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MAURICE BLANCHOT

FALSOS PASOS

PRE-TEXTOS
SOBRE LA ANGUSTIA EN EL LENGUAJE
SOBRE LA ANGUSTIA EN EL LENGUAJE

Un escritor que afirma: "Estoy solo”, o, como Rimbaud: “Soy


verdaderamente de ultratumba”, puede considerarse bastante cómico.
Es cómico tomar conciencia de la propia soledad dirigiéndose a un
lector por medios que impiden precisamente estar solo. La palabra
“solo” es tan general como “pan”. Desde que se la pronuncia se hace
patente todo lo que excluye. Raramente se toman en serio estas apo-
rías del lenguaje: basta con que las palabras cumplan su función y
que la literatura siga pareciendo posible. El “Estoy solo” del escri­
tor tiene un claro significado (nadie después de mí) que el empleo
del lenguaje no contradice más que en apariencia.
Si nos detenemos en estas dificultades, corremos el riesgo de
tropezar con algunos escollos. El primero, es que el escritor es sos­
pechoso de mentir, al menos parcialmente. Paul Valéry señala a
Pascal, quien se lamenta de estar abandonado en el mundo: “Una
angustia que escribe bien no está tan consumada como para no haber
conservado algo del naufragio ”, pero una angustia que escribe medio­
cremente merece el mismo reproche. ¿Cómo, si está solo, nos lo con­
fiesa? ¡Vos convoca para alejarnos, piensa en nosotros para persua­
dirnos de que no lo hace, habla el lenguaje de los hombres cuando
ya no hay para él ni lenguaje ni hombres. Asi, se cree fácilmente
que aquél, que debería estar separado de sí mismo por la desespe­
ración, no solamente conserva el pensamiento de otro, sino que se
sirve de esa soledad para crear un efecto que la anule.
¿El escritor sólo es sincero a medias? En el fondo, es una cues­
tión poco importante, y se aprecia inmediatamente el carácter superfi­
cial de este reproche. Tal vez la desolación de Pascal se debe a que
escribe brillantemente. En el horror de su condición, la causa más
hiriente es la capacidad que conserva de hacerse admirar por la ex­
presión de su miseria. Otros sufren porque no expresan completa­
mente lo que sienten, y se afligen por la oscuridad de sus senti­
mientos, creyendo que se sentirían aliviados si tradujeran en las pa­
labras exactas la. confusión en la que se pierden. Pero otros, que
también sufran el malestar de ser, los creerán felices por su desdi­
cha. Ahogado por la libertad espiritual que conserva y que le per­
mite ver cuál es su situación, se siente desgarrado por la armonía
de sus imágenes, por el aire de felicidad que transpira lo que escri­
be, y sufre esta contradicción como la parte abrumadora de la exal­
tación que experimenta, y que consuma su hastío.
El escritor podría no escribir. Cierto. ¿Por qué el hombre, en su
soledad extrema, tiene que escribir: “Estoy solo”, o, como Kierke­
gaard: “Estoy aquí completamente solo”? ¿Qué le obliga a esta
tarea si está en la situación en la que, no conociendo de sí mismo y
de los demás más que una abrumadora ausencia, se convierte en un
ser totalmente pasivo? El hombre, presa del terror y de la desespe­
ración, tal vez actúa como un animal acosado en una habitación.
Es posible que viva privado del pensamiento, que le haría meditar
sobre su desdicha; de la vista, que le permitiría entrever el rostro
de la desgracia; de la voz, por la que podría quejarse. Loco, despro­
visto de sentido, carecería de los órganos necesarios para vivir con
los demás y consigo mismo. Estas imágenes, por naturales que sean,
no son convincentes. La bestia muda aparece como testigo inteli­
gente en tanto que víctima de la soledad. No es necesariamente quien
está solo el que siente la sensación de estarlo: el monstruo de la deso­
lación necesita de la presencia de algún otro para que aquélla tenga
sentido, de algún ytr.p que, por su razón intacta y sus sentidos sanos,
haga momentáneambnte posible la angustia, hasta entonces carente
de poder.
El escritor no es libre de estar solo sin expresar que lo. está. Aun r
que haya alcanzado el destino que mancha de vanidad todo lo que
respecta al acto de escribir, permanece atado al ordenamiento de las
palabras; y es precisamente en el empleo de las expresiones en lo que
coincide plenamente con la nada sin expresión en que se ha conver­
tido. Lo que hace que el lenguaje se destruya en él, hace también
que tenga que servirse del lenguaje; el escritor es como un hemipléjico
que hallara molesta tanto la orden como la prohibición de caminar: se
le ha impuesto el correr sin cesar para que compruebe en cada movi­
miento que está privado de él, y está más paralizado en cuanto que
sus miembros le obedecen. Padece ese horror consistente en deducir,
de sus piernas sanas, de los músculos vigorosos y del ejercicio satis­
factorio, la prueba y la causa de su imposibilidad de moverse. Igual
que la angustia de cualquier hombre supone en un cierto momento
que enloquezca de ser razonable (querría perder la razón, pero justa­
mente la encuentra en esa pérdida en que se degrada), el que escri­
be está avocado a hacerlo a causa del silencio y la privación del lengua­
je que lo amenazan. Mientras no está solo, no siente más que como
una especie de necesidad profesional de placer o de inspiración, las
horas que dedica a buscar y calibrar las palabras; en este caso, se está
engañando cuando habla de una exigencia irresistible. Pero si cae en
la soledad extrema, allí donde desaparecen las consideraciones exter­
nas del público, del arte, del conocimiento, ya no tiene la libertad de
ser otra cosa más que eso que su situación y la infinita repugnancia
que siente querrían absolutamente impedirle ser.
El escritor se halla en la situación cada vez más cómica de no
tener nada que escribir, ni medio alguno para escribirlo, y de estar obli­
gado por una necesidad a escribirlo en todo momento. No tener
nada que decir debe interpretarse en el sentido más sencillo del tér­
mino; sea cual fuera lo que quiere decir, no es nada. El mundo, las
cosas, el saber, no son para él más que señales en el vacío. El mismo
ya se ha reducido a nada. La nada es su materia, y rechaza las formas
por las cuales se le ofrece como algo. Quiere captarla no como una
alusión sino en su propia verdad, la busca no corno el “no”, que no
es en relación a esto o aquello, sino como el “n o” puro y simple.
Por otra parte, no la busca: está al margen de toda investigación; no
puede ser considerada como un fin, no puede ser propuesta como
objetivo a la voluntad aquello que toma posesión de ella, aniqui­
lándola: no es, eso es todo. El “No tengo nada que decir’ del escri­
tor, como del acusado, encierra todo el secreto de su condición soli­
taria.
Lo que hace oscuras estas reflexiones, es que la denominación
“escritor” parece que designa más una ocupación que un estado huma­
no. Un zapatero remendón sumido en la angustia podría reírse de
sí mismo, que se ocupa de que los demás puedan andar, mientras
que él se encuentra preso en una trampa paralizante. Sin embargo,
no se le ocurre describir su angustia como causada por el hecho de
arreglar zapatos. El sentimiento de angustia no está unido más que
accidentalmente a un objeto, y hace surgir precisamente la insigni­
ficancia de ese objeto por el cual el hombre se pierde en una muerte
sin término y se siente torturado. Se puede morir al imaginar perdi­
do cualquier objeto al que se esté unido y, en ese escalofrío mortal
que se experimenta, darse ementa también de que ese objeto no es
nada, no es más que una cosa intercambiable, una ocasión vacía. Cual­
quier cosa puede alimentar la angustia, que es ante todo la indife­
rencia hacia lo que la ha creado, aunque parezca, al mismo tiempo,
atar al hombre a la causa por ella elegida.
A veces, el escritor aparece corno si la angustia fuese inherente
a su función, incluso como si el hecho de escribir profundizara la an­
gustia hasta el punto de unirla a él más que a cualquier otro tipo de
hombre. Llega un momento en que el literato que escribe por fide­
lidad a las palabras lo hace por fidelidad a la angustia: es escritor
porque esta ansiedad fundamental se ha revelado en él, y al mismo
tiempo le ha sido revelada en tanto que escritor. Hasta el punto de
que la angustia parece existir en el mundo sólo a causa de que hay
hombres que han llevado el arte de los signos hasta el lenguaje, y el
cuidado del lenguaje hasta la escritura, que exige una voluntad par­
ticular, una conciencia reflexiva, el uso restringido de las capacidades
discursivas. En este aspecto, el caso de escritor tiene algo de exorbi­
tante e inadmisible. Es cómico y miserable que la angustia, que abre
y cierra el cielo, necesite, para manifestarse, la actividad de un hombre
sentado a una mesa, trazando letras en un papel. En realidad, esto
puede ser chocante, pero de la misma manera que lo es el hecho de
que la soledad del loco tenga como condición necesaria la presencia
de un testigo cuerdo. La existencia del escritor prueba que, en un
mismo individuo, coexisten un ser angustiado y un hombre de sangre
fría, un loco y un cuerdo, y, unido estrechamente a un mudo que ha
perdido todas las palabras, un retórico dueño del discurso. El caso
del escritor es privilegiado, porque representa de igual forma la para­
doja de la angustia. Esta pone en cuestión todas las realidades de
la razón, sus métodos, sus posibilidades, su posibilidad, sus fines y,
sin embargo, le impone el estar ahí; la conmina a ser razón; ya que
ella misma no ser,íp},; posible sino mantuviese en todo su poderío la
facultad a la que hace imposible y aniquila.
La señal de su importancia es que el escritor no tiene nada que
decir. También esto es cómico, pero esta broma presenta oscuras
exigencias: en primer lugar, no es muy corriente el que un hombre
no tenga nada que decir. Puede ocurrir que ese hombre acalle momen­
táneamente todas las palabras que lo expresan, bloqueando el cono­
cimiento discursivo y dejándose llevar por una corriente de silen­
cio, que surge de lo más profundo de su vida interior. En este caso,
no dice nada, porque la facultad de decir se ha interrumpido, y se halla
en un estadio en que las palabras no están en su sitio, nunca han exis­
tido, ni siquiera como una ligera raspadura del silencio; este hombre
está por entero ausente de lo que se dice. Pero la situación del escri­
tor es distinta. Permanece atado al discurso, no escapa de la razón
más que para serle fiel, tiene autoridad sobre el lenguaje, del que
nunca podrá liberarse completamente. Para él, no tener nada que
decir es el caso de alguien que siempre tiene algo que decir. Halla,
en el centro de la charla, la zona del laconismo en que le conviene
permanecer.
Esta situación, ambigüa, está llena de tormentos y no debe con ­
fundirse con la esterilidad, que termina a veces con un artista. De
hecho, es muy distinta, y es justamente por la abundancia y acierto
de las imágenes, por el caudal de bellezas literarias, como el escritor
se ve en la situación de esperar el vacio, que será, en el arte, la respues­
ta a la angustia que ocupa su vida. No solamente no ha roto con las
palabras, sino que le llegan más grandiosas, brillantes y acertadas
que nunca; es capaz de las obras más variadas; se establece una unión
natural entre lo más acertado de su pensamiento y lo más atrayente
de sus escritos; le resulta maravillosamente fácil unir el número y la
lógica: todo su espíritu es lenguaje. He aquí el primer síntoma de que,
si no tiene nada que decir, no es por falta de medios, sino porque
todo lo que puede decir está a disposición de esa nada que la angus­
tia le presenta como su objeto característico entre los objetos en los
que se encarna momentáneamente. Hacia esa nada remontan, cual
fuente que debe secarlas, todas las potencias literarias, que son absor­
bidas menos por un intento de expresarse a través de ellas, que por
una consumación sin objeto ni resultado. Singular fenómeno. El
escritor está llamado, por su angustia, a un real sacrificio de sí mismo.
Es necesario que malgaste, que consuma las fuerzas que le hacen
escritor. Tambén es necesario que este derroche sea verdadero: por
una parte, resignarse a no escribir más; por otra, escribir una obra
donde se encuentren, en forma de efectos, todos los valores que el
espíritu contenía en potencia. Lo que equivale a impedir el sacri­
ficio o a reemplazarlo por un intercambio. Lo que se le exige al escri­
tor es infinitamente más duro; es necesario que sea destruido por un
acto que lo ponga realmente en juego. El ejercicio de su poder le
obliga a inmolar dicho poder. La obra que hace significativa que no
hay obra hecha. En el arte del que se sirve deben aparecer al mismo
tiempo el triunfo total y el fracaso absoluto, la plenitud de los medios
y la irremediable decadencia, la realidad y la nulidad de los resultados.
Cuando alguien realiza una obra, ésta puede estar destinada a
servir a un determinado fin, sea moral, religioso o político, que le es
exterior; en este caso se dice que el arte se ha puesto al servicio de
valores ajenos a él, que se intercambia utilitariamente por realidades
a las que hace aumentar de precio. Pero si el libro no sirve para nada,
aparece como un fenómeno de ruptura, en el conjunto de las relacio­
nes humanas, fundadas en la equivalencia de los valores intercam­
biados, en el principio de que a toda producción de energía debe
corresponder una energía en potencia en cada objeto producido,
capaz de ser reinvertida de una forma u otra en el circuito ininte­
rrumpido de fuerzas. El libro que el arte ha producido, y que no
puede producir ningún otro tipo de valores fuera de los que repre­
senta, parece ser una excepción a dicha ley, que fundamenta el mante­
nimiento de toda existencia. El libro expresa un esfuerzo desintere­
sado; se beneficia, a título de privilegio o de escándalo, de una situa­
ción inestimable; se reduce a si mismo, es el arte por el arte. Sin em­
bargo, y las interminables discusiones sobre el arte por el arte lo
demuestran, la obra artística no es excepción más que en apariencia,
para criterios groseros, de la ley general del intercambio. ¿No sirve
para nada?, se preguntan los críticos. Pero si que sirve para algo,
precisamente porque no sirven para nada. Su utilidad radica en expre­
sar esa parte inútil sin la que no es posible la civilización, o en que
sirve al arte, que es uno de los fines del hombre, o que es un fin en
sí, o la imagen de lo absoluto, etc... Se puede divagar de mil formas
sobre el tema, y siempre en vano, ya que es evidente que la obra
de arte no es un verdadero fenómeno de despilfarro, sino una ven­
tajosa operación de transformación de energía: el autor ha produ­
cido algo más que sí mismo, ha llevado lo recibido a un grado supe­
rior de eficacia. Ha sido creador, y lo que ha creado es una fuente
de valores cuya fecundidad sobrepasa con creces las fuerzas emplea­
das en hacerla surgir.
El escritor, sumido en la angustia, presiente que el arte no es
una transacción ruinosa. Buscando perderse (y perderse en tanto
que escritor), ve cópjp por ello mismo aumenta el crédito de la huma­
nidad y, en conséiüencia, el suyo propio, puesto que sigue siendo
hombre. Proporciona al arte esperanzas y riquezas nuevas, que caen
pesadamente sobre él mismo; transforma en fuerzas consoladoras
las desesperadas órdenes que recibe: salva con la nada. Esta contradic­
ción es de una magnitud tal que no cree que ninguna estrategia pueda
superarlas. Las desgracias tradicionales del artista -vivir pobre y
miserablemente, morir llevando a cabo su obra~ no entran obvia­
mente en sus cálculos sobre el porvenir. La esperanza del nihilista
-escribir una obra, pero una obra destructiva que represente con su
sola presencia una indefinida posibilidad de cosas que ya no serán-
le es igualmente ajena. Capta la intención del primero, que cree
sacrificar su existencia cuando en realidad la está poniendo por
entero al servicio de la obra que debe eternizarle; y el ingenuo
proyecto del segundo que aporta a los hombres, en forma de sacu­
didas limitadas, una perspectiva ilimitada de renovación. Su cami­
no es diferente, obedece a la angustia y ésta le ordena que se pierda,
sin que esta pérdida sea compensada por ningún valor positivo.
“No quiero llegar a ser nada, se dice el escritor. Por el contra­
rio, quiero que eso que soy cuando escribo no dé origen, por el
hecho de escribir, a ninguna forma. Me es indispensable ser un escri­
tor infinitamente menor en su obra que en sí mismo, y conseguirlo
empleando completa y lealmente todos los medios. Deseo que esta
posibilidad de crear, haciéndose creación, no solamente exprese
su propia destrucción asi como la de todo lo que cuestiona, o sea
todo, sino que no la exprese. Para mi, se trata de realizar una obra
que ni siquiera tenga esa realidad que confiere la expresión de la
ausencia de realidad. Todo lo que conserva un poder de expresión
conserva asimismo el máximo valor real, incluso si. lo expresado no
lo tiene; pero ser inexpresivo no resuelve el equivoco que todavía
subyace: lo que en este caso se expresa es la necesidad de no expre­
sar nada. ”
Este monólogo es ficticio, ya que el escritor no puede plantearse
como proyecto, en forma de plan ultimado y coherente, aquello
que se le exige, en tanto que opuesto a todo proyecto en la más
oscura y vacia de las sujeciones. O, más exactamente, su angustia
aumenta con esta exigencia que le obliga prolongar por medio de
una tarea metódica el problema del que no puede darse cuenta más
que por una desorganización completa de sí mismo. Su voluntad,
en tanto que poder práctico de ordenar lo que es posible, deviene
así mismo angustia. Su recta razón, siempre capaz de responderse en
un discurso, es, por lo clara y discursiva, igual a la impenetrable lo­
cura que lo reduce al silencio. La lógica se identifica con la desdicha
y el espanto de la conciencia. De todos modos, esta sustitución no
puede ser más que momentánea. Si la norma es obedecer a la angus­
tia, y ésta no acepta más que aquello susceptible de acrecentarla, es
momentáneamente soportable el intentar llevarla a un plano extremo
porque este esfuerzo la llevará a un punto álgido de malestar, que no
puede durar demasiado: rápidamente la razón actuante impone su
ley, la solidez; angustiada hasta ese momento, hace ahora de la angus­
tia una razón. Cambia la búsqueda ansiosa por una oportunidad de
olvido y reposo. Antes de esta usurpación, incluso cuando aún no se
ha producido, sólo a causa de la amenaza que deja entrever la apli­
cación desconfiada del espíritu de realización, todo trabajo se hace
imposible. La angustia exige el abandono de lo que puede debilitarla
aún más. Lo exige, pero este abandono (que significaba el fracaso
del acuerdo desea por su dificultad intrínseca) la acrecienta de un
modo extremo; la angustia aumenta en tal manera que, liberada de
sus medios y habiendo perdido contacto con las contradicciones que
la sofocaban, tiende a una extraña satisfacción. Seduciéndose, no se
ve más que a sí misma, mirada que se nubla y sentimiento que se
descompone; con su insuficiencia se constituye una especie de sufi­
ciencia; el movimiento desgarrador, que ella misma es, la lleva hacia
una ruptura definitiva: va a perderse en la corriente, que la llevará
a perderlo todo. Pero, en este nuevo extremo, es la misma especie
de angustia en embriaguez en que va a convertirse la que la rechaza
hacia el exterior. Con acrecentada torpeza, vuelve a la traducción
lógica que le hace sentir -de modo razonable, o sea, carente de atrac­
tivos- las contrariedades que la reinstalan sin cesar en el presente.
La realización prueba suerte de nuevo, aún más sombría, será más
en tanto que más violentamente tentada, y aún más deseada a causa
del recuerdo del fracaso, que la presenta como amenaza de un nuevo
fracaso. Provisionalmente, el trabajo es posible dentro de la imposi­
bilidad que lo entorpece, hasta que dicha posibilidad se da como
real, destruyendo la parte de imposible que era su condición.
El escritor no puede liberarse de realizar su proyecto, ya que
la intensidad de su angustia está unida al hecho de que ésta no puede
liberarse de una realización metódica. Pero el escritor sufre la tenta­
ción de proyectos singulares; por ejemplo, escribir un libro en el que
el empleo de todas sus fuerzas significativas se reabsorba en lo insig­
nificante. ( ¿Lo insignificante escapa a la inteligibilidad objetiva? Las
páginas formadas por una serie discontinua de palabras, las palabras,
que no suponen lengua alguna, siempre pueden, a falta de un senti­
do asignable, producir por concordancia, o no concordancia de los
sonidos, un efecto que represente la razón.) O bien se propone una
obra de la que esté"excluida la hipótesis de un lector. (Lautréamont
tuvo, al parecer, este sueño. ¿Cómo no ser leído? Querría arreglar
el libro siguiendo el modelo de una casa abierta a los visitantes, pero
en la que, una vez dentro, no solamente sería necesario perderse, sino
también caer en una pérfida trampa, dejar de ser lo que se es, morir.
¿Acaso el escritor no destruye su obra desde el momento en que la
escribe? Ocurre, pero es un subterfugio infantil, nada se hace tanto
como el que la estructura de la obra no haga imposible el lector, y
en primer lugar ese lector que es el escritor mismo. Se llega a imagi­
nar un libro al que, hombre por un lado e insecto por otro, el autor
no tuviera acceso más que escribiéndolo; que le hiciera sucumbir
en tanto que poder de leer sin hacerlo desaparecer como razón que
escribe que le privase de la visión, de la memoria y de la compren­
sión de aquello que había compuesto con todas sus fuerzas y toda
su alma.) E incluso, piensa una obra tan ajena a su angustia que
fuese eco de ella a causa del silencio que guardaría. (Pero el incóg­
nito nunca es total: cualquier frase intrascendente es una confesión
de la desesperación que hay en el fondo del lenguaje.)
Estos artificios deben a su carácter pueril la seriedad con la
que son sopesados y puestos a punto. La puerilidad anticipa su fra­
caso al atribuirse una manera de ser demasiado inconsistente como
para que el éxito o su no consecución la sancionen. Es este el punto
común de dichas tentativas: el buscar una solución total a una situa­
ción tal que semejante solución arruinaría y convertiría en su con­
traria. No es preciso que fracasen, pero tampoco deben triunfar;
igualmente, no es necesario que equilibren, dentro de un orden deli­
berado, el éxito y el fracaso, dejando a la ambigüedad la responsa­
bilidad de una decisión. Todos los proyectos que hemos nombrado
pueden, efectivamente, retomarse en el equivoco, y no son conce­
bibles más que en el seno de una intencionalidad de múltiples aspec­
tos. La pérdida de significación que el escritor exige a un texto ca­
rente de inteligibilidad la recibe incluso del texto más sensato, si
éste ostenta su carácter de evidencia como un desafio a la compren­
sión inmediata. Si añade esta oscuridad suplementaria es porque
se duda sobre el no-sentido de ese sentido, porque la razón, bur­
lándose de si misma en los prestigios que le son habituales, no muere
en el juego sino a causa de que se niega obstinadamente a jugar. Es
tal la ambigüedad/que no es posible interpretarla ni como razón ni
como desvarío. ¿Tal vez la página absurda, a fuerza de ser sensata,
lo es verdaderamente? ¿O acaso no tien sentido alguno? ¿Cómo deci­
dirlo? Su carácter va unido a un cambio de perspectiva, y nada hay
en ella que permita fijarla bajo un criterio definitivo. (Siempre puede
decirse que su sentido es el admitir las dos interpretaciones, el adqui­
rir vida ora en el buen sentido ora en el no-sentido, y que de esta
manera pueda ser determinada como indeterminación entre ambos
posibles. Pero esto traiciona su estructura, pues no se ha dicho que su
verdad sea tanto esto como aquello; por el contrario, es posible que
sea únicamente esto o aquello: la estructura misma exige imperiosa
mente la elección, añadiendo a la indeterminación en la que se quiefé
captarla la pretensión de estar absolutamente determinada por uno
de los dos términos entre los que oscila.)
Sin embargo, la ambigüedad no es solución para el escritor angus­
tiado. No puede ser pensada como una solución. Desde el momento
en que forma parte de un proyecto y aparece como expresión de un
cálculo, vierde la multiplicidad que constituye su naturaleza y queda
fijada bajo el aspecto de un artificio cuya complejidad exterior es redu­
cida constantemente por la intención de la que nació. Puede leer un
poema a dos, tres, o a ningún nivel de significación, pero no vacilo so­
bre el sentido de esas significaciones varias, y la única solución que en­
cuentro es el enigma; allí donde el enigma se muestra como tal, la solu­
ción se desvanece, no siendo enigma más que en el caso de que no
exista en sí misma, cuando se oculta tan profundamente que desapa­
rece en aquello que hace que su naturaleza misma sea ese ocultarse.
El escritor, sumido en la angustia, la reencuentra como enigma, pero
no puede valerse de él para obedecerla; no puede creer que escribiendo
de incógnito, utilizando seudónimos, haciéndose pasar por un desco­
nocido, se aclare con la soledad, soledad que tiene que aprehender
en el acto mismo de escribir; enigma en si mismo, carece de los me­
dios necesarios. Enigma en tanto que escritor que debe escribir y no
escribir, ser fiel por medio del enigma a su naturaleza enigmática.
Se conoce a sí mismo como tormento, pero éste no se limita a un
sentimiento particular, no es ni tristeza ni alegría, ni tampoco el
conocimiento resentido de lo incognoscible que lo fundamenta, tor­
mento que con todo se justifica y de todo se desembaraza, que se
une a cualquier objeto y se libra, por medio de cualquiera de ellos,
de la ausencia de objeto. Tormento que se cree captar en el estre­
mecimiento que une la muerte al sentimiento de existir, pero que
hace risible a ésta por comparación con el vacio que aquél crea,
vacio que no sólo no puede ser eludido, sino que exige que se le sufra
y se le desee, haciendo que el liberarse de él constituya un tormen­
to aún peor, intensificado por aquello que lo alivia. Decir sobre ese
tormento: le obedezco abandonando mi pensamiento escrito a la
oscilación, expresándolo como una cifra, o sea, representándolo como
carente de interés para mi, salvo en el misterio en el que aparece.
Sin embargo, no ló¡\i'onozco mucho más como misterioso que como
familiar, como clave de un mundo sin clave ni como respuesta a la
ausencia de pregunta. Si me entrega al enigma, a la vez se niega a
unirme a él; si me desgarra por medio de la evidencia, es precisamente
al desgarrarme. Está ahí, de eso estoy seguro, pero permanece en la
oscuridad, y no puede mantener esta certeza más que en el hundi­
miento de todas las condiciones necesarias a ella, y, en primer lugar,
en el hundimiento de lo que soy cuando estoy seguro de que está ahí.
Si la ambigüedad es para el hombre angustiado el modo esencial
de su revelación, habría que creer que la angustia tiene algo que reve­
larle, pero que él no lo puede captar, que lo pone ante un objeto del
que no siente más que la vertiginosa ausencia, que le anuncia, por el
fracaso y por el hecho, que el fracaso no hace concluir nada, una posi­
bilidad suprema a la cual, en tanto que hombre, debe renunciar, pero
de la que al menos puede comprender su sentido y autenticidad en
la existencia de la angustia. La ambigüedad supone un secreto que
sin duda se expresa desvaneciéndose, pero que se deja vislumbrar, en
el desvanecimiento mismo, como verdad posible. Existe un más allá
donde, tal vez si lo alcanzara, no me alcanzaría más que a mí mismo,
aunque tenga también un sentido exterior a mí y que, incluso, no
tiene otro sentido que el estar fuera de mí. La ambigüedad es el len­
guaje empleado por un mensajero que querría enseñarme lo que no
puedo aprender y que, completando sus enseñanzas, me advirtiera
que no estoy aprendiendo nada de lo que me enseña. Semejante
creencia, equívoca, no está ausente en ciertos momentos de la angus­
tia. Pero la angustia no puede hacer otra cosa que desgarrar todo lo
que aún conserva de positivo; la transforma en un aplastante peso
que, sin embargo, es nulo. Hace de esta boca que habla, que habla
hábilmente a causa de la confusión de las lenguas, del silencio, de
la verdad, de la mentira, el órgano condenado a hablar apasionada­
mente para no decir nada. Aunque conserve su ambigüedad, la angus­
tia la priva de su misión. De esa lectura de contrasentidos que man­
tiene al espíritu en vilo, con la esperanza de una verdad incognoscible,
no deja más que el laberinto de múltiples sentidos en el que el espíritu
continúa su búsqueda sin la esperanza de una verdad posible.
La angustia no tiene nada que revelar y es, en sí misma, indife­
rente a su propia revelación. El hecho de ser revelada, o no, no le
causa preocupación alguna; arrastrando al que se le une hacia una ma­
nera de ser en la que la exigencia de decirse está superada. Kierke­
gaard ha hecho de lo demoniaco una de las formas más profundas de
la angustia, y precisamente lo demoníaco se niega a comunicar con
lo exterior, no quiere hacerse patente; si lo quisiera, no podría ha­
cerlo; se halla confinado en lo que lo hace inexpresable, angustiado
tanto por la soledad como por el temor de que esa soledad pueda ser
rota. Pero, para Kierkegaard, el espíritu debe revelarse y la angustia
se debe al hecho de que, al ser imposible toda comunicación directa,
el encerrarse en la más aislada de las interioridades aparece como el
único camino auténtico hacia el otro camino, que no tiene salida
más que si se impone como carente de ella. Sin embargo, la angustia,
por más que pese sobre el individuo que aplasta, y haga pedazos lo
que tiene en común con los hombres, no se detiene en esta tragedia
de la mutilación y, contra la individualidad misma, contra la furiosa
aspiración, desgarrada y desgarradora, de no ser más que si misma,
se dedica a hacerla salir del refugio en el que vivir es vivir secues­
trado. La angustia no permite estar solo al solitario. Lo priva de los
medios de relacionarse con otro, volviéndolo más ajeno a su reali­
dad de hombre que si se hubiera convertido en gusano; pero así,
despojado y listo para sumirse en su monstruosa particularidad, lo
lanza fuera de sí y, con un. nuevo tormento que siente como una
sofocante irradiacción, lo confunde con lo que no es, haciendo de
su soledad una expresión de su combinación, y de ésta el aspecto
en que se ha traducido su soledad; y de esta sinonimia, una nueva
razón para estar angustiado que se añade a la angustia.
El escritor no escribe para expresar la preocupación, que es su
norma. Escribe sin objeto, en un acto que posee, sin embargo, todas
las categorías de una composición pensada y cuya preocupación exige,
en todo momento, la realización. No busca expresar su yo angustiado,
tampoco ese yo perdido para él; no sabe qué hacer de esa ansiedad que
quiere manifestarse, como si al hacerlo soñara que se libera; no es su
portavoz ni el de una verdad inaccesible contenida en ella; obedece a
una exigencia, y la respuesta que hace pública no tiene nada que ver
con dicha exigencia. ¿Hay en la angustia un vértigo que le impide el
ser comunicada? En cierto sentido, sí, dado que aparece como inson­
dable; el hombre no puede expresar cuál es su tormento, se le escapa;
cree que no podrá decir lo que es, y se dice a sí mismo: jamás podré
traducir exactamente este sufrimiento. Pero esto ocurre porque piensa
que hay algo que traducir, se representa su situación bajo el modelo
de las demás situaciones humanas, quiere formular el contenido, per­
sigue la significación. En realidad, la angustia no tiene un trasfondo
misterioso, está toda ella en la evidencia que hace sentir que está ahí,
es enteramente revelada cuando se dice; me siento angustiado. Podrán
escribirse volúmenes enteros para decir lo que no es, podrá describírsela
bajo sus aspectos psicológicos más notables, relacionarla con las nocio­
nes metafísicas fundamentales; nada habrá en todo este fárrago que ya
no estuviera en las¡;p¡alabras “me siento angustiado ”. Y estas palabras
mismas significan que no hay otra cosa que la angustia.
¿Por qué la angustia siente repvgnancia a ser llamada a la exte­
rioridad? Se encuentra tanto dentro como fuera. El hombre a quien se
de descubre (lo cual no quiere decir que le haya descubierto el fondo
de su naturaleza, dado que no lo tiene), a quien ha captado profun­
damente, se muestra bajo las diversas expresiones con las que le atrae;
ni se muestra con complacencia ni se oculta con escrúpulos; no está
celoso de su intimidad, ni rehúye ni busca lo que pueda romperla.
No puede dar ni a su soledad ni a su unión una importancia defini­
tiva; angustiado cuando se niega, más angustiado aún cuando se entre­
ga, siente que está unido a una exigencia que no puede alterar el sí o
el no de la realidad. Hay que decir del escritor, que capta lo parado-
jico de su tarea en la pasión siempre oculta que siempre quiere des­
velar, que realiza su tortura, que hace algo que se plantea como obje­
to a representar, sin duda inaccesible, pero análogo a todos los objetos
que el arte tiene como misión el expresar. ¿Por qué la desgracia de
su condición es la necesidad de representar dicha condición, con la
secuela de, si consigue representarla, su desgracia se transformará
en alegría, su destino realizado? No es el escritor de su desgracia,
y ésta no se debe a que sea escritor; pero, ante la necesidad, de escri­
bir, ya no puede evadirla desde el momento en que la sufre como tarea
irrealizable cualquiera que sea su forma; y, sin embargo, posible en la
imposibilidad.
No tengo nada que decir de la angustia, y no es para que la expre­
se por lo que me acecha en cuanto me dejo llevar por el silencio. Pero
la angustia hace que no tenga nada que decir sobre nada, y no me ace­
cha menos cuando quiero dar a mi tarea un fin que la justifique. Pero
no me está permitido el escribir cualquier cosa. El sentimiento de inu­
tilidad de lo que hago se une a ese otro de que nada es importante. ;
No es el resultado de una orden que me dijese: todo está permitido,
haz lo que quieras, lo que hace que me halle ante la decadencia de
todo, sino como el limite a una situación tal que, de todo lo que me
importa, hace el equivalente de cualquier cosa, y me niega esa nimie­
dad cuando precisamente ya no tiene importancia para mi. Puedo
jugarme mi destino a los dados siempre que, jugándolo como azar
exterior a mi, lo considere en tanto que destino al que estoy absoluta­
mente unido, pero si los dados están ahí para transformar en capricho
la fatalidad demasiado pesada que ya no puedo desear, me convierto
en jugador interesado, que, por su mismo interés, hace imposible el
juego (ya no es un juego). De igual forma, el escritor, si quiere echar
a suerte lo que ha escrito, sólo puede hacerlo a condición de que seme­
jante tarea implique la misma exigencia de reflexión, la misma investi­
gación del lenguaje, el mismo esfuerzo pesado e inútil que entraña
el acto de escribir. Para él, echar a suerte es escribir, escribir haciendo
de su espíritu y del empleo de sus dotes el equivalente del puro azar.
Siempre será más duro para el hombre utilizar rigurosamente su
razón, adhiriéndose a. ella como a una conjunción de acontecimientos
fortuitos, que doblegarla a una imitación de efectos azarosos. Es relati­
vamente sencillo elaborar un texto con unas cuantas palabras tomadas
al azar; es más difícil componer ese texto sintiendo su necesidad. Pero
es extremadamente incómodo el producir la obra más consciente y
equilibrada posible, intentando asimilar en cada momento las fuerzas
conscientes que la producen en un verdadero juego del capricho. En
este sentido, las reglas que definen el arte de escribir, las restricciones
que se imponen, las formas fijas que lo transforman en un sistema
necesario, irremontables obstáculos al golpe de dados, son para el
escritor tanto más importantes en cuanto que hacen aún más exte­
nuante el acto de conciencia por el cual debe identificarse con una
ausencia de reglas la razón que observa dichas reglas, El escritor que se
desembaraza de los preceptos para reintegrarse al azar no responde a
la exigencia que le ordena el no experimentarlo más que bajo la forma
de un espíritu sometido a los preceptos; intenta liberarse de su inte­
ligencia creadora percibida como suerte, entregándose directamente a
la suerte. Invoca a los dados del inconsciente, porque no puede jugar
a ellos con plena consciencia. Limita el azar al azar. De ahí su búsque­
da de textos destrozados por la aventura y sus tentativas de componer
sirviéndose de la negligencia; así le parece estar más cerca de su pasión
nocturna. Pero se debe a que, para él, en la noche aún está el día, y
tiene que traicionarse, por fidelidad a las normas de la claridad, en
nombre de aquello que carece de rostro y de ley.
La aceptación de las reglas hasta tal extremo conlleva el que, una
vez borradas y convertidas en costumbre, apenas conservan algo de
su aspecto restrictivo y tienen la espontaneidad de lo fortuito. Gene­
ralmente. darse al lenguaje es abandonarse; dejarse llevar por un meca­
nismo que asume toda la responsabilidad del acto de escribir. La au­
téntica escritura automática es la forma habitual de escritura, la que
ha hecho constituirse en automatismos los esfuerzos deliberados y los
borrones del espíritu. Opuesta a la escritura automática, existe la vo­
luntad angustiada de transformar en iniciativas conscientes los dones
del azar, y más claramente, la preocupación de investirse de la cons­
ciencia favorable a las normas, o que las inventa como un poder seme­
jante al del azar. El instinto que nos mueve, bajo el imperio de la an­
gustia, a salimos de las normas, si no es una huida de la angustia, pro­
viene de la necesMad de buscarlas como normas verdaderas, como
coherencia exigente y no en tanto que hábito y medio de una tradi­
cional comodidad. Intento imponerme una ley nueva, y no la busco
porque sea nueva o sea mía —este pensamiento de novedad o de ori­
ginalidad, en mi situación, sería irrisorio—, sino porque su novedad
es la garantía de que realmente es una Ley para mí, que será capaz
de imponerse con un rigor del que tengo conciencia, y que hace aún
más importante el pensamiento de que no tiene más sentido que un
golpe de dados.
Las palabras dan la impresión, a quien las escribe, de ser dicta­
das por el uso, y las recibe con malestar de hallar en ellas una enor­
me reserva de lugares comunes y efectos manidos -construidos sin
que su capacidad haya tomado parte en ello-. Este malestar puede
llevarle a rechazar por completo las palabras del lenguaje cotidiano, a
interrumpir la voz familiar que escucha con negligencia, menos absor­
to en lo que escribe bajo su influencia que por los gestos e indica­
ciones del croupier en la mesa de juego. Entonces le parece necesa­
rio ocuparse de las palabras por su cuenta, e inmolándolas de sus
capacidades serviles (más exactamente en su aptitud"Se estar a sil
serivicio), de reencontrar, en su rebelión, el poder del él ha de ser
dueño. El ideal de “las palabras en libertad” no tiene por objeto se­
parar a las palabras de toda norma, sino liberarlas de aquellas que
ya no se sufren para someterlas a una ley que realmente se siente.
Hay tentativas de hacer del acto de escribir la causa de una tempestad
del orden y de un paroxismo de conciencia mucho más angustiosas a
causa de que esta conciencia de una norma sin fallos es también con­
ciencia de un fallo absoluto del orden. Desde esta perspectiva se hace
patente que el inventar normas nuevas no es mucho más legitimo que
el reinventar las antiguas; por el contrario, es más difícil devolver al
uso su valor de restricción, despertar en el lenguaje ordinario el orden
desaparecido, imbuirse de la costumbre al mismo nivel que de la re­
flexión. Dar un sentido más puro a las palabras de la tribu puede
consistir en darles un sentido nuevo, pero también en devolverles su
primitivo sentido, ofrecerles el sentido que tienen, resucitándolas
tales como nunca han dejado de ser.
Cuando leo, el lenguaje, ya sea lógico o musical (no discursivo),
me hace participar de un sentido común que, al no estar directamente
unido a lo que soy, se interpone entre la angustia y yo. Pero, si escri­
bo, soy yo quien une el sentido común al lenguaje y, mediante este
acto de significación, llevo mis fuerzas a su nivel máximo de efica­
cia. que es el de dar un sentido. Todo en mi espíritu busca ser co­
nexión necesaria y valor puesto a prueba; todo, en la memoria, recuer­
do de un lenguaje aún no inventado e invención de un lenguaje que se
recuerda; a cada operación corresponde un sentido y al conjunto de
ellas ese otro que carece de un sentido diferente para cada, una de las
operaciones, las palabras tienen un sentido en tanto que sustituto de
una idea, pero igualmente en tanto que combinación de sonidos y
que realidad física; las imágenes se significan como imágenes y los
pensamientos afirman la doble necesidad que les asocia a determi­
nadas expresiones y los hace pensamientos de otros pensamientos.
En este caso, puede decirse que todo lo escrito tiene para el autor
el máximo sentido posible, aunque también dicho sentido está aso­
ciado al azar, que es el no-sentido. Naturalmente, como la concien­
cia estética no es consciente más que de una parte de lo que hace,
el esfuerzo por alcanzar la necesidad absoluta y, por medio de ella,
la vanidad absoluta es vano en si mismo. Incapaz de llegar a un resul­
tado, es esta imposibilidad misma de llegar a término (en la que se
sentiría como si no hubiera llegado a resultado alguno), la que cons­
tantemente lo hace posible. El esfuerzo conserva algo de sentido a
causa de que nunca recibe todo su sentido, angustiándose porque
no puede ser pura angustia. La obra maestra desconocida deja siem­
pre entrever en un rincón el extremo de un pie delicioso, que impi­
de a la obra el estar terminada, y también impide al pintor exclamar,
con el mayor sentimiento de calma, ante la nada de su tela: “Nada,
nada. Finalmente, no hay nada. ”
I. liL “ DIARIO” DE KIERKEGAARD

El Diario de Kierkegaard, como toda su obra, está dominado por


las dos figuras que la meditación de este extraordinario espíritu nunca
ha abandonado: la de su padre, anciano cuya religión se centraba en
el lejano recuerdo de un doble pecado, y la de su prometida, Regina
Olsen, con la cual rompió misteriosamente tras un año de noviazgo.
En torno a estas dos imágenes, su pensamiento no cesa de buscarse a
sí mismo, deduciendo un mundo, réplica trágica del verdadero uni­
verso ininteligible.
En el Diario se hallan, en un movimiento de suma flexibilidad, no
solamente sus reflexiones teóricas y los temas de artículos y de obras,
sino también los pensamientos más cercanos a él mismo, las palabras
que sólo él oía, esa extraña mirada por la cual se veía en su total enig­
ma; mezcla de gran riqueza (la edición completa de los Papeles, publi­
cada en Copenhague, constará de una veintena de volúmenes), íntima
combinación, aparentemente fortuita, de filosofía, teología, poesía,
confidencias, ensoñaciones, invenciones dialécticas. Su pensamiento
más abstracto aparece como fundido con su persona; la idea, lejos de
sufrir los avatares de la vida, encuentra en el Diario su esencia y condi­
ciones; los hechos de una existencia pobre en acontecimientos exterio­
res se continúan en desarrollo interiores de una extraordinaria fecun­
didad. El Diario, por esta variedad esencial, es el espejo de toda la obra
de Kierkegaard e incluso su símbolo en el caso de que sea cierto que el
fondo de su meditación sea la búsqueda de una idea que fuese a) mis­
mo tiempo existencia de otra idea que, verdadera para él, diera un sen­
tido a todo lo que era y hacía. El Diario, que no es un diario íntimo
como el de Amiel, ya que las reflexiones sobre su vida no ocupan un
lugar importante y raramente derivan en anotaciones psicológicas} es,
sin embargo, el testimonio más íntimo que pueda concebirse del nú-
cleo de un espíritu. Crea la ilusión de poder descubrir el itinerario
ideal que permitiese observar un pensamiento precediéndolo.
Con puntos de contacto con toda Ja obra de Kierkegaard, el Dia­
rio plantea innumerables problemas a los que ni siquiera intenta acer­
carse. Pero hay uno que destaca y del que señala algunos elementos:
el de la comunicación, que adquiere en el una significación particular.
Aquí aparece una primera expresión de la paradoja que hace que sus
obras, su pensamiento, estén constituidos por peripecias autobiográfi­
cas y parezcan destinados a revelar su vida; pero que, al mismo tiempo,
esta vida continuamente revelada de un modo indirecto en sus escritos,
que la expresan en forma de los más elevados problemas, aparezca esen­
cialmente como no pudiendo ser revelada en su verdad ni en su profundo
drama. Sin dejar, en cierta medida, de hablar de sí mismo y de re­
flexionar sobre los acontecimientos de su existencia, Kierkegaard se
impone como norma no decir nada importante, y basa su grandeza en
el mantenimiento del secreto. Se explica y se oculta. Se descubre y
se defiende. Se descubre atrayendo a los espíritus mediante una auten­
tica seducción, para ponerlos en contacto con la sustancia de sus tinie­
blas y negarles aquello que les explicaría todo.
Se sabe que el tema del secreto es esencial en la vida y en la obra
de Kierkegaard. Las relaciones que le unían a su padre, a su prometida,
hasta la ruptura, permanecen envueltas en el misterio. Pero, por enci­
ma, uri misterio aún más importante se vislumbra, no incognoscible
por su profundidad ni oscuro por la ignorancia absoluta en la que lo
habría mantenido, sino oculto en una evidente ambigüedad que per­
mite decir mucho y nó saber nada.
El mismo ha deseado este enigma: “Después de mí, escribe en el
Diario, no se hallará en mis Papeles (este es mi consuelo) ni una sola
aclaración sobre lo que, en el fondo, ha llenado mi vida; no se hallará
el trasfondo de eseijtexto que todo lo explica. A menudo, eso que el
mundo considera nimiedades, constituyen para mí acontecimientos de
suma importancia...” También: “Sobn lo que constituye total y esen­
cialmente, del modo más íntimo, mi existencia no puedo hablar.”
Poco después afirma, como si el secreto no fuese tanto lo que se guar­
da como el hecho de guardarlo, como si conservar algo para sí supu­
siera el conservarse íntegro: “Todos los que saben callarse llegan a ser
hijos de los dioses, pues es callándose como nace la conciencia de
nuestro origen divino. Los charlatanes nunca serán más que hombres.
Pero, cuántos saben callarse. Cuántos disciernen solamente lo que sig­
nifica callarse.”
Se puede intentar la interpretación de muchos de sus actos y de
su forma de ser viendo en lo anterior uno de los aspectos del problema
de la comunicación, de esa necesidad suya de romper el silencio y,
pese a ello, de preservar el fondo de sí mismo, de guardar a cualquier
precio sus secretos y de ser sincero hasta el fin. La historia de su no­
viazgo es, de alguna manera, la historia de sus esfuerzos por reempla­
zar relaciones inauténticas, basadas ert una exigencia moral, por rela­
ciones más profundas basadas en el secreto. ¿Por qué rompió su no­
viazgo? ¿Por qué la comunicación habitual, por medio del matrimo­
nio, no fue posible?: A causa del secreto, ya que esta comunicación
amenazaba el tesoro de la soledad. “Si hubiese tenido que explicarme,
escribe en el Diario, tendría que haberla iniciado en cosas aterrado­
ras.” Al contrario, por la ruptura, interponiendo entre su prometida
y él una distancia insalvable, imagen de la trascendencia, tiende a esta­
blecer relaciones esenciales. No solamente continúa dirigiéndose a ella
en sus libros, que le dedica indirectamente, sino que le propone, en
esos rfiismos libros que, a la vez son una tentativa de explicarse ante
ella y de hacer confusa la explicación, la vía al término de la cual se
lo habrá dicho todo sin revelarle nada. Si sus escritos falsean a veces el
hombre que verdaderamente es, transformándolo en un seductor
infiel; y si también dejan traslucir las razones profundamente religiosas
que le inclinaron a la ruptura, es para que su prometida pueda triunfar
sobre la ambigüedad y, en el secreto mismo rio desvelado, comuni­
carse con él. No hay comunicación más que si lo dicho aparece como
signo de lo que debe ocultarse. La revelación se lujya enteramente en
la imposibilidad de tal revelación. -"C.
La teoría del incógnito, la preocupación que le llevó a publicar
bajo seudónimo sus primeros libros; la necesidad de hacer hablar, bajo
un nombre que no fuese el suyo, a todos los personajes que estaban en
él o detrás de los que se ocultaba, son hechos relacionados con el pro­
blema de la comunicación. Siempre sintió la necesidad de afirmar que
sus escritos no le expresaban totalmente. “El incógnito, es mi elemen­
to, declara, y en él radica la estimulante inconmensurabilidad en la
que me muevo.” Incluso su Diario es intencionalmente arruinado en
tanto que testimonio verídico. “La imaginación se ha introducido con
frecuencia en las notas personales de mis Diarios de 1848 y 1849. Es
inevitable para un hombre tanjDoéticamente fértil como yo. Surge por
sí solo, desde el momenM'én'íque'^ojo la pluma.” Así mismo, hay que
buscar la esencia de siádialéctica, método de expresión indirecta,
en la creencia de que no hay comunicación directa posible. “ La imper­
fección de todo lo humano, dice, radica en el hecho de que el deseo
sólo alcanza su objeto por mediación de su contrario.” Aunque tam­
bién puede aducirse que no se expresa verdaderamente algo más que
revelándolo como una oscilación equívoca que permita ver, no lo posi-
tivo, sino lo negativo, y que borre la comunicación al mismo tiempo
que la enriquece, dada la diversidad de formas bajo las que se lleva a
cabo. En Kierkegaard todo es dialéctico, ya que la única manera de
decir la verdad sin revelarla es perseguirla como si no pudiera ser al­
canzada, en un esfuerzo que no admite ni consumación ni descanso.
En tanto que poeta de lo religioso ( “Soy el reflector poético del
elemento cristiano”) que no podía convertirse en testigo de la verdad,
Kierkegaard choca con el problema mismo de la comunicación; no sin­
tiéndose con las fuerzas necesarias para ser cristiano y apóstol, pensó
que su vocación, si bien no le convertía en “extraordinario” , podía
conducirle a imaginarlo. Tal es el papel del poeta, ocuparse en el plano
de la imaginación del ideal religioso en lugar de intentar realizarlo en
su existencia. Así, existe para los secretos más profundos una forma de
comunicación que es la del poeta, forma autentica, indudablemente,
pero marcada por el hecho de ser comunicación de lo que no es en
sí mismo. “El hecho de que sea poeta, afirma, es la expresión de que
no me identifico con el ideal.” Revela idéntica situación cuando escri­
be en el Diario-, “Parece que mi destino sea exponer la verdad, arrui­
nando al mismo tiempo toda mi posible autoridad.” Exponer la ver­
dad, o sea, darla a conocer hasta lo más profundo, pero a condición
de desechar los medios que permitirían que fuese en serio; revelar lo
verdadero y fundar dicha revelación únicamente sobre sí, en una rela­
ción llena de peligros en la que los otros, ante ese desacreditado tes­
tigo, corren el riesgo de perderse y no tienen posibilidad alguna de
salvación más que si se vuelven hacia su propia interioridad para asimi­
lar el mensaje en la más profunda soledad. Tal es la vocación que se
reconoce Kierkegaard, vocación que expresa el tormento del hombre
que, encerrado en sí mismo, quiere anunciar a los otros su secreto y
no puede hacerlo más que aboliéndolo.
En un determihiaüo momento de su vida, Kierkegaard se planteó
si su testimonio no podría ser profundizado y despertar, por vías más
directas, el interés de los hombres; en e.íta época piensa una obrita que
llevase por título “ ¿Tiene derecho un hombre a dejarse matar por la
verdad?” , en la que sus ataques al diario “El Corsario” hacen estallar
su oposición al mundo, en el que piensa provocar un enorme escán­
dalo al separarse del obispo Mynster. El martirio le parece un medio
supremo de comunicación: “Cuando la sociedad castiga mortalmente
a un hombre se vuelve atenta y reflexiva.” Los hombres hacen hablar
al ser que persiguen en la muerte que le dan; y no se debe a que dicho
ser sea capaz de morir por su ideal o porque demuestre que el ideal
sobrevive a la muerte lo que convierte al perseguido en testigo; se debe
a que los perseguidores, al atacarlo, establecen en él una relación com-
pletsa de interioridad entre ideal y existencia. Puede afirmarse que con-
tíibi^eirT'TunSar ese ideal y que lo establecen, por medio de esa
muerte, en el mundo: gracias a ellos, el ideal lo es. En este sentido, el
martirio es un medio de comunicación tal que no es el perseguido,
sino el perseguidor el que desea romper el secreto, el que busca el
testimonio, el que sorprende la verdad. El perseguido es un hombre si­
lencioso, “blindado” , y su silencio de hombre vivo es tal que los otros
creen que su silencio de muerto será infinitamente menor, que será,
comparativamente toda una revelación. El mártir es un hombre que
ha llevado su silencio lo bastante lejos como para permanecer silen ­
cioso incluso en la comunicación. “Para ese mártir lleno de humil­
dad, dice Kierkegaard refiriéndose a san Pablo, los hombres, simple­
mente, no existen.”
Sin embargo, Kierkegaard acaba por rechazar este pensamiento,
“Si verdaderamente he tenido la idea de dar este paso: ser condenado
a muerte, debo arrepentirme.” A lo largo de su vida, estuvo disociado
entre las exigencias del secreto y la necesidad de romper este encierro.
En 1848 escribe: “Ya no estoy encerrado en mí, el candado se ha
roto, es preciso que hable” , pero poco después afirma: “No, no, mi
silencio, mi secreto, no se dejan romper.” En el lecho de muerte se
le pregunta si tiene algún mensaje para sus amigos: “No” , y añade:
“Yo era la excepción.” No podemos precisar el sentido que tuvo para
su vida y pensamiento esta profunda repugnancia a comunicar: contra
Hegel, afirmó enérgicamente que había en toda alma algo que no
podía hacerse público, un^flisten^ que la constituía en su realidad
trágica y que no podía ser penetrado. Tuvo la profunda convicción
de que el paladín de la fe era el aislamiento absoluto de que no podía
hablar a los demás ni a sí mismo, que su vida era como un libro se­
cuestrado por la divinidad. Finalmente, tuvo también la convicción,
para sí, el que en cierto modo no tenía fe, de que su reino no era ni
el silencio ni la palabra; y sintió profundamente que todo espíritu
necesita una máscara, que ninguna comunicación directa es válida,
porque la verdad del ser corresponde a una ambigüedad fundamental.
Sobre el silencio que envuelve toda su obra, por el que ésta se plantea
como enigma y exige a los demás que a su vez se conviertan en enig­
mas, sólo pueden citarse las palabras de Chestov que cita Jean Walil
en sus notables “Estudios kierkegaardianos” : “Tal vez porque Kierke­
gaard (como en el cuento de Andersen) había escondido su guisante
bajo ochenta colchones, éste creció y alcanzó grandiosas proporcio­
nes, no solamente a los ojos de Kierkegaard, sino también a los de sus
lejanos descendientes. Si se lo hubiera enseñado abiertamente a todo
el mundo, nadie lo habría mirado.”
II. MAESTRO ECKHART

