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Jugábamos a la pelota, juntos, amigos de asados, de la vida. Hasta que un día le confesé al Diego de mi
orientación sexual… y de que me gustaba. Pensé que me llegaría un combo de vuelta, pero para mi
sorpresa recibí un beso.
Con él tuvimos diez años de relación, donde todo fue muy bonito, hermosa historia, pero con un triste
final: Se fue, con otro, dejándome un fuerte dolor en el corazón, abandonándome en este pequeño
departamento, junto a nuestro hijo, el Chinito, nuestro gato.
Lo extrañaba demasiado, pero jamás quise que lo supiera, siempre digno. Me hice otro Instagram y de ahí
revisaba su cuenta abierta, donde podía mirar cada foto que subía con su nueva pareja. En todos los
stories aparecía contento, y yo no lo soportaba. Pasaba el tiempo y era imposible olvidarlo, me iba a la
Blondie para sacar el clavo, pero no hubo caso, el dolor se hacía cada vez más profundo. Asistí a un
psicólogo que terminé abandonando al cabo de un par de sesiones. Me empastillé para dormir, y me
pegaba unas petacas de vodka todos los santos días.
Para peor, una mañana, después de mucho rato me di cuenta de que el Chinito no estaba.