Вы находитесь на странице: 1из 8

La figura del lector y la instancia de la lectura.

Asistimos, en efecto, a una transformación profunda de las prácticas de escritura y


de lectura que se pone de relieve no solo con la aparición de nuevos soportes,
géneros discursivos y modos de narrar sino, también, en los niveles mínimos del
relato, con la conformación de una gramática y un léxico nuevos a caballo entre la
lengua oral y la escrita.

Cada nueva invención informática trae aparejados nuevos términos y tópicos que van
organizando verdaderas redes semánticas en las que, conjuntamente con la
descripción de las acciones que estos dispositivos habilitan, se modelan nuevas
subjetividades (el blogger, el youtuber, etc.).

Al igual que ocurre con la tecnología del transporte, la escritura y la lectura también
se van poco a poco emancipando de las limitaciones que impone el espacio, acortando
así el tiempo entre la experiencia y la anotación, por un lado, y la anotación y la
recepción, por otro.

Aunque hoy cueste creerlo, como afirma Michel de Certeau, “(…) leer sin pronunciar
en voz alta o a media voz es una experiencia ‘moderna’, desconocida durante miles
de años” (1997: 188). La técnica de la lectura como acción fundamentalmente del
ojo y no de la voz también implicó en su momento un retiro del cuerpo y un
distanciamiento del texto que proporcionaron una mayor libertad de movimiento a
los lectores, libertad que en el presente se ha visto potenciada por los nuevos
dispositivos y soportes digitales.

(…) en términos saussureanos, se podría decir que si el texto se presenta como habla
[parole] en relación con los códigos y convenciones de la literatura, también se ofrece
a la lectura como un sistema del lenguaje [langue] con el cual él asociará su propio
discurso” (2004: 225; la traducción es nuestra). Y, en este mismo sentido, Hans
Robert Jauss establece la analogía entre la interpretación musical y la lectura –“[La
obra literaria] es más bien como una partitura adaptada a la resonancia siempre
renovada de la lectura, que redime el texto de la materia de las palabras y lo trae a
la existencia actual” (2013: 175). Si la lectura de un texto, al igual que el habla,
constituye una manifestación individual, momentánea y voluntaria que involucra
tanto aspectos psíquicos como físicos, un abordaje sistemático del fenómeno se
vuelve inviable.

La razón política, por su parte, resulta indisociable de la lógica de la lectura,


que como sostiene Roland Barthes,

(…) es diferente de las reglas de la composición. Estas últimas, heredadas de la


retórica, siempre pasan por la referencia a un modelo deductivo, es decir, racional:
como en el silogismo, se trata de forzar al lector a un sentido o a una conclusión: la
composición canaliza; por el contrario, la lectura (ese texto que escribimos en nuestro
propio interior cuando leemos) dispersa, disemina. (…) Esta lógica no es deductiva,
sino asociativa: asocia al texto material (a cada una de sus frases) otras ideas, otras
imágenes, otras significaciones” (1994, pp. 36-37).

Teorías de la recepción. La lectura como una respuesta


individual o como actualización de una competencia colectiva
La lectura consiste en correlacionar una expresión dada con un contenido por
referencia a determinado código. El lector construye así sintáctica y semánticamente
el objeto semiótico al que se refiere el texto-signo a partir del diccionario y las reglas
gramaticales que maneja. Esta operación requiere, por lo tanto, como sostienen
Joseph Courtés y Algirdas Greimas (1990), de un destinatario con una competencia
lingüística análoga a la del productor del texto para poder identificar los términos y
sus funciones recíprocas en el contexto de la oración.

Todo texto contiene, sin embargo, numerosos puntos de


indeterminación, problemas y lagunas que deben ser salvados en la lectura.
Incluso si un escritor se propusiera ser lo suficientemente explícito como para no dar
lugar a ambigüedades, jamás podría evitar la proliferación de interpretaciones
inherente a todo signo. La definición de un término proporcionada por un diccionario
no agota en modo alguno sus propiedades semánticas puesto que todo término
admite además de un sentido denotado, un sentido connotado.

