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Lugares de experiencia, espacios de formación: el saber y la

experiencia en la formación inicial del profesorado1


José Contreras Domingo
(Universitat de Barcelona)

El punto de partida

¿Qué saber necesitan, o mejor, necesitamos los docentes para desenvolvernos


en nuestro oficio? Esta es una pregunta clásica en la formación del profesorado.
Y es una pregunta lógica para la que necesitamos respuestas. Sin embargo, en
muchas ocasiones la respuesta, y probablemente las connotaciones o las
resonancias de la propia pregunta, están afectadas por una cierta imaginación
que hace pensar que lo que debemos aclarar es el conjunto de “saberes
constituidos” (Cifali, 2005) que son necesarios como contenidos de la
formación, junto a otros modos de apropiarse de esos conocimientos y de
desarrollarlos o aplicarlos en contextos de la práctica. Pero esta perspectiva no
permite dar cuenta de algo que por otra parte también sabemos: que hay
dimensiones del saber profesional real con el que maestras y maestros realizan
su trabajo (paradojas, dilemas, incertidumbres, intuiciones, presentimientos,
sensaciones, percepciones, improvisaciones, modos de estar, sentimientos,
inclinaciones, historias y características personales, expectativas, etc.) que no
parecen pertenecer a ninguna disciplina, y que no se dejan captar ni comunicar
bien como conocimientos proposicionales (Clandinin, 1985; Tardif, 2004; Van
Manen y Li, 2002). Hay saberes que no son de la misma naturaleza que los
saberes constituidos, sino que tienen otras cualidades, que representan otras
maneras de saber, y que podemos reconocer mejor como “saberes

1
Este texto es fruto del Proyecto de Investigación “El saber profesional de docentes en
Educación Primaria y sus implicaciones en la Formación Inicial del Profesorado: estudios de
casos” (ref: EDU2011-29732-C02-01) financiado por el Ministerio de Economía y
Competitividad para el período 2012-2014.
Publicado en portugués como “Lugares de experiência, espaços de formação; o saber e a
experiência no formação inicial dos professores”. Ferrari, Anderson (org.) A potencialidade do
conceito de experiência para a educação. Juiz de Fora, Mato Grosso (Brasil): Editora UFJF
(Universidade Federal de Juiz de Fora), 2013, pp. 21-39.

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experienciales” (Cifali, 2005), o mejor, como un saber de la experiencia, esto
es, como un modo de saber ligado al vivir y a sus sorpresas e incertidumbres
(Contreras, 2010; 2011). ¿Qué podemos aprender de esto, más allá de
simplemente estudiar las características y contenidos de los saberes docentes?
¿Qué podemos aprender de esto que no consista sólo en dejar que sean la
propia vida profesional y la fortuna de lo que cada docente viva quienes se
encarguen de mostrarles esta realidad... y que intenten extraer de ello las
lecciones que puedan? ¿Qué podemos abrir como posibilidad de sentido y como
realizaciones en la formación inicial?

Encuentro que una de las maneras de plantearse este asunto con una cierta
exigencia pasa por reconocerse a sí mismo en cuanto que formador con las
mismas sorpresas e incertidumbres que el resto de docentes. Si me atengo a lo
que he podido ir comprendiendo en mi trabajo en la formación del profesorado,
puedo decir que este de la formación es un oficio (como todos los oficios de la
educación y en general, todos los de la relación) que está lleno de paradojas,
de contradicciones, de im/posibilidades, de azares y misterios, de momentos
mágicos y, cómo no, también de frustraciones (Ellsworth, 2005). Supongo que
como todos los que nos dedicamos a esto, me encuentro repetidamente con
situaciones inesperadas –en las cuestiones que me plantean mis estudiantes o
en las reacciones que tienen ante lo que les propongo–, que exigen de mí, a
veces una meditación y clarificación personal respecto a lo que intento, a veces
improvisación, o invención de nuevos caminos o de nuevas respuestas, en
ocasiones reconocer lo que ocurre como una nueva oportunidad no esperada
pero llena de contenido. Son muchos también los momentos en que me
confrontan con mis propios límites respecto a lo que puedo ofrecerles, y
compruebo que tienen visiones que no siempre sé comprender o necesidades
que no siempre sé atender. Como existen también ocasiones en las que me
sorprendo reaccionando de un modo que sabe hallar el camino, o dar en el
clavo de lo que está pasando y de lo adecuado a la situación.

