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Hay dos maneras de gobernar: alentando el conflicto o construyendo el consenso.

No es
sencillo hacerlo en cualquiera de los casos. Al conflicto o al consenso hay que
construirlo. Al respecto algunas aclaraciones son pertinentes. Toda sociedad moderna
reproduce conflictos. Está bien que así sea. La democracia no viene a aniquilar los
conflictos, sino a darle cauce institucional. Conflictos hay siempre. Desconocerlos es
ceguera o tontería. El problema no es que haya conflictos, el problema es qué se hace
con ellos, cómo se los tramita.
Si gobernar es construir poder político, están quienes consideran que ese poder se
construye alentando el conflicto, inventando enemigos y convocando a la sociedad a
reiteradas cruzadas para aniquilarlo. Curiosamente, quienes hacen del escenario
conflictivo el espacio ideal de la política aspiran o alientan la utopía de una sociedad sin
conflictos, porque -reitero- su objetivo no es administrarlos o encauzarlos, sino
liquidarlos. A veces lo logran, a veces no.
En términos coyunturales, el aliento del conflicto produce resultados satisfactorios
inmediatos. Crear un enemigo y lanzar en su contra todas las energías del poder suele
ser un buena fórmula para vivir al día, pero en el mediano y el largo plazo se pagan
precios altos. Los paga el gobierno o los paga la sociedad. El gobierno, cuando termina
desbordado por los mismos enemigos que quiso someter; la sociedad, porque concluye
sometida por un poder absoluto o, como en 1975, porque se despedaza internamente
consumida por sus propias y salvajes disensiones.
En contradicción con lo que se cree habitualmente, es mucho más difícil construir el
consenso. Las políticas consensualistas exigen asumir la naturaleza real del conflicto,
pero en lugar de extremar la polarización lo que busca es el acuerdo o el entendimiento.
Estos acuerdos o entendimientos no eluden las diferencias y, en ciertos momentos,
agudiza los conflictos, pero lo que siempre prima es la estrategia acuerdista y la
convicción de que los diferentes actores de la sociedad poseen existencia legitima y, por
lo tanto, no es justo ni es deseable plantearse su eliminación. ¿Aunque sean injustos?
Aunque sean injustos. Una política consensualista progresista lo que discutirá, en todo
caso, será el rol que desempeñan los actores en el escenario social, pero nunca su
aniquilamiento.
Habría que decir, por último, que en términos históricos las políticas conflictivas han
sido siempre más costosas que las consensualistas. El costo ha sido económico, social y
humano. En el siglo veinte abundan ejemplos al respecto. El conflictivismo piensa la
política en términos de guerra, el consensualismo en términos de paz; el conflictivismo
tiende naturalmente a la dictadura, el consensualismo a la democracia; el conflictivismo
privilegia al caudillo, líder o duce; el consensualismo le otorga ese lugar a las
instituciones republicanas; el conflcitivsmo adora al poder y lo concentra; el
consesualismo desconfía de él y lo controla.
En la vida real, estos campos no siempre están delimitados con tanta claridad. La
exposición teórica suele caer en inevitables esquematismos, necesarios, por otra parte,
para percibir con más claridad las diferencias. En la vida real los escenarios suelen ser
más confusos porque los hechos políticos que los moldean dependen de las modalidades
históricas de una sociedad, la configuración de sus clases dirigentes, la mayor o menor
gravitación del Estado, las tradiciones culturales y las propias coyunturas locales e
internacionales.
¿El conflicto o el consenso? La respuesta que los dirigentes den a esta pregunta dará
cuenta de su real identidad. Si la paradoja del conflictivismo es alentarlo para arribar a
su desaparición, la paradoja del consensualismo es reducirlo a su mínima expresión
porque admite que el conflicto siempre existirá y que, además, es bueno que exista,
porque una sociedad sin conflictos es una sociedad muerta, es un cementerio
administrado por un funebrero o una funebrera. Un señor o una señora.
Hechas estas consideraciones, queda claro que en la Argentina el actual gobierno se
inscribe en la corriente conflictivista. Si alguien no lo tenía claro hasta ahora, la última
semana ha ayudado a disipar las dudas. Nunca, en tan poco tiempo, un gobierno abrió o
profundizó tantos frentes de batalla. Con la prensa, con los sindicatos, con el gobierno
de la provincia de Buenos Aires. El ajuste llegó, pero no tanto por la vía de la economía
como por la vía de la política.
