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LA DOCTRINA DE LA SEGURIDAD NACIONAL Y EL CONTROL SOCIAL EN VENEZUELA

Durante la dictadura de Marcos Pérez Jiménez (hasta 1958) hubo fuertes restricciones de las
libertades y garantías civiles y políticas, y en momentos de crisis políticas y sociales el aparato
policial asumió un rol protagónico en el mantenimiento del orden público, funcionando
abiertamente como el arma principal del poder político del Estado y soporte en el cual
descansa- ba el régimen dictatorial, cediendo al proceso de politización, participando
activamente en el funcionamiento del sistema político como una “fuente de información
objetiva del poder”. La violencia institucional se impuso ante la necesidad de cumplir con el
principal atributo del aparato policial, el cual era el mantenimiento del orden público (político),
fortaleciéndose un modelo policial autoritario en el que los intereses sociales quedaban
subordinados a los políticos. Hasta el final del período, se desplegó una brutal represión,
particu- larmente contra la clase obrera y los partidos disidentes. El fin de la dictadura de
Marcos Pérez Jiménez, en 1958, no supuso el final de la represiva y violenta historia política
venezolana. Venezuela, a diferencia de otros países latinoamericanos, escapa al autoritarismo
burocrático carac- terístico de los regímenes militares de la década de los sesenta y setenta,
pero la ideología del control y la represión se mantendría, sólo que vestida de civil.

A partir de los años sesenta penetra definitivamente en Venezuela así como en otros países
latinoamericanos- la Doctrina de la Seguridad Nacional (DSN), que definía los problemas de
subsistencia y mantenimiento de la soberanía que se presentan en todo Estado nacional
(García Méndez 1987). A través de esta Doctrina, los cuerpos militares y policiales
venezolanos adquirieron conceptos y herramientas ideológicas y operativas para actuar contra
los disidentes políticos, considerados enemigos internos. Esta nueva concepción de seguridad
surgida a partir de la Segunda Guerra Mundial “introduce cambios sustanciales en las
referencias teóricas de los planificadores de las políticas de seguridad de los países del
continente latinoamericano” (Manrique 1996:41). El impacto que tuvo en Venezuela se siente
con fuerza durante los primeros años de esta década, como consecuencia de la “recepción de
ideas de origen principalmente argentino y brasileño, trans- mitidas a través del Colegio
Interamericano de Defensa de Washington y que van a influir decisivamente sobre la doctrina
y metodología de planificación de la Seguridad y Defensa que se van a difundir en el país”
(Rey 1998:168). Desde entonces, el aparato represivo del Estado adquirió conceptos y herra-
mientas, tanto ideológicas como operativas, para actuar contra los disiden- tes políticos. Para
Bergalli 1983, en todo el continente, la política criminal que emerge de la DSN es una política
del miedo, del terror de Estado.

El politólogo Miguel Manrique distingue, dentro del esquema de la seguridad nacional, lo que
será la distribución de funciones entre los Estados de- pendiendo del poder de cada uno de
ellos- para asumir la responsabilidad de resguardar la seguridad nacional. En este sentido,
señala que “El Estado eje del hemisferio tiene la responsabilidad de la seguridad exterior del
conjunto del sistema; en cambio, los Estados con menos poder se encargan, básica- mente,
de garantizar su seguridad interna; la cual podría verse amenazada por los efectos de la
“Estrategia Indirecta del contrario” (1996:23). En este sentido y para los Estados menores en
poderío, por decirlo de alguna manera, la inseguridad nacional se traduciría en la amenaza
interior a la estabilidad política de esos Estados.
Entonces, apoyados en la DSN y amparados en la suspensión de las garantías, actuaron los
cuerpos de seguridad del Estado en la procura del mantenimiento del orden interno y como
respuesta a las protestas populares (mu- chas de ellas a raíz de la misma suspensión de
garantías constitucionales). Las políticas gubernamentales se centraron en la búsqueda de la
estabilidad democrática y en el combate contra el comunismo. Mientras una nueva
Constitución es promulgada en 1961 caracterizada por el equilibrio de los poderes del Estado,
por consagrar los más avanzados derechos fundamentales y por establecer la armonía entre
los derechos de los ciudadanos y las necesidades sociales se desempolva y renueva el viejo
aparato de represión política (el mismo del que fueran víctimas durante la dictadura los
integrantes del partido de gobierno), sólo que con otro nombre y bajo otra autoridad.