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Con los años, he ido encontrando modos de enfocar algunos aspectos
esenciales en la formación de mis estudiantes que me permiten adentrarme en
el resbaladizo proceso de la formación docente. Y a la vez, descubro
continuamente que de poco me sirve lo que he ido aprendiendo si no lo vuelvo
a aprender de nuevo, cada curso con cada grupo. Que cada nueva relación me
reclama un nuevo aprendizaje, una nueva respuesta. Que lo que me ocurre
cada curso me muestra las insuficiencias de lo que creía que ya tenía, y me veo
obligado a repensar de nuevo lo sustancial. En ocasiones, lo sustancial afecta a
las tareas y contenidos en los que baso mis clases. Pero son más las veces en
las que lo que realmente me requiere una nueva comprensión y una nueva
disposición se encuentra en otro lugar más sutil y difícil de determinar; algo que
tiene que ver con el proceso de intercambio que conseguimos crear para yo
poderles escuchar realmente en lo que me dicen y requieren, y a su vez,
conseguir llegar a ellas y ellos en lo que quiero aproximarles y ponerles a
pensar.

Todo esto no refleja sino la complejidad de mi oficio, como a su vez, no es sino


un remedo de la complejidad del suyo, de aquel para el que se están
preparando. Así pues, aunque a mis estudiantes les cuesta entender esto, lo
que me pasa y vivo es en gran medida un reflejo de lo que vivirán. Y muestra
la naturaleza de una formación que nunca culmina en un decir lo que hay que
hacer, y de un oficio para el que se preparan que nunca está resuelto a priori.
Entiendo que el gran aprendizaje acerca de la profesión docente es darse
cuenta (sentir) que dedicarse a la educación es aprender a vivir de un modo
creativo y fructífero en relaciones no resueltas, pero en las que asumimos una
responsabilidad acerca de lo que tenemos como encomienda: prepararlos para
iniciar o continuar un camino en su relación con el mundo. En el caso del futuro
profesorado: prepararlos para iniciar el camino de encaminar a otros en
algunos aprendizajes valiosos para sus vidas; un viaje incierto, variado,
personal para cada niño, niña o joven, y para ellos y ellas como enseñantes.

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Pero la formación del profesorado suele tener para mí una dificultad añadida
que es la confrontación entre lo que trato de hacerles llegar a mis estudiantes,
y que queda resumido en el párrafo anterior, y sus exigencias de respuestas
certeras para los problemas que imaginan que encontrarán. Esperan un
repertorio de procedimientos de actuación que garantizarán los aprendizajes
oficiales en su alumnado y los mantendrán disciplinados e interesados en el
estudio. Y esperan respuestas concretas, soluciones, para afrontar todo lo que
imaginan que puede pasarles o que pueden exigirles en las escuelas
(Salzberger-Wittenberg et al., 1992).

Lo que reflejan estas previsiones y demandas es una visión del conocimiento


(tanto el que pretenden de sus futuros alumnos como el que quisieran para
tener garantías en su trabajo docente) que lo entiende como ideas objetivadas
que se acumulan o se usan. Según esta visión, aprender y saber consiste en
acumular conocimientos y gestionar situaciones con ellos. Pero la formación
tiene que ver con el modo en que las personas maduran y desarrollan sus
propios modos de pensar y actuar a partir de las experiencias que viven y con
los conocimientos y recursos con los que se relacionan. La formación tiene que
ver con el hacerse a sí mismo como preparación para, como disposición, como
mirada.

El oficio educativo tiene en su núcleo el encuentro humano con personas a


quienes pretendemos iniciarlas en algo, pero a la vez, las queremos tener en
cuenta en sus modos de ser y pensar; personas a las que les queremos ofrecer
algo, pero a la vez escucharlas y atenderlas en sus necesidades y deseos. Y
esto significa que formarse no es sólo disponer de una serie de recursos para
actuar, sino una sensibilidad y apertura para el encuentro con lo que no
sabemos, con personas a quienes no conocemos, con situaciones que son
inciertas e imprevistas (Van Manen, 1998; 2004). Por tanto es como aprender a
hacer cosas que no se sabe lo que serán. Toda un arte: prepararse para lo
imprevisto, pero sin sentirse perdido, sino reconociendo senderos por los que

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experimentar (tantear, percibir, sentir) esa imprevisión, y que se resuelven
como creación.

¿Cómo visibilizar posibilidades que orienten, que ayuden a verse en situación,


pero que no determinen, que no anulen lo que debe ser resuelto en cada
circunstancia como re-creación personal? ¿Cómo ofrecer caminos en los que a
la vez que dan cierta seguridad de lo que puede hacerse, permiten y requieren
que cada vez sean inventados de nuevo de un modo propio? ¿Cómo mostrar
que los planteamientos educativos, que las propuestas didácticas no tienen
nunca vida propia, que siempre hay que pasarlas por uno? ¿Cómo dar a
entender que siempre se trata de un moverse entre saber y no saber? Porque
es esto lo que permite que se manifieste la propia presencia, tanto como crea
espacio para la presencia del otro (Rodgers y Raider-Roth, 2006).

