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MANUALES DE TEOLOGIA CATÓLICA

GUY BEDOUELLE
Volumen IV AMATECA
Segunda Edición
EDICEP

ÍNDICE

LOS NUMEROS EN EL INDICE CORRESPONDEN A LAS PÁGINAS DEL LIBRO ORIGINAL


(Están aquí como guía para las tareas solicitadas por el Profesor)

INTRODUCCIÓN:
Propósito de este libro 13
Bibliografía 16

I. EL TIEMPO CRISTIANO 17
La historia como cumplimiento de las Escrituras 17
La historia como memoria 19
La historia como don 20
La historia como misterio 21
Progreso y sentido de la historia 24
Bibliografía 25

II. LA HISTORIA DE LA IGLESIA COMO DISCIPLINA 27


La historiografía 30
La historia de la historia de la Iglesia 3 1
La historia de las mentalidades 37
La historia de segundo grado 41
Bibliografía 46

III. LA IGLESIA Y EL DESAFÍO DE LA UNIVERSALIDAD ENTRE EL JUDAISMO, EL HELENISMO


Y EL PAGANISMO 47
El dilema de la relación con Israel 47
La confrontación con las religiones y
los pensamientos antiguos 50
Los cristianos y el Imperio 54
La universalidad de la fe católica 58
Bibliografía 62

IV. LA IGLESIA Y EL DESAFÍO DE LOS BÁRBAROS 63


El tiempo del estupor 64
La Iglesia, crisol de civilizaciones 66
Bibliografía 70

V. LA IGLESIA Y EL DESAFÍO FEUDAL 71


De las tres funciones a los tres estados 71
La Iglesia en la trampa del feudalismo 74
La lucha por la independencia de la Iglesia 77
Bibliografía 81

1
VI. LA IGLESIA Y EL DESAFÍO DEL PENSAMIENTO LAICO ENTRE TEOCRACIA Y NEO-CESARISMO 83
El apogeo de la cristiandad 83
Las conmociones 88
El nacimiento del espíritu laico 89
La crisis de la Iglesia 91
Las respuestas del pueblo de Dios 92

VII. LA IGLESIA Y EL DESAFÍO DEL RENACIMIENTO 97


El espíritu de renovación 98
El retorno a las fuentes 99
Los elementos multiplicadores 100
La tentación del paganismo 103
El renacimiento cristiano 107
Bibliografía 109

VIII. LA IGLESIA Y EL DESAFÍO DE LAS REFORMAS 111


El desafío de Lutero 113
El desafío de Cal vino 116
La Reforma católica 117
Una reforma esbozada 118
Una reforma programada 118
Una reforma aplicada 119
Bibliografía 121

IX. LA IGLESIA Y EL DESAFÍO DE LOS ABSOLUTISMOS 123


El absolutismo estatal 125
Las consecuencias eclesiológicas del absolutismo 125
El galicanismo 126
La eclesiología pontificia 128
Los jansenistas o las reacciones teológicas al absolutismo 128
La unidad de la nación y de la fe 131
Las respuestas a los desafíos del absolutismo 132

X. LA IGLESIA Y EL DESAFÍO DE LAS LUCES 135


La Iglesia y las mutaciones intelectuales 135
Las Luces y el ascenso de la incredulidad 138
Las «adaptaciones» de la Aufklárung católica 140
Elfebronianismo 140
El josefismo 141
Los ataques contra la vida religiosa:
¿Supresión o reforma? 142
Bibliografía 145

XI. LA IGLESIA Y EL DESAFÍO DE LAS REVOLUCIONES 147


Las revoluciones políticas 148
Las revoluciones nacionales 149
Las revoluciones intelectuales 151
La revolución industrial 153
La revolución geográfica 154
Bibliografía 156

2
XII. LA IGLESIA Y EL DESAFÍO DE LAS IDEOLOGÍAS 157
De la Iglesia asediada a la Iglesia aislada 157
a. Las pruebas 157
b. Las respuesta 161
De la Iglesia aislada a la Iglesia reforzada 163
El conflicto de las ideologías 163
El concilio Vaticano II 169
¿Una Iglesia sacudida? 171
Bibliografía 175

XIII. LA IGLESIA Y EL DESAFÍO DE LAS CULTURAS 177


Las Américas 178
luis «reducciones» del Paraguay 183
Asia 185
Nobili y la India 185
El asunto de los ritos chinos 186
África 189
Europa 193
Bibliografía 196

XIV. LAS IGLESIAS ORIENTALES 197


Indivisión y rupturas 197
La ortodoxia griega bajo el Islam 203
El cristianismo eslavo 206
La Iglesia greco-católica de los rutenos 207
Los viejos creyentes 209
El catolicismo oriental 211
Los maronitas 212
Los melquitas 215
Los coptos católicos 216
Los armenios católicos 217
Los sirios católicos 218
Los caldeos 218
Los siro-malabares 219
Los etíopes católicos 219
Peso de la historia y posibilidades (chance) de la historia 220
Bibliografía 223

XV. LOS PROTESTANTISMOS 225


Los luteranos 228
El luteranismo escandinavo 234
Los calvinistas 235
El protestantismo liberal y la reacción barthiana 240
El caso de los valdenses 243
Los anglicanos 246
La reforma anglicana vista desde una parroquia 246
Una Iglesia establecida 249
Guerras de religión y revoluciones políticas 249
La Iglesia oficial 253
Movimientos y corrientes 254

3
La prosecución de la catolicidad 255
La Baja Iglesia 258
La Iglesia ancha 259
La «Comprehensiveness» 260
El nacimiento del movimiento ecuménico 262
Bibliografía 266

XVI. ¿SE PUEDE DESCIFRAR TEOLÓGICAMENTE LA HISTORIA DE LA IGLESIA? 267

Bibliografía 276

ÍNDICE ONOMÁSTICO 277

HISTORIA DE LA IGLESIA

INTRODUCCIÓN Propósito de este libro

En el fondo del ábside de la antigua basílica de San Clemente de Roma, hay un gran mosaico que representa la Cruz
de Cristo, empuñada literalmente por la mano del Padre, de allí escapa, no las pocas ramas de un árbol de la vida, sino
la lujuria de una viña con su enorme banderola de sarmientos, que se organizan en forma de círculos. En el interior de
algunos de esos círculos están insertados algunos Padres de la Iglesia latina. Más abajo encontramos seis corderos que
abandonan Belén, y otros seis que salen de Jerusalén al encuentro de la Víctima pascual. En el escalón intermedio se
encuentra el largo curso de agua viva que escapa del Calvario, algunos personajes que vacan apaciblemente a sus
ocupaciones, envueltos de esta guisa en la Cruz gloriosa. Esta podría ser una representación simbólica de la historia de
la Iglesia, con una armonía que los actores no ven, pero que, a través de la fe, deben reconocer a partir de una fuente,
de un centro.

El propósito de este libro es, al mismo tiempo, modesto y ambicioso. Se presenta como un manual, es decir, que
pretende ser útil a los estudiantes de teología y brindarles, a la vez, la problemática de la disciplina que deben estudiar y
una visión de conjunto, esencial y no excesivamente aburrida, de la historia de la Iglesia romana durante los veinte
siglos de su existencia. Una historia, por consiguiente, a través de las cumbres, pero cuyos acontecimientos, de desafío
en desafío, de quebrantamiento en enderezamiento, a través de de conversiones e integraciones sucesivas,
proporcionan algo así como un ritmo a este relato, donde el creyente quisiera discernir incesantemente el grano bueno
de la cizaña, y descubrir el dedo de Dios escribiendo en la arena del tiempo.

Lo dicho supone también que este libro ha de ser tomado como un ensayo, en el sentido literario del término. El autor no
pretende evidentemente ser exhaustivo y no compromete a nadie más que a él mismo en sus hipótesis o en sus
aproximaciones, debidas estas últimas en particular al restringido espacio de que dispone.

Ni siquiera en los capítulos históricos (del 3 al 14) se presenta una historia global del cristianismo, que exigiría una gran
cantidad de enfoques diferentes y especializados, como hacen los grandes manuales recientes o en curso de pu-
blicación. No hemos intentado ofrecer aquí una perspectiva ecuménica. Los dos capítulos (13 y 14) dedicados a los
protestantismos y a las Iglesias ortodoxas han sido redactados por un historiador católico, aunque han sido leídos por
algunos colegas de confesión diferente. Por último, el punto de vista es global-mente occidental e incluso europeo, en
algunas ocasiones incluso francés, como dejan ver los ejemplos, que proceden, naturalmente, de la pluma de un
historiador que debe contar con su propio enraizamiento.

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El propósito que persigue este libro sobre todo es hacer reflexionar, proponer al estudiante que profundice él mismo en
la fórmula, necesariamente elíptica o demasiado densa, y en la visión sintética donde la meditación intenta apoyarse
sobre las recientes investigaciones.

La Historia de la Iglesia ¿es Ciencia Humana o Teología? ¿Historia y Teología? Sabido es que encontramos aquí uno
de los puntos neurálgicos entre los historiadores de la Iglesia.

Este manual intentará mostrar que ambas ópticas, la de la historia y la de la teología no son contradictorias, sino que
deben ser, a la vez, separadas y asociadas: separadas en cuanto al procedimiento y al método, pero asociadas en la
comprensión. Nuestro manual está inspirado por la convicción de que es urgente reafirmar la visión teológica, que
tiende a desaparecer. El enfoque teológico no suprime los esfuerzos actuales encaminados a integrar al máximo las
investigaciones de las ciencias humanas (cap. 2), y se apoya, por el contrario, en las monografías especializadas y en
los recientes ensayos de síntesis. Con todo, este enfoque tiene conciencia de que el tiempo cristiano, el de la Iglesia,
puede ser leído siguiendo otra dimensión.

No ha lugar aquí a proponer consideraciones filosóficas sobre el tiempo psicológico, sobre el tiempo platónico o
aristotélico, o sobre el tiempo de las religiones. Retengamos simplemente que el cristianismo parece obrar una ruptura
con la concepción de la historia retenida por el judaismo, aun cuando la Biblia le sirve también de referencia
hermenéutica.

El judaismo está ligado extraordinariamente a una historia, la historia de un pueblo, con sus ritos, sus costumbres, su ley
de origen divino. Más aún, está completamente orientado hacia el Mesías que vendrá en la historia. Mas, para Israel, la
historia está animada de un dinamismo muy particular porque, como ha mostrado con claridad un reciente historiador
judío se trata más bien de una memoria, de una celebración litúrgica de un tiempo pasado que no cesa de actualizarse,
de una visión providencialista y profética de lo que le sucede a Israel. Se ve la riqueza que supone esta intuición para el
cristianismo y también el vínculo que este establece -hasta el final de los tiempos- con el pueblo elegido, que lo sigue
siendo, pues «los dones de Dios son irrevocables» (Rm 11, 29). Por esta razón considera la Iglesia que,
misteriosamente, su destino va ligado al de Israel por «el abismo de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios»
(Rm 11, 33).

El cristianismo, a partir del acontecimiento central de la venida de Cristo al mundo, se apoya en una visión bíblica de la
historia que otorga al tiempo mismo valor de revelación. A partir de aquí es posible hablar de un tiempo cristiano.

BIBLIOGRAFIA
A. Fliche y V. Martin (dirigido por), Historia de la Iglesia, 36 vols., Edicep, Valencia, 1975-1993.
L. J. Rogier / R. Aubert / M. T>. Knowles, Nueva Historia de la Iglesia, ed. 5 vols., Cristiandad, Madrid, 1964-1977.
H. Jedin (dirigido por), Manual de Historia de la Iglesia, S vols., Herder, Barcelona, 1988.
S. Delacroix, Histoire universelle des missions catholiques, 4 vols., Paris/Monaco, 1956-1959.
Giacomo Martina, La Iglesia de Lutero a nuestros días, 4 vols.. Cristiandad, Madrid, 1974.
Jaroslaw Pelikan, The Christian Tradition. A History of the Development of Doctrine, 5 vols., Chicago, 1971-1989.
Jacques Loew/ Michel Meslin, Histoire de l'Église par elle-même, Paris, 1978. Etienne Gilson, Las metamorfosis de
la Ciudad de Dios, Rialp, Madrid, 1965. Henri de Lubac, Exégèse médiévale, 5 vols., Paris, 1959-1964 (hay trad.
italiana). Henri de Lubac, La posteridad espiritual de Joaquín de Flore, 2 vols., Encuentro, Madrid, 1969.

LA HISTORIA COMO CUMPLIMIENTO DE LAS ESCRITURAS


Cristo está en el centro de la historia; él constituye el Centro de la misma: lo sigue siendo por su muerte y su
resurrección, no sólo actualizadas, sino actuales. «El ofreció un sacrificio único por los pecados; se ha sentado para
siempre a la derecha de Dios, esperando ahora que sus enemigos sean puestos como escabel de sus pies» (Hb 10,
13). Cristo hace pasar el tiempo de la multiplicidad a la unidad, o, más exactamente, le da a la multiplicidad de la historia
una dimensión única de recapitulación y de integración Las diferentes formulaciones tentadas por los teólogos:

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escatología inaugurada, comenzada, anticipada, incoada, intentan abordar todas ellas el misterio del «ya-todavía no»,
esa tensión en que se encuentra la esperanza cristiana, situada en este tiempo rescatado en el que nos encontramos,
pero que se refiere en lo sucesivo a una eternidad que no vivimos todavía. La victoria de Cristo sobre la muerte nos ha
dejado, a pesar de todo, hasta nuestra muerte, en el inacabamiento del tiempo.

Esta tensión resulta desgarradora porque «todo está cumplido» por el misterio de Cristo, y, sin embargo, como resulta
evidente, no estamos en la plenitud y en la simplicidad de la vida eterna. Es cierto que, «en el misterio de la resurrección
de Cristo, ya hemos resucitado», como canta uno de los prefacios del tiempo pascual de la liturgia romana, mas el
cumplimiento pleno pertenece al orden de la esperanza.

En el anuncio de la fe llevado a cabo por la Iglesia primitiva, el único acontecimiento fundador posee una doble faz, un
anverso y un reverso: la muerte y la resurrección del Salvador. Los discursos pronunciados por Pedro en los Hechos de
los Apóstoles (3, 15 y 4, 10) lo atestiguan. El «kerigma», el anuncio, es una meditación a partir del origen: el misterio
pascual. La relectura de la Antigua Alianza a la luz de este acontecimiento va a servir de base a todo discurso cristiano y
revela, por ejemplo, el verdadero movimiento de la historia.

Así, los autores del Nuevo Testamento «interpretan y aplican las profecías del Antiguo Testamento basándose en una
determinada comprensión de la historia, que es substancialmente la de los mismos profetas; y aunque no esté expuesta
de manera explícita en el Nuevo Testamento, se presupone en todas sus páginas»

Más allá de las tentativas de representación de la historia, ya sea con la línea recta o ascendente de la biología y del
cientismo, o con la perfección del círculo en el neo-platonismo, o incluso con la línea sinusoide, más verosímil y más de-
cepcionante, de los historiadores más realistas de hoy, estalla la absoluta libertad de Dios, personal y todopoderoso,
inaugurando en Cristo la historia de la nueva creación. Este factor supra-histórico es el Dios vivo en sí mismo. Su
impacto sobre la sociedad se revela negativamente como juicio sobre la conducta humana, y positivamente como poder
de renovación y de redención. Este doble ritmo del esquema de la historia se expresa de manera particular en la pareja
muerte-resurrección... Los primeros "teólogos" del cristianismo sacaron a la luz que en el ministerio, la muerte y la
resurrección de Jesucristo, había tenido lugar este acto de juicio absoluto y de absoluta redención. Este acontecimiento
de múltiples momentos se convierte, pues, en el centro a partir del cual es preciso enfocar toda la historia del pueblo de
Dios, tanto la de antes como la de después, y, por último, la historia de todo el género humano»

Dodd sugiere que este esquema inicial vivido por el «fundador del cristianismo», podría proporcionar una hermenéutica
de la historia. Del mismo modo que, a través de los testimonia de los profetas, anunciaron los evangelistas la salvación
a los judíos y a los paganos, así también la puesta en práctica del tiempo de la Iglesia, se llevaría a cabo también a
través de la encamación en una historia, para la que Dios ya ha elegido el lenguaje bíblico, a fin de revelarse a los
hombres. Naturalmente, los intentos de expresar la Revelación y el misterio de la Iglesia y de su fe en pensamientos o
lenguajes extranjeros al medio bíblico son, no sólo legítimos, sino necesarios. ¿No deben confrontarse, antes o
después, con la Palabra de Dios en la carne de su texto, en el lenguaje que históricamente lleva la Buena nueva? El
tiempo cristiano da cumplimiento a las Escrituras en una historia escrita y releída incesantemente a través de una me-
moria que actualiza e ilumina.

LA HISTORIA COMO MEMORIA


Sin temer incurrir en dos tipos de discurso, que deben ser sucesivos y no simultáneos, uno que se apoya en los
métodos históricos más rigurosos y otro que escruta el designio de Dios, es preciso contribuir a hacer emerger esta
historia profunda, de manera visible y admitida únicamente desde la fe. Sin embargo, del mismo modo que en la
exégesis, el sentido espiritual no puede contradecir el literal, sino confiarse a él para permitir alcanzar una nueva
dimensión. Mas ambos sentidos no se confunden. La lectura cristiana de la historia, y muy especialmente de la historia
de la Iglesia, ha carecido demasiado hasta ahora de instrumentos semejantes a la pluralidad de los sentidos
escriturarios reconocidos desde siempre en la exégesis antigua, medieval y moderna.

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Se dirá que la historia no está inspirada, a diferencia de los textos bíblicos, y que además no es un texto. Es cierto.
Pero, a pesar de todo, pertenece al tiempo de la interpretación de las Escrituras (Le 24, 27; 44-45): el tiempo en que el
Espíritu de la verdad y de la libertad nos conduce a la verdad completa (Jn 16, 15). El Espíritu asiste a la Iglesia en su
misión de reunión y de santificación, esa doble epíclesis de la que el historiador de la Iglesia debe dar cuenta, aunque
cueste.

Se impone, a partir de aquí, adoptando el lenguaje mismo de la Biblia, más poético que racional, comprometer la propia
fe, cuando se es historiador y teólogo, en la comprensión del desarrollo del tiempo cristiano. Pero no se puede llevar a
cabo, de manera válida, sino escapando a una lectura de tipo providencialista y globalizante y rehusando un enfoque o
de tipo exclusivamente causal "relativizante”.

Sin apartar los ojos de Cristo, centro de la historia, el historiador concibe, el tiempo cristiano como memoria, y con ello,
intenta, lo mismo que el teólogo, •descifrar un poco más el misterio de la salvación que nos trajo Aquel que se mantiene
en medio del tiempo. Relee los acontecimientos, el juego de los actores, las palabras y los gestos, como fidelidad o
traición al «Haced esto en memoria mía», en la ejemplaridad de la vida y de la muerte del Salvador. Lo mismo que los
profetas leían la historia de Israel a la luz de la «memoria» del Éxodo, también para el creyente la Pascua nueva llega al
mundo a través del esquema pascual y se prosigue en el tiempo como recuerdo incesante. El historiador no es como el
niño judío de la comida pascual, que pregunta el porqué de los ritos. El historiador intenta encontrar en los ritos el
sentido del momento.

LA HISTORIA COMO DON


El tiempo ha sido dado por Dios para llevar a plenitud la salvación ofrecida en Cristo: «Yo salí del Padre y vine al
mundo. Ahora dejo el mundo y voy al Padre» (Jn 16, 28). Pero desde entonces todo se encuentra regido por la Nueva
Alianza: todavía hay sufrimiento, pero, conservando el valor y, por medio de la oración, obtenemos el don: «Lo que le
pidáis al Padre en mi nombre, os lo concederá».

Así, el tiempo de Ta Iglesia es el tiempo de la recapitulación; el paso a una integración en el sacrificio redentor. La
historia de la Iglesia no puede ser sino la historia de la reconciliación concluida entre Dios y su pueblo, cantada por el
himno de la Carta a los Colosenses (1, 19s). De este modo, le ofrecemos a Dios el tiempo que él mismo nos ha dado,
después de haberlo santificado por medio del Espíritu. Existe una misteriosa semejanza entre el momento único de la
misa, incesantemente renovado, y el Centro de la historia: Cristo en su «hora» actualizada sin cesar.

¿Qué otro camino podría brindarse al historiador, sino el de escrutar la dimensión vertical del tiempo, que se convierte
en ofrenda cuasi-sacramental en la tensión entre el pecado y la gracia? Porque el tiempo ha sido rescatado pagando un
elevado precio, en el sentido de que ha sido restablecido en su verdadera dirección, hacia Dios. Esta «curación de la
historia» se vive, se actualiza y se celebra en la Eucaristía. Restauración, reconciliación que se establecen en una
eulogia, en una «bendición» en el sentido judío y cristiano de la palabra. La historia es la aceptación libre, por parte del
hombre, de una aventura espiritual tras las huellas de Cristo. Y es lo que permite escribir una especie de «quinto
evangelio», del que cada una de nuestras vidas será un capítulo. San Ireneo muestra en un texto dotado de una
espléndida claridad la objetividad dinámica de la difusión de la verdad cristiana de generación en generación:

«El Espíritu de Dios procura "el conocimiento de la verdad" (1 Tm 2, 4), sitúa las "economías" del Padre y del Hijo ante
los ojos de los hombres, según cada generación, como quiere el Padre. Se trata de un conocimiento verdadero que
integra la enseñanza de los apóstoles; el organismo original de la Iglesia extendido a través de todo el mundo; la marca
distintiva del Cuerpo de Cristo que consiste en la sucesión de los obispos que los apóstoles colocaron en cada iglesia
local; la conservación de las Escrituras, llegadas hasta nosotros y que implica tres cosas: su integridad sin adición ni
sustracción (Ap 22, 18-19), su lectura exenta de fraude, y, en conformidad con estas Escrituras, una interpretación
legítima, apropiada, exenta de peligro y de blasfemia; por último, el don supereminente del amor, más precioso que el
conocimiento, más glorioso que la profecía, superior a todos los demás carismas (1 Co 12, 31)»

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Historia eucarística, historia teológica, historia teologal. Meditativa por supuesto. Es cierto que no somos capaces por
nosotros mismos de interpretar los signos de los tiempos (Mt 16, 3). Nos hace falta el humilde trabajo del investigador,
pero también la alegría del discernimiento espiritual, del misterio.

LA HISTORIA COMO MISTERIO


El historiador de la Iglesia, ya sea profesor o investigador, se siente confrontado a menudo con una tarea imposible. Es,
ya en cuanto historiador, como el pasajero del navío que, durante la noche, contempla la negrura absoluta en que se
hunde la popa y esos metros de blanca espuma; está en lucha con las migajas de un saber puesto en cuestión
incesantemente, delante de los fragmentos de un rompecabezas demasiado grande o demasiado estropeado como
para poder reconstituirlo. «Los años de los pueblos, ¿qué mortal los ha visto alguna vez?».

Como teólogo ¿la tarea le es menos accesible? No sólo el tapiz está inacabado, sino que hasta parece imposible
percibir la trama. Sólo aparecen fragmentos en la multiplicidad y en la sobreabundancia que caracterizan la actividad
creadora del Espíritu. «El orden del Espíritu Santo es hasta tal punto el de la libertad y el de la infinidad divinas, que no
se deja encerrar en las categorías de la historia y de la humanidad. Las líneas que nosotros podamos trazar...
únicamente nos mostrarán algún aspecto del sentido total, que, por su misma infinidad, sigue siendo imposible de
abarcar con la mirada» ".

Más aún, si tenemos en cuenta que la historia del Cuerpo de Cristo en esta tierra no es sólo la de los papas, conflictos
políticos o de las acciones de los «grandes» santos, sino también el itinerario paciente y subterráneo del asemejarse a
Cristo que es cada miembro del pueblo de Dios, es decir: una historia del trabajo de la gracia, con sus obstáculos y sus
desvíos, ¿cómo podrá dar cuenta de la misma el historiador de la Iglesia, si ya la vida y el pensamiento de los humildes
actores no llegan verdaderamente al historiador profano, salvo testimonios excepcionales y los siempre azarosos
estudios de las mentalidades populares?

Parece ser que no podemos pensar apenas más que en la forma imaginaria, artística o legendaria para dejar presentir
ese misterio que no se deja observar (Le 17, 20). ¿Cómo mostrar que una mujer anciana, enterrada en Dios, haga
subsistir con su sola presencia un pueblo entero? Sólo un Solzenicyn puede sugerirlo (La casa de Mamona). ¿No
pretende describir la Kabbala, a su manera, la misma realidad cuando habla de los treinta y seis justos que sostienen el
mundo? Gertrud von Le Fort tuvo que usar la forma «novelesca» para narrar, con una profunda «veracidad» cristiana,
el cisma de Anacleto, el drama de los Treinta años o el de la Revolución francesa, o incluso el «silencio» de Pío XII
durante la segunda guerra mundial. El recurso al arte, que realiza el presente manual, procede de esta idea de que el
historiador de la Iglesia no debe privarse de estos otros tipos de lenguaje para abordar la temporalidad cristiana.

Si bien el pecado se descubre con gran facilidad al ojo del historiador, sea o no creyente, la santidad no es siempre
detectable. Hace falta el ministerio de la Iglesia para poder revelar la acción de Dios en sus criaturas mediante la
canonización, que va marcando puntos de luz en medio de la oscuridad. ¿Podemos arrogarnos el derecho de Dios «que
sondea los ríñones y los corazones»? Así, el término de misterio, empleado por Jean Danielou para calificar la historia,
es un término adecuado, aunque menos en el sentido de que la historia fuera sacramental, al menos en un primer
momento, que por el aspecto velado que reviste en nuestra condición terrestre. Mas el teólogo que se inclina sobre la
historia de la Iglesia, ¿debe únicamente callarse y reverenciar el misterio, o debe él también intentar llevar a cabo un
trabajo intelectual?

Es cierto que todos los intentos excesivamente ambiciosos, encaminados a superar el misterio de la historia, no pueden
más que fracasar e, incluso, hacer correr grandes peligros a la vida de la Iglesia, que no conoce «ni el día ni la hora»
(Mt 24, 36). Así sucede con las interpretaciones literalistas del Apocalipsis a lo largo de los siglos, y muy especialmente
con aquéllas cuya paternidad ha sido atribuida a Joaquín de Fiore, con la «tercera Edad del Espíritu Santo», aislada de
manera exagerada de la del Padre (el Antiguo Testamento) y de la del Hijo (el Nuevo Testamento) y, sobre todo, con su
expectativa milenarista de un porvenir interior a la misma historia.

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Al anunciar una Iglesia del Espíritu, un tercer Reinado (eterno) en una escatología realizada, el monje calabrés
esperaba una edad «espiritual» en la que, por fin, reinaría la libertad. La reacción de los teólogos que vinieron después,
en particular la de santo Tomás, fue muy viva: con el acontecimiento de la venida de Cristo, se ha inaugurado ya el
último tiempo de la historia. «No hay que esperar ningún otro Evangelio del Reino que el de Cristo, que alcanzará su
consumación con la predicación universal», ¿Se debió a un deseo de responder a la tentación joaquinita el que santo
Tomás no redactara ningún tratado sobre la Iglesia, en el sentido de que no habría para él un «tiempo de la Iglesia»,
sino que todo tiempo es el de la Iglesia?, ¿Se debe a una reacción instintiva el hecho de que la Iglesia latina no haya
construido ninguna pneumatología explícita? ¿Se debe a una desconfianza con respecto a la metodología de Joaquín y
de sus sucesores el no haber intentado llevar a cabo una lectura escriturística de la historia?

Seria ilusorio pensar que es posible descartar, de manera definitiva, en sus desviaciones ideológicas secularizadas o en
sus transmutaciones filosóficas o teológicas, cualquier tentación de lectura joaquinita de la historia. Pero tomando como
punto de apoyo la afirmación de santo Tomás, resulta indispensable volver con él al centro de la historia de la Iglesia y
del mundo: Cristo. «Toda época está inmediatamente ligada a Dios (jede Epoche ist unmittelbar zu Gott)», esta fórmula
de Leopold von Ranke, que tanto le gustaba a Marrou, es absolutamente válida, pero únicamente en el acontecimiento
de la redención. «En estos días, que son los últimos, Dios nos ha hablado por el Hijo, a quien ha establecido heredero
de todas las cosas, por quien ha hecho también los siglos» (Hb 1, 2). ¿Tiene otra cosa que hacer el teólogo-historiador
que meditar incesantemente este versículo?

En consecuencia, ¿es posible y legítimo hablar de un tiempo cristiano? La respuesta debe ser doble. En un primer
sentido, es preciso mantener absolutamente el realismo de la encamación de Cristo, su inserción en un tiempo medible,
constatable, establecido, datable, tal como a ello nos autorizan las referencias político-cronológicas de los evangelistas.
El tiempo de Cristo y el de la Iglesia pertenecen de hecho y de pleno derecho al tiempo mesurable de los historiadores.
Mas, en otro sentido, debemos afirmar también que este tiempo de la historia de la salvación sólo puede ser descrito de
modo adecuado con categorías que no conoce el pensamiento de los historiadores: en tiempos de crecimiento, de
edificación del Cuerpo de Cristo, de pecado y de gracia, o incluso de Providencia, categorías que pertenecen al
vocabulario de la teología cristiana. La historia cristiana revela las virtualidades de la gracia, sin que podamos omitir, por
otra parte, las negaciones, los rechazos de esta salvación propuesta a todos los pueblos y, potencialmente, a todas las
personas.

PROGRESO Y SENTIDO DE LA HISTORIA


Vemos lo difícil que es hablar de progreso al tratar de la historia de la Iglesia. No hay que negar la existencia de un
cierto progreso en el desarrollo del tiempo, especialmente en materia de afinamiento de la conciencia. Así, podía decir el
cardenal Joumet, el 21 de septiembre de 1965, durante el último período del concilio Vaticano II, a propósito de la
libertad religiosa:

«Los pastores de la Iglesia, desde la época de Constantino, y más tarde, han recurrido en más de una ocasión al brazo
secular para defender los derechos de los fieles y para salvaguardar el orden temporal y político de la llamada cristian-
dad. Sin embargo, precisamente bajo la influencia de la predicación del Evangelio, la distinción entre las cosas
temporales y las cosas espirituales se ha hecho progresivamente más explícita y, hoy, es clara para todos».

Pero, ¿podemos pretender que existe un progreso de la historia, en el sentido que le daba la filosofía de las Luces,
encarnada por un Condorcet? Esto supondría volver, paradójicamente además, a una concepción más cercana al
Antiguo Testamento. En efecto, en la Antigua Alianza, el tiempo mismo era portador de la revelación del proyecto de la
salvación. El tiempo de la Iglesia es otro y, en lo sucesivo, «es en la historia, y no por la historia como se cumple el
proyecto de la salvación».

Es importante que el lector de este manual comprenda una cosa: la actitud teológica que proponemos adoptar no
implica ninguna sacralización de la historia. En consecuencia, la expresión de historia santa, que se emplea para hablar
de la historia de la Iglesia, no puede ser empleada sino como una aproximación alegórica. «La historia de la Iglesia no

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es ni mediadora de la revelación del plan de salvación, ni es portadora de su energía redentora. Es únicamente el lugar
privilegiado en que se ejerce el misterio de la salvación».

Se puede hablar del tiempo eclesial como misterio e incluso como de un tiempo sacramental en el sentido de que es el
momento dado a cada uno para la santificación. El padre Dalmais, en vez de progreso, habla de involución, no en el
sentido de una regresión o como lo contrario de evolución, sino como un despliegue: «En el nuevo orden, inaugurado
por el sacrificio redentor de Cristo, existe un instante privilegiado, el de este sacrificio, al que todos los demás se en-
cuentran referidos, y si aún se puede concebir una duración de tipo histórico, no puede ser más que para permitir una
manifestación de esta referencia»

Si existe un sentido de la historia de los hombres, éste es para el creyente, la Promesa y Expectativa del retomo de
Cristo. Cristo, atravesando las culturas que enriquecen nuestra visión —, es el Señor de «la historia de un Reino» que
está ya aquí, pero que no se deja observar (Le 17, 19).

¿Es, por tanto, la historia magistra vitae, como se repite hasta la saciedad de manera trivial? Pues entonces la historia
de la Iglesia es, en un sentido mucho más decisivo, que nuestro capítulo ha querido ilustrar, ¡magistra vitae aetemae!

BIBLIOGRAFÍA
Hans-Urs von Balthasar, Das Ganze im Fragment, Einsiedeln. 1963 (hay trad. francesa e italiana).
Pierre Vallin, Les chrétiens et leur histoire (Le christianisme et la foi chrétienne 2), Paris, 1985.

II. LA HISTORIA DE LA IGLESIA COMO DISCIPLINA

Ya sabemos que la historia de la Iglesia se enseña en las facultades de teología y que se inserta en una concepción
particular del tiempo cristiano. ¿Cuál es su estatuto epistemológico? ¿Es una disciplina teológica que podría pertenecer,
por ejemplo, a la enseñanza sobre la Iglesia, o más bien una ciencia auxiliar de la teología, que podría ser enseñada en
cualquier otra facultad «profana»? Del mismo modo que la paleografía es una ciencia auxiliar de la historia, y que no
hay, al parecer, un modo propiamente eclesiástico de coger la pluma, y que podemos iniciamos sin inconvenientes en el
arte de descifrar los manuscritos en las facultades de Letras, así habría que proceder también con la historia religiosa,
como se estudia el griego o el latín en teología, como se estudia la archivística y la diplomática en la Escuela Nacional
de Chartes, o algunas disciplinas especializadas, como la historia económica o la historia de las ciencias, en otras
facultades.

Si se retiene la primera opción, esto es, considerar la historia de la Iglesia como una disciplina teológica, los problemas
andan muy lejos de estar resueltos. ¿Cuál es, en este caso, la autonomía del investigador creyente con respecto al
dogma? ¿No corremos el riesgo de convertir la historia de la Iglesia en un sector particularmente útil a la apologética?
Son numerosos los ejemplos que podríamos encontrar en las controversias entre católicos y protestantes.

Pero se plantea, además, otro problema: cómo colaborar y dialogar con los demás historiadores, los que pretenden
conservar en su estudio la mayor neutralidad, haciendo abstracción de los a priori de la fe cristiana o de otras
convicciones que puedan compartir.

Si bien en el terreno de los métodos el historiador ha adquirido una autonomía completa, el problema esencial es el de
la interpretación, un problema que, en materia bíblica e histórica, ha planteado tantas cuestiones desde él siglo XVI, y
que se volvieron particularmente agudas en la época del modernismo. Sin embargo, en nuestros días, a finales del siglo
XX, podemos afirmar que la historia de la Iglesia ya no es una disciplina contestada, ni considerada como sospechosa o
susceptible de convertirse en un peligro por su crítica.

El caso de mons. Duchesne (t 1922) resulta ejemplar a este respecto. La obra de este gran historiador de los comienzos
de la Iglesia cristiana fue puesta en el índice en 1912. Hubo que esperar hasta 1973 para que este sabio católico gozara

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de una especie de rehabilitación, completamente voluntaria y cuidadosamente medida en su expresión, en un discurso
pronunciado el 24 de mayo de 1973 por el papa Pablo VI con ocasión de un Coloquio organizado por la Escuela
francesa de Roma, cuyo director fue mons. Duchesne desde 1895 hasta su muerte. El Papa aprovechó esta ocasión
para dar una definición del trabajo del histonador de la Iglesia, con un juicio muy matizado sobre la obra del gran
conocedor de la Antigüedad cristiana. El Papa se expresó en estos términos:

«Nos entendemos [por historia] ante todo el arte de descubrir el curso y el entrelazamiento de los acontecimientos
humanos y fijar objetivamente su recuerdo.

Estos acontecimientos están por sí mismos, llenos de misterios interesantes a sondear: a menudo son la resultante de
factores numerosos y diversos, y se presentan a veces a nosotros como jeroglíficos aparentemente indescifrables, dado
el número y la variedad de los coeficientes de donde resulta lo que se ha convenido en llamar el marco histórico. Por
ventura, uno de los componentes, el hombre que opera, puede ser conocido con bastante facilidad, y constituye el
objeto más interesante para aquel que quiere describir el desarrollo de los acontecimientos en sí mismos.

Así, identificar con exactitud el hombre, constructor de la historia, sacar a la luz su característica, que es la de un ser
libre y, por consiguiente, lleno de sorpresas y repleto de las revelaciones que pueden brotar del espíritu humano: eso es
lo que Nos pensamos que califica el valor del historiador verdadero. Y merecerá alabanza y admiración si, a través de
una descripción literalmente precisa, y al mismo tiempo clara y elegante, sabe poner de relieve al hombre, al protago-
nista de la escena histórica que describe, y si deja entrever al menos el elemento creador, la personalidad en acción en
el ejercicio de su libertad responsable.

Nos parece que reside ahí el secreto del interés y del mérito del historiador: saber insertar en la trama de los
acontecimientos muertos, que describe con toda su riqueza, exactitud y extraña belleza, !o que en ellos ha obrado el
genio del hombre. Este interés y este mérito debemos reconocerlos sin vacilar al historiógrafo cabal y al artista de la
narración histórica que fue mons. Duchesne.

Mas el hombre no es el único actor que domina el curso de las vicisitudes humanas. Éstas son dominadas también por
otro factor, imponderable para nosotros, pero ciertamente superior y determinante para el designio definitivo de la
historia humana: se trata de la acción de Dios, de la Providencia, cuya secreta presencia en el tiempo y entre los
hombres hace de la historia un misterio. Y cuando se trata de la historia de la Iglesia, el misterio se convierte en objeto
de contemplación, se convierte en una especie de sacramento, un sacramento extremadamente delicado y difícil de
identificar y de descifrar».

Tenemos en el pensamiento del Papa una doble profesión de fe: una, filosófica en cierta forma, inscribe la libertad del
hombre, caracterizado como constructor de la historia, como el factor determinante de su progresión. Es ésta una op-
ción rechazada por los historiadores sensibles a los numerosos determinismos que rodean al hombre, para no hablar de
los autores que tienen enfoques totalmente materialistas de las historia. La otra opción del Papa es teológica y presta
atención a lo que Pablo VI llama, en la continuación del texto, el «coeficiente transcendente» de la historia, al que con
gran respeto por el creyente y el sabio que fue mons. Duchesne, juzga que él no estuvo siempre suficientemente atento.

Mas este «coeficiente transcendente», que el Papa estima ser «extremadamente delicado y difícil de identificar y de
cifrar», ¿cómo puede ser delimitado, medido o simplemente discernido? En este punto nos vemos conducidos a la es-
pecificidad del tiempo cristiano y del discurso del historiador de la Iglesia, que volveremos a encontrar en el último
capítulo de este manual, tras el panorama general de veinte siglos de cristianismo.

Conviene considerar la actual renovación de los métodos de la historia y consagrar este capítulo al examen de las
nuevas vías que la ciencia histórica está abriendo en la actualidad, cosa que, para el historiador de la Iglesia, tiene hoy
más bien valor de programa a realizar y a afinar.

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¿Cómo va a situarse en relación a estas nuevas investigaciones que reciben el nombre, de una manera demasiado
global, de «nueva historia»? Tomaremos, un poco arbitrariamente, tres campos contemporáneos de investigación, que
obligan al historiador de la Iglesia a reflexionar sobre estos métodos y a confrontarse con ellos: la historiografía, la
historia de las mentalidades y lo que, a falta de un nombre mejor, llamaré la historia de segundo grado.

LA HISTORIOGRAFÍA

La palabra «historiografía» tiene que ser entendida aquí en el sentido técnico que se le da actualmente, no como
sinónimo de historia simplemente, sino de historia de la historia. En la lengua clásica el historiógrafo es el historiador en-
cargado de escribir la historia de su tiempo, una historia oficial, en cierto modo, con todas sus limitaciones. Por ejemplo:
Boileau y Racine fueron los historiógrafos del siglo de Luis XIV, una posición lo suficientemente importante y prestigiosa
como para que Racine le sacrificara por completo su cañera literaria.

El término de historiografía ha tomado desde entonces simplemente la significación de historia de la historia, la


investigación de cómo se escribe la historia. Tendremos, por tanto, habitualmente una doble tarea: escribir la historia
con los métodos habituales, aunque hayan sido renovados, y, después, tomar los sucesivos discursos históricos como
objeto de estudio. Ello permite tomar una distancia en relación con el objeto, cosa que corresponde muy bien, por lo
demás, a la esencia misma del arte del historiador.

Esta distancia permite aprehender tanto el coeficiente ideológico o psicológico de la lectura que realiza el historiador,
como las condiciones personales, sociales y económicas en que se mueve. Además, encontramos casos particulares
que brindan un determinado color a la interpretación. Por ejemplo, el historiador ha podido ser encargado o se ha
encargado él mismo de responder a necesidades concretas: probar o refutar algo en nombre de una comunidad, de una
Iglesia, de una nación. Se puede haber visto llevado a manifestar su desacuerdo con alguna otra interpretación de los
hechos y quiere mostrar que es la suya la verídica o, en todo caso, más verdadera.

Un caso totalmente explícito de esta posición se encuentra en las grandes controversias desarrolladas entre católicos y
protestantes a partir del siglo XVI. Los reformadores protestantes han pretendido construir una Iglesia más pura y más
auténtica que aquella que la Iglesia romana les proponía. De ahí surgió un enfoque particular de la historia de esta
Iglesia. Los protestantes se han visto llevados, pues, a construir un nuevo corpus histórico, cuyo ejemplo más acabado
es el de las Centurias de Magdeburgo, recopiladas y organizadas según la interpretación luterana. El director de su
ejecución fue Flacius Illyricus. Mas, en este contexto, la réplica de la Reforma católica -se puede hablar aquí fácilmente
de Contra-Reforma- no se hizo esperar. Los Anuales ecclesiastici del cardenal Baronius se presentan, en efecto, como
una respuesta al desafío de los Centuriadores, como refutación de una historia de la Iglesia enfocada según los
presupuestos protestantes.

De esta suerte, podemos detectar un punto de vista, prejuicios y a prioris en unos historiadores de la Iglesia y también
en sus colegas. No es extraño encontrar muchas perspectivas diferentes en los manuales escritos para la enseñanza
desde el siglo XVIII hasta nuestros días: estas perspectivas corresponden a las diversas concepciones transmitidas por
el discurso del historiador en los contextos en que le ha tocado vivir.

LA HISTORIA DE LA HISTORIA DE LA IGLESIA

Se estima que el fundador de nuestra disciplina fue Eusebio de Cesárea (t 339) con su «Historia eclesiástica» y su
Cronología, que tuvo continuadores, imitadores y adaptadores como san Jerónimo o Rufino de Aquilea. De esta suerte,
cabe decir que la historia de la Iglesia, en sentido estricto, nació en el siglo IV, aunque por devoción se venera al
evangelista san Lucas como el primer historiador, pero éste escribió precisamente un evangelio y no una crónica.
Al mismo tiempo, con una visión amplia, deliberadamente teológica y en la que están unificadas la historia del mundo, la
historia de la salvación y la historia de la Iglesia, resplandece la inmensa obra de san Agustín La Ciudad de Dios. En

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virtud de esta coincidencia de las tres perspectivas es, en profundidad, una historia de la Iglesia, pero superficialmente
no responde a los criterios actuales de un relato histórico.

Da la impresión de que la separación entre teología e historia por una parte, y, por otra, historia en cuanto tal e historia
de la Iglesia, no aparece antes de la reforma gregoriana.

En efecto, en el momento de la reforma de la Iglesia que, a finales del siglo XI, adoptó el nombre de Gregorio VII, la
historia de la Iglesia toma una forma que después ha tendido siempre a identificarse demasiado con la historia del
papado. Esa historia, que se manifiesta, por ejemplo, en un Juan de Salisbury (t 1180) con su Historia Pontificalis, es
fundamental pero no agota la historia de la Iglesia. Esta tendencia encuentra su apogeo en la Historia eccle-siastica
nova de Barthélemy de Lucques (t 1326). Los dos grandes historiadores medievales: Guillermo de Malmesbury (t 1143)
y Otton de Freising (f 1158) (Chronicon seu Historia de duabus civitatibus) tienen perspectivas dictadas por sus
intereses nacionales.

Durante los siglos XII y XIII prevaleció un nuevo enfoque, que hizo reaparecer la teología de la historia. Está ligado este
enfoque al registro simbólico y reconstruye la historia desde la perspectiva del final de los tiempos y de la visión de los
acontecimientos descritos por el Apocalipsis: propiamente hablando, se trata de una lectura apocalíptica de la historia.
Esto es lo que podemos leer en Joaquín de Fiore (t 1202). Aunque no se presente en modo alguno como un historiador
de la Iglesia, este espiritual tiene una visión de la historia del mundo, que divide en tres períodos.

Ha habido la edad del Padre, que se corresponde con el Antiguo Testamento, estamos en la edad del Hijo y vendrá la
edad del Espíritu Santo en un futuro próximo, más o menos a mediados del siglo XIII.

El pensamiento de Joaquín de Fiore fue refutado por varios flancos y de modo muy particular por santo Tomás de
Aquino y por san Buenaventura, ambos mostraron de manera adecuada que toda la redención fue dada en Cristo y que
no había que esperar una edad diferente, que sería la del Espíritu Santo. Eso no impidió que esta lectura simbólica y
profética a partir del Apocalipsis tuviera, a continuación, una influencia enorme en el pensamiento y pusiera de relieve el
problema principal con el que choca desde siempre el historiador: el de la perio-dización. En efecto, para lograr un
mínimo de claridad, le hace falta seccionar el tiempo de una manera que sea presentada como claramente arbitraria. Se
podría decir incluso, paradójicamente, que cuanto más se presente la periodización como artificial, más valdrá.

Por otra parte, durante el período que transcurre entre los siglos XI y XVI, se acumulan los materiales de la historia
eclesiástica, que constituirán el objeto potencial de la interpretación histórica. Se reúnen de una manera más sistemática
las fuentes de nuestra moderna investigación: se conservan las actas, se constituyen archivos, etc. Se trata no sólo de
la correspondencia de los papas, copiada y clasificada ya desde hacía tiempo, sino también de los registros de las
peticiones a la Corte pontificia, de los informes de los embajadores o de los legados. Otro ejemplo sería el de los
registros de la Inquisición a partir del segundo tercio del siglo XIII: con su minuciosidad en el procedimiento que, por otra
parte, protegía al acusado, constituyen un material extraordinariamente rico por sus deposiciones procedentes de todas
las clases de la sociedad.

Con los siglos XV y XVI y el humanismo, en la aurora de la época moderna, se puede mencionar un primer intento, que
puede ser considerado como relevante, de hacer historia en el sentido en que nosotros la entendemos. Encontramos,
en efecto, a comienzos del siglo XV una primera consideración crítica de los textos, como en el caso de la famosa
Donación de Constantino. Se pensaba, efectivamente, hasta entonces que se contaba con un documento por el que el
emperador Constantino habría donado al papa Silvestre I determinadas propiedades, procurando así una antigua base
jurídica a los Estados pontificios. Algunas mentes más agudas, como el cardenal Nicolás de Cusa (t 1464) y después
Lorenzo Valla (t 1457) y también Reginald Pecock, el obispo de Chichester (t 1461), demuestran entonces, mediante la
crítica interna del texto, que no puede remontar a la época constantiniana. Se trata, en efecto, de un documento
inauténtico -lo que no significa, no obstante, que sea falso-, pues debemos recordar que la noción de autenticidad no es
la misma para la Edad Media que para nosotros. Precisamente la noción moderna de autenticidad aparece con Nicolás
de Cusa, con Valla y, a continuación, con Erasmo. Hoy día se admite que esta Donación de Constantino combina una

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serie de textos auténticos pero de períodos diferentes, para fundamentar en el siglo IX, de una manera más armoniosa y
fuera de dudas, la realidad de los Estados pontificios. A su vez, la historia de la Iglesia entra en un procedimiento
«crítico» sin que aún haya nacido la palabra.

En el momento de la Reforma protestante y católica, la historiografía toma su aspecto de controversia: encontramos una
historia luterana, calvinista, e incluso anabaptista, por una parte, y una historia católica, por la otra. Si tomamos el relato
de los diversos acontecimientos que se desarrollaron en el concilio de Trento (1545-1563), disponemos de dos obras
históricas que ilustran esta actitud. De una parte tenemos la que escribió en 1619 el servita Paolo Saipi, ese personaje
apasionante, hábil e inteligente, ni verdaderamente católico ni tampoco protestante, como hubo otros en este período de
transición. En ella intenta probar que la libertad del Concilio estuvo ampliamente trabada por el papado a costa de los
derechos de los príncipes y de los mismos cristianos. Una generación más tarde, el historiador jesuíta italiano Pallavicini
quiso mostrar en 1656, siguiendo paso a paso la demostración de Sarpi, que era falsa o estaba falseada de un extremo
al otro. Mas el jesuita permanece absolutamente dependiente del modelo que refuta. Eso manifiesta los límites de la
historia de controversia, específica de esta época. En todo caso, se hace manifiesto que, en lo sucesivo, la historia
eclesiástica está separada, es distinta de la historia profana, y es considerada como una disciplina particular.

El período que se extiende desde finales del siglo XVI hasta finales del siglo XVIII es de los más intensos para los
historiadores de la Iglesia. Aparecen grandes lectores y recopiladores de documentos, que los copian para formar
colecciones de documentos, sin los cuales todavía hoy estaríamos bien desprovistos. Es el caso de los Bollandistas con
la gran serie de los Acta sanctorum, que posee cincuenta y dos volúmenes, caracterizados por un notable espíritu
crítico. Una segunda gran empresa a señalar es la de los Mauristas, los benedictinos franceses de la Congregación de
San Mauro, cuyo centro era la abadía de Saint-Germain des Prés de París. Una serie de grandes historiadores, sabios,
archiveros y paleógrafos, entre los que figuran Mabillon, Marténe y Durand, han trabajado en ello para ofrecer ediciones
críticas de los Padres de la Iglesia. Nos han proporcionado también colecciones de los textos de los concilios, así como
de todos los textos concernientes a la historia eclesiástica de países particulares, como la Gallia Christiana, la Italia
sacra, la Sacrum Illyricum, etcétera.

Es también la época en que vemos aparecer las historias de la Iglesia con una connotación teológica y eclesiológica
particular. Éste era ya el caso con la Reforma protestante. La dimensión eclesiológica adquiere cada vez más im-
portancia en el siglo XVII en el clima de galicanismo y de jansenismo: esto es lo que encontramos en Francia en Claude
Fleury (t 1723) o en Noel Alexandre (t 1724). Del lado protestante, encontramos, por ejemplo, a Gottfried Amold (t 1714),
que presenta no sólo una historia de tipo pietista, sino (también una historia de los herejes de la Iglesia, no para
refutarlos, sino para mostrar, por el contrario, su importancia.

También en este momento se planteó de manera más aguda lo que seguirá siendo siempre, como hemos visto, un
problema capital del historiador: la periodización, pues ésta forma su mismo pensamiento. ¿Cómo puede ser presentada
la materia histórica? ¿Qué corte adoptar? ¿Cómo hacer accesibles las transiciones, los pasajes, las evoluciones?
Según el ángulo desde el que se mire un paisaje, no se ve evidentemente el mismo paisaje. La mirada subjetiva del
historiador describe lo que él ve desde su ángulo de visión, desde su perspectiva.

Hay varios tipos de periodización. Algunas de ellas son teológicas. Otras vienen dictadas por opciones confesionales.
Mons. Jedin propone un ejemplo en la Introducción a sus manuales: ese ejemplo es el de la Summarium historiae ec-
clesiasticae (1697) de Adam Rechenberg, el historiador protestante de Leipzig. Éste adopta el siguiente reparto: Los tres
primeros siglos están agrupados bajo el título: La Iglesia instaurada (Ecclesia plantara); en los dos siguientes la Iglesia
goza de la libertad (Ecclesia libértate gaudens); del siglo VII al X, la Iglesia está en las tinieblas (pressa et obscurata);
gime y se lamenta desde el siglo XI al XV, siglos que, justamente al contrario, para el historiador católico parecen ser los
de su apogeo, al menos hasta el siglo XIII (gemens et lamentans); y, por último, durante los siglos XVI y XVII, gracias al
protestantismo, se encuentra reformada y liberada (repurgata et libérala).

Johan Lorenz Mosheim (t 1755), por su parte, plantea el problema central de la visión teológica del historiador cristiano:
¿cómo reconocer la acción de la Providencia a través de las conexiones de las causas y de los efectos? ¿Cómo habla

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Dios a través de la causalidad? Lo que implica evidentemente la primacía de la visión científica: la Edad Media no se
hubiera planteado nunca semejante cuestión. Vemos plantearse con toda claridad la tensión entre historia científica y
visión teológica, cuestión a la que ya no podremos escapar.

Durante la Aufklárung, la época de las Luces, el hecho de que la historia de la Iglesia es una materia importante de la
enseñanza de la teología ya es un dato adquirido, pero la Iglesia es considerada en este tiempo como una sociedad hu-
mana entre las demás y es tratada con una especial voluntad de objetividad científica. A comienzos del siglo XIX, tras
una devaluación sistemática del cristianismo, se produce una inversión que da prioridad a los elementos profundos,
sensibles o invisibles, estéticos y teológicos, de la religión cristiana, elementos que son además imposibles o difíciles de
aprehender científicamente.

Encontramos ejemplos de lo que venimos diciendo procedentes de la sensibilidad alemana, que pronto dará lugar al
romanticismo, presente ya en Novalis (t 1801) y luego en Friedrich von Schlegel (f 1829). Johann Adam Mohler (t 1838),
que debe ser considerado, en primer lugar, como un historiador de la Iglesia y no como eclesiólogo o dogmático, o
mejor aún, como historiador de la Iglesia que sabía ser eclesiólogo y dogmático, recupera la dimensión mística,
mistérica podríamos decir, sacramental y espiritual de la Iglesia. Presenta la historicidad de la Iglesia como un desarrollo
orgánico de la Revelación. «La historia de la Iglesia, escribe, es una serie de desarrollos del principio de luz y de vida
transmitido por Cristo a los hombres, para unirlos a Dios y llevarlos a su gloria». Esta definición, como se ve, es
propiamente teológica.

El final del siglo XIX es el tiempo de los grandes ensayos de síntesis y de documentación exhaustiva. La Patrología de
Migne, esa obra que comienza a mediados del siglo, se ve seguida por una serie de ambiciosas empresas colectivas de
historiadores y archiveros: el Corpus de la Academia de Berlín dedicado a los Padres griegos y latinos, e incluso más
allá de la historia religiosa, los Monumenta Gertnaniae histórica en el último tercio del siglo XIX. A partir de estas
colecciones se han realizado diferentes ensayos de síntesis. Mons. Hefele, el gran historiador de los concilios, e Ignaz
von Dollinger son los más eminentes representantes de Alemania. Contamos asimismo con intentos de síntesis teoló-
gica entre los cuales es preciso citar especialmente el Ensayo sobre el desarrollo de la doctrina cristiana (1845) de John
Henry Newman. Su obra, que es la de un teólogo, se apoya en una visión histórica. Sus trabajos sobre los arríanos y su
comprensión de la evolución del dogma mariano fueron elementos decisivos en su decisión de unirse a la Iglesia
romana.

En el siglo XX, y a partir de estos antecedentes, se presentaban varias actitudes como posibles ante el historiador de la
Iglesia. Durante mucho tiempo los católicos han adoptado en esta materia una postura apologética, que no es ni nueva
ni específica del catolicismo: se trataba de mostrar que la Iglesia ha obrado en todas las circunstancias como convenía.
Más que una postura previa de simpatía hacia el objeto, cosa necesaria en toda investigación, nos encontramos con un
prejuicio que no tiene mucho que ver con una sana teología. La existencia de una estricta distinción de los niveles es
mucho más rigurosamente teológica. No hay que confundir un análisis, que debe ser científico, contando con los medios
de que se dispone en una época dada, por una parte, y, por otra, una interpretación teológica, cuando ello es posible. Al
contrario, la actitud apologética, que mezcla ambos niveles, desacreditada desde un punto de vista científico, tampoco
es más convincente en teología.

¿Cuáles son las características actuales de la enseñanza y de la investigación en el dominio de la historia de la Iglesia?
Podemos entresacar algunos parametros. En primer lugar la especialización del saber. Ya no es concebible el que un
solo autor -salvo si se adopta la óptica de una presentación general, como ocurre en este libro- se encargue de toda la
historia de la Iglesia. Pertenecemos a una época de división del trabajo histórico entre especialistas.

En segundo lugar, existe un acuerdo en profesar un respeto al documento, facilitado por el creciente acceso a las
fuentes. Una de las grandes fechas, a este respecto, para nuestra disciplina, fue la apertura de los archivos del Vaticano
el año 1884. Por último, se ha adquirido justamente un distanciamiento mediante el recurso a la historiografía como
ciencia, que permite detectar la posición del historiador en una trayectoria. ¿De qué manera ha llegado hasta nosotros la
perspectiva que tenemos sobre un tema determinado? ¿A partir de qué eclesiología, en virtud de qué criterios teológicos

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o morales, o incluso con qué actitud de reacción ante afirmaciones o negaciones precedentes, abordaron nuestros
predecesores un determinado problema? En lo sucesivo, el estudio serio de una cuestión particular debe incluir una
tarea historiográfica.

La historiografía puede renovar completamente el enfoque de un tema. Sabemos ahora, por ejemplo, que existe una
leyenda de la Inquisición, cuyo origen hemos podido detectar: se trata de una obra de comienzos del siglo XIX, la de
Juan Antonio Llórente Histoire de l'lnquisition espagnole, publicada primero en francés el año 1818 (traducida más tarde
al español en el año 1822 con la mención característica Historia crítica de la Inquisición española). Este antiguo
secretario de la Inquisición de Madrid conocía bien los archivos, es cierto, pero su óptica mal intencionada ha reinado
sobre toda la historia de esta institución tan desacreditada, quizás justamente, pero que también tenía derecho a ser
estudiada con imparcialidad. Llórente se servía al menos de textos auténticos, pero ha sido imitado, adaptado y, de
hecho, desfigurado, y, en consecuencia, constituye el origen de esta «leyenda negra» de la Inquisición española.

Está también el increíble caso de la leyenda de la papisa Juana, verdadera creación ex nihilo. No sólo no ha existido
nunca, sino que ni siquiera existe el más pequeño indicio de una prueba de que alguna mujer haya ocupado jamás la
sede de Pedro en Roma. ¡Con este caso entramos en la pura historiografía! Todo se basa sobre lo que se empezó a
decir a partir del día en que un dominico de mediados del siglo XIII, Juan de Mailly, refiere un rumor legendario sobre
esta creencia, pero precisamente como rumor legendario al que no concede ningún crédito. Esta pura invención se
extendió por contagio, durante siglos, añadiendo cada vez más detalles picantes y totalmente inverosímiles. Cabe
descubrir, a pesar de todo, una estructura del relato, que hace intervenir los diferentes fantasmas de la imaginación
popular, o incluso de los mismos historiadores.

La historiografía aparece, por tanto, como una de las vías más instructivas que puede seguir en la actualidad el
historiador de la Iglesia, en la medida misma en que el hecho religioso, más que cualquier otro, parece haber sido
deformado en el pasado. Ha sufrido visiones partidistas que no llegaban a desvincularse de los conflictos
contemporáneos. Cabe esperar que una de las nuevas maneras de hacer la historia en el siglo XX mediante el estudio
de las mentalidades, así como de los comportamientos individuales y sociales, permitirá un enfoque más sereno.

LA HISTORIA DE LAS MENTALIDADES


La historia de las mentalidades forma parte de lo que recibe, más ampliamente, el nombre de «la nueva historia». En la
segunda mitad del siglo veinte, se ha pasado de una concepción de la historia a otra, aunque no se anulan nece-
sariamente entre ellas. Durante mucho tiempo los historiadores se han apegado a una historia de acontecimientos
puntuales (événementielle) o biográfica; para recurrir a una expresión breve y caricaturesca: las grandes batallas
militares y los grandes hombres. E incluso con mayor frecuencia: los grandes hombres que llevaban a cabo las grandes
batallas. Encontramos esta tendencia en el siglo XIX y a comienzos del XX en los manuales escolares, que, por otra
parte, formaban en una verdadera cultura histórica.

Se ha pretendido ampliar el campo a una historia social, demográfica, económica, e incluso a veces psicológica. Así
surgió el interés por las nuevas disciplinas históricas: la psicología social, la sociología histórica, o lo que recibe el
nombre de «psicohistoria», que presenta unos límites más difuminados. La historia económica, ya antigua, ha
encontrado una renovación gracias al progreso de las estadísticas, por no hablar de la informática. Así fue como
aparecieron objetos históricos que aún no habían sido estudiados en cuanto tales. Se les veía de lejos, como quien dice,
pero nunca habían sido tomados como objetos: las ciudades, los medios rurales, la familia o la sexualidad. Como es
natural, se han ido desmultiplicando a continuación: la vejez, la infancia, las mujeres...

Esta «nueva historia» había de tener necesariamente resonancias en la historia religiosa. Se ha tomado pasión por los
comportamientos de la piedad, por las devociones, las peregrinaciones, como fenómenos colectivos, pero también por
las supersticiones, sea cual fuere la definición que se dé de la misma. No se trataba, evidentemente, de un
descubrimiento total de los años recientes. L'Ecole des Annales, revista fundada en Francia por Marc Bloch y Lucien
Febvre en 1929, desde hacía mucho tiempo había despertado el interés de los investigadores por este tipo de

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problemas. Estos precursores, estos pioneros, se interesaban mucho por los fenómenos religiosos, siguiendo su
particular perspectiva.

Más recientemente ha tenido lugar un afinamiento de los métodos y de los objetos de esta historia de las mentalidades
en la esfera religiosa. El interés se ha decantado más especialmente por las canonizaciones. Ahora se trata menos de
analizar y de admirar la santidad de aquellos que eran canonizados, que de investigar las necesidades y las exigencias
del tiempo que opera estas canonizaciones. En consecuencia, se sabe más sobre los que canonizaban que sobre los
que eran canonizados, y de esta suerte se entregaron los historiadores a una verdadera sociología de la santidad, con
sus factores políticos, sociales, pastorales, etcétera.

La historia de las mentalidades no puede prescindir de un estudio de masas: tiene necesidad de estadísticas y de
documentos. Muchos de estos textos son uniformes y estereotipados, con la posible excepción de los testamentos, por-
que en ellos aparece lo que el difunto se tomaba a pecho: sus «últimas voluntades», que revisten un valor solemne. En
el clima religioso del pasado, las disposiciones financieras iban a la par con la piedad, cuando no se mezclaban. Éste es
el fenómeno de las «fundaciones» de misas. Así pues, se han podido estudiar las cláusulas o fórmulas de piedad
aparecidas en los testamentos, o algo todavía más interesante: la ausencia de referencias a la devoción. Ha sido
posible sacar una serie de enseñanzas sobre el tipo de mención encontrado: apelaciones a Cristo, a la Virgen, a los
santos. Se analizará también quiénes son los destinatarios de estas disposiciones testamentarias: las órdenes religiosas
(con sus diferentes espiritualidades), los obispados, los hospitales, etc. Otros se dedicaron al estudio de los registros de
la Inquisición, fuente inagotable de detalles de la vida cotidiana.

De este modo, se han abierto una gran cantidad de nuevos campos al trabajo del historiador, siempre que acepte
trabajar sobre estas fuentes revalorizadas por la «nueva historia». Está, por ejemplo, el «registro de catolicidad»,
expedientes llevados por las parroquias después del concilio de Trento, y que permiten anotar -y controlar- la vida
sacramental de la gente, y, de modo particularísimo, si han cumplido el precepto «pascual» en sus parroquias, como se
exigía a todo buen cristiano desde el siglo XIII. Las actas de las visitas pastorales efectuadas por el obispo, o por algún
representante suyo, son a menudo decepcionantes, porque parecen más relacionadas con las cosas que con las
personas. Nada se ignora sobre el número de candelabros de cada altar, pero nos enteramos de bien poca cosa sobre
el fervor de los feligreses. Las estampas de devoción resultan asimismo una fuente preciosa para conocer la evolución
del gusto en materia de piedad y, sobre todo, para calibrar los temas teológicos o espirituales que están de moda en
una época determinada: las estampas de primera comunión nos permiten seguir, paso a paso, los matices o los acentos
puestos en la presentación pastoral de la teología de la Eucaristía.

Se recurre, pues, a través de vías diversas al arte, a la literatura, al derecho, a la economía, a toda una serie de
elementos por tanto, que, hasta ahora, no se había pensado tener en cuenta en una investigación de historia religiosa.
Es cierto, no obstante, que la iconografía ha jugado siempre su papel en este campo, pero también en este punto los
actuales medios de reproducción o de proyección visual nos permiten escrutar los detalles de una manera más
sistemática o descubrir su estructura.

La literatura de devoción, en lo que tiene de repetitivo e incluso de insípida, todavía no ha sido demasiado explotada.
Los autores que hemos citado, más astutos, se han reservado obras de gran calibre sin preocuparse demasiado de la
producción corriente. Mentes agudas como la de Henri Bremond o Michel de Certeau, cada uno a su manera y cada uno
en su época, han detectado la importancia de las obras maestras de la espiritualidad a través de la comprensión del
conjunto de un período de la historia religiosa y cultural. Ahora tenemos a veces la impresión de estar obligados a medir
la cantidad sin tener la garantía de la calidad.

¿Qué juicio podemos emitir sobre la contribución de la historia de las mentalidades a la historia de la Iglesia? Ha sido
importante y fecunda de cara a manifestar la diversidad de los posibles ángulos de visión. Ha podido ilustrar, por
ejemplo, la definición del niño y de la infancia, asunto sobre el que no nos hubiéramos interrogado de manera
espontánea; nos indica el papel decisivo de la educación; nos informa sobre la percepción de las funciones entre
adultos y niños, etcétera.

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Se presentan nuevos campos con sus propias categorías: la moral sexual, ocultada a menudo en los períodos
precedentes; la moral económica, en tomo a la tesis de Max Weber sobre la relación entre el protestantismo y el
capitalismo, que a su vez ha sido objeto una enorme historiografía. Se ha podido abordar el inmenso campo de la
religión popular: ya hemos mencionado sus diversas fuentes: las estampas piadosas, los manuales de confesores, las
colecciones de sermones, las crónicas de las ceremonias y de las fiestas, etcétera.

En este sentido, todo puede ser interesante, o, al menos utilizable, para la nueva historia, y hasta lo que no resulta
interesante sirve, porque disponemos así, a través de la repetición o de la trivialidad, de un medio para penetrar en la
realidad cotidiana de la gente, en la monotonía de la vida cristiana... Pero es preciso reconocer también los límites de
estos nuevos métodos. Cuando la historia se refería a los santos o a los héroes con sus comportamientos sublimes, se
faltaba a la vida diaria, pero se abordaba aquello que llevaba al hombre a superarse a si mismo y en lo que más creía.
Relegar al hombre sabio, al santo y al héroe en un pueblo, aunque sea el pueblo de Dios, con sus cargas, sus olvidos,
sus dificultades cotidianas, modifica el cuadro de conjunto. ¿Se debe a la casualidad el que Jean Delumeau haya dado
prioridad en la historia religiosa a su aspecto tenebroso y opaco de miedo, de muerte, de necesidad de protección y de
alienación? 10 ¿No ha sido cogido en la trampa de sus propias opciones metodológicas? Dicho de otro modo, parece
más difícil hacer brotar las claridades en una historia de la masa creyente, de la comunidad cristiana.

Si se opta por la historia de las mentalidades debemos referimos a las series, a las repeticiones de los lugares comunes,
de las trivialidades, de los topoi, es decir, de esas expresiones estereotipadas y, a veces, cansinas, transmitidas de un
texto a otro, de un relato a otro, con mínimas variantes, que jalonan los documentos. No se trata, según esta
perspectiva, de dirimir entre las palabras del sabio, del héroe y del santo, por una parte, y las expresiones triviales y
repetitivas, por otra. Más bien hace falta ilustrar unas por medio de las otras, estar dispuestos a juzgar unas mediante
las otras.

La historia de las mentalidades ha enseñado al historiador de la Iglesia una cosa esencial, que había pasado
desapercibida. Atribuimos siempre a los filósofos o a los teólogos lo que se hace con su pensamiento en el curso de los
siglos, sin medir siempre la sobrecarga de los aluviones añadidos. Las representaciones mentales superpuestas
traicionan en definitiva la original. Y, sin embargo, son éstas las que más han pesado en la práctica. Recordemos los
manuales de una cierta moral de la obligación de métodos casuísticos que deformaron el pensamiento de santo Tomás,
completamente centrado, por el contrario, en una ética de las virtudes y de la felicidad.

Una historia de las mentalidades conduce a relativizar el destino ejemplar y, extremando las cosas, posiblemente
conduzca también a relativizar la libre elección del hombre en razón de todos los determinismos que detecta 11. Pone
una sordina al papel de los líderes, de los jefes y de los grandes hombres. Obliga también a una distinción cómoda,
aunque difícil de manejar, entre las élites y las masas.

Conviene, pues, que tengamos bien presentes en nuestro espíritu los límites de los nuevos métodos, que con razón
habremos de utilizar. Son límites inherentes a lo cuantitativo y al material del que se ocupan preferentemente. En efecto,
se puede saber todo sobre los ingresos de un obispado o de las estadísticas de producción de un monasterio en el siglo
XVII, y dejar de lado lo que, de hecho, apasionó a los contemporáneos de Luis XIV, y que pertenece para nosotros a la
historia de las ideas: la bula Unigénitas contra el jansenismo. Hay que evitar polarizarse en un tipo de métodos, sea cual
fuere su interés y su novedad. Armado de esta prudencia, el historiador de la Iglesia puede iluminar verdaderamente
con una luz nueva la vida del pueblo de Dios interrogándose sobre las mentalidades y sus representaciones.

LA HISTORIA DE SEGUNDO GRADO

Este concepto de historia de segundo grado me ha sido inspirado por la obra de un critico francés, Gérard Genette, que
se ha interesado por unos procedimientos y prácticas que él llama la hipertextualidad: la consideración de todo aquello
en que se convierte un texto en las mentalidades y bajo la pluma de otros escritores. Se trata, por ejemplo, de los
plagios, de las continuaciones de obras inacabadas a las que se añade una continuación o un final: y también de las

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transposiciones. A esto es a lo que se llama «palimpsestos», término técnico de la ciencia «diplomática» para designar
un pergamino manuscrito, del que se ha borrado la primera escritura, para poder escribir un nuevo texto, mientras que
todavía se adivina a veces el anterior. Existe, pues, una sustitución por superposición. Esta alegoría nos permite mostrar
cómo la crítica, y por tanto el historiador, puede abordar los textos, y también los acontecimientos, por relación, por así
decirlo, considerando la red de lazos en los que se encuentran insertados en un determinado momento.

De esta guisa, nos interesaremos por la circulación de los textos (y por analogía, por la resonancia de los
acontecimientos), por las citas, las alusiones o incluso por las recuperaciones oblicuas. El texto se despliega en una
multitud de subproductos derivados, degradados frecuentemente y, en cualquier caso, diferentes.

Tomemos un ejemplo del campo de la historia religiosa. La Sagrada Escritura se encuentra evidentemente en el centro
de la historia de la Iglesia, como su fuente, su constante referencia, su modelo inspirador, la base de su enseñanza, etc.
Por esta razón la historia de la exégesis puede aportamos, en el registro de un segundo grado, toda una información
posiblemente derivada, pero irreemplazable. Se puede decir incluso que se encuentra en la encrucijada de la historia de
las ideas, de la historiografía y de la historia de las mentalidades. ¿Qué destino ha podido tener a lo largo de los siglos
el texto de una parábola del Nuevo Testamento? ¿Qué sucesión de interpretaciones podemos encontrar y en qué
reflejan estas interpretaciones las preocupaciones del momento en que esos textos fueron predicados o comentados?
Se trata, en cierta manera, de una historiografía de la hermenéutica.

Hay otros textos religiosos que pueden ser objeto de una investigación semejante: los relatos de milagros, las leyendas,
los EXEMPLA de que están sembrados los sermones medievales. Las imágenes empleadas, las expresiones, y también
las fórmulas mnemotécnicas, van haciendo su camino, toman independencia y libertad y vagabundean en las
mentalidades. Cuántas veces habremos oído citar el adagio: «Extra Ecclesiam nidia salus: fuera de la Iglesia no hay
salvación», que se atribuye, por lo general, a san Agustín, aunque pertenece a san Cipriano (carta 73, 21), lo que indica
ya un desplazamiento del contexto. Pues bien, esta expresión tiene que ser resituada absolutamente en su contexto
teológico y literario, si no queremos incurrir en los contrasentidos generalmente admitidos. No se puede comprender si
no la insertamos en la lucha de Cipriano por la unidad de la Iglesia, tal como aparece en su De Ecclesiae catholicae
unitate del año 251. La historia de la interpretación de esta frase explicada, comentada, refutada, podría, en último
extremo, proporcionamos el marco de una historia de la eclesiología, o hasta servir a la comprensión del dogma de la
Redención.

El procedimiento es, además, clásico, pero tiene que ser retomado incesante y sistemáticamente. En 1939 el padre de
Lubac pudo poner de manifiesto en Corpus MYSTICUM el lazo existente entre la Eucaristía y la Iglesia en la Edad
Media mediante el estudio de esta expresión de «Cuerpo místico».

En su obra titulada Seuils (Umbrales), muestra Genette que, en los textos escritos, conviene fisgar en los rincones del
libro o del manuscrito. Cabe interesarse por todo lo que no es propiamente el texto: los títulos, los prefacios, las dedi-
catorias, los prólogos, las glosas, los márgenes, las ilustraciones, etc. Esto puede indicarnos también una nueva manera
de hacer la historia de la Iglesia. Tomemos el ejemplo del texto de la Escritura, tal como estaba disponible en texto
manuscrito o impreso.

La presentación general del texto bíblico es decisiva en virtud del papel que está destinado a desempeñar en una
determinada generación de cristianos. Es conocida la importancia de las notas con que se ilustra el texto inspirado. Por
otra parte, la historia de estas anotaciones bíblicas es paradójica. Al final de la Edad Media son tan abundantes y
contradictorias, que se refutan entre ellas mismas. Las Glosas, las Apostillas de Nicolás de Lyra y de sus continuadores
terminan por ahogar la misma Escritura, por encerrarla, materialmente, en la presentación tipográfica, y también
espiritualmente, haciendo el acceso al texto inspirado cada vez más difícil al lector. Más tarde, en el siglo XVI, los
humanistas «evangélicos» vuelven al texto desnudo, sine glossa, pero los más atrevidos lo anotan de nuevo para
indicar, o mejor insinuar, las interpretaciones de la «fe nueva», como se decía por entonces. Los católicos se opusieron
primero, para cambiar pronto de postura a fin de indicar también ellos la opción exegética ortodoxa. Por último, a partir
del siglo XVII, se estabilizan las opciones: los protestantes, en nombre de la Scriptura sola, rehúsan las anotaciones que

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las autoridades católicas exigen ahora bajo pena de prohibición de la difusión de la Biblia. En la época ecuménica se ha
llegado a un acuerdo sobre una anotación común, reservando la posibilidad de indicar opciones confesionales de vez en
cuando.

La Edad Media conoció el fenómeno de las citas, puesto que ya no se refiere al texto mismo de los Padres de la Iglesia,
sino que se toma de las «cadenas».

Esto es verdad también en lo concerniente a los comentarios, que terminan por eclipsar el texto de referencia, olvidado,
ahogado, encerrado en sus glosas: se comenta el comentario. Éste fue el destino de la Biblia en el siglo XV, y también
el de Aristóteles y el de Platón, lo que nos permite comprender la llamada a un retomo a las fuentes lanzada a grandes
voces por los humanistas.

Existen también notas marginales escritas a mano por el lector, que constituyen una fuente notable para el historiador.
En los manuscritos medievales, en los incunables del siglo XV, en los libros, nos encontramos frente a reacciones vivas
y espontáneas de algún lector. El caso de Erasmo es muy característico de la fecundidad de un acercamiento crítico
detectado por la historia de los «umbrales»: en efecto, su «filosofía de Cristo», quizás para no darle el aspecto
sistemático que él mismo reprocha a la teología escolástica, no se encuentra contenida en un gran tratado, sino
diseminada en una serie de textos, que erraríamos al considerarlos como anexos: sus prefacios al Nuevo Testamento,
conocidos con los nombres de Paraclesis, de Methodus, de Apología, pero también sus Anotaciones, que no cesa de
perfeccionar, de retomar, de precisar y, sobre todo, de aumentar, pasando de alrededor de cuatrocientas en 1516 a
cerca del doble en 1535. Esto es, por lo demás, una costumbre de la época. La Institución de la Religión cristiana de
Calvino, aumenta de volumen en cada edición entre 1535 y 1560, lo mismo que los Ensayos de Montaigne entre 1580 y
la versión postuma de 1595. Podemos entregarnos así a una comparación minuciosa, para evaluar y datar la progresión
o las vacilaciones de un pensamiento.

Así, el historiador saca partido de todo aquello que el texto no puede enseñarnos por sí mismo y, a través de ello,
aborda, consecuentemente, nuevos objetos, pues también aquí todo se vuelve objeto. Hasta tal punto que se procederá
por muestreo, por lo indefinida y casi infinita que se ha vuelto la materia.

Hacer historia de la Iglesia implica el conocimiento de las nuevas adquisiciones y de los nuevos métodos. Pero es
importante no descuidar, por ello, la historia, más tradicional, de la cultura, de las ideas, que exige un conocimiento de la
cronología, de los acontecimientos, así como de la vida y de las acciones de los grandes hombres. Si bien podemos y
debemos aprovechar esta nueva mirada, tenemos que evitar caer en una especie de «nominalismo histórico», donde lo
que es particular, a partir del momento en que pertenece a una serie, se convierte en la última palabra sobre la historia.
En efecto, el «nuevo historiador» puede convertirse en esclavo de la estadística o de un enciclopedismo voraz que le
obligan, además, o bien a no concluir nunca, o bien a proponer síntesis difícilmente verificables. Porque, en cualquier
circunstancia, el estudio de lo que dice un texto, de lo que ha hecho o escrito una personalidad, de las huellas que ha
dejado un acontecimiento, abre un campo limitado, circunscrito, a la sagacidad del historiador.

Este último no ha de olvidar nunca mantener una distancia, punto en el que logran estar de acuerdo todos los
historiadores, sea cual fuere su especialidad o su tendencia filosófica o religiosa, o su temperamento. Tendrá, pues, que
evitar implicar sus preocupaciones, apologéticas en el caso del historiador creyente, políticas o ideológicas para los
otros. En este sentido se ha dicho que el historiador no tiene patria (Paul Veyne).

Pero, ¿cómo proceder si, en virtud de la fe, se debe confesar que existe una patria celestial? El autor de la carta a
Diognelo, que vivió en el siglo II o III, exclama en un pasaje muy conocido: «Los cristianos residen cada uno en su
patria, pero como extranjeros (...) pasan su vida en la tierra, pero son ciudadanos del cielo» ( A Diognelo, V, 5-8).

¿Qué puede decir el historiador de la Iglesia, cuando mira como teólogo, hacia esta patria celestial, describiendo a la
vez los acontecimientos del tiempo humano? ¿Cómo hacer aflorar lo transcendente en la historia, siendo que el tiempo
de Dios, si la expresión tiene sentido, y el tiempo del hombre no se anulan, sino que coexisten, como en el misterio de la

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Encamación? Como en la reflexión cristológica, también aquí se manifiestan dos tendencias que se oponen: una historia
más providencialista y una historia más «naturalista». Ambos temperamentos se enfrentan en toda interpretación y eso
mismo tiene que ser considerado en la historiografía.

El propósito de este libro en sus capítulos centrales (del 3 al 14) será el de presentar el desarrollo experimentado a lo
largo de los siglos, considerando el modo en que la Iglesia se sitúa en relación con las civilizaciones, por una parte, y en
relación con sus propias crisis y sus propias tentaciones, por otra: desafíos exteriores y desafíos interiores. La osadía de
la empresa tiene que ser situada en la modestia de un ensayo de comprensión, que no pretende ser ni sintético ni,
sobre todo, exhaustivo. Este ensayo corresponde a lo que un historiador, encargado frecuentemente de presentar las
grandes líneas así como los detalles de la evolución de la Iglesia a públicos diferentes, estima, como conviene en un
manual, ser lo más característico y lo más digno de atención para un primer contacto.

El historiador inglés Amold Toynbee (1889-1975), muy sensible además a la dimensión religiosa, ha puesto de relieve la
idea de la presencia de un desafío como motor del crecimiento o de la decadencia de las civilizaciones. Este challenge,
que puede ser de muy diversa naturaleza —climática, económica, demográfica, etc.- engendra, para superarlo, una
civilización. Cuando la fuerza de creación, de respuesta, de invención, disminuya, entonces se deshará la civilización.
A finales del siglo pasado, un historiador belga, Godefroid Kurth, sistematizarlo aplicó este principio a la historia de la
Iglesia, aunque bajo la forma de preguntas: «¿Cómo ha cumplido la Iglesia su misión? ¿Ha poseído siempre, a lo largo
de los diecinueve siglos que acaban de transcurrir, la inteligencia necesaria a los múltiples y cambiantes problemas que
se le planteaban? ¿Ha sabido hablar la lengua de todos los siglos que ha atravesado y familiarizarse con el genio de
todos los pueblos que ha encontrado en su camino? ¿Ha sido, ha seguido siendo verdaderamente la sociedad universal
que contiene en sus flancos toda la civilización, o no es sino una de las formas efímeras en las que, en un momento
dado, habría encamado el espíritu humano sus aspiraciones eternamente cambiantes?».

Entendámonos bien, no se trata aquí de intentar describir o de recuperar una especie de «civilización cristiana»
inmutable en la historia a través de las contradicciones, aunque haya tenido sin duda, durante la Edad Media, una
realidad tangible y pueda seguir siendo una especie de «utopía creadora». No se trata tampoco de ver cómo puede
atravesar el cristianismo toda civilización o toda cultura, sino también cómo puede ser atravesado por ellas. En eso
consiste la vocación de la Iglesia: no echa sus redes desde el exterior, como si existiera al margen de una Encamación,
sino que obra desde el interior, como la levadura en la masa, y la comparación evangélica se revela aquí perfectamente
adecuada. Más aún, los desafíos que ella encuentra procedentes del exterior vienen a menudo acompañados, o bien
son reemplazados, por una serie de tentaciones que, esta Iglesia santa compuesta de pecadores, encuentra en sí
misma. Estos desafíos interiores no son necesariamente faltas, sino a menudo valores menores, o secundarios, o
menos puros, o simplemente menos adecuados a su misión de anuncio de una salvación venida de arriba.

Si bien tomamos este término de desafío del historiador británico Amold Toynbee, que veía en él uno de los resortes de
la historia de las civilizaciones, lo hacemos en un sentido un tanto diferente. Pero es un hecho que la Iglesia, durante
toda su historia, ha debido, con muchísima frecuencia pagando el precio de desgarros y contradicciones, rechazar la
imagen del hombre o de la ciudad o incluso de sí misma, que la civilización ambiente le ofrecía.

Siguiendo la lógica de la Encamación, la Iglesia tiene en cuenta las civilizaciones que atraviesa, se sumerge en ellas, las
sirve y con mayor frecuencia las ama. Pero será bueno que meditemos aquí sobre su conducta, durante sus dos mil
años de experiencia, con la mayor atención. En efecto, hasta en los momentos en que encuentra la mayor afinidad con
la civilización ambiente, a menudo porque es social e intelectualmente predominante, como fue el caso durante los dos
o tres siglos que duró el apogeo de la cristiandad latina (siglos XI-XIII), y quizás todavía más tiempo en el caso de la
Iglesia bizantina, hasta en esos momentos, decíamos, su misión le obliga a tomar sus distancias, e incluso a superar los
diferentes desafíos que encuentra en esta civilización. La Iglesia vive, pues, en cierta manera, entre los hombres como
si no viviera entre ellos (1 Co 7, 29-31): es algo que se le reprochará siempre.

Sin hablar del relativismo que el Imperio romano le proponía a la Iglesia durante su primer siglo (acompañado de la
tentación de sectarismo, que encontraba en el judaismo desde su nacimiento), pongamos algunos ejemplos de lo que

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venimos diciendo: ante la feudalidad occidental, la Iglesia no cesa de afirmar la independencia del dominio espiritual: se
trata del famoso conflicto entre el Sacerdocio y el Imperio; en el momento en que el pensamiento se hace autónomo en
relación con la teología, la santidad del pueblo de Dios inventa nuevas formas de piedad y de imitación de Cristo;
cuando el humanismo aporta una esperanza de renovación, la Iglesia pone un cuidado exquisito en discernir en esta
renovación entre la tentación del neopaganismo -siempre dispuesto a regresar-y una auténtica «filosofía de Cristo», que
no rechaza los valores así redescubiertos; en el tiempo de los cismas, de las desviaciones doctrinales de la Reforma, la
Iglesia romana, a veces con excesiva inflexibilidad, reafirma la ortodoxia y la unidad de la fe en tomo a Pedro, etcétera.

El historiador no disimula que el diálogo entre la Iglesia y la sociedad ha sido casi siempre conflictivo. Ciertamente
existen valores positivos, que conviene reconocer e incluso asimilar, y el historiador descubrirá luces en las diversas
civilizaciones, pero existe también un «espíritu del mundo», que es irreductible al mensaje evangélico. Ocultárnoslo u
ocultarlo sería engañamos gravemente. El combate con el «Príncipe de este mundo» no terminará sino con el tiempo
mismo. Tanto más por el hecho de que los desafíos exteriores van siempre acompañados de desafíos provenientes del
interior mismo del cuerpo, sometido a tensiones violentas. Intentemos ahora volver a trazar este largo camino.

BIBLIOGRAFIA
Bernard Guenee, Occidente durante los Siglos XIV y XV. Los Estados. Labor. Barcelona. 1985.
León-E. Halkin, Initiation a la critique historique, Cahiers des Annales 6, París. 1973,

III. LA IGLESIA Y EL DESAFÍO DE LA UNIVERSALIDAD


ENTRE EL JUDAÍSMO, EL HELENISMO Y EL PAGANISMO

El cristianismo, en virtud de su nacimiento, parecía destinado a realizarse y a permanecer, en la historia, como una
pequeña secta judía, constituida hacia el año 800 del calendario romano, bajo los emperadores Tiberio, Calígula,
Claudio y Nerón, en tomo a los discípulos de un taumaturgo llamado Jesús de Nazaret. Los miembros de esta secta,
que habría coexistido con la saducea o la esenia, quizás se hubieran llamado galileos o nazarenos, si no fuera porque
en Antioquía, a orillas del Orontes en Siria, y quizás por burla, no hubieran recibido el sobrenombre de «cristianos» (Hch
11, 26).

El desafío que encuentra la primitiva Iglesia, durante los tres primeros siglos, se lo presentó el mismo Cristo. El final del
evangelio de Mateo refiere el mandato solemne dado por Jesús después de su resurrección: «Id y haced discípulos de
todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19).

El día de la Ascensión la Iglesia sabe ya que su misión la llevará «hasta los confines de la tierra» (Hch 1, 8). Desde
entonces comienza a buscar su propia vía, rehusando, a la vez tanto, el judaismo como el sincretismo.

El desafío será superado en cuatro tiempos: la ruptura con el judaismo: la confrontación con las religiones y filosofías
antiguas; la adopción del cristianismo por parte del Imperio romano; la profundización en una doctrina confesada por
todos. La Iglesia encontrará de este modo la base de su universalidad religiosa, intelectual y cultual y, por último, social.

EL DILEMA DE LA RELACIÓN CON ISRAEL


Desde el punto de vista de la universalidad, la ruptura con el judaismo no era go que cayera por su propio peso. Existía,
efectivamente, una difusión geográfica de la diáspora judía por todo el Imperio romano, muy anterior a la destrucción del
Templo el año 70. Según Filón, contemporáneo de Cristo, no había menos de un millón de judíos solamente en la
ciudad de Alejandría. Bajo el emperador Claudio (t 54) eran seis millones de judíos los que habitaban en el Imperio, de
los cuales menos de un tercio habitaban en Palestina. Por eso los apóstoles, y en particular san Pablo, van a predicar a
las sinagogas de' la «diáspora». En la misma Jerusalen los judíos helenistas, como dicen los Hechos de los Apóstoles
(6, 1), vueltos de la «diáspora», leían la Biblia en griego, la nueva lengua del Imperio en Asia desde las conquistas de
Alejandro. Con el judaismo, los discípulos de Cristo disponían, por una parte, de la gran ventaja de una religión lícita,

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permitida de manera oficial en el Imperio y respetada, al menos en sus instituciones, por los conquistadores, y. por otra,
de una lengua, el griego, suficientemente universal como para llevar el nombre de lengua común, en la que se
redactarán además los evangelios.

