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MÓDULO I

Jesús de Nazaret y su proyecto de el Reino

Unidad 1
Jesús en el contexto de su época

DESARROLLO

La dominación romana
La Palestina sufrió durante siglos un proceso continuo de dominación y
opresión. En verdad, el Reino del Norte conoció su caída en el 722 a. C., y el
Reino del Sur en el 587 a. C.

El pueblo de Palestina pasó por la dominación de los babilonios, de los medos,


de los persas, de los griegos y, en tiempos del Nuevo Testamento, de los
romanos.
Son siglos de dominación cultural, opresión política y expropiación económica,
empobreciendo gradualmente a la población de Palestina.

Los romanos conquistaron Palestina en el 63 a. C., con la toma de Jerusalén por


Pompeyo, permanecieron en Palestina hasta el año 132 d. C., con un alto grado
de violencia contra la población, a través de saqueos, esclavización y cobro de
impuestos (tributos) altísimos.

El Evangelio de Mateo, aunque escrito años después de la muerte de Jesús,


retrata muy bien esa realidad, indicando que Jesús, el carpintero de Nazareth,
tenía un buen conocimiento de esa dura realidad de su pueblo: "Jesús recorría
todas las ciudades y poblados, enseñando en sus sinagogas, predicando la Buena
Noticia del Reino y curando todo tipo de dolencias y enfermedades. Viendo a
las multitudes, Jesús tuvo compasión, porque estaban cansadas y abatidas, como
ovejas sin pastor" (Mt. 9,35-36).

Según las investigaciones de José Antonio Pagola (2) “Para facilitar la


administración y el control de un territorio tan inmenso, Roma había dividido
el Imperio en provincias regidas por un gobernador que era el encargado de
mantener el orden, vigilar la recaudación de impuestos e impartir justicia. Por
eso, cuando, aprovechando las luchas internas surgidas entre los gobernantes
judíos, Pompeyo intervino en Palestina, lo primero que hizo fue reordenar la
región y ponerla bajo el control del Imperio. Roma terminaba así con la
independencia que los judíos habían disfrutado durante ochenta años gracias a
la rebelión de los Macabeos. Galilea, lo mismo que Judea, pasaba a pertenecer
a la provincia romana de Siria. Era el año 63 a. C. Los judíos de Palestina
pasaron a engrosar las listas de “pueblos subyugados” que Roma ordenaba
inscribir en los monumentos de las ciudades del Imperio. Cuando un pueblo era
conquistado tras una violenta campaña de guerra, la “victoria” era celebrada de
manera especialmente solemne. El general victorioso encabezaba una procesión
cívico-religiosa que recorría las calles de Roma: la gente podía contemplar no
solo los ricos expolias de la guerra, sino también a los reyes y generales
derrotados, que desfilaban encadenados para ser después ritualmente
ejecutados. Debía quedar patente el poder militar de los vencedores y la
humillante derrota de los vencidos. La gloria de estas conquistas quedaba
perpetuada luego en las inscripciones de los edificios, en las monedas, la
literatura, los monumentos y, sobre todo, en los arcos de triunfo levantados por
todo el Imperio.
Se conocen más de trescientos. El más famoso y significativo para nosotros es,
sin duda, el arco de Tito, en el centro de Roma, donde se ensalza la victoria de
este general romano que destruyó Jerusalén el año 70. Los pueblos subyugados
no debían olvidar que estaban bajo el Imperio de Roma. La estatua del
emperador, erigida junto a la de los dioses tradicionales, se lo recordaba a todos.
Su presencia en templos y espacios públicos de las ciudades invitaba a los
pueblos a darle culto como a su verdadero “señor”.
La apoteosis de Octavio, declarado Augusto (“Sublime”), y su aclamación
como “Salvador” del mundo, portador de "paz” y “prosperidad” para toda la
humanidad, propició decisivamente el culto al emperador, que se desarrolló
sobre todo en Oriente. Pero, sin duda, el medio más eficaz para mantenerlos
sometidos era utilizar el castigo y el terror. Roma no se permitía el mínimo signo
de debilidad ante los levantamientos o la rebelión. Las legiones podían tardar
más o menos tiempo, pero llegaban siempre. La práctica de la crucifixión, los
degüellos masivos, la captura de esclavos, los incendios de las aldeas y las
masacres de las ciudades no tenían otro propósito que aterrorizar a las gentes.
Era la mejor manera de obtener la fides o lealtad de los pueblos. Basta recordar
algunos de los episodios más graves ocurridos en Palestina y relatados por
Flavio Josefo: en torno al año 53 o 52 a. c, cuando faltaban unos cincuenta para
que naciera María Magdalena, el general Casio hizo esclavos a treinta mil (!)
judíos en los alrededores de Tariquea (Magdala),en las riberas del lago de
Galilea; el año 4 a. c, cuando Jesús tenía dos o tres años, el general Varo
incendió Séforis y las aldeas de su alrededor, luego destruyó completamente
Emaús y, por último, tomó Jerusalén, haciendo esclavos a un número incontable
de judíos y crucificando a unos dos mil. La destrucción de Jerusalén llevada a
cabo por Tito en agosto del año 70, y descrita de manera espeluznante por Flavio
Josefo, hace palidecer todas las acciones anteriores. Según el historiador judío,
las tropas romanas solo buscaban “destruir” la ciudad y “asolar la tierra” para
castigar y aterrar al pueblo judío para siempre. Roma siguió en Palestina su
costumbre de no ocupar los territorios sometidos, sino de gobernarlos por medio
de soberanos, a ser posible nativos, que ejercían su autoridad como vasallos o
“clientes” del emperador. Eran estos quienes, en su nombre, controlaban
directamente a los pueblos, a veces de manera brutal.