Corrijo: no se trata de un ajuste, se trata de un ajuste de cuentas. Moyano, Venegas,
Scioli, los diarios Clarín y La Nación, algo pueden decir al respecto. El ajuste es
alentado y promovido por la máxima responsabilidad política de la Nación y es
perpetrado por su corte de incondicionales, alcahuetes o beneficiarios. La lista incluye a
funcionarios como Guillermo Moreno, Abal Medina, José Sbatella y Juan Gabriel
Mariotto, a personajes como Oyarbide, Vila y Manzano, y a caricaturas grotescas como
Hebe Bonafini, que se permite iniciar un juicio a un diario cuando en realidad si en el
país hubiera justicia la que debería estar respondiendo ante un tribual sería ella.
Quienes defienden a la señora, dicen que el señor Rajoy hace lo mismo en España y
nadie dice nada. No sé quién calla o quién habla en España; lo que sé, son las
diferencias existentes entre España y la Argentina. Diferencias que incluyen la llegada
de un gobierno de signo político opuesto al que existió en los últimos ocho años y una
crisis financiera profunda que, por fortuna, nosotros aun no padecemos.
También se dice que la ofensiva política se produce porque hay que hacerla ahora y no
después, cuando el poder se debilita. Más que un razonamiento político se trata de un
razonamiento cínico, oportunista y mezquino. Un razonamiento que supone que el 54
por ciento de los votos le da luz verde para aniquilar a sus enemigos.
Pero no hace falta irse a España para establecer algunas comparaciones. Veamos, por
ejemplo, el caso de los gobiernos provinciales. Santa Fe, que es el que tenemos más a
mano. Acá también ganó un gobierno avalado por los votos, con diferencias políticas
visibles respecto de sus rivales, pero en ninguno de los casos se lanzó una ofensiva
contra la oposición. En todas las situaciones lo que predominó, hasta ahora, fue el
acuerdo. Votar el presupuesto, constituir comisiones, conformar gabinetes, visitar a los
dirigentes de las instituciones intermedias. Es decir, se trabajó en función de gobernar
para toda la sociedad y no para una facción.
Errores se pueden cometer siempre, pero una cosa es cometer errores en el marco de una
estrategia de integración y otra en una estrategia de exclusión. Y en este punto aparece
la tercera paradoja de los conflictivistas: justifican su clima de guerra en nombre de
causas justas, entre las que se menciona la integración y la unidad nacional, cuando en
los hechos lo que hacen es excluir, segregar, atizar odios y resentimientos que los
argentinos hacía años que no padecíamos.
El populismo, en sus variantes modernas, justifica el conflictivismo en nombre de la
liberación nacional o en nombre de una democracia movilizada, nacional, plebeya y
popular, pero en los hechos por este camino se concluye en situaciones opuestas a las
declamadas.
Pretendiendo subestimar o descalificar al consensualismo, se lo reduce a una pretensión
ingenua por cristalizar el status quo. Las instituciones, el acuerdo serían los
instrumentos preferidos por los poderes oligárquicos para prolongar un orden injusto,
mientras cierran los ojos a la constitución de nuevas oligarquías rapaces y corruptas.
Una vez más es necesario insistir que no es el conflicto lo que está en discusión, sino el
modo en que se lo tramita. El consenso es siempre más difícil de construir que el
conflicto permanente. ¡Claro que es más cómodo inventar enemigos y presentarse ante
la sociedad como un espadachín justiciero!. Es más cómodo y otorga dividendos
inmediatos, pero tiene el defecto de ser mentiroso y conducir a las sociedades a la
catástrofe.
La señora, a través de sus oráculos intelectuales, invoca los grandes procesos de
liberación de la humanidad, pero su modelo real, efectivo y práctico de construcción del
poder no es La Habana o Caracas, sino Santa Cruz. Se lo decía a mis alumnos en clase:
¿Quieren conocer cuál es el pensamiento político profundo y real de esta chica?
Estudien lo que sucedido en Santa Cruz en la década del noventa.

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