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Revista Domingo

Procerato y caciquismo
Domingo, 21 de Agosto de 2005

Rafael A. Torrech San Inocencio


Aunque glorificamos el pasado
y recurrimos al procerato
La historiografía estudia cómo se escribe la historia. Debajo de su manto histórico para evocar virtudes e
de objetividad, la historia integra las ideologías, visiones, opiniones e ideales, el sainete del
influencias del medio ambiente de quienes las escriben. A menudo, los caciquismo aún corroe nuestra
historiadores presentan a los protagonistas de la historia como personas administración pública y la
con virtudes superiores a nuestros contemporáneos, aunque hayan confianza del pueblo en sus
enfrentado los mismos dilemas que hoy socavan la credibilidad de instituciones públicas.
nuestros líderes. (Ilustración de Juan Alvarez
o'Neill)

Luego de cuatro siglos de subordinación colonial, los historiadores de la Más de Revista Domingo
primera mitad del siglo XX llenaron las carencias de nuestra historia Carta de los
nacional con las ejecutorias de los líderes políticos de la curva entre siglos. editores
Líderes anclados en la coyuntura creada por la transición de mando de Qué hay
dos metrópolis coloniales: una que implantó un férreo régimen con la Espejitos
excusa de prevenir la sedición, y otra que llegó a la Isla en función de Pausa en el mar
intereses geopolíticos más amplios, sin un plan de qué hacer con la Muerto
colonia. Meteoritos
“boricuas”
Los dilemas de líderes como Luis Muñoz Rivera y José Celso Barbosa aún
permean nuestra cultura política, a pesar del afán de ubicarlos en un
pedestal de virtud. El medio ambiente de caciquismo y patronazgo político
de la España de la Restauración influenció significativamente a nuestros líderes una vez obtuvieron su
proverbial “turno en el poder”. Esto es natural. Lo malo es que un siglo después aún estas visiones
permanezcan como lastres en nuestra cultura política.

La administración pública española fue una de gran corrupción y pocos escrúpulos. Sus burócratas impusieron
contribuciones y repartieron tierras baldías sin equidad; dilapidaron los ingresos lícitos e ilícitos de las aduanas
y desviaron fondos públicos para sus fines, derivando desfalcos, peculados, malversaciones, sobornos,
fraudes, excesiva empleomanía, ineptitud, nepotismo y remuneración desigual. Pero, a cambio, los burócratas
ayudaron a cimentar los puestos de sus benefactores.

Desde los tiempos del diputado Ramón Power, los puertorriqueños intentaron sin éxito sanear la
administración pública del país. Con la República Española de la década de 1870 se rompió por breve tiempo
el patrón de exclusivismo peninsular y se abrió a los puertorriqueños la administración pública local. Esa fugaz
apertura justifica las alianzas de los movimientos liberales locales con los republicanos españoles, aun a costa
del aislarlos de la restauración de la monarquía española.

Entre españoles y liberales surge en 1870 un núcleo de conservadores locales. Nuestra historiografía ha
soslayado el éxito de los llamados incondicionales -como José Ramón Fernández, el Marqués de la
Esperanza, y Pablo Ubarri Capetillo, el Conde de Santurce- en acaparar los puestos públicos locales, aunque
fuera para crear su propio sistema caciquista. Su control de los puestos públicos logró evolucionar de una
burocracia exclusivamente española a una criolla aliada a los intereses españoles, que emergió como un ente
intermedio que reclamaba ser español sin condiciones, a condición de “conservar” sus intereses.
Eventualmente, también penetraron el reducido ámbito electoral, amañando listas de electores, promoviendo la
violencia en eventos electorales, y arrestando y amedrentando a los opositores mediante su influencia sobre la
Guardia Civil.

Los historiadores españoles describen a Mateo Práxedes Sagasta -artífice de la Carta Autonómica- como un
político carente de ideas y programas, “ya que su política personal estaba basada en que un cargo público era
sinónimo de repartir favores”, donde gobernar consistía “en encontrar puestos para el mayor número de
personas posibles y mantener dóciles a los restantes”. Las alianzas de los gobernadores españoles y los
incondicionales no sólo se basaron en el intercambio de favores y complicidades, sino en la semejanza de su
cultura política caciquista.

La historiografía de la primera mitad del siglo pasado dio más énfasis a validar y dar continuidad al ideal
autonomista que a documentar su gesta medular por los puestos públicos. Ideales aparte, los autonomistas
eran muy pragmáticos en lo relativo a los puestos públicos. Mariano Abril, una de las voces más elocuentes del
autonomismo, declaró como consigna del autonomismo la “guerra a la burocracia y al caciquismo”. Como
resultado, la ocupación de la administración pública fue un postulado táctico vital de la histórica Asamblea
Constituyente Autonomista de 1887 para contrarrestar el caciquismo de los incondicionales, su acaparamiento
de los puestos públicos y su manipulación selectiva de las cuotas de impuestos.

La épica pugna política de Muñoz Rivera y Barbosa debe verse menos en términos ideológicos y más en el
contexto de esta fijación por los puestos públicos. La afiliación de Muñoz Rivera a un partido monárquico para
lograr la autonomía fue una táctica posibilista en pos de una plataforma en donde, según él, “influirán todos
nuestros amigos, cada uno en su esfera de acción, en su órbita, en su distrito”. La batalla campal por puestos,
presupuestos e influencias entre próceres se hizo evidente tan pronto advinieron a un grado de poder con la
Carta Autonómica de 1897.

Los puestos del Gabinete Autonómico fueron la proverbial manzana de la discordia entre los dos incipientes
caciques autonomistas. Ni siquiera la mediación del gobernador español pudo reparar la escisión, producto de
la incapacidad de acordar cómo dar equidad a los grupos de Muñoz Rivera y Barbosa en el reparto de la
administración pública autonómica, aun cuando el interés geopolítico de los españoles era enfrentar la
inminente invasión estadounidense con un gobierno local unido. Esta disputa llevó a Barbosa y a sus
seguidores a asumir una postura de oposición a Muñoz Rivera que trascendió el régimen autonómico y el
cambio de soberanías. Ya bajo los estadounidenses, y con programas casi idénticos, Muñoz y Barbosa
siguieron batallando por el control de las alcaldías y los concejales.

Más de cien años después, el país se ve paralizado por una agria pugna por los puestos del Senado. Para ser
confirmados, los secretarios designados tienen que vadear el saboteo interno y externo de una atornillada
clientela que aspira a acaparar los puestos de prominencia. Aunque glorificamos el pasado y recurrimos al
procerato histórico para evocar virtudes e ideales, el sainete del caciquismo aún corroe nuestra administración
pública y la confianza del pueblo en sus instituciones públicas. A pesar de los años, de los próceres y de la
historia, la rémora del caciquismo sigue siendo mácula que oscurece las esperanzas de redención de un país
que aún aspira a su madurez política.

Rafael A. Torrech San Inocencio

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