El gobierno de Betancourt se ve gravemente afectado por la lucha de los distintos


movimientos sociales y repetidas rebeliones militares que ocupan la atención del gobierno,
trayendo como consecuencia la periódica suspensión de las recién estrenadas garantías
constitucionales. Los nuevos cuerpos de seguridad del Estado actuaron apoyados en la DSN y
amparados en la suspensión de las garantías, en la procura del orden público y como
respuesta a las protestas populares (muchas de ellas a raíz de la misma suspensión). Las
políticas gubernamentales se centraron en la búsqueda de la estabilidad del recién instaurado
régimen democrático. La DSN le otorgaba a la seguridad interna un valor supremo, en el que
el objetivo de guerra era el “enemigo” (disidente), al cual había que neutralizar y reducir. En
los momentos de crisis política descritos, el nuevo gobierno demo- crático fue capaz de violar
los mecanismos jurídicos e incluso ideológicos que ellos mismos habían creado para
asegurarse la adhesión popular, utilizando contra la sociedad los instrumentos de coerción y
violencia propios de los re- gímenes autoritarios.

Según Maza Zavala y Malavé, durante el gobierno de Betancourt se negó la audiencia a


planteamientos de verdaderas reformas, se clausuró el espacio político de la izquierda
revolucionaria y se quebrantaron los términos de la “represión tolerable” (1980:20-21). En este
sentido, y ante las constantes manifes- taciones de malestar social y de protestas colectivas,
el gobierno democrático revive la represión sistemática sobre los partidos disidentes y declara
la censu- ra política, ilegalizando algunos partidos de izquierda. Al rechazo político del
gobierno siguió la declaración abierta de la lucha armada comunista. Mientras los partidos de
izquierda eran censurados, los grupos guberna- mentales de presión política continuaron
actuando y la acción política violenta contrarrevolucionaria se fortaleció. Gobierno y oposición
utilizaron la violencia como medio de comunicación, estableciéndose, de esta manera, un
círculo vicioso y destructivo que, al menos para el Estado y algunos centros de poder, puede
resultar funcional, por cuanto puede justificar la reacción, la emergencia y la represión.En este
contexto la violencia, como reacción al conflicto, fue la opción elegida por el gobierno para
“calmar los ánimos”, y mientras se exaltaban los atributos del Ejército como “garante de la
integri- dad territorial de la Nación, protector de la Constitución, de las leyes y de los gobiernos
del pueblo”, éstos -junto al renovado aparato de violencia respondieron respaldando las
políticas represivas del gobierno. Consecuentemente, las medidas gubernamentales en
materia de seguridad se tradujeron en mayores dotaciones para las Fuerzas Armadas
Nacionales, en el llamamiento a las filas de nuevos contingentes para asegurar el orden
público y en la intensificación de la lucha antiguerrillas (Velásquez y otros 1980).

