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CHAMPOLLION Y LA HISTORIA DEL DESCIFRAMIENTO DE LOS

JEROGLÍFICOS EGIPCIOS

Existe entre los egiptólogos el consenso generalizado de que la expansión


imparable del Cristianismo como religión de estado con el consiguiente cierre de
los templos paganos y el desarrollo de la lengua copta supuso la progresiva
pérdida definitiva de la escritura en caracteres jeroglíficos; así, el último
testimonio conservado de la lengua egipcia escrita en grafía jeroglífica data del
24 de agosto del 394 d.C., (Inscripción de Filae / Dibujo de la inscripción)
bajo el reinado de Teodosio, y se encuentra en la isla de Filae, en el recinto del
templo de Isis. Se trata de una invocación al dios kushita (o sea: nubio)
Mandulis por parte de Esmetajom, quien era el escriba de la casa de los escritos
de Isis, tal y como figura en otra inscripción en demótico, variante cursiva y muy
estilizada de los jeroglíficos, donde se señala como fecha “el día del aniversario
del nacimiento de Osiris, año 110 (de la época de Diocleciano, época que
empieza en el 284 d.C. y que se sigue utilizando en la iglesia copta de
Alejandría)”, lo cual equivale al 24 de agosto del 394 como ya hemos señalado.
Por otra parte, los datos parecen apuntar a que hacia finales del s. V d.C. el
conocimiento de cómo escribir y leer jeroglíficos había caído ya en el olvido. Así
se fue creando en torno a la escritura jeroglífica un aura mítica de simbolismo
esotérico y de misterio, aura que paradójicamente ya los propios griegos habían
ido forjando con anterioridad a lo largo de la antigüedad cuando, sin embargo,
todavía se conocían los mecanismos de la escritura jeroglífica pues ésta aún se
conservaba y se empleaba de manera habitual como se puede apreciar entre otros
ejemplos en la famosa piedra Rosetta, que resultó fundamental a la hora de
descifrar los jeroglíficos en las primeras décadas del s. XIX y no es sino un
decreto de Ptolomeo V, datable en el 196 a.C. y escrito en caracteres jeroglíficos,
demóticos y griegos (Piedra Rosetta). La creencia, más bien certeza, de que la
grafía jeroglífica no correspondía a un sistema ordinario de escritura a partir de
signos fonéticos sino que tenía un valor figurativo y visual la hallamos ya en
Diodoro Sículo, historiador griego que visitó Egipto en el s. I a.C., y que señala
que: “su escritura (sc. la escritura jeroglífica de los egipcios) no expresa el
concepto pretendido mediante sílabas unidas unas a otras, sino mediante el
significado de objetos que han sido copiados y por su sentido figurado que ha
sido grabado en la memoria mediante la práctica”. (Texto de Diodoro Sículo)
Este valor icónico y figurado sería refrendado por Plotino, filósofo neoplatónico
del s. III d.C. y originario de la provincia romana de Egipto, quien -añadiendo
una nueva faceta casi iniciática- propugnaba que “los sabios de Egipto [...]
respecto a las cosas que quieren mostrar con sabiduría no se sirven de tipos de
letra [...] sino que dibujan imágenes, cada una de las cuales se refiere a una cosa
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distinta. Estas imágenes son grabadas en los templos. [...] De modo que cada uno
de los signos constituye una ciencia y una sabiduría, una cosa aprehendida de una
vez.” (Texto de Plotino) Igualmente, en su tratado Sobre los misterios egipcios,
Jámblico, filósofo sirio de la escuela neoplatónica o, quizá, neopitagórica,
muerto hacia el 330 d.C., defendía que los egipcios, imitando la naturaleza del
universo y de la creación por parte de los dioses, explicaban mediante símbolos
lo que eran intuiciones místicas ocultas. Advertimos ya cómo en estas opiniones
nos hallamos ante el apriorismo de que la lengua jeroglífica posee una dimensión
esotérica y simbólica; este prejuicio hermenéutico subsistiría durante siglos y
dificultaría sobremanera el desciframiento de los jeroglíficos. Esta manera de
pensar del mundo grecolatino resulta si cabe más sorprendente por el hecho de
que estos juicios de valor fueron emitidos cuando la escritura jeroglífica aún se
cultivaba, si bien es cierto que en círculos restringidos y con unas características
cada vez más complejas a la hora de utilizar los jeroglíficos.