Herodes el Grande fue sin duda el más cruel. Jesús no lo conoció, pues nació
poco antes de su muerte. Nunca fue un rey amado por los judíos. Hijo de una
rica familia idumea, fue considerado siempre un intruso extranjero al servicio
de los intereses de Roma. Para el Imperio, sin embargo, era el vasallo ideal que
aseguraba sus dos objetivos principales: mantener una región estable entre Siria
y Egipto, y sacar el máximo rendimiento a aquellas tierras por medio de un
rígido sistema de tributación.” (Pagola ver libro citado p.11.12)

El cobro de los impuestos

Dice J. A. Pagola pags19-22 que “en una sociedad agraria como la de Jesús, la
propiedad de la tierra es de importancia vital. ¿Quién controlaba las tierras de
Galilea? En principio, los romanos consideraban los territorios conquistados
como bienes pertenecientes a Roma; por eso exigían el correspondiente tributo
a quienes los trabajaban. En el caso de Galilea, gobernada directamente por un
tetrarca-vasallo, la distribución de las tierras era compleja y desigual.
Probablemente, Antipas heredó grandes extensiones de tierras fértiles que su
padre, Herodes el Grande, poseía en el valle de Yizreel, al sur de las montañas
de Nazareth. Tenía también propiedades en los alrededores de Tiberíades; ello
le dio facilidades para construir la nueva capital y colonizarla con gentes del
entorno. Según Flavio Josefo, Antipas obtenía como renta de sus tierras de
Perea y Galilea doscientos talentos (La guerra judía II, 95). Además de controlar
sus propias posesiones, los soberanos podían asignar tierras a miembros de su
familia, funcionarios de la corte o militares veteranos. Estos grandes
terratenientes vivían de ordinario en las ciudades, por lo que arrendaban sus
tierras a los campesinos del lugar y las vigilaban por medio de administradores
que actuaban en su nombre. Los contratos eran casi siempre muy exigentes para
los campesinos. El propietario exigía la mitad de la producción o una parte
importante, que variaba según los resultados de la cosecha; otras veces
proporcionaba el grano y lo necesario para trabajar el campo, exigiendo fuertes
sumas por todo ello. Los conflictos con el administrador o los propietarios eran
frecuentes, sobre todo cuando la cosecha había sido pobre. Hay indicios de que,
en tiempos de Jesús, estos grandes propietarios fueron haciéndose con nuevas
tierras de familias endeudadas, llegando a controlar buena parte de la Baja
Galilea. Había, claro está, muchos campesinos que trabajaban tierras de su
propiedad, ayudados por toda su familia; por lo general eran terrenos modestos
situados no lejos de las aldeas. Había también bastantes que eran simples
jornaleros que, por una razón u otra, se habían quedado sin tierras. Estos se
movían por las aldeas buscando trabajo sobre todo en la época de la cosecha o
la vendimia; recibían su salario casi siempre al atardecer de la jornada;
constituían una buena parte de la población y muchos de ellos vivían entre el
trabajo ocasional y la mendicidad.” Uno de los rasgos más característicos de las
sociedades agrícolas del Imperio romano era la enorme desigualdad de recursos
que existía entre la gran mayoría de la población campesina y la pequeña elite
que vivía en las ciudades. Esto mismo sucedía en Galilea. Eran los campesinos
de las aldeas los que sostenían la economía del país; ellos trabajaban la tierra y
producían lo necesario para mantener a la minoría dirigente. En las ciudades no
se producía; las elites necesitaban del trabajo de los campesinos. Por eso se
utilizaban diversos mecanismos para controlar lo que se producía en el campo
y obtenían de los campesinos el máximo beneficio posible. Este era el objetivo
de los tributos, tasas, impuestos y diezmos. Desde el poder, esta política de
extracción y tributación se legitima como una obligación de los campesinos
hacia la elite, que defiende el país, protege sus tierras y lleva a cabo diversos
servicios de administración. En realidad, esta organización económica no
promovía el bien común del país, sino que favorecía el bienestar creciente de
las elites...El primero en exigir el pago del tributo era Roma: el tributum solí,
correspondiente a las tierras cultivadas, y el tributum capitis, que debía pagar
cada uno de los miembros adultos de la casa. Al parecer, el tributum soli
consistía en pagar un cuarto de la producción cada dos años; por el tributum
capitis, cada persona pagaba un denario al año: los varones a partir de los
catorce años y las mujeres desde los doce. Se pagaba en especie o en moneda:
a los administradores les agradaba recibir el tributo en grano para evitar las
crisis de alimentos que se producían con frecuencia en Roma. Flavio Josefo
habla del “trigo del César que estaba depositado en las aldeas de la Alta Galilea”
(Autobiografía, 71). Los tributos servían para alimentar a las legiones que Commented [EEFJ1]:
vigilaban cada provincia, para construir calzadas, puentes o edificios públicos
y, sobre todo, para el mantenimiento de las clases gobernantes. Negarse a
pagarlos era considerado por Roma como una rebelión contra el Imperio, y eran
los reyes vasallos los responsables de organizar la recaudación. No es posible
saber a cuánto podía ascender. Se estima que, en tiempos de Antipas, podía
representar el 12% o 13% de la producción. Sabemos que, según el historiador
romano Tácito, significaba una carga muy pesada para los campesinos.

