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FALSOS PASOS
PRE-TEXTOS
SOBRE LA ANGUSTIA EN EL LENGUAJE
SOBRE LA ANGUSTIA EN EL LENGUAJE
En los primeros días del verano tuvo lugar el último curso de Paul
Valéry en el Colegio de Francia. Desde 1937, la poética era enseñada
en este centro por buenas almas preocupadas ante todo por penetrar
en el enigma de las obras y del arte; pero este año la poética ha llegado
a su límite de edad, no se le ha permitido envejecer, y ha tenido que
renunciar a su carrera como si un exceso de experiencia y de gloria
en el hombre encargado de institucionalizar sus orígenes hubiera
sido contraproducente para la grandeza y excelencia de semejante
estudio.
Es posible que Paul Valéry prosiga los trabajos que, por muy con
seguidos que estén, no pueden considerarse como plenamente termi
nados. Lo característico de estas investigaciones es su infinitud, no
admiten otro término que el de una reflexión que se renueva y halla
en cada solución un nuevo problema en lugar de una fórmula defini
tiva. Puede pensarse que otros escritores, otros investigadores, reto
men de Valéry el material que ha desarrollado, aportando puntos
de vista distintos y de gran interés; pero el hecho de que esta sorpren
dente tarea haya sido aislada, por primera vez, por un hombre tan
ligado al conocimiento como eminente en la práctica de su arte, el
hecho de que a pesar de múltiples preocupaciones, su vida y expe
riencia enteras hayan girado obstinadamente en torno a investiga
ciones raras y difíciles, de las que dedujo, tardíamente, un estudio
metódico; todo este conjunto de circunstancias excepcionales hacen
en la actualidad casi inseparable la poética de Paul Valéry, convir
tiendo en única la distancia que ha separado al profesor y a la ense
ñanza. Estos son los efectos de las normas que aplican las condicio
nes de la generalidad a lo que sólo cobra sentido en la excepción.
El curso de poética aún no se ha publicado, y ya parece im
posible separarlo del encanto fortuito del habla, del espíritu de disgre-
sión y de aventura que esta enseñanza encarnaba, llevada a cabo
por medio de una conversación aparentemente improvisada. ¿Qué
más significativo que un método semejante, imagen de la inestabi
lidad propia del espíritu, figura y medio de una investigación que,
ejerciéndose sobre un terna 110 definido, casi indefinible, no podía
resistir un ritmo demasiado estricto, y necesitaba más la ayuda de
azares concertados que de un plan preservado de las sorpresas y contra
dicciones del descubrimiento?.. Paul Valéry ehtiende por poética, no
la exposición de reglas que atañen a la composición de poemas o a
la construcción de versos, sino el estudio de espíritu en tanto que
hace, algo, en la medida en que se'expresa "tanto en una obra como
en la creación de ésta. Tarea que nos suena raro el tener que llamar
la nueva. No deja de ser curioso que el gran predicamento de la histo
ria de la literatura, la crítica de textos y obras, no se haya extendido
al estudio del espíritu en sí, como producto o consumo de la “litera
tura” . Sin duda, la estética existe como una rama de la psicología, y
obras importantes, por otra parte escasas, han merecido observaciones
semi-teóricas y semi-prácticas, cuyas conclusiones se relacionan con
dichos problemas. Pero, de hecho, el escritor o el sabio que intenta
explorar el terreno del espíritu creador se encuentra frente a un estu
dio que debe imaginar enteramente, y que ni siquiera se sabe si puede
considerarse como posible.
El objeto de estas investigaciones sobre la creación puede ser
puesto en duda por el mismo creador. El poeta puede juzgar que el
modo en que se ha estudiado la poesía es excesivamente superficial o,
por el contrario, que revela demasiado y convierte en obstáculos los
medios que parece proponerle. El estudio de la poética tiene sus
postulados propios, ^ a r tis ta que admite como cómplices de sus
obras a potencias tan poco determinadas como la inspiración o el
delirio se margina de un saber que tiende a unir la creación con la
extrema conciencia, y que intenta reemplazar ídolos vagos por térmi
nos más cargados de responsabilidad. Si, por lo contrario, el arte no
se evade de la conciencia que puede proporcionarle una disciplina,
unas normas, si él mismo es la conciencia en su máximo grado de
lucidez, en el momento en que ésta se considera disponible por entero
ante la visión que compulsa sus tesoros, es obvio que el arte sea
también objeto de estudio, incluso de otro arte en el que formalicen
todas las relaciones de un universo de creación. El azar jugaría su papel
en la tarea del artista, transformándose en materia de observación y
definición desde el momento en que deja de ser lo que era para con
vertirse en un factor cuya voluntad se emplea para luchar contra lo
inconcreto de las obras inacabadas y la indeterminación del tiempo.
En fin, no es seguro el que la conciencia no pueda hacerse una idea
de lo que no tiene orden ni ley, puesto que ella misma se encuentra
en perpetuo desequilibrio, en constante proyecto de autodestruirse
para reformarse.
Lo que confiere al problema general de la fabricación de obras del
espíritu una amplitud y complejidad prácticamente insalvables, es su
impugnación del espíritu en conjunto, su no-diferenciación entre el
yo que se sustrae a cualquier mirada, inmerso en su existencia pura
y simple, y el yo que se propone como hijo de sí mismo en un acto
completo, o sea, en una obra. La pobreza del espíritu, ajeno a toda capa
cidad creativa, iguala y fundamenta la riqueza del más grande de los crea
dores; la desnudez de la conciencia, reducida a posibilidad despojada
de todo, contiene íntegros los poderes que le permitirán la realiza
ción de una obra incomparable. Al mismo tiempo, el artista, en rela
ción al hombre práctico o al poseedor del saber objetivo, representa
una forma absolutamente original, un campo de fuerzas cuyas conexio
nes, leyes y valores le son propios y apenas análogos a los demás. Una
investigación referida a la producción de obras debe volver constante
mente sobre las observaciones comunes, combinándolas con otras muy
diferentes, abarcar la riqueza del espíritu frívolo para cambiarla por
la capacidad del espíritu creador, buscar en la sensibilidad ordinaria
todo lo que explica la artística, pero sin hallar eso que margina a ésta,
tornándola irreductible. Por añadidura, es una de las pocas fuentes
de observación inmediata de las que una investigación semejante
puede esperar ser auténtica, alcanzar válidamente su objeto.