Por este motivo, todo texto implica, además, como plantea Eco, “(…) ciertos
movimientos cooperativos, activos y conscientes, por parte del lector” para poder
actualizar aquellos elementos no dichos en el plano de la expresión (2000: 74),
elementos que, según este enfoque, el autor prevé serán rellenados. La iniciativa
interpretativa del lector no solo enriquece el texto sino que constituye la condición
de posibilidad de concreción de una obra, una función del propio texto que, como
buen “mecanismo perezoso (o económico)”, “(…) vive de la plusvalía de sentido que
el destinatario introduce en él” (Eco 2000: 76). Ahora bien, el productor también
espera que el texto sea interpretado con un cierto margen de univocidad. Para Eco,
la suerte interpretativa de un texto forma parte de y orienta el propio proceso de
composición del texto: el productor despliega distintas estrategias textuales en
función de sus previsiones respecto de los movimientos que efectuará un lector
potencial. De este modo, el autor concibe imaginariamente un “lector modelo”
capaz de interpretar el texto de la manera prevista por él y contribuye a su vez a
construirlo. El lector, por su parte, construye en base a las estrategias y operaciones
formales de composición del relato una imagen del autor que orientará su
interpretación de lo que lee.

Rayuela (1963) de Julio Cortázar admite, al menos, dos lecturas posibles, dos modos
de recorrerla: por un lado, la lectura de corrido sin considerar los capítulos
prescindibles y, por otro, la lectura que incorpora intercalados los fragmentos del
final de acuerdo con la propuesta del autor. Ahora bien, el texto no se limita a señalar
estas dos alternativas sino que promueve desde el prólogo y desde la teoría del arte,
y de la literatura que desarrolla, fundamentalmente, a partir del personaje Morelli,
un tipo de texto (la novela fragmentaria opuesta a la novela rollo) y un tipo de lector
(el lector cómplice en contraposición al lector-hembra) específicos.

Como no hay modo de determinar si los sentidos previstos en la instancia de


producción coinciden con los recreados en la instancia de recepción, la propuesta de
Eco debe fundarse, necesariamente, sobre la base de las proyecciones que autor y
lector hacen del otro. La interpretación, por lo tanto, implica necesariamente cierto
grado de intencionalidad y de arbitrariedad. No podemos mantenernos dentro de
los límites del texto y hacer caso omiso a la pregunta por la voluntad del autor (¿qué
quiso decir?), como tampoco desconocer que esa intención, esa coherencia interna,
es (re)construida en el proceso de lectura a partir de los indicios que proporciona el
texto y también de las propias proyecciones y figuraciones del lector.

- ¿Qué es, entonces, lo que lee un lector?

- ¿Lee lo que él quiere leer, lo que puede leer o lo que el autor quiere que
lea?
A pesar de considerar y valorar positivamente la libertad del lector para interpretar
un texto, la teoría de Eco tiende a ceñir ese ejercicio de libertad a aquellos “vacíos”
que el autor, de algún modo, había contemplado, con lo cual el autor continúa
jugando un rol preponderante en el establecimiento de una interpretación.

Por otra parte, independientemente de las intenciones y previsiones del autor,


existen otro tipo de restricciones que condicionan las lecturas posibles de un texto (o
que orientan a los lectores en su tarea interpretativa) y que se vinculan con el medio
sociocultural del lector:

Toda lectura deriva de formas transindividuales: las asociaciones engendradas por la


literalidad del texto (por cierto, ¿dónde está esa literalidad?) nunca son, por más que
uno se empeñe, anárquicas; siempre proceden (entresacadas y luego insertadas) de
determinados códigos, determinadas lenguas, determinadas listas de estereotipos
(Barthes, 1994, p. 37).

