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pasiones humanas; además, nos habla de la ciencia como si se tratara de una fábrica de verdades
absolutas e inamovibles. La causa de ello la podemos localizar en dos malentendidos: el
primero de ellos surge cuando nos olvidamos de que los científicos son personajes más o menos
comunes y corrientes, que la mayoría de las veces se entregan con una gran pasión a su quehacer
cotidiano.
Pero, aunque ese que hacer tenga que ver con secuenciar códigos genéticos o medir la radiación
de las estrellas, se trata simplemente de un trabajo. El segundo malentendido tiene que ver con
la naturaleza misma de la ciencia, ese gran edificio que se construye de manera colectiva y
permanente, en el cual la negociación y el consenso son ingredientes fundamentales.
Y, por extensión, también los desacuerdos, las broncas y los pleitos. Y hay que tener muy
presente que, a diferencia de otras formas de conocimiento como el arte o la religión, en la
ciencia no sólo no se inhibe la discrepancia; se estimula la crítica, los cuestionamientos y la
duda como requisito indispensable.
Digamos que son más frecuentes (y tal vez de mayores dimensiones) de lo que comúnmente se
expresa hacia fuera de las comunidades científicas. Pero los miembros de esas comunidades están
muy conscientes de las jerarquías, las tradiciones, los conflictos, los amores y los odios.
Desde Isaac Newton, que difícilmente toleraba alguna opinión distinta a la suya, hasta los
científicos regulares de cualquier centro de investigación en la actualidad, quienes no reciben
el mismo apoyo financiero que los investigadores principales, o quienes muchas veces tienen que
ceder a aquellos "científicos estelares" una parte del crédito por la autoría de su trabajo,
aunque su participación haya sido muy superficial.
Cada una tiene su encanto: la de Leibnitz y Newton fue extremadamente ruda y sentó los
antecedentes sobre cómo se resolverían las confrontaciones posteriores, la de Darwin y Wallace
es asombrosa por el temple y la caballerosidad que ambos mostraron en un principio, la de
Pasteur contra Pouchet es la lucha de dos hombres dotados de una gran inteligencia que sin
embargo defendieron rabiosamente dos posturas irreconciliables, Edison y Tesla vivieron sus
vidas de manera envidiablemente intensa y esa pasión la trasladaron a su confrontación, las
batallas de Einstein y Schrödinger contra Bohr y Heisenberg son extraordinariamente ricas por la
complejidad intrínseca de la física cuántica y también por la complejidad de los personajes
involucrados.
Pero obligado a elegir una, quizás me quede con la lucha entre Antoine de Lavoisier y Joseph
Priestley por el descubrimiento del oxígeno; el francés fue un revolucionario inigualable en la
ciencia, pero un acérrimo conservador en sus ideas políticas y por eso murió en la guillotina,
el inglés fue un conservador a ultranza en sus concepciones científicas y sin embargo resultó un
visionario de la geopolítica. Son dos personalidades fascinantes detrás de una de las ideas más
fundamentales de la química.
El libro se llama "Científicos en el ring", fue escrito por el mexicano Juan Nepote y es parte
de la muy recomendable serie "Ciencia que ladra",