Pensar en todo esto que vivo o que busco, en lo que reclaman los estudiantes y
en lo que les podemos ofrecer (o no) en las estructuras de formación que
hemos creado, me ayuda a comprender que todo aquello con lo que cuento
como bagaje para realizar mi oficio (como también aquello que necesitaría, y
que reconozco como carencias y dificultades, propias e institucionales) revela
una gran complejidad de experiencias, saberes, disposiciones, intuiciones,
modos de estar y de afrontar las cosas que me muestra que lo que uno
necesita como docente va más allá de lo que las disciplinas pedagógicas (o
psicopedagógicas) llegan a abordar y comprender. Me hace entender que
hacerse docente tiene que ver también con dimensiones personales y con
aspectos de difícil configuración y formalización que desbordan lo que puede
transmitirse desde los contenidos y modos de enseñanza con los que se
componen los planes de formación.

Es aquí donde radica para mí la importancia de la experiencia y del saber de la


experiencia como núcleo de sentido para entender y plantearse la formación del
profesorado.

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¿Qué entender por experiencia?

Proponer la experiencia como una dimensión esencial en la formación del


profesorado no se refiere necesariamente al período de prácticas en las
escuelas. Ni siquiera es exactamente lo mismo que resaltar la importancia de la
pericia, o de los trucos de oficio, o de los hábitos y rutinas, por mucho que todo
esto pueda ser necesario en el quehacer cotidiano de quien se dedica a
enseñar. La experiencia tiene que ver, más que con lo que hacemos, con la
dimensión más receptiva y reflexiva de lo que nos pasa (incluido, por supuesto,
lo que nos pasa con lo que hacemos) (Contreras y Pérez de Lara, 2010). De
hecho, lo que he intentado mostrar en el apartado anterior es que hay
cualidades del oficio docente que suponen simultáneamente la adquisición de
una cierta pericia y la comprensión de que cada vez todo puede ser nuevo.
Como hay algo de lo que nos ocurre y de lo que hacemos que tiene que ver con
todo aquello que compone nuestros recursos personales y que actúan como
modos en ocasiones poco conscientes, pero in-corporados de responder ante
las situaciones. Lo que te muestra la experiencia es que nunca puedes dar por
sabidas las cosas. Y quien sabe esto acerca de la experiencia, necesita
desarrollar una cierta disposición a aceptar la novedad de cada encuentro, cada
grupo, cada situación, cada curso. Lo cual supone una colocación personal ante
las cosas, que requiere un hacerse preguntas sobre sí. Y es que, en realidad, la
experiencia, entendida así, es ya una forma de situarse ante la educación,
como apertura al encuentro, a la novedad, a pensar al hilo de lo que sucede,
preguntándose por el sentido y el valor de todo aquello que nos ocurre, sin dar
por supuestas fáciles respuestas.

Prepararse para el oficio docente es prepararse para la experiencia. Y esto


significa tanto disponerse a vivir los acontecimientos en cuanto que apertura a
lo nuevo, a lo desconocido, como crear una relación pensante con lo que se
vive, en la pregunta siempre abierta por el sentido y por lo adecuado (Mortari,
2002; Van Manen, 1998).

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El saber de la experiencia

Todo esto hace que el saber docente, si está abierto a la experiencia, más que
anclado en la repetición, tenga cualidades especiales. El saber docente, en
cuanto que saber de la experiencia, no tiene exactamente las mismas
características del conocimiento teórico, disciplinar, ya que recoge aspectos del
saber, del hacer y del ser docente de difícil formalización en los términos del
conocimiento disciplinar académico. En cuanto que saber, es otra cosa diferente
a un conjunto de conocimientos, porque es un saber ligado al vivir, que no se
desgaja fácilmente de este vivir. Es decir, cobra significado en relación a los
acontecimientos, y por eso, se explica mejor en el seno de una anécdota o de
una situación vivida, de un ejemplo, de una historia (Connelly y Clandinin,
1988; Tardif, 2004; Van Manen, 1995). El saber de docentes que conserva en
su ser contado las cualidades de la experiencia, tiene que ver con lo que
reconocemos como sabiduría: muestra la complejidad y sutileza de las múltiples
dimensiones del saber pedagógico encarnado, y lo hace de tal modo que
permite captar el vaivén entre lo anticipado y lo que ocurre, entre el bagaje
práctico acumulado y la improvisación, entre los pensamientos y los
acontecimientos, entre las explicaciones disponibles y lo que ocurre, entre la
propia subjetividad y la de los otros. Lo que tiene para enseñarnos no se
reduce a un único mensaje unívoco, sino que tiene múltiples capas, y distintas
lecturas. Y a la vez que muestra un modo de hacer en la práctica, permite
entender el quehacer docente como algo más complejo que una colección de
instrucciones metodológicas.