El judaismo no ponía verdaderamente en peligro la expansión misionera del cristianismo entre los paganos, en la
medida en que había aceptado una categoría, en cierto modo intermedia, compartida con aquellos que recibían el
nombre de «prosélitos de la puerta» (por no poder franquear la puerta del Templo) o, mejor aún, «los que temen a
Dios». No se les exigía ni la circuncisión ni la observancia total de la Ley. ¿No daba acaso esta consigna Hillel, el gran
doctor fariseo de la época: «Ama a las criaturas y condúcelas a la Torah»? Jesús mismo hace alusión a la intensidad de
la misión judía: «Escribas y fariseos hipócritas, que recorréis mares y continentes para ganar un prosélito» (Mt 23. 15).

En este caso, ¿por qué vemos en los Hechos de los Apóstoles que, no sin discusiones, no sin desviaciones en relación
con la línea elegida, los apóstoles, y especialmente Pedro y Pablo, arrastran a la primera comunidad cristiana hacía la
ruptura con Israel? El proceso comienza, al menos en el plano literario, con el discurso del diácono Esteban, proto-
mártir; se trata de una requisitoria contra el endurecimiento del corazón de los judíos así como de un resumen de la
historia de la salvación (Hch 7). Después la visión de Pedro en Joppe (Jaffa) (Hch 10) abolió la distinción entre lo puro y
lo impuro, sobre la que reposaban todos los mandatos del Deuteronomio y del Levítico, seguida del bautismo del
centurión Cornelio precisamente un hombre «temeroso de Dios».

Más adelante, a consecuencia de la predicación de Pablo a los paganos, aparece la controversia en tomo a la
circuncisión, sobre la mezcla de las relaciones entre ellos y los judíos y sobre la observancia de la Ley, resumida en el
capítulo 15 de los Hechos de los Apóstoles. El «Concilio de Jerusalén» decide enviar una carta apostólica que permite
conservar las relaciones entre cristianos procedentes del paganismo y los que venían del judaismo, en unas condiciones
aceptables para estos últimos, sin escandalizar a aquéllos: «El Espíritu Santo y nosotros hemos decidido no imponeros
otras cargas que éstas». Vienen, a continuación, cuatro excepciones (Hch 15. 28-29) que proceden del rechazo de la
idolatría, bajo cualquier forma, un rechazo que ha constituido la grandeza de la resistencia judía, como atestigua el libro
de Daniel o los de los Mártires de Israel.

No era sólo por sus ritos o, al menos, no por ellos en primer lugar, aunque la vida cotidiana estuviera impregnada de
ellos- por lo que el judaismo planteaba un desafío a los primeros cristianos. Se trataba de un cuestionamiento propia-
mente teológico. San Pablo lo muestra en la Carta a los Calatas y después en la dirigida a los Romanos: si la Ley
encuentra su valor conferido por la fe (Rm 3. 31), por la fe «lodos aquellos a quienes anima el Espíritu de Dios son hijos
de Dios» (8, 14). Ha nacido un nuevo Israel que tiende la mano hacia el antiguo pueblo elegido (10, 21) y lo integra si
reconoce en Cristo al Mesías esperado pollos Patriarcas y por los Profetas.

Pablo resuelve, rebasa, supera podríamos decir, su potente oposición dialéctica entre judíos y gentiles poniendo el
acento sobre «el Israel de Dios» (Ga 6, 16) que es único. Se alegra del nuevo Pueblo que entra en otra dimensión, en
otro tiempo, podríamos decir, en el tiempo cristiano. Comentando Rm 9. 24, el teólogo Erik Peterson que había pasado
a la Iglesia católica procedente del protestantismo en 1929, penetra, en unas líneas escritas en Alemania el año 1933 en
el corazón de la novedad sacada a la luz por san Pablo: «La predestinación de la Ecclesia a la Gloria exige que judíos y
gentiles sean invitados a entrar en la Ecclesia. La vocación de los gentiles a entrar en el Pueblo de Dios suprime, pues,
la distinción judía entre judíos y gentiles. Pero en virtud de eso se encuentra asimismo trascendida la idea judía de la
elección según la cual un determinado pueblo único ha sido elegido en oposición a los pueblos que están en el mundo...
La vocación de los gentiles al pueblo de Dios no es simplemente una ampliación numérica... No, para que haya
vocación de los gentiles es preciso que la idea judía de la elección haya sido ya trascendida. Ahora bien, esto no es
posible más que en el tiempo escatológico. En el tiempo del mundo, sólo Israel es y sigue siendo el pueblo elegido y
ninguno de los pueblos paganos podrá ser nunca recibido en el pueblo de Dios ni siquiera intentar retomar la realidad
del pueblo elegido. Mas el tiempo de la Iglesia es el tiempo escatológico que ha comenzado a partir de la vocación de
los gentiles a entrar en el pueblo de Dios»

23
Si bien los teólogos del siglo II, como Ireneo, Cipriano o incluso Tertuliano, exaltan más bien al Veras Israel, que parece
coincidir con la Gran Iglesia ya constituida, el desafío de la universalidad, tal como fue superado por san Pablo, no lo fue
por exclusión o por rechazo, sino por integración en una visión teológica, aunque se tratara también de rechazar el
nacionalismo teñido de mesianismo que existía en Palestina.

Hondamente ligado al misterio de Israel, el de los paganos en que se manifestaba la universalidad de la salvación
ofrecida en Cristo llevaba en sí también temibles peligros y exigía practicar una serie de discernimientos.

LA CONFRONTACIÓN CON LAS RELIGIONES Y LOS PENSAMIENTOS ANTIGUOS


Los Hechos de los Apóstoles muestran, en distintas ocasiones, a la primera evangelización cristiana enfrentada con la
religiosidad exacerbada de ciertos grupos populares: pensemos en la entusiasta acogida de Pablo y Bernabé en Listra
donde, habiéndolos tomado por Zeus y Hermes, el sacerdote y las masas quieren ofrecerles un sacrificio (Hch 14, 12-
14). Fue preciso adaptar la predicación evangélica a las expectativas de los paganos, separando con sencillez la no-
vedad de Cristo.

¿Estaba el cristianismo en continuidad con los cultos antiguos o, por el contrario, marcaba una profunda ruptura de
mentalidad, de modo de ser y de comportamientos? Antes de responder a esta cuestión, quizás sea necesario releer un
texto que Franz Cumont, el gran sabio de la historia de las religiones, escribía en 1905: «Suponed que la Europa
moderna haya visto a los fieles desertar de las iglesias cristianas para adorar a Alá o a Brahma, para seguir los precep-
tos de Confucio o de Buda, adoptar las máximas del sintoísmo; representémonos una gran confusión de todas las
razas del mundo, donde ulemas árabes, letrados chinos, bonzos japoneses, lamas tibetanos, pandits hindúes
predicaran a la vez el fatalismo y la predestinación, el culto a los antepasados y la consagración al soberano divinizado,
el pesimismo y la liberación por el anonadamiento, donde todos estos sacerdotes elevaran en nuestras ciudades
templos de arquitectura exótica y celebraran en ellos sus ritos disparatados; este sueño que quizás se realice en el
futuro, nos brindaría una imagen bastante exacta de la incoherencia religiosa en que se debatía el mundo antiguo antes
de Constantino».

Esta religiosidad que se apoya en una proliferación de religiones asiáticas, esta invasión que es algo así como una
revancha de los mismos vencidos invadidos por Roma era. a la vez, una posibilidad y un peligro para la religión de
Cristo. Ciertamente el «Orantes ha derramado sus aguas en el Tíber», tal como exclamaba Juvenal (año140); todos los
cultos, con sus misterios y sus cultos extraños, eran tolerados. ¿Por qué hacer una excepción con el cristianismo?
Además, la religión judía, con su intransigencia, ¿no era reconocida en el Imperio como «religión lícita»?

Sin embargo, los cristianos no van a ser aceptados. Según Tácito, no tienen religión; son ellos los «ateos» en el senlido
etimológico: no tienen dioses. Su «misantropía» les convierte en un género aparte, inclasificable e irrecuperable en la
ciudad antigua. Los paganos, tolerantes con todo, van a mostrarse intolerantes porque los cristianos no pueden tolerar
otro Dios que el suyo.

Por tanto, en el plano de los ritos y de los comportamientos, sea lo que fuere de los fallos eventuales, y a pesar de una
cierta historiografía, que gusta de encontrar huella de paganismo en los primeros siglos de la Iglesia primitiva, es preciso
insistir en la ruptura que se opera con la llegada del ideal cristiano, y, por consiguiente, de la revolución social que tiene
lugar con la conversión del Emperador a la nueva religión.

«Los cristianos han modificado las maneras en que se consideraba los grandes encuentros que se llevan a cabo en una
vida: encuentro del hombre con la mujer; encuentro de la gente con sus dioses... Los cristianos modificaban la actitud
ante la única certeza de esta vida que es la muerte. Aportaban también un cambio en el grado de libertad con el que la
gente podía optar por acoger lo que pensaban y aquello en que creían»

De esta suerte, la conversión de un pagano al cristianismo exigía de él una serie de renuncias que le cortaban de su
medio e iban a contracorriente de su educación y de sus sentimientos íntimos: ¿acaso no debía renunciar a la vengan-
za, a la lujuria o al desorden de los sentidos, a la magia y a la superstición

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Los autores cristianos exigen una actitud de claridad con respecto a las religiones paganas y las desmitologizan: así
podemos ver en el siglo IV a Finnicus Maternus, posiblemente por haber sido un maestro de astrología, materia sobre la
que había escrito un tratado, emprenderla, una vez convertido, con los «errores de las religiones profanas», con los
cuatro elementos divinizados: el agua bajo el nombre de Isis; el fuego adorado por los adeptos a Mitra: la tierra que es
Cibeles, la diosa madre: y el aire con el culto de Juno la celeste.

No es imposible que los cultos orientales hayan podido contribuir a volver permeable el terreno donde se desarrolló el
cristianismo: acostumbrando la piedad occidental a un ritmo cotidiano solar o estacional, quizás incluso, como se ha
dicho, inculcándole la noción de un dios sufriente y salvador, como Dumuzi, ese dios babilónico tan cercano a Adonis
entre los griegos, haciéndole percibir el sentido de una devoción mística o «mistérica».

Más allá de la religiosidad popular, estaba el mundo intelectual pagano. Los apóstoles quisieron tocarlo y convencerlo:
ése fue el papel del más brillante y cultivado de entre ellos: Pablo de Tarso. Ahí reside el sentido de su famosa pre-
dicación en Atenas, que era entonces la capital de la cultura antigua. Tuvo lugar en el año 50. Citando docta y
hábilmente a los poetas Epiménides de Cnosos y Aratos retomados por Cleanles el filósofo estoico del siglo III antes de
nuestra era, autor de un Himno a Zeus. Pablo intenta hacer reconocer en Jesús al «Dios desconocido» (Hch 17, 23),
pero fracasa cuando evoca la fe en la resurrección de los muertos, al parecer tan extraña a las representaciones de esta
población mezclada que ociosa, se había apresurado a escucharle. A pesar de todo, se le une un pequeño grupo de
atenienses y tendrá mucho más éxito en Corinto cuyos habitantes, de una sensibilidad y de origen más onentalizado,
tenían quizás una mayor aptitud para la religión que los griegos racionales y racionalistas.

Así, desde los capítulos 17 y 18 de los Hechos de los Apóstoles vemos al cristianismo en diálogo intelectual con las dos
ciudades, que representan de manera emblemática el helenismo filosófico, por una parte, y la sensibilidad religiosa, por
otra: Atenas y Corinto. Para san Lucas, las «naciones», los gentiles, no carecen de un cierto conocimiento gozoso de
Dios, puesto que pueden dar gracias por haber sido «colmadas de alimento y de alegría» (Hch 14, 17). San Pablo
afirmará este conocimiento natural de Dios usando términos más severos y solemnes: «lo que hay de invisible desde la
creación del mundo se deja ver a la inteligencia a través de sus obras: su eterno poder y su divinidad» (Rm 1. 20). Pos
hombres, en su pretensión a la sabiduría, ¿se han vuelto locos, se han perdido en sus razonamientos (Rm 1, 22-23) o
podemos encontrar en los esfuerzos de los sabios una «preparación evangélica»? El debate fue ardiente en los
primeros tiempos del cristianismo y durará, de hecho, a lo largo de toda su historia.

A finales del siglo II, Teófilo de Antioquía. en su «Apología a Autólico» o Tertuliano, a comienzos del siglo III, manifiestan
un rechazo de la cultura pagana. Pero, antes de su época. Justino, que tras un largo itinerario intelectual, se convirtió al
cristianismo hacia el año 130, tiene una actitud completamente diferente. Habiendo, en cierto modo, agotado los
sistemas filosóficos de su tiempo, siente «encenderse un fuego en su alma»: el de la Verdad de Cristo. Pero esto fue
para él un cumplimiento más que una ruptura: las filosofías que había frecuentado eran incompletas, mas en lo que
tienen de verdadero y de justo, poseen «semillas de verdad». Es el Verbo de Dios, el Logos quien desde siempre repar-
te estos gérmenes de luz y de verdad". Denunciado posiblemente como cristiano por un filósofo de la escuela cínica.
Justino fue martirizado el año 165 bajo el remado del emperador Marco Aurelio, que fue también un filósofo impregnado
de estoicismo.

El itinerario de Justino es admirable y es preciso que midamos su alcance. En efecto, los apologistas cristianos, entre
los que se encuentra Justino, no fueron los primeros falsificadores que habrían traicionado el Evangelio, adaptándolos y
reduciéndolo a la filosofía griega, según una calumnia que perdura a través del tiempo. Los apologistas no llevan a cabo
una obra de conciliación sino de integración de la sabiduría de los Antiguos en el misterio del Verbo de Dios. Lo que
está en causa es nada menos que la universalidad del mensaje: el encuentro de la realidad del pensamiento y del
mundo con la del misterio cristiano. La afirmación es ontológica: pertenece a lo que nosotros creemos que forma parte
del ser mismo del hombre. Todo hombre, por el hecho de serlo, tiene un parentesco con el Verbo que lo ha creado; este
parentesco le permite recibirlo: lo vuelve capaz de Dios. Este grandioso lema será retomado por Clemente de Alejandría
(t ca. 215), que presenta a Cristo como el Pedagogo que enseña la vida moral.

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Estos autores son, por consiguiente, muy sensibles a todas las «preparaciones evangélicas», usando la expresión de un
historiador-teólogo más tardío llamado Eusebio de Cesárea (t ca. 340), pero chocan contra las negativas paganas. A
mediados del siglo II Celso, refutado por Orígenes, había reafirmado el «Verdadero Logos» contra los cristianos.

De hecho, la primera teología cristiana ha adaptado las categorías religiosas semíticas que le venían del Antiguo
Testamento a las culturas de su tiempo. La terminología estoica que se encuentra en el pensamiento paulino sirvió a los
intelectuales cristianos para dar cuenta, por ejemplo, de la generación inefable del Verbo. Es natural que Platón tuviera
influencia en el pensamiento cristiano: un teólogo tan profundamente bíblico como Orígenes (t 254) es tributario del pla-
tonismo medio de su tiempo en su doctrina del Logos. Los Padres de la Iglesia colocan en el centro de su investigación
el descubrimiento de un Plato christianus contemplado sobre todo en el Titneo.

Efectivamente, el cristianismo primitivo pone mucho cuidado en evitar lo que pudiera parecer una contaminación, un
sincretismo. Desde el punto de vista filosófico debe luchar contra el enemigo más sutil y más peligroso: la gnosis, que
cuenta con múltiples ramificaciones, un «criadero de setas» como dice Ireneo obispo de Lyón (t. 200), en su Tratado
contra las herejías donde coloca todos los grandes principios cristianos contra un dualismo recurrente en el
pensamiento humano. En el siglo siguiente. Orígenes combate con, todas sus fuerzas la infiltración gnóstica: cuando se
lee su exégesis de san Juan, se comprende la diferencia entre la clara doctrina de la salvación en Cristo y las enso-
ñaciones sincretistas de una gnosis que renace sin cesar.

En esta tensión entre el discernimiento, destinado a evitar una insidiosa infiltración de doctrinas incompatibles con la
Revelación, y la atención simpática a aquello que pudiera prefigurar a Cristo, cuyo símbolo poético sigue siendo la
Sibila, la profetisa de los extraños oráculos de Apolo, el arte cristiano permite comprender este esfuerzo de integración
realizado por el primer cristianismo.

Cabe tomar a título de ejemplo al Cristo atrayendo a sí a todos los hombres, representado, en particular, sobre un techo
de la catacumba de san Calixto de Roma: tiene los rasgos de Orfeo. poeta y músico encantando a las fieras, hijo de la
elocuencia, con las dos palomas posadas sobre un árbol situado junto a él, acentuando la semejanza con el Buen
Pastor. Lo encontramos de nuevo en Ravena en el mausoleo de Gala Placidia hacia el año 450.

Cuando se conoce la importancia simbólica de Orfeo en el helenismo, como triunfo de las fuerzas del mal en el más allá,
se calibra el poder de integración del cristianismo que encuentra aquí una poética prefiguración de Aquel que remonta
de los infiernos Podríamos evocar aquí aún al Cristo-Helios de la necrópolis vaticana. De ahora en adelante el «Gran
Pan» ha muerto: el hombre-fiera ha sido reemplazado por el Hombre-Dios. Es el fin del mundo pagano.

LOS CRISTIANOS Y EL IMPERIO

Antes del reconocimiento del cristianismo por el Imperio, los cristianos debían verdaderamente usar de este mundo
como si no usaran de él (1 Co 7, 31). Había muchas cosas que les repugnaban en la sociedad antigua, mas las
toleraban o despreciaban con una especie de no-conformismo social. Sin embargo, no podían resolverse a sacrificar a
los ídolos y al Emperador, divinizado desde Augusto. En esto consiste incluso el test que les impone Plinio el Joven
siendo gobernador de Bitinia.

Volveremos a encontrar, a lo largo de toda la historia de la Iglesia, esta imposibilidad radical de aceptar la divinización
del Estado, sea el que fuere. El cristianismo no ha predicado nunca la rebelión contra las autoridades civiles, bien al
contrario, como atestigua el capítulo 13 de la Carta a los Romanos. No deseaba sino aprovechar también la paz del
Imperio. Lo único que no podía aceptar era la idolatría, aunque fuera formal o benigna. Mas para el emperador Decio en
el año 250, y después para Diocleciano en el 304 este rechazo se convirtió en atentado contra la dignidad y, por tanto,
contra la seguridad del Estado. Ésta es la época de las persecuciones, no de manera continuada, pues hay períodos de
respiro, sino por bocanadas sangrientas. Pero, como dice Tertuliano, «la sangre de los mártires es semilla de
cristianos».

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Es un hecho que el desarrollo del cristianismo va a la par con el de las pretensiones imperiales en el dominio religioso.
De Nerva (t 98) a Septimio Severo (+211) se llega a la deificación del Emperador en vida. Las leyendas que corrían
sobre los cristianos y sus pretendidas reuniones secretas y sangrientas, excitaban a la opinión pública que propagaba la
acusación de sedición perpetua y sistemática.

Hubo algunas grandes oleadas de persecuciones oficiales que los primeros historiógrafos cristianos, como Lactancio y
sobre todo Orosio en su Historia contra los paganos (417), han pretendido cifrar en diez para conformarlas con el
número de las plagas de Egipto.

El primer ataque procede de Nerón: el año 64 se descarga sobre los cristianos de Roma la responsabilidad del incendio
que había devastado la ciudad. La represión no parece haber ido más allá de la ciudad de Roma, pero designa por
primera vez a los cristianos como objeto de la venganza pública. Los martirios de Pedro y de Pablo están fechados en
los años siguientes.

En el período 94-95 Domiciano persigue a los judíos y a los cristianos. Hace ejecutar a Flavia Domitila, miembro de la
familia imperial, a Nereo y Aquileo, que posiblemente fueron sus siervos, y a Manió Glabrio, que había sido cónsul el
año 91, lo que indica que el cristianismo había penetrado ya en las esferas del poder.

Tras las amenazas y los procesos revelados por la cana de Plinio el Joven a Trujano el año 112, y a pesar de la
tolerancia fáctica de Adriano y de AntonIo el Piadoso, se constatan muchos casos aislados de mártires. Fue bajo el
emperador estoico Marco Aurelio cuando tuvo lugar la persecución de los mártires de Lyón el año 177.

Pero fue a partir de Decio cuando la persecución se volvió general y sistemática. En enero del año 250 ordena la
ejecución de Fabiano, obispo de París, y en junio decide que todos los subditos del Impeno deben sacrificar a los dioses
oficiales bajo pena de muerte. La medida apunta evidentemente en primer lugar contra los cristianos. Muchos
apostataron o se procuraron certificados de sacrificio a los dioses. La presión decreció desde la muerte de Decio en
junio del 251. Su sucesor Valeriano en el año 257 prohibió a los cristianos reunirse e hizo arrestar a los obispos y a un
gran número de laicos. Galieno hizo suspender estas medidas el año 260.

Finalmente, el último gran choque vino de Diocleciano, que, sin embargo, había mostrado desde su advenimiento en el
año 284 una cierta tolerancia. Influenciado por Galerio, a quien había asociado al poder, hizo promulgar el 23 de febrero
del año 303, en Nicomedia. la decisión de la destrucción de las Iglesias y de las Escrituras, y al año siguiente tuvo lugar
una persecución general. Esta política anticristiana continuó tras su muerte, sobre lodo en Oriente. El año 311 Galeno,
cercano a la muerte, anuló los edictos.

La situación cambia por completo cuando el Emperador, se adhiere a la Iglesia esperando que también lo haga el
Imperio. La era de los mártires ha acabado, aunque la evangelización de los pueblos y todos los grandes
enfrentamientos con el poder seguirán teniendo su lote de violencias y de muertes, a lo largo de toda la historia de la
Iglesia.

El tiempo de las persecuciones ha dejado testimonios admirables, contenidos en las Actas de los mártires, que muy
pronto fueron objeto de culto. La asimilación del mártir al Cristo sufriente es celebrada mediante una simbólica poética.
San Ignacio de Antioquía (+107) habla de las cadenas que le aprisionan para conducirle a la muerte como de «perlas
espirituales». Policarpo (+155), obispo de Esmirna las compara a diademas.

San Clemente (+96), en su Caria a los Corintios, no duda en orar largamente por la prosperidad y la salud de aquellos
que gobiernan el Imperio. Este texto sigue de cerca la persecución de Domiciano. «Haznos sumisos. Señor, a tu nombre
todopoderoso y santísimo, así como a los que nos gobiernan y nos dirigen en la tierra. Eres tú. Señor, quien les ha dado
el poder de ejercer su autoridad por tu fuerza magnífica e inefable, a fin de que sabiendo que es de ti de quien han reci-

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bido la gloria y el honor en el que los vemos, les seamos sumisos, lejos de oponemos a tu voluntad. Dales. Señor, la
salud, la paz. la concordia, la estabilidad, para que ejerzan sin obstáculo la soberanía que tu les has confiado.

Esta oración de fidelidad (loyalisme) cristiana hacia el Imperio, que equivale al perdón de los enemigos, manifiesta la
aspiración que tuvieron las generaciones de cristianos a la paz y a la concordia. Ésta no será colmada hasta el mo-
mento de la conversión de Constantino al cristianismo.

Cuando el emperador Constantino vence a su rival Maxencio en el Puente Milvio, el 28 de octubre del año 312, adopta
como estandarte, por interés o por convicción, el monograma de Cristo, el Labarum. Más que la fecha de su conversión
personal oficial, es el signo de que el Imperio romano «universal» se vuelve cristiano. El cristianismo sale
definitivamente de la clandestinidad y de la gloria del martirio. Puede gozar de la «paz constantiniana» y desarrollar sus
instituciones a plena luz. Eusebio de Cesárea, uno de los primeros historiadores de la Iglesia, chantre poco discreto del
emperador Constantino, su gran hombre, ha magnificado la era nueva de esta paz conquistadora, que permite a la
Iglesia garantizar su misión espiritual.

En efecto, el año 313 Constantino y Licinio (+325), su cooperador que sigue siendo pagano, conceden a los cristianos
tolerancia de culto y la restitución de los bienes confiscados, lo que de manera errónea recibe el nombre de «edicto de
Milán».

A partir del 324, cuando Constantino se convierte en el único emperador, la Iglesia de Cristo es reconocida en el
inmenso territorio sometido a Roma. La nueva capital, la ciudad de Constantino, fundada el año 330, Constantinopla
será la ciudad cristiana por excelencia. En la antigua Roma comienzan a edificarse las glandes basílicas.

Existe en la historiografía un mito que atribuye a Constantino la causa de la primera decadencia de la Iglesia,
demasiado «instalada» sobre esta tierra como para no dejarse seducir y luego corromper por la riqueza. Este mito,
nacido, al parecer, de ciertos versos de Dante en el Infierno (19. 115) donde se hace alusión a la legendaria donación
de Constantino al papa Silvestre, se ha convertido en un lugar común, anunciado desde entonces.

Ahi! Constantin di quante mal fu matre


Non la tua conversion ma quella dote
Che da te prese il prima ricco Patre!

Hay que observar, en primer lugar, que la Iglesia no estuvo al abrigo del regreso de las llamas en el momento de la
apostasía del emperador Juliano (361-363). Finalmente no fue hasta el reinado de Teodosio y la prohibición del paga-
nismo en el año 391 cuando la Iglesia conoció una verdadera supremacía: la Iglesia «instalada», si la hubo, debe ser
llamada teodosiana más que constantiniana. Mas es preciso darse cuenta sobre todo de que la Iglesia en su enseñanza
y en su comportamiento con respecto al poder no cambia gran cosa: aunque agradecida y mostrando admiración, ha
conquistado el derecho a ser más audaz. Los Padres del siglo IV tienen palabras de una severidad increíble ante las
injusticias sociales y hasta con los crímenes políticos: recuérdense las palabras que emplea Ambrosio de Milán el año
390 para reprochar a Teodosio la matanza perpetrada en Tesalónica. La Iglesia se ha convertido en la asociada del
Imperio.

De hecho, la paz «imperial» ha sido decisiva para el arraigo del cristianismo, la organización de los bautizados, la
ratificación de la doctrina, la expansión de las conversiones, para todo eso que podríamos llamar la universalidad en
profundidad. Esta profundización se manifiesta también, como si se tratara de un contrapeso, mediante el desarrollo del
monacato, que no es únicamente una sustitución del martirio, ya que san Antonio Abad, el padre de los monjes, se retira
al desierto de Egipto mucho antes del final del siglo III. La floración monástica manifiesta más bien la capacidad de
desprendimiento del cristianismo cuando ya no es fustigado; del mismo modo que ha mostrado, a pesar de las
oposiciones feroces de los rigoristas, su capacidad de perdón y de reintegración de todos aquellos que no habían tenido
en otros tiempos la fuerza necesaria para resistir a las persecuciones.

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En Oriente la Iglesia y el Imperio van a aliarse, o a desganarse, para que el cristianismo goce de otro tipo de
universalidad, la del pensamiento, la de la confesión de fe.

LA UNIVERSALIDAD DE LA FE CATÓLICA

Al comienzo de la evangelización en el período apostólico, la «solemne afirmación de fe», la «solemne confesión de fe»
que recomienda Pablo a Timoteo (1 Tm 6. 12) está asegurada por la predicación y la enseñanza. Las cuestiones de la
vida de la Iglesia que comprometen la fe, como la reconciliación de los cristianos que han traicionado las promesas del
bautismo durante las persecuciones, o también la validez del bautismo conferido por los herejes, son tratadas de ma-
nera colegial en Roma, en Antioquía o en Cartago. Los herejes, los cismáticos son condenados en esos lugares.

Durante los años que siguen a la conversión de Constantino, los obispos representantes de regiones más o menos
numerosas se reúnen en «concilios» o «sínodos», como en Arles, por ejemplo, en el año 314.

Viene después la época de los concilios «ecuménicos», que responden también por su parte al desafío de la
universalidad: formular afirmaciones que comprometan a toda la Iglesia. Resulta imposible, en los límites de este
manual, describir el desarrollo de los siete concilios reconocidos en común por la casi totalidad de las confesiones
cristianas. Los ejes fundamentales de los mismos podrán ser encontrados en los manuales que tratan de la Trinidad y
de la cristología. En efecto, todos los concilios ecuménicos, directa o indirectamente, juzgan y condenan una serie de
herejías sobre la divinidad de Cristo, sobre su humanidad o sobre la unidad de su persona. Sin embargo, podemos
destacar la significación de su universalidad, de su «ecumenicidad», pues la palabra griega oikoumene significa la
totalidad del mundo habitado.

Fue el concilio de Calcedonia del año 451 el primero que dio este título de ecuménico a la asamblea que se celebró en
Nicea el 321: ese «gran y santo Concilio». Se encuentra esta expresión en la carta sinodal que anunciaba al obispo de
Roma, san León Magno, que el Concilio había adoptado sus conclusiones teológicas sobre las dos naturalezas y la
única persona de Cristo. En su «Definición de la fe» el Concilio se definió a sí mismo como «grande, santo y ecuménico
sínodo... reunido en Calcedonia, metrópolis de la provincia de Bitinia».

De hecho, aunque los Orientales se encontraron en Nicea en una enorme mayoría, el Concilio podía contar como el
episcopado universal reunido, aun cuando el Occidente no estaba representado más que por los dos legados del obispo
de Roma. Así, en los anatemas que siguen a su Símbolo, el concilio de Nicea se presenta como «la Iglesia católica y
apostólica» y fue claramente la fe de toda la Iglesia la que fue defendida en medio de tantas pruebas por el gran san
Atanasio

El concilio de Constantinopla ha sido «canonizado» también por Calcedonia con el Símbolo de fe que confirma el de
Nicea. Algunos Padres capadocios como Gregorio de Nisa o Gregorio Nacianceno participaron en él. El Concilio se
celebró en medio de una gran confusión. ¿Cómo llegó a ser ecuménica una asamblea que no lo era ni de intención ni de
hecho? «Fue una especie de consenso universal de la Iglesia el que reconoció al concilio de Constantinopla este
ecumenismo retroactivo».

Los legados de Roma están presentes en Efeso Nestorio fue condenado allí «por la autoridad de la Sede apostólica y la
sentencia unánime (consonans) de los obispos».

El papel de san León en Calcedonia fue predominante. El Papa envía tres legados que presidirán esta vez el Concilio y
presenta en su carta al patriarca Flaviano una doctrina que estima «recibida por la Iglesia universal». De hecho, la
célebre definición cristológica del Concilio fue objeto de numerosas contestaciones, fueron ignoradas zonas enteras de
las Iglesias orientales, pero se convirtió en la referencia del combate de la ortodoxia hasta el siglo VII en la lucha de san
Máximo el Confesor, por ejemplo, contra el monotelismo.

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El caso de Constantinopla es muy extraño, puesto que se celebró en ausencia del papa Vigilio, aunque había sido
convocado por el emperador Justiniano. Sólo ulteriormente se unió Roma a las definiciones de Constantinopla II, esto es
al consenso de las otras Iglesias. El concilio III de Constantinopla fue reconocido sin problemas, a pesar de haberse
visto precedido de una serie de acontecimientos dramáticos que condujeron al martirio del papa Martín I el año 655.

En cuanto al II concilio de Nicea sobre las imágenes, sabemos con certeza que fue acogido por el Papa, pero tanto su
ecumenicidad como su doctrina fueron puestas en causa por Carlomagno y sus teólogos. Es interesante ver que el II
concilio de Nicea al oponerse al pseudo-concilio iconoclasta de Hieria del año 754, rehúsa su carácter ecuménico y
precisa de este modo las condiciones de la universalidad. Se afirmó que el obispo de Roma debía «colaborar» en él
mediante el envío de legados o de una carta, y que los demás patriarcas debían «consentir» al mismo. Por otro lado,
encontramos en la interpretación oriental del II concilio de Nicea la teoría de la «Pentarquía»: la ecumenicidad se ad-
quiere por el concurso de los cinco patriarcados.

La historia movida, dramática y complicada hasta el extremo de los concilios ecuménicos, imagen de la historia de la
Iglesia a través de sus dos milenios, manifiesta en qué gran medida la universalidad de la fe tiene que ser construida,
reencontrada y discernida incesantemente. El Occidente latino, por su parte, ha intentado también, durante estos
primeros siglos, brindar criterios de universalidad y garantizarle los medios.

San Vicente de Lérins (año 450), en el Commonitorium, escrito el año 434, intenta determinar las condiciones de la
verdadera fe, la que se apoya en la verdadera interpretación de la Escritura santa. En este texto es donde enumera las
tres condiciones de su célebre «canon»: pertenece a la Tradición católica lo que ha sido creído en todas partes, siempre
y por todos los cristianos (ubique, sem-per, ab ómnibus). Encontramos aquí un modo de superar la noción geográfica
de universalidad y comprenderla más como «catolicidad», del mismo modo que la idea de ecumenicidad en materia
conciliar es más amplia que la simple representación de los obispos de todo el mundo. Por encima de las opiniones de
escuelas o de teólogos, existe una fe católica caracterizada por la tradición de lo que se ha creído en la universalidad
del espacio, del tiempo y de la unanimidad.

Los medios para discernir esta «catolicidad» de la fe son diversos e integran formas muy vanadas, como la oración o el
arte sagrado, portador de la fe. Pero, a pesar de todo, subsiste la cuestión: ¿quién va a encargarse en última instancia
de declarar de manera soberana aquello que constituye el objeto de este discernimiento? Con esta ocasión se ve
aparecer en Occidente el principio petrino, tan determinante para la historia de la Iglesia.

San Gregorio Magno (t 604) reivindica para sí y para todos los obispos de Roma el título universal que les «fue
concedido por el venerable concilio de Calcedonia». El papel del papado, ya muy preeminente en tiempos de san León,
va a tomar una dimensión considerable en la conciencia de la Iglesia a partir de este período, que marca, según la
historiografía tradicional, el comienzo de la Edad Media. Efectivamente, con san Gregorio nos encontramos ya en un
nuevo período de la historia de la Iglesia, que se va a apoyar sobre las adquisiciones obtenidas, a veces duramente
pagadas con sangre y lágrimas, en la superación del desafío de la universalidad. Pero Roma, que había sido «la Ciudad
que conserva y sostiene todo», según las palabras de Lactancio, Roma, la Ciudad imperial, la cabeza del Imperio, ya no
es la misma en tiempos de san Gregorio, hijo suyo y su ciudadano más ilustre. La Iglesia ha entrado ya en la era de un
nuevo desafío: el de los Bárbaros.

BIBLIOGRAFIA
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réception du platonisme chez les Pères de l'Église. Paris, 1990 (original: Einsiedeln, 1964).
André J. Feslugiere, L'idéal religieux des Grecs et l'Evangile. Paris, 1932 (existe traducción de la obra del mismo autor La
esencia de la tragedia griega, Ariel. Madrid, 1986).
Robin Lañe Fox, Pagans and Christians. London, 1988.(trad. inglesa: Men who shaped' the Western Church,York, 1964)
Michel Meslin y J.R- Palanque, Le christianisme antique. Paris, 1967.
Roland Minnerath, Les chrétiens et le monde, Ie et IIe siècles. Paris, 1973.
Hugo Ralmer, Kirche und Staat im frühen Christentum, München. 1961. (hay trad. francesa).

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TEXTOS
Salvo excepción, no se indican las referencias a las ediciones críticas: nos contenta mos con remitir al volumen
correspondiente de la Patrología latina (PL) o griega (PG) y, cuando sea el caso, a «Sources chrétiennes» (SC),
donde el texto original va acompañado de una traducción francesa. También recogemos, en caso de que exis tan, las
traducciones castellanas y, en algún caso, catalana . Cana a Diogneto: PG 2, 1168-1 185: SC 33 bis.
Clemente de Roma, Carta a los Corintios: PG I, 199-327; SC 167. San Ignacio de Antioquía, Carlas. PG 5, 643-967, SC
10. Epístolas, Codesal, 1990. San Atanasio, Vida de san Amonio. PG, 837-974. Versión catalana: Vida de Sont Antoni,
Abadía de Monsenal, 1989.
Apotegmas de los Padres del desierto. Sigúeme, Madrid. 1986.
San Agustín, Confesiones, PL 32, 659-S57, (trad. española: BAC, Madrid. 1968)

IV. LA IGLESIA Y EL DESAFÍO DE LOS BÁRBAROS

Si se data la verdadera integración del cristianismo en el Imperio en el reinado de Teodosio (379-395), fue muy poco el
tiempo que la Iglesia pudo gozar de la pax romana. Pues los bárbaros, que ya habían penetrado en el Imperio, se
vuelven cada vez más amenazantes, no tanto por su misma presencia, como por el hecho de ser empujados por los
hunos que, procedentes de las estepas, han venido a instalarse a orillas del Danubio. Precedidos por los visigodos el
año 376 treinta años más tarde, vándalos, sármatas, alanos y suevos cruzan el Rhin cerca de Maguncia.

¿Qué son estas tribus llamadas bárbaras, puesto que nosotros seguimos dándoles el nombre con el que los griegos, y
después los romanos, designaban a todos aquellos que no eran ellos mismos? De hecho, es preciso distinguir vanas
oleadas. Dos siglos antes de nuestra era y dos siglos después, una serie de tribus germánicas eran mantenidas fuera
de las fronteras del Imperio, pero a sus puertas, como simbolizaba el limes, un muro de tierra reforzado mediante el que
Adriano los separaba del mundo romano. Pero las infiltraciones y las migraciones habían germanizado ya el ejército. A
continuación, durante los siglos IV, y VI, vinieron estas oleadas llamadas las «grandes invasiones». Vino después la
progresión oscura de los eslavos, la progresión brutal de los vikingos y también la de los sarracenos musulmanes, que
procedieron mediante golpes repetidos. Mientras tanto, la primera oleada había sido incorporada al parto de un nuevo
mundo, que iba a crecer y madurar como cristiandad medieval.

Tampoco ahora se iba a producir la elección sin desganos, y hasta con nostalgia, ni sin esa especie de vértigo que
produce el salto hacia lo desconocido. La fe dictaba esta elección que debía ratificar la historia de Occidente, y sabemos
ahora que esta misma historia se ha visto determinada por esta opción. Tenemos que describir de manera más
detallada este nuevo desafío, es la respuesta, tan audaz como la precedente, al reto de los bárbaros.

EL TIEMPO DEL ESTUPOR


El emperador de Occidente, Honorio, tras haber negociado largamente unas condiciones políticas y financieras con
Alarico, el jefe de los godos, a quien su padre, Teodosio, había logrado poner a su servicio, se dejó arrastrar al juego de
las intrigas y a la infidelidad a la palabra dada. No hizo falta nada más para que Alarico se decidiera, como para dar
ejemplo, a tomar Roma por asalto y a permitir el saqueo de la ciudad, el 24 de agosto del 410. Esto produjo un shock in-
menso.

Todos los que se sentían romanos se vieron sacudidos, conmovidos en su mismo ser. Entre ellos, los cristianos son
quienes se sienten más afectados, pues estaban altamente convencidos de que su religión había ligado su suerte a esta
brillante civilización latina: ¿acaso no les había permitido esta última abrirse a la universalidad?

Fueron los «de las provincias» quienes se mostraron más vinculados a la capital: este fenómeno de vinculación con la
patria lejana es frecuente en la historia, muy comprensible y respetable. San Jerónimo (t 420), en su gruta de Belén, tras
haber terminado su comentario al profeta Isaías, el ciceroniano que fue bautizado en Roma y sirvió de secretario a su
obispo el papa Dámaso, no se equivoca sobre la significación del acontecimiento: «una ciudad antigua, que fue durante
tantos siglos dueña del mundo, se derrumba». «El Imperio romano ha sido decapitado, o más bien todo el universo,

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cuando Roma ha perecido». Petrificado, enmudecido, abrumado por las noticias de las matanzas traídas por el aflujo de
refugiados, algunos años después (414-417) Jerónimo tiene la impresión de que «el universo se hunde».

El español Orosio expresa adecuadamente, en su historia «Contra los paganos», lo que experimentaba el ciudadano del
Imperio. Para él, ser romano era gozar de «esta paz y esta tranquilidad» que la Iglesia pide en su oración. «Yo soy un
romano entre los romanos, un cristiano entre los cristianos, un hombre entre los hombres. La comunidad de las leyes
me protegía: en todas partes me sentía en mi casa». Pero se plantea ya la cuestión: «¿entrarán acaso otras naciones, a
través de tantas ruinas, en contacto con la virtud del evangelio?»

Mas fue el africano, el beréber Agustín, obispo de Hipona quien encontró los acentos más profundos para elevarse, a
renglón seguido, a un juicio teológico. Agustín ama camal y espiritualmente la civilización romana. En virtud de sus
Confesiones (397-401) se convirtió, ya en su tiempo, en un maestro de la literatura latina. También él hubiera podido
decir, como el pagano Rutüius Numatiañus: «La madre del mundo ha sido asesinada». No extrae, claro está, las conse-
cuencias que, precisamente los advérsanos todavía vigorosos del cristianismo sacaban de la catástrofe. Para ellos,
Roma se había hundido por haber abandonado a sus antiguos dioses. Más exactamente: «Los paganos reprochan a
nuestro Cristo ser la causa de la ruina de Roma, que antaño era protegida por sus dioses de piedra y de madera».

Así fue como compuso ese gran tratado de apologética y de historia teológica que es La ciudad de Dios, donde
pretendió mostrar, por el contrario, que el Imperio se había vuelto frágil porque sus habitantes no eran bastante
cristianos. Agustín invita a una conversión personal. El cristianismo, en efecto, brinda una esperanza que está más allá
del hundimiento de las civilizaciones. Como dice en un sermón sobre «la ciudad saqueada»: «Es posible que Roma no
muera sino para que los romanos no perezcan». Los hombres valen más que las instituciones, más que las obras de
arte; están incesantemente invitados a rejuvenecer. «No te quedes atado al viejo mundo, no te niegues a rejuvenecer en
Cristo»

Así, pasado el momento de estupor, el cristianismo recupera de nuevo la esperanza. Sea cual fuere la legítima, noble y
agradecida adhesión que pueda tener la Iglesia con la civilización que la acoge, sabe que éste es un sentimiento huma-
no y que está llamada a superarlo del mismo modo que esa especie de repugnancia que experimenta por la rudeza de
los bárbaros.

Por eso conserva la Iglesia el ánimo en medio de las pruebas que, en el siglo V, infligen los bárbaros a las efímeras
restauraciones del Imperio romano de Occidente. Agustín muere el año 430 en Hipona, la ciudad está asediada y será
pronto devastada por los vándalos, mientras que Atila y los Hunos, consienten en volver a marcharse hacia el Este con
la promesa del pago de un fuerte tributo, gracias a la intervención de san León Magno, obispo de Roma.

El año 476, Odoacro, jefe de una pequeña tribu germánica, los hérulos, se encuentra en el momento oportuno para
deponer al último emperador, un adolescente, que lleva de manera un tanto irrisoria, el nombre de Romulus Augustulus,
donde resuenan los ecos grandiosos de la Roma heroica y mítica. Fue exilado a la Campania con una pensión de seis
mil libras de oro. Las insignias imperiales le fueron enviadas a Zenón, emperador de Oriente. Y ello no se debió, sin
duda, a un acto de desprecio, sino, al contrario, al sentimiento de un gran respeto: este gesto suponía la expresión de la
elevada idea que los bárbaros se hacían del Imperio y del ideal de unidad que éste había simbolizado, y, sin duda,
constituía el signo de que los bárbaros pretendían conservarla.

Pasados un poco más de veinte años, mediante su entrada en la Iglesia, el jefe de los francos, Clodoveo, iba a indicar la
mejor vía para una integración, para lograr una fusión entre lo que subsistía de la romanidad y la savia nueva y
desbordante de los bárbaros.

LA IGLESIA, CRISOL DE CIVILIZACIONES

Los bárbaros son, efectivamente, paganos o incluso cristianos, pero en la línea desviada del arrinanismo, en virtud de la
evangelización de los godos por su propio obispo Wulfila (f 383) y de su traducción de las Escrituras a la lengua de los

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godos. Se encuentran confrontados con un Imperio que ha ligado su destino al catolicismo, pero en el que subsiste una
resistencia proveniente de las últimas familias ligadas a los antiguos dioses. Ahora bien, el Imperio les fascina por su
unidad, por su grandeza, por su prosperidad y por su cultura, aunque ésta se haya vuelto decadente.

Por otra parte, ha comenzado a elaborarse una fusión, pues los campesinos ven a veces en los bárbaros .a alguien que
les libera del fisco imperial, o bien se resignan a tener unos nuevos señores, mientras que la tierra vuelve a convertirse
en la verdadera riqueza y la mentalidad jurídica germánica se presta bastante bien, en el plano social y familiar, a las
necesidades de una sociedad menos urbana y más autárquica. Los bárbaros, dispuestos a romanizarse, encuentran a
unos romanos dispuestos a recibir o recuperar unas estructuras más tribales o familiares que estatales y centralizadas.

Este acercamiento entre vencedores y vencidos fue facilitado, consciente y eficazmente, por la Iglesia. Así como Roma
fue conquistada por una Grecia «vencida victoriosa», también los bárbaros conquistadores fueron conquistados por la
«romanidad». ¿No se iba a manifestar la conversión como el signo de la entrada de los bárbaros en la civilización,
cuando, con mucha frecuencia, era el obispo quien se manifestó como el único defensor de la ciudad? La entrada en la
Iglesia significa la inserción psicológica y cultural en una vida regida por una organización coherente de tipo monárquico
y jerárquico, unificada por la prestigiosa lengua latina, con sus privilegios, su cultura, su pasado, su tradición escrita,
toda esa herencia social de que carecen cruelmente unos pueblos a los que se presenta sin memoria, sin otra justicia
que el derecho del más fuerte y sin estabilidad.

Pongamos algunos ejemplos de esta fusión, de esta mezcla querida por la Iglesia y que va a llevar algunos siglos. Pero
«tampoco Roma se construyó en un día». Hubo muchas reticencias y oposiciones. Un cieno Sidonio Apolinar (f. 480),
obispo de Clermont (Galia), no echa de menos únicamente a Virgilio y Horacio, que le sirven de modelos poéticos: teme
también por la misma fe católica, en razón del arrianismo de los vencedores.

Por eso, la conversión de Clodoveo, que llegó a rey de los Francos en el año 481, adquirió tal valor de signo. Su
matrimonio con una princesa burgundia católica. Clotilde, ejerció, en medio de otros muchos factores políticos y
militares, una influencia decisiva. Se hizo bautizar, con los tres mil guerreros de su tropa, por san Remigio, obispo de
Reims, entre los años 496 y 499. Cual «nuevo Constantino», como dice san Gregono de Tours, aparece para los galo-
romanos como el defensor de la Iglesia y el continuador de la latinidad. Tampoco fue fortuito que eligiera como capital la
antigua residencia imperial de Lulecia, que pronto será conocida con el nombre de Paiís. Haciendo de la Galia «la hija
primogénita de la Iglesia», como se ha repetido hasta la saciedad, Clodoveo inaugura la práctica de vigilar y de dirigir el
nombramiento de los obispos, que habrá de ser tan frecuente y tan problemático durante todo el periodo de la
cristiandad medieval e incluso más allá del mismo.

Por la misma época, el reinado de Teodorico el Grande (f 526), fundador del reino godo de Italia, que recupera todas las
estructuras de la administración romana, incluido el Senado, fue asombrosamente eficaz y próspero. Romanos y
bárbaros iban juntos y Teodorico practicó una hábil política de equihbno entre amaños y católicos. Algunos de estos
últimos dieron lustre a su reinado, como el filósofo Boecio (t 524), último de los filósofos de la Antigüedad. Casiodoro (t
583), primer «humanista», si podemos hablar así logró transmitir a través de su monasterio de Vivarium el saber antiguo
a la Edad Media, comenzando por la copia de manuscritos; con ello salvó de la destrucción la civilitas romana por la que
sentía tanto apego.

Mas Teodorico, irritado por la política antiarriana del Emperador de Oriente, persigue a sus súbditos católicos a partir del
año 523, queriendo utilizar incluso al papa Juan II para que sirva a sus propósitos. Esto supuso el fracaso de esta fu-
sión, que no se llevará a cabo sino en tomo a la fe ortodoxa. Si, con todo, quisiéramos elegir testigos de esta fusión de
los bárbaros y de los cristianos en el arte, no cabe duda de que deberíamos dirigimos a Ravena, donde hay un doble
baptisterio: el de los ortodoxos y el de los amaños, o, aún mejor, al «mausoleo de Teodorico» de donde se desprende
una fuerza feroz: ¿reproduce, como se ha dicho, el techo curvado de la tienda bárbara? Por su arquitectura y por su
decoración de mármol y mosaico, estos monumentos de finales del siglo V y comienzos del siglo VI, manifiestan cómo
la elegancia helenística y romana puede aliarse con la rudeza de los conquistadores.

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Apenas un siglo más tarde, un papa, san Gregorio Magno (f 604), organiza y acelera, a escala de toda la Iglesia, la
fusión definitiva de la tradición romana con la vitalidad bárbara. Este antiguo funcionario de la «ciudad eterna», de hecho
el principal personaje civil de Roma, se hace monje en virtud de su conversión, pero pronto llega a ser el primero en la
Iglesia a través de su elevación a la sede episcopal de Pedro en el año 590, y se convierte en verdadero «cónsul de
Dios», como dice su epitafio.

En unos cuantos años consigue hacer del papado el verdadero polo del Occidente bárbaro. Ya el año 592 concluye con
los lombardos, los nuevos invasores, un tratado de paz al margen del emperador de Oriente, soberano por título,
aunque no en la realidad de Italia. A través de toda su personalidad espiritual, Gregorio, pastor de los cristianos, intenta
en todas partes adaptarse a los humildes predicadores de la «docta ignorancia». Aparece en la historia como el más
importante de los divulgadores del pensamiento cristiano, y, a este título, como uno de los fundadores del sentimiento
popular medieval que nace de la fusión con los bárbaros.

El que, desde el año 591, era llamado «obispo no de los romanos sino de los lombardos» ", emplea a sus hermanos los
monjes, formados en la escuela de san Benito de Nursia, cuya vida escribió, para transmitir la fe a las comarcas más
alejadas, donde las hordas de los bárbaros se iban sucediendo unas a otras.

Tomemos el ejemplo de Inglaterra, pues nos revela el conflicto entre dos actitudes. La primera consiste en no querer
hacer frente al desafío de los bárbaros; tal es la postura de los celtas de la Gran Bretaña, pronto relegados al extremo
occidental del Norte civilizado, al País de Gales y pronto a la otra orilla del mar de la Armórica. Esta cristiandad bretona,
que había sido alcanzada por la evangelización desde el siglo II, a medida que fue penetrando el Imperio, se acantona
en un patriotismo exacerbado y se niega a comunicar a sus vencedores, los anglos y los sajones, el bien de la fe, cosa
que Beda el Venerable (f 735), historiador de la nueva cristiandad, califica de crimen que no puede expresarse con
palabras.

Esta crispación sobre el pasado, esa voluntad de monopolizar la Palabra de Dios en nombre de una civilización, va en
contra del ideal de san Gregorio, que representa una segunda actitud. Ésta se manifiesta en todas sus minuciosas con-
signas enviadas a Agustín, su hermano de religión, que pronto será consagrado obispo y se hará acompañar de una
cohorte de monjes.

Como Clodoveo, un siglo antes, también Agustín logró convertir a Ethelberto, rey de Kent, bautizado en Cantorbéry,
nueva cuna del cristianismo inglés. Berta, la esposa católica del rey, nueva Clotilde, prestó su colaboración. De este
modo, Gregorio y Agustín de Cantorbéry les proponen a los bárbaros la entrada en la Iglesia sin otras condiciones que
las propias de la fe. Se ve bien en las consignas misioneras que, el año 601, dio Gregorio al abad Mellitus en el sentido
de no destruir más que los ídolos y no los templos, y sustituir con ritos sacrificiales al verdadero Dios los ofrecidos al
Diablo... De esta guisa cabe esperar «que el pueblo ahora cristiano, habituado a sus templos, vendrá a ellos como de
costumbre, pero para adorar en ellos al verdadero Dios»

Existe aquí una flexibilidad y una voluntad de integración notables, próxima a la «inculturación» moderna. Por otra parte,
y al igual que en el caso de Clodoveo, no hay que disimular que la cristianización fue un trabajo largo y duro: duró años,
tanto en la Galia, como en Inglaterra y en otras partes. Aquí, y también en el reino visigótico de España, se logró vencer
definitivamente al arrianismo; pero en otros sitios, como en Alemania por ejemplo, a comienzos del siglo VIII, había que
proseguir aún la obra misionera.

Se constituyeron Iglesias nacionales, a menudo en dependencia del poder. Los historiadores han constatado una
«barbarización del cristianismo», que fue sin duda, el precio que hubo que pagar por la opción de la integración: es
verdad que en tiempos de los merovingios, tal como fueron narrados por Gregorio de Tours en su «Historia de los
francos», resuenan historias horribles y sangrientas. El sistema de justicia primitiva implantado a la sazón otorga un
espacio considerable a los juicios de Dios. En Irlanda, hasta la vida monástica, que debe, en principio, apaciguar las
pasiones, sigue ligada de manera feroz a sus ascesis extremas. La vida benedictina tiende a aparecer como un hogar
de paz allí donde en «el mundo» existe el furor de la venganza, de estabilidad mientras que los bárbaros apenas están

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afincados, de valorización del trabajo manual y agrícola allí donde los guerreros tienen tendencia a despreciar a los
campesinos.

Y es que, al mismo tiempo que surge un nuevo tipo de poder, procedente de la respuesta al desafío de los bárbaros y
llamado de manera tan clara «romano germánico», comienza a tomar cuerpo un reparto consciente de las funciones
sociales, que se va estructurando y tomará el nombre de feudalismo. La Iglesia va a contribuir a moldearlo, pero vela
también incesantemente para moderarlo, en una palabra, para convertirlo.

BIBLIOGRAFÍA
La conversione al cristianesimo nell'Europa del'Alto Medio Evo (Settimane di studio del Centro italiano di studi sull'alto
medioevo, 14), Spoleto, 1967 (sobre todo los artículos de R. Manselli y G. Tessier).
Pierre Courcelle, Histoire linéraire des grandes invasions germaniques (Etudes augustiennes), Paris, 1964 3 .
Claude Dagens, Saint Grégoire le Grand. Culture et expérience chrétienne (Etudes augustiniennes), Paris, 1977.
Margaret Deanesly, The Pre-Conquest Church in England, London, 1961. Judith Herrín, The formation of Christendom,
Oxford, 1987.
Pierre Riché, Educañon et culture dans l'Occident barbare Vl-Vlles, Paris, 1973 2 (trad. española: l^a educación en la
cristiandad antigua, Herder, Barcelona, 1982).

TEXTOS
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Madrid, 1965 -).
San Gregorio de Tours, Historia Fraticorum (PL 71 y Monumenta Germaniae Histórica Scriptores rerum
Merovingicarum I, 1884-1885). San Gregorio Magno, Libri dialogorum. PL 77, 149-430; SC 251, 260, 265. San Beda el
Venerable, Historia ecclesiastica gentis Anglorum, PL 95, 23-292.

V. LA IGLESIA Y EL DESAFIO FEUDAL

En el primer tercio del siglo VIII, el papado, cansado de los incesantes conflictos con el emperador bizantino y
presintiendo sin duda, sin ver aún todas las bazas implicadas en el asunto, la gravedad de la querella iconoclasta que
acababa de comenzar en Oriente, decide volverse hacia Occidente. El papa Gregorio II lo declara de manera explícita
en una severa carta dirigida al emperador León III hacia el año 730. Decide «el viaje hacia la región más occidental»
sabiendo que los jefes bárbaros quieren tenerle a él mismo como padrino. Es decir, que la Iglesia no sólo acepta el reto
de los bárbaros, sino que logra construir con ellos una sociedad conocida en la historia con el nombre de feudalismo. Su
organización, por muy extraña que nos resulte, refleja, sin duda, una estructura tradicional y primitiva, incorporada en los
mitos y en el inconsciente colectivo.

DE LAS TRES FUNCIONES A LOS TRES ESTADOS

La primera mención, que aparece en la Edad Media occidental, de una división de la sociedad en tres partes, parece
remontar a una frase del rey de los anglosajones Alfredo el Grande (t 899) en su traducción de la Consolación de la
filosofía de Boecio. En ella enumera a los hombres que rezan, a los que combaten y a los que trabajan. La volvemos a
encontrar en unos textos atribuidos a Aelfrico, llamado el Gramático, benedictino inglés fallecido hacia el año 1020. Y, a
comienzos del siglo XI, en el Norte de Francia, aparecen por lo menos dos versiones. La más conocida y siempre citada
es la procedente de un poema de Adalberón, obispo de Laon entre los años 977 y 1030, dirigido al rey Roberto el
Piadoso.

Inspirado más o menos por la «Ciudad de Dios» de san Agustín, confrontada con la realidad de su tiempo, Adalberón
realiza varias distinciones siguiendo una división esencial, que podemos traducir, empleando términos actuales, como la
Iglesia y el Estado. En la Iglesia no hay más que un solo cuerpo en el que todos son iguales según la gracia, lo que se
manifiesta por la igual dignidad de los ministros de la Iglesia, a quienes les está prohibida toda ocupación mundana. En
el Estado, regido por la ley humana, existen dos clases: por una parte, los nobles, es decir, los guerreros, protectores de

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las iglesias y defensores del pueblo, y, por otra, la clase de los hombres no-libres, que proporcionan a lodo el mundo
dinero, vestido, alimento, sin los cuales no podrían subsistir los hombres libres.

Además, prosigue Adalberón, existe un reparto en la ciudad de Dios (asimilada a la cristiandad): los oratores (los que
rezan), los bellatores (los que combaten) y los laboratores (los que trabajan). Todos ellos viven juntos y no pueden ser
separados. A su vez, cada uno presta su apoyo a todos los demás: así es como puede reinarla paz. Esta es la base del
orden medieval y feudal.

A partir del siglo XII se multiplican los textos de este tipo, especialmente en lengua vulgar. A finales de este siglo, un tal
Esteban de Fougères escribe en francés antiguo:

Los clérigos deben orar por todos Los caballeros sin demorar Deben defender y honrar Y el labrador trabajar. Notemos
que no hay en esta época ninguna diferenciación entre libres y no libres.

Los etnólogos, los historiadores de las religiones y de las literaturas se han dado cuenta de que esta tri-funcionalidad se
encuentra en numerosos mitos indoeuropeos y, de manera particular, en la India en uno de sus grandes poemas sa-
grados, el Mahabharata (la historia de los descendientes de Bharata) que presenta una clasificación de los dioses y de
la jerarquía del sistema que nosotros llamamos, impropiamente, de castas.

El gran historiador Georges Dumézil, ha establecido estas relaciones en su obra mayor Mythe et Epopée (Mito y
epopeya), que lleva como subtítulo «La ideología de las tres funciones en las epopeyas de los pueblos indo-europeos».
Para él es preciso admitir un origen común. Se le ha objetado con frecuencia que estas tres funciones eran tan
universales que no eran significativas. A lo que ha respondido que hay muy pocos pueblos que hayan extraído una
ideología explícita o implícita de esta estructura natural. Se trata, por tanto, de una teorización, de un ideal, o, como dice
Dumézil, de un «sueño privilegiado»: la división no va acompañada siempre de semejante reparto en la realidad. Es
importante, por otra parte, no endurecer exageradamente ni simplificar de manera excesiva un esquema que sigue
siendo muy complejo en los hechos.

Era importante señalar este origen primitivo de la sociedad feudal, porque de este modo puede aparecer mejor como un
orden propio del mundo, como una estructura a la que el mundo medieval está apegado, y que la Iglesia intenta sal-
vaguardar, purificándola y humanizándola.

Pues, de hecho, ¿cómo se presentaba concretamente la sociedad feudal? Se había edificado sobre las ruinas del
Imperio romano, sobre la desintegración del poder público reservado al Estado, sobre su monopolio del derecho a
combatir, en beneficio de una nueva clase: los señores terratenientes. La aristocracia terrateniente, que se ha distribuido
las tierras, gracias a la ausencia de centralización y de! alejamiento del poder, permanece libre de conservar la paz o de
emprender la guerra.

Tanto para la paz como para la guerra, estos señores dependen de una masa de hombres a los que podemos llamar los
«dependientes rurales». Subsisten ciertamente algunos pequeños propietarios libres (júniores) y algunos ciudadanos
comerciantes o artesanos, pero, de momento, a finales del milenio, son muy poco numerosos. La mayoría de la
población está compuesta de campesinos libres en principio, que reciben el nombre de colonos, arrendatarios de un
gran propietario. Después estaban los siervos, quizás la posteridad de los antiguos esclavos, poco numerosos a finales
del Imperio. El cristianismo no había abolido este estatuto, no condenado en el Nuevo Testamento, pero le había dado
una dignidad personal: ciertamente no poseían nada como propio, pero, contrariamente a la esclavitud antigua, no eran
una mercancía y tenían derechos, aunque pudieran ser cedidos.

Bajo los carolingios los libres dependientes se acercaron a los no-libres. En efecto, los colonos son tratados bastante
mal por el poder judicial, sometido él mismo a los propietarios, tanto más poderosos por el hecho de haber comprado a
menudo al rey la obligación militar de sus campesinos. Los siervos, por el contrario, son cada vez más «clasificados»,

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como se decía, esto es, ligados a una «concesión» y reagrupados para ser mejor vigilados, mientras que el vínculo de
servidumbre consistía esencialmente en una dependencia personal, de hombre a hombre.

Por otra parte, este mismo lazo personal es el que va a constituir el nervio de la sociedad feudal, por medio de la vía del
vasallaje: se traía de organizar la protección siguiendo un orden jerárquico y cambiarlo contra un servicio financiero o
militar. Los reyes han multiplicado tanto como les fue posible los vasallos directos (vassidominici), a los que
concedieron privilegios y tierras, y han empujado a los propietarios rurales medianos o más modestos a vincularse con
los anteriores. De este modo, se regula la sociedad feudal mediante una cadena de juramentos, uno de cuyos extremos
está en manos del soberano. Así se organiza el orden medieval, fundado implícitamente sobre las tres funciones, el
respeto a la palabra dada y la protección de la seguridad y de la paz.

¿Cómo va a reaccionar la Iglesia ante este orden, que no pertenece al Evangelio? Va a apoyar la constitución de una
cristiandad que consolida este orden social y recibe de él al mismo tiempo su unidad. El desafío con el que se va a ver
confrontada no procederá de la estructura política y social, que la Iglesia admite de buena gana, sino de sus
desviaciones. La Iglesia constata que ciertos excesos o desequilibrios corren el riesgo de encadenarla y corromperla a
ella misma.

Para conservar su libertad de acción la Iglesia deberá recordar incesantemente su especificidad en la vida social. Sobre
todo no cesará de mostrar que todos los repartos funcionales chocan contra una gran distinción: la que existe entre la
ciudad de Dios, que ella representa o encama, y la ciudad terrena y temporal, siguiendo una terminología sacada de la
gran obra de san Agustín, deformándola y materializándola. Está, por una parte, el Sacerdotium, la Iglesia, representada
sobre lodo por el Papa, los obispos y los clérigos, y, por otra, el Regnum el Emperador, los reyes y los señores. La
Iglesia va a cesar de recordar en Occidente, salvo en las épocas en que estuvo sometida, la distinción de los poderes y
el primado del espiritual.

LA IGLESIA EN LA TRAMPA DEL FEUDALISMO

El reinado de los primeros carolingios de Pepino el Breve (f 768) a Carlos el Calvo (t 768) fue, durante dos grandes
momentos, un período de reconstrucción política y de retomo de la cultura, hasta tal punto que se les da gustosamente
el nombre de «Renacimientos carolingios». Nacida con Carlos Martel. quien rechazó a los musulmanes en Poitiers (732)
y salvando así. la integridad del Occidente germánico y latino, esta dinastía reconstituye durante cierto tiempo la unidad
del Imperio desaparecido en Occidente y goza de un prestigio sin igual en Europa. Su símbolo más conocido fue la
coronación de Carlomagno por el Papa el año 800 en Roma, hecho que se convierte en modelo de toda consagración
del poder monárquico.

La Iglesia contribuyó, en efecto, de manera poderosa a esta era de paz e incluso de emergencia de una civilización, que
Alcuino llama regnum christianitatis. Los carolingios saben que les conviene interesarla por el gobierno político. Tal es el
sentido que encierra la asociación de delegados imperiales, de esos misil dominici formados generalmente por una
pareja: un clérigo, un obispo, y un laico, un conde, que recorren las regiones sirviendo de engranajes intermedios del
poder central. Ellos encaman, en principio, la simbiosis, la colaboración del orden espiritual con el temporal. Pero, de
manera más frecuente se traía de un desdoblamiento de funcionarios, pues asistimos al mismo tiempo al vasallaje de
los clérigos. Los bienes de la Iglesia (beneficios) son considerados por el príncipe o por los señores como algo que está
a su disposición. Desde Luis el Piadoso, el hijo de Carlomagno que fue emperador entre el año 814 y el 840. todos los
obispos y algunos abades debieron convertirse en vasallos del rey. Lo que Hincmar, arzobispo de Reims, denuncia, por
ejemplo, en el año 860, es el rito del juramento de fidelidad impuesto a los obispos y no el hecho en sí mismo. El alto
clero se relaciona con la aristocracia laica hasta el punto de haber salido de estas mismas familias. La institución del
diezmo cobrado por el Estado en provecho de la organización eclesiástica hace entrar a ésta durante un milenio en
unos engranajes administrativos que le escapan.

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De hecho, el emperador se siente responsable de toda la cristiandad en la búsqueda desperdigada de la unidad, que ha
desaparecido con el Imperio romano. Agobardo de Lyón escribió el año 840 lo siguiente de Luis el Piadoso: «Plugo a
Dios todopoderoso que, bajo un solo rey muy piadoso, todos los hombres fueran gobernados por una sola ley: eso
aprovecharía a la concordia de la Ciudad de Dios y a la justicia».

El papado no tiene ya por tanto, aquel papel unificador que tan bien había realizado. El mismo Papa, tras haber recibido
de Pepino el Breve unos territorios conquistados a los lombardos, que constituyen los primeros Estados pontificios,
garantizados por el texto apócrifo de la «Donación de Constantino» al papa Silvestre I y, en consecuencia, reputados
como tales desde el siglo IV se convierte en un soberano temporal, lo cual va a tener consecuencias incalculables
durante siglos.

Es verdad que los Renacimientos carolingios por medio de la unificación del derecho, del desarrollo de la instrucción y
de la romanización general de la liturgia contribuyeron sobremanera a dilatar y a desarrollar la cristiandad. La unidad
que da la Regla de san Benito de Nursia a la vida monástica en Europa difunde un modelo de santidad del que la
Iglesia, sometida al régimen feudal, tenía necesidad en ese momento. San Benito de Aniano, a comienzos del siglo IX,
consigue que se acepte esta unidad de la Regla.

Tras la disolución del Imperio carolingio a finales del siglo IX y el advenimiento de la dinastía de los Emperadores
germánicos con Otón el Grade el año 962, la Iglesia queda integrada en el feudalismo y sometida a todos los avatares
políticos y familiares. El año 862 el conde de Auvergne expulsa al obispo de Clermont, para reemplazarlo por un
candidato elegido por el mismo; el año 925 el conde de Vermandois hace elegir como arzobispo de Reims a su hijo
Hugo de cinco años; el año 990 el vizconde Béziers, como no tiene hijos, otorga el obispado de Adge ¡a su mujer! A
partir de ahora se habla de investidura laica: el acto por el que el nuevo obispo es revestido de sus poderes está en
manos de los laicos, recibiendo de ellos el báculo y el anillo.

Tras la muerte del firmísimo y muy autontano papa Nicolás I (t 867), y durante todo el siglo X, los reyes y después los
emperadores germánicos disponen del nombramiento de los papas. Uno de los símbolos más terribles de estos negros
siglos fue el proceso postumo infligido al cadáver del papa Formoso (t 896). Nueve meses después de su muerte fue
desenterrado y despojado de sus insignias pontificias. El concilio «cadavérico» de enero del año 897 marca el comienzo
de una era trágica para la Iglesia: entregada a las facciones romanas, donde reina una arpía, la infame Marozia,
concubina de papa (Sergio III), madre del papa (Juan XI), abuela de papa (Juan XII) y tía de un papa (Juan XIII). No hay
que extrañarse de que la leyenda, nacida más tarde, de una «papisa Juana» se refiera a esta época.

De este periodo escandaloso retenemos únicamente la integración total de la Iglesia en el sistema feudal. Ésta se ve
entregada a los apetitos de los poderosos. Los obispados, al igual que las parroquias, son concedidos a los que más
ofrecen, lo que recibirá el nombre de simonía, designación que viene de Simón el Mago que, en los Hechos de los
Apóstoles, quiso pagar a Pedro para recibir la imposición de las manos (Hch 8, 18.20) o el concubinato y la inmoralidad
de los sacerdotes, que recibe el nombre de nicolaísmo, en referencia a Apocalipsis 2, 15 donde se hace referencia una
secta que había reintegrado ritos paganos. Hasta la vida monástica había entrado en decadencia, debido sobre todo a
la designación de abades laicos. A pesar de todo, fue a partir de los monasterios de donde partió la renovación y se hizo
frente al desafío del feudalismo. Los monjes hacían profesión en las manos del abad con el mismo gesto del homenaje
de vasallaje, mas para ellos se trataba de la expresión de su obediencia a Dios. La vida monástica hacía remontar el
orden feudal a su fuente, y la pureza del canto gregoriano daba a entender de dónde vendría la renovación.

LA LUCHA POR LA INDEPENDENCIA DE LA IGLESIA

La Iglesia se había vuelto, de hecho si no de derecho, vasalla del poder laico. Los esfuerzos encaminados a liberarse
del mismo son contemporáneos de la época del miedo y del desarraigo a comienzos del segundo milenio.

El año 909 el duque Guillermo de Aquitania funda un monasterio, que ofrece «gozosa y espontáneamente» a los santos
apóstoles Pedro y Pablo, lo que es una manera de hacerlos propietarios, puesto que una abadía se construye sobre reli-

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quias. Dado que la iglesia abacial era algo así como el cofre de este relicario, el monasterio se convertía en el estuche.
Una cláusula especial precisa que los monjes, reunidos bajo la regla de san Benito, no estarán sometidos «al yugo de
ningún poder terrestre, ni el nuestro, ni el de nuestros parientes, ni el del rey, ni siquiera el del Pontífice romano» 9. Esto
suponía crear un islote de independencia temporal. De Cluny, defendiente de Roma en el dominio religioso, era de
donde podría venir la renovación.

La gran suerte de Cluny fue haber contado desde el comienzo con una serie de hombres excepcionales como abades.
El fundador, Bernon, abad de 909 a 927, procedente del monasterio de Baume. al que ya había reformado, fue seguido
de san Odón (927-942) de san Maiolo (948-994) un verdadero reino abacial de cuarenta y seis años. San Odilon, que
gobernó la abadía entre 994 y 1049, o sea, cincuenta y cinco años, fue el iniciador de la orden cluniacense, dejando 65
casas a su muerte. Por último, bajo el abadiato de san Hugo, que duró sesenta años (1049-1109), tuvo lugar un
verdadero apogeo en Cluny, simbolizado por sus tres iglesias, una de las cuales era la mayor de la cristiandad.

Cluny ofrece un modelo de reforma. En primer lugar, la orden cluniacense se distingue por su centralización, concebida
como total, en la medida en que cada monje, en cualquier punto de Europa en que se encuentre, es considerado como
un profeso de Cluny, que ha prometido observancia y conversión de las costumbres entre las manos del abad. Pero
manifiesta también una voluntad de retomo a lo esencial: por una parte, el ministerio de la caridad que se ejerce
mediante las obras de misericordia: limosna, acogida de los pobres y de los peregrinos, y, por otra, el ministerio de la
oración, de la alabanza pública y continua a través del oficio divino.

Este retomo al centro teologal y teológico, predicado, manifestado y propagado por lo monjes de Cluny, permite a la
Iglesia remontar el desafío feudal.

Fue de un monasterio de donde vino el primer sobresalto con Gerberto (t 1003), formado en Aunllac (región central de
Francia). Su encuentro con el emperador Otón I, hacia el año 970, le situó en el primer plano de la cristiandad. Otón III
le hizo elegir Papa el año 999. Tomó el nombre de Silvestre II, para subrayar la alianza con el nuevo Constantino. Este
personaje, verdaderamente eminente por su ciencia y por su valor político, hizo atravesar a la Iglesia el shock del Año
Mil.

Un poco más tarde Cluny impulsa este movimiento decisivo para la renovación eclesial que se llama reforma
gregoriana, tomando el nombre de su más célebre artesano, Gregorio Vil. Se ha mostrado que esta renovación fue
puesta en práctica por los papas precedentes. El primero de todos ellos, Brunon de Toul, fue un obispo al que apoya el
clero. Elegido por voluntad del emperador Enrique III, toma el nombre de León IX (1048-1054). Decide entonces resta-
blecer la prioridad de la Iglesia e invertir las modalidades habituales del nombramiento del Pontífice romano.

Toma en Toul el hábito de peregrino y guarda su título de obispo hasta que se haga aclamar por los cardenales y el
pueblo de Roma. De esta suerte, es Papa por la elección y no por la investidura del Emperador.

León IX y su sucesor Esteban IX (1057-1058), abad de Monte Casino, que ni siquiera solicita el consentimiento imperial,
y, tras ellos, Nicolás II (1059-1061) y Alejandro II (1061-1073) comienzan una reforma de la Iglesia mediante diversas
asambleas eclesiásticas, que condenan con firmeza la simonía y el nicolaís-mo. Son ayudados en esta tarca por el
prestigio y la acción del austero Pedro Damián (1007-1072), que, en su Libro de Gomorra, cuyo título, bien expresivo,
estigmatizaba el concubinato clerical. Pero detrás de la acción reformadora de los papas desde Esteban IX, se
encontraba uno de los hombres más excepcionales de la historia de la Iglesia: el cluniacense Hildebrando, nacido hacia
1021, archidiácono de Roma desde el año 1059, que fue elegido Papa en el año 1073 y tomó el nombre de Gregorio VIL
Este Papa está convencido de que la reforma pasa por el reforzamiento y, sobre todo, por la independencia de la
función pontificia, y en este sentido debe entenderse el célebre texto de los Dictatus Papae, especie de catálogo de los
privilegios del Pontífice romano.

Por medio de la centralización en tomo a la Sede apostólica y del envío de emisarios, que gozan de su confianza, toma
las riendas de algunas Iglesias locales, cuyos obispos eran, con mucha frecuencia, creaciones del poder político. La

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institución de los legados permanentes de la Santa Sede constituye su signo: uno de estos hombres, Hugo de Die
puede aparecer como el auténtico jefe de la Iglesia de Francia. El nicolaísmo es perseguido por todas partes. Gregorio
VTI no cesa de recordar la obligación del celibato eclesiástico, que encuentra una enorme resistencia en Alemania y en
Francia.

La investidura laica sigue siendo el obstáculo más difícil de derribar. Aquí estriba el sentido del conflicto capital que
enfrentó a Gregorio VII con el emperador Enrique IV de Alemania. Tras una primera escaramuza Originada en lomo al
arzobispo de Milán, depuesto unilateralmente por el emperador el año 1076. Enrique IV, excomulgado por el Papa,
remite a Gregorio VII una carta de una insolencia inaudita, poniendo en duda la validez de su elección y apremiándole a
que se retire. Es preciso decir que en esta época, la excomunión libera a los subditos del príncipe de su juramento de
fidelidad y. en consecuencia, pone en causa todo el orden político. Pero debemos añadir que atacar Milán era tocar a
los patarinos, el movimiento laico que se había mostrado como el mejor aliado del pajeado en Milán.

Cambiando de táctica, Enrique IV se presenta con hábito de penitente e implora públicamente su perdón ante el castillo
de CanosSa, en enero de 1077. El hombre político que hay en Gregorio VII ve claramente que se trata de una
maniobra, pero el sacerdote no puede más que perdonar: va en ello la santidad del sacramento de la penitencia, la
independencia espiritual de aquel que perdona. Raramente habrá sido más agudo el conflicto entre el interés inmediato,
que exigía mantener la excomunión, y el principio espiritual que concede el perdón de Cristo.

Gregorio VII perdona pues, cosa que sus aliados toman por una traición. Enrique IV puede así recuperar pronto la
iniciativa política y militar, apoderarse de Roma el año 1083, exiliar a Gregorio VII y suscitar un antipapa. La
reafirmación gregoriana del poder espiritual, que va a ser teorizada con el nombre de la teoría de las «dos espadas» al
servicio de una «teocracia», parece haber fracasado.

Pero unos cuantos decenios más tarde, aprovechando la renovación episcopal y la reforma general de la Iglesia, se
constata como una victoria postuma de Gregorio VII. Más flexibles, los sucesores a la cabeza del papado y del Imperio
de los dos protagonistas del gran conflicto llegarán a una solución satisfactoria para ambas partes. El 23 de septiembre
de 1122, mediante sendas declaraciones separadas, el papa Calixto II (1119-1124) y el emperador Enrique V concluyen
el «Concordato» de Worms. Enrique se compromete a restituir los bienes arrebatados durante la funesta querella entre
el Sacerdocio y el Imperio y a garantizar la libertad de las elecciones episcopales y abaciales. El Papa consiente que el
emperador entregue al elegido, no el báculo y el anillo, sino la investidura «mediante el cetro» para las cosas
seculares. Esto representaba también la victoria del trabajo realizado por los canonistas, y de modo muy particular del
obispo Yves de Chartres (entre 1091 y 1116) que pone el acento sobre la necesaria cooperación de ambos poderes.

El desafío del feudalismo está superado. Ciertamente el papado se atrincheró detrás de una lectura parcial de la
Ciudad de Dios, identificándola de manera abusiva con la Iglesia visible, mientras que el poder temporal era asimilado a
la ciudad terrena, que, para Agustín, era la ciudad de los reprobados. Se hizo política de la mística. «El agustinismo
político», como ha sido llamado ", funda la idea de que las dos espadas de la cristiandad, la espiritual y la temporal,
están en la mano del Papa. El vicario de Cristo puede regular hasta el uso de la espada temporal cuando haya
necesidad de ello para el orden cristiano. Era impensable que el poder laico pudiera aceptar esta teoría de manera
duradera, y éste va a ser el próximo desafío que encuentre la Iglesia.

Los endurecimientos y las desviaciones del feudalismo fueron contrarrestados mediante un retomo a lo que se
consideraba el orden querido por Dios. Su equilibrio consiste en afirmar una distinción clara entre la Iglesia y el poder
temporal, pero defendiendo al mismo tiempo la preeminencia del poder espiritual, es decir, de la Iglesia, que detenta la
primera función, la dignidad de primer estado en la cristiandad

Esta idea es claramente la de un orden natural y sobrenatural, la del orden de un cosmos, perturbado y deteriorado por
el pecado y restaurado por la gracia, que expresa todo el arte románico. La basílica de Vézelay es una de las cimas de
este arte. Su nave data de mediados del siglo XII y, si miramos el gran tímpano, podremos leer en él la inscripción en la
piedra del orden medieval. Alrededor de Cristo en su mandorla, rodeado de los apóstoles y de los pueblos reunidos,

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están representados en el arco exterior los signos del zodíaco, acompañados de diferentes trabajos de la tierra en el
ciclo de las estaciones, de las siegas y de las vendimias.

Este orden natural está consolidado y asegurado por la gracia. Posiblemente el signo más conmovedor es el día 24 de
junio en Vézelay, durante el solsticio de verano, cuando el sol está en su apogeo y traza en toda la basílica, desde el
Juán el Bautista del entrepaño del frontispicio del nártex hasta el altar del coro, una vía real, en el centro del suelo,
camino fugaz sembrado de manchas luminosas. La iglesia está ligeramente orientada en dirección al Este para permitir
este símbolo anual, que manifiesta la presencia de la promesa divina, que recapitula y restaura el orden cósmico
asumido, pero también espiritualizado. La Iglesia, al responder al desafío de la estructura social de su tiempo, ha
querido asimismo asumirlo, pero conservándole su sentido espiritual.
BIBLIOGRAFÌA
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TEXTOS
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Hugo de San Victor, Didascalico». PL 176 (hay trad, francesa de M. Lemoine. Pans. 1991.

VI. LA IGLESIA Y EL DESAFÍO DEL PENSAMIENTO LAICO


ENTRE TEOCRACIA Y NEO-CESARISMO

Los amplios esfuerzos realizados por Gregorio XVI y los Papas que le habían precedido parecían, si no condenados a la
ruina, como cabía pensar a la muerte de aquel que ha ligado su nombre a la reforma “gregoriana”, si, al menos,
frenados. Más como sucede en casi todos los periodos, los frutos, la cosecha, fueron recogidos aproximadamente 20
años después de la poda o de la siembra. Así es como, para nosotros, los siglos XII y XIII.

Se presentan como los más grandes momentos de la cristiandad medieval, como su apogeo, su “Mediodía”, como dice
Leopold Genicot. Pero tenemos que estar sobre aviso: para el creyente en efecto, no se trata sólo del triunfo de una
civilización, ciertamente inspirada por el cristianismo, a la que admira, pero que ocupa un lugar semejante en los otros
siglos en el caminar de la ciudad de Dios. En cuanto al historiador, se abstiene de idealizar su tema de estudios y detrás
de este apogeo detectará muchas carencias, muchas fisuras en la construcción, que se harán más grandes a
continuación: todo periodo es un punto de equilibrio. Las contestaciones de los siglos XIV y XV están ya presentes en el
innegable éxito de la edad de los monasterios y de las catedrales durante los siglos XII y XIII en Occidente.

EL APOGEO DE LA CRISTIANDAD:
Parece que la Iglesia logró sublimar, en cierto modo, el instinto batallador y la función guerrera de esta institución
asombrosa que fue la caballería, donde la nobleza encuentra su vocación cristiana. Animada de un ideal humano de
bravura y de liberalidad, signo de desprendimiento y de magnanimidad, la caballería está enraizada, de hecho, en la
mística, como lo manifiesta la búsqueda del Graal árbol inmenso de la literatura medieval con versiones diversas. El
tema principal del mismo es la fraternidad de los Caballeros de la Mesa redonda, que parten a la búsqueda de «la
escudilla empleada por Jesús el Jueves Santo». Peregrinación, búsqueda de la Eucaristía, búsqueda de comunión, son
los temas que brindan la verdadera dimensión, que es mística, de la caballería: esto se expresa, de entrada, en la
famosa noche de la vela de armas antes de ser armado caballero. Todavía a comienzos del siglo XV cuando Konrad
Witz, el gran pintor de Basilea, quiere representar el episodio del encuentro entre Abraham y Melquisedec, reviste al
patriarca con una armadura, mientras que el misterioso sacerdote representa de manera manifiesta a la Iglesia,
ofreciendo al caballero las especies eucarísticas.

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De hecho, cabría enfocar las grandes empresas medievales bajo el ángulo del ideal caballeresco, a condición de
resituarlas en el contexto social e incluso económico de la época. En Occidente se inicia por entonces una ola
demográfica, que comienza a finales del siglo XI y va a durar hasta el siglo XIII. Se considera que entre 1150 y 1250 se
produce en Europa un aumento de cerca de veinte millones de personas -lo que supone elevar a sesenta millones de
personas la cristiandad latina siendo que en el siglo precedente no conoció sino un incremento de cuatro millones. Es
importante conservar en la memoria el trasfondo de esta explosión demográfica cuando se habla de las Cruzadas.

Esta empresa, mal conocida o calumniada, con sus aspectos contestables, que se extiende a lo largo de dos siglos
(1096-1291), es al mismo tiempo empresa militar y peregrinación para liberar la tumba de Cristo. Constituye la marca de
un pueblo itinerante que va a Compostela, y pronto a Roma, pero, sobre todo, puede aparecer como el más grandioso
de los esfuerzos desplegados por la Iglesia para crear y mantener instituciones de paz. La Iglesia estaba proponiendo,
desde hacía mucho tiempo, una serie de treguas, tan numerosas como fue posible, durante los tiempos litúrgicos y
desde el jueves al domingo -las «paces de Dios»-. Denunciaba la violencia mortífera de los Tomeos (como en el conci-
lio Lateranense II de 1139) o los ejércitos de mercenarios (como en el Lateranense III de 1179). Las Cruzadas
aparecen, por tanto, como un gigantesco esfuerzo destinado a canalizar, a hacer derivar la violencia interna debida a los
incesantes conflictos entre los reyes y los nobles, encerrados en unos territorios demasiado pequeños para alimentar
tantas bocas...

Pero las Cruzadas van a romper un cierto equilibrio que se había establecido, ciertamente de manera involuntaria, en
Europa entre las tres religiones monoteístas. España nos brinda el ejemplo más paradójico. La Reconquista de las
tierras hispanas al Islam se llevó a cabo por etapas e hizo que subsistiera en numerosas regiones una cohabitación
entre cristianos, musulmanes y judíos. Entre las etapas decisivas comprendidas entre 1094, toma de Valencia por el Cid
(esto es, el Sidi: señor) Campeador, y 1212 victoria de las Navas de Tolosa. el rey de Castilla Alfonso VI (+ 1109) se
sigue llamando aún «rey de las tres religiones». Pero precisamente de la época de las Cruzadas va a datar el
desencadenamiento de la agresividad contra los judíos, que vivían pacíficamente, no sólo en España, sino en toda
Europa, particularmente en el Norte de Francia, donde contaban con brillantes centros intelectuales. La cristiandad, para
afirmarse excluye.

Si existe un hombre que puede resumir y encarnar el apogeo de la cristiandad latina, es Bernardo de Clara val (1091-
1153). El predicador de la segunda cruzada en Vézelay el año 1146, ¿no fue el protector de los primeros templarios,
institución que simboliza de manera adecuada toda la audacia del siglo XII? Los templarios, orden militar y monástica a
la vez, tenían la misión de proteger a los peregrinos que iban a Tierra Santa. San Bernardo fue sobre todo, si no el
fundador de los cistercienses, sí al menos el que dio verdadero impulso a esta reforma de la vida monástica, una
reforma en nombre del desprendimiento y de la pobreza. Los cistercienses que se separan de los monjes de Cluny
considerados decadentes en virtud de sus onerosas observancias litúrgicas y sus obras de candad, que les hacen
administrar dominios inmensos, se orientan hacia el retiro total, el silencio y la vida mística. Es sabido que la inspiración
cisterciense tiene mucho que ver con la Búsqueda del Graal.

San Bernardo se levanta como un gigante en medio de su siglo, está presente en todos los combates, lucha en todas
partes donde la cristiandad parece amenazada. Este caballero, monje y sacerdote, repleto de energía y de ingenio, se
batía tanto por el verdadero Papa, en contra del usurpador Anacleto como por la verdadera fe, sobre todo contra
Abelardo. Este último, brillante y heterodoxo precursor de una teología más dialéctica, más racional, ha podido ser
calificado de «primer hombre moderno» por el padre Chenu. La reputación alborotadora de Abelardo ha hecho olvidar
un tanto la grandeza de aquella que siempre le estuvo unida: la docta Eloísa, cuya suerte plantea la cuestión de la
condición de la mujer en la Edad Media.

Ahora bien, ¿qué nos dice el císter y su enorme éxito? La orden cisterciense es testigo de que la llamada de la reforma
gregoriana de cara a un retomo a la pobreza evangélica había sido oída. La Iglesia se recoge desde el interior dando
testimonio de que existe un primado del amor a Dios sobre el amor al mundo. ¿Hay que decir que la otra apuesta de la
reforma gregoriana, que consistió en rehusar las facilidades del feudalismo y conservar la independencia de la Iglesia

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rente al poder temporal, haya sido ganada? El «asesinato en la catedral» de Canterbury en el año 1170, del Arzobispo
Tomás Becket, por orden apenas disimulada de su amigo y soberano convertido en su peor enemigo. Enrique II de
Inglaterra está ahí para atestiguar que las tensiones siguen estando vivas. Mas el Papa que canoniza al inglés, tres
años después de ser asesinado, Alejandro III, era el mismo a quien se había opuesto, de modo tan violento, el
emperador germánico Federico Barbarroja (+ 1190). La Iglesia no puede resistir al desafío permanente del Estado sino
gracias a la salud recuperada después de la reforma gregoriana, gracias a la teoría de las dos espadas depositadas en
la mano del Papa, tal como fue formulada por san Bernardo, y también gracias a la personalidad de los pontífices que
se fueron sucediendo.