El hecho de que hayan aparecido en breve plazo dos importantes


traducciones de las obras del Maestro Eckhart no parece ser una casua­
lidad. Hay que buscar las razones de este interés en la curiosidad, bas­
tante grosera a menudo, que experimenta nuestra época por todo
movimiento místico y, aún más, en el parentesco entre los grandes
temas de la mística eckhartiana y algunas tendencias del pensamiento
actual. Esta semejanza no es el efecto de un juego histórico superfi­
cial. Parece que haya en la experiencia del maestro turingiano, tal
como se nos presenta en sus obras, una profundidad que plantea de
manera concreta justamente los problemas que son nuestro objeto. Si
bien hay que desconfiar de las analogías que se establecen a la ligera
entre tal místico y tal poeta, e incluso entre un movimiento místico e
investigaciones filosóficas proseguidas seis siglos después, no hay moti­
vos para descuidar las relaciones que no se deben a consideraciones
externas y que son experimentadas como signo de una auténtica co­
munidad .de espíritu.
¿Quién es el Maestro Eckhart? Aunque conocemos más o menos
su carrera a grandes rasgos, ignoramos lo esencial de su verdadera
vida, dado que nada sabemos de la profunda experiencia de la que su
doctrina no es sino el fruto especulativo. Aparece claramente en sus
principales escritos el hecho de que la exigencia mística domina ente­
ramente su pensamiento, el cual testimonia una experiencia espiri­
tual de una plenitud y riqueza sumas. Pero esta evidencia no está con­
firmada por ninguna confidencia directa; los textos expresan una ver­
dad que no ha podido ser captada más que en lo íntimo de un conoci­
miento experimental, pero evitan cualquier alusión a esta aventura
concreta. Pocas obras religiosas dedican, en lo referente a la vida de la
fe, tanta atención a la experiencia mística, experiencia que atañe al
Yo en lo más intimo sin estar, al mismo tiempo, sujeta a la descrip­
ción psicológica e histórica de ese Yo en su ascenso hacia la Unidad
perfecta. La más personal de las sensaciones da lugar a razonamientos
en los que no aparecen ni la acción ni la autoridad subjetiva de la per­
sona.
Este carácter afecta a otro que determina uno de los aspectos de
la mística eckbartiana: poniendo por encima de cualquier otra la exi­
gencia mística, el Maestro Eckhart se niega a romper con el método
especulativo; por el contrario, pretende servirse de sus posibilidades
intelectuales para traducir y, en un cierto sentido, fundamentar la
unión completa del alma con Dios. A la vez que concibe con absoluto
rigor las condiciones de esta deificación, apartando corno osbtáculos
no sólo el empleo de nuestras facultades finitas, sino incluso el apego
a un contenido suprarracional de las creencias, mantiene hasta sus últi­
mas consecuencias el ejercicio de la razón en el estudio de una realidad
que se confunde con la nada. Por una parte, no hay tregua hasta que
todo lo que existe haya desaparecido, hasta que el hundimiento de la
lógica, de la moral, de Dios —en tanto que unido a las criaturas.- no
hayan preparado la vuelta al abismo, la fusión en el seno de la divini­
dad; por otra, en ningún momento confiesa la impotencia intelectual,
sirviéndose audazmente del conocimiento especulativo y negándose
a sustituir las evocaciones y efusiones sentimentales por el manejo de
un instrumento racional preciso. Pero esto no es una inconsecuencia;
por el contrario, es significativo el que Eckhart, paralelamente a una
intuición que le lleva al corazón del no-saber, haciéndole sentir como
único digno de ser vivido un estado que exige la muerte del hombre,
la del espíritu e incluso la de Dios, se sujete a un empleo riguroso del
pensamiento y haga llegar por medio de la razón su propio aniquila­
miento. Esta ambición, que pretende unir el movimiento ininterrum­
pido del pensamiento finito a la aprehensión de un infinito al que no
corresponde categoría alguna del pensamiento, es la marca de la dia­
léctica.-
Maurice de Gandillac señala que Eckhart es muy poco dialéctico,
lo cual es cierto si se entiende por dialéctica un progreso ordenado
que culmina en un sistema. Pero, desde otra perspectiva, es compren­
sible que Bernard Groethuysen haya escrito que al despojar a su pensa­
miento de su carácter dialéctico, los adversarios de Eckhart lo inmovi­
lizaron. Pues la línea general de este pensamiento tiende, en torno a
la experiencia de unión que no puede marcar más que su fracaso, me­
diante una profundización incesante, a cuestionar constantemente su
avance, precisamente .lájaue. le permite avanzar. En este sentido, la
doctrina del despojaniiento es una auténtica protesta concreta por la
que a cada etapa de la áscesis corresponde otra que la niega, hacién­
dola irrisoria. El alma debe morir para sí misma en tanto que esencia
creada paia hallarse como esencia increada en el arquetipo eterno;
debe-iá@Tj3omo'TséncS"'Üti;íe'aÜa para escapar a la multiplicidad en
la que está como el Hijo en igualdad con el Padre y entrar en la natu­
raleza divina primitiva. Debe morir para todas las actividades divinas
que se la atribuyen a esta naturaleza primitiva para alcanzar la Exis­
tencia .absoluta y, despojada no solamente de sí mísmá, sino también
‘del Hijo, del Padre, de todo lo teológicamente formulable, descubrir
el Fondo, el Lecho, el Arroyo, la Fuente donde “Dios” mismo ha
desaparecido.
Este movimiento, que transforma cada afirmación en una nega­
ción más rica, que va a lo negativo a través de lo positivo y no se de­
tiene más que en la afirmación de una negación absoluta..sólo es posi-
-He-por la paradoja. El pSñsámieñtoí USEcKKar! necesita pára'süfisistir
de las convicciones apasionadas de la paradoja; es dialéctico y para­
dójico, dialéctico porque nunca puede detenerse en una afirmación,
paradójico en la medida en que se basa en una afirmación que se con­
tradice. Incluso los contornos de la paradoja, o sea, de una propo­
sición que envuelve lo incomprensible, le son necesarios. Cuando de­
clara: “Si digo que Dios es bueno, no es cierto; yo soy bueno, Dios
no lo es; voy más lejos aún: soy mejor que Dios” , o: “Debes amar a
Dios de un modo no espiritual” , también: “El Dios del que se puede
decir que es bondad, sabiduría, verdad, es tan insuficiente para la
razón como una piedra o un árbol” , “Si yo no existiese, Dios tam­
poco existiría” , “ Es más necesario al alma el perder a Dios que el
perder a la criatura” , “A causa de Dios, un hombre humilde se halla
en el infierno; Dios estaría obligado a ir a recogerlo, y el infierno
sería para él como un reino de los ciclos” , Eckhart no recurre a una
forma violenta porque su pensamiento exija esta violencia, estén
o no íntimamente unidos, sino que escoge conscientemente la
forma más basta de escándalo para que el pensamiento no pueda
recibirla más que en un estado de tensión, que le priva de su sosiego,
desgarrándolo y preparándolo para el silencio. Eckhart se da plena
cuenta de que si tiene derecho a servirse del entendimiento para trans­
cribir una experiencia ante la que el pensamiento se disloca, es al
precio de hacerle desempeñar el papel de contradecirse sin ser absor­
bido por la.contradicción,. Como Kierkegaard, diría de buen grado que
el único empleo posible de la razón es expresar los valores de la creen­
cia en el lenguaje de la imposibilidad, razonar ásperamente, rigurosa­
mente sobre lo imposible. Una fórmula como la que ha hecho clási­
ca: “no puede verse más que por la ceguera, conocer por el no-conoci-
rriiento, comprender por la sinrazón”, tiene en primer lugar un sentido
metodológico; se trata siempre de traducir la experiencia más inme­
diata en el movimiento de la dialéctica.
En cuanto a lo que significa esta experiencia, sólo cabe el extra­
vío al interpretarla. La búsqueda de lo incondicionado condujo a
Eckhart hacia el interior más oculto y profundo del alma humana;
afirma que hay en esta alma una potencia, una chispa y algo más, un
fondo secreto en el que Dios se halla eternamente presente, no como
Persona o como Esencia, sino corno Unidad absoluta. Allí, en ese
abismo, en ese desierto al que alude por angustiosas imágenes (“Hay
algo en el alma que sobrepasa la esencia creada. Es un país extraño,
un desierto demasiado innombrable como para que se le nombre,
demasiado desconocido como para que se le conozca”), el interior del
alma coincide absolutamente con el interior de la divinidad; la más
secreta interioridad se abre sobre e! Otro; el Yo, profundizándose más
allá de cualquier determinación, se confunde con el Tú divino en una
unión que rompe las estructuras propias del sujeto y del objeto. Esta
experiencia es propiamente la del hecho de ser. Dios, aprehendido
como idéntico al alma en la que se revela, está por encima de la sustan­
cia y no se da en ningún caso como objeto que habría que recibir en
tanto que tal; él también es pura interioridad, existencia absoluta­
mente concreta, alma humana abierta a su existencia incondicionada.
Hay que añadir que esta experiencia, que parece suprimir la trascen­
dencia divina puesto que afirma la completa unidad del alma en su
fondo y de Dios en su fondo, es en realidad la experiencia de la tras­
cendencia. El salto se realiza en el alma misma, cavando el abismo que
ningún pensamiento, ningún acto, podrán franquear. ¿Qué hay en
el hombre? Nfilhca podrá saberse. ( “Lo que es el alma en su trasfon-
do, no lo sabe nadie” , dice Eckhart.) El hombre no puede más que
chocar con el misterio increado del interior de sí mismo. Como lo
Uno puro y simple, es incapaz de revelarse, y esta impotencia que
no está únicamente ligada a su condición finita, sino que es unidad
en sí misma, es precisamente su mayor potencia, por la cual le es
dado alcanzar lo extremo de su verdad.
Maurice de Gandillac señala que muchas de las afirmaciones de
Eckhart recuerdan los temas más frecuentes de la filosofía contem­
poránea. Los comentarios anteriores descubren, efectivamente, que
un pensamiento que utiliza el discurso para la revelación de aquello
que está al margen de todo discurso, que extrae de la paradoja los
medios para su avance y que desemboca en una realidad en la que
en la intensidad de la inmanencia se capta la trascendencia absoluta, es
sumamente cercano al de Kierkegaard y Jaspers. Sólo queda por se­
ñalar que esta experiencia, destinada a romper al hombre para con­
vertirlo en Dios, orientada sin compromiso hacia lo imposible y,
consecuentemente, amenazada en todq momento por el fracaso, no
está coloreada exteriormente por la angustia, que marca el pensa­
miento de un Kierkegaard o que se añade a la filosofía de un Jaspers.
Por el contrario, una especie de triunfo se desprende de este ascenso
a través de la nada y de la desesperación; una noble y magnánima
confiarla prevalece sobre los tormentos de la noche, sin doblegarse
a nadaT se expande en el más perfecto desapego. ¿Qué es el desapego?,
se pregunta Eckhart, respondiendo: “El apego perfecto desconoce
cualquier mirada sobre la criatura, cualquier genuflexión, cualquier
orgullo en el porte, no quiere estar ni por encima ni por debajo de
los demás, sólo desea descansar sobre sí mismo, sin preocuparse del
amor o del sufrimiento de nadie.” Desde la perspectiva de este desa­
pego, el fracaso se convierte en victoria y la caída en movimiento de
ascenso, ya que las nociones de salvación, esperanza y beatitud no
cuentan para la mirada de la experiencia suprema de la fe, que está
por encima de toda medida y de todo fin.
III. LA UNION DEL CIELO Y DEL INFIERNO

Las breves páginas de La unión del cielo y del infierno de Wi-


lliam Blake sori las más apropiadas para ocuparnos del gran escri­
tor místico ingles. Poco oscurecidas por las tinieblas alegóricas, que
ensombrecen a menudo sus otras obras, llevan más lejos la visión
de las regiones espirituales en las que ejercía su poder. Imaginación
moral e imaginación poética se equilibran en la febril tensión de su
doble exigencia. Los proverbios son figuras y las visiones, desga­
rradas por el relámpago, se abren sobre pensamientos legibles. No
hay ni sobrecarga moral ni ceguera profética. Todo cuanto se ve,
se oye y se toca hasta lo más hondo.
Es sabido que William Blake, ignorado en su época, descono­
cido en las siguientes, se ha revelado en cierto modo en la nuestra.
Como artista y escritor, y sobre todo como visionario medio com­
prometido en un extraño empeño místico, se ha encontrado súbi­
tamente en estrecha armonía con algunos espíritus del siglo XX.
Accesible en Francia gracias a los trabajos de Pierre Berger, atrajo
sobre su rostro fieles miradas, y sus obras han ofrecido a muchos
de los que se han reconocido en ellas el espejo de lo imposible. Poco
antes de la guerra, la revista Messages, en un número especial, reva-
lorizó “la turbadora actualidad de Blake” , precisando sus relacio­
nes con algunos escritores actuales. En realidad, esta actualidad no es
lo esencial en un espíritu que no se reconocía más que en la soledad
y la negación. Le acompañe o no la historia, pertenece al lugar que
su imaginación y su fe le habían descubierto, lejos de cualquier gloria
y esperanzas colectivas.
La unión del cielo y del infierno da una imágen de la singula-
rielad del genio poético de Blake y de su pensamiento, ambos basa­
dos en una violenta preocupación por los contrarios. Su imagina­
ción es una rara mezcla de potente visión y fuerza constructiva; ve,
y con lo que ha visto construye un conjunto que puede ser deno­
minado sistema. Va más allá de las apariencias, y organiza las formas
que descubre en torno a tendencias morales que él mismo domina.
Es evidente, pero su visión se sitúa en un bosque de transposiciones,
donde abre los caminos y traza las figuras de acuerdo con el plan
que ha establecido. Este doble camino de su imaginación, simultánea­
mente instintiva y teórica, capacidad para ver y hacer, suprema pasivi­
dad y querencia mágica, proporciona a sus obras una equívoca oscila­
ción, despojándolas de su equilibrio; pues ocurre a menudo que este
espíritu, que ve y que concibe, se abandone excesiva a una u otra ten­
dencia. Ora las escenas que nos ofrece son meras descripciones, libe­
radas de toda significación directa, fascinantes imágenes que han roto:
el palacio de espejos donde quería encerrarlas como fragmentos de un
majestuoso conjunto. Ora pensamientos y aforismos dejan ver su
movimiento sistemático, rechazando las visiones bajo las que preten­
día ocultarlos. O los símbolos, destinados a una composición orde­
nada, rompen el plan cuya grandiosa unidad tenían que animar y, lle­
vados por su propia potencia, ebrios de una irresistible vida, se desa­
rrollan en la fiebre de sus metamorfosis, despreocupados del sentido,
imponiendo un mundo que es un magnífico caos de alegorías.
Las dos formas de su genio poético explica el que se haya visto
en Blake el poeta más ajeno a toda expresión voluntaria, el escritor
más convencido del poder creador de la imaginación. “A Blake espe­
rando de los Eternos las aladas palabras que le dictaban, se le podría
oponer Novalis, para el que cada palabra es una fórmula mágica” , afir­
ma Jean Lescure. “ La teoría de la imaginación de Blake, con otro
acento, dice ¡feían Wahl, es la misma que la de Novalis.” En realidad,
esta oposición se encuentra en el espíritu de Blake, consciente de sus
dotes ambigüas. (“Hay en mí une doble visión” , escribe.) En la medida
en que el poeta cree ser el oráculo de las palabras superiores que reci­
ta, es heraldo de fuerzas prodigiosas capaces de transfigurar el mundo.
Su pasividad es presagio de la más elevada acción. Recibe los medios
de destruir y de construir. Vibra a la llamada creadora. Es eco y voz,
visión y sistema. Lleva en sí lo necesario para ser la boca consciente en
la que se forma el lenguaje de lo absoluto. “Tal es el aliento del todo­
poderoso” , dice Blake en Jerusalén, tales son las palabras del hombre
al hombre en las grandes guerras de la eternidad, en el furor de la
inspiración poética, para construir el asombroso universo por la crea­
ción de las formas mentales. La imaginación humana es la visión y el
gocé divino” . Y, en La unión del cielo y del infierno, pone en boca
de Ezequiel, “Los de Israel enseñamos que el genio poético era el prin-
cipio inicial, y que los demás se derivaban de él,”
La dualidad presente en la imaginación de Blake, y que se con­
vierte en maniqueísmo en su pensamiento, se expresa por medio de
fórmulas que La unión nos presenta en su más pura expresión: “El
bien (al menos lo que las religiones llaman bien) es el pasivo que se
somete a la razón. El mal es lo activo que se nutre de la energía,La
energía es la única vida, procede del cuerpo. La razón es el límite
del dominio de la energía. La energía es el eterno deleite.” Lo que
primero sorprende en estas reflexiones es el hecho de que Blake
toma partido por el diablo, hallando en el infierno la llama del deseo,
la oportunidad de exceso, todas las potencias de la vida que condu­
cen al hombre a ser más de lo que puede. Burdamente, puede enten­
derse esta preferencia como protesta contra el racionalismo del
siglo XVIII, un llamamiento revolucionario al derrocamiento de las
leyes de una religión puritana para devolver al hombre, empobre­
cido por el sensualismo, sus sombras y abismos. Pero el pensamiento
de Blake no es únicamente esta apología del deseo que ilumina sus
proverbios infernales; es también la unión violenta, ajena a todo com­
promiso, en el acercamiento que se asemeja más a un combate que a
una reconciliación, en la unión del cielo y del infierno, William Blake
concibió una forma de síntesis que lo convierte en el adversario anti­
cipado de Hegel y en modelo de Kierkegaard y Nietzsche. Quiere unir
en sí la contradicción, no para resolverla o superarla, sino para mante­
nerla en su tensión constan le. Acepta el infierno y el cielo porque
ambos representan valorés necesarios, pero también porque se comba­
ten; los asocia como elementos de una Jucha eterna, fermentos de una
relación que nada puede estabilizar, resortes de un contraste irredu*
ciblc; esa unión sólo tiene sentido en la medida en que es impensable
unidad e imposible divorcio. “Sin contrarios, no hay progreso. Atrac­
ción y repulsión, razón y energía, amor y odio son necesarios a la
existencia humana.” “ Una parte del ser es prolífica, la otra devora-
dora, ésta cree que tiene encadenada a la prolífica : pero no es cierto:
sólo domina algunas partes de la existencia y se imagina que la posee
entera. Pero la parte prolífica dejaría de serlo si la devoradora, como
el mar, no absorbiese el exceso de sus delicias... Hay y habrá siempre
sobre la tierra estas dos clases de hombres, y siempre serán enemigas;
intentar el reconciliarlas equivale a esforzarse por destruir la existen­
cia”. De igual modo, para Nietzsche sólo hay nobleza en la apasio­
nada negativa a elegir, en el trágico esfuerzo por mantener las contra­
dicciones. Y, afirma Kierkegaard, hay que pensar en algo, y, simul­
táneamente, en lo más opuesto a ese algo; pensar al mismo tiempo los
puntos extremos de la oposición y unirlos en la existencia,
William Blake no es solamente el representante de un pensa­
miento que, desde finales del siglo XVIII, propone un cambio de valo­
res, un llamamiento a las fuerzas demoníacas, una orgullosa conjun­
ción de poderes opuestos. Esta rebelión no da entera cuenta del
hombre, que, al margen de toda comunidad, al no encontrar en las
formas religiosas de su época el sentido de su destino, se lanzó a una
trágica aventura espiritual de la que no podemos calcular los peli­
gros y que nos sigue siendo desconocida. ¿Intentó Blake una expe­
riencia mística de la que sus visiones serían un lejano reflejo? ¿Al­
canzó la unidad profunda de las cosas en forma de una desgarradora
luz, capaz de transformarlo y de explicar su rebelión? ¿O tal vez
sólo tuvo ambiciones espirituales, uniendo por la fuerza de la poesía
las imágenes que invocaban, con el sello de la verdad, su pasión y su
deseo? Sí, a los cuatro años, vio a Dios en su ventana, ¿fue en tanto
que genio poético, precozmente llamado a romper las apariencias va-
nales, o acaso su visión respondía a un sobresalto más profundo, a
la adivinación de otra esencia? El mismo no da más que respuestas eva­
sivas. ¿Dónde ve sus visiones?, se le preguntó, “Aquí” , y se golpéala
frente. En La unión del cielo y del infierno, Isaías declara: “Cierta­
mente, 110 he visto ni oído Dios alguno por medio de la limitada per­
cepción de mis órganos, pero mis sentidos descubrieron lo infinito en
cada cosa.” En torno a su persona, al igual que en su obra, hay un res­
plandor enigmático, una especie de poder escapado de la noche y que
expresa algo más que un sueño carente de existencia; se trasluce el es­
fuerzo de un ser que, antes de franquear los límites necesarios, abre los
ojos sobre el mundo, en el que sólo ha podido herirse, desgarrarse en
el corazón de la,contemplación.
Lo que deílífiere a La unión del cielo y del infierno un carácter
de inolvidable autenticidad es que esta presencia misteriosa se traduce
en imágenes nunca gratuitas y ei, reflexiones que rompen sus contor­
nos abstractos. La “memorable visión” en 1a. que Blake; conducido por
un ángel, ve el lugar que le está reservado entre las llamas eternas, y,
convencido de la impostura, transporta el espíritu a otro lugar donde
se descubre a sí mismo en forma de paisaje. Igualmente, los célebres
proverbios del infierno, que reclaman para el hombre la nueva digni­
dad de un destino lleno de riesgos, avocado al deseo y a la locura;
máximas en las que nada está oculto: (El camino del exceso lleva alpa-
lacio de la Sabiduría / Exuberancia es Belleza / No podrás saber cuánto
es bastante hasta que no hayas conocido cuánto es más que bastante /
/ Si el loco perseverara en su locura, reencontraría la Sabiduría / Si
otros no hubiesen estado locos nosotros tendríamos que estarlo /M ás
vale ahogar a un niño en la cuna que acunar deseos insatisfechos.) Estos
pensamientos, que podrían no ser nada más que los rasgos de una
moral transformada, se separan de su estricta significación convir­
tiéndose en figuras de un mundo que la vista intenta en vano repre­
sentarse. Tal es en un arte simbólico la metamorfosis más completa.
La idea se hace universo y la imagen pensamiento del abismo. La
flecha que abre la noche es, en último término, una abstracción.
IV. ACERCA DEL PENSAMIENTO HINDU

Al leer algunos estudios consagrados al hinduismo (incluso el


número especial de Cahiers du Sud, Mensaje actual de la India),
sorprende la facilidad con la que se establecen puntos de con­
tacto entre las formas más elevadas de la espiritualidad hindú y lecto­
res en absoluto preparados en esta materia. Parece, al seguir esas expli­
caciones tan claras, que el lenguaje transmite con toda facilidad los
complicados secretos que justamente sólo pueden conocerse cuando el
lenguaje estalla; se tiene la sensación de que no sólo no hay grandes
dificultades de traducción entre el sánscrito y las lenguas occidentales,
y de que conceptos que ya pierden una parte de su significado, cuando
son expresados en el vocabulario original, pueden ser traducidos sin
más daños a lenguas verdaderamente extranjeras, sino también que las
más elevadas experiencias místicas son comunicables siempre, y con la
más sorprendente facilidad a cualquier lector reflexivo. Se observa
una falta de prudencia de la que escritores alejados de toda ligereza no
han visto todos los inconvenientes; su deseo de atraer la atención de
los espíritus hacia el pensamiento hindú les ha hecho desatender las
dificultades que aquéllos encontrarían para acceder a dicho pensa­
miento; han enseñado imágenes claras de lo que en realidad es oscuro,
o, más exactamente, de lo que no tiene sentido ni en la luz ni en las
tinieblas.
Benjamín Fondane mantiene que no es posible sentirse desorien­
tado y perdido en la filosofía hindú más que si se ignora también el
alma de la filosofía occidental, sus corrientes místicas y sus desgarra­
doras exigencias. Pero esto apenas desplaza el problema. Ante Eckhart,
san Juan de la Cruz o incluso Kierkegaard, es natural y necesario que
el lector tenga la sensación do incomodidad, de perder pie; no tanto
de experimentar un vivo interés en la inteligencia y en el corazón,
sino el sentir una preocupación, la de su pensamiento paradójicamente
dañado y la de su ser sacado fuera de sus cauces habituales. No se trata
únicamente de que la espiritualidad hindú tenga sus dificultades espe­
cíficas, lo cual bastaría para calificar de peligroso el intento de descri­
birla en términos que parecen convertirla en fácilmente comprensible.
El verdadero peligro empieza cuando se hace creer que una auténtica
disciplina espiritual puede ser materia fácil; la inteligencia inocente
se ve así desposeída de sí misma por el acto de ingenua comprensión
que cree colmarla.
Nunca se lamentará bastante la falta de advertencias, destinadas
a replantear al lector las verdades que los textos le proporcionan
demasiado generosamente; toda comunicación directa de un pensa­
miento que no se deja comprender directamente adquiere un carácter
cómico. Se parece a la predicación de ese religioso del que habla
Kierkegaard, que decía que no había que tener discípulos; predicaba
esta doctrina en todas partes y, como era elocuente, lo seguían mul­
titud de discípulos, que repetían a su vez que no había que tener
discípulos. Algo semejante ocurre cuando la razón discursiva entra
tranquilamente en un ámbito tal que la única manera de tener acceso
es la lucha con la contradicción, la contestación infinita de sí misma,
la pasión por la paradoja. La razón discursiva capta como una serena
evidencia el hecho de que ha sido despedida de ese ámbito, pero da a
este despido una interpretación que la satisface plenamente; recibe
el no-saber como un saber que se formula con claras palabras y que
otorga, al borde del abismo, un reposo lleno de encanto. Este error
hace pesar sobre los libros complacientes una sombra visible, sólo
vista por aquéllos que, donde todo está claro, saben que no ven nada.
Semejariiiei'inconveniente toma todo su sentido en las páginas
en que los colaboradores de Cahiers du Sud dan la palabra a pensa­
dores hindúes contemporáneos, con la esperanza de que una sínte­
sis Oriente-Occidente parezca posible. Muchos sabios'de la India, espe­
cialmente Shrí Ráhmakrishna y Vivekánanda, han considerado esta
síntesis como el proyecto del futuro, demostrando que la búsqueda
de la verdad se proseguía, a través de civilizaciones diferentes, bajo
formas auténticas y que el acceso a lo absoluto es universal. Pero de
esta aspiración la primera consecuencia ha sido un esfuerzo para
poner al alcance de Occidente una sabiduría difícil; el vocabulario
filosófico internacional ha proporcionado los conceptos de recam­
bio en los que es pródigo; el extraordinario vigor sintético caracte­
rístico del genio hindú ha aportado la riqueza de símbolos que siempre
le ha permitido acoger los pensamientos más diversos sin renunciar
a s u s fuentes, y así se ha formado una imagen del hinduismo en la
qUe Occidente puede intentar reconocerse. La desgracia es que esta
especie de reconciliación, esta tentativa de suprimir las disputas
entre el pensamiento nacido de ios Upanishads y Europa, no tiene
la significación que un europeo intentaría darle. Si el hindú adapta
de buen grado su vocabulario a ciertas formas de razonamiento
occidentales no es debido (como a veces se le ha reprochado) a que
sufra la atracción de las disciplinas occidentales, sino que esta com­
placencia forma parte de su profunda visión, esta nueva ambigüedad
responde al tipo de aproximación de la que ningún lenguaje puede
ser despojado, ya que hay en ella tanta verdad como en el sí y en el
no. Ahí, donde el lector occidental cree ver el itinerario de un pensa­
miento que intenta hacérsele más accesible, hay en realidad un movi­
miento que, lejos de favorecer la comprensión, no es comprendido
en sí mismo y se convierte en un nuevo motivo de confusión. Margi­
nado por la tolerancia del hinduismo, el lector, satisfecho por los
pasos ilusorios que supuestamente ha dado hacia él, se halla más ale­
jado que nunca mientras cree interrogar a un vecino que permanece
más allá del mundo.
Semejantes perspectivas apenas permiten emitir juicio alguno
sobre la verdadera espiritualidad hindú, incluso si dicho juicio, for­
mado desde fuera, se presentase referido exclusivamente a los carac­
teres superficiales y, en consecuencia, como expresión de una trai­
ción y un señuelo. Sin embargo, las generalidades a las que los comen­
taristas recurren habitualmente son capaces de inspirar dos sentimientos
opuestos, que demuestran los límites y riesgos de cualquier apologé­
tica vulgarización. En primer lugar, es innegable que los estudios
sobre las experiencias místicas de la Indida no provocan simpatía o
admiración en demasiados espíritus. Si se tiene por objetivo única­
mente el despertar un vago interés hacia las cosas espirituales, es
fácil el lograrlo con medios aproximativos, y siempre se podrá lograr
una amistosa curiosidad al hablar de un país tan admirablemente dota­
do corno la India, donde la espiritualidad ha penetrado tan profun­
damente en la vida social. Pero, una vez despertado este interés, los
divulgadores mismos corren el riesgo de alejar a los espíritus aqueja­
dos de una angustia más profunda, que verán la amenaza de sentirse
colmados demasiado fácilmente, porque, ¿qué es lo que han demos­
trado?: que la espiritualidad hindú ha triunfado maravillosamente,
tanto por el extraordinario florecimiento en el seno de todo un pueblo
como por la beatitud que proporciona necesariamente al corazón de
cada ser, tras una serie de largas pruebas. Siguiendo las explicaciones
de: los divulgadores es forzoso pensar que la espiritualidad hindú ha
logrado un triunfo demasiado completo, que se siente demasiado satis­
fecha de sí misma, que promete y concede, con toda seguridad, la
tranquilidad definitiva por el ejercicio de la paciencia, el saber y la
técnica. Y de aquí se obtiene la paradójica conclusión de que una
doctrina cuya alma se busca a partir de una exigencia pesimista total
parece desembocar en una concepción extrañamente optimista de
la vida espiritual; que un pensamiento que constantemente se ha
colocado frente a lo absoluto, en condiciones heroicas, ya no parece
tener otro ideal que una ordenación confortable de la espiritualidad;
e incluso, puesto que estos rasgos aparecen en el hinduismo moder­
no, que la más despojada y pura preocupación religiosa se vea final­
mente destinada a servir a reivindicaciones nacionales y sociales que
obstaculizan mejor que ningunas otras la unidad de la vida fundada
en la conciencia colectiva de la existencia profunda. Insistimos en
que estos son los efectos de una desdichada exégesis, y que sería
absurdo echar la culpa al Vedanta o a los Upanishads. Memos inten­
tando demostrar que los problemas espirituales sólo pueden abor­
darse con el máximo rigor y las más severas precauciones. Los occi­
dentales, como todos los pueblos, conocen sobre todo de oídas, y
tienen el rasgo particular de hablar a tontas y a locas y, sin embargo,
creer en el lenguaje; lo que la palabra les proporciona tiene un sen­
tido definido que reconocen y que intentan organizar lógicamente.
Nunca se haría bastante, en especial para una enseñanza mística,
privándolos del lenguaje y obligándolos al silencio, único que puede
desgarrarles. He aquí lo que podrían retener de la célebre leyenda
contada por Shankara: Un día, interrogado por Vashkalin, Báhva
respondió: “Amigo, aprende a conocer el Bráhman” , y quedó en
silencio. Vashkalin repitió su pregunta una segunda, una tercera
vez. Pero Bahvái'íiontinuó callado; por fin, le dijo: “En verdad, te
he respondido, pero no quieres entender. Ese átman es: no hay que
hablar, hay que hundirse en el silencio.”
Oímos en nosotros mismos la frase de Nietzsche: “Ha llegado
el momento del (irán Mediodía, de la claridad más temible” cuando,
tras el hundimiento de la verdad que nos protegía, nos encontramos
expuestos a un sol que nos calcina, pero que, sin embargo, no es más
que el reflejo de nuestra desnudez, de nuestro frío. Se siente, tal vez,
el deseo de repetir esta frase (para captar su sentido) cuando sea leído
el libro de Georges Bataille, L ’experience intérieure. El momento del
Gran Mediodía es el que nos trae la más fuerte luz, todo el aire está
caldeado, el día se ha vuelto fuego; para el hombre ávido de ver, es el
instante en que, observando, corre el riesgo de volverse más ciego
que un ciego, especie de vidente que recuerda al sol como una mancha
gris, molesta. Hay que advertir a los que se acercan a este libro con
una inteligencia frívola o basta, que los dejará aún más frívolos, más
bastos, más equivocados en su inteligencia de lo que habrían previsto.
Esta advertencia es igualmente válida para otros. Es necesario un
azar para entender a fondo lo que importa, otro el de la suerte -
para darse a lo que se ha entendido. Esta suerte, ¿qué “crítica” no
temblaría al comprometerlo, él que no está aquí más que para pre­
pararla?
La experiencia interior es la respuesta que el hombre espera
cuando ha decidido no ser más que interrogante. Tal decisión expre­
sa la imposibilidad de sentirse satisfecho. En el mundo, las creencias
religiosas le han enseñado a dudar de los intereses inmediatos, y del
consuelo del instante tanto como de las certezas de una sabiduría
incompleta.
Si algo sabe, es que el apaciguamiento no apacigua, y que hay
en él una exigencia a la medida de la cual nada se ofrece en esta
vida. Ir más allá, más allá de lo que desea, de lo que es, de lo que
conoce, he aquí lo que halla en el fondo de todo conocimiento, de
todo deseo, de su ser. Si se detiene, es la incomodidad de la menti­
ra, por haber hecho de su fatiga una verdad. Ha elegido el dormir,
pero llama a este sueño ciencia o felicidad, a menudo guerra. También
puede llamarlo más allá. La historia demuestra que el incesante movi­
miento del hombre se ha convertido a menudo en esperanza de repo­
so eterno; la necesidad de ir siempre más allá en la fiebre de la relati­
vidad ha dado origen a un más allá absoluto. Se ha aceptado, en
nombre de un principio de inquietud, poner en duda la validez de
este mundo, y se ha elaborado otro al margen de toda duda; el prin­
cipio se ha substancializado en su contrario.
Pero si la impugnación se adueña de esta tranquilizadora pers­
pectiva, rechazando la autoridad vaga y superior (Dios) que le ha
dado forma, suprime toda esperanza en la vida y fuera de ella, y
así, es el hecho mismo de la existencia el impugnado, y el hombre
reencuentra el no-saber como expresión de esta suprema puesta
en juego, originada por la insuficiencia y la falta de plenitud huma­
nas. Esto significa dos cosas: en primer lugar, que el saber funda­
mental (el unido al hecho de ser) se deja a un lado. En segundo
lugar, que el hecho de ser es impugnado en sí mismo, ni considerado
ni vivido como posible. El no-saber empieza por ser ausencia de
saber, es el saber ante el que la razón ha situado la negación, a la
que ha puesto entre paréntesis por un torturado esfuerzo de cono­
cimiento (la razón puede, en efecto, decir que el no saber forma
parte del saber, concluyendo en fórmulas del tipo: el hombre es
un ser que comprende el hecho de que lo es precisamente en la expe­
riencia que cuestiona esta comprensión; el no-saber es uno de los
modos de lá:H:omprensión humana), en consecuencia, el no-saber
se refiere al hecho de ser en sí misma, a la exclusión de lo que es
posible intelectualmente y humanamente tolerable; introduce al
.que lo experimenta en una situación a partir de la cual ya no hay
existencia posible; ya no es un modo de comprensión, sino el modo
de existir del hombre, en tanto que la existencia es imposible.
Este movimiento de crítica es conducido por 'la razón., Sólo
ella puede deshacer la estabilidad, que es obra suya.,Sólo ella es
capaz de proporcionar la suficiente continuidad, orden, e incluso
pasión como para no dejar que subsista refugio alguno. Pero en cada
uno de sus movimientos la angustia la acompaña, naciendo de los
objetos que se le sustraen, es la proyección de un vacío mayor que
el vacío limitado, del cual despierta el miedo, deduce del espanto que
provoca el presentimiento de otro, ilimitado, y la clara visión de
lo que lo hace inevitable; no solamente añade horror al horror, sino
también la preocupación por las causas que autorizan lo horrible y
le dan un mayor poderío. Tampoco la angustia se detiene, siempre es
mucho más fuerte de lo que se puede captar; es un sentimiento que
se experimenta trágicamente al no experimentarlo en su plenitud, no
agotándolo nunca, ya que está por encima de lo que habría de sen­
tirse, perpetuamente en retraso —y, de esta manera, sufriendo doble­
mente - con respecto al sufrimiento. La dialéctica de la angustia
lleva al máximo el cuestionamiento del ser, retirándole toda posi­
bilidad de salvar la más mínima parcela de sí mismo, precipitándole
en una interminable caída en la que el ser se pierde por el miedo,
cada vez más vertiginoso, de perderse.
Esta es una situación sin salida. Cualquier salida es falsa, cual­
quier alto es confesión de una decadencia inmediatamente apropia­
da por la angustia y la impugnación para sustituirse en ella por un
nuevo movimiento. El hombre obedece a una pasión, la de lo posi­
tivo, que se convierte, en el infinito, en obstáculo a sí misma, a la
necesidad infinita de afirmar cuando, precisamente, es necesario ne­
garlo todo (porque, si afirma, su necesidad de hacerlo se confun­
diría con esta afirmación necesariamente particular. Así, debe recha­
zarla o, satisfaciéndola, desaparece, pierde todo su valor). En el m o­
vimiento en el curso del que la razón, en primer lugar, se desata para
ser rechazada luego por su propio retiro, pasando del plano discur­
sivo a otro en el que la acción, el discurso, las formas inteligibles y
expresables de la vida no tienen cabida. De un salto se pasa a una
situación no definida ya ni por las operaciones útiles ni por el saber
(incluso si se entiende en el sentido de privación de éste), sino abierta
a la pérdida de conocimiento, a la posibilidad de perderse sin contac­
to posible con aquél; dicho estado, estado de violencia, de desgarra­
miento, de rapto, de encantamiento, sería en todo semejante al éxta­
sis místico si éste estuviera exento de los presupuestos religiosos que
a menudo lo alteran y, al darle un sentido, lo determinan. La “pér­
dida de conocimiento” del éxtasis es, propiamente, la experiencia
interior. La experiencia, hay que decirla inmediatamente, no se dis­
tingue de la impugnación, de la que es expresión fulgurante en la
noche. No es el término, no la interrumpe, y si es una respuesta, la
respuesta al destino que se cuestiona, es tal que no anula la pregun­
ta y, lejos de hacerla desaparecer, transforma al hombre por entero
en esta martirizadora interrogación por medio de la que le desgarra y
divide de todas las formas posibles. En sí misma, la experiencia es tal
que ya nada más tiene valor ni sentido, ni siquiera ella; este desga­
rramiento total es como el extremo de la negación, es experimentado;
en un estado do carácter positivo: la autoridad que el ser afirma al
separarse de sí. Por tanto, esta experiencia es esencialmente para­
doja, contradicción de sí misma, impugnación que se expresa en una
situación original, en una experiencia que puede vivirse, lis ese doble
derrumbamiento que hace que la irremediable inconclusión de todo,
constantemente comprendida como tal, proporcione un agobiante
sentimiento de plenitud, de totalidad que, a través de esta plenitud
en el vacío, arranca al hombre de su autosuficiencia y lo comunica
con nada.
La comunicación de la que acabamos de captar la presencia está
unida en todo momento a la experiencia interior. Contestación, expe­
riencia, comunicación son términos que se entrecruzan estrechamente
-por no decir más que esto—. La contestación es la impugnación de
un ser particular y limitado, y también, en consecuencia, un esfuerzo
por romper dicha particularidad y sus límites; el aislamiento es una
postura del ser tal que no le permite deslizarse fuera de sí, es apropia­
ción, consciencia de la particularidad, voluntad y gloria de serlo todo
en ella. La experiencia propone al individuo, así encerrado sobre sí
mismo, un objeto con el que pueda comunicarse, objeto que no puede
ser finito o captable mediante la acción, porque sino ya no habría
comunicación, simplemente una servil toma de posesión y un dis­
frute, o sea, un mero reforzamiento dei yo egoísta. Si dicho objeto
es un ser exterior infinito, la comunicación, ante la dificultad de una
trascendencia que exige un intervalo infranqueable, supone el esta­
llido de los límites, la pérdida de sí en el seno de lo que es inconmen­
surable en sí. Sin embargo, en la medida en que el objeto exterior infi­
nito es en sí mismo ser incuestionable, el ser finito que con él se comu­
nica no se disfjnsdnuye en tanto que finito, puesto que se encuentra
como ser, se fría firma, salvándose definitivamente en su existencia. La
comunicación no empieza a ser auténtica hasta que la experiencia ha
despojado a la existencia, quitándole lo que la unía al discurso y a la
acción, abriéndola a una interioridad no discursiva en la que se pierde,
se comunica fuera de cualquier objeto que pueda proporcionarle un
objetivo o del que pueda servirse. Ya no es participación de un sujeto
en un objeto más que por meditación del lenguaje. Es el movimiento
en el que, cuando sujeto y objeto han sido desasidos, el puro y simple
abandono deviene desnuda pérdida en la noche.
El paso del plano discursivo al plano no discursivo no se produce
siguiendo un encadenamiento que lo haga necesario. Sin la voluntad
angustiada, que lucha contra el discurso y a favor de él, sin recurrir
a técnicas que separan la sensibilidad de la acción en la que se halla
atrapada, el hombre difícilmente alcanza un auténtico cuestiona-
aliento, disipándose en una búsqueda ociosa, sin acosar más que a su
propia sombra. Las invocaciones al discurso, alas ilusiones dramáticas,
al silencio, todos los ejercicios de contemplación y súplica pueden no
tener efecto alguno; no hay entre ellos y el éxtasis lazos esenciales o
continuidad real sino; por el contrario, un intérvalo infinito franquea­
ble de un salto, salto que tal vez no se dé nunca o que se dé por azar.
Lo que se ha dado en llamar la gracia conserva su validez en tanto que
principio de una decisión injustificable y gratuita. Es la jugada “feliz”
que me permite no el ganar, sino el seguir jugando hasta el final, poner
todo lo que soy en el juego, embargado por un sentimiento extremo
que hace que agote el riesgo. Así como no es posible entregarse volun­
tariamente a la angustia, tampoco se es dueño, en el punto álgido de
ésta, de perderla perdiéndose completamente a sí mismo. No <¡e entro
en juego (en juego a muerte) más que por la suerte de) juego.
Este esquema no tiene mayor relación con la experiencia interior
que una ecuación con la trágica vida del corazón del que analiza los
latidos; incluso esta comparación es inexacta ya que, para que fuese
mínimamente cierta, habn'a que imaginar una ecuación tal que, mien­
tras que se la formula, modificase el flujo y reflujo, la función en el
tiempo y la naturaleza del órgano que pretende determinar. Sin em­
bargo, en cierto sentido es admisible que el discurso intente hacerse
cargo de lo que se le escapa; incluso es necesario para comprender
que la traducción, sin ser jamás completamente satisfactoria, conserva
una parte esencial de autenticidad en la medida en que imita el mo­
vimiento de recusación del que se apropia, y, denunciándose como
depositaría infiel, refuerza su texto mediante otro que lo distorsio­
na y borra valiéndose de una semi refutación permanente. Auténtica
traducción, el libro de Georges Bataille es indescriptible precisamente
por esto: expresa la tragedia. El que intente desbrozar su sentido
puede, muy bien, reducirlo a la ampulosidad escolástica. Su verdad
reside en la quemazón del espíritu, en el trueno, en el silencio lleno
de vértigos e intercambios que nos comunica. No sería conveniente
hablar de ella como de una obra que se valora y se aprecia, sino (citan­
do una vez más a Nietzsche, a quien evoca a menudo) como Bataille
decía de Zaratustrg.; “Es un obra completamente aparte.”
VI. LA EXPERIENCIA DE PROUST