Paul Valéry es ejemplo del carácter tanto sencillo como sutil de
estos estudios cuando realiza, en una parte del curso, un análisis de
la sensibilidad. En cierto sentido, el artista puede ser considerado
como el más utilitario de los hombres, ya que utiliza hastas las cosas
inservibles, las percepciones insignificantes, los actos arbitrarios, para
inventar, fuera de los intereses prácticos, uno secundario, una necesi
dad de segundo orden. Lo característico de la invención artística es el
conceder tal valor a esas impresiones inútiles que no sólo se nos con
vierten en indispensables, como cualquier otra percepción habitual,
sino que a medida que se nos presentan experimentamos la necesidad
de reencontrarlas y gozarlas de nuevo. A esto llama Valéry el infinito
artístico. En el mundo de la vida práctica la satisfacción suprime el
deseo (si tengo sed, bebo; ya está), en el universo de la sensibilidad
la satisfacción revive indefinidamente la necesidad, la respuesta rege
nera la exigencia, la posesión engendra un creciente apetito de la cosa
poseída. Tal es el arte. Su proyecto es organizar un sistema de cosas
sensibles capaces de despertar constantemente su demanda, sin poder
aniquilar jamás el deseo que provocan. La creación reside en hacer
un objeto tal que engendre el deseo de sí mismo. El artista emplea
medios finitos (el pincel, su voz, las palabras de un diccionario) con
la intención de que otro, el lector, el espectador, nunca pueda darse
por satisfecho.
En el seno de la sensibilidad, en estado puro, se encuentra la mina
de los hallazgos, relaciones implícitas y combinaciones vírgenes de las
que el artista se sirve para atraer al “consumidor” en un movimiento
de goces perpetuos. Todo ocurre como si en estado naciente, algunas
mezclas de colores, formas o ideas, fuesen aún libres para escapar
a las formas convencionales y a los clichés, como si estos elementos
tuvieran la posibilidad de seguir ciertas atracciones mutuas, como las
que se observan entre sonidos y palabras, y que dejan de manifestarse
en cuanto nos internamos en la vía de la banalidad. Este intercambio
de impresiones es comparable a las manipulaciones químicas cuando
relacionan elementos líquidos o gaseosos y experimentan sus contac
tos íntimos. El artista es un ser sensibilizado con estas primeras com
binaciones, a las que distingue, comprende y aprecia, antes de que su
paso al estado sólido las haga inutilizablcs en tanto que elementos
en disolución sólo percibidos por él.
Estas impresiones, ajenas a la vida práctica, al mundo e incluso
al espíritu, existen como imagen de lo que puede ser las sensaciones
artísticas, como alimento privilegiado de la actividad artística; así lo
demuestra el análisis de la sensibilidad de la retina fuertemente impre
sionada por un color, que responde produciendo el color comple
mentario. Valéry ha sacado de este análisis conclusiones sumamente
ingeniosas e interesantes. Este fenómeno se haya perfectamente orga
nizado: el ojo, que re^pftnde a un color por la emisión de su comple
mentario, sigue una variación periódica descendente en la escala de
tonalidades, se va amortiguando paulatinamente (al rojo vivo corres
ponde el verde, a éste el rojo carmesí, al que corresponde un verde
azulado, etc.); hay un sistema de sustituciones análogo al estético, en
el sentido de que las impresiones no desempeñan ningún papel en la
visión práctica (ocurre justamente lo contrario), son una creación
característica de la sensibilidad, capaz tanto de producir como de
recibir, un conjunto original, separable del resto, unido por relacio
nes regulares de producción.
Paul Valéry considera el fenómeno de la complementariedad
como característico de la sensibilidad que interviene en la creación
artística. Esta singular producción, comparable a la vez con la activi
dad del prisionero que traza figuras en un muro desnudo (figuras
complementarias del vacío, del aburrimiento) y al canto del músico
cuyo arte es una respuesta desinteresada a un cierto estado de ánimo,
puede servir de aproximación al arte puro. Un .Jarte puró es el que
sólo quiere obedecer a la necesidad estética, el que no combina la
representación de las cosas con ciertas leyes de la sensibilidad, renun
ciando a los espejismos y falsificaciones de lo real, incluso a las con
venciones de significación. Se niega a unir en una misma obra sensi
bilidad y semejanza, sensibilidad y comprensión, los valores de la
verdad memorística y los de la verdad sensorial, intenta crear un
sistema absolutos completo, indiferente a las circunstancias acciden
tales de las cosas, constituido por relaciones intrínsecas, autosufi-
ciente para mantenerse sin ningún elemento exterior. Por ejemplo,
la música crea la ilusión de un universo separado, extraño reino que
se basta a sí mismo y que existe por sí mismo, no significando ninguna
otra cosa fuera de si. Un arte de este tipo, en la medida en que elige
entre la incoherencia de las sensaciones, que constituye nuestro medio
natural, discerniendo las afinidades, observando los desarrollos forma
les, proveyendo sus reacciones recíprocas, etc., exige un máximo
control de la inteligencia y la ayuda de la racionalidad. Una obra de
una cierta envergadura no puede permitirse la dispersión de la sensibi
lidad, ni su propio movimiento de distracción y camuflaje, a los que
tiene que oponer un trabajo y un esfuerzo plenamente conscientes. La
paradoja del arle puro no significativo es el necesitar constantemente
una fuerza que reside en el saber y la comprensión. De aquí es fácil
comprender el porqué las artes del lenguaje nunca podrán ser arte
puro: no podemos organizar el universo de las palabras como el de los
s i ios o colores. La virtud por excelencia de la poesía no es la des-
tru uón del lenguaje en tanto que sistema de signos, aniquilarlo en
su lunción significativa es, por el contrario, el producir a partir del
conjunto signo-sonido un orden que, a la vez que significante, sea su
propia justificación en tanto que ordenación de ritmos y sonidos. La
pureza de la poesía deriva de la armonía que establece entre circuns
tancias perfectamente heteróclitas: musicales, racionales, significa
tivas, sugestivas; y le es necesario el ser impuro para realizarse en toda
la pureza de su poder.