Es en el marco de esta tradición, en cierto grado bastante alejada de la


realidad de los jeroglíficos, donde se ha de situar el famoso tratado conocido
como los Hieroglyphika de Horapolo, obra de época tardía, datable incluso en el
s. V d.C. Se trata de un texto que se remonta a un supuesto autor egipcio
(Horapolo) y que habría sido traducido al griego por un tal Filipo. (Portada de
los Hieroglyphika) Los Hieroglyphika constan de 189 secciones o pequeños
capítulos, cada una de las cuales está consagrada a un jeroglífico en particular y,
aunque el autor poseía ciertos conocimientos sobre la escritura jeroglífica, éste
propone sin embargo interpretaciones fantásticas de los signos e incluso inventa
jeroglíficos espurios. Se imprimió por primera vez en 1505 en las prensas del
ilustre Aldo Manucio en Venecia y destaca la traducción latina de Pirckheimer de
1514, pues se trata de un manuscrito que fue ilustrado por el propio Alberto
Durero y que sirvió como regalo al emperador del Sacro Imperio Maximiliano I.
(Ilustraciones de Durero) Este tratado habría sido adquirido hacia 1420 en la
isla de Andros en el mar Egeo por el florentino Cristoforo de Buondelmonti,
monje franciscano y viajero, y llevado a la Italia renacentista donde interesó a
autores como el gran filósofo neoplatónico Marsilio Ficino, figura fundamental
sin la cual no se puede entender la Florencia del Quattrocento, y que destaca
entre otras cosas por haber sido el traductor del griego al latín del Corpus
Hermeticum, conjunto de textos de carácter iniciático que ayudaron a forjar la
visión de Egipto como un país de sabiduría ancestral y de simbología mística,
simbología que estaría cifrada en los jeroglíficos. (Marsilio Ficino) Era de
prever que los Hieroglyphika generaran gran fascinación pues nos hallamos en
un período donde prácticamente todo –los astros, los sueños, etc.– se analizaban
en busca de símbolos arcanos y los jeroglíficos, por su carácter supuestamente
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iniciático, pasaron a convertirse en una de las claves del auténtico saber
esotérico, saber que para algunos autores, como Ficino, se retrotraía a las
enseñanzas de Hermes Trimegisto, el sabio arquetípico, trasunto de Thoth, quien
nos habría legado una religión verdadera y universal que habría sido transmitida
a Moisés e incluso a Orfeo, el mítico cantor tracio, quien –como bien saben Uds.-
bajará al Hades a recuperar a su difunta esposa Eurídice y quien gracias a su
música persuadirá a las divinidades infernales para que estas dejen retornar a su
amada al mundo de los vivos con la condición de que Orfeo no mire atrás,
condición que este no cumplirá por lo que Eurídice se quedará para siempre en
los reinos del inframundo.

Veamos así pues una de las entradas de los Hieroglyphika en la que se


puede apreciar que aún subsistían rastros de los verdaderos significados de los
jeroglíficos, mezclados ya con especulaciones fantasiosas: (Texto de Horapolo)
“Lo que quiere decir un buitre: Cuando quieren significar una madre, una visión
o límites o presciencia [...] dibujan un buitre. Una madre, puesto que no hay
macho en esta especie animal [...] El buitre se pone para las visiones porque de
todos los animales, el buitre tiene la vista más aguda [...] Significa límites porque
cuando una guerra está a punto de empezar, limita el lugar donde ocurrirá la
batalla, flotando sobre él durante siete días. Presciencia, por lo que se ha dicho
más arriba y porque anticipa con fruición el montón de cadáveres que la matanza
le proporcionará como alimento.” (Jeroglífico de “madre”)

No obstante, a pesar de su gran carácter especulativo, la importancia de


los Hieroglyphika radica no en su contenido sino en la influencia que ejercería en
los intentos de descifrar la lengua jeroglífica, influencia que conducía a un
camino condenado al fracaso. Un buen ejemplo de esta senda equivocada lo
hallamos en las conclusiones obtenidas tras años de arduo estudio por parte del
jesuita alemán Athanasius Kircher (1602-1680), erudito de gran renombre en su
época. (Athanasius Kircher) Desgraciadamente y a pesar de ser un lingüista
especialmente dotado, sus traducciones de textos jeroglíficos se basaban en la
teoría preconcebida pero admitida en su época del carácter simbólico e iniciático
de los jeroglíficos por lo que el resultado es absurdo y nos atreveríamos a decir
que rayano en lo surrealista. Así por ejemplo, Kircher intentó descifrar los
jeroglíficos del obelisco Panfilio, construido en época de Domiciano y sito en
Piazza Navonna de Roma tras la labor restauradora del papa Inocencio X a
mediados del s. XVI. (Obelisco Panfilio o Agonale) Como muestra de su labor
podemos señalar la interpretación totalmente fantasiosa pero increíblemente
seductora de los jeroglíficos que integran el término “autócrator” que Kircher
traduce como: “Osiris es el autor de la fecundidad y de toda la vegetación, cuyo

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poder de generación desde el cielo a su reino trae el Sagrado Mofta”. (Texto de
Kircher) Así por ejemplo, el signo Z7 de la lista de Gardiner, es decir la variante
hierática del pollo de codorniz y que se lee por convención como la vocal u, se
transforma por arte de magia hermética en “el autor de la fecundidad y de toda la
vegetación”. (Z7) A su vez, al sagrado Mofta, que no es sino el signo del león
tumbado que se empleaba para transliterar en época ptolemaica y romana los
sonidos l o r, Kircher le consagra varias páginas de exégesis mística. Pero, a
pesar de sus errores, a Kircher le debemos la primera gramática del copto y el
haber señalado que el copto era el último estadio de la lengua jeroglífica; así
pues, la labor de Kircher supuso un estímulo para el estudio de la lengua copta e
hizo que su conocimiento fuera imprescindible para todos aquellos que
posteriormente se dedicasen a intentar descifrar los jeroglíficos, conocimiento
que a la larga sería fundamental.