Según Tácito, hacia el año 17, cuando Jesús tenía veintiuno o veintidós años,
Judea, exhausta por los tributos, pidió a Tiberio que los redujera; no sabemos la
respuesta del emperador. Sin embargo, Sanders está probablemente en lo cierto
cuando observa que la situación de los campesinos de Egipto y del norte de
África, los dos grandes “graneros” de Roma, era todavía peor. También Antipas,
como su padre, tenía su propio sistema de impuestos. De ordinario se contrataba
a recaudadores que, después de pagar al soberano una determinada cantidad, se
aplicaban a extraer de las gentes el máximo beneficio. En los evangelios
aparecen con frecuencia los “publicanos” (telonai) o “recaudadores de
impuestos”. Parece que hay que diferenciar, al menos, tres niveles: las grandes
familias a las que Roma confiaba la recaudación de sus tributos; estas familias,
que buscaban también su propio interés, tenían sus siervos, que llevaban a cabo
el “trabajo sucio” de la recaudación en las aldeas del campo o en los
embarcaderos del lago; los “jefes de publicanos” (architelonai), como Zaqueo,
que contrataban con las clases dirigentes la recaudación de una determinada
zona; por último, los “publicanos” (telonai), que son siervos e incluso esclavos
que llevan a cabo directamente el antipático trabajo de la recaudación, al
servicio de los grandes recaudadores y de los jefes de publicanos. Son estos,
probablemente, quienes se acercan a Jesús. Las tasas debieron de ser fuertes.
Solo así pudo llevar adelante Herodes el Grande su ambicioso programa de
construcciones. Algo semejante sucedió en tiempos de Jesús, cuando Antipas,
en el corto período de veinte años, reconstruyó la ciudad de Séforis, incendiada
por los romanos, y edificó enseguida la nueva capital Tiberíades. Los
campesinos de Galilea lo tuvieron que sentir en los impuestos. No sabemos si
terminaban aquí las cargas o también desde el templo de Jerusalén se les exigían
otras tasas sagradas. En el período asmoneo, antes de que Roma impusiera su
Imperio, los gobernantes de Jerusalén extendieron a Galilea el tradicional y
complicado sistema judío de diezmos y primeros frutos. Se consideraba una
obligación sagrada hacia Dios, presente en el templo, y cuyos representantes y
mediadores eran los sacerdotes. Al parecer, llegaba a representar hasta el 20%
de la cosecha anual. Lo recogido en el campo, más el impuesto de medio shékel
que todo judío adulto debía pagar cada año, servía en concreto para socorrer a
sacerdotes y levitas que, conforme a lo prescrito por la ley, no tenían tierras que
cultivar y para costear los elevados gastos del funcionamiento del templo y para
mantener a la aristocracia sacerdotal de Jerusalén. La recaudación se llevaba a
cabo en los mismos pueblos, y los productos se almacenaban en depósitos del
templo para su distribución. Roma no suprimió este aparato administrativo y,
bajo Herodes, se siguieron recaudando diezmos... La carga total era,
probablemente, abrumadora. A muchas familias se les iba en tributos e
impuestos un tercio o la mitad de lo que producían. Era difícil sustraerse a los
recaudadores. Ellos mismos se presentaban para llevarse los productos y
almacenarlos en Séforis, principal ciudad administrativa, o en Tiberíades. El
problema de los campesinos era cómo guardar semilla suficiente para la
siguiente siembra y cómo subsistir hasta la siguiente cosecha sin caer en la
espiral del endeudamiento. Jesús conocía bien los apuros de estos campesinos
que, tratando de sacar el máximo rendimiento a sus modestas tierras, sembraban
incluso en suelo pedregoso, entre cardos y hasta en zonas que la gente usaba
como sendero (Parábola del sembrador (Marcos 4,3-8)). El fantasma de la deuda
era temido por todos. Los miembros del grupo familiar se ayudaban unos a otros
para defenderse de las presiones y chantajes de los recaudadores, pero tarde o
temprano bastantes caían en el endeudamiento. Jesús conoció Galilea atrapada
por las deudas. La mayor amenaza para la inmensa mayoría era quedarse sin
tierras ni recursos para sobrevivir. Cuando, forzada por las deudas, la familia
perdía sus tierras, comenzaba para sus miembros la disgregación y la
degradación. Algunos se convertían en jornaleros e iniciaban una vida penosa
en busca de trabajo en propiedades ajenas. Había quienes se vendían como
esclavos. Algunos vivían de la mendicidad y algunas de la prostitución. No
faltaba quien se unía a grupos de bandidos o salteadores en alguna zona
inhóspita del país.

Según E. W. Stegemann / W. Stegemann, el endeudamiento y la expropiación


de los pequeños agricultores son los signos de la época romana.”

En síntesis, como dicen los Evangelios. “Las multitudes estaban cansadas y


abatidas" es la manera de mostrar cómo el pueblo de la época era robado a través
de los impuestos pesadísimos, que hacían de la vida de los pobres un infierno.
La expresión afirma que el pueblo está como oveja esquilada, oveja de la que
se sacó la lana. De hecho, el cobro de los impuestos, por parte de los romanos,
se hacía así:
•25% de toda cosecha y de los productos de los artesanos.
•11% de anona o corvéia (impuesto para la manutención de las tropas romanas
en Palestina).
•10% de aduana (una pequeña parte de este impuesto quedaba para el Estado
Judío).
Tenemos, pues, un total de 46% de impuestos que eran recaudados por los
romanos. Estaba además el cobro de aproximadamente el 14% de los impuestos
que se recaudaban para el Templo, referentes a las Primicias (primeros frutos
de la tierra), a los Primogénitos (los primeros nacidos entre los animales y las
personas, de sexo masculino), al Diezmo (10% de toda la cosecha y de la
producción, yendo una parte para los pobres) y a la Didracma (ofrenda anual,
dada en dinero, igual para todos).
El total de impuestos llega al 60% de toda la producción. La población se
quedaba con menos de la mitad de lo que producía. Ese proceso iba
empobreciendo cada vez más al pueblo. ¡Y los pobres se iban quedando cada
vez más pobres!