Posiblemente estas observaciones, en la que se reconoce algunos
de los temas privilegiados de Paul Valéry, sólo alcanzan su pleno
valor en el movimiento infinitamente variado, sinuoso, cambiante,
que les ha dado origen. Nos hallamos ante Una especie de construc
ción, un mito de sensibilidad que es al mismo tiempo una descrip
ción orientada. Las cosas más profundas, las menos cognoscibles,
siempre ocultadas por la vida, son seducidas por un análisis que
cuadra a la perfección con su inconsistencia, y deduce, simultánea
mente, su significación a partir de criterios conscientes. Sería una
muestra de candidez que presentaría más inconvenientes que inte
rés, el intentar la comparación de este método con el que la fenome
nología ha convertido en clásico. Los problemas no se plantean de
igual modo, y ni siquiera son los mismos. De todas formas, hay en
Valéry, como en los fenomenólogos, un mismo uso de las observa
ciones inmediatas, un esfuerzo semejante por comprender la existen
cia mediante una descripción fundamental, y una común preocu
pación por escapar a los antagonismos de la filosofía tradicional,
considerándolos disposiciones características de la realidad huma
na, no problemas que sea preciso resolver. También es posible que
algunas de las observaciones de Paul Valéry sobre el arte sean aná
logas a las fenomenologías: ambos comparten la idea de que la
obra de arte es irreal. El cuadro de un pintor, que represente o no
un objeto del mundo sensible, no existe en un cierto sentido. Natu
ralmente, la tela, las capas de pintura y las formas del cuadro exis
ten, pero en tanto que obra de arte, éste es distinto a esas particulari
dades; en la medida en que es un objeto estético no se confunde con
nada de lo que parece hacerlo real, no es ni las pinceladas, ni la cosa
representada ni el marco que la encierra; responde a una imagen que se
presenta como imagen, y que, como tal, jamás podrá ser realizada. El
pintor utiliza medios reales para permitir a una imagen, es decir, a un
conjunto irreal, el manifestarse. Da al espectador la posibilidad mate
rial de captar lo “bello” , que de otro modo no podría ofrecerse a la
percepción, y que está al margen de las cosas realizadas. Busca la oca
sión de que una imagen sea visitada; pero la imagen pintada, en sí
misma, sigue siendo imagen, o sea, irrealidad. Este análisis lo debemos
a Jean Paul Sartre, y qfjtycuerda bastante con lo que Paul Valéry dice
sobre la pureza e impureza de la obra de arte y de los valores que
hacen que el realismo artístico, más que una doctrina falsa, sea una
concepción carente de sentido.
V. LOS POETAS BARROCOS DEL SIGLO XVII
Los autores de los que Baudelaire saca partido, sea por apropia*
ciones casi textuales o, lo que es más importante, por una conciencia
secreta de la analogía, han sido señalados con frecuencia. Basta con
recordar a Edgar A. Poe para captar su parte, casi mágica de influen
cia. Jean Pommier ha consagrado un estudio a establecer semejanzas
entre Baudelaire y Hoffmann, ese Baudelaire que afirmaba que la
princesa de Brambilla le había proporcionado un “catecismo de alta
estética” . Las obras de Thomas de Quincey, Byron, Gray, Longfellow,
han dado a Fleurs du mal el punto de partida de imágenes tras
puestas, el germen ya visible de nuevas bellezas. Jean Crépet cita con
frecuencia, y con toda razón, Melmoth de Martín, Album d ’un pessi-
miste de A. Rabbe, Diable amoureux de Cazotte, las obras de Swed-
denborg y Soirées de Joseph de Maistre. Insiste también, muy razona
blemente, en la influencia de Théophile Gautier, muchos de cuyos
versos, mediocres y honestos, se leen en transparencia a través del
esplendor baudelariano; así como algunos fragmentos de Nerval,
Pétrus Borel, Víctor Hugo o de Banville. También, aparecen alrededor
de Fleurs du mal reminiscencias, unas veces disimuladas, otras
abrumadoras, de los poetas de la Pléiade, de Ronsard y de algunos
preciosistas, cosa muy natural en quien ha escrito: “El concetto es una
obra maestra.”
Si se quisiera, como han hecho algunos críticos, estudiar estas
apropiaciones y señalar sus diversas formas, se vería que no son pre
cisas más que cuando se trata de prosa o de poemas extranjeros, pero
que de la poesía francesa Baudelaire no toma casi nada que no renueve
enteramente. A menudo, una obra en prosa le proporciona el tema,
la estructura externa e incluso el vocabulario, de los que discierne la
misteriosa virtud poética. Es el caso de L ’Irréparable, que retoma
ciertas fórmulas e imágenes de La belle aux cheveux d ’or, cuento
de hadas representando en el teatro Saint-Martin por Marie Daubrup.
También es el caso del breve poema Chátimen d ’orgueil, cuya esencia
(como ha demostrado Albert-Marie Schmidt) es una anécdota contada
por dos monjes del siglo XIII, recogida por Michelet. Igualmente, Le
vin de l ’assassin parece inspirarse en una página de Champavert de
Pétrus Borel, y Un voyage a. Cythére en una descripción de Gérard de
Nerval. ( “El punto de partida de esta obra está en unas líneas de
Gérard que convendría encontrar” , escribió Baudelaire en el margen
de un manuscrito.) Le Guignon es el más célebre ejemplo de obra
completamente personal, hecha a base de apropiaciones y casi simple
mente traducida: los dos cuartetos derivan de una estrofa de Long-
fellow, los dos tercetos de otra de Thomas Gray, y el título mismo
(según R. Vivier) sería de Sainte-Beuve. Y, sin embargo, Le Guignon
no merece menos la gloria de una invención poética completa y de
una tan pura combinación de efectos que parece no originada por
ninguno de ambos modelos. Le flambeau vivant responde a otro
tipo de apropiación. De la elegía A Héléne de Poe, no sólo repro
duce algunos versos, sino también el sentido místico, el símbolo y
la imagen, pero la diferencia radica en el colorido interior, solemne
y triunfante en Baudelaire, quejumbroso, casi apagado en Poe; dife
rencia que asegura la originalidad, el empleo insustituible de las dos
formas. La imitación de Virgilio en Le Cygne, de Stace en L ’invi-
tation au voyage, de Esquilo en Obsession, son frágiles marcas que no
permiten remontarse a la obra inspiradora más que como a una
hermosa fuente, rica por lo que de ella se ha derivado.
La abundancia de referencias literarias, si se profundiza en su
estudio, debería revelar las operaciones características del espíritu crea
dor de Baudelaire. Ilustra igualmente el temperamento de una inspi
ración que no pretende negar sus orígenes, ni proclamarse autosufi-
ciente, ni rechazar por impuros el estudio y meditación de formas ya
estructuradas, fuertemente convencionales por lo tanto. Hay que seña
lar que el apresuramiento de Baudelaire en señalar sus apropiaciones,
en definir como plagios a imitaciones tan inocentes como las de Stace
o Esquilo, testimonian una intención también presente en Rimbaud y
en Lautréamont. Los tres poetas han sentido la misma atracción por
el deseo de escandalizar, convirtiendo en gloria un desfallecimiento
moral y estético. Creen que la poesía puede dejar de ser nueva sin por
ello no ser original, que su eficacia, su pureza, su fuerza de origen, no se
rompen necesalÜÉmente por las reminiscencias o por el peso de lo ya
dicho, y que un poeta consigue, a veces, expresarse a sí mismo de un
modo que le pertenece por entero, expresándose como otro. Paradoja
que tiene toda clase de sentidos. También se tiene derecho a ver en
esta actitud un acto de fe en el lenguaje y en la retórica, que saca de lo
que ya ha envejecido un nuevo encanto hecho para durar eternamente.