A pesar de los intentos de racionalizar la violencia estatal -justificada por algunos por la
amenaza permanente al sistema democrático y al sistema económico capitalista- el fracaso de
la legalidad y de las instituciones democráticas en general se puso en evidencia a través del
terrorismo de Estado, la utilización masiva de los recursos de fuerza y la impunidad. Durante
los gobiernos siguientes, la figura del Estado interventor se intensificó y fortaleció, los
innovadores programas económicos se caracterizaron por el olvido y ,en cuanto al papel del
Estado con respecto a la seguridad nacional, habiendo disminuido considerablemente la
existencia de focos guerrilleros y aumentado la participación de los partidos políticos en el
fortalecimiento de la democracia, las fuerzas represivas del Estado se abocaron a la búsqueda
de un nuevo enemigo interno, ya no político. En este estado de cosas, la violencia institucional
toma nuevos tintes, ahora menos políticos, pero mucho más generalizada

El orden público es la situación de normal funcionamiento de las instituciones públicas y


privadas, en las que las autoridades ejercen sus atribuciones propias y las personas ejercen
pacíficamente sus derechos y libertades.1 Está estrechamente relacionado con el concepto
de legitimidad en el ejercicio del poder político y el de consenso social. Desde el punto de vista
del Derecho civil, el orden público es el «conjunto de principios jurídicos, políticos, morales y
económicos obligatorios para conservar el orden social del pueblo en una época
determinada».2
Como expresión, muy a menudo se restringe en su uso a su sentido negativo: la «alteración
del orden público», asimilada a distintas formas de delincuencia, marginalidad, protesta
pública, revuelta y, en los casos más graves, revolución o subversión; especialmente desde
una concepción autoritaria del «orden», que lo equipara al mantenimiento de la jerarquía
social, las instituciones y el sistema político, considerando «desorden» cualquier alteración en
«lo establecido».
Se puede definir al orden público como «un conjunto de principios e instituciones que se
consideran fundamentales en la organización social de un país y que inspiran su
ordenamiento jurídico».[cita requerida] Sin embargo, en esta amplia definición caben toda clase de
fenómenos jurídicos: los principios generales del Derecho, la constitución política de
cada Estado, la costumbre jurídica, el ius cogens, etc.

Marco constitucional y legal de la seguridad ciudadana y la policía

Con la Constitución de 1999 (Venezuela, 1999) se introdujo bajo un nuevo Título,


denominado “ De la Seguridad de la Nación” , un concepto cuyo fundamento radicaría
en el desarrollo integral y cuya defensa sería responsabilidad de las personas naturales
y jurídicas establecidas dentro del espacio geográfico (art. 322). El artículo 326 de la
Constitución desarrolla la seguridad como una corresponsabilidad entre Estado y
sociedad civil para cumplir con los principios de independencia, democracia, igualdad,
paz, libertad, justicia, solidaridad, promoción y conservación ambiental y defensa de
los derechos humanos, así como para lograr la satisfacción progresiva de las
necesidades de la población. Esta corresponsabilidad abarca los ámbitos económico,
social, político, cultural, geográfico, ambiental y militar.

Dentro de estos amplios enunciados se concibe la seguridad en una doble faz de


protección de principios y derechos y de cobertura de necesidades indefinidas, aunque,
cuando se indican las instancias garantes y los responsables operativos, el concepto se
restringe notablemente. En el ámbito externo se refiere a la independencia, soberanía,
integridad geográfica, cuya responsabilidad corresponde a la Fuerza Armada Nacional
(arts. 328 y 329). En el ámbito interno, que se denomina seguridad ciudadana, se
refiere al mantenimiento y restablecimiento del orden público, el apoyo de la
autoridad, la protección de personas, hogares y familias, y al aseguramiento y disfrute
de garantías y derechos constitucionales, cuya responsabilidad corresponde a los
cuerpos de policía, bomberos y defensa civil (art. 332). No obstante, la Guardia
Nacional (que desde 1950 forma parte de la Fuerza Armada Nacional) tiene como
responsabilidad básica, según el art. 329, la conducción de operaciones para el
mantenimiento del orden interno del país. El art. 332 indica que los órganos de
seguridad ciudadana (una de cuyas funciones es mantener y restablecer dicho orden
interno) son de carácter civil, y que dicha función es competencia concurrente entre el
gobierno central y los gobiernos estadales y municipales. Sin embargo, el énfasis en el
orden público como responsabilidad militar ha creado una tensión de rango
constitucional, que anteriormente no existía, entre cuerpos militares y civiles y entre
cuerpos centralizados y descentralizados de policía.