La importancia de las personas situadas a la cabeza de la Iglesia es manifiesta en el siglo XIII, especialmente en su
primera mitad. De entre Inocencio III (1198-1216), Honorio III (1216-1227) y Gregorio IX (1227-1241), fue ciertamente el
primero quien marcó más profundamente a la Iglesia. En la edad de las catedrales góticas, que comenzaban a elevarse
emanadas del «milagro de la encrucijada de ojivas» de Samt-Denis de París, «locamente concebida y sabiamente
ejecutada», se edifican construcciones armónicas en todos los campos. Tras el derecho canónico, prácticamente
codificado a mediados del siglo XII por Graciano, le toca el turno a la legislación pastoral elaborada por el IV concilio de
Letrán, que, el año 1.215, reunió a obispos procedentes de toda la cristiandad occidental, en el momento en que se
consolidan las ciudades.

Inocencio III supo canalizar el inmenso movimiento de retomo a la pobreza evangélica que, tras el relativo ahogo de los
cistercienses, sumergía a Europa en formas que van desde las más admirables (eremitas, en particular) a las más ex-
trañas y heterodoxas. El Papa comprende el peligro que suponen los valdenses con su poner en cuestión las prácticas
religiosas. Mas estos reformadores son relativamente moderados; la Iglesia hablará con ellos e intentará reintegrarlos.
Los cataros, secta difundida por el Sur de Francia y por Italia, usan un lenguaje evangélico y cristiano y perpetúan de
hecho la vieja herejía maniquea del rechazo de la materia y de la creación. Inocencio III da carta blanca a dos hombres
excepcionales, contemporáneos y amigos, a pesar de sus temperamentos muy diversos: el italiano, de espiritualidad
laica, Francisco de Asís, consagrado a la pobreza mendicante, y el castellano Domingo, clérigo fundador de una orden
de predicadores de la doctrina, que pronto se vuelven también mendicantes.

Del movimiento de pobreza evangélica, el papado va a entresacar apóstoles puestos al servicio de un ideal
verdaderamente eclesial, y apoyará la independencia y la responsabilidad de las universidades de maestros y de
estudiantes que se llevan a cabo en París, en Oxford, en Bolonia. Y a finales de siglo, de la conjunción de las nuevas
órdenes mendicantes, franciscanos y dominicos, y de las universidades establecidas un poco en todas partes, nacen
otras especies de catedrales, las sumas de teología para el dogma y la moral: si bien san Buenaventura, ministro
general de los franciscanos, permanece en la línea más institucional y agustiniana, santo Tomás de Aquino lleva a cabo
una especie de revolución intelectual, integrando al viejo Aristóteles, redescubierto gracias a las traducciones árabes
realizadas por judíos y musulmanes. Lleva a cabo un gigantesco trabajo de integración de los conceptos aristotélicos,
que le brindan el instrumento capaz de explicitar la Revelación a través de una estricta distinción entre el campo de la fe
y el de la razón, el de la gracia y el de la naturaleza, que nunca es abolida sino transformada después de haber sido
asumida.

No es imposible pretender que el apogeo de la cristiandad latina se pueda encontrar en cuanto a civilización e historia
de las ideas- al final del siglo XII \ en la mayor parte del XIII. El incontestable éxito occidental tiene su origen en múltiples
factores, pero, desde el punto de vista teológico y filosófico, podemos enraizarlo en la reciprocidad de la distinción y del
equilibrio. Esta época coincide, casi milagrosamente, con un ideal de armonía de aquello que, desde otro punto de vista,
tiene que ser cuidadosamente distinguido precisamente para mejor unir y reunir: la distinción entre fe y razón, entre lo
natural y lo sobrenatural, entre Dios y el César, entre contemplación y acción. Una sólida teología de la creación, distinta
del Creador increado, permite también a través del optimismo de un humanismo basado en Dios, poner en práctica el
precepto de la «dominación de la tierra» (Gn 1, 26) dado al hombre, formado a imagen y semejanza de Dios. Se
comprende al mismo tiempo que semejante síntesis, basada en el equilibrio de tantos elementos, no haya podido durar
y que, simultáneamente, haya marcado para siempre la mentalidad occidental, otorgándole su optimismo fundamental,

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arrastrándola hacia la investigación técnica e inspirándole su impulso misionero. Se sabe asimismo que desde entonces
sus admiradores han estado divididos entre la nostalgia y la imitación.

Esta síntesis se presenta bajo formas numerosas. La arquitectura atrevida, sutil y sabia de la Suma teológica, puede ser
considerada, al final del siglo XIII como algo semejante a los juegos espléndidos de las catedrales del tiempo: Chartres
al comienzo del siglo, Notre-Dame de París a mediados, y Reims al final en convergencia ellas mismas con un
consenso social. Como dice Elie Faure a su manera, más lírica que precisa:

«La catedral, todo el arte ojival, realiza por un momento el equilibrio de las
formas populares vírgenes con el monumento metafísico al que la filosofía
cristiana estaba preparando el marco desde hacía mil o mil doscientos años.
Pero estas fuerzas rompen el marco desplegándose por completo».

Por eso no es extraño ver convocados en el año 1274 a los dos maestros del pensamiento del siglo XIII al II concilio de
Lyón, que tenía la tarea de reconciliar la cristiandad de Occidente y de Oriente: santo Tomás, que muñó en el camino, y
san Buenaventura, que murió allí mismo. Era el mismo ideal de unidad y de defensa de la Iglesia el que había animado
al rey de Francia, san Luis, fallecido algunos años antes de la cruzada (+1270), cuyo comportamiento, activo y humilde
a la vez, parecía sellar la unión entre el poder espiritual y el poder temporal, y que, además, podía ser presentado como
el verdadero laico cristiano, antes de la ruptura «laicista» del siglo siguiente.

Pues, para matizar ya este cuadro demasiado bello, conviene colocar, como contraste de san Luis, a un soberano del
mismo tiempo, que hace presentir ya la fragilidad del edificio de la cristiandad: Federico II Hohenstaufen (1194-1250),
ahijado del papa Inocencio III, que va a revelarse como el más hábil y asombroso de los soberanos medievales. Este
emperador prefirió la negociación a la cruzada y no ocultaba sus simpatías por el Islam, con el que había entrado en
contacto en Sicilia, donde se cruzaban la civilización latina, bizantina y musulmana. Su política independiente le valió la
excomunión en repetidas ocasiones. Es como el precursor genial y complejo de esos soberanos que van a obligar a la
Iglesia a hacer frente a un nuevo desafío, llamado por lo general el «espíritu laico». Este desafío se apoya en la
resistencia secular del Estado a las pretensiones de la Iglesia, que pensaba haber restablecido el equilibrio de las «dos
Ciudades», pero también en unas condiciones nuevas que aparecen durante los siglos XIV y XV.

LAS CONMOCIONES
El año 1284 se hunden las atrevidas bóvedas de la catedral de Beauvais: más allá de un simple error de construcción,
se ha pretendido ver en ello el símbolo de un antiguo ideal que va a ser conmovido.

En efecto, a finales del siglo XIII las nuevas órdenes mendicantes participan ya de esta conmoción. Para llevar a buen
puerto la represión de la herejía, el Papa, los obispos y los soberanos instituyen el procedimiento de la inquisición, que
pronto, en tomo a los años 1230-1235 va a transformarse en tribunal. Esta jurisdicción de excepción es confiada sobre
todo a los hermanos mendicantes, dominicos y franciscanos, porque se la considera como una modalidad de la pre-
dicación: conducir a los que se desvían de la fe a reconocer sus errores, sus contradicciones en relación con la doctrina
de la cristiandad. Nadie, en la Edad Media, se sintió sorprendido por este procedimiento ni por las sanciones que podían
seguirse de él pero la Iglesia se puso incontestablemente a la defensiva.

Tenemos que decir que la fuente franciscana, tan pura y límpida en san Francisco y en santa Clara, se vuelve a veces
mucho más turbia en sus sucesores. Toda una rama de hermanos franciscanos se orienta hacia un espiritualismo
apocalíptico emanado de Joaquín de Fiore, que degenerará, en el siglo XIV, en lo que es preciso llamar especies de
sectas (como los Fraticelli).

Los maestros seculares de las universidades, sobre todo en París, donde se ilustra Guillermo de Saint-Amour (+ 1272)
se levantan contra estos peligros procedentes de las nuevas órdenes, ligadas directamente al Papa, y que amenazan su
eclesiología, más episcopaliana o local, cuando no nacional. Curiosamente, el emperador, siguiendo exclusivamente la
lógica de oponerse al papado, apoya la comente de los franciscanos espirituales, que se encabrita contra éste en

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nombre del ideal de pobreza absoluta, que pretenden encontrar en una interpretación literal del Testamento de san
Francisco.

Así, a finales del siglo XIII, aparecen una serie de endurecimientos por todas partes. Hostigado por el rey de Francia,
Felipe el Hermoso, el papa Bonifacio VIII confecciona un texto en que reafirma con extremo vigor la «teocracia». La Bula
Unam Sonetean de 1302 está edificada, como indica su nombre, sobre la idea de unidad de la cristiandad representada
por una cabeza «no por dos cabezas como tendría un monstruo, Cristo y Pedro, vicario de Cristo y sucesor de Pedro».
La supremacía del Papa se ejerce, incluso desde el punto de vista temporal, «cuando el poder terreno se desvía»

El inicio del siglo XIV parece marcado por la hegemonía del papado, manifestada por el éxito enorme de las
peregrinaciones a Roma, lo que en el año 1300 incita a Bonifacio VIII a instituir el Año Santo, el jubileo con indulgencia
plenaria para las penas temporales debidas al pecado. Dante que, posiblemente, fuera a Roma ese año nos lo ha
descrito (Infierno XVIII, 29). Mas su propia evolución, tal como la encontramos en De Monarchia (1312-1313) y en La
Divina Comedia, nos muestra las contradicciones con que iba a chocar la Iglesia, tras el triunfo espiritual del jubileo.

EL NACIMIENTO DEL ESPÍRITU LAICO


Tres años después, a raíz del conflicto con Felipe el Hermoso, los legistas franceses, esto es, los juristas del rey, se
oponen a la teocracia defendida por Bonifacio VIII. El 7 de septiembre de 1303, Guillaume de Nogaret, aliándose a la
familia romana de los Colonia, insulta al Papa en su castillo de Anagni. Bonifacio rehusaba situarse, como le proponían,
«bajo la protección del rey de Francia», al contrario, se disponía a excomulgarlo. Un mes más tarde, bajo el efecto del
shock, muere el Papa.El año 1305, el arzobispo de Burdeos, Bertrand de Got, es elegido con el nombre de Clemente V.
El año 1309 se instala en Aviñón, en la frontera del reino.

El papado se encuentra verdaderamente bajo la protección del rey francés. No solamente han cambiado de campo las
fuerzas, en favor del poder temporal, sino que la justificación teológica va a preceder y seguir a esta reivindicación de la
autonomía nacional y real.

Emst H. Kantorowicz, gran medievalista, fallecido en 1963, mostró, en una obra clásica de 1957, el desplazamiento
hacia un concepto místico operado de la eclesiología a la política. Aquello que constituía la definición más profunda de
la Iglesia, en relación con la Eucaristía, Corpus mysticum, se aplica por extrapolación y deslizamiento a las primeras
monarquías nacionales. El Cuerpo místico es también el del Estado que, por medio de este símbolo, llega a la
abstracción y puede reclamar obediencia y sacrificio: en lo sucesivo se puede «morir por la patria» con un verdadero
olvido del Estado y del Rey, que tiene «dos cuerpos»: su cuerpo físico, mortal y personal, y el que le sobrevive. El
célebre adagio: «¡El Rey ha muerto, viva el Rey!», no expresa otra cosa.

La monarquía nacional es exaltada en unos términos casi teológicos. Esta encontró sus teóricos, mas en favor del
emperador de Alemania y en contra de la plenitud pontificia del poder. El Defensor Pctcis, redactado el año 1324 por
Marsilio de Padua (+1342) y Juan de Jandun, de la universidad de París, sostiene la subordinación de la Iglesia al
Estado: la institución eclesiástica queda confinada en la distribución de los sacramentos. Se trataba de un ataque
directo contra el papa Juan XXII, que se oponía al emperador elegido, Luis de Baviera. Nos encontramos aquí con una
especie de teocracia invertida, puesto que la Defensa de la Paz que, según san Agustín, es característica de la Ciudad
de Dios, es aquí confiada al emperador.

En coherencia con su posición sobre la propiedad y sobre la pobreza, que se encuentra en el corazón del debate
franciscano, y con su conflicto con el papado, Guillermo de Ockham (+ 1347) va a darle, algunos años más tarde, a esta
doctrina política una dimensión más teológica, en conformidad con su pensamiento nominalista, que pone en duda las
mediaciones a través de una especie de rechazo de la universalidad. Únicamente existe lo particular y lo individual
frente a la omnipotencia divina, de la que están infinitamente separados como la contingencia y la necesidad. El
emperador obtiene su poder temporal por delegación directa de Dios, a través del consenso de los pueblos. Aparece,
pues, una desclericalización del mundo y del poder. El fresco pintado por Lorenzetti para el ayuntamiento de la Piazza
del Campo en Siena y que representa el buen gobierno, no incluye clérigos. ¿No es también Dios el Dios de los laicos?

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Desde otros presupuestos, ésta será también la posición de Dante: «la autoridad del monarca temporal le viene, sin
ninguna mediación, de la fuente de la autoridad universal» (Monarquía III, XVI, 15). Las dos grandes lumbreras, que se
conjugaban antes para iluminar el mundo, no pueden ya acoplarse, pues una apaga a la otra cuando al báculo se le une
la espada (Purgatorio XVI, 106-111). Dante opta por defender los derechos de la monarquía universal. Es el desafío de
lo que se ha dado en llamar el neo-cesarismo.

En espera de que la filosofía política y la teología, marcadas por el nuevo espíritu laico, vayan haciendo su camino, a
través de contestaciones más radicales que las del siglo XIV, la Iglesia resiste mal al desafío práctico que le lanzan los
soberanos y aborda una de las crisis mayores de su historia: primero en virtud de la servidumbre y, a renglón seguido,
en virtud de la división.

LA CRISIS DE LA IGLESIA
La Iglesia institucional, dominada por el rey de Francia, entra en la servidumbre; va a estar incluso prisionera
físicamente en Aviñón. Hasta en el concilio de Vienne (1311-1312) algunas de las medidas, como la condenación o la
supresión de los templarios, marcan la revancha y la venganza de Felipe el Hermoso. Los papas franceses
(especialmente los del Languedoc) o «limusinos» están atrincherados en Aviñón, al tiempo que alrededor hace estragos
una guerra, que opone a Francia e Inglaterra durante cien años (1337-1453), diezmando las «compañías», tropas no
regulares, canallescas y asesinas a sueldo de Inglaterra, mientras que las epidemias de peste, esa «muerte negra», que
posiblemente diezmó a un tercio de la población en el siglo XIV devastan Europa.

Final e imperturbablemente, el papado francés erigió con valor una estructura administrativa y fiscal notable, con un
gobierno consistorial y una serie de reformas jurídicas e institucionales orientadas a la centralización.

Bajo el peso de las reprensiones de los místicos del tiempo, santa Brígida de Suecia y santa Catalina de Siena, que
tenían un recto sentido de la eclesiología, Gregorio XI decide el regreso a Roma el año 1378. Su muerte, casi inmediata,
engendra un shock temblé: la Esposa de Cristo, «una y santa», iba a ser dividida por el Gran Cisma de Occidente. De
1378 a 1417 la cristiandad vio primero dos y luego tres líneas de papas: la de Roma, la de Aviñón y la de Pisa, con el
indigno Juan XXIII. Cada Papa crea sus propios cardenales, apoyados por sus propios países de origen. La Iglesia
refleja en su gobierno el enfrentamiento de las monarquías nacionales y su propia impotencia cuando se encuentra de
esta guisa en manos de la política laica. Las regiones están a veces divididas, las órdenes religiosas, casi siempre
desgarradas, se vuelven bicéfalas; y hasta los santos se reparten entre los diversos campos.

Tras el fracaso de las distintas vías emprendidas para resolver el cisma, después de toda una serie de iniciativas que no
conducen a nada, entre las cuales la más simbólica fue el encuentro que no tuvo lugar en enero de 1408. cuando
Benedicto XIII, el Papa de Aviñón se encontraba en Portovenere, cerca de La Spezia, y Gregorio XII. el Papa de Roma,
estaba en Lucca, apenas a cincuenta kilómetros el uno del otro..., se llega a un callejón sin salida.

La resolución del cisma vino de la reunión del Concilio de Constanza el año 1414 a iniciativa del emperador Segismundo
de Hungría, que permitió, el año 1417, la elección de Martín V. de la familia de los Colonna. Se trata de un romano de
Roma: lo que manifiesta de modo claro que el obispo de Roma regresa a su ciudad. Pero las consecuencias del cisma
fueron incalculables: psicológicas, pues la recíproca excomunión y el riesgo de morir sin sacramentos, en este período
de mortalidad intensa y súbita, atormentaba a los espíritus; eclesiológicas, pues por desconfianza hacia el papado, los
obispos y los soberanos ya no confiarán más que en el Concilio y van a desequilibrar el gobierno de la Iglesia mediante
el conciliansmo; y, por último, teológicas, mediante la aparición de Juan Hus (+ 1415) en Bohemia y por Juan Wyclif
(+1384) en Inglaterra. Estos clérigos se reapropiaban en cierto modo de las tesis del espíritu laico. El martirio de Juan
Hus, quemado en el concilio de Constanza, no hará sino atizar el nacionalismo checo, que le convertirá en su héroe.
Durante estos años de espanto y de tristeza, el pueblo de Dios, a pesar de todo, había aguantado, orado y encontrado
unas respuestas que no dejarán de tener repercusiones. La Iglesia fue esa multitud de gente, abandonada por sus pas-
tores. El desafío del espíritu laico en los siglos XIV y XV había sido respondido por el pueblo de Dios.

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LAS RESPUESTAS DEL PUEBLO DE DIOS
En efecto, el pueblo cristiano encontró el medio de remontar las grandes conmociones que conoce la vida cristiana. El
cristiano ha sido, incontestablemente abandonado a sí mismo, se ha visto afectado psicológicamente en su pertenencia
a la Iglesia por causa del abandono de sus pastores o, al menos, por causa del descrédito en que cayeron.

Así es como tenemos que interpretar el gusto por lo concreto, por lo íntimo, por lo tranquilizador, que toma la forma de
una devoción renovada de las reliquias, tocadas o guardadas sobre sí para obtener su protección. Lo concreto es
contar, desgranar el rosario, acumular méritos, o coleccionar indulgencias, que aseguran y preservan de la muerte brutal
que precipita en el purgatorio, según la creencia de la época. Lo concreto es también ver: el pueblo cristiano, aislado en
la gran iglesia donde se habla latín, pide «ver a Dios», como se decía por entonces, contemplar y adorar la hostia de la
Eucaristía, celebrada la fiesta del Corpus Christi, festividad que se generaliza a comienzos del siglo XIV. Una vez más,
Konrad Witz visualiza admirablemente la Iglesia haciéndole sostener la hostia y el cáliz y apoyándose en la cruz
procesional.

Pero hay más. Para calmar este apetito de lo concreto y de lo íntimo, los espirituales [proponen una devoción que recibe
el nombre de moderna, de tan nueva como es: la devoción moderna flamenca. Se apoya ésta en la contemplación
amorosa de la encarnación de Dios, en Jesús hombre, cercano, tan cercano que podemos, de hecho, imitarlo, corno
propone el texto espiritual más importante de este tiempo, la Imitación de Jesucristo de Tomás de Kempis (+1417)". Los
cristianos de esta época, por último, para romper la excesiva soledad, se reunirán en innumerables cofradías de amigos
de Dios, para retomar el término emanado de los ciclos de la mística renana, que se encuentra, sin embargo, en las
antípodas de la «devoción moderna» y la equilibra por adelantado. Entramos en la era de las fraternidades de
reemplazamiento, que quizás tengan como finalidad superar la angustia y colmar la soledad.

Pues existe otra conmoción para el cristiano: ha entrado en su universo la angustia producida por la muerte, por lo
macabro. Esta angustia se ve atizada por las grandes predicaciones sobre el infierno y el juicio final, temas de los que el
dominico valenciano san Vicente Feixer (f 1419) habla por toda Europa. La danza de la muerte hace su entrada en los
cementerios, visualizando la temblé igualdad de todos ante la muerte: papas, reyes, villanos o burgueses forman parte
de una farándula con los esqueletos. La muerte violenta por la epidemia o por la guerra está omnipresente.

Pero también aquí aparece como una brusca reacción de heroísmo procedente de las capas más bajas. Allí donde
abunda el honor, sobreabunda la santidad: la abnegación se multiplica. Citemos los hermanos sepultureros que
enterraban a unos cadáveres que repugnaban y propagaban la enfermedad. Está también el heroísmo de san Roque,
muerto en Montpellier el año 1327, tras haber asistido a los apestados: este san Roque se convirtió en un protector tan
poderoso contra la enfermedad que sus reliquias fueron robadas y llevadas a Venecia, donde su cofradía contrató en
1552 al pintor Tintoretto para que le honrara con su genio. Está la abnegación del gran místico Tauler en Estrasburgo el
año 1348 y tantos y tantos otros héroes ocultos. Hasta la teología de la Asunción de la Virgen, revalorizada en esta
época, no hay nada que proporcione al cristiano la esperanza de remontar la podredumbre macabra mediante la fe en la
preservación del cuerpo de Mana y en su propia resurrección.

Por fin, el pueblo de Dios, arrastrado a las luchas nacionales, encuentra la vía para dar a la nación una significación
menos estrecha, más evangélica y eclesial. También en este punto son los santos quienes indican el camino. Juana de
Arco «bota a los ingleses fuera de Francia» porque existe una justicia, un derecho, una vocación de las naciones, pero
se encuentra confrontada con la caricatura eclesiástica de unos clérigos a sueldo de los reyes, como aquel obispo de
Beauvais, Cauchon o unos teólogos conciliaristas, y pronto galicanos, como los de la Universidad de París, de los
cuales únicamente Gerson tiene el ingenio suficiente para ser absuelto. La paradoja de Juana de Arco, quemada el año
1431 a la edad de diecinueve años, estriba en haber santificado la nación terrena en su relación con el Reino celestial, y
haber sido condenada por aquellos que tenían la tarea de encamar la Ciudad de Dios, pero se encontraban sometidos a
la política mundana.

Cincuenta años más tarde, en diciembre de 1483, un labrador eremita y místico de la Trinidad, Nicolás de Flue,
consolida su patria suiza reconciliando a los participantes en la dieta de Stans mediante sus prudentes y cristianos

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consejos de moderación política. Los Confederados se reconocen en él, pues encarnaba apacible, pero también
heroicamente, un ideal nacional.

En el siglo XIV, un catalán, Raymon Llull (+ 1315) se vuelve hacia el Islam para evangelizarlo; en el siglo XV, un
alemán, el cardenal Nicolás de Cusa (f 1464), da muestras de un espíritu asombrosamente ecuménico y trabaja en el
concilio de Florencia de cara a la reunión de las Iglesias de Oriente y de Occidente.

Como testimonian los mejores de sus hijos, la Iglesia intenta integrar el desafío nacional en el sentido de la catolicidad,
del mismo modo que el pueblo de Dios había hecho frente, durante cierto tiempo, al desafío del espíritu laico mediante
un incremento de piedad y de caridad.

Existe un lugar que puede resumir mejor que los demás todo este período agitado y difícil; la Santa Capilla construida
en París por san Luis el año 1248 para depositar en ella la Corona de espinas traída de Oriente. Recibe de manera
adecuada el nombre de «capilla», igual que todas aquellas con que se van a adornar las catedrales en el siglo XIV. Pero
en lo sucesivo prevalece el estilo flamígero, afín, naturalmente, al gusto por el detalle propio del tiempo del nominalismo.
En efecto, ¿qué es una capilla? Un lugar más íntimo que la nave para la conservación de las reliquias, donde son
mostradas y veneradas, colmando el nuevo gusto por lo concreto. Por lo general están hechas para que las cofradías se
reúnan en ellas y como lugar para enterrar, es decir, que intenta superar las obsesiones del cristiano de los siglos XIV y
XV: la soledad y la muerte. Es un hermoso gesto el que fuera un laico y soberano nacional el que la construyera en una
época de cristiandad. Porque va a comenzar la época de palacio y. con ella, el Renacimiento, que va a constituir, de un
modo totalmente diferente además, un nuevo desafío.

BIBLIOGRAFÍA
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Marcel Pacaut, La théocratie. l'Eglise et le pouvoir au Moyen Age. Paris, 1957.
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TEXTOS

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Marsilio de Padua, E! defensor de la paz. Tecnos. 1989.
Santa Catalina de Siena, Diàlogo, ed. critica de G. Cavallini, Roma. 1980.

VII LA IGLESIA Y EL DESAFÍO DEL RENACIMIENTO

El período que abarcan los siglos XIV y XV en Occidente ha podido ser descrito como la edad de palacio,
que sucede a la edad de la catedral. El desplazamiento es significativo, pues si bien el palacio es
esencialmente laico o civil, de aristocracia urbana o de burguesía comerciante, es también el palacio publico
de los municipios italianos, independientes o rivales. Hasta el Palacio de los Papas de Aviñón comenzado
por Benedicto XII (1334-1342) y engrandecido sobre todo por Clemente VI (+ 1352), tiene en su aspecto
algo más de administrativo que de eclesiástico.

Nuevos islotes de prosperidad van a recibir al Renacimiento. Así surgen la Borgoña con su dominio
flamenco, y, sobre todo. Italia, que parece haber inventado este «Renacimiento». Florencia se convierte en
el hogar de la renovación del arte, en un momento en que la República se transforma en principado tiráni co
con un cuasi-soberano: Cosme el Viejo (+ 1464) de la familia de los Mediéis, que reinará a partir de 1434 y,
no sin ciertas circunstancias azarosas, hasta el siglo XVIII.

La revolución que se llevó a cabo por entonces fue científica y técnica, en primer lugar. Podemos
simbolizarla con el primer reloj mecánico de comienzos del siglo XIV, prototipo de todas las futuras
máquinas de contar el tiempo, dividido en veinticuatro horas iguales de sesenta minutos. ¿No parece
destronar esta máquina en cierto modo el mundo de ruedas celestes descrito por Dante, prenda do de la
astronomía y de la astrología (Purgatorio VIII, 2 y Paraíso X)?

Pero esta revolución es también económica con la llegada del capitalismo y de sus grandes compañías
alemanas o florentinas; se convierte asimismo en monetaria y financiera, y. en virtud de todo esto, se
convertirá en geográfica, para buscar y encontrar nue vas fuentes de aprovisionamiento y nuevas salidas.
Esta revolución va acompañada en el campo intelectual y espiritual por un nuevo espíritu.

EL ESPÍRITU DE RENOVACIÓN
Con excepción, por supuesto, de los santos y de los místicos, la Iglesia acusa una especie anquilosamiento (lassement)
espiritual, dividida como está entre el sueño y la modorra, o, por el contrario, la excitación y el exceso. Las teologías se
vuelven repetitivas o sofisticadas y no parecen responder a las necesidades de renovación y de reforma que siente la
cristiandad en medio de las querellas nacionales y de las rivalidades por intereses.

Esta renovación se presenta, de entrada, como cultural, artística y literaria. Se dio a la sombra del papado de Aviñón, y,
sin embargo, es característica de esta funcionarización de la Iglesia y de la dependencia con respecto a los poderes
seculares, que apunta en la nueva poesía de un hombre venido de la Toscana, pero ya un viajero europeo: Francesco
Petrarca (1304-1376). ¿Es el último hijo del humanismo medieval o el primer humanista moderno? Si bien le gusta el la-
tín de los clásicos, aunque dialogue con los autores paganos, ha preferido dar prioridad a la vida contemplativa en su
tratado sobre la Vida solitaria, en el momento de la entrada de su hermano Gerardo, el año 1342, en la Cartuja de
Montrieux, situada en la Provenza. Su contemporáneo, el florentino Boccacio (1313-1375), aunque también experimenta
una cierta evolución religiosa, se inclina de una manera mucho más clara hacia el pensamiento neo-pagano, una
tentación natural y un desafío para el cristianismo. Se siente que el Renacimiento, cual Jano, tendrá un doble rostro.

Estos dos hombres, que fueron amigos, mediante su vitalidad literaria y a través de opciones diferentes, aparecen
efectivamente, tras la prueba de la Gran Peste y de su comitiva de dolores, como los precursores de un nuevo espíritu
al que, después, se dará el nombre de humanismo; éste engendró una cultura: el Renacimiento. Este tiene sus raíces,

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primero en Italia a mediados del siglo XIV, y llega a plenitud en el Quattrocento, para difundirse después por toda
Europa.

Se trata claramente de un retomo juvenil, como en virtud de un flujo sanguíneo, a las potencias vitales del hombre y de
la sociedad, poco después de esta obsesión por lo macabro y de la desolación de una vida tan corta y tan amenazada.
El hombre tiene la impresión de revivir, de renacer como nunca en su historia. Lo que en la historia medieval recibirá
más tarde el nombre de Renacimiento (siglos IX-XII) lo recibió por analogía con este Renacimiento por excelencia: la
época de los tiempos modernos, del que los mismos contemporáneos ya fueron conscientes.

El humanismo dice que el hombre puede vivir, cuando recientemente la muerte estaba tan cercana y lo sigue estando
todavía; afirma que las civilizaciones no son mortales del todo, puesto que pueden ser resucitadas, en particular la de
los griegos y la de los latinos. Se levanta en reacción contra el período precedente, que parecía inmovilizado o enfermo
y que va a contribuir en lo sucesivo, y durante bastante tiempo, a restar valor a lo que pronto se empezará a llamar
Edad Media, una edad intermedia entre la Antigüedad y su Renacimiento. Pero en esta preferencia por la civilización
greco-latina, se da prioridad a una cultura y a un pensamiento cuyo centro vital no está constituido por el cristianismo,
sino que este último, adoptándolos, debió acomodarse a ellos sin haberlos dado a luz. Con todo, para poner las cosas
en su sitio y remediar, en cierto modo, este pecado original, se incluirá en este retorno a la Antigüedad el período de la
Iglesia primitiva idealizada por otra parte.

Sentimos apuntar, como en Petrarca y en Boccaccio, la doble vertiente del Renacimiento, su doble rostro, que
constituye un nuevo desafío para la Iglesia y la obliga a un constante y delicado discernimiento. Pero, de momento, hay
que conformarse a la nueva consigna: ¡ad fortes!

EL RETORNO A LAS FUENTES


Hablar de volver a las fuentes presupone la conciencia de haberse alejado de las mismas. El Renacimiento coincide con
un nuevo sentido de las perspectivas, digamos incluso de la perspectiva. Es el comienzo de una nueva clase de historia,
menos providencialista, más preocupada por la distancia y por el contexto. En pintura se da precisamente la invención
de la perspectiva, atribuida a Paolo Uccello (f 1475), el maestro de las vidrieras de la cúpula de Florencia (1442-1445),
pero autor también de los cuadros de batalla pintados siguiendo la técnica retomada por Melozzo da Forli.

Pero ya siglo y medio antes, Giotto (t 1337) había tenido una visión moderna del espacio que le opone a Cimabue, como
vio Dante claramente (Purgatorio XI, 95). Giotto reemplaza el oro del fondo de sus telas por el azul y hace pasar sus
cuadros del icono al retrato, lo que le permite individualizar a sus personajes. Aparece, pues, una toma de conciencia
del pintor y, gracias a él, del espectador, de su posición en el espacio y en el tiempo. Se ha podido decir que nacía de
este modo la subjetividad en la pintura. En cierta manera, es la visión contemplativa antigua de la totalidad, dada de una
sola vez, la que es abandonada en pro de la mirada exterior y, pronto, exteriorizante.

Esto es lo que llega con Lorenzo Valla (t 1457), que inaugura el «humanismo antiguo»: introduce una distancia en el
interior misino del saber. Así niega la autenticidad de la «Donación de Constantino», un texto que era considerado como
fundador del poder temporal del papado. Enumera también las etapas de la formación de la lengua latina con sus
Elegantiae. Por último, y sobre todo, se atreve a comparar el texto latino de la Vulgata, a veces defectuoso, con el
original del Nuevo Testamento (en su Collaño o Adnotaliones). De este modo, rompe con la ilusión del hombre
medieval de sentirse contemporáneo con todo lo que le ha llegado como textos o como hechos. La transformación de la
conciencia histórica en el siglo XV se adivina a través de las costumbres de los personajes que, tanto en ¡a pintura
como en la escultura, cesan de ser el ropaje del tiempo del artista.

Es preciso decir también que la Antigüedad griega se vuelve más fresca, más abordable, gracias al aflujo de los
exiliados y, después, de los refugiados griegos. Con ocasión del concilio de la Unión de Florencia (1439), numerosos
humanistas bizantinos, como el célebre cardenal Bessarion, se quedan en Occidente. Después de 1453, tras la toma de
Constantinopla por los turcos, son muchos los griegos que se ganan la vida enseñando su lengua a los latinos. De este
modo, les capacitan para descubrir la fuente original de los filósofos antiguos, para saborear la Setenta, la versión

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griega de la Biblia judía, y también el Nuevo Testamento y los escritos de los Padres de la Iglesia. Tanto el saber cien-
tífico, con la recuperación de Arquímedes, como el saber teológico, con la recuperación de Orígenes, van a verse
transformados. El recurso a la lengua griega se impone como el criterio por excelencia del buen humanista.

Mas este retomo a las fuentes no hubiera podido alimentar un río tan profundo como el del Renacimiento, si no hubiera
contado con una serie de elementos multiplicadores, donde la sed de conocer y el coraje de innovar van a suscitar
nuevas necesidades, que, a su vez, van a ser realimentadas por la riqueza y la invención.

LOS ELEMENTOS MULTIPLICADORES


El Renacimiento debe su impulso a un conjunto de factores económicos, técnicos y demográficos. El primer agente
multiplicador es la riqueza. El Renacimiento no hubiera podido dar todos sus frutos sin un mecenazgo que va a la par
con el afán de la magnificencia principesca o real. Así, Italia se beneficia de su mosaico de pequeñas soberanías que
mantienen a los artistas. El progreso de la misma técnica pictórica está íntimamente ligado a las protecciones y a los
encargos. Además, mediante el acto del encargo, la pintura, o el arte en general, puede revelar el ideal y la realidad de
su tiempo. Los reyes del siglo XVI se quitan de las manos a los arquitectos y pintores, pero protegen también a los hu-
manistas, empleándolos como capellanes, bibliotecarios o preceptores. Los papas y los grandes obispos tienen a su
disposición todo un abanico de funciones honoríficas cuyas tareas dejan suficiente tiempo de ocio para dedicarlo a las
buenas letras...

El advenimiento de las monarquías nacionales, con su esfuerzo de centralización, fue provocado en gran parte por
factores militares, como la técnica de la pólvora para el cañón o el desarrollo de la infantería: y encuentran una
justificación más noble en la protección de las bellas artes.

En un momento en que, salvo excepciones, los claustros y las viejas universidades se quedan en el saber medieval, los
soberanos suscitan instituciones paralelas, de tipo universitario también, como Wittenberg en Sajorna, fundada en 1502,
o Alcalá en Castilla, creada dos años antes, o se desmarcan por completo de los hogares tradicionales del saber
mediante la creación de un colegio en París (1530), que se convertirá en el de los «lectores reales» y después en el
«Collège de France». En Lovaina, gracias a la dotación de Jerónimo Busleyden, Erasmo pudo organizar el Colegio
trilingüe en 1517.

La riqueza y el poder garantizan la existencia y la difusión de un modelo cultural, que no hubiera tenido los medios de
vivir por sí mismo. Entra entonces en juego un segundo agente multiplicador, el más extraordinario: la invención de la
imprenta, que va a multiplicar el saber. Como todos los grandes inventos, también éste parece haberse preparado de
modo paralelo en muchos lugares, incluso fuera de la China, que reivindica su paternidad. La encontramos, al estudiar
su desarrollo, en Praga, en Haarlem (Holanda) y, si bien la historia ha retenido el nombre de Gutenberg en Maguncia,
quizás se deba a que su temperamento pleiteante y litigioso nos ha proporcionado documentos nacidos de estos diver-
sos procesos. Parece, sin embargo, que la técnica de la imprenta llegó a su cabal desarrollo gracias a la asociación, en
tomo a los años 1452-1455, de tres hombres en Maguncia: Primero, Gutenberg, su comanditario Fust, y Peter Schoffer,
yerno de este último.

La invención de la imprenta aparece como una síntesis de técnicas vanadas y todas ellas indispensables: el papel,
conocido desde hacía dos siglos y procedente también de la China; una tinta adecuada, es decir, más fluida; la
aplicación del procedimiento de la prensa y, sobre todo, la fabricación de caracteres móviles para que los signos
tipográficos aparezcan en relieve. El paso decisivo tuvo lugar mediante los progresos de la metalurgia, que permitieron
obtener una aleación de resistencia suficiente. Hacia finales del siglo XV la imprenta suplantó, si no reemplazó, la copia
de los manuscritos, que también había mejorado desde hacía mucho tiempo gracias a la existencia del exenplar, que
goza de autoridad y evita las innumerables faltas de las copias sucesivas.

La xilografía sigue siendo muy utilizada para las ilustraciones y los textos cortos. Se considera que entre 1455 y 1501,
fecha que clausura el período de los incunables, se imprimieron seis millones de libros, evidentemente más que todos
los manuscritos copiados en Occidente durante toda la Edad Media. A partir de la implantación de la imprenta, que

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engendra una reforma de la educación, un buen número de occidentales van a incrementar lentamente la clase
privilegiada de los lectores-escritores. En esta época la mayoría de las publicaciones pertenecen al campo religioso y
contribuyen a la evolución de las mentalidades.

Por último, existe un tercer agente multiplicador, contemporáneo de los dos anteriores y que va a dilatar el espacio
conocido. El «mundo repleto», procedente del agente multiplicador demográfico, va a encontrar milagrosamente es-
pacios vírgenes o casi vírgenes. La expansión europea tomó su verdadero impulso a comienzos del siglo XV, gracias al
entusiasmo experto y activo del príncipe de Portugal don Enrique el Navegante (+1460). Portugal explora de manera
sistemática las costas occidentales del continente africano, desde la toma de Ceuta en 1415 hasta doblar, el año 1487,
el Cabo de las Tempestades, que se convierte en el Cabo de Buena Esperanza.

España, ocupada desde hacía siglos en llevar a cabo la Reconquista contra el Islam, logra recuperar el reino de
Granada en 1492. Ese mismo año los Soberanos católicos conceden su protección y financiación a Cristóbal Colón, que
estaba persuadido de haber recibido la misión divina de descubrir la ruta de las Indias por la vía occidental. El 12 de
octubre de 1492, tras más de dos meses de navegación, llega a una isla de las Bahamas antiguamente llamadas
Lucayas, en el mar del Caribe, plataforma para conquistar el inmenso continente que ni siquiera llevaría su nombre. La
colonización de América por parte de los españoles, que encontraron unas civilizaciones evolucionadas aunque frágiles,
instaura los trabajos forzados y convierte España en un Imperio inmenso. Portugal quiso su parte del botín y después
prosiguió sus exploraciones hacia la lejana Asia. Estos descubrimientos provocan un aflujo de metales preciosos a
Europa por medio de la Casa de la Contratación de Sevilla, cosa que alimenta la riqueza europea y relanza el primero
de los elementos multiplicadores ya citados: el de la prosperidad.

La Iglesia, y especialmente el papado, tuvieron que situarse en relación con estos grandes acontecimientos. Sigue
siendo incontestablemente el mecenas más generoso. Los papas humanistas del siglo XV quisieron hacer de la Roma
pontificia la capital del Renacimiento. Nicolás V (1447-1455) ordena la construcción de un nuevo palacio en el Vaticano,
para lo que se impone demoler la basílica constantiniana de san Pedro, que amenaza ruina. Aunque Pío II Piccolomini
(1458-1464) fue sobre todo un hombre de letras, es Sixto IV (1471-1484) el que se presenta como el verdadero
protector de las artes durante todo su pontificado. Hace construir la capilla que lleva su nombre. Tanto él como sus
sucesores durante medio siglo legan a Roma un patrimonio inestimable, haciendo trabajar a Bramante, Miguel Ángel y
tantos otros: la basílica de San Pedro, comenzada en 1506, va a exigir sumas considerables pedidas a toda la
cristiandad: la predicación de las indulgencias y su contestación por Lulero van a establecer un pesado balance cuando
esté terminada la construcción.

Dado que Nicolás V había fundado la Biblioteca Vaticana, la Iglesia debía felicitarse de la nueva invención de la
imprenta. Lo hizo oficialmente el año 1501 por medio de una bula de Alejandro VI y después mediante una declaración
del concilio V de Letrán en mayo de 1515: en esta declaración se alegra del nuevo arte inspirado por el favor divino,
pero se inquieta ya un poco a causa de este instrumento tan poderoso. Es bueno si se utiliza «para la gloria de Dios, el
progreso de la fe y la propagación de las virtudes», fiero debe evitarse «que los venenos no se mezclen con los
medicamentos» instituyendo una censura previa, que, de hecho, no podrá ser implantada sistemáticamente antes del
concilio de Trento, a mediados del siglo XVI.

Por último, la Iglesia no permanece neutral ante el acontecimiento de los descubrimientos de Ultramar. Una serie de
religiosos, no exentos de valor o incluso de heroísmo, acompañan a los navegantes. Por otra parte, en los
Conquistadores, el afán de evangelización está presente paralela y conjuntamente con el gusto por el lucro. Este es
también el sentido de la «donación alejandrina», ese conjunto de bulas pontificias conocido con el nombre de Inter
caetera, de Alejandro VI de la familia Borgia que divide prácticamente el Nuevo Mundo descubierto o por descubrir
entre España, su patria, y Portugal: «Nos os concedemos estas tierras a condición de enviar a ellas hombres sabios y
doctos para instruir a los indígenas en la fe católica». Esta «donación», poco apreciada por los otros soberanos,
rectificada por los mismos interesados, es menos un acto de arbitraje que de reconocimiento de un hecho consumado.

52
Se debe constatar que la Iglesia quiso tomar partido en los nuevos campos abiertos por el Renacimiento, en la cultura y
en la construcción de un Nuevo Mundo. Pero, ¿presentía la Iglesia los peligros y el nuevo desafío representado por esta
renovación?

LA TENTACIÓN DEL PAGANISMO


En efecto, ya desde el punto de partida, el Renacimiento y su instrumento privilegiado -el humanismo- mostraron su
ambivalencia e hicieron resurgir la tentación del paganismo. ¿No insinúa ya la misma palabra de humanismo, forjada
ciertamente mucho tiempo después, el riesgo de no confiar más que en el hombre y no tener como horizonte más que a
éste? El mismo hombre parece tomar una nueva figura.

Por este tiempo el arte se vuelve pagano, o más exactamente, revela una faz que es pagana. Exalta ¡a desnudez del
cuerpo, masculino y femenino, y se alimenta con la sensualidad de las formas. El refinamiento de los colores o de los
materiales se alejan de la severidad y de la contención medievales. No es gazmoñería señalar que Rafael pintó a una
querida suya, la Fomarina, (amante del pintor) bajo los rasgos de la Virgen (hacia 1510), al tiempo que Jean Fouquet
representaba ya a la Señora de la Belleza, Agnés Sorel, favorita de Carlos VII de Francia, con el Niño Jesús sobre su
seno. Esto supone constatar el hecho de una mezcla de géneros. El retomo con fuerza de los dioses y diosas de la
Antigüedad era más inocente, pero señal de que la mirada se vuelve hacia más allá del cristianismo.

Hay algo todavía más inquietante: el pensamiento mismo se vuelve sensible al paganismo. Se encuentra como atraído
por esa especie de ilusión óptica de una Antigüedad plena de coherencia y de sabiduría, tanto del lado pagano como del
lado cristiano, pues existe también en esta época el espejismo de una Iglesia primitiva, o al menos pre-constantiniana,
adornada de todas las virtudes. La escuela neo-aristotélica de Padova se presenta como la más característica de este
nuevo espíritu pagano. La universidad de Padova tenía ya en la Edad Media una reputación de heterodoxia, que llegó a
su culmen con Pietro Pomponazzi (1462-1525), que puso en cuestión la inmortalidad del alma (el año 1516), los
milagros, y su temible distinción entre un doble orden de verdades, doctrina atribuida ya en el siglo XIII al averroísmo
latino.

La influencia de estas ideas fue profunda en el Renacimiento, pues satisfacen la necesidad de racionalidad pura y el
rechazo de la armonía entre la razón y la fe, que había contribuido al apogeo de la Edad Media. ¿Es casualidad que se
invoque a Aristóteles en un debate como el que opuso en España, hacia 1550, al dominico Las Casas y al canónigo de
Córdoba, Sepúlveda, a propósito de la condición de los indios? Sepúlveda, que había asistido a las clases de
Pomponazzi, era uno de esos aristotélicos que estimaban que los indígenas pertenecían a la categoría de los «esclavos
por naturaleza», mientras que el misionero se apoyaba sobre la dignidad de todo hombre, dignidad reivindicada por el
papa Pablo III para los indios de América en su bula Sublimius Deus del año 1535.

En esta misma línea se perfila el florentino Nicolás Maquiavelo (1469-1527), que modela el medallón del Príncipe
(1513), proponiendo como modelo a César Borgia. Persiguiendo el excelente fin de la unidad de la patria italiana, el
consejero elabora una serie de máximas de un realismo político total. El soberano, que no cuenta más que consigo
mismo para sus intereses, prefiere ser temido que amado, guardándose al mismo tiempo de hacerse odiar. Por otra
parte, en éste como en otros muchos casos, ha sido más bien el destino excepcional de este librito de Maquiavelo y su
supuesta negrura lo que le ha dado importancia en la historia de las ideas; su posteridad, en la que figuran obras de
calidades muy diferentes, ha sido enormemente numerosa.

Ello no impide que aquel a quien va dedicado, César Borgia, el bastardo del futuro Alejandro VI, sea el ejemplo típico del
«condottiero» del Renacimiento y también el de las ambiciones temporales que tuvieron los papas de la época para su
familia y para sí mismos. El nepotismo y el favor reinan por entonces en la corte pontificia, que se ha vuelto
verdaderamente profana. Inocencio VIII, Alejandro VI, Julio II, León X y otros más, gobiernan una Roma que se ha
vuelto ampliamente pagana. Su crónica escandalosa es conocida y relatada por testigos seguros, que narran los
excesos pontificios con más ironía que estupefacción. Tanto más por el hecho de que estos papas son conscientes de
la necesidad de una reforma de la Iglesia: demasiado rica, demasiado abandonada a sus pasiones... Mas esa Iglesia
estremecida por el paganismo parece veleidosa en sus conversiones, como se mostró Alejandro VI cuando supo el

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asesinato de su hijo preferido, el duque de Gandía: convocó enseguida una comisión cardenalicia para la reforma de la
Iglesia, que no llegó nunca a ningún resultado. Y cuando se levantó ante él un verdadero reformador, el dominico de
Florencia Jerónimo Savonarola, ciertamente apasionado y excesivo, el combate fue sin merced.

El episodio, en el fondo bastante breve, del «reino espiritual de Jesucristo» instaurado en Florencia por Savonarola
entre 1495 y 1497, tiene que ser considerado, efectivamente, a la luz de este conflicto entre la tentación del paganismo
y la necesidad de una reforma evangélica. ¿No proponía Savonarola a la Iglesia hacer frente al desafío del
Renacimiento? Naturalmente resulta fácil convertir al dominico en un espíritu especialmente medieval, empapado
todavía de apocaliptismo y de joaquinismo, de los que dio muestras a través de su entusiasmo por el nuevo Ciro, que
debía ser Carlos VIII, el rey de Francia, conquistador de Italia. Cabe poner también el acento en su rigorismo moral,
cuando hizo quemar cuadros y adornos en la hoguera de las vanidades.

Pero cabe igualmente ver en Savonarola tanto el defensor del arte cristiano, como el garante del honor católico contra el
paganismo de la sociedad de su tiempo. Se opone de manera clara a Alejandro VI denunciando la corrupción romana ".
«Ven aquí. Iglesia infame... tu lujuria ha hecho de ti una hija sin pudor. Eres peor que una bestia», fulminaba el dominico
en strcátedra de predicación.

La atractiva figura del pintor Sandro Botticelli (1445-1510) constituye un buen ejemplo de este desgarro entre la
vocación cristiana y la tentación del paganismo vilipendiada por Savonarola. Se siente en toda su extraordinaria obra la
tensión entre la exaltación pagana y la meditación cristiana. No se trata únicamente del paso de la una a la otra, que le
haría pasar de unas composiciones mitológicas (la Primavera; Venus; Minerva) a unas Vírgenes plenas de espiri-
tualidad. Pues existe también a veces una extraña mezcla de ambos registros como en el «Retablo de San Bernabé»,
donde las santas aparecen muy semejantes a las diosas de la Antigüedad. Al final, subyugado sin duda por Savonarola,
Botticelli, introduce el año 1500 en su Natividad mística una inscripción apocalíptica. El pintor florentino aparece, pues,
como un símbolo de su tiempo, desganado entre el vértigo de la seducción pagana y la conversión de su arte al
cristianismo.

A pesar de todo, en tiempos de Savonarola, el convento de San Marcos, donde resplandecen los frescos de Fra
Angélico y cuya reforma moral debía extenderse a toda Florencia, y más tarde a toda la Iglesia, fue un centro de
estudios humanistas reinsertados en su orientación cristiana. Aunque Marsilio Ficino el restaurador de Platón, que había
sido partidario de Savonarola, abandonó después el convento, dos de los más típicos representantes del humanismo
florentino eran familiares de san Marcos: Angelo Policiano (t 1494), protegido de los Médicis. y sobre todo el joven genio
Pico de la Mirándola (+ 1494).

Sin detenemos siquiera en su influencia espiritual sobre los místicos italianos de finales del siglo XVI, (san Felipe Neri y
santa Catalina de Ricci), basta con considerar la posteridad inmediata de la reforma de Savonarola en Italia, como los
grandes biblistas Sante Pagnini o Zanobio Acciaiuoli, para calibrar la importancia otorgada a una renovación intelectual
sobre la que pudiera apoyarse una verdadera reforma de la Iglesia. De hecho, en virtud de su influencia en España I3, y
sobre todo por la difusión de la teología de Pico de la Mirándola, admirado en toda la Europa del siglo XVI, se puede ver
en Savonarola el paradójico heraldo del verdadero humanismo cristiano.

EL RENACIMIENTO CRISTIANO
Los mayores humanistas, es decir, los profesores de humanidades (los studio humanitatis), cuya vocación era
esencialmente pedagógica, fueron conscientes del peligro y del desafío que suponía para los espíritus cristianos la ten-
tación renovada del paganismo. Por eso estimaron deber suyo proponer una versión del mismo profunda y
auténticamente cristiana, basada en el Evangelio.

Tomaremos como ejemplo únicamente a dos de los personajes más atractivos del período, tan ligados entre sí que se
les llamaba «los gemelos»: el inglés Tomás Moro y Erasmo, a quien, para ser exactos, debemos llamar el primer
ciudadano europeo. Tomás Moro (+1535) nos afecta porque manifiesta la sabia locura de la cruz vivida hasta el final. El

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autor jocoso y profundo de la Utopía (1516) había tenido una carrera pública suficientemente brillante como para poder
permitirse legítimamente gozar de los placeres de la vida. Sin embargo, ¿no lo vemos, por el contrario, retirado entre los
cartujos, y ocupado en las alegrías familiares o eruditas, y, por último, encaminarse tranquila y firmemente, por fidelidad
a su conciencia, hacia el cadalso, para preservar una determinada idea de la lealtad cristiana en el servicio a la patria, a
la monarquía y a la Iglesia?

Erasmo (+1536) es ciertamente, un personaje mucho más complejo, con su aguda inteligencia, su viva sensibilidad y su
egocentrismo. Durante bastante tiempo rehúye afirmar sus posiciones frente a Lutero (se le llamaba Proteo o Jano...).
Pero llegó un día en que tuvo que colocarse de modo claro del lado de la Iglesia tradicional, porque, según él, ésta
defendía mejor, a pesar de sus abusos y de la corrupción, lo que de mejor tenía el hombre: la libertad innata, el libre
albedrío, sobre el que podía venir a injertarse la gracia. Como Giannozo Manetti en 1452 y Pico de la Mirándola en
1498, también Erasmo en 1525 quiere exaltar la dignidad humana. Para Pico, el hombre es un microcosmos en el
universo, salvado y hermoseado por la Encamación y la Redención del Hijo de Dios hecho hombre.

Erasmo y los humanistas cristianos, lectores de Plutarco y de sus «hombres ilustres», son muy sensibles a una cierta
élite a la que admiran y a la que asignan un papel decisivo, pues se les ha confiado la responsabilidad de instruir, de
gobernar y de conducir a la verdad. Por encima de la paradoja, de la que hace un uso casi catequético o, en todo caso,
moral, Erasmo aboga por una philosophia Cluisti: Cristo es la única Sabiduría en este mundo, pero a través de la
humildad, de la pobreza y de la Cruz. «Referirlo lodo a Cristo», dice Erasmo, y brinda para ello los medios a su
disposición, la disposición de un teólogo y de un sabio: un mejor acceso a la Biblia y a los comentarios escriturísticos;
poner a disposición de los cristianos sus más grandes escritores, especialmente a Agustín y a su querido Orígenes; una
teología práctica hecha de «buen» sentido y de sentido evangélico.

El humanismo cristiano responde al desafío del paganismo mediante un retorno al centro: la Palabra de Dios y el Verbo
de Dios, la Biblia y Cristo. Los humanistas católicos, optimistas por opción teológica -podríamos decir-, parecen
fracasar, dado que la Reforma protestante, con su indignado vigor, los rechaza y condena como cómplices de este
paganismo, que habían contribuido a refrenar, a aclimatar e incluso a reabsorber.

Los humanistas están corno desgarrados entre los teólogos tradicionales, que les reprochan no ser ya medievales, y los
innovadores protestantes, que los consideran ateos o al menos, impíos: Du bist nicht fromm (tú no tienes piedad),
escribe Lutero a Erasmo lo que debe ser entendido con toda la fuerza que tiene la palabra impietas en esta época. Este
rechazo sirve además de refuerzo a una determinada comente pesimista que existe también, pero un poco más
tardíamente, y que culmina posiblemente con el trágico enigmático de Hamlet (+1601) de Shakespeare, con el que se
cierra el siglo XVI.

El humanismo cristiano, aturdido un momento por los clamores, lleno de tristeza ante su hermosa esperanza echada a
perder, reaparecerá purificado, limpio de toda su inspiración polémica y despreciativa, e influirá, al menos en parte, en el
concilio de Trento y en sus decisiones. El desafío planteado por el paganismo podrá considerarse como
verdaderamente ganado cuando veamos, a finales del siglo, a un san Francisco de Sales ganar, mediante la
mansedumbre, una Iglesia, menos gloriosa y triunfante que en el Renacimiento, pero en la que reconocemos, por fin,
eso que tan acertadamente ha sido llamado el «humanismo devoto»: más piadosa, más teologal, más viva, más
humana en una palabra, y que parece «renacer» verdaderamente de sus pruebas y de sus desgarros, aunque siga
llevando todavía hoy sobre ella las huellas del pasado.

BIBLIOGRAFÍA
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Eugenio Garin, La educación en Europa, 1400-1600, Crítica, Madrid, 1987. Lewis Hanke, La lucha por la justicia en la
conquista española de América, Madrid, 1959.
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55
M. A. Screech, Rabelais, París, 1992.

TEXTOS
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Erasmo £7 Enquiridwn Manual del Caballero cristiano CSIC Madrid 1971 Tomás Moro, Utopía, Akal Madrid 1985
Idem.. Un hombre solo: carias desde la torre, Rialp, Madrid, 1988.
Rabelais, La abadía de Telemo. en Gargcmtúa (capítulos 50-56). Akal. Madrid, 1989.
Francisco de Vitoria, Refecciones Teológicas. 3 vols., L.G.A. Getmo, Madrid, 1933-1935.
Bartolomé de las Casas, Brevissima relación de la destrucción de Indias 1552. Madrid. 1977.

VIII. LA IGLESIA Y EL DESAFÍO DE LAS REFORMAS

Ecclesia semper reformanda. Este adagio, a la vez realista y optimista, afirma que la Iglesia debe
constantemente volver sobre sí misma, convertirse, reformarse. Se comprende la razón por la que algunos
historiadores, poniendo el acento en esta reforma, siempre buscada y difícilmente realizada, consideran
como un solo y gran período el que se extiende desde el siglo XIII al XVIII, esto es, desde los últimos
efectos de la reforma gregoriana hasta los primeros anquilosamientos (tassements) de la reforma salida del
concilio de Tremo, en reacción contra una consideración un tanto exce sivamente corta y demasiado
orientada por un fenómeno fundamental, ciertamente, pero, con todo, restringido, como es el nacimiento del
protestantismo. Entre la historia a base de periodos demasiado largos y la periodización excesivamente
corta, existe una consideración razonable que contempla de manera conjunta una evolución que va desde el
final del siglo XV hasta mediados del XVII. Ello supone, sin embargo, que esta opción debe ir acompañada
de un vocabulario nuevo.

En efecto, cuando se hablaba hace medio siglo de la Reforma, se entendía con esa expresión, sin la menor
réplica, el advenimiento del protestantismo, precedido de una Pre-reforma, que lo había preparado, y
seguido de una reacción católica que, como es natural, recibía el nombre de Contra -reforma (Gegenrefor-
mation). Ahora nos expresamos usando un esquema más complejo. La necesidad de reforma se hizo sentir
de manera aguda en la Iglesia con ocasión del ascenso del espíritu laico, sin que el humanismo cristiano
del Renacimiento hubiera podido darle una respuesta satisfactoria y duradera. Se expresa en el si glo XV
mediante intentos de renovación de las órdenes religiosas. Y. a comien zos del siglo XVI prepara de manera más
directa las dos Reformas, protestante y católica, a través del evangelismo intento de transcribir e! ideal del humanismo
cristiano en las instituciones y en la realidad.

Después, tras el shock religioso y político de Lulero, seguido por Calvino se desarrollan lo que es preciso llamar las
Reformas protestantes, en plural, dado lo diferentes que son entre ellas, cuando no hasta antagonistas, si bien
permanecen unidas por el primado exclusivo de la Biblia y de la fe.

La Reforma católica, casi más lenta para definirse que para imponerse, una vez lanzada por el concilio de Tiento, en
todas las regiones que el protestantismo no pudo conquistar, incorpora, de hecho, los esfuerzos desarrollados en el
siglo precedente para renovar desde el interior la Iglesia institucional, tan maltratada por los poderes políticos y las
disensiones internas.

Así en el siglo XVI contemporáneo del Renacimiento que se inicia en Francia y Alemania, y que languidece ya en Italia,
se opera una extraordinaria mutación intelectual, pero también social y política, cuyas Reformas son menos las
consecuencias que las formas, y que toma también el aspecto de un desafío. En la aurora del siglo XVI todo el mundo,
incluidos los papas más mundanos, está de acuerdo en la necesidad de reformar la Iglesia.

El discurso de apertura del Lateranense V. pronunciado el 3 de mayo de 1512 por Egidio de Viterbo, que dicho de
pasada, es el superior general de los eremitas de san Agustín, orden a la que pertenece Lulero, hizo saltar como se
dice, las lágrimas a toda la asamblea. La constatación es efectivamente, dramática: «¿En qué momento de la Iglesia ha

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sido más muelle nuestra vida, más desvergonzada la ambición, más viva la concupiscencia, más impudente el
desbordamiento del pecado...? ¿Cuándo ha sido tan grande, no sólo el descuido, sino hasta el desprecio de las cosas
sagradas, de los sacramentos, del poder de la Iglesia, de los santos preceptos? ¿Cuándo se han visto nuestra religión y
nuestra fe más ridiculizadas, hasta entre el pueblo llano?»

Ese mismo día el papa Julio II, que no ha conservado precisamente una reputación de virtud y de humildad bien
asentada, exclamaba: «No sólo la disciplina eclesiástica sino, de manera general, los modos de vivir se han hundido en
las personas de todas las edades y de toda condición -\ El Concilio terminó en 1517 siete meses antes de la llegada de
Lutero al escenario de la cristiandad. El último Concilio celebrado antes de la Reforma había alumbrado algunas
reformistas muy impotentes para apagar el incendio que iba a extenderse. Aquel Concilio fue apenas un «borrador» del
siguiente, el de Trento tal como lo ha llamado el historiador alemán Dollinger.

Pues el verdadero desafío iba a ser planteado por algunos hombres cautivados por algo así como la ebriedad de poder
obtener lo que siglos de buena voluntad sin voluntad. Concilios, santos y papas habían esperado: reformar la Iglesia de
Cristo desde sus raíces. Por lo menos lo creyeron. Pero el desafío de la Reforma a llevar a cabo (¿cómo hacerla?
¿Sobre qué bases?) Ocasiona el mayor disgusto de toda la historia de la Iglesia latina, con su cortejo de guerras, de
anatemas, de intolerancias, de turbación de las conciencias. La unidad que se rompió entre los cristianos no se ha
rehecho desde entonces, a pesar de los recientes esfuerzos de ecumenismo que no datan, por otra parte, sólo del siglo
XX. Desde entonces se ha intentado en cada período llevar a cabo una serie de esfuerzos para reanudar el diálogo.

EL DESAFÍO DE LUTERO
Martín Lutero (1483-1546) es un religioso, eremita de san Agustín v «observante», esto es. partidario del movimiento de
reforma en el interior de su orden, un profesor de talento de Sagrada Escritura en la Universidad de Widelibere
(Sajonia), recientemente creada, y un espiritual que busca una respuesta a su angustia personal. Hay en su vida un
período un tanto misterioso (entre 1513 y 1517) del que ha narrado una especie de epifanía, una iluminación, en un
célebre fragmento de la literatura teológica, escrito, por lo demás, cerca de treinta años después. Como ocurre con
muchos relatos de conversión, este texto ha ido adquiriendo en el curso de la maduración una densidad extrema.

Meditaba el texto de la Carta a los Romanos (1, 16-17): «La justicia de Dios se ha revelado en el Evangelio, como está
escrito "el justo vivirá por la fe"». Lutero nos asegura haber pasado entonces, como súbitamente, de la concepción de
un Dios que juzga, imposible de satisfacer por la incapacidad de cumplir su ley, a un Dios que da la justicia, que «en su
misericordia, justifica por medio de la fe». De este modo rechazaba una justificación activa, formal, para acceder a una
justificación pasiva, recibida gratuitamente, sin mérito. Dios no considera ya al hombre como pecador, aunque siga
como tal haga lo que haga, sino como justo, imputándole los únicos méritos que pueden encontrar gracia a sus oíos: los
suyos propios en Jesucristo.

Aparte de la paz del alma experimentada por Lutero en su torre del convento de Wittenberg, ¿cuál es la gran
modificación que se opera? No. como han pensado durante mucho tiempo los historiadores protestantes, una
innovación casi completa mediante una nueva lectura del Evangelio, pues, de hecho, los Padres y los autores
medievales consideraban también la justicia de Dios como su misericordia sino un nuevo eje arquitectónico de la
teología a partir de una intuición fulgurante.

El desafío de la Reforma luterana consiste en tomar esta verdad teológica como el único motor de la teología, en
privilegiarla, hipostasiarla, seleccionar todo y organizarlo en torno a esta intuición espiritual. Para Lulero, todo reposa
sobre la certeza de la salvación por la fe «a causa de Cristo», que es, según él, la enseñanza de la Carta a los
Romanos, ese texto en el que, dijo un día, puede resumirse el Evangelio, porque lo contiene todo.

Nosotros somos salvados únicamente por la fe, únicamente por la gracia, y puesto que esto se encuentra en la
Escritura, únicamente por ella. El desafío para Lulero no está en lo que afirma sino en lo que niega afirmando: la fe sin
las obras; la gracia sin el libre albedrío; la Escritura sin la Tradición.

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Los historiadores católicos han delectado dos grandes momentos en el endurecimiento de la postura de Lulero.
Contrariamente a lo que se ha pensado durante mucho tiempo, ya no se retienen especialmente las 95 tesis contra las
indulgencias, fijadas o no, el 31 de octubre de 1517. A pesar de su violencia, a pesar de los ataques contra la comunión
de los santos, cuya fiesta debía celebrarse al día siguiente, posiblemente no se tratara más que de una llamada a la
discusión teológica, a una disputado de tipo medieval, lanzada en virtud de su privilegio doctoral por un profesor repleto
de ideas. Ahora se retiene más bien, en primer lugar, la fecha de 1519 en Leipzig: su adversario Juan Eck, de
Ingolstadt, le acorraló hasta hacerle negar la infalibilidad de los concilios, lo que traía consigo la ruptura con la Tradición,
que, a partir de ahí, no era sino palabra humana, y con la Iglesia, que podía errar hasta en materia de fe. Vino, a
continuación, la puesta en práctica, el dar forma a esta ruptura mediante los «escritos reformadores» del año 1520.

En La cautividad de Babilonia (se refiere a la Iglesia), de título elocuente, pretende Lulero destruir el edificio sacramental
de la Iglesia romana, no conservando más que dos sacramentos: el Bautismo y la Eucaristía. En el Manifiesto a la
nobleza cristiana de Alemania, escrito en la lengua nacional para tener más resonancia, quiere derribar las tres murallas
edificadas por Roma para someter, según él. a la cristiandad: la distinción clérigo-laico, que debe ser sustituida por el
reconocimiento pleno del sacerdocio universal de los cristianos; el monopolio de los clérigos respecto a la interpretación
de la Escritura, que debe ser reemplazado por la proclamación de la claridad, de la limpidez de la Palabra de Dios para
todos los creyentes; y por último, la necesidad de que sea el Papa quien convoque el Concilio, a fin de privarle de esta
facultad y de resistir a la tiranía romana.

De ahí se siguen las grandes animaciones luteranas, expresadas frecuentemente en términos dialécticos. Lutero da
múltiples ejemplos de estas afirmaciones, que le gusta extraer de san Pablo o de las obras de Agustín: «el hombre no
da nada, lo recibe todo». Tal es su postura absoluta en un debate central: el del libre o siervo albedrío, relanzado por
Erasmo, que había visto claramente que en este punto residía el nudo del desafío, de la oposición radical al ideal
humanista, pero también el desafío al ideal simplemente católico.

Los dos grandes adversarios se enfrentan entre 1524 y 1526. Para Lutero. el hombre no dispone de libre albedrío para
colaborar en su salvación, puesto que está corrompido por el pecado; afirmarlo es probar al misino tiempo su inexis-
tencia, puesto que se trata de un atributo de Dios que el hombre quiere acaparar por orgullo. Para el humanista, por el
contrario. Dios es tan generoso que nos introduce en su propia libertad, convirtiéndonos en colaboradores suyos en la
tarea de nuestra propia salvación. A este nivel fue donde el concilio de Trente y la Reforma católica hicieron frente al
desafío de la Reforma luterana.

Pues desde 1520. Alemania en sentido amplio y otros países muy alejados abrazaron la palabra de Lutero: un incendio
de esta magnitud muestra bien a las claras lo profunda que era la expectativa cristiana de cara a una renovación de la
Iglesia. Juan Hus en Bohemia; Wyclif en Inglaterra, a pesar de sus herejías, habían expresado con ellas una
reivindicación legítima que, a su manera, también había encamado Savonarola.

Zwinglio en Zurich, Bucer en Estrasburgo. Ecolampadio en Basilea, y pronto por todas partes, se levantan reformadores
que sin admitir todo lo de Lutero pues con mucha frecuencia son más radicales que él, se reconocen en el profeta de
Wittenberg. El año 1529 algunos príncipes alemanes constituyen un partido en la Dieta imperial y protestan contra las
prohibiciones de celebrar el nuevo culto: acaban de dar su nombre a lo que a partir de ahora se van a convertir en
nuevas Iglesias. En efecto, estas comunidades comienzan a dotarse de estructuras institucionales y, al año siguiente,
de confesiones de fe (Augsburgo. Tetrapolitana...). Aunque los Reformadores no quisieron sino realizar el gran designio
de purificar a la Iglesia, mediante su ataque contra el dogma, precipitaron el desgarramiento.

En efecto, como ha dicho Lucien Febvre con toda propiedad: Lutero no reprochó a «la Iglesia de su tiempo vivir mal», no
era lo suficiente ingenuo para ello, sino «creer mal. Los textos que van en este sentido abundan en la pluma o en las
conversaciones del Reformador, en sus Conversaciones de mesa. Pero ni el genio desordenado -o hiperbólico, como
decía Erasmo- de Lulero, ni el más matizado, pero también más versátil, de Bucer, hubieran bastado para implantar el
protestantismo si en los países de lengua francesa no hubiera aparecido un hombre que creía en las estructuras y en un
nuevo orden cristiano.

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EL DESAFÍO DE CALVINO
Juan Calvino (1509-1564) era un francés, un jurista, un humanista en el sentido riguroso de la palabra, es decir, un
conocedor de las lenguas antiguas, un laico. Se convirtió a lo que se llamaba «la fe nueva» en los años 1533-1535, esto
es, casi quince años después de la irrupción de Lulero. Pertenece, pues, a otra generación, la de los hijos, la de los
consolidadores. Con una naturaleza más conforme al genio latino, va a dar a la Reforma protestante una serie de opcio-
nes diferentes, más intelectuales y más institucionales. Sus dos grandes obras son precisamente una dogmática y una
Iglesia.

La dogmática de Calvino se inserta en su gran libro La institución de la religión cristiana, cuyo proyecto principal debe
entenderse en el sentido antiguo de la palabra instituir: enseñar. La primera edición data de 1536, la última de 1560:
Calvino no cesó de perfeccionar y de aumentar su obra. A medida que avanza la redacción vemos perfilarse una serie
de temas fundamentales. La predestinación ocupa en ella cada vez más sitio. Calvino, envejeciendo ya, contra todas las
argumentaciones, no cesa de meditar sobre el designio divino inescrutable, insondable, que destina por adelantado a
los hombres a la salvación o a la condena. Calvino centra su pensamiento, su mística podríamos decir, en la soberanía
divina, en su misterio, pero su teología es también cristocéntrica y recuerda incesantemente el papel del gran Mediador.

Propone también una organización muy precisa de la Iglesia mediante su concepción de los ministerios, tal como fueron
encontrados en el Nuevo Testamento por su maestro Bucer: los pastores, los diáconos, los doctores y los ancianos,
excluyendo, por tanto, la jerarquía eclesiástica tradicional basada en el sacramento del orden, que Calvino rechaza. A
partir del modelo de los cuatro ministerios intenta Calvino contra viento y marea, edificar un orden cristiano en la ciudad
que la Providencia parece haberle asignado: Ginebra, liberada del yugo saboyano. Oponiéndose a las anarquías de los
espirituales o a los cálculos de los políticos. Calvino crea en Ginebra un orden cristiano austero y puritano al pie de la
letra, extremo en su moral, en su disciplina y en su liturgia; como Zwinglio, también Calvino rechaza las
«supersticiones» medievales y romanas: las imágenes y los ornamentos. Desde 1536 hasta su muerte en 1564. el
francés Calvino logra consolidar una teocracia protestante en Ginebra.

Como todos los grandes fundadores, supo elegir un sucesor firme e incontestado. Teodoro de Beza (1519-1605). que
conserva la herencia, a diferencia del flexible y conciliador Melanchthon (1497-1560) que tras haber reemplazado a
Lutero -admirador de su propio discípulo- no logró mantener la unidad del protestantismo alemán.

De hecho, ya desde el comienzo, el protestantismo aparece diversificado, dividido, opuesto a pesar de las treguas
caramente negociadas y rápidamente rotas. Se constituye una especie de abanico muy amplio que va, desde los
protestantismos mayoritarios y nacionales de tipo escandinavo, a los movimientos apocalípticos en los que la Iglesia
visible es prácticamente negada y los sacramentos suprimidos: el ejemplo más dramático de esta reforma radical lo
constituye el fuego violento que se abatió sobre la ciudad de Münster en los años 1520, donde se pensaba que la nueva
Jerusalén había bajado del cielo, en una atmósfera apocalíptica, que no podía terminar sino trágicamente. Existe toda
una gama en lo que se ha venido en llamar el «ala izquierda» del protestantismo, marcada por el rechazo del bautismo
de niños: el anabaptismo.

Los protestantismos se dividen según sus concepciones de la Eucaristía, desde el simbolismo a la presencia real, que
difiere del catolicismo únicamente en la explicación técnica, o según sus eclesiologías: entre el mantenimiento de la
estructura episcopal y las llamadas Reformas presbiterianas, que hacen emanar al pastor de la comunidad. La Iglesia
anglicana, sacudida por la voluntad tiránica de su fundador Enrique VIII, oscila durante toda su historia entre las
tradiciones católica y reformada, habiendo terminado por encontrar un papel de vía media.

Ante tamaña conmoción, ¿qué respuestas podía dar la Iglesia romana?

La respuesta de los teólogos de la tradición contemporáneos de Lulero y de Calvino no parece ya la adecuada: la


escolástica, que se había vuelto repetitiva, ligada a expresiones estereotipadas, o mejor aún, las escolásticas del tiem-
po, no tienen ya el vigor medieval que había permitido una respuesta doctrinal convincente. La respuesta moderna, la

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del humanismo se ve confrontada con sus propios límites: su gusto exagerado por el matiz y el compromiso, demasiado
inteligente, por así decirlo, demasiado sutil para medirse con los choques brutales de la Reforma protestante.

Lo más asombroso es ver que, de hecho, a través de las pruebas y de las conmociones, será de una mutua fecundación
del humanismo y de la tradición escolástica de donde va a nacer la respuesta al desafío protestante: la Reforma
católica.

LA REFORMA CATÓLICA
No bastaba con tener la energía de la resistencia. Esta ha faltado con frecuencia a los católicos sometidos a las
presiones de una minoría activa y, al parecer, poco preparados para hacer frente a la prueba. Hubo actos heroicos, o
simplemente valerosos. Habría que citar la política decidida de una ciudad como Friburgo en Suiza, que optó muy
pronto por la Iglesia romana, conduciendo a la frontera a todos los predicadores indeseables, al tiempo que animaba a
los que enseñaban la doctrina ortodoxa. Se puede recordar también que, para oponerse a las brutales medidas de
Enrique VIII, tuvo lugar la famosa peregrinación de Grace de York en 1537. Para tomar un ejemplo de otro tipo, se dio
también la notable actitud de la abadesa de las clarisas de Nuremberg, Chantas Pirckheimer que, con su sola
irradiación, logró evitar la Reforma de su monasterio y que su hermano Willibald regresara a la lealtad para con la
Iglesia. Pero hacía falta algo más que estos casos aislados: se imponía una reforma de la Iglesia romana: ¿qué se
esperaba?

UNA REFONNA ESBOZADA


Durante la primera mitad del siglo XVI, más que ponerla verdaderamente en práctica, la Iglesia se limitó a esbozar o
incluso a soñar la Reforma católica. Hubo para ello vanas razones generales: el temor del papado al conciliarismo, que
le parecía haber nacido del ascenso del espíritu laico y del que era víctima, y, de parte de las Iglesias locales, la
impresión de que sólo un Concilio llegaría a provocar cambios en profundidad. En segundo lugar, estaba la política
internacional, en la que los Estados pontificios eran parte interesada. Los papas están mezclados en los conflictos que
mantienen, por la hegemonía europea, tres jóvenes reyes ávidos de poden Enrique VIII, Francisco I y Carlos V.

Pero desde la segunda mitad del siglo XV, y esencialmente por medio de las órdenes religiosas, se lleva a cabo un
trabajo de hondo calado, que exige una paciencia que posiblemente no se puede tener en períodos de crisis. Algunas
órdenes se reforman a sí mismas gracias al movimiento procedente de la devotio moderna, mediante congregaciones
internas o por la toma de las riendas de alguna determinada abadía; se crean nuevas órdenes: los teatinos en 1524; los
capuchinos en 1528, aunque con unos comienzos turbulentos; pero, sobre todo, la Compañía de Jesús a partir de 1534.

El deseo de Ignacio de Loyola y de sus compañeros de marchar a Jerusalén va a transformarse en disponibilidad para
toda tarea apostólica y misionera. Estas órdenes serán, pronto, los grandes instrumentos de la Reforma católica.

Por último, están una serie de logros locales en tomo a ciertos obispos, cuyo modelo es Gian-Matteo Giberti (+1543) en
Verona. Todas estas iniciativas, unidas a la urgencia provocada por el paso de países enteros al protestantismo, con-
ducirán, por fin, a la reunión del concilio de Trento.

UNA REFORMA PROGRAMADA


Cuando el 13 de diciembre de 1545 se encuentran en Trento una treintena de Padres conciliares, apenas se daba
crédito, y, sin embargo, a través de tres grandes períodos (1545-47: 1551-52 y sobre todo 1562-63), con interrupciones
que cada vez se pudo creer definitivas, el Concilio terminó por programar una reforma pastoral después de haber
reafirmado la fe. En efecto, no quiso elegir entre la redefinición del dogma y las iniciativas pastorales que, de hecho, se
alternaron en los debates. Tras haberse dedicado a refutar las tesis protestantes en los dos primeros períodos, el
Concilio se volvió más netamente reformador en 1562.

Mas se apoya en todo un trabajo anterior: desde el Consilium de emendando Ecclesia, elaborado en 1537 por una
comisión cardenalicia, que contaba con hombres eminentes y mesurados como Contarim y Regmald Pole, hasta el

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Líber Reformationis, que el emperador de Alemania somete a los Padres conciliares en los últimos meses de su
reunión en Trento.

El trabajo propiamente teológico, dogmático, sensible especialmente en los dos primeros períodos, fue inmenso,
proporcionando un marco, que hemos heredado nosotros mismos. Los decretos sobre la Escritura y la Tradición, sobre
la justificación, sobre el pecado original, el que reafirma el sacrificio de la misa, o los relativos a la teología de los
sacramentos y del mérito, ampliamente discutidos, no lo pudieron decir todo, como su interpretación, a veces difícil,
mostrará ulteriormente, pero el trabajo llevado a cabo fue inmenso, y con frecuencia más matizado de lo que una
presentación de mera aproximación, aunque sea desde el lado católico, puede hacer sospechar.

Al cardenal Morone le corresponde el inmenso mérito de haber hecho llegar a buen puerto una empresa de tan hondo
calado, gracias a sus talentos diplomáticos y teológicos. Bajo la inspiración del arzobispo de Braga (Portugal), Bartolo-
mé de los Mártires, y bajo el impulso del cardenal Carlos Borromeo, sobrino del papa Pío IV, el Concilio concluye
elaborando un programa audaz y completo: se afirma la obligación de residencia de los obispos así como la celebración
de sínodos locales. Se prevé la creación de seminarios, para la formación de los sacerdotes, y la elaboración de un
catecismo, para la formación de los fieles. Instituciones como el Índice de libros prohibidos pertenecen más a la esfera
de una Contrarreforma, es decir, algo en directa oposición a las influencias protestantes. Pero, de hecho, se puede
reagrupar el programa pastoral del concilio de Trento en tomo a la idea de una predicación renovada en todas sus
formas, con-fiándola al obispo diocesano, cuyo primer deber constituye, respondiendo así al desafío protestante de una
predicación fiel de la pura Palabra de Dios.

UNA REFORMA APLICADA


Aún era preciso que a la inversa de los intentos precedentes, las directivas del Concilio fuesen realmente aplicadas. Eso
comenzó de manera concreta mediante la puesta a punto de un mejor texto de la Vulgata. de un Catecismo para uso de
los curas de parroquia, y, después, de un nuevo Misal, de un Breviario refundido; la Reforma católica se dota de
instrumentos concretos de uso cotidiano.

Mas estuvo sobre todo la acción de grandes obispos: el más activo, que se convierte en uno de los modelos de la
Refonna católica es Carlos Borromeo (1538-1584): recorre su inmensa diócesis de Milán para realizar las visitas pas-
torales, celebra Sínodos, crea seminarios, intérprete autorizado de un Concilio que él mismo había visto obrar y
reflexionar. Con este mismo espíritu, una generación más tarde, se consagra el Señor de Ginebra, obispo exilado en
Annecy, san Francisco de Sales (1567-1622), que otorga a los laicos su lugar espiritual introduciéndolos en «la vida
devota». España constituye también una de las cimas de una reforma en profundidad.

Se ha podido decir que el espíritu ignaciano había penetrado en el catolicismo por la vía de los colegios jesuitas, de los
Ejercicios de san Ignacio, de las congregaciones marianas tres medios de otorgar a los laicos ese espíritu de
individualismo activo tan eficaz. Es cierto que la Compañía de Jesús desempeñó un papel primordial en la respuesta a
los desafíos de los protestantes, por ejemplo con Laínez, sucesor de san Ignacio a la cabeza de la nueva orden, tan
activo en el concilio de Trento, o san Pedro Canisio en las regiones germánicas.

Pero no se puede olvidar la importancia, quizás secreta, pero decisiva, de la renovación de la vida contemplativa; no sin
razón ha sido llamada santa Teresa de Avila (+1582) la «Madre Reformadora», y ya en 1562, antes del final del concilio
de Trento, «reforma» el Carmelo con san Juan de la Cruz (+1591). En la pintura del Greco (+1614) resplandece una
certeza de interioridad, imposible de clasificar y de comprender sin referencia al misticismo, precursor de un arte
totalmente orientado hacia la confesión de la fe.

La Reforma católica consistió, efectivamente, en la reafirmación de la fe tradicional a través de una respuesta que no
pone en cuestión las estructuras, sino que intenta animarlas mediante la elección de las personas más adecuadas y
más santas. En definitiva, fue el desarrollo pleno de los dones al servicio de la Iglesia a través de la santidad.

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Por eso uno de los símbolos más elocuentes de esta Reforma gozosa y optimista se encuentra en la ceremonia del 16
de marzo de 1622, año de la muerte de san Francisco de Sales, que reúne a las muchedumbres en San Pedro de Roma
para proceder a cinco canonizaciones. Un santo de la Edad Media, Isidro de Madrid, que parece representar la tradición
medieval y la continuidad, pero también cuatro santos que pertenecen ya al siglo XVI constructores infatigables todos
ellos de la renovación católica: san Ignacio de Loyola (+ 1556), fundador de la Compañía de Jesús; san Francisco-
Javier (+ 1562), uno de los primeros jesuitas, apóstol de la misión lejana: san Felipe Neri (+1595) que, con el Oratorio de
Roma, renueva la vida de los sacerdotes; y. por último, santa Teresa de Avila, que simboliza la renovación de la vida
contemplativa. La liturgia, teatral y ferviente, hace intervenir al pueblo por medio de sus aplausos, la música y las
trompetas estallan en una alegría ruidosa y mediterránea, que hace recordar que lodos los nuevos santos son italianos
o españoles. La Iglesia parece unir la tierra y el cielo en la basílica de San Pedro, que acaba de ser terminada (1614) y
va a ser consagrada (1626). No hay en ello una manifestación de triunfalismo, sino el recuerdo de que el desafío de la
Reforma no ha podido ser ganado sino gracias a la santidad.

BIBLIOGRAFÍA
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Paris. 1978. Lucien Febvre, Marti Lttter, Empuries, 1984.
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TEXTOS
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Religión cristiana. Y'osgos. 1982. Catecismo del Concilio de Tremo, con los estudios críticos de P. Rodríguez y R.
Lanzetti, Pamplona, 1982-1985.
Cario Bascapé, Vita e opere di S. Cario, reed de la edición latina e italiana, Milan, 1983.
Giovamii Bricci, Relation? sommaria del soiame apparaît e ceriinoíña..,. Roma.

IX LA IGLESIA Y EL DESAFÍO DE LOS ABSOLUTISMOS

El orden europeo de los siglos XVI y XVII no se pudo establecer a través de las divisiones confesionales y
de las guerras de religión, sino mediante la afirmación de un estricto principio: Cujus regio, ejus religio: a
cada uno la religión de su país. La fórmula es más tardía 1 que su primera aplicación llevada a cabo por la
Paz de Augsburgo (1555), que dividía Europa en dos: la luterana y la ca tólica. Sobre los mismos principios,
la paz de Westfalia (1648), después de la guerra de los treinta años, deja lugar al calvinismo.

Después de que los judíos hubieran sido expulsados de todos los países occi dentales en el siglo XIV, y
ulteriormente también de España en 1492, sin que les quedara prácticamente más que los Estad os
pontificios como refugio, la cristiandad, que en la Edad Media incorporaba las minorías judías o
musulmanas, se encuentra replegada sobre sí misma. No es una circunstancia azarosa que, entrega da a sí
misma, se divida ahora religiosamente con tanta pasión que los Estados se encargan de hacer respetar la
exclusividad de la creencia. Una ley, una fe, un rey: ése es el programa de unidad que se fija el siglo XVII.
Como vemos, la fe está insertada entre un edificio jurídico y una institución que, aunque pr etenda
enraizarse en lo sagrado, sigue siendo por esencia secular.

Encontramos una de las primeras encarnaciones del absolutismo en la perso nalidad enigmática de Felipe II
(+1598) rey de España desde 1556. Este representa la defensa del catolicismo, al que quiso hacer triunfar en
Inglaterra, primero mediante su matrimonio con María Tudor, hasta la muerte de esta última el año 1556 y después
mediante la fuerza de las anuas, hasta el desastre de la Armada el año 1588. Su política en los Países Bajos encontró

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una brava resistencia. Fue en España donde pudo erigir un gobierno eficaz, decidido a la salvaguarda de la fe católica, y
basado en una administración complicada. La arquitectura del palacio del Escorial, edificado como una inmensa parrilla,
instrumento en el que fue torturado san Lorenzo, constituye el símbolo de este orden político y religioso. El romanticismo
lo convertirá en el marco del ahogo de las libertades, como se ve en el Don Carlos de Schiller, retomado por Verdi en su
ópera.

También en el equilibrio de la arquitectura clásica cabe detectar una notable y característica voluntad de uniformidad y
de simetría tan característica y sobresaliente. Pero este orden, antes de establecerse, choca con muchas
contestaciones. En el siglo XVII se dan vanas fases: la de la primera mitad del siglo con sus agitaciones, e incluso sus
revoluciones, donde en la literatura, por ejemplo, el culteranismo es una reacción excesiva a los intentos de
simplificación autoritaria, de la que podemos encontrar huellas en Francia en la historia de la lengua, tan ligada al poder
y a las ideas, puesto que «Malherbe venció» y el cardenal Richeheu fundó la Academia francesa en 1634, encargada de
unificar y de purificar la lengua. En torno al reinado personal de Luis XIV (tras la muerte de Mazanno el año 1661) se
organiza el tipo europeo de la monarquía absoluta, simbolizado por el orden clásico de los jardines de Le Nótre de
Versalles, completados por la transformación del castillo (1668-1686): se trata, en cierto modo, del apogeo del
absolutismo, en el que se muestran muy activos los nobles domésticos. Vino después «la crisis de la conciencia
europea», cuyos primeros signos aparecieron alrededor de 1670, pero que se extiende, según su historiador Paul
Hazard de 1680 a 1715, fecha también de la muerte de Luis XIV.

El rasgo dominante del período es la tentación y la realidad del absolutismo monárquico y estatal. Constituye un desafío
para la Iglesia, muy especialmente en la medida en que quizás por esencia o, en todo caso, por reacción frente a los
tumultos y turbaciones del siglo precedente, la Iglesia se siente atraída y tiene complicidades institucionales e
intelectuales con este tipo de pensamiento y de política, en virtud del gusto por el orden y la jerarquía.

Va a tener lugar, por tanto, un combate sordo, mal definido, difícilmente identificable, pero real en la medida en que las
consecuencias de este absolutismo son perjudiciales para los derechos de la Iglesia.

EL ABSOLUTISMO ESTATAL
Desde los siglos XIV y XV asistimos a una lenta ascensión de la teoría del Estado. El Estado, en su dimensión
internacional, es tomado en consideración por toda una línea de pensadores, desde el dominico español Vitoria (+1546)
hasta el protestante holandés Grocio (+1645), fundador del ius gentium. Es cierto que se enraízan en el derecho
natural, pero no hacen sino acentuar la soberanía de cada entidad nacional. En cuanto a la soberanía del Estado, es
decir, al monopolio del poder público, reservado a los órganos centrales, la encontramos expresada por Jean Bodm en
sus libros sobre La República (1576). Así es como se llega a una filosofía del poder como la del inglés Thomas Hobbes
que muestra con el Levialhan (+1651) cómo el Estado es el mejor defensor de los intereses individuales y libera del
miedo del caos inicial. En el centro de esta evolución encontramos un pensador poco conocido pero importante: William
Barclay d'Aberdeen, que el año 1600 en su De regno et regalipotestate defiende el derecho divino de los reyes y
deniega toda autoridad temporal a los papas.