Jesús de Nazareth no es alguien ajeno a esa problemática. Por el contrario, su


predicación y su práctica van a revelar la injusticia presente en su época.

Los militares en la palestina de Jesús

A partir del análisis de los testimonios del Nuevo Testamento, Néstor O.


Míguez (5) afirma que, la presencia militar acompañó a Jesús como amenaza y
símbolo de muerte, desde la cuna hasta la tumba. Y no solo como trasfondo
global de la presencia de Roma en la Palestina del primer siglo. Los soldados
aparecen como actores de primer nivel justamente al principio y al final del
Evangelio, como agentes de muerte. Es Mateo quien relata la intervención de
Herodes en el nacimiento de Jesús y su orden de exterminar a los infantes de
los alrededores de Belén (Mt 2,16). Probablemente los ejecutores de esta orden
macabra -aunque no desacostumbrada-fueron los soldados de la guardia
personal de Herodes. Todos los evangelios señalan la participación directa de
los soldados en la tortura y ejecución de Jesús, y Mateo destaca también la
presencia de los soldados romanos junto al sepulcro de Jesús (Mt 27,65-66 y
28,12-15). Varios otros pasajes ponen en evidencia la presencia constante de
los militares como factor constitutivo de la realidad en la cual opera Jesús.

Miguez afirma además que es conveniente, por lo tanto, tener una idea de la
forma y significado de la presencia militar en la Palestina de los evangelios.
Esta presencia debe inscribirse en el hecho total del control romano en la región.

Herodes el Grande fue el último gobernante de la región que contó con alguna
fuerza militar propia. A partir del 4 a.C., pues, debemos pensar que toda la
presencia militar está constituida por tropas romanas. Las tropas estacionadas
en Palestina no eran numerosas. Las legiones, compuestas por ciudadanos
romanos, galos y españoles, sobre todo, estaban en Siria, a buena distancia para
intervenir en caso de necesidad, pero no se veían. En el territorio de “Judea”
solo había auxiliares, griegos, sirios o samaritanos, pues los judíos estaban
exentos de todo servicio militar
Esta presencia militar abanderada por la famosa Pax Romana otorgaba “paz y
seguridad” a los propietarios y comerciantes, pero condenaba al hambre y la
represión a los humildes. Estas prácticas represivas estaban combinadas con
prácticas persuasivas como sobornos destinadas principalmente a ganar el favor
de las clases dirigentes y pudientes de las naciones conquistadas. Es en este
sentido que deben entenderse algunas de las menciones de militares
“bondadosos”. Esta labor estaba a cargo de los oficiales, por lo que no debe
llamar la atención que algunos centuriones aparezcan como amigables en los
relates evangélicos. Asimismo, es posible que excepcionalmente alguno, a nivel
personal, fuera sensibilizado por la piedad judía. Ahora bien, estas menciones
ocasionales de oficiales “amigables” se ha prestado a ciertas exageraciones
voluntaristas. La realidad es que la presencia militar en Palestina, y
especialmente en Judea y en Jerusalén, distaba mucho de ser amistosa. El propio
Flavio Josefo, uno de los favorecidos por esa política de Roma, nos relata
algunos episodios en que se percibe la dura represión en la que vivía el pueblo
común. Así, el mismo Pilatos que crucificó a Jesús, aparece como responsable
de muchas otras muertes de las que no pudo “lavarse las manos”, y el empleo