DIGRESIONES SOBRE LA NOVELA
I. MALLARMÉ Y EL ARTE DE NOVELAR
Las obras de Paul Claudel nunca son menores, ni siquiera las que
el autor califica como fruto mediocre de las circunstancias dejan de
participar de la plenitud de toda una obra en la que Claudel está
por entero. Incluso, llega a ocurrir que aquéllas, de recursos más
sencillos, muestren mejor su entrega, con movimientos de placer
mejor estructurados, a esas grandes voces que resuenan a través de
todo lo que ha escrito. Es agradable perderse en un océano, pero
también lo es el encontrar la inmensidad y la fuerza del agua contem
plando un arroyuelo, como si una ola diese la imagen de la totalidad;
la posibilidad de un abismo va preparando la tempestad en la calma.
L ’Histoire de Tobie et de Sara es una “moraleja” en tres actos,
designación que es una advertencia a la fantasía para que no busque
nada de particular ni en los personajes ni en los hechos. La anécdota
está restringida a un sentido bien determinado, al que debe ilustrar
y por el que es totalmente controlada. Los personajes no tienen la
facultad de ser ellos mismos, obedecen al motivo que los ha engen
drado, que dejan aparecer sin vergüenza alguna por ser explicados
de este modo. Sara, nos dice Claudel al principio, es el alma humana,
y el ciego Tobías es la fe que, en las tinieblas, sabe unir a sus sú
plicas las de un tormento análogo. No hay ninguna intención oculta,
al menos en la medida en que nociones como alma o fe no son encru
cijadas llenas de misterios. El drama está precedido por una larga y
perfecta exégesis, publicada en Les Aventures de Sophie, que ha eli
minado todas las incertidumbres de interpretación, haciéndolo trans
parente; así, todo queda conocido y manifiesto.
En este estudio sobre el libro de Tobías, Claudel interrumpió
bruscamente el relato que estaba realizando, con esa rápida obedien
cia al viento, al impulso, que es la lógica de su coherente itinerario,
haciendo esta observación: ‘Decidido. Renuncio a la forma de re
lato..., no intentaré establecer una continuidad. No quiero cons
truir una novela, ni un drama: me iría mejor la técnica cinematográ
fica.” El drama, reforzado por la música, el cine y la mímica, le ser
virá posteriormente para retomar su abandonado proyecto. Los
mismos medias técnicos, empleados en el colmo del virtuosismo en
Le Soulier de satin, amplían esta breve moreleja desde una perspec
tiva que supone la abolición del espacio y el tiempo. Mientras que,
en un primer plano, la acción dramática corre a cuenta de persona
jes reales, en la pantalla se la representa por medio de una evoca
ción de imágenes que revelan su ilimitado efecto. La mímica expresa
una imitación fuera de las formas codificadas por el habla, tal que
obliga a participar a todo el cuerpo de una manera no estética sino
significativa, en un drama que las palabras no pueden expresar por
entero. La música desempeña el papel de acompañamiento cómico,
de poder de ironía y efusión que habitualmente tiene en los dramas
claudelianos, turbando con sus burlescas contorsiones los aspectos
demasiado fáciles de un canto puro, aunque buscando siempre el
fondo musical del alma, al que solicita y atrae por el irresistible
mandato de su dulzura. “Tiro incansablemente de ti, hilo del alma
-dice Azarías-, saliva, línea de oro, tan larga como un ángel, me
lodía. ¡...Y tú acudes, alma, al arrullo de la flauta, acudes, alma,
con el dedo puesto en la cinta de la nota, como la gama a través del
arpa, virgen vestida de lino!” Música, mímica y cine son las conven
ciones que Paul Claudel parece haber adoptado actualmente, dis
poniendo de sus formas dramáticas con imperiosa seguridad.
El tema de L ’Histoire de Tobie et de Sara se basa únicamente
en dos líneas de la Bjtyljia. “Ambas súplicas —dice el texto sagrado
(la del anciano Tobías, que se había vuelto ciego, y la de Sara, afli
gida por los celos de un demonio)-, fonnuladas al mismo tiempo,
fueron concedidas al mismo tiempo.” Esta simultaneidad, esta- doble
resonancia de dos oraciones, constituye el núcleo de la alegoría. Era
necesario que dos sufrimientos se respondieran, sin conocerse, a través
del desierto y de la diversidad de las desgracias, para hallar mutuo
consuelo. Cuando nos quejamos de algún corazón indiferente, esta
queja busca otra con la cual se comunica misteriosamente, formando
una desdichada comunidad que les ayuda a liberarse. Hay, en la sú
plica más personal, un acto de generosidad que posee un valor voca
tivo, que implica algo más que sí mismo. Dos rayos nocturnos vuelven
a la misma estrella.
Dicho tema, uno de los esenciales de Claudel, establece entré
dos almas separadas las enigmáticas relaciones de una redención que
pasa por lo más oscuro, por lo más profundo. Hacia Sara avanza,
siguiendo un viaje que ignora su objetivo, el joven Tobías, imagen,
reflejo o prolongación del anciano Tobías; al igual que en Le soulier
de satín, doña Prouhéze es el indiscernible cebo que servirá para cap
turar a Rodrigo. Estos viajes, en los que furiosos espíritus intentan ex
tender los continentes, acercan, por medio de una investigación que
no se agota en ellos, tanto como parecen separarlos, a los seres aleja
dos para siempre por pruebas sobrehumanas. Hay que señalar que este
vagabundeo de aventureros por el mundo no es estéril, no significa
en absoluto la huida pascaliana ante el destino, o una diversión a cu
bierto de la angustia, sino la impetuosa posesión del universo por
el espíritu de la inquietud, de la bendición religiosa. “Amigo Dai-
butsu —dice Don Rodrigo, conquistador de las dos Américas y que
ha abierto el canal de Panamá-, no he roto un continente por la
mitad ni atravesado dos mares para convertirme ahora en inmovilidad
y silencio. Lo hice porque soy católico, para que todas las partes de
la humanidad puedan unirse, para que no haya ninguna que se crea
en el derecho de vivir en su herejía separada de las demás, como si
no la necesitasen.” ¿Qué imagen es la que se le revela a Tobías, cuando
se le devuelve la vista, al informe Tobías, en cuyo lugar el joven llevará
a cabo la regeneración, por medio del viaje y la conquista del de
sierto?