Acerca de la experiencia de Proust han podido leerse las obras


más diferentes y, por otra parte, las más precisas; algunas han seña­
lado la autenticidad psicológica; otras, por el contrario, han hecho
hincapié en el hallazgo místico. Pese a todos estos estudios, no se ha
aclarado el carácter de dicha experiencia y las explicaciones del propio
Proust, tan largas, completas y claras, no han sido suficientes para
definirlo. Semejante ambigüedad deriva indudablemente de la natu­
raleza misma de la experiencia y de la necesidad de Proust no sólo
de interpretarla, sino de reducirla a una interpretación útil al cono­
cimiento literario. Tras haber experimentado en numerosas ocasio­
nes esa especie de presencia que sufrió en lo más hondo de sí sin
hallarle una significación clara, apenas logró formarse para sí mismo
una traducción verosímil, le dio un sentido definitivo y construyó
para expresarla una obra que eternizase la verdad. No es simple­
mente el arte lo que quiere “hacer entrar en el reino del pensamien­
to” , como afirma Ramón Fernández en su libro A la gloría de Proust,
sino que también acepta que no es posible el arte sin una revelación
no racional, y que el sentido del arte es restituir a esta revelación
una expresión aprovechable por la inteligencia.
El hecho de que la naturaleza de Proust le capacitase para una
auténtica experiencia mística es evidente en casi todas las páginas
de su obra: pocos libros otorgan tanto lugar a la angustia. Angustia
de niño perdido entre la multitud; angustia que nace de la emoción
provocada por el insomnio; angustia, en la noche, cuando espera a
su madre, que se ha negado a besarle. La angustia es el alma del
amor proustiano, es el tormento de un deseo que no se conoce más
que en la ausencia y al que la presencia nada puede aportar. Aparece
como una contenida necesidad negativa exasperada por el “no”
hasta el delirio, y anulada por el “sí” sin compensación positiva algu­
na. Esto es harto conocido, tanto como el hecho de que el autor de
Temps perdu se siente roído por una ausencia de satisfacción,
que paulatinamente le va exigiendo el sacrificio de todas las misti­
ficaciones. Todos los valores que pudo, en un determinado momento,
considerar como definitivos se desvanecen ante un rechazo que los
hace aparecer como vanos: amor, amistad, gusto por la vida, son fic­
ciones de una conciencia que siente su vacío y destruye lo que ha
creado. También las creencias dogmáticas le son ajenas: no le sirven
de nada, y la fría negligencia con que las examina las aleja más de
él que una refutación apasionada.
Esta angustia, que rodea la obra de un horizonte aún más opre­
sivo de tristeza, halla su expresión más perfecta en un sentimiento
de muerte imborrable por ilusión alguna. La muerte está presente,
en primer lugar, en la tarea del escritor, que va viendo sus fuerzas
flaquear a medida que escribe y está cavando su propia fosa. Los
dos volúmenes de Temps retrouvé, en que reaparecen los perso­
najes disfrazados por el tiempo, imágenes de un vacío interior que
sólo se torna visible por su desaparición, están marcados por esa deca­
dencia únicamente superable por el ansia de realizar la tarea. En segun­
do lugar, la muerte aparece en los momentos cumbre: la muerte de
la abuela, la de Albcrtine y la de Bergotte, que, como señala Ramón
Fernández, prefigura la de Proust, constituyendo un ensayo general
de ésta. Pero la angustia de la muerte no se expresa solamente en su
hecho, también está profundamente ligada a las condiciones de vida,
se siente en las intermitencias y sueños que el obvio 'introduce en la
conciencia, conciencia que se pierde y sólo se restituye por azar. El
tiempo perdidoijno es, en absoluto, el tiempo que se pierde por culpa
de la muerte, término que destruye lo que aquél hubiera podido depa­
rar, sino que se pierde, porque e! hombre muere constantemente,y*
salvo fortuita excepción, es su propia ruina, la ruina definitiva del ser
que ha vivido un determinado momento del tiempo. El sentimiento
del tiempo perdido es la experiencia de una pérdida semejante a la
de la muerte, que probablemente carece de sentido y de ley, que
nos hace vivir cada instante en la perspectiva de un doble abismo
sin fondo.
La otra condición para una instancia de carácter místico es, junto
a la conciencia angustiada, la presencia de un espíritu que aprecia
por encima de todo la lucidez, reconoce lo que le engaña, analiza lo
que le oscurece y, en los momentos de mayor sufrimiento, colabora
ron él sin intentar sustituirlo por un estado de ilusoria tranquilidad,
la angustia no ahoga a la inteligencia en una confusión en la que
la ansiedad perecería, ni la inteligencia se adueña de la angustia para
hacerla más soportable. La más trágica sensibilidad se une a un claro
entendimiento para denunciar las convenciones y, juntos, un vacío
que desespera de cualquier deseo de suficiencia; son excepciones de
esta ley de desdicha y angustia los estados de brusco sentimiento,
precisamente los que constituyen la experiencia de Proust propia­
mente dicha, que se han hecho célebres en la historia literaria y psico­
lógica. Todo el mundo recuerda la magdalena mojada en el té, las
campanas de Martinville, los adoquines del patio de los Guermantes.
Proust se cuidó de resaltar de dichos estados todo lo que, separán­
dolos de la vida corriente, les da un carácter privilegiado; se trata de
impresiones involuntarias, como el azar, de un efecto tan inme­
diato y dotadas de una fuerza de encantamiento tan grande que disi­
pan en el acto cualquier inquietud sobre el porvenir, cualquier duda
intelectual, y convierten a la muerte en un hecho indiferente. Tam­
bién habla de éxtasis, de aturdimiento, de pérdida del conocimiento;
no hay, por tanto, equívoco sobre la trascendencia que quiere dar
a los estados que ha vivido, que aparecen en una existencia volcada
a la angustia como resolución de ésta misma, como brusca transición
a una forma de vida no discursiva, desgarramiento de la conciencia
práctica, voluntaria y racional que sin ayuda de ensoñaciones religio­
sas se pierde más allá de todo conocimiento.
Reducida a un esquema de este tipo, la experiencia de Proust es
de una simplicidad tal que huelga cualquier comentario. Por el con­
trario, cuando se la relaciona con la explicación e interpretaciones del
propio Proust se enriquece intelectualmente, pero da la sensación de
que pierde parte de su autenticidad. Efectivamente, es esto lo que
ocurre: Proust descubre (nos limitamos a resumir brevemente los muy
conocidas análisis) que esas “impresiones” dependen de su memoria,
derivando de un imprevisible acto de reconocimiento, y, mientras
que la primera percepción le fue indiferente, y la evocación por medio
de la memoria voluntaria no afectó en absoluto a la sensibilidad, e in­
cluso que el encadenamiento racional de sus recuerdos no tiene ningún
carácter privilegiado, la reminiscencia de la primera percepción puede
lanzarle a un estado de felicidad incomparable. Esta explicación de
Proust no tiene todavía el carácter de interpretación. El escritor
comprueba que las revelaciones interiores están ligadas al fenómeno
de la memoria; señala que es a causa de la reminiscencia de un presen­
timiento del pasado como se produce ese extraordinario trastorna;
también se da cuenta que el despertar de una sensación, antes indife­
rente, le proporciona un sentimiento de felicidad por el que su vida
entera le parece comprometida y salvada. Este hecho debe conside­
rarse como característico de una cierta naturaleza psicológica, natura­
leza singular que no saca nada de la sensación en sí misma, pero oue
recibe de su imagen, o de su renovación en una imagen inconsciente
un sentimiento único y milagroso.
Al analizar ese estado, que aparece más allá de la razón, como ur
alto en la vida activa, Proust se esfuerza en interpretarlo, en darle
un sentido. Sin preguntarse si el conocimiento discursivo tiene dere­
cho a ocuparse de esta revelación, destinada a escaparle, edifica, a
partir de esta presencia, una concepción grandiosa, un movimiento
intelectual del que toda su obra es la realización. Le parece que si
el brusco acercamiento a un instante presente y pasado es capaz de
inspirarle una certeza que desafía a la muerte, se debe a que él mismo
demuestra que la muerte por disolución del tiempo no es completa y,
en consecuencia, subsiste una ligazón a través de las intermitencias
y olvidos del corazón, ligazón no accesible ni a la memoria consciente
ni a la inteligencia, porque está oculta por las formas opacas de la
vida lógica, y, una vez descubierta y retrazada, reduce definitivamente
la angustia al silencio; También cree Proust que estas impresiones
esenciales ponen a su alcance la sucesión pura y originaria del tiempo,
existencia distendida, enorme y monstruosa que el tiempo construye
para cada ser y en la cima de la cual se halla este ser. desplazándose
con ella. Son dos consecuencias complementarias y no contradic­
torias, como se ha mantenido— que Proust deduce de su experiencia.
Reafirma su creencia de que el ser que permanece sobrevive a la
muerte aparente que le da cada momento del tiempo, ya que el
reencuentro fortuito del presente con un pasado análogo establece
la necesidad de una ligazón (a esto se refiere cuando habla de ser
“fuera delijtfiempo” , “traspasar el orden del tiempo” , o sea, liberarse
de la muerte del tiempo). Por otra parte, dado que la duración del
ser en el tiempo no es pérdida definitiva, pura y simple, sino existen­
cia concibe el proyecto de reencontrar esta existencia tal como le
permite imaginarla las impresiones irreducibles de las que fue recep­
tor privilegiado (habla de “aislar, inmovilizar -en una duración
mínima- lo que el ser nunca llega a captar; un poco de tiempo en
estado puro”).
Esta interpretación, razón de ser de la obra de Proust, y a la que
éste confirió una gloriosa justificación, sobrepasa sin duda alguna lo
que su experiencia propiamente dicha le ofrecía en su pureza inme­
diata. Por una parte, Proust admite desde el primer momento que esos
estados interiores por los que el ser se sustrae a los valores prácticos
discursivos pueden utilizarse como medio de conocimiento unido al
y te y presentan un sentido que está por encima de las condiciones en
- ’ e tienen lugar; del hecho de que goza del privilegio del deslum­
bramiento con motivo do un fenómeno de rememoración, concluye
aquél es una revelación del tiempo, de ese tiempo en el que el ser
no muere, sino que existe según unas perspectivas generalmente desco­
nocidas, pero no incognoscibles, y cree que estudiando estas sencillas
¡mpresiónes, recreándolas en la memoria y analizándolas con la razón,
n o d rá revivir Ja realidad del ser que dura en el tiempo, que reencon­
trará (en forma de tiempo), aquella realidad que la angustia veía per­
dida en el tiempo. En resumen, el abuso infinitamente fructuoso
si consideramos su obra, pero absolutamente deformador si se analiza
el carácter de dichos estados que Proust comete con respecto a su
experiencia, se produce en tres direcciones: considera como objeto
de conocimiento, que podrá darle un sentido objetivo, aquello que
sólo puede sentirse como desgarradura de dicho conocimiento. Se
apropia de un sentimiento de felicidad que experimenta en esta ope­
ración y que no es más que la resolución fortuita de la angustia por
eternizarlo y liberarse así de toda ansiedad. Por último, identifica las
condiciones y los medios de la experiencia (fenómenos de memoria
que le permiten evadirse de la vida corriente) con la verdad y el sen­
tido, que cree poder atribuir a la experiencia.
La obra cíe Proust surge de misteriosos estados que parecen no
haberle sido propuestos nada más que para que ésta fuese escrita.
Man servido de estimulante a una avidez extraordinaria de conoci­
miento, y así, lo que en su origen era una ruptura de él, han propor­
cionado, luego, una fuente inagotable de conocimiento literario. Sin
embargo, uno de los aspectos más sorprendentes del Temps perdu
es el hecho de que, entre la multitud de imágenes, acontecimientos,
teorías y figuras de los que han sido, por abuso, la fuente, esos estados
conserven el valor de un secreto y continúen, según el poder que les
pertenece, pareciendo siempre más misteriosos que la obra en sí (pese
a que está llena de misterios). En este sentido, Proust no ha traicio­
nado la revelación, de la que ha ofrecido la imagen más exhaustiva y
admirable, como para demostrarnos que dicha revelación no le can­
saba nunca.
VIL RILKF,

|-'s demasiado tentador conservar el recuerdo de Rilke en un círcu­


lo en el que los intercambios se realizan no solamente en secreto, sino
también en el anonimato. El que mística sea uno de los nombres de su
poesía explica el hecho de que tantas amistades busquen un acuerdo
con ella sin preguntarse lo que éste puede significar. Incluso la palabra
rdstica es demasiado determinada. En Rilke et la Frunce, Edmond
Jaioux señala que los poetas de los años 1890-1895 tenían en común
una especie de misticismo (rasgo que une a Stefan George, Gabriele
d’Ainunzio, Maurice Maeterlinck, William-Butler Yeats e incluso
l’i.usi). Nada más impreciso que este misticismo difuso, que puede
.¡sj ivsar tanto la alianza de la poesía y la vida espiritual como un
esfuerzo para abrir la sensibilidad a lo que en apariencia no es su te­
rreno, con objeto de unir la muerte a la naturaleza, lo que no es a lo
que es, fuera de cualquier forma dogmática o de afirmación religiosa
de una existencia absoluta. En la medida en que Rilke aparece como
testimonio de esta tendencia, puede también relacionársele con lo que
l.j'.o iie más indefinido; aquéllos para los que Rilke ha supuesto una
revelación sólo desean aproximársele a través de los presentimientos
de su inquieta sensibilidad.
Sin embargo, la vida de Rilke tiene otra significación, su más
profunda experiencia no tiene nada que ver con las facilidades del
instinto o los movimientos del inconsciente; es, por el contrario, la
exigencia de una conciencia que se amplía, búsqueda de una verdad
difícil. Es esta significación la que hace sensible la más mínima re­
flexión sobre lo que fue y lo que hizo. La soledad de Muzot, asilo
transparente y puro, está cargada de la angustia que la soledad nunca
cesó de producirle, y dei esfuerzo que llevó a cabo por alcanzar,
contra las resistencias de su propia naturaleza, el silencio que, cons-
triñéndola, la realizaba. Cuando afirma que la vida y la muerte son
una sola y única expresión, entendida la muerte como el lado de la
vida que nos permanece oculto y que no podemos aclarar, no es pre ­
cisamente en la disolución del entendimiento ni en los extravíos de
la sensibilidad donde halla el camino de estos dos reinos: “ Es pre­
ciso que intentemos realizar la mayor conciencia posible de nuestra
existencia, que se halla en los dos dominios ilimitados, alimentándose
inagotablemente de ambos...” Su obra la considera fruto de lo difí­
cil, ligándola no al azar, sino a una necesidad que exige que la vida
del creador se haga problemática, separándola del reposo y la negli­
gencia. “ Poco sabemos -escribe a Franz Xaver Kappus—, pero una
certeza que no debemos abandonar es la de la necesidad de ceñirnos
a lo difícil. Es bueno estar sólo, porque la soledad es difícil. También
es bueno amar, porque el amor es difícil.”
Es posible que el éxito de Cuadernos de Malte Laurids Brigge
haya contribuido a unir a su nombre los valores de una soledad pa­
siva, de un estremecimiento que empuja a cualquier salida, de una
inquietud que se desgarra sin ser superada. Pero, precisamente, los
Cuadernos, aunque las obras del último período los prolonguen en
nuevas experiencias, tienen una significación mucho más seria de
la que habitualmente se les atribuye. Incluso conociendo profun­
damente el pensamiento de Rilkc, se cae con frecuencia en una
interpretación simplista que hace de Malte el héroe vencido por
la angustia, sin meditar sobre el sentido que puede tener esta derrota.
Algunos, como Emil Gasser, mantienen que la idea central de los
Cuadernos es la implacable consumación de la existencia. Para otros,
como la señorita Kippenberg, Malte Laurids es la víctima expiato­
ria de la vidt},; y que, aunque Rilkc mismo se haya salvado, el joven
danés, a través del que se vio sucumbir por haber buscado la mi­
seria y la soledad, fue derrotado y pereció en el intento. Esta opi­
nión es ilusoria, puesto que en la situación en que se‘encuentra Malte,
en que se encuentra Riike, ¿qué significa el hecho de ser salvado?
Lo que se exige al que acepta el reto es llegar hasta el final de la
prueba, no se trata de evitar las transformaciones, a menudo terri­
bles que se imponen, las metamorfosis que, en relación a la vida
corriente, pueden parecer degradantes. Lo que está en juego tam­
poco es la posibilidad de mantenerse intacto a través de la destruc­
ción, ni el pasar a través del fuego sin consumirse. ¿Quién, desde
fuera, podría determinar dónde hubo pérdida, dónde enriquecimiento,
si lo que conduce a la experiencia es precisamente el perderse, y sin
condiciones? La única regla de la prueba es el serle fiel hasta el térmi­
no de ella, pero éste es inaccesible en sí mismo. Hay que ir hasta el
limite de una situación tal que la expresión hasta el límite no tiene
más que un sentido, sentido que se oculta siempre.
l.o que se ha considerado la derrota de Malte, lo que el mismo
Rilke llama su aplastamiento, es la condición de aquello que tam­
bién aparece corno salvación del poeta. Tal vez sea necesario recordar
que el espanto con el que el héroe de los Cuadernos pelea no es
simplemente un miedo vago, indeterminado, al que sus recuerdos
infantiles aportan imágenes, sino que, bajo diferentes máscaras, este
sentimiento es tanto la inquietud febril como la angustia fría y razo­
nada, no confundiéndose con el estremecimiento pronto calmado
de la juventud, sino con esa profundidad del ser tan insondable en
el miedo infantil, como en la fundamental ansiedad humana. Desde
el momento en que la angustia aparece con su exigencia vacía, sobe­
rana, que atrae por su repulsión y manda por la desobediencia, es
enteramente lo que pretende ser, y es inútil el afirmar que de esta
forma la angustia es superficial, y de esta otra es más auténtica. De
cualquier manera es siempre la misma; el objeto al que parece estar
ligada no es más que aquello que provisionalmente la provoca. Se
puede estar angustiado ante una determinada cosa, pero todo ali­
menta a esta angustia, uno de cuyos efectos es disolver, reducir a
nada, hacer aparecer como nulo eso por lo que sufre una angustia
mortal.
Estudiando los grandes temas de la angustia de Malte Laurids,
se observa que toman con frecuencia dos formas. En primer lugar,
frente a lo real, a causa del esfuerzo que realiza para ver y experi­
mentar las cosas: “ Estoy aprendiendo a ver dice , no se por que
todo penetra en mí más profundamente y se desvanece en el punto
en que antes se terminaba.” Es significativo que asocie el poema
de Baudelaire La Charogne a la tendencia que condujo a Cézanne a
la expresión objetiva, puesto que para Rilke, el horror de las cosas,
sus determinaciones horribles, angustiosas, las convierten en objetos.
La angustia descubre al hombre que, en cada parcela de aire, existe
un algo terrible, y que esta existencia de lo terrible es la prueba de
la existencia misma. Quien no haya experimentado que la realidad
es espantosa no tiene conciencia de lo que significa ser real. En suma,
a través de la experiencia de la angustia las cosas se revelan no sola­
mente como un conjunto caótico e informe, sino con la nitidez de
sus propias figuras, en la apariencia determinada de sus contornos,
o sea, como lo que es necesariamente exterioridad.
En segundo lugar, el otro polo que indica la angustia es la muerte;
pero esta angustia no es únicamente el estremecimiento ante ei hecho
de morir (tal como lo expresan las primeras palabras de Malte: “ ¿Aquí
es donde viene la gente a vivir? Antes hubiera pensado que es un
lugar para morir. He salido. He visto hospitales. He visto a un hombre
que se tambaleaba y finalmente se desplomó...), es también la impre­
sión de que a algunos hombres no se les concede más que una muerte
en serie, una muerte impersonal que no se ha nutrido de su vida, ni
se ha desarrollado con ella. Malte presiente lo que puede ser una
muerte auténtica, por eso Rilke atribuye a su protagonista el relato
de la muerte del chamberlán (“tal vez -dice en una carta ha, pese a
todo, triunfado en la prueba: ¿acaso no ha escrito la muerte del cham­
berlán?”). “Muerte imperial y terrible que el chamberlán había llevado
consigo durante toda su vida” , muerte ciertamente poco tranquili­
zadora, solitaria, la más dura de las muertes, cuya voz retumba en la
noche y hiela de espanto a los que la oyen, pero que está de acuerdo
con la vida, es su doble nocturno, el anverso de su significación. Por
el contrario, los hombres que se hunden en la vida misma, esos “des­
perdicios, cáscaras de hombres que el destino ha escupido” , que
“reptan lentamente por las calles dejando su rastro oscuro y sucio” ,
esos despojos, entre los que el joven danés teme perderse, pasan de la
existencia a la muerte aplastados, como escarabajos pisoteados. La
angustia suprema es la que hace presa de esos hombres cuando la
agonía les revela que pasan del no-sentido al no-sentido, del de la
vida al de la muerte. “Sí --comenta Malte de un moribundo- sabía
que en ese momento se alejaba de todo, no solamente de los hombres.
Un instante más y todo habrá perdido su sentido, y esta mesa, esta
silla, esta taza, todo lo cotidiano y próximo se habrá convertido en
algo ininteligible, extraño, opresivo.”
La realidad y la muerte, lo real experimentado mediante la expe­
riencia de lo hdrrible en su significación objetiva, la muerte sentida
como pérdida de todo estilo, estas formas extremas aparecen ante
el héroe de los Cuadernos, guiado por la angustia, la fiebre, el terror.
No aparece agotamiento alguno en lo incierto, derrota alguna en la
incertidumbre enfermiza del sueño, sino los primeros momentos de
una experiencia de la que Rilke ha intentado la afirmación hasta sus
últimas consecuencias. Cuando escribe en Verjeles; “hay que ceder
a todas las fuerzas extremas” . Posteriormente, en Elegías, cuando
da forma a la necesidad de abrir las cosas a la muerte y de establecer
la muerte en el dominio de lo visible; o cuando declara en una carta
a Witold von Hulewicz: “La afirmación de la vida y la de la muerte
se revelan como formando una sola. Admitir una de ellas sin la otra es,
desde el momento en que celebramos este descubrimiento, una limi­
tación que finalmente excluye al infinito entero” , nos aclara directa­
mente la doble revelación de la angustia, tal y como los Cuadernos la
habían oscuramente presentado a Malte, señalando la unidad de senti­
do que esta doble revelación puede revestir para “una conciencia pura­
mente terrestre, profundamente terrestre, bienaventuradamente terres­
tre” . Rilkc une lo real y la muerte “no en un más allá cuya sombra
oscurece la tierra, sino en un todo, en el todo” . Este sentido común de
lo visible y lo invisible, esta necesidad humana de descubrir entre las
cosas los equivalentes de las visiones interiores, se encuentran ya en
los “Cuadernos” , en forma de desesperada aspiración, acto de violen­
cia suprema al que el poeta que lo ha tentado no puede evitar el
sucumbir: “Y entonces dijo ocurrió que te encontraste al extremo
de tus posibilidades. Las dos extremidades que habías doblado hasta
unirlas, rebotaron y se separaron. Tu demente fuerza se escapó del
junco flexible, y fue como si tu obra nunca hubiese existido.”
Si los Cuadernos le parecen a Rilke el testimonio de un fracaso,
no se debe a que la sumisión a la angustia le parezca el camino del
desvarío, tampoco porque la revelación de la angustia sea la desdi­
chada expresión de verdades a las que convendría olvidar; en la medi­
da en que Malte, en el punto álgido de su terror, no consigue salir de
sí mismo y amar lo que le aterroriza. La angustia le revela claramente
la realidad en su dimensión objetiva, pero al serle revelada por medio
del estremecimiento y el espanto, le es imposible ligarse a ella con un
amor paciente, único que podría descubrirle su sentido. Igualmente,
esos despojos del destino en los que ha visto la muerte reducida a
nada, esas viejecillas que se interponen constantemente en su cami­
no, tentándole con un algo que rechaza, podría decir de ellas lo mis­
mo que del ciego: “He visto un anciano ciego que gritaba. Eso es lo
que he visto.” Pero después añade: “No tendría el valor de vivir su
vida.” Amar, deslumbrar con una inagotable luz son ideales perse­
guidos en vano por Malte, dominado por su ansiosa soledad, deba­
tiéndose constantemente en ella para no perderse de súbito. Este
es indudablemente el límite de su experiencia, al menos en lo que
tiene de provisional. Su angustia es lo bastante intensa como para
atraerle hacia las imágenes de su propia pérdida, hacia la realidad,
la muerte, pero no es suficiente para dejarle perderse en sí mismo,
para arrojarle a la comunicación que representa para él “el don sin
límites” . Cuando vuelve trastornado al haber visto al cliente de un
restaurante bruscamente arrebatado por la muerte mientras esta­
ba sentado, esperando a que se consumara el hecho sin poder de­
fenderse, ¿qué pensó Malte sobre sí mismo?: “Yo todavía puedo
defenderme” , palabras que resumen todo su destino; en el mismo
momento de lanzarse a la irreparable aventura, tiene también que
defenderse e intentar sobrevivir; rechazando el tiempo de 3a expli­
cación. que hace vanas todas las cosas, apartando las palabras que
se deshacen, las significaciones que se anulan, y expresa anhelos lle­
nos de humana ternura que eternizan su vida y la impiden amar su
muerte: “Desearía tanto quedarme siempre entre las significaciones
a las que he llegado a amar.”
V IH . EL MITO DE SISÍFO

Un autor para el que la tarea de escribir es tanto un instrumento


de meditación como un medio de expresión, se dirige necesariamente
hacia los más antiguos mitos; tiene que pensar en Prometeo, en Orfeo,
a veces también en Sísifo. Es curioso el que este héroe del tormento
infundado ocupe un lugar relativamente mediocre en la literatura; tal
vez porque su historia es un poco breve, ¿fue condenado porque trai­
cionó a los dioses, porque había encadenado a la muerte, o porque
amó la vida hasta el punto de sacrificarle la trascendencia? La leyenda
deja estas dudas en el aire y sólo se ocupa de su castigo; le encontra­
mos en los infiernos, condenado al horror de un trabajo sin redención,
siempre idéntico, siempre gratuito desde el momento en que termina.
Se le contempla cuando empuja con toda la fuerza de su agotado cuer­
po la enorme piedra que amenaza con aplastarle; luego, arrastrado por
el peñasco que cae, desciende hasta el mundo inferior, de donde
intentará subir constantemente. Este extraño héroe está unido a una
realidad irrazonable. Carga con la singularidad de un destino que le
condena a agotarse en vano; no sólo a causa de éste parece maldito,
se halla también a merced de una paradoja que le obliga a ser fuerte,
a consumir su fuerza y a no hacer nada. Cada vez que se encuentra
al pie de la montaña es un hombre intacto, con toda su fuerza, y cuan­
do, cerca de la cima, se le escapa el peñasco, es apenas un hombre que
ha consumido todo lo que era en una tarea nula. Sísifo, en este senti­
do, encarna un mito bastante oprimente. En un mundo en el que todo
gasto de energía debe desembocar en una acción real que la conserve,
Sísifo es imagen de lo que se pierde, de un intercambio eternamente
deficitario, de una balanza en perpetuo desequilibrio. Representa una
acción que es lo contrario de la acción. Simboliza, por su trabajo, lo
opuesto al trabajo. Es lo útil-inútil, o sea, a los ojos de un mundo pro­
fano, lo insensato y lo sagrado.
En su ensayo sobre Le Mythe de Sisyphe, Albert Camus ha inten­
tado, bajo la máscara del héroe, describir y captar a su nivel más sin­
cero el sentimiento del absurdo, que le parece inseparable de la sensi­
bilidad y el pensamiento contemporáneos. La intención de esta obra
es de considerable magnitud, puesto que no se contenta con analizar
un problema en el que el hombre actual se reconoce con una compla­
cencia y orgullo inconscientes, sino que intenta también unirlo a este
problema por unas cadenas que no pueda romper. Los que lean esta
obra como un intento de explicación de nuestro tiempo, como un
esfuerzo por reunir dentro de una misma perspectiva modos de pensar
y sentir dispares, encontrarán en ella análisis que les iluminarán; pero
hay que señalar que la obra de Camus contiene algo aún más serio y
exigente. No se emplea el absurdo como medio de ver claro, hay que
enfrentarse a él y sostenerlo en una experiencia que, de no llevarse
hasta el final, se convierte en ridicula. Esta obra debe ser considerada
como algo más que notable a nivel literario a causa de la intimidad
de las experiencias en que parece haberse formado.
El sentimiento del absurdo es incomprensible, se experimenta
con evidencia en las situaciones más vulgares, pero el análisis que
intenta expresarlo sólo encuentra vestigios insignificantes. El hombre
que piensa repentinamente que está envejeciendo, que las expresiones
“mañana” , “más tarde” ya no tienen sentido para él, se siente rozado
por el absurdo; si observa un rostro, una piedra, un trozo de cielo, que
se salen de sus imágenes habituales, se siente herido por un senti­
miento de rareza irreducible, tiene la impresión de sin sentido que nos
provocan no los estados excepcionales de nuestro pensamiento, sino
la simple coherencia lógica de nuestros mecanismos mentales: lo racio­
nal, desde una cierta perspectiva, es también lo absurdo. Los ejemplos
de esta situación sui generis puedan encontrarse tanto en el arte de
vivir como en el simple arte, en los “instantes” que iluminan la vida
cotidiana y en la monotonía de una existencia a la que nada altera.
Pero el espíritu posee en grado sumo el privilegio de iluminar el absur­
do, y lo hace de un modo simplista, abrumador, inexorable, tal que
ningún argumento sutil puede enmascarar. Volviéndose hacia el
mundo, lo ve de un modo que la razón no puede comprender; volvién­
dose hacia el hombre, lo descubre infinitamente ávido de esa explica­
ción que no puede alcanzar. Aquí, una realidad que puede ser descri­
ta, expresada por medio de leyes, utilizada, pero nunca aclarada ni
concebida en su totalidad. Allá, un ser que aspira sin cesar a la clari­
dad, que invoca, ante la diversidad con que se encuentra, a una unidad
que se oculta. Esto es el absurdo. Depende del hombre y del mundo.
Se halla en la relación que une a un ser cuya vocación es la búsqueda
de la verdad con un universo para el que ésta carece de sentido. Deri­
va constantemente de la eterna confrontación de lo absoluto, objeto
del deseo del hombre, con lo relativo, respuesta del mundo a ese
deseo.
Estos razonamientos pertenecen a cualquier época, su sencillez es
tal que parecen carentes de fuerza. Pero en este punto aparece la
originalidad del absurdo: mientras que las religiones, para justificar
su invocación a una unidad que la' existencia ridiculiza, proponen
la fe en otra existencia que satisfaga esa invocación, y las filosofías
han construido, por encima del mundo que se desploma y escapa,
un mundo esencial que subsiste, el espíritu del absurdo; por el con­
trario, acepta tal cual la contradicción que le es dada de antemano, se
encierra en ella, la agudiza, toma conciencia y, lejos de buscar una
escapatoria a través de ensoñaciones, intenta vivirla como la única
pasión que puede satisfacerle. Según una imagen de la que filósofos
y escritores se han servido alternativamente, el pensamiento, una vez
descorrido el velo de las apariencias, se encuentra repentinamente en
la soledad de una región remota donde no hay puntos de orientación,
ni razón de ser, ni esperanza alguna de escapatoria: pero de esta impo­
sibilidad el pensamiento hace su destino, exaltándose en él y desga­
rrándose. Albert Camus observa que la mayoría de los filósofos de
nuestra época se han internado en estos desiertos, reconociéndolos
como el dominio del pensamiento. De Husserl a Kierkegaard, de Hei-
degger a Jaspers y Chestov, señala toda una familia de pensamientos,
cuya influencia en nosotros es evidente que han puesto al descubierto
alguno de los rostros de la reflexión sobre el absurdo. Sería insufi­
ciente decir que estos filósofos han cerrado el camino a la razón, no
es solamente el universo razonable lo que han convertido en ruinas,
sino que han tomado como reino esas mismas ruinas, el exilio como
patria, y, en la contradicción, la paradoja, el vacío, la angustia, han
comprometido la realidad del hombre en una aventura que la con­
vierte en enigma y pregunta. Además, incluso los grandes escritores
contemporáneos se han agotado en la creación de obras que son espe­
jos del absurdo: Sade, Melville, Dostoievski, Proust, Kafka, Joycc,
Malraux, Faulkner y oíros muchos novelistas que han dado al sinsen-
tido la garantía de un arte razonablemente acoplado al absurdo.
Es sencillo captar en un breve esbozo algunos de los temas del
absurdo, pero lo es menos el mantenerlos en todas sus exigencias e ir
hasta el extremo de lo que proponen. Según Albert Camus, las filoso­
fías existenciales, que con tanta fuerza han reconocido la realidad de
lo que no tiene sentido, no la toman como punto de partida más que
para desprenderse de ella y encontrar el principio de una explicación.
Tan pronto, partiendo del hecho de que existe lo imposible en el uni­
verso, deducen que es preciso glorificar la excepción, silenciar a la
razón, que es la norma, y salvarla haciéndole tornar conciencia de su
fracaso como se reclaman de la opinión de que la razón es apta para
captar la irrazonable diversidad del mundo y construyen un nuevo
modo de inteligibilidad en el que el no-sentido se reduce a una simple
categoría del pensamiento. En ambos casos, el absurdo ha sido eludi­
do, ya sea dando como respuesta a la razón su propia pregunta sobre
el mundo incomprensible, o bien interpretando la ininteligibilidad del
mundo como verdad de una significación superior. La razón acepta
el juego de interrogar en vano, y halla en esta derrota la vía que la
lleva a la trascendencia. El mundo convierte su irracionalidad con­
creta en prototipo de una nueva racionalidad. Desde la pasión, que
opone al espíritu, que quiere entender el mundo que no puede ser
entendido, pasión que expresa y funda el absurdo, las doctrinas dan
un salto ilegítimo, evadiéndose. Este salto, que tiene al absurdo por
trampolín, es llamado por Camus suicidio filosófico.
Un sucinto examen de los filósofos contemporáneos presenta el
interés de acercamos al problema que estamos tratando; hemos llama­
do absurdo a esa situación humana que aspira apasionadamente a la
claridad y a la unidad, en un universo en el que esta aspiración siempre
termina en decepción; al que acepta dicha situación como único
punto de partida, irrefrenable evidencia, se le impone la regla de no
intentar escapar de ella empleando cualquier truco, de conservarla
en todo rigor, puesto que no puede evadirse de un modo válido, y de
vivirla teniendo plena conciencia de todo lo que exige. Desde el
momento en q u e jó n todas mis fuerzas, me uno, en tanto que único
posible, a un universo donde mi presencia carece de sentido, es preciso
que renuncie totalmente a la esperanza. Desde el momento en que,
hacia y contra todo, mantengo mi voluntad de ver claro,- aún sabien­
do que la oscuridad no disminuirá jamás, es preciso que renuncie
totalmente al reposo. Desde el momento en que sólo puedo impug­
narlo todo sin otorgar a nada, ni siquiera a esta impugnación, un
valor absoluto, es preciso que renuncie a todo, incluso a ese acto
de rechazarlo todo. Ausencia total de esperanza, insatisfacción cons­
ciente, lucha sin fin, tales son las tres exigencias de la lógica del
absurdo, que definen el carácter de la experiencia consistente en
vivir sin recurso. ¿Esto es todo?, podría serlo, pero Camus aún saca
otras consecuencias de la condición en la que investiga. Mantiene,
en primer lugar, que el suicidio es un falso desenlace del absurdo;
salir de la vida porque no tiene sentido es aceptar la derrota y poner
fin a un destino irrazonable, en lugar de mantenerlo como una cons­
tante rebelión. La muerte nos es dada como un posible inevitable
que en cada instante nos entrega al mañana. El hombre absurdo,
vuelto hacia la nada como hacia el absurdo más evidente, se siente
lo bastante ajeno a su vida corno para aceptarla, recorrerla e incluso
acrecentarla; vive porque es absurdo el hacerlo, y desea vivirlo máxi­
mo posible, el mayor tiempo posible. Abraza el presente y la sucesión
de presentes, siendo en todo momento plenamente consciente de ello;
acepta como una suerte la duración que le mantiene cara al mundo. A
excepción de la única fatalidad de la muerte, de todo, alegría o felici­
dad, se halla liberado.
“Así escribe Camus.. deduzco del absurdo tres consecuencias,
que son mi rebelión, mi libertad y mi pasión. Con el único medio de
la conciencia, convierto en norma de vida lo que era invitación a la
muerte, y rechazo el suicidio.” En su ensayo, demuestra cuál es el
estilo de vida que responde a estas razones. Don Juan, el actor y el
aventurero representan el absurdo: “Son príncipes sin reino, pero
tienen la ventaja sobre los demás de que saben que todo reino es iluso­
rio. Saben, y en ello radica toda su grandeza, que es ocioso hablar
de sus malvadas intenciones o de los rescoldos de la desilusión.” Igual­
mente, Sísifo es también consciente: conoce la vanidad de lo que le
aplasta, pertenece al peñasco y éste le pertenece, puesto que ha sido
capaz de comprender su abrumadora ligereza. A su tormento se aña­
de una silenciosa alegría. “También él considera que todo está bien.
Este universo sin dueño no le parece ni estéril ni vano... Hay que con­
cebir a un Sísifo feliz.” ¿Feliz? Si el libro de Camus no merece ser
juzgado como una obra corriente, es preciso considerarla a igual
nivel, porque en algunos momentos su lectura se nos hace pesada e
indignante; se debe a que él mismo no es completamente fiel a. su
norma, convirtiendo el absurdo no en el que desordena y rompe
todo, sino en algo susceptible de ser organizado, incluso capaz de
organizado todo. En su obra, el absurdo aparece como una especie
de desenlace, una solución, una salvación. El hombre que ha anali­
zado lo extraño de su condición, advirtiendo su mecanismo y suscri­
biéndola con lucidez y sinceridad, se convierte, desde el momento
en que deduce de ella una norma de vida, en un impostor, alguien
que ha perdido la visión: se salva con lo que le pierde, tomando
como clave el hecho de no tenerla, manteniendo fuera de las terri­
bles garras del absurdo al absurdo mismo.
No debe pensarse que este abandono, esta contradicción, sean
fácilmente evitables; forman parte de lo que Camus llama la búsque­
da del absurdo. Incluso si se tuviera conciencia de que hay un modo
de evitarlo, éste se convertiría en el acto, en la trampa en la que nunca
se había pensado caer, encontrándose cazado de la forma más misera­
ble, seriamente herido. Hay que deducir de Mythe de Sisyphe que esta
búsqueda no proporciona posiblemente ninguna ventaja, si lo que se
persigue es organizarse cómodamente a nivel intelectual. Camus reco­
noce con facilidad: “Tengo dos certezas, mi ansia de absoluto y de
unidad, y la írreductibílidad del mundo a cualquier principio racional
y razonable.” Pero estas dos certezas no son más que traducciones
frágiles, dudosas, simplistas, expresadas en lenguaje discursivo, de una
situación que precisamente consiste en que no puede ser aclarada,
ni siquiera descrita con autenticidad. Lo único que puede hacer la
razón para acercarse a ella es poner en duda constantemente sus
propios métodos de acercamiento. Si se admite, cosa de la que Camus
no parece haberse dado cuenta, que el domonio del absurdo es el
del no-saber, se comprenderá que la razón no puede ocuparse de él
más que a condición de envilecerlo y utilizarlo; indudablemente, la
razón es capaz de comprobar por sí misma este abuso y de autodenun-
ciarse como depositaria infiel. Y es precisamente esta capacidad de
cuestionarse, de denunciarse constante e infatigablemente, la que le
da una apariencia de autenticidad por la que aumenta su legítima
pretensión de ocuparse del absurdo. La acusación que es capaz de
lanzar contra sí misma le permite comprometerse en una pirueta sin
fin consistente en perderse constantemente y después reencontrarse;
cada vez que cae, se levanta; cada vez su caída la restituye a sí misma.
La autenticidad de su “perderse” podrá ser negada hasta que la razón
no haya demostrado que, por sí misma, por sus propios medios, puede
autodestruirse, copvertirse en locura. Suponiendo que la razón, me­
diante una impu$íkción verdadera, pudiese convertirse en extravío, éste
no representaría un desenlace. Habría que aspirar a un más allá de la
locura, a una nueva posibilidad en la locura que fuese también impug­
nada, denunciada por una razón que se ha vuelto loca; pero que ha
permanecido fiel a sí misma en la locura. Y sobre esta posibilidad
aún no se podría decir: esto es el absurdo.
IX. EL MITO DE ORESTES

La obra teatral de Jean-Paul Sartre LesMouches, de valor y signifi­


cación excepcionales, cala con toda exactitud el mito de Orestes.
Como en la tragedia antigua, Orestes vuelve a Argos, asesina a Egisto
y a su madre, Clitemnestra, entrando en conflicto, por este doble ase­
sinato, con las deidades encargadas de castigar a los mortales, las Eri-
nias. Al igual que en la tragedia de Esquilo, la de Sartre es la tragedia
de la liberación, de la libertad. Hay que tener en cuenta que el drama
griego de la Orestiada no es el drama de la fatalidad; Orestes, atrapado
en el engranaje de la ley del talión, asesina a su madre, obedeciendo a
un dios que no quiere dejar impune el asesinato del rey, y se convierte
en culpable por obedecer, puesto que no es el dueño de su crimen, es
simplemente un eslabón en la cadena de acontecimientos. Pero la
violencia, que se inflinge y que le conduce a la absurda obligación de
matar a su madre para vengar a su padre, no es en Esquilo la trama
central de las Coéforas ni de las Euménides. Ante esta situación
sin salida, en la que, asesine o no, se encuentra convertido en culpable,
Orestes no se lamenta de su inmerecida suerte, se somete y la acepta.
El drama de las Coéforas, la preparación del crimen, la invocación
del hijo al padre, no tienen otro significado que la paulatina acepta­
ción del sangriento acto de la venganza, el esfuerzo de Orestes por
transformarse a sí mismo durante esa noche de maldad y de horror
que representa la muerte de Agamenón; en suma, la voluntad de
Orestes por interiorizar su propia fatalidad.
El drama griego no es el drama personal del héroe cuyos deseos
deben doblegarse a una orden ciega e incontestable; es la ilustra­
ción del paso de un mundo a otro, del mundo de las divinidades
subterráneas al de ios dioses de la luz, de las oscuras potencias del
miedo y la sangre a ios poderes superiores cuya soberanía implica
una auténtica unión subjetiva con el hombre, ¿Qué ocurre tras el
matricidio ordenado por Apolo? Sin respeto alguno hacia el m an­
dato divino, las hienas de la venganza se arrojan sobre el culpable;
Apolo defiende a su protegido por medio de estratagemas; final­
mente, al hacerse necesario un juicio definitivo, la causa se lleva
ante un tribunal compuesto por los dioses antiguos y los nuevos.
La sentencia restituye a Orestes su inocencia, a la vez que consagra
el recién adquirido poderío de los dioses, confirmando su amistad
con el hombre y anunciando un nuevo equilibrio que no alterará
la sumisión a las deidades de la oscuridad.
Originariamente, el mito de Orestes evoca la tragedia de la libe­
ración del Bien respecto del Mal, de hombres y dioses frente a la
inflexibilidad de las leyes, de los valores de la justicia viril ante las
inextrineables tinieblas de la filiación. También evoca el tema de
la aurora, del advenimiento, de un mensaje que tras la prueba del
crimen de los crímenes, del crimen llevado hasta su límite, hace
presentir la posibilidad para el hombre de una inocencia nueva.
Hay, pues, bastante relación entre el sentido que Sartre introduce
en el antiguo mito y los símbolos tradicionales que se le fueron
añadiendo. Esta concordancia es la clave de la fuerza dramática de
la obra. La situación que el autor moderno ha querido representar,
y que es, en muchos sentidos, totalmente ajena a la realidad antigua,
cuadra maravillosamente no sólo con el esquema, sino con los temas
de que la tradición ha transmitido. Si en algunos momentos se nota
una discordancia entre la obra y el mito en el interior del que se
mueve (ruptura probablemente buscada por el autor), no se debe a
una ausencia de unidad inicial o de una superficial adaptación de
nuevos temas al les|ejndario relato, sino de la extraordinaria coinci­
dencia que ha permitido a un pensamiento moderno unirse a la
verdad antigua con un mínimo de cambios y que hace aún más llama­
tivos los desacuerdos y diferencias de expresión.
En Les Mouches, como en las tragedias de Esquilo, el antiguo
régimen es representado por el reino de las Erinias; desde el asesi­
nato de Agamenón, la ciudad de Argos realiza actos de arrepenti­
miento. Cómplice de un crimen que ha consentido, se lanza como
poseída por una fiebre bestial al horror de un pasado con el que no
quiere romper. Todo se ha convertido en crimen, pensamiento del
crimen, ansia abrumadora de expiación. El miedo es el dueño abso­
luto. Las moscas, especie de reducción homeopática de las Furias,
zumban incesantemente sobre este monumental osario. Los muertos
son los que mandan. Al menos una vez al año se adueñan de los
vivos y, llegados desde las profundidades inferiores, reviven por la
ilusión de sus represalias el ansia de servidumbre que sostiene al
orden popular. Los poderes real, sacerdotal y divino están conformes
en garantizar la soberanía de las fuerzas de la oscuridad. Una ciudad
entera se pudre bajo la fatalidad del recuerdo. En ese momento apare­
ce Orestes, que, según la leyenda, es ajeno a esta memoria envenenada
por el crimen; educado lejos de los suyos, no ha participado ni en los
resentimientos que corroen a su hermana Electra ni en las cerrnonias
cómplices que prolongan la culpa a través del remordimiento. Es ino­
cente, pero con la inocencia pasiva e inconstante de alguien que no
existe; de algún modo es como si estuviese fuera del mundo, y su
vuelta a Argos es un intento de ligarse a las condiciones de su existen­
cia. Lógicamente, experimenta por la usurpación de Egisto, por la
abyección del reino de las Moscas, una repugnancia que le lleva a
indignarse, pero ésta no es más que un movimiento psicológico carente
de valor, que sólo le empuja a veleidosas acciones que fracasan ante
la indiferencia maligna a la que se siente condenado a causa de su
condición de extranjero. Pese a ello, mata a Egisto y a Clitemnestra.
Comete el doble crimen fatal. Mide sus fuerzas contra la ley intrans-
gresible de la maldición y el castigo. Tras el espectáculo de una ciudad
entera entregada sórdidamente a los muertos, o en las largas discu­
siones qUe le oponen a su hermana, cuyo deseo de venganza no acaba
de aceptar plenamente, perdido entre las vacilaciones y la débil
desesperación de su naturaleza todavía irreal, Orestes encuentra de
pronto, en una revelación íntima réplica de la revelación exterior
de los dioses, un sentimiento absolutamente distinto: el de ser libre.
Es libre y lo proclama, realizando su libertad al cumplir el acto más
cargado de fatalidad. Se libera al hacerse responsable. Se da en el
crimen la posibilidad de ser verdaderamente inocente. Y libera a
los demás al cargar con el castigo de las Erinias, despojándolo de su
categoría de derecho y reduciéndolo a una simple realidad.
Puede analizarse más profundamente lo que significa la situa­
ción de Orestes. La libertad de la que es portavoz frente al antiguo
régimen se manifiesta de tres modos diferentes y necesarios de reali­
zar. En un primer momento Orestes descubre que es libre en sí mismo;
este descubrimiento —del que la expresión teatral sólo puede dar
cuenta defectuosamente— no necesita justificación: Orestes descubre
simultáneamente la libertad y la existencia, ambas son lo absoluta­
mente gratuito, el vacío; sólo se revelan en una experiencia suma­
mente complicada, descrita en Le Nauseé, pero apenas esbozada en esta
obra. De esta libertad interior, Orestes se apresura a pasar a la líber-
tad de un acto que sena garantía y fundamento si el abismo pudiera
serlo. El sentido de su doble crimen reside en que no puede ser verda­
deramente libre más que por una acción de la cual acepta y soporta
todo lo que tiene de insoportable en sus consecuencias. Puede compa­
rarse su gesto al crimen gratuito de Lafcadio. En realidad, sólo es gra­
tuita la conciencia vacía, libre de todo, en la que el acto tiene su
origen. Pero las relaciones entre Orestes y su crimen no son gratui­
tas; el héroe reivindica la total responsabilidad de lo que ha hecho, el
acto le pertenece absolutamente y, a la vez, él mismo es el acto, su
existencia y su libertad. Sin embargo, esta libertad aún no es com­
pleta. No se es libre cuando se está sólo para serlo, dado que el hecho
de la libertad va unido a la revelación de existencia en el mundo.
Orestes no sólo debe destruir para sí la ley del remordimiento, tiene
que aboliría también para los demás y establecer por medio de la
manifestación de su libertad un orden en el que hayan desaparecido
las represalias y las legiones de la justicia del miedo.
El encuentro de Orestes y las Erinias es uno de los momentos
más notables de la obra; como en Las Euménides, el joven se refugia
cerca de la estatua de Apolo. Duerme bajo esta ilusoria protección
mientras que las deidades perversas, monstruos que alimentan su
venganza por medio del sueño, duermen también, a la espera de esta
presa que les reserva un magnífico suceso. Estas divinidades son toda­
vía más elementales que las antiguas Furias, no tienen otra realidad
que el terror, recortándose contra un fondo vacío de angustia. ¿Qué
pueden hacer en presencia del héroe de la libertad? Sería infantil
el pensar que éste, gracias a su horrible crimen, se ha liberado de
todo, que sin remordimiento alguno, queriendo lo que ha hecho aún
después de haberlo llevado a cabo, se ha descargado de su acción y
está ajeno a sus obsecuencias. Al contrario, es a partir de este mo­
mento cuando va a sondear el sorprendente abismo del horror, del
miedo desnudo y despojado de creencias dogmáticas, de la existen­
cia desnuda, pura, libre, limpia de supersticiones complacientes. ¿En
qué consiste el reino de las Moscas? Es el rescate por el que loshombres,
incapaces de soportar lo horrible, lo cambian por un sentimiento de
culpa; mercado abyecto que los conduce, con la esperanza de ser libe­
rados, satisfechos, a no aceptarse a sí mismos, a transformar el movi­
miento del tiempo en una perpetua recaída del pasado sobre sí mismo.
Lo que Orestes rechaza es la redención de lo horrible por el remor­
dimiento; es libre, la reconciliación con el olvido y el reposo ya no
le está permitida, sólo podrá unirse a la desesperación, a la soledad o
al aburrimiento. La grandeza del héroe no reside en estar libre de las
incomodidades de las leyes ni en tener tranquilamente acceso al
mal gracias a las negaciones del humanismo escéptico. Su grandeza
está en hallarse al margen de todo consuelo, llevando la carga más
pesada: la inocencia en el mal. Cuando al final de la obra Orestes
abandona el refugio de Apolo seguido por las Erinías que le persi­
guen entre gritos, sabemos que su existencia será la de un hombre
que debe vivir al nivel del horror, al que ha retirado todo derecho y
significación, pero no realidad. Porque su tarea no es abolir la angus­
tia y la desdicha, sino unir'al hombre a la angustia mediante un lazo
más puro, el de la libertad, y sustituir las Erinias, deidades de la ven­
ganza y los remordimientos, que reinan en un cielo vacío.
Uno de los temas de Les Mouches es que basta con que un hombre
se reconozca libre para que todos los demás lo sean. El orden y los
dioses mueren desde el momento en que un solo hombre haya lleva­
do su realización hasta el término de la libertad; esta es la verdadera
razón por la que el crimen de Orestes libera a sus compatriotas y
tiene para los demás idéntica significación que para él. Para compren­
der la autenticidad del tema conviene recordar a Dostoievski, que en
Los poseídos da una interpretación casi idéntica. ¿Cuál es el deseo
de Kirilov? Desea matar para afirmar su libertad, y sabe que matán­
dose librará a los hombres del engaño del antiguo Dios y de la mal­
dición del miedo. “El hombre —dice— ha sido siempre pobre y desdi­
chado, porque temía realizar la forma suprema de su voluntad (su
independencia). Pero yo proclamaré mi voluntad... Esto salvará a
todos los hombres y los transformará psíquicamente a partir de la
generación siguiente... Me mato para demostrar mi insubordinación
y mi nueva libertad.” También Kirilov ha descubierto que era libre;
pero como Orestes sabe que esta libertad sólo puede realizarse por
medio de un acto paradójico del que debe aceptar todas las conse­
cuencias, y sabe que esta libertad afirmada por él va a convertirse
en libertad de otro y para otro. “Sólo un hombre debe matarse,
el primero, porque, ¿si no quién daña el primer paso y demostraría
a los otros?... Seré yo el que muera para empezar y demostrar.”
Orestes tampoco puede alcanzar la libertad de otro modo que por el
crimen, acto monstruoso que permite el desgarramiento del cielo y,
al quedar al descubierto su vacío, deja al hombre libre y solo consi­
go mismo.
En este sentido, la gran fuerza trágica de Les Mouches tendría
que ser su valor sacrilego. Orestes es el héroe prodigioso, o sea, un
hombre que ha decidido atentar contra lo sagrado, calibrar astuta­
mente en su balanza el mundo superior; cada uno de sus gestos es
un desafío al orden; su existencia es una falta, un pecado perma­
nente. Es lógico preguntarse por qué esta sensación de sacrilegio
no aparece excesivamente en la otra. ¿Sartre ha querido dar una
expresión paródica a ese mundo de dioses y remordimientos? ¿O
no ha llevado bastante lejos la abyección que describe? Da la sen­
sación que el orden trucado de Júpiter y de Egisto sea tan medio­
cre y tan mezquino, fundamentado en la explotación grosera de
la credulidad y en la hipocresía, que sólo merezca como adversario
a la sombra de un racionalista y no a un héroe ni a un hombre. A
la grandeza de Orestes le falta el ser impío contra una verdadera
piedad, ridiculizar a unos dioses que lo sean verdaderamente, y pro­
vocar el hundimiento de un mundo de titanes, que podrá ser destrui­
do por su libertad justamente porque ésta no es nada.
X . E L MITO DE FEDRA