de tácticas que nos resultan conocidas...Poco después provocó [Pilatos] una
nueva revuelta gastando para la construcción de un acueducto el tesoro sagrado
llamado corbonas, para traer agua de la distancia de cuatrocientos estadios. El
pueblo se indignó y rodeó vociferando el tribunal de Pilatos, que se encontraba
en Jerusalén. Previendo la sedición, el procurador había tomado la precaución
de mezclar con la multitud una tropa de soldados armados pero vestidos de civil,
con orden de no usar espadas y de atacar a los manifestantes con garrotes. Desde
lo alto de su tribunal dio la señal convenida. Los judíos perecieron en gran
número, unos por los golpes, otros aplastados por lo que huían. La multitud,
atónita ante la matanza, se redujo a silencio. Ante la presencia de los “sicarios”
que aprovechaban los disturbios para cometer actos que hoy llamaríamos
“terroristas” en su oposición a la dominación romana y sus aliados, el régimen
reacciona con una represión indiscriminada que nuevamente expone a los más
débiles (ancianos, niños, mujeres), que son los que constituyen objetivos fáciles
de los garrotes o los que son atropellados y aplastados en una multitud
zarandeada por el pánico. Es propio de la represión militar (entonces y ahora)
el cargar sobre el pueblo como conjunto. La multitud misma es su enemigo,
porque representa el camino de la manifestación frente al poder de los que
carecen de poder. Con los dirigentes se negocia, al pueblo se lo reprime. Al
hablar de la represión militar el historiador Flavio Josefo, nos cuenta este
episodio siniestro: “el pueblo se había reunido en gran cantidad, para celebrar
la fiesta de los panes ácimos, y en el tejado del pórtico del Templo se instaló
una cohorte romana, porque es costumbre que fuerzas armadas vigilen las
fiestas, para prevenir los desórdenes fáciles de producirse en las grandes
aglomeraciones. Uno de los soldados, recogiéndose el manto, se agachó de
manera indecente, volviendo el trasero hacia los judíos, e hizo oír un ruido que
concordaba con su postura. Este espectáculo indignó a la multitud, quien exigió
a gritos que Cumano -[procurador romano en Judea en 48-52] castigara al
soldado. Varios jóvenes, más ardientes y algunos revoltosos de la plebe se
armaron de piedras y apedrearon a los soldados. Cumano, temiendo un ataque
de todo el pueblo contra su persona, envió refuerzos de infantería, que se
distribuyeron en los pórticos. Los juicios, víctimas del pánico, huyeron del
Templo, buscando refugio en la ciudad. En las puertas se empujaron con tanta
violencia, tratando de salir, que se derribaban entre sí pisoteando a los caídos.
Perecieron más de treinta mil, convirtiéndose la fiesta en duelo para la nación
entera y llantos en todas las familias” (Flavio Josefo, Libro II, capítulo 12)
Comenta Miguez que uno puede sospechar que la cifra de muertos puede ser
algo exagerada. Pero no se puede desconocer la naturaleza de la ofensa como
propia de la soberbia con la que los soldados tratan al pueblo. Si bien este
episodio, por lo grotesco, llama la atención, la historia de estas Guerras de los
judíos nos ofrece varios incidentes similares. Y la constante de que el pueblo
humilde es el principal objeto de esta represión aparece una y otra vez en el
relato, así como las características genocidas de las acciones de conquista.