Prepararse para el oficio educativo requiere favorecer el saber de la


experiencia: reconocerlo, re-elaborarlo, desarrollarlo, prepararse para contar
con él. Requiere favorecer el desarrollo de un saber pedagógico personal que
nace del preguntarse por el sentido de la experiencia vivida (Contreras, 2010).

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El saber (con el) que enseñamos

En cuanto que oficio basado en la relación, la enseñanza depende de nuestros


recursos personales, su hacer se basa en primer lugar en nosotros mismos, en
nuestra presencia, en quienes somos, en como estamos, y en lo que nos
permite establecer el vínculo, mantener la relación, sostener la comunicación
(Rodgers y Raider-Roth, 2006); esto es, todo aquello que hace posible que
aprender sea una experiencia de crecimiento, y no sólo una acumulación de
conocimientos. Por esta razón, cualquier propuesta pedagógica que busque
esta comunicación necesita de la mediación personal, de la traducción personal;
es esta capacidad de mediación lo que en primer plano tenemos que estar
planteándonos en nuestra tarea como formadores de docentes. No somos
transmisores impersonales de un conocimiento, ni operarios de métodos
pedagógicos, ni administradores de espacios y relaciones; más bien somos
encarnaciones integradas de modos de ser, de pensar, de hacer, que se ponen
en juego, en primera persona, en las relaciones educativas. Y es esto lo que en
primer plano tenemos que estar planteándonos en nuestra tarea como
formadores de docentes.

Esto supone cambiar la lógica del sentido con el que enseñamos nuestras
disciplinas, de tal manera que lo que cuente sea el modo en que las mismas se
ponen al servicio del hacerse docentes. No se trata, pues, de los saberes que
enseñamos, sino de los saberes con los que enseñamos, a la búsqueda de otra
cosa que no es garantizar la transmisión disciplinar. Poner nuestras asignaturas
al servicio de su hacerse docentes significa componer un juego de equilibrios
entre las realidades escolares, las experiencias con potencial educativo, sí
mismos, como quienes están en proceso de plantearse y proponerse su lugar
en la enseñanza, y todo aquello que les proporcionamos como conocimientos
que puedan ayudarles a poner en marcha este proceso de pensarse, decirse y
decidirse. La cuestión por tanto es plantearse la capacidad de inspiración para
su hacerse docentes que tiene aquello que les proporcionamos, y la capacidad
de mediación que favorecemos con ello entre sí mismos en sus posiciones,

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visiones y actitudes, y el mundo de la enseñanza en sus realidades, sus
potencialidades y sus dificultades.

Como saberes constituidos, su importancia radica en la posibilidad de conectar


con la experiencia, para favorecer la propia formación personal del saber de la
experiencia (Cifali, 2005; Olson, 1995). Si los saberes (con los) que enseñamos,
los convertimos en saberes constituyentes de la experiencia, su propósito
fundamental es entonces que puedan actuar como mediadores para encontrar
palabras con las que expresar lo vivido, para descentrarnos, para darle luz a la
experiencia, pero también para problematizarla, para poder ver otras cosas en
ella y no sólo confirmar lo que ya sabíamos, y también para ponernos en
disposición de vivir nuestras propias experiencias. En ocasiones, esto nos exige
también un replanteamiento de las tradiciones epistemológicas dominantes en
las disciplinas (que suelen estar muy centradas en la interpretación y en la
explicación de la realidad, más que en la capacidad de sorprenderse y
preguntarse por lo que siempre es una novedad en la experiencia con los
otros), ya que en cuanto que docentes abiertos a la experiencia, lo que
necesitamos es aquel saber que nos ayude a descentrar la mirada para poder
contemplar aquello que no solemos ver; y aquel lenguaje que nos ayude a
escuchar, que nos prepare para prestar atención, algo fundamental en el
trabajo con niños, niñas y jóvenes singulares, diferentes, cambiantes.

Y esta es una cuestión también clave en relación a la tarea cultural que supone
dedicarse a la enseñanza. Porque lo que hay en juego no es sólo el dominio de
contenidos culturales para la transmisión y el dominio de estrategias docentes.
La escucha del presente, de los mundos culturales en los que viven niños y
jóvenes y la aventura del conocer y del saber sin desvincularse del sentido de
ser, supone explorar caminos pedagógicos en los que aprender pueda ser
vivido con la sorpresa, la novedad y la interrogación sobre el sentido de las
cosas y de sus propias vidas (Hernández y Ventura, 2008; Hernández, 2010).
La apuesta es convertir la preparación cultural y didáctica para la enseñanza en
una apertura, en una escucha y en una re-creación cultural. Prepararse para la

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enseñanza es también prepararse para la experiencia de recreación cultural con
su alumnado.