En todo momento, existe un repertorio de convenciones o un sistema de


normasdeterminadas históricamente que constituyen la competencia del lector y
definen, a su vez, un conjunto de lectores. Es a partir de un saber previo que lo que
hay de nuevo en un texto se hace experimentable o legible y pasa a integrar nuestro
conocimiento:

Aunque aparezca como nueva, una obra literaria no se presenta como novedad
absoluta en medio de un vacío informativo, sino que predispone a su público
mediante anuncios, señales claras y ocultas, distintivos familiares o indicaciones

La escisión tajante entre la escritura y la lectura responde, desde esta perspectiva,


antes a una cuestión de relaciones de poder y mecanismos de control
social que a aspectos formales inherentes a ambas prácticas. La preponderancia del
punto de partida de la obra determina, siguiendo a Barthes, una economía peculiar
según la cual el autor constituye el eterno propietario de su texto y los lectores
simples usufructuadores que deben elucidar un sentido “verdadero” ya fijado por el
autor.

Michel de Certeau describe la política de la lectura de la siguiente manera:

La lectura se situaría entonces en la conjunción de una estratificación social (de


relaciones de clase) y de operaciones poéticas (construcción del texto por medio de
su practicante): una jerarquización social trabaja para conformar al lector a “la
información” distribuida por una élite (o semi-élite); las operaciones lectoras se las
ingenian con la primera al insinuar su inventividad en las fallas de una ortodoxia
cultural (1997, p. 185).

 la lectura empírica, esto es, las operaciones concretas que realizan lectores
reales cuando se enfrentan a un texto en particular. Entre estas operaciones
se deberían considerar no solo las que implican un alto grado de autocontrol
y están destinadas a “extraer” del texto un “sentido” o “comprender sus ideas
principales” sino también las “insignificantes”, como las acciones de dispersión
y de evasión, las asociaciones imprevistas y los blancos, las tretas para sortear
los escollos que presentan los textos y las sensaciones físicas y los
movimientos corporales que acompañan la actividad mental, operaciones
todas que también tienen lugar en una lectura.
 Del otro, encontramos la lectura ejemplar que, bajo la forma de teorías
acerca de cómo se debe leer o de la figura de un lector ideal, se orienta a
corregir los defectos y errores de los lectores empíricos de modo que la lectura
no “traicione” el texto.

Los apologistas de la impertinencia del lector, como Barthes o Certeau, no se les


escapa que no todas las lecturas son igualmente válidas y que hay que ser un gran
escritor para que las identificaciones, proyecciones y distracciones que tienen lugar
durante la lectura se vuelvan productivas y significativas, así como tampoco se les
escapa a los defensores de un lector abstracto, como Umberto Eco, que toda lectura
concreta resulta siempre irreductible a un modelo. El mismo juego de intenciones
que habíamos visto a propósito del autor con “su” texto puede plantearse en relación
con el fenómeno de la lectura: el lector viene a disputarle al autor la atribución del
sentido de un texto.

A pesar de considerar y valorar positivamente la libertad del lector para interpretar


un texto, la teoría de Eco tiende a ceñir ese ejercicio de libertad a aquellos “vacíos”
que el autor, de algún modo, había contemplado, con lo cual el autor continúa
jugando un rol preponderante en el establecimiento de una interpretación.

Por otra parte, independientemente de las intenciones y previsiones del autor,


existen otro tipo de restricciones que condicionan las lecturas posibles de un texto (o
que orientan a los lectores en su tarea interpretativa) y que se vinculan con el medio
sociocultural del lector:

Toda lectura deriva de formas transindividuales: las asociaciones engendradas por la


literalidad del texto (por cierto, ¿dónde está esa literalidad?) nunca son, por más que
uno se empeñe, anárquicas; siempre proceden (entresacadas y luego insertadas) de
determinados códigos, determinadas lenguas, determinadas listas de estereotipos
(Barthes, 1994, p. 37).