Thierry Maulnier, a quien se debe un bellísimo libro sobre Haci­


ne, es el único capaz de profundizar aún más en su estudio. Lecture
de Phédre es como el fragmento de una segunda obra que exigiese el
permanecer incompleto como condición de su realización, en el que
Racine se revela mucho mejor en cuanto que no Se muestra total­
mente. Parece que las circunstancias hayan negado a Thierry Maul­
nier el poder comentar las demás tragedias, por lo cual el Racine que
explicó fue solamente el de Fedra, autor de una obra única, salido
bruscamente de la sombra antes de volver a ella en medio de un
extraordinario silencio. Para amar y comprender Fedra es preciso o
no amarla más que a ella o, al menos, preferirla, ser sensible a las razo­
nes que la hacen incomparable más que a aquéllas que la sitúan en una
sucesión natural de obras maestras. El autor de Fedra debe ser consi­
derado, desde una cierta perspectiva, como incapaz de haber escrito
también Mitrídates, Britannicus o Atalía y aparecer a la vez como el
creador absoluto de esta tragedia única, última en la medida en que
es la primera. No es un silencio de doce años lo que la separa de Esther,
o uno de tres años de Ifigenia, ese mutismo que los años miden sim­
bolizan otro que no se agota en el tiempo, y que implica que, al es­
cuchar Fedra, no debemos intentar el presentirla por las obras ante­
riores o reconocerla en las siguientes, sino el verla y oírla en la sole­
dad de un arte exclusivamente hecho para ella e inutilizable por
cualquier otra. Es evidente que en ella se puede encontrar no lo que la
convierte en otra única, sino lo que la hace poseedora de las rique­
zas de las que la han precedido; también puede considerársela como
única en el sentido de que condensa todas las características del
arte de Racine, todos los recursos que, de uno en uno, hacen de las
otras tragedias obras grandiosas, se reúnen en ella alcanzando un alto
grado de eficacia. Thicrry Maulnier afirma: “ Al margen de] Racine
político, los demás se han dado cita en la útlima tragedia.” Aunque
si sólo se tiene en cuenta las cualidades análogas, considerando a Fedra
diferente a cáüsa de su mayor riqueza o perfección, se ignora su ver­
dadera significación, que no reside en el hecho de ser perfecta (mil
veces se ha demostrado que está menos acabada que Bercnice, menos
equilibrada que Britannicus, o que los personajes de Teseo, Hipólito
o Aricies no desempeñan más que una función convencional), sino
en que introduce a la tragedia francesa en un orden que sin ella
siempre le hubiera sido ajeno. Esta es la clave que asigna al autor
un destino excepcional, y a Fedra un resplandor, una verdad mis­
teriosa; con ella, Racine entra en una región desconocida de la que
sólo pudo salir avocándose al silencio, carente de un arte capaz de
repetirse.
El personaje de Fedra vive en tres mundos diferentes, y si el
análisis puede arbitrariamente distinguir esta triple existencia es
a causa de una ambigüedad de su recorrido, por el movimiento de
su carrera a través de numerosos mundos simultáneos, que hacen
que el desenlace nos parezca más complicado y extraordinario que
cualquier otro. Sometida a las pasiones humanas, Fedra se halla
igualmente entregada a una fatalidad que demuestra el poderío de
las verdades mitológicas; se dirige hacia un abismo al que bastarían
para empujarla los extravíos de las pasiones terrestres, pero aún la
arrastran con mayor fuerza la traición de los dioses, la hostilidad y
la amistad con potencias sobrehumanas. Su destino puede quedar
perfectamente explicado con motivos exclusivamente humanos;
su amor por HipóMo, su deseo de perderle y de perderse no nece­
sitan causas extraordinarias, se refieren a experiencias completa­
mente cotidianas. Ama y quisiera no hacerlo, es celosa y teme por
sus hijos, el escándalo de un amor condenable. ¿Puede .imaginarse
algo más corriente? Fedra corre hacia su perdición en un mundo
sin peligros, en el amor, remordimientos, calumnia, suicidio o ase­
sinato se explican en los límites del análisis interior, sin emplear
mecanismo irrazonable alguno. Sin embargo, este mundo de la tra­
gedia sentimental no es más que aparente. Ante Fedra y ante cual­
quier espectador, esta apariencia se rasga constantemente, super­
poniéndose a la tragedia que todo lo explica la de lo inexplicable,
que exige, para que la acción sea posible, la presencia de los dioses,
la transformación del sol y la tierra en potencias sagradas, la inter­
vención de monstruos que obedecen a órdenes infernales.
De este mundo mitológico del que se han nutrido todas las
fábulas de la fatalidad, que puebla el universo de figuras invoca-
bles, que une cielo y tierra por la complicidad de historias y rela­
tos, se desprende otro que le sostiene sin confundirse con él, y cuya
realidad es absurdo hacer surgir puesto que se halla completamente
unido a lo que no se manifiesta. Es precisamente a este último mundo
al que pertenece la tragedia de Fedra, y mientras que las dernás obras
pasan del plano humano al legendario, ese mundo propone para Fedra
una significación más misteriosa, dándole una profundidad en la que,
arrastrados por ella, giramos en tomo a enigmas que sólo podríamos
comprender perdiéndonos. La investigación de Thierry Maulnicr ha
ido más lejos que ninguna al expresar en un admirable lenguaje lo que
denomina la tragedia de la transparencia. Fedra, dice, no sólo es porta­
dora de la herencia de la pasión, sino también de la de la justicia; hija
de Pasifaes y entregada como ella al delirio, es también hija de Minos
y ávida como él de una justicia que sea capaz de cambiar las tinieblas
en luz. Su amor por Hipólito es la expresión de esta doble fatalidad.
Su naturaleza, presa de la fiebre, se consume con la llama incestuosa
por aquél a quién es monstruoso amar; y es precisamente esta natura­
leza, llena de inocencia, la que la arrastra de un modo irresistible hacia
el hijo de la Amazona, el hombre intacto, el leseo no mancillado del
que desea en vano la imposible resurrección. El furor del deseo no es
lo único que la lleva a la perdición, también la lleva su candoroso
sueño; lo que la encadena fatalmente a su crimen es tanto la locura
de éste como el amor a la pureza, que la obliga a ser culpable para
unirse completamente a la inocencia. No hay esperanza alguna de
refugio contra sí misma, rii posibilidad de salvación. Su destino es
perderse con lo que debería salvarla.
Estas observaciones nos introducen en un mundo más subterrá­
neo que el de los dioses y los infiernos, es el mundo del mito, hacia
el que las figuraciones de Fedra nos empujan para extraviarnos con
ella. La nostalgia por la luz, obsesión tanto más dura en cuanto que
inútil, marca en cada escena, progresivamente, el acercamiento a la
catástrofe, reverso de una pasión tal que, buscada o rechazada, sólo
puede ser vencida por la pasión por la noche. Fedra, ser que ya no
está sometido al día sino a la verdad de la noche, presenta una angus­
tiosa apariencia. Los vestigios comprensibles de ese fondo de oscu­
ridad presente en cualquier sentimiento son la fatalidad heredada,
los lazos de sangre, el constreñimiento de la raZa. Fedra es su origen
mismo. Atrapada en el vértigo de la tierra, siente una llamada a
hundirse en lo que le ha dado origen. Sentir que es posible perderse
precisamente porque se está unido a lo que da vida, es el más antiguo
de los presentimientos nocturnos; la pasión de Fedra ha nacido de
la noche. No es sólo un lazo que rechaza, que no comprende, que
es ajeno a todas las posibilidades humanas; es también deseo que no
puede realizar en el mundo diurno, que, cuando llega a una conci­
liación con la existencia, la ata aún con más fuerza a la destrucción;
su oscuro amor traiciona todo aquello que podría hacerlo viable,
buscando únicamente el encontrarse a sí mismo en la espera de lo
imposible. No es por su carácter criminal por lo que esta pasión es una
ofensa al día, ni su desdichada fuerza nace del adulterio o del incesto.
Hay pasiones culpables, como las de Roxana, que por encima de los
mandatos de la moral, brillan con la alegría de la vida. Pero la pasión
de Fedra sólo encontrará fin en el último estertor, necesita el abismo
para consumarse, exige la ruina. Nadie puede construirse sobre ella.
Su imperio es el aniquilamiento.
Desde el principio de la tragedia, Fedra es la imagen de la muerte:
“Una mujer moribunda que busca la muerte” , dice Terámanes en los
primeros versos. Significativa fórmula ya que en Fedra la voluntad de
entregarse a la muerte está presente, pero es posterior, aparece como
confirmación de una necesidad de morir mucho más profunda, ineluc­
table, que se sirve de la voluntad como instrumento. Si Fedra quiere
morir, si muere, no es como expiación a su culpa o para cortar un lazo
imposible de deshacer; su muerte no es la consecuencia de su amor
(consecuencia secundaria y en cierto modo accidental) es ese amor
mismo, que no puede realizarse más que en la muerte, que no espera
de esta realización ni satisfacción ni reposo, sino un más allá de la
muerte todavía más irrisorio y nulo que ella. Desde el momento en
que la pasión por Hipólito se adueña de Fedra, la muerte también lo
hace. En la tragedia de Eurípides, Fedra, muerta, tendida en un lecho
de duelo, domina tpd(o el escenario durante la mitad del drama y enve­
nena con su prescribía maldita la inocencia y la verdad del día, que
languidecen con su solo contacto. Mucho más que la carta postuma,
este testimonio mortal, esta cadavérica realidad, son los acusadores de
Hipólito los que le empujan al hundimiento. En la tragedia de Racine
no es necesario el decorado fúnebre y Fedra, viva, está mucho más
unida a la muerte y a su realidad que si el hecho ya se hubiera consu­
mado ; toda la escandalosa fuerza de su sujeción a la muerte aparece
con mucha más nitidez bajo el aspecto de la vida. Es como la oscuri­
dad misma que, sin manifestarse, descompone la luz, anula la inocen­
cia, devuelve a ía crueldad de las sombras todo lo que se ha intentado
edificar fuera de la noche. La catástrofe de Hipólito sólo tiene como
causa la transgresión de la maldición nocturna, el haber visto de frente
el secreto. Sucumbe no a la calumnia, sino al poderío de la noche
contra el que ni sus devaneos ni su gran amor por Aricie, ni virtudes,
ni buena reputación, todas las manifestaciones del día, pueden defen­
derle. Fedra puede retirarse a las tinieblas para devolver al día su cla­
ridad, pero este gesto es inútil: el día que ha dejado tras de sí está
devastado, vacío.
La tragedia se desarrolla alrededor de una Fedra inmóvil. Por sí
misma, en la medida en que es símbolo de la noche, no puede reac­
cionar, ni intentar que su amor triunfe, porque éste no desea una vic­
toria. Abandonada a sí misma, constantemente se aleja de la acción,
de la historia, de lo que aún es posible, para caer de nuevo en la an­
gustia de su propia aniquilación. La tragedia sólo avanza por la inter­
vención de los demás, de algún símbolo de la vida práctica, por ejem­
plo Enones, la sirvienta. Numerosos críticos se han preguntado por
qué Fedra, finalmente, renuncia a vivir y se envenena. ¿Acaso ha sabi­
do la muerte de Hipólito? ¿Quiere expiar el pensamiento de su crimen?
Estas preguntas son pueriles. No es la muerte de Fedra lo que necesita
ser explicado, sino más bien su supervivencia, puesto que durante toda
la obra agoniza, lleva en las venas un veneno más lento, pero más fatal
que el de Medea, está viviendo una prórroga de existencia. Es apenas
paradójico el afirmar que Fedra muere en el quinto acto, porque Eno­
nes, al final del cuarto acto, se arroja al mar. Muerta Enones, ya no
hay para Fedra posibilidad alguna de acción, ninguna prolongación
de la vida. Enones representa no ya la última oportunidad (dado que
todas sus iniciativas están condenadas de antemano al fracaso), sino
la última libertad, la última instancia en la que la noche, enfrentán­
dose al día, pasa del alma en que se halla confinada al mundo que
quiere ensombrecer. Hay que señalar que todo el movimiento de la
tragedia se debe al esfuerzo de Fedra que, tentada por Enones, lleva
a cabo para romper el secreto, para “comunicar” lo incomunicable;
si hubo crimen, de éste se trata. Quiso revelar lo que pertenece a la
noche, cedió a la angustia de desvelar el misterio. Ante la sirvienta,
ante Hipólito, ante el mundo entero, intentó iluminar la oscuridad,
hacer presente lo que sólo podía concebirse como ausente. Y, natu­
ralmente, la “comunicación” no reveló nada, se traicionó a sí misma,
no manifestando más que la falta. Sólo ha servido para abrir a la ca­
tástrofe el mundo exterior que, al oírla, creyó comprenderla, y atrajo
por medio del horror a la existencia del día, que sólo la acogió duran­
te un momento para luego rechazarla.
El que Fedra es la tragedia del silencio debe ser recordado a los
que se asombran del silencio de Racine después de Fedra; no es nece­
sario buscar una explicación a este silencio, pero si se opina lo contra­
rio, es perfectamente lícito aludir a los escrúpulos religiosos, las sus­
ceptibilidades literarias o las fatigas do la vida amorosa. Para los que.
piensan que el. mutismo de Racine es un acontecimiento que escapa a
las condiciones y a las causas, y sensibles no sólo a la renuncia de Ra ­
cine, sino también a la tranquilidad con que renuncia a sí mismo,
interpretan su banalidad y discreción corno el retiro más seguro,
Fedra les recuerda la significación del silencio confesando, junto a su
propia ruina, la anulación del espíritu que quiso servirse de ella para
comprender la noche. Mientras que Fedra se pierde en una muerte
casi tranquila a fuerza de sobrepasar el tormento de las desdichas or­
dinarias, es lógico que parezca arrastrar con ella al que ha rozado el
misterio que no puede ser desvelado, y del que no podrá presentar al
mundo más que su silenciosa incógnita.
XI. LOS “CARNETS” DE LEONARDO DE VINCI

La gloria de Leonardo de Vinci se identifica en Francia desde


hace medio siglo con la manera en que Paul Valéry nos enseñó a com­
prenderla. La vemos como él. Distinguimos lo mismo que él y nada
más. La capacidad de visión que nos ha transmitido impide a nuestros
ojos toda mirada que no se centre en cualquier cualidad admirable o
que pretendiese buscar alguna sombra en medio de tan magnífica luz.
La posteridad es así. Paul Valéry juzga maravillosa la vida de su héroe,
pero aún más el destino postumo que ha precisado de cuatrocientos
años y de un enorme desarrollo del saber humano para que pueda ser
apreciada la grandeza y verdad de semejante espíritu; pero Valéry no
añade el rasgo más sorprendente de esta gloria a la que, cuatro siglos
después, se ha ofrecido el espejo más brillante y profundo que pueda
reflejarla, deslumbrante en sí mismo, repetición de lo único, al que nos
basta mirar para encontrar y tal vez penetrar en el espectáculo antes
incomprensible.
Los Carnets de Leonardo de Vinci, cuya nueva traducción de
Louise Servicen nos da una idea casi completa, no pueden aclarar el
carácter de enigma que siempre ha estado presente en el destino de
Leonardo y que es inseparable del deseo de comprenderlo. Este enig­
ma, en tanto que auténtico, es imposible de captar, y no se sabe si debe
ser buscado en la prodigiosa amplitud de los conocimientos de un solo
hombre, en su capacidad de ser el inventor de todo, en el secreto que
le hizo ser tan admirable artista como sabio o en los límites que se
puso el espíritu más apto para franquearlos. ¿Hay que juzgar esta ex­
traordinaria vida como triunfo o como fracaso para intentar la expli­
cación de lo inexplicable? ¿No residirá el misterio en que se pueda
hablar de fracaso en el caso de un hombre que no tuvo a nadie por en­
cima de él en su arte y que estuvo por encima de todos en la variedad,
y certeza de sus experimentos? ¿O habrá que considerar como una su­
perioridad más esa indiferencia a ciertas cuestiones, su renuncia a posi­
bilidades que abandonó teniendo dolorosa conciencia de lo que perdía?
En un reciente ensayo, Jean de Boschére, al considerar lo que
llama “Los fracasos de Leonardo de Vinci” , señala que esta poderosa
mente se interesa por todo, salvo por lo imposible, que dominó todos
los problemas, excepto el problema último que juzga a los demás,
que incluso en pintura, por alejamiento del pensamiento intuitivo y
desprecio por los sueños de la sensibilidad, se dio unos objetivos tan
limitados (semejanza con el objeto), que sintió paulatinamente lo de­
cepcionante de la práctica de un arte del que poco podía esperar y
que, sin embargo, para ser perfecto, lo exigía casi todo. Este aspecto es
el que lleva a Valéry a considerarlo más grandioso, amplio y libre que
muchos otros, incluyendo Pascal. “No hay revelaciones para Leonar­
do. Ni abismos que se abran a su derecha; un abismo le haría pensar
en un puente, o le serviría para probar algún anorme pájaro mecá­
nico...” Una inteligencia tan conocedora de sus medios, tan hábil en
el paso del análisis a los hechos, en suma, tan capaz de ser inteligencia,
no debe sentir apego por los objetivos, subordinándose a una investi­
gación cuyo valor implícito la anularía en tanto que capacidad para en­
contrar cualquier cosa. Donde Jean de Boschére ve un pensamiento
tímido que no ha concebido en el mundo más de lo que era capaz de
encontrar, espantosamente decepcionado por su esfuerzo de reducirlo
todo a recetas, Valéry ve el pensamiento más audaz en tanto que uni­
versal, el más cercano a la satisfacción en tanto que no perteneciente
más que a sí.
Al asombro que produce este alma rica y empobrecida por su
poder, se añade tí'¡de comprobar que, en cualquier empresa que se
proponga, ningún aspecto de ella aparece como inferior a los otros.
Es aceptable el análisis que hace de Leonardo el dueño de lo posible,
de lo que puede ser realizado, de lo que somete el saber ál poder, de
lo que encuentra en el acto de hacer la condición y la prueba del acto
de comprender. Sin duda, éste es el reino del conquistador Leonardo.
No sabe más que a condición de poder, y sólo puede cuando su poder
se ejerce a través de una máquina o de una obra que ha construido y
que puede reconstruir. En este sentido, no existe hombre universal,
artista o sabio, que se haya ceñido como él a lo conocido. Lo descono­
cido no le es solamente ajeno: no significa nada para él. No necesita
volver la vista, porque de lo que no ve hace el primer momento de lo
que debe verse necesariamente, y lo que es invisible en sí, es condena­
do por su inigualable capacidad de visión, a no ser por el solo hecho de
que no lo encuentra. Lo desconocido sólo ocupa un lugar en su aten
ción, en tanto que susceptible de ser conocido; entonces le coloca en
lugar preferente, viendo en la naturaleza un campo ilimitado de inves ­
tigación, encuentra mil secretos donde otros no descubren nada; baja,
de la superficie en que todo es evidente, a 1a. profundidad en que todo
es problema. Pero concibe la naturaleza como una infinidad de posibi­
lidades (“La naturaleza está llena de infinitas causas que nunca han
sido demostradas por la experiencia”), se prohíbe el enfrentarse, fuera
de lo posible, con cualquier infinitud o el poner en duda sus capacida­
des. La naturaleza, tal como puede reconstruirla, es principio y fin
de su curiosidad.
Se presenta la situación de que los límites que impone a su espí­
ritu de investigación con objeto de realizar una obra —máquina o
pintura desaparecen en la obra misma, admirablemente exenta de
ellos. Lo desconocido en tanto que tal, que la pasión de su inteligen­
cia no hace entrar en sus cálculos,ignorándola, no pudiendo hacer otra
cosa, encuentra en las mayores obras en que esta pasión desemboca
una expresión de una profundidad, fuerza de atracción y extrañeza
que escapa a los determinantes del análisis. No es preciso recordar
todo lo que se ha dicho sobre el enigmático mensaje que las figuras de
Leonardo transmiten; pueden juzgarse estos comentarios como dema­
siado vulgares, muy inferiores a las obras maestras que elogian; pero es
un hecho el que sus cuadros arrancan a los hombres de lo que les re­
sulta conocido, llevándoles hacia lo que no pueden conocer. Los re­
tratos, producto de combinaciones perfectamente pensadas y estable­
cidas, reflejan lo indescifrable, celebran el misterio que ellos mismos
aniquilan; dan forma a lo que no pretenden ser; sugieren una verdad
que contradice la de su realización, implican en el hombre que los con­
templa una actitud absolutamente condenada por el hombre que los
ha hecho.
Para captar todo lo que de notable tiene esta situación, debe ser
referida con exactitud a sus condiciones. En la medida en que el saber
de Leonardo se limita voluntariamente a lo posible, su poder que as­
pira a rehacer este posible, va más allá y nos proporciona, como una
imborrable ilusión, una apertura sobre un mundo imposible. Al orien­
tar sus investigaciones exclusivamente hacia problemas cuya solución
podía hallar, nos ha dado una idea infinitamente eficaz de lo irreali­
zable. Espíritu que sólo concibió lo que podía llevar a cabo, realiza,
por este mismo hecho, algo más que lo concebible. Cuando Jean de
Boschére se lamenta de la pobreza de sus investigaciones o del campo
estrecho de sus tentativas, de las limitaciones que se impone, no tiene
en cuenta que cnanto más pobres son sus investigaciones, más ricos
son los resultados, más cercano el objetivo buscado, más amplio el
poder que adquiere, hasta el punto de que la modestia de sus proyec­
tos, su carácter deliberadamente limitado, se traducen finalmente en
algo de resultados ilimitados.
Evidentemente, al expresar de este modo uno de los enigmas de
Leonardo, no se ha hecho absolutamente nada por explicarlo, simple­
mente se le ha agudizado un poco. Recordemos que para críticos
como Paul Valéry, ese poco al que uno de los más grandes espíritus se
limita es un medio para convertirse en dueño de sí mismo, o sea, de
todo; el reducirse a no encontrar más que recetas es la actitud esen­
cial por la que comprender y hacer son igualmente posibles y, respecto
a esto, el estudio de un mecanismo concreto puede dar al hombre, si
capta la ley que lo rige, el poder de crear los efectos más generales,
incluso con resultados imprevisibles. Para tener una conciencia más
clara del misterio de Leonardo hay que tener en cuenta que si bien
aparta a lo incognoscible de su atención, estudiando únicamente lo
que puede conocer, también se dedica a la pintura, lugar de manifes­
tación de lo incognoscible, empleando todos sus conocimientos y
aptitudes. La pintura no es para él un arte entre otros, actividad seme­
jante a la escultura o a la poesía, es el fin supremo en relación al cual
todo lo demás debe ser estudiado, dicho, hecho, considerado siempre
con un medio, un auxiliar, un accesorio. Leonardo está pensando en
la pintura cuando investiga la estructura de un objeto, estudia las fun­
ciones vitales, los minerales, o cuando escribe en mayúsculas: “El sol
está inmóvil” , la pintura exige el conocimiento de todo, y todo debe
concluir en algo susceptible de ser pintado. ¿Hay que conocer total­
mente la naturaleza? Sí, pero con el único objeto de rehacerla entera­
mente por medio de la pintura: este es el objetivo final, la verdadera
razón de la actividad del hombre. En semejantes condiciones puede
suponerse lo que significan el arte y el enigma que conlleva. Si es
cierto que la pintura de Leonardo es rica no sólo en un conocimiento
riguroso y amplísimo, sino igualmente en algo que desborda a dicho
conocimiento y lo impugna; si, al relacionarse a nivel de elementos
con todo el saber, se relaciona a nivel de síntesis con lo desconocido,
si la obra pintada no es más que una sabia imitación de la naturaleza,
da al mismo tiempo la impresión de que está por encima de ella, esto
se debe a que este gran pintor, haciendo de la naturaleza una reali­
dad puramente mecánica y matemática, concibe, por la síntesis de su
capacidad, una naturaleza que sobrepasa a la realidad cognoscible,
igualando la profundidad con la ilusión de tal. El secreto de Leonardo
podría resumirse diciendo que la totalidad del saber (referido a un
mundo reducible a elementos conocidos) le es necesaria para el per­
feccionamiento de un poder capaz de reconstruir el mundo hasta su
verdad incognoscible.
Leonardo, pese: a que se tenga la impresión contraria, traicionó
poco a poco este supremo objetivo; podrá especularse sobre las razo­
nes de esta indiferencia final, de este desdén mezclado con dudas e
inquietudes. Suponer que el pintor, tras haber puesto a su servicio
todo su espíritu, reinando gloriosamente sobre el investigador faus-
tiano que cohabitaba con él, terminó siendo víctima de este imperio
excesivo hasta que un día se sintió oprimido por ese prodigioso sir­
viente. O bien, que no consiguió pasar de la investigación al ejercicio
de su arte a partir del momento en que la obra engendrada, por gran­
diosa que fuese, parecía siempre menor que.su teoría. Jerarquizar las
curiosidades, considerarlas en función de un objetivo que pretendía
someterlas sin conseguir absorberlas, fue cada vez más doloroso para
este espíritu universal y lo alejó lentamente de la pintura. La tenta­
ción no radicaba en atenerse al conocimiento (en absoluto es esta la
aspiración del genio de Leonardo), sino en renunciar a un poder par­
ticular para ascender al poder particular, el deseo de alcanzar no una
obra determinada, sino la capacidad de hacer cualquiera la voluntad
de rivalizar con la naturaleza no siendo autor de cuadros, sino creador
de su propio espíritu y, en lo más hondo de sí, pintar lo incognoscible,
estos son los anhelos que los últimos años de Leonardo nos permiten
atribuirle, frutos de la conciencia intelectual más rigurosa y calcu­
ladora.
X II. ¿COMO ES POSIBLE LA LITERATURA?

Hay dos formas de leer Les fleurs de Tarbes de Jean Paulhan.


Limitándose a recibir el texto, seguir sus indicaciones, complacerse
con la primera reflexión que sugiera, se tendrá la recompensa de una
lectura agradable y excitante para la mente; en efecto, es difícil hallar
algo más ingenioso e inmediatamente gratificante que las vueltas y
revueltas del juicio frente a una cierta concepción literaria que atrae,
fascina y aniquila, se termina el libro con una sensación de encan­
tamiento y seguridad. Poco después comienzan a aparecer las dudas;
hay que meditar: esas alusiones disimuladas por su propia evidencia,
esas formas incidentales, su misteriosa conclusión... ¿Este libro es
realmente la obra que hacía falta leer? ¿No será más que su aparien­
cia? ¿No habrá sido escrito para esconder irónicamente otro ensayo,
más difícil, más peligroso, del que se entreveen algunas sombras y el
ambicioso proyecto? Es necesario volverlo a leer, pero sería vano espe­
rar que Jean Paulhan descubra sus secretos. Solamente el malestar y
la ansiedad que se sienten autorizan la relación con los grandes proble­
mas que estudia, y de los que no muestra más que la ausencia.
El primer libro, el aparente, se dedica al estudio de la concep­
ción crítica que se ha dado en llamar terrorista; según ésta, que go­
bierna el mundo de las letras desde hace ciento cincuenta años, la lite­
ratura tiene el deber de evitar los lugares comunes, reglas, leyes, figu­
ras, unidades. Todo escritor que se abandona a los clichés y a las con­
venciones renuncia a expresar su pensamiento, incluso a buscar con­
tactos nuevos, ese frescor del mundo que es el objetivo de todo arte;
es víctima de las palabras; la pereza, la inercia, las frases hechas, impo­
nen a su pensamiento su degradante poderío. Esto no son más que evi­
dencias. Los lugares comunes traicionan a una inteligencia sumisa e
indolente, inerte y dominada, avocada a un lenguaje que no controla.
¿Qué reproches se le pueden hacer al hombre que emplea sin precau­
ción algunas palabras como libertad, democracia u orden? Se le acusa
de palabrería. Este escritor se deja llevar por los clichés, es prisionero de
palabras que no somete a su criterio. Padece una extraña enfermedad
de lenguaje ala que no puede escapar.
Esta concepción crítica, que es la de Víctor Hugo rechazando la
teoría, la de Verlaine denunciando la elocuencia, o la de Rimbaud
apartándose de la chochez poética, que curiosamente reconcilia a
Sainte-Beuve, Taine y el surrealismo a causa de la humillación que
inflinge a las palabras y el privilegio que otorga a un pensamiento
auténtico, ha sido estudiada por Jean Paulhan de un modo tan escru­
puloso que hay que preguntarse cómo le será posible destruirla des­
pués de darle una tan firme fundamentación. Sin embargo, para hacer­
lo, sólo necesita algunas observaciones y un descubrimiento capital
del que se advierte posteriormente la importancia. La más sencilla
observación desmiente a la crítica terrorista. No es cierto que el em­
pleo de lugares comunes sea signo de pereza, ni menos aún de verba­
lismo. ¿Acaso no hay escritores que inventan clichés, que no los
sufren, sino que los descubren, y expresan mediante ellos lo más tierno
de su sensibilidad, lo más espontáneo de su imaginación? ¿Y no hay
otros que emplean lugares comunes, conscientes de ello, que, lejos de
pensar que por eso pierden el hilo de su discurso, lo emplean porque
está demasiado experimentado y sirve de pantalla al sentido que debe
traducir? El destino de los clichés es el de pasar desapercibidos. Las
imágenes, las palabras, no cuentan. El lenguaje dibuja un cuerpo invi­
sible y ausente.
De hecho, toda acusación de la crítica terrorista descansa sobre
una ilusión óptica; es cierto que algunos lugares comunes rodean al
espíritu de las jpalabras, imponiéndole hasta el exceso la preocupación
y el ruido. Pero este defecto no se produce en el autor, es el lector
quien lo advierte, lector que ante cada lugar común se pregunta:
¿Esta expresión guarda su vigor, su fuerza original? ¿No será un
cliché, una expresión grandilocuente? Este lector, preocupado por
cuestiones de lenguaje, está cogido en una red de palabras que le
impiden estar a disposición del espíritu, verdaderamente en pleno
furor verbalista. Pero la crítica terrorista puede deducir, como de
hecho ocurre, que el mal se debe a la molesta tendencia del escritor
a rendirse ante las palabras; aunque en realidad pase todo lo contra­
rio. Si el autor se ocupase más de las palabras, el lector se preocuparía
menos. El que siendo escritor no presta atención a las palabras, descu­
bre al que siendo lector no tiene interés más que para ellas.
Una vez desenmascarada esta ilusión, Jean Paulhan sitúa a la
crítica terrorista en el lugar que le corresponde, demostrando su insu­
ficiencia y excesos gracias a la perfección que le supone. ¿Qué se le
puede reprochar a los lugares comunes? El ser lugar de incompren­
sión, oscilante expresión, de doble acuerdo aún no fijado, común­
mente incomprendido, lugar no común. En esto reside su tara. Es
grave, ya que estos lugares tan extendidos se presentan como medios
perfectos de intercambio, siendo en realidad instrumentos de turba­
ción, monstruos de ambigüedad. Pero la solución también aparece
en los mismos puntos enumerados; puesto que nada más necesitarían
estos clichés si apareciesen siempre como tales. Sería suficiente el
hacer comunes los lugares comunes y devolver a su verdadero uso
las reglas, figuras y demás convenciones que comparten su destino.
Si el escritor emplea debidamente las imágenes, las unidades de la
rima, o sea, los medios renovados de la retórica, podrá reencontrar
el lenguaje impersonal e inocente que busca, único que le permi­
tirá ser lo que es y tener contacto con la virginal novedad de las cosas.
Poco más o menos, tal es la conclusión de Jean Paulhan; al
llegar a este punto el lector puede elegir entre dos actitudes posibles.
Puede atenerse a este texto que ha comprendido y cuya importancia
es suficiente como para ocuparle. ¿Ahora ya está todo claro? ¿Queda
alguna duda que no haya aclarado? ¿Qué más se puede pedir a un
autor que lo ha previsto todo, incluso el que ya no se le exigirá nada
más? Pero, si está alerta, este mismo lector encontrará al final de la
obra, en el momento en que se siente enteramente satisfecho, algunas
palabras de arrepentimiento que le interesarán, obligándole a volver
sobre la obra. Empieza la relectura y, poco a poco, convencido de
que las primeras afirmaciones ocultan un secreto que debe descu­
brir, intenta ir más lejos, buscando la combinación que le permitirá
abrir el verdadero libro que se le ofrece. Al principio piensa en hacer
algunas objeciones con objeto de atacar y disipar el texto aparente,
que retiene excesivamente su atención, intenta una que no entraña
demasiados riesgos: ¿Qué es en el fondo esta crítica terrorista?, ¿cómo
ha podido reunir a tantos espíritus tan diferentes, opuestos casi en
todo? En un primer momento se distinguen entre los críticos terro­
ristas dos categorías de escritores, que están muy lejos de llegar a un
acuerdo sobre el lenguaje. Para unos, la misión del lenguaje es expre­
sar correctamente el pensamiento, ser su fiel intérprete, sometido a
una soberanía que acepta. Para los otros, la expresión no es más que
un destino prosaico digno de la lengua diaria; el verdadero papel del
lenguaje no es el expresar, sino el comunicar, no el traducir, sino el
ser, y sería absurdo ver en él un simple intermediario, un miserable
agente. En apariencia, nos bailarnos ante dos tipos de criterios abso­
lutamente ajenos entre sí. ¿Qué pueden tener en común?
Sin duda, mucho más de lo que se creería a primera vista; estu­
diemos los escritores clásicos. Para ellos, escribir es expresar el pensa­
miento por medio de un discurso que no debe acaparar la atención,
que debe desdibujarse desde el momento mismo en que aparece, sin
arrojar sombra alguna sobre esa profunda vida que revela. En conse­
cuencia, el único objetivo del arte es esclarecer el mundo interior
conservándolo intacto de las ilusiones groseras y generales que le aca­
rrearía un lenguaje imperfecto. ¿Pero que más quieren los otros, los
que se niegan a asignar las mismas funciones a 1a. lengua poética y a la
práctica? ¿Lo que quieren es empleando los mismos medios? Tam­
bién para ellos escribir es expresar el pensamiento secreto, profundo,
vigilantes a eliminar del lenguaje todo lo que le asemeje a la lengua
corriente, en suma, expresarse por medio de un lenguaje que no sea
usual, ni instrumento de expresión, ni cuyas palabras puedan trans­
mitir la usura y ambigüedad de la vida vulgar. En ambos casos, la
misión del escritor es dar a conocer un pensamiento auténtico -secre­
to o verdad- que una excesiva atención a las palabras, especialmente
a las palabras desgastadas por el uso diario, no haría más que poner en
peligro.
Lo que afirma el parentesco de ambas corrientes es la identidad
de destino. Unos y otros, arrastrados por su propia exigencia, acaban
juzgando al lenguaje como tal, a la literatura, y agotándose en el silen­
cio si no les salvara una constante ilusión. Jean Paulhan lo ha demos­
trado claramente con respecto a los primeros. Queriendo hacer del
lenguaje el lugar ideal de la comprensión y la evidencia, han llegado a
prescindir de los lugares comunes que turban la unidad del pensa­
miento, a retirar las palabras convencionales, a expulsar a las palabras
mismas en último extremo, persiguiendo en vano la claridad de un
lenguaje que lo airía todo sin ser nada, mueren sin haber alcanzado
nada. En resumen, terminan por suprimir el lenguaje como medio
de expresión, precisamente por haberle exigido el no*ser otra cosa
que un medio de expresión. En cuanto a los segundos, desembocan
en la misma hostilidad, dado que reconocen que las palabras no sirven
para expresar, pero sí para comunicar; así, han expulsado de la lengua
las palabras, los giros, las figuras más aptas para asemejarla a un medio
de intercambio o a un sistema preciso de sustitución. Esta exigencia
es devoradora. Si bien permitió a Mallarmé restituir un valor de acon­
tecimiento a algunas palabras y le dio los medios para explorar el
espacio interior hasta el punto de que parecieran realmente inven­
tadas o descubiertas, también obligó a sus seguidores a rechazar
estas mismas palabras como ya caducas por el uso, a considerar
este descubrimiento corno vulgarizado por la. tradición y devuelto
a la impureza común.
Es evidente que en esta busca extenuante de un poder al que
corrompe su sola aplicación, en este esfuerzo por hacer desaparecer
la opacidad o vanalidad de las palabras, el lenguaje corre el riesgo de
perecer; lo mismo puede decirse de la literatura en general. Los luga­
res comunes, objeto de un implacable ostracismo, son equivalentes
de las convenciones literarias, semejantes a reglas ya caducas, que a su
vez son resultado de experiencias anteriores y, por tanto, resultan
ajenas al secreto personal cuya revelación deberían potenciar. El
escritor tiene la obligación de romper dichas convenciones, suerte de
lenguaje hecho, más impuro que el otro. Si puede, debe librarse
de los intermediarios que ha creado la costumbre, y, encantando
al lector, ponerlo directamente en contacto con el velado mundo
que quiere descubrirle con la secreta metafísica, religión pura cuya
búsqueda es su verdadero destino.
A este nivel de análisis, al que Jean Paulhan nos conduce imper­
ceptible, pero firmemente, pueden hacerse dos serias objeciones. La
primera, es que la concepción que hemos aprendido a conocer bajo
el nombre de crítica terrorista no es una concepción estética y crí­
tica cualquiera, puesto que abarca casi todo el mündo de las letras,
es la literatura o al menos su alma. Así, cuando cuestionamos esta
crítica, rechazándola o demostrando las consecuencias de su lógica,
es a la literatura misma a quien estamos cuestionando, y nos acerca­
mos a la nada. Por otra parte, estamos obligados a aceptar que, salvo
algunas célebres excepciones, los escritores de una u otra tendencia,
incluso los más rígidos y ligados a su ambición, no han renunciado ni
a la forma ni al lenguaje. Es un hecho, la literatura existe. Continúa
existiendo a despecho del absurdo interior de la vida, la divide y la
hace inconcebible. Hay en el corazón de todo escritor un demonio
que le empuja a golpear mortalmente cualquier forma literaria, a
tomar conciencia de su dignidad de escritor en la medida en que
rompe con el lenguaje y con la literatura; en una palabra: a impug­
nar de un modo indecible lo que es y lo que hace. ¿Cómo en estas
condiciones puede existir la literatura? ¿Cómo el escritor, que se
distingue del resto de los hombres por el solo hecho de que duda
de la validez del lenguaje y cuyo trabajo debería ser el impedir la
configuración de una obra escrita, acaba creando cualquier obra
literaria? ¿Cómo es posible la literatura?
Para responder a esta pregunta, para ver como Jean Paulhan
responde, es preciso seguir el movimiento que conduce a la refuta­
ción de la crítica terrorista. Ya se ha visto que unos luchaban contra
el lenguaje, porque veían en él un medio imperfecto de expresión
habiendo deseado una inteligibilidad perfecta y completa. ¿A dónde
los lleva esta ambición? A la invención de un lenguaje sin lugares
comunes, en apariencia carente de ambigüedad; de hecho, a una len­
gua que ya no ofrece un haremo común, ajena a la comprensión.
Los otros luchaban contra el lenguaje considerado como medio de
expresión demasiado completo o demasiado perfecto, en conse­
cuencia, un lenguaje no literario; su implacable exigencia, su preocu­
pación por una pureza inaccesible, los lleva a proscribir convenciones,
reglas, géneros, a una proscripción total de la literatura, satisfechos
cuando podían hacer comprensible su secreto fuera de toda forma
literaria. Hay que añadir que estas consecuencias - rechazo del len­
guaje y de la lite r a tu r a n o son las únicas a las que llegaron ambas
tendencias. Ocurre, necesariamente, que su lucha contra las palabras,
su deseo de no tenerlas en cuenta para ceder su imperio exclusiva­
mente al pensamiento, su ansia de indiferencia, provocaron una preo­
cupación extrema por le lenguaje, cuya consecuencia es el verbalis-
lismo. Significativa fatalidad, a la vez deplorable y feliz. En cualquier
caso, es un hecho. Quien desea en todo momento estar ausente de las
palabras, o no estar presente más que en las que reinventa, se halla sin
cesar preocupado por ellas, de modo que los autores que buscan con
mayor empeño evitar el reproche de verbalismo son justamente los
más expuestos a él. Escapad al lenguaje, os persigue, dice Paulhan.
Perseguid el lenguaje, os crea. Pensemos en Víctor Hugo, el escritor
víctima de las palabras, que precisamente lo había hecho todo para
huir de la retórica, quien decía: “El poeta no debe escribir con ’o que
ya ha sido escrito (es decir, con palabras), sino con su alma y su co­
razón.”
Lo mismo ocujrie en el caso de aquéllos que, por prodigios del
ascetismo, han tenido la ilusión de hallarse al margen de toda litera­
tura; al intentar liberarse de formas y convenciones para llegar direc­
tamente al mundo secreto y a la profunda metafísica que querían
revelar, se han contentado finalmente con servirse de ese mundo, del
secreto y de la metafísica como convenciones y formas que han exhibi­
do llenos de complacencia, y que han constituido a la vez la estruc­
tura visible y el fondo de sus obras. Jean Paulhan hace a este respecto
observaciones decisivas: “Castillos ruinosos, luces en la noche, espec­
tros y sueños (por ejemplo) son... puras convenciones, como la rima y
las tres unidades, pero son convenciones que se suelen tomar como
sueño y por castillos en el lugar en que nadie hubiera pensado ver las
tres unidades.” Dicho de otro modo, para esta categoría de escritores,
metafísica, religión y sentimientos ocupan el lugar de técnica y len­
guaje; son sistema de expresión, género literario. En una palabra, lite­
ratura.
Ya podernos responder a la pregunta de cómo es posible la litera­
tura. Lo es en virtud de una doble ilusión-ilusión de los que luchan
contra los lugares comunes y el lenguaje con los mismos medios que
los originan; ilusión de los que, renunciando a las convenciones litera­
rias, o a la literatura, le dan vida bajo una forma (metafísica, reli­
gión, etc.) que no es la suya. De esta ilusión y de su conciencia, Jean
Paulhan, mediante una revolución, que podría calificarse de coperni-
cana como la de Kant, se propone deducir un reino literario más pre­
ciso y riguroso. Señalemos lo audaz del proyecto, puesto que se trata
de poner términos a la ilusión esencial que permite la literatura; de
revelar al escritor, que sólo origina el arte por una lucha vana y ciega
contra él, que la obra que piensa haber arrancado al lenguaje común
y vulgar existe gracias a la vulgarización del lenguaje virgen, por una
sobrecarga de impureza y envilecimiento. En este descubrimiento hay
lo suficiente como para que todos caigan en el silencio de Rimbaud.
Pero, al igual que el hecho, para el hombre, de saber que el mundo
es la proyección de su espíritu, no destruye el mundo, sino que asegu­
ra el conocimiento, configura los límites y precisa el sentimiento;
para el escritor, si sabe que cuanto más lucha contra los lugares
comunes más les está sometido, o que no escribe más que por la
ayuda de lo que destesta, tiene ocasión de ver más claramente la
amplitud de su poder y los medios de su reino. En todo caso, en
lugar de estar inconscientemente regido por las palabras o indirec­
tamente gobernado por las reglas (puesto que su rechazo le hace
depender de ellas), buscará el dominio. En lugar de sufrir los lugares
comunes, podrá hacerlos, y, sabiendo que no puede luchar con la
literatura, no se apartará de las convenciones más que para aceptar
su limitación, aceptará las reglas no Como un trazo artificial indi­
cador del camino a seguir y del mundo a descubrir, sino como los
medios de su descubrimiento y la ley de su avance entre la oscu­
ridad en la que no hay ni camino ni indicador alguno.
Hay que intentar dar otro paso, aunque sin pensar en ir muy
lejos; Jean Paulhan demuestra que el escritor, preocupado única­
mente por el pensamiento que quiere expresar o comunicar, y,
en consecuencia, hostil a clichés y convenciones, se condena a un
silencio del que no escapa más que por una ilusión permanente.
Así, invita a dar, en la concepción de la obra, preeminencia al sis­
tema de expresión verbal y a la captación de una forma. Tal vez
su revolución copemicana consiste en hacer que el lenguaje gire
exclusivamente en torno al pensamiento, imaginando otro sutilí­
simo y complejo mecanismo tal como el pensamiento, para reencon­
trar su naturaleza auténtica, tenga que girar alrededor del lenguaje.
Analicemos si esta observación puede expresarse de otro modo.
En los diversos pasajes de su estudio, Paulhan ha aceptado ..con
una complaciente sumisión al sentido común, que esconde visible­
mente una trampa- la. distinción tradicional entre signo y cosa, pala­
bra e idea. Pero, en realidad, Paulhan, sabiendo muy bien todo lo
que tiene de arbitraria la oposición entre fondo y forma, y que,
según Paul Valéry, lo que se ha dado en llamar fondo es una forma
impura, hace entrar en sus cálculos este equívoco sin hacer nada por
disiparlo. Si lo hiciera se vería que entiende por pensamiento, no un
pensamiento puro (todo pensamiento captado es un primer lenguaje),
sino un desorden de palabras aisladas, fragmentos de frases, expresio­
nes primarias y fortuitas; y por lenguaje entiende una expresión regla­
mentada, un sistema ordenado de convenciones y lugares comunes.
Esta observación nos permite afirmar que, para Paulhan (al menos en
ese libro secreto que le suponemos), el pensamiento, para volver a sus
fuentes, abandonando el primer y cobarde atavío que lo traviste, debe
plegarse a los clichés, convenciones y reglas del lenguaje.
En un ensayo que no incluye en su libro, pero cuyo proyecto pro­
longa, La Demoiselle aux miroirs, Paulhan señala que un estudio pro­
fundo de la traducción revelaría un método que llevase al pensamiento
auténtico, ya que la traducción daría a conocer la alteración propia
del lenguaje que la expresión confiere al pensamiento; sería suficiente
con calcular el tipo de intercambio que el traductor impone al texto,
c imaginar en el texto original cambios análogos para llegar hasta un
pensamiento carente de lenguaje y liberado de reflexión. Tras com­
probaciones hechas a menudo aparece el casi inevitable efecto de
toda traducción: h<$er creer que el texto traducido es más rico en
imágenes, más concreto que la lengua a la que se le ha traducido. El
traductor disocia los estereotipos del texto, interpretándolos como
metáforas expresivas, y, para evitar el sustituirlos por simples expre­
siones abstractas (que constituirían otra deformación), los traduce
por imágenes concretas y pintorescas. Del mismo modo, cualquier
reflexión traviste lo incomprensible del pensamiento originario. El
pensamiento inmediato, captado a través de nosotros por la con­
ciencia de un modo tal que la ha descompuesto, se halla privado
de sus estereotipos, sus puntos esenciales, su cadencia; es falso y arbi­
trario, impuro y convencional. Sólo reconocemos en él nuestra mira­
da. Pero si lo sometemos a las reglas retóricas, acentuando el inte­
rés por el ritmo, la rima y la ordenación de los números, veremos
al espíritu devuelto a sus esterotipos, a sus lugares, unido de nuevo
al alma. El pensamiento se tornará puro, contacto virgen c inocente,
no como antes, punto de alejamiento de las palabras, sino en inti­
midad con ellas mediante el juego de los clichés, únicos capaces de
entresacarlo de las anamorfosis de la reflexión.
Podría meditarse largamente sobre este pensamiento que se revela
en las convenciones y se salva en los constreñimientos, justamente en
ello reside el secreto del lenguaje, así como el de Jean Paulhan. Basta
con suponer que los verdaderos lugares comunes son expresiones des­
garradas por el relámpago, y que el rigor de las leyes fundamenta el
mundo absoluto de la expresión, fuera del cual el azar no es más quo
sueño.
X III. INVESTIGACIONES SOBRE EL LENGUAJE