El prejuicio de la lectura simbólica de los jeroglíficos perduró largo


tiempo si bien poco a poco y a lo largo del siglo siguiente a Kircher, el s. XVIII,
se fue iniciando poco a poco una visión más prudente de los jeroglíficos aunque
aún no se podían ofrecer versiones de calidad a las traducciones de Kircher.
(Warburton) En 1741, el obispo inglés William Warburton (1698-1779)
publicó El divino legado de Moisés, que incluía una larga divagación sobre los
jeroglíficos donde defendía que la escritura hierática tenía su origen en la
jeroglífica y asimismo hizo una declaración absolutamente veraz pero un tanto
revolucionaria si tenemos en cuenta la visión renacentista y la de Kircher, pues
aseveraba que la escritura jeroglífica no era un invento sagrado de los antiguos
egipcios con el fin de ocultar y mantener en secreto su sabiduría para que el
vulgo no la conociera. Muy interesante es también la acertada propuesta de Jean
Jacques Barthélemy (1716-1795), abate francés que fue el primero que señaló
en 1762 que el óvalo que ahora llamamos “cartucho”, tan frecuente en las
inscripciones jeroglíficas, en realidad encerraba los nombres de los reyes y
reinas. (Barthélemy) Varios años más tarde, Joseph de Guignes (1721-1800),
orientalista francés y profesor de siríaco en el colegio de Francia, desarrolló esta
idea. Gracias a sus estudios de chino, de Guignes sabía que en la escritura china
se utilizaban cartuchos para resaltar los nombres propios; así pues, era probable
que en las inscripciones egipcias tuvieran el mismo uso. Desafortunadamente,
este paralelo le llevó a postular la extraña idea de que China había sido una
colonia egipcia y de que, aunque el egipcio se había corrompido por la influencia
del griego, el idioma chino era la forma auténtica y sin corromper del egipcio.
Por lo tanto, el camino a seguir era el chino y no el copto, desgraciada idea que
tuvo muchos defensores y que lanzó a muchos potenciales descifradores a una
senda totalmente equivocada e inútil. Así pues, como pueden Uds. advertir, las
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publicaciones a las que pudo tener acceso el gran Champollion abarcaban una
variada gama de teorías, ya que aún no se había desmentido la posible relación
entre los jeroglíficos egipcios y la escritura china, teoría que por muy fantasiosa
y extraña que pueda parecernos hoy en día gozó de no poco predicamento entre
los primeros eruditos que se lanzaron a la ardua labor de descifrar los
jeroglíficos. (Zoëga) Entre las obras más recientes a las que pudo acceder el
francés Champollion, nos encontramos con las del erudito danés Georg Zoëga
(1755-1809), experto en copto y afincado en Roma, quien emprendió la tarea de
estudiar concienzudamente los obeliscos y fue el primero en recopilar un corpus
de jeroglíficos, identificando un total de 958, que clasificó según lo que
representaban (plantas, utensilios, partes de mamíferos, etc.) y no según el
significado pues aún se desconocía. Esta clasificación estará en la base de la que
aún se emplea para catalogar los signos jeroglíficos, y a la que ya he aludido de
pasada. Esta catalogación se la debemos al gran egiptólogo inglés Sir Alan
Herderson Gardiner (1879-1963), uno de los egiptólogos más importantes del
s. XX y autor de una de las gramáticas más empleadas en el estudio de la lengua
egipcia. En esta lista aparecen agrupados por temas los jeroglíficos más
frecuentes, así en el grupo A se encuentran los signos relacionados con el hombre
y sus ocupaciones, en el B los que representan a la mujer y sus ocupaciones, en el
C se agrupan las deidades con forma humana, en el D los signos relacionados con
el cuerpo humano y sus partes, y así sucesivamente. (Gardiner) Retornando a
Zoëga tras este breve inciso, hemos de señalar que el sabio danés hizo una
importantísima y certera observación consistente en que la dirección en la que
se lee una inscripción jeroglífica depende de la dirección hacia donde miran
los signos; por así decirlo, los jeroglíficos siempre “miran” hacia el inicio de la
línea del texto, como podemos apreciar en la fórmula protocolaria “que viva, sea
próspero y tenga salud”. (Fórmula protocolaria) Así pues y si dejamos de lado
la filiación entre el chino y el egipcio, estos atisbos de cordura supusieron un
gran avance pero aún faltaba el descubrimiento que iba a abrir la puerta al
desciframiento definitivo de la lengua egipcia, me refiero, como es evidente, a la
Piedra de Rosetta. (Piedra de Rosetta)