En 2001, dentro del marco de una ley habilitante de la Asamblea Nacional, fue dictado
el Decreto Presidencial con Fuerza de Ley de Coordinación de Seguridad Ciudadana
(Venezuela, 2001b), cuyo propósito fundamental fue el de establecer mecanismos de
enlace y coordinación entre diversos cuerpos policiales. Algunos casos emblemáticos
ocurridos años atrás, en materia de captura de rehenes, habían concluido con muertes
de civiles y funcionarios debido a la competitividad y rivalidad, en el sitio del suceso,
de diversos cuerpos policiales. De este modo, los arts. 8 y 9 del decreto establecieron
los principios de la prevalencia de intervención para el cuerpo policial que tuviere
mayor capacidad de respuesta y recursos para enfrentar la situación y de sustitución
ascendente, es decir, de policías municipales por estadales, y de policías estadales por
nacionales, en caso de rebasarse la capacidad operativa de alguno de estos cuerpos en
cada situación. Este decreto también estableció un Consejo de Seguridad Ciudadana de
carácter nacional, integrado por representantes del Ministerio del Interior y Justicia y
de las gobernaciones y alcaldías, cuya función sería el estudio, formulación y
evaluación de políticas en esta materia a nivel nacional, así como una Coordinación
Nacional y Coordinaciones Regionales, a nivel de los estados, para el seguimiento y
evaluación de los planes que estableciere el Consejo de Seguridad Ciudadana. Según
este modelo, en lugar de absorberse todas las policías en un solo cuerpo nacional, idea
que ya había sido materializada en un proyecto de Ley Orgánica de Policía, de 1991, y
en otro sobre Policía Federal, de 1993, se optaba por un esquema de formulación de
políticas y seguimiento de planes de acción, centrado en la Coordinación Nacional de
Policía, dependencia administrativa adscrita al Ministerio del Interior que ha
funcionado, preferentemente, bajo la dirección de oficiales de la Guardia Nacional
desde 1969.

El proyecto de Ley de Policía Nacional que fue aprobado en primera discusión por la
Asamblea Nacional en julio de 2004 (Venezuela, 2004), desarrollaba este último
modelo, estableciendo principios comunes (y en este sentido, estandarizados) para lo
que sería el Cuerpo de Policía Nacional (que absorbería lo que es hoy la Policía
Metropolitana de Caracas y el Cuerpo de Vigilancia de la Dirección de Tránsito
Terrestre, del Ministerio de Infraestructura), y para las policías estadales y
municipales. El texto enfatizaba la coordinación, reglamentación y supervisión por
parte del Ministerio del Interior y Justicia. La tendencia centralista se manifestaba en
dos disposiciones controvertidas, aquella según la cual el Cuerpo de Policía Nacional y
la Guardia Nacional podrían sustituir a las policías estadales y municipales cuando así
lo determinase el Consejo Nacional o la Coordinación Regional de Seguridad
Ciudadana, y aquella según la cual el mismo ministro podría delegar las funciones del
Cuerpo de Policía Nacional en la Guardia Nacional, tomando en cuenta “ la
racionalización y optimización de los recursos materiales y humanos para la tutela de
la seguridad ciudadana, las necesidades y requerimientos para la prestación del
servicio policial y la eventual imposibilidad del Cuerpo de Policía Nacional para ejercer
las atribuciones que le son propias” (art. 33). Esta cláusula, evidentemente amplia y
ambigua, podría conducir a una militarización total de la policía.