Los dos libros que Brice Parain ha consagrado al lenguaje (Recher-


ches su la nature et les fonctions du langage, Essai sur le Logos pla-
tonicien) recuerdan Fleurs de Tarbes de Jean Paulhan. Es notable
el que una profunda reflexión sobre los sistemas literarios y otra
sobre los filosóficos hayan desembocado por igual en un cuestio-
namiento del lenguaje, y tal vez en un ensayo que reconoce su validez.
Probablemente esta coincidencia sólo significa la igualdad de conclu­
sión de dos esfuerzos que han intentado llegar al extremo de las cosas,
y lo único digno de retener es que, en ambos casos, este extremo es
el lenguaje. También es posible que el debate sea uno de los que las
circunstancias intelectuales y espirituales hacen necesarios, dado que
expone una última impugnación, y una última posibilidad de salva­
ción de postulados ya hundidos por una crisis general. Actualmente,
según Brice Parain, al igual que en la época de Platón, el nihilismo
ataca los principios de la vida intelectual; la misma crisis de hace
veinticinco siglos alcanza a los fundamentos del pensamiento; el espí­
ritu humano toma conciencia de una incertidumbre esencial de la que
intenta por última vez salir sin comprender su sentido.
Si nos limitamos a algunas observaciones acerca de un sujeto tra­
tado de un modo tan sencillo como profundo, podemos decir que la
historia revela tres concepciones diferentes del lenguaje, y que todas
ellas lanzan al espíritu hacia dificultades que sólo podrán superar
alejándose de la noción de verdad, el saber consumado. En un princi­
pio se admitía -es la teoría habitual antes de Platón- que las palabras
responden a los objetos del mundo sensible, correspondiendo a cada
nombre una cosa de la que es expresión, y que la realidad exterior se
halla en relación exacta con el lenguaje que sirve para designarla. Esta
sencilla creencia, todavía supuesta a menudo por el pensamiento irre­
flexivo, choca con objeciones interminables, debate que refleja el
panorama del pensamiento griego, y en el que Platón no destaca más
que por un esfuerzo dramático e incómodo. La dificultad esencial que
plantea esta opinión radica en el hecho de que no existe atribución
posible, que el error es inconcebible, y las proposiciones negativas
resultan absurdas. En vano se intentará unir la abstracción que supo­
ne el lenguaje con los objetos reales que está encargado de manifestar.
El sentido de las palabras no proviene del de las cosas.
Otra concepción, a grosso modo la de Platón y Descartes, es la de
que el lenguaje expresa las ideas, nos permite la entrada en el mundo
inteligible, extrae el valor de aquello a lo que significa. Para Platón, las
palabras no son un producto del mundo sensible, sino un interme­
diario privilegiado, medio de comunicación entre las ideas y las cosas,
que reciben sus nombres de aquellas: el origen del lenguaje es el
mundo inteligible. Para Descartes, ideas y palabras coinciden siempre
que la voluntad no sustraiga la palabra a la significación que le conce­
de el entendimiento; el lenguaje se ha hecho para ser fiel intérprete
de la realidad esencial. Sin embargo, hay una diferencia esencial entre
las concepciones de ambos filósofos, puesto que Platón rechaza el
origen sensible del lenguaje, sin renunciar por ello a plantear la cues­
tión del origen y fondo de éste en un grandioso sistema cosmológico.
Por el contrario, Descartes se contenta con un solo postulado; de
acuerdo con Brice Parain no duda de la confianza en el Verbo, hereda­
da de la Edad Media. Una vez reconoce que el objetivo del discurso
bien llevado es el hacernos comprenderla realidad estable, universal y
definida que es el objeto de la ciencia, ya no se ocupa de averiguar
dónde ha obtenido el discurso ese privilegio, o si debe interpretarlo
como instrumento del espíritu o como expresión de la armonía
divina. El lenguaje clarece de todo fundamento verdadero, y teniendo
como destino, precisamente, el contener los principios del conoci­
miento (esas palabras “imposibles de definir” , que son los axiomas y
primeras definiciones), aparece como un sistema cuyo origen no
puede ser alcanzado ni justificado.
La tercera concepción renuncia a la búsqueda del comienzo,
reemplazándola por la del fin. Tal vez el lenguaje no sea receptáculo
de esencias eternas, sino instrumento de las posibles. Cuando hablo,
mis palabras, consideradas como expresión de lo que es pensable
o posible en un momento dado de la historia, contienen siempre
algo de verdad, de un modo más o menos directo. Lo que se dice
forma parte del movimiento general de la verdad histórica. El len­
guaje es la realidad humana tal y como se constituye y se manifiesta
a lo largo de su historia, y, cuando la historia se ha consumado, apare
ce el error en su auténtica naturaleza, momento dialéctico de la
verdad. Esta es la concepción expresionista del lenguaje, la de Leiboiz
y, sobre todo, la de Hegel. El lenguaje expresa al hombre y éste al
universo; el lenguaje no renuncia a ser una expresión universal, pero
ya no es expresión de la verdad necesaria, dado que los juicios que
formula aparecen en tanto que manifestaciones históricas, y reside
en la humanidad entera, no en el individuo, que no es más que una
manifestación histórica.
Da la sensación de que Brice Parain conserva de la concepción ex-
presionista la idea de que las palabras son órdenes, gérmenes de seres;
y de la concepción intelectualista la de que el lenguaje tiene una reali^
dad trascendente. Al hablar, no empleo signos naturales que comuni­
carían directamente el conocimiento de las cosas, ni tampoco signos
convencionales cuyo valor significativo sólo sería apto para un razo­
namiento lógico, sino que estoy utilizando un poder que me une a un
orden, que me compromete con una promesa. Cuando digo que tengo
hambre no es seguro que mis palabras traduzcan verdaderamente la
realidad, porque no es cierto que exprese con exactitud lo que estoy
sintiendo, ni lo que deseo expresar; pero al menos es cierto que las
palabras: “tengo hambre” , significan para mí y para los demás algo
cuyas consecuencias tendré que asumir; incluso si me he equivocado
sobre el motivo de mi turbación, me condeno, desde el momento en
que me identifico con la definición general de hambre que implica mi
palabra, a tomar alimento si se me ofrece, o a retractarme y explicar
mi conducta si lo rechazo. Estas consecuencias no estaban presentes
en mi ánimo en el momento en que me expresé, pero me dominan una
vez he hablado, poseen una necesidad de la que el porvenir es testigo,
y una parte de verdad que me obligará inmediatamente, incluso si me
desdigo, a dar cuenta de la impresión que hé dado de mí mismo. Brice
Parain expresa notablemente el papel de la invención en el lenguaje:
no es el objeto el que da su significación al signo, sino el signo el que
nos impone el concebir un objeto que corresponda a su significación.
El lenguaje tiene una realidad propia, una existencia imborrable,
leyes que no pueden ser desconocidas. Tal vez tenga el poder de ca­
llarme, pero si Hablo, mi poder no incluye el verme exento de las obli­
gaciones que el lenguaje impone, el sustraerme a su destino, que se
cumple necesariamente. Este destino, para Brice Parain, consiste en
introducir en el mundo de las necesidades el de lo universal, la norma
de lo universal. El discurso no está destinado a expresar lo individual,
la sensación, sino que su papel es atraerme, lo desee o no, hacia lo
general, 3a conciencia lógica y las leyes de las que es depositario.
“Hablando transformo rni deseo en búsqueda de la verdad, me com­
prometo a aceptar la voluntad de mis palabras. Hablar es una acepta­
ción, por lo menos tácita, del orden en el que entramos al hablar.”
Así, no es el contenido de las imágenes o acciones que le atribuimos
lo que constituye la realidad y valor del lenguaje; tampoco, como pre­
tendía la dialéctica expresionista, encuentra su verdad y existencia
gracias a la totalidad subjetiva. EÍ discurso es exterior a dicha totali­
dad, a la que reemplaza; le es irreductible ya que, incluso si se elimi­
nan las posibles significaciones dialécticas, persiste en tanto que forma
que no puede ser llenada de cualquier cosa, regla que sólo se puede
transgredir al obedecerla, en tanto que ley de nuestro espíritu, o sea,
como espíritu mismo en la medida en que es ley, lugar de lo universal
y de la voluntad consciente.
Los dos libros de Brice Parain, y su conclusión, son reflejo de las
crisis de confianza que ha atravesado el lenguaje para conservar su
validez simultáneamente como medio de conocimiento y de comuni­
cación. En la primera hipótesis, la del lenguaje como expresión de las
cosas, el conocimiento es posible, pero no asila comunicación;el len­
guaje, en cuanto intenta manifestar la realidad particular, cesa de ser
posible como medio de intercambio o de expresión general. En 3a se­
gunda hipótesis, la que destina al lenguaje a la comunicación de las
ideas, la expresión del saber en tanto que tal se halla asegurada, pero
el conocimiento se hace problemático a causa del postulado: “ La
verdad es lo mismo que el ser.” En la tercera liipótesis, que considera
al lenguaje expresión de nuestro espíritu, siendo éste expresión de la
realidad, conocimiento y comunicación son igualmente posibles, e
igualmente problemáticos, ya que si toda expresión es en cierta medi­
da un eco de la certeza sensible, también es interpretación de lo real
por individualidades q^e no pueden abarcar el conjunto de la histo­
ria; las proposiciones1í[úc los hombres intercambian no reposan sobre
una conciencia de lo universal, sino sobre juicios de valor, anecdóti­
cos y susceptibles de cambiar constantemente.
El proyecto de Brice Parain es restituir al lenguaje su autentici­
dad, reconociéndolo no como expresión del espíritu, sino como su
norma, lo que le otorga “la osamenta y una promesa de certidumbre” ,
ayudando a su determinación en el mundo de lo general. El lenguaje
es el medio mismo de comunicación en la medida en que somos seres
lógicos, también lo es de nuestras juntas relaciones con las cosas
cuando, mediante él, iniciamos la búsqueda de la acción verdadera,
tendiendo siempre hacia un efecto que, cualquiera que sea, es medio
de verdad. De esta concepción de Brice Parain se deduce que consi­
dera en primer lugar el sacrificio que implica de las ambiciones tradi­
cionales. Pero no puede ser de otro modo. Es preciso que el lenguaje
renuncie a ser simultáneamente expresión de la certeza sensible y de
lo universal; no hay continuidad entre sensación y palabras; la verdad
del discurso no deriva del hecho de que traducir/a una impresión que
no es de su misma naturaleza, deriva del orden que introduce en las
impresiones de la sensibilidad, orden que es precisamente el único en
el que es posible la noción de verdad, y de que lo que de necesario
hay entre dicho orden y la acción dialéctica por medio de la cual
compromete el porvenir con el presente.
El lenguaje sería el principio por excelencia de la comunicación,
en el caso de que fuésemos exclusivamente seres lógicos, Pero ni el
mismo Descartes se atrevió a afirmar que todo es pensamiento, con-,
tentándose con dejar entrever que todo pensamiento es lenguaje.
Realmente, el silencio existe: “no es ni la muerte, ni la palabra” ,
existe algo que no es ni la indiferencia ni el discurso, y este algo, no
transmisible por el lenguaje, es suficiente para sembrar la duda acerca
de su capacidad de cumplir correctamente su misión. Es posible que
las palabras desconozcan la verdadera naturaleza humana, ya que
ciertos momentos de la vida humana o experiencias posiblemente
esenciales, como el éxtasis y el sueño, tienen una correspondencia
más justa en el silencio que en el discurso. Tampoco está demostrado
que la trascendencia del lenguaje, su universalidad, lo conviertan en el
instrumento adecuado y símbolo de la comunicación. Su destino,
según Brice Parain, es el formular no lo que el hombre posee de más
íntimamente individual, sino lo más íntimamente impersonal, lo más
semejante a los demás. En la asociación de las palabras íntimamente
impersonal .aparece una dificultad nada desdeñable. ¿Se debe a lo que
tiene en común y por tanto de exterior o por lo que tienen perso­
nalmente por lo que los hombres se comunican? ¿Si hay un antago­
nismo entre el lenguaje y la singularidad, no expresará éste únicamente
una determinación totalmente ajena a lo que cada uno posee en su
intimidad, único que puede fundamentar una verdadera comunica­
ción? En este sentido, el lenguaje no permitiría más que una banal
transmisión, la expresada por el término comprensión, y si es cierto
que los hombres no comunican más que en la medida en que se
comunican lo que les es absolutamente propio, serían la risa, las lágri­
mas, el acto sexual mucho más que las operaciones de lenguaje, los
que le ofrecerían los medios de unirse en una auténtica comunicación.
La trascendencia del lenguaje, la exigencia del “deber ser” , de la
que Brice Parain ha destacado el sentido y legitimidad, parece preser­
vamos de aventuras, puesto que si nos perdemos será necesario hacerlo
según las reglas, prohibiéndonos simultáneamente todo auténtico
comercio con lo que es, porque, hablando las cosas, hablándonos nos­
otros mismos, nos colocamos bajo la protección y dominio de lo uni­
versal. El lenguaje tiene, igualmente, como destino ese tender hacia su
contrario, servirse de sus reglas ineludibles para hacerlas fracasar,
renunciar a sí misino gracias a un uso exacto de sus propiedades. Si
cuando hablo reconozco tácitamente el orden en el que penetro me­
diante dicho gesto, también puedo por medio de mi habla cuestionar
ese orden en el que he entrado. Mi habla es, simultáneamente, nega­
ción y afirmación del mundo inteligible, afirmación y olvido del prin­
cipio de contradicción. El sentido del lenguaje, cuya misión parece
consistir en manifestar las cosas en todo momento, cuando en reali­
dad las sustituye por su inteligibilidad, se halla precisamente en esta
contradicción de la que no puede liberarse. Tal es la función dialéc­
tica del discurso, su esencial poder de impugnación. El lenguaje está
unido al saber en tanto que le asegura unos puntos fijos, una perma­
nencia, una determinación por medio de lo general, o sea, un alto en
la búsqueda apasionada del resultado; pero también está unido al
saber desde el momento en que pretende hacerlo no-saber, dejarse
llevar hacia revueltas, rupturas y malentendidos en una eterna con­
frontación y eterno derrocamiento del por y del contra, hacia una
negación de todo principio estable que es, igualmente, negación
de sí mismo. Una de las pretensiones de la literatura es el suspender
las propiedades lógicas del lenguaje o, al menos, añadirle las alegó­
ricas. ( “La poesía —dice Paul Valéry— es el intento... de restituir
por medio del lenguaje articulado esas cosas, o esta cosa que oscura­
mente intentan expresar los gritos, las lágrimas* las caricias, los besos,
los suspiros.’’) Ateniéndose a la etimología del término lógica, signi­
fica que la literatura intenta retirar del lenguaje las propiedades que
le dan una significación, idiomática, que le hacen aparecer como len­
guaje por su afirmación de universalidad e inteligibilidad. Pero sólo
lo consigue (en el caso de que esto sea posible) destruyéndolo o des­
preciando sus reglas, cuando lo que en realidad desea la literatura es
devolverlo a lo que cree que es su verdadero destino, el comunicar
el silencio por medio de las palabras y expresar la libertad a través
de las reglas, evocándose a sí mismo como destruido por las circuns­
tancias que le hacen ser lo que es.
XIV . LITERATURA

El interés del libro de Jean Giraudoux Littérature no se debe


únicamente al acierto con que responde a esa palabra abstracta uti­
lizando las imágenes más densas, ni en el hecho de que acepte ser su
propio título, símbolo del que se desprende que no explica litera­
tura, sino que lo es y, lejos de dar una idea sobre teorías y comen­
tarios más o menos discutibles, deja aparecer la verdad y la realidad
de una forma inmediata y persuasiva. Tampoco se debe al placer que
produce el releer antiguos artículos, comprobando que el libro sigue
siendo actual, incluso aún más que antes. En realidad, esos fragmen­
tos de placer nos llevan al objetivo principal de Littérature, el devol­
ver su dignidad a una palabra desprestigiada, resaltar la modestia, la
deslumbrante virtud, el resurgimiento y honor de nuestro destino.
En algunos aspectos, la empresa de Giraudoux puede parecer
fastidiosa; debe resultar ocioso, incluso molesto para un escritor
el llamar la atención sobre la importancia de su vocación o el incon­
mensurable precio de los valores que su arte pone en cuestión. Todos
los que escriben deberían, por lo menos una vez en la vida, abando­
narse a un elogio de sí mismos, y sería natural que no hubiese nada
más comente y esperado que semejante ritual, posiblemente nece­
sario para el equilibrio del artista, pero de mediano interés para
todos los demás. De hecho, los escritores se dejan llevar por tenden­
cias totalmente opuestas si existe para ellos una ceremonia santa y
propiciatoria, es la consistente en vituperar la literatura, lanzándole
invectivas y maldiciones, tratándola (como Aragón) de máquina de
cretinizar o (como Paul Claudel) de sede de lo inmundo. Parece,
afirma Jean Paulhan, que no se pueda ser literato honesto sin sentir
asco por las Letras; rasgo característico de la crítica terrorista, retra­
tada en Les fleurs de Turbes. El libro, corno el arte de Giraudoux, es
una protesta contra esa muerte que gustan los escritores de darse,
muerte entre tempestades y gritos, de donde creen que renacerá la
literatura con toda su inocencia y pureza en estado salvaje.
Dada la imposibilidad de seguir en el marco de estas notas otra
cosa que la intención de la obra, nos limitaremos a observaciones
elementales. Parece que para Giraudoux las reflexiones sobre la lite­
ratura estén unidas a la grandeza que halla el destino francés en las
profundas y singulares relaciones que unen a ambos. En este sentido,
es significativo el papel que desempeña el arte dramático en Francia, y
la paradójica actitud francesa respecto a la literatura se revela en otra
paradoja, la de la conducta francesa ante la tragedia. Esta afirma
todo lo que Francia no gusta de afirmar, estableciendo un lazo horri­
ble entre la humanidad y un destino desconocido; Francia busca una
verdad enteramente humana. Exige a los seres que se complazcan de
su cohabitación con los monstruos de la fatalidad; únicamente cono­
ce la fatalidad familiar, y ni su fe ni su ausencia de ésta son aptas para
que le resulten familiares las figuras desmesuradas, las implacables
amenazas que constituyen la esencia de lo trágico. Todo debería
alejar al gusto francés de esos terribles juegos nocturnos, y es el colmo
del absurdo el que un país que ama por encima de todo la vida cómo­
da, la tranquilidad y los sentimientos poco ambiguos, sea también
el que prefiere, por encima de cualquier otro espectáculo, obras como
Fedra o Britannicus. ¿Por qué?, se pregunta Giraudoux. En Francia,
como en Grecia, el héroe trágico, objeto de tan misteriosa pasión, es
un personaje literario y separado por tanto del.ser vivo por una barre­
ra infranqueable. Lo característico de nuestra literatura, como de
nuestra civilización, es una línea de demarcación entre la realidad tal
y como la vivimos, cqninuestros sentimientos bienpensantes y reserva­
dos del destino y la ''-aesgracia, y ese mundo especial, encargado de
sufrir por nosotros las mayores desdichas y los peores reveses de la
fortuna. Jamás el griego o el francés acuden al espectáculo para
deducir una lección que le será útil en la vida, o leen un libro para
hallar un reflejo de su existencia. Por el contrario, disfrutan del espec­
táculo o de la lectura en la medida en que sean verdaderamente
lector o espectador, en la medida en que el arte les preserve de cual­
quier referencia a su destino cotidiano.
Ya hemos dado una respuesta a este primer objeto de asombro,
su interés no reside en liquidarlo, sino en revelar otro motivo de
sorpresa que hace aún más visible la paradoja de la literatura en su
estrecha relación con el destino de cada francés, pues si la literatura
es ese mundo puro, reservado, privado hasta un punto increíble de
utilidad y de relaciones con los acontecimientos históricos, si per­
mite a los franceses el tomar una actitud absolutamente distinta de
la que adoptan en la vida real, si penetran en ella como en una tierra
en la que no se orientan más que olvidándose de sí mismos, ¿no se
halla expuesta dicha literatura a perder todo contacto con la realidad
humana, a convertirse en extravagante e irreal, a desempeñar un papel
cada vez más mediocre en una historia de la que no toma ni sus moti­
vos ni su razón de ser? ¿Cómo es posible que esa literatura cuyo honor
reside en el hecho de alimentarse exclusivamente de sí misma, que se
niega a ser otra cosa que puramente imaginaria, se fundamenta en con­
sideraciones tan artificiales como las de las reglas y el lenguaje, pueda
pretender el permanecer ligada, por una secreta convivencia, a la
humanidad y a la existencia cotidiana de Francia, expresar incorrup­
tiblemente los avatares de la aventura francesa en el m undo; en último
término de qué modo puede representar el destino profundo que para
cada uno de nosotros es la verdadera patria, vista la manera en que
desencadena y cultiva pasiones y huracanes?
Aquí reside el secreto de la civilización clásica. Jean Giraudox
proporcionó hace tiempo las claves en su estudio sobre Racine; son
dignas de recuerdo las solemnes y brillantes imágenes por las que, in­
dagando el por qué Racine ha escrito la obra más directa y realista,
las encuentra precisamente en el medio lleno de artificios en que éste
creció, en sus relaciones no con la vida y el pueblo de su época, sino
con una mitología literaria, en las convenciones del teatro y del len­
guaje en las que encontró el horror puro de la pasión y de la muerte.
No es necesario detenerse en estas observaciones fascinantes. Ya se
ha comprobado que el único método de Racine no se basaba en una
frenética capacidad de visión, o en una aptitud para sentir la pasión
del incesto o los sanguinarios celos, sino en utilizar hasta el máximo
las disposiciones naturales de una cultura y de un lenguaje y en tomar,
del exterior, empleando el estilo y la poética como red, las verdades
que jamás hubiese sospechado en sí mismo ni en los demás. Puede
añadirse que aquello que aparece como la verdad misma de Racine y
de Gérard de Nerval (que vivió una peligrosa intimidad consigo mismo)
es una idéntica confianza en las formas literarias. El libro personal
por excelencia Aurelia, simboliza la fe más conmovedora que un ar­
tista pueda tener hacia la literatura, puesto que es a ella con todo lo
que un tal abandono comporta de modestia y atención verbal, a
quien ha devuelto su vida y su destino.
Es lógico que, al hacer de la literatura el lugar privilegiado de la
revelación de la verdad de la vida, Giraudoux considere como prin­
cipal misión del escritor la búsqueda de un vocabulario y de un estilo.
Las palabras son el lugar privilegiado en el que la. literatura descubre
aquello que no cambiaría por ninguna otra cosa. De igual modo, si
el escritor, inmerso en osa esfera perfecta que es la literatura, es capaz,
de hallar la altura y nivel convenientes, se convertirá en dueño de la
sangre, del orgullo, de la ternura, del paraíso, del infierno, y de toda la
verdad del mundo en su conjunto. Si es capaz de hallar en el interior
del lenguaje la postura maravillosamente inestable y equilibrada que
le libera de todas las formas, podrá poseer las tempestades naturales,
las grutas tenebrosas, las alamedas tranquilas que también son litera­
tura. Giraudoux tiene una firme creencia en la virtud metafísica de
las reglas y en las capacidades del lenguaje; en este sentido, podría
establecerse un fructuoso paralelismo con Paul Valéry. Ambos inten­
tan ubicar la dignidad de la literatura en la conciencia de sus medios,
ven en los artificios y las convenciones las únicas vías que permiten
al escritor abordar un tema en el que haya algo sincero y natural;
ambos, en suma, creen que no existe arte sin retórica, y qué la nobleza
de dicho arte reside en el hecho de estar formado por signos, ritmos,
nombres, imágenes y ninguna otra cosa. Una diferencia, sin embargo,
les separa: Giraudoux posee una fe en la capacidad del lenguaje de la
que Valéry se halla totalmente privado; para éste, toda obra es una
falsificación y su valor será mayor en la medida en que sea resultado
de un ejercicio más consciente, de una fabricación más conseguida,
de un esfuerzo de corrección y perfilamiento que aparte con toda la
eficacia posible la intención original, el pensamiento espontáneo e
inocente. Por el contrario, Giraudoux manifiesta gustosamente su fe
en la profunda correspondencia entre las palabras y el universo. ¿Qué
es la poesía?: una confianza en el lenguaje humano, una colaboración
con la palabra, una simpatía por la frase, mediante las cuales el
hombre descubre regiofiés vírgenes e ignoradas que le esperan. Signi­
ficativo optimismo, marca indiscutible de la retórica, signo de una
conciencia literaria singularmente ajena a la angustia, delirios e invoca­
ciones al aniquilamiento de la época moderna.
Otros rasgos de este optimismo, característica dominante de su
arte y aspiraciones, pueden hallarse en las relaciones que establece
entre nuestra literatura y el alma del pueblo francés. Mientras que,
debido al disfraz a que las someten los perros guardianes de nuestro
espíritu, las letras francesas viven al margen de las obras maestras de
las que creen alimentar su existencia, las clases populares están de
acuerdo, por sus gestos y modo de vida, con los autores, y parece que
éstos sean guías de aquéllos que no están destinados a leerlos. Por
esto, el destino de la literatura en Francia le parece a Giraudoux tan
extraño como hermoso, puesto que, por un extraordinario acuerdo
-que es nuestra civilización- un arte que está en los antípodas de la
candidez y de la improvisación reencuentra lo que hay de más senci­
llo en nuestra vida; la suprema cultura y la simplicidad más primitiva
son gemelas. El espíritu de nuestro pueblo es el espíritu a secas, lo
más lejano de Montaine y de Marivaux es el francés ilustrado, lo más
cercano es tanto el vendimiador de Gascuña como la modistilla de
París. Estas son las certezas de una retórica segura de sí misma, nece­
sita creer que el universo que ha construido con sonidos y artificios
responde, por un admirable acuerdo, al que pueblan la modestia y
naturalidad de las cosas. No descansa sobre una armonía preestable­
cida, sino en la unidad de una civilización que ha conseguido la fusión
de sus diversos elementos. Confía en la permanencia de lo que ha cons­
truido y, sin dejar de contemplarse en el espejo de su perfección, el
del clasicismo, continúa viéndose, serena y razonable, como lo que no
puede desaparecer, envejecer o cambiar.
DIGRESIONES SOBRE LA POESIA
I. EL SILENCIO DE MALLARMÉ

Los escritores más puros no se hallan enteramente en sus obras,


también han existido, incluso vivido: hay que resignarse. Nos gusta­
ría que no fuesen nada fuera de su arte, sin el cual son a menudo tan
poca cosa. Sería lógico que lo que han hecho expresase completa­
mente lo que han sido. Enteramente consumados en sus obras maes­
tras, sería suficiente con arrancar esa careta para que se volvieran invi­
sibles; sin embargo, acomodados en la evidencia de una especie de
teatro, ya en vida están al acecho de un futuro biógrafo contra el que
se defienden débilmente.
Mallarmé se ha resistido a la tentación, y sus contemporáneos sólo
pudieron o admirarle o desconocerle. Incluso para ellos era un ser vivo
en un tiempo muy alejado del suyo, del que no se podían recoger ni
testimonios históricos. ¿Qué decir de él? ¿Que era la modestia en per­
sona y, sin embargo, alimentaba la más orgullosa de las ambiciones
poéticas? ¿Que era afable, maravillosamente cortés y al mismo tiempo
intransigente, de un rigor tal que exigencia alguna puede dar idea? ¿O
bien que vivía de un oficio en que no destacaba, pero que se sabía prín­
cipe, o, mejor, demiurgo, puesto que iba a dedicarse nada menos que
a divinizar la escritura? Éstos rasgos atraen más a la leyenda que a la
historia, y aquélla, para un escritor, consiste en suprimir al hombre
y dejar únicamente al autor.
El libro de Henri Mondor Vida de Mallarmé puede despertar un
cierto sentimiento de reserva. Ocurre con algunos grandes artistas que,
al conocer su vida, se es incapaz de comprenderles: demasiadas aventu­
ras, anécdotas, relatos verídicos que desvían para siempre la atención
verdadera, elevando una estatua que atrapará para siempre nuestra
mirada. Los versos que leemos se han convertido en hitos de una his-
loria; la biografía lo ha devorado iodo. En consecuencia, podía temer­
se que Mondor supiera demasiado sobre el poeta que admira y que nos
lo luciera olvidar a fuerza de dárnoslo a conocer. Afortunadamente,
no ha ocurrido asi; Henri Mondor ha reunido los documentos esen­
ciales, los testimonios más inesperados, las cartas más inencon ¡rabies.
Algunos de ellos, como la primera elaboración de poemas y cartas de
Mallarmé, son de una importancia inestimable. La biografía no despla­
za a la obra, se limita a ser reflejo de una maravillosa vida intelectual.
Una vez leída, es posible darse cuenta que no nos aporta ningún dato
nuevo y, simultáneamente, nos deja el feliz sentimiento de no saber
nada. Nuestra ignorancia permanece pura. Tal es el verdadero fruto de
una perfecta erudición y de una inteligencia impregnada de amor.
El interés de esta obra reside en que nos permite elucubrar sobre
una especie de biografía intelectual de Mallarmé; son abundantes los
enigmas sobre la intimidad de un genio tan singular. Lo que fue, no
se sabe. Pero lo que llevó a cabo, los recursos que empleó para lograr­
lo, las condiciones inhumanas a las que se condenó, los tormentos con
los que pagó la formación de un mundo por encima de cualquier pres­
tigio perecedero no puede ser ignorado con resignación. Los caminos,
las tareas del espíritu que intentan lo imposible son inagotables fuentes
de meditación ; por mucho que se admiren los frutos visibles de su arte
no deja de pensarse en aquellas tareas que no han desembocado en nada
visible, acto que se ha desarrollado totalmente en una pura e impenetra­
ble ausencia, acto en el que el poeta ha captado verdaderamente lo
absoluto y ha esperado el poder expresarlo en algunas palabras sus­
traídas al azar mediante un prodigio de combinación.
Dos hechos sorpiendentes se desprenden del trabajo de Mondor.
El primero, es que Mallarmé tuvo conciencia de su obra cuando no
era más que un adolescente. A los 23 años, no sólo empiezaHérodiade,
se encuentra ya en posesión de ese sistema cristalino del que excluye
toda concesión a lo‘<fácil, que ordena las palabras según relaciones
nuevas por medio de un escuerzo de reflexión, de investigaciones, de
rigurosos presentimientos. Incluso se da cuenta de que esta poética,
fundada en una voluntad de perfección formal, es algo tan prodigio­
samente imposible que su realización equivaldría a la creación del
universo. La obra escrita le parece como dotada de la consistencia,
el misterio y el poderío del mundo. Es como lo que no puede ser. Se
aparta del silencio a causa de la amplitud y fuerza de los ataques que
deberían condenarla a él. Domina el universo entero, puesto que ha
sido realizada a partir de la dominación del universo de las palabras.
Es un fenómeno único el que un sueño tan audaz haya sido con­
cebido en todo su rigor con una minuciosidad y precisión tan com­
pletas, por un joven que acaba de salir de la infancia. Desde muy tem­
prana edad, esta misteriosa cabeza había formado los medios de un
arte universal. Se elevó tranquila, modestamente, sin las turbaciones
de la fiebre banal, hasta la ambición suprema, la de ser capaz de con­
siderar el arte de escribir en toda su pureza. Mediante palabras infini­
tamente sopesadas y revisadas, accedía al terreno de las esencias, y
su visión se asemeja a las místicas por la violencia con que exige la
entrega total de su vida, alejándole del mundo banal, exponiéndole a
las mayores pruebas.
Dichas pruebas son de notable carácter, y nunca se estudiarán
lo bastante las cartas de Mallarmé que aluden a ellas. Da la impresión
de que, en primer lugar, se trata de las penalidades de un espíritu
frente a un sueño irrealizable, expuesto por sus misinos excesos, a
la esterilidad. Pero sus tormentos son de otro tipo, pareciéndose más
a los que soportan algunas almas en la noche mística. Se diría que Ma­
llarmé, por un extraordinario esfuerzo de ascesis, abre en sí mismo
un abismo en el que su conciencia no se pierde, sino que, sobrevi­
viendo, llega a comprender su soledad con desesperante nitidez. Des-
arraigándosa sin tregua ni excepción de todo lo que parece ser, es
como un héroe del vacío, y la oscuridad en que se mueve lo reduce a
un indefinido rechazo de ser cualquier cosa —que es la designación
propia del espíritu—.
Los textos en los que hace referencia a sus pruebas son muy
numerosos. En 1866 escribe a su amigo Cazáis, refiriéndose aHerodia-
de: ‘ ‘Desgraciadamente, al penetrar los versos hasta ese punto, he trope -
zado con dos abismos que me desesperan. Uno es la Nada a la que he
llegado sin conocer el budismo, y estoy aún lo bastante consternado
como para siquiera creer en mi poesía y reiniciar la tarea que este
abrumador pensamiento me ha hecho abandonar.” El 14 de mayo
de 1867 escribe de nuevo a Cazalis: “Acabo de pasar un espantoso
año; mi Pensamiento se ha pensado y ha llegado a una Concepción
divina. Todo lo que, de rechazo, ha sufrido mi ser en esta larga ago­
nía, es inenarrable.” A Coppée, extraño confidente, envía en el invier­
no de 1868 estas misteriosas y claras palabras, que recuerdan algunos
enigmas de Gérard de Nerval: “Hace dos años que cometí el pecado
de ver el Sueño en su desnudez ideal, cuando hubiera debido inter­
poner entre él y yo un misterio de música y olvido. Y ahora, llegado
a la horrible visión de una obra pura, casi he perdido la razón y el
significado de las palabras más corrientes.” El 3 de mayo de 1868
confía lo esencial a Lefébure: “Paso, de un momento a otro, de esta­
dios semejantes a la locura a éxtasis tranquilizantes... Decididamente,
vuelvo de lo absoluto.”
El sentido de estos textos no puede ser expresado en unas cuantas
frases. Mallarmé no es el primer poeta que, en la cumbre de su expe­
riencia, descubre, según frase de Hugo vori Hofmannsthal, “esa armo­
nía entre el mundo y yo, enigmático éxtasis, sin palabras ni límites” ,
del que sólo el vacío puede ser expresión. Tampoco es el primero que
ha captado, en un instante de horrible angustia, la desnudez del pen­
samiento cuando, corno dice Plotino, ve sin ver nada, ocultando los
demás objetos y recogiéndose en su intimidad, donde desaparece,
Pero sí es el único que ha deducido de la conciencia y de la contem­
plación de las palabras un éxtasis supremo, total, componiendo con
simples sílabas la oscuridad más rica, ávida y cargada de dichas y
desesperaciones que un ser espiritual pued^ concebir. Y, sobre todo,
es el único que ha despertado esa profunda asamblea nocturna, no
por embriaguez y fascinación verbales, sino por un ordenamiento
metódico de las palabras, por una particularísima comprensión de
ritmos y movimientos, por un acto intelectual puro capaz de crearlo
todo sin expresar casi nada.

La obra de Henry Mondor, si bien no contiene algunos documen­


tos que las circunstancias no han permitido publicar, facilita lo que de
más precioso se puede saber sobre la formación de las obras de Mallar­
mé, su lenta elaboración, el trabajo que han exigido. Es improbable
que haya que esperar en lo sucesivo otros manuscritos que puedan ser
decisivos. Leyendo este ensayo se tiene cuanto se podrá necesitar
sobre una vida consagrada a la más estricta de lás tareas, a una perma­
nente reflexión sobre lo que realmente constituyó la verdad de su
vida. Esto es lo que se bpsea en la “Vida de Mallarmé” y lo que la obra
nos ofrece. Los detall^1de los acontecimientos no son más que un
pretexto. La naciente gloria, los insultos que se lanzan contra ella,
incluso los nobles incidentes de la vida poética, sirven únicamente para
trazar la cruva que van señalando algunos poemas, algunos éstudios
críticos y especialmente la alusión a algún gran proyecto. Hacia esos
aspectos brillantes dirige el lector su afán por saber y su deseo de
explicaciones. Espera la suprema revelación sobre el supremo sujeto,
convencido de que no puede faltar en un libro en el que está todo.
Sin embargo, el libro es completo, pero le falta lo esencial.
De esta laguna no se puede hacer responsable a Henri Mondor, ya
que, por el contrario, tiene el mérito de haberla transformado en una
verdad positiva gracias a la cual ya se sabe con certeza que poco
podrá conocerse sobre el trabajo de Mallarmé, y menos aún sobre
las relaciones entre su espíritu y su obra. Existe un silencio de una
especial cualidad que impide toda, esperanza de su disipación, y que
es tanto más notable y misterioso en cuanto que no establecido
deliberadamente por secreto alguno. Si bien la discrección natural
de Mallarmé le llevaba a no hablar de lo que hacía, ha tratado públi­
camente con mayor frecuencia que otros artistas las cuestiones poé­
ticas en el curso de admirables improvisaciones, que han tenido nume­
rosos testigos. Jamás disimuló sus proyectos, haciendo repetidas
alusiones a la obra que preparaba, y proponiendo su justificación teó­
rica de diferentes maneras. No fue avaro de confidencias, al menos
durante la primera mitad de su vida, acerca de la angustiosa fatiga
que le producía el escribir, sin ocultar dudas ni esfuerzos, sin recurrir
a ninguna de esas confesiones disimuladas que son imitación diabólica
del silencio. Apartó, en la medida de lo posible, el velo e hizo público
su espíritu. Entonces, ¿de dónde viene este enigma, como, habiendo
hablado mucho más que otros, puede dar la impresión de haber calla­
do tan profundamente?
La historia del silencio de Mallarmé, caso de hacerse, tendría, a
falta de un sentido ejemplar, el interés de una mirada que escudriña
una ausencia, una profundísima realidad que sólo se abriría al cono­
cimiento en el hecho mismo de no poder ser conocida. ¿Qué es lo
que se ignora sobre Mallarmé?, ¿qué es lo que se desearía compren­
der?, ¿qué vacío de saber se presiente detrás de lo que se sabe por
aproximación, o de lo que se sabe con certeza que no se sabe? Un
estudio semejante podrá ser llevado a cabo gracias a la obra de Henri
Mondor, siempre que pueda concebirse el análisis de un espíritu a
partir de lo que ha hecho y lo que no, como esbozo de los posibles
que ha sido. Aunque sin pretender en lo más mínimo el esbozar
semejante tarea, ni siquiera en precisar su objeto, pueden considerarse
algunos de de los enigmas mallarmeanos en un confuso intento de
ordenación. En los años que pasó en Tournon, Besan^on y Avignon
antes de instalarse en París, Mallarmé habla frecuentemente en sus
cartas de los extremos sufrimientos que le impone el rigor de su
tarea. Una especie de oscuridad estéril parece envolverle: no sólo
la perfección sin la cual escribir no significa nada para él, sino una
ambigua y torturante exigencia, una duda sobre su obra y sus medios,
una búsqueda vaga e imperiosa, le condenan a tormentos puros, sin
delicia alguna. El primer volumen de la obra de Mondor está lleno
de estos notables testimonios que desaparecen completamente en
los años siguientes a la composición de Igitur. (Sobre Igitur escribe
a Cazalis en noviembre de 1869: “Es un cuento por el que quiero
aplastar al viejo monstruo de la Impotencia y su tema con objeto de
enclaustrarme en mi gran tarea, ya reestudiada; si logro hacerlo, estaré
salvado; similia similubus.”) ¿A qué se debe esc silencio casi repentino?
Después de 1870, durante los treinta años que ilustran un trabajo
lleno de mcertidumbre y tentativas, que, como Coup de dés,
hacen hablar al poeta mismo de demencia, sólo se hallan observaciones
poco significativas sobre su fatiga, su desánimo o las dificultades que
entraña su meditación. Un velo se ha corrido sobre el drama profundo
de su espíritu, al acecho de sí mismo; la desesperación que era sombra,
vía y empuje de su lucidez, se ha desvanecido, ya sea a causa de que la
prococupación, de no dejarla traslucir la haya conseguido acallar, o
bien porque un descubrimiento fundamental lo eleva por encima de
dudas y fatigas, dándole una confianza soberana en la dirección de
su pensamiento.
Esta certeza, tal vez experimentada durante una noche dolorosa
no como el relámpago de una revelación enigmática, sino como punto
álgido de una meditación totalmente consciente, parece haber deter­
minado la apariencia de su espíritu. Tanto a amigos como a discípulos,
por discreto y ajeno a toda afirmación perentoria que fuese, se mues­
tra como el hombre más seguro de sus objetivos, totalmente entregado
a la consecución de un gran proyecto, y habiendo adquirido, tras larga
maduración, el conocimiento de los medios que le permiten entre­
verlo. Las siguientes líneas de Catulle Mendés son dignas de atención
en este sentido, siempre que se pasen por alto las insinuaciones que ese
espíritu vulgar no ha podido evitar que se deslicen: “Gracias a la clara
trayectoria de su pensamiento durante seis o siete años hacia un solo
objetivo poético, había llegado a poseer una certidumbre tal en la ilu­
minación, a una lucidez tan maravillosa en estado hipnótico, que nada
era capaz de turbarle; y, sin embargo, habló, escribió, vivió con la
serena amenidad de un ser todopoderoso en una imperturbable calma...
estaba convencido de ¿til’más allá personal.” Se sabe que a lo largo de
toda la vida de Mallarmé ha existido, como una luz que en lugar de
prolongar la de un astro ya muerto se debiese a una estrella no nacida
todavía, la esperanza de una Obra extraordinaria, tal que sus' obras,
no obstante admirables, no fuesen más que un reflejo, y prefigurada
en Coup de dés como el naufragio conscientemente ensalzado. De
ese libro, texto supremo, sustituto plenario del universo, ha dado
en algunas de sus páginas más accesibles (en la biografía de Verlaine,
en Divagations) un claro esbozo, y sus amigos esperaron hasta el
último momento, por lo menos, en un esquema de él. En 1884, Ver­
laine escribe con sencillez: “Trabaja en un libro cuya profundidad
asombrará no menos que su esplendor, que deslumbrará a todos
salvo a los ciegos.” Wyzewa escribe en 1886 de un modo igualmente
inocente: “Ha soñado un nuevo libro... Pero siempre su alma perse­
guirá el vano, móvil sueño de la perfección; y la Obra de su vida per­
manecerá siempre inacabada, si no se arranca a las bellas quimeras
y traduce, con los procedimientos que otros le han legado, algunos
prestigiosos aspectos del Símbolo Universal.” Diez años después,
dos antes de su muerte, es el propio Mallarmé quien, según Mondor,
piensa en “iniciar la Obra definitiva, por la que desde hace treinta
años ha tenido tantas ensoñaciones, se ha hundido en problemas
tan profundos, garabateado tantos papeles, multiplicado notas prepa­
ratorias y sibilinas palabras, dejando que expresiones más habituales
anunciaran el acontecimiento” .
No es el hecho de que Mallarmé no haya sido finalmente autor de
una obra semejante (había declarado a Verlaine: “Tal vez consiguiese
no el hacerla en conjunto, sería necesario ser no sé quién para lograrlo,
sino el realizar un fragmento”), ni la ignorancia, en que nos hallamos
acerca de las relaciones que establecía entre ella y las ya realizadas, lo
que arroja sobre su vida un silencio tal. Cuando se presume que algo
grandioso se ha perdido, este sentimiento se debe menos al Libro que
no llegó a realizarse que a las reflexiones por las que lo había prepa­
rado, que, como todo los trabajos infinitamente profundos que exigía
cada una de sus obras y su obra en conjunto, no han sobrevivido a su
desaparición. Este es el misterio que cubre la vida del poeta. Pocos
artistas han tenido una conciencia tan clara como la suya, tan minu­
ciosa y completa de los medios de su arte, y ninguno concibió, me­
diante razonamientos tan claros y refinados, un sistema de bellezas
capaz simultáneamente de despertar el sentimiento de lo absoluto y de
parecer enteramente transparente con respecto al espíritu que había
formado. ¿Cuál fue la reflexión de un poeta que se negó a crear una
poesía misteriosa, consiguiendo darle, a plena luz, el misterioso pode-
no de un encantamiento?, ¿en qué tipo de combinaciones se ejer­
citó?, ¿qué metamorfosis del lenguaje, secretas transformaciones de
las palabras, nacimiento y muerte de imágenes experimentó en lo
más profundo de sí? Nada sabemos acerca de lo que nos importaría
infinitamente saber. Algunas escasas anécdotas añaden más sombra
a esta ignorancia. Paul Valéry se refiere a un antiguo tapiz detrás del
que estuvieron, hasta el día de su muerte (día en que había dado la
orden de que se destruyesen) los paquetes de sus notas, secreto
material de su gran obra realizada, Viélé-Griffin, en un relato que
Mondor acepta con reservas, hace alusión a una minúscula ficha en
la que Mallarmé había escrito Que, y que el poeta, como para sí
mismo, comentó: “Ni siquiera me atrevo a escribir esto, descubro
demasiado” , en una carta al mismo, Mallarmé habla de una serie de
notas que tiene en la mano y que constituyen el último refugio de
su yo.
Probablemente, es conforme con el destino intelectual de ios
hombres el hecho de que la atención que prestan ai acto de crea­
ción en el espíritu que la lleva a cabo, se pierda o se condene al más
irónico de los fracasos. Sin embargo, este fracaso no basta para apartar
la paciencia de una profunda mirada. Si el silencio de Mallarmé
no podía ser roto en modo alguno, era natural y razonable que
el hombre que lo había organizado con toda claridad, y seguido
las evoluciones de su espíritu, no dejara de su esfuerzo más que un
testimonio enigmático, coronado por algunas obras inimitables; tam­
poco tiene menos importancia que el hecho de haber permanecido
silenciosos entre tantas palabras pueda aparecer como el secreto
mismo, cuya existencia no debía sernos revelada. Puede creerse que
este espíritu tan lúcido, tan poco dado a sombras y azares, fue capaz
de enunciarse completamente, de decirse y de verse. Pero para los
demás, incluso para los más íntimos, calló lo esencial, ocultando su
intimidad por medio de encantadoras reticencias, dejando adivinar
únicamente un más allá incomprensible, tan alejado de su yo públi­
co como de sus obras parciales, más allá que representa la gran obra
secreta de la que sólo nos ha dejado la ausencia.
II. ¿ES OSCURA LA POESIA DE MALLARMÉ?