La piedra de Rosetta fue hallada en Rashid, la antigua Rosetta, en la


costa norte de Egipto, a mediados de julio de 1799. Se cuenta que un
destacamento militar francés, a las órdenes del oficial Pierre-François Bouchard,
cavaba los cimientos para un fuerte cuando un soldado descubrió la llamada
piedra de Rosetta, un bloque de piedra granítica de unos 760 kilos que a la postre
resultaría ser el elemento clave para descifrar los jeroglíficos egipcios. Presenta
textos en una cara y está datada en el año 9 del reinado de Ptolomeo V Epífanes,
lo cual corresponde al año 196 a.C. (Tetradracma de Ptolomeo V). Se trata de
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una estela conmemorativa que estuvo colocada en un templo. (Reconstrucción)
Está rota y probablemente tuviera unos 50 cms más de altura por la parte superior
cuando se encontraba intacta. La piedra de Rosetta es un texto bilingüe, tiene
escritos tres textos pero solo en dos idiomas; así encontramos en la parte superior
el texto escrito en egipcio en caracteres jeroglíficos, desgraciadamente la zona
más dañada; en la parte intermedia el texto escrito también en egipcio pero en
caracteres demóticos, y en la parte inferior escrito en griego. Recuerdo, por si es
menester, que el demótico constituye el estadio más estilizado de la escritura
egipcia y surge en torno al 650 a.C. El texto es un edicto sacerdotal promulgado
en el 196 a.C. y consiste fundamentalmente en una larga alabanza que comienza
diciendo: “En el reinado del joven que ha heredado el reino de su padre, el Señor
de las dos Coronas, grande es su gloria, que ha restaurado la vida civilizada de la
humanidad, Señor de las Fiestas de los Treinta Años...” y prosigue en un tono
laudatorio similar. La importancia radica en que este texto, en sí tan poco
transcendente, se repite por tres veces en jeroglífico, demótico y griego, lo cual
permitió encontrar las pistas para descifrar las escrituras jeroglífica y demótica a
partir del texto griego.

La piedra fue trasladada a El Cairo, al Instituto de Egipto, recientemente


creado en 1798, donde los sabios que habían acompañado a Napoleón en su
expedición por tierras egipcias advirtieron al instante la magnitud de la pieza
arqueológica y empezaron a idear maneras de hacer copias exactas de las
inscripciones; por consiguiente, se enviaron desde Egipto frotados a tinta de las
tres inscripciones a diversos eruditos de Europa y al Instituto de Francia en París.
Tras la derrota francesa ante los británicos la piedra Rosetta entró a formar parte
del botín de guerra por lo que fue entregada a los vencedores en virtud del
artículo XVI del Tratado de Alejandría, junto con otras antigüedades egipcias.
Así, la piedra de Rosetta llegó a Porstmouth en febrero de 1802 en una fragata
tomada a los franceses y bautizada, muy apropiadamente, como L’Égyptienne; la
piedra fue transportada a la Sociedad de Anticuarios de Londres, donde se
hicieron réplicas de escayola para las universidades de Oxford, Cambridge,
Edimburgo y el Trinity College de Dublín; asimismo, se realizaron grabados para
distribuirlos por las instituciones académicas más importantes de Europa,
incluyendo las de Francia, gracias al breve cese de hostilidades entre Inglaterra y
Francia desde marzo de 1801 a mayo de 1803. A finales de 1802 la piedra recaló
en el Museo Británico, donde reposa hasta el día de hoy.

Ya a finales de 1802 encontramos dos interesantes aportaciones al asunto


pertenecientes al erudito orientalista francés Silvestre de Sacy (1758-1838) y al
diplomático y lingüista sueco Johan David Åkerblad (1763-1819). De Sacy (de

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Sacy) se centró en el texto demótico dado que se conservaba en mejor estado que
el jeroglífico e intentó descifrar los nombres propios que aparecían en la versión
en griego, pero solo consiguió a duras penas localizar los grupos aproximados
que formaban los nombres demóticos de Ptolomeo y de Alejandro. Además,
esclavo aún de concepciones equivocadas pero muy arraigadas, consideraba que
el texto transmitido en jeroglíficos era una labor menos prometedora pues “el
carácter jeroglífico, al ser representativo de ideas, no de sonidos, no pertenece al
dominio de ningún lenguaje en particular.” Consciente de sus exiguos avances,
de Sacy pasó su copia de la piedra Rosetta a su alumno Åkerblad, quien había
sido diplomático sueco en Constantinopla y cuyo principal interés eran los
idiomas. Por increíble que parezca Åkerblad fue capaz de identificar en solo dos
meses en el texto demótico todos los nombres que aparecían en el texto griego,
demostrando que estaban escritos con signos alfabéticos fonéticos; es decir, que
cada signo representaba un sonido, como las letras del alfabeto. Gracias a
Åkerblad, además de los grupos demóticos para los nombres de Ptolomeo y
Alejandro, ya se podían leer en la piedra Rosetta los nombres en demótico de
Arsínoe o Berenice entre otros. A partir de los valores sonoros así obtenidos, creó
un “alfabeto demótico” de 29 caracteres o letras, aunque se equivocó en la mitad
de ellas. (Lista de equivalencias) Aplicando al demótico su conocimiento de la
lengua copta, el erudito sueco logró identificar algunas palabras en el texto
demótico como “griego” “egipcio” o “templo”, y demostró, a su vez, que algunas
palabras eran bastante similares en demótico y en copto, lo que demostraba de
manera fidedigna que el copto era un derivado del antiguo idioma egipcio. Fue
un logro impresionante pero, paradójicamente, este éxito le indujo al error pues
llegó a la equivocada conclusión de que la escritura demótica era plenamente
fonética o “alfabética”, como Åkerblad la llamaba; esta falsa convicción le
supuso a la postre un serio obstáculo a la hora de seguir progresando en la buena
senda. Fiel a su maestro, Åkerblad presentó los resultados de su trabajo a De
Sacy en su extensa Carta sobre la Inscripción Egipcia de Rosetta, dirigida al
ciudadano Silvestre de Sacy. En su respuesta, de Sacy no estaba de acuerdo en
algunos puntos si bien, no obstante, le dedicaba unas palabras finales de ánimo y
aplaudía su labor.