Ser y saber: un aprendizaje personal

La educación es siempre la formación de la subjetividad: sí mismo en relación a


lo otro (la cultura, los otros, las múltiples realidades con las que entramos en
relación, etc.) El saber de la experiencia, como saber subjetivo significa que
tiene que dirimirse siempre en los modos personales de atribuir significado y de
dar sentido, tanto a lo que se vive como a lo que se desea. Y hacerse docente
supone necesariamente poner en relación lo vivido, lo pensado, lo aprendido,
para verse en una dirección de deseo. Qué significa ser docente y educar en las
escuelas está abierto no sólo a la duda y el cuestionamiento permanente, sino a
la confrontación de múltiples visiones y respuestas, de dilemas y
contradicciones (Meirieu, 2004). Por tanto, nunca podemos resolver la
formación a partir de premisas aceptadas, porque necesariamente nuestros
estudiantes se mueven en sus propias convicciones y en las discrepancias más
o menos profundas o permanentes con lo que les proponemos. Difícilmente
podemos defender que estamos en posesión de un conocimiento incuestionable
en el que basamos nuestras propuestas. No hay una Teoría que sostenga lo
que sea o deba ser la educación. Y esto es algo evidente en nuestros profundos
desacuerdos en nuestros propios centros de formación. Como lo es en los
modos de respuesta de nuestros estudiantes ante nuestras ideas pedagógicas,
en donde las convicciones pueden más (para ellos y para nosotros) que la
capacidad argumentativa incuestionable. Por eso, debemos aceptar que nuestro
trabajo tiene mucho que ver con abrir los poros de las convicciones para estar
más sensibles a la realidad; con abrir las preguntas y aceptar que nuestro oficio
está más cerca de mantener las preguntas abiertas que de poder resolverlas
definitivamente. Nuestro trabajo con nuestros estudiantes es mantenerlos en la

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interrogación y en la exploración de sí y de lo otro, más allá de la transmisión
de nuestras certezas y de nuestras teorías.

Lo delicado en relación a los saberes constituidos con los que pretendemos


encaminar a nuestros estudiantes en la asunción de su oficio docente, estriba
en cómo conseguir que cumplan con su función formativa sin que eso suponga
socavar el que nuestros estudiantes se conviertan en autores de su propio
saber y de la dirección de sus vidas profesionales, en confrontación con las
experiencias a las que tienen acceso y con las preguntas provocadoras acerca
del sentido y las posibilidades de una enseñanza educativa (Olson, 1995). La
cuestión clave siempre en la formación del profesorado es cómo sostener que
todos los dispositivos y todo el proceso que ponemos en marcha favorezca la
posibilidad de aprender de sí mismos en la relación social de intercambio que la
vida del aula puede posibilitar; como convertir nuestras propuestas formativas
en procesos que supongan siempre una investigación dinámica de sí, esto es,
de sus propias convicciones, de sus modos de desarrollar sus relaciones e
implicaciones con la realidad, la exploración de sus auténticas inquietudes y
preocupaciones, etc.; esto es, como “trabajo de la subjetividad” (Cifali, 2012).
Porque aprender de sí no es subjetivismo, sino explorar la relación entre sí y las
diferentes dimensiones de lo que compone el oficio educativo en el que se
implicarán; y explorar estas relaciones es siempre entrar en relación con el
otro, con los otros y otras de sus prácticas educativas ahora y de las futuras
como docentes.

Bajo estas preocupaciones y aspiraciones, encuentro que nuestras propuestas


formativas tienen que conservar para nuestros estudiantes esta capacidad de
relación consigo mismos, para explorar sus convicciones y posiciones y
flexibilizarlas en relación a lo que la realidad y los otros les provoca para
pensar. Todas aquellas tareas que les requieren intercambiar, preguntar,
escuchar, crear, explorar en lo desconocido, verse en proceso, pensar sus
propias ideas, argumentar desde sus convicciones, aceptar lo que no se sabe,
reconocer lagunas y contradicciones, etc., tareas con estos requisitos, suponen

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estar en proceso de configuración de la propia perspectiva, convertir el
aprendizaje en una cuestión personal respecto a su irse haciendo maestros o
maestras.