En su obra Mallarmé l ’obscur, Charles Mauron ha pretendido


realizar un estudio teórico sobre la claridad y la oscuridad en el arte,
introducción a otro estudio más concreto centrado en la particular
oscuridad de Mallarmé; también ha esbozado una explicación de todos
los poemas publicados en la edición corriente de las obras de Mallar­
mé. Dicha explicación es tan completa que cuando tropieza con pasa­
jes difíciles se realiza según su autor “Línea por línea, palabra por pa­
labra” . Las intenciones de Mauron son excelentes, y, haciendo alarde
tanto de modestia como de sabiduría, ha previsto las objeciones que
pueden serles hechas, objeciones a las que no replica, pero a cambio
nos recuerda que su tarea cuenta con la aprobación de muchos erudi­
tos de categoría, especialmente Albert Thibaudet. Será interesante
saber porqué semejante tarea no se salva por ninguna de las precau­
ciones que la garantizan.
Naturalmente, Mauron, viéndose venir los reproches, intenta
escabullirse mostrándose un poco más hábil que los comentaristas habi­
tuales. Está claro, afirma, que traduzco en prosa los poemas más oscu­
ros, y que esta traducción podrá parecer escandalosa; pero no os alte­
réis, de sobra sé lo que pertenece exclusivamente a la poesía. Mi
traducción no se pretende equivalente del poema, sólo es un gráfico
aproximado de la red de relaciones que constituyen la obra poética,
una hipótesis sobre el sentido objetivamente cierto que hay en la
obra y que estaba también en el ánimo del poeta en el momento en
que la escribió. Dicho de otro modo, todo poema tiene un sentido
objetivo, válido para todo el mundo y garantizado por el pensamiento
del autor. Dicho sentido puede expresarse por medio de una traduc-
ción en prosa; y esta trasposición hace, lógicamente, morir a la obra
en sí misma, en lo que tiene de hermoso y puramente sensitivo, salva
e incluso hace más asequibles las ideas que la han forjado, o, más
exactamente, lo que en la obra puede ser accesible al pensamiento.
De aquí se desprende que Mauron plantea un problema nada
nuevo, resolviéndolo según prejuicios todavía más viejos. Sin preten­
der intervenir en esta cuestión, sólo podemos añadir que es especial­
mente útil para destacar los elementos de los que se podría servir una
investigación sobre la estructura de la significación poética. Aquí
reside la dificultad que habitualmente da pie a todos los malenten­
didos. El problema no reside en saber si puede ponerse en prosa una
oda o un soneto; puede considerarse que esta trasposición, inadíni-
sible cuando se trata de un poema, no lo es menos para las obras
en prosa, ya sea Maldoror o Aurelia. Lo importante es concebir
que la obra poética tiene una significación cuya estructura es origi­
nal e irreducible, tal que no puede ser comparada al sentido que
fundamenta la inteligibilidad práctica, y que toda tentativa de captar­
la pasando por alto dicha estructura es tan absurda como el estudio
del perro, animal ladrador, por el conocimiento del Perro, constela­
ción celeste. Probablemente, el equívoco está en la palabra sentido.
Los que pretenden que todo poema tenga un sentido, y esperan
la revelación de éste, mantienen un actitud perfectamente correcta,
el error empieza cuando entienden por sentido el entendimiento
propio de un texto originado por el pensamiento definido.
El primer carácter de la significación poética es que se halla
unida, inevitablemente, al lenguaje que la manifiesta. Por el contra­
rio, en el lenguaje no poético, tenemos la certeza de haber compren­
dido la idea cuando podemos expresarla de diversas maneras, domi­
nándola hasta tal punto que somos capaces de liberarla de todo
lenguaje determinado;la'poesía exige, para ser comprendida, una acep­
tación total de la forma única que propone. El sentido del poema
es inseparable de todas las palabras, acentos y ritmos del poema,
sólo existe en este conjunto y desaparece en cuanto se intenta sepa­
rarlo de esta forma que ha recibido. Lo que el poema significa coin­
cide exactamente con lo que es: el que desee comprenderlo debe
considerarlo por entero, sufrirlo en su realidad completa, asimilarlo
materialmente y discernir su fuerza cuando, tras el vano intento de
transformarlo para comprenderlo mejor, logra alcanzarlo gracias a la
docilidad con la que lo acepta, uniéndose a él. El primer impulso ante
unos versos que la razón discursiva desearía elucidar es el darles
otra forma; pero su resistencia es tal que no permiten metamorfosis
alguna, es necesario comprenderlo absolutamente y no cambiar el
poema más que por el poema. “Ocurrió - escribe Andró Bretón- que
hubo alguien lo bastante deshonesto como para elaborar, en la reseña
de una antología, una lista de algunas de las imágenes que aparecen
en la obra de uno de los más grandes poetas vivos en la actualidad;
podía leerse que día siguiente de la oruga en traje de fiesta significa
mariposa; o que pecho de cristal significa garrafa. No señor, no signi­
fica eso. Puede tener la seguridad de que Saint-Pol Roux ha dicho
justamente lo que quería decir.”
Es el modo en que la significación poética se revela en el poema
y sólo en él, lo que determina ese rasgo singular de que no hayan
caracteres accesorios en poesía. Ni accidentes ni detalles, ni palabras
ínfimas que en relación a no se sabe qué puedan ser suprimidas o des­
preciadas sin que el sentido general no se empobrezca. La significación
poética no se origina en ese tipo de generalidad que permite nume­
rosas formas de expresión aplicables a un cierto número de casos; sólo
es utilizable una sola vez, y anula en cada ocasión el sistema ele imá­
genes, figuras y consonancias que le está indisolublemente unido. Per­
tenece a la categoría de lo Unico; no es solamente aquello que depen­
de esencialmente del lenguaje, sino lo que recuerda a éste su esencia,
impidiéndole el confundirse con sus medios.
Es evidente que si lo significado por un poema es idéntico a su
expresión, y si ésta se presenta, por lo menos en condiciones ideales,
como un conjunto indivisible, se debe a que el lenguaje no desempeña
el mismo papel que en el discurso ordinario. Esta diferencia se ha seña­
lado con frecuencia. En la vida cotidiana, el lenguaje es instrumento y
medio de comprensión, camino que toma el pensamiento y que se va
desvaneciendo a medida que se realiza el recorrido. En el acto poético,
el lenguaje deja de ser instrumento, mostrándose en su esencia, la de
fundar un mundo, la de hacer posible el auténtico diálogo que somosj
nosotros mismos y, como dice Hólderlin, poder nombrar a los dioses.'
Dicho de otro modo, el lenguaje no es solamente un medio accidental
de expresión, una sombra que deja ver el cuerpo invisible, es también
lo que tiene existencia en sí mismo como conjunto de sonidos, caden­
cias, nombres, y, en este sentido, por la conjunción de fuerzas que
representa, se revela como fundamento de las cosas y de la realidad
humana.
Así, la poesía sugiere un sentido cuya estructura le es propia.
Mientras que la significación racional implica una noción separable
de las palabras, que incluso quita toda importancia a éstas, asegu­
rando al margen de ellas la comprensión e inteligibilidad de los seres,
la significación poética no puede separarse de las palabras, hecho que
aumenta la importancia de éstas, y que se manifiesta en la ilusión
(Je que el lenguaje tiene una realidad esencial, una fundamental
misión: fundar las cosas por y en la palabra. Esto es lo que implica
toda lectura de una poesía como la de Mallarmé, imponiendo la
creencia momentánea en la virtud sensible de las palabras, en su
valor material y en su capacidad para llegar a lo más profundo de
la realidad. Instintivamente se cree que el lenguaje revela en la poesía
su auténtica esencia, que reside en el poder de evocar, de invocar
a los misterios que no puede expresar, de hacer lo que no puede
decir, de crear emociones o estados que no pueden imaginarse, o sea,
el estar en relación con la existencia profunda, mucho más por el
hacer que por el decir. Y un poema se comprende no cuando se lian
captado sus ideas o se han representado sus complejas relaciones,
sino al ser llevado por él mismo al modo de existencia que significa,
provocando una cierta tensión, exaltación o destrucción de si mismo,
llevando a un mundo en el que el contenido mental no es más que
un elemento. Podría decirse que la significación poética se relaciona
con la existencia que es comprensión de la situación humana, que
cuestiona lo que el hombre es.
Mallarmé escribió en Divagations que la Metáfora respondía
a una potencia absoluta. Cuando se ordena una obra en base a una
creencia semejante, es natural que ni se acepte ni se haga comen­
tario alguno sobre ella, y, de hecho, Mallarmé jamás sugirió glosas
de ninguno de sus poemas. Era enemigo evidente de toda explica­
ción, según Valéry, sensible a cualquier pedantería. Es factible el
pensar que su obra le pareciera carente de enigmas, sin la más mí­
nima oscuridad, puesto que ambos le hubieran hecho suponer que
se penetraba en sus poemas, quedándose siempre fuera, contemplán­
dolos desde un punto de vista no poético, comparándolos (por una
voluntad de desafío o de magisterio) con los medios de la razón
discursiva, actitud no 'ilegítima en sí , pero absolutamente ajena al
poeta, para el que resultaría inconcebible. La acusación de oscuri­
dad, que la crítica repite incansablemente, sólo tiene sentido para
la inteligencia no poética, o en el caso de suponer, mediante una
singular hipótesis, que la obra de Mallarmé no pertenece a la poesía.
En este caso, se es libre de considerarla enigmática y explicarla, del
mismo modo que puede hacerse un comentario literario de una
obra musical, interpretándola como símbolo de luchas propias del
espíritu.
Charles Mauron, cuando publica en un centenar de páginas las
glosas de todos los poemas de Mallarmé (a excepción, no se sabe
porqué motivo, del antepenúltimo: A la nue accablante tu), es culpa­
ble y víctima de un malentendido: cree que nos está hablando de la
poesía en taníO'-:qim-Tálv'-cüando en realidad sólo nos habla de sí
mismo, mostrándonos Heno de complacencia el pensamiento de un
lector que, desde su pedestal fuera del campo de la poesía, contem­
pla ese bloque de basalto y lava. Y formula lo que podría formular
la razón si ignorase la estructura propia de la significación poética.
Pero —y en este-puntó él trabajo de Mauron es inconsistente incluso
desde el punto de vista de la inteligencia discursiva— no existe m oti­
vo alguno p i n que la razón intente ignorar el punto de vista de la
poesía. Su pipe! y su ambición, es el respetarlo en todo su rigor,
realzando lo que de pureza tiene, y apartando lo inauténtico y confu­
so. Si se le exige explicar un poema, no se niega, pero demuestra que
la explicación)de toda verdadera poesía consiste en ignorar las costum­
bres prácticas;' acerca de lo inteligible, en arruinar los comentarios,
tanto los má^ burdos como los más sutiles (comentarios que precisa­
mente son necesarios para ser rechazados), y, de círculo en círculo, de
glosas inexaqtas a escolias imperfectas, mediante un vacío cada vez
más adecuado, mirar hacia el punto en que la poesía, dejando de ser
objeto para ¡convertirse en potencia de visión, imbuye al lector del
sentimiento ¡de ser él mismo lo explicado y contemplado. ¿Existe
tormento más puro que el de esta crítica de la razón a través de
sí misma, que esta división en la que se pone a prueba cerc i de lo que
no puede alcanzar? Tiene la impresión, no de una decepción, sino de
un infinito acercamiento a aquello que ha aceptado no captar a su ma­
nera.
III. BERGSON Y EL SIMBOLISMO

¿Debe buscarse en la filosofía de Bergson el fundamento del sim­


bolismo, como se ha tomado la costumbre de mantener, y como
E. Fiser en su obra £7 símbolo literario nos hace creer? Por otra parte,
el mismo trabajo de Fiser, serio y consistente, nos proporciona igual­
mente razones para dudar de esta correspondencia. Es evidente que
este crítico no logra hallar en Baudelaire o Mallarmé los temas bergso-
nianos, según los que la espiritualidad es un pasado concentrado en un
presente que abarca la totalidad. La inocencia de la vida profunda, la
movilidad del yo que se pierde en una oscura intimidad, la realidad
pura que no puede ser representada por ninguna imagen, el aliento,
todo lo que significa para Bergson la esencia de la duración, sólo
puede responder por medio de analogías totalmente externas al espec­
táculo ideal del que la obra de Mallarmé es contemplación. Queriendo
contentarse con unas cuantas fórmulas se podría decir que la nada
incomprensible, el “no” engendrado por la espera, la duda, la ausen­
cia, el trueno silencioso que estalla en torno a imágenes perdidas unas
dentro de otras, que anuncian en la obra de Mallarmé un fascinante
punto de ruptura, se hayan separados por un abismo de la filosofía
bergsoniana, y sólo tienen sentido en un vértigo tal que la angustia,
extenuada de sí misma, se deja llevar incesantemente hacia el encanta­
miento. Igualmente, en Baudelaire, si se quisieran emplear fórmulas
superficiales, bastaría con señalar que el sueño no expresa la pureza
del yo inmerso en la duración, sino que afirma el resplandor de una
conciencia mágica que toma contacto con la esencia del mundo. El
mito no es un medio de encerrarse en sí mismo y de reencontrarse
en forma de tiempo puro, es la expresión de la marcha agotadora,
imposible, hacia el punto en el que parecen confundirse el universo
y el corazón que así lo desea. “En algunos estados del alma casi sobre­
naturales dice Raudelaire la profundidad se revela enteramente
en el espectáculo que se tiene ante los ojos, por muy ordinario que
este sea. Y se convierte en el Símbolo.” ¿Es válido el traducir textos
de este tipo a los términos de la filosofía bergsoniana? Es un juego que
niega la poesía, pero también el bergsonismo, preocupado únicamente
por respetar la pureza y originalidad de la intuición primordial.
Tampoco podemos creer que los criterios de Bergson sobre el
lenguaje representen exactamente la actitud del simbolismo respecto
a las palabras; es probable que la tarea poética se hiciese incompren­
sible al intentar ajustarla a las observaciones de Bergson. En un sen­
tido, la filosofía de los datos inmediatos no es una crítica del lenguaje
en general (crítica probablemente tan antigua como el habla), sino que
ha dejado entrever en qué casos y por qué motivos el lenguaje se con­
vertía en instrumento infiel. Por otra parte, ha restituido al habla,
luego de haberla desacreditado como medio de expresión de la vida
interior, el poder de sugerir la duración melódica, de hacerla sensi­
ble indirectamente a un espectador. ¿Por qué las palabras, si son
incapaces de expresar verdades supra intelectuales, sirven mediante
nuevos arreglos para facilitar el acercamiento a éstas, incluso su
intuición? Dificultad señalada con frecuencia, y que muestra de un
modo sorprendente la mezcla de fe y desconfianza, sospecha y amis­
tad que configura la relación del espíritu bergsoniano y el lenguaje.
Bergson sentía una extrema desconfianza respecto a las palabras y
una extrema confianza en la poesía. No es su crítica del lenguaje lo
que posibilita e ilumina la existencia del simbolismo, sino su profun­
do sentimiento del arte el que le proporciona la prueba de la vali­
dez y excelencia del; lenguaje considerado como el nuevo sistema
de un encantamientdíp'
El hecho es que Bergson, pese a sentir con fuerza el poder del
poeta, sigue vigilando con inquietud las palabras, siempre en vía de
cristalización, cargadas de hábitos intelectuales y prácticos: Le pare­
ce lógico elogiar el lenguaje creador, demostrando cómo no traiciona
la visión profunda, y, simultáneamente, serle ajeno por completo, dar
vueltas en tomo suyo, en una sucesión de imágenes disparatadas, dibu­
jando en un torbellino encantado los contornos de la figura cuya
ausencia resalta. No existe palabra cuyo conjuro sea lo bastante fuerte
como para despojar a la conciencia de sus velos. Todo lo que puede pe­
dirse a la hábil ola de palabras es el dar a entender que ninguna de ellas
puede, ni siquiera momentáneamente, aparecer como equivalentes de
la intuición, o unirse al relámpago de la invocación que le dirige. Esta
actitud de temperada antipatía no tiene nada en común con la de Bau-
delaire. Y con respecto a Maliarme, ¿podría pensarse algo más opuesto
a su espíritu? Su horror por los clichés, formas oratorias, lógica prosai­
ca, se compensa por su pasión por las palabras, su “piedad a las veinti­
cuatro letras” , su intimidad con todas las formas de expresión, desde
la palabra, flor de pedrería, llama aislada que se consume incesante­
mente, hasta el verso “expresión suprema, perfecta, vasta, nativa” ,
“palabra nueva, como encantatoria” . Si bien estas palabras no tienen
como destino el transmitir, sin pretexto alguno el pensamiento de un
objeto o la significación de un estado de ánimo, sí que poseen un valor
que trasciende al de su pura sonoridad, y la confianza que Mallarmé
les concede es la de una joya iluminada por fuegos de artificio, en un
centro de suspensión lleno de sentidos musicales, en una figura que
gira y se deshace en la ilusión que despierta. “La puerilidad de la lite­
ratura hasta nuestra época, responde en la encuesta de Jules Huret,
ha sido el creer, por ejemplo, que el coger un cierto número de piedras
preciosas y apuntar sus nombres en un papel era hacer piedras precio­
sas. Pues no. La poesía hay que buscarla en el alma humana, en sus es­
tados, en los destellos de una pureza tan absoluta que, bien canta­
dos, bien iluminados, constituyen las joyas del hombre: donde hay
símbolo hay creación, y la palabra poesía encuentra aquí su pleno sen­
tido: es la única creación humana posible.” También dirá Mallarmc,
elogio supremo del habla: “Me imagino, a causa de!un insuperable
prejuicio de escritor, que nada quedará sin ser proferido.”
Paul Valéry concibe las relaciones entre lenguaje y pensamiento
de un modo que le aleja infinitamente de Bergson; en la medida en
que le parece que una obra es siempre una falsificación, y que “el
esfuerzo por conseguir un lenguaje con ritmo, adjetivado, rimado,
aliterado, choca con condiciones totalmente ajenas a los esquemas
de pensamiento” , concibe el trabajo poético como medio de romper
con el espíritu espontáneo, y de conquistar una belleza propia, incom­
parable a cualquier otra. El escritor por sus correcciones, la deliberada
obstinación de su rechazo, lejos de acercarse a su proyecto inicial
(como mantenía Bergson) se aleja de la visión auténtica mientras que
la naturaleza del lenguaje le asegura un nuevo encantamiento, funda­
mentado en una serie de desprecios y malentendidos imprescindibles.
Hay, en Valéry, una confianza en el lenguaje que no es confianza
en un sistema de expresión, capaz de corresponder fielmente al pensa­
miento, sino en las propiedades particulares de la forma, en sus ori­
ginales efectos de inducción, en su potencia que la hace apta para
organizar el poema y construir la maravilla. Esta ambición es en todo
contraria al bergsonismo. Valéry supone —y sobre este postulado creció
el surrealismo que, si hay un momento en el que lenguaje y pensa­
miento original coinciden, es en el punto de partida, cuando el espíritu
se abandona a lo inmediato, al monstruo grosero que es entonces para
sí mismo. Pero añade que el escritor só!o cumple su misión sustitu­
yendo esa espontaneidad por los esfuerzos del trabajo más consciente
posible. El lenguaje espontáneo es probablemente el que mejor explica
lo informe de la vida interior, pero el lenguaje que interesa al artista
es el de la extrema conciencia; nada hay que el espíritu desprecie con
más fuerza que la irrazonada espontaneidad, imagen de sus accidentes
y azares. Lo cual es, desde una cierta perspectiva, lo opuesto a la filo­
sofía bergsoniana.
IV. LA POETICA

En los primeros días del verano tuvo lugar el último curso de Paul
Valéry en el Colegio de Francia. Desde 1937, la poética era enseñada
en este centro por buenas almas preocupadas ante todo por penetrar
en el enigma de las obras y del arte; pero este año la poética ha llegado
a su límite de edad, no se le ha permitido envejecer, y ha tenido que
renunciar a su carrera como si un exceso de experiencia y de gloria
en el hombre encargado de institucionalizar sus orígenes hubiera
sido contraproducente para la grandeza y excelencia de semejante
estudio.
Es posible que Paul Valéry prosiga los trabajos que, por muy con­
seguidos que estén, no pueden considerarse como plenamente termi­
nados. Lo característico de estas investigaciones es su infinitud, no
admiten otro término que el de una reflexión que se renueva y halla
en cada solución un nuevo problema en lugar de una fórmula defini­
tiva. Puede pensarse que otros escritores, otros investigadores, reto­
men de Valéry el material que ha desarrollado, aportando puntos
de vista distintos y de gran interés; pero el hecho de que esta sorpren­
dente tarea haya sido aislada, por primera vez, por un hombre tan
ligado al conocimiento como eminente en la práctica de su arte, el
hecho de que a pesar de múltiples preocupaciones, su vida y expe­
riencia enteras hayan girado obstinadamente en torno a investiga­
ciones raras y difíciles, de las que dedujo, tardíamente, un estudio
metódico; todo este conjunto de circunstancias excepcionales hacen
en la actualidad casi inseparable la poética de Paul Valéry, convir­
tiendo en única la distancia que ha separado al profesor y a la ense­
ñanza. Estos son los efectos de las normas que aplican las condicio­
nes de la generalidad a lo que sólo cobra sentido en la excepción.
El curso de poética aún no se ha publicado, y ya parece im­
posible separarlo del encanto fortuito del habla, del espíritu de disgre-
sión y de aventura que esta enseñanza encarnaba, llevada a cabo
por medio de una conversación aparentemente improvisada. ¿Qué
más significativo que un método semejante, imagen de la inestabi­
lidad propia del espíritu, figura y medio de una investigación que,
ejerciéndose sobre un terna 110 definido, casi indefinible, no podía
resistir un ritmo demasiado estricto, y necesitaba más la ayuda de
azares concertados que de un plan preservado de las sorpresas y contra­
dicciones del descubrimiento?.. Paul Valéry ehtiende por poética, no
la exposición de reglas que atañen a la composición de poemas o a
la construcción de versos, sino el estudio de espíritu en tanto que
hace, algo, en la medida en que se'expresa "tanto en una obra como
en la creación de ésta. Tarea que nos suena raro el tener que llamar­
la nueva. No deja de ser curioso que el gran predicamento de la histo­
ria de la literatura, la crítica de textos y obras, no se haya extendido
al estudio del espíritu en sí, como producto o consumo de la “litera­
tura” . Sin duda, la estética existe como una rama de la psicología, y
obras importantes, por otra parte escasas, han merecido observaciones
semi-teóricas y semi-prácticas, cuyas conclusiones se relacionan con
dichos problemas. Pero, de hecho, el escritor o el sabio que intenta
explorar el terreno del espíritu creador se encuentra frente a un estu­
dio que debe imaginar enteramente, y que ni siquiera se sabe si puede
considerarse como posible.
El objeto de estas investigaciones sobre la creación puede ser
puesto en duda por el mismo creador. El poeta puede juzgar que el
modo en que se ha estudiado la poesía es excesivamente superficial o,
por el contrario, que revela demasiado y convierte en obstáculos los
medios que parece proponerle. El estudio de la poética tiene sus
postulados propios, ^ a r tis ta que admite como cómplices de sus
obras a potencias tan poco determinadas como la inspiración o el
delirio se margina de un saber que tiende a unir la creación con la
extrema conciencia, y que intenta reemplazar ídolos vagos por térmi­
nos más cargados de responsabilidad. Si, por lo contrario, el arte no
se evade de la conciencia que puede proporcionarle una disciplina,
unas normas, si él mismo es la conciencia en su máximo grado de
lucidez, en el momento en que ésta se considera disponible por entero
ante la visión que compulsa sus tesoros, es obvio que el arte sea
también objeto de estudio, incluso de otro arte en el que formalicen
todas las relaciones de un universo de creación. El azar jugaría su papel
en la tarea del artista, transformándose en materia de observación y
definición desde el momento en que deja de ser lo que era para con­
vertirse en un factor cuya voluntad se emplea para luchar contra lo
inconcreto de las obras inacabadas y la indeterminación del tiempo.
En fin, no es seguro el que la conciencia no pueda hacerse una idea
de lo que no tiene orden ni ley, puesto que ella misma se encuentra
en perpetuo desequilibrio, en constante proyecto de autodestruirse
para reformarse.
Lo que confiere al problema general de la fabricación de obras del
espíritu una amplitud y complejidad prácticamente insalvables, es su
impugnación del espíritu en conjunto, su no-diferenciación entre el
yo que se sustrae a cualquier mirada, inmerso en su existencia pura
y simple, y el yo que se propone como hijo de sí mismo en un acto
completo, o sea, en una obra. La pobreza del espíritu, ajeno a toda capa­
cidad creativa, iguala y fundamenta la riqueza del más grande de los crea­
dores; la desnudez de la conciencia, reducida a posibilidad despojada
de todo, contiene íntegros los poderes que le permitirán la realiza­
ción de una obra incomparable. Al mismo tiempo, el artista, en rela­
ción al hombre práctico o al poseedor del saber objetivo, representa
una forma absolutamente original, un campo de fuerzas cuyas conexio­
nes, leyes y valores le son propios y apenas análogos a los demás. Una
investigación referida a la producción de obras debe volver constante­
mente sobre las observaciones comunes, combinándolas con otras muy
diferentes, abarcar la riqueza del espíritu frívolo para cambiarla por
la capacidad del espíritu creador, buscar en la sensibilidad ordinaria
todo lo que explica la artística, pero sin hallar eso que margina a ésta,
tornándola irreductible. Por añadidura, es una de las pocas fuentes
de observación inmediata de las que una investigación semejante
puede esperar ser auténtica, alcanzar válidamente su objeto.
Paul Valéry es ejemplo del carácter tanto sencillo como sutil de
estos estudios cuando realiza, en una parte del curso, un análisis de
la sensibilidad. En cierto sentido, el artista puede ser considerado
como el más utilitario de los hombres, ya que utiliza hastas las cosas
inservibles, las percepciones insignificantes, los actos arbitrarios, para
inventar, fuera de los intereses prácticos, uno secundario, una necesi­
dad de segundo orden. Lo característico de la invención artística es el
conceder tal valor a esas impresiones inútiles que no sólo se nos con­
vierten en indispensables, como cualquier otra percepción habitual,
sino que a medida que se nos presentan experimentamos la necesidad
de reencontrarlas y gozarlas de nuevo. A esto llama Valéry el infinito
artístico. En el mundo de la vida práctica la satisfacción suprime el
deseo (si tengo sed, bebo; ya está), en el universo de la sensibilidad
la satisfacción revive indefinidamente la necesidad, la respuesta rege­
nera la exigencia, la posesión engendra un creciente apetito de la cosa
poseída. Tal es el arte. Su proyecto es organizar un sistema de cosas
sensibles capaces de despertar constantemente su demanda, sin poder
aniquilar jamás el deseo que provocan. La creación reside en hacer
un objeto tal que engendre el deseo de sí mismo. El artista emplea
medios finitos (el pincel, su voz, las palabras de un diccionario) con
la intención de que otro, el lector, el espectador, nunca pueda darse
por satisfecho.
En el seno de la sensibilidad, en estado puro, se encuentra la mina
de los hallazgos, relaciones implícitas y combinaciones vírgenes de las
que el artista se sirve para atraer al “consumidor” en un movimiento
de goces perpetuos. Todo ocurre como si en estado naciente, algunas
mezclas de colores, formas o ideas, fuesen aún libres para escapar
a las formas convencionales y a los clichés, como si estos elementos
tuvieran la posibilidad de seguir ciertas atracciones mutuas, como las
que se observan entre sonidos y palabras, y que dejan de manifestarse
en cuanto nos internamos en la vía de la banalidad. Este intercambio
de impresiones es comparable a las manipulaciones químicas cuando
relacionan elementos líquidos o gaseosos y experimentan sus contac­
tos íntimos. El artista es un ser sensibilizado con estas primeras com­
binaciones, a las que distingue, comprende y aprecia, antes de que su
paso al estado sólido las haga inutilizablcs en tanto que elementos
en disolución sólo percibidos por él.
Estas impresiones, ajenas a la vida práctica, al mundo e incluso
al espíritu, existen como imagen de lo que puede ser las sensaciones
artísticas, como alimento privilegiado de la actividad artística; así lo
demuestra el análisis de la sensibilidad de la retina fuertemente impre­
sionada por un color, que responde produciendo el color comple­
mentario. Valéry ha sacado de este análisis conclusiones sumamente
ingeniosas e interesantes. Este fenómeno se haya perfectamente orga­
nizado: el ojo, que re^pftnde a un color por la emisión de su comple­
mentario, sigue una variación periódica descendente en la escala de
tonalidades, se va amortiguando paulatinamente (al rojo vivo corres­
ponde el verde, a éste el rojo carmesí, al que corresponde un verde
azulado, etc.); hay un sistema de sustituciones análogo al estético, en
el sentido de que las impresiones no desempeñan ningún papel en la
visión práctica (ocurre justamente lo contrario), son una creación
característica de la sensibilidad, capaz tanto de producir como de
recibir, un conjunto original, separable del resto, unido por relacio­
nes regulares de producción.
Paul Valéry considera el fenómeno de la complementariedad
como característico de la sensibilidad que interviene en la creación
artística. Esta singular producción, comparable a la vez con la activi­
dad del prisionero que traza figuras en un muro desnudo (figuras
complementarias del vacío, del aburrimiento) y al canto del músico
cuyo arte es una respuesta desinteresada a un cierto estado de ánimo,
puede servir de aproximación al arte puro. Un .Jarte puró es el que
sólo quiere obedecer a la necesidad estética, el que no combina la
representación de las cosas con ciertas leyes de la sensibilidad, renun­
ciando a los espejismos y falsificaciones de lo real, incluso a las con­
venciones de significación. Se niega a unir en una misma obra sensi­
bilidad y semejanza, sensibilidad y comprensión, los valores de la
verdad memorística y los de la verdad sensorial, intenta crear un
sistema absolutos completo, indiferente a las circunstancias acciden­
tales de las cosas, constituido por relaciones intrínsecas, autosufi-
ciente para mantenerse sin ningún elemento exterior. Por ejemplo,
la música crea la ilusión de un universo separado, extraño reino que
se basta a sí mismo y que existe por sí mismo, no significando ninguna
otra cosa fuera de si. Un arte de este tipo, en la medida en que elige
entre la incoherencia de las sensaciones, que constituye nuestro medio
natural, discerniendo las afinidades, observando los desarrollos forma­
les, proveyendo sus reacciones recíprocas, etc., exige un máximo
control de la inteligencia y la ayuda de la racionalidad. Una obra de
una cierta envergadura no puede permitirse la dispersión de la sensibi­
lidad, ni su propio movimiento de distracción y camuflaje, a los que
tiene que oponer un trabajo y un esfuerzo plenamente conscientes. La
paradoja del arle puro no significativo es el necesitar constantemente
una fuerza que reside en el saber y la comprensión. De aquí es fácil
comprender el porqué las artes del lenguaje nunca podrán ser arte
puro: no podemos organizar el universo de las palabras como el de los
s i ios o colores. La virtud por excelencia de la poesía no es la des-
tru uón del lenguaje en tanto que sistema de signos, aniquilarlo en
su lunción significativa es, por el contrario, el producir a partir del
conjunto signo-sonido un orden que, a la vez que significante, sea su
propia justificación en tanto que ordenación de ritmos y sonidos. La
pureza de la poesía deriva de la armonía que establece entre circuns­
tancias perfectamente heteróclitas: musicales, racionales, significa­
tivas, sugestivas; y le es necesario el ser impuro para realizarse en toda
la pureza de su poder.
Posiblemente estas observaciones, en la que se reconoce algunos
de los temas privilegiados de Paul Valéry, sólo alcanzan su pleno
valor en el movimiento infinitamente variado, sinuoso, cambiante,
que les ha dado origen. Nos hallamos ante Una especie de construc­
ción, un mito de sensibilidad que es al mismo tiempo una descrip­
ción orientada. Las cosas más profundas, las menos cognoscibles,
siempre ocultadas por la vida, son seducidas por un análisis que
cuadra a la perfección con su inconsistencia, y deduce, simultánea­
mente, su significación a partir de criterios conscientes. Sería una
muestra de candidez que presentaría más inconvenientes que inte­
rés, el intentar la comparación de este método con el que la fenome­
nología ha convertido en clásico. Los problemas no se plantean de
igual modo, y ni siquiera son los mismos. De todas formas, hay en
Valéry, como en los fenomenólogos, un mismo uso de las observa­
ciones inmediatas, un esfuerzo semejante por comprender la existen­
cia mediante una descripción fundamental, y una común preocu­
pación por escapar a los antagonismos de la filosofía tradicional,
considerándolos disposiciones características de la realidad huma­
na, no problemas que sea preciso resolver. También es posible que
algunas de las observaciones de Paul Valéry sobre el arte sean aná­
logas a las fenomenologías: ambos comparten la idea de que la
obra de arte es irreal. El cuadro de un pintor, que represente o no
un objeto del mundo sensible, no existe en un cierto sentido. Natu­
ralmente, la tela, las capas de pintura y las formas del cuadro exis­
ten, pero en tanto que obra de arte, éste es distinto a esas particulari­
dades; en la medida en que es un objeto estético no se confunde con
nada de lo que parece hacerlo real, no es ni las pinceladas, ni la cosa
representada ni el marco que la encierra; responde a una imagen que se
presenta como imagen, y que, como tal, jamás podrá ser realizada. El
pintor utiliza medios reales para permitir a una imagen, es decir, a un
conjunto irreal, el manifestarse. Da al espectador la posibilidad mate­
rial de captar lo “bello” , que de otro modo no podría ofrecerse a la
percepción, y que está al margen de las cosas realizadas. Busca la oca­
sión de que una imagen sea visitada; pero la imagen pintada, en sí
misma, sigue siendo imagen, o sea, irrealidad. Este análisis lo debemos
a Jean Paul Sartre, y qfjtycuerda bastante con lo que Paul Valéry dice
sobre la pureza e impureza de la obra de arte y de los valores que
hacen que el realismo artístico, más que una doctrina falsa, sea una
concepción carente de sentido.
V. LOS POETAS BARROCOS DEL SIGLO XVII

Thierry Maulnier, a quien se debe, a partir de su Introduction


a la poésie frangaise, un nuevo interés por las obras desconocidas
de los poetas franceses, no como despojos encontrados en una inves­
tigación étnica, sino como testigos de un sentimiento poético pro­
fundo, ha consagrado a los poetas preciosistas y barrocos del siglo XVII
unas hermosas e inolvidables páginas. El libro en que estos comen­
tarios tan acertados han aparecido como prefacio, admirables poemas
seleccionados por Dominique Aury, Les Poétes precieux et baroques
du xvn siécle, se ha publicado al mismo tiempo que La Jeune Poésie
et ses harmoniques, donde se encuentran destellos demasiado bri­
llantes como para no crear sombra, obras del barroco francés junto
a otras de la joven poesía actual, Albert-Marie Schmidt esboza una
biografía de la poesía entre 1600 y 1660. Sus observaciones son
una interesante contribución al conocimiento del arte secreto, gra­
cioso y altanero que la perfección clásica ha sustraído demasiado tiem­
po a la admiración.
Dominique Aury ha hecho la selección más acertada, más adecua­
da para creer que tras el barroco la -poesía francesa sólo puede ser
descubrimiento sin fin e invención renovada incesantemente; y señala
una analogía entre las tendencias de esas grandes obras del pasado y las
de la joven poesía contemporánea, pero no podrían ponerse ejemplos
ni preveer, a partir de esta historia tan brillante, el destino que segui­
rán los primeros pasos a los que se asiste en la actualidad. Aquí hace
una sensata advertencia: si el paralelismo entre los poetas de los si­
glos XVI y XVII y los jóvenes poetas de nuestra época no es impo­
sible, se debe a que existe otro paralelismo aún más fuerte con los
grandes del siglo XX y con aquéllos del XIX que han abierto este
camino. Todo lo que en poesía moderna es secreta expresión, exigen­
cia nueva del lenguaje, invocación al inesperado poder de la metáfora,
está en armonioso acuerdo con la poesía preclásica. Si los jóvenes
poetas siguen este camino, se debe a que son los herederos de esta
gran tradición.
Es obvio que no sería razonable el buscar analogías demasiado
explícitas, ni siquiera con los discípulos de Nerval, Rimbaud o Ma-
liarme. Las artes se comparan como se puede, l.as filiaciones asocian
en vano lo singular a lo singular. El historiador crea para su propio uso
posibles relaciones y supuestas distinciones, cuyo objeto no es el de
explicar realmente el fenómeno imposible de analizar, que es la apari­
ción de una obra de arte excepcional, sino el hacer accesible al espíritu
la historia de dichas obras o bien transformar esa historia misma en otra
obra de arte. La comparación entre la poesía moderna y la barroca
sólo tiene sentido cuando no se pierde de vista el hecho de que se
están comparando, en sus circunstancias más generales o en sus rasgos
más superficiales, productos de los que no dan cuenta esas circuns­
tancias ni esos rasgos. Puede hallarse una auténtica satisfacción, inclu­
so expresar un determinado aspecto de la verdad literaria al hacer de
Mallarmé y Maurice Scéve testimonios de un mismo arte, fundado en
una meditación sobre el silencio universal, en un uso semejante de
las palabras, devueltas a su fuerza original; pero estos mismos puntos,
desarrollados en un análisis atento y minucioso, revelarían el carácter
puramente imaginario de la comparación. Encerrar en una misma
expresión de la sensibilidad poética algunos versos de Jean Ogier de
Gombauld y los de Nerval sería igual que dejarse llevar por el mismo
impulso de Saint-Amand al identificar a su amante con la noche.
Lo que hace más difíciles y tentadoras estas correspondencias
es el hecho de que el ar® 'barroco no responda ni a un período histó­
rico determinado ni a intención teórica concreta alguna, ni siquiera
a caracteres indiscutibles. No existe una escuela barroca, y esta gran
corriente poética no podría ser identificada, ni en su origen ni en su
expresión más lúcida, al espíritu de cenáculo que animaba el Hotel
de Rambouillet. También hay que tener en cuenta que la poesía barro­
ca no pertenece ni al siglo XVI ni al XVII, ya que grandes retóricos,'
como Guillaume de Lorris y Jean de Meung, realizan proyectos seme­
jantes, y con medios parecidos, en siglos anteriores. El arte barroco,
señala Thierry Maulnier, nO es un descubrimiento de la sensibilidad
francesa: el gongorismo es español, el conceptismo es italiano; en la
Vita nuova aparecen los ejemplos más notables de una riqueza poética
derivada de la contracción de las figuras, de las metáforas llevadas
hasta su propio límite. Una de las características en la que Albert-
Marie Schmidt ve el secreto de los poetas barrocos, su afición por el
amor imperfecto (pretexto para equívocas voluptuosidades y una
cierta desvergüenza mental) tiene claramente su origen en las “Cortes
de Amor” provenzales y sicilianas, de las que Andrea Capellano,
capellán de la condesa Marie de Champagne, dejó constancia en su
famoso libro “De Amore”.
Así pues, es casi imposible el situar a los poetas preciosistas
del XVII en una definición conveniente de su arte; su principal carac­
terística es el olvido de que fueron objeto por parte de las escuelas
colmadas de honores y celebridades, que les transformaron en exilia ­
dos sin destino ni perdón. Al designarlos como enemigos de Boileau,
fueron considerados como muestra de un arte ajeno al clásico. Al
reconocer únicamente a Malherbe, Maynard y Corneille como precur­
sores y poetas ejemplares, se les separó del arte preciosista al que sus
cualidades y defectos les han unido tan a menudo. Por lo que no han
sido, por lo que contenían sus ambiciones y su arte, frecuentemente
muy distintas entre sí, por su común extrafieza al orden clásico, los
poetas preciosistas están en la actualidad reconciliados, unidos, ejer­
ciendo una seducción debida a la sombra que durante largos siglos
ha sido su refugio, y que constituye todavía su definición.
Thierry Maulnier observa que para dar a la palabra preciosismo
un sentido preciso, elaborando una lista de temas, imágenes, normas
de escuela, sería necesario clasificar como tales a todos los poetas
del siglo XVII. Los que generalmente se han incluido en esta clasi­
ficación sólo son dignos de mención por la frescura de su inspiración,
la variedad de sus medios, la libertad de su lenguaje, por algo menos
controlado, más aventurado, por un exceso en el que el mal gusto
lucha contra la pureza, la forma más estricta contra la amplificación
oratoria, la búsqueda de lo imprevisto contra la preocupación por la
naturalidad. Escribieron en todos los géneros, tanto canciones sin enig­
ma alguno como poetas cargados de misterio. Invocación amorosa,
metafísica de la sensualidad, descripción de la naturaleza, quejas sobre
la coquetería, oda religiosa, poesía cortesana, poemas cósmicos, todo
lo intentaron y todo lo consiguieron, sin timidez alguna (excepto ante
la tragedia), mostrándose mediocres únicamente en obras de excesiva
envergadura. Podría deducirse que estos poetas preciosistas, muchos
de cuyos versos tienen la simplicidad y pureza clásicas, que escriben
con frecuencia del mismo modo que Malherbe, sólo son preciosistas
por su impaciencia por alcanzarlo todo, su exuberancia sin disciplina
o su prontitud en no negarse a nada. Por el contrario, su preciosismo
radica en el hecho de que fueron clásicos y algo más, y este algo, infi­
delidad a un arte sencillo y natural que sólo amaron entre otros
muchos elementos buscados por su gusto insaciable, configuraría el
rasgo peculiar de su desorden.
El encarnizamiento de la escuela clásica contra la mayoría de ios
poetas del siglo XVII, considerados como representantes de una terri­
ble herejía, revela motivos de desacuerdo más profundos, y permi­
te discernir mejor la unidad existente entre los distintos momentos
del arte barroco. A grandes rasgos, los preciosistas, fieles a la gran
tradición renacentista, conciben la poesía como un medio de domi­
nar los misterios del hombre y del mundo, aventura espiritual que por
medio de un lenguaje renovado, consciente de sí mismo como poder
excepcional, conduce al alma hacia regiones extremas que sin el
arte no podría alcanzar. La poesía preciosista está inmersa en un siste­
ma de ambición, de orgullo, que, a los ojos de la escuela clásica, sólo
podía ser una esencial corrupción del arte. El arte ya no es solamente
esto, o sea, una técnica sin destino práctico, que exhibe al hombre
ante sí mismo y le divierte expresándole, es también un poder arran­
cado a las oscuras fuerzas de las cosas, mediante las desusadas virtudes
de las palabras; es un instrumento de sabiduría que otorga a la inte­
ligencia más de lo que ésta se había dado a sí misma, empleando la
musicalidad y el ritmo, la remodelación del lenguaje, su renovación
constante gracias a la metáfora. Albert-Marie Schmidt cita en su
ensayo numerosos ejemplos del arte preciosista concebido como
una auténtica alquimia,; como un medio de evocación ritual; pero,
cuando estas preocupaciones no adquieren una forma culta, dege­
neran en efectos literarios habituales, comunicando a los versos
menos esotéricos el simulacro de poderes que no poseen.
Otra razón de ruptura es el afán de pureza, característico de
la poesía preciosista, afán que no se centra en la forma, sino en el
material poético, e¡fí)la sustancia que desea incorporarle. Mientras
que el arte clásico admite la existencia de un contenido, al que
reserva los más sólidos sentimientos humanos y los pensamientos
más claros, busca la pureza en el acuerdo que debe reifiar entre
la forma, transparente y armoniosa, con el fondo, verdadero. El
arte preciosista, atormentado por la necesidad de no permitir la
corrupción de la poesía por su objeto, somete sentimientos e ideas
a una transformación a través de las palabras, restringiéndolos a un
orden metafórico que les da un nuevo sentido, siempre que no les
despoje totalmente de éste. La realidad, en lo que tiene de accesi-
blé al lenguaje de la jfánalidad cotidiana, la razón tal y como el meca­
nismo de expresión prosaica puede acogerla, los sentimientos sin
tamizar, aún sin traducir a un primer sistema de figuras en el que
dejan de serlo, todos estos materiales brutos horrorizan al precio­
sismo, que se libera de ellos purificándolos por el fuego de un análi­
sis verbal que los quema, deseca y, a veces, los lleva a un glorioso
punto de incandescencia.
El preciosismo, no concibe la.fem u como una realidad que sólo
sería pura en función de su invisibilidad. Por el contrario, su avidez
-por no sentirse cargado de una sustancia extraña, su curiosidad por
disolver en sí la más sutil existencia de las ideas que lo forman, lo
llevan a una ostentación de sus medios, a hacer altamente visibles
las palabras, imágenes y la espléndida técnica de su verso musical.
El arte puro le parece como disminuido en sus medios, ya que éstos,
gracias a su valor de evocación y su poder para ser más de lo que
significan, son los únicos capaces de hacer de un arte verbal un modo
de conocimiento. Es notable el que el arte clásico, que sólo aspira a
mantenerse en función del sentido que expresa, no busca el conver­
tirse en un instrumento intelectual privilegiado, y se contenta con ser
un juego; mientras que el preciosismo, que eliminaría con gusto
cualquier pensamiento, intenta captar en la feliz conjunción de soni­
dos, palabras y figuras, el camino hacia un conocimiento superior.
Tal es el vértigo del arte cuando se da a su propia esencia como
objeto.
Si bien aparece un estilo común en la diversidad de talentos e
investigaciones que dividen al arte barroco en mil reflejos, no es
fácil hacer objeto de una misma admiración a todas sus obras. En
esa deslumbrante época hay poetas hábiles, encantadores, capaces
de momentáneas invenciones, pero otros, algunos pocos, han aportado
a la poesía francesa lo más noble de la suntuosidad abstracta, lo más
sencillo de la densidad hermética. D ’Aubigné y Du Perron en el
siglo XV I, La Ceppede, Théophile, Gombaued a principios del XV II,
han tenido el privilegio de penetrar en la intimidad de un mundo
tenebroso con un talante firme, altivo, clásico ya, y emplear los
artificios de la metáfora o de la elipse con plena naturalidad y auten­
ticidad. En el seno de arduas imágenes hallan la cadencia más despo­
jada, buscando lo raro, lo exquisito, lo difícil, mediante el canto
más sencillo. Son preciosistas y clásicos, el arte barroco se expresa
en ellos como equilibrio en el exceso, como medida en lo extraño..
VI. REFLEXIONES SOBRE LA JOVEN POESIA

Da la impresión de que la poesía esté más ligada que nunca a una


concepción mágica del arte. Esta poderosa tendencia, iniciada por el
romanticismo alemán, seguida en Francia por Nerval, Baudelaire,
Rimbaud y Mallarmé, ha horadado un cauce tan profundo que toda
fuente pretende llegar a él. El arte más culto tiene, desde más de
medio siglo, la ambición de devolver a las palabras un poder primitivo.
La técnica más preocupada por dar obras sólo debidas a su ejercicio
también ha intentado encantamientos capaces de conjurar las cosas
y gobernar la naturaleza. Un poeta, como Paul Valéry, singularmente
ansioso de reducir el poema a la apreciación de sus medios, ha dado,
sin embargo, la definición de poesía más adecuada para acrecentar
indefinidamente la ambición creadora. Cuando mantiene que “la
poesía es el intento de representar, o restituir, por medio del lenguaje
articulado, esas cosas o cosa que intentan oscuramente expresar los
gritos, lágrimas, caricias, besos, suspiros, etc., y que parecen querer
expresar los objetos, en lo que tienen de apariencia de vida o de su­
puesta intención” , está afirmando el acuerdo entre el lenguaje poético
y la naturaleza esencial de las cosas, acuerdo que revela una convic-
ción profunda en un poder propio de las palabras. Toda magia presta
a la naturaleza una significación que su descubrimiento por fórmulas
reduce a reglas ordinarias. Hace del mundo un gran sistema de expre­
siones singulares.
Huelga todo comentario sobre la fidelidad de los jóvenes poetas
a la suprema ambición de la poesía, ésta constituye la única oportu­
nidad de su arte, proporcionándole el objeto del que se cree insepa­
rable. “la poesía -dice Audiberti en La Nouvelle Origine—, es la energía
del mundo” , “Los novelistas, y los severos matemáticos, describen el
mundo. El poeta, si se convierte en novelista, también puede dedi­
carse a describirlo, examinarlo. Pero seguramente lo escribirá, lo crea­
rá, prolongará la creación” . Hay que señalar que incluso los jóvenes
poetas que, como Fierre Emmanuel, intentan una nueva unión entre
elocuencia y poesía, espacio e instante, impureza prosaica y el fuego
que se le opone persiguen también ese ideal que hace de la obra un
centro de poderes y del hombre que la escribe un lugar de encuentros
mágicos. La poesía, incluso la impura, tiende hacia efectos sorpren­
dentes, exigidos por la disciplina de la pureza a un lenguaje renovado.
Desea tomar una forma cualquiera, llegar hasta todo, no crearse más
prohibiciones, como exige Armand Robin, pero sin renunciar a su
esencial poder de arte conjuratorio, que sólo ha encontrado en el rigor
de severas restricciones.
Arte mágico, la poesía se halla naturalmente asociada a una acti­
vidad espiritual; una observación habitual es que la poesía responde a
ambiciones espirituales que se consumen en el conocimiento místico
y en las formas extremas de la experiencia interior. Así corno la prosa
y las artes se hallan unidas a sus correspondientes saberes discursivos,
la poesía expresa la ruptura que puede ser groseramente significada
por el no-saber, en el sentido en que san Juan de la Cruz escribía:
“Abandonar los diferentes modos de sabiduría y pasar al no-saber,
esto es lo que conviene llevar a cabo.” Aparece la tentación de la
poesía de organizarse como ascesis, medio de conocimiento o vida
mística propiamente dicha. De un modo muy vago, los jóvenes poetas
unen el ejercicio de su arte a momentos superiores de una existencia
espiritual, pretendiendo acceder por medio de su creación a esa pér­
dida de sí mismos que los místicos alcanzan en sus iluminaciones.
Audiberti esgrime en torno a la poesía palabras de la más absoluta
significación religiosa ííi'íJbnsidera el éxtasis como una de las actitudes
fundamentales del poeta; “la poesía es, simultáneamente, hermana
menor, sierva, esencia vasta y general de la religión” . “Toda técnica
engendra su propia mística, y, juntas, todas las místicas navegan hacia
la mística.” Marius Grout (La Jeune Poésie et ses harmoniques) remite
todas sus obras a una experiencia viva de Dios, obras destinadas a ser
“La relación más sincera entre la pura visión de Dios y esas palabras
impuras, pero vivas, que el mundo propone al poeta y que esperan de
él su redención, con objeto de adquirir un sentido.” Patrice de La
Tour du Pin explora un más allá religioso apenas oculto por imágenes,
y Pierre Emmanuel une la leyenda antigua con la promesa cristiana de
resurrección.
Sólo podemos señalar los vértigos donde la joven poesía busca su
definición. ¿Es una actitud clara, una ambición inequívoca? En abso­
luto. Es fácil observar en las relaciones entre la experiencia poética
y la interior continuos deslices. Tan pronto el arte es considerado ope­
ración espiritual auténtica, suficiente para conducir el espíritu al seno
del conocimiento tenebroso; como se le considera unido a una vida
religiosa exterior, de la cual es doble y a la que aporta medios de ex­
presión. O bien escoge elementos místicos que emplea como temas pri­
vilegiados. Aparecen, en consecuencia, tres formas diferentes de inter­
cambio entre la poesía y lo sagrado. En el primer caso, la poesía es
lo sagrado; en el segundo, la poesía voz de lo sagrado y, si bien se per­
mite la revelación exterior, no profundiza en su conocimiento; en el
tercero, lo sagrado está al servicio de la poesía, desconociendo ésta su
propia naturaleza. ¿Cómo sería posible que la poesía, fuerza suprema
del alma, aceptase el apoyarse en una certeza religiosa preestablecida,
en una intuición dogmática a la que tendría que adherirse? Principio
inexorable de movimiento, habla creadora que forma su objeto, desga­
rramiento de la conciencia que tiende a su centro destruyéndose,
excluye todo acuerdo previo con una forma espiritual ya expresada, y
sólo puede confundirse con ella reencontrándola como invención pro­
pia. No es necesariamente herética en su expresión, pero lo es siempre
en sus orígenes; no sale más que de sí misma.
Lo que sorprende en los comentarios de Marius Grout, incluso
en las fiorituras verbales de La Nouvelle Origine, es el hecho de que al
pretender devolver a la poesía su carácter de ejercicio supremo del
espíritu, no le conceden poder de iniciativa alguno; y, tras conside­
rar la última mirada, visión del supremo momento, la cargan con un
mensaje espiritual conformista. En este punto, es de temer que seme­
jantes ideas sobre el arte sean acogidas como un ideal de orgullo, y
no como una terrible y profunda exigencia. Rolland de Renéville
señala que “hemos abandonado la noción clásica de poesía como
juego perfecto” y “ reconocido en la poesía una vía de conocimiento
abierta al hombre, tanto sobre su propio misterio como sobre los abis­
mos del mundo exterior” . Pero si la poesía se encuentra en la situación
de no ser completamente un arte y, simultáneamente, ser más que un
arte, supone en el que la recibe un hombre capaz, en el ejercicio
mismo de sus dotes, de ponerse en juego, de considerarse sin cesar
como problema y, cada vez que toca puerto, de relanzarse a alta
mar. Al igual que esta poesía no puede ser juzgada únicamente desde
el punto de vista literario, o mejor, no es perfecta desde este criterio
más que cuando alcanza por su propio impulso valores que lo sobre­
pasan, el poeta no es tal si no acepta las exigencias que su propia re­
flexión sobre la poesía le ha hecho concebir y si, consciente de la sin­
gularidad que persigue, la lleva a cabo no como hombre de letras pro­
tegido por sus fórmulas, sino como hombre resuelto a romperlas y
a romperse con ellas, cada ve?, que le adormezcan. De otro modo, la
poesía se convierte en un juego degradado, cuyas reglas no son respe­
tadas.
Al expresar su admiración por los grandes poetas que dominan la
literatura francesa del siglo XX, Armand Robin reivindica para los
recién llegados los poderes y ambiciones descuidados por sus predece­
sores; opina que estos grandes escritores constituyeron una genera­
ción de “hombres destruidos” , desesperando de la belleza que llevaban
en sí, y, en consecuencia, organizando contra ellos y contra ella una
extraordinaria máquina hecha a base de rechazos, burlas, impulso deli­
berado de suicidio. Admitamos el análisis. Está claro que esta potencia
que la poesía ha empleado contra sí misma, la severidad con la que se
ha tratado para reducirse constantemente, esa contra-poesía con la
que ha soñado en el colmo de sus escrúpulos, no nacen simplemente
de las circunstancias, de una enfermedad o debilidad de los hombres
en general, se deben a la elección realizada por la poesía a partir de
los románticos alemanes, a partir de Mallarmé, y que la obliga a
concebirse como actividad superior al arte, ejercicio espiritual en per­
petua desconfianza y lucha contra sus propios medios. Es preciso,
dice Armad Robin, que la poesía “se libere de ese complejo de peque­
nez que la ha paralizado durante dos o tres generaciones” . De acuerdo,
pero reconozcamos que ese “complejo de pequeñez” es precisamente
el supremo orgullo que la ha decidido a ser arte puro, mágico, desti­
nado a cambiar el destino del hombre.
VIL POESIA INVOLUNTARIA