En suma y a pesar de los indiscutibles avances, aún no se podía leer ni una


sola palabra en caracteres jeroglíficos, no así en demótico, por lo que no es
extraño que todavía subsistieran creencias a todas luces erróneas como, por
ejemplo, podemos apreciar en los intentos del orientalista y diplomático sueco
Nils Gustaf Palin (1765-1842), quien a principios del s. XIX publicó varios
artículos sobre la piedra Rosetta en los que resucitaba las fantasiosas ideas de
Joseph de Guignes a propósito de la conexión de Egipto con China, y además
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añadía el hebreo a sus cábalas lingüísticas. (Palin) Palin llegó a declarar que si
traducíamos los Salmos de David al chino y los escribíamos en caracteres
jeroglíficos tendríamos los papiros egipcios que se conservan junto a las momias,
aseveración que a día de hoy nos deja perplejos pero que hay que entender desde
los presupuestos científicos de la época. Durante los primeros años del s. XIX y
más allá de los progresos de Silvestre de Sacy y, sobre todo, de Johan David
Åkerblad, no se dio ningún paso adelante de calado. La piedra de Rosetta, tan
prometedora y seductora al principio, empezaba a resultar una decepción y el
entusiasmo inicial se fue desvaneciendo. Cuando se descubrió, los eruditos
pensaron que bastarían unas pocas semanas para desentrañar los secretos de la
lengua jeroglífica, pero no había ocurrido así.

Llegamos por lo tanto a uno de los nombres fundamentales, junto con


Champollion, en la historia del desciframiento de los jeroglíficos, me refiero al
inglés Thomas Young (Thomas Young), nacido en Milverton, en el condado de
Somerset, en 1773 y muerto en Londres en 1829; así pues, se le puede considerar
contemporáneo de Champollion si bien es cierto que Young era 17 años mayor
que el francés. Young era el mayor de 10 hermanos y pertenecía a una pudiente
familia cuáquera, doctrina religiosa protestante nacida en Inglaterra a mediados
del siglo XVII, sin culto externo ni jerarquía eclesiástica, que se distingue por lo
llano de sus costumbres y por su supuesta vuelta al cristianismo primitivo. Se
cuenta que a los dos años ya leía con fluidez y que empezó a estudiar latín antes
de ir a la escuela. A la edad de 14 años ya era un gran políglota pues sabía latín y
griego en profundidad y tenía conocimientos de francés, alemán, italiano, hebreo,
arameo, siríaco, árabe y persa entre otras lenguas. Llegada la edad idónea, Young
marchó a Londres para estudiar medicina, una vez ya en Londres y gracias a su
tío, el doctor Richard Brocklesby, Young establecería contacto con muchas de las
figuras literarias más eminentes de la época y, además de sus estudios de
medicina, seguiría alimentado su interés por las lenguas y publicando pequeños
artículos para revistas. Posteriormente, en 1794, Young viajó a la prestigiosa
facultad de medicina de Edimburgo y más tarde a la ciudad alemana de Gotinga,
cuya universidad contaba con una de las mejores bibliotecas del mundo. Estamos
en la época napoleónica por lo que las intenciones de Young de hacer un viaje
por Europa, aprovechando su estancia en Alemania, se vieron frustradas por la
guerra entre Francia y Austria que se desarrolló en Italia y en Alemania. En
febrero de 1797 volvió a Inglaterra y estudió en la prestigiosa universidad de
Cambridge. Al poco tiempo murió su tío, motivo por el cual heredó una
considerable fortuna. En 1799 se estableció como médico en Londres y
posteriormente sería profesor de física en la Royal Institution de 1801 a 1803,
pero renunció a este cargo temiendo que sus labores docentes interfiriesen en su
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actividad médica. Como autor médico, destaca la publicación en 1813 de su
voluminosa Introducción a la literatura médica. En 1827 fue elegido miembro
de la Academia Francesa de Ciencias. Murió en Londres en mayo de 1829, con
55 años. Como médico destacó como fundador de la óptica fisiológica y explicó
el modo en que el ojo acomoda la vista a diferentes distancias dependiendo del
grado de curvatura del cristalino. Igualmente, describió el defecto óptico
conocido como astigmatismo y, entre otras cosas, demostró la naturaleza
ondulatoria de la luz. Es decir, nos encontramos ante un científico de primera
fila.

