestas del barrio.
Otro de los grandes debates en torno a la cumbia suele ser la preparación de sus
músicos, ligada, claro está, a su pertenencia de clase y al vínculo que de allí se
deduce respecto de sus competencias culturales. La presunción casi naturalizada
de que los músicos de cumbia no estudian parece ser más una afirmación de
sentido común que un dato de la realidad. Pablo, músico y productor cumbiero no
duda cuando afirma “la mejor escuela es juntarse a tocar, la cumbia es un ritmo
sensible, que se comparte y se aprende con el otro”, además de señalar que en los
conservatorios y las escuelas de música los ritmos tropicales no son parte de la
currícula oficial.
En Familias Musicales, un libro sobre artistas tropicales nacionales que inventaron
géneros, hay un hermoso testimonio de Juan Carlos Denis, líder de Los del Bohío,
histórica banda de cumbia santafecina –la que se toca con guitarra eléctrica–:
“En el estudio he tenido algunas discusiones. Estábamos grabando y uno está en
el detalle, que los coros, que el arreglo aquel. Y entonces el técnico te dice: “¿A
vos te parece que el negro, con dos cervezas encima, se va a fijar?”. Yo le dije
“¡Mirá que el negro escucha más de lo que vos pensás!” El tiempo me dio la razón.
Me han marcado cien detalles. ¡Cómo escucha el negro!”
Frente a la pregunta sobre cómo distinguir la verdadera cumbia de aquella que
parece producto solo del casting,
una de nuestras entrevistadas
defendía el valor de escuchar a los
cumbieros de ley, viviendo y
experimentando con ellos todo lo
que significa la cumbia en sus vidas
cotidianas: “Si yo voy con unos
chaqueños a comer locro un 9 de
julio y me pongo a charlar de música
no me van a decir “aguante Karina”,
me van a decir “aguante Dalila” y ahí
es donde sacas la verdad y mentira
de la historia, eso más el oído, la
escucha y el sentido común, todo
eso te va formando”. También hay un espíritu democratizador en algunos
testimonios de productores y DJS cumbierxs, que insisten en señalar que no hace
falta ser hijo de obreros para poder entender o sentir la cumbia. Lo que sí es
necesario es que una supuesta convivencia más pacífica o la tan mentada
“integración multicultural” se sostenga más allá de los límites de las fiestas
cumbieras, aspirando, tal vez, a lo mismo que señalaba Damián: que no se
discrimine a los pibes y pibas por su pertenencia de clase, tildándolos de “negros”.
Conocer y valorar la cultura cumbiera no debería pensarse como un gesto
inclusivo si para eso se necesita dejar a los cumbieros afuera por “inadaptados”.
La cumbia nos tiene que gustar con los cumbieros adentro.
Antes de ser cool, Palermo era Metrópolis. Y desde los años 40 han desfilado por
sus esquinas y sus locales bailables laburantes de distintos rubros, ávidos de un
poco de diversión: en todo caso, el supuesto “boom marginal” está marcando
algunas continuidades y no tantas rupturas.