El breve libro de Paul Eluard Poésie involontaire et poésie inten-


tionelle, es sólo un punto de luz en una constelación de problemas
que siempre serán confusos. En casi todas las épocas la poesía ha
intentado separarse de la voluntad del poeta, negarle como interme­
diario privilegiado, mostrarse en su ausencia como si le fuese bastan­
te para existir, un conjunto de palabras y de hombres disponibles. Esta
pretensión es demasiado constante como para poseer un sentido pro­
fundo. Puede ser entendida como una manera de exaltar el valor de la
creación poética; de igual forma que se ha tendido a concebir el
poema como resultado de un delirio, efecto de una actividad anormal,
también se le niega su propiedad al que creía poder considerarse único
dueño. La poesía no pertenece al poeta, ya que está unida a una reali­
dad que le sobrepasa infinitamente, es lo que puede hacerse sin que
el que lo ha hecho tenga sobre ello el menor derecho.
Es necesario que haya en la actividad poética algo que se oponga
al instinto de apropiación, junto a un esfuerzo por sustituir el yo
personal por una forma menos concreta. Lo esencial consiste en el
intercambio entre un lenguaje de acción y otro cuyos elementos no
tengan valor práctico, no sirvan para nada; semejante trastocamiento
supone en quien lo lleva a cabo una actitud completamente nueva.
Cerrado al mundo de la acción, rompe con el de las cosas anquilo­
sadas, las inteligencias separadas, las nociones y objetos estricta­
mente delimitados. Realiza, en las palabras, el sacrificio de lo que las
hace utilizables, convirtiendo a las cosas y a sí mismo en holocausto
dé lo que sirve. En este sentido, su existencia adquiere un valor
espiritual: se vuelve hacia lo desconocido, arruina lo que conoce,
destruye la realidad que ie reafirma, busca obstinadamente lo que se
pierde, lo que no puede ser objeto de un intercambio preciso, tiene
la convicción de que está haciendo posible una comunicación más
profunda entre los seres, comunicación que no se funda en el comer­
cio ilusorio de la vida activa, sino en la búsqueda de una existencia
ajena a objetivo alguno. El poeta, por mucho que le preocupe la
técnica que hace necesario su yo más consciente, tiende a sacrifi­
car lo que en esc yo es limitado, goce sin riesgo, consciencia. Se
dirige, mediante la puesta en juego de sus dotes personales, a una
existencia en la que la palabra “personal” no tiene sentido. “Yo es
otro” , dice Rimbaud.
Lo paradójico de la poesía radica en que el poeta pone al servicio
de una actividad la poética- una disposición que niega todo valor
a la actividad bajo cualquier forma que adquiera , v no tiene
sentido si está al servicio de algo. Siente avidez por perdeise, para
reencontrarse en tanto que ensamblador de palabras y cieador de
mitos. Rechaza todo lo que implica posesión, utilización de un mundo
ya conquistado, y ese rechazo, precisamente, le lleva a poseer tesoros
literarios, a aumentar la cantidad de riquezas heredadas. Finalmente,
ve cómo caen sobre él, en forma de gloria o de beneficio, los momen­
tos de extremo sacrificio en los que se impugnó totalmente a sí mismo.
Tal consecuencia no puede menos que parecerle insoportable. Si la
poesía es la muerte de formas y valores utilitarios, no es posible el que
un hombre, beneficiario del genio poético, piense en utilizarlo, se lo
apropie como bien particular, lo explote para sí, lo emplee para reali­
zar conquistas personales. Hay que arrancarle el reconocimiento de
que dicho genio no le pertenece, no es suyo; el don no se concede a
nadie, porque nadie puede utilizarlo como si lo tuviese en propiedad.
Esta vuelta a la poesía involuntaria, de la que Paul Eluard nos
proporciona ejemplqs,¡tiene un doble sentido. Significa que el poeta,
naciendo a una existencia en la que deja de quererse en tanto que
persona, no tiene derecho (sin caer er el absurdo) de poner su per­
sona al servicio de lo que está destinado a cambiarla; de aquí viene
el anhelo de que la poesía no pertenezca a nadie, que aparezca
como algo de todos, que no exista entre ella y quien la expresa más
que una relación de azar, como entre la montaña y la voz, cuyo eco
expande. Es ocioso añadir que semejante anhelo nunca se ha realizado.
El espíritu poético sigue siendo rigurosamente personal, reside en los
medios, en la vocación, ¿cómo podría exigir el genio de la poesía a
quien lo posee que renuncie a su yo personal, puesto que está unido
a este ser de quien exige un sacrificio imposible? Los textos que
Paul Eluard atribuye a la poesía involuntaria prueban que la poesía
sólo es dada a los que la buscan, ya que la mayoría de ellas tienen
por autores a poetas, e incluso los “locos” o los niños a los que se
refiere, han sido manifiestamente tentados por una cierta voluntad
de expresión, por un deseo más o menos intencionado de formular
la verdad. Separar poesía y voluntad de expresarla, es como proponer
a la voluntad que asesine a la poesía. Sólo hay un ejemplo de poesía
involuntaria, separada de la voluntad y reducida a la única voluntad
de separarse de la poesía: la representada por el silencio de Rimbaud
cuando, por su huida, le ofrendó sacrificio para aumentar su dominio.
VIII. POESIA Y LENGUAJE

Las mejores obras poéticas nos remiten a la poesía; incluso cuan­


do nos seducen por lo que son, sin dejarnos reflexionar en lo que, bajo
su influencia, nos convertimos, la emoción que nos despiertan es de
una tal calidad que nos sentimos abiertos a la verdad poética. Aquí
aparece la primera diferencia entre los poemas exteriores a la natura­
leza de la poesía y los que hacen a ésta posible. Los primeros comuni­
can una emoción definida, semejante al miedo o al placer, en la que
podemos reconocernos aunque sea vagamente. Los segundos nos
llevan a un estado opuesto a cualquier forma determinada de senti­
miento: estado que es, en sí mismo, sumamente singular, único, puesto
que, pese a estar claramente unido al poema que lo provoca y a todos
sus detalles, aparece como imposible de suscitar otra vez por medio
de otra obra, aunque sea igual de importante o de expresiva. Pero,
al mismo tiempo, nos parece tan esencial que lo identificamos con eí
sentimiento original que experimentamos al tocar el fondo de nos­
otros mismos. Esta primera paradoja va acompañada de otra no
menos constante. Unica, aunque unida a nuestra permanente condi­
ción, la emoción poética está, a la vez, muy cerca de la existencia, e
infinitamente separada de ella. La esencia de la poesía es precisamente
la pretensión de transformar lo que inspira; el poeta es invitado a ser
lo que escribe. Al escribir, hace algo que no podría realizar sin el inten­
to de convertirse en lo que hace (así, los ejemplos de Novalis, H51-
derlin, Gérard de Nerval). También es cierto que la poesía es un modo
de imitar aquello que no se ha vivido; el poeta sueña con la posibilidad
de ser el “desdichado amante”, posibilidad que sólo realiza en su ima­
ginación; si pasa al plano de la existencia, lo que debe ser expresado
por medio de la imaginación, rompe ia realidad poética y arruina la
poesía al convertirse en eila.
Les Ziaux de Raymond Queneau, y Haut Mal de Michel Leiris
gozan del privilegio de presentamos estas paradojas y hacérnoslas
soportables, llevándolas a un grado extremo de eficacia. En dichas
antologías se reúnen las obras que forman parte de las más bellas
y poderosas constelaciones de los pasados años. Su recuerdo es inol­
vidable; gracias a ellas y a unas cuantas más, existe nuestra memo­
ria poética, centrada en las creaciones cuya riqueza fue medida en el
período de entreguerras. Hay que señalar, respecto a algunas de
ellas, que no tenemos la certeza de recordarlas, sino que son ellas
mismas las que crean una posibilidad de recuerdo, confirmando la
esperanza de recordamos a nosotros mismos y nosotros mismos, ya
que el objeto que proponen al recuerdo es precisamente el tiempo
liberado de significaciones. Una vieja tradición escolar clasifica los
poemas en función de su valor nemotécnico; tamaña puerilidad no
carece de sentido. No es malo el convencer a los niños de que la poe­
sía fundamenta la memoria al darle a elegir, al margen de las palabras
estables, el poder vacío de algo que se está desarrollando, es conve­
niente enseñarles que es posible acordarse de las palabras en el movi­
miento que los compone o descompone, sin relación alguna con su
sentido general.
Lex Ziaux y Haut mal están unidas a la poesía pór un acuerdo
muy distinto. Y aquí aparece otra de las características de la poesía:
no soporta el ser comparada. Es una desconocida para sí misma; recha­
za lo que hay de diferente y de común en las imágenes que de ella
se dan. Naturalmente, siempre es posible comparar unos poemas
con otros, pero cuando lo realizamos pensamos que es una tarea ile­
gítima, imposible de llevar hasta sus últimas consecuencias. Por una
parte, pese a nuestrá&¡precauciones, reintroducimos en un compuesto
puro elementos inteligibles, útiles a nuestra aproximación. Por otra,
estamos dispuestos a reducir a la simple categoría de medios Jos recur­
sos que el análisis relaciona con la realización del efecto poético. Pero
esto es justamente lo que la poesía no puede admitir: no hay medios,
ni “detalles” en un poema; cada obra es la poesía, y plantea esta;nece­
sidad de modo exclusivo. Parece que un poema no puede participar
de la poesía, y que la idea platónica de participación sea contraria al
sentimiento poético, incluso en su aspecto más superficial. Hay en
cada poema un acto que nos remite a la entrevista, esencia de la poesía;
esencia que, en sí misma, ni puede ser entrevista ni existe en poema
alguno.
El poeta nos fuerza a no considerar más que a él;al mismo tiempo,
sabemos que al considerar su poema nos acercamos a una realidad en
relación a Ja cual él no es nada. Nos enfrentamos a una disposición
fundamental que nos convierte en anteriores ai poema, presentes en
su origen y capaces de exigirle antes de que exista. Aprender, ver en
una evidencia que (a poesía es posible, cuando es inconcebible y terri­
ble de soportar, es lo que la obra, en su máximo efecto, nos señala
como su propia verdad. Por extraña que parezca a la naturaleza de la
creación que inaugura, ésta es, junto a su “tema” aparente, su cons­
tante pretexto. Los versos no tienen otra razón de ser que el poder del
que han nacido, que se revela a través de particularidades de la obra, o
en forma de problemas. En consecuencia, el poema es una impugna­
ción de naturaleza no racional, no unida a su “sentido objetivo” . Por
ejemplo E l Toast fúnebre de Mallarmé: si se busca ilícitamente un sen­
tido traducible en prosa, podría reconocerse una glorificación de la
existencia que no teme su aniquilamiento. ¿Pero esta idea “metafísi­
ca” , esta alusión a un problema general, nos descubre la verdad del
poema? Evidentemente, no. La determinada agrupación de imágenes
y vocablos de donde ha surgido una cierta tonalidad intelectual no
está unida a ésta como su causa esencial. Lo que el poema significa
depende de la cuestión que encierra su naturaleza poética, y esta cues­
tión cambia totalmente las relaciones forma-fondo, y el valor de las
“ideas” que pueden evocarse.
Si el poema es impugnación, lo es ante todo del lenguaje; en este
punto la estética moderna ha contribuido con todo tipo de aclaracio­
nes. Para resumirlas basta con recordar que junto al lenguaje, en tanto
que valor de cambio práctico, se supone otra forma de lenguaje que
no tiende a una acción, que no está determinado por un sentido y que,
más que el cómodo sustituto de una idea u objeto, es una suma de
efectos físicos y posibilidades sensibles. Claro, demasiado claro. Esta
distinción nos sigue dejando al margen de las relaciones existentes
entre palabras y nuevo uso de ellas. Es fácil de comprender que el
poeta rechace el lenguaje cotidiano, si la costumbre y las relaciones
de la vida activa tienen por efecto el despojarle de toda realidad mate­
rial. También podemos comprender su intento de restaurar el lenguaje
como valor propio, que desee hacerlo visible, separando todo lo que le
anula. Si es cierto que la poesía debe ocuparse de todo lo que no sirve
de nada en las palabras, prestar atención a las imágenes, al ritmo, a la
estructura de las sílabas, tenemos derecho a preguntarnos hacia dónde.'
va esta resurrección de una lengua que quiere existir como tal.
Se cree con frecuencia que la distinción de dos lenguajes tiene un
valor principalmente negativo; la poesía intenta arrancar al hombre de
10 que es cuando desacredita el habla como medio de acción. El poeta
condena ai hombre no poético que hay en él, y le hace pagar su condi­
ción de ser sujeto a la experiencia común, a los actos y al aspecto
externo de las palabras. ¿Sólo significa esto para él esta transforma­
ción del lenguaje? Si proscribe las facilidades del comercio imperso ­
nal es debido a que desea hacer posible la comunicación de sus inás
profundos secretos, haciendo callar la algarabía exterior, buscando dar
una forma a. la. intimidad que el habla desnaturaliza habitualmente.
El lenguaje poético le parece asociado a una posibilidad que, además
de corregir y anular los valores del discurso periodístico, corresponde a
lo que el lenguaje es en esencia, a su capacidad de nombrar las cosas,
de expresar nuestra naturaleza hasta el fondo. Este lenguaje esencial
abarca toda la amplitud de la expresión: del habla al silencio, com­
prende tanto la voluntad de hablar como la de no hacerlo, es aliento
y respiración muda, lenguaje puro, ya que puede estar vacío de pala­
bras. Hacia ese lenguaje nos orienta la poesía, por medio de la des­
trucción del lenguaje cotidiano, con una doble ambición: fundar el
discurso y darle como objeto supremo el silencio.
Haut mal sigue este doble impulso, aceptándolo como aquello
que, inevitablemente, la dividirá; tan pronto abre al lenguaje una
nueva serie de posibilidades, ñujo proyectado por la voz, emisión in­
agotable, como se endurece y da la sensación de imponer al habla un
crepúsculo definitivo. Este reino de palabras y silencio se abre y se
cierra por imágenes. El papel de éstas en el universo poético no siem­
pre es el de dar a entender, por debajo de una red de corresponden­
cias múltiples, la unidad de una inexpresable realidad hacia la que se
avanza sin llegar jamás, realidad constituida por el conjunto ordenado,
de metáforas. Nada sabemos acerca de la realidad de una Imagen final,
bajo cuya atracción se someten los fragmentos de imágenés que posee
nuestra memoria; tampqco podemos exigir a la poesía la explicación
de si esta Metáfora últistjiá justifica las más heteróclitas comparaciones.
La calidad de las imágenes de Haut mal reside en que escapan a este
criterio alegórico, sucediéndose en un encadenamiento que no con­
firma unidad provocadora alguna. Estas imágenes, en sí mismas,
nunca son fortuitas, nacen de un recuerdo o de una irresistible llamada
de las palabras, nos arrastran en un movimiento tal que, despojándo­
nos de nuestra coherencia habitual, nos mantiene en una especie de
composición ordenada. Dicha construcción no es una réplica de un
mundo captable por la lógica metafórica; por el contrario, encarna el
vacío, el despojamiento que hallamos en la riqueza de las figuras, la
experiencia de una pérdida, la descomposición final que consuma la
orden poética, como si ésta, en su verdad más profunda, sólo pudiese
significar el desorden.
Todo disminuye. La lluvia es la agonía de la nube
El disco de la luna se empequeñece creciendo
El cielo mucre como viento cuando las aguas lo devastan
y sus arrugas se demudan en largos silbidos, estridentes.

En efecto, todo disminuye y el habla, como el toro en la corrida,


espera su muerte, muerte que reclama, desde los márgenes del poema,
a uff imaginario silencio.
„ j^a p0esja ¿g j^es ziaux es, sin apenas pretexto, una puesta a
prueba del lenguaje, que tiene lugar en el marco de una prosodia muy
estricta, rimada o ritmada, que empleando las formas o la regularidad
de la entonación mantiene más allá de las frases significativas una vo­
luntad de expresión del habla. Hay pocas obras en las que el lenguaje
sea tan simple y directamente impugnado, rozando desde tan cerca la
catástrofe para, finalmente, salvarse gracias a la razón misma que pro­
vocaba su ruina. Nada más rápido, más decisivo que este irónico drama
de las palabras. Encantada por la cadencia, la lengua se deshace, pierde
el sentido que la unía a la duración, los medios de su poder, abandona
sus resortes sintácticos, deviene un puro alboroto de fragmentos des­
ordenados que, al no poder encadenarse de nuevo, caen. Pero, bajo la
misma e increíble influencia, de esos deshechos de palabras nace otro
lenguaje, otra composición. El impulso de la caída, que había fragmen­
tado en una irreconciliable dispersión las imágenes, propone como
nueva figura el mismo movimiento de vértigo. Sílabas, sentidos, inten­
sidades físicas, todo se parece según afinidades festables que dan origen
a una extraña emoción.

La muerte ha escuchado la prédica inconsistente


la moral ha predicado, llevado por el viento
la prédica moral escuchada por la muerte
es la muerte quien escucha y la muerte quien comprende
la otra habla sin cesar y su voz no dura
más que el tiempo de un suspiro llevado por el viento
que escucha y comprende, mudo y absorbente
del olor de esta buena prédica por encima de mi tiempo
es mi prédica y mi muerte, mi moral y mi tiempo
mi olor mugriento, olor de agonizante
pues cada día muero y ruego, inconstante
la muerte de mi moral llevada por todos los vientos.
Sin duda, hay en esta conjuración de) ritmo una forma compara­
ble a la de las canciones infantiles; pero esto supone una mayor turba­
ción al escuchar a través do la puerilidad del recuerdo, la voz creadora
que desorganiza el lenguaje para devolverlo a sus fuentes.
IX. DESPUES DE RIMBAUD

Al leer la biografía de Rimbaud es inevitable el apresurarse para


llegar al momento en que se transforma en algo extremo, sin prece­
dente, que nunca volverá a suceder. “Aventura única en la historia
del Espíritu, según Mallarmé, se consumó viviendo en la Poesía.”
¿Cómo es posible que Pierre Arnoult en su libro sobre Rimbaud inten­
te aclarar este enigma que, desde hace cincuenta años, quema, con­
funde la inspiración poética y la separa de sí misma como una espada?
No hay una verdadera aclaración para este misterio, y el biógrafo osci­
la de una explicación a otra, como extraviado, furtivamente, lo cual
constituye una muy legítima actitud respecto a una cuestión como
esta. La única explicación que se está de acuerdo en excluir es la de
la susceptibilidad literaria: el único libro que Rimbaud se molestó
en publicar es aquél en que se despide de la literatura. Que destru­
yera o no “Une saison...” , destrucción que forma parte del sentido
dé estas páginas, y el silencio que lo acoge es un insignificante acciden­
te en relación a su silencio deliberado. Después, cuando el eco de su
gloria alcance el rincón del mundo en que vive, lejos de interesarse
por este tardío esplendor, manifestará mediante la indiferencia el más
absoluto desprecio, y su “Merde pour la poésie” expresa un juicio
referente tanto a la verdad poética como a la gloria y al conjunto de
hombres que desean comunicarse en ella. Arnoult escribe acerca de
las últimas Illuminations: “ Su verbo no fue comprendido por las
tinieblas; fue rechazado y su resentimiento se hizo eterno. Sólo le
quedaba disimular, callarse.” Atribuye también a Rimbaud, en el
momento de su silencio definitivo, estas palabras de igual sentido:
“ Sin embargo, guardaré mis secretos... Será maravilloso el que yo
sea el único testigo de mi gloria y de mi razón,” Esta explicación es
tan insuficiente corno la del fracaso literario. Si el poeta calló porque
había tomado conciencia de la imposibilidad de toda comunicación
profunda, es absurdo el pretender que la causa fue la indiferencia
de los cenáculos. Su sentimiento de ruptura es el mismo, aunque
la fama le busque o le rechace; no parece que el interés por los demás
juegue el menor papel en una decisión que sólo ofrece a nuestra
mirada ella misma, en su más absoluta intimidad.
Tampoco se explica nada cuando, considerando el otro aspecto
de la comunicación, se supone que el poeta renunció a la poesía
porque no había sabido encontrar el lenguaje que exigía su visión:
no hay confesión alguna de impotencia en Une saison en enfer. (Por el
contrario, le parece lógico recordar el éxito de su Alchimie: “Escribía
silencios, señalaba lo inexpresable, fijaba los vértigos.” El texto de
“Adiós” , que debe releerse siempre, no lleva la marca del espíritu
que se siente superior a lo que ha hecho: “He creado todas las fiestas,
todos los triunfos, todos los dramas. He intentado inventar nuevas
flores, nuevos astros, nuevas carnes, nuevas lenguas. He creído adqui­
rir poderes sobrenaturales. ¡Bien!, ¡debo enterrar mi imaginación,
mi recuerdo! ¡Una gloria de artista y de cuentista! ... ¡Yo!, ¡yo, que
me he creído mago o ángel, dispensado de toda moral, yo, he sido
devuelto al suelo con una obligación que buscar y una rugosa realidad
que esperar! ¡Paleto! El sentido más inmediato de este texto es que el
silencio que anuncia es descrito como una especie de plazo que no se
explica por una causa precisa. El poeta tiene todos los poderes con los
que ha soñado, se ha convertido en un creador por excelencia, está
por encima de todo. Sin embargo, renuncia a eso en lo que se ha con­
vertido, ¿por qué? Una nueva hora ha sonado, así como la noche su­
cede al día, el no-poeta debe ocupar ahora el lugar del poeta y despo­
jarlo para siempre de,'.sus tesoros, aquellos inefables tesoros que
pretendían poseer. La*'evidente voluntariedad de este abandono sólo
hace que confirmar la realidad anterior a su propia decisión, sufrién­
dola como una extraña victoria tal que, a despecho de lo que- se va a
perder, celebra la verdad, que al fin puede ser tocada en un alma y en
un cuerpo (y no la verdad poética, que siempre es imaginaria).
Arnoult mantiene, con demasiada ligereza, que el silencio de
Rimbaud es la maldición, medio entrevista, medio soportada del
hombre que ha rebasado los límites permitidos y que pierde el habla
en el mismo momento en que tenía algo que revelar. En efecto, esto
puede decirse siempre respecto a la abdicación de un poeta: cuanto
más posee la esencia de lo que es, mayor riesgo corre de perderla.
Obedece a la noche, desea serlo él mismo, y al mismo tiempo con ti-
núa afirmando, por el lenguaje, su fidelidad al día. Este compromiso
carece de valor fuera del encuentro de las tendencias que lo hacen
imposible; es necesario que la catástrofe esté alerta para que la perfec­
ción, la solidez de la obra poética, tengan un sentido. Si el poeta se
expresa en el lenguaje de la clara comunicación, se debe a que está
comprometido en una oscuridad que amenaza en cada momento con
impedirle la comunicación de todo; y es dueño de poderes que le
convierten en el más rico de los hombres, es porque está alcanzando
un trágico punto de desnudez, en el que se expone a caer más bajo de
la demencia. Estas observaciones deben realizarse en cualquier situa­
ción poética, pero teniendo en cuenta que no explican nada en sí
mismas; suponen lo que manifiestan, y describen por medio de una
mitología general el día, la noche, aquello que la experiencia poética
conoce como la más particular de las pruebas, la menos adecuada
para cambios y comparaciones. Siempre será absurdo y estéril el
intento de comprender la locura de Nietzsche por la de Hólderlin, la
locura de Hólderlin por el suicidio de Nerval, éste por el silencio de
Rimbaud. Aunque haya habido una especie de necesidad común a
estos acontecimientos (de los qutf la historia anecdótica desearía
apropiarse para explicarlos desde su exterioridad), aunque la locura
de Nietzsche naciera en el seno de la razón, como su última exigencia,
la muerte de Nerval como consecuencia de una existencia vivida poéti­
camente, o el habla de Rimbaud exija ser divulgada, último eco de
lo indecible, bajo el silencio que la sacrifica, ninguna de estas mani­
festaciones de la noche dejan otro rastro que una luz fugaz, que
nos sume en la ilusión de un saber auténtico, muy lejos de una con­
ciencia realmente clara.
Es imposible realizar aquí una aproximación al caso de Rimbaud,
pero sí puede comprenderse la razón por la cual ha ejercido sobre la
historia de la poesía un poder sin comparación posible. El problema
planteado es: ¿Por qué el poeta no puede dejar de serlo sin provocar
un desastre del que la poesía, lejos de destruirse, se enriquece? ¿Por
qué el hecho de guardar voluntariamente silencio, más que la locura
o el suicidio, corona al hombre con una imposibilidad que le glori­
fica en lugar de disminuirlo? ¿Qué hay de sublime y escandaloso en
el abandono de la poesía por parte del poeta? El mutismo de un
poeta debe parecer una inexplicable traición, no sólo porque sacrifica
la voluntad de hablar al silencio, sino sobre todo porque prefiere el
silencio que es rechazo de la poesía a ese otro superior, fundamental,
que la poesía pretende expresar. Aquí, efectivamente, aparece la para­
doja. ¿Qué es lo que la poesía anuncia al mundo?: que es lenguaje
esencial que abarca toda la extensión del término, que es tanto la
ausencia de palabras como el habla, que serle fiel es conciliar voluntad de
hablar y silencio. La poesía es silencio porque es lenguaje puro, punto
esencial de la certeza poética Pero precisamente, esta certeza es la que
rompe Rimbaud. Poeta cuya poesía acoge ¡o inexplicable, que ha dado
al lenguaje la seguridad de no estar limitado a sí mismo, no puede, sin
embargo, contentarse con esta suprema conquista y rechaza el silencio
poético, prefiriendo el incógnito del barullo cotidiano. El escándalo
que entraña esta actitud es doble: es intolerable que el hombre que
ha alcanzado la cima poética (que es, en la existencia auténtica, la más
verdadera) le dé la espalda repentinamente y se vuelva, sin remordi­
miento alguno, con un sentimiento de victoria, hacia la banalidad
diaria. Por añadidura, ese abandono, en nombre o a favor del silencio,
abre una duda sobre la pretensión de la poesía de ser algo más que
ella misma, de poder hallar en las fuentes del lenguaje ese otro aspecto
que es la ausencia pura de palabras.
Hubiera sido lógico que el ejemplo de Rimbaud envileciese la
poesía, dándole una especie de muerte, contrapunto de la que ya le
había dado él mismo. Pero ha ocurrido precisamente lo contrario: la
poesía sólo existe gracias a lo que la amenaza, necesita para sobrevi ­
vir de la posibilidad de sucumbir. Sólo renace cuando se la destruye.
Hasta el poeta de Iluminations no había alcanzado su propia impug­
nación más que en verdaderas catástrofes, ruinas prestadas que, en
última instancia, le eran ajenas. El que un poeta muriese, o que se
volviese loco, no era más que episódicos privilegios que había que
compartir con la pobreza y la embriaguez. Pero con Rimbaud logró
desaparecer en un desastre realmente poético, o sea, imaginario. Se
impugnó ella misma y por sí misma. Precipita al universo en la más
violenta de las transformaciones sin que nada cambie, puesto que el
hombre que la lleva permanece intacto con todos sus poderes, capaz
de cualquier milagro, no siendo más que él. Entonces es cuando la
poesía intenta reaparecer, aprovechando la prodigiosa injuria que le
ha sido infligida. Revive en el poeta que se acalla sin dejar de ser
lo que es, se encarna como objeto du desprecio que sobrevive al
desprecio, se arraiga en su ausencia, seduce a esa vaciedad en la que
se convierte, en la pureza de una última metamorfosis. Lo que
demuestra el extraño y dudoso ejemplo de Rimbaud es que la contes­
tación que anida en el corazón mismo de la poesía nunca tendrá
límites, que llegará a la abolición de lo que experimenta. Lo que
desmuestra el reconfortante ejemplo de Rimbaud es que existe un
“más allá” y un “más acá” de la poesía, que son la poesía misma, y
que, sin esa capacidad de destruirse y de encontrarse en la destruc­
ción, la poesía no sería casi nada.
El destino de Rimbaud tiene un poder extremo de evocación,
puesto que siguiendo su vida paso a paso, aparece como no menos
misteriosa que el aspecto poético. En un cierto sentido se convierte
en un perfecto filisteo, tal como Arnoult lo describe: renegó de todas
las rebeldías de su adolescencia, aceptó el ideal burgués. El que escri­
bía: “siento horror ante todos los oficios” , se convierte en un hombre
de negocios, que gana mucho dinero. El que expresaba como sueño:
“Sobre todo, fumar. Beber licores fuertes, como metal fundido” , es
sobrio, avaro, hipócrita. ( “Sólo bebo agua, quince francos al mes,
todo está muy caro. Nunca fumo.”) Su única pena es el no tener
una posición; su ambición, casarse en Europa, tener un hijo, hacerle
ingeniero. Al escoger ese silencio trivial, ha escogido también la vida
inauténtica, la de la acción (“La vida no es otra cosa —decía en el
borrador de Une saison— que un modo instintivo de estropear lo
insaciable que tiene”). Y , pese a todo esto, es evidente que le persi­
guen el escándalo íntimo, la desgracia repentina, y un no se sabe
qué horrible que le velará para siempre la plenitud de la luz. No es
únicamente la existencia vagabunda que inicia tras su rechazo, que
le arrastra hacia los paisajes en que creyó ver equivalentes de sí mismo;
ni ese extravío a través del mundo que, como un nuevo Orestes perse­
guido por las Erinias y sin la esperanza del asilo de Minerva, le lanza
a una vida imposible. Hay también en él una inexpresable angustia,
que le consume en vano, y que le impone la carga de una cólera inú­
til. Nada más doloroso que sus confidencias: “ ¡Hay que ser una vícti­
ma de la fatalidad para dedicarse a semejantes infiernos!” ... “No me
apego en absoluto a la vida, estoy acostumbrado a vivir con esfuerzo.
Pero si tengo que seguir agotándome de este modo y alimentándome
de lamentos tan vehementes, sufriendo estos atroces climas, temo que
abreviaré mi existencia... Si pudiésemos gozar de algunos años de
reposo en esta vida, que felizmente es la única, lo cual es evidente
dado que no se puede imaginar otra vida más agobiante que ésta.”
Estas palabras anuncian los gritos de bestia herida del final, esos atro­
ces gemidos que acusan' definitivamente a la vida. “ Soy hombre
muerto, mis recuerdos me enloquecen, no puedo dormir ni un instan­
te. Nuestra vida es una miseria sin nombre. ¿Por qué existimos?”
La vida de Rimbaud, después del abandono de la poesía, es aún
más misteriosa si se considera la imposibilidad de saber si la decisión
de callarse está destinada a llevarle más allá de la poesía, si es una
última exigencia o un abandono puro y simple. La última página de
Une saison... describe su renuncia como una victoria, un nuevo paso
adelante: en lugar de la verdad poética, captada y vivida en la imagi­
nación, “fe será posible la posesión de la verdad en un cuerpo y un
alma” , A continuación, ¿qué ocurre? No tenemos ninguna razón para
pensar que la vida de Rim baud..o su muerte- le hagan dueño de una
verdad superior a la poética. Por el contrario, es preciso perderse en
la banalidad de la acción, en los tormentos que sufrió en vano. ¿Qué
le proporciona su esfuerzo por sobrepasarse? Nada en absoluto, y es
aquí donde residen el secreto y la paradoja de la ambigüedad. Por
encima de la vida auténtica que representa la poesía no hay otra más
auténtica que pueda poseer, sino de nuevo la puerilidad, la frivolidad
diarias, el hundimiento sufrido y aceptado. La única diferencia es que
en esta vuelta deliberada a la vida trivial, ésta es vivida por lo que real­
mente es: el vacío embrutecedor, reconocido, que se prefiere a cual­
quier mentira ideal; la aceptación de lo inauténtico le da una autenti­
cidad superioi, crea el único valor posible; la aceptación del habla coti­
diana la pone por encima del silencio poético. No obstante, es ley de
la puerilidad el anular la conciencia, que acepta lo que ya no juzga.
Poco a poco, la ausencia poética se convierte en ausencia de poesía,
esta ausencia .misma pierde toda significación, sólo es un tormento
angustioso, desconocido, “sin nombre” . Después de Rimbaud, aún
está Rimbaud, pero tal que debe “morir con esfuerzo” , que sólo
puede hablar para decir: “ ¡Qué fastidio! ¡Qué cansancio! ¡Qué
tristeza!...”
X. LEON-PAUL FARGUE Y LA CREACION POETICA

Léon-Paul Fargue ocupa un puesto irreemplazable en las letras


francesas, representa a la literatura, no sólo tal y como se escribe,
también tal y como se vive. Hace perdurar seculares costumbres que
sin él se habrían perdido, creando la tentación de desacreditarlas. Pro­
tege y ennoblece unas determinadas maneras, un gusto por la conver­
sión, una preocupación por estar juntos, que han marcado, desde
siglos, la existencia de muchos de nuestros escritores. ¿Esta tradición
que se desvanece conlleva más recuerdos que valores reales? No nos lo
preguntemos. Desde el momento en que Léon-Paul Fargue, sensible
artista, poeta secreto a veces, la continúa en una época que la deja
morir, conserva todo su encanto, su nobleza, escondiéndose momen­
táneamente ante el juez, que desearía condenarla.
Se han hecho de él muchos retratos, incluso él mismo se ha descri­
to en más de una ocasión como un hombre de letras, o sea, como un
enamorado de ellas, dispuesto a sacrificarles los hábitos de una
existencia ordenada, a conducirse de un modo un poco diferente al
de los que no escriben, viviendo en una afortunada mezcla de exigen­
cia y facilidad. Algunos lo conocen, muchos lo imaginan. Su obra
misma está un poco oculta a causa de la curiosa que despierta sobre
el autor.
Dicha otra ha sido un tanto descuidada, debido a la abundancia
que la ha convertido en lo que es. Si los escritos de Léon-Paul Fargue
se limitaran a los pocos volúmenes que ha reunido, se sentiría una
mayor avidez por las singulares cualidades que posee; pero Fargue
escribe con una peligrosa facilidad, y ha accedido a demasiadas deman­
das; ha acostumbrado a sus lectores, por medio de crónicas de todo
tipo, al carácter original de una forma que le es verdaderamente carac-
terísíica; los ha insensibilizado a sus auténticas cualidades por el
abuso de otras semejantes. Hay en sus artículos un poco de su pode­
rosa imaginación, de la originalidad verbal de que tiene necesidad,
de la pureza de reflexión que caracteriza su espíritu; pero este “poco” ,
por muy agradable que resulte, no es suficiente para representarle
completamente, y despoja a sus verdaderas obras del efecto de rareza
que les sería necesario. Se cree conocoerlo porque se le lee con gusto
frecuentemente, y se siente la tentación de no leerle en las pocas
obras que permitirían verdaderamente este conocimiento.
Si fuese posible olvidar esta producción demasiado cómoda a la
que nos tiene habituados, sin por ello concebirlo claramente, nos
asombrarían sus cualidades contradictorias y sumamente personales
que demuestra en sus libros. En primer lugar, los temas cuentan muy
poco para él; a veces escribe cortas historias, que pueden ser defini­
das como cuentos o relatos, en las que la noción de intriga está total­
mente ausente. Los acontecimientos van desarrollándose sin una
continuidad obligada, el tiempo tampoco sigue orden alguno. Todo
lo que ocurre se desarrolla en una situación en que los hechos son
reversibles. En un determinado momento, el desenlace tiene lugar,
pero simplemente porque es necesario que haya una conclusión, pero
nada la hace necesaria excepto la posible fatiga del autor.
La ausencia de sujeto va pareja al empleo de ciertos temas que
aparecen en casi todos sus libros, y cuya persistencia crea una bellísi­
ma y conmovedora monotonía. Son los temas de una poesía mítica, el
suefio llena todos los aspectos de su obra. Sirve, como en toda instruc­
ción poética, para modificar las condiciones normales de la conciencia,
abriendo las fronteras de un mundo en el que las formas del tiempo
y el espacio están dislocadas, haciendo familiares los prodigios relám­
pagos de inverosimilitud, que posiblemente iluminan otra existencia.
Este sueño se orienta con preferencia hacia los privilegiados períodos
del comienzo y fin del mundo. Así, las páginas de Vulturne donde los
seres, como los héroes de Edgar A. Poe, Oi'nos y Agathos, van por
encima de la muerte, a las esferas, descubriendo las imágenes que
durante su vida han creado sus pasiones, deseos y palabras. Los
mismos temas componen lo esencial de Hautes solitudes. Dos de los
poemas tratan del nacimiento del mundo y de una angustiosa fanta­
sía sobre la desaparición del universo. Un tercero cuenta el retorno de
un alma, ya liberada, a la vida banal que añora. Bajo los títulos de
Nuits blanches, Horoscopes, Au matin, Hautes solitudes, Encoré, las
imágenes del sueño se desarrollan con una embriaguez que nada puede
calmar, que manifiesta la búsqueda sin esperanza del pensamiento de
la noche.
El modo en que Léon-Paul Fargue arranca de estos temas con el
único recurso de las imágenes, el encantamiento que persigue, es tan
característico como la obstinación que le une a ellos. Lo que mejor se
conoce del autor de Espaces es su prodigiosa capacidad de crear imáge­
nes, y el bien controlado vértigo con que se abandona a ellas. Su obra
entera se rige por las leyes secretas de la atracción de las palabras; la ha
convertido en un teatro puro en el que las metáforas recrean el espec­
táculo del drama de su composición, atrayéndose y rechazándose, sin
preocupación alguna por los objetos que comparan y representan,
donde la verosimilitud depende del encantamiento armonioso de las
palabras, no de su significación. Las imágenes le obedecen, se desarro­
llan como una sucesión de formas soñadas a las que no orienta dialéc­
tica alguna. Podría pensarse en una conciencia singularmente activa
que produce, jubilosamente, toda clase de figuras, palabras,nombres,
tales que ninguno la satisface por completo, y que nacen de ella misma
mediante una sustitución infinita. Las palabras afirman, en un hura­
cán alegre en el que reencuentran su poder creador, dirigiendo la
composición de cada relato, autoengendrándose, según leyes sólo
conocidas por ellas. Algunos relatos dependen de un extravagante y
misterioso instinto verbal, sólo justificado por su ejercicio y que da
la sensación de no conseguir liberarse completamente. La única ima­
gen que podría lograrlo es, precisamente, el fantasma que persigue
en vano.
Esta serie de condiciones es la marca de la creación mítica pura.
Ausencia de objeto anecdótico, constante empleo de los temas del
sueño, embriaguez metafórica que se da tanto como método que
como objeto del arte; signos que parecen indicar que las obras de
Léon-Paul Fargue, como las de los grandes poetas simbólicos, inten­
tan franquearse un camino hacia un universo cargado de mitos. Los
medios puros y temerarios de esta poesía pueden ser interpretados
como los esfuerzos de aproximación de un espíritu que espera reve­
larse en la impresionante noche que él mismo construye. Pero no
hay casi nada de esto en Hautes solitudes, Vulturne, o Epaisseurs.
No desembocan en una invención mágica, en un conocimiento noc­
turno, o en la desesperada experiencia de un mundo nuevo, sino que
terminan por volver a la pintoresca realidad en que vivimos. El irrea-
lismo no sirve de trampolín a un vertiginoso movimiento hacia lo
absoluto, como máximo, permite un furioso entretenimiento alrede­
dor del rhundo al que sólo abandona para disfrutarlo mejor. Igual­
mente, la orgía del sueño es un simple medio de pasar revista a las
imágenes del día, reagrupándolas en función de un refinado impre­
sionismo. Se despoja a la noche de la turbación de las miradas, del
capricho de los itinerarios, empleando estos ojos oscurecidos, esos
pasos extraviados, para un paseo sentimental por los más habituales
paisajes. El desencadenamiento de palabras se basa en una pinto­
resca inventiva, satisfecha de la bondad de su virtuosismo. Ninguna
figura final corona la abundancia.
Los caracteres que marcan las limitaciones de la obra de Léon-
Paul Fargue señalan igualmente su originalidad y encanto. En sus pági­
nas siempre está presente una combinación de pensamiento puro e
impertinencia, de fulgurante abstracción y familiaridad. Si bien los
grandes mitos no aparecen, se llega tan lejos en el extravío que produ­
ce el uso de las imágenes y palabras, que se prefiere la ausencia de
finalidad, abandonándose a la persecución de esos espectros que no
son de otro mundo, de esos rostros turbados que no son máscaras de
invisibles figuras, de esa música de esferas que nace de apocalipsis arti­
ficiales, de catástrofes en las que no se cree. Finalmente, se siente una
especie de desbordamiento, aunque el paisaje sea siempre el mismo;
feliz del juego que ha provocado esa sensación, juego del que se es
víctima, juego que es franqueza y descaro. El superior talento de
Léon-Paul Fargue reside en el admirable dominio de las palabras y
del lenguaje. Es uno de los escasos escritores franceses actuales que,
en esta lengua rígida, preservada por la perfección y defendida por el
orgullo de la pobreza, ha conseguido formar nuevas palabras, instalán­
dolos sin problema en el vocabulario habitual. Tiene un poder de
ajuste de las palabras que permite el compararle a James Joyce. En
ambos, los juegos de lenguaje hacen brillar los nombres de un modo
que es, a la vez, familiar y nuevo, como si de repente fueran descu­
biertos en relaciones originales y desconocidas, de modos imprevi­
sibles, de relaciones de parentesco ignoradas y legítimas. Las expre­
siones inéditas se unen, por un misterioso lazo, a las tradicionales; lle­
gando a ser imposible el distinguirlas: se las acepta y comprende del
mismo modo. Producen gozo no por la armonía o rareza de sus conso­
nancias, sino por el sentido perfectamente perceptible que aportan,
por el aire de antigüedad bajo el que se esconden. Dichos neologismos
son producidos, expresados y devorados por la frase que ilustran, que
los camufla hábilmente entre los términos habituales del lenguaje.
Aparecen, se desvanecen, pasando sobre ellos todos los caprichos del
instinto verbal y los fantasmas de una curiosa mitología.
XI. SITUACION DE LAMARTINE

Desde principios de siglo, la situación de Lamartine no carece de


ambigüedad; parece que ésta ha cambiado muchas veces, pero sin un
sentido claro o en una tendencia claramente definida. Tras una extraor­
dinaria gloria, basada en el amor y el entusiasmo, que ilumina su obra
entre 1820 y 1848, cae en un descrédito del que Leconte de Lisie
señala los primeros pasos. Los nuevos poetas no se atreven a atacar a
Víctor Hugo, pero tienden a considerar a Lamartine como el símbolo
de la facilidad apasionada del estilo inconsistente, de los excesos senti­
mentales a los que se oponen. Lamartine representa el romanticismo
condenable, mientras que el de Hugo, por su gloria y perfección técni­
ca, se libra, aunque sea en apariencia, a una critica seria. La reacción
antilamartiniana dura hasta finales del siglo XIX , cesa tanto por las razo­
nes, que someten al romanticismo a una crítica implacable como por ese
cambio amistoso que celebra, generalmente, a una generación después
de su muerte, y convierte a sus poetas en universalmente respetados.
Los que prosiguen con intransigencia el examen de los errores del
romanticismo, sienten por Lamartine una secreta indulgencia, salván­
dolo de una condena teórica, concediéndole la pureza de unos bellí­
simos versos. La sinceridad y la ingenuidad triunfan. Si bien nadie es
ciego ante sus flaquezas, tampoco se puede creer que sean la marca de
una voluntad poética definitivamente depravada.
A partir de 1920, no puede tenerse la seguridad de que otros
sentimientos, aún más complejos, no se hayan sumado a esta afición
por un gran poeta hundido. En primer lugar, está el público, que
acepta toda herencia de ternura y amor poéticos, el que aún sean
leídos cuatro obras de Méditations, un poema de Harmonies, tal vez
Raphael, posiblemente Graziella, son signos de una supervivencia en
la que la vida no está ausente. También hay que tener en cuenta la
devoción de los hombres de letras, amantes de Lamartine, que lo
admiran menos por su obra que por su persona, y perpetúan su culto
con un entusiasmo juvenil del que los admiradores de Hugo nunca
han sido ejemplo. Pero, la poesía de Lamartine, en sí misma, ¿qué
suerte le concederá el destino de la poesía en el momento en que
ésta se comparte entre el absoluto rigor y la espontaneidad absoluta?
¿Qué sentido le queda tras esas investigaciones tenebrosas y violentas
que no condenan ya al romanticismo francés en tanto que romántico,
como se hizo a principios de siglo, sino precisamente porque no es
romántico? Los movimientos que hacen brillar con su máxima luz
los astros de Nerval, Mallarmé, Rimbaud, que llevan las miradas
hacia Novalis y Hólderlin, y unen en un mismo apoteosis los fuegos
enemigos de Paul Valéry y los surrealistas, ¿permiten una sola posibi­
lidad de presencia, de acción real, de existencia no académica, á la
obra de un poeta sin artificio, pero convencional, puro, pero de una
pureza tal que halla en la retórica sus fuentes y su libre juego?
Si se pasara a Lamartine por la criba de los motivos que hacen
poner fechas al romanticismo francés, no se le podría evitar un fra­
caso casi total. Es abundante y débil, ávido de palabras y de len­
guaje poco variado, sincero y siempre exaltado, abandonado a la
blanda deriva de un flujo que se pierde, que corre indefinidamente
No hay rastro de conciencia crítica alguna en esta sucesión de luces
de igual intensidad, en este encadenamiento de imágenes y figuras
transparentes. Ningún presentimiento de las realidades nocturnas
en su automatismo. Es claro en su rigor, inconsciente en su existen­
cia subterránea. Como Hugo, peca contra la variedad, lo natural, la
pureza del gusto; pero, al contrario que éste, es monótono, incapaz
de virtuosismos,(idarente de técnica, que le asegurarían los efectos
impuros de una continua renovación. No es el uso superabundante
de medios excesivamente variados lo que le lleva al exceso y le pierde
en operaciones infinitas; ni un exceso de técnica, mezclado con una
insuficiente riqueza interior, lo que le conduce a la verborrea y a la
incoherencia. Sucumbe ante una facilidad que sólo le permite ser
cándido, cobarde e interminable.
Estas pruebas serían suficientes para decretar la muerte de Lamar­
tine, sin embargo, ni siquiera le hieren mortalmente. La realidad
de semejantes defectos concede a su poesía una cierta autenticidad,
creada por actos que anulan de vez en cuando dichos defectos. Su
impureza no le impide mantener un impulso de inocencia en el que
se hace patente una secreta y lejana atracción. Sus versos, plagados
de errores, son, por su inimitable facilidad, reflejo de una poesía
anterior al lenguaje, poesía que captan y mulitplican por medio
de una prosodia indefinida, eterna. La facilidad es su único rigor.
Los ocho mil versos de Jocelyn, los doce mil de La chute d ’un ange,
ofrecen a la tarea creadora, gracias a las oportunidades infinitas que
conlleva semejante longitud, los mismos azares felices que la vigilia
ascética, una aplicación voluntaria del espíritu. Su método, su único
método, consiste en recoger, mediante la abundancia de un movi­
miento extraordinariamente natural, auténtico empleo del cálculo
de probabilidades, las posibles combinaciones armónicas, de una
profundidad y originalidad tales que sólo pueden ser engendradas
por la búsqueda deliberada de los recursos emotivos del lenguaje y
la puesta en práctica de la capacidad de movimiento, de encanta­
miento. Por este empleo de su facilidad transformada en sistema
de voluntad y método, no sólo lleva hasta su punto máximo las dispo­
siciones naturales de una cultura y de un lenguaje, sino que logra
también imponer el sentimiento de una presencia poética de la que
ningún verso, aisladamente, puede ser fiel reflejo, sino que se va
acumulando en un flujo y reflujo de versos imperfectos, en una selva
líquida donde se puede captar en toda su amplitud, siempre que no se
mire detenidamente ningún árbol. El hinduismo de Lamartine, reve­
lado a menudo en sus creencias, es aún más sorprendente en su con­
cepción poética. Explica esos poemas que, pese a sus modestas dimen­
siones, parecen estar impulsados por miles de estrofas, y que pasan de
unos a otros como una alucinante sucesión a la que nada podrá poner
fin. También es contrario al temperamento poético de Lamartine el
aislar en una obra unos cuantos versos, y en una antología unos cuan­
tos poemas: las obras en que los defectos son demasiado visibles son
“indispensables” para otras en las que los fallos no aparecen. El poeta
decía respecto a La chute d ’un ange: “Es detestable, pero indispen­
sable para mi obra futura.” Igualmente, en Méditations, los veinticua­
tro poemas cuya calidad no siempre es exquisita, constituye el arma­
zón sonoro necesario para que las otras voces, más puras, de Isole-
ment, Vallon, Lac y L ’autome, no queden sofocadas por su propia
debilidad. Sobre Harmonies, Lamartine afirmó: “He escrito unos
cuantos versos, he escrito prosa, otros miles de armonías iólo han reso­
nado en mi corazón.” Una impresión semejante deja la poesía lamarti-
niana, la de ser poca cosa en relación a una posible poética, el no ser
más que una alusión, no a la poesía realizada en acto, sino a un mo­
mento indeterminado de la poesía, a una nebulosa imprecisa, sin con­
tornos, que aguarda, para iluminar a los hombres, el ser convertida en
estrella.
El arte de Lamartine no tiene nada que ganar si se hubiera añadi­
do a sus defectos característicos las cualidades de una técnica dema­
siado brillante. Le es necesario ser monótono, distraer la atención por
la repetición de efectos y la banalidad de las figuras. No le están per­
mitidos ni los detalles hermosos, rti las imágenes inesperadas ni los
efectos de choque o de contraste; cada verso debe imitar al que le
precede, y prefigurar el siguiente. Los lugares comunes, muy abun­
dantes, crean el efecto de no romper el movimiento continuo, encanto
que hace a veces de un poema de Lamartine el equivalente de un verso
de Racine. En este sentido, no es un hecho indiferente el que Lamar­
tine sea el poeta romántico de retórica más cercana a ,1a tradicional, el
menos innovador y, sobre todo, el que menos ha empleado ningún
mecanismo de provocación. Su ligazón al siglo XVIII es bien conocida.
Poseía el sentimiento instintivo de que no podría conservar el aspecto
original de su inspiración sentimental más que manifestándola a través
de formas ya experimentadas por el uso, y que sólo podría hacer de la
poesía una naturaleza en la medida en que incorporase el arte más
invisible, el más convencional y conforme a las antiguas costumbres
literarias. De ahí la apariencia clásica que conserva, nada ajena a su
supervivencia.
XII. UNA EDICION DE “LAS FLORES DEL MAL”

Los amantes de la literatura tienen hacia Jacques Crépet un senti­


miento de gratitud, al que no creían poder añadirle nuevos motivos.
El conocimiento y afición por los estudios baudelarianos son tradi­
ción familiar en Crépet; heredó, junto con lo que ama, los medios de
hacérnoslo amar, de dárnoslo a conocer mejor que cualquier otro. Su
instinto no le permite abandonar lo que ha sido alguna vez objeto
de su pasión. Vuelve sobre ello. Se enriquece. No deja de ver lo que
es imperfecto en su trabajo, aplica sus nuevas ideas y crea el punto de
partida de nuevas investigaciones. Va más allá de sí mismo a causa del
temor de estar en inferioridad frente a un tema que es infinito.
A su edición crítica de Fleurs du mal, de 1922, ha añadido
otra, monumental, que reúne los principales trabajos de los eruditos
baudelarianos, incluyendo las más recientes aportaciones y la parte
desconocida de la vida del poeta, a la que todo poema debe su origen.
Esta publicación conjunta de Jacques Crépet y Georges Blin, autor
de un excelente estudio sobre Baudelaire, despierta de nuevo la aten­
ción sobre la obra esencial del poeta. Siempre hay un momento en
la gloria de un gran escritor en el que la búsqueda de inéditos desvía
la admiración de lo que por sí solo es suficiente para justificarla. Los
escritos más nimios, los supuestos versos de juventud, toda herencia
que el creador rechaza, y que le sigue como su sombra, despiertan la
fiebre de los críticos, que ya no desean más que esas preciosas futili­
dades. La erudición necesita, de vez en cuando, la vuelta a temas más
serios en los que, cualesquiera que sean sus recursos, siempre encuen­
tra mucho más de lo que puede aportar.
La presente edición de Fleurs du mal adopta como texto el
de la edición de 1861, único revisado con seguridad por Baudelaire,
seguido por algunas obras añadidas a la edición postuma, tres pro­
yectos de prólogo y algunos textos de Epaves. Además de dos nota­
bles estudios, uno sobre la cronología de la composición y otro sobre
la estructura de los temas, la obra proporciona al lector un conoci­
miento completo de las circunstancias biográficas, los escritores
admirados por Baudelaire. Siempre se les puede reprochar a Crépet
y Blin la naturaleza de su propio proyecto, que les obliga a reflexio­
nar sobre las anécdotas y la biblioteca del poeta tanto como sobre
los poemas, de los que nos permiten de nuevo escuchar el solitario
canto. Una edición crítica se basa en otros a prioris que los de un arte
puro, y necesita creer en la existencia del hombre cuyas obras estudia.
Su mito es el de buscar la coincidencia entre lo exterior y lo interior,
entre los detalles auténticos de la biografía y las formas de un trabajo
completamente interno, casi sin resonancias. Pero la hipótesis que
separa definitivamente autor y hombre, que sólo deja al que desea
gozar de un poema su texto desnudo, por muy cerca que esté de la
verdad poética, también se construye sobre ciertos prejuicios, hacien­
do de la creación un absoluto prodigiosamente a cubierto de azares
y accidentes, contra los que hombre alguno, por muy divino que
fuese, se halla protegido.
La prudencia y modestia de los comentarios son tan valiosos
como su verosimilitud, y se comprueba con satisfacción que no hay
en los de esta edición nada que los haga demasiado satisfactorios o
indispensables. Son más útiles en cuanto se observa su fragilidad y
la preocupación de sus autores por hacerlos desaparecer, para que el
lector pueda reencontrarse con el poema intacto. Se trata de un
conjunto de datos, textos y observaciones minuciosamente elabora­
dos en tomo a ui> monumento que sólo oculta para restituirlo inme­
diatamente a laiígirada, sin otra carga que una observación ya infor­
mada de lo que debe buscar, iluminada con anticipación por la rique­
za cuyo contacto ha sido preparado. La obra sigue siendo lo esencial.
Las anécdotas sólo son el hilo, oculto dentro de lo posible, del que
penden los tesoros, a los que se puede creer, como esos ángeles de
teatro paseados con una cuerda invisible, sin atadura ni sostén mate­
rial alguno, misteriosamente equilibrados en el vacío.
J. Crépet y G. Blin han dado mayor preferencia en sus notas a las
diversas obras cuyo recuerdo nos ayuda a comprender la génesis de
los poemas, que a los datos sobre los estados poéticos o las circunstan­
cias autobiográficas que pudieron ser pretexto para los poemas. La
riqueza de las referencias es, a menudo, tan grande que da la impresión
de que para cada verso de Baudelaire haya un correspondiente texto
contemporáneo o un fragmento de literatura universal. Se levantan
mil ecos, como si las obras del poeta fuesen el refugio momentáneo
de una voz que anima otras muchas, y que sólo puede ser escuchada
en un concierto de melodías análogas; lo cual produce, a veces, un
maravilloso conjunto. Se oyen las armonías infinitas que constituyen,
alrededor de una palabra singular en apariencia, las obras de otros
poetas que también la han utilizado con mayor o menor acierto. Y
se sigue con un poco de espanto esos diversos destinos del lenguaje, el
incesantemente renovado del habla, siempre la misma, siempre glorifi­
cada y siempre traicionada, a la búsqueda de un vago perfecto empleo
que la fijaría para siempre, de portavoz en portavoz, sin poder termi­
nar nunca con esta transmigración, semejante a la que el budismo jura
detener. Es verdaderamente el canto propio de la erudición, que,como
el de la música pura, cobra toda su belleza cuando se le disfruta negán­
dose a hacerle servir para algo.
Por el contrario, es mucho más peligroso el multiplicar las citas
con objeto de encontrar en ellas las verdaderas fuentes de inspiración
o las soluciones verosímiles^ al problema de las influencias. Crépet,
siguiendo a Jean Pommier y a numerosos críticos, cae en la tentación
de deducir de una analogía entre dos versos un intercambio conscien­
te, una imitación buscada voluntariamente. Naturalmente, el problema
de los orígenes existe, y un historiador tiene la obligación de reducir
en lo posible la indeterminación, la apariencia de inconcreta y extraña
que hace insoportable cualquier obra supuestamente sin antecedentes
y parentesco. Pero el historiador reconstruye una historia de las obras,
de los acercamientos que permiten, de los géneros y especies que cons­
tituyen, sin deducir nada respecto a su génesis real, se dedica a la
tarea, más segura, de elucidar causas e influencias. Existe una historia
de la literatura por la que corrientes, filiaciones y tendencias generales
se convierten en objetos permitidos de investigación; pero desde el
punto de vista de la literatura a secas, considerada como un sistema
profundo de apariencias, hay una historia de los orígenes que es inves­
tigación de la génesis de las obras, de su verdadera posteridad, de las
influencias que han recibido y ejercido, del modo en que han nacido
y han provocado la existencia de otras que sin ellas jamás habrían sido.
Ambas formas de crítica suelen mezclarse, aunque supongan métodos
y objetivos diferentes. La primera agrupa obras y autores en función
de su parecido, deduciendo de éste unas constantes, tal vez leyes de la
literatura considerada como manifestación del espíritu en general. La
segunda va más allá de la apariencia, plantea e intenta resolver lo que
Paul Valéry llama problemas de la partenogénesís intelectual.
Es razonable el suponer que una obra poética tiene motivaciones
exteriores que residen tanto en la meditación de obras anteriores
como en historias pasionales o anécdotas familiares. Es más fácil de
comprender el que un verso de Poe pueda ser causa de otro original de
Baudelaire, que la metamorfosis de un desafío sentimental en un
poema como Le Flacón. Si además se trata de un genio culto, como
Baudelaire, cuya inteligencia crítica desarrolla, a partir de otros testi­
monios poéticos, el fuego puro que parece no venir de ninguna parte,
las razones para buscar en la literatura el pretexto, la causa y expli­
cación de ella misma, aumentan hasta convertirse en suficientes. Si el
autor mismo, como hizo complacientemente Baudelaire, habla de sus
plagios, ya no es posible el despreocuparse de los poemas que origina­
ron los suyos. Todo se convierte en un problema de medida. Se reten­
drá, como muy probable, el parentesco de los versos de Flambeau
vivant:

Ellos (esos ojos llenos de luz) conducen mis pasos por el


camino de lo Bello;
Son mi servidores y yo su esclavo

Con los de la elegía de Poe:

Ellos (tus ojos) son mi servidores; sin embargo, yo soy su esclavo


Llenan mi alma de Belleza (que es Esperanza) ...;

También es posible establecer un paralelismo entre los versos de


Heau tontimoroumenos:

¡Soy de mi corazón vampiro.