De esta suerte, el Estado se convierte en el siglo XVII en la referencia de muchas realidades que, de hecho, son
independientes de él. El Estado se confunde con la nación, con la patria, con la corona o con el poder. No se le queda
fuera ni la economía, a la que absorbe mediante el mercantilismo o el monopolio de las manufacturas (por obra del
ministro francés Jean-Baptiste Colbetl).

No tiene, pues, nada de extraño que haya que padecer en la primera mitad del siglo tantas resistencias, rebeliones,
sobresaltos contra el advenimiento del orden absolutista. Los conflictos político-confesionales se suceden a través de la
guerra de los Treinta años (1618-1648) que termina por dividir toda Europa, a través de la Revolución de Oliver
Cromwel el año 1645 en nombre de un presbiterianismo republicano, que condenará a muerte al rey Carlos I el año
1649 a través de rebeliones locales entre 1640 y 1641 contra la dominación castellana en Cataluña, en Portugal, en
Andalucía. Aparece, por fin, como última tentativa llevada a cabo por los feudales y por los cuerpos intermedios, para

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conservar una parte del poder ante la monarquía absoluta ascendente, la Fronda, especie de guerra civil entre las élites
de Francia de 1648 a 1653, cuya experiencia marca el final del aprendizaje político del joven Luis XIV.

Una vez resueltos estos conflictos o reducidos al mínimo, el absolutismo reina en Europa, no sin graves consecuencias
para la Iglesia, que debe encontrar su sitio frente a una institución que no admite, por definición, rival alguno.

LAS CONSECUENCIAS ECLESIOLÓGICAS DEL ABSOLUTISMO


Tras haber asimilado o sometido toda clase de poder político o social, era perfectamente lógico que el Estado intentara
coincidir asimismo con la Iglesia.

Esto es lo que ocurrió en el siglo XVI con los principados protestantes y con el anglicanismo al que Richard Hooker
(+1600) dota del apoyo de un pensamiento en el que alía la teología a una filosofía política. El fenómeno de la Iglesia
nacional se diseña también en Francia con las reivindicaciones galicanas en relación con la Santa Sede. El Estado va a
burocratizar y someter a la Iglesia, especialmente por medio de los nombramientos episcopales, aunque, paradóji-
camente, le va a dejar lo que ahora consideramos como tareas de servicio público: la asistencia social y la instrucción.
Francia es, de momento, el único país, en toda la Europa católica, que presenta abiertamente sus reivindicaciones en
materia eclesiológica.

EL GALICANISMO
La doctrina que postula que la Iglesia de Francia goza de una cierta autonomía frente a Roma, en función de una
eclesiología más conforme a la Tradición que la predominancia pontificia, tiene unas raíces muy antiguas. Ya era
sostenida abiertamente en el siglo XIV por la Universidad de París, que la hizo triunfar en su consecuencia lógica: la
primacía del Concilio sobre el Papa, proclamada en Constanza el año 1415. Un siglo más tarde fue puesta en práctica
por el Concordato que Francisco I supo imponer en 1516 a la Santa Sede y que va a regir las relaciones de la
monarquía francesa con Roma hasta la Revolución. La primera actitud está relacionada con el galicanismo teológico, la
segunda con el galicanismo político.

Aterrados por la amenaza de un cisma galicano, parecido al llevado a cabo por Enrique VIII con el anglicanismo en el
siglo XVI, los papas proceden con una extrema prudencia en sus relaciones con la Iglesia de Francia y, especialmente,
con los Borbones de la monarquía absoluta, que manifiestan su independencia. Así, los decretos emanados del concilio
de Tiento fueron recibidos en la práctica en Francia, pero no la eclesiología que los acompaña y parece contraria a las
«libertades galicanas».

El galicanismo teológico recibe en el siglo XVII una nueva expresión, que conocerá una gran resonancia con la
publicación el año 1611 de un folleto (Libellus) escrito por Edmond Richer (+1631): «Sobre el poder eclesiástico y
político». Este teólogo extiende el poder legislativo en la Iglesia a los sacerdotes, y no ya solamente a los obispos. Si
bien el gobierno de la Iglesia sigue siendo monárquico, el magisterio, es decir, la definición y la enseñanza de la fe, per-
tenece a todos los que han recibido el sacramento del orden. Esto suponía marcar distancias con respecto al
ultramontanismo que concentraba este magisterio en el Papa, pero también con respecto al galicanismo tradicional de
tipo episcopaliano. El «richerismo», más democrático, aliándose al jansenismo, pudo parecer, pues, peligroso tanto al
Rey como a los obispos.

Ahora bien, Luis XIV había querido extender su práctica galicana todo lo lejos que fuera posible. Tomando el relevo a
Richelieu (+1642), que había ambicionado en vano el título de «patriarca de Occidente» (que ni siquiera es el del Papa)
o, al menos, el de «patriarca de las Galias» y también Mazarino, Luis XIV, desde el comienzo de su reinado personal,
esgrimió una política agresiva en relación con el Papa. No sólo le provocó por medio de diferentes incidentes
relacionados con su embajada en Roma, sino que, sobre todo, so pretexto del privilegio adquirido de cobrar los ingresos
de los obispados vacantes (la «Regalía») y de nombrar los beneficios durante este tiempo, quiso afirmar la plenitud de
sus derechos. Mas el papa Inocencio XI, que tenía una fuerte personalidad, resistió y negó la «institución canónica» a
los obispos nombrados por el Rey en virtud del Concordato.

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Luis XIV se había asegurado el apoyo de los teólogos de París, que en 1626 habían condenado un libro «ultramontano»
del jesuita Satarelli sobre la deposición de los reyes por el Papa. Pero, sobre todo, tenía con él a todos los obispos
franceses excepto dos, que eran además jansenistas. El conflicto culminó con ocasión de la asamblea del clero de
Francia, convocada en octubre de 1681, y que adoptó la llamada declaración de los «cuatro artículos» inspirada por
Bossuet (1682). Además de los privilegios de la Iglesia de Francia, se desarrollaba en ella una eclesiología galicana
que, reconociendo el origen divino, directo e inmediato del poder monárquico, rechazaba la doctrina pontificia que rei-
vindicaba el primado del orden espiritual sobre el temporal. El Rey hizo registrar esta declaración entre las leyes del
Reino. Como esto era inaceptable por Roma, cabía temer la ruptura.

Sin embargo, la actitud constante de los reyes galicanos fue no rebasar jamás este punto. Francia, «hija primogénita de
la Iglesia», debía permanecer fiel a la comunión con Roma. Por eso la marcha hacia el apaciguamiento comenzó en
cuanto murió Inocencio XI (+1689). El año 1692 Inocencio XII, más conciliador, consintió en proveer una treintena de
sedes episcopales y, al año siguiente, Luis XIV dio marcha atrás, si no en la doctrina, sí al menos en la puesta en
práctica de la declaración de 1682. Hay que decir que el peligro turco, que había llegado hasta las puertas de Viena
(1683), amenazaba: ya no era tiempo de desunión.

Por último, Luis XIV tenía necesidad de la autoridad apostólica para desarraigar el último jansenismo. No obstante, la
bula Unigénitas que, condenando a Quesnel, reafirmaba el primado del Papa, no podía tener en Francia sino una
victoria precaria, ya que dio la oportunidad al galicanismo de recuperar terreno entre los juristas (nobleza de toga) y
entre la burguesía, que prepara su advenimiento durante todo el siglo XVIII.

LA ECLESIOLOGÍA PONTIFICIA
Las diversas respuestas eclesiológicas que formula Roma durante sus enfrentamientos con el galicanismo y, detrás de
él, con el absolutismo real se fundan, por lo general, en la visión de Roberto Belarmino (1562-1621), que refuta, por otra
parte, la de William Barclay. El cardenal jesuita reafirma, con moderación, los derechos del Papa sobre el orden
temporal en la línea medieval, exalta los beneficios de una respublica christiana verdaderamente sometida al poder
espiritual, a través de la armonía de ambos poderes, pero brinda sobre todo una definición de la Iglesia en la que
introduce al Papa, como cabeza del cuerpo, en cuanto vicario de la Cabeza por excelencia: Cristo. Los galicanos le
reprocharán el otorgar una importancia desmesurada a un elemento que no interesa más que a la modalidad terrestre
de la existencia de la Iglesia. Es cierto que Belarmino acentúa el aspecto visible de la Iglesia, su dimensión pontificia y
monárquica, aunque esté atemperada por medio de la aristocracia y de la elección. La fidelidad católica se encierra en
una concepción de la Iglesia como sociedad y no ante todo, como misterio. Al mismo tiempo se desarrolla la idea de la
infalibilidad pontificia y en agosto de 1682 el papa Inocencio XI piensa incluso definirla como respuesta a los Cuatro
artículos del galicanismo. Eso hubiera sido una manera absoluta de responder al desafío del absolutismo.

Se comprende que estos dos absolutismos opuestos en materia política y eclesiológica pudieran unirse cuando un
enemigo común se levantó contra ellos. El jansenismo, por su mismo exceso, contribuirá a consolidar los absolutismos,
pero, de hecho, durante un tiempo limitado.

LOS JANSENISMOS O LAS REACCIONES TEOLÓGICAS AL ABSOLUTISMO


El jansenismo es un fenómeno religioso y «político» en sentido amplio, de una gran complejidad. Sería mejor precisar
que existen varios «jansenismos», en plural, pues el término se aplica a gran cantidad de generaciones diferentes, des-
de el final del siglo XVI hasta la mitad del siglo XVIII, esencialmente en Francia, pero también en la Lorena y en los
Países Bajos, es decir, en las fronteras de la catolicidad.

También desde el punto de vista teológico, se trata de una doctrina con matices diversos, que juega con sutiles
distinciones y relaciones entre la libertad y la gracia, que hacían ya oponerse en el siglo V al obispo san Agustín,
predicador de la gracia, y al monje Pelagio partidario de la libertad y de la naturaleza. El concilio de Trento había
indicado ya, a mediados del siglo XVI, contra el agustinismo extremo de Lutero y de Calvino, un equilibrio entre el papel

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de la gracia divina necesaria para la salvación, dada en Jesucristo, y la cooperación que debía aportar la voluntad del
hombre, pero no había precisado las modalidades de su ordenamiento concreto.

Es cierto que, en el pensamiento teológico, coexistían desde siempre, por una parte, una visión más pesimista, en la
que el hombre está corrompido por el pecado original hasta en su misma libertad, y no era salvado más que por la pura
gracia, y, por otra, una corriente más optimista, más «humanista», que confía en la curación de la libertad (libre albedrío)
del hombre, capaz, por tanto, de colaborar activamente en su propia salvación mediante la adquisición de méritos.

El debate fue abierto por las alegaciones de los teólogos Michel de Bay (+1589) y Jean Hessels (+1566) de Lovaina.
Bayo, apoyándose sobre textos extraídos de los escritos antipelagianos de san Agustín, razonaba sobre el estado de
inocencia previo a la caída, sin considerarlo como un don sobrenatural, lo que implicaba que la gracia de la redención
tampoco lo fuera. El «bayanismo» es considerado como una prefiguración del jansenismo.

Pero fue la obra de un jesuita español, Molina (+1600), la que abrió la controversia de donde nacerá, por reacción, el
jansenismo. En «La concordia del libre albedrío con los dones de la gracia» (1588) minimiza Molina los efectos del pe-
cado original. El hombre recibe de Dios la gracia suficiente y es capaz de hacerla eficaz mediante su aceptación. La
Facultad de teología de Lovaina, tradicionalmente agustiniana, brindó entonces la respuesta que constituye el núcleo de
los diversos jansenismos: la salvación del hombre no puede venir más que de un favor divino totalmente gratuito e
inmediatamente eficaz a los predestinados, y en modo alguno del esfuerzo humano, tan incapaz de obtener por sí
mismo esta gracia como de resistir a ella. Afirmar lo contrario es, para estos teólogos, la prueba misma del orgullo
monstruoso del hombre.

El movimiento debe su nombre al teólogo holandés Jansen o Jansenio (1585-1638), obispo de Ypres tres años antes de
su muerte, cuya obra postuma el Augustinus (1640) es una voluminosa refutación del molinismo. De su difusión en
medios franceses se encargó su amigo Jean Duvergier de Hauranne (1581-1643), abad de Saint Cyran monasterio
situado en Poitou y designado siempre con el nombre de este monasterio. Saint Cyran había estado encarcelado
durante cinco años por Richelieu debido a su oposición a la alianza que el cardenal-ministro había concluido con los
príncipes protestantes alemanes en nombre de la razón de Estado. El jansenismo posee en Francia, ya desde el
comienzo, una dimensión política de oposición a la monarquía absoluta.

Pero el conflicto teológico no estalla sino más tarde, cuando ya el Augustinus había sido condenado en Lovaina bajo la
presión de los jesuitas, cuando el «jansenismo de Jansenio» se convierte en el de Port-Royal. Los miembros de ambos
sexos de la familia Amauld van a constituirse en portavoces del jansenismo francés. Anloine Amauld (1612-1694),
llamado el Gran Arnauld mediante sus «apologías en favor de Jansenio» reaviva toda la polémica, que se convierte en
un asunto de Estado a mediados del siglo XVII.

Hay que decir que el partido jansenista se muestra neo en personalidades notables. La más conocida fue el sabio y
pensador Blas Pascal que, con sus Provinciales escribió un alegato, en favor de los jansenistas y en contra de los
jesuitas, resplandeciente de ironía y de dialéctica. Vino, a continuación, el autor de más talento del teatro clásico
francés: Jean Racine, cuyas tragedias -en su trasfondo- no pueden explicarse en ocasiones más que a través de sus
acentos jansenistas. Podríamos citar también al pintor Philippe de Champaigne, que hizo los retratos de los
protagonistas del movimiento.

Los jansenistas disponían de dos monasterios de cistercienses: uno en la ciudad de París (Port-Royal) y otro en el
campo, en el valle de Chevreuse (Port-Royal des Champs), donde gobernaban las hermanas del Gran Arnauld, Los
«solitarios», hombres de gran talento, se habían reagrupado allí, y hasta habían organizado un sistema de educación:
«las Pequeñas Escuelas». Algunos obispos, y entre ellos Henri Amauld, apoyaban lo que se iba convirtiendo en un
partido en la Iglesia y hasta en. el Estado, especialmente entre los juristas y los «parlamentarios».

Este partido se constituyó con ocasión de las cinco proposiciones extraídas del Augustinus y condenadas en 1653.
Amauld distinguió entre de iure y de facto: de iure estas frases, como aquella que negaba, por ejemplo, que Jesucristo

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hubiera muerto por todos los hombres, eran condenables, pero no se encontraban de facto en el tratado de Jansenio.
Port-Royal se atrinchera detrás de esta postura y en 1664 se negó a filmar el formulario en que se repudiaban estas pro-
posiciones.

Deseoso de apaciguar las cosas, el papa Clemente IX reconoció la distinción entre de iure y de facto, y con ello instauró
la «paz de la Iglesia», que duró unos treinta años (1669-1700). Port-Royal prosiguió su desarrollo, pero la desconfianza
con respecto al jansenismo no cesó de crecer en Luis XIV y en su entorno: en Versalles estaban persuadidos de que el
partido de los Amauld había sido simpatizante de la Fronda, que había amenazado la monarquía. Así, Mazarino y
muchos otros con él, pensaban que el jansenismo, pesimista, agustiniano, individualista, se parecía mucho al
calvinismo, de esencia republicana o, al menos, de tendencia democrática. Ahora bien, en 1685 había revocado Luis
XIV el Edicto de Nantes, establecido por el rey Enrique IV para conceder libertades a sus súbditos protestantes. Por
tanto, era lógico eliminar también a los jansenistas, que, no obstante, mantenían posiciones dogmáticas muy alejadas
de Calvino.

Los mismos jansenistas brindan pronto la ocasión para la lucha a ultranza, pero en otra generación. El nuevo
jansenismo animado por Barcos (t 1678). sobrino de Saint-Cyran, y sobre todo por Quesnel (+1719), refugiado en los
Países Bajos, donde había muerto Amauld, pone el acento esencialmente en la predestinación, aunque añadiendo
también el galicanismo parlamentario de tendencia democrática: esto suponía confirmar las sospechas del monarca de
Versalles.

Solicitado por Luis XIV, el papa Clemente XI, primero el año 1709 y luego en 1713 con la bula Unigenitus, inclinaba la
doctrina oficial de la gracia hacia el molinismo y, sobre todo, reafirmaba la preeminencia de la Santa Sede sobre los
príncipes cristianos. A partir de entonces el jansenismo se precipita en manifestaciones espectaculares e incluso
histéricas, con convulsiones y curaciones milagrosas, pero también va a realizar su destino cismático y sectario. Se
constituye una Iglesia jansenista de Holanda eligiendo y haciendo consagrar después, en 1723, un arzobispo de Utrecht
por un prelado francés.

Así fueron condenadas las tesis pesimistas del jansenismo, sus posiciones dogmáticas y hasta algunos de sus usos,
como la escasa práctica de la comunión eucarística. Pero en el catolicismo permaneció su moral rígida, próxima al puri-
tanismo, y coherente con su visión de conjunto. El siglo XIX e incluso todavía el siglo XX conservarán esta herencia de!
moralismo jansenista con su obsesión por el infierno.

LA UNIDAD DE LA NACIÓN Y DE LA FE
Los conflictos eclesiológicos y teológicos conducen a los poderes absolutos a reafirmar incesantemente la necesaria
unidad entre la fe y la nación. Tomemos dos ejemplos convergentes en su misma oposición.

En 1673, la monarquía inglesa, restablecida el año 1660, impone a todo funcionario del Estado comulgar con la Iglesia
anglicana y reconocer la supremacía del Soberano sobre la Iglesia. Esta discriminación de los católicos y de los
puritanos, que durará hasta 1829, obliga al duque de York a dimitir de su puesto de Gran Almirante de la Flota, por
haberse hecho católico en 1670. Convertido en rey de Inglaterra en 1685, Jacobo II no pudo mantenerse en el trono. El
segundo ejemplo es el de la Revocación del Edicto de Nantes en 1685. Cuando Enrique II, tras haber abjurado del
protestantismo, había otorgado el año 1598 a sus antiguos correligionarios garantías de culto y plazas fuertes militares,
rompía claramente con el sentimiento general de la época. Richelieu, gran servidor de la monarquía, se dedicó a
suprimir los privilegios políticos de este «Estado en el Estado». La actividad política y literaria de Bossuet preparó la
unificación religiosa. Mediante la predicación, mediante la persuasión asociada a veces con dinero, y también mediante
la violencia, se multiplican las conversiones, y se llega a persuadir a Luis XIV de que Francia es «toda católica», como
dirá Bayle de manera irónica. El absolutismo monárquico se complacerá en la versión francesa del principio cuius
regio, eius religio.

El papado no mostró en 1685 el reconocimiento que el Rey esperaba y cantó de labios para afuera el Te Deum
organizado por la embajada de Francia en Roma. No había estado de acuerdo con el Edicto de Nantes, pero tampoco lo

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estuvo con su revocación en las condiciones en que tuvo lugar, en un clima de conversiones y de comuniones forzadas,
con «el Rey nadando entre millares de sacrilegios», como dirá sin piedad Sant-Simon sesenta años más tarde. La
Iglesia siente los límites de un sometimiento al pensamiento y a la práctica absolutistas.

LAS RESPUESTAS A LOS DESAFÍOS DEL ABSOLUTISMO


Encerrada en las redes del absolutismo reinante en la cristiandad, la Iglesia no puede responder más que en su propio
terreno, recordando su concepción de Iglesia contra el galicanismo, y su teología de la salvación contra el jansenismo.
Parece ser que se debe interpretar asimismo el funesto «asunto Galileo» en el contexto de un rechazo al absolutismo
del pensamiento.

Galileo (+1642), hombre piadoso y fiel católico, debe hacer frente, en razón de la firmeza de sus convicciones
copemicanas y, sobre todo, de la audacia de su hermenéutica, a las autoridades romanas, poco convencidas por los
argumentos de la cosmología de Copémico. En su carta a la gran duquesa Cristina de Lorena de 1615, propone Galileo
abandonar la interpretación literal de la Biblia, que enseña «no cómo funciona el cielo, sino cómo se va al cielo».
Fue condenado el año 1633 por una serie de razones, algunas de las cuales son misteriosas, ya sean de orden político
o personal. Galileo debe pagar sobre todo su pretensión de establecer la verdad en cuanto sabio, dando así la
impresión de proclamar un nuevo absolutismo: el del pensamiento. La paradoja estriba en que las razones puramente
científicas adelantadas por Galileo para adoptar el sistema de Copérnico son juzgadas ahora erróneas, al tiempo que la
Iglesia se ha unido, de modo tardío pero pleno, a sus visiones proféticas sobre la interpretación de la Escritura...

De hecho, la Iglesia da en el siglo XVII las respuestas en su propio terreno, el de la teología y, sobre todo, en el del
obrar cristiano. La actividad y la piedad de la Reforma católica dan sus más bellos frutos en el siglo XVII, manifestados
por un Pedro-Pablo Rubens (+1640), terciario franciscano de Amberes, cuya inspiración simultáneamente realista y
espiritual ha visto claramente Claudel: «¿Y quién ha glorificado mejor que Rubens la carne y la sangre, esa misma
carne y esa misma sangre de las que todo un Dios ha deseado revestirse y que son el instrumento de nuestra
redención?» Rembrandt (+1669), su contemporáneo protestante, por el contrario, juega con la luz que asoma de las
tinieblas, lo mismo que el católico Georges de la Tour (+1652), Posiblemente el pintor clásico más característico del
esfuerzo católico encaminado a impregnar de teología toda la cultura es Nicolás Poussin (+1665), que encuentra su
inspiración en Roma: la serie de los Siete sacramentos, emprendida en 1638, manifiesta un buen conocimiento de la
práctica litúrgica de la Iglesia primitiva. La pintura refleja también la moral del tiempo, expresada mediante la
representación de las «vanidades», que evocan con elegancia y pesimismo el carácter transitorio de la vida humana.

En un momento en que el cristianismo clásico oscila entre la moral heroica y aristocrática de un Comeille o de un
Descartes, la moral fatalista y pesimista de un Racine completamente ocupada en mostrar la demolición del héroe por
sus pasiones, y la moral burguesa de un Moliere, experimentada como caricatura de la piedad en el Tartufo, que
produce escándalo, la Iglesia propone unos modelos que extraen su inspiración del Evangelio. No hay que olvidar en
qué medida el siglo XVII, de modo especial en Francia, fue el tiempo de los santos.

Contra el absolutismo del pensamiento, la Iglesia propone escuelas místicas, firmes, serenas, equilibradas, desde san
Francisco de Sales a la escuela francesa, rechazando el exceso del quietismo; pero de este modo suscita escuelas sin
más; la de los jesuitas, que forman el armazón de los cristianos de las élites por medio de los Ejercicios de san Ignacio y
de las congregaciones marianas, y la de san Sulpicio para los sacerdotes.

Contra el absolutismo eclesiológico, la Iglesia del siglo XVII propone una visión evangelizadora y misionera, dinámica e
incluso conquistadora, tal como simboliza la creación, o al menos la renovación, de la Congregación De Propaganda
fide el año 1622, cuyo primer secretario, Ingoli, tuvo una visión muy abierta del respeto a las culturas. Ahí reside el
comienzo de un desarrollo sin precedentes de la misión lejana, que toma el relevo de los descubrimientos del siglo XVI.
El impulso apostólico se manifestó también a través de las «misiones interiores» donde se predica el Rosario, la
devoción al Sagrado Corazón y el recurso al sacramento de la penitencia. De este modo son reevangelizadas las zonas
rurales.

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Contra el absolutismo de los poderosos y de los ricos, la Iglesia propone un ideal sencillo de candad, cuyo ejemplo más
conocido es san Vicente de Paúl, anti-jansenista convencido, consejero de la Regenta, capellán de las Galeras,
fundador de las Hermanas de la Caridad visitadoras de los pobres. Este santo simboliza de modo adecuado la
respuesta de las Bienaventuranzas, ese lenguaje que las Luces no querían ya oír.

BIBLIOGRAFÍA
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controversia.
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TEXTOS
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Matteo Ricci y Nicolas Trigault, Histoire de Vexpédition chrétienne au royaume de la Chine, 1582-1610, Lille, 1617, rééd.
Paris, 1975.
«La jerarquía, la disciplina, el orden que la autoridad se encarga de garantizar, los dogmas que regulan firmemente la vida: eso es
lo que les gustaba a los hombres del siglo XVJI. Las obligaciones, la autoridad, los dogmas: eso es lo que detestan los hombres del
siglo XVIII, sus sucesores inmediatos. Los primeros son cristianos y los otros anticristianos; los primeros creen en el derecho di-
vino y los otros en el derecho natural...». Así se expresa Paul Hazard en uno de esos libros que moldean por sí mismos la historia
de las ideas, detectando entre los años 1680-1715 «la crisis de la conciencia europea». Y añade: «La mayoría de los franceses
pensaba como Bossuet; de repente los franceses piensan como Voltaire: se trata de una revolución».

X. LA IGLESIA Y EL DESAFÍO DE LAS LUCES

INTRODUCCIÓN: «La jerarquía, la disciplina, el orden que la autoridad se encarga de garantizar, los dogmas que regulan
firmemente la vida: eso es lo que les gustaba a los hombres del siglo XVJI. Las obligaciones, la autoridad, los dogmas: eso es lo
que detestan los hombres del siglo XVIII, sus sucesores inmediatos. Los primeros son cristianos y los otros anticristianos; los
primeros creen en el derecho divino y los otros en el derecho natural...». Así se expresa Paul Hazard en uno de esos libros que
moldean por sí mismos la historia de las ideas, detectando entre los años 1680-1715 «la crisis de la conciencia europea». Y añade:
«La mayoría de los franceses pensaba como Bossuet; de repente los franceses piensan como Voltaire: se trata de una revolución».

LA IGLESIA Y LAS MUTACIONES INTELECTUALES


El destino de Bossuet fue representar el ideal de su siglo, el XVII, pero también el de ver su fin con sus desgarros y
conflictos. Con habilidad se ha podido hacer de él el defensor del orden clásico amenazado, o más exactamente roto,
hecho estallar por el barroco, en el sentido en que Heinrich Wolfflin lo definía desde el comienzo de su libro
Renacimiento y Barroco (1888): «un estilo que marca la disolución del Renacimiento o su degeneración... en Italia
esto consiste en el paso de un arte riguroso a un arte "libre y pintoresco" de una forma estricta». Sin entrar en los
veintidós tipos de barroco distinguidos por Eugenio d'Ors, que ve aquí un fenómeno cultural permanente y la «floración
múltiple y morbosa del yo», basta con retener aquí que el origen de la palabra, “Barrueco”, designa en español una
perla que tiene irregularidades, anomalías y de esta suerte, aunque sea muy bella, pierde su valor. Esta ausencia de
estilo, que se convierte en dinamismo de la forma, cubre lo que en la historia del arte expresa el riesgo intelectual del
paso de la edad clásica a la barroca: es una cultura de transición.

Cuando entre 1679 y 1702, con preocupaciones y sobre todo desde supuestos de pensamientos diferentes, Bossuet y
Leibniz mantienen una correspondencia ecuménica con la lejana esperanza de una unidad eclesial, ambos modos de

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pensar y de ser se enfrentan. Bossuet piensa en términos de unidad de la Iglesia, del Estado, de la fe, con una visión
perfecta de las demarcaciones, de las fronteras, de las claridades y de las definiciones, muy cercana a las ideas claras y
distintas de Descartes y de su mecánica estática. Para Leibniz, el filósofo luterano (1646-1716), cultivador genial de
todas las disciplinas, desde las matemáticas y la física a la lingüística y la teología, el ideal del pensamiento es
dinámico, la forma está siempre abierta, en proceso de unificación mediante profundización. El futuro es sintético; la
Iglesia una podrá aceptar los claroscuros revelados por la pintura, los degradados, los vuelos, los juegos de luz.

Tomemos la idea de las variaciones. Para Bossuet representa la prueba misma del error, del vagar, signo de la
inconstancia metafísica y dogmática cuando quiere proceder a una clarificación doctrinal con respecto al protestantismo,
que él conoce bien: el año 1688 escribe una Historia de las variaciones de las Iglesias protestantes. Los protestantes,
por el contrario, y Leibniz el primero, consideran estas variaciones, estas aproximaciones sucesivas, como el signo de la
vitalidad de la fe. La inquietud es indispensable al cristianismo y a su progreso. La infalibilidad «positiva» que Bossuet
atribuye a la Iglesia de Roma y que implica la existencia de un magisterio activo, es solamente «negativa» en Leibniz:
las Iglesias no enseñan nada erróneo en cuanto a la salvación, pero no podrían pretender una verdad metafísica.

Lo que Leibniz propone a Bossuet, a todos los niveles, incluidos en el dogma de la Eucaristía tan definido en el
catolicismo, es el primado de la caridad, que es precisamente vida, dinamismo, progreso. Con la caridad se tiene lo
esencial: ella reconcilia, unifica; ella es el porvenir sintético del cristianismo. El amor a Dios y a los hombres ocupa el
lugar de todo y puede penetrar hasta las percepciones oscuras del alma. En este sentido, Leibniz es más barroco que
protestante. Su sueño ecuménico se duplica además con la utopía de la paz universal, que habita en los filósofos
protestantes de la época, desde su propio Tratado de la soberanía de 1676 hasta el proyecto de paz perpetua elaborado
por Kant en 1795. A este dinamismo utópico hay que oponerle la Revocación del Edicto de Nantes, que pretende
uniformizar negando las diferencias: Bossuet tomó este partido, aunque menos del lado de la unificación religiosa que
del mantenimiento de la unidad del Reino.

Mas las revoluciones intelectuales penetran de manera insidiosa en el catolicismo: éstas son tomadas por los clásicos
como otras tantas desviaciones. Bossuet se encuentra en cada ocasión en la vanguardia del combate. El primer ejemplo
es el asunto del Quietismo de Madame Guyon (+1717) y de Fénelon. Éste procede del teólogo español Molinos (1628-
1717) cuya Guía espiritual (1675) conoce veinte ediciones en seis años, con sus posteridades italiana y francesa. En
esta búsqueda del «amor puro» de Dios, que se expresa en la caridad desinteresada y conduce a la «santa
indiferencia» hasta de la propia salvación, que es su traducción psicológica, existe un profundo anti-intelectualismo.
Madame Guyon pretende rebasar la metafísica subyacente en el dogma, para no conservar sino el aniquilamiento de la
criatura. Sea lo que fuere de la ortodoxia de los quietistas, condenados tanto en Roma como en París, de su manera de
poner en primer plano el amor en detrimento de la esperanza, de su gusto por el privilegio místico de la pasividad frente
a la libertad activa del cristiano, que será lo que defienda Bossuet, conviene ver aquí la modalidad barroca de una
tendencia ya conocida en el cristianismo de la Edad Media o entre los Alumbrados del siglo XVI: una reacción contra un
orden concebido como demasiado exterior.

Si Bossuet podía percibir en su gran adversario, Fénelon, un ataque encubierto al núcleo más íntimo de la mística
cristiana, tuvo que reaccionar con más contundencia todavía viendo al precursor de la exégesis moderna, Richard
Simón (1630-1712), habérselas con la fuente misma de la fe: la Sagrada Escritura. En su Historia crítica del Antiguo
Testamento (1678) que, a causa de la vigilancia de Bossuet, no pudo aparecer más que en la tolerante Holanda, y
después en sus trabajos sobre el Nuevo Testamento (1689-1693), el antiguo oratoriano se muestra como «crítico de la
Biblia» y «nada más». Su originalidad consiste en aislar la lectura bíblica de las preocupaciones apologéticas, al modo
de Bossuet, o contra-apologéticas, al modo de Spinoza, autor del Tractatus theo-logico-politicus (1670), considerado
como subversivo por judíos y cristianos. Estos últimos confundirán las dos empresas de Simón y de Spinoza.

Ahora bien, Simón no reivindica sino el derecho a ser «crítico», esa palabra nueva «cuyo uso no es de buen tono»,
como él mismo confiesa, pero que expresa el derecho a expresarse en los términos técnicos «del arte de que se trata».
Simón, que renueva la teología de la inspiración bíblica y la mirada sobre los exégetas que le han precedido, no niega
en modo alguno la Tradición que postula. Cuando Bossuet afirma la oscuridad de la Sagrada Escritura es para justificar,

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contra el protestantismo, la necesidad de una Iglesia, maestra de su interpretación. Simón está de acuerdo, pero añade
También la necesidad de la «crítica» exegética.

Si Richard Simón fue perseguido, no fue porque se pusiera una cierta complacencia en ello, sino por haber sido
confundido con una tendencia profunda de su época, que ve el aumento de la incredulidad a medida que se perfila el
triunfalismo de las Luces.

LAS LUCES Y EL ASCENSO DE LA INCREDULIDAD


Mientras que aún en el siglo XVI, la incredulidad, para no hablar del ateísmo, era un escándalo intolerable, estos
comportamientos pueden en lo sucesivo ser exhibidos y emergen, tras una existencia subterránea, en el siglo XVIII. En
este siglo se constata claramente un ascenso de la incredulidad, mas, para analizar el fenómeno, hay que distinguir
cuidadosamente entre la élite intelectual, de una parte, y las masas, de otra.

En la gran puesta en cuestión de las ideas de comienzos del siglo XVIII, algunos filósofos toman sus distancias con
respecto al cristianismo establecido. Si bien los ateos, o al menos los materialistas como Diderot, que dirigió la
Enciclopedia, son todavía raros, los deístas como Voltaire o Rousseau ejercen una enorme influencia. Más aún que el
«Gran arquitecto del universo», es una divinidad encontrada en el seno de la naturaleza la que despierta el sentimiento
religioso en el corazón del hombre.

Generaciones enteras se reconocerán en la Profesión de fe del vicario saboyana (1762) de Jean-Jacques Rousseau
que, a pesar de la negación apasionada del pecado original, brinda un contenido afectivo a la religión natural. Un autor
de segundo orden, como Bemardino de Saint-Piene, que escribió la novela de gran éxito Pablo y Virginia (1787), es
característico de esta religión sentimental de la naturaleza donde Dios es «conocido por sus obras», cuando no se
confunde con ellas.

Aparece el año 1803 en Francia un texto anónimo titulado Vida del legislador de los cristianos sin lagunas y sin
milagros. En él se acepta a Jesús, pero se pone entre paréntesis su divinidad. Como para Spinoza un siglo antes, y
siguiendo sus pasos, los milagros resultan insoportables a la razón. Desembarazada de lo sobrenatural, la religión debe
ser razonable, ilustrada y exenta de toda «superstición», que es el enemigo. Esta última era lo que estigmatizaba
Voltaire cuando exclamaba: «¡Aplastad al infame!».

Hasta ahora en países como Italia, Francia, España, Austria, etc. la Reforma católica ha dado buenos frutos gracias a
una acción en profundidad a través de la «misiones interiores» que, conducidas sistemáticamente, intentan despertar a
la población y depurar lo que subsiste de atracción por lo mágico o de excesivamente supersticioso en las creencias y
en los comportamientos. La predicación, demasiado centrada para nuestro gusto actual en el temor a la condenación o
en el comportamiento moral en materia casi exclusivamente sexual, no por ello proporcionó menos a las masas los
principios fundamentales del dogma y de la moral católicas.

Mas a partir de la puesta en cuestión por parte de las élites, las masas populares, rurales y con mucha frecuencia
iletradas, también se sienten tocadas: se constata un poco por todas partes una baja de la moralidad pública (robos,
criminalidad, ilegitimidad masiva de los nacimientos) con el papel determinante del dinero y el gusto por el lucro, que
transforma, empleando la expresión de un sacerdote de este tiempo, a los cristianos, estimables por otra parte en su
vida privada, en honestos paganos. Es verdad que conviene distinguir según las regiones. La influencia de las misiones
interiores pudo ser determinante para impedir esta lenta descristianización.

Ciertamente el declinar de la educación religiosa, debido entre otras causas a la expulsión de los jesuitas a partir de los
años 1760 y a la mediocridad de la enseñanza de los seminarios, polarizada por el moralismo, tiene consecuencias so-
bre toda la población cristiana. Los clérigos, poco formados, no transmiten una fe demasiado elaborada. La Reforma
católica se agota y la Iglesia, asediada por los «filósofos», está a la defensiva, oscilando entre el silencio y la
complicidad con el «espíritu del tiempo», según la expresión de un libro escrito en 1801 por Wessenberg, vicario general
de Maguncia y gran artesano de la secularización en Alemania.

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Pues, ante el desafío de las Luces, toda una parte del clero va a oponer una actitud de connivencia, intentando tener en
cuenta lo que hay de legítimo y de verdadero en los ataques de los filósofos contra «la religión», el más manifiesto de
los cuales, por encima de un anti-clericalismo a veces excusable, es la obsesión por el problema del mal, que se
manifiesta desde el protestante Bayle hasta el escándalo metafísico ocasionado por el terremoto de Lisboa (1755) en
Voltaire y en sus amigos filósofos.

Lo que recibe el nombre de Aufklarung católica se sitúa en reacción contra la Reforma católica, es decir, contra una
eclesiología pontificia, por ejemplo, que estaba subyacente y que simboliza el ideal y la práctica de la Compañía de
Jesús. Pero se levanta también contra una liturgia a la que se reprocha su sobreabundancia del aspecto sagrado, que
parece tener necesidad de una arquitectura de estilo «barroco» para desarrollarse, al menos en el Sur de Alemania,
Austria o Italia.

LAS «ADAPTACIONES» DE LA AUFKLÄRUNG CATÓLICA


A.- EL FEBRONIANISMO

El hecho de que el Papa fuera también soberano temporal de los Estados pontificios, aliado o adversario potencial,
reforzó ciertamente la desconfianza que se tuvo en el siglo XVIII frente al poder pontificio. La hostilidad de Clemente XI
(+1721) con respecto a los emperadores germánicos, así como en relación con los príncipes de Saboya y de su política
en España y en Italia, condujo a la puesta en cuestión de este poder temporal de los papas, denunciado como
perjudicial para la religión y para el bien mismo de la Iglesia.

Pero la desconfianza de los monarcas y de sus episcopados nacionales viene de mucho más lejos: sus raíces son
medievales. Aun cuando se reconocía que la Reforma católica del concilio de Trento fue conducida y puesta en práctica
bajo el impulso religioso de Roma, las reticencias siguen siendo numerosas en cuanto a sus pretensiones de jurisdicción
sobre toda la Iglesia. Estas reticencias se expresan en la teoría y en la práctica del galicanismo en Francia, que no ha
sido vencido, y que recupera actualidad en los tiempos de la filosofía de las Luces, especialmente en los medios
germánicos.

La visión eclesiológica sobre la que va a apoyarse la política de los emperadores de Alemania recibe el nombre de
«febronianismo», palabra que proviene de un teólogo luxemburgués, que llegó a ser obispo coadjutor de Tréveris, lla-
mado Nicolás von Hontheim (1701-1790), que, con el seudónimo de Fébronius, publicó en 1763 una obra en latín sobre
la autoridad del Soberano Pontífice. La obra fue traducida al francés, al español, al italiano y al portugués. El objetivo
perseguido es poner de relieve los derechos que, en virtud de la naturaleza de la Iglesia, deberían corresponder a los
episcopados nacionales y, en consecuencia, contrarrestar las intervenciones de la Curia romana y la acción de los
nuncios.

El febronianismo va en el sentido de un episcopalismo absoluto: los obispos son los jefes de la Iglesia. El obispo de
Roma, aunque tenga un primado histórico, no tiene ningún poder fuera de su propia diócesis. De manera muy coheren-
te. Febromo vuelve a sacar a la luz, por una parte, el papel del Concilio, reunión de todos los obispos y juez último de
las sentencias pontificias, y, por otra parte, lanza una llamada a los príncipes, que tienen la responsabilidad de los
asuntos religiosos en sus países.

Algunos años más tarde, concretamente en 1786, cuatro arzobispos de regiones germánicas, y entre ellos tres electores
del Imperio, protestando contra la designación de un nuncio en Munich, redactaron un documento que supone la puesta
en práctica del febronianismo. Este texto, llamado las «Puntuaciones de Ems», reclama el ejercicio de pleno derecho de
los poderes concedidos hasta ahora por el Papa y, sobre todo, rechaza la exención de las órdenes religiosas SOmetidas
directamente a Roma: esta reivindicación inspira una buena parte de la política religiosa de los Estados en el siglo XVIII.

B.- EL «JOSEFISMO»

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Apoyados por el pensamiento febroniano, pero de manera independiente de esta eclesiología, los titulares del Santo
Imperio Romano Germánico, que son los Habsburgo de la Casa de Austria, ponen en práctica una política religiosa en
la línea de las «Luces». Esta política recibe corrientemente el nombre de «josefjsmo» y le viene del emperador José II,
que reinó sólo de 1780 a 1790, tras haber sido asociado desde 1765 al gobierno de su madre, María Teresa, un poco
más moderada en estas materias. El josefismo desborda las fronteras de Austria, puesto que el hermano de José II,
Leopoldo, archiduque de Toscana, fue un partidario de la misma aún más celoso.

El josefismo, inspirado por el canciller «volteriano» von Kaunitz, va a dedicarse esencialmente a la secularización de las
órdenes religiosas y, naturalmente, de sus dominios. Mientras que su madre había fijado en veinticuatro años la edad
mínima para comprometerse, de modo definitivo, en la vida religiosa (en lugar de los dieciséis años como preveía el
derecho de la época), José II acometió directamente en 1781 a las congregaciones contemplativas consideradas
«ociosas»: cartujos, carmelitas, camaldulenses, fueron pura y simplemente suprimidas, al tiempo que los benedictinos y
premonstratenses podían subsistir si adoptaban actividades «útiles a la sociedad»: enseñanza, trabajo en los hospitales
o tareas pastorales, especialmente parroquiales, que gozaban del favor imperial, dado que los sacerdotes seculares,
diocesanos, no eran exentos. Los bienes «secularizados» eran depositados en una «Caja general de la religión», que
tenía como tarea construir nuevas iglesias y proveer al mantenimiento de los curas: de este modo fueron creadas en
poco tiempo un número impresionante de parroquias.

Aunque el papa Pío VI se desplazó personalmente el año 1782 a Vena, donde fue recibido cortés aunque fríamente por
el gobierno -que no hizo la menor concesión- y calurosamente aclamado por el pueblo, para intentar impedir estas
medidas, José II prosiguió su política depurando el culto, luchando contra las supersticiones y pretendiendo formar en lo
sucesivo un clero «ilustrado», para lo que fundó seminarios generales, estatalizando así lo que puede aparecer como la
vida más interior de la Iglesia.

El gran duque de Toscana, yendo todavía más lejos, reunió el sínodo de Pistoya el año 1786 e intentó que en él se
dieran leyes sobre la simplificación de la liturgia. Se ve aquí perfectamente la tendencia de las Luces a querer
racionalizar el símbolo y a considerar el culto con un espíritu pedagógico. En consecuencia, se pone el acento en el
sermón y en la enseñanza, a costa de los ritos y del simbolismo. Estas reglamentaciones no iban inspiradas además
solamente por una voluntad reductora: intentaban, por ejemplo, poner más de relieve la Eucaristía ahogada en
ocasiones por múltiples devociones, e introducir una cierta sobriedad allí donde la sobreabundancia se había vuelto
excesiva.

C.- LOS ATAQUES CONTRA LA VIDA RELIGIOSA ¿SUPRESIÓN O REFORMA?


En Francia encontramos una evolución semejante en lo que se refiere a la vida religiosa. Para reformar algunas abadías
o algunas órdenes caídas en la relajación de la disciplina, cuando no de las costumbres, y en la incuria financiera, fue
constituida en 1766 una «Comisión de Regulares» cuyo principal artesano fue el arzobispo de Toulcouse, Loménie de
Brienne, perfecto hombre «ilustrado». Para garantizar un enderezamiento que los obispos franceses consideraban
necesario, la Comisión propuso algunas medidas que llevaron a la supresión de la exención, a la pura y simple abolición
de ciertas órdenes que ya no reclutaban o reclutaban un número insuficiente de vocaciones, y casas demasiado
pequeñas o prioratos. También retrasó la edad de los votos solemnes.

En este contexto, general se comprende mejor la supresión de los jesuitas. La Compañía de Jesús era demasiado
poderosa, estaba demasiado presente, demasiado comprometida en grandes misiones contestadas como en el
Paraguay o en China y, sobre todo demasiado atada al Papa, como para no tener enemigos un poco en todas partes. Si
bien en esta extraordinaria aventura de las Reducciones en América latina, donde comunidades enteras de indios
reagrupados en Repúblicas cristiana, bajo la dirección de los jesuitas, pudieron mantenerse durante siglo y medio
(1610-1768), la oposición vino de los intereses coloniales, el asunto de los «ritos chinos» es, por su parte, re velador del
espíritu del tiempo.

La apuesta es moderna y todo el asunto paradójico . Habiendo logrado penetrar en China, los jesuitas italianos
obtuvieron el reconocimiento de la posibilidad de adaptar los ritos católicos a las diferentes costumbres de los pueblos

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(así el llamado privilegio de pablo V de 1615, que concede permiso para celebrar la liturgia en chino). En este lance los
jesuitas no vacilaron en integrar una serie de ritos que ellos consideraban «puramente civiles», como las ceremonias
dedicadas a Confucio o a los antepasados. El escándalo estalló al final del siglo XVII y ocupó a la opinión europea
durante toda la primera mitad del siglo XVIII. Al tiempo que los misioneros de las demás órdenes temían legítimamente
la contaminación de la fe cristiana en las clases más bajas, los jesuitas tenían tendencia a no considerar sino la religión
purificada de ciertas élites intelectuales

De modo paradójico esta primera forma de inculturación fue defendida por los «filósofos», y en particular por Voltaire a
quien le gusta exaltar a Confucio: «intérprete de la única Razón salutífera... que no habla más que como sabio y nunca
cono profeta», al tiempo que fue definitivamente prohibida por el papa Benedicto XIV en 1742 en el fondo para defender
la fe contra todas las infiltraciones de las supersticiones denunciadas por las Luces, y reglamentaba el papel del milagro
en las canonizaciones (1738) o las representaciones divinas (1745).

Los jesuitas, atacados por todas partes, fueron expulsados de Portugal en 1759 por instigación de Pombal de Francia
en 1764 y de España en 1767. Bajo presiones políticas considerables, el papa Clemente XIV (1769-1774) se resuelve a
suprimir la Compaña mediante el breve Dominus ac Redentor de 21 de julio de 1775 aduciendo como motivo principal
la paz de la Iglesia. Únicamente la emperatriz Catalina II de Rusia, de religión ortodoxa, y el protestante Federico II de
Prusia, encontraron un placer malicioso en conservar a «sus» jesuitas cuyos talentos científicos apreciaban. La
expulsión y la posterior supresión de los jesuitas supuso un grave golpe para la enseñanza un poco en toda Europa,
porque éstos eran los especialistas en el tema.

Si bien la hostilidad contra los jesuitas tiene unas raíces sobre todo políticas, los ataques contra la vida monástica o
contra la liturgia muestran bien a las claras la desconfianza con que las Luces miran la vida contemplativa de la Iglesia,
o, por lo menos, su no comprensión de este misterio. Además, fue desde el mismo interior de la Iglesia de donde
vinieron los ataques más fuertes: así en los países germánicos, del benedictino Rautenstrauch (+1785) de Dalberg
(+1817) o de Wesscnberg (+1860). Kant podía ser bien comprendido por los defensores de esta Auíkldrung católica
cuando pretendía encerrar la religión «dentro de los límites de la mera razón».

En el plano intelectual no hubo verdadera respuesta al desafío de las Luces, que parece haber sorprendido a la Iglesia
en una posición de debilidad, tanto más manifiesta por el hecho de que las Luces encuentran aliados en un clero que
parece «deslumbrado» por ellas.

Ciertamente la predicación conserva su influencia: en el país de la Aufklaruns el agustino Abraham a Santa Clara (1648-
1709) conoce un enorme éxito, gracias a su tono burlesco y a su truculencia, antes de ser desaprobado tras su muerte
por una predicación más digna y convencional.

Con todo, las llamadas auténticas a la conciencia católica no resultan vanas: especialmente en Italia, donde hombres
como Juan Bautista Rossi (+1764) en Roma, san Leonardo de Porto Mauricio (+1751) en Florencia y Roma, san Pablo
Danei (Pablo de la Cruz) (+1776), fundador de los pasionistas en Orbetello, o san Gerardo Majella (+1755) en Napóles,
y sobre lodo san Alfonso María Ligorio (+1787), fundador de los redentonstas, llegan a evangelizar, a predicar una
espiritualidad muy cristocéntnca. Cuando los niños de Roma, el 16 de abril de 1783 recorren las calles gritando: «E
morto, el Santo», es porque la conciencia popular ha reconocido, en el extraño y sucio peregrino que fue Benito José
Labre, un auténtico testigo de Cristo, y del que, por otra parte, se puede decir que representa la absoluta anti-santidad
para las Luces, por marginado y ritualista.

La devoción al Sagrado Corazón, de gran riqueza bíblica y teológica, representa también, a partir de las visiones de la
visitandina Margarita María Alacoque (1673-1675), una reacción contra un enfoque demasiado abstracto, demasiado
conceptual, de la fe. Se debe reconocer aquí una voluntad de retomo a una devoción a la naturaleza humana de Cristo,
tocado y oído por los apóstoles, como para dar una respuesta encamada al deísmo. La devoción absolutamente sencilla
y sólidamente «cristocéntrica» a la Virgen María alcanza un éxito enorme con san Juan Eudes (+1680) y san Luis-María
Grignion de Montfort (+1716).

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Sobre el trasfondo de este conflicto entre una cierta élite filosófica o política, a la que pertenecían o con la que, a!
menos, habían pactado muchos obispos, y un fondo religioso real en las masas, aunque estuviera mezclado con
elementos supervivientes del paganismo o con prácticas supersticiosas, el régimen político de la Revolución francesa,
que se va a imponer durante cierto tiempo en una gran parte de Europa, decide en favor de las ideas de las Luces y
saca de ello las consecuencias pertinentes en materia de religión.

La Revolución francesa de 1789 no fue anti-religiosa en su punto de partida: lo único que hizo fue expresar con
determinación las convicciones galicanas generalmente diseminadas. Más, a partir de la caída de la monarquía, se
vuelve contra el catolicismo, que se revela como alimentador de un hogar de resistencia en el Oeste de Francia en
particular. Desde finales de 1793 hasta abril de 1794 (Año II de la República) los diferentes regímenes que se suceden
organizan una descristianización sistemática: cambio de los nombres de lugares con nombres de santos, reforma del
calendario y reemplazo del domingo por el década, prohibición de llevar hábito religioso, prohibición de las procesiones,
etc.

Estas medidas negativas van acompañadas de una «transferencia de lo sacro» a las Luces hipostasiadas: se pasa de la
fiesta de la Diosa Razón, más agresiva contra la religión, al culto del Ser supremo, bajo el impulso de Robespieire, que,
consecuentemente, hace canonizar en 1794 las creencias deístas. Bajo el Directorio, la «teofilantropía» de tipo
sincrético y el culto decadario de base cívica caen en el ridículo. No parece que la Revolución que conquista Europa se
tomara muy a pecho la exportación de su política anti-religiosa a los territorios que ocupa.

Por otra parte, este anti-cristianismo suscita reacciones en las que política y religión están indisociablemente unidas,
especialmente en el culto al Sagrado Corazón de Jesús, símbolo de vinculación monárquica. Chateaubriand, precedido
en Alemania por Novalis, anuncia ya desde 1802 el redescubrimiento del «Genio del cristianismo». La Restauración
inaugurará en el siglo XIX un retorno de la piedad popular, aunque la descristianización insidiosa o sistemática va a
dejar huellas imborrables. Una vez más ha sido en el seno del pueblo creyente donde se ha hecho frente, a largo plazo,
al desafío de las Luces.

Si las tensiones católicas en el siglo XVIII pudieran ser simbolizadas, sería preciso tomar la música de Mozart, que
muere el año 1791. Su fe cristiana, límpida, infantil, nos es conocida por su correspondencia, pero se supera en el genio
de la música. ¡Cuántas diferencias en su obra! Está la Misa de la Coronación (1782), en la que algunos compases
anticipan las Bodas de Fígaro (1786) en esa asunción de la secularidad, de lo creado, que es el alma del barroco: está
el rasgo de la franc-masonería, a la que se adhiere en 1784, con su ideal «filosófico» a través de una iniciación, como
en la Flauta mágica. Pero ese mismo año, 1791, el de su muerte, está el grito más profundo del Réquiem, donde toda
gravedad se eleva hacia la gracia. En esta evolución se manifiesta toda la trayectoria del cristianismo del siglo XVIII,
siglo religioso desconocido.

BIBLIOGRAFÍA
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Ernst Cassirer, Die Philosophie der Aufklanmg, Tubinga. 1932 (hay trad. francesa: Paris, 1966).
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Haag, 1963-1964. George Minimaki, The Chínese Riles Controversy, Chicago, 1985, incluye el estudio del período
contemporáneo y el caso del Japón.
Michel Vovele, Piété baroque et dcchrislianisation en Provencc au XVIIl e siécle, Paris. 1973.

TEXTOS
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en F. Gaquére, Le dialogue menique, Paris, 1966.
Jean-Jacques Rousseau, «La profesión de fe del vicario saboyano», en el libro IV de Enulio, SAPE, 1986.

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XI LA IGLESIA Y EL DESAFÍO DE LAS REVOLUCIONES
El siglo XV11I había sido el de las mutaciones intelectuales, pero hacia el final del período estas mutaciones comienzan
a encarnarse políticamente. El objetivo del siglo XIX fue a pesar de las Restauraciones, consolidar la Revolución política
y superar las consecuencias de las transformaciones sociales. Sin embargo, en razón del trasfondo económico y
geográfico, es un verdadero cambio de mundo el que se opera.

Cuando Talleyrand confiesa en un momento cualquiera de su sinuosa cañera: «Quien no ha conocido el Antiguo
Régimen, no sabe lo que es la dulzura de vivir», el revolucionario Saint-Just le contesta, con un eco que va en sentido
contrario, su famosa frase: «La felicidad es una idea nueva en Europa». Ambos no hablan ni de la misma cosa ni para
los mismos hombres, mas tras la sentencia del jacobino se anuncia la ideología que va a reinar en el siglo XX. La
Revolución francesa quiso imponer sus concepciones para el bien de los pueblos contra los «tiranos». La muerte del rey
Luis XVI, el 21 de enero de 1793, cuya significación política se afirma con mucha mayor claridad que en la ejecución de
Carlos I en Inglaterra, fue la condenación de un hombre honesto para matar una idea.

La Iglesia había hecho suyo este régimen salido del feudalismo; le daba su legitimidad por medio de su unión con el
Estado, por medio de su unción, por medio de su vida en simbiosis con la sociedad cuyo símbolo era la teneduría del
registro civil por el clero católico. Este Antiguo Régimen, que permitía muchas excepciones, muchos compromisos
(«principios duros, práctica blanda», como lo definía Tocqueville), había terminado por adormecer, o incluso someter el
catolicismo en el siglo XVIII, al menos en el alto clero. La Revolución de 1789, seguida del anticlericalismo y de la
persecución religiosa, modifica todos los datos.

LAS REVOLUCIONES POLÍTICAS


Al final del siglo XVIII y durante todo el XIX los Estados europeos se ven sacudidos por una serie de revoluciones
políticas. La reunión de los Estados generales en Versalles el año 1789 representa una institución obsoleta, pero
Tradicional. Alguien ha podido decir que fue el «bajo clero», compuesto en su mayor parte por los curas de parroquia,
héroes del richerismo galicano, el que les hizo precipitarse hacia la Revolución francesa. En efecto, cuando el bajo clero
se unió al Tercer-Estado, el 23 de jumo de 1789 para la verificación de los poderes, las bases del Antiguo régimen
fueron conmovidas sin ruido. Se decidió no tener ya en cuenta el memorial reparto de los tres órdenes, de las tres
funciones, que se había vuelto mítica, para votar «por cabezas», esto es reconociendo como único sujeto político al
individuo, razonable y libre, que la filosofía de las Luces había revelado y exaltado. El cura Barbolin escribe: «Se
bendice a los curas en todas partes: se les dice que han salvado Francia».

Esto supone decir que la Revolución política y constitucional que se opera no es antirreligiosa en su punto de partida. El
clero consiente la abolición de sus privilegios: la venta de los bienes eclesiásticos, destinada a poner a flote un Estado al
borde la ruina, no es considerada en este momento como expoliación. Ni siquiera la Constitución civil del clero, votada
el 12 de julio de 1790, en la más pura línea del gaheanismo, manifestaba la menor voluntad de persecución: preveía
únicamente una reorganización administrativa de la Iglesia francesa. El error político consistió en aplicarle, de manera
unilateral, sin acuerdo con la Santa Sede, los nuevos principios democráticos. No se tuvo en cuenta ni la estructura
eclesial que le es propia ni su comunión con Roma. Además, en un deseo de unidad, se le impuso bajo juramento la
lealtad para con un nuevo orden político, que parecía absolutamente extraño a su tradición.

El otro punto de divergencia fue la aplicación obtusa de las ideas de las Luces sobre la vida religiosa. El desprecio de la
vida contemplativa y la liberación ofrecida en nombre de los derechos del hombre a los que se había comprometido en
las órdenes religiosas, que tenía un lado insultante, iba a engendrar malentendidos y resistencias.

La división de la Iglesia de Francia en dos partes: la constitucional y la refractaría, la temblé persecución religiosa y las
campañas de descristianización que se abaten tras la caída de la monarquía en agosto de 1792 crean divisiones de
estratos y repulsas, que todavía no han desaparecido del todo, en la sociedad francesa. Estos traumatismos comienzan
con la guerra de Vendée, movimiento de resistencia, política y religiosa a la vez, que se opone a la República.

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A partir del momento en que se pacifica la guerra civil con el Directorio, el papado intenta de manera prudente llegar a
compromisos con los sucesivos regímenes. Bonaparte, por aquel tiempo Primer Cónsul todavía, personalmente deísta
y, sobre todo, fatalista, quiso reconciliar la nación con la Iglesia, tal como lo anunció al clero de Milán en 1800. Al año
siguiente logra convencer al papa Pío VII para que firme un Concordato, elaborado tras numerosas y agotadoras
negociaciones. Este acuerdo encontró en Francia y en las regiones belgas algunas resistencias, que cristalizaron en
«Pequeñas Iglesias» cismáticas, pero permitió la reconstrucción de una Iglesia de Estado dependiente de un ministro de
Cultos. El Concordato estaba provisto de setenta y siete «Artículos orgánicos» impuestos unilateralmente por el
gobierno francés, en la más pura línea galicana, que preveían hasta la necesidad de aceptar la carta magna eclesiástica
de la monarquía absoluta: los «Cuatro artículos» de 1682. Pío VII consintió asistir a la consagración de Napoleón: su
recompensa fue el exilio y una serie de infortunios por oponerse a las ambiciones francesas en Italia, tras la unión de los
Estados pontificios al Imperio en 1809.

En el momento de la Restauración, el cardenal Consalvi secretario de Estado de Pío VII negocia con habilidad en el
Congreso de Viena, donde se crea un nuevo orden europeo. El Papa, que no acepta excomulgar a Napoleón a su
regreso de la isla de Elba, como le pedían los soberanos, rehusó asimismo participar en la Santa Alianza que, bajo la
égida del zar místico Alejandro I. pretendía encamar el pacto de solidaridad y la unión de los tronos y de los altares. La
Santa Sede prefino negociar concordatos con cada gobierno. En Francia hubo que contentarse con renovar el de 1801
con la monarquía restaurada. En Italia el Papa fue obligado a aceptar el josefismo en las regiones gobernadas por
Austna (Lombardía, Véneto) u ocupadas por ella (Parma, Toscana). En 1817 la Santa Sede concluyó un Concordato
con Baviera, en 1818 con el Remo de Napóles.

En cada una de estas ocasiones se trata de un compromiso, pero, por lo menos, está definida la colaboración Iglesia-
Estado. Roma dio muestras de una cierta audacia filmando concordatos con potencias no católicas (Rusia en 1818:
Prusia en 1821; Países Bajos en 1827). Esta alianza con regímenes considerados legítimos permite comprender sus
reticencias con respecto a las revoluciones nacionales, mientras que. al final, la Iglesia parece haberse resignado a las
vicisitudes de las revoluciones políticas.

LAS REVOLUCIONES NACIONALES


El siglo XIX contempla la emancipación de las naciones, siguiendo un principio cuyo arraigo popular se ve en el siglo
XX. La actitud de la Iglesia va a cambiar considerablemente, según el contexto y las circunstancias del advenimiento del
nuevo Estado y según las reivindicaciones de las nacionalidades, sobre todo cuando éstas se producen con ocasión de
revoluciones políticas, como en 1830 y 1848. Pongamos algunos ejemplos.

Cuando los Estados de América del Sur se independizan de Portugal y de España, en torno a 1820 y a la personalidad
de Bolívar, encamación de la filosofía de las Luces y de sus prejuicios, pero hombre de Estado simultáneamente
preocupado por la paz civil y juez realista del lugar del catolicismo en el continente sudamericano, el papado parece
vacilar. Lo vemos dividido entre el afán de legitimidad y el bien manifiesto de unas poblaciones que deben tener pasto-
res; lo vemos reticente a la hora de confiar el patronato a estos nuevos gobiernos laicos. Más tarde, por realismo
pastoral, la Iglesia ratifica los cambios y colabora con los nuevos Estados, sobre todo bajo la presión del cardenal
Cappelari, el futuro Gregorio XVI.

El nacimiento del reino de Bélgica, el año 1830, causa al principio muchas preocupaciones a la Santa Sede. Ésta ve con
estupefacción el desarrollo de una revolución política y nacional animada por los católicos belgas, sobre todo flamencos,
apoyada por su clero, probando que es posible una unión entre la Iglesia y el «liberalismo», considerada por Roma
«monstruosa». Gracias al nuevo arzobispo de Malinas, mons. Sterckx, la Iglesia de Bélgica logra tranquilizar a la Santa
Sede e implantar la armonía y la colaboración entre «la Iglesia libre y el Estado libre».

Esta fórmula es de Cavour; resulta evidente que fue el problema italiano el que planteó más dificultades. Encontramos
en Italia una mezcla mal definida entre laicismo, anticlericalismo o. por lo menos, crítica con respecto a la vida de la
Iglesia, de una parte, y reivindicaciones nacionales, de otra, que es designada por los «clericales» con el término

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bastante confuso y, por tanto, explosivo de «liberalismo». El escollo central es el poder temporal del Papa en sus
Estados. El papado será puesto sucesivamente en el centro y después fuera de Italia.

En el centro cuando el cardenal Mastai se convierte en el papa Pío IX, con su fama de Papa liberal, que es la peor
catástrofe según Mettemich pilar del orden europeo Gioberti y el movimiento neo-güelfo y después Rosmini, piensan en
el Papa como Presidente de una confederación italiana. Mas la revolución romana de 1848, que comienza con el
asesinato del conde Rossi, modifica todas las perspectivas y revela un papado mucho más conservador de lo que se
hubiera podido esperar o temer.

En lo sucesivo, los Estados pontificios aparecen como el último obstáculo para la unidad de la península, tras la
entronización de la dinastía de Saboya para encarnar el nuevo reino de Italia. Este último se entrega a un desgaste
lento y progresivo de las posiciones pontificias hasta la entrada de los ejércitos italianos en Roma el año 1870. Dos
meses antes, la Iglesia romana había definido la infalibilidad dogmática del Vicario de Cristo en el concilio Vaticano I. El
Papa, que se considera desde entonces como prisionero en el Vaticano, no puede resolverse a abandonar lo que no le
pertenece a él sino a la Iglesia universal, y lucha con todas sus fuerzas contra la política del Estado «liberal» italiano.

La Santa Sede adopta también una posición timorata ante las reivindicaciones de los católicos polacos en 1831. En un
breve muy desafortunado del 9 de junio de 1832 Gregorio XVI recuerda a los obispos del país el deber de obediencia a
las autoridades políticas legítimas contra los «propagadores de ideas nuevas». A pesar de negociaciones secretas y de
ulteriores desmentidos, el mal está hecho ante la opinión pública europea, incluso después del discurso indignado del
Papa en julio de 1842.

De hecho, la Santa Sede pretende considerar, en primer lugar, el bien de los fieles. La ausencia de gobierno a
componer le da más audacia con Inglaterra, permitiendo el restablecimiento de la jerarquía católica, a consecuencia de
una inmensa emigración irlandesa, el año 1853, y después en Holanda, para brindar un marco eclesial a las fuertes
minorías católicas. Mas debemos decir que esta reivindicación de la libertad de la Iglesia no se lleva a cabo sin choques
y que, si existen malentendidos entre el catolicismo y la sociedad, es algo recíproco: ahí están para atestiguar lo que
decimos la guerra del Sonderbund en Suiza, el problema planteado por la presencia y la acción de los jesuitas un poco
por todas partes y el Kulturkampf de la segunda mitad del siglo. No cabe duda de que ninguno de los protagonistas se
da totalmente cuenta de que el conflicto se inscribe en una revolución intelectual que los rebasa ampliamente.

LAS REVOLUCIONES INTELECTUALES


Tras las mutaciones operadas por las Luces y retomadas, con torpeza, por los revolucionarios que celebran a la Diosa
Razón y al Ser supremo, los pensadores católicos quisieron oponerse a estas desviaciones, pero también levantar acta
del mundo nuevo que se abría. Tal es el caso doloroso y mal aclarado, a pesar del acceso reciente a las fuentes, de
Felicité de la Mennais (1782-1854). Su influencia sobre el clero francés posterior a 1815 y también sobre el de las
jóvenes naciones, como Bélgica o Polonia, fue notable y, por ello, temida. La perspectiva que adoptó, desde sus
primeras obras hasta su condenación, consiste esencialmente en una apología, en una apologética, del cristianismo
ante un pensamiento hostil: éste era también el ideal del grupo de hombres notables que le rodeaban en los tiempos de
¿'Avenir (1830-1831): Lacordaire, Montalem-bert, Gerbert... Primero gozaron del favor de la Santa Sede en razón de su
ultramontañismo, que cortaba con el galicanismo o el josefismo que se respiraba en el ambiente.

¿Por qué fue condenado ulteriormente Lammennais en 1834, a pesar de contar claramente con el afecto de Gregorio
XVI9 La hostilidad maníaca de Mettermch no puede explicarlo todo. Parece ser que el debate de fondo trataba sobre la
naturaleza de la soberanía política. ¿Es Dios, de manera casi inmediata, el «supremo conductor de la sociedad» por
medio de un soberano legítimo en virtud del derecho divino, o es el pueblo quien brinda su fundamento a cualquier
sistema político y filosófico?

Mientras que la Santa Sede conserva los ojos fijos en el ideal político del Antiguo régimen. Lammennais propone
bautizar la democracia con su teoría de la soberanía nacional, pero no la democracia de 1789, sino la de 1793, que
pone la fuente del poder en un pueblo abstracto y mítico, aunque Lammennais, por su parte, se reclama del Evangelio.

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Cuando Roma rehúsa su teocracia renovada, Lammennais deriva hacia un humanitarismo puramente secular y laico.
Los liberales católicos, es decir, los discípulos de Lammennais, que le abandonan a partir de 1834, van a reivindicar
una separación entre la Iglesia y el Estado, que haga justicia al mundo de su tiempo y a la autonomía de la esfera
temporal.

Una serie de pensamientos exteriores al catolicismo vienen a marcar a ciertos espíritus, mediante un seducción que
recurre unas veces al sentimiento religioso difuso, y otras a la crítica histórica más racionalista, primicias de los grandes
enfrentamientos teológicos del siglo XX. Se trata esencialmente de los fundadores del protestantismo liberal alemán. El
pastor Fnedrich Schleierma-cher (1768-1834) se siente atraído por una intuición mística de unión con el infinito que él
separa de las afirmaciones dogmáticas. El pensamiento de David Fnedrich Strauss (1808-1874) es más radical. La
Vida de Jesús (beben Jesu) (1835) niega todo fundamento histórico a los elementos sobrenaturales de los Evangelios.
En 1865 separa claramente «el Cristo de la fe» del «Jesús histórico». Encontramos su influencia en Emest Renán
(1823-1892), que no vaciló en señalar cómo el estudio del alemán, y del hebreo que enseñó durante mucho tiempo,
cambió de manera radical su percepción de Cristo. Su Vida de Jesús (1863) presenta a Cristo como un «apacible
predicador galileo», como un hombre cuya misión fue la de revelar Dios al hombre.

En este clima de desmitologización a todos los niveles o de transferencia de lo sagrado a la Razón o al Pueblo, es
donde se puede comprender ese documento no habitual de la Santa Sede que es el Syllabus (1864), catálogo de 80
tesis condenadas precedentemente por Pío IX: este documento fue sentido como una puesta en cuestión, sin matices,
de todas las ideas modernas: la Santa Sede pretendía prevenir a los fieles contra toda seducción de lo que llamaba, de
una manera muy vaga, el «liberalismo» y el «socialismo». Pero era prevenirse de una manera muy negativa.

Pío LX no podía sentir sino de una manera dolorosa el liberalismo reivindicado por los gobiernos anticlericales, que no
manifestaban más que desconfianza e irrisión por la vida profunda de la Iglesia, juzgada por las apariencias. Será
necesaria la tenacidad de los liberales católicos, demasiado demócratas para los católicos y demasiado católicos para
los partidos laicistas, para hacer admitir una manera de ver que tenga en cuenta las adquisiciones de la Revolución de
1789.

Algunos pensadores católicos, relativamente desconocidos en aquella época, sienten que conviene volver a la Tradición
teológica. Johann Adam Möhler (1796-1838), profesor en Tubinga, recuperó primero el misterio de la Iglesia tal como
ella lo manifiesta en la simbólica y en los sacramentos. Fue esta concepción la que intuitivamente, por respeto instintivo
y razonado a la Tradición, pusieron en práctica los restauradores de la vida monástica del siglo XIX en la vida misma de
las abadías. Éste fue el caso de Dom Guéranger en Solesmes, con la reposición del canto gregoriano en puesto de
honor.

Newman, como Möhler, descubre la respuesta más profunda que pueda darse a la revolución intelectual en un retomo
a los Padres de la Iglesia. El inglés, que había entrado en la Iglesia romana tras un largo camino espiritual, percibe
todas las dimensiones de la catolicidad. Para las mentes de su tiempo escribe una Gramática del asentimiento, explica
la Tradición por medio de un desarrollo, casi una desenvoltura de la doctrina, y, por último, asume la subjetividad de la
experiencia religiosa que le hace tan moderno.

Pero conviene hacer mención de ese gran texto del Vaticano I que fue la Dei Filius, Constitución dogmática que
recuerda el camino clásico entre el exceso de razón y el puro recurso a la fe. El Concilio, inacabado además,
respondiendo a las querellas de comienzos del siglo, no puede hacerse eco de los problemas que planteará el
modernismo y que expresan, de manera aguda, la revolución intelectual del siglo XIX en un mundo nuevo. Este mundo,
en efecto, se ha modificado considerablemente, en razón de los descubrimientos de la ciencia y de los progresos
técnicos.

LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL
Ésta, que comienza en fechas diferentes a partir de Inglaterra, se extiende de manera progresiva a toda Europa y luego
a América del Norte: sus símbolos son el ferrocarril y la electricidad; su divisa: el progreso; sus expresiones sociales o

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casi religiosas: el sansimonismo y el positivismo. Pero los resultados inmediatos son la pauperización y el nacimiento de
una clase obrera proveniente del éxodo rural hacia la máquina y la gran ciudad. No se puede decir que la Iglesia
«perdió a la clase obrera» en la primera mitad del siglo: el fenómeno del alejamiento decisivo con respecto al
cristianismo es más tardío.

Por otra parte, las respuestas católicas a la pauperización fueron tan rápidas como limitadas, y provenían la mayoría de
las veces de medios conservadores y nostálgicos del antiguo orden económico y político. Los alivios de. la miseria, que
se concentran en la candad y en la limosna, con un respeto a las situaciones adquiridas y consideradas como queridas
por la Providencia, fueron reales y asumidos con una gran generosidad: citemos en Francia a la célebre Sor Rosalía y
Ozanam. Hubo también el desvelo y al abnegación de las congregaciones dedicadas a las obras de caridad y a la
enseñanza, especialmente femeninas, que se multiplican en todo el mundo: así la fundación de los salesianos en 1859
por san Juan Bosco (1815-1888). Entre 1830 y 1850 los obispos se preocuparon un poco por todas partes de la
situación social y de la degeneración moral.

Del obispo de Maguncia, Wilhelm Emmanuel von Ketteler (1811-1877), proviene una reflexión más elaborada, basada
además en la experiencia pastoral e incluso política. Esta reflexión inspiró las primeras líneas de la doctrina social de la
Iglesia tal como salió de los movimientos provenientes de toda Europa, que se reunieron particularmente en la Unión de
Friburgo, en tomo al cardenal Mennillod. León XIII le dio forma solemne el año 1891 en la Rerun Novarum. La cuestión
sindical ocupaba un amplio espacio en los debates, y la sombra del «socialismo», término aclimatado por ciertos
utopistas cristianos, aunque todavía considerado como peligroso, se perfilaba también. Nacen en Alemania una serie de
organizaciones sociales inspiradas por el cristianismo, primicias de los sindicatos cristianos.

LA REVOLUCIÓN GEOGRÁFICA
Las exploraciones se multiplican durante la segunda mitad del siglo XIX. Esto permite la colonización de África, cuyas
zonas de influencia se reparten en el Congreso de Berlín (1885). Esta ocupación política y económica se duplica por
medio de una evangelización protestante y católica de una envergadura sin precedentes. También aquí se multiplican
las congregaciones misioneras, tanto más numerosas, activas y vivas por el hecho de que la política de oposición, o
incluso de vejaciones, puesta en práctica los gobiernos anticlericales de fines de siglo, frenan las iniciativas religiosas en
la misma Europa. A comienzos del siglo, en Lyón, Pauline Jaricot con su sencillísima idea de organizar una colecta de
fondos, por lo demás muy modestos, para «la Propagación de la fe», permite al pueblo católico asociarse a las grandes
aventuras misioneras.

Educación, asistencia hospitalaria e inserción social acompañan a la evangelización. La Iglesia pone a punto un sistema
de desarrollo institucional de las cristiandades locales desde la misión apostólica, primero, y los vicariatos, a
continuación hasta la creación de nuevas y, por lo general, inmensas diócesis, teniendo en cuenta las rivalidades
nacionales y las susceptibilidades entre las congregaciones. A un nivel más global, el cardenal Lavigerie, arzobispo de
Argel, fundador de los Padres blancos y de las Hermanas blancas, se desvive por hacer abolir la esclavitud de los
negros bajo la dominación musulmana en África. La centralización romana permitió desde Gregorio XV], antiguo
prefecto de la Propagación de la fe, unificar el pensamiento y la práctica de la misión, que es, a pesar de los límites
debidos a la mentalidad de la época, la más fecunda y pro-metedora de las acciones de la Iglesia en el siglo XIX.

La epopeya misionera ha movilizado energías notables, heroísmos que llegan hasta el martirio (como en Uganda el año
1882), y ha hecho participar al mismo tiempo mediante sus dones a los cristianos europeos motivando su interés. Mas,
al margen de este audaz movimiento, las actitudes de la Iglesia frente a las revoluciones, examinadas con una mirada
superficial, parecen decepcionantes o en todo caso frioleras, con la excepción de algunas voces solitarias. No se puede
negar que, aunque no sin razones comprensibles, la Iglesia está más bien a la defensiva en el siglo XIX, y busca más
resucitar un pasado idealizado, que en arte da lugar al neo-gótico y luego al neo-románico, en armonía con el gusto
medieval, que conquista todas las formas de la cultura, de la literatura a la música, de Waller Scott a Wagner.

Pero no se puede silenciar la calladísima masa de generosidades, no sólo en las misiones, sino en la vida religiosa y en
el compromiso de los laicos. Se constata en toda Europa una renovación de la enseñanza católica, a partir de una

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libertad dura y lentamente adquirida. Al comienzo, en Francia y en Bélgica, esta renovación afecta sólo a la enseñanza
secundaria, después, y a imagen de Alemania, se llega a una enseñanza «libre» de nivel universitario.

La respuesta de la Iglesia en el siglo XIX no está, en primer lugar, en sus textos o en sus tenores, sino más bien en
aquéllos a quienes reconoció muy pronto a través de la pobreza de su condición o de su expresión: el cura de Ars,
Jean-Marie Vianney (+1859), ese sacerdote de una humildad que confunde, hacia quien afluyen las masas para
confesarse; Bemadette Soubirous, la pastora de Lourdes a quien la Virgen, cuya Inmaculada Concepción acababa de
proclamarse (1853), se dirige en un dialecto pirenaico el año 1858; o, a finales de siglo, Teresa Martín del Niño Jesús y
de la Santa Faz (+1897), que con un estilo considerado hoy un tanto melifluo, brindó a la Iglesia una doctrina lo bastante
robusta como para ser declarada, a continuación, patrona de las misiones y reconocida por todo el siglo XX.

XII.- BIBLIOGRAFÍA
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Le Christ romantique, Genève, 1973.
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francesa: Paris, 1992). Giacomo Martina, La Iglesia de Lutero a nuestros di'as, Cristiandad, Madrid, 1974. Bernard
Plongeron, Conscience religieuse en Révolution, Paris, 1969.

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Antonio Rosmini-Serbati, Delle cinque piaghe della Santa Chiesa, C. Riva, Roma, 1967 (trad, catalana: Les cine plagues
de la Santa Esglesia, Enc. Catalana. 1990). Lucienne Portier, Antonio Rosmini, Paris. 1991.
John Henry Newman, Apologia pro vita sua, London, 1865. (trad, espanola: BAC, Madrid, 1977).
Idem.. Sermons preached before the University of Oxford, Oxford. 1843 (hay trad, francesa: Paris, 1955).

XII. LA IGLESIA Y EL DESAFÍO DE LAS IDEOLOGÍAS

El final del siglo XIX y el XX están marcados por las ideologías, que a menudo tienen su fuente en el período
precedente, como ocurre con el marxismo. La Iglesia se encontró, para luchar contra ellas, en posición de debilidad y en
un aislamiento vivido a menudo como un verdadero estado de sitio.

DE LA IGLESIA ASEDIADA A LA IGLESIA AISLADA


A. LAS PRUEBAS
Tras la proclamación de la infalibilidad del magisterio del Papa cuando se pronuncia ex cathedra, por el concilio
Vaticano I, la reacción de los gobiernos europeos, tal como había previsto la minoría conciliar, fue muy negativa. Se fin-
gió creer, un poco por todas partes, que las relaciones entre la Iglesia y los Estados habían cambiado de manera
substancial y que los obispos nacionales se convertían, en cierto modo, en funcionarios de un gobierno extranjero. Lo
que era tanto más paradójico, dado que este mismo gobierno pontificio acababa de ser privado, por la fuerza, de su
territorio con la toma de Roma, cuando las tropas italianas forzaron la Porta Pia el 20 de septiembre de 1870.

Los veinte años que siguieron al Vaticano I representaron una prueba para los católicos en muchos países. Esta
campaña anticatólica ha tomado en la historia el nombre de su versión alemana: Kulturkampf, pero la encontramos
también en otros lugares bajo otras formas. En el nuevo Imperio alemán, edificado sobre las cenizas del Segundo
Imperio francés y sobre la derrota austríaca, el canciller Bismarck impone a la Iglesia católica, por medio de las «leyes
de Mayo» (1873), un control administrativo y universitario con el pretexto de poner remedio a la falta de «cultura» del
clero. En Suiza, la puesta en práctica de una política deliberada por parte de las autoridades federales y cantonales
favorece el cisma de los «viejos católicos», que, bajo la influencia de Ignace von Dóllinger (+1890), rechazaban el

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concilio Vaticano I. Se introdujeron, en la Constitución de 1874, una serie de «artículos de excepción» contra los jesuitas
y contra los conventos.

Fueron asimismo las congregaciones religiosas y, después, la enseñanza religiosa las que pagaron el anticlericalismo,
que se había vuelto oficial en Francia a partir de los años 1877-1879, años de la derrota de los detentores del «orden
moral». Al tiempo que el papa León XIII interviene desde 1890 en favor de una adhesión de, los católicos a la
legitimidad de la República, se endurece el conflicto con el asunto Dreyfus (1894-1898), verdadera guerra civil de
opiniones, donde los católicos, siguiendo al ejército y a los asuncionistas del periódico «La Croix», están convencidos de
la traición en favor de Alemania de ese capitán judío, rehabilitado a renglón seguido. A partir de ahí era inevitable que se
produjera una separación entre la Iglesia y el Estado: en 1905 se impuso a la Iglesia católica la abolición del Concordato
y Pío X rehusó la solución legal propuesta por el gobierno Combes, cuya política endureció aún más la agresividad de la
laicidad a la francesa y tomó una forma odiosa para los creyentes, a través de los «inventarios» de los bienes
eclesiásticos nacionalizados.

En Italia el papa Pío IX había rechazado también la ley de garantías ofrecida por el gobierno tras la anexión, ratificada
por plebiscito, de los Estados pontificios, y se consideraba ahora como «prisionero» en su palacio del Vaticano.

Sin embargo, el final del siglo XIX conoce algo así como una súbita reacción en virtud de iniciativas procedentes de
Roma. El papa León XIII ha alentado una verdadera renovación intelectual en el seno del catolicismo, perceptible ya
desde mediados del siglo XIX. Tras la refundación de Lovaina en 1834, algunas Universidades se apoyan
explícitamente en el catolicismo. Éste fue el caso de Dublín en 1854 cuando John Herrry Newman quiso encamar su
«idea de Universidad». A finales de siglo se crearon una serie de instituciones, como el Instituto Católico de París,
destinadas a reemplazar las controladas por el Estado. Por el contrario, en Friburgo (Suiza), la Universidad fundada en
1891 se apoyaba en una voluntad explícita de los católicos suizos, puesta en práctica por laicos comprometidos en
política. El retorno preconizado por León XIII a las fuentes de la teología medieval, y sobre todo a santo Tomás,
engendra una renovación en los medios intelectuales católicos, que se muestran sensibles asimismo a los problemas
modernos planteados por la ciencia. Los sabios católicos se reúnen en Congresos internacionales, pronto interrumpidos
por la crisis modernista.

En efecto, la impresión de estar asediado por enemigos desde el exterior va a duplicarse, bajo el pontificado de san Pío
X, con la amenaza proveniente desde el interior, un peligro tanto más grave y más engañoso puesto que parece atacar
a la fe en sí misma. El modernismo, como sucede a menudo, es un término forjado por aquellos que se le oponían y que
los mismos acusados acabaron por emplear. Su característica es no tener apenas definición, pues se trata más bien de
una tendencia, de un clima, de una opción elegida en lo tocante a materias en que se encuentran la tradición de la fe y
la modernidad. Sería modernista, siguiendo una célebre definición, aquel que, en caso de conflicto, estuviera dispuesto
a abandonar, a retocar o, en todo caso, a adaptar el dato tradicional o su expresión consagrada.

A comienzos del siglo XX el modernismo se concentra en ciertos campos y en ciertos países como Francia, Inglaterra e
Italia. Su acta de nacimiento tiene que ser buscada del lado de la crítica bíblica con las interpretaciones de Alfred Loisy
(+1940), divulgadas en 1902 en su libro L'Evangile et l'Eglise. Pero hubo también otras áreas tocadas igualmente por
los problemas de la interpretación: así la mística estudiada por el jesuíta inglés Tyrrell (+1909), con su corolario de la
historia de las religiones, en la que se interesa el barón Fiiedrich von Hügel (f 1925), que hace un tanto de coordinador
internacional y de apoyo de los modernistas.

En Italia el movimiento tomó una forma más práctica, más comprometida, con Romolo Murri (+1944) por ejemplo, pero
adoptó una forma similar con «Le Sillón» de Marc Sangmer (+1950) en Francia. Este movimiento quería reconciliar la
Iglesia con la democracia, y edificar una «ciudad nueva». Mientras se ocupó de educación popular, fue tolerado, pero su
compromiso político a partir de 1906 le valió caer en sospecha por parte de los obispos franceses y divisiones internas
en el movimiento.

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En 1907 aparecen dos textos de la Santa Sede -el decreto Lamentabili y más tarde, el 8 de septiembre, la encíclica
Pascendi- donde se denuncian una serie de posiciones en las que Loisy ve únicamente una reconstrucción artificial y
carente de realidad de un sistema, que Pío X llamaba precisamente modernista. De aquí se siguieron una serie de
excomuniones (Loisy y Tyrrell entre otros), pero también un gran clima de sospecha, que envenenó el ambiente eclesial
hasta la primera guerra mundial. Antes y después de la condenación formal, fueron muchos los sabios católicos
sometidos a la prueba de la desconfianza y de la sospecha sobre su ortodoxia. Éste fue el caso del padre Lagrange,
dominico fundador de la Escuela bíblica de Jerusalén, o de mons. Duchesne, historiador de los primeros siglos de la
Iglesia. Se condenó también a pensadores de gran valor como el padre Laberthonniére (t 1932), del Oratorio, acusado
de reducir la revelación a la experiencia religiosa, y también a laicos como Edouard Le Roy (+1954), que reflexionaba en
1905 sobre «¿Qué es un dogma?», o incluso al filósofo Maurice Blondel (+1949), tomado como sospechoso de
inmanentismo (su libro «La Acción» fue escrito en 1893). En 1901 fue condenado el «Sillón» por haber mantenido una
confusión entre cristianismo y democracia y haber tenido una falsa concepción de la autoridad y de la libertad. Marc
Sangnier se sometió enseguida y prosiguió su compromiso político a título privado. Poco antes algunos laicos franceses
habían creado las «Semanas sociales» y los jesuitas «la Acción Popular» para relanzar el catolicismo social
desmarcándolo del modernismo.

En 1910 se creó también un juramento «anti-modernista» para todo el clero. Sabemos ahora que un reducido grupo de
católicos intransigentes reunidos en tomo a mons Benigni, que ocupó durante cierto tiempo un puesto importante en la
curia romana, emprendió la detección de los peligros modernistas. «La Sapinière», mediante su red de personas y de
publicaciones, consiguió crear un clima detestable de delaciones y de miedo, hasta tal punto que se ha llegado a decir
que habría que hablar más bien de crisis «antimodernista».

Eso no quiere decir que el peligro de desintegración de la fe católica fuera una pura ilusión: en todo caso podemos decir
que toda una generación de sacerdotes y de laicos estuvo marcada por la confrontación con un mundo moderno,
aparentemente cada vez más extraño al cristianismo o, al menos, a la ortodoxia religiosa. La literatura da testimonio de
ello: una novela contemporánea a esta crisis, El Santo, escrita por Fogazzaro en 1905, pinta retratos de reformadores
inspirados por las nuevas ideas. Una generación más tarde, Joseph Malègue con Augustin ou le Maître est là,
muestra el paso de la fe presa de la duda modernista a la fe reencontrada en la Iglesia.

Desde el final del siglo XIX hasta la guerra de 1914, se constata especialmente en Francia una extraordinaria floración
de autores llegados a la fe desde los más diversos horizontes. El epónimo, que tuvo una influencia personal más que
literaria, fue Léon Bloy (j 1917), que superó su desesperación mediante una mística del absoluto. Existe como una
genealogía de conversiones. Bloy, por ejemplo, atrae a la fe a Jacques Maritain (+1973), a su mujer Raïssa y a su
cuñada Vera, que eran judías, y ellos, a su vez, arrastran hacia el catolicismo a Emest Psichari (+1914), nieto de Renan.
G.K. Huysmans (1907) va desde el naturalismo al catolicismo y propone un «naturalismo espiritualista», defendiendo a
los impresionistas en pintura. Junto a él y a Bloy el pintor Georges Rouault (+1958), por su parte más bien
«expresionista», va a intentar traducir sobre la tela sus obsesiones místicas y su fe religiosa: él es ciertamente uno de
los artistas que mejor ha percibido la tragedia del hombre contemporáneo en la que, a pesar de todo, asoma una luz.

En 1886 vuelve Paul Claudel (+1955) a la fe católica. Sin interrumpir su carrera diplomática, construye una obra
gigantesca como poeta y dramaturgo cristiano, una de cuyas piezas esenciales es La Anunciación a María, de 1912, y
la Trilogía (1909-1916). En Inglaterra, el anglicano G.K. Chesterton (+1936) defiende «la ortodoxia» con humor y
excentricidad. En 1909 publica La Esfera y la Cruz, y se pasa al catolicismo en 1922. Pero el más inclasificable y
original de estos cristianos poetas fue Charles Péguy (+1914); primero fue socialista de tipo místico y volvió a la fe en
1908 proponiendo en unos cuantos años una poderosa meditación sobre la encamación y sobre la redención. Es
preciso admirar cómo, durante estos años de dificultades internas, en la Iglesia de Francia de modo particular, y también
en la tormenta anti modernista, en la que los clérigos parecen encontrarse en una situación de inestabilidad con
respecto a su siglo, la gracia eclesial encuentra el camino de espíritus geniales, libres y muy poco conformistas.