Por esto, me parece especialmente importante favorecer otros modos de leer y


escribir que no son los que normalmente se valoran académicamente. La
escritura de la experiencia, normalmente escritura narrativa (Elbaz-Luwisch,
2002), tiene esta virtud de poner en relación lo vivido con lo que hace pensar,
lo sentido con el intento de captarlo y expresarlo, lo vivido y pensado con la
imaginación respecto a acciones futuras. Y en cualquier caso, promover la
escritura en primera persona, sosteniendo por sí mismos los argumentos,
relacionando los saberes a los que acceden por distintas fuentes con sus modos
de responder a ellos como orientación para su práctica profesional. Del mismo
modo, bajo esta preocupación, la lectura no busca tanto la retención y
reproducción de conocimientos como la resonancia, esto, es la posibilidad de
despertar nuevos sentidos vivenciados y de conmoverse personalmente en
relación a lo que sugieren como posición pedagógica (Conle, 1996; 2002;
Larrosa, 1996).

Espacios de formación, oportunidades de experiencia

Todos los espacios de formación pueden ser lugares para la exploración y el


desarrollo del saber de la experiencia. Este no depende sólo de los momentos
en los que “practican el oficio”. Porque lo que cuenta es convertir la propia
formación, en todos sus momentos y modalidades, en ocasiones de generación
de ese saber. Frente a la tradicional distinción en la formación entre los
momentos de teoría y los de práctica, encuentro más sugerente y fructífero
pensar que disponemos de diferentes espacios de formación y que todos ellos
pueden ser lugares en los que la experiencia propia y la de otros pueden ser la
oportunidad para la emergencia de ese saber que busca profundizar en el
sentido de lo vivido y madurar la orientación en la mirada a la realidad y en su

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intervención en ella. Las fuentes para la generación del saber de la experiencia
son múltiples y pueden estar presentes en todos los espacios formativos.

Desde este punto de vista, lo importante no es solamente cómo se implican los


futuros enseñantes en situaciones educativas en las escuelas o institutos, o
cómo conocen ejemplos de prácticas escolares, o cómo acceden al saber de la
experiencia de docentes. Porque el saber de la experiencia no es tanto algo que
se transmite, como algo que se genera en la relación íntima y personal de cada
una, de cada uno, al ponerse en relación con cuestiones sustanciales del
quehacer educativo, para captar aquello que les puede servir de inspiración y
que pueden comprenderlo inserto en modos conectados de hacer y pensar. Las
fuentes para la generación del saber de la experiencia son múltiples y pueden
estar presentes en todos los espacios formativos. En lo que sigue quisiera
mostrar algunos de esos espacios formativos como lugares de experiencia.

La experiencia vivida

El saber pedagógico de la experiencia no es algo que se reduce a lo escolar, ni


a lo que normalmente identificamos con lo profesional. Una parte importante de
la re-elaboración del saber de la experiencia pasa por la conexión personal con
la experiencia vivida, más allá de lo escolar, a lo largo de sus vidas. Porque esto
permite reconocer cualidades de lo educativo que trascienden los formatos de
lo profesional, para incorporar lo personal (Bullough y Gitlin, 1995). Así, al
recuperar la propia historia, los estudiantes pueden pensar acerca de lo vivido
que queda en ellos como cualidades encarnadas; por ejemplo, aquello que les
fue bien para aprender y crecer (o que, por el contrario, no les fue bien) y de
qué dependió. Como también es una oportunidad para entender cuánto de lo
que sostienen sus visiones sobre lo educativo y sus actitudes personales son
producto de interiorizaciones acríticas de concepciones y prácticas
institucionalizadas que ahora pueden contrastar y repensar. De este modo,
pueden volver sobre su historia como algo presente en sus actitudes y
argumentos, y con lo que tienen que clarificar su sentido y valor pedagógico; y

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a la vez pueden experimentar con un pensar lo vivido, con un pensarse, como
modo en sí de formación y de generación de saber.