Veo
La tierra entera, hasta el mar y más allá del mar
La tierra entera hasta las montañas y más allá de las montañas
Toda la extensión de esta tierra, habitada por los hombres, y
este hálito sin nombre que se eleva de la tierra habitada!
Reivindicación, considerada como el acto santo por excelencia,
de la totalidad de las cosas, de la existencia con todo lo que supone.
La historia de Tobías, tal y como la concibe Claudel, en toda su
pureza alegórica, ignora casi por completo el extraño episodio de
los siete maridos de Sara, asesinados uno a uno por el celoso de
monio, Asmodeo, que acecha en la cámara nupcial. Estos siete ma
ridos, dice Claudel en su exégesis, son los siete dones del Espíritu
Santo despojados de la posesión del alma humana, y sólo los mezcla
en la acción por escenas alusivas que indican un secundario interés.
Su verdadero tema, del que no se deja distraer, es el del drama de
la comunicación, el de una llamada que responde a otra, como el
eco a la voz que lo despierta; este es el libro de Tobías, no la historia
de esas tristes bodas mancilladas en cada ocasión por un incompren
sible asesinato. Al respecto, se puede recordar que Kierkegaard, ima
ginando en Temor y temblor una obra basada en el relato de Tobías,
había convertido a Sara en la heroína principal, al contrario que
Claudel. “Si un poeta leyera esta historia y se inspirara en ella —es
cribe-, apuesto cien contra uno a que pondría todo el interés en el
joven Tobías.” Y añade, acerca de sí mismo: “No, la heroína de este
drama es Sara, a la que quiero acercarme como nunca lo he hecho
a mujer alguna.” Sara, a los ojos de Kierkegaard, representa la supre
ma decepción, el castigo que devasta un alma sin pecado, la fatalidad
que no le permite ni entregarse ni ser libre. Está en la encrucijada por
la que pasa lo demoníaco; el hombre que, condenado a un destino
singular, se encierra en su singularidad, antes que recurrir a la com
pasión de un redentor imita al demonio que le pierde. ¿Qué tiene
la moral que exigirle a una joven como Sara, privada por un infor
tunio del que es inocente, de toda expresión social? ¿Acaso puede
decirle: “ ¿Por qué tu vida no es conforme a la moral colectiva? ¿Por
qué no te casas?” Tampoco a Kierkegaard, cuyo destino era igual
mente la excepción, la moral podía exigirle el ',;ue se casara con Regina
Olsen.
No podría imaginarse mayor distancia entre dos interpretaciones
de un mismo apólogo; incluso limitándose al aspecto literario se ve
que Kierkegaard busca una explicación psicológica, un drama interior
semejante al suyo, que sólo pueda ser imaginado por la representación
personal de un alma. Se trata de tomar un personaje parecido al
del Duque de Gloucester en Ricardo III, que posea, como éste, una
realidad particularmente conmovedora. Para Claudel, por el contrario,
la historia del Antiguo Testamento, como cualquier otra digna de
animar una acción dramática, no puede perderse en las figuraciones
de una psicología cualquiera; debe esbozar, según él, las actitudes
esenciales y monurneiilláles del ser humano, presentando temas en los
que los acontecimientos de nuestra vida privada no son más que su
inconsistente memento; producir, gracia¿ a un acto perfecto, una sig
nificación metafórica, una equivalencia inteligible que, en cada tra
ducción, nos hará captar toda la extensión de un universo religioso. En
el cántico, depurado de cualquier consideración psicológica, pero
unido a la investigación de algunas palabras esenciales, al esclareci
miento de imágenes fundamentales, se forma el drama, yendo más
allá de su intención literaria; se hunde en el suelo puro, desenterrando
el habla auténtica de la que se constituye, como Tobías, en conser
vador. Sustituye la muerte de la exégesis literaria por la animación
nacida del aliento y espíritu poéticos.
¿k sfc ífs
Una de las más herniosas escenas de L ’Histoire de Tobie, digna
de los grandes momentos de la poesía claudeliana, representa á Aiza-»
rías, el arcángel Rafael evocando, en el sueño del joven Tobías (ya
consagrado al. matrimonio) los restos del paraíso terrenal, para que
esos árboles espirituales den cobijo a la pureza del nuevo matrimonio.
El zarzal, la rosa, el olivo, la vid, el sauce, van siendo interpelados,
insinuándose en sus cualidades metafóricas, con el suntuoso aderezo
que les presta un comentario rico en figuras. En estas páginas se capta
la esencia de un arte más apegado a la alegoría que al símbolo, que
estalla en una floración de imágenes emparentadas. El genio poético
de Paul Claudel no obtiene más que en apariencia sus recursos del
símbolo y del mito; sólo por abuso se pretende unirlo a la tradición
simbolista, muy confusa en Francia pese a la escuela que ha recibido
ese calificativo, fundada en persistentes malentendidos. Sin entrar
en explicaciones teóricas, puede recordarse, aunque sea desviarse un
poco del tema, lo que Kierkegaard dice sobre el mito en El concepto
de la angustia: el mito es un escándalo para la razón. Nunca puede
basarse en un sentido definido, ni siquiera ser equiparado con una
determinada serie de sentidos posibles. Al igual que el símbolo, re
chaza toda traducción; no es resumible, interpretable o representable
por medio de otras imágenes. Es único y cerrado sobre sí. No existe
clave de un símbolo o de un mito. ¿Ocurre lo mismo con las im á
genes y metáforas claudelianas? Todo lo contrario; se tiene derecho a
traducirlas, a buscar la marca inteligible, a inmovilizarlas en una signi
ficación empobrecedora pero aproximada, como él mismo ha tradu
cido e interpretado las figuras y parábolas de la Biblia. La profusión
de imágenes con que enriquece su traducción, dándole un extra
ordinario fulgor, no cambia en nada su proyecto de tratar las escenas
de las Escrituras como enigmas comprensibles con los que la investiga
ción lírica realiza un trabajo de explicación y extracción. Como toda
la obra de Paul Claudel, es en sí misma un comentario inspirado en
ese otro escrito que es el universo, y la equivalencia que propone, por
muy ricos que sean sus contornos, debe también ceder a la exigencia
de una exégesis que quiere unirse al verdadero sentido, reencontrando
las metamorfosis complementarias en imágenes surgidas de la unidad.
En su libro Reconnaissances, Jacques Madaule demuestra cómo
esta concepción poética va unida a una concepción del mundo. El
sentimiento de Paul Claudel ante el universo, incluso antes de cual
quier revelación religiosa, siempre ha sido el de una fe en su unidad,
un impulso por captar la completa solidaridad de las cosas entre sí,
una afirmación de su aptitud para estar juntas, y el hombre con ellas,
en una misma existencia conjunta y simultánea. En el tiempo y en
el espacio, sucesivamente y en cada instante, las cosas se equilibran.