En síntesis, se puede afirmar con Miguez que “el verdadero lugar de la


comprensión de lo militar en el testimonio de los evangelios está en la tensión
entre el pueblo humilde y los gobernantes (las “clases dirigentes” judías aliadas
al poder romano), o si se prefiere, entre el proyecto de liberación de Jesús y las
fuerzas de la Pax Romana (como lo expresa Caifás -Jn 11,47-51). Es también
en este contexto, y no en el de una interioridad que surge, históricamente
bastante más tarde, que debe leerse la palabra de Jesús en Juan:Les concedo la
paz, mi paz les doy. No según el modo en que el mundo les da la paz, yo se las
doy. No sea conmocionada su vida ni se asusten (Jn 14,27). La paz de Jesús se
presenta aquí como la antítesis de la paz obtenida por los soldados, al precio de
la opresión de los pueblos. La paz de Jesús, su proyecto de vida, no se obtiene
creando conmoción y terror en el pueblo humilde, sino poniendo la vida en
amor. Es en este marco en el que se debe analizar el lugar de lo militar en el
Evangelio y en la vida de Jesús.”
La visión profética de Juan Bautista

Juan el Bautista surge en Palestina entre los años 27 y 28 del primer siglo. Las
principales fuentes que mencionan la actividad de Juan son: Marcos 1,2-11;
6,17-29; fuente Q (Lucas 3,7-9; 3,16-17; 7,24-28; 16,16 / / Mateo 3,7-10; 3,11-
12; 11,7-11; 11,12-13); Flavio Josefo en Antigüedades de los judíos 18,5, 2.