La experiencia de docentes, un saber necesario para la formación

Más allá del lugar en el que esto ocurre, en las escuelas o en las aulas
universitarias, un elemento fundamental de la formación del profesorado es el
contacto directo con los saberes docentes, aquellos que precisamente
desbordan la compartimentalización de las disciplinas académicas presentes en
la formación. Su importancia radica tanto en su contenido, en lo que dicen y
hacen y en la relación entre ambos, como en sus formas de expresión; ya que
ambos aspectos, contenido y forma, responden a cualidades propias que no se
miden con los parámetros del conocimiento académico (Cochran-Smith y Lytle,
2002). El modo en que estas experiencias pueden llegar a nuestras aulas es
variado: en relatos, documentales, visitas de maestras o maestros, etc. Ahora
bien, el problema de la formación del profesorado no se resuelve porque
podamos disponer del “saber correcto”, el saber de profesionales,
encargándonos ahora de su transmisión, de la aceptación de los mismos y de la
ejercitación y uso posterior. Si la formación de educadoras y educadores
consiste en el trabajo de emergencia y creación en sí (en cada una, en cada
uno) de las disposiciones y orientaciones propias acerca de la relación educativa
y de nuestro hacer en ella, el valor del saber de docentes nos puede ayudar a
ver en sus ejemplos concretos cómo se produce la relación personal y
personalizada entre mirar, entender, hacer y pensar. El saber de la experiencia
nos permite, al ver los modos de hacer con sentido que despliegan los
docentes, aprender algo de lo que hacen y aprender algo de lo que nos
requiere a nosotros cultivar disposiciones semejantes para enfocar el hacer con
el mismo transfondo con que lo hacen ellos. (Conle, et al. 2002).

Si el saber de la experiencia nos muestra lo que significa acoger la novedad del


otro, relacionarnos con quien en el fondo no conocemos, acompañar en su
proceso de aprendizaje y crecimiento a alguien que tiene que hacer su propio

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camino, y estar uno mismo en continuo proceso de regeneración y crecimiento
personal respecto a lo que nos permite enfocar nuestra tarea y colocarnos
personalmente con ella (encontrar nuestro lugar, intuir lo que la situación nos
requiere, tantear respuestas, escuchar y estar atentos a lo que pasa, actuar y
pensar después si era eso, esperar aprender algo de todo esto para posteriores
ocasiones, etc.); si el saber de la experiencia tiene que ver con esto, entonces
es esto, estas cualidades, lo que esperamos que se capte y se aprenda de la
experiencia de profesionales, juntamente con sus modos concretos de hacer
que muestran la doble cualidad de un hacer concreto y una necesidad de que
ese hacer nazca siempre de nuevo. Y aprender esto significa poderlo tomar de
inspiración para construir cada uno, cada una su propio proceso de aprender,
su propio camino que será siempre personal.

Las clases como lugar de experiencia

El propio espacio formativo de las aulas universitarias puede ser un lugar para
vivir experiencias y para propiciar el saber de la experiencia si pone en el centro
las preguntas y el intercambio vivo acerca del sentido educativo y acerca del
significado de su propia formación. Nuestro reto como formadores está siempre
en relación a la cuestión de si lo que les proponemos a nuestros estudiantes
puede ser vivido como una auténtica experiencia (esto es, como la oportunidad
de vivir algo que conduce a la pregunta personal, a lo que requiere ser pensado
en su novedad, en lo que abre como posibilidad de nuevas experiencias, o de
nueva manera de estar en ellas, de un modo perceptivo y reflexivo). Y a la vez
puede ser siempre un espacio para reflexionar y buscar posibilidades a las
contradicciones que genera participar en procesos que pretenden ser
formativos, pero que están condicionados por las exigencias institucionales.
Una reflexión y una búsqueda siempre transferibles a la realidad que vivirán
más tarde en su vida profesional.

La formación en las escuelas

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Y evidentemente, los espacios de formación en los centros educativos son
lugares privilegiados para la promoción, reflexión y desarrollo del saber de la
experiencia; tanto porque están en contacto con múltiples docentes, como
porque como estudiantes en prácticas, están viviendo en primera persona el
contacto con aquellas situaciones de relación con alumnado, de intentos de
hacer, de situaciones que ocurren, que les conducen a preguntarse, a ser
conscientes de sus modos de reacción, a observar lo que pasa, lo que les pasa,
y lo que les lleva a pensar, etc. Pero la generación del saber de la experiencia
(que no es un simple desarrollo de estrategias y rutinas) requiere de un clima
especial de relaciones y propuestas en los centros escolares, guiado al menos
por dos premisas mínimas: a) la preocupación del profesorado por los niños y
niñas que asisten a las escuelas (por sus historias y circunstancias, por cómo se
viven en las aulas; y también el interés en que cada chica, cada chico tenga
visibilidad, reconocimiento y oportunidades de crecimiento); b) la preocupación
por parte de maestras y maestros respecto a lo que hacen, lo que pasa, lo que
procuran y recrean cada vez, teniendo presentes a niños y niñas, o jóvenes, a
su cargo. Cuando esto está presente, los procesos de intercambio con los
estudiantes de profesorado se sitúan en el clima propicio para el desarrollo de
un saber perceptivo y sensible a las circunstancias, reflexivo y no complaciente;
y a la vez, tienen como muestra viva un enseñante en proceso de búsqueda
permanente. Cuando esta misma inquietud está también presente en el
acompañamiento que se realiza desde la universidad, el intercambio y la
potencialidad se multiplica (Clandinin et al., 1993).