Ya puestos a leer, el texto también ofrece pautas concretas de pertenencia a uno u


otro género, es decir, presenta pautas formales que nos indican qué reglas o patrones
rigen la composición (y en consecuencia la lectura) de ese texto. Si un libro cualquiera
comienza con la frase “Había una vez” sabremos que se trata de un cuento infantil o
de un texto que toma en cuenta y dialoga con ese género ya que esa frase es una
típica fórmula de inicio de los cuentos populares clásicos. Para identificar un género
literario debemos tener en cuenta criterios
de composición, estilísticos y temáticos que imprimen rasgos diversos y
variables a cada género. Otros críticos, en cambio, han propuesto clasificar los
géneros literarios de acuerdo al público al que están dirigidos los textos. Como
vemos, es complejo (si no imposible) adoptar un criterio único para decidir la
pertenencia o no de un texto a un género dado.

Géneros Literarios
En definitiva, los géneros literarios son las clases en las que pueden clasificarse o
agruparse las obras literarias; un principio de generalización del que no siempre
somos del todo conscientes y que permite vincular cada trabajo individual con los
textos canónicos de la literatura nacional o universal, proporcionándonos, por
semejanza, pautas para su abordaje. Hay tres grandes géneros literarios que, a su
vez, conocen múltiples subclases o subdivisiones: el lírico, el narrativo y
el dramático. Dentro del narrativo, podríamos distinguir, en principio, entre novela,
novela corta y cuento, pero a su vez (y en función del argumento, los personajes, las
coordenadas espaciotemporales más que de su forma o composición) distinguiríamos
entre policial, fantástico, maravilloso, realista, etc. Las combinaciones son múltiples,
de modo que ninguna clasificación puede ser exhaustiva sin correr el riesgo de
volverse arbitraria.

Así como el sentido global de un texto se determina en virtud de un esfuerzo


interpretativo, la pertenencia a un género también implica un esfuerzo por establecer
semejanzas o filiaciones con otros modelos. Debido a la pluralidad y libertad con que
la literatura acopia y reelabora sus materiales, la atribución a un género no es algo
dado de antemano sino que es parte del trabajo interpretativo y depende en gran
medida del bagaje cultural del lector.

Teorías de la recepción. La lectura como una respuesta


individual o como actualización de una competencia colectiva
La lectura consiste en correlacionar una expresión dada con un contenido por
referencia a determinado código. El lector construye así sintáctica y semánticamente
el objeto semiótico al que se refiere el texto-signo a partir del diccionario y las reglas
gramaticales que maneja. Esta operación requiere, por lo tanto, como sostienen
Joseph Courtés y Algirdas Greimas (1990), de un destinatario con una competencia
lingüística análoga a la del productor del texto para poder identificar los términos y
sus funciones recíprocas en el contexto de la oración.

Todo texto contiene, sin embargo, numerosos puntos de


indeterminación, problemas y lagunas que deben ser salvados en la lectura.
Incluso si un escritor se propusiera ser lo suficientemente explícito como para no dar
lugar a ambigüedades, jamás podría evitar la proliferación de interpretaciones
inherente a todo signo. La definición de un término proporcionada por un diccionario
no agota en modo alguno sus propiedades semánticas puesto que todo término
admite además de un sentido denotado, un sentido connotado.

Por este motivo, todo texto implica, además, como plantea Eco, “(…) ciertos
movimientos cooperativos, activos y conscientes, por parte del lector” para poder
actualizar aquellos elementos no dichos en el plano de la expresión (2000: 74),
elementos que, según este enfoque, el autor prevé serán rellenados. La iniciativa
interpretativa del lector no solo enriquece el texto sino que constituye la condición
de posibilidad de concreción de una obra, una función del propio texto que, como
buen “mecanismo perezoso (o económico)”, “(…) vive de la plusvalía de sentido que
el destinatario introduce en él” (Eco 2000: 76). Ahora bien, el productor también
espera que el texto sea interpretado con un cierto margen de univocidad. Para Eco,
la suerte interpretativa de un texto forma parte de y orienta el propio proceso de
composición del texto: el productor despliega distintas estrategias textuales en
función de sus previsiones respecto de los movimientos que efectuará un lector
potencial. De este modo, el autor concibe imaginariamente un “lector modelo”
capaz de interpretar el texto de la manera prevista por él y contribuye a su vez a
construirlo. El lector, por su parte, construye en base a las estrategias y operaciones
formales de composición del relato una imagen del autor que orientará su
interpretación de lo que lee.

