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El punto de partida
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Este texto es fruto del Proyecto de Investigación “El saber profesional de docentes en
Educación Primaria y sus implicaciones en la Formación Inicial del Profesorado: estudios de
casos” (ref: EDU2011-29732-C02-01) financiado por el Ministerio de Economía y
Competitividad para el período 2012-2014.
Publicado en portugués como “Lugares de experiência, espaços de formação; o saber e a
experiência no formação inicial dos professores”. Ferrari, Anderson (org.) A potencialidade do
conceito de experiência para a educação. Juiz de Fora, Mato Grosso (Brasil): Editora UFJF
(Universidade Federal de Juiz de Fora), 2013, pp. 21-39.
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experienciales” (Cifali, 2005), o mejor, como un saber de la experiencia, esto
es, como un modo de saber ligado al vivir y a sus sorpresas e incertidumbres
(Contreras, 2010; 2011). ¿Qué podemos aprender de esto, más allá de
simplemente estudiar las características y contenidos de los saberes docentes?
¿Qué podemos aprender de esto que no consista sólo en dejar que sean la
propia vida profesional y la fortuna de lo que cada docente viva quienes se
encarguen de mostrarles esta realidad... y que intenten extraer de ello las
lecciones que puedan? ¿Qué podemos abrir como posibilidad de sentido y como
realizaciones en la formación inicial?
Encuentro que una de las maneras de plantearse este asunto con una cierta
exigencia pasa por reconocerse a sí mismo en cuanto que formador con las
mismas sorpresas e incertidumbres que el resto de docentes. Si me atengo a lo
que he podido ir comprendiendo en mi trabajo en la formación del profesorado,
puedo decir que este de la formación es un oficio (como todos los oficios de la
educación y en general, todos los de la relación) que está lleno de paradojas,
de contradicciones, de im/posibilidades, de azares y misterios, de momentos
mágicos y, cómo no, también de frustraciones (Ellsworth, 2005). Supongo que
como todos los que nos dedicamos a esto, me encuentro repetidamente con
situaciones inesperadas –en las cuestiones que me plantean mis estudiantes o
en las reacciones que tienen ante lo que les propongo–, que exigen de mí, a
veces una meditación y clarificación personal respecto a lo que intento, a veces
improvisación, o invención de nuevos caminos o de nuevas respuestas, en
ocasiones reconocer lo que ocurre como una nueva oportunidad no esperada
pero llena de contenido. Son muchos también los momentos en que me
confrontan con mis propios límites respecto a lo que puedo ofrecerles, y
compruebo que tienen visiones que no siempre sé comprender o necesidades
que no siempre sé atender. Como existen también ocasiones en las que me
sorprendo reaccionando de un modo que sabe hallar el camino, o dar en el
clavo de lo que está pasando y de lo adecuado a la situación.
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Con los años, he ido encontrando modos de enfocar algunos aspectos
esenciales en la formación de mis estudiantes que me permiten adentrarme en
el resbaladizo proceso de la formación docente. Y a la vez, descubro
continuamente que de poco me sirve lo que he ido aprendiendo si no lo vuelvo
a aprender de nuevo, cada curso con cada grupo. Que cada nueva relación me
reclama un nuevo aprendizaje, una nueva respuesta. Que lo que me ocurre
cada curso me muestra las insuficiencias de lo que creía que ya tenía, y me veo
obligado a repensar de nuevo lo sustancial. En ocasiones, lo sustancial afecta a
las tareas y contenidos en los que baso mis clases. Pero son más las veces en
las que lo que realmente me requiere una nueva comprensión y una nueva
disposición se encuentra en otro lugar más sutil y difícil de determinar; algo que
tiene que ver con el proceso de intercambio que conseguimos crear para yo
poderles escuchar realmente en lo que me dicen y requieren, y a su vez,
conseguir llegar a ellas y ellos en lo que quiero aproximarles y ponerles a
pensar.