Dice Pagola que “Juan era de familia sacerdotal rural. Su rudo lenguaje y las
imágenes que emplea reflejan el ambiente campesino de una aldea. Juan rompe
con el templo y con todo el sistema de ritos de purificación y perdón vinculados
a él. No sabemos qué le mueve a abandonar su quehacer sacerdotal. Su
comportamiento es el de un hombre arrebatado por el Espíritu. No se apoya en
ningún maestro. No cita explícitamente las Escrituras sagradas. No invoca
autoridad alguna para legitimar su actuación. Abandona la tierra sagrada de
Israel y marcha al desierto a gritar su mensaje.”

Juan era un conocedor de la situación de sometimiento y represión romana y su


mensaje era tajante y directo frente a las prácticas militares: dice Lucas
3,14“También le preguntaron unos soldados, diciendo: ¿qué haremos nosotros?
Y les dijo: no opriman a nadie, ni calumnien, y conténtense con su salario”
Míguez en el estudio citado nos dice que a través de estas indicaciones podemos
entrever algunas prácticas de la relación de la soldadesca con el pueblo común.
No es seguro que estos soldados quisieran acercarse al movimiento de Juan,
ansiosos del mensaje de salvación. Lucas destaca que algunos publicanos
vinieron con la intención de ser bautizados (Lc 3,12). De los soldados solo dice
que preguntaron. Difícilmente los soldados se mostrarán interesados en el Commented [EEFJ2]:
movimiento de Juan por razones altruistas, siendo necesariamente extranjeros.
Esta pregunta bien puede tener un sentido cuestionador (¿qué puede saber éste,
que pretende decirle a todos lo que deben hacer?), acusador (probar una
oposición al régimen romano, como tantas veces se han interpretado algunas de
las preguntas a Jesús) o incluso sarcástico (¿qué puede decirle un profeta sin
poder a los representantes del poder absoluto?). La respuesta del Bautista refleja
la condición del pueblo humilde. Lo que señala a los soldados es el tipo de
padecimientos al que someten cotidianamente a la población. La cuestión no
pasa por “la violencia” como tema, o la legitimidad de lo militar. Surge de la
cotidianeidad. De las formas de violencia más “normales” de la represión, la
que no recurre a la fuerza de las armas desenvainadas, sino a la discrecionalidad
asentada por el poder de policía. Poder que se apoya en la legalidad que otorga
la hegemonía política y militar de Roma. Es posible que Juan se refiriera a
prácticas regulares de los soldados, reconocidas en muchos casos por la
legislación romana. Así, el “no opriman a nadie” puede leerse como un rechazo
del llamado “derecho de carga”. Todo soldado o magistrado podía exigir a
cualquier transeúnte que le llevara su carga (la llamada “impedimenta” militar.
ropa, alimento, etc.). Al derecho de imponer llevar carga, deben agregarse otros
de similar característica: la obligación de dar alojamiento a los soldados por
parte de los particulares, y en algunos casos incluso de sustentarlos
económicamente. Todos los vecinos estaban sometidos a esta carga, los
particulares debían dejar a los soldados un tercio de la casa, salvo los que
hospedaban a algún oficial con rango de ilustres, porque en ese caso debían
cederle la mitad...

Podemos imaginar lo que esto podía llegar a significar para los vecinos comunes
de las aldeas de Galilea y Judea, que normalmente apenas alcanzaban el nivel
de subsistencia. “No opriman a nadie”, según la respuesta del Bautista, era, en
alguna medida, pedir a los soldados la renuncia a este derecho que su condición
de tropas de ocupación les confería. Algunas traducciones acertadamente
interpretan “oprimir” como “extorsionar”. La práctica de un “derecho de
protección” era también común. Mucho se ha hablado de las exacciones de los
publicanos. Pero las prebendas de los soldados, como hemos visto, no le iban a
la zaga. La legislación romana más tardía muestra una preocupación por los
abusos de la soldadesca a su paso por aldeas, mercados, etc. El solo surgimiento
de la legislación alcanzaría para demostrar la existencia de estas prácticas. El
grado de avaricia era tal que obligó a los romanos a limitar mediante la
legislación a sus propios soldados, ante el riesgo de destruir las economías
regionales. La segunda cláusula de la respuesta de Juan el Bautista, “no levanten
calumnia”, debe explicarse por motivos similares. Ante cualquier incidente, la
acusación de un soldado podía significar la muerte. Aun si se dudara de la
historicidad fáctica de este diálogo, deberá admitirse que el problema debe
haber sido lo suficientemente frecuente como para que esta “recomendación”
de Juan se trasmitiera al Evangelio. Estas “calumnias”, llevadas a juicio, hacían
prácticamente imposible la defensa legal del vecino pobre, especialmente si
carecía de la ciudadanía romana. Así, calumnia y extorsión se unían en la carga
cotidiana de la presencia militar en la Palestina de Jesús.