“En cada hora de la tierra, están todas las horas a la vez; en cada
estación, todas las estaciones juntas” , y, del mismo modo que el
mundo sólo subsiste gracias al intercambio siempre posible entre las
cosas, una figura sólo existe por una determinada intersección de
todos los objetos que se representan, por su propio lugar y por el de
todos en relación al de cada uno. “Creo que cada cosa sólo subsiste
por sí misma, pero en una relación infinita con todas las demás,” Al
sentimiento del mundo como infinitud solitaria se suma, tras la con
versión, la visión de éste como unidad inteligible, imagen y reflejo
de la unidad divina. Así, cada cosa no está únicamente unida al con
junto, sino que, además, posee una realidad superior a la suya, y es
en sí misma una imagen cuyo sentido es necesario comprender. La
vocación del poeta es la de ser testigo del mundo en su presencia sig
nificativa, acogiéndolo en el lenguaje que descubre la verdad y devol
viendo al Padre que realizó la creación por medio de una verdadera
ofrenda. El poeta, por la exaltación inspiradora, va subiendo cada vez
más, hasta que contempla todas las cosas juntas, las asocia según las
nuevas relaciones de la metáfora y así las descarga de la soledad por
la que escapaban a la unidad fundamental.
Conozco todas las cosas y todas se conocen en mí
Llevo a toda cosa su libertad
Por mí
Ninguna cosa está ya sola, pues la asocio a otra en mi corazón
La riqueza de las imágenes, su borboteo caprichoso, el desorden
de su sucesión están unidos, en Claudel, a la potencia de su genio
metafórico; esta marcha a trompicones es el avance conquistador que
le permite tomar posesión de la verdadera coherencia del mundo.
La rapidez de las comparaciones, la novedad de las analogías, le
hacen sorprender m e jilla consistencia universal, incluso cuando más
alejada se encuentra dél orden habitual. Lo oscuro, por otra parte
lo más profundo, de la obra de Claudel, testimonia la plenitud del
universo, en el que las imágenes más dispares revelan una verdadera
unión. La oscuridad, la irregularidad de las imágenes no debe enga
ñarnos sobre su valor, que es el de ser inteligibles, el de unirse a una
significación a la vez precisa y deslumbrante, circunscrita y difusa, a
la que sensibilidad y espíritu deben perseguir por los jerarquizados
niveles del universo, hasta dar con la fecundidad analógica. La dife
rencia entre el símbolo y esta expresión radica en que la segunda
siempre proporciona un sentido del que la exégesis tiene pleno de
recho a adueñarse; mientras que la persecución del símbolo lleva al
espíritu a un laberinto en el que jamás hallará reposo, donde se unirá
en vano al enigma que estérilmente desea. Sé: comprende el que en
cierta medida el símbolo esté excluido de la visión cristiana del m un
do, dado que supone algo muy diferente de la salvación intelectual
y espiritual. Sin embargo, hay en el cristianismo una tradición, la
agustiniana, y más generalmente la mística, que apela a la expresión
simbólica para traducir la comunicación directa entre Dios y el hom
bre; el símbolo aparece aquí como testigo de algo incomprensible,
salto hacia la trascendencia, unión con lo imposible. Pero, como se
ñala acertadamente el padre Bruckberger, Claudel se separa neta
mente de esta tradición, “no es místico, incluso desconfía de ellos” .
Mientras que el místico se aparta todo lo que puede del mundo para
gozar de Dios, el poeta tiene por misión expresarse en el m undo,
transformarlo en universo consciente de su origen, sustraerlo del
sin sentido de la soledad; es, por excelencia, testigo de las cosas,
de las que se apropia para prepararlas a la santificación.
Yo, que tanto amaba las cosas viriles, ¡oh!, hubiera querido
[verlo todo, poseerlo en propiedad
No solamente con los ojos, o con los sentidos solamente, sino
[con la inteligencia del espíritu
Y conocerlo todo a fin de ser por entero conocido
La alegoría metafórica tiende a considerar la naturaleza visible
como imagen de otra invisible, aunque dicha naturaleza tenga su
propia realidad, no menos importante de afirmar y celebrar, siendo
imagen de sí misma, visible gracias al habla del poeta.
El universo claudeliano conoce su propia profundidad, no ce
diendo a la embriaguez de la oscuridad. Aspira a una unidad esencial
que no le permite extraviarse, que designa en cada momento el rigu
roso orden cuya coherencia no puede ser traicionada por las figuras
más caprichosas o desordenadas. Todas las cosas le proporcionan
posibilidades de combinaciones infinitas que sólo expresan una red
creadora, perfectamente inventariada y precisa. Hasta su caída en
la ininteligibilidad responde a un inequívoco anhelo que asegura su
salvación. Nada le exige al absurdo. El espíritu Sanio, fuera de los
caminos de la retórica y de la lógica, procede siempre por una suce
sión de imágenes asociadas, siempre que la abrupta vehemencia de la
inspiración no venga a interrumpirlo todo, a hacerlo zozobrar. Si se
recuerda que el arte de Paul Claudel, rebelde a todo naufragio verda
dero, instintivamente ajeno a los abismos de los que no se vuelve, no
podría zozobrar realmente, nos apresuraremos a sustraerle de este
juicio para aplicarle el que se refiere a lo que hay de “divino” en
su propio espíritu.
VIII. A PROPOSITO DE “LES NOURRITURES TERRESTRES”
Suele ocurrir que Alain publique un nuevo libro, y que éste sea
una de sus obras anteriores retocada, completada, aclarada incesante
mente por él mismo, método que le es habitual. Otras veces no retoma
un antiguo libro, sino que lo cambia escribiendo otro en que no llega
mucho más lejos sobre el mismo tema; pero le satisface igualmente
porque lo ha removido, dándole una especie de supervivencia. Tales
vueltas, y recurrencias, manifiestan el implacable movimiento que es
la ley de su espíritu. Como él mismo dice, los testimonios no son nada
sin el consentimiento que se les otorga y, aún más, por la fuerza que
hallan en una eficaz aprobación. En el caso contrario, no pasan de ser
un cadáver, y sería necesario un enorme esfuerzo para resucitarlos. Pa
rece que sus libros sean para Alain como los testimonios, que necesite
constantemente de ellos, tomándolos, retomándolos, impidiéndoles
morir. Y cada vez que retoca una obra, la vé renacer tan fresca e ino
cente como la primera vez.