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Pero la formación del profesorado suele tener para mí una dificultad añadida
que es la confrontación entre lo que trato de hacerles llegar a mis estudiantes,
y que queda resumido en el párrafo anterior, y sus exigencias de respuestas
certeras para los problemas que imaginan que encontrarán. Esperan un
repertorio de procedimientos de actuación que garantizarán los aprendizajes
oficiales en su alumnado y los mantendrán disciplinados e interesados en el
estudio. Y esperan respuestas concretas, soluciones, para afrontar todo lo que
imaginan que puede pasarles o que pueden exigirles en las escuelas
(Salzberger-Wittenberg et al., 1992).
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experimentar (tantear, percibir, sentir) esa imprevisión, y que se resuelven
como creación.
Pensar en todo esto que vivo o que busco, en lo que reclaman los estudiantes y
en lo que les podemos ofrecer (o no) en las estructuras de formación que
hemos creado, me ayuda a comprender que todo aquello con lo que cuento
como bagaje para realizar mi oficio (como también aquello que necesitaría, y
que reconozco como carencias y dificultades, propias e institucionales) revela
una gran complejidad de experiencias, saberes, disposiciones, intuiciones,
modos de estar y de afrontar las cosas que me muestra que lo que uno
necesita como docente va más allá de lo que las disciplinas pedagógicas (o
psicopedagógicas) llegan a abordar y comprender. Me hace entender que
hacerse docente tiene que ver también con dimensiones personales y con
aspectos de difícil configuración y formalización que desbordan lo que puede
transmitirse desde los contenidos y modos de enseñanza con los que se
componen los planes de formación.
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¿Qué entender por experiencia?
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El saber de la experiencia
Todo esto hace que el saber docente, si está abierto a la experiencia, más que
anclado en la repetición, tenga cualidades especiales. El saber docente, en
cuanto que saber de la experiencia, no tiene exactamente las mismas
características del conocimiento teórico, disciplinar, ya que recoge aspectos del
saber, del hacer y del ser docente de difícil formalización en los términos del
conocimiento disciplinar académico. En cuanto que saber, es otra cosa diferente
a un conjunto de conocimientos, porque es un saber ligado al vivir, que no se
desgaja fácilmente de este vivir. Es decir, cobra significado en relación a los
acontecimientos, y por eso, se explica mejor en el seno de una anécdota o de
una situación vivida, de un ejemplo, de una historia (Connelly y Clandinin,
1988; Tardif, 2004; Van Manen, 1995). El saber de docentes que conserva en
su ser contado las cualidades de la experiencia, tiene que ver con lo que
reconocemos como sabiduría: muestra la complejidad y sutileza de las múltiples
dimensiones del saber pedagógico encarnado, y lo hace de tal modo que
permite captar el vaivén entre lo anticipado y lo que ocurre, entre el bagaje
práctico acumulado y la improvisación, entre los pensamientos y los
acontecimientos, entre las explicaciones disponibles y lo que ocurre, entre la
propia subjetividad y la de los otros. Lo que tiene para enseñarnos no se
reduce a un único mensaje unívoco, sino que tiene múltiples capas, y distintas
lecturas. Y a la vez que muestra un modo de hacer en la práctica, permite
entender el quehacer docente como algo más complejo que una colección de
instrucciones metodológicas.
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El saber (con el) que enseñamos
Esto supone cambiar la lógica del sentido con el que enseñamos nuestras
disciplinas, de tal manera que lo que cuente sea el modo en que las mismas se
ponen al servicio del hacerse docentes. No se trata, pues, de los saberes que
enseñamos, sino de los saberes con los que enseñamos, a la búsqueda de otra
cosa que no es garantizar la transmisión disciplinar. Poner nuestras asignaturas
al servicio de su hacerse docentes significa componer un juego de equilibrios
entre las realidades escolares, las experiencias con potencial educativo, sí
mismos, como quienes están en proceso de plantearse y proponerse su lugar
en la enseñanza, y todo aquello que les proporcionamos como conocimientos
que puedan ayudarles a poner en marcha este proceso de pensarse, decirse y
decidirse. La cuestión por tanto es plantearse la capacidad de inspiración para
su hacerse docentes que tiene aquello que les proporcionamos, y la capacidad
de mediación que favorecemos con ello entre sí mismos en sus posiciones,
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visiones y actitudes, y el mundo de la enseñanza en sus realidades, sus
potencialidades y sus dificultades.