B. LAS RESPUESTAS

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La gran masa de los creyentes no se vio afectada por esta crisis interna, que concernía sobre todo a los intelectuales.
La Iglesia encontró en sí misma un dinamismo profundo, que le hizo inventar respuestas inéditas a nuevas necesidades,
pero sin abordar necesariamente de frente las cuestiones teológicas o filosóficas del modernismo. Se trató de un
movimiento profundo e incluso subterráneo que se consagró más bien a responder a las necesidades del momento.

Así, la llamada de las misiones fue oída por personas generosas de toda condición, tanto a título personal como
financiero. A finales del siglo XIX e incluso más adelante aparecen cada año fundaciones de congregaciones religiosas
femeninas o masculinas consagradas a la lejana misión. Daniel Comboni (+1881) y Charles Lavigerie (+1892) figuran
entre los más conocidos de estos pioneros. Todo sucede como si el exceso de energías de la Iglesia, al que no puede
dar libre salida en Europa, se derramara generosamente en la evangelización lejana y especialmente en África, cuya
exploración sistemática y posterior colonización se desarrollan en el último cuarto del siglo XIX, como simboliza el
Congreso de Berlín de 1885. A pesar del clima y de las enfermedades, que diezman a los primeros voluntarios, los
misioneros, no exentos de heroísmo, abnegación y de un increíble espíritu de sacrificio, edifican y bautizan, dan
asistencia sanitaria y enseñan. Naturalmente la evangelización se desarrolla con ocasión de la colonización, pero
también, al menos hasta 1918, en un contexto de malas relaciones entre la Iglesia y los Estados europeos, aunque las
cosas sean más flexibles en otras latitudes. El caso es que la misión católica no cuenta demasiado con el Estado
colonizador para llevar a cabo su tarea, a excepción del Congo, que durante cierto tiempo fue propiedad personal del
rey de los belgas. La dedicación misionera no tiene que ser interpretada como una especie de nacionalismo, aunque
necesariamente haya adoptado las formas sociológicas y mentales de la época, sino que proviene, en la mente de los
que le consagran la vida, de la necesidad de anunciar el Evangelio a las naciones.

Las misiones hacia Asia y hacia África parten de Europa. Durante ese tiempo los católicos de América del Norte y del
Sur intentan adaptarse a situaciones particulares. En América latina choca la Iglesia contra el anticlericalismo o contra la
influencia del positivismo y de la franc-masonería, como ocurre en México o Brasil. El cambio de siglo, con nuevas
oleadas inmigratorias, asiste a un reforzamiento de la conciencia eclesial y social del catolicismo. En 1899 se reúne el
primer Concilio plenario de los obispos latino-americanos. Sin embargo, es en Estados Unidos donde se puede
constatar el mayor esfuerzo de adaptación a una sociedad cuyos valores y criterios no han emanado del catolicismo
romano.

La Iglesia de los Estados Unidos, organizada desde muy pronto en jerarquía, debe hacer frente a masivas inmigraciones
de Irlanda, de Italia, de Alemania, de Polonia y de Ucrania, que crean culturas diversas en el interior de un melting pot,
aunque este concepto haya sido puesto ahora en cuestión. Intentando superar estas diferencias, que son también
divergencias, los católicos, depreciados primero por ciertas capas protestantes de la población, pretenden llevar a buen
puerto su integración nacional por la vía de la adaptación. Probablemente fue esta tendencia la que se hizo sospechosa
en Roma bajo el nombre de americanismo: se ponía el acento sobre la actividad cristiana y sobre los valores modernos
de democracia y de libertad de opinión, minimizando los de humildad y obediencia. León XIII puso en guardia contra
esta tendencia en 1899, pero en Estados Unidos se estimó que se trataba de una herejía «fantasma» y temieron que la
condenación cayera sobre todo el American way of Ufe. Los católicos, mediante la fundación de congregaciones
nacidas en los Estados Unidos, mediante la creación de Universidades típicamente americanas, intentaron integrarse
lentamente en la vida social y política. La derrota de Alfred Smith en la carrera por la presidencia de los Estados Unidos
en 1928, debida en gran parte a su catolicismo, puso de manifiesto que el objetivo todavía no estaba alcanzado.

El papado, desposeído de sus Estados, intenta aprovechar con suma habilidad las ocasiones que se le brindan para
afirmar su papel internacional. Así hizo León XHI, aceptando una función de mediación el año 1885 entre Alemania y
España en el litigio de las Islas Carolinas (Oceanía). El Papa fue en el mismo sentido y alentó también los esfuerzos
desarrollados por Lavigerie en su lucha contra la esclavitud en el África islámica, y también sus intentos, infructuosos
por otra parte, encaminados a participar en las conferencias internacionales relativas al continente africano.

Fue sobre todo Benedicto XV quien intentó desplegar una acción internacional de paz durante la primera guerra
mundial. Esta misión no se vio facilitada en absoluto por las potencias, especialmente a partir de 1915, cuando Italia,
uniéndose a la Entente franco-inglesa, puso como condición la exclusión de la Santa Sede de las futuras negociaciones.

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Sin embargo, el Papa, desgarrado por ver a los católicos exterminarse, e inquieto con la idea de una desaparición del
Imperio católico austro-húngaro, propuso un ambicioso plan de paz general, fechado el 1 de agosto de 1917 y
preparado por el nuncio de Munich, mons. Pacelli. La idea general consistía en solucionar el conflicto de una manera
honorable para todas las partes en litigio. De hecho, varias de sus disposiciones, como el arbitraje obligatorio para el
futuro, el desarme simultáneo y el principio de la libertad de los mares, serán examinados por los vencedores después
de la primera guerra mundial. Mas el plan fue voluntariamente ignorado o rechazado con amargura; éste fue el caso de
Francia, donde el gobierno y hasta la opinión católica reprochaban violentamente al Papa el no mencionar de manera
explícita la restitución de Alsacia-Lorena a la República francesa. No obstante, parece ser que la aceptación de este
plan hubiera evitado las carnicerías de los últimos meses de la guerra, el desmantelamiento del Impero austro-húngaro
y, sobre todo, la humillación de Alemania, que iba a engendrar unas consecuencias políticas y sociales tan terribles.

De esta suerte, cuando en 1919 se abre un nuevo período, el papado no es ciertamente escuchado de manera oficial o
reconocido internacionalmente, pero ha sabido hacerse oír en materia social, por ejemplo. Desde la encíclica Rerun
Novarum del 15 de mayo de 1891, sobre la condición de los obreros, que goza de una fama extrema en razón misma
del acercamiento al mundo moderno que León XIII realiza en ella, la enseñanza social de la Iglesia tiene su carta
magna. El Papa recuerda en ella la importancia del trabajo manual que era preciso revalorizar a los ojos de las otras
clases sociales.

Tras la guerra los católicos han superado un cierto complejo de inferioridad intelectual, pero sobre todo, de una manera
paradójica y dolorosa, supieron pagar cara su reintegración social y nacional en los diferentes países en guerra,
mediante su participación activa en las batallas de las trincheras y en las pruebas padecidas por la población civil. El
grito anticlerical en Francia: «que los curas carguen con el macuto», que conduce a la incorporación de los sacerdotes
al servicio militar, va a revelarse como el medio más directo para llevar a cabo una comprensión humana e incluso
espiritual entre laicos y clérigos.

DE LA IGLESIA AISLADA A LA IGLESIA REFORZADA


También durante los años que siguen a la primera guerra mundial, que vieron asimismo cómo Rusia caía en un régimen
marxista y arrastraba con ella al inmenso Imperio zarista, asistimos, si no a una reconciliación, sí al menos a muchos
acomodamientos entre la Iglesia católica y los Estados. Es un tiempo para la negociación de nuevos concordatos, o
para una interpretación menos inflexible de los términos de la separación, como ocurre en Francia. También debemos
situar en la línea de esta misma evolución la llegada a buen puerto de los esfuerzos del papa Pío XI encaminados a
solucionar la cuestión romana con el gobierno italiano conducido por Benito Mussolini: los acuerdos de Letrán de 1929,
que crean un Estado soberano en la Ciudad del Vaticano y proporcionan a la Santa Sede la base temporal que estima
indispensable para llevar a cabo su acción.

A. EL CONFLICTO DE LAS IDEOLOGÍAS


La lucha entre la Iglesia católica y los poderes políticos no va a cesar por ello, pero en lo sucesivo se sitúa a un nivel
más general, que supera el simple anticlericalismo del siglo XIX. Las ideologías antagonistas inflaman el mundo en una
segunda guerra general y lo solidifican después en dos o tres bloques irreductibles.

La Iglesia afirma entre 1919 y 1945 la primacía de lo espiritual, retomando una expresión de Jacques Maritain, frente a
todas las ideologías, que en su mayoría pretenderán o bien combatirla, o bien, lo que es peor, anexionársela. A este
respecto resultó ejemplar y premonitoria la condenación, el año 1926 del periódico y de las ideas de la Action française,
dirigida por Charles Maurras. No fue en absoluto la opción monárquica del movimiento la que se ponía en causa, sino la
filosofía neo-pagana que le acompañaba. Al tiempo que Pío X se preparaba, ya antes de la primera guerra mundial, a
denunciar este espíritu, que seducía a ciertos católicos, Pío XI se levanta contra una visión que convertía a la Iglesia en
la simple depositaría de los valores de jerarquía y de civilización, rechazando su mensaje transcendente. Aunque este
fenómeno se limita sobre todo al contexto francés, podemos decir, no obstante, que de esta condenación data la
polarización del catolicismo en dos diferentes corrientes, que ya estaban presentes con anterioridad: una que se

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muestra intransigente tanto en política como en materia doctrinal, tachada de integrismo y la otra liberal y tachada de
progresismo.

A lo largo de todo este período, y con una mayor o menor vehemencia según los peligros -que no fueron únicamente
espirituales- que acechaban, la Iglesia denuncia la idolatría de valores, algunos hasta justos y buenos como la patria o
la nación, y otros inaceptables para ella como la raza o la lucha de clases. Sucesivamente irán siendo condenados: el
fascismo italiano en 1931 (por la encíclica Non abbiatno bisogno), en 1937 el nacional-socialismo alemán (Mit
brennender Sorge), y unos cuantos días más larde el marxismo ateo (Divini Redemptoris).

Los años trágicos comienzan con la terrible guerra civil española de 1936-1939, donde parece estar en juego la anexión
de la católica España por la ideología marxista. La República española, legítima según el derecho, cae en la trampa de
iniciar una salvaje persecución religiosa, lo que hace caer a! catolicismo oficial, y en particular a la jerarquía, en el bando
de los nacionales, que parecen defender la patria y la religión. Ningún otro conflicto ha dividido tanto a la opinión católica
en los países europeos democráticos. Los novelistas Mauriac (t 1970) y Bernanos (| 1948) no vacilan en denunciar las
atrocidades cometidas por las tropas de Franco y subrayan la amalgama realizada entre el nacionalismo y el
catolicismo.

Los años comprendidos entre 1925 y 1930 contemplan una renovación del interés mostrado por los escritores y los
artistas por la Iglesia. El medio filosófico y literario reunido en lomo a los Maritain en Meudon ejerce una influencia
notable. En 1925 la novelista noruega Sigrid Undset (+1949) se une a la pequeña comunidad católica sobre la que
irradia la gloria de su premio Nobel de Literatura en 1928. El arte sagrado no conoce un impulso semejante, aunque
haya intentos de renovación en el campo de la arquitectura. Antonio Gaudí, que murió el año 1926 dejando inacabada la
célebre y extraña Iglesia de la Sagrada Familia de Barcelona, comenzada en 1883, no es representativo. Sin embargo,
el año 1935 los dominicos fundan en París la revista Art Sacre, que dará sus frutos después de la segunda guerra
mundial. Los benedictinos de Solesmes vueltos del exilio en 1922, prosiguen su obra de restauración del canto
gregoriano, a pesar de la muerte de Dom Joseph Pothier (+1923).

La Iglesia había creído mostrar la vía de una verdadera jerarquía de valores y de la construcción del Reino de Dios
mediante la invitación al reconocimiento de la Realeza de Cristo. El papa Pío XI instituye la fiesta de Cristo Rey del uni-
verso en 1925 con la encíclica Quas Primas. Sin embargo, de esta Realeza espiritual se desprenden unos deberes
para la marcha de la Ciudad y de la sociedad nacional e internacional.

Desde esta perspectiva teológica hay que entender el apoyo brindado por Pío XI a la Acción católica, a la que son
invitados los laicos en la Iglesia. Ha ido revistiendo diferentes formas según las épocas y según los países. El contenido
de su «mandato» o su colaboración en el apostolado de la Iglesia, así como sus relaciones con la jerarquía, han variado
también. La Acción católica «general» se divide en ramas para hombres, mujeres, chicos jóvenes y chicas jóvenes. Así
es como se organiza la Acción católica italiana en 1923 y el modelo es seguido en otras partes.
Pero, después de la segunda guerra mundial, la Acción católica se especializará también en «medios» obreros, rurales
y, a continuación, en profesiones liberales. Fue el padre Joseph Cardijn (+1967), vicario en un barrio popular de las
afueras de Bruselas, quien tuvo la intuición de formar una «Juventud obrera cristiana» (JOC) y la organizó a partir de
1924. Su impacto inicial fue muy fuerte. En Francia el movimiento nació en 1927 y desde este tiempo data el aliento del
papa Pío XI para que estos jóvenes se consagren como laicos «a hacer de nuevo cristianos» a sus hermanos obreros,
como dice su canto favorito.

A pesar de sus defectos, de su vocabulario sucinto, de su militantismo y de las crisis que atraviesa después de 1950 la
Acción Católica dará frutos notables de generosidad, de entusiasmo y hasta de heroísmo.

El magisterio pontificio prosigue por su parte su obra de reflexión social, aunque la Quadragesimo anno, escrita en
1931 para celebrar el cuarenta aniversario de la Rerum Novarum, parece dar prioridad a un modelo corporativista que,
por otra parte, inspirará a renglón seguido a los regímenes conservadores de España y de Portugal; este modelo confía
la reevangelización de los «medios» a los cristianos que trabajan en ellos y son como una levadura en la masa.

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La segunda guerra mundial emprendida por el régimen nazi alemán contra las democracias europeas, ya frágiles por
esencia y entregadas a los conflictos entre los partidos, luego contra la Rusia soviética, y que implica, finalmente, a la
próspera nación de los Estados Unidos, va a situar a la Iglesia en una serie de dilemas. Debe instruir en la verdad a sus
hijos, como lo ha hecho de manera continuada, pero debe también protegerlos, en los momentos del peligro, de las
privaciones y de unas pruebas dolorosas como nunca lo habían sido, en una época que dispone de una técnica militar
despiadada.

Tras la guerra, se ha reprochado al papa Pío XII el silencio del «Vicario» a propósito de las exterminaciones masivas de
judíos, que habían permanecido ignoradas por la opinión pública. El Papa se había explicado ya claramente desde 1943
en el sentido de que había renunciado a una denuncia pública para evitar las represalias, que se abatirían sobre los
católicos alemanes o de otros países ocupados por el régimen hitleriano. Pero las voces individuales no hicieron sino
tomar más fuerza y nosotros las admiramos tanto más: la voz de prelados como mons. von Galen, obispo de Münster,
en sus sermones del año 1941, la de mons. Saliége, arzobispo de Toulouse, el año 1942 en la Francia ocupada, y
también la de una serie de mártires casi anónimos como el austríaco Jagerstatter, el jovencísimo «jocista» francés
Marcel Callo, la carmelita solidaria con su pueblo judío Edith Stein, o el franciscano polaco Maximiliano Kolbe, que
coronó toda una vida consagrada a una piedad impregnada de teología mariana con un sacrificio de sustitución en
Auschwitz.

Ante tantos inocentes perseguidos, la pintura sagrada de Georges Rouault (+1958), que desde los años 1930 multiplica
los temas religiosos o bíblicos, se presenta como premonitoria de un Cristo con los miembros trágicamente desar-
ticulados, en el que debemos adivinar la resurrección a través del esplendor de los colores. El mundo y la Iglesia salen
conmocionados de esa temblé prueba que termina con la bomba de Hiroshima, pero también con la revelación de los
campos de exterminio, de las traiciones y de las colaboraciones, que, con frecuencia, se pagan por medio de
depuraciones, cuando no con verdaderas guerras civiles que se emprenden para saldar cuentas pendientes.

Europa queda remodelada, pero pronto aparecen dos bloques levantados el uno contra el otro. Uno que se pretende
libre y se esfuerza por reconstruir las minas y vendar sus llagas: está animado por los Estados Unidos, que no han co-
nocido la ocupación enemiga, y que pusieron todo su peso en la balanza para conseguir la victoria. El otro reagrupa a la
Unión Soviética, que se beneficia del aura de la resistencia a los nazis para anexionarse un Imperio en la Europa
oriental. Ambos campos se entregan a una lucha ahora mundial, a través de una «guerra fría» que se resuelve
paradójicamente mediante un «equilibrio del terror» nuclear. Algunos países no alineados manifiestan el surgimiento de
un Tercer mundo, preocupado especialmente por el desarrollo y por las reivindicaciones de independencia nacional.

Por no querer ni poder apoyarse sobre medios comprometidos por su colaboración con el enemigo, la Iglesia, y
particularmente el papado bajo el reinado de Pío XII, recién acabada la guerra, opta por promover, en los países
tradicional-mente cristianos o incluso católicos, la «democracia cristiana». Los resistentes de la primera hora, que fueron
Alcide de Gasperi en Italia, Konrad Adenauer en Alemania, o Roben Schuman en Francia, se unen para fundar un
movimiento de ideas, que llega pronto a la conclusión de que únicamente la organización de una Europa destinada a
unirse progresivamente permite ver el futuro con esperanza. Estos partidos de etiqueta confesional, lo mismo que los
nuevos sindicatos cristianos, son alentados por la Santa Sede, cuya vigilancia se inquieta con el nuevo «opio de los
intelectuales», denunciado por Raymond Aron y también por intelectuales cristianos, como el jesuita francés Gastón
Fessard. Estos ponen en guardia contra un marxismo teórico que seduce a algunos cristianos invitados por ciertos
partidos comunistas a convertirse en «compañeros de camino» de la lucha contra el capitalismo y el imperialismo: ésta
fue la política de «la mano tendida».

Evidentemente es en este contexto donde debemos juzgar la condenación de determinados aspectos de la experiencia
de los sacerdotes-obreros, iniciada en Francia con la generosidad de los años difíciles de la guerra por la «Misión de
Francia». En 1954, y para evitar las infiltraciones marxistas, se pusieron unas condiciones muy estrictas al trabajo de los
sacerdotes en las fábricas, especialmente la prohibición de adherirse a todo partido político y a todo sindicato. La
solidaridad con sus compañeros de trabajo triunfó a veces sobre la comunión con la Iglesia. Pero, pronto, en 1956, el

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golpe teatral del informe mediante el que Kruschev denunciaba las abominaciones del régimen de Stalin, así como la
invasión de Hungría por las tropas soviéticas, empezó a dar otra imagen de la Unión Soviética y del marxismo-
leninismo. Muy pronto se hizo patente que el telón de acero no se había levantado y que se acentuaba el
endurecimiento contra las Iglesia en la Unión Soviética y en sus satélites.

La Iglesia ha recobrado un cierto arraigo social que se ha reforzado mostrando su dinamismo apostólico, pero es
ignorada a menudo por la opinión, a pesar del surgimiento de nuevas congregaciones y del prestigio de la palabra
pontificia. Pío XII gobierna y centraliza la Iglesia en plan de aristócrata del pensamiento y en plan místico. Apenas hay
tema sobre el que este Papa no se haya pronunciado, por lo general de una manera muy cuidadosa y matizada en
sectores en que anticipa la reflexión del Vaticano II, por ejemplo en las directivas sobre moral social o sobre la libertad
religiosa, en el transcurso de sus innumerables audiencias. Enseña también a la Iglesia por medio de encíclicas como la
Humani generis en 1950: este año jubilar, durante el que fue proclamado el dogma de la Asunción de la Virgen María,
marca el final de los preparativos de un posible Concilio, dado el alto índice en que la enseñanza extraordinaria y
ordinaria de Pío XII parece haber solucionado los problemas más urgentes en el campo de la teología y de la piedad
católicas.

Sin embargo, existe toda una serie de corrientes, a menudo a plena luz y a veces más subterráneas, de clérigos y de
laicos que reflexionan sobre un retomo a las fuentes, en particular a los Padres de la Iglesia, pero también a la Biblia.
Existe un movimiento teológico -perceptible ya desde antes de la guerra por medio de obras como Cristianos desunidos
(1937) del padre Congar o Catolicismo del padre de Lubac (1938), o incluso por la síntesis de teología espiritual que re-
presenta El Señor (1937) de Romano Guardini que con Ene Przywara (+1972) fueron los precursores- que se ramifica
en las diversas disciplinas. Aparece a la luz sobre todo en las investigaciones bíblicas que conducen, tras los descubri-
mientos de Qumrán en 1947, a una renovación de las perspectivas. A partir de 1948 aparece la Biblia de Jerusalén en
francés, siendo traducida a continuación a otras lenguas (la edición española data de 1967). Autores como los padres
Daniélou y Mondésert en la patrística, los padres Chenu y Congar en Francia, Hugo Rahner y Joseph Lorlz en
Alemania, Roger Aubert en Bélgica, en lo referente a la historia de la teología y de las instituciones, Karl Rahner y Henri
de Lubac en la teología más especulativa, exploran o reexploran la tradición católica u oriental y la confrontan con las
corrientes más modernas o contemporáneas.

Hay dos voces un poco más excepcionales que se hacen oír en Suiza: el padre Charles Joumet (+1975), fundador de la
revista Nova el Velera en 1925, se hizo célebre en la resistencia espintual al totalitarismo, publica, a partir de 1941, La
Iglesia del Verbo encamado, colocada bajo la invocación de santa Catalina de Siena. Su acercamiento a santo Tomás
de Aquino, por encima de la influencia del padre Garrigou-Lagrange (+1964), se aproxima al de un Maritain. El otro gran
nombre es el de Hans Urs von Balthasar (+1988), que, con el padre de Lubac (+1991), propone una nueva manera,
profundamente anclada en la Tradición, de hacer teología en Occidente. Marcado por las intuiciones místicas de
Adnana von Speyer (+1967), Balthasar, que abandonó la Compañía de Jesús en 1950 para fundar la Comunidad de
San Juan, ha edificado una obra monumental a partir de 1937. Esta obra será como recapitulada a partir del primer vo-
lumen de La Gloria y la Cruz (Herrlichkeit) el año 1961, donde son confrontados todos los grandes pensamientos de la
cultura europea con el dogma católico.

Con José Andrés Jungmann, de la Universidad de Innsbruck, la historia de la liturgia renueva sus métodos y prepara,
mediante el estudio de las fuentes, una renovación que constituirá la cara más visible y también la más contestada de la
obra del Vaticano II. La reinstitución de la Vigilia pascual por Pío XII en 1951 constituyó ya un primer paso en este
sentido.

Estos mismos pensadores son los que se preocupan por mantener un diálogo con los otros cristianos y se esfuerzan
para que la Iglesia católica no se cercene de los esfuerzos desarrollados en favor de la unidad que se manifiestan en el
protestantismo. La Curia romana se inquieta con sus audacias y un determinado número de teólogos son, si no
condenados sí, al menos, exiliados y en algunas ocasiones se les prohíbe enseñar, siguiendo las huellas de la
prohibición de proseguir la experiencia de los sacerdotes-obreros. Mas el caso más interesante es el de las
publicaciones póstumas del padre Pierre Teilhard de Chardin (+1955). Éste, un jesuita cuya competencia científica

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como geólogo y paleontólogo son reconocidas mundialmente, muy preocupado por el divorcio entre la ciencia y la fe,
intenta acercarlas en escritos originales como El medio divino (1926-1940) o El fenómeno humano (1938-1940) que no
obtienen el Imprimátur. Se difundieron primero en hojas multicopiadas y fueron publicados después de su muerte
conociendo un éxito notable, revelador de la expectativa de un público seducido por la idea de una espiritualización
progresiva de la materia. Se evitó que su obra fuera colocada en el índice, más el Santo Oficio detectó en ella
«ambigüedades y errores graves». Sin embargo todo el trabajo de los teólogos de la generación comprendida entre
1945 y 1960, que maduró en un proceso largo y doloroso, encontrará sus frutos tardíos.

A la muerte de Pío XII el año 1958, el papa Juan XXIII, al que se consideraba como de «transición», podrá apoyarse
sobre toda una corriente que ha trabajado, reflexionado, experimentado y esperado sobre todo para que prevaleciera
una visión de la Iglesia que él consideraba más amplia y más profunda.

B. EL CONCILIO VATICANO I I .
El anuncio de la reunión de un Concilio «ecuménico», el primero después del Vaticano I, interrumpido en 1870, fue
llevado a cabo con mucha rapidez por Juan XXIII después de su elección. Ya desde enero de 1959 piensa en él, al
mismo tiempo que en la celebración de un sínodo para su diócesis de Roma. El papa Roncalli es un diplomático, un
pastor, pero también y profundamente un historiador: conoce la relatividad de ciertas teologías y prácticas eclesiales
tenidas por permanentes y pretende volver a las grandes constantes que la vida de la Iglesia encuentra en la meditación
del Evangelio: la reforma continua, la reunión de Concilios, el papel del Papa que no contradice al de los obispos, la im-
portancia de la Biblia y de la teología patrística, incluida la oriental.

El anuncio de que se iba a invitar a comunidades cristianas no católicas causó gran sorpresa en aquel tiempo. La
preparación del «Vaticano II» comenzó en junio de 1959. La bula de convocación («indicción») del Concilio, navidad de
1961, le asigna tres objetivos: la contribución de la Iglesia a los problemas del mundo; la renovación de las estructuras
de la Iglesia; la preparación de vías para la unidad de los cristianos. Juan XXIII subrayaba a menudo en sus discursos
que el Concilio debería ser más pastoral que dogmático. El Vaticano II se desarrolló en cuatro períodos, llamados a
menudo, de manera impropia, sesiones, término que designa de hecho las sesiones públicas de promulgación solemne
de los textos votados.

El primer período se desarrolla entre el 11 de octubre y el 8 de diciembre de 1962. Ya desde el primer día de
trabajo algunos obispos se niegan a ratificar el reparto previsto de los Padres conciliares en las comisiones. El Papa
acepta consultar a las conferencias episcopales nacionales. De este modo el Concilio quería manifestar que pretendía
conservar la iniciativa sin verla confiscada por el gobierno de la Curia romana. La primera votación significativa es la que
adopta las grandes líneas de la Constitución sobre la liturgia: 2162 votos a favor de 2215 (14 de noviembre de 1962).
Los textos sobre la Revelación y sobre la Iglesia encuentran más objeciones: se nota la existencia de una oposición
entre la Comisión doctrinal, responsable última de los proyectos, que habían sido preparados bajo la égida del cardenal
Ottaviani, y el nuevo secretariado para la unidad de los cristianos, presidido por el cardenal Bea.

El segundo período se sitúa después de la muerte de Juan XXIII y la elección de Pablo VI. Estos acontecimientos no
retrasaron más que unas cuantas semanas la nueva reunión, que tuvo lugar del 29 de septiembre al 4 de diciembre de
1963. Los métodos y la organización del Concilio fueron mejorados, gracias en particular a la creación de cuatro
moderadores, con lo que los Padres conciliares lograron concertarse más. La mayor parte de los deberes de este
período conciernen a! texto sobre la Iglesia: Lumen gentium, con el problema de la colegialidad de los obispos,
destinada a reequilibrar la eclesiología del Vaticano I, y la afirmación -prácticamente unánime- de que el episcopado es
un sacramento (30 de octubre de 1963). Se reinstituye el diaconado permanente. El último capítulo del documento trata
de la Virgen María, el Concilio había decidido no hacerlo en un texto separado. El problema de la «libertad religiosa»
comienza a dividir los espíritus y a inquietar a la «minoría».

El año 1964 se reúne Pablo VI con el patriarca Atenágoras de Constanlinopla y crea el Secretariado para las religiones
no cristianas, dos decisiones que tendrán sus repercusiones en los trabajos del Concilio. Este último reemprende las
larcas de su tercer período, que va del 14 de septiembre al 21 de noviembre de 1964. Fue éste el momento de la puesta

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a punto de algunos textos discutidos en los períodos precedentes: la Constitución sobre la Iglesia (Lumen gentium), a
la que Pablo VI anexa una nota que precisa la interpretación a dar a la colegialidad; el decreto sobre el ecumenismo y el
de las Iglesias orientales vinculadas a Roma. Los Padres conciliares comenzaron a discutir un Esquema XIII número
que llevó durante algún tiempo en la nomenclatura de los textos, y que se convertirá en la Gaudium et spes.

En 1965 Pablo VI crea un Secretariado para los no creyentes. El cuarto y último período tiene lugar entre el 14 de
septiembre y el 8 de diciembre de 1965. Tras haber anunciado un «sínodo de obispos», que se reuniría de manera
irregular, como instrumento de la colegialidad. Pablo VI reafirma el valor y la obligatoriedad del celibato eclesiástico en
la Iglesia latina. Fue entonces cuando el Concilio votó los documentos definitivos que constituyen su enseñanza. Entre
los más importantes citaremos la Constitución Dei Verbum sobre la Revelación, cuyo primer esquema data de 1961,
aunque no fue aprobado por el Papa y distribuido hasta julio de 1962; Dignitaris Humanae. «Declaración del Concilio»
sobre la libertad religiosa: y por último, Gaudium et spes. Estos dos últimos textos son promulgados la víspera de la
clausura del Concilio, en una sesión que contempla también el levantamiento recíproco de los anatemas de 1054 entre
la Iglesia latina y la Iglesia griega.

La experiencia única de la reunión conciliar del Vaticano II con sus 2500 obispos procedentes de todas las partes del
mundo, sus observadores no católicos, sus auditores laicos, hombres y mujeres, ha sido un acontecimiento determi-
nante de la historia de la Iglesia y del mundo en el siglo XX. Una parte de la oposición no desapareció después de la
clausura del Concilio. Mons. Lefebvre y sus partidarios rechazaron esencialmente, además de la reforma litúrgica
llevada a cabo por el Vaticano, la colegialidad y, sobre todo, la declaración sobre la libertad religiosa, en la que
denunciaron «el maridaje de la Iglesia con las ideas liberales», rechazo que desembocó en un cisma en el año 1988,
tras el encuentro mundial de las religiones en Asís a invitación de Juan Pablo II, prueba irrefutable para los «integristas»
del nuevo relativismo. Está claro que la Iglesia ha modificado pasablemente la idea que ella presentaba de sí misma
desde el concilio de Tiento. La visión de una «sociedad» calificada de «perfecta» ha sido reemplazada por una
eclesiología también tradicional, «de comunión». El ministerio de unidad y el magisterio del Papa no han sido eliminados
con ello. Mas es cierto que la atención dedicada a las religiones, el reconocimiento de los valores evangélicos y
cristianos presentes en el protestantismo, el acento puesto en la construcción del «mundo» y en el pleno desarrollo
humano daban un tono totalmente diferente a la Iglesia del post-concilio.

El período que ha seguido al Concilio ha estado marcado, efectivamente, por una crisis dramática para la Iglesia, pero
resulta difícil hacer responsable, de. La misma a la gran reunión de obispos católicos decidida por Juan XXIII. Hay quien
ha hablado de Iglesia sacudida (Emile Poulat): pero, ¿no resulta prematuro intentar separar las causas y los
componentes, que, por otra parte, son diferentes según los países? Algunos han hablado de «desviación», otros de
descubrimiento de un «espacio de libertad». Estas interpretaciones divergentes forman parte también de la historia de la
Iglesia contemporánea.

¿UNA IGLESIA SACUDIDA?


Desde un punto de vista estadístico, es verdad que, al menos en los países occidentales, la práctica religiosa ha
conocido un descenso muy claro tanto en las zonas rurales como en las ciudades. La crisis se ha manifestado mediante
el enrarecimiento de las vocaciones sacerdotales y religiosas y, sobre todo, mediante una salida masiva de hombres y
mujeres que habían entrado en el sacerdocio o en la vida consagrada. Sólo las crisis ocasionadas por acontecimientos
del tipo de la Reforma protestante o de la Revolución francesa habían engendrado un éxodo semejante. Los
interrogantes teológicos nacidos de la confrontación con las ciencias humanas, la influencia de pensadores protestantes
como Bultmann (+1976) jugaron también un cierto papel.

Sin embargo, en ese mismo tiempo y en los mismos países, florecen numerosas comunidades religiosas nuevas, se
desarrolla la formación bíblica y teológica de los laicos, y se opera una fusión entre formas tradicionales de la devoción y
nuevos acercamientos a lo sagrado y a la piedad, como en el Movimiento carismático. Parece fuera de duda que el
catolicismo llamado, con un poco de desprecio, «sociológico», en el que se inserta, por ejemplo, el debate de los
historiadores sobre la «cristianización» de Europa en la Edad Media o en la edad clásica, ha pasado. Todo parece
indicar que se está implantando una religión más elitista.

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No deja de resultar paradójico que la vitalidad del catolicismo se manifiesta en el mismo momento en las jóvenes
Iglesias africanas, cuyos países han accedido a la independencia en 1960 o en tomo a esta fecha. Aquí el catolicismo
ha recibido la enseñanza y las instituciones del Vaticano II con dicha y alegría. Paradójico resulta también el prestigio
adquirido por el papado que, desde Juan XXIII, no ha sido desmentido, aunque determinadas posiciones de Pablo VI y
de Juan Pablo II hayan podido ser contestadas por una opinión pública más -aunque no mejor- informada por eso que
llamamos «medios de comunicación» sobre los problemas religiosos.

Pablo VI, primero de los papas modernos que salió de Italia, convirtió sus visitas a distintas partes del mundo, siempre
muy breves, en actos simbólicos, que denotan la profunda atención que consagraba a los problemas contemporáneos.
Fue en 1964, durante su peregrinación a Tierra Santa, cuando mantuvo conversaciones con el patriarca Atenágoras de
Constantinopla. Por primera vez, después del concilio de Florencia, se ha mantenido un verdadero diálogo con un re-
presentante de la ortodoxia griega, escribiendo lo que se ha llamado el «Libro de la Caridad». A finales del mismo año
viaja a Bombay con ocasión del Congreso Eucarístico y se encuentra al mismo tiempo con ese crisol de religiones que
es la India y con la miseria del Tercer Mundo, al que consagrará su encíclica Populorum progressio del 26 de marzo
de 1967 en la línea del padre Lebret. En 1965 visita la sede de las Naciones Unidas en Nueva York, donde se afrontan
de manera permanente las tensiones de la guerra y de la paz. En 1967 viaja a Fátima (Portugal) en peregrinación
mariana para dar testimonio del poder de la oración, y después a Estambul para encontrarse allí, a la vez, con la Iglesia
de Oriente y con el Islam.

En 1968 visita Bogotá (Colombia), en 1969 Uganda, donde pone el acento simultáneamente sobre los problemas del
subdesarrollo y sobre las esperanzas de las jóvenes Iglesias. Entre ambos desplazamientos realiza una visita a dos
instituciones que tienen su sede en Ginebra, una social y la otra religiosa, típicas de los esfuerzos de nuestro tiempo: la
Oficina internacional del trabajo y el Consejo ecuménico de las Iglesias. Por último, en 1970, visita Filipinas, donde
escapa a un atentado en Manila, y Australia. A partir de entonces se contenta con hacer cortos viajes dentro de Italia.

El Papa se ha encontrado, pues, -o, más exactamente, ha hecho frente- a los grandes problemas de su tiempo: el
destino de Israel y de Palestina; los lugares donde se intenta resolver las tensiones internacionales políticas, sociales y
económicas, y se ha mostrado preocupado por conocer los nuevos continentes cargados de pobreza y de esperanza. El
Papa se pronunció asimismo sobre la regulación de la natalidad: tras gran número de trabajos y de consultas, publicará
la controvertida encíclica Humanae vitae del 25 de julio de 1968, unos cuantos meses después de la explosión social o
más bien cultural del mes de mayo en los países occidentales, símbolo de la liberación de las costumbres. La doctrina
tradicional del dominio sexual recordada por el Papa, suena por entonces como un desafío, engendrando un
malentendido duradero con la opinión pública.

Todo el mundo está de acuerdo en reconocer en la personalidad de Pablo VI su excepcional inteligencia, su cultura
literaria y artística. Apreciaba a los filósofos y a los teólogos de lengua francesa, una lengua que amaba (J. Maritain,
Charles Joumet al que hizo cardenal...). Se le ha reprochado una cierta indecisión y ansiedad, bien comprensibles por
otra parte en alguien que sabía que tenía que hacer frente después del Concilio a «las nubes, la tempestad y las
tinieblas» y ser el testigo de Cristo en «esta tierra dolorosa, dramática y magnífica» de que habla en su Testamento.

Tras el tan corto pontificado de Juan Pablo I, elegido el 26 de agosto de 1978 y encontrado muerto la mañana del 29 de
septiembre, el 16 de octubre fue elegido el primer Papa no italiano desde Adriano VI (1522): el cardenal Karol Wojtyla,
arzobispo de Cracovia. El Papa polaco emprende desde enero de 1979 una serie de viajes pastorales, que no ha sido
interrumpida más que, durante algunos meses, por la herida que recibió el 13 de mayo de 1981, en un atentado cuyo
origen no ha sido nunca oficialmente declarado.

Los viajes del Papa tienen una extrema importancia eclesial y política, no sólo los que hizo a Haití o a Filipinas, sino
también a su propia patria. No se hará justicia, sin duda, sino más tarde a su papel espiritual en el deshielo del
comunismo en la Europa del Este, que ha marcado el año 1989 y los siguientes. Su encíclica Centesimus annus de
1991, escrita con ocasión del centenario de la Rerum Novarum, levanta un asombroso balance de este reciente

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período y brinda un retrato fiel del papel de servicio espiritual al mundo y a la humanidad que la Iglesia católica ha
proporcionado en el transcurso de la edad de las ideologías, cuando, al parecer, todas acaban por agotarse. Con o sin
resistencia, el marxismo-leninismo desaparece, pero su versión del Extremo-Oriente sigue resistiendo.

Los combates subsisten: de modo particular contra la desigualdad de la distribución de los bienes de la tierra, pero
también contra el apetito de placer, que parece haberse apoderado del mundo y se presenta como una forma moderna
de ese paganismo, que hemos visto renacer sin cesar a lo largo de estas páginas. La figura política, y también la
religiosa, de este mundo ha cambiado, de hecho, profundamente. Se ha hablado de post-crislianismo y la necesidad
religiosa se apoya sobre toda clase de sectas, que son como un sustituto del cristianismo en numerosos países,
especialmente en América latina. La mentalidad ambiente concede un lugar determinante al comportamiento práctico y
técnico en la medida en que la tecnología occidental no desmiente su poder y con ello fascina, modela y, al mismo
tiempo, empobrece los espíritus: los medios de comunicación, tras el ocaso de la «galaxia de Gutenberg», ocupan el
primer plano de la escena mundial, aunque nos demos cuenta de sus límites y, sobre todo, de sus peligros. Sirviéndose
de ellos, pero en reacción contra el ambiente secularizado de nuestro final de siglo, el Islam, brindando una respuesta
simple y absoluta a la vez, afirma su papel dominante en sus regiones tradicionales, aunque también en Africa y en
Asia.

Al escribir en 1948 su célebre 1984, George Orwell profetizaba una «Utopía» catastrófica. Tras el descubrimiento del
Gulag, seria indecente no reconocerle el alto grado de lucidez de su visión, pero, al mismo tiempo, tras el fracaso de los
mesianismos, ¿no se tiene la impresión de que el mundo contemporáneo parece comprender, por fin, que el respeto de
los derechos de la persona, incluidos sus derechos religiosos, forma parte de las aspiraciones legítimas de la
humanidad? En este sentido el compromiso de los cristianos y de las instituciones religiosas en este campo de los
derechos del hombre, de la justicia y de la paz, o una verdadera «teología de la liberación», si no se convierten de
nuevo en fuente de conflictos y de alienaciones interiores, pueden dar todavía frutos.

BIBLIOGRAFÍA
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puede encontrarse los textos del Concilio y co mentarios a los mismos en Taurus, BAC y otras.
Les Eglises chrétiennes dans l'Europe dominée par le IIIe Reich, Louvain 1984. Guerres mondiales et totalitarismes (1914-195S),
J.M. Mayeur, éd., (Histoire du christianisme 8), Paris, 1991.
John Hennesey, American Catholics, New York/Oxford, 1981.
Emile Poulat, Histoire, dogme et critique dans la crise moderniste. Tournai,
1962/1979.
Juan Eduardo Schenk, Guerra Mundial y Estados Totalitarios, en: Historia de la Iglesia de Fliclie-Martin vol., XXVI, Edicep,
Valencia, 1979. Silvio Tramontili, Un secolo di storia della Chiesa. De Leone XIII al concilio Vaticano II, 2 vois., Roma,
1980.

TEXTOS
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Charles de Foucauld-Abbé Huvelin, Correspondance, Paris, 1957.
Dom Jean-Baptiste Chautard, El alma de lodo apostolado, Palabra, Madrid, 1987
(original: Paris, 1913).
Alfred Loisy, «De la croyance à la foi» (1937), publicado por E. Poulat, Critique et mystique, Paris, 1984, 13-43.
Henri Godin e Y van Daniel, France, pays de mission? Paris, 1943.
Actes et documents du Saint-Siège relatifs à la seconde Guerre mondiale, 11 vols..
Vaticano, 1965-1981.
Tomos Agapis, correspondencia entre Pablo VI y el patriarca Atenágoras, Juan Pablo II y el patriarca Dimitíaos,
Roma-Estambul, 1971 (existe trad. francesa: Paris. 1984).

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XIII. LA IGLESIA Y EL DESAFÍO DE LAS CULTURAS

LA IGLESIA Y EL DESAFÍO DE LAS CULTURAS

Vimos, en el capítulo 3, cómo la Iglesia había tenido que hacer frente, al comienzo de su historia, al problema de su
inserción en el mundo antiguo que la había visto nacer, en el interior, no obstante, de una religión de salvación, parti-
cularista, que multiplicaba los signos de pertenencia, desde la circuncisión a las prohibiciones en materia de
alimentación. La Iglesia antigua, en nombre de la universalidad del mensaje de Cristo, había asumido una civilización, la
greco-latina, que le proporcionó sus lenguas, derecho y, de una manera amplia, su modo de ser; pero hubo que
discernir en ella lo que era compatible con las exigencias del Evangelio.

Veinte siglos después, la universalidad de la Iglesia no es ya un simple concepto teórico, aunque fuera teológico, sino
una realidad muy concreta. A través de los medios de comunicación (desde el avión al fax), a través del conocimiento,
superficial o profundo, que podemos tener de lo que pasa en el universo, a veces incluso «en directo», gracias a la
televisión o viajando a esos lugares, el hombre de hoy no se había sentido nunca tan ligado al resto del mundo. Esta
universalidad, que podría no ser más que cosmopolitismo o aplastamiento bajo una enorme masa de información, se ha
visto acompañada de un sentimiento más vivo de la diversidad, de la especificidad, de las culturas, frecuentemente más
reivindicada que realmente asumida. Existe, por ejemplo, en la construcción laboriosa de Europa, un doble movimiento
hacia la unificación y, al mismo tiempo, hacia la aparición de entidades intermedias, caracterizadas por su lengua, su
tradición, su historia y su modo de ser.

La eclesiología católica ha tomado nota de esta doble exigencia y, si bien el concilio Vaticano II no ha negado nada del
papel del pontífice romano, garante y guardián de la unidad, se ha mostrado sensible a la vida de las Iglesias particula-
res y locales, a un ejercicio equilibrado de la colegialidad del cuerpo episcopal con su cabeza, y a la diversidad de las
tradiciones. No hay la menor duda de que la opción del Concilio, ampliada por la práctica, y por el uso de la lengua
vernácula en la liturgia, ha supuesto la amplificación de un fenómeno de mayor atención a las culturas, o por lo menos
ha repercutido en él.

La constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo de hoy, Gaiidium el Spes, consagra en su segunda parte, sobre
«Algunos problemas más urgentes», un capítulo, el II, a «El sano fomento del progreso cultural». Tras haber definido lo
que entiende por la palabra cultura, y haber constatado inmediatamente (n. 53) que puede ser empleada en plural -se
hablará de pluralidad de culturas-, el Concilio se interroga sobre las relaciones entre el Evangelio y la cultura (n. 58):
«Múltiples son los vínculos que existen entre el mensaje de salvación y la cultura humana. Dios, en efecto, al revelarse
a su pueblo hasta la plena manifestación de sí mismo en el Hijo encamado, habló según los tipos de cultura propios de
cada época. De igual manera, la Iglesia, al vivir durante el transcurso de la historia en variedad de circunstancias, ha
empleado los hallazgos de las diversas culturas para difundir y explicar el mensaje de Cristo en su predicación a todas
las gentes... Pero, al mismo tiempo, la Iglesia, enviada a todos los pueblos sin distinción de épocas y regiones, no está
ligada de manera exclusiva e indisoluble a raza o nación alguna, a algún sistema particular de vida, a costumbre alguna
antigua o reciente. Fiel a su propia tradición y consciente a la vez de la universalidad de su misión, puede entrar en
comunión con las diversas formas de cultura; comunión que enriquece al mismo tiempo a la propia Iglesia y a las
diferentes culturas».

No se puede señalar mejor la tensión, incluso la dialéctica, que existe entre lo que desde entonces ha recibido el
nombre de «inculturación», expresión que no emplea el texto del Concilio y que significa «inserción en una cultura», y la
autenticidad del mensaje cristiano. ¿En qué condiciones, de qué modo puede la Iglesia entrar en las culturas con
seriedad y sin condescendencia? ¿Debe y puede hacerlo con cualquier tipo de cultura? Y, finalmente, ¿qué puede
decimos la historia de la Iglesia sobre este punto? Es preciso lanzar una mirada a algo que sólo hemos podido rozar en
los capítulos precedentes, que pretendían responder a otras cuestiones.

Dado que el cristianismo, procedente de Europa, ha penetrado progresivamente en los distintos continentes, es justo
seguir su recorrido, a la vez, cronológico y geográfico. En el siglo XVI descubren la Iglesia y Europa lo que, para ellas,

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es un nuevo mundo: América. En el siglo XVII se realiza la penetración, más duradera que en los siglos precedentes, en
Asia. Por último, en el siglo XIX, en dependencia con respecto a las exploraciones, se realiza la instalación -la palabra
no está fuera de lugar- en el África negra. Después volveremos a Europa, pues el mundo moderno, al que la Iglesia
acompaña e incluso ha contribuido a formar, se le ha vuelto, en el siglo XIX y especialmente en el siglo XX, en cierta
forma opaco.

LAS AMÉRICAS

Nosotros tenemos dificultades para imaginar el choque que pudo constituir, para los hombres de finales del siglo XV y
comienzos del XVI, el descubrimiento de un mundo desconocido. América, y, sobre todo, el de sus habitantes, lla-
mados indios a consecuencia de la equivocación de Cristóbal Colón, que creía haber llegado a Asia. El asombro fue,
por otra parte, recíproco: ambas partes se preguntaban si la otra pertenecía al mismo tipo dé género humano.
Recuérdese el alivio que sintieron los indios cuando vieron bajar del caballo a los españoles y convertirse en simples
bípedos, o también, en 1520, el temor reverencial del último emperador azteca, Moctezuma II, ante la llegada de dioses
esperados y temidos, aunque anunciados por tantos presagios'. El relato más asombroso de esta doble fascinación, y
de los necesarios y enteles reflejos de defensa, nos la brinda la narración del viaje (1527-1537) de Alvar Núñez Cabeza
de Vaca, que atravesó la América del Norte de una parte a la otra.

Esto hace que nos quedemos menos asombrados de que pudiera debatirse, durante mucho tiempo, por los filósofos y
teólogos españoles el espinoso problema de saber si los indios no eran una categoría inferior de seres humanos: ¿de
qué clase eran esos seres que vivían desnudos, trabajaban sólo para alimentarse y no le dedicaban sino un interés muy
mediocre al oro...?

Ante esta inédita manifestación del designio de Dios abriendo un nuevo espacio al Evangelio, los poderes temporal y
espiritual reaccionaron. Hablando de la colonización en su Testamento, declara Isabel la Católica (t 1504): «nuestra
principal intención era atraer a los pueblos de estas regiones y procurar su conversión a nuestra santa religión». Ya la
«donación alejandrina» de 1493, por medio de varias bulas de Alejandro VI Borgia, que efectuaban el reparto del
mundo descubierto y por descubrir entre España y Portugal, afirma el deber de evangelización. Pero en la mente de los
conquistadores, el apetito de riquezas y la evangelización no eran en absoluto incompatibles. Bemal Díaz, el segundo
de Hernán Cortés en México, y también su cronista, lo dice crudamente: «Hemos venido aquí para servir a Dios y para
enriquecemos al mismo tiempo».

La Conquista, término que fue prohibido a continuación por Carlos V, diezmó las distintas poblaciones. Aunque las cifras
adelantadas por Las Casas hayan sido contestadas, la realidad subsiste. La causa primera fue la mala alimentación
para un trabajo agotador en las minas, al que no estaban acostumbrados los amerindios. La esclavización, o al menos
la servidumbre, a pesar de los textos más oficiales que la abolieron, como el sistema de reparto conocido con el nombre
de encomienda, aunque tenía su equivalente en el sistema feudal, engendraron una sociedad desigual.

Más aún, la evangelización era también brutal: así el Requerimiento, resumen rudimentario de la historia de la salvación,
que era recitado ante unos indios despavoridos y por medio del cual se les intimaba a convertirse al Dios de los blancos,
pronto tuvo que ser abolido. Las Casas se levanta, por su parte, contra la destrucción precipitada de los ídolos con la
erección de cruces en su sino y lugar. Levantar cruces sin preparación, sin explicación, sin catcquesis, «es inútil y
superfluo, porque los indios pueden creer que se les propone con ello un nuevo ídolo que figura ser el dios de los
cristianos».

Se imponía una reflexión sobre los métodos de la evangelización y sus presupuestos teológicos, sobre el lugar de las
religiones y de las culturas, pero difícilmente iba a encontrar su punto de equilibrio. Tuvo lugar una primera tentativa
anclada en una relectura de Aristóteles por los sostenedores de un humanismo neo-pagano, surgido de la escuela de
Padua. En efecto, algunos filósofos se apoyaban en un obscuro texto de Aristóteles sobre la «esclavitud natural» para
aplicarlo a los indígenas. En el curso de un gran debate, celebrado durante el verano de 1550 en Valladolid, Las Casas
se midió con Sepúlveda, canónigo de Córdoba, y fue declarado vencedor. ¿Cómo hubiera podido la Iglesia evangelizar

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una raza inferior? ¿No había creado Dios al hombre a su imagen y semejanza? Las Casas podía apoyarse en la bula
Sublimis Deus, publicada por Pablo III en 1537, donde se afirmaba la.eminentc dignidad de la persona de los indios.

La misma evidencia encontramos en la base de la posición, muy pensada, a la vez teológica y jurídica, de Francisco de
Vitoria, el eminente dominico que enseñaba en Salamanca. En sus Lecciones sobre el derecho de los indios, de 1539
estima que estos tienen «una especie de religión» y constata que se encontraban en una situación de ignorancia
invencible con respecto al evangelio. Vitoria fundamenta el derecho a la evangelización pacífica, exigiendo el respeto de
los derechos naturales, y, en consecuencia, la posibilidad del establecimiento de relaciones habituales entre los
hombres, que constituyen la base del derecho internacional, del que Vitoria es uno de los precursores.

A la inversa de este proceso intelectual, basado en el equilibrio entre los derechos de la razón y las exigencias de la
gracia, surgía otra tentativa: pretender fundamentar la evangelización en una falsa teología de la historia, muy cercana a
veces de la fábula con moraleja religiosa. El franciscano Jerónimo de Mendieta y el jesuita José de Acosta se
complacían en un providencialismo pseudobíblico. La apocalíptica de finales de la Edad Media jugó también un cierto
papel. Cristóbal Colón preparó su primer viaje anotando su libro preferido, la Imago nutndi de Pierre d'Ailly con frases
sacadas de apócrifos compuestos por discípulos de Joaquín de Fiore. Esto suponía dar a la evangelización una base
muy frágil y. sobre todo, engañosa.

Por eso se volvió, finalmente, hacia soluciones pastorales más conformes con el equilibrio de la fe, de la gracia y de la
naturaleza. El itinerario y la acción de Bartolomé de Las Casas constituyen un primer intento.

Este español de Sevilla, cuyo padre y tíos figuraron entre los primeros en intentar la aventura de la colonización en el
recién descubierto continente americano, atravesó también el Atlántico. Fue el primer sacerdote ordenado (1512) en el
Nuevo Mundo. En la Española (actual Haití y Santo Domingo) y después en Cuba, se adhirió al sistema de colonización
que expoliaba a los indios. Tras haberle sido negada la absolución de estos pecados por uno de los dominicos que. con
Montesinos en 1511 se habían levantado contra ese estado de cosas, cambió de óptica, se convirtió y liberó a sus
esclavos, luego se embarcó para España a fin de abogar en favor de su causa.

Tras ser nombrado «Protector de los indios» por el Regente de Castilla, intentó llevar a buen puerto una experiencia de
cohabitación entre indios y labradores españoles, que fracasó desde el principio. Esta es también la época en que
propuso reemplazar los esclavos indios por otros venidos de África, cosa de la que se arrepintió muy pronto. Entonces
sintió que no estaba maduro para la tarea de lucha por la justicia y de evangelización pacífica a la que se quería
consagrar.

Entra en un período de silencio y de estudio, después de haberse unido a los dominicos en 1522. Vuelve de nuevo a la
acción a través de numerosos viajes a la metrópolis. Comenta la bula Sublimis Deus de Pablo III en un tratado esen-
cial: «Del único medio de evangelizar». Este medio es la candad. Después obtiene del emperador Carlos V «Leyes
nuevas» protectoras de los indígenas. En 1543 es nombrado obispo de Chiapas (Sur del actual México y Guatemala) y
forma parte del Consejo de Indias.

Fue entonces cuando intentó desarrollar una experiencia de evangelización pacífica en su diócesis, entre tribus
consideradas como muy agresivas. Lleva a buen puerto la pacificación y el anuncio del evangelio en este territorio, que
toma el nombre de «Verdadera Paz». Las Casas multiplica las discusiones, las memorias, los informes y en 1547,
vuelve definitivamente a España, y renuncia a su obispado en 1550. Por un lado, se consagra en lo sucesivo a la
defensa de los indios, mostrando las destrucciones y exacciones cometidas contra ellos (Brevísima relación de la
destrucción de las Indias, impresa después de su muerte), y por otro, se dedica a manifestar la falla de legitimidad de la
Conquista y necesidad de restituir aquello de que han sido expoliados los indígenas (Tratado de las Doce dudas, en
1564).

El afán de impedir la explotación y que fueran diezmados los indios ¿va a la par con el respeto a su cultura? Las Casas
se interesa por las costumbres de los indios, pero las considera de manera apologética. Para él el ídolo es la represen-

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tación torpe de Dios y de lodos modos, pone el acento en los progresos que representan las religiones elaboradas,
como la de los aztecas, respecto a los cultos más primitivos.

Pero hay en esta época, verdaderos tratados etnográficos, minas de información para el historiador moderno,
compuestos por los misioneros: así el franciscano Toribio de Benavente (t 1568), llamado por los indios Motolinia (el
pobre), con su Historia de los indios, o su hermano de orden Bernardino de Sahagún (+1590) con su Historia de las
cosas de la Nueva España, compuesta en español y en náhuatl. El caso del Inca Garcilaso de la Vega (+1616) y sus
Coméntanos Reales de los Incas es todavía más especial, puesto que, al proceder de dos culturas y ser su lengua
materna el quechua, va a mostrar, no sin riesgo de incurrir en sincretismo, la preparación providencial de la venida del
cristianismo por medio de la civilización inca y recuperará la importancia de la religión natural.

La historia de la inculturación en las Américas reclama un examen atento de las diversidades, evoluciones y debates
que trae consigo. El estudio de la noción de «idolatría» permite seguir sus huellas. Si bien ha habido desposeimiento del
modo de pensar, como sub-producto de la colonización, a pesar de todo el cristianismo de los amerindios no es el de
Europa: existe en su forma indígena y se han producido desplazamientos culturales.

Del mestizaje, que es un fenómeno masivo en las Américas latinas -en contraste con las Amaneas del Ñaue-, se
pueden sacar muchas lecciones. Octavio Paz, en El laberinto de la Soledad, habla de los mexicanos como de «los hijos
de la Malinche» la concubina de Cortés que le reveló los secretos de los aztecas. En sus descendientes cohabitan el
vencedor y el vencido, el traidor y el traicionado. Otro pensador mexicano, Vasconcelos, por el contrario, considera a los
mestizos como una «raza de bronce», realización suprema de la humanidad.

Lo que interesa al historiador de la Iglesia es más bien la puesta en práctica de una cierta inculturación a través de la
comunión, cuyo símbolo podría ser la imagen de la Virgen de Guadalupe, tan venerada en las Américas. La imagen
dejada por la Virgen al pobre y piadoso indio Juan Diego, sobre la tela de su capa, es propiamente católica, pero se ha
podido descifrar en ella, signo discreto pero central, un jeroglífico azteca, que representa el Sol alimentado por la sangre
de los sacrificios humanos, como si, por encima de la perspectiva demasiado estrecha de los conceptos de idolatría, de
superstición y de asimilación, hubiera otro lenguaje, otro enfoque posible para hablar de las misteriosas preparaciones
del cristianismo.

Cuando se cantó la fe con melodías indígenas en la «Tierra de la Verdadera Paz», fundada por Las Casas, o por el
conlrario cuando los indios guaraníes oyeron la música sagrada barroca del jesuíta Domenico Zipoli (+1725) tocada con
sus instrumentos, ¿no había también ahí un intercambio a nivel del alma de los pueblos?
Las «reducciones» del Paraguay

La extraordinaria aventura de una República compuesta por millares de indios, bajo la dirección de los misioneros
jesuítas, que duró un siglo y medio, entre 1610 y 1768, es uno de los acontecimientos más asombrosos de la historia de
la Iglesia. Precisemos, primero, el vocabulario: Paraguay debe ser entendido en sentido amplio, pues el territorio ocupa
una gran extensión de la cuenca de los grandes ríos de América latina, donde se unen los actuales Paraguay, Uruguay,
Argentina y el Norte de Brasil. A continuación, la palabra «reducciones» no es propia de esta realización, sino que
designa, en el siglo XVI y en el tiempo que sigue, colonias de tribus indias, nómadas hasta entonces, en proceso de
sedentarización.

El objetivo esencial de las «reducciones» es la puesta en práctica, concreta y duradera, de una evangelización pacífica.
Fueron los franciscanos los primeros que las concibieron para las tribus de los guaraníes, mediante un hábil sistema
que incorporaba costumbres indígenas y una verdadera cristianización. En el trasfondo podemos encontrar, de nuevo, el
interés por las Utopías, literarias o realizadas, que, a partir de Tomás Moro, seducen el pensamiento cristiano.

Los jesuítas, que suceden a los franciscanos, van a perfeccionar un sistema de evangelización original, cuya
característica estriba en proteger a los indios de toda incursión armada o mercantil. El primer pueblo, llamado Loreto,
fue organizado, en 1610, por los padres italianos Simón Maceta y José Cataldino, con la conformidad de Felipe III, que

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otorgó un estatuto especial a las reducciones, colocadas bajo la soberanía directa del rey de España y confiadas a la
abnegación de la Compañía de Jesús; estas disposiciones fueron renovadas en 1631. 1633 y 1647. Esta aventura nos
es conocida por la obra La conquista espiritual (1639) del padre Ruiz de Montoya, superior general de la misión de los
guaraníes entre 1620 y 1637. Los indios eran agrupados en ciudades, que contaban en ocasiones con vanos miles de
habitantes. La disposición de los edificios comunes era uniforme y comprendía la iglesia, la escuela, el cementerio, el
ayuntamiento, el hospital, la causa de las viudas, la residencia de los jesuítas, etc. Todas las actividades se
desarrollaban en lengua guaraní. Siguiendo la célebre pedagogía jesuita, se reservaba un gran espacio al deporte, al
teatro y a las fiestas.

En continuidad, sin duda, con el sistema económico anterior, el suelo pertenecía a la comunidad y todo estaba puesto
en común. Cada familia tenía el uso de una casa, entregada en el momento de la boda. La vida allí era sencilla, pia-
dosa, austera. El trabajo propiamente dicho, obligatorio para todos, incluidos los jefes tradicionales (caciques), ocupaba
seis horas cada día. La misa se celebraba todos los días y era obligatoria para los niños; se recurría ampliamente a los
cánticos y a la música. El catecismo se cantaba también en la lengua local. La ropa era uniforme y el alcohol está
expulsado de las reducciones. Los jesuítas intentaron adaptar costumbres locales y cristianizarlas, pero parece ser que
la poligamia fue uno de los principales obstáculos para el bautismo. La pena de muerte no existía en todo el territorio.

Cabe imaginar que esta reserva de tiernas y, sobre todo, de potencial mano de obra, excitaron las envidias. La primera
amenaza tuvo lugar en 1628: portugueses mestizos del Brasil, los paulistas (de la región de Sao Paulo), también llama-
dos mamelucos (de la palabra maloca: esclavo), se consideraban como buenos cristianos, pero no estaban menos
decididos a terminar con este cuerpo extraño a la colonización. Los jesuítas, batidos por esta banda armada,
organizaron el repliegue de la población a tierra española: 80.000 personas atravesaron las selvas y los ríos entre 1629
y 1631. En 1635 obtuvieron los jesuítas la autorización real para dotar a los indios de armas de fuego, lo que les
permitió ganar la batalla decisiva de Mbororé en 1641. Aparte de otro intento, diez años más tarde, y de algunas
refriegas, los indios de las reducciones pudieron desarrollar su vida pacíficamente, bajo el cayado de los misioneros,
durante un siglo.

Este fue aproximadamente el tiempo que los enemigos de las reducciones tuvieron que esperar para derribarlas. Los
jesuítas, muy criticados en el mundo católico, ligados directamente a Roma y, en este caso, también al rey de España,
fueron objeto de una investigación por sus procedimientos en el Paraguay. Se les reprochó su autoritarismo y un cierto
paternalismo, que les habría impedido suscitar vocaciones sacerdotales y religiosas entre los guaraníes. Pero la Gran
Cédula del rey Felipe V de 1743 les hizo justicia. En 1744 ya estaban constituidas varias repúblicas indias (la de
Chiquitos, Mojos y Baures, y también en los Andes, contando cada una con varias decenas de miles de habitantes).

Fue entonces cuando el marqués de Pombal (+1782), señor todopoderoso de Portugal entre 1755 y 1777, muy
representativo del anticlericalismo activo de las Luces, logró derribar el edificio por vía diplomática. El 13 de enero de
1750 concluyó con España el Tratado de Madrid que lleva el nombre de los Límites, donde se modificaban las fronteras
y se amputaba a la República guaraní la mitad de su territorio. Los jesuítas recibieron del General de la Compañía, el
padre Visconti, la orden de someterse, pero los habitantes decidieron resistir. De 1754 a 1756, las tropas del rey de
España y de Portugal tuvieron que hacer frente a la resistencia aimada, primero victoriosa en 1753 y 1754, pero a la que
vencieron en las reducciones del Este en la batalla de Caybaté: los guaraníes tuvieron que huir.

Mientras que, en 1671, el nuevo rey de España, Carlos III, denunciaba el tratado de Madrid, y florecían las otras
reducciones, estas fueron alcanzadas por el odio que perseguía a la Compañía de Jesús en Europa. En 1767 los
jesuítas fueron expulsados de todos los territorios españoles, medida que se hizo aplicable a las reducciones al año
siguiente. Finalmente, la Compañía fue suprimida por Clemente XIV en 1773.

Montesquieu, Voltaire, d'Alembert y los artículos de la Encyclopédie no tienen más que elogios para la organización
política de las reducciones, cuyo «mito», si se puede hablar así, fue elaborado por la obra del gran sabio eclesiástico
Ludovico Antonio Muratori (+1750), que escribió en 1747 // cnstianesimo felice nel Paraguay. Es ésta una expenencia

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excepcional, donde la pastoral religiosa de los jesuítas no parece haber sido puesta en duda, a diferencia de su
apostolado en el Extremo-Oriente.

ASIA
Tras las visitas de buena y lejana vecindad que tuvieron lugar en la Edad Media, en los viajes de Marco Polo, y las
epopeyas de los franciscanos en el Extremo-Oriente, el primer intento de evangelización se debe a san Francisco
Xavier.

Tras unirse a san Ignacio de Loyola durante sus años de estudio en París, fue el primer misionero de la nueva
Compañía de Jesús, ardiente, apasionado, emprendedor. A invitación del Juan III de Portugal, parte de Lisboa el 17 de
abril de 1541 para evangelizar las Indias. Le quedan doce años de vida, de los que pasará un tercio navegando. En
mayo de 1542 alcanza Goa, desde donde irradia hacia Malasia, Indonesia y Ceilán. En 1549 está en Japón estudiando
su lengua. Deja de nuevo Goa en 1552 para intentar entrar en China, teniendo que contentarse con mirar en dirección a
ella, porque murió en la isla de Sancian (San-Tchao), frente a la costa de Cantón, tras un intento infructuoso de entrar
en el continente. En la apasionante correspondencia que intercambió con san Ignacio, sentimos hervir a Francisco en
deseos de «completar los límites de la santa madre Iglesia», y de trabajar en «el crecimiento de nuestra santa fe». Se le
ha reprochado haber ido demasiado rápido en su trabajo y multiplicado los bautismos: pertenecía más a la raza de los
pioneros que a la de los consolidadores, pero los numerosos misioneros jesuítas que le sucedieron intentaron el arraigo
en unas civilizaciones más antiguas que el cristianismo.

NOBILI Y LA INDIA
El joven Roberto, nacido en 1577 en Roma, y confiado a la tutela de su primo, el cardenal Sforza, obtuvo difícilmente su
permiso para entrar, en Ñapóles en 1596, en la Compañía de Jesús. En 1603, a petición propia, fue enviado a la
India. Llegó a ella en 1605, y allí, así como en Ceilán, se quedó hasta su muerte en 1656, en Madras.

Instalado, primero, en el reino de Madurai, en el sudoeste de la India, va a poner a punto un nuevo método de
evangelización, que en la actualidad sería calificado de inculturación. Quiere integrarse entre la población adoptando el
vestido y los gestos de los penitentes hindúes (sannyasis, o sea, renunciantes), estudia el sánscrito y los libros
sagrados del hinduismo, y también las lenguas del país, como el tamul. Este afán de adaptarse a la civilización a la que
quiere evangelizar, rechazando lo que tiene un alcance religioso y asumiendo lo que pertenece puramente a las
costumbres, le ocasiona muchas críticas, semejantes a las que le valieron a los jesuítas el asunto de los ritos chinos.
Mas, por consejo de san Roberto Belarmino, cardenal jesuita, el papa Gregorio XV (+1623), muy preocupado por las
misiones, alentó de manera matizada las prácticas «de acomodación» de los jesuítas en la India mediante una bula
emitida el 31 de enero de 1623.

Así fue como pudo desarrollarse un apostolado misionero diversificado, tanto entre la casta superior de los brahmanes
como entre las otras castas. Los jesuítas adoptaban un tipo de vida diferente, según se dirigieran a unos o a otros,
puesto que chocaban con el temible problema de las divisiones religiosas y sociales de la India y con el de los parias
(los intocables). Se estima en unos cien mil el número de los cristianos de Madurai en el momento de la muerte de
Nobili. Juan de Britto (+1693) evangeliza tras él las castas inferiores.

En el siglo XVUI se desarrolló en la India la querella de los llamados ritos «malabares». Con Clemente XII, en 1734 y
1739, y luego con Benedicto XIV, en 1744, zanjó el papado los debates de modo claro y los jesuítas se sometieron
globalmente. Este episodio manifiesta, simultáneamente, la audacia y, en ocasiones, la temeridad del impulso misionero
en el siglo XVIII, y también la prudencia que la Santa Sede tuvo que tener, para que las costumbres y los ritos conside-
rados como asimilables por los misioneros no proporcionaran ideas falsas sobre lo que era la religión de Cristo. Es todo
el problema de los ritos chinos.

EL ASUNTO DE LOS RITOS CHINOS

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Esta controversia, desarrollada en el interior de la Iglesia romana, sobre el tema de los métodos misioneros en el
Extremo Oriente, duró todo un siglo entre 1639 y 1742, y sus repercusiones en la opinión pública de la época fueron
muy amplias: desde Pascal a Voltaire, todos los «intelectuales» occidentales tomaron partido en este «asunto», en un
momento en que se conoce una manía por el Imperio del medio, hasta tal punto que se ha podido hablar de «Europa
china».

De hecho, se trataba siempre de saber en qué medida la adhesión al cristianismo permite integrar en él ritos y
costumbres de la cultura indígena. Si, en esta misma época, el padre de Nobili parece resolver más fácilmente la
cuestión, se debe, sin duda, a que en China el enfoque de lo sagrado y de la sabiduría filosófica es de una naturaleza
diferente al del hinduismo.

Desde la llegada de los primeros misioneros jesuítas a China, se planteó el problema del comportamiento a adoptar y
hasta el de la ropa que había que ponerse. El padre Michele Ruggieri (+1607) y, especialmente, el padre Matteo Ricci
(1552-1610), tras haberse dado cuenta de que los bonzos, cuyo aspecto habían tomado, eran despreciados por la
población, estimaron que era mejor tomar la vestimenta de los «letrados» confucianos. De hecho, la acción de estos
primeros jesuítas italianos se vio coronada por el éxito, sobre todo tras la composición de una especie de compendio de
la doctrina cristiana, compuesto en chino por Ricci: El verdadero sentido de la doctrina del Señor del cielo (Tianzhu
Shiyi). La competencia matemática y astronómica de jesuítas como Adam Schall (+1666) fue enormemente apreciada
por las autoridades. Se llevan a cabo por entonces numerosas conversiones en un contexto de inculturación. La
autorización excepcional para poder celebrar la liturgia católica en el chino de los letrados, otorgada en 1615, llamada
privilegio de Pablo V, va en este sentido, aunque no haya podido ser puesta en práctica y haya suscitado también
muchos debates.

Sólo cuando los misioneros de otras órdenes llegaron a su vez, fue cuando se plantearon las cuestiones: los dominicos
y los franciscanos, que penetraron en el continente chino después de 1630, descubrieron con estupefacción y horror
que los jesuítas habían concedido a los nuevos convertidos continuar presentando ofrendas a Confucio y a los
antepasados, prácticas que ellos consideraban supersticiosas, al menos tal como las veían practicar en las clases más
sencillas que ellos evangelizaban. Es cierto que el culto a Kung-Fu-Tzu (latinizado como Confucio), el gran pensador del
siglo V antes de nuestra era, y el respeto a los antepasados, habían moldeado tanto el pensamiento chino que los
jesuítas pensaban que estos ritos, puramente culturales o «civiles», no eran incompatibles en modo alguno con la
profesión sincera del Dios transcendente de los cristianos. De hecho, los otros misioneros planteaban de manera
implícita una verdadera cuestión: ¿por qué los jesuítas habían dado prioridad al confucianismo en detrimento del
budismo y hasta del taoísmo, tan presentes en la religiosidad china? Una querella adyacente vino a injertarse en estos
puntos sometidos a litigio a propósito de la traducción de la palabra Dios al chino.

Durante un siglo entero se siguió un cambio de posiciones en las influencias sobre el papado, en las intervenciones del
mismo Emperador de la China, malentendidos, con la amenaza, a veces ejecutada, de persecuciones contra los
cristianos en el trasfondo. La caída de la dinastía Ming en 1644, y su reemplazo por la de los Manchues, condujo a la
persecución de 1665 y luego a la de 1724, que hicieron numerosos mártires de la fe.

Sólo podemos recordar cómo las sucesivas decisiones tomadas a propósito de los ritos chinos, no pudieron aparecer
más que como contradictorias y perjudiciales para la credibilidad del cristianismo. Tras la intervención de los dominicos
en 1639, Inocencio X reprueba los ritos chinos en 1645, pero esta decisión fue matizada por Alejandro VII en 1656,
cuando los jesuítas hicieron valer su versión de los hechos. Fue, además, por esta fecha cuando, en la quinta de sus
Provinciales, contra teología de los jesuítas, los acusa Pascal de «suprimir el escándalo de la Cruz», «como han hecho
en las Indias y en la China, donde han permitido la idolatría a los cristianos». En 1669, tras la reconciliación de los mi-
sioneros de todas las órdenes, que siguió a la persecución, Clemente XI intentó armonizar ambas decisiones, pidiendo
la consideración de la diversidad de los casos concretos, cosa muy prudente.

La querella rebrotó cuando los Sacerdotes de las misiones extranjeras de París fueron encargados de los católicos
chinos. Mons. Maigrot, vicario apostólico, redacta en 1693 un Mandato que restringe el uso de los ritos chinos, que fue

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ratificado por un decreto de Clemente XI en 1704. Más aún, un legado pontificio en China, Mons. de Toumon, precisa y
agrava la decisión en 1707. Ahora bien, los jesuítas están muy bien en la corte junto al Emperador Kang Xi (+1722), a
quien los filósofos de las Luces adulan de lejos como «el encantador rey de la China». Lo estiman porque ha concedido
un edicto de tolerancia, cuya significación en la sociedad china no comprenden, y porque defiende a Confucio, modelo
de la Razón contra la Revelación. Tras un intento de conciliación en 1721 (los ocho permisos de Mons. Mezzabarba) y
la recuperación del problema en 1735, el papa Benedicto XIV, como ya hemos evocado en el capítulo 10, condena los
ritos chinos mediante la bula Ex quo singulari del 9 de agosto de 1742, destinada a purificar la fe cristiana de las
supersticiones. De todas maneras es demasiado tarde, pues el cristianismo ya es entonces ilegal y está sometido a
persecución.

En el siglo XX la Iglesia reconocerá el carácter civil y neutro de los ritos chinos, lo mismo que los del Japón", mas la
querella, por encima de las diferencias de apreciación de los ritos tal como eran verdaderamente practicados, en aquella
época, por los convertidos de las diferentes clases sociales de la China, muestra a la Iglesia cogida en la trampa por la
lucha contra las supersticiones llevada a cabo por los filósofos. En su deseo de escapar a toda sospecha de connivencia
con la superstición en su anuncio de la fe en Jesucristo, la Iglesia del siglo XVIII ha dejado escapar las posibilidades de
una verdadera e inteligente «incultura-ción», que le ha cerrado las puertas del «nuevo mundo» del Extremo Oriente du-
rante mucho tiempo.

¿Por qué un fracaso semejante siendo que, a mediados de este siglo, la Congregación para la propagación de la fe,
organizada en 1622 y aún bajo la inspiración de su primer secretario, Francisco Ingoli (t 1649), en una célebre
instrucción a los vicarios apostólicos que parten a la Conchinchina en 1669, decía: «No pongáis ningún celo en
convencer a estos pueblos de que cambien sus ritos, sus usos y costumbres, a menos que no sean evidentemente
contrarios a la religión y a la moral. ¿Qué hay de más absurdo que transportar a los chinos Francia, España, Italia o
cualquier otro país de Europa?... No hay más poderosa causa de alejamiento y de odio que introducir cambios en las
costumbres propias de una nación, principalmente en las que han sido practicadas desde hace tanto tiempo que
remontan a los recuerdos de los antepasados».

Es probable que la crítica de los filósofos contra la religión o/y contra la superstición haya sacudido más profundamente
de lo que pensaban a los mismos autores católicos de la época, e incluso a la Santa Sede, y que el encuentro de mo-
tivos divergentes haya conducido a una verdadera paradoja: en nombre de la pureza de la religión, que era una
respuesta a los filósofos, la inculturación, sostenida por estos últimos, por motivos ajenos a la evangelización, había
sobrevivido.

ÁFRICA
El continente africano fue abordado por Portugal por la costa del Atlántico, pero se presenta durante siglos como
impenetrable a los exploradores, como lo desconocido: eso es lo que significa la alegoría del Nilo, con la cabeza
cubierta por un velo, que Bemini colocó, hacia 1650, en la Piazza Navona de Roma: se ignora en esta época los
manantiales de donde brota este gran río. Con todo, la imagen del negro aparece ya desde el siglo XIV en el arte
occidental, bajo la forma de Baltasar, uno de los reyes magos, o bien bajo la de san Mauricio (porque era de la legión
tebaida reclutada en el valle del Nilo...).

Los primeros misioneros llegan al reino del Congo en 1482 y antes de diez años es bautizado el hijo del rey. Llegado a
rey él mismo con el nombre de Alfonso I (1506-1543), Pablo III le califica en 1535 de «buen rey y también pastor de
almas», porque exhorta y predica en favor de la religión cristiana. Su propio hijo, Don Hennque, fue el primer obispo de
raza negra, pero murió en 1531, poco después de su llegada a Roma. En 1624 se imprime un catecismo bilingüe
portugués-kikongo.

100
Desde la primera colonización, aunque fuera cosiera, hasta el siglo XVIII, las relaciones entre África y Occidente
estuvieron marcadas por la trata de negros, por el tráfico triangular de «madera de ébano», como se decía por enton-
ces. Los armadores europeos cambiaban en África mercancías por esclavos, que volvían a cambiar en América por
materias primas (tabaco, azúcar, ron).

A pesar de la bula Ventas ipsa (1537) de Pablo III, la esclavitud y, en consecuencia, el lucrativo comercio de los
esclavos, reglamentado además,'eran justificados por teólogos como Molina a comienzos del siglo XVII, no en sí mismo,
sino porque admitían estos teólogos tantas excepciones, que la buena conciencia encontraba lo que necesitaba entre
ellas. A finales del siglo XVII, en el momento en que se intensifica este comercio humano, las condenaciones de la
Iglesia se hacen más solemnes (instrucción del Santo Oficio del 20 de mayo de 1686). Como sucede con frecuencia,
algunos vieron claro antes y de manera más eficaz: este es el caso de Alfonso de Sandoval y de su libro sobre el
anuncio de la salvación a los Negros, publicado en 1627; lo mismo podemos decir de su sucesor en Cartagena, puerto y
depósito de esclavos en Colombia, san Pedro Claver (+1654), el jesuíta catalán, que, en 1622, había profesado en los
jesuítas afirmando «para siempre esclavo de los negros»: como catequista (en la lengua angolesa que había
aprendido), enfermero y sacerdote se consagró al servicio de estas poblaciones trasplantadas y explotadas.

En el siglo XIX se penetra verdaderamente en el interior del continente africano. Una primera etapa es la del impulso
místico, madurado en los sufrimientos, los exilios, los «traumatismos» originados en la Revolución francesa y en sus
consecuencias. La misión en África y en otros lugares se convierte en el lugar' de la reparación y de una cierta
substitución para un apostolado, que no puede ser desarrollado en la propia nación. Los países católicos de Europa,
especialmente Francia, que se han visto afectados por las medidas antirreligiosas, serán los más generosos, en el
momento de las restauraciones monárquicas, en el envío de misioneros que parten con una abnegación excepcional y
absoluta.

Con este espíritu fueron fundadas las congregaciones misioneras masculinas y femeninas, que jugarán, a continuación,
un papel tan grande. Así, en 1847, Mons. Truffet, el vicario de las dos Guineas, escribe a Roma: «El primer deber del
apóstol... es la abnegación de todo su ser humano, que le hace descender al nivel de sus neófitos e identificarse
humanamente con ellos, para identificarlos espiritualmente con él... Esta recíproca asimilación es el medio de conocer,
de reunir y de fecundar los elementos religiosos y sociales, que Dios ha depositado por todas partes donde ha creado a
sus hijos e imágenes, sea cual fuere la diferencia del color de la piel». Esta «recíproca asimilación», que llega a
comparar incluso con el misterio eucarístico, es el objetivo final de las vocaciones misioneras para África, en la opción
generosa del sacrificio.

Por la misma época, Jacob Libermann (+1852), mucho antes de la fusión de la congregación de los Padres del Espíritu
Santo con la del Sagrado Corazón de María, recomienda, simultáneamente, la preparación de un clero indígena y la
dependencia que la misión debe tener con respecto a las iniciativas de la Santa Sede. Esto supone para los misioneros
la garantía «de ser más fervientes, más celosos, más desprendidos de la tierna y de nosotros mismos». El
ultramontanismo de mediados del siglo XIX es uno de los elementos importantes de este período: se da importancia a la
independencia de los misioneros, presintiendo y temiendo al mismo tiempo el problema de las nacionalidades
coloniales, que se planteará un poco más tarde.

En 1864, al presentar en Roma su proyecto para la «conversión de los negros» (él dice negritud: nigrizia), Daniel
Comboni (+1881) escribe esta fórmula a la que se promete un hermoso futuro: «¿No podría promoverse la conversión
de África por África... allí donde el africano vive y permanece, allí donde el europeo trabaja y sobrevive?» En 1878, diez
años después de haber fundado la congregación de los Padres blancos y luego la de las Hermanas blancas, Mons.
Lavigerie (+1892), arzobispo de Argelia, escribe una memoria secreta para la Congregación de la Propagación de la fe,
cuyos términos son explícitos. «Para transformar' África», es decir, para volverla cristiana, «la educación material de
nuestros jóvenes negros (futuros maestros y catequistas) debe ser africana, esencialmente africana; mas, por contra, su
educación religiosa debe ser esencialmente apostólica». Contra los «civilizadores filántropos» de su tiempo, Lavigerie
101
precisa las medidas que conviene tomar para evitar esta «aculturación» (que es lo contrario de inculturación), en cuanto
a las costumbres, lengua, mentalidad, tan perjudicial a la identidad humana y cristiana.

La segunda fase llega hasta la segunda guerra mundial. Comienza más o menos con el martirio de los neófitos de
Uganda, que tuvo lugar entre 1885 y 1887 en el curso de persecuciones.

Estos mártires, diferentes en edades y funciones, hombres y mujeres, bajo la guía de Carlos Lwanga, sufrieron
ejecuciones muy crueles que hicieron más de cien víctimas: católicos, protestantes y anglicanos. Este es el momento
exacto de la conferencia de Berlín (1884-1885), que repartió el continente en zonas de influencia para los diversos
países europeos, aunque, de hecho, acelera un proceso de reparto de África que ya estaba iniciado. Este período
misionero coincide con el apogeo de los imperialismos coloniales.

Se ha planteado con mucha frecuencia el problema de la vinculación entre expansión misionera y colonización. Sin
negar su recíproco apoyo, hay que constatar también que, frente al anticlericalismo de los gobiernos de finales del siglo,
aunque su versión de ultramar estuviera edulcorada, los misioneros han tendido más bien a conservar su independencia
e incluso a desarrollar una especie de derecho privado cristiano, que tomaba sus distancias con respecto al derecho
consuetudinario sostenido por los colonizadores. Sin embargo, la tarea de alfabetización y de educación de las
congregaciones misioneras fue apoyada por las administraciones. No se debe a la casualidad que el papa Benedicto
XV, ya desde 1919 en su encíclica Máximum illud, y al año siguiente en su Instrucción Quo efficacius, recomiende
ampliamente evitar todo nacionalismo y toda intervención de tipo político: «el misionero apostólico no debe tener
ninguna otra intención, ni proponerse ningún otro fin que la conversión de los hombres a Dios y la salvación de las
almas».

En efecto, tras la primera guerra mundial, ha cambiado el horizonte. Existe también el descubrimiento de un pluralismo
cristiano en África, que trae consigo una cierta tolerancia. Las misiones protestantes son a menudo más antiguas que
las católicas. Muchas de ellas han sido financiadas y desarrolladas por la Sociedad misionera de Londres, fundada en
1795, que funciona sobre una base interconfesional. El símbolo de estas misiones protestantes es David Livingstone
(+1873): explorador, médico y misionero al mismo tiempo.

El aspecto universalista y místico se profundiza y se hace tangible cuando Pío XI proclama a santa Teresa del Niño
Jesús, en 1929, patrona de las misiones. Pero subsisten tensiones, de las que el Congo belga ofrecen buenos ejemplos.
Frente a Mons. Jean de Hemptinne, vicario apostólico en Katanga de 1932 a 1958 y defensor de la «civilización
cristiana», amigo personal de Albert, rey de los belgas, se levanta el franciscano flamenco Placide Tempels, autor de
una obra controvertida: «La filosofía bantú», y asimismo el «profeta» Simón Kimbangu, fundador de una nueva religión,
cuyos elementos cristianos están fuertemente africanizados. Si bien antes de 1945 los misioneros tienen clara
conciencia de que han venido a evangelizar antes que a civilizar, comienza a plantearse la cuestión de una
africanización en profundidad de las Iglesias del continente. Esta será la problemática del tercer período, el que sigue a
la segunda guerra mundial, contemporáneo de la descolonización. Los modelos misioneros se modifican; se constituyen
las «jóvenes Iglesias». Pero la mutación se lleva a cabo en medio de verdaderas tragedias, como en la guerra civil que
desgarra el Congo y que se imputa a los misioneros blancos. No había llegado todavía el momento de emitir un juicio
matizado sobre el período colonial, que no fue ciertamente una empresa desinteresada, pero que, bajo unos aspectos
paternalistas, por lo menos ha revelado los africanos a sí mismos.

En consecuencia, se oye otro tono en el Vaticano II, donde el 10% de los Padres conciliares representaba a África,
mientras que prácticamente no había ninguno en el Vaticano I, cuyo esquema sobre las misiones no tuvo tiempo de ser
discutido. Por el contrario, el decreto Ad Gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, ha sido profundizado en el
Vaticano II. No detalla las diversas regiones del mundo donde se ejerce, pero plantea con mucha nitidez los funda-
mentos de la «inculturación» (n. 22): «Ciertamente, a semejanza de la economía de la Encarnación, las Iglesias
jóvenes, radicadas en Cristo y edificadas sobre el fundamento de los Apóstoles, asumen en considerable intercambio,
102
todas las riquezas de las naciones que han sido dadas a Cristo en herencia (Sal 2, 8). Dichas Iglesias reciben de las
costumbres y tradiciones, de la sabiduría y doctrina, de las artes e instituciones de sus pueblos, todo lo que puede servir
para confesar la gloria del Creador, para ensalzar la gracia del Salvador y para ordenar debidamente la vida cristiana...
Para conseguir este propósito es necesario que en cada gran territorio socio-cultural se promueva aquella consideración
teológica... Con este modo de proceder se evitará toda apariencia de sincretismo y de falso particularismo, se
acomodará la vida cristiana a la índole y el carácter de cada cultura». Esta última frase es una referencia a la alocución
pronunciada, en 1964, por Pablo VI en la canonización de los mártires de Uganda, beatificados por Benedicto XV en
1920, como si su protección acompañara los grandes momentos de la vida eclesial africana.

El papa, efectivamente, va a profundizar en esta intuición, primero, en su mensaje a África del 31 de octubre de 1967:
en él realiza un balance detallado de la misión de los siglos pasados y enumera las dificultades del momento. Después
va a Uganda, del 31 de julio al 2 de agosto de 1969, y afirma allí que la comunión con la Sede apostólica no sólo no
suprime, sino que promueve la personalidad africana. Y proclama que «los africanos son ahora sus propios misio-
neros». Este es también el lenguaje que emplea Juan Pablo II en el curso de sus viajes pastorales a África.

El 13 de agosto de 1985, ante los intelectuales de Yaunde en el Camerún, el papa ha establecido explícitamente el
vínculo entre la fe cristiana y la cultura: «La ruptura entre Evangelio y cultura sería un drama. Los elementos positivos,
los valores espirituales del hombre africano deben ser integrados, cada vez más integrados. Cristo ha venido a dar
plenitud. Existe, pues, un esfuerzo incansable de inculturación a desarrollar». Juan Pablo II llama a esto la segunda
evangelización de África, y encarga de ella a los mismos africanos, del mismo modo que la propone a Europa desde
1979.

EUROPA
El caso de la Europa del siglo XX es, sin embargo, más complejo, pues fue la cuna de la cristiandad. No es este el lugar
para confeccionar un balance, aunque fuera histórico, de los factores que han contribuido a este divorcio entre las
mentalidades contemporáneas y la Iglesia, o incluso el cristianismo en general: hemos visto aparecer algunos de estos
factores en los capítulos 10, 11 y 12. Es cierto que, en el siglo XIX, la Iglesia se ha sentido en una posición inestable
ante los errores moderaos, como testimonia el Syllabus, fuente de tantos malentendidos. Lacordaire es uno de los raros
católicos, quizás porque procedía de la incredulidad, que sintió la generosidad y la grandeza de ciertos valores de su
tiempo.