Elémentes de Philosophie está sacada de uno de sus libros más
reputados, publicado durante la guerra con el título Quatre vingt-un
chapitres sur l ’esprit et les passions', dado que en él se tratan de un
modo sencillo multitud de cuestiones, y que permite establecer con
tacto con casi toda la filosofía, se siente al leerlo la tentación de decir
que es el pensamiento de Alain, o al menos su aproximación y exposi
ción. Tal pretexto desearía no verse contradicho. Pero, pese al deseo
de tratarlo como a cualquier otro filósofo, hay que abandonarlo casi
inmediatamente, a la vista de su itinerario, del modo en que va y
viene, de la especie de enigma que representa hasta para los que creen
captarlo con claridad. Y sólo permanece el deseo de saber lo que real-
mente es, sin acordar demasiada importancia a lo que escribe, intere
sándose más por los giros de su pensamiento que por su sentido.
Es fácil de captar, a partir de las primeras impresiones, la serie de
contradicciones de un espíritu. En Alain éstas forman parte de su fuer
za, y explican la amplitud de su influjo. La primera contradicción, o
sea, la que antes salta a la vista, es el rigor de su racionalismo, su afi
ción a los pensamientos claros y, simultáneamente, un cierto afán de
oscuridad, que nunca le abandona. Es ocioso repetir que Alain, dis
cípulo de Descartes, no sólo acepta sus principales ideas, sino que,
como él, rechaza los problemas que presentan objeciones o soluciones;
una de sus fórmulas habituales es: “No dedicaría ni un minuto a un
problema que sólo interesase a los que lo discuten.” Este desprecio,
basado en múltiples razones, le hace a veces desinteresarse demasiado
fácilmente de algunas cuestiones. Uno de los motivos de tal actitud es
que su pensamiento se centra en el objeto, y si éste no existe, aquél
pierde su fundamento; otro de ellos es que tales disputas, vanas, em
brollan el lenguaje, falseándolo y alejándolo para siempre de ese espí
ritu de claridad sin el que se halla perdido. Sin embargo, la claridad no
es en absoluto la principal virtud de Alain. Mucho le falta para ello.
Ateniéndose únicamente a los giros de su estilo, famoso por sus cortes,
caídas, impulsos interrumpidos, etc., sorprende la escasa afición que
revela por el orden, la sencillez y las explicaciones formales. Procede
de modo indirecto, por aproximaciones, por relámpagos. Primero
muestra algo, luego lo oculta. Afirma, después impugna. Parece vigilar
al lector, haciéndole acercarse, atrayéndole por algún halago con ob
jeto de, una vez cogido en la trampa, abandonarlo, reducido a sus
propias fuerzas, perdido ante un brillante secreto.
Las preocupaciones pedagógicas que responden a tal actitud son
claras; es preciso que, cada uno se encuentre, se salve por sí mismo,
que avance por un iqsimino que sólo le conducirá a alguna parte si lo
descubre tras haberse creído extraviado. Tales movimientos del len
guaje significan algo más. En primer li:gar, obviamente puede encon
trarse en ellos los mismos que los de su pensamiento: su manera de
aproximarse a un objeto, de captarlo, superficial, profundamente, no
entreteniéndose demasiado en él, dar un salto, luego, tras un largo
rodeo, volver a la misma idea como para asegurarse que sigue allí
donde la dejó, lo cual no es probable. Estos pasos, encabalgamientos
y rápidos asaltos componen un estilo en absoluto sencillo, lleno de
atajos y escorzos; su lenguaje es a menudo voluntariamente oscuro,
a causa de sus alusiones, que parecen reservadas a un grupo privile
giado de discípulos. Alain se dirige a todos, con frecuencia a los más
humildes, que le preocupan mucho, pero igualmente a unos pocos
que, solos, son capaces de comprender el sentido de una confusión
aparente, evitar el marasmo de problemas y captar al vuelo la rápida
imagen que lo aclara todo. Su racionalismo clásico se une a úna espe
cie de esoterismo que tiende al circulo estrecho y cerrado que los dis
cípulos han trazado en torno al maestro. Pero no hay ninguna doctrina
secreta destinada a cualquier selecto grupo, sino un modo secreto de
acceder a este pensamiento destinado a todos y, de vez en cuando,
aparece la irónica mirada de complicidad que el doctor cruza con sus
discípulos o, lo que viene a ser lo mismo, con su propio espíritu.
Tal oscuridad es uno de los aspectos más atrayentes del pen
samiento de Alain, porque nos descubre la inclinación que ha sentido
siempre por los verdaderos enigmas, los que no nacen de inestables
combinaciones de ideas, sino de la consistencia del hombre. Da la
sensación, por este velo tendido sobre las cosas y sobre sí mismo,
que Alain se complazca en hallar en el hombre algo opaco, expresión
de su fuerza y de su verdad, sobre el que vuelve sin cesar, no consi
guiendo ir mucho más lejos, y sintiendo tal fracaso como el signo de
una profunda y tranquila victoria. “No me complace más que un tipo
de oscuridad, que conozco bien, que no es vacío ni hueco, sino lleno,
y contra la que choco y choco, sin la menor impaciencia por atrave
sarla, por el contrario, tranquilo y convencido de no poder lograrlo.”
En este aspecto se acerca a Descartes, o le imita, recordando que éste
es prácticamente impenetrable y hace pensar que el hombre no lo es
menos; únicamente, mientras que Descartes, como él mismo afirma,
suele ser claro en apariencia y su lenguaje, fiel a las normas, no advier
te de su oscuridad, Alain se basa en su forma, que da a conocer, a
veces excesivamente, que la aproximación más sencilla posible a las
cosas es difícil, que debe reiniciarse siempre y escapa cuando mejor
se cree tenerla sujeta.