Extorsión, opresión y calumnias eran parte de las “armas” de que también


disponía el soldado del Imperio frente a los humildes habitantes de poblados y
aldeas. Con esto acrecentaba su ya de por sí envidiable, a los ojos del pueblo
común, capacidad económica. Los sueldos militares fueron cambiando en
distintas épocas el Imperio. No obstante, si el tiempo de Augusto puede
servirnos como guía, podemos señalar que el salario más bajo de un suboficial
era de 3.000 sestercios (750 denarios). Los centuriones más que cuadruplicaban
esa cifra. Siendo el denario el salario normal diario, es de suponer que el nivel
de vida de cualquier soldado superaba holgadamente el de los vecinos, que
además debían cederle parte de la casa cuando les era requerido. “Contentarse
con su salario” era, más que una recomendación ética, una defensa real de la
gente común, expuesta a la ambición incontrolable de los que ya de por sí
recibían mucho por controlarlos a ellos. De esta manera, la exhortación del
Bautista no debe entenderse como una serie de principios éticos abstractos
aplicables al “buen soldado”, sino como una denuncia profética de los abusos
militaristas contra el pueblo humilde, como una defensa de los sometidos frente
a las prácticas de represión. No es casualidad que Lucas señale, tras esta
respuesta, que el pueblo común estaba “a la expectativa, preguntándose en sus
corazones acerca de Juan, si no sería éste el Mesías”.

RESUMEN DE LA UNIDAD

En esta unidad hemos visto que Palestina sufrió durante siglos un proceso
continuo de dominación y opresión que inició desde la sumisión a los babilonios
y continuó con los medos, persas y griegos, hasta llegar a la invasión de la
región por el Imperio Romano. Siglos de dominación cultural, opresión política
y expropiación económica que empobrecieron a su población. Desde la
“conquista” romana hasta el año 132 d. C., predominó la violencia contra la
población, que además estaba sometida a un altísimo cobro de impuestos.

Hemos visto cómo Jesús tuvo que enfrentar una situación muy difícil, tensa, de
represión permanente a causa del poderío del imperio romano. Jesús fue testigo
de los sufrimientos del pueblo, pero no solo fue un testigo imparcial, él se vio
afectado y tuvo que buscar la manera de sobrevivir en un contexto de violencia
permanente. La posición de Jesús ante esta realidad fue frontal y de suma a los
movimientos que se oponían a la dominación de los poderosos. El paso de la
adolescencia a la juventud de Jesús se vio envuelto en un contexto de masacres,
represión romana, persecución, revueltas y crucifixiones masivas. Es muy
posible que su inconformidad con esta realidad llevara a Jesús a hacerse
discípulo de Juan el Bautista, profeta crítico de las injusticias que toda esa
situación implicaba para el pueblo palestino. Nace Jesús entonces en medio del
descontento popular, lo cual tuvo que incidir o repercutir en su formación
política. Jesús no da la espalda a los pobres, antes por el contrario, asume su
causa, pero lo que resulta novedoso es la forma alternativa de responder con una
propuesta liberadora que abrió caminos de vida a los pueblos del mundo que
ayer como hoy enfrentan sistemas imperiales.

En la próxima unidad podremos ver que la propuesta de Jesús se sintetiza en el


Reino de Dios. El Reino que llegó, que se hizo realidad y al cual debemos
acceder para poder responder proféticamente como Jesús a nuestra realidad de
hoy.

NOTAS DE LA UNIDAD

1.ONIMUS,J., Jesús en direct, Paris, Desclée de Brouwer, 1999, p. 28.

2.José Antonio Pagola, teólogo, ha escrito un libro llamado “Jesús,


aproximación histórica”, versión que ponemos a su disposición como anexo en
esta unidad.

3.MESTERS,C., em RIBLA,1 (1988/1), pp. 72-80.

4.MESTERS,C., op. cit., p.76.

5.NÉSTOR O. MÍGUEZ en Revista RIBLA No. 8 (1991) pp.15-25


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