El modelo de policía surgido con ocasión del trabajo de la Comisión Nacional para la
Reforma Policial (Gabaldón y Antillano, 2007, 237-250) desestima cualquier carácter
militar de la policía general y enfatiza el principio de competencias concurrentes entre
cuerpos de policía nacional, estadales y municipales, conforme a los principios de
territorialidad de la ocurrencia situacional y de complejidad, intensidad y especificidad
de la intervención requerida, a fin de facilitar la sinergia en el trabajo policial,
fomentando, por otro lado, la rendición de cuentas y el control ciudadano. Tal parece
que la nueva ley del Cuerpo de Policía Nacional y del Servicio de Policía, que será
dictada dentro del marco de la ley habilitante, responderá a este modelo ampliamente
validado por la consulta ciudadana.
Para resumir esta perspectiva sobre el desarrollo institucional de la policía venezolana
en los últimos setenta años (Gabaldón, 1999), podríamos decir que se ha caracterizado
por la centralización, la rígida jerarquización y los estilos militarizados de gestión, que
incluyeron, a partir de 1969, la designación de oficiales de la Guardia Nacional como
directores de las policías en los estados. Entre 1989 y 1999, surgieron policías
municipales de perfil descentralizado y con autonomía local en los municipios con
mayores recursos, al amparo del art. 30 de la Constitución de 1961. Estos cuerpos se
han multiplicado, en muchos casos sin estándares mínimos que permitan hacer
predecible y auditable su desempeño. La nueva Constitución, aunque en los arts. 164,
n. 6, 178, n. 7 y 332 reconoce competencias estadales y municipales en materia
policial, adopta un modelo de seguridad ciudadana con gran énfasis en el centralismo
y en el componente militar, y la legislación promulgada con posterioridad a su entrada
en vigor, así como la proyectada, ha tendido a concentrar la función policial dentro de
un modelo vertical con gran pendiente hacia el control militar de la policía, pese a la
retórica sobre su carácter civil. La tendencia se acentuó después de 2002 (Gabaldón,
2004a), cuando, como consecuencia de eventos como la deposición del Presidente, el
paro petrolero y el proceso del referendo revocatorio, la polarización política alcanzó
niveles insospechados y las policías locales fueron percibidas por el gobierno como
focos de desestabilización territorial, mientras las policías centralizadas generaron
desconfianza al ser percibidas por la oposición como estructuras al servicio de un
modelo autoritario, que pretendería, en última instancia, la militarización de la
sociedad. Sin embargo, a partir de abril de 2006, con ocasión de la instauración de la
Comisión Nacional para la Reforma Policial, un nuevo énfasis en el carácter civil de la
policía y en la cooperación de todos los cuerpos dentro de un sistema integrado, pero
que admita la autonomía regional y local, parece orientar el modelo para un nuevo
consenso.

Marco de referencia de las políticas públicas sobre seguridad ciudadana

Las políticas sobre seguridad ciudadana no han merecido, en la última gestión


presidencial, un tratamiento detallado. En el documento Líneas Generales del Plan de
Desarrollo Económico y Social de la Nación, 2001-2007, preparado por el Ministerio de
Planificación y Desarrollo (Venezuela, 2001-2007) se menciona ” la restitución y
fortalecimiento de lo público como espacio de apropiación por, del y para el interés
colectivo (p. 92). Se agrega que” , ” lo público, reconstituido en espacio de garantía
del interés colectivo, se convierte así en instrumento de poder ciudadano (… ) un nuevo
poder capaz de hacer valer legítimamente la participación de la sociedad, las
comunidades y familias en la formulación, ejecución y evaluación de decisiones
públicas, y en la rendición de cuentas y contraloría pública” , indicándose como
objetivo estratégico n. 3: ” la apropiación de lo público como espacio del interés
colectivo y construcción de la ciudadanía” (p. 92). Esta expansión pareciera, sin
embargo, guardar relación con la extensión del espacio del Estado, antes que con la
ampliación del espacio público de control social, como ámbito sujeto a la transparencia
y al seguimiento ciudadano, que para ser efectivo requiere un nivel local y no
centralista de gestión (Gabaldón, 2000, 2004b).