Y esta es una cuestión también clave en relación a la tarea cultural que supone
dedicarse a la enseñanza. Porque lo que hay en juego no es sólo el dominio de
contenidos culturales para la transmisión y el dominio de estrategias docentes.
La escucha del presente, de los mundos culturales en los que viven niños y
jóvenes y la aventura del conocer y del saber sin desvincularse del sentido de
ser, supone explorar caminos pedagógicos en los que aprender pueda ser
vivido con la sorpresa, la novedad y la interrogación sobre el sentido de las
cosas y de sus propias vidas (Hernández y Ventura, 2008; Hernández, 2010).
La apuesta es convertir la preparación cultural y didáctica para la enseñanza en
una apertura, en una escucha y en una re-creación cultural. Prepararse para la
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enseñanza es también prepararse para la experiencia de recreación cultural con
su alumnado.
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interrogación y en la exploración de sí y de lo otro, más allá de la transmisión
de nuestras certezas y de nuestras teorías.
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estar en proceso de configuración de la propia perspectiva, convertir el
aprendizaje en una cuestión personal respecto a su irse haciendo maestros o
maestras.
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intervención en ella. Las fuentes para la generación del saber de la experiencia
son múltiples y pueden estar presentes en todos los espacios formativos.
La experiencia vivida
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a la vez pueden experimentar con un pensar lo vivido, con un pensarse, como
modo en sí de formación y de generación de saber.
Más allá del lugar en el que esto ocurre, en las escuelas o en las aulas
universitarias, un elemento fundamental de la formación del profesorado es el
contacto directo con los saberes docentes, aquellos que precisamente
desbordan la compartimentalización de las disciplinas académicas presentes en
la formación. Su importancia radica tanto en su contenido, en lo que dicen y
hacen y en la relación entre ambos, como en sus formas de expresión; ya que
ambos aspectos, contenido y forma, responden a cualidades propias que no se
miden con los parámetros del conocimiento académico (Cochran-Smith y Lytle,
2002). El modo en que estas experiencias pueden llegar a nuestras aulas es
variado: en relatos, documentales, visitas de maestras o maestros, etc. Ahora
bien, el problema de la formación del profesorado no se resuelve porque
podamos disponer del “saber correcto”, el saber de profesionales,
encargándonos ahora de su transmisión, de la aceptación de los mismos y de la
ejercitación y uso posterior. Si la formación de educadoras y educadores
consiste en el trabajo de emergencia y creación en sí (en cada una, en cada
uno) de las disposiciones y orientaciones propias acerca de la relación educativa
y de nuestro hacer en ella, el valor del saber de docentes nos puede ayudar a
ver en sus ejemplos concretos cómo se produce la relación personal y
personalizada entre mirar, entender, hacer y pensar. El saber de la experiencia
nos permite, al ver los modos de hacer con sentido que despliegan los
docentes, aprender algo de lo que hacen y aprender algo de lo que nos
requiere a nosotros cultivar disposiciones semejantes para enfocar el hacer con
el mismo transfondo con que lo hacen ellos. (Conle, et al. 2002).
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camino, y estar uno mismo en continuo proceso de regeneración y crecimiento
personal respecto a lo que nos permite enfocar nuestra tarea y colocarnos
personalmente con ella (encontrar nuestro lugar, intuir lo que la situación nos
requiere, tantear respuestas, escuchar y estar atentos a lo que pasa, actuar y
pensar después si era eso, esperar aprender algo de todo esto para posteriores
ocasiones, etc.); si el saber de la experiencia tiene que ver con esto, entonces
es esto, estas cualidades, lo que esperamos que se capte y se aprenda de la
experiencia de profesionales, juntamente con sus modos concretos de hacer
que muestran la doble cualidad de un hacer concreto y una necesidad de que
ese hacer nazca siempre de nuevo. Y aprender esto significa poderlo tomar de
inspiración para construir cada uno, cada una su propio proceso de aprender,
su propio camino que será siempre personal.