Retornando a su faceta como egiptólogo, nos encontramos en 1814 y el


imperio napoleónico se está desmoronando y el genial Champollion vive
abrumado por la miseria y el trabajo, es entonces cuando a Young le llegan a sus
manos unos textos en hierático que atraen su atención. Además, aunque llegaba
un poco tarde a la eclosión erudita suscitada por la piedra Rosetta, Young se
animó a intentar analizar las inscripciones sirviéndose de las investigaciones de
de Sacy y de Åkerblad. En primer lugar, estudió la parte escrita en demótico a la
que llamó “encorial”, que en griego significa “del país, de la región”, si bien esta
denominación nunca gozó de gran difusión. En poco tiempo, Young pudo aislar
en el demótico (o “encorial”) la mayoría de los grupos gráficos que representan
palabras individualizadas y conocidas, y las contrapuso a sus equivalentes en
griego pero no pudo seguir más allá. No obstante, llegó a realizar una
observación muy importante que refiero a continuación con las palabras de
Young: “...después de haber completado el análisis de las inscripciones
jeroglíficas, observé que los caracteres epistolográficos (otra forma de denominar
los caracteres demóticos) de la inscripción egipcia, que expresaban las palabras
Dios, Inmortal, Vulcano, Sacerdotes, Diadema, Treinta y algunas más, tienen una
llamativa semejanza con las correspondientes jeroglíficas, y ya que ninguno de
esos caracteres puede ser compaginado, sin inconcebible violencia, a la forma de
cualquier alfabeto imaginable, apenas si puedo dudar de que sean imitaciones de
las jeroglíficas, adoptadas como monogramas o caracteres verbales, y mezcladas
con las letras del alfabeto.” (Texto) En estas palabras encontramos la primera
insinuación a dos puntos fundamentales: en primer lugar, que el demótico no era
una escritura completamente distinta de la jeroglífica y, en segundo lugar, que el
sistema egipcio consistía en una mezcla de distintos caracteres, cuya naturaleza
Young todavía no podía discernir.

Poco a poco, Young fue ampliando sus intereses más allá de la piedra de
Rosetta, trabajando sobre otros materiales como por ejemplo el obelisco de
Bankes, traído desde Filae a Inglaterra gracias a los desvelos del forzudo

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Giovanni Battista Belzoni y del siempre taimado Henry Salt, quien se lo cedió
para su traslado a Inglaterra al aventurero y egiptólogo amateur William John
Bankes, quien lo depositó en su palacio. (Obelisco de Bankes). Muy útiles para
Young resultaron también las inscripciones que aparecían en los volúmenes de la
Description de l’Égypte, el fruto de la erudición de los sabios que acompañaron a
Napoleón y su ejército a la campaña de Egipto. (Portada) Su buen ojo para los
detalles se aprecia en el hecho de que advirtió de manera correcta que el grupo
que normalmente se hallaba unido a lo que eran nombres de persona femeninos
era una terminación del femenino. (t+H8) Trabajando en la piedra de Rosetta fue
capaz de establecer una equivalencia entre algunos signos demóticos y
jeroglíficos, lo que le permitió identificar el único nombre propio que aparece en
el texto jeroglífico, el del rey Ptolomeo. (Cartucho de Ptolomeo desglosado)
Igualmente, procedió a hacer un análisis similar del nombre Berenice, frecuente
entre las reinas ptolemaicas, que encontró en una copia de una inscripción del
templo de Karnak (Cartucho de Berenice desglosado). Estos dos análisis
supusieron, a pesar de sus errores, un gran avance y abrieron la puerta a la
compresión real de que la grafía jeroglífica era en gran parte fonética. No
obstante, Young no avanzó mucho más pues el viejo mito de la naturaleza
simbólica de los jeroglíficos subsistía aún, por lo que el erudito inglés opinaba
que el alfabeto jeroglífico (es decir: los signos fonéticos o fonogramas) no era
sino un modo de expresar los sonidos en algunos casos particulares y que no se
había empleado de manera universal y sistemática. En otras palabras: los
jeroglíficos eran fundamentalmente simbólicos y solo en casos especiales, como
por ejemplo con nombres extranjeros, se utilizaban para plasmar sonidos.

Los resultados de los desvelos de Young salieron publicados en 1819 en


un relevante artículo titulado “Egipto” en el Suplemento a la cuarta edición de la
Enciclopedia Britannica. Sin embargo, Young, lastrado por algunas ideas falsas
y equivocadas, no logró obtener todo el fruto que se esperaba de sus progresos
iniciales. Y finalmente, llegamos a quien habría de encontrar la llave definitiva
para descifrar los jeroglíficos, me refiero -como Uds. bien saben- al francés Jean-
François Champollion (1790-1832) (Retrato de Champollion)