Un concepto de “ seguridad ciudadana permanente” pareciera deducirse de este


documento, cuando se indica que dicha garantía se lograría ” con la superación de los
desequilibrios macrosociales y el desarrollo de estrategias preventivas, control del
delito y reestructuración del sistema penitenciario, con elevada participación de la
familia, los medios de comunicación y la escuela” (Venezuela, 2001-2007: 99).
Cuando se abordan los principios de la política para la prevención y combate del delito
y el aseguramiento de la tranquilidad ciudadana, se plantea ” el fortalecimiento de la
coordinación policial, con la creación del Centro de Coordinación de Inteligencia, el
incremento de la participación ciudadana en la prevención y control del delito y la
modernización de los sistemas de la protección policial de los ciudadanos y de los
hogares” (idem). Las estrategias planteadas incluyen prevención hacia la comunidad,
organización de seguridad comunitaria y ampliación de cobertura y calidad del servicio
policial (idem, 113).

Resulta claro de estos enunciados que el problema de la seguridad ciudadana, en la


óptica gubernamental, requiere ocuparse, por una parte, de la reducción de la
desigualdad social y el incremento del empleo, y, por la otra, del fortalecimiento de la
policía, en particular, de su sistema de coordinación e inteligencia, para el cual se
contaría con participación ciudadana. A pesar de que la familia, la escuela y los medios
de comunicación son mencionados dentro del concepto más general de “ seguridad
permanente” , no hay dentro de las estrategias y las políticas medidas específicas que
tomen en cuenta estas instancias dentro de un modelo preventivo. Por consiguiente,
se coloca como común denominador de la delincuencia la desigualdad socioeconómica
y se plantea como estrategia fundamental el fortalecimiento y centralización de la
policía como mecanismo de disuasión. Por ello la discusión sobre la organización y
desempeño policiales cobra una relevancia particular dentro del análisis de la
planificación y ejecución de políticas en materia de seguridad y prevención del delito
en Venezuela.

La violencia1 es el tipo de interacción entre sujetos que se manifiesta en aquellas conductas o


situaciones que, de forma deliberada, aprendida o imitada,2 provocan o amenazan con
hacer daño, mal o sometimiento grave (físico, sexual, verbal o psicológico) a un individuo o a
una colectividad,3 afectando a las personas violentadas de tal manera que sus potencialidades
presentes o futuras se vean afectadas.4 Según la OMS, «La violencia es el uso intencional de
la fuerza física, amenazas contra uno mismo, otra persona, un grupo o una comunidad que
tiene como consecuencia o es muy probable que tenga como consecuencia un traumatismo,
daños psicológicos, problemas de desarrollo o la muerte».5
Puede producirse a través de acciones y lenguajes, pero también de silencios e inacciones, y
es valorada negativamente por la ética, la moral y el derecho, que atribuyen generalmente
al Estado el monopolio de la violencia. La violencia puede ser de carácter ofensivo o defensivo
(también se utilizan los conceptos de violencia proactiva y violencia reactiva), habilitando en
este último caso figuras de justificación ética de la violencia, como la legítima defensa y
el derecho de resistencia contra la opresión.67
Se trata de un concepto complejo que admite diversas matizaciones y graduaciones según el
punto de vista desde el que se trate; en ese sentido, su aplicación a la realidad depende en
ocasiones de apreciaciones subjetivas.
El conflicto es una situación en la cual dos o más personas con intereses diferentes entran en
confrontación, oposición o emprenden acciones, mutuamente antagonistas, con el objetivo de
dañar o eliminar a la parte rival, incluso cuando tal confrontación sea de manera verbal o
agresiva , para lograr así la consecución de los objetivos que motivaron dicha confrontación.
Por su condición a menudo extrema o por lo menos nacionalista en relación a objetivos
considerados de importancia o incluso urgencia (valores, estatus, poder, recursos escasos) el
conflicto genera problemas, tanto a los directamente involucrados, como a otras personas
externas.

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