A título de ejemplo referente a la Europa occidental cabe evocar un intento que, en Francia, fue doloroso, pero que
prosigue ahora su paciente curso de inculturación: la del compartir la condición obrera por parte de los sacerdotes.

La descristianización, procedente de las profundas mutaciones engendradas por la Revolución francesa y por la
Revolución industrial, ha hecho sentir sus efectos en los diferentes países occidentales, particularmente en Francia, y,
desde finales del siglo X I X , el fenómeno se hizo patente en la clase obrera. Esta fue la gran preocupación de Pío XI,
del padre Cardijn, que, primero en Bélgica, crea la Acción católica con este fin de evangelización, para «volver a hacer
cristianos a nuestros hermanos», y de tantos otros pastores.

Tal es el caso del cardenal Suhard (+1949), que fue nombrado arzobispo de París, el año de la derrota, 1940. Al año
siguiente obtiene la fundación de la «Misión de Francia», emplazada en Lisieux bajo el patronato de santa Teresa del
Niño Jesús, para formar sacerdotes destinados a las diócesis y a los medios más descristianizados. En 1943, los padres
Henri Godin e Yvan Daniel, consiliarios de la «JOC» (Juventud Obrera cristiana), publican un librito que es un grito de
alarma: Francia, ¿país de misión? A partir de constataciones de la sociología, estiman que únicamente comunidades
de base situadas en el medio obrero podrán paliar el terrible «desarraigo», «causa principal de la descristianización del
proletariado». El cardenal Suhard constituye entonces, en enero de 1944, la «Misión de París», de donde salen los
primeros sacerdotes obreros. Al mismo tiempo, se desarrolla una experiencia del mismo tipo en Alemania, puesto que
como el gobierno nazi se negaba a que los capellanes asistieran a los jóvenes reclutados para el Servicio de trabajo
103
obligatorio, algunos sacerdotes se unían a los que eran reclutados. El jesuíta Henri Perrin ha contado esta experiencia
en 1945.

Por estas fechas, algunos sacerdotes franceses deciden ir a trabajar a las fábricas y entrar en la paciente
evangelización a largo plazo mediante la presencia y el compartir la vida. Uno de los primeros fue Henn Barreau, que
participa en las durísimas huelgas que se desarrollan en el clima de enfrentamiento social de los años que siguieron a la
Liberación de Francia. Muchos de los sacerdotes obreros se afilian a los sindicatos, incluso al que, en Francia, es el
órgano del Partido comunista, que goza de prestigio por su participación en la Resistencia y por la hegemonía que la
Unión Soviética ejerce en la Europa del Este.

En este clima de la «guerra fría» entre el bloque de la Alianza atlántica y el Pacto de Varsovia, constituidos al acabar la
guerra, es donde debemos situar el problema que va a surgir entre los sacerdotes obreros franceses y las autoridades
romanas. El tipo de vida de los sacerdotes obreros, su compromiso sindical y político, son absolutamente inéditos y
plantean nuevas cuestiones sobre la identidad sacerdotal, cuyo modelo ha sido brindado por la renovación católica
salida del concilio de Trento, en un mundo tan diferente.

Pío XII está inquieto por la atracción ejercida por el marxismo sobre estos sacerdotes. El discurso de estos últimos, cuya
generosidad no presenta la menor duda, se presenta como una reducción del mensaje de la Iglesia. A partir de 1953,
una serie de primeras medidas frenan la experiencia, y, el 23 de septiembre, el nuncio en París, Mons. Marella, da
cuenta de la prohibición de que los sacerdotes trabajen en fábricas.

Algunos intelectuales católicos se rebelan; los cardenales franceses van a Roma para explicarle al papa la situación. La
decisión se mantiene para el 1 de marzo de 1954. Una parte de los sacerdotes obreros franceses, quizás el sesenta por
ciento, desobedecen y siguen trabajando. En el conjunto de la opinión pública, la reacción de las autoridades
eclesiásticas es, al parecer, mal comprendida.

Desde agosto de 1954 se vuelve a abrir el seminario de la Misión de Francia, pero el trabajo asalariado, limitado a
algunas horas diarias, será sometido a ciertas condiciones, entre ellas la inserción de estos sacerdotes en parroquias.
De manera progresiva, a pesar de las llamadas efectuadas en 1959 a la disciplina en vigor, se lleva a cabo un
apaciguamiento. Tras la encíclica de Juan XXIII Mater et magistra (1961) y el concilio Vaticano II, aunque también en
virtud de los cambios políticos acaecidos en el mundo, la existencia de los sacerdotes obreros ya no plantea problemas,
aunque se mantienen las exigencias de prudencia.

No hemos pretendido tomar aquí más que un ejemplo, entre otros que afectarían a diferentes países, de una de las
exigencias de la confrontación de la Iglesia con el mundo contemporáneo en Europa y en otras partes. Eso no es óbice
para que la sociedad europea, cada vez menos agrícola, se vuelva asimismo cada vez menos obrera. ¿A qué medios
debe dirigirse la Iglesia prioritariamente? ¿a los «técnicos»? ¿a los científicos? ¿a los que despliegan su actividad en los
medios de comunicación?

¿Cuál será el desafío del próximo siglo? Ya lo hemos dicho a lo largo de este libro, que -¿hace falta repetirlo?- no
pretende ser exhaustivo: los desafíos que ha encontrado la Iglesia a través de su historia, salvo excepciones, no
parecen desaparecer, sino subsistir transformándose. Por eso pueden abrirse a una cierta tipología. Pero cabe imaginar
cuáles serán esos desafíos: el de la inculturación, del que la «teología de la liberación» quizás sea una modalidad, anda
lejos de haber sido superado, y está ligado al problema del desarrollo y del foso existente entre, si no el Norte y el Sur,
sí al menos al que existe entre más ricos y más pobres. El desafío de Europa ha recobrado actualidad con el deshielo
casi completo de la glaciación marxista, simbolizado por los acontecimientos del año 1989 y que han repercutido por la
Centesimas annus de Juan Pablo II. Finalmente, subsiste el desafío, abierto después de tantos siglos, de la unión de
los cristianos, el ecumenismo, que reclama, por lo menos, un conocimiento recíproco.

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BIBLIOGRAFÍA

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TEXTOS
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Paris, 1860.
Luis Lecomte, Nouveaux mémoires sur l'état présente de la Chine, 1687-1692, Paris, 1990.
Pedro Lozano, Historia de la Conquista del Paraguay, Rio de la Plata y Tucuman, 5 vol., Buenos Aires, 1873-1875.
Luis Antonio Muratori, Il cristianesimo felice nelle Missioni de'Patri della Compagnia di Gesù nel Paraguai, 2 vol., Venecia,
1743-1749. Ruiz de Montoya, Conquista espiritual del Paraguay, Madrid, 1639. Francisco de Vitoria, Relaciones teológicas, ed.
T. Urdanoz, Madrid, 1960.

XIV. IGLESIAS ORIENTALES

LAS IGLESIAS ORIENTALES


Por muchas razones, debidas sobre todo a la separación entre las Iglesias ortodoxas de Oriente y la Iglesia romana,
que riñen de parcialidad los relatos de lo que pasó antes de la discordia, y de indiferencia lo que vino después, los
católicos no tienen, por lo general, sino una idea muy ligera de la historia de los cristianos orientales. A esto debemos
añadir que, por estar redactadas, tanto la documentación como las obras históricas, en griego, árabe o en lenguas
eslavas, el acceso se ha hecho difícil. Hemos tenido que esperar a que vinieran los emigrantes ortodoxos, para disponer
de libros o artículos redactados en alguna de nuestras lenguas occidentales. Pero nada se hubiera podido hacer sin el
impulso ecuménico, ratificado por el Vaticano II, ni sin el interés por la piedad y la tradición de las Iglesias de Oriente,
que ha seguido al Concilio
.
Como es imposible hacer mención de todas las tradiciones e Iglesias orientales, nos contentaremos con elaborar un
esbozo de la Iglesia griega bizantina y el patriarcado de Constantinopla, del cristianismo eslavo y, por último, diremos al-
gunas palabras sobre el catolicismo oriental.

INDIVISIÓN Y RUPTURAS
El concepto eclesiológico de Iglesia indivisa, empleado para designar al cristianismo de los mil primeros años, aun
siendo probablemente útil, no parece corresponder a una realidad vivida. Ya desde la división del Imperio romano en dos
mitades, a finales del siglo IV (395), se instauró una separación de mentalidades e incluso una cierta rivalidad entre la
antigua Roma y la nueva, la ciudad de Constantino, Constantinopla, fundada el año 324 por este emperador que se hizo
cristiano.

Apoyándose en diferentes criterios, los historiadores (como Duchesne o Jugie) consideran que, desde el comienzo del
siglo IV hasta mediados del IX, casi la mitad de este tiempo puede ser contabilizado como ruptura desde un punto de

105
vista religioso, y que ambas partes vivían en un estado de cisma, más o menos grave, como lo fue el llamado «de
Acacio», entre los años 482 y 519.

Los Concilios ecuménicos fueron, en primer lugar, Concilios orientales, y reunían en Oriente a obispos orientales para
tratar cuestiones de teología disputadas en Oriente, aun cuando su importancia, por referirse a Cristo y a la Trinidad,
comprometía evidentemente la fe de toda la Iglesia. Ciertamente, participaban en las decisiones conciliares
representantes del obispo de Roma, y la Sede apostólica otorgaba su aval o les brindaba una base teológica, como el
Tomo a Flaviano, redactado por san León Magno, que fue asumido por el concilio de Calcedonia. Mas fue
precisamente este Concilio del año 451 el que, en su canon 28, quiso dar a Constantinopla el primado a costa de
Alejandría. San León Magno no reconoció la nueva jerarquía de las metrópolis eclesiásticas, votada en ausencia de los
legados romanos, y que, sobre todo, contradecía una decisión tomada en Nicea.

De hecho, a partir de ese momento, es decir, tras la caída del Imperio de Occidente el año 476, luego, siglo y medio
después, en el momento de la fulgurante conquista de Asia por el Islam, las dos mitades de la Iglesia van a separarse
cultural y psicológicamente, hasta formar dos civilizaciones distintas. En Occidente, la Iglesia se consagra a la
cristianización y a la integración de las tribus «bárbaras», que afluyen en sucesivas oleadas (ver capítulo 4), al tiempo
que el Oriente consagra todas sus energías a resistir ante el Islam, que ha integrado bajo su soberanía las tres antiguas
sedes prestigiosas de la Iglesia: Alejandría, Antioquía y Jerusalén.

Habrá que esperar, sin embargo, hasta mediados del siglo VIII para ver aparecer una decisión que da testimonio de la
voluntad del obispo de Roma de volverse hacia el extremo Oeste: esto es lo que dice explícitamente una carta del papa
Gregorio II, fechada en tomo al año 730 y dirigida al emperador León III, en el contexto de la querella iconoclasta.
La querella sobre las imágenes, que, de hecho, se extiende a lo largo de siglo y medio1 de la historia de la Iglesia de
Oriente, pone en juego las grandes adquisiciones de la cristología calcedoniana. Pero estas apuestas no han sido
siempre bien percibidas en Occidente, lo que constituye otra prueba de la distancia conceptual y lingüística que la
separa ya del Oriente.

La situación de los príncipes cristianos, a mediados del siglo VIII, es además, tanto al Este como al Oeste, muy precaria.
El emperador bizantino está amenazado, simultáneamente, por los árabes y por los búlgaros, que apresan al
Imperio como con una tenaza, al tiempo que Italia, y en particular los Estados pontificios, son tomados al asalto por los
lombardos, que se hacen con Ravena, la ilustre capital, el año 751. Los papas Gregorio II y Esteban II están cansados
de las querellas, de las moratorias, de los malentendidos que encuentran en Oriente y deciden volverse de manera
resuelta hacia el Oeste, donde unos pueblos jóvenes esperan de ellos reconocimiento y enseñanza. El papa Esteban II
se encuentra en el año 754 con Pepino, rey de los francos. Roma va a convertir a este último en el fundador de la nueva
dinastía imperial.

La coronación de Carlomagno, el año 800, contribuye al escándalo que proporciona el papado a los Bizantinos, para
quienes no hay más que un solo Emperador: el de la nueva Roma. A este agravio, debe añadirse aún las torpes y mal
informadas condenaciones de los Libros carolinos sobre la cuestión de las imágenes, por medio de las cuales los
teólogos protegidos por los Carolingios entendían tomar sus distancias respecto a Nicea II, que justificaba el culto a las
imágenes.

Está, por último, la inserción unilateral del Filioque en el Credo común de Nicea-Constantinopla. Esta palabra única,
que indica la «procesión» (o, en griego, «ekporesis», lo que es diferente) del Espíritu Santo, del Padre y del Hijo, va a
ser la fuente de disensiones teológicas y eclesiológicas mayores entre Oriente y Occidente. En su origen, fue una
imposición, a pesar de las resistencias del papado, proveniente del poder carolingio, que se considera responsable de la
pureza de la fe, en respuesta a una herejía cristológica, el adopcionismo, nacida en tierras españolas.

106
Así pues, en la primera mitad del siglo IX, ya están presentes los elementos de discordia, política y religiosa, que
desembocarán en una incomprensión creciente. No es extraño que, en la segunda mitad de este siglo, surgiera un pro-
fundo desacuerdo que termina en un cisma. Se oponen dos personajes de gran talento: el Patriarca de Constantinopla,
Focio (o Fotios, en griego) (t 891), uno de los hombres más cultivados de su tiempo, y el papa Nicolás I (+867), que
puso muy alta la función pontificia del obispo de Roma. Se trata de dos hombres intransigentes, imbuidos de sus
prerrogativas. Entre ambos se interpone un tercer actor: el patriarca Ignacio (| 877), partidario de actuar severamente
con los clérigos iconoclastas, cuya condenación había sido pronunciada, gracias al «triunfo de la ortodoxia», en el
Concilio celebrado en marzo del año 843. Esta historia está llena de idas y venidas, puesto que, por un cambio de la
situación, Focio murió en comunión con Roma, aunque exiliado. También fue él el artesano del envío de Cirilo y de
Metodio a las regiones eslavas. Eso no es óbice para que la querella con Focio proporcionara el doble arsenal de
agravios que latinos y griegos formulan unos contra otros, yendo, tanto de una como de otra parte, del reproche de
herejía al reproche de haber conservado extrañas costumbres judías y bárbaras.

Este inventario será reutilizado en el año 1054. Se considera esta fecha, sin duda de modo erróneo, como la de la
consumación de la ruptura, con lo que ha adquirido un estatuto simbólico. El levantamiento, en la última sesión del con-
cilio Vaticano II (1965), de las recíprocas excomuniones referidas a esta fecha por la Iglesia de Constantinopla y por la
Iglesia de Roma, estaba destinado a mostrar la inanidad y a deplorar el daño que ocasionaron.

El cisma de 1054 debe ser situado en el contexto de la conquista de Sicilia y del Sur de Italia por los normandos, que
impusieron a los griegos de estas regiones, hasta entonces bajo la soberanía bizantina, el paso a la liturgia latina. Como
medida de retorsión, el patriarca Miguel Cemlario, que no tenía un carácter fácil precisamente, quiso que los monjes
latinos de Constantinopla utilizaran el rito griego. Asistimos en estos momentos a los primeros comienzos de los trabajos
del papado orientados a reflotar la barca de Pedro, encallada en el barro. Los enviados de León IX a Constantinopla son
reformadores de la Iglesia latina: Humberto, monje de Moyenmoutier, futuro cardenal, Esteban de Lorena, que pronto
se convertirá en el papa Esteban IX, así como Pedro, arzobispo de Amalfi. Los legados, aun habiendo fallecido el
pontífice que les había enviado a negociar, pronunciaron solemnemente una excomunión que, por supuesto, fue pagada
con la misma moneda.

Los historiadores han mostrado que la fecha de 1054 puede ser considerada tanto como la del fracaso de los primeros
intentos de unión, como la de la última ruptura. Todos están de acuerdo en subrayar que el impacto psicológico, que
permaneció en la mentalidad del clero y del pueblo, impidiendo la llegada a buen puerto de las «uniones» y
reconciliaciones a las que llegaron las autoridades políticas, procede del «desvío» de la cuarta cruzada del año 1204.

Ésta fue desviada, efectivamente, de su objetivo y de su itinerario por instigación de los venecianos. Los cruzados,
caballeros de Cristo destinados a liberar su tierra natal, se dejaron conducir al saqueo de Constantinopla del 9 al 12 de
abril de 1204 y, en particular, a la profanación de Santa Sofía. La desolación en que hundió esta noticia a Inocencio III
no arregló nada, el mal ya estaba hecho.

El establecimiento de reinos latinos, y hasta de un Imperio, en Jerusalén, entrando en competencia con el de Bizancio
en el siglo XIII, hecho que condujo a una latinización, dejó huellas profundas en la sensibilidad de los cristianos de
Oriente, que consideraron a sus hermanos de Occidente como bárbaros, saqueadores y blasfemos: «llevando la cruz
al hombro, habían abatido la verdadera cruz», dice Nicetas Choniatés, uno de los cronistas más prolijos y más
severos de este drama, que opone el relativo respeto de los musulmanes al furor de los cristianos latinos, que apagan
«la luz del mundo, Constantinopla, madre de las Iglesias, fuente de la fe, maestra de la ortodoxia, sede de las
ciencias».

Cuando, en dos ocasiones, en el concilio II de Lyón de 1274 y en el concilio de Ferrara-Florencia de 1438-1439, se


consiguió construir la unión sobre el papel, dictada por las necesidades políticas del emperador bizantino, asediado por
los turcos, la presión popular, influenciada por los monjes griegos, impidió su puesta en práctica. Mas eso prueba, al
107
menos, que la ruptura fue considerada siempre como algo insoportable. De hecho, conviene distinguir entre estos dos
momentos, porque en el concilio de Florencia, más que en el de Lyón, la confrontación se llevó a cabo en pie de
igualdad, mediante auténticas discusiones teológicas, aunque incompletas, sobre el Filioque, sobre el primado romano,
sobre la Eucaristía (¿se debe seguir empleando pan ázimo como hacían los latinos?, los griegos consideraban esta
práctica como veterotestamentaria) y sobre el purgatorio.

La resistencia más feroz a la unión de Florencia, orquestada por Marcos de Éfeso (+1444/45), que se opuso a ella, y
proseguida por su amigo Jorge Scholarios, más filósofo que teólogo por otra parte, que se convirtió en el patriarca
Gennadio tras la caída de la ciudad de Constantinopla, se originó en los medios monásticos, que habían conocido,
gracias al palamismo, un renacimiento espiritual y místico en el siglo XIV.

Gregorio Palamás (1296-1359) :\ monje del Monte Athos, retomando la enseñanza de numerosos místicos antiguos -
Evagrio Póntico (t 399), Macario el Egipcio (+hacia 390), Juan Clímaco (+650), san Simeón el Nuevo Teólogo (+1022)-
- sintetiza en una visión de teología mística la doctrina de la oración del corazón, «u oración de Jesús», de la
hésychia (palabra que significa reposo, recogimiento, fruto de la plegaria interior), que condujo a la teología de la dei-
ficación de aquellos que llevan una vida santa e interpelan a todos los cristianos mediante su ejemplo y su compromiso
con una vocación semejante.

Palamás recoge la enseñanza de sus predecesores: Nicéforo el Hesiquiasta (t hacia 1280), monje de Athos, con su
tratado De la sobriedad y de la guarda del corazón, o también Gregorio el Sinaíta que, tras el Sinaí y el monte
Athos. encontró refugio en Paroria, no lejos de Bulgaria, desde donde el «hesicasmo», que así se llama esta doctrina,
se extendió por los países eslavos. Es, pues, toda una tradición lo que recoge Palamás. Este último fue atacado por
Barlaam, monje calabrés, al que sus investigaciones sobre el filioque condujeron a las conclusiones de la Iglesia de
Oriente, pero que, entre 1340 y 1345, sirvió de intermediario con los latinos y, en particular, con el papado de Aviñón.
Considera Barlaam que es imposible que el hombre alcance esta visión mística antes de la muerte. Palamás precisa
entonces su doctrina y desarrolla la teología de las «energías divinas». Ciertamente la esencia divina continúa siendo
inaccesible, pero hay algo así como unos rayos que constituyen las operaciones y los atributos divinos: uno de ellos es
la luz divina, deificante, la misma que envuelve a Cristo y a los apóstoles el día de la Transfiguración del monte Tabor,
razón por la que esta luz recibe el nombre de «tabética». «Esta luz resplandece en parte, como una prenda, para
aquellos que han superado, en medio de la impasibilidad, todo lo que es maldito, y mediante la oración pura e inmaterial
[incluso] todo lo que es puro». Esta gracia increada permite la deificación, sin atentar contra la esencia divina.

Barlaam se opone a esta visión mística en razón de su teoría del conocimiento, tomada de Aristóteles y santo Tomás,
que se apoya en la percepción sensible, y también en razón del postulado neoplatónico, leído sobre todo en el Pseudo-
Dionisio, de una incognoscibilidad de Dios. Barlaam representa el polo racional de la teología, juzgado sin duda como
demasiado occidental, y Palamás el polo místico. Si estamos insistiendo en el debate del siglo XIV sobre el hesicasmo,
es porque es revelador de la tendencia de la Iglesia de Oriente a tomar sus distancias con respecto a todo tipo de
teología racional.

Uno de los más violentos detractores de la unión con los latinos, Simeón, arzobispo de Tesalónica (+1429), escribe
esto: «Vosotros sois los discípulos, no de los Padres, sino de los paganos. También yo, si quisiera, lanzaría, contra
vuestros razonamientos sofísticos, silogismos mejores que los vuestros. Pero no quiero: a los Padres y a sus escritos es
a quienes pediré mis pruebas. Vosotros me oponéis a Platón y a Aristóteles o bien a vuestros recientes doctores. Frente
a ellos colocaré yo a los pescadores de Galilea, con su palabra franca, su sabiduría verdadera y su aparente locura».

En esta negación de la escolástica latina, diríase que oímos, aunque un siglo antes, a los «evangélicos» o reformadores
protestantes. Esto explica también la irreductible oposición de los monjes y del clero a los intentos de unión con los
latinos. Arraigado en una visión más litúrgica y más sacramental, por obra de Nicolás Cabasilas (+1371), el hesicasmo

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va a convertirse, mediante un largo desarrollo, en lo que resta de la Iglesia griega después de 1453, y también en las
regiones eslavas «la teología mística de la Iglesia de Oriente».

La ruptura más profunda se produjo la mañana del 29 de mayo de 1453, cuando los turcos de Mahoma II se apoderaron
de la nueva Roma y se hundió el Imperio bizantino. En adelante la Iglesia griega de Oriente estará sometida bajo el
yugo otomano. Sólo escapó la República monástica del Monte Athos, y eso hasta 1821, momento en que los turcos
aprovecharon la ocasión brindada por la represión del movimiento de independencia de Macedonia para apoderarse de
la casi isla ortodoxa hasta 1912.

LA ORTODOXIA GRIEGA BAJO EL ISLAM


Al tiempo que los turcos asediaban la ciudad de Constantinopla, fue revitalizada la unión con los latinos, como una
última tentativa a la desesperada, pero fue un gesto oficial, que no contaba con la adhesión de los monjes o de los nota-
bles del pueblo. Se cita siempre esta frase de un dignatario imperial llamado Lucas Notarás: «Más vale ver reinar en
nuestra ciudad el turbante de los turcos que la mitra de los latinos». La ciudad cayó el 29 de mayo de 1453.

El año 1456 sucumbe, a su vez, Atenas, y lo mismo que Santa Sofía de Constantinopla, también el Partenón, que servía
de iglesia, se convierte en una mezquita. El imperio otomano, que debe su nombre a Osmán (+1326), invade
progresivamente todo el oriente cristiano, con excepción del Imperio raso.

Preocupado por respetar la autonomía administrativa de los cristianos, pero poco deseoso de verles apoyados en una
unión con los latinos, el sultán hizo entronizar a Jorge Scholarios como Patriarca ecuménico con el nombre de
Gennadio II. Sigue siendo un irresistible adversario de Florencia, aunque pasa por un buen conocedor de santo Tomás
de Aquino. Adquiere así jurisdicción sobre todos los cristianos del Imperio otomano, sea cual fuere su lengua, nación, o
incluso su fe. Como califa cristiano o, más exactamente, «etnarca», el Patriarca goza de grandes privilegios y de un
poder superior al que disponía en el Imperio bizantino. Algunos años más tarde, tuvo que compartir esta jurisdicción con
el Patriarca armenio de Constantinopla, Hovaghim, que tomó bajo su autoridad a los monofisitas y a los nestorianos.

Las elecciones patriarcales eran ocasión de pagos considerables al tesoro de los ocupantes otomanos. Así fue como se
introdujo una atmósfera de corrupción y de maniobras políticas, que mezclaron a la jerarquía ortodoxa en las querellas
del palacio de la Sublime Puerta.

Gennadio II hizo denunciar de manera oficial la unión de Florencia en 1454 y, treinta años más tarde, de común
acuerdo con los otros tres patriarcas orientales, publicó un oficio de reconciliación de los latinos con la ortodoxia, que no
incluía más que la administración de la confirmación. Así, no se exigió el bautizarse de nuevo antes del sínodo de
Constantinopla de 1755 y en las islas griegas que permanecieron bajo dominio veneciano, hasta esta época subsistió
una inter-comunión entre ortodoxos y católicos.

La jerarquía ortodoxa tuvo que tomar posición, en los siglos XVI y XVII, frente a las grandes corrientes teológicas de
Occidente, con las que, a pesar de su relativo aislamiento, se vio confrontada. Los embajadores de las grandes po-
tencias en Constantinopla hicieron en ocasiones de puntos de enlace y de intermediarios solícitos.

A finales del siglo XVI, el patriarca Jeremías Tranos (+1597) recibió varios tipos de demandas. En 1572, algunos
teólogos de Tubinga le enviaron un ejemplar en griego de la Confesión de Augsburgo, carta magna del luteranismo, soli-
citando su opinión. La recibieron, efectivamente; su tono era cortés, pero el juicio sobre la teología que en ella se
profesaba fue muy severo. En 1582, fue Gregorio XIII el que, a su vez, sometió al Patriarca su proyecto de reforma del
calendario. Jeremías realizó algunas sugerencias, emprendió negociaciones con los otros patriarcas, que no dieron
curso a un proyecto de adopción común del calendario gregoriano. Es conocida la gran cantidad de problemas que
sigue planteando a ciertas Iglesias orientales el paso al calendario universal.

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En los primerísimos años del siglo XVII se instaló el patriarcado en el barrio del Fanar de Constantinopla, donde sigue
todavía. Poco después, fue elegido para la sede patriarcal de Alejandría en 1602 y, más tarde, en 1620, para la de
Constantinopla, un hombre dotado de una extraña personalidad, Cirilo Lukaris. Cultivado, inteligente, perfecto
conocedor del latín, Lukaris llevó, o estuvo a punto de llevar, la ortodoxia griega por caminos extraños.

En Alejandría, cuya tradición es, en efecto, más próxima a la de Roma, le vemos, primero, atraído por el catolicismo,
como atestigua una carta del 28 de octubre de 1608 dirigida al papa Pablo V; se trata de una adhesión pura y simple al
«pastor universal». Pero en 1612 ha cambiado ya y, por medio del embajador de Holanda en Constantinopla, Cornelius
Haga, entra en contacto con los libros y los teólogos reformados. En 1629 hace publicar en Ginebra una Confesión de fe
en que retoma los puntos esenciales del calvinismo que estaban, al parecer, menos en consonancia con la teología
ortodoxa: el rechazo del sinergismo, de la Tradición y del culto a los santos. Fue acogida con entusiasmo en los círculos
protestantes de Inglaterra, Holanda y Ginebra, pero fue condenada de manera unánime por las Iglesias orientales. En
1638 Lukaris fue depuesto, acusado y, finalmente, estrangulado con un pretexto político. Los sínodos locales repitieron
hasta el final del siglo su desaprobación del calvinismo de Lukaris, como para lavar la ortodoxia de toda sospecha de
protestantismo.

Por la misma época, en Kiev, el metropolita Pedro Moghila redactó, en 1640, una larga confesión en estilo latino. Esta
confesión, sometida a Constantinopla y enmendada en un sentido más ortodoxo, fue aprobada en 1643. El patriarca
Dositeo de Jerusalén, inspirado todavía por la voluntad de refutar la confesión de Lukaris, por instigación del
embajador del rey de Francia en Constantinopla, escribió asimismo una confesión de fe, conocida también con el título
de Actas del concilio de Jerusalén (1672). En ella se reafirmaban los principales puntos de la doctrina negados por
Lukaris.

Dócil a las órdenes del gobierno otomano destinadas a cortar las manifestaciones o veleidades de independencia de
Serbia y Bulgaria, la Iglesia griega se muestra recalcitrante frente a los embates de los misioneros latinos. El patriarca
Crisanto Notaras se queja hacia 1720 al Papa y se queja del Papa a los Patriarcas.

El siglo XVIII ve la recuperación de la tradición hesicasta mediante la divulgación de los principales textos sobre la
oración del corazón. Un monje del Monte Athos, Nicodemo de la Santa Montaña (+1809), y el obispo de San Macario
de Corinto, reunieron los textos conocidos con el nombre de Philocalia de los Padres népticos (amor de la belleza
de los Padres sobrios y vigilantes), que fueron publicados en griego, el año 1782, en Venecia. Este tesoro de la oración
oriental, traducido primero al eslavo, en 1793, y luego al ruso a partir de 1877, ha ejercido una influencia asombrosa
sobre toda la ortodoxia de los dos últimos siglos.

Pero, al comienzo del siglo XIX, el patriarcado de Constantinopla entra en un período de terribles sufrimientos, por su
incapacidad para oponerse a los movimientos de independencia nacional que se manifiestan en el Imperio otomano.

En el transcurso del siglo XIX, el Patriarca de Constantinopla, junto con los de Alejandría, Antioquía y Jerusalén,
contemplaron con reticencias la afirmación del primado pontificio en Occidente. Ya en 1848 una carta común de estos
cuatro patriarcas, firmada además por veintinueve metropolitas, replicó a la exhortación recibida del nuevo papa, Pío IX,
para que volvieran a la unión con Roma. En ella se denunciaba el «papismo» y se recordaban los principios de la
eclesiología ortodoxa. Lo mismo sucedió en el momento de la invitación, transmitida de un modo muy torpe, que este
mismo Pío IX dirigió a los patriarcas para que participaran en el concilio Vaticano I. Del mismo modo, el patriarca
Anthimo de Constantinopla respondió a la encíclica Praeclara gratulationis de León XIII con una carta en la que
recordaba los reproches de la ortodoxia contra el dogma de la Inmaculada Concepción de la Virgen María y el de la
infalibilidad pontificia.

El contraste con la actitud del patriarca Atenágoras ante la invitación cursada por Juan XXIII a las Iglesias ortodoxas,
para que enviaran observadores-delegados al concilio Vaticano II, no puede ser mayor. En virtud de una serie de malen-
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tendidos, el patriarcado de Constantinopla no pudo participar en los dos primeros períodos del Concilio, pero expresó su
profundo pesar por ello. Su diálogo con Pablo VI hizo profundizar, hasta un grado probablemente nunca alcanzado en la
historia, las relaciones entre el obispo de Roma y el de Constantinopla. Este diálogo, proseguido con el sucesor de
Atenágoras, el patriarca Dimitrios I, culminó con el gesto inaudito del 14 de diciembre de 1975, cuando el papa Pablo VI
se arrodilló delante del representante del Patriarca, el metropolita Melitón, y le besó los pies. Los historiadores se
acordaron entonces de la exigencia presentada por el papa Eugenio IV en noviembre de 1437 a la llegada del patriarca
José al concilio de la Unión: que el Patriarca le besara el pie, cosa que este último no aceptó por otra parte. Dimitrios I
había comprendido la fuerza de esta humildad y declaró que ese día el Papa había superado al papado: «Pablo VI nos
ha mostrado lo que puede ser el primer obispo de la cristiandad: una fuerza de reconciliación y de unificación de la
Iglesia y del mundo».

El patriarcado de Moscú, aunque in extremis, había enviado observadores al Vaticano II desde el primer período, mas
la situación política de la Iglesia rusa bajo el régimen comunista era entonces muy dolorosa, porque estaba sometida a
la presión de un ateísmo militante.

EL CRISTIANISMO ESLAVO
Se hace remontar, tradicionalmente, el «bautizo» de Rusia al año 988, fecha de la conversión del príncipe Vladimiro de
Kiev (+1015), desposado con Ana, princesa bizantina. Fue él quien selló la alianza entre el cristianismo griego de
Constantinopla y un pueblo designado con la palabra «Ros», compuesto de va-regos, una tribu escandinava, y de
eslavos. La lengua litúrgica adoptada por la nueva religión nacional fue el eslavo, cuyo alfabeto había sido compuesto
por san Cirilo (| 869) y su hermano Metodio (+885), que habían sido los primeros apóstoles de estas poblaciones: de
esta suerte, la lengua sagrada de la «Tercera Roma» deriva de un dialecto eslavo de los arrabales de Tesalónica.

El hijo de san Vladimiro, Iaroslav, hizo levantar en Kiev una catedral dedicada, como en Bizancio, a la Sabiduría divina.
Los vínculos entre las dos ramas de lo que se convertirá en la ortodoxia fueron muy estrechos: los metropolitas de Kiev
fueron en su mayor parte griegos.

A mediados del siglo XIV, la invasión mongólica aisló a los cristianos eslavos, que gozaron, sin embargo, de una relativa
tolerancia, salvo excepciones en algunos momentos, de las que dan testimonio el martirio de san Miguel de Tchernizov
y de san Romano de Riazán, sufrido por haber rehusado cumplir los ritos paganos que se les exigía.

En la época de la invasión mongólica, el gran príncipe de Novgorod, territorio entonces independiente, Alexander
Nevski (+1263), cuya personalidad ha sido exaltada en 1938 por la película de Einsestein y la música de Prokoviev,
pactó con los invasores y rechazó, sucesivamente, a los suecos en las orillas del Neva, de donde le viene su nombre, y
a los Caballeros teutónicos, el año 1242, en la «batalla del hielo». Mediante esta epopeya el cristianismo eslavo se
sacude el yugo occidental, prefiriendo a él la servidumbre o el vasallaje asiático.

A comienzos del siglo XIV la sede primada se traslada de Kiev a Vladimir y, finalmente, a Moscú. Algo más tarde, san
Sergio Rádonezhski (+1392) funda el monasterio de la Trinidad en Zagorsk, lugar sagrado del cristianismo eslavo: allí
vivió el monje-pintor Andrés Rublev (+1430), que llevó el arte del icono a una especie de perfección.

Un poco más adelante veremos en qué condiciones proclamó Moscú, en 1448, su «autocefalia» respecto a
Constantinopla. Tras la toma de esta ciudad, y tras el matrimonio del zar Iván III, veinte años más tarde, con la sobrina
del último emperador bizantino, se desarrolló la teoría de Moscú como «Tercera Roma», como la llama hacia 1510 la
célebre frase de Filoteo de Pskov: «Dos Romas han caído, pero la tercera permanece en pie y no habrá una
cuarta». Esta idea está cargada de antirromanismo, de sometimiento de la Iglesia al Estado y, mucho más tarde, de
eslavofilismo.

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En este contexto es donde tenemos que comprender el célebre debate entre san José de Volok (t 1515), de tendencia
más estatal e institucional, y san Nil Sorsky (t 1508), defensor de la pobreza monástica y de la independencia de lo
espiritual. Cinco años después de la muerte de Iván IV el Terrible (t 1584), el patriarca de Constantinopla, Jeremías II,
vino a consagrar al obispo Job como titular de la sede, que se convertía en el quinto patriarcado ortodoxo.

LA IGLESIA GRECO-CATÓLICA DE LOS RUTENOS


Uno de los más activos promotores de la unión con Roma en el concilio de Florencia, en 1439, fue Isidoro, el metropolita
de Kiev. Pero a su regreso, tras haber sido nombrado cardenal, encontró una gran oposición por parte del clero polaco,
de tendencia conciliarista, y también de la parte del príncipe de Moscovia, que aprovechó este disentimiento con
Constantinopla, por entonces oficialmente unionista, para hacer consagrar un Metropolita independiente en Moscú el
año 1448. Sólo Lituania seguía siendo favorable a la unión con Roma.

Al tiempo que, en los primeros albores del siglo XVI, Alejandro I Jagellon reunió en un solo reino Polonia y Lituania, los
obispos ortodoxos de los rutenos o ucranianos se encuentran en una situación difícil, no les ahorraban críticas ni en
Varsovia, ni en Moscú, ni en Constantinopla.

En ese mismo momento, cuando el protestantismo realizaba grandes progresos, los jesuítas desplegaron una gran
actividad en Polonia y en Lituania, en particular Pedro Skarga (+1612) y Antonio Possevin (+1611). Estos no podían
hacer otra cosa que apoyar la vinculación a Roma de los rutenos y de los ucranianos. En el sínodo de Brest-Litovsk
(Lituania) del año 1596, los obispos rutenos de rito griego, alentados por el rey de Polonia, Segismundo III (+1632),
decidieron ratificar la unión reanudada algunos meses antes con Roma, sobre las bases establecidas en el concilio de
Florencia y quedar «emancipados de la autoridad de los patriarcas de Constantinopla». El papa Clemente VIII
aceptó el mantenimiento de la liturgia de rito bizantino y la ordenación de hombres casados. En el mismo momento se
celebró un sínodo paralelo y contrario a la unión, que no fue ratificado por el Estado. La jerarquía ortodoxa estuvo a
punto de extinguirse, pero el Patriarca de Jerusalén consagró en secreto a seis obispos el año 1620.

Ipaty Poty (+1613) y después José Rutsky (+1637), metropolitas «uniatas» de Kiev, pusieron en práctica la unión de
Brest-Litovsk, sin poder evitar el paso de numerosos sacerdotes y fieles al rito latino. El arzobispo de Polosk, en la
Rutenia blanca, Josafat Kuncewicz (1580-1623), fue un feroz partidario de la vinculación con Roma, pero fue acusado
de propagarlo mediante la violencia. Se defendió de manera vehemente y fue asesinado cuando se declaró dispuesto a
morir «por la santa unión». Como era de esperar, los historiadores divergen en tomo a su papel, en función de su
adscripción ortodoxa o católica. La Iglesia romana beatificó a san Josafat ya en 1643 y lo canonizó en 1867.

El rey Ladislao (t 1648) hizo que la Dieta del Estado lituano-polaco adoptara la igualdad entre ortodoxos y rutenos
católicos. Era la época en que, como ya hemos visto, Pedro Moghila (+1646), metropolita de Kiev, redactó su
Catecismo ortodoxo y, sobre todo, su Confesión de fe, aprobada por los dos grandes sínodos del siglo XVII: el de Jassy
(Moldavia) el año 1642, al que asistió Pedro, y, a continuación, el año 1672, el de Jerusalén.

En el curso de los repartos de Polonia que tuvieron lugar en el siglo XVIII, los católicos orientales se encontraron bajo la
soberanía de Austria o de Rusia. En el segundo reparto de 1794 Ucrania fue atribuida a Rusia, cuyo gobierno persiguió
a la Iglesia greco-católica. Es sabido que esta última fue vinculada varias veces de manera autoritaria a la ortodoxia en
el transcurso del siglo XIX y también en el XX. Éste fue el caso cuando, en 1946, el gobierno soviético suscitó un grupo
para el regreso a la ortodoxia y el repudio de la unión de Brest-Litovsk, que desembocó en una vinculación forzosa al
patriarcado de Moscú. La resistencia frente a esta decisión valió a los obispos, con el metropolita José Slipyi a la
cabeza, así como a un gran número de sacerdotes, ser internados en campos. La Iglesia greco-católica de Ucrania,
ahora independiente, intenta reconstituirse desde el hundimiento del comunismo en 1989.

El comienzo del siglo XVII estuvo marcado en Rusia por «el tiempo de las turbaciones», en cuyo transcurso dos
usurpadores, que se presentaban ambos con la pretensión de ser el hijo más joven de Iván IV, Dimitri, lograron hacerse
112
con el trono. El aspecto confesional estuvo muy presente en estas aventuras. Así, «el primer falso Dimitri» fue
apoyado por los polacos, aunque también por los jesuítas y la Santa Sede, ya que había hecho profesión de fe católica.
Fue asesinado el año 1606, cuando apenas había sido coronado.

Miguel Romanov, el hijo de Filareto que había sido nombrado metropolita de Rostov por el primer Dimitri, llegó al
poder el año 1613. Tras haber sido prisionero de los polacos, entre 1610 y 1619, gobernó Rusia con su hijo y se preo-
cupó de la formación del clero. Se constituyó un movimiento de reforma espiritual en el que jugó un gran papel el
arcipreste Avvakum Petrovitch.

LOS VIEJOS CREYENTES


Esta renovación intelectual y espiritual prosiguió bajo el reinado del zar Alexis (| 1676). En 1652, Nikón (t 1681), que
pertenece al círculo de los reformadores, accede a Patriarca de Moscú. Rápidamente muestra su autoritarismo y su
deseo de alinearse con la Iglesia griega. Al comienzo de la cuaresma de 1653 ordena no inclinarse más que hasta la
cintura y cambiar el modo de hacer la señal de la cruz. La reacción a estas innovaciones fue muy violenta y estuvo
encarnada por Avvakum. Sus partidarios, que recibieron el nombre de viejos creyentes, formaron un movimiento que
rechazó toda innovación, toda alteración de la tradición: esto significó el Raskol: el cisma.

Es evidente que la adhesión al modo tradicional de hacer la señal de la cruz con dos dedos, y no con tres como lo
hacían los griegos, va más allá del rito mismo, para simbolizar una protesta contra el espíritu moderno que infecta, se-
gún Avvakum, la jerarquía rusa. En 1666 se reunió un sínodo en Moscú que consagró el cisma. La Iglesia estatal
rechazaba a los creyentes, fervientes y perseguidos, que se habían quedado sin Iglesia. Avvakum, exiliado y
condenado más tarde, en 1682, al fuego, fue el mártir de este movimiento, que se dividió, más adelante, por la cuestión
del ministerio de los sacerdotes. Todavía son numerosos en Rusia y se han asociado, en principio, a la Iglesia oficial en
1971 mediante la unión de Zagorsk, salvo en materia litúrgica.

Las reformas de Nikón fueron, por tanto, impuestas a la Iglesia rusa, que entró en una era de inspiración occidental.
Hasta hombres espirituales como Dimitri de Rostov (+1709) o san Tiklion de Zadonsk (+1783), que inspiró a
Dostoievski en lo referente a sus personajes de slarets, emplean obras latinas y se inspiran en la devoción católica. Es
sabido el gusto de Pedro el Grande (t 1725) por lo occidental: él reorganizó la Iglesia rusa en 1721 con la ayuda de un
monje venido del catolicismo y tentado por el protestantismo: Teófanes Prokopovitch. El patriaicado fue suprimido y la
Iglesia dirigida por un Santo Sínodo destinado a administrar una institución del Estado, La enseñanza de la teología en
las Academias y hasta el arte de los iconos estuvieron influenciados por la escolástica y por el gusto latino.

Pero, al mismo tiempo, es también la época en que Paisius Velichkovski reúne la Filocalia eslava (1794),
popularizada un siglo más tarde por los Relatos de un peregrino ruso. San Serafín de Sarov (+1883) autentifica esta
enseñanza por medio de sus experiencias místicas. En el siglo XIX, la ortodoxia se hace misionera hacia el Este del
Imperio ruso y hacia el Extremo Oriente, y algunos grandes teólogos como Alexis Khomiakov (+1860) desarrollan las
ideas del eslavo-filismo, que atribuye a Rusia un papel mesiánico en la historia, mientras que Vladimir Soloviev
(+1900) evoluciona hacia una perspectiva de unión de las Iglesias. El metropolita Filareto Drozdov (f 1867) ha
realizado una obra más pastoral, en la que encontramos un Catecismo célebre.

Tras la revolución de 1905, se decidió convocar un Concilio de la Iglesia rusa, el primero que se celebraba desde 1606,
pero se reunió después de la caída de la monarquía zarista, entre 1917 y 1918: se estableció de nuevo el patriarcado y
se reorganizó la Iglesia. Seis días después de la toma del poder por los bolcheviques, fue elegido el patriarca Tykhon
Belavin (+1925), que debería hacer frente a una situación dramática para la Iglesia.

No sólo fue separada del Estado, sino que prácticamente fue puesta fuera de la ley, lo que trajo consigo ciertos
desbordamientos, como el asesinato del metropolita de Kiev, Vladimir, en enero de 1918. El Patriarca excomulgó
solemnemente a los perseguidores, «si es que acaso lleváis aún el nombre de cristianos», sin pretender juzgar la
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política general. La Constitución soviética reconoció «la libertad de propaganda anti-religiosa». En febrero de 1922,
en el tiempo de la gran hambre, el Estado confiscó los bienes de la Iglesia y, en particular, los objetos litúrgicos: muchos
sacerdotes que se negaron a entregarlos fueron ejecutados, como el metropolita de Petrogrado, Benjamín, deportados
o encarcelados como el mismo Patriarca.

Aprovechando esta ausencia, el gobierno suscitó un movimiento cismático, que se llamó «Iglesia viva», y proclamó una
«administración provisional de la Iglesia rusa». Pero en junio de 1923 fue liberado el Patriarca con el ruego de que
reconociera sus «errores pasados» y publicara que «no era enemigo del gobierno soviético». A períodos de persecución
(1924, 1928, 1937) sucedían tiempos de calma durante los cuales los patriarcas o, más exactamente, los
«lugartenientes» (locum tenens), puesto que el derecho de elección no fue restablecido hasta 1943, intentaban
navegar a ojo. Dos años más tarde fue elegido el patriarca Alexis Simansky (+1971), metropolita de Leningrado desde
1933, que, durante un pontificado tan dilatado, tuvo la imposible tarea de gobernar la Iglesia en un Estado que se
proponía hacerla desaparecer.

En esta época se constituye una «ortodoxia» de emigración, particularmente en Inglaterra, Francia y Estados Unidos.
Esta conoció los inevitables problemas de jurisdicción, pero pudo hacer resonar la voz de pensadores de la talla de
Nicolás Berdiaev (+1948) o de Sergio Bulgakov (+1944), de Valdimir Lossky (+1958) o de Jorge Florovsky (f 1979),
por no citar más que a ellos, que han dado a la teología ortodoxa una gran resonancia en Occidente.

El período de relativo deshielo, que siguió a la muerte de Stalin (1953) y al informe Kruschef, fue también el de un
endurecimiento ideológico contra la cuestión religiosa. Aún es demasiado pronto para que el historiador intente medir el
peso de los sufrimientos y de las cobardías, de los acomodamientos y de las resistencias, o la distancia que media entre
los discursos oficiales de la Iglesia y las convicciones interiores. Un ejemplo de lo que decimos nos lo brinda la actitud
de la jerarquía ortodoxa en el momento de la celebración del milenario cristianismo ruso en 1988. El patriarca Pimen,
en la encíclica en que anuncia esta celebración, la asocia al 70° aniversario de la revolución de Octubre de 1917, dando
garantías al pueblo y al Estado del «patriotismo activo» de la Iglesia. En respuesta a este mensaje, un grupo de
sacerdotes disidentes, entre los que figura el padre Gleb Yakunin, lo calificó de «anacronismo político», aludiendo a
la apertura que acompañaba a la «perestroika» de Gorbatchov. Con la dislocación del Imperio soviético al año
siguiente, se anuncia una nueva era.

EL CATOLICISMO ORIENTAL
Aunque, cuantitativamente, los cristianos de rito oriental que están en plena comunión con la Iglesia romana son,
probablemente, en todo el mundo menos del 10% de la totalidad de los que practican este rito, en relación con el 90%
de los ortodoxos, su importancia es grande, aunque sólo fuera por la animosidad que han provocado y continúan
suscitando.

Su emergencia es inseparable de las difíciles relaciones y de los incesantes malentendidos que acompasaron las
relaciones entre ortodoxos y católicos romanos a lo largo de los siglos, tanto en la Edad Media como en la época mo-
derna. La vida interna de estas comunidades vinculadas a Roma fue tributaria también, e incluso víctima, de una visión
muy centralizada de la Iglesia, de una voluntad de uniformidad conocida con el nombre de «latinización» por parte de
los «misioneros» o del clero occidental y, a veces, también- de las autoridades romanas.

¿Cómo proceder para brindar en unas cuantas páginas una idea de la complejidad de la historia de estos católicos
orientales11, es decir, de su nacimiento y de su desarrollo, así como de la diversidad de sus situaciones? Hemos
hablado un poco de los rutenos greco-católicos y de su situación en el cristianismo eslavo. Citemos algunos ejemplos
tomados especialmente de la esfera del Oriente Medio.

LOS MARONITAS

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Esta comunidad cristiana, de origen fenicio, está situada mayoritariamente en el Líbano, aunque haya conocido
numerosas y lejanas emigraciones. Su origen remontaría a san Marón (+433), mencionado en los escritos de san Juan
Crisóstomo y de Teodoreto de Ciro. Sobre su tumba, en el Orontes, se habría fundado un santuario y un monasterio,
cuna de la comunidad. Los historiadores discuten el punto, frecuentemente afirmado, de que esta Iglesia habría nacido
de un cisma producido por su adopción, en el siglo VTI, de la doctrina monotelita (una sola voluntad en Cristo), debida,
sin duda, a la ignorancia producida por el aislamiento. Pero, de todos modos, la invasión árabe interrumpió las
relaciones con Constantinopla y permitió que esta Iglesia eligiera un patriarca que tomó el título de la ciudad de
Antioquía.

Fue san Juan Marón quien ejerció este cargo entre 685 y 707, una época turbulenta en virtud de las destrucciones
obradas por los bizantinos y, a continuación, por los árabes, a los que, en cierto modo, dejó libre el terreno, para
refugiarse con su comunidad en las montañas, desde allí se rebelaban de manera esporádica, en particular el año 760.
Eso no impidió, por otra parte, que se dispersaran más adelante por todo el resto del país.

Los maronitas han estado siempre en comunión formal con la Sede romana desde el siglo XII y lo han seguido estando
desde entonces, las relaciones siempre se han mantenido. Los maronitas recibieron, en efecto, con simpatía a los
cruzados latinos, a los que guiaron por los caminos difíciles que conducen a Tierra santa y a quienes prestaron su
concurso armado. Guillermo de Tiro, el historiador de las Cruzadas, nos refiere que, en 1182, por una inspiración
divina, miles de maronitas bajaron de las montañas y abjuraron de sus errores monotelitas ante Amory, el Patriarca
latino de Antioquía, y juraron obediencia al Pontífice romano.

En todo caso, está atestiguado que el patriarca maronita Jeremías II asistió al concilio Lateranense IV el año 1215, y
que, a su regreso, le acompañó un legado de Inocencio III, que debía obtener en la región una declaración formal de
conformidad con la fe romana. Dominicos y franciscanos se instalaron en el Líbano y ejercieron su influencia hasta tal
punto que fue un franciscano latino, Juan de Beirut, quien representó a la Iglesia maronita, a comienzos del siglo XIV, en
el concilio de Florencia, en cuyo transcurso deberían firmarse las actas de unión entre la Iglesia romana y algunas
Iglesias de Oriente. Esta relación con Roma parece haberle valido represalias al Patriarca maronita por parte del
gobernador musulmán. Uno de los personajes más conocidos entre los enviados de Roma es un cierto hermano Grifón
que, en dos ocasiones, hacia 1458 y luego en 1469, viajó a Beirut para constatar y confirmar la identidad de creencia
entre la Iglesia maronita y la Iglesia romana.

El concilio Lateranense V, celebrado en 1515, se preocupó de precisar la fe común y los lazos que unían a los
maronitas, que tenían sus representantes en él, con la Iglesia romana. Tras el intercambio de documentos y de misiones
diplomáticas, el papa León X aceptó mediante una bula, fechada el 1 de agosto de 1515, la plena jurisdicción del
patriarca Pedro. La unión fue confirmada en la 11a sesión del Concilio, el 19 de diciembre de 1515. A partir de este
momento se manifestó la comunión en todas las ocasiones, pero los legados tomaron el partido de apoyar la latinización
de esta Iglesia de Oriente. Quizás sea esta la razón de que los maronitas se adhirieran al calendario gregoriano a partir
de 1606.

Fue justamente Gregorio XLTI quien, en 1584, erigió en Roma un Colegio destinado a servir de alojamiento a los
seminaristas maronitas. El más ilustre entre ellos fue, en el siglo XVIII, Joseph Simonius Assemani (que significa:
Simón) (t 1768), prefecto de la Biblioteca Vaticana, editor de san Efrén, y autor erudito de la Biblioteca Orientalis,
publicada en cuatro volúmenes entre 1719 y 1728, que permite el acceso a un gran número de documentos siríacos,
fuentes indispensables de la historia de las Iglesias de Siria y de Egipto. Otros miembros de su familia prosiguieron este
trabajo histórico, especialmente en el campo de la liturgia. Otro sabio formado en Roma fue Miguel Casiri (+1791), que
estudió los manuscritos árabes de la Biblioteca del Escorial (España).

Tanto Assemani como Casiri tomaron parte en el Concilio libanes celebrado en 1736 en el monasterio de Saiyidat.
Participaron en él trece obispos, el clero y también miembros de las grandes familias libanesas. Este sínodo tomó como
115
base una encíclica de Clemente XII donde se precisan puntos doctrinales, litúrgicos y de derecho canónico: fueron
aprobados el Füioque y el catecismo romano. La puesta en práctica de las decisiones fue, sin embargo, difícil y la
Iglesia maronita conoció una serie de querellas entre diferentes candidatos al patriarcado. Esta Iglesia entró en un
período de anarquía desde el punto de vista de su gobernación: las persecuciones por parte de los turcos y de los
drusos no fueron extrañas al hecho. La estabilización del estatuto eclesiástico fue obra del patriarca Pedro Pablo
Mas'ad (+1890): en 1856 organizó un Concilio nacional en Békorki cuyas actas no fueron nunca ratificadas por la
Congregación para la Propagación de la fe, de la que dependían entonces los patriarcados orientales. El Patriarca
prefirió, por razones de salud, no asistir en persona al concilio Vaticano I, aunque envió a cuatro obispos para
representar a la Iglesia maronita.

El Líbano, con relación a Estambul, había contado con una especie de autonomía, que había permitido subsistir a los
diferentes componentes del país, tanto musulmanes como cristianos. Pero la matanza de maronitas por parte de los
drusos, que forman una especie de secta en el seno del Islam, decidió al emperador francés, Napoleón III, a enviar un
cuerpo expedicionario en 1860: esto supuso el comienzo de su autonomía política. Ésta fue también la época en que los
jesuítas erigieron la Universidad católica de Beirut. Tras la primera guerra mundial, la región fue puesta bajo mandato
francés y, en 1926, se constituyó un Estado, donde las diversas entidades religiosas participaban en las tareas oficiales,
siguiendo un reparto calculado a prorrata de las fuerzas demográficas de la época: el presidente de la República debía
ser siempre un maronita. El Patriarca maronita ha desempeñado siempre un papel político de primer orden, como
Butros Elias Hoyek (+1932), en la época de la independencia, que formó parte de la delegación libanesa en la
conferencia de paz después de 1918.

Este Patriarca fue el fundador de una congregación femenina para la educación. Es preciso señalar que la vida
religiosa, y especialmente monástica, ha jugado siempre un papel importante en la Iglesia maronita. Esta irradiación
espiritual está atestiguada por la santidad de Charbel Makhlouf +1898), asceta, eremita y teólogo, canonizado por el
papa Pablo VI en 1977.

Los intentos de unión o de reunificación entre la Iglesia romana y las Iglesias orientales han sido numerosos a lo largo
de la historia, y, cuando se han visto coronados por el éxito, no han durado mucho. Por eso, el caso de la Iglesia maro-
nita es excepcional. En efecto, se firmaron ciertos acuerdos y subsistieron a veces durante algún tiempo, hasta que las
divergencias de los intereses y los acontecimientos políticos, en particular la presión más o menos fuerte del Islam,
llevan a cabo su obra de desagregación de estas uniones, concebidas y realizadas de manera más o menos prematura.
Éste fue el caso de las que tuvieron lugar en el concilio II de Lyón (1274) y en el de Florencia de 1439. Aunque pudieron
ser revitalizadas para una porción de estas comunidades, de manera particular en el siglo XVIII. Digamos algunas
palabras sobre estos católicos orientales.

LOS MELQUITAS
Son los cristianos de lengua árabe y rito bizantino, que dependen de los patriarcados de Antioquía y de Jerusalén. Su
nombre de melquitas (partidarios del Emperador) les viene del apodo que les pusieron sus adversarios monofisitas, por
mantener la doctrina del concilio de Calcedonia (451), que defendía el poder imperial. Su vinculación a Constantinopla
les valió una gran desconfianza por parte de las autoridades musulmanas. En el momento del desgarro de 1054, el
patriarca Pedro III de Antioquía adoptó una actitud de lo más mesurada. Los cruzados pusieron a los melquitas bajo la
dependencia de la jerarquía latina. La unión emanada del concilio de Florencia, que les afectaba, fue denunciada por
ellos en 1443. A lo largo de una historia de lo más complicada, se constituyó en 1684 una doble jerarquía.

Fue en 1724 cuando se pudo renovar un acuerdo entre la Iglesia romana y algunos grupos situados bajo la influencia de
los misioneros católicos, especialmente activos en tomo a Alepo y Damasco. Este acuerdo fue puesto en práctica, a
partir de 1744, por el patriarca Cirilo VI Tanas (t 1759), al tiempo que la parte que permaneció ortodoxa era reconocida
por las autoridades turcas.

116
Los patriarcas melquitas católicos, manifestando una cierta independencia respecto a Roma, conocieron dificultades y
sospechas: tal fue el caso de Germanos Adam (| 1809), tentado por las ideas del galicanismo, y de su discípulo
Máximos III Mazlum (+1855), que obtuvieron, a pesar de todo, en 1838, el título de Patriarca de Antioquia residencia en
Damasco. El código eclesiástico decidido en el concilio de Jerusalén el año 184ía, Alejandría y Jerusalén con 9 no fue
aprobado por Roma.

El patriarca Gregorio Yussef (+1897) jugó cierto papel en el concilio Vaticano I en sendas intervenciones en las que
recordó las prerrogativas de las sedes orientales. Se abstuvo de participar en la sesión solemne de la definición de la
infalibilidad pontificia, a la que se adhirió poco después. Pero cerca de un siglo más tarde, fue sobre todo Máximos IV (t
1967) quien, en el Vaticano II, con un lenguaje temido y sin rodeos, hizo oír, en francés y no en latín, las
reivindicaciones del catolicismo oriental, del que se erigió, en cierto modo, en portavoz.

La comunidad melquita ha conocido una enorme emigración hacia América del Norte y América del Sur.

LOS COPÍOS CATÓLICOS


Los coptos, cuyo nombre proviene, sin duda, de la deformación griega de la palabra «egipcio», son los descendientes
de las primeras comunidades cristianas de Egipto, cuyo centro de referencia fue Alejandría. En el curso de las querellas
Histológicas, rehusaron las decisiones de Calcedonia y, optando por el monofisismo, se opusieron a los melquitas: se
enfrentaban dos jerarquías. Los coptos conocieron también querellas internas, pero el patriarca Benjamín I (t 665), en el
siglo VII, logró salvaguardar su comunidad en el momento de la conquista árabe. En Egipto, los coptos han vivido
siempre en tensión, a veces positiva, con el Islam.

Los contactos con Roma remontan al siglo XIII, cuando fue enviado un dominico de la Provincia de Tierra santa cabe el
patriarca Cirilo III (| 1243). Se proclamó una unión en Florencia el año 1442, firmada en nombre del patriarca Juan XI (t
1453), pero apenas tuvo efectos. A pesar de todo, no se interrumpieron los contactos y se llevaron a cabo numerosos
intentos de reconciliación, en particular durante el siglo XVI. El patriarca Gabriel VLf (t 1568) fue invitado al concilio de
Trento. Se mantuvieron contactos con sus sucesores, sólo interrumpidos al final del siglo XVII.

A partir de ese momento, los misioneros buscaron más bien conversiones individuales. Fue para ocuparse de estos
católicos aislados por lo que el papa Benedicto XIV nombró, en 1741, como vicario apostólico de los coptos católicos, a
Atanasio, obispo copto de Jerusalén pasado al catolicismo. La campaña desarrollada en Egipto por las tropas francesas,
conducidas por Bonaparte en 1798, permitió a los coptos ortodoxos y católicos gozar de una cierta emancipación.

En 1895 se creó un patriarcado católico con residencia en El Cairo, pero su primer titular, Cirilo Macario, se reveló como
una personalidad difícil y cambiante. Fue obligado a presentar la dimisión en 1908, pero no fue reemplazado hasta
1947. Stephanos I (+1986) fue nombrado cardenal.

LOS ARMENIOS CATÓLICOS


Los armenios fueron convertidos al cristianismo a comienzos del siglo IV por san Gregorio el Iluminador (f 332) y su
Iglesia fue ilustrada por san Isaac el Grande (+ 440) y san Mesrop (+440), que tradujo la liturgia y la Biblia del siríaco al
armenio. Como no participaron en el concilio de Calcedonia, los armenios fueron considerados como monofisitas.

De esta prestigiosa tradición descienden los armenios católicos, originarios mayoritariamente de Cilicia. Proceden de
una unión proclamada con Roma en 1198 con ocasión de las Cruzadas. Esta unión duró hasta 1375. Los «hermanos
peregrinantes», dominicos sobre todo, misioneros especializados en las lenguas orientales, fueron sus pastores en el
siglo XIV. La unión firmada en Florencia en nombre del «catholicos» Constantino VI no fue conservada más que por
una minoría.

117
En el siglo XVIII, los misioneros latinos alentaron la educación de los armenios y lograron suscitar, junto con Pedro
Manuk, llamado Mekhitar (el Consolador) (t 1749), natural de Sivash, lugar situado en la Pequeña Armenia, un gran
erudito, la constitución de una orden religiosa destinada a esta tarea. De hecho, tuvo que refugiarse en Occidente y allí
instaló a los mekhitaristas en la isla de san Lázaro, situada en la laguna de Venecia, en 1717: les debemos un notable
trabajo destinado al conocimiento y a la difusión de la cultura armenia.

Tras el reconocimiento por Roma, en 1742, del arzobispo Abraham Ardzivean, los armenios católicos de Cilicia
pudieron elegir su «catholicos» con residencia en el Líbano. En el siglo siguiente, los laicos, y también el clero, que, en
la tradición armenia, desempeñaban un papel en la elección y en la administración patriarcal, protestaron de que les
hubiera sido suprimido, en virtud de una decisión que debió ser aconsejada por algunos funcionarios de la Curia ro-
mana, ¡formados por la historia de la Edad Media occidental! En efecto, Pío IX quiso reservar esta elección a los
obispos, éste fue el caso en 1866, cuando fue elegido mons. Antonio Pedro IX Hassum, muy afecto a la Santa Sede.
La Bula Reversurus de 1867, que precisaba la modalidades que se manifestaban contrarias a las tradiciones de la
Iglesia armenia, planteó inquietudes en las demás comunidades católicas orientales, y hasta causó un cisma cuando
mons. Hassum partió al Vaticano I. Los derechos del clero y de los laicos fueron restituidos en 1888, después de haber
sido nombrado cardenal y llamado a Roma mons. Hassum, que falleció en 1884.

En el momento de producirse la matanza general organizada por Turquía entre 1894 y 1896 y luego entre 1915 y 1916,
los armenios católicos que-se salvaron emigraron en masa al Medio Oriente y a América. En 1911 se celebró en Roma
un sínodo general armenio de tendencias latinizantes, la Iglesia fue reorganizada en 1928 mediante una reunión de
obispos.

LOS SIRIOS CATÓLICOS


Proceden de una escisión producida en la comunidad «jacobita» no calcedoniana y, por esta razón, mantuvieron unas
relaciones difíciles con Constanlinopla. Su unión con la Iglesia romana, precedida por algunas uniones que datan de las
Cruzadas, tuvo lugar en 1557 y fue firmada, no sin vueltas atrás, por Ignacio XVIII Namatallah.

En 1656 fue nombrado patriarca Andrés Akhidijian (+1677) con residencia en Alepo. Tras graves dificultades, el
patriarcado se encontró sin titular y la comunidad católica pareció desaparecer durante cierto tiempo. La Iglesia actual
remonta a la conversión al catolicismo de Miguel Garwefi, arzobispo sirio ortodoxo de Alepo, en 1774. En 1830 las
autoridades turcas la reconocieron como Iglesia distinta. El patriarca Ignacio Efrén II Rahmani (+1929) ha hecho mucho
para que se editaran los textos antiguos, mientras que Ignacio Gabriel Tappouni (+1967) reorganizó su Iglesia.

LOS CALDEOS
Ya desde el siglo XIII existen relaciones entre las comunidades nestorianas y la Iglesia de Roma, cuando fue transmitida
una carta del papa Nicolás IV al «catholicos» Yahballaha (+1317), de origen mongol. Su adhesión a la unión de
Florencia, firmada en 1445. subsistió con altos y bajos. Fue revitalizada en 1553 y luego en 1589. A finales del siglo XVII
fue instituido un patriarcado caldeo. Más adelante, como una parte de los caldeos se volvió de nuevo nestoriana, las
relaciones se volvieron complicadas, con adhesiones a Roma seguidas de defecciones en el interior de verdaderas
familias patriarcales rivales, que practicaban la designación hereditaria. Cuando Juan Hormizd, metropolita de Mossul,
se adhirió al catolicismo, tuvo que esperar a 1830 para ser confirmado por Roma con el título de «patriarca de
Babilonia de los caldeos».

El patriarca José VI Audo (+1878) defendió las prerrogativas de su Iglesia durante el concilio Vaticano I, lo que dio
lugar a una audiencia dramática con Pío IX, puesto en guardia contra él por su actitud anterior. Audo abandonó Roma y
se mantuvo durante algunos años en situación de rebelión contra las directivas romanas, pero se sometió
completamente en 1877.

Bajo el patriarca Emmanuel II Tomás (+1947) la mayoría de los caldeos no católicos se adhirieron a Roma.
118
LOS SIRO-MÁLABARES
Estos cristianos nestorianos fueron descubiertos al sur de la India por los portugueses a su llegada. Eran probablemente
originarios de la parte oriental de Siria, que mantenía relaciones comerciales con la India. Su jerarquía derivaba del
Patriarca nestoriano de Bagdad y se les llamaba «sirios».

El sínodo de Diamper, organizado y puesto en práctica por el arzobispo latino de Goa, Alexis de Menezis, en 1599,
obtuvo de los cristianos de la India su renuncia a los errores nestorianos y su unión a la Iglesia de Roma. Tras haber te-
nido dificultades con los jesuitas, rompieron la unión en 1662, pero una parte de ellos volvieron, gracias a las misiones
de los carmelitas. Tras la victoria de los holandeses contra los portugueses en 1663, el obispo José tuvo que abandonar
el país, pero tuvo tiempo para ordenar al primer obispo autóctono en comunión con Roma, Chandy Kattanar, que tomó
el nombre de Alejandro de Campo, obispo de Megara. Los siro-malabares utilizan la antigua liturgia de Addai y Mari, es
decir, del fundador tradicional de la Iglesia de Edesa y de su discípulo.

La parte que no se adhirió a Roma se unió a los «jacobitas». Tras un intento infructuoso de unión en 1870, en 1930 se
unió a la comunidad siro-malabar, que cuenta en la actualidad con más de cinco millones de personas, una parte proce-
dente de un cisma producido entre estos «jacobitas» que, con mons. Ivanios, tomaron el nombre de siro-malankares y
usan la antigua liturgia antioquena.

LOS ETÍOPES CATÓLICOS


Tras haber evocado la presencia de dos enviados de Abisinia en el concilio de Florencia y la actividad misionera de los
jesuitas en Etiopía durante los siglos XVI y XVTl, que llegó hasta la conversión al catolicismo de un Emperador en 1621,
digamos finalmente unas pocas palabras sobre esta Iglesia, que remonta a la actividad misionera de Justino de
Jacobis (+1860). Este lazarista napolitano recibió en la Iglesia de Roma a miembros de la Iglesia nacional etíope,
subordinada a la Iglesia copta ortodoxa. Convirtió a un sacerdote, que fue así el primero en celebrar el rito en comunión
con Roma. Los etíopes católicos dependieron de los misioneros latinos hasta la creación, en 1846-1847, de dos
vicariatos apostólicos confiados a los capuchinos y a los lazaristas. Los etíopes católicos son numerosos en Eritrea.

El concilio Vaticano II por medio de su decreto Orientalium ecclesiarum, que concierne al catolicismo oriental,
«confiado al gobierno pastoral del pontífice romano», ha manifestado su rechazo a una política de latinización: «Es
designio de la Iglesia católica salvaguardar en su integridad las tradiciones de cada Iglesia particular o rito» (n.
2). Mas el texto menciona con claridad que las disposiciones jurídicas que recuerda son tomadas «en razón de las
circunstancias actuales, hasta que la Iglesia-católica y las Iglesias orientales separadas se unan en la plenitud de la
comunión» (n. 30). Esto suponía poner claramente el dedo en las dificultades inherentes al estatuto actual de las
Iglesias orientales unidas a Roma, que se explica ampliamente por la historia.

PESO DE LA HISTORIA Y POSIBILIDADES (CHANCE) DE LA HISTORIA


Estas indicaciones sobre el catolicismo oriental nos permiten hacer presentir, al menos, cuan accidentada ha sido la
historia de estas comunidades minoritarias, la historia de sus relaciones con la Iglesia de Roma y aún más con sus her-
manos ortodoxos del mismo rito. Por encima incluso de las divergencias teológicas, el problema de los «umatas» es
probablemente el que más dificulta las relaciones entre la ortodoxia y el catolicismo, posiblemente porque refleja con-
cepciones eclesiológicas opuestas. Es preciso asumir el peso de la historia, puesto que estas comunidades existen y, a
veces, han resistido heroicamente a las presiones encaminadas a romper con la Iglesia de Pedro.

Mas es preciso, al mismo tiempo, afirmar que esta historia puede, paradójicamente, brindar una posibilidad (chance) a
este diálogo entre la Iglesia de Roma y las Iglesias de Oriente. Si, a pesar de todo, existe entre los católicos una
sensibilidad a la gran tradición del cristianismo oriental, a su liturgia, a su arte sagrado, a su tradición mística, a su
disciplina propia, en particular a lo concerniente a la ordenación de hombres casados, se debe ampliamente a la
presencia, en el interior de la comunión romana, de estas comunidades de rito oriental. Encontramos sus huellas en el
119
capítulo 111/1 del decreto sobre el ecumenismo del Vaticano II, Unitaíis red inte grano, sobre el tesoro y las
riquezas espirituales de las Iglesias de Oriente.

Si se quiere reemprender, o al menos continuar, este diálogo entre la Iglesia romana y las Iglesias ortodoxas, es preciso
hacerlo con una visión propiamente teológica de la historia de las Iglesias, y con una altura de miras semejante a la que
animó al papa Pablo VI y al patriarca Atenágoras, y que impregnan su intercambio de correspondencia y de
alocuciones publicado con el título de «Libro de la caridad» (Tomos agapis). Pablo VI en su primera carta autógrafa
a Atenágoras, el 20 de septiembre de 1963, confiaba «el pasado a la misericordia de Dios». No olvidemos que el Papa
amaba el término tradicional «de Iglesias-hermanas», al tiempo que el papa Juan Pablo 11 ha hablado en muchas
ocasiones de los «dos pulmones de la Iglesia» al evocar las tradiciones occidental y oriental.

El sucesor de Atenágoras, el patriarca Dimitrios, en un discurso pronunciado en Estambul, diciembre de 1975, ante una
delegación de prelados católicos, que asistieron a la celebración del décimo aniversario del levantamiento de los ana-
temas de 1054, ha enfocado de manera realista y útil el camino que resta por recorrer: «Somos conscientes de que el
levantamiento de los anatemas no ha significado el levantamiento de las diferencias ni de la escisión del cuerpo de la
Iglesia. Las diferencias en el dominio del dogma, de la enseñanza eclesiástica o incluso del orden canónico y del culto
sagrado subsisten. Como subsisten también los impedimentos histónco-canónicos para la unión. Las divergencias
ecleiológicas siguen existiendo en ambos lados. Y la comunión sacramental todavía no se ha realizado entre ellas; esta
comunión coronará, sin duda, la unión definitiva de ambas Iglesias». La tarea es de las que exigen mucho tiempo y
esfuerzo, pero conviene que todos nos pongamos a ella; el conocimiento recíproco de los cristianos es ahora más
necesario que nunca. Los católicos no deben descuidar, al ocuparse de la historia de la Iglesia, la de sus hermanos
orientales. Tampoco deberían ignorar la de sus hermanos protestantes, que nosotros vamos ahora a exponer. Digamos
finalmente unas pocas palabras sobre esta Iglesia, que remonta a la actividad misionera de Justino de Jacobis
(+1860). Este lazarista napolitano recibió en la Iglesia de Roma a miembros de la Iglesia nacional etíope, subordinada a
la Iglesia copta ortodoxa. Convirtió a un sacerdote, que fue así el primero en celebrar el rito en comunión con Roma. Los
etíopes católicos dependieron de los misioneros latinos hasta la creación, en 1846-1847, de dos vicariatos apostólicos
confiados a los capuchinos y a los lazaristas. Los etíopes católicos son numerosos en Eritrea.

El concilio Vaticano II por medio de su decreto Orientalium ecclesiamm, que concierne al catolicismo oriental,
«confiado al gobierno pastoral del pontífice romano», ha manifestado su rechazo a una política de latinización: «Es
designio de la Iglesia católica salvaguardar en su integridad las tradiciones de cada Iglesia particular o rito» (n.
2). Mas el texto menciona con claridad que las disposiciones jurídicas que recuerda son tomadas «en razón de las
circunstancias actuales, hasta que la Iglesia-católica y las Iglesias orientales separadas se unan en la plenitud de la
comunión» (n. 30). Esto suponía poner claramente el dedo en las dificultades inherentes al estatuto actual de las
Iglesias orientales unidas a Roma, que se explica ampliamente por la historia.

PESO DE LA HISTORIA Y POSIBILIDADES (CHANCE) DE LA HISTORIA


Estas indicaciones sobre el catolicismo oriental nos permiten hacer presentir, al menos, cuan accidentada ha sido la
historia de estas comunidades minoritarias, la historia de sus relaciones con la Iglesia de Roma y aún más con sus her-
manos ortodoxos del mismo rito. Por encima incluso de las divergencias teológicas, el problema de los «uniatas» es
probablemente el que más dificulta las relaciones entre la ortodoxia y el catolicismo, posiblemente porque refleja con-
cepciones eclesiológicas opuestas. Es preciso asumir el peso de la historia, puesto que estas comunidades existen y, a
veces, han resistido heroicamente a las presiones encaminadas a romper con la Iglesia de Pedro.

Mas es preciso, al mismo tiempo, afirmar que esta historia puede, paradójicamente, brindar una posibilidad (chance) a
este diálogo entre la Iglesia de Roma y las Iglesias de Oriente. Si, a pesar de todo, existe entre los católicos una
sensibilidad a la gran tradición del cristianismo oriental, a su liturgia, a su arte sagrado, a su tradición mística, a su
disciplina propia, en particular a lo concerniente a la ordenación de hombres casados, se debe ampliamente a la
presencia, en el interior de la comunión romana, de estas comunidades de rito oriental. Encontramos sus huellas en el
120
capítulo III/1 del decreto sobre el ecumenismo del Vaticano II, Unitaíis redintegratio, sobre el tesoro y las riquezas
espirituales de las Iglesias de Oriente.

Si se quiere reemprender, o al menos continuar, este diálogo entre la Iglesia romana y las Iglesias ortodoxas, es preciso
hacerlo con una visión propiamente teológica de la historia de las Iglesias, y con una altura de miras semejante a la que
animó al papa Pablo VI y al patriarca Atenágoras, y que impregnan su intercambio de correspondencia y de
alocuciones publicado con el título de «Libro de la caridad» (Tomos agapis). Pablo VI en su primera carta autógrafa
a Atenágoras, el 20 de septiembre de 1963, confiaba «el pasado a la misericordia de Dios». No olvidemos que el Papa
amaba el término tradicional «de Iglesias-hermanas», al tiempo que el papa Juan Pablo II ha hablado en muchas
ocasiones de los «dos pulmones de la Iglesia» al evocar las tradiciones occidental y oriental.

El sucesor de Atenágoras, el patriarca Dimítaos, en un discurso pronunciado en Estambul, diciembre de 1975, ante
una delegación de prelados católicos, que asistieron a la celebración del décimo aniversario del levantamiento de los
anatemas de 1054, ha enfocado de manera realista y útil el camino que resta por recorrer: «Somos conscientes de que
el levantamiento de los anatemas no ha significado el levantamiento de las diferencias ni de la escisión del cuerpo de la
Iglesia. Las diferencias en el dominio del dogma, de la enseñanza eclesiástica o incluso del orden canónico y del culto
sagrado subsisten. Como subsisten también los impedimentos histórico-canónicos para la unión. Las divergencias
eclesiológicas siguen existiendo en ambos lados. Y la comunión sacramental todavía no se ha realizado entre ellas; esta
comunión coronará, sin duda, la unión definitiva de ambas Iglesias». La tarea es de las que exigen mucho tiempo y
esfuerzo, pero conviene que todos nos pongamos a ella; el conocimiento recíproco de los cristianos es ahora más
necesario que nunca. Los católicos no deben descuidar, al ocuparse de la historia de la Iglesia, la de sus hermanos
orientales. Tampoco deberían ignorar la de sus hermanos protestantes, que nosotros vamos ahora a exponer.

EL CATOLICISMO ORIENTAL LA ORTODOXIA


(Iglesias en comunión con Roma)

Iglesias de origen no efesino


(rechazo del concilio de Éfeso, 431)

Iglesia caldea (Irak)


Iglesia siro-oriental
Iglesia siro-malabar (sur India)

IGLESIAS DE ORIGEN NO CALCEDONIANO


(rechazo del concilio de Calcedonia, 451)

Iglesia copta católica Iglesia copta ortodoxa


Iglesia siríaca o siro-católica Patriarcado siro-ortodoxo de Antioquía
Iglesia armenia católica Iglesia apostólica armenia
Iglesia etíope católica Iglesia etíope ortodoxa
Iglesia malankar católica Iglesia siro-ortodoxa malankar (Kérala)

IGLESIAS CALCEDONIANAS

Iglesia griega melquita católica (Siria y Oriente Próximo) 4 patriarcados antiguos:


Iglesia greco-latina de Ucrania o Iglesia rutena Constantinopla
Alejandría121
Antioquía
Jerusalen
Constantinopla Iglesia greco-católica de Rumania
Alejandría Iglesia católica de Georgia
Antioquía Iglesia greco-católica de Bulgaria Jerasalén
Iglesia maronita (Líbano)

5 PATRIARCADOS MODERNOS:
Rusia
Serbia
Rumania
Bulgaria
Georgia

5 IGLESIAS «AUTOCÉFALAS»:
Chipre
Grecia
Polonia
Albania
Checoslovaquia

BIBLIOGRAFÍA
Aziz S. Atiya, A History of Eastern Christianity, Millwood, New York, 1980.
L'Eglise et les Eglises, Neuf siècles de douloureuse séparation entre l'Orient et l'Occident, Chévetogne, 1954-1955.
Joseph Hajjar, Le christianisme en Orient. Etudes d'histoire contemporaine, 1684-
1968, Beirut, 1971, y también sus páginas en la Nouvelle Histoire de l'Eglise, tomo 4, Paris, 1966, 234-262 y t. 5, Paris, 1975,
479-580.
Jean Meyendorfï, L'Eglise orthodoxe, hier et aujourd'hui, Paris, 1960.
Jaroslav Pelikan, The Spirit of Eastern Christendom (600-1700) (The Christian Tradition 2), Chicago, 1974.
Kleines Wörterbuch des christlichen Orients, por Julius Assfalg y Paul Krüger, Wiesbaden, 1975 (existe trad, francesa:
Bruxelles, 1991).
Alexander Schmemann, The Historical Road of Eastern Orthodoxy, London, 1963, 1977 2, recoge muy poco sobre los
períodos moderno y contemporáneo.

XV. LOS PROTESTANTISMOS

LOS PROTESTANTISMOS
La perspectiva de este capítulo, así como la del precedente, es un poco distinta a la del resto del volumen. Este manual
ha sido concebido, efectivamente, como se ha podido ver, más como una presentación personal, y forzosamente

122
parcial, a partir de una conciencia católica, de las experiencias que la Iglesia latina ha vivido a lo largo de los siglos.
Pero también había que pensar que no disponemos de muchas exposiciones sintéticas e informativas de la evolución a
lo largo del tiempo de las otras confesiones cristianas.

En las grandes series sobre la historia de la Iglesia, encontramos, la mayoría de las veces, una inserción de capítulos
dedicados al protestantismo en el interior de un relato organizado cronológicamente, con lo que se hace difícil ver las
continuidades. En el reducido marco de este manual, es conveniente hacer llegar al lector católico una mínima
información histórica, porque los católicos ya no pueden hacer como si su propia confesión, aunque sea mayoritaria en
sus respectivos países, fuera la única del mundo. Y es que antes de escuchar a los otros, y para escucharlos mejor,
antes de dialogar con ellos, y para dialogar mejor, es preciso saber algo de su pasado.

Esto es particularmente cierto en el caso de las confesiones protestantes. Es bastante frecuente conocer las
circunstancias de sus nacimientos y de sus comienzos, pero los católicos están sumidos en una gran ignorancia con
respecto a su evolución. Hay historias del protestantismo publicadas en diferentes lenguas: para lo que sigue nos
hemos inspirado en ellas.

El presente capítulo no adopta la misma perspectiva que el octavo, cuyo objetivo venía constituido, sobre todo, por las
respuestas dadas por la Iglesia católica del siglo XVI al desafío de las Reformas. El propósito que nos anima aquí es
aprender a reconocer los diferentes tipos de protestantismos, su unidad, sus caracteres particulares.

Desde los primeros años que siguieron al choque llevado a cabo por Lutero en Alemania, fueron apareciendo las
diferencias de óptica entre aquellos que le precedieron en cierto modo, como Zuinglio en Zurich, y aquellos que,
reconociéndose en sus reivindicaciones, le siguieron.

En la historia de las reformas protestantes existen una serie de distinciones, que toman cuerpo en lomo a dos pilares
inquebrantables, aunque susceptibles también de muchos acercamientos: el recurso a la Sagrada Escritura (Scriptura
sola) y la justificación por la fe.

Primera distinción útil: las reformas magisteriales y las reformas radicales. El término «magisterial» tiene aquí un sentido
casi técnico, no se refiere a un «magisterio» sino a un magistrado, esto es, en el sentido de autoridad civil. Este es el
caso de los protestantismos que fueron mayoritarios en ciertas regiones y lo siguen siendo aún: en el Norte y en el Este
de Alemania y, sobre todo, en la península Escandinava. Éste fue también el caso del anglicanismo en Inglaterra. Lo
que ha sido modificado en relación a la Tradición en la doctrina y en la liturgia, lo fue en la medida en que era sentido
como directamente contrario a las nuevas convicciones aportadas por los reformadores, es decir, Lutero y sus émulos.

En sentido contrario, algunos movimientos, independientes por lo general de las autoridades públicas, han querido ir lo
más lejos posible en las consecuencias de la reforma protestante. El caso del zuinglianismo es complejo: la teología de
Zuinglio y de sus sucesores es radical, pero están apoyados por el «magistrado» en Zurich. Mas con la expresión de
reformas radicales se apunta más bien a los movimientos en los que la institución de la Iglesia y sus sacramentos son
casi suprimidos, o, al menos, comprendidos de una manera muy diferente: el acontecimiento de la «conversión»
personal, comprendido como adhesión a la comunidad de la «nueva Alianza», se vuelve determinante. A veces el clima
es de tipo apocalíptico. El anabaptismo del siglo XVI es un ejemplo de esta reforma radical: sus herederos, a partir de su
emigración a los Estados Unidos y a otras latitudes, son numerosos.

Segunda distinción: las reformas episcopalianas y las reformas presbiterianas; esta distinción debemos situarla en el
interior de las reformas magisteriales. Las reformas episcopalianas conservan la estructura de la jerarquía tradicional,
con el papel y el título de obispo, o una palabra equivalente (como superintendente, por ejemplo). Las reformas
presbiterianas, al poner el acento en el sacerdocio de los fieles, hace que los pastores y los ancianos emanen de la

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comunidad, y los convierten también en el órgano de gobierno de la Iglesia, pero excluye que formen una jerarquía.
Según ellos, el ministerio de la predicación es requerido por la misma Palabra de Dios.

Tercera distinción: las ortodoxias emanadas directamente de la historia de los hechos y de las doctrinas. Se puede
hablar incluso de «tradiciones», y distinguir cuatro tipos: primero, las Iglesias que se vinculan a Lutero, a sus discípulos,
a sus sucesores, o a sus émulos; a continuación, las que se vinculan a Calvino y a su dogmática, siguiendo el ejemplo
dado por la ciudad de Ginebra, consolidado por Teodoro de Beza, por los sínodos de Francia, y por John Knox en
Escocia; en tercer lugar, las Iglesias herederas de la Iglesia anglicana, modelada en el siglo XVI por los soberanos
ingleses y por ciertos reformadores de tipo más bien humanista; por último, aquellas que forman una cuarta categoría,
más tardía, menos homogénea aún que las precedentes: una serie de Iglesias procedentes de otras Iglesias
protestantes por separación amistosa o por cisma; son de tipo congregacionalista y acentúan la independencia y la
autonomía de cada comunidad local. Su organización, descentralizada además, no aparece antes de finales del siglo
XVII y se desarrolla durante el XIX: tienen una importancia considerable en Inglaterra y, sobre todo, en los Estados
Unidos.

Reside, por otra parte, en este punto una divergencia de enfoques eclesiológicos con respecto al catolicismo y a la
ortodoxia, y no sólo de tipo histórico, sino teológico. Dado que es la Palabra quien legítima la verdad religiosa, aparece
una inevitable, legítima y, posiblemente, necesaria, diversidad de interpretaciones del mensaje. La pluralidad teológica
no es experimentada como atentado a la unidad con tanta agudeza.

Como no podemos referirnos a todo en los límites de este capítulo, nos contentaremos con evocar la historia de varias
clases de protestantismos. Los luteranos viven un protestantismo de tipo magisterial episcopaliano o
cuasiepiscopaliano, cuyo modelo es el germánico o el escandinavo, frecuentemente en estrecha relación con
estructuras políticas regionales o nacionales. Los calvinistas confiesan un protestantismo de tipo presbiteriano,
procedente a veces de una política magisterial oficial, como en Ginebra o en Escocia. Esta actitud es la que esperaban
del soberano los protestantes franceses en el siglo XVI: como no pudieron obtenerlo, se reconocen en la dogmática del
Calvino y se llaman espontáneamente «reformados». A partir de la segunda mitad del siglo XIX, la teología del
luteranismo y del calvinismo se ha visto transformada por un protestantismo liberal, que le ha dado su rostro actual, o al
menos ha modificado profundamente su enfoque, con las reacciones que ha desencadenado. Los anglicanos forman
una tradición aparte, ejemplo de una reforma de tipo magisterial y episcopaliano, en la que han desempeñado un papel
determinante el carácter nacional y la cultura: son numerosos en los países ligados a la Gran Bretaña, y no sólo los de
la Commonwealth, sino también en los Estados Unidos, con la Iglesia episcopaliana. Pretendiéndose a la vez «católicos
y reformados» a través de una vía media, era normal que, en nuestro siglo, hayan desempeñado los anglicanos un
papel particular en el nacimiento del movimiento ecuménico, al que preciso es reconocerlo, los protestantismos, como
para conjurar la extrema división que los caracteriza, han brindado una contribución esencial.

LOS LUTERANOS
De los primeros años del luteranismo, podemos retener, entre otras, algunas fechas fundamentales y fundacionales:
1520, 1530 y 1555. En 1520, Lutero, en respuesta al requerimiento de retractación contenido en la bula Exsurge
Domine, dirige sucesivamente a la nobleza alemana, a los teólogos y después al mismo Papa, sus afirmaciones y sus
rechazos, sus esperanzas y sus insultos, con el vigor, la inteligencia y la fe de su rica personalidad.