A modo de breve biografía, llena de éxitos pero también de penalidades y


miseria, podemos señalar que a la edad de 16 años el joven Champollion ya
dominaba, además de las lenguas clásicas, varios idiomas orientales como el
árabe, el hebreo, el siríaco y el copto, entre otros. A los 19 años llegó a ser
profesor de Historia en el Liceo de Grenoble, donde trabajaría de 1809 a 1816.
Centrado, o más bien obsesionado, como siempre estuvo en el desciframiento de
los jeroglíficos y tras años de duro trabajo, publicó en 1822 el famoso y
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fundamental artículo sobre la naturaleza fonética de los signos jeroglíficos, la
Lettre à M. Dacier relative à l’alphabet des hiéroglyphes phonétiques. (Foto de
la portada / Lista de signos que componen el “alfabeto egipcio”). Fue
nombrado conservador de la colección egipcia del Museo del Louvre en 1826 y
al fin pudo dirigir una expedición arqueológica en 1828 a Egipto. Posteriormente,
en 1831, obtuvo la cátedra de Arqueología Egipcia en el Collège de France,
puesto creado ex professo para él. Desgraciadamente, el gran Champollion no
disfrutaría demasiado tiempo de su merecida cátedra pues moriría el 4 de marzo
del año siguiente, de 1832. Tenía solo 41 años, pero sufría de diabetes, tisis y
gota, además tenía también enfermos el hígado y el riñón. Un ataque al corazón
(o, quizás, una apoplejía) acabó con su vida. (Tumba de Champolion) Gran
parte de su obra fue publicada póstumamente como, por ejemplo, su Gramática
egipcia (1835-1841), y su Diccionario egipcio en escritura jeroglífica (1841-
1843).

Tras esta breve semblanza, pasemos a su obra. En primer lugar, hemos de


señalar que el camino hacia el desciframiento de los jeroglíficos fue a través del
nombre de Ptolomeo, cuya identidad parece que Champollion determinó en un
proceso similar al que siguió Young. Lo que no está nada claro es hasta qué
grado, si es que lo hay, los descubrimientos iniciales de Champollion dependen
del trabajo de Young o si trabajó de manera independiente al margen del inglés;
este tema sigue siendo a día de hoy motivo de polémica. El relevante artículo
sobre la naturaleza fonética de los jeroglíficos, la Lettre à M. Dacier relative à
l’alphabet des hiéroglyphes phonétiques, apareció como ya se ha señalado en
1822, 3 años después de la entrada “Egipto” de Young, publicada en el
Suplemento a la cuarta edición de la Enciclopedia Britannica. Sea como fuere y
dejando sin dilucidar si Champollion conocía o no los trabajos de Young, lo
cierto es que el francés rápidamente superó con creces los progresos del inglés.
Así pues, Champollion fue el primero que verdaderamente probó, mediante
sistemáticos análisis de los datos a su disposición, que la escritura jeroglífica
estaba basada fundamentalmente sobre principios fonéticos y que su grafía estaba
construida en torno a esta base irrefutable, a su vez y como ya se ha señalado
Young nunca acabó de tener nada claro que la escritura fonética fuese la clave
primordial de la escritura jeroglífica. Champollion se percató de que para hacer
progresos verdaderos y seguros era preciso, de alguna manera, aislar una pareja
de nombres ya conocidos que tuvieran jeroglíficos en común y poder así
contrastar si los valores fonéticos coincidían en ambos nombres.

Como ya se ha señalado, en 1819 el viajero y aventurero inglés William


John Bankes había transportado desde Egipto a su palacio en Kingston Lacy, en

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Dorset, un obelisco y el bloque de su base, que antaño había estado en Filae.
Pues bien, en la base había una inscripción en griego clásico que mencionaba los
nombres reales de Ptolomeo y de Cleopatra, mientras que sobre el obelisco había
dos cartuchos que incluían, por lo tanto, dos nombres reales. Bankes ya lo había
observado y había supuesto que los cartuchos contendrían los nombres de
Ptolomeo y de Cleopatra que aparecían en la inscripción griega, suposición que
quedó confirmada al advertir que uno de los cartuchos coincidía con el de
Ptolomeo que ya había descifrado Thomas Young en la piedra Rosetta. Con gran
acierto Bankes ordenó que se hiciera una litografía de ambos textos, jeroglífico y
griego, así como copias anotadas de la misma con la sugerencia sobre la
identificación de los nombres que fueron profusamente distribuidas. La recepción
de una de estas copias por parte de Champollion le abrió nuevos horizontes pues
pudo confirmar su método.

Así, omitiendo los epítetos que acompañan a los nombres reales y la


terminación del femenino, nos encontramos con los siguientes signos
individualizados, tanto en el nombre de Ptolomeo como en el de Cleopatra, que
aparecen en la pantalla ya desglosados. (Jeroglíficos de Ptolomeo / Jeroglíficos
de Cleopatra / Jeroglíficos opuestos entre sí) Como se puede apreciar, se
repiten varios signos fonéticos en perfecta correspondencia, así el signo para la p
(un taburete de caña o mimbre) aparece en ambos nombres, al igual que el lazo
para la vocal o, o el león tumbado para la consonante l. Solamente los signos para
la t no se corresponden pues realmente la mano sirve para indicar la d, mientras
que la hogaza de pan, en efecto, representa la t, si bien Champollion pensó con
razón que podían ser homófonos, es decir: representar la misma pronunciación;
además, a este hecho se añade que tanto la t como la d son consonantes dentales
si bien la t es sorda y la d sonora, por lo que en realidad son consonantes muy
próximas desde el punto de vista fonético.

