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La muerte del Rey Fernando VII sin hijos varones, trajo a

España grandes problemas sucesorios que se unieron a los


problemas de inestabilidad política.
La existencia de única descendencia femenina, Isabel,
impulsó al rey a derogar la Ley Sálica, establecida en
España en 1705, que impedía a las mujeres el acceso al
trono. Su hermano Carlos María Isidro, hasta entonces su
heredero, se refugió en Portugal y se negó a reconocer a su
sobrina como heredera. A la muerte del rey en 1833, se
proclamó reina a Isabel II, que era menor de edad, bajo la
regencia de su madre María Cristina. Casi inmediatamente
los partidarios del príncipe Carlos se sublevaron en varias
provincias españolas dando lugar a la Primera Guerra
Carlista.
Pero esta guerra no era solamente dinástica sino que
entroncaba con las profundas diferencias ideológicas entre
absolutistas y liberales. Así la sublevación carlista no sólo
tenía por objeto el acceso al trono de Carlos María Isidro,
sino también defender la monarquía tradicional frente a la
creciente influencia de los liberales. El apoyo de los
liberales a Isabel II era un intento de evitar la subida al
trono de un rey aún más reaccionario que Fernando VII.
Otros aspectos a tomar en consideración eran el religioso y
el foralista. El triunfo de las tesis liberales suponía la
pérdida de poder de la Iglesia y el establecimiento de un
régimen político homogéneo que chocaba con los privilegios
organizativos de determinadas partes de España (los
fueros). Por eso la insurrección carlista triunfó el las zonas
de España donde mayor era la influencia del clero y de los
privilegios forales existentes o perdidos tras la Guerra de
Sucesión Española (1700-1714).
El Carlismo era fuerte en Galicia, Navarra, las provincias
vascas (salvo las capitales de las provincias, de tendencias
liberales), algunas regiones de la antigua Corona de Aragón,
como Cataluña y parte del propio Aragón y, ocasionalmente,
en algunas zonas de Castilla y León.
La guerra se desarrolló en tres fases. La primera, que
abarca entre 1833 y 1835, fue una fase en la que los
carlistas llevaron la iniciativa de la mano del brillante
general Zumalacárregui. Sin embargo en este periodo
comenzaron a producirse discrepancias en ambos bandos.
Los Carlistas empezaron a dividirse entre pactistas e
intransigentes y los Isabelinos, a su vez, entre moderados y
radicales.
Estas diferencias dentro de los dos bandos produjeron un
estancamiento de la situación de la guerra. Los carlistas
eran incapaces de extender la rebelión fuera de sus zonas y
los isabelinos no podían sofocar la rebelión. En gran parte,
el fracaso carlista se debió a la muerte de Zumalacárregui
durante el sitio de Bilbao en 1835.
La tercera fase abarca de 1837 a 1840. En ella se produce
un recrudecimiento de la influencia carlista en Aragón y
Cataluña de la mano del general Cabrera, otro brillante
militar. La guerra parecía no tener fin, pero dentro de cada
bando comenzaron a tener preponderancia los elementos
pactistas y moderados que lograron llegar a un acuerdo en
el que se hacían mutuas concesiones, reconociendo los
fueron sin perjuicio de la unidad constitucional. Con el
denominado "Abrazo de Vergara" entre el General en Jefe
carlista, Maroto, y el General liberal Espartero, se puso fin a
la guerra en el norte pero la misma continuó en Cataluña
hasta la definitiva derrota de Cabrera. La causa de la
continuación de la insurrección carlista en Cataluña era el
sentimiento de traición por el abrazo de Vergara, que
consumaba el mantenimiento de los fueros en las provincias
que aún los tenían, mientras las provincias que reclamaban
su restablecimiento habían sido olvidadas.
El incumplimiento de las promesas liberales condujo a otras
dos guerras carlistas. La segunda, de escasa importancia y
duración, en la década de los 40 y la tercera, entre 1872 y
1876, que supuso el ocaso del Carlismo como fuerza
organizada.

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