Rayuela (1963) de Julio Cortázar admite, al menos, dos lecturas posibles, dos modos
de recorrerla: por un lado, la lectura de corrido sin considerar los capítulos
prescindibles y, por otro, la lectura que incorpora intercalados los fragmentos del
final de acuerdo con la propuesta del autor. Ahora bien, el texto no se limita a señalar
estas dos alternativas sino que promueve desde el prólogo y desde la teoría del arte,
y de la literatura que desarrolla, fundamentalmente, a partir del personaje Morelli,
un tipo de texto (la novela fragmentaria opuesta a la novela rollo) y un tipo de lector
(el lector cómplice en contraposición al lector-hembra) específicos.
Como no hay modo de determinar si los sentidos previstos en la instancia de
producción coinciden con los recreados en la instancia de recepción, la propuesta de
Eco debe fundarse, necesariamente, sobre la base de las proyecciones que autor y
lector hacen del otro. La interpretación, por lo tanto, implica necesariamente cierto
grado de intencionalidad y de arbitrariedad. No podemos mantenernos dentro de
los límites del texto y hacer caso omiso a la pregunta por la voluntad del autor (¿qué
quiso decir?), como tampoco desconocer que esa intención, esa coherencia interna,
es (re)construida en el proceso de lectura a partir de los indicios que proporciona el
texto y también de las propias proyecciones y figuraciones del lector.

- ¿Qué es, entonces, lo que lee un lector?

- ¿Lee lo que él quiere leer, lo que puede leer o lo que el autor quiere que
lea?

A pesar de considerar y valorar positivamente la libertad del lector para interpretar


un texto, la teoría de Eco tiende a ceñir ese ejercicio de libertad a aquellos “vacíos”
que el autor, de algún modo, había contemplado, con lo cual el autor continúa
jugando un rol preponderante en el establecimiento de una interpretación.

Por otra parte, independientemente de las intenciones y previsiones del autor,


existen otro tipo de restricciones que condicionan las lecturas posibles de un texto (o
que orientan a los lectores en su tarea interpretativa) y que se vinculan con el medio
sociocultural del lector:

Toda lectura deriva de formas transindividuales: las asociaciones engendradas por la


literalidad del texto (por cierto, ¿dónde está esa literalidad?) nunca son, por más que
uno se empeñe, anárquicas; siempre proceden (entresacadas y luego insertadas) de
determinados códigos, determinadas lenguas, determinadas listas de estereotipos
(Barthes, 1994, p. 37).

En todo momento, existe un repertorio de convenciones o un sistema de normas


determinadas históricamente que constituyen la competencia del lector y definen, a
su vez, un conjunto de lectores. Es a partir de un saber previo que lo que hay de
nuevo en un texto se hace experimentable o legible y pasa a integrar nuestro
conocimiento:

Aunque aparezca como nueva, una obra literaria no se presenta como novedad
absoluta en medio de un vacío informativo, sino que predispone a su público
mediante anuncios, señales claras y ocultas, distintivos familiares o indicaciones

Kafka y sus Precursores

Yo premedité alguna vez un examen de los precursores de Kafka. A éste, al principio,


lo pensé tan singular como el fénix de las alabanzas retóricas; a poco de frecuentarlo,
creí reconocer su voz o sus hábitos, en textos de diversas literaturas y de diversas
épocas. Registraré unos pocos aquí, en orden cronológico.