Champollion fue rápidamente consciente de que si esas identificaciones


eran correctas sería posible aplicar dichos valores, obtenidos a partir de los
nombres de Ptolomeo y de Cleopatra, a otros cartuchos y conseguir por lo tanto
nuevos nombres reconocibles por lo que procedió a analizar el cartucho de
Alejandro, donde ya se encontraban no pocas letras que conocía y otras que eran
fácilmente reconstruibles. Así en el nombre de Alejandro, Ἀλέξανδπορ en
griego, Champollion contaba ya con las letras a, l, e, s, d y r, por lo que no
resultaba difícil suplir los restantes signos. (Nombre de Alejandro desglosado)
Así descifró el nuevo signo para la n, las ondas de agua, y advirtió que para el
sonido k, ya conocido por el nombre de Cleopatra y representado por la ladera de
una duna, la lengua jeroglífica de esta época contaba con otro homófono,

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representado en este caso por una cesta de mimbre con un asa. Igualmente, para
el sonido s además del signo ya conocido y representado por una tela doblada
existía el homófono escrito mediante la figura estilizada de un cerrojo. Con el
conocimiento de estas nuevas letras Champollion fue capaz de descifrar más
nombres como César o el título de autócrator (o dictador en griego), término
que en su momento Kircher interpretó como “Osiris es el autor de la fecundidad
y de toda la vegetación, cuyo poder de generación desde el cielo a su reino trae el
Sagrado Mofta”. (Nombre de César glosado / Nombre de autócrator
desglosado)

Por otra parte, parece que al menos durante la etapa inicial del
desciframiento, Champollion creyó, al igual que Young, que el sistema fonético
tenía validez solamente para expresar y escribir nombres y elementos extraños de
la época grecorromana y, por lo tanto, ajenos al sustrato egipcio. Sin embargo, al
final de la Lettre a Monsieur Dacier se anunciaba ya que el sistema fonético era
de aplicación general y podía remontarse a los inicios de la escritura egipcia. En
septiembre de 1822, Champollion recibió por correo copias de dibujos de
jeroglíficos del famoso templo de Abu Simbel en Nubia en honor a Ramsés II y a
Nefertari (Abu Simbel). Al examinar los textos no tardó en fijarse en unos
cartuchos que encerraban un nombre cuya identidad desconocía y que a la postre
descifraría como el nombre de Ramsés. (Cartucho de Ramsés y explicación del
bilítero F31 ms) Los dos últimos signos ya los conocía por los cartuchos de los
gobernantes grecorromanos y sabía que correspondían a dos eses. Además, con
su habitual perspicacia supuso que el primer signo representaba el sol y sabía por
sus profundos conocimientos de copto que la palabra copta para “sol” era re; así
que solo le bastó con suplir el signo intermedio con una m para dar con el
nombre de Ramsés, nombre que se sabía que habían utilizado varios faraones
mucho antes de los períodos griego y romano. Por lo tanto, gracias al
desciframiento de este nombre quedó confirmado el empleo del sistema fonético
desde época estrictamente egipcia. Su hallazgo lo pudo corroborar gracias al
cartucho de otro faraón, en este caso el de Tutmosis o Tutmés (Cartucho de
Tutmés glosado). De nuevo se encontraba el grupo final equivalente a –ms
precedido por un jeroglífico que representaba a un ibis, ave que como bien sabía
Champollion representaba al dios Toth, asimilado por los griegos a Hermes; en
suma, el sabio francés ya tenía todos los signos para descifrar el nombre del
faraón Tutmosis o Tutmés. El error en ambos nombres consistía en interpretar el
signo F31 como una m en lugar de hacerlo como ms, afortunadamente no se
trataba de un error fundamental. Sería el gran egiptólogo prusiano Karl Richard
Lepsius (1810-1884) quien detectaría el error y descubriría la existencia de
signos aparentemente expletivos que sirven para dejar claro el valor fonético de
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otros jeroglíficos, estos signos se denominan “complementos fonéticos” pero el
tema se aleja del objetivo básico de nuestra charla. (Lepsius) A Lepsius le
debemos la impresionante obra Monumentos de Egipto y Etiopía (Denkmaeler
aus Aegypten und Aethiopien), obra fundamental para los estudios egiptológicos,
aparecida en 12 tomos entre los años 1849 a 1858. (Denkmäler)

Retornando a Champollion, este publicaría posteriormente su Précis du


système hiéroglyphique en 1824 donde explicaba detalladamente lo que antes
solo se señalaba en la Lettre à M. Dacier. (Précis) En su Précis Champollion
explicaba los errores de Young y exponía sus propias teorías; también ofrecía
explicaciones de los signos jeroglíficos fonéticos y de su valor, así como de los
signos jeroglíficos no fonéticos o ideogramas e incluso se atrevía a esbozar una
gramática; en suma, una obra maestra. Inevitablemente había errores pero, sin
lugar a dudas, Champollion había establecido unas bases firmes para el
desciframiento de la lengua egipcia y para el nacimiento de una nueva ciencia: la
Egiptología.

En suma y para finalizar, no he intentado sino trazar una rápida y sucinta


semblanza de una de las mayores hazañas filológicas de la historia. Como suele
ocurrir en estos casos, la inspiración final de Champollion para descifrar los
jeroglíficos no habría sido posible sin el ímprobo esfuerzo de todos sus
antecesores, quienes a pesar de sus errores y sus aciertos fueron trazando la senda
que finalmente habría de coronar el portentoso sabio francés.

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