La separación entre el racionalismo de Alain, constituido por unas
cuantas ideas claras, y su feliz contacto con la oscuridad, ayuda a en
tender mejor cómo puede ser tan férreamente dogmático y tan ajeno
a cualquier idea de sistema, que es otra de sus singularidades. Pocos
temperamentos parecen tan perentorios, seguros de sí, afirmando con
verdadero orgullo, sin el menor miramiento hacia sus querellantes, la
verdad que ha descubierto. Da la sensación, cuando habla o escribe,
que no hay otro pensamiento más que el suyo, aceptando sólo sus pro
pias contradicciones, e ignorando a las demás, que podrían contra
riarlo. En algún sitio escribe sobre un hombre muy alto, muy educado,
cuyos modales imitaba: “ De él he tomado la costumbre de no dar
nunca explicaciones sobre un rechazo; después comprendí que hacerlo
significa no rechazar nada.” Así es el orgullo del racionalista, cubierto
por la dignidad del “pienso” ; una magnífica ley lo habita y fundamen
ta. Este tono perentorio del que ha hecho una forma de rechazar a la
execrable ralea de los refutadores, a los que llama comerciantes deí
pensamiento, su altivez y vivacidad, el desprecio que parece ser una
actitud desdeñosa hacia las personas, pero que es sobre todo un per
fecto desprecio por las objeciones, este poderoso arte dogmático va
unido a un itinerario de pensamiento totalmente alejado de la certeza
teórica del saber. La preocupación por una doctrina podría descubrirse
en todas sus obras, incluso en las reflexiones más breves, en sus Souve-
nirs de guerre, obra notable por su escasa afectación; y lo mismo po
dría hacerse con todos sus temas, buscando la reordenación de las mis
mas ideas, los mismos principios y, digámoslo para irritarle, de las
mismas tesis. De manera que hay en este mundo de Alain una ausencia
de profundidad y de abismo, una monotonía de intención a menudo
insoportables. Pese a este dogmatismo, a esta unidad de doctrina, sor
prende, atrae, el esfuerzo de un pensamiento que nunca se halla en
reposo, que no vive sobre un corpus de ideas como sobre un tesoro
que se guarda en lugar seguro, que, habiendo descubierto una verdad,
luego otra, y estando seguro de ello, necesita descubrirlas sin cesar,
atacarlas, devolverles la vida, el aliento por medio de un interminable
trabajo. De aquí, la doble impresión que da el mundo en que habita:
una impresión de estrechez sin sueños, sin pasiones, sin abismos; y,
por otro lado, una impresión de inagotable actividad, de fuerza a la
que nada satisface, un dominio cuyos límites no admiten extravío
alguno y, sin embargo, donde no es posible detenerse, como si fuera
necesario renunciar a tenerlos en cuenta. También nace de esto la
ambigua aura de un escritor que inspira un sentimiento de seguridad
por su confianza en sí mismo y su fe en la verdad, y que turba todo
criterio por el riesgo que hace correr a sus propias ideas, marchando
siempre tras ellas, evitándolas para luego reencontrarlas, renunciando
a ellas en nombre de una auténtica adhesión. Dogmático en el sentido
de creerse en posesión de unas verdades, incluso de todas; y alejado
del dogmatismo dado que no cree menos el que todas ellas perecerían
dentro de un sistema, y que lo esencial de la filosofía, como ha dicho,
es el comprender que una idea no se pone en guardia.
Este mundo es lo que es, no un objeto de refutación, sino creado
por un pensamiento que no cesa de superarlo, lo bastante despierto
como para no intentar sustituirlo por otro. Así queda admitido el que
sus verdaderos discípulos le sean finalmente infieles. Hay que tener en
cuenta en Alain, sobre todo, su libertad de espíritu, su inclinación
por la dignidad del juicio, la altanera indiferencia hacia todo lo que es
debilidad en la pasión y amenaza de la inteligencia. En cierto sentido,
el único contenido de su filosofía es su pensamiento en ejercicio. Ne
cesita pensar y repensar, en contacto con la experiencia diaria, los
principios que él mismo distingue. En tanto que principios deposita
dos de una vez para siempre en el lenguaje, no significan más que la
muerte del espíritu al que quisieran revivir; creando una falsa seguri
dad y poniendo puntos de apoyo allí donde significan una pesada
carga; son lo contrario de lo que son. Tampoco deben ser entendidos
fuera de un pensamiento que les da todo su sentido y valor. Es nece
sario que Alain los piense para que sean principios válidos para todos;
desde el momento en que el libro los eterniza despiertan desconfianza
y sospecha. Y si el habla les conviene más, exigen un discurso musita
do, no una recitación. De ahí el carácter de la filosofía de Alain, inse
parable de la enseñanza; de ahí también sus libros, siempre a la busca
de las mismas verdades, que se cree que se repiten cuando en realidad
se remidan y se rehacen, dado que lo verdadero no se repite.
X. DE LA INSOLENCIA CONSIDERADA COMO UNA
DE LAS BELLAS ARTES
SOBRE-LA A N G U S T IA E N E L L E N G U A JE
D IG R E S IO N E S SOBRE L A POESÍA
* I. E l silencio de M a lla r m é ...............................: ..................... 111
II. ¿Es oscura la poesía de Mallarmé? ................................... 119
III. Bergson y el simbolismo ...................................................... 125
IV. La poética ................................................................................ 129
V. Los poetas barrocos del siglo xvn ..................................... 135
VI. Reflexiones sobre la joven poesía ...................................... 141
V II. Poesía involun taria................................................................. 145
V III. Poesía y lenguaje .............. .................................................. 149
IX . Después de Rim baud............................................................... 155
X. León-Paul. Fargue y la creación poética .......................... 161
Pág.
; X I. Situación de Lamartine >. . ... ... ... ... ... ... ... ....... ... 165
X II. Una edición de “ Las floresdel m al” ................................. 169
D IG R E S IO N E S SOBRE L A N O V E L A
I. Mallarmé y el arte de n o v e la r........................................... 177
II. Lautréam ont................................................................ ........ 185
III. El arte de novelar en B a lz a c ................................... . ......... 1.91
IV . La joven novela ... ................................... ......................... 197
V. El enigma de la novela ....................................................... 201
V i. El nacimiento de un m i t o .................................................... 207
V IL Novelas m itológicas.............................................................. 211
V IH . Novela y p o e s ía ........................................................... ... ... 219
IX . Poesía y n o v e la ...................................................................... 225
X. Traducido del silencio .......................................................... 229
X I. La novela “L ’Etranger” ....................................................... 235
X II. E l ángel de lo e x traño......................................................... 241
X III. C ham inadour.......................... ................................................ 247
X IV . Novela y m o r a l..................... ............................................... 255
XV . El secreto de M e lv ille .......................................................... 2.61
X V I. El. monólogo interior ............................................................ 267
X V II. Tiempo y novela .............................................. .................... 271
X V III. Una obra de Ernst Jü n g e r ................................................... 275
D IG R E S IO N E S S IN O R D E N
I. M o lié r e ............................................................................... ... 283
II. Stendhal lejías almas sensibles ... ..................................... 287
III. Goethe y Eckerrnann............................................................ 293
IV. André Gide y G o e th e .......................................................... 297
V. La soledad de P é g u y ......................... .................... ....... 303
V I. La crítica de Albert T hib a u d e t........................................... ......307
V II. Una obra de Paul Claudel ................................................ 311
V III. A propósito de “ Les nourritures terrestres” ... .............. 319
IX . E l pensamiento de Alain ..................................................... 325
X. De la insolencia consideradacomo una de las bellas artes. 331