El primero es la paradoja de Zenón contra el movimiento. Un móvil que está en A


(declara Aristóteles) no podrá alcanzar el punto B, porque antes deberá recorrer la
mitad del camino entre los dos, y antes la mitad de la mitad, y antes, la mitad de la
mitad, y así hasta el infinito; la forma de este ilustre problema es, exactamente, la
de El Castillo, y el móvil y la flecha y Aquiles son los primeros personajes kafkianos
de la literatura. En el segundo texto que el azar de los libros me deparó, la afinidad
no está en la forma sino en el tono. Se trata de un apólogo de Han Yu, prosista del
siglo IX, y consta en la admirable Anthologie raisonée de la littérature
chinoise (1948) de Margouliès. Éste es el párrafo que marqué, misterioso y tranquilo:
“Universalmente se admite que el unicornio es un ser sobrenatural y de buen agüero;
así lo declaran las odas, los anales, las biografías de varones ilustres y otros textos
cuya autoridad es indiscutible. Hasta los párvulos y las mujeres del pueblo saben que
el unicornio constituye un presagio favorable. Pero este animal no figura entre los
animales domésticos, no siempre es fácil encontrarlo, no se presta a una clasificación.
No es como el caballo o el toro, el lobo o el ciervo. En tales condiciones, podríamos
estar frente al unicornio y no sabríamos con seguridad que lo es. Sabemos que tal
animal con crin es caballo y que tal animal con cuernos es toro. No sabemos cómo
es el unicornio”.

El tercer texto procede de una fuente más previsible; los escritos de Kierkegaard. La
finalidad mental de ambos escritores es cosa de nadie ignorada; lo que no se ha
destacado aún, que yo sepa, es el hecho de que Kierkegaard, como Kafka, abundó
en parábolas religiosas de tema contemporáneo y burgués. Lowrie, en
su Kierkegaard (Oxford University Press, 1938), transcribe dos. Una es la historia de
un falsificador que revisa, vigilado incesantemente, los billetes del Banco de
Inglaterra; Dios, de igual modo, desconfiaría de Kierkegaard y le habría
encomendado una misión, justamente por saberlo avezado al mal. El sujeto de otra
son las expedientes al Polo Norte. Los párrocos daneses habrían declarado desde los
púlpitos que participar en tales expediciones conviene a la salud eterna del alma.
Habrían admitido, sin embargo, que llegar al Polo es difícil y tal vez imposible y que
no todos pueden acometer la aventura. Finalmente, anunciarían, que cualquier viaje
–de Dinamarca a Londres, digamos en el vapor de la carrera-, o un paseo dominical
en coche de plaza, son, bien mirados, verdaderas expediciones al Polo Norte. La
cuarta de las prefiguraciones la hallé en el poema “Fears and Scruples” de Browning,
publicado en 1876. Un hombre tiene, o cree tener, un amigo famoso. Nunca lo ha
visto y el hecho es que éste no ha podido, hasta el día de hoy, ayudarlo, pero se
cuentan rasgos suyos muy nobles, y circulan cartas auténticas. Hay quien pone en
duda los rasgos, y los grafólogos afirman la apocrifidad de las cartas. El hombre, en
el último verso, pregunta: “¿Y si este amigo fuera Dios?”.

Mis notas registran asimismo dos cuentos. Uno pertenece a las Histoires
désobligeantes de Léon Bloy y refiere el caso de unas personas que abundan en
globos terráqueos, en atlas, en guías de ferrocarril y en baúles, y que mueren sin
haber logrado salir de su pueblo natal. El otro se titula “Carcassonne” y es obra de
Lord Dunsany. Un invencible ejército de guerreros parte de un castillo infinito,
sojuzga reinos y ve monstruos y fatiga los desiertos y las montañas, pero nunca
llegan a Carcasona, aunque alguna vez la divisan. (Este cuento es, como fácilmente
se advertirá, el estricto reverso del anterior; en el primero, nunca se sale de una
ciudad; en el último, no se llega).