Otros espacios

Los lugares en los que participar de experiencias educativas, o para desarrollar


saber pedagógico no se reducen a los espacios de las clases en la universidad o
el prácticum. Son muchas las ocasiones en las que por iniciativa propia de los
estudiantes (voluntariado, actividad laboral en relación con la infancia, relación
familiar con niños y jóvenes, etc.), o por iniciativa de otras instancias, a veces
de la propia universidad, existen lo que Zeichner (2010) ha llamado el “tercer

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espacio”. Contar con la experiencia que, como educadores, o al menos como
adultos ante niños y jóvenes, puedan tener los estudiantes, proporciona un
espacio muy rico para experimentar y para pensar por sí mismos muchos
aspectos de las formas de relación educativa que desarrollan. La oportunidad
de estas experiencias, en la medida en que son simultáneas a los momentos de
formación en la universidad tienen la capacidad de transformar su proceso de
formación si favorecemos que esto que viven y les afecta pueda ser materia de
trabajo y profundización en relación directa con lo que realizamos en las clases.
Y aumenta su potencialidad si no se reducen a ser un lugar en el que aplicar los
conocimientos académicos (por ejemplo, como teorías con las que interpretar),
sino si pueden ser un espacio de creación de sus propias comprensiones y
reflexiones, más allá del encorsetamiento de las disciplinas. Al favorecer este
desarrollo del pensamiento, estamos favoreciendo su autoría (Olson, 1995), el
sostener en primera persona sus pensamientos y sus disposiciones hacia las
realidades educativas en las que se mueven, intentando ajustar las cuentas
consigo mismos, y clarificando el modo en que afrontar la realidad siempre
múltiple y compleja en la que tienen que encontrar un camino que no se reduce
a respuestas encajadas en los saberes disciplinares.

Nuestra propia pedagogía de la experiencia

Quienes nos dedicamos a la formación del profesorado somos a la vez


profesores de una materia pedagógica y experimentadores en nosotros mismos
de la naturaleza del oficio docente. Explorar en nosotros mismos lo que esto
significa, lo que nos da a pensar, lo que nos desconcierta y las formas en que
vamos encontrando un camino constituye un bagaje doble: de una parte nos
puede ayudar a profundizar y entender las exigencias de la formación del
profesorado (Loughran, 2007). Pero de otra, nos proporciona la oportunidad
para incorporar en nuestro bagaje de conocimientos para compartir con
nuestros estudiantes las conexiones que a nosotros nos ayudan a relacionar

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nuestras disciplinas con el hecho en sí del oficio docente. Así, podemos
transformar la naturaleza del saber que enseñamos para hacerlo más acorde
con el sentido de formar docentes; y también puede ser una oportunidad para
compartir con nuestros estudiantes nuestro saber de la experiencia, un saber
que no se fija, sino que siempre está abierto a qué pasará, y a la pregunta
sobre qué es lo adecuado en la relación educativa, qué nos exige y qué
podemos hacer (Van Manen, 1998).

Estoy convencido de que la educación, educarse, es siempre un proceso de


relación con lo que experimentamos, para ampliar las posibilidades de nuevas
experiencias (Dewey, 1969). Por eso creo que los espacios de formación, en
cualquier lugar y para cualquier persona de cualquier edad, requieren ayudar a
establecer esta relación entre quienes somos, y lo que vivimos y
experimentamos, mediados por nuevos saberes y relaciones, para profundizar
en las preguntas, probar respuestas y ampliar el espectro de lo posible. Esto es,
hacer de un espacio de formación, un lugar de experiencia, de ampliación y
continuación de la experiencia. Y la formación del profesorado es la
oportunidad no sólo de prepararse para la tarea docente, sino de vivir en sí
misma la propia experiencia de la experiencia, esto es de experimentar el vivir
que se sorprende, se interroga, se renueva. Es esto lo que se aprende en
definitiva, más allá de una claves del oficio. Porque la aspiración es poder
cultivarse en un sentido de la experiencia que se mantiene vivo en cualquier
circunstancia, y por tanto en sus vidas como docentes acompañando a niños y
jóvenes en su probar y ampliar sus registros de la vida. Porque como dejó dicho
Dewey, prepararse no es dedicarse a realizar algo que se supone que tendrá
sentido en un futuro y no en el presente. “Vivimos siempre en el tiempo que
vivimos y no en algún otro tiempo, y sólo extrayendo en cada tiempo presente
el sentido pleno de cada experiencia nos preparamos para hacer la misma cosa
en el futuro. Esta es la única preparación que a la larga cuenta para todo”
(Dewey, 1969, pp. 58-59).

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