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2/11/2019 Jacques Derrida y las cartas de amor - Ramón Mistral - Medium

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Jacques Derrida y las cartas de amor


Ramón Mistral
Jul 28, 2018 · 5 min read

. . .

En febrero de 1972 se publicaron en la revista Elle un par de columnas en las que se


especulaba sobre las tendencias que en París podrían imponerse a lo largo del año que
acababa de empezar: “ahora que Las palabras y las cosas ya no están de moda lo
conveniente es citar a Jacques Derrida y decir que su último libro, La diseminación, es el
mejor que se ha escrito sobre la droga. Si le piden que profundice un poco, defiéndase
citando al autor, diga que un texto permanece siempre imperceptible”.

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2/11/2019 Jacques Derrida y las cartas de amor - Ramón Mistral - Medium

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El éxito de Derrida con las mujeres yo no me lo explico, pero el filósofo tenía fama de
seductor y se le conocen varias aventuras. La más importante — en todo caso, de la que
más se ha hablado y la que mayor huella ha dejado en su obra — es la que mantuvo con
Sylviane Agazinski. Su historia de amor empezó en 1972, en uno esos coloquios
celebrados en Cerisy, de los que Jean-Luc Nancy subrayaba su carácter dionisiaco : “allí
se hablaba y se discutía en todos los rincones, era, en todos los sentidos, una pequeña
orgía intelectual, pero también sensual”. Jacques y Sylviane habían coincidido por
primera vez dos años antes, cuando ella empezó a asistir a los seminarios que Derrida
impartía en la Escuela de la calle Ulm. Tras meses y meses de pausada seducción, en
julio del 72 las cosas se precipitaron. Sylviane había peleado con su novio, el escritor
Jean Noël Vuarnet, lo que sirvió de pretexto para que una de las noches y también las
siguientes, tras las conferencias y las conversaciones, ella y Jacques huyeran a
Deauville, a Cabourg a cualquiera de los pueblos cercanos y comenzaran un
apasionado romance.
Fuera del texto — que Derrida me perdone, porque ya sé que eso no existe, pero en fin
— esta historia dura hasta el nacimiento de Daniel Agazinski, el hijo bastardo de
Derrida, en 1984. La crisis que entonces se desata — Sylviane no sabe qué hacer,
Derrida no reconoce al hijo, luego sí pero no quiere tener dos familias, todo un drama
— pone fin a más de una década de infidelidad sistemática de la que todos, familiares,
amigos y también Marguerite Derrida eran más o menos conscientes. Al respecto Pierre
Derrida cuenta a veces una anécdota: “Yo debía de tener 11 o 12 años. Habíamos ido a
París mi madre, mi hermano y yo para hacer no sé qué cosa y nos topamos por
casualidad con Jacques y Sylviane en una situación que casi no dejaba lugar a la
ambigüedad. Pero no hubo ninguna escena: mi madre hizo como si no pasara nada y
saludamos a Sylviane como si se tratara de una colega más. Creo que incluso fuimos a
tomar algo juntos a un café”.
En los textos, el romance se convirtió en el tema principal de La tarjeta postal, el
primero de los libros autobiográficos de Derrida.
Las Confesiones de Rousseau Derrida las había leído cuando era adolescente y le habían
dejado fascinado, era la época en la que empezaba también a interesarse por Nietzsche.
En una conversación con Maurizio Ferraris muchos años después dirá: “Me gustaban
tanto Nietzsche como Rousseau. Recuerdo muy bien ese debate interno, buscaba
conciliarlos, admiraba a ambos por igual, sabía que Nietzsche criticaba sin piedad a

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Rousseau
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Aquellos textos autobiográficos me marcaron profundamente. En el fondo, las
memorias — aunque con una forma que no sería lo que en general llamamos así — dan
forma a todo lo que me interesa, el deseo irrefrenable de conservarlo todo, de reunir
vida y pensamiento en el idioma de uno”.
La tarjeta postal está atravesada por una doble pretensión, por un lado Nietzsche y por
otro Rousseau. En los textos preparatorios, Derrida explica que le gustaría transformar
su relación con la anécdota: “en mí, la anécdota está sofocada, crispada, reprimida.
Pero todas las buenas razones de esa represión deberían ser puestas bajo sospecha”. El
filósofo quiere contar cosas, ¿y por qué habría de callarse? Sin embargo, gracias a su
propio trabajo sabe — y también le conviene: para no exponerse demasiado, para no
arruinar su matrimonio — que un texto es sólo un texto, que la relación que éste
mantiene con las cosas que se han vivido nunca está asegurada y que cualquier lectura
que pretenda establecer firmemente cuál es el vínculo entre el texto y lo que en
realidad ha pasado — la crítica genética — está destinada a fracasar. Derrida quiere
contar su vida, quiere hablar de Sylviane y quiere al mismo tiempo subrayar que tal
cosa es imposible, mostrar que el texto introduce siempre una distancia insalvable y
que lo cuenta será su vida y tal vez no. Como es difícil, casi imposible, hacer las dos
cosas a la vez — contar su amor y contar que nunca es su amor lo que se cuenta —
Derrida se ve obligado a improvisar estrategias para lograrlo. Lo cuenta entonces todo,
pero de un modo sutilmente tramposo: se divierte multiplicando las pistas, deja en el
texto referencias, nombres de personas y de lugares, fechas y acontecimientos
verificables para que el lector sepa y crea saber y se precipite y de golpe pueda enviarlo
a otro lugar donde habrá una pista falsa, una anécdota fraudulenta o al menos
adulterada, cartas que escribió mucho después, una o varias cartas a otra mujer, cartas
que nunca llegó a enviar o que acaba de inventarse, en definitiva, una ficción donde se
esperaría que hubiese una verdad. El resultado es un texto difícilmente comprensible,
en el que no está muy claro que pasa, salvo que dos personas se quieren a veces más, a
veces menos, que atraviesan problemas — ¿pero cuáles? — y se dicen cosas bonitas —
a veces muy logradas, otras para echar a correr.
“El rumor es despiadado: Derrida ha franqueado los límites. Ya no se lo puede leer. Ya
ni siquiera los filósofos lo comprenden. Algunos lo confiesan con una sonrisa ambigua.
Otros se preguntan qué está buscando ese pensador que contribuyó a la prosperidad de
la moda intelectual francesa poniendo la lingüística en el centro de la filosofía y que se
extravía con insistencia en un hermetismo desconcertante. Sus libros siempre fueron
difíciles, pero antes el menos se sabía de qué trataban: de filosofía. Desde, digamos, La

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