Si no me equivoco, las heterogéneas piezas que he enumerado se parecen a Kafka;


si no me equivoco, no todas se parecen entre sí. Este último hecho es el más
significativo. En cada uno de esos textos está la idiosincrasia de Kafka, en grado
mayor o menor, pero si Kafka no hubiera escrito, no la percibiríamos; vale decir, no
existiría. El poema Fears and Scruples de Browning profetiza la obra de Kafka, pero
nuestra lectura de Kafka afina y desvía sensiblemente nuestra lectura del poema.
Browning no lo leía como ahora nosotros lo leemos. En el vocabulario crítico, la
palabra precursor es indispensable, pero habría que tratar de purificarla de toda
connotación de polémica o rivalidad. El hecho es que cada escritor crea a sus
precursores. Su labor modifica nuestra concepción del pasado, como ha de modificar
el futuro. En esta correlación nada importa la identidad o la pluralidad de los hombres.
El primer Kafka de Betrachtung es menos precursor del Kafka de los mitos sombríos
y de las instituciones atroces que Browning o Lord Dunsany.
Borges, Jorge Luis (1996) “Kafka y sus precursores”, en Otras inquisiciones (1952).
Obras completas II, Buenos Aires, Emecé.

La relación entre lectura y escritura que se dramatiza en el texto de Borges,


evidencia la relación entre un texto y el género al que pertenece, en él Borges deja
huellas sobre cómo aparece el esfuerzo para determinar el sentido global del mismo
y la pertenencia a un género. En virtud de una pluralidad y libertad con que la
Literatura se nutre y retroalimenta. En ese sentido, la atribución a un género no es
algo dado de antemano sino que es parte del trabajo interpretativo y depende en
gran medida del bagaje cultural del lector:“(…)textos de diversas literaturas y de
diversas épocas (…)”.
Asimismo, la relación entre la literatura y la crítica literaria; como plantea Eco,
es una suerte interpretativa de un texto que forma parte de y orienta el propio
proceso de composición del mismo: “el productor despliega distintas estrategias
textuales en función de sus previsiones respecto de los movimientos que efectuará
un lector potencial” Clase 3, cuestión que se aprecia desde el mismo momento en
que Borges inicia su escrito:
” (…) Yo premedité alguna vez un examen de los precursores de Kafka. A éste, al
principio, lo pensé tan singular como el fénix de las alabanzas retóricas; a poco de
frecuentarlo, creí reconocer su voz o sus hábitos, en textos de diversas literaturas y
de diversas épocas. Registraré unos pocos aquí, en orden cronológico. (…)”
Por otra parte, la literatura como instrumento óptico asume que la técnica de la
lectura como acción fundamentalmente del ojo y no de la voz también implicaba un
retiro del cuerpo y un distanciamiento del texto. Esto proporcionaba una libertad de
movimiento a los lectores y que transitivamente emerge de igual modo con la
presencia potenciada de nuevos dispositivos y soportes digitales.
En consecuencia los vínculos entre las distintas figuras de autor y lector que
aparecen en el texto tiene que ver con lo que Eco postula en tanto a que éste debe
fundarse, necesariamente, sobre la base de las proyecciones porque no hay cómo
saber sobre las instancias tanto de producción y de interpretación que autor y lector
hacen del otro. “La interpretación, por lo tanto, implica necesariamente cierto grado
de intencionalidad y de arbitrariedad. No podemos mantenernos dentro de los límites
del texto y hacer caso omiso a la pregunta por la voluntad del autor (¿qué quiso
decir?), como tampoco desconocer que esa intención, esa coherencia interna, es
(re)construida en el proceso de lectura a partir de los indicios que proporciona el
texto y también de las propias proyecciones y figuraciones del lector” Clase 3
Así lo va desarrollando Borges cuando ordena su recorrido sobre cómo reconoció voz
y hábito en el estilo de Kafka a quien refiere para transitar sus obras.
“(…) Si no me equivoco, las heterogéneas piezas que he enumerado se parecen a
Kafka; si no me equivoco, no todas se parecen entre sí. Este último hecho es el más
significativo (…)”

Вам также может понравиться