En 1529 y en 1530 asistimos, de hecho, a la verdadera ruptura y a la institucionalización de una nueva confesión
cristiana. Esta se apoya en la obra bíblica, dogmática y en la predicación de Lutero, tras las tormentas de las luchas
sociales y políticas, que se apoyan en las reivindicaciones religiosas o las toman como pretexto y desgarran Alemania.
Parece llegado el tiempo de proceder a una clarificación, tanto con respecto a la Iglesia romana, como con respecto a
las interpretaciones divergentes de las grandes intuiciones de la Reforma, como la de Estrasburgo o la de Zurich por
ejemplo; la cosa es más apremiante por el hecho de que los reformadores están divididos entre ellos sobre la cuestión
eucarística. En esta tesitura, el emperador Carlos Quinto pide, exige de hecho, una toma de posición dogmática. Lutero
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le presentó, por medio de su discípulo Melanchthon, la llamada Confesión de Augsburgo, caita magna dogmática del
luteranismo.

Fue asimismo en Augsburgo, el año 1555, donde la Dieta reconoce la división confesional de Alemania, autorizando a
los príncipes protestantes a profesar su fe en los términos de la Confesión de Augsburgo. Por consiguiente, a partir de
esta Confessio Augustana es como podremos recordar los grandes rasgos de la fe profesada por el luteranismo.

La primera parte, dedicada a las cuestiones doctrinales, comprende veintiún artículos. En ella se habla de Dios, en los
términos del Credo de Nicea; del pecado original, «infección innata» y rechazo de la interpretación «de los
pelagianos»; del Hijo de Dios, confesado según el concilio de Calcedonia; de la justificación «a causa de Cristo por
medio de la fe», y no «por nuestros méritos, nuestras obras y nuestra satisfacción» en referencia a la carta a los
Romanos; del ministerio de la predicación, instituido por Dios y necesario, en contra de lo que creen los anabaptistas; de
la nueva obediencia, que produce buenas obras no meritorias.

Los artículos que van del 7 al 15 forman un resumen condensado de la doctrina de la Iglesia y los sacramentos. La
Iglesia es caracterizada, en efecto, como «reunión de todos los creyentes entre los que se predica el Evangelio pu-
ramente y se administran los santos sacramentos de una manera conforme con el Evangelio», lo que puede ser
considerado como una definición común a todos los protestantismos. Más no se quiere caer en el error de los donatistas
y se reafirma la eficacia de los sacramentos, aunque los sacerdotes que los administran no sean justos. En contra de los
anabaptistas afirman que es un deber el bautismo de los niños. La definición de la Eucaristía, la cena, que da en 1530,
empleando unos términos voluntariamente generales, no es en sí misma contraria a la doctrina católica; sólo más tarde
fue cuando la precisó en el sentido de la consubstanciación. La confesión auricular, sin ser un sacramento, se reco-
mienda. Las ceremonias eclesiásticas son a veces buenas, pero los votos monásticos, los ayunos, etc. «carecen de
valor y son contrarios al Evangelio», pues aquellos que la practican imaginan merecer la gracia.

El texto de la Confesión llega, a continuación, a la doctrina sobre el Estado y los asuntos temporales: los cristianos se
someten a las autoridades «en todo lo que puede hacerse sin pecado». Viene después la doctrina sobre el retomo de
Cristo. Los dos últimos artículos de esta primera parte vuelven, precisándolos, sobre algunos puntos particularmente
controvertidos: el libre albedrio, negado en las relaciones con Dios, según una cita atribuida a san Agustín, la fe y las
buenas obras -en el artículo más largo de esta primera parte de la Confesión-, y, por último, el culto a los santos,
rechazado como no perteneciente a la Escritura: sólo el Redentor debe ser invocado.

La segunda parte de la Confesión aborda los puntos contestados que han recibido solución con la Reforma; son
tratados de manera más detallada: la comunión de todos los fieles bajo las dos especies; la legitimidad del matrimonio
de los sacerdotes, justificado asimismo ampliamente; la misa, a la que se le ha devuelto la pureza de su rito, puesto que
no es un sacrificio. El texto vuelve, finalmente, sobre la confesión privada, los ayunos y abstinencias, y sobre los votos
monásticos, y distingue cuidadosamente entre el poder espiritual de los obispos, llamado poder «de las llaves», y el
poder temporal, que no deben usurpar aquéllos. Los obispos no tienen ningún derecho a imponer fardos inútiles e
injustos, tradiciones humanas, prescripciones «judaicas».

La Confesión termina protestando que «nosotros no aceptamos nada en el terreno de la doctrina ni en el de las
ceremonias que sea contrario a la Sagrada Escritura o a la Iglesia cristiana universal».

Los grandes rasgos de la doctrina están presentados con moderación en este texto. Los encontramos completados en
la Apología de la Confesión de Augsburgo, redactada en la misma época por Melanchthon, y endurecidos, a
continuación, por los Artículos de Smalcalda de 1537, obra del mismo Lutero.

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La muerte de este último, que había sido más o menos el garante de la unidad, sobrevenida en 1546, plantea
inmediatamente el problema de la segunda generación de «luteranos», en una época en que la Reforma católica ni
siquiera ha sido programada por el concilio de Tiento.

Las reflexiones y las controversias en tomo a ciertos puntos doctrinales ya tuvieron lugar, por supuesto, antes de la
muerte de Lutero. El reformador de Wittemberg luchó ya contra las demás comentes protestantes, para reafirmar su
doctrina sobre la Eucaristía y la consubstanciación (la substancia del Cuerpo y de la Sangre de Cristo no reemplaza la
naturaleza del pan y del vino, sino que se añade a ella, se inscribe en ella en cierto modo).

Mas en el mismo interior de la corriente luterana, se dieron querellas teológicas. Contra Juan Agricola (t 1566), que
enseñaba la abolición total de la Ley antigua y, por tanto, la invalidez del Decálogo (antinomismo), replicó Lutero que
se trataba de una interpretación errónea de su famosa distinción entre Ley y Evangelio. Felipe Melanchthon (f 1560),
discípulo favorito del reformador, se le distanció un tanto en la cuestión del libre albedrío, como vemos en las tres edi-
ciones sucesivas de los Loe; communes rerum theologicarum de 1521, 1535 y 1543: en ella enseña de un modo
cada vez más señalado el «sinergismo», que hace de la salvación una actividad conjunta de la gracia de Dios y de la
voluntad del hombre.

No es, por consiguiente, extraño que, tras la muerte de Lutero, la teología de Melanchthon fuera incriminada en varios
planos. Melanchthon sostenía la posición ratificada por el Interim de Leipzig en 1548: se consideraba que las cere-
monias y la organización eclesiásticas eran ampliamente indiferentes en lo concerniente a la salvación (adiaphoa en
griego). Después, en 1552, surgió la controversia sobre las buenas obras, pues Melanchthon y su propio discípulo,
Georges Major (t 1574), sin restablecer la noción de mérito, las estimaban necesarias para la salvación. Por último, a
partir de 1555, se llegó al fondo de la querella, con la puesta en cuestión del mismo sinergismo.

El combate fue dirigido, en los tres casos, por Matías Flacius, llamado Illyricus por ser originario de las orillas del
Adriático (t 1575), y por Nicolás Amsdorf (+1565), que había sido consagrado obispo por el mismo Lutero. Sus
partidarios, llamados gnesio-luteranos, es decir, luteranos auténticos, se oponían a los «felipistas», los discípulos de
Felipe Melanchthon. En el ardor de la controversia, Flacius y Amsdorf llegaron a endurecimientos de la ortodoxia
luterana, que llegó a definirse en 1577 por la Fórmula de la concordia. El papel de los príncipes alemanes fue
determinante: esto es lo que se llama un acto de reforma «magisterial».

La Fórmula fue obra, tras muchas negociaciones, ensayos y reuniones, del canciller de la Universidad de Tubinga,
Santiago Andreae (+1590). Este, con una serie de preámbulos y explicaciones, retomaba los temas contestados en los
puntos principales que eran objeto de todas estas querellas: pecado original, libre albedrío, justificación, buenas obras,
Ley y Evangelio, adiaphora y Eucaristía.

La Formula de la concordia, incorporada a un Libro de la Concordia (1580), fue aceptada por un buen número de
príncipes y de ciudades, poniendo así la base de una verdadera ortodoxia luterana, pero distanciándose por este mismo
hecho del zuinglianismo y del calvinismo, que realizaban importantes progresos en Alemania. Mientras que el
luteramsmo no debe su supervivencia, durante la guerra de los Treinta Años, una guerra de religiones y una guerra de
Estados, más que a la intervención del rey de Suecia, Gustavo Adolfo, su evolución teológica prosigue.

En efecto, ahora se ha hecho sitio para la implantación de una «ortodoxia» y hasta de una escolástica luterana, que
recurre a las categorías aristotélicas, de las que tanto se había burlado Lutero, para exponer los problemas teológicos.
El más famoso de estos tratados es el libro de Juan Gerahaid (+1637), profesor de Lena: los nueve volúmenes de los
Loci theologici. Es la época de las grandes dinastías de teólogos y de pastores, de las que E. G. Leonard cita
algunos ejemplos: los Carpzov, los Edzardus, los Fabricius, los Feuerlein, los Leyser, los Olearius, los Pareus, los
Carlov, los Osiander descendientes de Andreas Osiander (+1557), profesor de Königsberg, defensor de una
inhabitación de Cristo en el corazón del creyente a la que se opuso Melanchthon. Los maestros, unidos por relaciones
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familiares, rodeados de yernos o sobrinos pastores, forman un medio teológico apto para confortar, pero también para
producir una esclerosis en la doctrina.

Posiblemente se deba a esto que veamos aparecer, ya desde comienzos del siglo XVII, una serie de teorías muy
audaces e incluso extrañas, como las de Jacob Boehme (+1624), bastante cercano a un panteísmo místico, o incluso
las rosacruces nacidas de la imaginación desorbitada de Juan Valentín Andreae (+1654) nieto del autor de la
«Fórmula de la Concordia» de 1580 y autor -asimismo de una «Utopía» protestante: la Cristianopolis (1619).

Es la época en que aparece el pietismo más importante aún, porque está enraizado más profundamente en lo que
podríamos llamar el alma luterana alemana y escandinava. Su nacimiento ha sido fijado en 1675 con la publicación de
Pia desideria de Felipe Santiago Spener (+1705).

Existen ciertamente antecedentes de este retomo a la fe viva y al sentimiento religioso, de manera especial en los
círculos calvinistas, como Juan Koch, llamado Cocceius (+1639), profesor de Leyde, con su Summa doctrinae de
foede-re el testamento Dei obra de teología bíblica que insiste en la pedagogía divina, o en el luteranismo con los
«cuatro libros del verdadero cristianismo», escritos en alemán, de Juan Arndt (+1621).

Tras seguir estudios en Estrasburgo, donde se convierte en pastor, llega Spener a Francfort en 1666. Fue allí donde
introdujo los Collegia pietatis, círculos de piedad que se reunían dos veces por semana en su casa. Su objetivo era
hacer salir a sus feligreses de la tibieza en que se encontraban. De hecho, se trataba de recuperar una idea lanzada por
el reformador Martin Bucero. antes de marcharse de Estrasburgo en 1548. Como estos conventículos se multiplicaban y
alejaban de la Iglesia oficial, hubo que suprimirlos. Los Pia Desideria simple opúsculo, proponían seis remedios, seis
deseos piadosos al cabo de los cuales era preciso restaurar el estudio atento de la Sagrada Escritura, volver a dar a los
laicos el gusto por el compromiso, renunciar a las polémicas teológicas, renovar la predicación. Es evidente que estos
deseos conservan un valor intemporal, pero este programa proporcionó a Spener sólidos enemigos en Dresde y
después en Berlín, lugares a los que fue sucesivamente llamado. Confundido con el iluminismo que reinaba por
entonces en Alemania, fue condenado por la Facultad de teología de Wittenberg, guardiana de la ortodoxia luterana,
por 283 proposiciones heréticas. De hecho, lo que Spener muestra es cómo la santificación está en germen en la
misma justificación.

Fue en Halle donde se consolidó la obra del pietismo. Su Universidad, fundada por Federico III de Brandeburgo en
1694, con la ayuda de Spener, fue el centro de irradiación de Agustín Hermann Francke (+1727). Este último, profesor
y pastor, multiplicó en Halle las clases, la predicación y las obras, escuelas para niños pobres, un Paedagogium
destinado a los hijos de las familias nobles y otros tipos de centros escolares, que asegurarían de este modo una gran
influencia al pietismo, que se extendía fuera de Alemania por la actividad misionera, especialmente en las colonias
danesas.

Es preciso citar aquí la obra de Nicolás Luis Zinzendorf (+1760), que hizo precisamente sus estudios en el
Paedagogium de Halle. Su libertad de espíritu, sus relaciones europeas nacidas con ocasión de sus viajes, su celo
por la piedad protestante y la «religión del corazón», le permitieron integrar y arraigar en el luteranismo a husitas de
lengua alemana que habían huido de Moravia. Organizó a estos «hermanos moravos» en una comunidad cristiana de
tipo monástico en Hemnhut, y los envió también en misión, con el nombre de Comunidad de peregrinos, a los países
bálticos, a Rusia, a América del Norte y a las Antillas. Aun cuando más adelante reaccionó contra ella, la formación
pietista de Schleierma-cher cuenta mucho en la evolución del pensador alemán.

Después de Halle. Wurtemberg se convirtió en el centro del pietismo en la segunda mitad del siglo XVIII, pero con
menos genio. Y es que, efectivamente, por obra de la irradiación de la filosofía de las Luces, la nueva moda teológica
consistió en dar más campo a las exigencias de la razón.

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No debemos olvidar que algunos músicos han brindado una notable contribución a la piedad luterana. Un siglo antes,
Heinrich Schütz (+1672) era maestro de capilla del elector de Sajorna en Dresde. Juan Sebastián Bach (+1750), cantor
de Leipzig desde 1723 y fundador también de una dinastía, de músicos en su caso, es contemporáneo de todas estas
comentes del luteranismo alemán. Su inspiración religiosa rebasa las fronteras confesionales, pero nació en este crisol
de la liturgia y de la teología de su tiempo.

Si se designa a menudo la época de las Luces con la palabra alemana Aufklärung, cabe imaginar cuan mezclado ha
estado el luteranismo en este movimiento de exaltación de la razón. El gran filósofo Leibniz (+1716) plantea en
términos renovados los grandes problemas teológicos: por ejemplo en su Teodicea sobre la bondad de Dios, la
libertad del hombre y el origen del mal de 1710. Christian Wolff (+1754), expulsado de la Universidad de Halle por
los pietistas intenta sistematizar los principios de Leibniz. Uno de los primeros actos de Federico el Grande fue
reintegrarlo en Halle en 1740.

Los teólogos luteranos tuvieron que situarse en relación con esta exaltación de la «Razón». Lo hicieron en varias etapas
y con acentos diferentes.

Primero, los «ortodoxos liberales» se contentaron con formular los dogmas en términos más accesibles a un espíritu
racional: éste es el caso de Mosheim (+1755), al que ya hemos encontrado en nuestro primer capítulo como historiador
de la Iglesia; su esfuerzo consistió en presentar los acontecimientos con más objetividad crítica en Gotlingen, donde
contribuyó a fundar la Universidad en 1747.

Viene, después, el llamado período de la «neología» donde se muestra que la Revelación no aporta nada que la razón
no hubiera podido descubrir. Así hace Johan Salomo Semler (+1791), también profesor de Halle, lo que le conduce a
un acercamiento crítico a los libros bíblicos, en particular al tema del canon, puesto que la Sagrada Escritura tiene que
ser resituada en su medio histórico. Para poder reconocer al cristianismo una especificidad, se ve llevado a dar prioridad
a la enseñanza moral. Pero eso le conduce a dudar de la inspiración del Antiguo Testamento.

Por último, están aquellos que entraron directamente en el marco propuesto por los filósofos y sacaron unas
consecuencias radicales. Hermann Samuel Reimarus (+1768), biblista y orientalista en Hamburgo siguió esta línea
para defender la religión natural contra los materialistas. No fue él quien hizo imprimir su Apología en pro de los
adoradores racionales de Dios, algunos de cuyos fragmentos, llamados de Wolfenbüttel, fueron divulgados por
Lessing (+1781): se trata de siete textos, publicados entre 1774 y 1778, que ponen en duda la Revelación misma, los
milagros y la historicidad de la resurrección de Cristo. El séptimo fragmento afirma que Cristo creyó en la venida
inminente del Reino y que tras su muerte, los discípulos reemplazaron su enseñanza de tipo moral por una religión de
salvación fundada sobre la resurrección. Tenemos aquí una de las tesis centrales de la teología liberal del siglo XIX.

Antes de abordarla, conjuntamente con sus paralelos de la tradición que arranca de Calvino, conviene que reservemos
un espacio particular al luteranismo escandinavo.

EL LUTERANISMO ESCANDINAVO
En el siglo XVI la reforma protestante se lleva a cabo bajo la protección, o incluso con el impulso de los príncipes.
Dinamarca, y también Noruega, cuando fue sometida en 1537, adoptaron el luteranismo bajo una forma bastante radical
acentuada por la visita de Johan Bugenhagen (+1558), confesor y amigo de Lutero en Wittenberg, que erigió un
episcopado.

Suecia, cuya historia desarrollaremos un poco más, optó, de una manera progresiva por otra parte, por una forma más
moderada de luteranismo. El rey Gustavo Vasa (+1560), héroe nacional, al liberar Suecia del yugo danés, quería
introducir ciertamente una reforma en su clero y en Iglesia de su reino, como le había aconsejado su canciller Lorenzo
Andreae. Los hermanos Olav (+1552) y Lorenzo (+1573) Petri, que comenzaron a defender y a enseñar las doctrinas
luteranas, habían estudiado en Wittenberg. No obstante, el rey quiso guardar el orden canónico y, en parte, la tradición
litúrgica de la Iglesia romana. En 1524 se procedió en Roma a la ordenación episcopal de Pedro Magni como obispo de

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Vastvas en la forma prescrita. Fue él quien consagró a Lorenzo Petri como arzobispo de Upsala en 1531. La misa
latina no fue reemplazada sino lentamente, paso a paso. La Iglesia de Suecia, que reclama para sí la sucesión
apostólica, no se ha llamado nunca oficialmente «luterana», aunque adoptara en 1593 la Confesión de Augsburgo
bajo Carlos IX, al tiempo que su predecesor, Juan III (1569-1592), intentó una reconciliación con Roma.

Carlos IX, próximo al calvinismo, había debido apartar al pretendiente al trono Segismundo, rey de Polonia, educado por
los jesuitas. El concilio de Upsala, celebrado en febrero de 1593, decidió en favor del luteranismo, rechazando los
errores que a él se oponían, tanto católicos como calvinistas.

En el siglo XVII la Iglesia de Suecia se consolidó, especialmente bajo el reinado de Gustavo Adolfo (+1632), con una
serie de grandes obispos como Juan Rudbeck, obispo de Vasteras (+1646), que se opuso al absolutismo real. Poco
después de la paz de Westfalia, uno de los tratados que pusieron fin a la guerra de los Treinta Años en 1648, Cristina
(+1689), la hija de Gustavo Adolfo, última representante de la dinastía de los Vasa, y también admiradora de Descartes,
se convirtió al catolicismo y abdicó en 1654. El reinado de esta personalidad sorprendente no parece haber sido más
que un paréntesis en la historia de Suecia.

Es la época en que la Iglesia de Suecia definió su relación con la ortodoxia luterana refiriéndose a la Confesión de
Augsburgo, interpretada y definida por el Libro de la Concordia, cuya importancia ya hemos señalado. De modo
general, puede decirse que la evolución de la Iglesia sueca ha seguido a la alemana. Así, se mostró receptiva al
pietismo y a las inspiraciones que guiaban a los Hermanos moravos.

El caso de Emmanuel Swedenborg (+1772) es completamente particular. Éste, hijo del obispo Swendberg, erudito y
espiritual también, es, en primer lugar, un sabio de una notable fecundidad. Hacia 1745 se vuelve hacia un misticismo
basado en visiones sobrenaturales. Imagina entonces una fraternidad que rebasaría todas las fronteras eclesiásticas,
pero que se apoyaría sobre sus propias doctrinas impregnadas de panteísmo y de teosofía. Tuvo discípulos en
Inglaterra sobre todo, lugar en que murió.

En la época de las Luces, la reina Luisa Ulrika, hermana de Federico de Prusia, alentó la influencia francesa. Es una
época de anticlericalismo y de crítica, en la que, a pesar de todo, una serie de grandes predicadores ejercen influencia,
contrapesando el racionalismo y el liberalismo teológico.

Bajo el régimen de los Bemadotte y durante el siglo XIX se constata una recuperación de la vida evangélica, con la
refundición de los himnos llevada a cabo por Johan-Olav Wallin (+1839), la fundación de la Sociedad bíblica sueca, la
predicación y la enseñanza de Henric Schartau (+1825).

En el siglo XX tuvo lugar una renovación teológica originada por el contacto con la Iglesia de Inglaterra -la Iglesia de
Suecia ha sentido siempre afinidad con el anglicanismo y hacia 1920 concluyeron entre ellas acuerdos de
intercomunión-, de Alemania y de las demás Iglesias escandinavas. Esto nos permite comprender el papel
desempeñado por el arzobispo Nathan Sodcrblom (+1931) en el movimiento ecuménico, como veremos más adelante,
y también la gran influencia ejercida por teólogos como Gustav Aulen (+1978) y Anders Nygren (+1978).

LOS CALVINISTAS
La personalidad y el pensamiento de Juan Calvino han resultado determinantes para dar al protestantismo de lengua
francesa el impulso y, sobre todo, la organización que convenían a su temperamento. El humanismo bíblico de Lefévre
d'Etaples o el evangelismo místico de Margarita de Navarra habían preparado ya ciertamente el terreno, pero hizo falta
el ardor vital y apasionado de un Guillermo Farel (+1565) y, por encima de todo, el genio claro y determinado de
Calvino en Ginebra, para dotar de un armazón dogmático, jurídico, pastoral y espiritual a la traducción francesa de las
intuiciones que habían impulsado, en la generación precedente, Lutero, Bucero, Zuinglio y muchos más.

Podemos abordar la doctrina de Calvino de muchas maneras: mediante la lectura atenta de La institución de la
religión cristiana, cuya estructura, orden y composición nos brindan ya una serie de preciosas indicaciones sobre su

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pensamiento teológico, pero podemos descubrirla también a través de sus batallas y combates. Ya sea en sus luchas
contra los «libertinos espirituales» con una mística demasiado vaga en su opinión, o contra los simplemente
«libertinos» que rechazaban la disciplina moral y sacramental -como los anabaptistas-, o bien en la refutación de sus
adversarios en tomo a la predestinación, o sobre la Trinidad como en el caso de Miguel Servet, o incluso en su posición
sobre el límite de los derechos del magistrado civil en materia religiosa, en todos estos casos podríamos ver los acentos
capitales de su teología. Las Ordenanzas eclesiásticas de 1541 manifiestan el orden cristiano que hizo reinar en
Ginebra, desplegando en ella los cuatro ministerios cuya clasificación tomó de Martín Bucero: pastores, ancianos,
diáconos y doctores. O bien podríamos leer su Catecismo de la Iglesia de Ginebra de 1545, con sus cuestiones y sus
respuestas, o bien estudiar sus comentarios bíblicos y sus sermones, cuya importancia ha sido redescubierta
recientemente.

Aquí nos vamos a contentar con señalar los grandes rasgos del calvinismo en la Confesión de la Rochelle de 1558, por
su importancia intrínseca que la convierten todavía hoy en el texto de referencia del protestantismo de lengua francesa.
Esta Confesión, redactada a petición de las comunidades protestantes de Francia y en particular la de París, que la
adoptaron, no sin introducir algunas enmiendas, en su asamblea del 29 de mayo de 1559, considerada como el primer
sínodo nacional de las Iglesias reformadas de Francia, esta confesión -decíamos- recupera los grandes modelos
teológicos calvinistas. Está editada en dos formas: la que contiene cuarenta artículos fue «canonizada», en cierto modo,
por el sínodo nacional de la Rochelle.

Lleva por título «Confesión de fe hecha de común acuerdo por franceses que desean vivir según la pureza del
Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo». El texto comienza con la confesión de la naturaleza y la bondad de Dios,
después consagra cuatro artículos a su Revelación en la Sagrada Escritura, y va enumerando en particular, libro por
libro, el canon. Presenta la lista tradicional, pero omite los «apócrifos»: Judit, Tobías, Eclesíastés y Macabeos. Este
canon es conocido «no tanto por el acuerdo o consentimiento de la Iglesia», es decir, por la Tradición, como por «el
testimonio y persuasión interior del Espíritu Santo», una idea que le resultaba muy querida a Calvino, que veía en ella la
única atestación posible de la verdad en la interpretación de la Biblia. El artículo 5 desarrolla esta convicción insistiendo
en la escritura sola; pero a la Biblia se le puede añadir los tres símbolos de fe antiguos: el de los apóstoles, el de Nicea
y el de Atanasio «porque son conformes a la Palabra de Dios».

Viene, a continuación, una especie de resumen comentado del Credo: la Trinidad, la creación del mundo con la rebelión
de los ángeles, la Providencia cuyos secretos nos permanecen ocultos, sin que tengamos que «indagar por encima de
nuestra medida»; la creación del hombre. Los artículos que van del 9 al 12 ponen el acento en el pecado original, que
ha sumido por contagio a toda la descendencia de Adán en la corrupción, en la depravación, pecado que conduce a la
imposibilidad en que el hombre se encuentra hasta de buscar a Dios y a una condenación general, de la que sólo
escapan aquellos que Dios, por medio de la obra de Cristo, ha elegido «en su consejo inmutable». El término
predestinación no se pronuncia, pero se trata claramente de eso.

La confesión de fe prosigue afirmando la salvación en Jesucristo por su encamación y su sacrificio único «en la cruz»,
que nos reconcilia con Dios. Es la fe en esta remisión de los pecados lo que justifica. El texto soca ahora todas las
consecuencias que de aquí se derivan: la justificación por la sola fe, y la iluminación del Espíritu Santo. También
aparecen en esta presentación una serie de negaciones, en términos muy vivos, que contrastan con el tono habitual de
los símbolos de fe: el culto a los santos, los votos monásticos, los ayunos, las indulgencias, la confesión auricular y el
purgatorio, «ilusión que procede de esta misma tienda».

En los artículos 27 y 28 se propone una definición, también comentada, de la verdadera Iglesia: ésta es «la compañía
de los fieles que se asocian para seguir la Palabra de Dios y la pura religión que de ella procede». En el papado
«subsiste aún cierta pequeña huella de Iglesia», es decir, el bautismo, pero la Confesión de la Rochelle condena sus
«supersticiones e idolatrías».

Son enumerados los ministerios de pastores, vigilantes y diáconos. Dos sacramentos «confirman la Palabra»: el
bautismo, que debe ser administrado también a los niños pequeños, y la Santa Cena, en la que Jesucristo «nos

130
alimenta y nos vivifica con la substancia de su cuerpo y de su sangre» espiritualmente. Los que aportan una fe pura
reciben verdaderamente aquello que los signos atestiguan: no existe, por tanto, una presencia permanente y «objetiva»,
como afirma la doctrina católica. Mas la Confesión refuta más bien a los «sacramentarios», que no quieren aceptar los
signos y marcas de la Eucaristía, sino que piensan solamente en recibir los bienes que en ellos nos da Cristo. Viene, en
último lugar, la recomendación de obedecer a los poderes públicos.

Así se encuentra condensada la fe calvinista adoptada por la Reforma de lengua francesa. A la muerte de Calvino en
1564, su doctrina rebasó ampliamente las fronteras de esas regiones. Durante los años que la precedieron y que la si-
guieron, las diferentes comentes de la reforma protestante se refirieron a ella.

En primer lugar, ya desde 1549, el Consensus Tigurinus (de Zurich) había reunido en un mismo texto sobre la Santa
Cena la reforma de Zuinglio, representada por Bullinger (+1575), su sucesor, y la reforma calvinista. Con respecto a
Inglaterra, Calvino dirigió cartas de dirección espiritual y teológica al joven rey Eduardo VI. Esta influencia va a marcar
muy fuertemente la comente puritana. Si hablamos de Escocia, John Knox (+1572), el reformador escocés, fue a
Ginebra y predicó la predestinación: su tratado sobre este tema apareció en la ciudad de Calvino en 1560. Es el mismo
año en que se estableció el presbicrianismo en Escocia.

En 1563 el Elector palatino, Federico III, repudiando el luteranismo para orientarse hacia el calvinismo, hizo redactar un
catecismo que fue inspirado sin duda por textos de Zacarías Ursinus (Bcer) (+1583), discípulo de Calvino y de Pedro
Mártir Vermigli (+1562). el reformador italiano: el texto alemán, aparecido en enero de 1563 y conocido con el nombre
de «Catecismo de Heidelberg», se vio seguido unas semanas más tarde de una traducción holandesa.

Por último, encontramos la llamada Confesión helvética postenor, de 1566, que fue adoptada, a instancias de Bullinger,
por las ciudades suizas, y se difundió, a continuación, por Francia, Escocia, Hungría, Polonia. Esta difusión geográfica
de los grandes lextos de la fe evangélica «refonnada» manifiesta la expansión del calvinismo en Europa y su vigor al
final del siglo XVI.

El calvinismo, lo mismo que el luteranismo, y en puntos similares, aunque los acentos sean diferentes, va a vivir a partir
del siglo XVII varias fases, que podemos recordar de manera rápida.

Bajo la dirección de Teodoro de Beza (+1605) y en el laboratorio teológico de la Academia de Ginebra fundada en
1559, y de la que fue su primer rector, se desarrolla una ortodoxia reformada en tomo a la predestinación, acentuando el
pesimismo calvinista y dándole, sobre todo, una forma especulativa. Estaba secundado por Lamben Daneau (+1595),
que poseía numerosas relaciones con los Países Bajos, en particular con la Universidad de Leyde. Es en Holanda don-
de se va a desarrollar el conflicto cuya resolución, en el sínodo de Dordrecht de 1619, va a resultar determinante para
el calvinismo.

El debate gira en tomo a la comprensión de la predestinación. Sin entrar en las sutilidades de la escolástica reformada
ni en las distinciones entre los «su-pralapsarios» que pensaban que Dios había adoptado el decreto de la
predestinación antes incluso de la creación y de la caída del pecado original, y los «in-fralapsarios» que profesaban la
opinión contraria, lo único que tenemos que poner de relieve es el vigor teológico del pensamiento de Santiago
Arminius (Harmenses) (+1609) antiguo discípulo de Teodoro de Beza. Arminius pensaba que la gracia divina debía
ser recibida por la libre voluntad del hombre, poniendo en peligro la teología de la predestinación.

El nombramiento de Anninius como profesor de Leyde trajo consigo un largo debate, amenizado por un recíproco
intercambio de acusaciones de herejía con Francisco Gomar (+1641), que acusaba de pelagiano a Arminius, al
tiempo que éste trataba a Gomar de maniqueo.

Sus respectivos sucesores se enfrentaron en una lucha que tenía claramente raíces político-sociales. Los «arninianos»
eran más bien burgueses, notables y partidarios de la soberanía de cada una de las Provincias Unidas; los «ortodo-
xos» se apoyaban más en la clase popular y en la persona de Mauricio de Orange, que pretendía gobernar todos los

131
Países Bajos. En 1610 los anninianos dmgieron una «Re exposición» en cinco artículos a los Estados de Holanda y de
Frisia occidental: sin rechazar la predestinación, la interpretaban más bien en el sentido de la presciencia, el
conocimiento eterno que tiene Dios de todas las cosas, y estimaban que Cristo había muerto por todos los hombres y no
por unos cuantos. Los «ortodoxos» redactaron a su vez una «Contra-rexposición» y obtuvieron después la reunión de
un sínodo en Dordrecht para decidir el asunto. De noviembre de 1618 a mayo de 1619, 65 delegados holandeses con 8
delegados alemanes, suizos y ginebrinos, aunque sin representantes franceses, a los que el gobierno del Rey había
prohibido asistir a Dordrecht, formaron una especie de concilio del calvinismo.

Los «reexpositores» o arminianos fueron considerados más bien como acusados. A pesar del talento de Simons
Episcopius (Bischop) (+1643), profesor de Leyde fueron expulsados. En 1619 el sínodo de Dordrecht condena de
una manera muy firme en una serie de cánones el «sinergismo» y reafirma la predestinación. Rehusando incluso que
la recepción de la gracia hubiera podido ser decidida por Dios «en previsión de la fe», el sínodo estima que «la
causa de la elección gratuita del hombre es únicamente la complacencia (bon plaisir) de Dios». En el umbral del
siglo del absolutismo, el absolutismo de Dios era la piedra de toque de la verdadera doctrina.

El sínodo de Dordrecht puesto en práctica brutalmente por el príncipe de Orange, arrastró, por consiguiente, al
calvinismo hacia una visión intransigente, que no admitía la menor colaboración del hombre en su propia salvación. Esta
doctrina tuvo como consecuencia «el desarrollo de una escolástica, cuyo terreno de elección fueron los Países
Bajos, su filósofo, Aristóteles y Calvino su maestro espiritual».

Gisbert Voetius (+1676) adversario de Descartes, profesor en Utrecht, sacó las consecuencias doctrinales de esto: sus
Dispiaationes theologicae abordan todos los lemas del dogma y de la moral. La Academia de Saumur fundada en 1593
por Philippe Du Plessis-Momay (+1623) portavoz de los hugonotes franceses a finales del siglo XVI quiso reinterpretar
el particularismo de la predestinación en un sentido menos estricto. Moisés Amyraut (+1664) profesó «el universalismo
hipotético» que al tiempo que preservaba a Dios de toda elección particular, no llegaba a superar las afirmaciones del
sínodo de Dordrecht. Las ideas de Amyraut suscitaron un inmenso debate, lo mismo que la enseñanza bíblica de Luis
Cappel (+1658) sobre la no inspiración de los puntos-vocales de los masoretas en hebreo; lo mismo sucedió, en
dogmática, con la doctrina de Josué de la Place sobre el pecado original, pues estimaba que éste no se extendía
directamente a los descendientes de Adán. En Ginebra estaban del lado de la ortodoxia de Dordrecht y temían el
contagio de las ideas de Saumur. Este fue el caso de Francisco Turrettini (t 1687), que encama la resistencia del
calvinismo extremo y estimó que era preciso componer una confesión de fe apta para incorporar esta ortodoxia
reformada.

Pretendiendo llegar a una especie de «fórmula de concordia» para el calvinismo, Jean-Henri Heidegger (+1698),
profesor en Zurich, compuso un texto relativamente irónico. Enmendado y endurecido, fue aceptado por la mayoría de
las Iglesias reformadas de Suiza y por ello tomó el nombre de Consensus helvéticus de 1675: defiende la
interpretación literal de la Escritura, la inspiración de todo su texto incluidos los puntos-vocales, el particularismo de la
salvación tras la caída (infralapsario), la salvación exclusivamente para los elegidos, y la imputación inmediata del
pecado de Adán a toda su descendencia. Era un modo de oponerse punto por punto a los interrogantes o a las
interpretaciones de la Academia de Saumur.

Mas este consenso no tuvo gran futuro, y, si bien marca el apogeo del calvinismo extremo, anuncia también su
abandono. El texto apenas fue admitido por los protestantes franceses en los refugios que encontraron tras la revoca-
ción del Edicto de Nantes, diez años después, ni tampoco por los mantenedores de la «ortodoxia liberal», como Juan
Alfonso Turrettini (t 1737), hijo de aquel otro que había inspirado el Consensus, en Ginebra, o Juan Federico
Ostervald (f 1747), autor muy prolijo que publica reflexiones sobre los tiempos presentes, obras de catequesis, de
liturgia y de historia sagrada, en Neuchátel. Tradujo también una nueva Biblia al francés, que apareció en 1724 y
conoció una segunda edición corregida en 1744, iniciando un retomo a la Biblia. Se opone al deísmo y al racionalismo,
desarrollando una apologética basada en tres pilares: la razón, la historia y el testimonio de la conciencia moral. Más se
ha podido decir que, bajo un vocabulario ortodoxo, se encuentra en sus cartas a Turretini, cuando insiste en el aspecto
moral del testimonio de Cristo, una de las primeras teologías del protestantismo liberal.

132
EL PROTESTANTISMO LIBERAL Y LA REACCIÓN BARTHIANA
En el siglo XIX el movimiento liberal en el terreno teológico pone a prueba las teologías de las ortodoxias, tanto en el
luteranismo como en el calvinismo.

Estos últimos estuvieron marcados en el siglo XVIII por el pietismo, el racionalismo y, un poco más tarde, por los
movimientos de Despertar. Estos últimos, nacidos un poco por todo el mundo, parecen un renacimiento del pietismo, im-
pregnado de metodismo e insistiendo en la conversión personal. Al mismo tiempo, con el fenómeno del
«confesionalismo», se vuelve a valorar la identidad de cada tradición: éste será el caso de Inglaterra, como veremos
más adelante, con el movimiento de Oxford en el anglicanismo. Por último, está el fenómeno de las sociedades
(Sociedades bíblicas, misioneras) que, a lo largo de lodo el siglo, van a desarrollar una notable eficacia y a inscribir su
marca en las mentalidades protestantes.

La personalidad excepcional y la obra de Soren Kierkegaard (1813-1855), el filósofo danés, van a marcar el comienzo
de una nueva comprensión del cristianismo: existencia!, subjetiva, paradójica, recurriendo incesantemente al escándalo
de la cruz contra la Iglesia institucional. Aunque Kierkegaard vivió aislado e incomprendido, su posteridad intelectual en
el mismo protestantismo va a ser inmensa, sobre todo en el siglo XX.

El liberalismo, por su parte, se sitúa más allá de las categorías confesionales: es una percepción religiosa de la filosofía
idealista alemana. El descubridor e investigador de esta nueva tierra es Federico Schleiermacher (1768-1834). Nació
en el seno del calvinismo, fue educado en las escuelas de los Hermanos Moravos y sufrió la influencia del pietismo. A
partir de 1796 entra en contacto en Berlín con los filósofos de la época y escribió en 1799 los Discursos sobre ¡a
religión. Tras enseñar en Halle, debe regresar a Berlín donde ejerce de profesor y de pastor. Lleva adelante una
considerable actividad eclesiástica, política, literaria y teológica.

Con él entran en la teología, e incluso en el dogma, la intuición, el sentimiento religioso. Renunciando a toda explicación
del universo o del hombre a través de la metafísica y de la moral, se basa en la experiencia o sentimiento del infinito.

En su obra de 1821-1822, La fe cristiana, Schleiermacher reinterpreta los dogmas cristianos en función de esta
experiencia universal del sentimiento de dependencia, en el que Cristo nos ha reintroducido tras el pecado, que es auto-
suficiencia. La experiencia religiosa se expresa a través de los símbolos, que son tanto los dogmas como los ritos.
Schleiermacher hacía predominar en todo la subjetividad, aun cuando para él la religión era también un fenómeno
social. De este modo se convertía en el primero de una línea muy fecunda en los siglos XIX y XX, y marca en el
protestantismo, y también en la teología en cuanto tal, un giro irreversible.

Buscando reconciliar al Jesús de la historia con el Cristo de la fe, los sucesores de Schleiermacher intentaron realizar
una investigación crítica de la Biblia y, sobre todo, de los Evangelios. Cuando David Federico Strauss (+1874), en su
Vida de Jesús de 1835, considera los evangelios como el ropaje literario de una idea religiosa, vacía de su contenido
objetivo no sólo los milagros, que son mitos, sino también la encamación, que es la obra no de Jesús, discípulo de Juan
el Bautista, Mesías usurpado, apacible iluminado, sino de toda la humanidad. Entramos también en la «religión de la
humanidad», típica de las épocas contemporáneas.

Ferdinand-Christian Baur (+1860), que fue uno de los maestros de Strauss, aplica la dialéctica hegeliana a los
estudios del Nuevo Testamento, encontrando en la Iglesia la síntesis de las intuiciones de Pedro y de Pablo, y no
retiene en el canon de las epístolas más que las que correspondían a este esquema. Albert Ritschl (+1889) otorga a la
religión un fin moral, un «ideal de vida». El Reino de Dios es para él el crecimiento moral de la humanidad, en el que
los cristianos desempeñan un papel privilegiado.

Tras la reinterpretación de la cristología, del Nuevo Testamento, de la moral, quedaba por dar un sentido nuevo a la
historia. Fue Adolf Harnack (+1930), discípulo de Ritschl, quien se encargó de esta tarea. Su inmensa erudición y su
talento contribuyeron a una cierta devaluación del Antiguo Testamento, por medio de un libro sobre Marción, y también

133
del Nuevo Testamento, puesto que intenta probar su contaminación por el helenismo en su Lehrbuch der
Dogmengeschichte, publicado entre 1886 y 1889. En La esencia del cristianismo, de 1900, presenta una visión positiva
y reconciliadora. El mensaje del cristianismo es la vida eterna en medio del tiempo: Cristo, reconociendo a Dios como
Padre, puede colmar las aspiraciones del alma humana y conducir la humanidad hasta él. El mensaje del cristianismo
desde su fundación es el del amor, de él debemos vivir nosotros para aproximar la humanidad a una sociedad donde él
reine. Este sentimiento idealista en torno al sentimiento del amor, parece estar en el extremo opuesto de las intuiciones
de Lutero y de Calvino, cuya teología reposa sobre una concepción pesimista del hombre y la grandeza divina de la fe
en Cristo.

Karl Barth (1886-1968), el teólogo de Basilea, ha leído y profundizado en los maestros del siglo XIX alemán y ha
frecuentado las grandes Facultades protestantes. Al plantearse el problema de la predicación, primero en Ginebra y, a
continuación, en Safenwil, en el cantón de Argovie (Suiza), donde, como pastor, estaba encargado de anunciar la
Palabra de Dios, se interesa, como lo hizo Lutero cuatro siglos antes que él, por la Carta a los Romanos. Su estudio
titulado simplemente Comentarios, comenzado en 1916 y publicado en 1919 y luego de nuevo en 1922, da la espalda a
la exégesis histórico-crítica. En referencia a Kierkegaard, Barth interpreta el texto de una manera existencial,
redescubriendo que Dios es Dios en una transcendencia radical que va a marcar su teología y, a través de él, la de su
tiempo. Se crea un movimiento, llamado, impropiamente sin duda, «teología dialéctica», puesto que la verdad de Dios
no puede expresarse en una palabra humana, sino a través de negaciones y afirmaciones sucesivas.

Siendo profesor en Bonn, Barth inspira la Iglesia confesante en 1934, redactando una declaración contra la
contaminación de la teología por la ideología: debe abandonar la Alemania nazi. Pronto se convierte en una especie de
profeta de la transcendencia divina a través de un retorno a las intuiciones reformadoras del siglo XVI, especialmente a
través de su recurso a la Biblia, de su rechazo a la filosofía y a la teología natural, así como a través del distanciamiento
con respecto a la experiencia religiosa tan grata al liberalismo. A partir de 1932 publica una Dogmática eclesiástica
(kirchliche), cuyo tercer volumen acabó un año antes de su muerte.

Además de hombres como Friedrich Gogarten (+1967) y Paul Tillich (+1965), hay otros dos teólogos protestantes que
han marcado también el siglo XX. Rudolf Bultmann (i 1976), exégeta del Nuevo Testamento en la Universidad de
Marburgo, ha permanecido fiel a las concepciones del liberalismo. Se preocupó, primero, por la historia del cristianismo
primitivo en su Jesús de 1926 y ha consagrado la segunda parte de su vida a proponer una «desmitologización»,
describiéndola con categorías tomadas del filósofo Heidegger. De hecho, Bultman, si bien plantea ese problema tan
moderno de la hermenéutica, del que se sigue ocupando la teología cristiana, sigue siendo profundamente luterano en
su definición del «kerigma».

Como último testigo radical y apasionado, arrastrado hacia la tragedia de la historia por la fe, Dietrich Bonhoffer (1906-
1945) ha ejercido una influencia póstuma. Fue un lector de Barth, un miembro de la Iglesia confesante, un ecumenista
convencido: debe ser considerado como uno de los héroes de la resistencia espiritual al nazismo. Fue encarcelado en
Buchenwald y después en Flossenburg, y fue ejecutado en abril de 1945.

Su obra Resistencia y sumisión, descubierta después de su muerte y publicada en 1951, plantea el problema de la
presencia del cristianismo en un mundo secularizado. ¿No ha pasado el tiempo del lenguaje piadoso, espiritual o
simplemente religioso? Hay que interpretar el mensaje bíblico en las categorías de nuestro tiempo, en lo trágico de la
condición humana. Al sugerir una especie de cristianismo a-religioso y tomar en serio la profanidad del mundo,
Bonhoffer ha entrado plenamente en la crisis del final del siglo XX, y sus escritos, interpretados después de su muerte,
no han dejado de tener prolongaciones en la investigación teológica protestante de los último años.

EL CASO DE LOS VALDENSES


Antes de cerrar este esbozo de los protestantismos continentales, podemos detenemos en un caso especial que es el
de los reformados italianos, procedentes de una larga tradición nacida en la Edad media. Desde el punto de vista del
historiador, el inconformismo de los valdenses en una sociedad centrada sobre la conformidad y la uniformidad de las
creencias, como lo era el Medioevo, constituye una aventura única El «Israel de los Alpes», corno se le llamó

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enfáticamente en el siglo XIX, tiene su origen en la conversión, hacia 1170, de un rico comerciante de Lyón del que no
sabemos más que el apellido: Valdo, el nombre de Pedro aparece simbólicamente como un título de fundador ya
tardíamente en el siglo XIV.

Este hombre puso el acento sobre la necesidad de vivir la pobreza evangélica y comenzó a hacer traducir la Sagrada
Escritura a la lengua vulgar. Arrastró tras sí a cierto número de compañeros, que reclamaron una reforma radical de la
Iglesia de su tiempo y, sobre todo, comenzaron a predicar sin mandato. La confesión de fe que firmó Valdo en 1180 es
de las más ortodoxas, indicando, no obstante, su opción personal por la pobreza como «precepto imperativo». Pero el
movimiento recibe otras influencias y se desvía hacia la crítica del culto a los santos, a las cruces y a las reliquias.

En ese momento se forman dos corrientes: una en torno a Lyón y a la religión del Languedoc, la otra en Lombardía.
Santo Domingo y sus compañeros se dedican a convencerlos de sus errores. En 1208, sin duda después de la muerte
de Valdo, Durando de Huesca se deja convencer y trae consigo de nuevo a la Iglesia oficial a una parte del movimiento,
que adopta el nombre de «Pobres católicos».

Lioneses y lombardos se reúnen en Bérgamo el año 1218 y organizan el movimiento disidente. Ha nacido el movimiento
valdense, apoyándose en los «barbudos», que son los predicadores, y en el culto familiar. Se extiende hacia el Este y
hacia el Norte de Europa, pero choca contra la vigilancia y contra los castigos de la Inquisición, que persigue a los
herejes. Uno de los centros más importantes de los valdenses, que se convertirá después en su único refugio, se en-
cuentra en el norte de Turín, en los valles que tomaron, a continuación, su nombre: ¡os Valles Valdenses, entre
Briancon y Pignerol, al sur de Montgenévre. Estos valles están suficientemente aislados y retirados para ocultarse en
ellos, viviendo de la tierra y de la Palabra de Dios, traducida a un dialecto próximo al provenzal. Un cierto literalismo
impide a los valdenses prestar juramento y les invita a rechazar las tradiciones engendradas por la vida de la Iglesia a lo
largo de los siglos. Mas los valdenses logran subsistir más allá de esos valles, actualmente italianos, y constituyen foros
de disidencia en Europa. Así es como en el siglo XV se encuentran con cristianos que profesan poco más o menos sus
mismas convicciones: los husitas de Bohemia, que reivindican sobre todo la comunión bajo las dos especies y, como los
valdenses, la predicación de los laicos, profesando una teología que sirve de preludio a la Reforma protestante.

Poco antes del surgimiento de esta última, en 1488 y 1489, el duque de Saboya organiza una especie de cruzada contra
los Valles Valdenses, que degeneró en un conflicto armado. No es, por tanto, tan extraño que, en el momento de
constituirse la Reforma de lengua francesa, los valdenses acepten asociarse a ella. Esto no se llevó a cabo sin
consultas, ni reflexión, ni reuniones, la más solemne de las cuales tuvo lugar el año 1532 en Angrogne, estando
presentes Guillermo Farel, Pedro Olivétan y Antonio Saulnier, venidos de las regiones suizas. Tras haber fijado por
escrito sus convicciones religiosas y asegurado de su conformidad con las de sus interlocutores, los valdenses optan
por la asociación en el transcurso de lo que se ha llamado el «sínodo de Chanforan». Los valdenses deciden entonces
financiar una traducción de la Biblia al francés: ésta será confiada a Pedro Olivétan, el primo de Calvino, y fue impresa
en Neuchatel en 1535. Los valdenses son objeto de procesos inquisitoriales esporádicos en la Provenza desde 1528 y
muchos de ellos son ejecutados; en Merindol y Cabriéres son objeto incluso de auténticas matanzas.

A partir de ahora el movimiento valdense se convierte en parte interesada en los esfuerzos encaminados a desarrollar el
protestantismo en Italia, y de modo más particular en el Piamonte. Esto no se desarrolla sin persecuciones, como la que
alcanzó a la comunidad valdense de Calabria y Pulla en 1560 y 1561. Es la época en que se pone en práctica en Italia
la Reforma católica. La renovación católica es la tarea que se marca el joven duque de Saboya Enmanuel-Filiberto,
que recupera sus Estados tras el tratado de Cateau-Cambrésis de 1559. Mas es también el nuevo soberano de los
valdenses, a quienes quema atraer de nuevo a la fe católica. Alternando el diálogo y la presión de las armas, intenta el
duque acabar con la resistencia de los disidentes, que se defienden con vigor. Esto conduce a un acuerdo el año 1561
en Cavour, que permite una cierta tolerancia, organizada y limitada geográficamente, dando un mentís, como
aproximadamente cuarenta años más larde hará también el edicto de Nantes en Francia, al principio cuius regio, eius
religio.

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La confrontación entre católicos y valdenses se vuelve a partir de entonces pacífica, con disputas que oponen a
capuchinos, jesuitas y misioneros, de una parte, y misioneros reformados, de la otra. La continuidad histórica de los val-
denses sirve a los polemistas protestantes para refutar el argumento esgrimido por los católicos y basado en la novedad
y variación de la Reforma. Los valdenses van organizando su vida a lo largo de los años en las montañas que les sirven
de protección, celebran sínodos, y, en el proceso de elaboración de la ortodoxia calvinista, optan por el rigorismo de
Dordrecht.

En 1655 se lleva a cabo una reconquista, no exenta de matanzas y abjuraciones forzadas, aunque también con una
resistencia armada en el monte, dirigida por un agricultor llamado Josué Javanel. Bajo la presión de los Estados
protestantes europeos, se concluye en Turín un nuevo acuerdo en 1664, pero es un acuerdo precario. La casa de
Saboya, tan cercana a la monarquía francesa, se alinea con las directrices de la política de revocación de los edictos de
tolerancia. En enero de 1686 son abolidas las últimas libertades y los valles valdenses son ocupados y recatolizados por
la fuerza; muchos valdenses se ven obligados a partir al exilio, este es el caso de Javanel que sale para Ginebra.

Pero la política europea va a mezclarse de nuevo. Guillermo de Orange, quien acaba de reemplazar en Inglaterra a su
suegro Jacobo II, financia y apoya una expedición encaminada a traer de nuevo a los exiliados de Suiza a sus queridas
montañas y valles. Es la «vuelta gloriosa» que debió su éxito al cambio diplomático operado por Víctor Amadeo II que
rompió su alianza con Luis XIV. En 1694 se otorga un nuevo edicto de tolerancia. Los valles valdenses entran entonces
en su soledad y su pobreza, como en un «ghetto alpino», al tiempo que se constituye en su territorio, en Pignerol, un
obispado en 1748.

Tras la libertad adquirida con la invasión francesa, los valdenses sufren las circunstancias y las evoluciones de la
política, y en particular la de la búsqueda de la unidad italiana: restauración monárquica en Saboya con la dinastía de
Piamonte-Cerdeña; insurrección liberal de 1848, seguida de una verdadera libertad civil y política concedida por el rey
Carlos Alberto.

A partir de ese momento los valdenses entran en la realidad política italiana. Su vida está marcada por los movimientos
evangélicos, por el nacimiento de las Iglesias libres, por el desarrollo de una investigación y de una enseñanza teológica
más oficiales, pero también por una fuerte emigración hacia Argentina. Se puede comprender las dificultades por las
que tuvo que pasar una miñona en un país ampliamente católico como es Italia, obnubilado durante mucho tiempo por
sus conflictivas relaciones políticas con la Santa Sede, por la cuestión romana en el siglo XIX y a comienzos del XX, y
por el concordato, a continuación.

LOS ANGLICANOS
LA REFORMA ANGLICANA VISTA DESDE UNA PARROQUIA
En una divertida introducción a una obra muy seria, John R.H. Moorman cuenta la historia de un tal James Whyte, un
personaje puramente imaginario, al que hace nacer en 1499 y conduce hasta 1559, le hace recibir la ordenación en
1524, en la época en que el rey de Inglaterra. Ennque VIII es considerado como uno de los defensores más
comprometidos del catolicismo romano, atacado por Lutero y Zuinglio.

Mas el azar de la historia le permite vivir cuatro o cinco revoluciones religiosas. Están, de entrada, las del mismo
Enrique VIII: en primer lugar, la ruptura con Roma mediante el Acta de supremacía de 1534, después, dos años más tar-
de, los Diez artículos que hacen de la Iglesia de Inglaterra -y no ya la Iglesia en Inglaterra- una prima de las
comunidades luteranas de Alemania, o de modo más preciso aún, de Escandinavia. Pero un segundo movimiento en
sentido contrario le hace volver a ciertas convicciones del catolicismo. Los Seis artículos de 1539 reaniman la
transubstanciación, el celibato eclesiástico y la confesión auricular; van seguidos de la «Necesaria doctrina e
instrucción de todo cristiano» llamada «Libro del rey» de 1543, que vuelve a una teología en que el libre albedrio y
los méritos tienen su lugar en el proceso de la justificación.

Para el reverendo Whyte el cambio esencial consistía de una manera muy concreta en la posibilidad de leer la Biblia en
traducción inglesa para su uso personal y, en cierta medida, también en el culto. En cuanto a la ruptura con Roma, si

136
bien posiblemente la deplorara, el alejamiento geográfico, y sobre lodo psicológico, entre Inglaterra e Italia hacía que se
acomodara bastante bien a ella. Había oído hablar, sin duda, de la disolución de los monasterios y conventos, y también
de la confiscación de sus propiedades, y asimismo de las resistencias católicas, como la expresada por la reunión de la
«Peregrinación de gracia» en 1536, pero no le prestó sin duda una gran atención.

Pero vino, a continuación, el endurecimiento en sentido protestante que siguió a la muerte de Enrique VIII en 1547: fue
conducido por el consejo de regencia del jovencísimo Eduardo VI. El modesto cura de paaoquia, si bien acepta
fácilmente celebrar la misa en inglés en la fiesta de Pentecostés de 1549 y distribuir la comunión a los fieles bajo las dos
especies, siguiendo ¡os mandatos del Libro de Oración común en 1549. no cabe duda de que se muestra más reticente
a leer en público, como le ha sido ordenado, el libro de las doce homilías, preparado ya bajo Enrique VIII, en el que
ciertos pasajes sobre las tradiciones eclesiásticas que él ha practicado siempre, o sobre la justificación por la fe, le
parecen inclinarse demasiado claramente del lado de Wittenberg.

Después, al año siguiente, tiene que obedecer las órdenes que prohibían el uso de muchos ritos a los que tanto él
mismo como sus feligreses seguían estando allegados, y consentir en hacer desaparecer las imágenes y los altares, o
recubrir las pinturas. Todo se precipitó cuando se publicó en 1552 y se hizo obligatorio el uso de un nuevo Libro de
Oración común, revisado por Martín Bucero, el reformador de Estrasburgo, exiliado en Inglaterra: en él se prohibía de
modo particular el uso de vestiduras litúrgicas. Algunos sacerdotes se casan. Una nueva Confesión de Fe en 42
artículos acentúa las proposiciones de la teología reformada.

En 1553, nuevo golpe teatral y cambio total con la muerte del joven Eduardo VI. Mana Tudor accede al trono: la hija
primogénita del rey Enrique VIII había permanecido católica en fidelidad a su madre, Catalina de Aragón, a quien
consideraba injusta e incluso ignominiosamente repudiada, aun cuando el «divorcio» hubiera lomado la forma de un
reconocimiento de nulidad de matrimonio pronunciado en Inglaterra. Todo debía volver, por consiguiente, al estado en
que se encontraba en el verano de 1547. Se imagina fácilmente los problemas prácticos que esto planteaba a un cura
de parroquia: reconstruir el altar que había sido reemplazado por una mesa; recuperar los ornamentos y los misales lati-
nos. Después de tres cambios en cinco años, ¿se iba a recuperar finalmente, al mismo tiempo que la comunión con
Roma, la uniformidad litúrgica y teológica? Entre tanto habían tenido lugar ejecuciones capitales, tanto entre la gente
humilde como entre los poderosos, que no consentían plegarse al nuevo orden de cosas que era el antiguo. El
reverendo Whyte no era de esos.

En 1558, con la muerte de María Tudor y del arzobispo de Canlorbéry, el humanista Reginald Pole, se crea una nueva
situación, se inicia una nueva política religiosa, implantada de manera progresiva y hábil por Isabel I, hermana de María
y de Eduardo. En 1559 entró de nuevo en vigor el Acta de supremacía y hubo que volver al segundo Libro de oración
común, con algunas modificaciones, no obstante, destinadas a contentar a algunos de los más filocatólicos, que no se
mostraron irreductibles. Se restablece una nueva jerarquía episcopal el 17 de diciembre mediante la consagración de
Matthew Parker como arzobispo de Cantorbéry, en una ceremonia que tenía también la ambición de mantener la su-
cesión apostólica.

Así, James Whyte y los nueve mil miembros del clero, que en lo sucesivo se debe llamar anglicano habían tenido que
hacer frente a cuatro cambios mayores, que habían afectado a las formas del culto divino y también, de manera par-
ticular, a la teología de la Eucaristía. Se estaba pidiendo un respiro y la gente aspiraba, en las parroquias, a una
tranquilidad duradera. «Habían sobrevenido cambios y aunque se había dejado muchas cosas, había también aspectos
nuevos a los que se podía estar agradecidos. Primero la Biblia inglesa y, a continuación, el Libro de la oración común.
Con la ayuda de estos instrumentos, James Whyte podía hablar a sus feligreses del designio de Dios y de la redención
del hombre, y realizar la liturgia con unas formas que sus feligreses podían comprender y en las que podían participar».

Esta presentación de los años de conmoción, desde el punto de vista de un sacerdote ordinario de un pequeño pueblo
de Inglaterra, nos muestra bien cómo debió ser sentida, en sus diversas etapas, la reforma anglicana. Es verdad que la
vida seguía con los trabajos de los campos y las fiestas principales de la cristiandad. Si se era bastante flexible, y
también bastante poco instruido, para aceptar los cambios introducidos por los diferentes regímenes, cabía atravesar

137
por todo ello sin estorbos y sin escrúpulos de conciencia. Pero esta visión no tiene muy en cuenta a aquellos que, por
ambas partes, se dieron cuenta de las cuestiones eclesiales y teológicas que estaban en juego: hubo grandes hombres
dispuestos a defender sus convicciones con mayor o menor talento, santidad o coraje: desde Tomás Moro y Juan
Fisher, en el campo católico, a Thomas Cranmer o Hugh Latimer, entre los teólogos protestantes.

UNA IGLESIA ESTABLECIDA


Con la ayuda del teólogo Richard Hooker (+1600), la reina Isabel, cuyas opiniones religiosas personales parecen
haber sido más tradicionales de lo que haría creer su política, hizo adoptar por la Asamblea del clero los «Treinta y
nueve artículos», que intentaban establecer una via media: éste era el lema, la divisa del anglicanismo, que se
pretendía, simultáneamente, «católico» y «reformado». Esta voluntad del punto medio debía engendrar en el interior de
las Iglesias anglicanas un movimiento de péndulo entre los que estaban atentos a la tradición católica, aunque fuera
adaptada, y aquellos que querían acentuar las aristas protestantes de la doctrina. Además se constituye en el exterior
una doble oposición, formada por los católicos romanos y también los puritanos, deseosos de aproximarse al modelo
ginebrino dejado por Calvino a su muerte en 1564.

La consolidación del anglicanismo debe mucho a la versión inglesa de la Biblia de 1560, compuesta en Ginebra y
bastante antirromana en sus notas; esta Geneva Bible fue la de Shakespeare. Pero la Iglesia anglicana quiso ofrecer
una versión, simultáneamente, más satisfactoria y más oficial: en 1568 apareció la llamada Biblia «de los obispos»,
que toda parroquia anglicana debía procurarse: ésta es la antecesora de la Versión autorizada de 1611, que debía tener
ese papel unificador de la mentalidad inglesa y anglicana.

La política religiosa de Isabel ha conducido a la consolidación de una Iglesia establecida. La sucesión episcopal y los
tres órdenes de la jerarquía eclesiástica han sido conservados, lo mismo que la jurisdicción interna de la Iglesia y su ad-
ministración, cuya continuidad ha sido respetada a pesar de más de cuarenta años de turbación. La reforma anglicana
ha consistido en injertar una teología protestante, adaptando el ritual católico, en la idea nacional.

GUERRAS DE RELIGIÓN Y REVOLUCIONES POLÍTICAS


Los reyes Estuardo van a intentar este juego de equilibrio entre sus súbditos católicos y protestantes, para mantener la
Iglesia de Inglaterra en esta vía media obra de sus predecesores, pero lo harán de un modo mucho menos afortunado a
causa de su inclinación católica y del contexto político. Jacobo I (+1625) no siente ninguna simpatía por sus súbditos
ultraprotcstan-tes, los puritanos, que conoció en Escocia y que reivindican los derechos de la libertad individual contra la
monarquía absoluta; no obstante, el puritanismo es una fuerza en ascenso, sobre todo en el Parlamento. Desde su
llegada, en 1603, el clero puritano presenta al nuevo rey una petición «milenaria» (firmada por un millar de personas):
en ella se pedía la introducción de diversas modificaciones en el Libro de oración, como la supresión de la sobrepelliz y
de la señal de la cruz, poniendo el acento en la importancia de la predicación. Para responder a ella, el año siguiente.
Jacobo I convoca en Hampton Court una conferencia que reunía obispos anglicanos y personalidades puritanas. El rey
preside en persona y expone sus ideas religiosas: ante todo desea conservar el sistema episcopal porque, dice: «si no
hay obispos, no hay rey». Por eso los cánones, redactados ese mismo año, insisten de manera particular en los
poderes disciplinarios de los obispos. La obra más importante de la Conferencia es el establecimiento de la versión
autorizada de la Biblia (King James Versión), dirigida por John Reynolds y terminada en 1611.

Dado que habían esperado mucho del advenimiento de un rey escocés, los puritanos se sienten decepcionados y
muchos se encuentran incómodos en Inglaterra, donde el poder parece denegar todo valor a sus creencias e incluso
despreciarlas: así esa Declaración de los depones de 1618, en la que se recomiendan diversas distracciones para el día
del Señor... Algunos de ellos abandonan Inglaterra y se van a Holanda y de allí al Nuevo Mundo. Una emigración to-
davía más importante irá en 1630 a fundar a Boston en el reinado siguiente.

La política religiosa del reinado de Carlos I fue, en efecto, violentamente hostil contra los puritanos. William Laúd,
obispo de Londres y canciller de Oxford, fue nombrado arzobispo de Cantorbéry el año 1633. Quiere la obediencia de
todos, clérigos y laicos, al poder de los obispos y emplea la Corte de la Alta Comisión para obtenerla y para perseguir a
los puritanos.

138
Por eso, la guerra civil que va a iniciarse entre los «Caballeros», partidarios del rey, y los «Cabezas redondas», que
apoyan al Parlamento, es antes que nada una guerra religiosa. La rebelión iba dirigida, en primer lugar, contra la Iglesia
de Inglaterra, tal como se presentaba en sus órganos oficiales, monopolizados por Laúd y su partido de la Alta Iglesia.
Al mismo tiempo, las ideas políticas y los intereses de clase dividen Inglaterra entre ambos campos: cada uno de los
partidos tiene una doctrina teológica, política y económica, que les opone.

El anglicanismo tradicional es episcopal mientras que los puritanos se atienen a la doctrina calvinista, tal como la veían
aplicada en Escocia por la Iglesia presbiteriana, donde cada ministro tiene la misma autoridad.

Los adversarios de Laúd le acusan de organizar una especie de régimen teocrático y. de hecho, recupera las tierras
eclesiásticas alienadas a lo largo de los reinados precedentes y nombra a miembros del clero para los más altos cargos
del Estado. Los Cabezas redondas, en nombre de la libertad individual, reivindican los derechos del Parlamento. Se
trata de burgueses de la ciudad de Londres a quienes molestaba la política económica de Carlos I. basada en un
sistema de manufacturas estatales y de monopolios. Los Caballeros o partidarios del rey provienen de los propietarios
de la comunidad rural tradicional y son los últimos guardianes del antiguo orden feudal con su equilibrio de derechos y
de obligaciones.

En el mismo transcurso de la revolución, el Parlamento vota una legislación de tipo presbiteriano. Reúne en
Weslininster, en julio de 1643, una asamblea de teólogos que propone una gobernación no episcopal de la Iglesia. En
septiembre, este «largo» Parlamento sella la alianza entre los puritanos ingleses y los presbiterianos escoceses. En los
años que siguen se suprime el Prayer Book así como la Iglesia de Inglaterra, el episcopado queda abolido y
reemplazado por el sistema presbiteriano, que, no obstante, nunca fue implantado. El rey intenta negociar con el
Parlamento, el ejército, los escoceses y desarrolla un doble juego. Cromwell se alía al Parlamento, aplasta a los
escoceses y a los Caballeros en 1648, después toma el poder y hace ejecutar al rey al año siguiente. Carlos I es desde
entonces el rey mártir de la causa anglicana: su fiesta se conmemora en la liturgia el 30 de enero, fecha de su muerte.

Durante el régimen del Commonwealth (1649-1662), la Iglesia de Inglaterra no es más que la Iglesia anglicana, una
confesión entre otras muchas, en situación de inferioridad al comienzo del reinado del Lord Prolector, fiorque repre-
sentaba aquello que él había combatido. Deseoso de obtener la tolerancia religiosa, Cromwell (+1658) favorece un
calvinismo austero y neutro, cuyo eco encontramos en Millón (+1674). La unidad de la Iglesia en Inglaterra queda rota,
pues el triunfo de los Independientes del partido de Cromwell ha multiplicado el número de los no conformistas
congregacionalistas baptistas y unitarios. En 1652, George Fox (+1691), anglicano funda la Sociedad de los Amigos,
que se convertirá en el movimiento cuáquero. Hay otras pequeñas sectas de inspiración religiosa o social, entre ellas la
de los igualitarios, que pretenden abolir las clases. El no conformismo nace, por tanto, bajo la República. Éste será el
rasgo duradero de la revolución emprendida contra la Iglesia nacional.

Gracias al general Monck, Carlos II vuelve a ser llamado por el Parlamento y regresa en mayo de 1660. Antes de
abandonar la ciudad de Breda (Holanda), hace una declaración de amnistía y de tolerancia. Para mostrar su deseo de
llegar a una solución religiosa moderada hace reunir, en agosto de 1661 en el Savoy Hospital, una conferencia
religiosa paritaria entre anglicanos y puritanos, pero el Parlamento restaura la Iglesia de Inglaterra en todos sus
derechos. En 1662 queda restablecida y. mediante un Acta de uniformidad, se introduce un nuevo Prayer Book, que
todavía está parcialmente en vigor hoy en día.

A la muerte de Carlos II, en 1685 sube al trono su hijo Jacobo II, convertido al catolicismo hacia 1670. Como rey, es el
gobernador supremo de la Iglesia anglicana, a la que ha prometido respeto, sin favorecer a su propia religión. Sin
embargo, Iras la victoria contra los protestantes que apoyaban al duque de Monmouth, hijo ilegítimo de Carlos II, que
fueron sometidos a una represión sangrienta, el rey comienza a favorecer a los católicos. Les permite la entrada en las
universidades y en la función pública. Con la esperanza de obtener una reunificación, el rey entra en contacto con
Roma, a pesar de los consejos de moderación del papa Inocencio XI.

139
En 1687 y luego en 1688, publica el rey unas «declaraciones de Indulgencia», suspendiendo las penas previstas contra
los católicos y los no conformistas. La Iglesia anglicana siente que está en peligro su monopolio. El arzobispo de
Cantorbéry, Sancroft, y seis obispos más sugieren respetuosamente al rey que retire sus declaraciones. Jacobo II les
hace detener y juzgar, pero el jurado los declara inocentes y la muchedumbre aclama a los obispos. Es el comienzo del
conflicto entre Jacobo II y el Parlamento.

Poco antes del proceso, la reina, italiana y católica, había dado a luz un hijo. Esto arruinaba las esperanzas que el
partido protestante había puesto en María, hija de un primer matrimonio de Jacobo II, y esposa de Guillermo, príncipe
de Orange, calvinista convencido. A este último es a quien, el mismo día de la liberación de los obispos, el 30 de junio
de 1688, siete pares dirigen una llamada. Guillermo III de Orange es apoyado por la población, el ejército y la universi-
dad. El país entero realiza esta revolución pacífica en favor del Parlamento y de la Iglesia de Inglaterra, cuyos intereses
iban esta vez a la par. Jacobo II se exila a Francia sin combatir. Por primera vez, la Iglesia establecida había
abandonado a la monarquía, a cuya suerte parecía ligada tanto de hecho como doctrinalmente.

La revolución de 1688 puso fin, por consiguiente, a la monarquía de derecho divino. María y Guillermo reinan de manera
conjunta en un régimen de monarquía constitucional, que instituye la Declaración de los derechos del 13 de febrero de
1689. Este texto reafirma asimismo el régimen particular de la Iglesia de Inglaterra, y precisa que no podrá reinar ningún
católico.

De esta guisa, «el príncipe de Orange a quien Dios todopoderoso se ha complacido en convertir en el glorioso
instrumento que debía liberar a este reino del papismo y del poder arbitrario», en colaboración con el Parlamento, debía
decretar «un reglamento para el establecimiento de la religión, de las leyes y de las libertades de este reino, a fin de que
en el futuro ni unas ni otras puedan incurrir de nuevo en el peligro de ser destruidas» (Declaración de los derechos).

La Iglesia de Inglaterra, a través de todas las vicisitudes que sufrió en el siglo XVII, se mantuvo en el primer plano de la
historia nacional. Hubo una revolución realizada en cierto modo contra ella, y conoció un eclipse completo. Vino, a
continuación, una revolución realizada en cierto modo en su favor, para defenderla contra los católicos. De esta suerte
se ha convertido en una institución inglesa, autónoma y constitucional. No obstante, los obispos anglicanos fieles al
juramento hecho a Jacobo II se separan de la Iglesia formando un cisma (los no-juradores), que se perpetuará hasta
1805.

LA IGLESIA OFICIAL
Tras las revolución de 1688 la libertad política se ve acompañada de una relativa libertad religiosa. Ese mismo año, tras
la Declaración de los derechos, el Toleration Act concede el derecho de culto a todos aquellos que puedan suscribir
treinta y seis de los Treinta y nueve artículos anglicanos, lo que permite prohibírsela a los unitarios y a los católicos.
Esta libertad religiosa, el contexto político, las transformaciones económicas y sociales, la ideología de las Luces, en
resumen: todo en el siglo XVILI contribuye a disminuir la influencia de la Iglesia de Inglaterra y a convertirla en una
Iglesia oficial más que en una Iglesia nacional.

El Act of Settlement de 1701, en conformidad con el Bill de los derechos, apartaba del trono a los descendientes
católicos de Jacobo II, con ello el Elector de Hannover se convierte en rey de Inglaterra con el nombre de Jorge I. Tras
los calvinistas y los católicos, los luteranos son ahora los gobernadores supremos de la Iglesia de Inglaterra, mas las
opiniones del monarca cuentan en lo sucesivo menos que la de la mayoría en las cámaras de los Comunes y de los
Lores.

En virtud de esto, se desarrolla el régimen parlamentario: el rey debe atenerse a su papel constitucional, entendido del
modo más estricto posible, aunque sólo fuera por su imposibilidad de expresarse en inglés. Además, la preponderancia
del partido Whig está garantizada por la personalidad de Walpole y la votación de la legislatura de siete años. Así pues,
la tarea de gobernar la Iglesia ha pasado enteramente al Parlamento y al gabinete, que no se preocupan apenas de
encontrarse en conflicto con las Convocaciones, Asambleas de la Iglesia, cuyos miembros son Tories en su mayoría.

140
El gobierno suspende las Convocaciones en 1717. Habrá que esperar a 1852 para ver su resurrección. Durante este
siglo y medio de calma política, aunque de evolución intelectual, la Iglesia no dispondrá de ninguna institución en la que
pueda discutir, organizarse, ejercer un contrapeso real al gobierno, dueño de su destino. En efecto, los obispos, que
ocupan escaños en la cámara de los Lores, constituyen el único órgano oficial que puede expresarse ahora; ahora bien,
es el gobierno quien los nombra.

El silencio de las Convocaciones tendrá graves consecuencias para la vida de la Iglesia anglicana. En efecto, el
Parlamento se preocupa más de neutralizar a la Iglesia que de legislar para ella.

El siglo XVIII, edad de la Razón, pone en cuestión los fundamentos teológicos de la religión, sin que haya una intensa
actividad espiritual en el interior de la Iglesia que pueda testimoniar en su favor. La religión personal está declinando y
se multiplican los signos de indiferencia. Existe una crítica filosófica en nombre del deísmo: la Iglesia de Inglaterra se
defiende de esta crítica mediante la voz de Joseph Butler (+1752), que demuestra, en Analogy of religión (1736), que
religión revelada y religión natural no son incompatibles, también a través de las voces de George Berkeley (+1753) y
William Law (+1761), que influyó en John Wesley (+1791). A este último va a corresponder «despertar» la vida
espiritual en Inglaterra y suscitar el último gran movimiento no conformista.

Se dio el nombre de «metodistas» a un grupo de fellows y estudiantes de Oxford que, hacia 1730, bajo la dirección de
John Wesley llevaban una vida particularmente evangélica: visitan y asisten a los enfermos, oran, comulgan cada
semana, de tal suerte que parecían haber encontrado un «método» de vida religiosa. Actuaban como reacción contra la
atmósfera de indiferencia o de ateísmo de la Universidad.

Tras algunos contactos con los hermanos moravos, fundados en Bohemia en el siglo XVI, John Wesley experimenta su
propia «conversión» y sus discípulos se hacen lo suficientemente numerosos como para poder fundar en 1739, con su
hermano Charles Wesley (+1788) y su amigo George Whitefield (+1770), la Sociedad metodista.

El éxito del metodismo no se puede explicar, si no subyaciera una necesidad de volver a una religión más viva y más
conforme con el Evangelio. Wesley, nacido y ordenado en la Iglesia anglicana, no había manifestado nunca su intención
de abandonarla, poniendo simplemente el acento en los aspectos doctrinales más que en los organizativos. Sin
embargo, preveía y temía el cisma del que él sería responsable, mientras que para Whitefield, más calvinista, importaba
más la devoción personal que la vinculación a una Iglesia.

El desprecio del entusiasmo religioso y la ausencia de organismo central de decisión impidieron a la Iglesia de Inglaterra
canalizar el nuevo movimiento, al que, posiblemente, hubiera podido convertir en una especie de institución interna.

De este modo, la Iglesia de Inglaterra pierde ¡a ocasión de seguir siendo la Iglesia nacional, al tiempo que el movimiento
evangélico, que se perfilaba en ese momento, estaba muy próximo doctrinalmente del metodismo. A disgusto, Welsey
organiza la «nueva disidencia»: en 1784 nombra dos superintendentes para América y, al año siguiente, «ordena»
algunos ministros. A su muerte, en 1791, sus discípulos eran 70.000 en Gran Bretaña. En 1810 los metodistas
welseyanos son ya 220.000, en su mayoría hombres del pueblo y pequeños burgueses. El metodismo se caracteriza por
una mezcla de piedad y de acción social, por una voluntad de no clericalizar una Iglesia marcada ante todo por la
conversión personal.

MOVIMIENTOS Y CORRIENTES
A lo largo del siglo XIX la Iglesia anglicana contempla la aparición de vanos movimientos y comentes, que otorgan una
figura particular y todavía actual al anglicanismo. Se han ido sucediendo en el predominio, modificándose e
incluyéndose mutuamente, hasta tal punto que el anglicanismo se puede definir por su coexistencia misma: la comente
filocatólica, llamada sucesivamente «Alta Iglesia» o anglocatolicismo; la comente más protestante o «evangélica», o
también «Baja Iglesia»; y una comente, un tanto diferente, próxima al protestantismo liberal o al modernismo católico.

141
LA PROSECUCIÓN DE LA CATOLICIDAD
El origen de la Alta Iglesia puede ser fechado en el reinado de los Estuardo con el arrianismo, puesto que la doctrina
que adopta es la del teólogo holandés Ilarmenses o Arminius (+1609). Esta tendencia goza del favor de los Estuardo, de
Jacobo I, y después sobre todo de Carlos I, que sufrió en este punto la influencia de su mujer, Enriqueta de Francia. Los
teólogos de este tiempo, los Caroline Divines, elaboran la doctnna de este arrianismo y la viven: el poeta George
Herbert (+1633), Nicholas Fenar (+1637), que organiza su casa familiar a imagen de un monasterio, figuran entre los
más conocidos. Estos habían sido precedidos por Lancelot Andrewes (+1626), el obispo erudito de Winchester, a quien
debemos una de las obras maestra de la Fletas Anglicana: las Preces Privatae, que son a la devoción personal
anglicana lo que el Libro de oración común representa en el culto público.

En el siglo XVIII la Alta Iglesia está representada en la jerarquía por la imperiosa figura de William Laud (+1645). Éste
expresa la teoría política del arrianismo, que está de acuerdo con una monarquía de derecho divino, orden excelente al
que el mismo Dios ha dado poder en las Escrituras. No habrá que extrañarse, por tanto, de que en la guerra político-
religiosa emprendida entre Caballeros y Cabezas redondas, los partidarios del rey sean, por lo general, partidarios de la
Alta Iglesia y que el principal enemigo del parlamento fuera el arzobispo Laud, ejecutado el 10 de enero de 1645.
William Laud y los no-jurado-res forman un medio consagrado a la investigación teológica, litúrgica y espiritual
características de la Alta Iglesia.

Esta última conoce un momento de eclipse, pero su tradición se mantiene durante lodo el siglo XVIII. El irlandés
Alexander Knox (+1831) plantea ya sin ambigüedades el tema central del movimiento de Oxford: «Yo sostengo que la
Iglesia de Inglaterra no es protestante, sino una parte refonnada de la Iglesia católica».

En un momento en que la reforma electoral de 1832 introducía en el Parlamento a hombres de todas las confesiones, la
Iglesia de Inglaterra debía renovarse para sobrevivir. Hacía falta, en primer lugar, volver a darle el sentido de en John
Wesley (+1791). A esle último va a corresponder «despertar» la vida espiritual en Inglaterra y suscitar el último gran
movimiento no conformista.

Se dio el nombre de «metodistas» a un grupo de fellows y estudiantes de Oxford que, hacia 1730, bajo la dirección de
John Wesley llevaban una vida particularmente evangélica: visitan y asisten a los enfermos, oran, comulgan cada
semana, de tal suerte que parecían haber encontrado un «método» de vida religiosa. Actuaban como reacción contra la
atmósfera de indiferencia o de ateísmo de la Universidad.

Tras algunos contactos con los hermanos moravos, fundados en Bohemia en el siglo XVI, John Wesley experimenta su
propia «conversión» y sus discípulos se hacen lo suficientemente numerosos como para poder fundar en 1739, con su
hermano Charles Wesley (+1788) y su amigo George Whitefield (+1770), la Sociedad metodista.

El éxito del metodismo no se puede explicar, si no subyaciera una necesidad de volver a una religión más viva y más
conforme con el Evangelio. Wesley, nacido y ordenado en la Iglesia anglicana, no había manifestado nunca su intención
de abandonarla, poniendo simplemente el acento en los aspectos doctrinales más que en los organizativos. Sin
embargo, preveía y temía el cisma del que él sería responsable, mientras que para Whitefield, más calvinista, importaba
más la devoción personal que la vinculación a una Iglesia.

Su doctrina consiste también en restaurar el sentido de lo sagrado en la Iglesia de Inglaterra, vinculándola a la tradición
de la Iglesia católica. Es posible renovar lo sagrado mediante la belleza de la liturgia y de los ritos, pues si bien el
aspecto «ritualista» fue acentuado sobre lodo más tarde, también los mismos fundadores del movimiento eran
sensibles al mismo. Los más grandes entre ellos fueron poetas religiosos: Edward Coppleston (+1849) y John Keble (t
1866), el discípulo de este último, Richard Fronde (+1836) y hasta John Henry Newman (+1890), antes de que se
convirtiera en el autor de la Apología pro vita sua y se convirtiera al catolicismo romano.

Persuadidos de que el anglicanismo es una vía media entre Roma y el protestantismo, Newman y Edward B. Pusey
(+1882) pretenden probar que la Iglesia de Inglaterra es, por lo menos, tan católica como reformada. En el Tract 90,

142
publicado en 1841, demuestra Newman que hasta los más «protestantes de los Treinta y nueve artículos atacan de
hecho deformaciones y abusos que la Iglesia romana ha remediado desde entonces». Se organiza un gran escándalo:
se prohibe predicar a Pusey con ocasión de un sermón sobre la Eucaristía, considerado poco ortodoxo. En 1845
Newman se une a la Iglesia romana y será seguido, algo más larde, por cierto número de sacerdotes anglicanos, entre
ellos el futuro cardenal Manning. La jerarquía católica será restablecida además en Inglaterra el año 1850. A pesar de
la secesión, el movimiento de Oxford prosigue integrado en la Iglesia de Inglaterra, gracias en particular a la fidelidad de
Pusey y de sus discípulos como W.G. Ward (+1887), pero el anglo-catolicismo choca de hecho contra la mayor
resistencia. Fueron las iniciativas litúrgicas las que provocaron mayor exasperación. La reina Victoria, que tenía el
talento, especialmente al final de su vida, de sentir los acontecimientos como la gran mayoría de sus súbditos,
detestaba la Alta Iglesia, cada vez más intolerablemente «un-English». Sin embargo, los mismos adversarios de la Alta
Iglesia sufrieron su influencia a través de su deseo de emprender un retorno doctrinal a la tradición católica, aunque
también en sus ideas de reforma eclesiástica. La resurrección de las asambleas, llamadas Convocaciones, en 1852,
constituye una prueba de esto.

A través de numerosas vicisitudes y de oposiciones, que no están todas apagadas, la Alta Iglesia ha terminado por
modelar el anglicanismo y se puede decir, sin exageración, que el anglicano medio se asocia en la actualidad de una
manera bastante espontánea con un anglo-catolicismo moderado.

Esta evolución no se habría producido sin la existencia de una modalidad del catolicismo liberal emanada de FD.
Maurice (í 1772), cuyo pensamiento tuvo una gran influencia a mediados del siglo XIX, y fue retomado por Charles Gore
(+1932), que llegó a ser obispo de Oxford en 1911. Podríamos hacer la misma observación con respecto a William
Temple, arzobispo de York y después de Cantorbéry, iras la Primera guerra mundial, aunque este último haya sido
más independiente.

La doctrina de la Alta Iglesia fue expresada en 1948 con ocasión de un informe redactado a petición del arzobispo de
Cantorbéry, Fisher (+1972), que hizo la misma solicitud a las demás tendencias de la Iglesia de Inglaterra. Este
informe, titulado Catolicidad, fue firmado en particular por el pocla T.S. Eliot (+1965), por Dom Gregory Dix (+1952), el
más conocido de los liturgistas anglicanos, y por teólogos como A. Farrer y el Dr. V. Demant. La redacción como a
cargo del canónigo Ramsey, futuro arzobispo de Cantorbéry. El tema de la consulta era la síntesis de la coexistencia
de las diversas tendencias en la Iglesia; por eso los anglo-católicos pusieron el acento en el espíritu de acogida a las
opiniones divergentes en el anglicanismo.

Hemos asistido, pues, a una evolución progresiva de la opinión anglicana hacia la Alta Iglesia y un buen ejemplo, al
mismo tiempo que una prueba, de lo que decimos lo da la aceptación lenta, pero real, de la vida religiosa a pesar de la
condena que emitieron sobre ella los reformadores protestantes.

La renovación de la vida religiosa en el anglicanismo data del movimiento de Oxford, aunque la iniciativa proviene de
aquellos mismos que deseaban dedicarse a una vida consagrada. En 1841 Marión Hughes se convierte en la primera
religiosa anglicana al pronunciar sus votos ante Pusey. Bajo la dirección de este último, funda en 1845 la Sociedad de
la Sagrada Familia. Las comunidades de mujeres preceden a las órdenes masculinas y deberemos esperar a 1865 para
ver su fundación: la primera fue la de San Juan Evangelista por el padre R.M. Benson (+1915).

A pesar de las reticencias, el movimiento se acentuó. En 1887 fue fundada y establecida la Comunidad de la
Resurrección por el obispo Gore en Mirfield, que se convirtió en un seminario reputado. En 1894 la Sociedad de la
Divina Compasión pretendió dar una respuesta cristiana a las necesidades sociales de la Inglaterra victoriana. Aunque
permanezca ignorada por la opinión pública, la renovación de la vida religiosa constituye un signo de que la Iglesia
anglicana se pretende católica. Este juicio debe ser matizado de inmediato mediante el examen de otras tendencias del
anglicanismo. El movimiento evangélico, llamado Baja Iglesia, ha coexistido siempre con los mantenedores de la
tradición católica.

143
BAJA IGLESIA
Los evangélicos (Evangelical) están cerca del calvinismo, ponen el acento en la religión individual y en la
interpretaciónpersonal de la Biblia, al tiempo que insisten en la importancia práctica del marco parroquial.

Los antepasados directos de los evangélicos son los puritanos, de origen burgués y comerciante, que se dividen en
calvinistas episcopalianos y presbiterianos. Únicamente los primeros van a constituir verdaderamente lo que se llamará
la Baja Iglesia, que parece triunfar en la revolución de 1688 con el advenimiento de Guillermo de Orange.

En el siglo XVIII los evangélicos se preocupan mucho de acción y poco de doctrina. La condesa de Huntingdon (+1791)
pone su fortuna a disposición de los evangélicos: se esfuerza en ayudar a los pobres de Londres, construye capillas y
un colegio teológico. En el siglo XIX son dos grandes evangélicos, universitario uno y político el otro, quienes dominan el
movimiento: Charles Simeon, convertido al evangelismo a la edad de veinte años, ilumina Cambridge con su devoción
y su celo. Será el inspirador de numerosos misioneros que partirán hacia las Indias a comienzos de siglo. William
Wilberforce (+1833) miembro de la Cámara de los Comunes, pertenece a un grupo evangélico, la «secta Clapham»,
que se consagra a la causa de la abolición de la esclavitud en las colonias inglesas.

Bajo el reinado de la reina Victoria (1837-1901) la opinión anglicana en su gran mayoría es de tendencia evangélica. El
sentido del deber, de la moralidad, de la piedad individual y el respeto del reposo dominical forman lo esencial de la
religión victoriana. Los ritos cuentan menos en sí mismos: si bien la reina y el príncipe Alberto asisten a dos servicios
cada domingo, no reciben la comunión más que dos veces al año. En su inicio, el movimiento de Oxford fue obra de una
minoría y la opinión pública protestó muy pronto contra sus innovaciones litúrgicas. Los evangélicos están vueltos
tradicionalmente hacia la acción social. Lord Ashley, que se convertirá en lord Shaftesbury (+1885), intenta hacer
votar por el Parlamento una reglamentación del trabajo en las manufacturas.

La posición doctrinal de los evangélicos fue precisada en 1950 en un informe, que es el homólogo de Catolicidad,
publicado por los anglo-católicos, y, si no es una respuesta, sí al menos una contribución al debate. Este informe lleva
por título La plenitud de Cristo y, como subtítulo, «El crecimiento de la Iglesia en la catolicidad». Las dos tradiciones
teológicas, católica y reformada, están expuestas claramente y no son nunca presentadas como contradictorias. «No se
oponen, sino que se completan entre ellas. Habrá siempre quienes abracen con más fuerza un aspecto de la
verdad y deberán ser corregidos siempre por los que pongan el acento en el otro aspecto... Cuando ambas
existen en la vida común de un sólo cuerpo, existen diferencias que son necesarias para llegar a la plenitud de
la verdad». El informe concluye invitando a la Iglesia de Inglaterra a vivir «la unidad en la tensión».