El propio espacio formativo de las aulas universitarias puede ser un lugar para
vivir experiencias y para propiciar el saber de la experiencia si pone en el centro
las preguntas y el intercambio vivo acerca del sentido educativo y acerca del
significado de su propia formación. Nuestro reto como formadores está siempre
en relación a la cuestión de si lo que les proponemos a nuestros estudiantes
puede ser vivido como una auténtica experiencia (esto es, como la oportunidad
de vivir algo que conduce a la pregunta personal, a lo que requiere ser pensado
en su novedad, en lo que abre como posibilidad de nuevas experiencias, o de
nueva manera de estar en ellas, de un modo perceptivo y reflexivo). Y a la vez
puede ser siempre un espacio para reflexionar y buscar posibilidades a las
contradicciones que genera participar en procesos que pretenden ser
formativos, pero que están condicionados por las exigencias institucionales.
Una reflexión y una búsqueda siempre transferibles a la realidad que vivirán
más tarde en su vida profesional.
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Y evidentemente, los espacios de formación en los centros educativos son
lugares privilegiados para la promoción, reflexión y desarrollo del saber de la
experiencia; tanto porque están en contacto con múltiples docentes, como
porque como estudiantes en prácticas, están viviendo en primera persona el
contacto con aquellas situaciones de relación con alumnado, de intentos de
hacer, de situaciones que ocurren, que les conducen a preguntarse, a ser
conscientes de sus modos de reacción, a observar lo que pasa, lo que les pasa,
y lo que les lleva a pensar, etc. Pero la generación del saber de la experiencia
(que no es un simple desarrollo de estrategias y rutinas) requiere de un clima
especial de relaciones y propuestas en los centros escolares, guiado al menos
por dos premisas mínimas: a) la preocupación del profesorado por los niños y
niñas que asisten a las escuelas (por sus historias y circunstancias, por cómo se
viven en las aulas; y también el interés en que cada chica, cada chico tenga
visibilidad, reconocimiento y oportunidades de crecimiento); b) la preocupación
por parte de maestras y maestros respecto a lo que hacen, lo que pasa, lo que
procuran y recrean cada vez, teniendo presentes a niños y niñas, o jóvenes, a
su cargo. Cuando esto está presente, los procesos de intercambio con los
estudiantes de profesorado se sitúan en el clima propicio para el desarrollo de
un saber perceptivo y sensible a las circunstancias, reflexivo y no complaciente;
y a la vez, tienen como muestra viva un enseñante en proceso de búsqueda
permanente. Cuando esta misma inquietud está también presente en el
acompañamiento que se realiza desde la universidad, el intercambio y la
potencialidad se multiplica (Clandinin et al., 1993).
Otros espacios
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espacio”. Contar con la experiencia que, como educadores, o al menos como
adultos ante niños y jóvenes, puedan tener los estudiantes, proporciona un
espacio muy rico para experimentar y para pensar por sí mismos muchos
aspectos de las formas de relación educativa que desarrollan. La oportunidad
de estas experiencias, en la medida en que son simultáneas a los momentos de
formación en la universidad tienen la capacidad de transformar su proceso de
formación si favorecemos que esto que viven y les afecta pueda ser materia de
trabajo y profundización en relación directa con lo que realizamos en las clases.
Y aumenta su potencialidad si no se reducen a ser un lugar en el que aplicar los
conocimientos académicos (por ejemplo, como teorías con las que interpretar),
sino si pueden ser un espacio de creación de sus propias comprensiones y
reflexiones, más allá del encorsetamiento de las disciplinas. Al favorecer este
desarrollo del pensamiento, estamos favoreciendo su autoría (Olson, 1995), el
sostener en primera persona sus pensamientos y sus disposiciones hacia las
realidades educativas en las que se mueven, intentando ajustar las cuentas
consigo mismos, y clarificando el modo en que afrontar la realidad siempre
múltiple y compleja en la que tienen que encontrar un camino que no se reduce
a respuestas encajadas en los saberes disciplinares.
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nuestras disciplinas con el hecho en sí del oficio docente. Así, podemos
transformar la naturaleza del saber que enseñamos para hacerlo más acorde
con el sentido de formar docentes; y también puede ser una oportunidad para
compartir con nuestros estudiantes nuestro saber de la experiencia, un saber
que no se fija, sino que siempre está abierto a qué pasará, y a la pregunta
sobre qué es lo adecuado en la relación educativa, qué nos exige y qué
podemos hacer (Van Manen, 1998).
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