LA IGLESIA ANCHA
En el momento en que tuvieron lugar estos debates teológicos, el arzobispo Fisher intentó ampliar y completar su
información. Solicitó un tercer informe a no conformistas, pero no pudo constituir ningún grupo representativo de la
Iglesia ancha, la Broad Church. De hecho, esta expresión ha sido aplicada a movimientos de ideas bastante diversas en
la historia del anglicanismo, y se ha establecido de este modo una filiación a veces arbitraria, siguiendo una designación
que, por ser simétrica, es un tanto artificial.

En los orígenes de la Iglesia ancha se encuentra el pensamiento de un grupo de teólogos del siglo XVII: los platónicos
de Cambridge o latidunarianos. Su platonismo designa, de hecho, una tendencia a un misticismo de tipo neo-
platónico. Abogan por el final de las controversias religiosas, por una religión razonable y sincera. Entre sus discípulos,
Jeremy Taylor (+1667), autor espiritual muy conocido en esta época, predicaba la tolerancia y reclamaba el derecho a
usar la razón. En el siglo XVIII, los latidunarianos, como William Paley (+1805) por ejemplo, están impregnados de la
filosofía del siglo y, en su lucha contra el «entusiasmo», intentan delimitar una fe natural y razonable. En el siglo XIX, lo
mismo que la Iglesia alta y la baja, la Iglesia ancha piensa emprender reformas sociales y políticas, pero -el rasgo es
característico- las propone asimismo en el interior de la Iglesia; el estilo, la atmósfera de la Iglesia ancha son más
intelectuales que los de las otras tendencias, incluso intelectua-listas. El representante de los liberales es R.D.
Hampden (+1858), que se muestra favorable a la entrada de los disidentes en las universidades. La idea de
comprensión entre las diferentes tendencias religiosas en el interior de la Iglesia establecida pertenece también a

144
Thomas Arnold (+1842), director durante mucho tiempo de la escuela de rugby. Anrold concibe un retorno hacia una
Iglesia nacional en la que todos los no conformistas se encontrarían a gusto y en la que los laicos estuvieran asociados
a la vida misma de la Iglesia.

Los modernistas anglicanos, lo mismo que sus predecesores, tienen el deseo de presentar una fe compatible con lo que
piensan los hombres de su tiempo.

Así, Hastings Rashdall (+1924) se muestra preocupado por responder al agnosticismo de sus contemporáneos y
pretende, en definitiva, conducirles a Cristo por encima de la crítica bíblica, por encima del rechazo de la categoría del
milagro y de sus investigaciones sobre las religiones comparadas. Escobe en 1916: «El ideal de vida cristiana está
presente en el Nuevo Testamento sea cual fuera el modo en que haya penetrado en él. Si nuestra conciencia
nos dice que las palabras de Cnsto son verdaderas, lo seguirán siendo aun cuando algunas de estas palabras
no hayan sido pronunciadas por el Jesús histórico».

Salvo alguna excepción, la Iglesia de Inglaterra no adoptó sanciones contra ninguno de los modernistas. Como algo
particularmente característico del anglicanismo, el respeto al libre pensamiento ha sido mantenido de manera im-
perturbable.

LA «COMPREHENSIVENESS»
Las tres tendencias teológicas anglicanas son también tres concepciones de la existencia y tres temperamentos. En
ciertos momentos han podido constituirse siguiendo el sistema de partidos bajo la fuerza de los acontecimientos y, de
modo más frecuente, por una reacción de defensa. Mas frente a la secularización tienen una menor tendencia a
afirmarse. El prestigio de algunos anglicanos independientes ha contribuido a ello sin duda; tales eran en el siglo XX
William Temple (+1944), arzobispo de York, y después de Cantorbéry, y el obispo de Chichester, R. K. Bell (+1958).

La COMPREHENSIVENESS, término típicamente anglicano y británico, designa una actitud de aceptación de la


diversidad, frecuentemente interpretada como una especie de acogida tolerante a todas la opiniones. Sin embargo, esta
actitud no puede constituir, por su propia naturaleza, el fundamento, el fermento de unión necesario a toda Iglesia.
¿Cuál es, pues, ese común denominador que permite a la Iglesia de Inglaterra existir como confesión religiosa y como
institución específica?

Parece que no debemos buscar el factor de unidad en tomo a una determinada doctrina, sino más bien del lado de una
cierta mentalidad, de una cierta atmósfera anglicana: la comprehensiveness. Esta noción de «atmósfera», de
«mentalidad» del anglicanismo es, evidentemente, bastante vaga. ¿Podemos intentar precisar su campo de aplicación?
Aparece, en primer lugar, como algo esencialmente democrático. Toda la organización de la Iglesia de Inglaterra está
edificada sobre un sistema de representación directa o indirecta a partir de una base que es la parroquia. En las
instancias nacionales, como el Sínodo general desde 1970, los laicos son asociados plenamente a la mayor parte de las
decisiones y, de todos modos, son consultados.

La Iglesia de Inglaterra exalta la libertad personal. Parece temer mucho más a los que persiguen a los herejes que a los
mismo herejes, y su diversidad contradictoria le es motivo más de orgullo que de desagrado. Se ha subrayado con
frecuencia la oposición entre el bipartidismo político, casi institucional en la Gran Bretaña, y la multiplicación de las
tendencias religiosas al margen de la Iglesia establecida, aunque también en su propio seno. Jodo sucede como si los
individualismos se hubieran refugiado en la religión, por no encontrar sitio en la política.

Lo cierto es que el anglicanismo ha modelado una mentalidad británica y ha impregnado la cultura inglesa. Los mejores
testimonios de lo que decimos nos los brinda la literatura con sus libros, que, sacando a escena unos personajes
eclesiásticos frecuentemente pintorescos, se han convertido en clásicos. Podemos citar a Anthony Trollope (+1882)
con su crónica de una diócesis imaginaria, a Barchester, o a Georges Eliot (+1880) y sus «Escenas de la vida cleri-
cal» de 1857, o, más cercana a nosotros, Rose Macaulay (+1958), con las «Tomes de Trebizonda». En un registro
diferente, también la fe cristiana impregna toda la obra de T.S. Eliot (+1965) o de C.S. Lewis (+1963).

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Entre las personalidades anglicanas de los tiempos recientes, conviene reservar un lugar especial a Michaél Ramsey
(+1988), arzobispo de Cantorbéry entre 1961 y 1974 y, por tanto, contemporáneo del Vaticano II y de Pablo VI, con
quien se reunió oficialmente en 1966. Este prelado culto, teólogo y pastor a la vez. ha sabido poner su espiritualidad al
servicio de sus compromisos eclesiales y políticos. Sus dos tareas principales fueron la presidencia de la Comunión
anglicana y las relaciones ecuménicas.

La Comunión anglicana se presenta como una especie de confederación de Iglesias que se vinculan a la tradición
anglicana: reagrupa, efectivamente, a las Iglesias nacidas en los países ligados entre sí por la colonización británica o
por el uso de la lengua inglesa. Estas Iglesias llevan en ocasiones nombres diferentes: así la Iglesia episcopaliana
(Episcopal Church) en los Estados Unidos. El órgano principal de la Comunión anglicana es la Conferencia de
Lambeth, nombre de la residencia londinense del arzobispo de Cantorbéry que la preside. Reúne cada diez años a los
obispos anglicanos de todo el mundo y fue reunida por primera vez en 1867 por el arzobispo Longley (t 1868). En estos
últimos años, la mayor dificultad con la que se ha encontrado la Conferencia ha sido la de encontrar una posición común
en el tema de la ordenación de mujeres. Ciertas Iglesias anglicanas ya lo habían hecho, llegando incluso hasta
ordenarlas de obispo; otras se mostraban más reticentes.

Después de las conversaciones mantenidas por los anglicanos con los galicanos franceses en el siglo XVIII, favorecidas
por el arzobispo William Wake (+1731), el anglicanismo ha sentido una vocación de Iglesia-Puente entre la Iglesia
romana y las Iglesias orientales. Esto fue una de las intuiciones de Pusey en el siglo XIX. Las esperanzas de un
acercamiento, mediante el reconocimiento católico de las ordenaciones anglicanas, se han visto decepcionadas en dos
ocasiones. Primero, a finales del siglo XIX cuando se publicó la encíclica Apostolícele curae de León XIII en 1896, a la
que respondieron los arzobispos de Canterbury y York; y también después de la primera guerra mundial con las
Conversaciones de Malinas (Bélgica), cuyos resultados no fueron ratificados por Roma.

El arzobispo Ramsey, en el clima ecuménico de la década de 1960, estableció vínculos personales, sobre todo
mediante sus viajes a Estambul, Atenas, Moscú, península escandinava, Roma, Ginebra, y también a Taizé (Francia) y
a Malinas (Bélgica). Siguió de cerca la negociaciones de aproximación con los metodistas, y fue elegido, en 1961, co-
presidente de la Conferencia del Consejo ecuménico de las Iglesias en Nueva Delhi. La historia del movimiento
ecuménico se corresponde bastante ampliamente con la del protestantismo de nuestro siglo. La Iglesia romana ha
contemplado estos esfuerzos, primero con reserva, y luego, después del Vaticano II, se ha acercado al Consejo
ecuménico de las Iglesias, sin aceptar participar en él a parte entera.

EL NACIMIENTO DEL MOVIMIENTO ECUMÉNICO


La preocupación por la unidad de las Iglesias cristianas que tenga en cuenta las tradiciones en causa, las evoluciones
históricas y las comunidades existentes, es una idea moderna. Es cierto que ya desde el siglo XVI al XIX hubo muchos
espíritus irónicos, como, por ejemplo, Georg Cassander (+1566), teólogo flamenco católico, Leibniz (+1716), el filósofo
luterano que mantuvo un diálogo epistolar con Bossuet, o incluso, en tomo a la Santa Alianza, algunos filósofos místicos
como Franz von Baader (+1841). William Palmer (+1879) ha vivido en su propia biografía esta pasión por la unidad de
las Iglesias. Anglicano próximo al movimiento de Oxford, entra en relación con la ortodoxia rusa, reuniéndose con el
metropolita Filareto de Moscú y manteniendo correspondencia epistolar con Khomiakov. Pensó en hacerse ortodoxo y
después entró en la Iglesia romana el año 1855.

Más cerca de nosotros, encontramos al anglicano lord Halifax (+1934) y a su amigo el sacerdote Fernand Portal (+1926)
-bajo la égida del cardenal Mercier (+1926)-, que piensa la reunificación con el anglicanismo en términos de Iglesia
«unida y no absorbida». El padre Coutuiier (+1953) tuvo ya en 1934 la intuición de organizar una semana de oración por
la unidad de los cristianos.

Podríamos encontrar en el transcurso de los siglos muchas personalidades, encuentros y diálogos bilaterales. Pero la
idea de instaurar un movimiento y, posteriormente, una organización ecuménica, es reciente y ha nacido en el seno del
protestantismo.

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La primera toma de conciencia vino de los estudiantes y de los misioneros. Las organizaciones británicas de,
estudiantes, chicos y chicas (YMCA y YWCA), fundadas a mediados del siglo XIX, fueron, entre los protestantes, las
primeras en declararse interconfesionales. J.H. Oldham (+1969) y J.R. Mott (+1955), al organizar la Conferencia mundial
misionera de 1910 en Edimburgo, adquirieron la convicción de que la división de las Iglesias arruinaba el crédito del
Evangelio (Jn 17, 23) en los países todavía por evangelizar. Pero sólo después de la Primera guerra mundial se pudo
implantar algunas organizaciones. La personalidad de Nathan Soderblom (+1931), arzobispo luterano de Upsala
(Suecia) desde 1914, fue determinante. Próximo al protestantismo liberal, lanza en 1918 la idea de organizar una
Conferencia para la vida y la acción cristianas. En 1920 el Patriarca de Constantinopla exhorta «a todas las Iglesias a
una mayor cooperación». Ese mismo año los obispos de la comunión anglicana, reunidos en conferencia, lanzan la
Llamada de Lambeth «para la reunificación de las Iglesias». Finalmente, llegados a este momento de maduración,
muchos, como el obispo episcopaliano americano C.H. Brent (+1929), tuvieron la impresión de que había que
preocuparse también por mantener un diálogo doctrinal.

De estas diferentes iniciativas y tomas de conciencia nacieron tres movimientos. En 1921 el Consejo internacional de las
ilusiones; el año 1925 en Estocolmo, en el contexto del nacimiento de la «Sociedad de naciones» que había tenido lugar
en Ginebra, el movimiento Cristianismo práctico (Life and Work), preocupado por la responsabilidad cristiana frente a los
grandes problemas sociales; en 1927 en Lausana, Fe y Constitución (Faith and Order), por medio de una conferencia
que introdujo en el orden del día la cuestión de la Iglesia.

Estos tres movimientos -misionero, pastoral y doctrinal- prosiguieron sus trabajos, pero se dieron cuenta bastante pronto
de la necesidad de implantar un organismo único. En 1938 se constituyó en Utrecht un Comité provisional del Consejo
ecuménico de las Iglesias, cuyo secretario era un pastor de la Iglesia reformada de Leyde (Holanda) llamado Visser't
Hooft (+1985). La segunda guerra mundial impidió que tomara cuerpo esta iniciativa, pero la idea ecuménica había
arraigado ya en los espíritus, como atestiguan la publicación de cristianos desunidos. Principios de un «ecuinenismo»
católico por el padre Yves Congar en 1937, y también la fundación de Taizé en 1940, con lo que Roger Schtttz quería
reconciliar el protestantismo con la tradición monástica y brindar un lugar privilegiado de oración por la unidad.

Las pruebas de la segunda guerra mundial, si bien acentuaron las divisiones en Alemania con la formación de una
«Iglesia confesante», permitieron, al menos, a los cristianos de diferentes confesiones cruzarse en su camino,
estimarse y considerar con mejor perspectiva sus rivalidades históricas. En este contexto, después de 1945 pudo ya
tomar cuerpo el proyecto de creación de un Consejo ecuménico de las Iglesias a nivel mundial. Este Consejo fue
constituido por la Asamblea celebrada en Amsterdam, entre el 22 de agosto y el 4 de septiembre de 1948, sobre el
tema del contraste entre «la confusión del mundo y el plan divino de salvación». La Asamblea incorporó en el
Consejo a 147 Iglesias, y decidió establecer su sede en Ginebra.

No se trataba de una super-Iglesia o de una Iglesia universal, pero tampoco de un simple órgano de coordinación. El
Consejo se definió como una «asociación fraterna» (fellowship en inglés), que tiene como base a Jesucristo, Dios y
Salvador. Su primer secretario fue Willem Adolf Visser't Hooft.

Ya desde el principio se perfilaron dos polos. Primero, y mayoritariamente, el polo protestante, representado en
Amsterdam por Karl Barth, que insistía en la transcendencia de la Palabra, acontecimiento salvífico; y el polo más
institucional, que ponía el acento en la tradición y en los sacramentos, representado entonces por el teólogo ruso,
emigrado a Francia y luego a los Estados Unidos, Georges Florovsky (t 1979). Las Iglesias ortodoxas griegas y el
Patriarcado de Constantinopla participaron en el movimiento ecuménico desde su fase preparatoria, la Iglesia romana
declinó la invitación. Pero sí asistieron teólogos católicos, que no habían venido ciertamente sin permiso de Roma...

Las Asambleas generales del Consejo ecuménico de las Iglesias, que son los momentos más importantes de la vida de
esta organización, se celebraron sucesivamente en Evanston (Illinois-Estados Unidos) el año 1954; en Nueva Delhi el
año 1961; en Upsala el año 1968; en Nairobi el año 1975; en Vancouver el año 1983; y, finalmente, en Gamberra el
año 1991. Cada una de ellas ha desarrollado un tema particular. Las Iglesias de África y de Asia figuran en gran número

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en el Consejo ecuménico y su preocupación por la justicia, el desarrollo y las liberaciones nacionales fue extrema, sobre
todo en el momento de la difícil descolonización, y sigue estando muy presente.

En 1961 el Consejo internacional de las misiones fue integrado en el Consejo ecuménico. Ese mismo año fue admitido
en Ginebra el Patriarcado de Moscú, al tiempo que una delegación católica oficial asistía a los debates de Nueva Delhi;
en sentido recíproco, se invitó a observadores no católicos al concilio Vaticano II, y fue el Consejo ecuménico el que
respondió con la mayor diligencia. En 1966 se constituyó un grupo mixto de trabajo con la Iglesia católica, dos años más
tarde fue creado un secretariado común por el Consejo y la Comisión pontificia «Justicia y paz».

Desde la segunda guerra mundial se han producido en numerosos países muchas unificaciones, o reunificaciones, e
intentos de fusión entre comunidades protestantes. Una de las más precoces y espectaculares, pues englobaba a
Iglesias que tenían estructura episcopal y otras que no la tenían, fue la reunificación de la Iglesia del Sur de la India,
pronunciada el 27 de septiembre de 1947 y que afectaba a los anglicanos, metodistas y una Iglesia ya unificada que
incluía presbiterianos, congregacionalistas y otros reformados. La referencia teológica fue la del Cuadrilátero de
Larnbeth, adoptado en 1888 por la comunión anglicana y que pone cuatro bases doctrinales para toda futura unión: la
Sagrada Escritura como regla última de fe; el Símbolo de los apóstoles como confesión de fe bautismal y el Credo de
Nicea; los sacramentos del bautismo y de la cena del Señor; y por último, la estructura episcopal que fue aceptada, por
consiguiente, por las demás Iglesias.

Pero podríamos citar otros ejemplos en el interior de cada confesión, como entre los metodistas desde 1932 en
Inglaterra y desde 1939 en los Estados Unidos, y en el interior de cada país, como la Iglesia que reúne a los reformados
evangélicos y liberales con los metodistas en Francia.

Este repaso, excesivamente rápido, de los hechos históricos de los protestantismos, que ha dejado de lado muchos
aspectos y también muchas formas de la tradición reformada, en particular aquellas que están menos institucionalizadas
como el pentecostalismo, o incluso aquellas que existen en el continente americano o africano, plantea al teólogo
católico una cuestión que no se atrevía demasiado a formular no ha mucho: ¿cuál es el sentido de la Reforma en la
historia de la Iglesia, e incluso en la historia de la salvación? Esta cuestión preocupaba mucho al filósofo francés Gabriel
Marcel (t 1973), convertido del protestantismo al catolicismo en 1929, que intentó un existencialismo cristiano.

El decreto sobre el ecumenismo del concilio Vaticano II Un Uatis redintegratio, empleando unos términos mesurados y
fraternales, enumera en varias ocasiones los «elementos» conservados y hasta salvaguardados por los hermanos
separados y declara incluso que «estas Iglesias y comunidades... no están en modo alguno desprovistas de
significación y de valor (significatio et pondus) en el misterio de la salvación. El Espíritu de Cristo no rehúsa
servirse de ellas como medio de salvación» (n° 3). ¿Se puede decir más? ¿Se puede ir más lejos? Es preciso que
nos planteemos previamente esta cuestión: ¿cómo hablar teológicamente de la historia de la Iglesia, cómo descifrarla?

BIBLIOGRAFÍA
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1982.
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1. le mendiant ingrat, Paris, 1949. 2603-2605.

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XVI ¿SE PUEDE DESCIFRAR TEOLÓGICAMENTE
LA HISTORIA DE LA IGLESIA?

Léon Bloy (1846-1917), que se interrogó mucho como cristiano sobre el sentido de la historia, escribió en 19.17 una
Introducción, inacabada además, a la historia de Francia «contada a Véronique y a Madeleine». Su propósito era tan
sencillo como grandioso: «Yo busco a Dios en la historia, es decir, busco la Mano de Dios en todos los acontecimientos
de la historia». ¿Debemos considerar la parte trágica? No, pues eso sería ir más allá del necesario despojamiento del
espíritu: «Tenemos que decimos, por el contrario, que todo lo que sucede es adorable, tanto en la historia de los
pueblos como en la historia de los individuos, y que no debemos suponer nada como mejor o más feliz que lo
que sucede hoy o sucedió hace quinientos años, incluidas las más terribles catástrofes. Cuando se estudia la
historia con este espíritu de fe y de sencillez se presenta deslumbrante». Ante semejante absoluto, que recuerda
ciertas intuiciones del padre de Causas de sobre la Providencia, se puede uno quedar admirativo, pero un tanto
desarmado... El mismo Bloy habla en LE DESESPERÉ de ese personaje que intenta descifrar, no los signos de los
tiempos, sino los signos de Dios en el tiempo. «Soñaba con ser el Champollion de los acontecimiento históricos,
enfocados como jeroglíficos divinos de una revelación a través de los símbolos, que corroboraría la otra
Revelación... La historia se le presentaba como un texto homogéneo, extremadamente ligado, vertebrado, con
una buena estructura ósea, fruto de la dialéctica, pero perfectamente envuelto y que habría que transcribir con
una gramática a la que se pudiera acceder».

Pero, ¿con qué palabras, con qué conceptos, con qué categorías hablar de esta acción de Dios que afirma la fe? Si
Dios parece ocultarse y si nos ha prevenido que el Remo y su crecimiento no se dejan percibir con los ojos (Le 17, 20),
¿cómo lograr poner de manifiesto la dimensión transcendente de la historia de los hombres y la de la historia de la
Iglesia, sin caer en un providencialismo del que, aparentemente, no están exentos los propósitos de Léon Bloy?

Algunos pensadores cristianos han intentado establecer la gramática, la sintaxis y el vocabulario de lo transcendente en
lo relativo del tiempo que pasa, en el interior de una de las más complejas de las ciencias humanas: la historia. Pues
nada se puede considerar verdaderamente adquirido en historia, tanto desde el punto de vista de atestación de los
hechos relatados, como desde el de su interpretación.

Algunos de estos intentos de hablar teológicamente de la historia parecen reclamarse entre sí y complementarse, o
hasta encajar. Presentaremos en primer lugar el ensayo de un gran pensador del siglo XX, aunque poco conocido: el
jesuíta Gastón Fessard (1897-1978). Este autor ha sido uno de los primeros en meditar en plan cristiano el
pensamiento del Hegel; y también uno de los primeros y de los más activos en entrar a formar parte de la resistencia
espiritual al nazismo a partir de 1940. La lógica de este doble compromiso -reflexión cristiana sobre un pensamiento
filosófico moderno y resistencia activa a una ideología neo-pagana y totalitaria-, le condujo evidentemente a meditar
sobre lo que es la historia.

El padre Fessard no separa la lectura de Hegel, de Kierkegaard o de Marx del discernimiento de las situaciones
históricas concretas y existenciales, representadas por el nazismo y el comunismo, que plantean los problemas de la
guerra y de la paz, de la autoridad y de la sumisión. Distingue tres niveles de historicidad: la historia natural, la historia
humana y la historia sobrenatural. Fessard reflexiona sobre los medios para hablar de esta historia sobrenatural. En
algunos artículos, reunidos en su obra en dos tomos titulada De l'actualité historique, el padre Fessard distingue una
serie de categorías históricas que constituyen algo así como un lenguaje destinado a señalizar un poco este misterio de
la historia.

Comentando de manera original la Carta a los Gálatas 3,28, reconoce tres dialécticas, que se sitúan a niveles diferentes
pero interpretándose: hombre-mujer, amo-esclavo, judío-pagano. Estas antinomias se resuelven en Cristo, que juzga y
reconcilia todas las divisiones del hombre consigo mismo, con los demás y con Dios. Pero esto no terminará hasta el
momento en que Dios sea todo en todos: para el padre Fessard la historia y la historia de la Iglesia llevan a cabo el
cumplimiento de esta triple dialéctica.

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A título de ejemplo, digamos que el antagonismo entre judío y pagano, que constituye una de las claves de lectura
histórica del padre Fessard, no es considerado por éste como étnico. Se trata de una actitud religiosa, como una
especie de destino que cada uno para sí mismo o cada comunidad asume: nos situamos en la historia como judíos o
como paganos, pero también con una relación diferente respecto a la Palabra de Dios.

¿Tiene un sentido la historia? Ésta es la cuestión que planteó el padre Fessard en una conferencia pronunciada en
Vichy el 15 de diciembre de 1940. El tema, el lugar y la fecha tienen que ver con el compromiso del teólogo. El texto de
la conferencia, que lleva como título «Sobre el sentido de la historia», fue censurado por la policía del gobierno de Vichy.
En ese texto, marcado por la gravedad y como por la solemnidad del momento, aparece expresada, mejor que nunca lo
fuera, la confesión de fe cristiana en un orden transcendente, que puede ser descifrado en el seno mismo de la
confusión y de la locura de la historia humana.

«Historia santa, historia transcendente, que verdaderamente es la historia de la consagración de lo profano, de la


transcendencia de la humanidad a punto de llegar a ser Dios. Por eso los diversos momentos, los actos esenciales de
este drama humano y divino no forman solamente, como los constituidos por nuestros acontecimientos y nuestros
relatos simplemente humanos, una serie irreversible en la que cada punto no adviene sino una vez por todas a la luz del
presente y vuelve a caer, a continuación, en el pasado sellado para siempre de lo que nunca más se volverá a ver.
Dado que esos actos esenciales definen la trama inteligible en que se encaja la totalidad de la historia universal, tienen
además el misterioso privilegio de repetirse todos, en cada instante del devenir temporal, siguiendo su ritmo eterno. Un
privilegio misterioso, pero que permite precisamente a nuestra fe resolver el misterio de la historia y saber que lo
resuelve. Pues, en cuanto hemos comprendido los diversos momentos de esta historia santa en su íntima vinculación,
nos es lícito aplicarlos, en cierto modo, como una clave sobre los acontecimientos que vivimos, para descifrar su sentido
más profundo y más auténtico. La clave prescinde de lo accesorio en un criptograma, resalta, por el contrario, lo
esencial, y nos entrega, por último, el contenido oculto del mensaje. Del mismo modo, a los ojos de la fe, que se ilumina
en el misterio de la historia sagrada, el caos de los acontecimientos pierde su carácter accidental y deja aparecer la
estructura secreta que los orienta en relación con el desenlace final. Allí donde la mirada humana, que se pretende
liberada de las ilusiones racionalistas tanto como de las místicas, se siente tentada a no ver sino un cuento de loco
divagando en la noche, la fe del cristiano percibe la acción de una Sabiduría divina, que ordena todo de cara al gran día
de la manifestación de su Amor».

De este texto podemos extraer tres conclusiones: como en el pensamiento judío, la afirmación de la acción de Dios en la
historia es un acto de fe; es posible presentir su estructura secreta, mediante una «clave que prescinde de lo acceso-
rio»; y, por último, la visión de esta historia es necesariamente escatológica, está completamente vuelta hacia la
manifestación del último día en que se verá recapitulada.

¿Qué contornos puede tener esta clave de que habla el padre Fessard? ¿Cómo representar este descubrimiento de la
historia, que lleva a cabo la mirada creyente del historiador en la Iglesia? ¿Cuál es su lenguaje? ¿Cuáles sus leyes?
¿Podemos formularlas, aplicarlas? El cardenal Journet ha evocado algunas de ellas en una serie de meditaciones
sobre la historia, publicadas, primero, de manera dispersa y reunidas, después, en 1969, en el volumen III de L'Église
du Verbe incamé, que lleva como subtítulo: Essai de théologie de Fhistoire du salut. Volvió de nuevo sobre este
tema en un artículo publicado en Nova el Velera: «Las leyes secretas de la historia de la Iglesia»: «El Espíritu
Santo conduce a la Iglesia, Cuerpo de Cristo, Reino de Dios, por vías análogas a aquéllas por las que el Verbo
condujo a la santa humanidad de Cristo».

En consecuencia, las leyes que podamos deducir, no sin temor, contemplando la historia de la Iglesia serán análogas,
tendrán como modelo las que rigen la cristología. Pues es verdad que la historia de la Iglesia forma parte del misterio de
la Encarnación como la Iglesia misma Para hacerse comprender, Charles Joumet toma el ejemplo de las tentaciones
de Cristo en L'Eglise du Verbe incanié. En el capítulo cuarto del evangelio de san Maleo encuentra algo así como un
esquema global de interpretación, en la medida en que el relato paralelo de san Lucas afirma que el diablo «acabado
lodo género de tentación, se alejó de Jesús» (Le 4, 13).

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Citando a Dostoievski, el cardenal Journet ve en las tres tentaciones de Cristo en el desierto las tres reivindicaciones
capitales de la humanidad rebelada contra Dios, en el enfrentamiento supremo de las dos ciudades transcendentes
descritas por san Agustín. Se refieren a tres realidades buenas en sí mismas: el pan, la paz y la tierra, que pueden, no
obstante, ser desviadas y confiscadas por el espíritu del mal.

La primera tentación representa la seducción de lo material, desarrollada a través del primado de lo económico que
puede valerse del grito del hambre que sube hacia el cielo desde la boca de aquellos, que parecen ser los olvidados de
un mundo organizado y eficaz. ¿Hay algo más legítimo que tener pan? Mas Cristo nos recuerda que «el hombre no vive
sólo de pan sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4, 4).

La segunda tentación es más sutil, poique se adorna con las seducciones de la espiritualidad. Satán le propone a Jesús
el abandono inconsiderado a la Providencia, recurriendo constantemente al milagro para vivir y sobrevivir, y citando él
mismo la Escritura: «A sus ángeles te encomendará, y te llevarán en sus manos, para que no tropiece tu pie en
piedra alguna» (Mi 4, 6, que cita el Salmo 91. 11). Descargarse en Dios de nuestro combate cotidiano, ¡qué descanso,
qué paz! Pero se trata de la paz de la pasividad, de una paz fatalista que de hecho, ha capitulado, ha abdicado,
refugiándose detrás de una aparente actitud de piedad. Esta paz debe ser muy bien distinguida de la esperanza
teologal, que no «tienta a Dios», sino que respeta el orden de la creación, ya que Dios la ha confiado a nuestra libertad.

Por último, la tercera tentación, puesto que ha fracasado la anterior, se apoya en la misión misma confiada por Dios al
hombre (Gn. 1, 28): llenar la tierra y someterla, dominarla. Esta tentación es la más constante en la historia de la Iglesia,
está omnipresente a lo largo de toda ella. Quisiera otorgar al poder político una cuasi-divinización, o aún peor: otorgar al
poder espiritual su auto-divinización cuando usurpa esta autoridad. «Te daré lodo el poder y la gloria de los reinos
del mundo» (Le 4. 5 y Mt 4, 8). La dominación de la tierra, en cuanto se degrada en idolatría del poder, engloba, de
hecho, el pecado por excelencia del hombre, que consiste en su insaciable voluntad de poder.

El Pan, la Paz y la Tierra: tres reivindicaciones legítimas, buenas y bellas, atrayentes, que pueden convertirse, a
través de la impureza del corazón, en perversiones del mesianismo. Y no es casualidad en absoluto que el cardenal
Journet haga aquí referencia a las promesas que hizo Lenin en su discurso del 3 de abril de 1917 en Petrogrado.

Las tres tentaciones resumen la historia del mundo: constituyen una extraordinaria meditación sobre la esclavitud y
sobre la libertad, que no le había escapado a Dostoievski. La leyenda del Gran Inquisidor, relatada por Iván en Los
hermanos Karamazov opone un prisionero silencioso y humillado, que es Cristo, a un Inquisidor a quien el novelista
ruso, a través de una polémica temblé contra la Iglesia romana, va a hacer representar el papel del Tentador. El anciano
se dirige, efectivamente, al prisionero con estas terribles palabras:

«Un espíritu terrible e inteligente, el espíritu de la autodestrucción y de la nada, prosigue el anciano, te ha hablado en el
desierto, y las Escrituras nos afirman que te ha tentado. ¿Es exacto? ¿Era posible decir algo más verdadero que lo que
él te reveló en las tres cuestiones, que las Escrituras llaman «tentaciones», y que tú has rechazado? Y, sin embargo, si
alguna vez se ha producido un verdadero milagro, si se ha producido un milagro resplandeciente sobre la tierna, fue ese
día, el día de las tres tentaciones. En esas tres cuestiones consistía precisamente el milagro. Si pudiéramos imaginar,
únicamente a título de ensayo y de ejemplo, que estas tres cuestiones hubieran desaparecido de las Escrituras, que
hiciera falta reconstituirlas, reinventarlas, imaginarlas de nuevo, para reintegrarlas en ellas, y que, para ello, hiciera falta
reunir a todos los sabios de la tierra -reyes, prelados, eruditos, filósofos, poetas- y decirles: inventad, imaginad tres
cuestiones que, no sólo correspondan a la grandeza del acontecimiento, sino que expresen, por añadidura, en tres
palabras, en tres frases humanas, toda la historia futura del inundo y de la humanidad, ¿crees tú que toda la sabiduría
de la tierra hubiera podido inventar algo que igualara, en profundidad y en fuerza, a esas tres cuestiones, que te fueron
realmente planteadas en el desierto, por el espíritu poderoso e inteligente? Nada más que por estas cuestiones, nada
más que por el prodigio que representan, se puede comprender que no se trataba de una inteligencia humana,
transitoria, sino de una inteligencia eterna y absoluta. Porque en estas tres cuestiones se encontraba condensada y
predicha toda la historia ulterior de la humanidad, y resumían también en tres imágenes todas las msolubles
contradicciones históricas de la naturaleza humana».

151
El Tentador parece recurrir a la libertad y promete, si se le sigue, si se le adora, el Pan, la Paz y la Tierra, y ello de
manera definitiva. Pero, de hecho, está proponiendo la abolición de la historia, porque ésta es el teatro, el lugar en que
se ejercen las libertades humanas y el de la libertad divina. Dostoievski, el eslavófilo y el anti-occidental, por su parte, va
más lejos aún en la denuncia de las tentaciones, pues pretende demostrar, de modo polémico, que precisamente la
Iglesia romana ha aceptado las tentaciones que Cristo había rechazado.

«Nosotros hemos corregido tu obra y la hemos basado sobre el milagro, el misterio y la autoridad. Y los hombres
se han alegrado de ser conducidos, de nuevo, como un rebaño, y verse liberados, por fin, de un don tan terrible,
que les había procurado tantos tormentos. Di, ¿hemos tenido razón al obrar y enseñar así? ¿Acaso no hemos
amado verdaderamente a la humanidad?».

El cardenal Joumet, por su parte, enfoca, de una manera más positiva, lo que puede ser detectado como afloramientos
de la historia de la salvación en el tiempo de los hombres. ¿Cómo pudo resistir la Iglesia, por ejemplo, esta triple tenta-
ción; cómo ha vivido la libertad traída por Cristo? El teólogo de Ginebra presenta una especie de tipología de la santidad
y sugiere cómo se ha expresado la gracia, en sus diversas modalidades, a lo largo de los diferentes períodos.

Presenta, en primer lugar, lo que él llama la vertiente del Antiguo Testamento, aquí los personajes, los actores de esta
preparación de la salvación en Cristo, son santos en virtud de «una economía crística por anticipación»: la
expectativa de Cristo ha sido santificante gracias a la reversibilidad de los méritos del Salvador. Esto se ha llevado a
cabo mediante lo que él llama «los grandes consentimientos»: los «sí» sucesivos de Abraham, Moisés, Ana,
David, etc., que, de manera progresiva, conducen al «Fiat» de la Virgen María.

Menciona después una «economía crística de derivación», que debemos distinguir de la primera alianza, pues los
criterios de la santidad no son ya verdaderamente los mismos. Se trata ahora de los santos del Nuevo Testamento, y de
manera completamente particular de la Virgen María, en quien la presencia colectiva de toda la Iglesia se vuelve
personal como anuncio, como «imagen» y como «condensación». Todo el Cuerpo de Cristo está como condensado,
reunido, resumido, en la figura de la Virgen, porque ella es la Madre del Salvador.

Lo que tiene que retener el historiador en el cardenal Joumet es el intento de sugerir unas leyes y la voluntad de
establecer una especie de tipología de la santidad, que únicamente la mirada creyente puede discernir. Los mismos
acercamientos encontraríamos en Jacques Maritain, cuando medita sobre el «misterio» de los sueños de la Iglesia, es
decir, de la Amada, a través de una lectura alegórica del Cantar de los Cantares", o en el cardenal Daniélou.

Retengamos que la historia de la Iglesia puede ser leída siguiendo una conformidad de vida y de acción, de decisión,
con Cristo, Cabeza de la Iglesia, que es también el Cristo de la peregrinación terrestre de que nos hablan los
Evangelios. Sería posible entresacar, por inducción, algunas de las leyes profundas que rigen el comportamiento y el
desarrollo en la Iglesia. Así, de la ley que exige de la Iglesia peregrina, Cuerpo místico, una conformidad de vida jamás
alcanzada, asintótica, con su Cabeza, el Cristo peregrino de los evangelios, declara el cardenal Journet: «esta ley se
manifiesta mediante la atracción, siempre nueva y fresca, que ejercen aquellas palabras: "Si quieres ser
perfecto, ve, vende tus bienes" (Mt 19,21)»».

El cardenal cita, a continuación, «la ley de la tensión escatológica», la «ley de la decantación» y otra «muy
misteriosa»: «la doble ley contrastante de la solicitud de nuestro Dios salvador, que, por una parte, tiende a
concentrar cada vez más visiblemente los privilegios de su amor por la Iglesia y que, de otra, no cesa de dar la
impresión de desbordar sus fronteras visibles».

En su obra De l'intégration. Aspects d'une théologie de l'histoire, Hans-Urs von Balthasar ha meditado sobre el tema
de la historia del mundo y de la Iglesia en su conformidad con la vida de Cristo. El título original, más denso aún, es Das
Gante m Fragment (El todo en el fragmento). El teólogo pretende manifestar cómo la historia está integrada en el
Verbo de Dios.

152
El Verbo, revelación del Padre, es también revelación de la existencia humana, no sólo por ejemplaridad, sino como
realización anticipada en nuestra misma historia gracias a la Encarnación, que es la inserción de lo eterno en lo
histórico. La vida, la marcha, la pasión, la muerte y la resurrección del Salvador están tejidas con el «presentimiento de
la eternidad». La humanidad de Cristo hace inteligible a nuestros ojos aquello que en nosotros, por estar hechos a
imagen y semejanza de Dios, está llamado a la eternidad, aquello que está habitado ya por lo divino, aquello que
conduce nuestra marcha hacia la santificación, que es conformidad con el Salvador.

¿Es esto solamente válido si se engloba todas las épocas, todas las personas? No, no solamente, pues en cada
persona, en cada época, el todo se encuentra en la parte. Del mismo modo que en la Eucaristía, la menor partícula o la
menor gota contienen la totalidad del Cuerpo de Cristo, así también cada destino permite descifrar la totalidad del
misterio de esta historia. Por eso von Balihasar va a releer la historia mostrando que el Verbo encamado es aquel que
rebasa, integra y resuelve las tres dialécticas que el padre Fessard había puesto de relieve a partir del texto de Gálatas:
la del hombre y-la mujer, que se realiza en las Bodas del Cordero, unión de Cristo con su Iglesia, como canta el final del
Apocalipsis; la del amo y el esclavo, puesto que, en el Salvador, el amo absoluto ocupa el lugar del último de los
siervos; la del judío y el gentil, puesto que en él la Ley no ha sido rebasada o abolida sino, al contrario, cumplida y
dilatada. Esta superación de las dialécticas se realiza en el tiempo de los hombres, en su histona, y constituye, sin duda,
hasta la razón de ser de es la historia. Pues, de hecho, ¿por qué nos ha sido dado este tiempo después de la
Ascensión? Estas tensiones no han sido abolidas: subsistirán, de un modo o de otro, hasta el final de los tiempos, pero
han sido integradas mediante una visión de fe y de esperanza teologales.

No se puede proyectar una mirada creyente sobre la histona de la Iglesia sin manifestar, y respetar, su dimensión
escatológica. El sentido (la significación) de la histona no será manifestado sino en los últimos tiempos, pero nosotros
sabemos bastante sobre la figura de Cristo como para meditar sobre su verdad y su rectitud. Existe, por tanto, una
inevitable tensión entre nuestra historia, la del mundo, y la histona de la salvación, que aprehendemos según von
Balthasar en «claroscuro», empleando esta expresión entrañable a los pintores, al tiempo que en otros lugares
recurre al vocabulario agustiniano empleado en las Confesiones (distensio tensio). La recapitulación de todas las
cosas en el Verbo resucitado se realiza en el interior mismo de esta tensión, mientras que la histona ha sido ya
resumida, reunida, en él, en el Crucificado.

Esta tensión es algo que experimenta en todo momento el historiador de la Iglesia en su enseñanza: existe como un
hiatus, una distancia permanente entre, por una parle, una ciencia humana como las otras, con su investigación históri-
ca, precisa, centrada en la crítica y en la acogida a nuevos métodos, y, por otra, el discurso propiamente teológico, el
discernimiento espiritual a realizar sobre lo que ha sido encomiado. Se le impone entonces a él la necesidad de tener
que recurrir a otro lenguaje, que no es fácil de formular. Pues la Providencia habla, pero ¿cómo? No es una fuerza
ciega, ni una Idea que se realiza progresivamente siguiendo una dialéctica, tampoco un» que guía inexorablemente los
destinos del mundo: es Alguien. Pero, ¿por qué este no habla nunca en primera persona?, ¿por qué el Protagonista no
dice «Yo»? ¿Por qué ha elegido más bien el diálogo, el eco. el presentimiento que sus interlocutores tienen de su
acción?

Esta Persona ha entrado, efectivamente, en diálogo con la Iglesia, que es aunque lo olvidemos con demasiada
frecuencia en el discurso histórico, otra Persona. Mientras que Maritain se tomaba el cuidado de distinguir entre la
Persona de la Iglesia y el «personal» que forma parte de la misma, el historiador haría bien en conservar en su mente
esta distinción cuando se adhiere, por ejemplo, al adagio «Ecclesia semper reformanda» y muestra su desarrollo. Es
la reforma del personal y de las estructuras humanas de la Iglesia lo que debe ser retomado incesantemente y, de
hecho, lo es mediante el sometimiento a una conversión; la Iglesia, por su parte, es santa.

Mas el hecho de que la Iglesia sea una persona, en la que todo cristiano puede decir de verdad el Padre nuestro,
brindauna dimensión diferente a la perspectiva teológica del historiador. Santa Catalina de Siena, que veía la faz de la
Esposa de Cristo como invadida por la lepra de los pecados de los ministros y de los cristianos, sin que su dignidad
quedara disminuida, no afirmaba con menos fuerza que la Iglesia sigue siendo siempre «la santa Iglesia». Eso es lo
que no cesaba de repetir el cardenal Joumet: «La Iglesia no tiene pecado; pero no carece de pecadores»

153
Pero hay más pues existe una misteriosa interacción entre la renovación espiritual y moral de los ministros y del pueblo
cristiano y la santidad de la Iglesia, que no es en modo alguno algo fijo, inmutable, ideal en el sentido platónico del
término. La historia de la Iglesia puede ser considerada como historia de la santidad, si se entiende con ello la historia
de la conversión.

Por eso no cabe duda de que no existe una alegoría más bella de la Iglesia en su historia que la serie de las cinco
visiones del Pastor de Hernias, obra escrita en el siglo II en el contexto de la Iglesia romana. La Iglesia aparece aquí,
primero, como «una mujer anciana con vestidos resplandecientes, que tiene un libro en sus manos», sentada en un
sillón, llamando a la conversión y a la penitencia (visión 1, 2): «No ceses de reprender a tus hijos, pues sé que si
hacen penitencia desde el fondo de su corazón, serán inscritos en los libros de la vida con los Santos» (visión I,
3). La mujer no es la Sibila, como cree Hermas, sino la Iglesia «anciana porque fue creada antes que todo lo demás»
(visión II, 4). A lo largo de las dos visiones siguientes rejuvenece progresivamente y se vuelve «bella, alegre, con un
físico encantador», «pues los que hayan hecho penitencia serán completamente rejuvenecidos y consolidados»
(visión III, 13).

Por último, en la cuarta visión, viene a su encuentro una muchacha, «adornada como si saliera de la alcoba nupcial (Sal
18, 5; Ap 21, 2) toda de blanco, con zapatos blancos, con un velo hasta la frente y cubierta con un sombrero. Tenía los
cabellos blancos» (visión IV, 2).

La perspectiva teológica y simbólica parece manifestar que el mundo envejece ciertamente, mientras que la Iglesia
rejuvenece. En todo caso, nos obliga a mantener, junto al registro científico, el de la contemplación del misterio.
La oración del historiador consistirá, pues, en pedir tanto la exactitud y el rigor como el presentimiento del misterio y de
la paradoja cristiana, distinguiendo los enfoques, pero uniéndolos mediante una sola mirada de fe.

«Señor Jesús, tú, el Verbo de Dios, Hijo eterno del Padre, que, por amor a los hombres, has querido entrar en
nuestra historia, permítenos contemplar contigo las etapas de nuestra peregrinación en esta tierra.

Concédenos tu Espíritu a fin de que busquemos siempre lo que es verdadero, sin prejuicios y sin tomar partido
de antemano, estudiarlo con fervor y exponerlo con humildad, sabiendo cuan limitada es nuestra inteligencia de
ese gran libro, que no tiene sentido más que en ti, que vives y reinas con el Padre en la unidad del Espíritu
Santo, por los siglos de los siglos. Amén».

BIBLIOGRAFÍA
Jean Danielou, Essai sur le mystère de l'histoire, Paris, 1953.
Michel-Marie Dufeil, Saint Thomas et l'histoire. Aix-en-Provence, 1991.
Gaston Fessard, De l'actualité historique. 2 vols., Paris. 1959-1960.
Charles Journel, L'Eglise du Verbe incarné. III. Essai de théologie de l'histoire du salut. Paris. 1969.
Henri-Irénée Marrou, Teologia de la historia, Rialp. Madrid. 1968. Joseph Ratzinger, La théologie de l'histoire de saint
Bonaventure, Pans, 1988. Max Seckler, Das Heil und die Geschichte. Munich, 1964 (hay trad. francesa: Paris. 1967).

INDICE ONOMÁSTICO:
Abelardo, Pedro S. 85 Abraham de Sanili Clara 143 Abraham, Ardzivean, arzobispo 217 Abraham, pairiarca 84, 273 Acacio 198
Acciainoli. Zanobio 106
Acosta, José de 180
Aclalberón de Laon, obispo 72
Adam, Germanos, patriarca melquiia 215
Addai, fundador de la Iglesia de Edesa 219
Adenauer, Konrad 167
Adnano, emperador 56. 63
Adnano VI, papa 173
Aelfrico el Gramático 71
Agobatdo de Lyon, samo 75
Agrícola, Juan 230

154
Agustín de Canlorbery, sanio 69
Aguslín de Hipona. santo 31, 42, 62, 64.
65, 72, 74, 80. 90, 107, 108. 112, 113.
114, 128. 129. 229. 270 Ailly, Pierre d 180 Akliidijián, Andrés, pairiarca 218 Alacoque, Margarita María de 144 Alarico 64
Albengo, G. 12 Albert, rey de los belgas 192 Alain Bou sean 76 Alberto, príncipe 258 Alcalá 101 Alenino 75
Alejandro de Campo 219
Alejandro Magno 48
Alejandro I Jagellon. rey de Polonia 207
Alejandro I, zar 149
Alejandro II. papa 78
Alejandro III, papa 86
Alejandro VI. papa 103. 105. 106. 179
Alejandro VII 1S9
Alembert, Jean Le Rond d' 185
A lepo y Damasco 215
Alexis, zar 209
Alexandre, Noel 34
Alexis de Menezis, arzobispo 219
Alfonso I 189
Alfonso VI, rey de Castilla 85
Alfredo el Grande, rey de los anglosajones
55,71 Alice de Gaspan 167 Alphonse Ngindu Mushcte 191 Allchin. A.M. 257 Amory, patriarca de Anlioquía 213 Ambrosio de
Milán 58 Amsdorf, Nicolás 230 Amyraul, Moisés 239. 240 Ana, princesa bizantina 206 Anaclelo, antipapa 22, S5 Anderson, Lars
(Andreae Lorenzo) 234 Andreade, Santiago 230 Andreae, Juan Valentín 231 Andrewes. Lancelol 255 Anlhimo VI!, patriarca de
Constantinopla 205
Amonio Abad, samo 58 Anlonino el Piadoso, emperador 56 Aratos. poeta 52 Arquímedes 100
Ardzivian. Abraham Pedro I. arzobispo 217
Ansíeteles 43.87. 104. 180,202.239 Armengaud, André 84 Armmius (Harmenses), Santiago 238, 239. 255
Arnauld A. 129, 130 Arnauld. H 130 Arnd, Juan 231 Arnold, Goufned 34 Aniold. Tomás 259 Alón. Raymond 167
Arquilliere, Henri Xavier 80,81
Ashiey (Shafiesbury), lord 258
Assemani, José Simó 213,214
Assfalg, Julio 212
Atanasio, santo 56, 62, 216
Alenágoras, patriarca 170, 172, 205, 206, 221
Atiya, Aziz 212
Atila, rey de los Hunos 65
Auben, Roger 168
Audisio, Gabriel 244
Augusto, emperador 55
Aulard, A. 148
Aulen, Gustav 235
Avvakum Petrovilch, arcipreste 209, 210 Aymon, J. 204
Baader, Dr. von Lucas 262 Bach, Juan Sebastián 232 Bäk, Janos M. 75
Balthasar, Hans-Urs von 21. 25. 61, 168,
273, 274 Baradeus, Jacobo, obispo 218 Batbotín, sacerdote 148 Barclay, William 125,128 Barcos, Martín de 30 Barlaam 201,202
Baron, Salomon Wittmayer 48 Baronius, César, cardenal 30 Barth. Karl 242, 243, 264 Bartolomé de Lucca 31 Bartolomé de los
Mártires 129 Barreau, Henn 194 Bataillon, Marcel 106 Batany, Jean 71 Baur, Ferdinand-Christian 242 Baus, Karl 59 Baxadall,
Michael 100 Bayle. P. 131. 139 Bayo, Miguel 149 Bea, Agustín, cardenal 170 Beato Angélico 106 Bebbington, David 24 Beda el
Venerable, santo 68, 70 Bedouelle, Cuy 43 Belavin Tykhon, patriarca 210 Bell, R.K. 260
Belarmino, Roberto, santo 128. 186
Benito de Nursia, santo 76, 77 Benito de Aniane, santo 76 Benedicto XII, papa 97 Benedicto XIII, papa 92 Benedicto XIV, papa
143, 186, 188, 216 Benedicto XV, papa 162, 192, 193 Beniamino, patriarca de Petesburgo 210 Beniamino I, patriarca copto 216
Benichou, Paul 133 Benigni, mons. 160 Bénassy-Berling, Marie-Cécile 190 Benjamín I, patriarca 216 Benson, R.M. 257 Benz,
Ernesto 204 Berdiaev, Nicolás 211 Berkeleyjorge 253
Bernadolte. J.B.J. (Carlos XIV), rey de
Suecia y Noruega 234 Bernanos, Jorge 164 Bernard Guenec 46 Bernardo de Claraval, santo 81,85,86 Bernini 189 Bemon, abad,
santo 77 Berta, reina 69
Bertrand de Got, (cfr. Clemente V)
Bessarion, cardinal 100
Beza, Teodoro de 116, 227, 238

155
Birmelé, A. 229
Boureau, Alain 36
Bismark, O. von 157
Bloch, Marc 37,81
Blondel, Maurice 159
Bloy, León 160,267,268
Boccaccio, Juan 9S
Bociurkiw, B.R. 208
Bodtn, Jean 125
Boehme, Jacob 231
Boecio 71
Boespflug, G. 143
Boileau, N. 30
Bolivar, Simón 150
Bonaparte 216
Bonhöffer, Dietrich 243
Bonifacio VIII, papa 89
Bontiiiack, François 187
Borgeaud, C. 238
Borgia, Cesai- 103, 105
Boi romeo, Carlos, samo 119 Bosco, Juan, santo 154 Bossuet, J.B. 127. 135, 136, 137, 262 Boticclli, Sandro, pintor 106
Bourgeois, Daniel 53 Bpeziers, vizconde 76 Bramante, Donato 103 Biemond, Henri 39, 108 Brent.C.H. 263 Bricci, Giovanni 121
Brígida de Suecia, santa 91 Brito, Juan de 186 Bruel.A. 77
Brunon de Toul, (cfr. León IX) Bucero, Martín 115, 116, 232, 235, 236 Buenaventura, sanio 32 Bugcnhagen, Johan 234 Bulgakov,
Sergio 211 Bullinger.H. 237 Bullirían, R. 243 Busleyden, Jerónimo 101 Butler. Joseph 253
Calígula, emperador 47 Calixto II, papa 79 Callo, Marcel 166
Calvino, Juan 112, 116, 129, 130, 227,
233, 235, 237, 239, 242, 245 Camelot, Pierre-'ni 60 Campenhausen, Hans voon 62 Camporesi, Piero 136 Cantorbery, Gregorio de
69 Cappel, Luis 240
Capellari, Mauro, (cfr. Gregorio XVI) Capreolus de Cartago 60 Cardón, Joseph 165,194 Carlomagno, emperador 60,75, 199 Carlos
Alberto de Saboya, rey de Cerdeña 246
Carlos Martel 74
Carlos I, rey de Inglaterra 125, 147, 250,
251,255 Carlos II el Calvo, emperador 74 Carlos II, rey de Inglaterra 251, 252 Carlos 111 de España 185 Carlos V, emperador 118,
179, 181, 228 Carlos VII, rey de Francia 104
Carlos VIII 105
Carlos IX, rey de Suecia 234
Carlov 231
Caroline Divines 255
Carozzi, Claude 72
Carpzov 231
Cartesio (R. Descartes) 133, 136,234
Casalis, S 245
Casiri, Miguel 214
Caspar, E. 71
Cassander, George 262
Cassiodoro 67
Cassirer, E. 259
Catalina de Siena, santa 91, 275
Catalina de Ricci, santa 106
Catalina de Aragón, reina de Inglaterra 247
Catalina II, zarina 143
Calaldino, José 183
Cauchon, obispo de Beauves 94
Caussade, J.P. de, padre 267
Cavour, Camilo Benso, conde de 150
Celso 53
Certeau, Michel de 39 César 87
Chadwick, Owen 261 Chainpaigne, Philippe de 129 Champollion, J.J. 267 Chantraine, Georges 115 Chateaubrian, F.R. 145
Chatellier, Louis 120, 133 Chaunu, Pierre 40, 102, 108 Chenu, M.D. 85, 168 Chesterton, G.K. 160 Christe, Yves 80 Cicerón 123
Cid Campeador (Rodrigo Díaz de Bivar) 85

156
Cimabue 99
Cipriano de Cartago, santo 42
Cirilo Constantino, hermano de Metodio,
santo 206 Cirilo Macario, patriarca copto 216, 217 Cirilo III, patriarca copto 199,216 Orilo VI Tanas, patriarca melquita 215 Clara
de Asís, santa 89, 143 Claudel, Paul 132, 160 Claudio, emperador 47, 48
Claver. Pedro 190 Cleame. filósofo 52 Cleanlry, Y ves de 79 Ciérneme de Alejandría 53,56 Clemente Romano, samo 56. 62
Ciérneme V, papa (B. de Gol) 89 Clemente VI, papa 97 Clemente VIII, papa 20S Clemente IX, papa 130. 131 Clemente XI, papa
140. I8S Clemente XII. papa 186,214 Clemente XIV, papa 143,185 Clodoveo, rey de los francos 69 Clotilde, rema 69 Cobreros
Aguare, j 80 Collinel, J.P. 136 Colón. Cristóbal 102,179,180 Comboni, Daniel 160, 191 Condorcet, M.J. Amonio 24 Confucio
142. 187. 188 Coligar, Yves 128. 168. 221,264 Congourdeau, M. Elena 201 Consalvi. cardenal 149 Conlarini, O. cardenal 119
Coourcelle, Pierre 70 Copérnico 132 Coppleston. Edward 256 Comedie, Pedro 133 Comelio, centurión 48 Cornelius Haga,
embajador 204 Cortés, Hernán 179. 182 Cosme de Medici. el Viejo 97 Constantino VI 78.217 Constantino I. emperador 24. 32, 57
Courvoisier, Jacques 115 Couturier, H. 263 Cranmer, Thomas 249 Cristina de Lorena 132 Cristina de Suecia 234 Cromwell. Oliver
125.251 Cullinann, Oscar 17 Cu moni, Franz 50
Dagens, Claude 68.70 Dainville. Francois de 133 Dalberg. arzobispo de Maguncia 143 Dalmais, Irénée 24, 25
Dámaso, papa, santo 64
Daneau. Lamben 238
Danei, Pablo (Pablo de la Cruz), santo 144
Daniel, profeta 49
Daniel Yvon 194
Daniélou, Jean 22, 168. 27.3
Dame, Alighieri 57,99
David, rey de Israel 273
Davy, Marie-Madeleine 80
Decio, emperador 56
De Cluny, Hugo 77
De Gaspari, Alcide 167
Delauire. Hugues SO
Delloz, P. 38
De Lubac, Henri 42, 107, 168 Delumeau, Jean 40 Demani, V. 257
Demetri, zar (falso Demetrio) 208 Demetrio, ladrón de Tusino (segundo falso
Demetrio) 206 Díaz. Bernal 179 Dimitri de Rostov 210 Denis, Maurice 86 Denzinger 59 Deprun, Jean 136 DeWyels. F. 205 Dib,
P. 212 Diderot, D. 138
Dimitrios I, patriarca ecuménico 206. 221 Diocleciano, emperador 56 Diogneto 44 Dix. Gregory 257
Doblin, Alfred 51 Dodd, C.H. 18
Dollinger, Ignaz von 35, 112, 158
Domiciano. emperador 56
Domingo, santo 86
D'ors, Eugenio 135
Dosiieo de Jerusalén, patriarca 204
Dostoievski. F.M. 210. 270. 271. 272
Dreyfus. A 158
Drozdov. Fílatelo, melropohla de Moscú
210.262 Duby. Georges 73. 81 Dotikas. historiador bizantino 203 Duchesne. Luis. mons. 28. 29, 159 Dumézil. Georges 72
Dumuzi 52
Dupaquier, Jacques 84
Du Plessis-Momay, Philippe 239
Duque de York 131
Durand, O. 33
Durando de Huesca 243
Duvergier de Hauranne, J. abad de Sainl-
Cyran 129 Duviols, Pierre 182 Dvornik, Francis 199
Eadille, Jacques 190 Eck, Jean 114 Eclesiastés 236 Ecolampadio. J. 115 l-.dilh Slein 166
Eduardo VI, rey de Inglaterra 237, 247
Edz.ardus 231
Efrem Siró, santo 213
Egeria. peregrina 51
Egidio de Viterbo 112
Einstein 207
El Greco, (cfr. Greco)
Eliol, Georges 261

157
Eltot, T.S. 261
Eloísa, abadesa 85
Emanuel II, Tomás, palnarca caldeo 219 Emanuel Filiberto, duque de Saboya 245 Emonel, P.M. 275 Enriqueta María de Francia,
reina de
Inglaterra 255 Enrique el Navegante, infante de Ponugal 102
Enrique II, rey de Inglaterra 131
Enrique 111, emperador 78
Enrique IV, emperador 78, 130
Enrique IV rey de Francia 130
Enrique V, emperador 79
Enrique VIII, rey de Inglaterra 117. 118,
126, 246. 247 Epiménides de Cnossos 52 Episcopus (Bischop), Simón 239 Erasmo de Rotterdam 32,43, 101. 107.
108, 115
Esteban I, palnarca copto, cardenal 200 Esteban II, papa 85. 199 Esteban IX, papa 78, 200
Esteban de Fougéres 72
Esluardo, los 255
Elelberto, rey de Kent 69
Eliemble, R. 142,186
Eudes, Juan, santo 144
Eugenio Marcos, patriarca de Éleso 201
Eugenio IV, papa 206
Eusebio de Cesárea 31,53
Evagrio Póntico 201
Evenneit. 11.0. 120
Fabiano, obispo de París 56
Fabricius 231
Farel, Guillermo 235,245
Farrer, A. 257
Fatio, Oliver 236, 238
Faure, Elie 87
Febronius Justinues, Hontheim J.N. von 140
Fcbvre. Lticien 37, 101, 111, 115
Federico Barbarroja 85
Federico de Lorena, (cfr. Esteban IX)
Federico I, emperador 86
Federico II, emperador 88
Federico II de Prusia 143,234
Fcdenco III de Brandeburgo 238
Federico III elector palatino 232. 233
Fénelon, F. 137
Ferrer, Vicente, santo 93
Fessard, Gastón 167. 268, 274
Feslugiére, André J. 52,63
Fiemo, Marsilio 106
Felipe Neri, samo 120
Felipe II, rey de España 123
Felipe 111, rey de España 183
Felipe IV el Hermoso, rey de Francia 89
Felipe V, rey de España 184
Feverlein 231
Filón de Alejandría 48
Filoteo de Pskov 207
Firmicus Maternas 51
Fisher.G.F. 257
Fisher, Juan, samo 249
Flacius lllyricus. M. 30, 230
Flavia Domilila 55
Flaviano, patriarca de Constaniinopla 60 Fleury, Claude 34

158
Riche-Martin 174 Florovsky, Georges 264 Fogazzaro, A. 160 Fonda 130 Foralo, C.A. 43 Formoso, papa 76 Foniarina
104
Foukas, Archibishop Melhodios 262 Fouquei, Jean 104 Fox, Georges 251
Fozio, pairiarca de Conslantinopla 199 Franco, Francisco 164 Francisco de Asís, samo 87 Francisco de Sales, samo
IOS. 120, 133 Francisco I, rey de Francia 118, 126 Francisco Javier, samo 120, 185 Francke, Agustín Hermann 232
François-L. Ganshof 81 Freud, William Hugh Clifford 55 Froude, Richard 256 Fust.J. 101
Gabriel VI!, patriarca copio 216' Gadille, Jacques 191 Galen, C.B. vori, obispo 166 Galeno, Maximiniano,
emperador 56 Galilei, Galileo 131, 132 Galla, Placidia 54 Gallieno, emperador 56 Garcilaso de la Vega 182 Garin,
Eugenio 104 Garrigou-Lagrange, R. 168 Garrigues, Jean Miguel 49 Canili, A. 127
Garweh, M.I., patriarca siro-ortodoxo 218
Gaudi, Antonio 165
Genette, Gerard 41,42
Gémcot, Leopold 83, 84
Gennadio II, patriarca maronita 201, 223
George Minamiki 188
Georges de la Tour 133
Georgio Falco 81
Gerahard, Juan 251
Gerardo 98
Gerberto de Aurillac, (cfr. Silvestre II) Gerbert, Ph.O. 151 Germet, Jacques 187
Gerson, Juan 94 Giavannllo, J. 245, 246 Giberli, Gian -Matteo, obispo 11S Giesey, Ralph 90 Gílson, Elienne 80
Ginzburg, Cario 100 Gioberti, V. 150 Giolto de Bondone 99 Gironella, José María 164 Godin, Henri 194 Gogarten,
Fnedrich 243 Gomar, Francisco 239 Gorbalchov, M. 211 Core, Charles 257 Gbtligen 233 Goyet, T. 136 Graciano,
canonista 86 Greco, Domenico Teotocopolus (el Greco) 120
Gregorio Nacianceno, santo 60 Gregorio de Nisa, santo 60 Gregorio de Tours 69, 70 Gregorio el Sinaíta 201
Gregorio el Iluminador, santo 217 Gregorio I Magno, papa 70 Gregorio II, papa, santo 68, 71, 198, 199 Gregorio
VII, papa, santo 31, 78, 79, S3 Gregorio IX, papa 86 Gregorio XI, papa 91 Gregorio XII, papa 92 Gregorio XIII,
papa 204,213 Gregorio XV, papa 186 Gregorio XVI, papa 150, 151, 152, 155 Gres -Gayer, Jacques 262 Grifón,
delegado pontificio 203 Grignón de Monlforl, Luis María, santo 144
Griilmeier, Aloís 59 Grocio, H. 125 Gruzinski, Serge 182 Guardini, Romano 168 Guéranger, P. 153 Guillermo de
Aquitania 77 Guillaume de Nogarel 89 Guillermo de Malmesbury 3 1 Guillermo de Ockham 90 Guillermo de Saint -
Amour 89
Guillermo de Tiro 213 Guillermo Enrique 11 de Orange 252 Gustavo II Adolfo Vasa, rey de Suecia 231, 234
Gustavo I Erikson Vasa, rey de Suecia 234 Gillenberg, J. 101 Guyon, J.M. 137
Hajjar, Joseph 215 Halifax, lord 263 Hampden, R.D. 259 Hampton Court 240 Harnack, A. von 242
Hassum, A. Pedro IX, patriarca armenio 217
Hastings, Selma, condesa de Hunlingdon 258
Hayek, Michel 212
Hazard, Paul 124,135
Heers, Jacques 86
Hefele, Carlos José von 35
Hegel, G.W.F. 268
Heidegger, Jean-Henri 240, 243
Hemingway, Emest 164
Hemplinne, Jean de, mons. 192
Henri, Xavier 80
Henrique del Congo 189
Herbert, Georges 255
Hernnhut 232
Hermas 276
Hessels, Jean 129
Hilaire, Y.M. 144
Hildebrando 78
Hille), doctor fariseo 48
Hincmar, arzobispo de Reims 75
Hobbes, Thomas 125
Hölderlin, F. 21
Honorio, emperador 64
Honono III, papa 86
Hontheim, Nicolás von 140
Hooker, Richard 126,249

159
Hormizd, Juan, patriarca de Babilonia 218
Horacio 67, 77
Horosio, Pablo 55
Hoyek Butros, Elias, patriarca maronita
214 Huckel 72
Hügel, Federico von 159
Hughes, Manon 257
Hugo de Die, legado papal 78
Humberto de Silvacandida, cardenal 200
Hunlingdon 258
Huysmans, G.K. 160
Ignacio Efrén II Rahmani, patriarca sino -católico 218 Ignacio de Anlioquía, santo 56, 62 Ignacio de Loyola, sanio
118, 120, 133,
Igancio, pariarca de Constaminopla 199 Ignacio XVIII Namatallah, patriarca siro -
calólico 218 lldebrando, (cfr. Gregorio VII) Ingoli, Francesco 183,189 Inocencio III, papa 86 InocencioVIII, papa
105 Inocencio X, papa 1S8 Inocencio XI, papa 127, 128,252 Inocencio XIII, papa 127 Irineo de Lión, santo 49
Isaac el Grande, santo 217 Isabel la Católica 179 Isabel I, reina de Inglaterra 248 Isidoro de Kiev 207 Isidro el
Labrador, sanio 120 Ivánll, zar 271 IvánIII, zar 207 Iván IV, zar el Temblé 208.271 Ivanios Mai', obispo 209 Ivanka,
Endre von 53, 62
Jacobo I, rey de Inglaterra 250, 255 Jacobo II, rey de Inglaterra 131. 246, 251,
252, 253 Jagerslatler, mártir 166 Jansenius, Comelius (Cornelio Janscnio).
obispo 129, 130 Jarico!, Pauline 154 Jaroslav de Kiev 206 Jean Michel Poffei 54 Jedín, Huberto 34, 59 Jeremías II,
patriarca maronita 213 Jeremías II Tranos, patriarca de Conslan-
tmopla 204,207,213
Jerónimo, sanio 31. 64
Joaquín de Fiore 22, 30, 32. 89, ISO
Jorge I, rey de Inglaterra 253
Jorge Scolano, (cIV. Gcnnadio II)
José de Volok 207
José II. emperador 141
José II. patriarca 206
José VI Audo. patriarca caldeo 206, 219
José, obispo siro-malabarés 219
Jossna, Jean-Pierre 139
Journet, Charles, cardenal 24.94, 106. 168.
173, 270, 272, 273, 275 Juan Bautisla 80 Juan de Mailly 36 Juan Chinaco 201 Juan Crisostomo, sanio 212 Juan de la Cinz, sanio
120 Juan de Beimi 213 Juan de Jandun 90 Juan de Salisbury 31 Juan Diego 182 Juan Evangelism, apóstol 54 Juan Hus 92, 115
Juan Marón, santo 212 Juan Pablo I, papa 173 Juan Pablo II. papa 172. 173, i74, 193.
196, 221 Juan II. papa 67 Juan III, rey de Suecia 234 Juan III, rey de Portugal 185 Juan XI, papa 76,216 Juan XI, patriarca copto
216 Juan XII, papa 76 Juan XIII. papa 76 Juan XXII. papa 90
Juan XXIII (Baltasar Cossa), antipapa 91 Juan XXIII (José Roncalli), papa 169, 170.
171. 172. 195, 205 Juan Schenk 174 Juana de Arco, sania 94 Juana, la papisa 36. 76 Judit 236 .Indilli Herrm, 70 Jugie. M. 216
Juliano el Apóstala, emperador 58 Julio II. papa 105, 112 Jungmann. J.A. 168
Justiniano, emperador 60
Justiniano, samo 53
Juslino de Jacobis, misionero 240
Kabasele Lumbala, Francois 191 Kann, Roben A. 143 Kang Xi, emperador 188 Kant, Emanuel 137. 143 Kamorowicz. E.H. 90
Kant, F.W. 100
Kattanar Chandy (Alejandro de Campo).
obispo siro-malabarés 219 Kaunilz, W.A. VOTI 141 Keble, John 256
Ketleler, Wilhelm Emanuel von, obispo 154
Khomiakov, Alexis 210,252 Kierkegaard. Sóren 241 Kimbangu, Simón 192 Knox. Alexander 255 Knox.John 227.237 Koch. Juan
(Cocceius) 231.268 Kolbe, Maximiliano, santo 166 Krüger, Paul 212
Kruschev, Nikita Sergecvic 167, 211 Kung-Fu-Tzu 188 Kuncewicz, Josafat, arzobispo 208 Kurth, Godefroid 45
Labeilhonniére, Lucien 159 Labre, Benito José, samo 144 Lacordaue, II.D. 151, 194 Lactancio 55,61
Ladislao IV Vasa, rey de Polonia y Suecia 208
Lagarde. Georges 88
Lagrange, J.M. 159
Laínez, Diego 120
La Mentíais. Féhcilé de 151
Lammens, H. 193

160
Lañe Fox. Robín 51.54.62
Las Casas. Bartolomé de 104. 180. 182
Latimer, Hugh 249
Laubier. Palnck de 45
Laúd. Wilham. obispo de 250, 255
Lavigerie. Charles, cardenal 155, 161. 191
Law, Wilham 253
Lebrel, padre 172
Lecler. Joseph 123
Leíebvre, Monseñor 171
Leíévre de Ctaples 235
Le Fort, Gertrud von 22
Le Gol!, J. 29
Le Guillou, L. 151
Le Guillou, M. J. 151
Leibnilz, G.W. von 136. 233, 262
Lenin, Nikolaj 271
Le Nótre, André 124
León I Magno, papa 59, 65
León III Isaúnco, emperador 71, 198
León IX, papa 78, 198, 200
León X, papa 105,213
León XIII, papa 158.262
Léon-E. Halkin 46
León de Calcedonia, papa, santo 60
Leonard, Emil G. 225,231
Leonardo de Porto, Mauiicio 143
Leopoldo, gran duque de Toscana 141
Le Roy, Edourd 159
Lessing, GE. 233
Lewis.C.S. 261
Libermann. Jacob 191
Licinio, emperador 57
Liglubown, Ronald 106
Ligorio, Alfonso María de, santo 144
Livingstone, David 192
Loew, Jacques 194
Loisy. Alfred 159
Lómeme de Brienne, arzobispo 142
Longley, arzobispo de Cantorbery 261
Lord Protector 251
Lorenzetti, Ambrosio 90
Lorenzo, diácono, mártir 124
Lonz, Joseph 168
Lossky. Vladimir 211
Lucas, evangelista 31, 52
Lukaris, Cirilo, patriarca de Alejandría y
Constanlinopla 204 Luis el Pío, rey de los francos y emperador
Luis IV de Baviera 90 Luis IX. rey de Francia 88, 93 Luis XIV. rey de Francia 124. 125. 127. 130. 131.246
Luis XVI, rey de Francia 8S. 147
Lulero, Martín 106, 108. 112, 113, 114,
115, 116, 129, 226. 227, 228. 229, 230,
231,234,235,242, 246 Leyser 231 Luisa Ulrika 235 Lwanga. Carlos 191
LLorente, Juan Amonio 36
Mabillón, J. 33 Macabcos 256
Macario de Connto, sanio 205 Macario el Egipcio 201 Macaulay, Rose 261 Maceta, Simón 1S3 Madeleine 267 Mahíoud, P. 214
Mahoma II, sultán otomano 202 Maiella, Gerardo, samo 144 Maier, Hans 152 Maigrot 188 Maiolo de Cluny 77 Major.Georges
230 Makhlouf, Charbel samo 214 Malégue, Joseph 160 Malherbe. F. de 124 Malinche, la 182 Manetti, Giannozo 107 Manió,
Glabrio 55 Manning, H.E. cardenal 256 Manuk. Pedro 217 Manst, I.D. 103,112
Mansson (Magni) P., obispo de Vasleras 234

161
Magencio. emperador 57 Maquiavelo, Nicolás 105 Marcel, Gabriel 265 Marco Aurelio, emperador 53, 56 Marco Polo IS5 Marelle,
mons. 195 Margaret Deanesly 70 Margarita de Navarra 235 Margolm. J.C. 43
Man, evangelizador, discípulo de Addai 219
María Teresa, emperatriz de Austria 141
María I 'Pudor, reina de Inglaterra 124 María II Estuardo, reina de Inglaterra 252, 253
Manchal, R. 206
Marilain, Jacques 160, 164, 165, 168, 273, 275
Maritain, Raj'ssa 160 Marón, santo 212 Marozia 76
Marrou, Henri-Irénée 21, 23, 57 Marsilio de Padua 90 Marlene, E. 33 Martín, Henri -Jean 101 Mailín, Teresa, santa
155 Martín I, papa 60 Martín V, papa 92 Marx, Karl 248
Mas'ad Pedro Pablo, patriarca maronita
Mastat Ferreti, G.M., (cfr. Pío IX) Mateo, evangelista 47 Mauriac, Franfois 164 Maurice, F.D. 237 Mauricio, san
189 Mauricio de Orange 258 Maurras, Charles 164 Máximo el Confesor, santo 60 Máximo III Mazlum, patriarca
melquita 215
Máximo IV, patriarca melquita 216 Mayeur, J.M. 174
Mazanno, Julio Raimundo, cardenal 124, 130
Mekhitar, (cfr. Manuk, Pedro) Melchanthon, Felipe 116, 228, 229, 230 Melquisedec, sumo sacerdote 84 Melitón,
metropolitano 206 Melhto, abad 69 Melozzo da Forli 99 Mendieta, Jerón imo 180 Mercier, D., cardenal 263
Mermillod, G., cardenal 154 Merot, Main 133 Meslin, Michel 52, 62 Mesrop, santo 217 Metodio, santo 199,206
Mettemich, K.W.L., príncipe 150
Meyendorf, Jean 201, 202, 206 Mezazbai'ba, inons. 188 Michel de Bay 129 Migne, J.P. 35
Miguel Angel, Buonarroti 103
Miguel Cerulario, patriarca de Constan-
tinopla 200 Miguel de Tchernizov, santo 206 Milton, John 251 Minami, G. 142 Minnerath, Roland 54, 62 Minnich,
Nelson H. 112 Moctezuma II 188
Moghila, Pedro, metropolita de Kiev 204, 208
Möhler Joahnn Adam 35,153 Molière, J.B. 133 Molina, Luis de 129, 190 Molinos, Miguel de 137 Monde, J, 251
Mondèsert, C. 168 Moìsés, patriarca 273 Monnouth, J.S., duque 252 Montaigne, M.E. 43 Montalos, Xavier de 191
Montalembert, C.F. 151 Montesinos, Antonio de 181 Montesquieu 185 Montoya, Rutz de 183 Moorman, J.R.H. 246,
255 Moreau, Jacques 55 Morone, Juan, cardenal 119 Mosheim, Johan Lorenz 34 Motolina, Toribio de Benavente
182 Mott, J.R. 263 Mozart, Amadeo 145 Muratori Ludovico 185 Murphy-O'Connor, J. 52 Murri, Rómulo 159
Mussolini, Benito 163
Napoleon I, emperador 149
Napoleon III, emperador 214
Nardi, Bruno 104
Nassau Orange, Mauricio 239, 240
Nereo, märtir 55
Nerón, emperador 47, 55
Nerva, emperador 55 Nestorio, monje de Antioquía 60 Nevski, Alexander, príncipe de Novgorod 207
Newmann, John Henri, cardenal 35, 153,
158,256 Ngindu Mushete, Alphonse 191 Nicefero, monje 201 Nicetas, Chonialés 200 Nicodemo de la santa Montaña,
monje 205 Nicolás Cabasilas 202 Nicolás de Cusa 32, 94 Nicolás de Fin e 94 Nicolás de Lyra 42 Nicolás I, papa
76,199 Nicolás II, papa 78 Nicolás IV 218 Nicolás V, papa 102 Nicolás Lossky 202 Nicolás Ferrar 255 Nikon,
patriarca de Moscú 209 Nil Sorsky, santo 207 Nobili, Roberto de 185,186,187 Nora, Pierre 29 Norman E. R. 270
Notaras Crisanto, patriarca 205 Notaras Lucas, dignatario imperial 203 Novalis, F.L. 145 Núñez, Cabeza de Vaca
179 Nygren, Anders 235
Odilon de Cluney 77
Odoacro, rey de los Éralos 65
OdóndeCluny 77
Oldham, J.H. 263
Olearius 231
Olivetan, P.R. 245
Orbetello 144
Orígenes, teólogo 53,108
Orossio, historiógrafo cristiano 55, 64
Orwell, Georges 174
Osiander, Andrea 231
Osraan I, rey otomano 203
Ostenvald, Juan Federico 240
Ottaviani, Alfredo, cardenal 170
Otón de Freising 31

162
Otón 1 el Grande, emperador 76, 78
Otón III, emperador 78 Ozanam, F. 154
Pablo de Tarso, apóslol 48, 49, 50, 52, 58,
77, 114, 242 Pablo III, papa 104, 181, 189, 190 Pablo V, papa 142,187,204 Pablo VI, papa 28, 29, 170, 172, 173,
175,
193,205, 206,214,221,261 Pacelli, Eugenio, (cfr. Pio XII) Pagnini, Santo 106 Palamas, Greogorio, monje 201, 202
Palanque,.!. R. 62 Paley.W. 259 Pallavicini, P.S. 33 Palmer, William 262 Paolo Uccello 99 Pareus 231 Parker,
Matthew 248 Pascal, Blas 130,186 Pascal, Piene 209 Pastor, Ludwig von 105,109 Patelo s, Constatimi G. 214, 216,
217, 219 Paz, Octavio 182 Pecock, Reginald 32
Pedersson, Lars (Laurentius Petri) 234. 235 Pedersson, Olav (Olaus Petri) 234 Pedro Damiàn, santo 78 Pedro,
apóslol 18, 36, 46, 48, 55, 68, 76,
77, 89, 102 Pedro Canisio, santo 120 Pedro de Amalfi, arzobispo 200 Pedro el G rande, zar 210 Pedro, patriarca
maronita 213,215 Péguy.C. 160 Pelagio 128
Pelikan, Jaroslav 25, 59, 65, 93
Peniti, Henri 194
Peterson, Erik 49
Petrarca, Francesco 98, 99
Petrarca, Gerardo 98
Philippe de Champagne 130
Picolomini, E.S. (cfr. Pio II)
Pico de la Mirandola 106, 107
Pierre Riché 70
Piene Vallin 25
Pimen, patriarca de Moscù 211
Pinckacrs. S. 39
Pío II, papa Piccolomini 102
Pío IV, papa 119
Pío VI, papa 172,221.261
Pío VII, papa 149
Pío IX, papa 150, 152, 153, 158. 217, 219
Pío X, papa 158,159,164
Pío XI, papa 163, 164, 165, 192. 194
Pío XII, papa 22, 166. 167, 168, 169, 192
Pipino el Breve, rey 74, 75, 19S
Pirckhciiner, C, hermana 118
Place, Josué ele la 240
Platón 43, 106, 201, 202
Pimío el Joven 55, 66
Plutarco 54, 107
Pole, Reginald, cardenal 248
Policarpo de Esmima, santo 56
Poliziano, Angelo 106
Pomhal, marqués 143,184
Pomponazzi, P. 104
Ponal, Femand 263
Pospielovsky, Dimitri 210
Possevin, Amonio 20S
Pothier, Joseph 165
Poty, I paty, metropolita de Kiev 208
Poulat, Emil 171, 194. 195
Poussin, Nicolás 133
Prévotat, Jacques 28
Prokoviev, S. 207
Prokopoviich. Téoíanes, monje 210
Proteo (o Jano) 107
Próspero de Aquitania 65
Prudencio, poeta 65
Przywara, Enk 168
Pseudo-Aguslín 229
Psicari, Emest 160
Pusey, F.dward B. 256. 257

163
Quesnel. P. 127.130
Racine, Jean 30, 130, 133 Rafael Sanzio 104 Rahner. Hugo 62. 71. 16S Rahner, Karl 168
Ramsey, Miguel, arzobispo de Cantorbery
257, 261 Ranke, Leopoldo von 23
Raphael. P. 213 Rashdall, Hastings 260 Ratzinger, Joseph 23 Raulenstrauch, FS. 143 Raymond Lull 94 Rechenberg, Adam 34
Redoni, Pietro 132 Reeve, Anne 43 Reginald Pole 119 Reimarus, Hermann Samuel 233 Reinhard, Marsel, sanio 84 Rembrandt, H.
van Rijn dicho 132 Remigio de Reims, santo 67 Renan, Ernest 152, 160 Rétif, A. 189 Reynolds, John 250 Ricci, Matteo 187
Richelieu, A.J. du Plessis. duque de 127, 129
Richer, Edmond 126 Ruschi, A. 242
Roberto II el Piadoso, rey de Francia 72
Robespierre, M.F. 144
Romano de Riazan. samo 206
Romanov, Filatelo 209
Romanov. Miguel, zar 209
Romulus Agustulus, emperador 65
Roque, santo 93
Rosalía, hermana 154
Rosmini, Antonio 150
Rossi, Juan Baulisla 143
Rossi, conde 150
Rouaull, Georges 160,166
Rousseau, Jean-Jacques 137
Roussel. B. 43, 245
Rubens, Pedro Pablo 132
Rublev, Andrés 207
Rudbeck, J., obispo de Vasleras 234
Rufino de Aquilea .31
Ruggieri, Michel 187
Russo, Francesco 132
Rutilius Namantianus. C. 64. 65
Rutsky, José, metropolita de Kiev 208
Sahagiín 183 Sainl-Cyran 130 Saint-Just, LA. 147
Sainl-Piene, Bernardino de 138 Saint-Simón. CH. 132 Sahége, arzobispo de Toulouse 166 Sancron, W. 252 Sandoval, Alfonso de
190 Sangnier, Marc 159 San heneo 20, 21 Salomón Witimayer Mayer 48 San Marcos 206 Santarelli, A. 127 Saranyana, .1.1. 180
Sarpi. Paolo 33 Saulnier, Amonio 255 Savoranola, Jerónimo 105,106 Schall, Alam 187 Schartau, Henric 235 Schatz, Klaus 60
Schiller, J.C.F. 124 Schlegel, F. von 35 Schleirmacher, F. 152,232,241 Schlier, Richard 204 Schóffer. P. 101 Schuman, Robert 167
Schülz, Heinrich 232 Schütz, Roger 264 Scott, Waller 155 Screech, Michael 43 Seckler, Max 18,20,23 Segismundo 111 Vasa, rey
de Polonia 208, 234
Segismundo de Hungría, emperador 92
Semler, Joham, Salomo 233
Sepúlveda, Juan Ginés 104,180
Septimio Severo, emperador 55
Serafín Sarov, santo 210
Sergio de Rádonezhski, sanio 207
Sergio III, papa 76
Servel, Miguel 236
S forzó, cardenal 185
Shakespeare, W. 108
Sidonio. Apollinar, obispo de Clemiont 67
Siller Acuña, Clodomiro L. 182
Silvestre I, papa, santo 32
Silvestre II, papa 78
Simansky, A., patriarca moscovita 211
Simeón, C. 201
Simeón el Joven, santo 201
Simeón de Tesalónica, arzobispo 202
Simón el Mago 76
Simón, Richard 137. 13S
Simons, P. 100
Sixto IV, papa 102
Skarga, P. 208

164
Slipyi, José, cardenal 208
Smith, Alfred 162
Sóderblom, Nalham 235, 263
Soloviev, Vladimir 210
Solzenicyn. Aleksandre 22
Sorel, Agnés 104
Soubirous, Bcmardelle, sama 155
Spener, Felipe Santiago 231.232
Speyer-Adriana, von 168
Spinoza. B. 137
Stalin, J V. 167,211
Slauffer, Richard 225, 239
Stephani, J , canonista 123
Stephanos I, patriarca copio, cardenal 217
Slerckx, arzobispo 150
Slrauss, David Friedrich 152. 241
Strhol, Henry 225
Suhard, cardenal 194
Sulpicio. san 133
Sundkler. B. 263
Swedenborg, E. 235
Swendberg, obispo 235
Tácito 51
Talleyrand, príncipe 147 Tanner, N.P. 59
Tappouni, Ignacio Gabriel, patnarca 218
Tauler, J. 93
Tavard, George 255
Taylor, Jeremy 259
Teilhard de Chardin, P. 169
Tempels, Plácido 192
Temple. William 257. 260
Teodorelo de Ciro 212
Teodorico el Grande, rey de los Godos 67
Teodosiode Alejandría, patriarca 218
Teodosio I el Grande, emperador 58, 62
Teófilo de Amioquía 52
Teresa de Ávila, santa 120
Teresa del Niño Jesús, santa 155, 112, 194
Tertuliano 49. 55
Tiberio, emperador 47
Thikhon Belavin e Zadonsk, patriarca 210
Tillich, Paul 243
Timoteo, santo 58
Tobías 236
Tocqueville 147
Tomás Beckel, sanio 85
Tomás de Aquino, sanio 23, 32, 87, 158,
168, 203, 275 Tomás de Kempis 93 Tomás Moro, sanio 107, 183. 249 Tournon, mons. 188 Toynbee, Arnold 44 Trajano,
emperador 56 Trollope, Anthony 261 TrulTal, mons. 190 Turretlini, Juan Alfonso 240 Tyrrel.J. 159
Undset, Sigrid 165 Ursinus (Beer), Zacarías 238
Valeriano, emperador 56 Valdés (Valdo), P. 224 Valla, Lorenzo 32. 99 Vasconcelos, 182 Vauchez, André 38 Veda, Enrique de 179
Velichkovski, Paisius 210 Vendcé 149 Vera 160
Verdi, Giuseppe 124
Vermigh. P.M. 238
Véronique 267
Veyne, Paul 44
Vianney, Jean-Marie. sanio 155
Vicente de Paul, santo 133
Vicente de Léríns, sanio 61
Vicente Ferrer, sanio 93
Victor Amadeo II, duque de Saboya 256

165
Vigilio. papa 60
Virgilio 67
Visconti, padre 184
Visser't Hooft. W.A. 263,264
Vitoria. Francisco de 125. 180
Vitoria, reina de Inglaterra 256, 258
Vladimiro de Kiev, príncipe 206
Voltaire. F.M. 138, 139, 185, 186 Voci. G. (Voetius) 239
Waal, Ade 54 Wagner, R.W. 155 Wainsiein, Donald 105 Wake, William, arzobispo 262 Wallin, Joham Olav 234 Walpole, Sir
Robert 253 Ward. W.G. 256 Wassenberg 139, 143 Warden, John 54 Wechtel, Natan 179, ISO Weber, Max 39 Weiss. Allen S.
124 Wesley, Charles 254 Wesley, John 254 Wliitefeld, George 254 Whyte, James 246,248 Wilberforce, William 258 Wildhaber,
Bruno 50 Williams, Shafer 33 Willibald I I S Wittenberg 101 Witz, Konrad 84. 93 Wojtyla Karol, (cfr. Juan Pablo II) Wolff,
Christiane 233 Wölfflin, Heinrich 135 Wyclif, Juan 92, I 15 Wurtemberg 232, 234 Wulfila, obispo 66
Yahballaha, catlioìicos caldeo 21S Yakunin, Gleb 231 Yerushalmi, Yosef, Hayim 13 Yussef. G., patriarca melquita 216 Yves de
Chartres 79
Zabala, Silvio 183
Zaballa, A. de 170, 180
Zenón. emperador de oriente 65
Ziegler, Philip 91
Zinzendorf, Nicolás Luis 232
Zipoli, Domenico 183
Zoe (Sofía), princesa bizantina
Zwinglio, U. 115. 116. 226. 235. 236

166

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