¿hipno de esos grandes abandonados.
A la risa eterna condenados.
Y que no pueden ya sonreír!

con un pasaje de Melmoth de Martín (“personaje cuya naturaleza


de vampiro se revela sobre todo en que no puede sonreír”), pero como
vano y casi desagradable un juego que en tomo al verso:

Quiero contarte, ¡Oh!, tierra seductora

agrupa los de Cénacle de Sainte-Beuve:

Huid de los largos entretenimientos, tierna seductora


y los de Voix intérieures:

Venid a que os hable, ¡Oh!, joven seductora

Los autores de los que Baudelaire saca partido, sea por apropia*
ciones casi textuales o, lo que es más importante, por una conciencia
secreta de la analogía, han sido señalados con frecuencia. Basta con
recordar a Edgar A. Poe para captar su parte, casi mágica de influen­
cia. Jean Pommier ha consagrado un estudio a establecer semejanzas
entre Baudelaire y Hoffmann, ese Baudelaire que afirmaba que la
princesa de Brambilla le había proporcionado un “catecismo de alta
estética” . Las obras de Thomas de Quincey, Byron, Gray, Longfellow,
han dado a Fleurs du mal el punto de partida de imágenes tras­
puestas, el germen ya visible de nuevas bellezas. Jean Crépet cita con
frecuencia, y con toda razón, Melmoth de Martín, Album d ’un pessi-
miste de A. Rabbe, Diable amoureux de Cazotte, las obras de Swed-
denborg y Soirées de Joseph de Maistre. Insiste también, muy razona­
blemente, en la influencia de Théophile Gautier, muchos de cuyos
versos, mediocres y honestos, se leen en transparencia a través del
esplendor baudelariano; así como algunos fragmentos de Nerval,
Pétrus Borel, Víctor Hugo o de Banville. También, aparecen alrededor
de Fleurs du mal reminiscencias, unas veces disimuladas, otras
abrumadoras, de los poetas de la Pléiade, de Ronsard y de algunos
preciosistas, cosa muy natural en quien ha escrito: “El concetto es una
obra maestra.”
Si se quisiera, como han hecho algunos críticos, estudiar estas
apropiaciones y señalar sus diversas formas, se vería que no son pre­
cisas más que cuando se trata de prosa o de poemas extranjeros, pero
que de la poesía francesa Baudelaire no toma casi nada que no renueve
enteramente. A menudo, una obra en prosa le proporciona el tema,
la estructura externa e incluso el vocabulario, de los que discierne la
misteriosa virtud poética. Es el caso de L ’Irréparable, que retoma
ciertas fórmulas e imágenes de La belle aux cheveux d ’or, cuento
de hadas representando en el teatro Saint-Martin por Marie Daubrup.
También es el caso del breve poema Chátimen d ’orgueil, cuya esencia
(como ha demostrado Albert-Marie Schmidt) es una anécdota contada
por dos monjes del siglo XIII, recogida por Michelet. Igualmente, Le
vin de l ’assassin parece inspirarse en una página de Champavert de
Pétrus Borel, y Un voyage a. Cythére en una descripción de Gérard de
Nerval. ( “El punto de partida de esta obra está en unas líneas de
Gérard que convendría encontrar” , escribió Baudelaire en el margen
de un manuscrito.) Le Guignon es el más célebre ejemplo de obra
completamente personal, hecha a base de apropiaciones y casi simple­
mente traducida: los dos cuartetos derivan de una estrofa de Long-
fellow, los dos tercetos de otra de Thomas Gray, y el título mismo
(según R. Vivier) sería de Sainte-Beuve. Y, sin embargo, Le Guignon
no merece menos la gloria de una invención poética completa y de
una tan pura combinación de efectos que parece no originada por
ninguno de ambos modelos. Le flambeau vivant responde a otro
tipo de apropiación. De la elegía A Héléne de Poe, no sólo repro­
duce algunos versos, sino también el sentido místico, el símbolo y
la imagen, pero la diferencia radica en el colorido interior, solemne
y triunfante en Baudelaire, quejumbroso, casi apagado en Poe; dife­
rencia que asegura la originalidad, el empleo insustituible de las dos
formas. La imitación de Virgilio en Le Cygne, de Stace en L ’invi-
tation au voyage, de Esquilo en Obsession, son frágiles marcas que no
permiten remontarse a la obra inspiradora más que como a una
hermosa fuente, rica por lo que de ella se ha derivado.
La abundancia de referencias literarias, si se profundiza en su
estudio, debería revelar las operaciones características del espíritu crea­
dor de Baudelaire. Ilustra igualmente el temperamento de una inspi­
ración que no pretende negar sus orígenes, ni proclamarse autosufi-
ciente, ni rechazar por impuros el estudio y meditación de formas ya
estructuradas, fuertemente convencionales por lo tanto. Hay que seña­
lar que el apresuramiento de Baudelaire en señalar sus apropiaciones,
en definir como plagios a imitaciones tan inocentes como las de Stace
o Esquilo, testimonian una intención también presente en Rimbaud y
en Lautréamont. Los tres poetas han sentido la misma atracción por
el deseo de escandalizar, convirtiendo en gloria un desfallecimiento
moral y estético. Creen que la poesía puede dejar de ser nueva sin por
ello no ser original, que su eficacia, su pureza, su fuerza de origen, no se
rompen necesalÜÉmente por las reminiscencias o por el peso de lo ya
dicho, y que un poeta consigue, a veces, expresarse a sí mismo de un
modo que le pertenece por entero, expresándose como otro. Paradoja
que tiene toda clase de sentidos. También se tiene derecho a ver en
esta actitud un acto de fe en el lenguaje y en la retórica, que saca de lo
que ya ha envejecido un nuevo encanto hecho para durar eternamente.
DIGRESIONES SOBRE LA NOVELA
I. MALLARMÉ Y EL ARTE DE NOVELAR

Las obras de Mondor sobre Mallarmé nos han dado la ocasión de


releer la admirable carta en la que se expresa la esperanza del poeta en
Coup de dés. Esta famosa carta, tomada a menudo como objeto de
estudio por los comentaristas, soñada y rehecha secretamente por las
mentes más preclaras, parece, cuando el azar la restituye a nuestra
memoria, que sea absolutamente nueva, obligando a quien la lee a
conocerla como un texto que ninguna meditación ha tocado. Leámos­
la cándidamente. El placer que proporciona se debe al puro orgullo de
pensar que es posible arrojar alguna luz sobre ella. ¿Qué sueña Mallar­
mé?: “En un libro, simplemente, de muchos tomos, en un libro que
sea un libro, arquitectónico y premeditado, y no una selección de
inspiraciones al azar, por muy maravillosas que fuesen... aún iría más
lejos y diría: el Libro, persuadido de que, en el fondo, sólo hay
uno, intentado por todos los que han escrito, incluso los genios. La
explicación órfica de la tierra es el único deber del poeta, el juego
literario por excelencia: el ritmo del libro, entonces impersonal y vivo,
hasta en sus páginas, se yuxtapone a las ecuaciones de este sueño,
Oda...” Este pasaje es seguido de otro en el que Mallarmé se resigna a
“no hacer esta obra en su conjunto (habría que ser no sé quien para
ello), sino a mostrar un fragmento ya realizado, a hacer brillar por
medio de un plan la gloriosa autenticidad, indicando el resto, para el
que una vida no es suficiente. Demostrar, por las partes ya hechas, que
este libro existe, y que lo he conocido, es lo que hubiese podido
llevar a cabo” .
Este texto ha inspirado notables meditaciones sobre el lenguaje,
tal y como Mallarmé lo circunscribe a un uso que nadie había sospe-
chado aún, por medio de un minucioso estudio de las palabras y sus
relaciones, un increíble esfuerzo de experimentación con las figuras
y el alma secreta de las sílabas, una todoperosa voluntad de ilumi­
nación. Un texto semejante no es sólo admirable por la pureza y nece­
sidad que impone, en una deliciosa'unión, a la poesía separada de todo
azar; también revela una audacia mucho mayor y juega, sin misterio
alguno, con el misterio por excelencia, en el que penetra con algunas
palabras sencillas, completamente accesibles, encantadoras. Simpli­
cidad y claridad cuya inocencia acaba pareciendo una trampa. No se
sabe qué pensar de esta mano que nos tiende, como de pasada, la
clave de toda creación. Surge la duda de si no se retirará, si no ofrece
en su reserva mucho más de lo que promete. Y se termina por creer
que este texto, tan claro y misterioso, es una revelación inabordable,
destinada a borrar con su radiante simplicidad la importancia de lo
que descubre.
Es curioso que ningún novelista haya descubierto en las obser­
vaciones de Mallarmé una definición del arte de novelar, o una alu­
sión gloriosa a lo que está destinado a hacer. Sin embargo, hay en
esta página una concepción tan profunda del lenguaje, una visión
tan amplia de la vocación de las palabras, una explicación tan univer­
sal de la literatura, que ningún género de creación puede sentirse
excluido. El escritor que, por una inquietante misión, se ve obligado
a construir los rigores de la ficción con las facilidades de la prosa,
no es interpelado menos directamente que el poeta. Evidentemente,
sólo pueden separarse los dos artes cuando uno de ellos -lo que
constituye, normalmente, el destino común del novelista— se separa
por propia voluntad de lo que es. Es el mismo hombre que, con una
diferencia e identidad completa de medios, semejantes virtudes y una
disciplina sin medida común, a la vez unido y enemigo en una exte­
nuante rivalidad,lí^jfoduce la obra que lo divide definitivamente, poeta
que todo lo pierde si la prosa le toca, prosista que no es nada si no
puede igualar el poema mediante un arte en el que toda apropia­
ción del poema está excluida.
En consecuencia, sólo se puede pensar arbitrariamente en el arte
de novelar si se reflexiona sobre el libro con el que soñaba Mallarmé.
Pero, por las mismas razones, debe considerarse al novelista como un
posible autor de dicho libro, y rogarle que piense en sus admirables
condiciones. Todo le resultará fácil si tiene a bien romper con casi
todas sus costumbres y aceptar por un momento el ir, con Mallarmé,
hasta los orígenes del lenguaje. ¿Qué era -para Mallarmé- el lenguaje,
y cómo pudo parecerle, no sólo el fondo de la poesía (lo cual, en
cierta manera, tendría poco sentido), sino la esencia del mundo? Una
cuestión semejante no puede ni ser planteada a causa de su misma
amplitud que nos dispensa, en una simple nota, de toda respuesta
ambiciosa. En primer lugar, no recordemos la evidencia de que Mallar-
mé, más profundamente que ningún otro, concibió el lenguaje no
como sistema de expresión, útil y cómodo intermediario para el que
desea comprender y ser comprendido, sino como una potencia de
transformación y de creación, nacida para crear enigmas más que
para aclararlos. Las consecuencias de este pensamiento obligan a
Mallarmé a ir muy lejos. El lenguaje es lo que funda la realidad huma­
na y el universo. El hombre que se revela en un diálogo que considera
como su acontecimiento fundamental; el mundo que se traduce en
habla por un acto que es su profundo origen, expresan la natura­
leza y dignidad del lenguaje. El error es la creencia de que el lenguaje
sea un instrumento del que el hombre dispone para actuar o mani­
festarse en el mundo; en realidad, es el lenguaje el que dispone del
hombre, garantizándole la existencia del mundo y su existencia en
el mundo. Nombrar a los dioses, hacer que el universo devenga dis­
curso, sólo esto fundamenta el diálogo auténtico que es la realidad
humana, formando la trama de ese mismo discurso, su brillante y
misteriosa figura, su forma y su constelación, lejos de los vocablos
y reglas en uso en la vida práctica.
Es indispensable el reconocer que un pensamiento de este tipo no
tiene nada que ver con la opinión según la cual el fondo de nuestra
naturaleza, o de la naturaleza, siendo comprensible, es finalmente
expresable. El poeta va por otro camino. Afirma que nuestra realidad
humana es, en el fondo, poética, siendo el discurso quien la descubre,
lo que significa que poesía y discurso, lejos de constituir medios subor­
dinados de muy nobles funciones, pero sumisas, son un absoluto del
que el lenguaje trivial no puede ni siquiera captar la originalidad. El
lenguaje como absoluto, forma misma de la trascendencia, pero aco-
gible en una obra humana, es lo que Mallarmé considera con toda
calma, deduciendo las consecuencias literarias. Soñó, ya se sabe, y su
sueño fue un libro lleno de realidad y secreto, impenetrable y claro,
ordenado de un modo visible e irónicamente escondido al mundo.
Pensó en una obra capaz de ocupar el sitio del universo y del hombre
del que habría salido. Vio y formó la página destinada, por un con­
junto de relaciones conscientes y de palabras significativas, a crear
para el hombre el equivalente de un enigma mortal, de un desespe­
rante silencio. El oscuro Mallarmé hizo brillar, como algo sensible y
claro, lo que no podía expresarse más que por una ausencia total de
expresión. Si hubiese merecido ser considerado como objeto de es­
cándalo, lo hubiera sido porque había demasiada claridad en su obra,
claridad que no podía ser otra cosa que el desafio supre no, reflejo de
una mesurada ambición, sin embargo, satisfecha.
El peligroso carácter de una tentativa así es fácil de discernir; en
este peligro reside la principal razón de ser, su destino de desvelar el
“juego literario” (la expresión es la de la carta de Mallarmé), una acti­
vidad ineficaz en algunos aspectos, esfuerzo peligroso, tragedia en
cuyo término el espíritu sucumbe por la inutilidad de su triunfo. La
revelación del máximo peligro en la inocencia de un juego frívolo
está perfectamente figurada en algunos de sus poemas en los que pa­
rece que el tema no sea nada, que sea nada. Es fundamental en toda la
obra de Mallarmé, y también para toda obra. El poema, como toda
creación del espíritu, tiene que denunciar el peligro que el lenguaje
representa para el hombre: es el peligro de los peligros; el relámpago
que le revela, aún a riesgo de cegarlo, de golpearlo, que se ha perdido
en la banalidad de las palabras corrientes, en la vulgaridad de la lengua
social, en la placidez de las metáforas amaestradas. El lenguaje esen­
cial brilla repentinamente en el centro de la bruma, y su resplandor
ataca, consume, devora al lenguaje histórico, que es comprometido,
pero no reemplazado. Aquí surge el peligro supremo, el que empuja al
silencio, por el ejercicio de una inteligencia prisionera de tareas infi­
nitas, por el rigor de un espíritu que reencuentra constantemente el
azar. El creador lo bastante conocedor de sí como para controlar lo
que imagina, lo bastante consciente como para rechazar toda forma
impura o inauténtica, lo bastante perseverante como para encontrar,
en esta prodigiosa persecución, en forma de un admirable vacío, el
destino que merece. Semejante silencio tiene una especie de belleza
perfecta. Las imágenes se han extinguido; las metáforas se han disipa­
do; las palabras se entreabren. Sólo queda, en el seno del espíritu, un
poema ahora incorruptible, reducido a ausencia por una completa
necesidad y qu¿|‘!fein embargo, se reconoce en ésta como imagen —la
última- de la plenitud y lo absoluto.
Estos sueños, dolorosos para cualquier creador, aparecen al nove­
lista como carentes de sentido, impensables incluso, debido al enorme
orgullo que le confunde. Sin embargo, lo que tienen de atroz, de peli­
groso, testimonia una ambición a la que arte alguno, y menos aún
la novela, pueden ser ajenos. Los novelistas que mueren nunca son
demasiados. No hay, pues, que temer, ni que esperar que las letras se
hallen lo bastante despobladas por la desesperación de alcanzar un
rigor demasiado perfecto, o un esfuerzo mortal de consciencia. Es
incomprensible el motivo por el que la extrema perfección del trabajo
del que Mallarmé ha dado el modelo, sólo sería accesible para el poeta.
Es igualmente de difícil comprensión el que el novelista, por el solo
hecho de que escribe en prosa, no tenga que proteger lo que ha creado
por los escrúpulos, rechazos y resistencias a la facilidad que, en la
poesía, garantizan una cierta pureza. El novelista que reflexiona sobre
la obra que debe llevar a cabo, se encuentra inmediatamente ante
problemas tan graves y agotadores que no pueden menos que pare-
cerle insalvables (característica que se convertirá en el alma secreta de
su trabajo), creándole las exigencias ante las que es posible que sucum­
ba, pero, que en su derrota misma, lo hacen consciente de lo que
desea. ¿En nombre de qué no escucharía la palabra creación con toda
la fuerza que debe tener para él? ¿Por qué, si rechaza la ausencia de
constreñimientos, ausencia que se lo permite todo para condenarle a
no hacer nada, no sería capaz de preocuparse por esa necesidad par­
ticular fuera de la cual su obra sólo es un simulacro, una mentira?
El novelista tiene que marcarse una ley, cuyo valor real, junto con la
voluntad más o menos firme de rechazar todo lo que es conforme,
serán las únicas medidas de la solidez de su obra. No escribir, no hacer
nada que no entrañe una victoria consciente sobre el azar, debe ser
el primer pensamiento de todo escritor, si realmente desea ser un
autor.
Además de estas reglas, cuya utilidad conoce secretamente, es
casi inconcebible el que el novelista no acepte como suyas las consi­
deraciones sobre el lenguaje de Mallarmé, Holderlin, Novalis y muchos
otros. Hay, en el novelista, un profundo desdén no sólo por la lengua
en que escribe, también por todos los problemas formales, únicamente
superado por la ingenuidad de sus soluciones cuando se preocupa por
ellos. Parece que para este creador, la prosa sólo tenga que transmitir
alguna noción determinada, tras de lo cual se desvanece, sustituida
en el espíritu del lector por la idea que representaba. Es así evidente
que esta vocación por la prosa se aplica exclusivamente al lenguaje
corriente. Pero el novelista tiene otro destino que el de hacerse enten­
der, el de hacer comprensible lo que no puede serlo en el inauténtico
lenguaje cotidiano; su tarea es el que descienda, al universo absoluta­
mente intrincado de los acontecimientos, el diálogo esencial que lo
constituye. Va por el mismo camino que cualquier otro artista, hacia
esas extrañas tinieblas cuyo contacto le produce el sentimiento de
despertarse en el mayor sueño, hacia esa presencia pura en la que per­
cibe todas las cosas tan desnudas, tan reducidas, que no hay imagen
posible, hacia ese espectáculo primordial donde no se cansa de con­
templar lo que sólo puede ver por una total transformación de sí
mismo. Exigirle entonces el que su obra tenga un sentido definido y
cierto para los demás, es tal vez exigirle lo que ya es capaz de hacer.
Pero esto no es más que un accidente, que aceptará como una limita­
ción externa, a la que no sacrificará el rigor general de su obra, la uni­
dad, la multiplicidad de expresiones, ni siquiera la ausencia de sentido,
si ésta implica la obligación del espíritu de ser superiormente pobre
ante el contacto con el más rico de los pensamientos. Su libro, como
el de Mallarmé, tiende a ser el absoluto que ambiciona; existe en sí
mismo, y dicha existencia, tan rigurosa y necesaria como sea posible,
es la única significación que se le puede exigir. Si perdura sobre eí
pensamiento que de él se tiene, es perfecto. El lector se siente desespe­
rado, encantado, ante este libro que no depende de él, sino del que de­
pende del modo más absoluto, en una relación que pone en peligro
a su espíritu, a su ser.
La incomprensible confusión del novelista está originada, a me­
nudo, por la amplitud y diversidad de las soluciones que su arte le
ofrece, y de su incapacidad de alcanzarla en toda su pureza. Si se le
habla de problemas formales, sólo piensa en la lengua que emplea y
en la estructura de su composición. Si se le hace entender que lo pro­
pio de la novela es el tener como forma su fondo mismo, es decir, la
ficción que la nutre, se cree obligado a pensar en un tema, una intriga
exterior, un mundo de personajes y acontecimientos en todo parecido
al nuestro. Si se le obliga a pensar que la lengua de la novela debe ser
tan diferente de la lengua vulgar como la poética, se asombrará y es­
candalizará de lo que le parecerá ser un sistema de convenciones eso­
téricas. Sus confusiones son tan numerosas que no podríamos ago­
tarlas en el espacio de un artículo. También podría argüirse que el
escritor en prosa no presta atención más que por casualidad a lo que
escribe. ¿Cómo hacerle comprender que la lengua de la novela debe
ser singular, en el sentido de que depende únicamente de la obra, en
la que aparece como medio y fin; pero que no puede confundirse
con la lengua literaria en general, especie de lengua común depurada,
llena de figurasMropicias? La verdadera lengua de la novela, si bien es
secretamente gobernada por un sistema de imágenes y de palabras de una
rigurosa necesidad, puede muy bien no llevar al lector, como metá­
fora, más que la completa ausencia de ésta, de giros'afectados, de
expresiones felices. Se empobrece, se seca. Parece perder a la vez cuer­
po y alma. Está, como advertencia, para provocar al lector gracias a
un poder que escapa a cualquier análisis, al sentimiento de ficción
trágica que de ella emana. Una lengua que agoniza puede ser un día
reconocida como necesaria por un novelista poco escrupuloso; pero es
una tarea que exige un profundo conocimiento de los medios del arte
universal, un profundo sentido de creación de imágenes, una mortal
preferencia por la perfección. Este novelista, del que Joyce presenta
algunos rasgos, posiblemente se plantearía los mismos problemas por
los que Mallarmé agotó su vida y, como él, estaría contento de vivir
sólo para efectuar en sí mismo singulares transformaciones para poder
arrancar al habla del silencio en el que él morirá.
II. LAUTRÉAMONT

Es curioso el que generalmente no se haya visto, en Les Chants


de Maldoror, lo que según el propio Lautréamont era su única justifi­
cación. Al principio del sexto canto escribe: “Esperando ver pronta­
mente, un día u otro, la consagración de mis teorías, aceptadas por tal
o cual forma literaria, creo al fin haber encontrado, tras algunos in­
tentos, una fórmula definitiva. ¡La mejor: la novela!” Indudable­
mente, es un tanto pueril el deducir de una obra casi indefinible, ob­
servaciones que puedan servir para la definición o consideración de
una forma literaria determinada. Sin embargo, una de las mayores
bellezas de Maldoror nace de este esfuerzo oculto por conseguir una
especie de libro puro, novela ideal y modélica, obra digna del nombre
de novela y, a la vez, carente de convenciones ordinarias, tradiciona­
les facilidades. En cada uno de los cantos, el lector ve nacer y morir
un relato que busca en vano el triunfo de la necesidad de la expre-
són; asiste a una atormentada persecución en la que el fracaso de la
ficción forma parte de la ficción misma; es presa apasionada de esta
intriga de tipo superior, cuyos principales episodios son la destrucción
imperfecta de la intriga. En cada uno de los cantos, mientras el gran
caudal de las frases arrastra la atención en un movimiento que la hace
sentirse inútil, y se disipan las formas sucesivas de las imágenes, apare­
cen de repente bajo una dudosa luz, acontecimientos extrañamente
organizados, de imperiosa verosimilitud, brusca irrupción de una his­
toria nacida del sueño del autor y llamada a desvanecerse sin dejar
huellas. En cada página, todo empieza, parece destruirse y se reinicia
hasta que el sexto canto nos revela en un paroxismo de desnudas cir­
cunstancias y de anécdotas el triunfo definitivo de la ficción, y el fin
de la obra desde la que aquél está asegurado. Hay serias razones para
ver en Les Chants de Maldoror una novela cuyo principal tema es su
creación en tanto que tal.
Así considerado, el libro de Lautréamont tiene cualidades ausen­
tes en la novelística actual, por lo menos en Francia, y de las que sólo
podrá prescindir en la más indignante situación de decadencia. Sólo
podemos señalar aquí algunos de estos caracteres de ruptura.
En Lautréamont aparece un profundo horror que sin cesar se
aparta del curso natural de las cosas. Su arte hiere mortalmente a
cualquier obra que se contente con la imitación de la realidad. Prohíbe
tranquilamente al novelista el placer del relato; suprimiendo la mayo­
ría de los problemas que le preocupan, derivados de la elección del
tema, del estudio de las costumbres, o de la profundización de una
vana psicología. Todo lo que constituye la materia prima del novelista
es abolido por la purificadora acción de Lautréamont. La novela esta­
blece su dominio al margen de toda historia propiamente dicha, de
todo requerimiento a los personajes, de toda concesión a la vida; bus­
cando sustancia y profundidad en el más absoluto desprecio hacia la
verosimilitud y la autenticidad psicológica. Es notable, en todos los
aspectos, el rechazo de la psicología por parte de Lautréamont. Pocos
escritores han conseguido abordar como él lo que hay de asombroso
e incomprensible en los grandes sentimientos no sólo limitándose a
su contemplación bajo fórmulas fantásticas y extravagantes, sino seña­
lándolos, con ambigua ironía, en su expresión más vana y superficial.
El carácter fáctico de las emociones humanas aparece con una ausen­
cia tal de seriedad que la verdad queda totalmente destruida, y la tra­
gedia estalla en el seno de esta espantosa frivolidad. Pese a ello, todo
sentimiento sólo puede experimentarse en la sofocante angustia de su
absurdo, de su corrupción.
Las singularidades de Maldoror son, sobre todo, negativas; lo res­
tante, suficiente para fundamentar la obra en tanto que novela es un
esfuerzo por concebir y producir el tiempo de un modo incomparable.
La novela Maldoror es efectivamente la de un tiempo que no es el que
viven los hombres, ni el que piensan siempre, sino el de una acción
superior, cuya creación se realiza en unas condiciones de eficacia y
rapidez de las que ningún ejemplo humano puede ser equivalente.
Gastón Bachelard, en una serie de análisis llenos de interés, ha demos­
trado que “la poesía de Lautréamont es una poesía de excitación, de
impulso muscular” , poesía del acto vigoroso que alcanza su pleno ex-
plendor en el ataque, la violencia, el desgarramiento de las condicio­
nes vitales en beneficio de una fulminante decisión. ¿Acaso el tiempo
de Maldoror es el de la agresión? Parece que sea todavía más: es la
duración de un ritmo nuevo en el que la existencia se consume sin des­
pojos, destruyéndose y reproduciéndose por entero; en el que la crea­
ción se manifiesta no sólo por su realización a partir de la nada, sino
también por la facilidad con que deduce la nada de cualquier cosa.
Es una “acumulación de instantes decisivos” , como dice Bachelard, e
igualmente una original potencia que excluye a causa de su disconti­
nuidad toda referencia a la consciencia, de curso imprevisible, debido
más al hecho de que no puede aniquilarse a sí misma, que a su capaci­
dad de crearlo todo y que desemboca, en su aniquilación como en su
frenesí de producción, a una embriaguez de total exaltación.
Maldoror toma forma en esta duración, el héroe imaginario, vic­
torioso incluso en la derrota, poseedor de fuerzas que renacen perpe-
tumente, superiores o iguales a las de un invisible adversario, propor­
ciona el segundo tema de la obra, más tradicional que el primero,
aceptado, elegido incluso, como reflejo de una tradición infantil, la de
la crueldad y el mal. Maldoror es alma de oscuras potencias; presencia
sin rostro, mirada que, en lugar de contemplar las cosas, las altera,
indefinible poderío ligado a cualquier pensamiento maligno. Es el ser
sublime, antes bondadoso, ahora corrompido, cuyo maléfico carácter
deriva de su misma bondad, rodeado por una ingenua apariencia, du­
dosa y perversa sombra de pureza. Estos rasgos, harto conocidos, no
pertenecen más a Lautréamont que a las figuras fugitivas, angelicales,
misteriosos viajeros, seres hechos de pensamiento, que aparecen por
un momento en el horizonte de su obra y que sucumben sin que haya
dado tiempo a vislumbrar su rostro. Maldoror es el mal sumido en la
espera pura, en eterno suspenso, amenaza que puede esperarlo todo,
que a todo golpea con lo que la hace incomprensible, relámpago que
arde y consume porque no centellea entre nubes. ¿Cómo Maldoror,
símbolo de fuerzas vagas y tenebrosas, ha podido formarse y existir
en un tiempo lleno de maravillas en el que todo es movimiento, acción
delirante y decisiva? Esta pregunta llega al fondo del carácter funda­
mental y trágicamente singular de Les Chants de Maldoror. Dos temas
contrarios luchan en la obra o, más exactamente, esa misma lucha es
despreciada por el autor que acepta, en una insoportable armonía,
paradójica concordia, dos aspiraciones brutalmente opuestas. Y ocurre
que el mal, único tema visible de la obra, oscuridad que nace de la
muerte y de la desesperación, irremediable deterioración de todo,
cuyas metáforas animales constituyen la imágen profunda, en lugar de
realizarse en un tiempo semi destruido, que deje entrever el ocaso del
más allá, se asocia a la realidad de una duración prodigiosa, de un
tiempo de exaltación, de fuerza, de creación, que es como un exceso
de lo real. El tema del mal implica una especie de desoladora trascen-
ciencia, cuyo limite de ruptura sería la nada. El terna del tiempo abóle
toda trascendencia y absorbe en la furia de un ilimitado instante cual­
quier posibilidad de vida o de muerte. El mal se confunde con la
noche en la que cae, se destruye y muere. Esta destrucción, esta muer­
te, se lleva a cabo con una voluntad de alegría inigualable, a través de
metamorfosis que se van desarrollando en una increíble aceleración
de actos, en el seno de un tiempo ávido, el tiempo exaltante de la
creación. Nos encontramos ante un mundo al que no podemos acer­
carnos mediante ninguna experiencia habitual, de una rareza que se
debe menos a las sorprendentes formas que en él aparecen que al alma
admirablemente dividida, a la concepción impertinente y secretamente
destinada a separarnos de lo posible, sobre la que planea una fuerza
irónica, destrucción creadora, demiurgo convertido en problema, y
cuyo poderío, que comprende toda la vida alegre y nefasta, nace de
ese carácter problemático.
El sentido y singular apariencia de Maldoror se hacen patentes en
choque de dos universos totalmente opuestos y, sin embargo, idén­
ticos. El lector, aunque haya sido prevenido, avanza a través de un
malestar que crece hasta hacerse insoportable y cuyo nacimiento y
lenta invasión es uno de los efectos más voluntariamente calculados
del libro. Dicho malestar no le aparta de la obra, por el contrario, le
ata a ella mediante un auténtico desagrado del que goza el pensamien­
to como de lo que más deseara, en el seno mismo de la náusea. Arran­
carse a la obra es arrancarse a la necesidad. Seguir su camino es conti­
nuar en lo imposible. ¿Gómo no disfrutar de esta superior obligación
impuesta al alma, que no puede ni atarse ni rehusar y que llega de este
modo, por el choque más grosero, al insólito sentimiento de lo que
es? Una de las más extrañas cualidades de Lautréamont es esa capaci­
dad de sujección que supo dar a la sucesión más arbitraría y fortuita,
gracias a una ftgjjpa minuciosamente unida, a menudo perfecta. Forma
que plantea en relación al núcleo de la obra varios problemas que pre­
cisarían de un largo estudio. El estilo de Maldoror, de una rara solem­
nidad, de una lentitud constantemente agudizada por- un encadena­
miento de disgresiones que parecen no conducir a ninguna parte, pero
que, en realidad, guían con toda seguridad al espíritu, crea un singular
contraste con la rapidez del tiempo del que es expresión. A. través de
saltos y escaladas de todo tipo, en un ritmo plenamente unificado,
solemnemente desarrollado, el avance llega a su punto álgido de rapi­
dez, de violencia. La aparente discontinuidad del texto, que errónea­
mente se ha interpretado como un producto de la escritura automá­
tica, se debe al carácter sumamente complicado de la prosa, al indu­
dable encadenamiento del discurso, dirigido por la sintaxis, que distri­
buye sus movimientos en una progresión seguida también por el senti­
do, pero a alguna distancia, con una mirada irónica. Por primera vez
aparece en nuestra narrativa, lo que al parecer constituye el principal
recurso de la invención. Por primera vez, la búsqueda de las metáforas
lleva a la producción de extrañas metamorfosis, explicables por la des­
trucción de toda imagen intermediaria, por el salto brusco del pensa­
miento o del sentimiento más corriente a una asombrosa realidad que
es su lejano desenlace. Este es uno de los grandes méritos de Lautréa­
mont. Supo, con un poder extraordinario, seguir el avance de la ima­
gen, empujarla más allá de sí misma y, una vez llegado a término, pro­
ducir para el esapantado lector la terrorífica realización que la fija.
Entre el punto de partida y el de llegada nada más que un abismo
infranqueable, por encima del cual Lautréamont pasa con un movi­
miento lógico y coherente, avenca seguro, de una rapidez ligada a su
concepción del tiempo. Por singular que esto parezca, no hay en abso­
luto algo semejante a la exigencia personal de un autor demasiado
original. Idéntica progresión aparece en todos los escritores que
poseen una idea clara de la forma novelística y de lo que le convie­
ne, tanto en Jean-Paul como en Jean Giraudoux. La única diferencia
radica en los últimos en la armonía de la dialéctica, en el desarrollo
consciente de las imágenes, en el movimiento que no olvida interme­
diario alguno y nos lleva insensiblemente, con una terrible y dulce
autoridad, de la simple alegoría al símbolo paradójico e ineludible
que se rompe ante la realidad a la que nos ha llevado. Esta distri­
bución de esperas y potencias cercanas falta en Lautréamont, que
prefirió un movimiento más rápido y audaz, lanzándose a lo más
lejano de sí mismo. Y en su fulminante avance llegó a apartarse de su
propia forma, perdiéndose en una cólera ilusoria, en una vana y fatal
insurrección.
III. EL ARTE DE NOVELAR EN BALZAC

Maurice Bardéche ha publicado una tesis sobre Balzac en la que la


obra del novelista se estudia desde una perspectiva descuidada hasta
ahora (.Balzac novelista). Es curioso el hecho de que entre todos los
estudios consagrados a uno de los maestros de la novela francesa, nin­
guno, antes del trabajo de Bardéche, estuviese dedicado al arte de la
novela. Numerosos libros habían trazado la personalidad de Balzac,
definido el espíritu de su obra, etc.; pero ninguno intentó, para com­
prender mejor la obra, aclarar los medios técnicos empleados, distin­
guir los cálculos, operaciones conscientes, intercambios entre la con­
cepción y los hechos gracias a los que dicha obra fue posible. Es decir,
ningún crítico se planteó como objeto de investigación lo que consti­
tuye la tarea propia de la crítica: la búsqueda de las distintas accio­
nes que permiten a un artista salir de la confusión de sus proyectos y
alcanzar, por un esfuerzo consciente, la creación en la que piensa.
En consecuencia, el libro de Bardéche es nuevo en cuanto al tema
que estudia; su objetivo ha sido el seguir, en Balzac, la formación del
arte de novelar, preguntándose de qué forma había aprendido Balzac
su oficio de novelista, cómo se había liberado de las experiencias del
aprendizaje, qué descubrimientos le condujeron a profundizar las
formas primitivas de su invención para convertirlas en elementos de
sus grandes obras. El análisis de Bardéche se inicia en los primeros ma­
nuscritos de Balzac y finaliza en Le Pére Goriot, proporcionando
sobre este período en el que Balzac se convierte en “maestro de su
arte, en tanto que novelista” , “dueño de su obra, en tanto que crea­
dor” , todos los datos que podrían esperarse dé una investigación con­
ducida con pleno rigor y perfecta inteligencia crítica.
El método seguido por Bardéche le ha sido impuesto por el
carácter de su trabajo: análisis de las obras, investigación de los pro­
cedimientos, estudio de los problemas que se le fueron planteando a
Balzac... sin despreciar ninguno de los medios en que le ofrecían el
examen metódico de la obra y un estudio objetivo de las fuentes.
Posiblemente, no había otro método factible. Un esfuezo muy dis­
tinto, tal vez demasiado aventurado, hubiese sido el buscar las leyes
del espíritu de un creador como Balzac, imaginar y hallar los movi­
mientos necesarios para su inventiva tal y como aparecen en sus dife­
rentes obras, distinguir a partir de ellos las formas de construcción,
costumbres y estructuras del espíritu que las llevó a cabo. Esto es una
tarea en la que se puede pensar. Se desearía ver en el autor de “ La Co-
médie húmame” al protagonista privilegiado de otra comedia, la de la
inteligencia, en la que dramas, intrigas y peripecias son de orden pura­
mente mental, cuestionando únicamente a los esfuerzos intelectuales.
¿Cómo no imaginar las aventuras de un espíritu enfrentado a una con­
siderable creación, que deduce de sus propios avatares intelectuales
un orden necesario y fecundo? Proyecto irrealizable, pero maravillo­
samente excitante; uno de los grandes méritos del libro de Bardéche
reside en no haber desviado la atención de sus lectores de él, sino en
aumentar la tentación de realizarlo, aportando para su ejecución los
más preciosos materiales.
Siempre es posible buscar en un gran escritor la actitud central
que hace posible su obra; cuando se avanza por los caminos trazados
por Bardéche, intentando comprender con él el mecanismo del trabajo
balzaquiano, es fácil darse cuenta de que uno de los rasgos más pro­
fundos de Balzac es la naturaleza abstracta de su imaginación, el
carácter de fatalidad lógica con que concibió la necesidad. Ya es
innecesario el precisar que no tiene nada en común con los no­
velistas realistas, malentendido ridículo por el que durante largos
años se le ha intentado erigir en modelo de éstos. Es evidente que pocos
escritores han ignorado, como él, el gusto por la observación, la preocu­
pación por la verosimilitud y el análisis psicológico. Y pocos han segui­
do con igual firmerza las exigencias dramáticas de la- invención, o
desarrollado con más coherencia las consecuencias de una concep­
ción personal. La obra de Balzac está hecha para conquistar una
independencia completa con respecto al mundo habitual; no es ni
copia ni caricatura de la realidad, pretende existir por sí misma, y
ambiciona atraer al lector, retenerlo, hacerle inhabitable el universo
real hasta tal punto que ya no pueda concebir otro modo de vivir
que el de “La Comédie humaine” .
No es preciso tratar de nuevo el tema de la amplitud de la crea­
ción balzaquiana, ni del predominio de la imaginación sobre la reali­
dad. Lo que puede permitimos captar uno de los resortes de dicha
imaginación, es el hecho de que, desde una cierta perspectiva, se trata
de una creación puramente intelectual, fundamentada por entero en
la capacidad de expansión de ias ideas. Bardéche aclara con maestría
los grandes momentos de ía vida creadora de Balzac, momentos en los
que éste toma conciencia de la fuerza abstracta de su imaginación y
descubre la fecundidad de ciertos símbolos. Por ejemplo, imaginando
La Peau de chagrín, tiene el sentimiento triunfal de estar fundando su
obra por entero, de abrir todos los caminos, de poseer todos los hilos
que formarán la trama. ¿Por qué? Porque acaba de descubrir esta idea
totalmente general, abstracta: la capacidad destructiva del pensa­
miento; idea en la que ya ve perfilarse los personajes que la ilustrarán,
las situaciones que manifestarán su riqueza, todo un mundo prodi­
gioso de dramas y existencias deducidos de una sola hipótesis. Del
mismo modo, con Le Pére Goriot, descubre que la sociedad, por el
implacable movimiento que la arrastra hacia el oro y el placer, con­
tiene un germen de muerte; este nuevo pensamiento le proporcio­
nará los mil temas trágicos que constituyen, en medio de un extraor­
dinario trasiego, de una ininterrumpida circulación de personajes, la
forma de “ La Comédie humaine” .
En este sentido, Balzac sólo pudo alcanzar el mundo de su ficción
por medio del pensamiento, hallando en las ideas generales el principio
animador de una obra esencialmente concreta. Es extraordinario el
observar cómo algunos de sus personajes, obedeciendo estrictamente
a la abstracta ley de la que son portadores, expresan una existencia de
una furia y potencia extremas. La pasión mecánica que les mueve
depende en todo momento de la forma en que se traduce, pero esta
pasión también crea el mundo contra el que choca, y, pese a ser una
pasión calculada, y a que las demás manifiesten el mismo rigor de fata­
lidad mecánica, constituye un ilimitado campo de azares trágicos, de
imprevisibles peripecias que acaba por imponerse al espíritu que lo
contempla.
Hay en cada personaje y en cada obra en la que éstos se encuen­
tran, incluso en el conjunto de “La Comédie humaine” un entrecruza-
miento de ideas, una combinación de fórmulas, una unión de movi­
mientos intelectuales de una tal complejidad y vigor lógico que alcan­
zan una fuerza y una violencia casi inhumanas. La obsesión que carac­
teriza a tantos héroes balzaquianos es, en un cierto sentido, la marca
de toda su creación. La idea se adueña de la inmensa posibilidad de
expresión que es el espíritu de Balzac, imponiéndole sus inagotables
exigencias y derivando una serie de consecuencias que se desarrollan
sin fin, con un movimiento cada vez más obstaculizado por el entre-
cruzamiento mismo de sus propias deducciones, y terminan por esta­
llar en un drama de una fuerza espantosa, en el que sólo persiste la
concepción alucionatoria de un espíritu que consigue imponer su
sueño como única realidad.
Balzac poseyó en alto grado el sentido de la necesidad en la n o ­
vela; necesidad que no se expresa únicamente por la fatalidad abstrac­
ta, destino último de sus héroes, o por la lógica de los métodos de
composición que manejó diestramente. También es la razón del carác­
ter vertiginoso que adquiere en algunos momentos la vida de los prota­
gonistas o la forma de los relatos. Bardéche analiza las célebres escenas
en que los personajes, todavía duros y rígidos del avaro, la coqueta,
entran, por el implacable movimiento de sus pasiones, en un mundo
de una extraña espontaneidad. Gobseck, ante los diamantes de la con­
desa de Restaud, siente un éxtasis, una iluminación de alegría que le
transportan a una vida en la que la avaricia carece de sentido. El padre
Goriot, cuando al fin puede ver a sus hijas rodeadas del lujo que él ha
creado, cae en una alegría delirante que anula el carácter de su amor
paternal. El riguroso desarrollo de la pasión produce una superación
de ésta, que desemboca en un delirio verbal en el que el desorden, la
incoherencia, el ordenamiento fortuito se justifican plenamente. Es el
momento en que el azar, con toda su belleza y grandiosidad concreta,
encama la ley de la necesidad, representándola totalmente, haciendo
que lo verdaderamente carente de causa sea también necesario.
Se podrían hacer observaciones análogas en cuanto a la conduc­
ción del relato. Hay a menudo en Balzac, sostiene Bardéche, un mo­
mento en el que finge que el relato se le escapa; pero, en realidad, se
debe a que, a fuerza de seguir los acontecimientos, se siente arrastrado
por ellos y no puede soportar la espera regular, general, que él mismo
ha suscitado. Y se ve obligado a adelantarse a su propio movimiento
y, a causa del i,tp'pulso lógico que se ha dado, falta a la lógica, perdién­
dose en una especie de embriaguez, de vértigo. Este delirio le hace im­
potente para expresar el ritmo de los hechos, impotencia que es preci­
samente la única manera de expresarlos, de someterse- al fatal enca­
denamiento que le une, oyéndose, en el silencio nervioso del escritor,
la espantosa cadencia de lo abstracto. La idea que animaba los perso­
najes, expandida por el desarrollo de los acontecimientos, se hace más
fuerte que el espíritu que la concibe e impone una realidad imaginaria,
aún más potente en cuanto que producto inevitable y furioso de un
cálculo mental. El vacío del relato señala la región donde el espíritu se
pierde a fuerza de lógica y coherencia, conducido por sí mismo más
allá de sí, hacia temibles tinieblas de las que el creador no sabe nada.
Esta dialéctica de la composición adquiere diversas formas. El
lenguaje llega a participar, a causa de la apropiación de las palabras
por la obsesión, en una progresión de imágenes que desemboca en una
auténtica danza aluc.inatoria. En este caso se trata de desarrollar una
comparación hasta agotar por completo su contenido; los ejemplos
de esta mancíllación son abundantes. Cuando Balzac escribe, como en
César Birotteau, que Molineux es un pequeño rentista grotesco que
sólo existe en París, como ciertos liqúenes crecen únicamente en íslan-
dia, la palabra liquen es suficiente para poner en marcha una impla ­
cable maquinación verbal, a cuyo término el rentista se ha convertido
en una auténtica planta humana de corola tubular y raíces bulbosas.
En La Peau de chagrín, el acercamiento de las palabras “deudas” e
“insecto” provoca en el espíritu de Raphael una avalancha imagina­
tiva: “Mis deudas estarán por todas partes, como saltamontes, en
el reloj, en el sillón, incrustadas en los muebles que yo utilizaba con
placer.” La descripción está guiada por una ley mecánica que la
convierte en deformante e irreal por su misma fidelidad lógica; se
repite indefinidamente hasta que lo inverosímil ya no puede ser
contenido, sigue únicamente su propia ley, soberbiamente indife­
rente a la realidad que describe, llegando sin riesgo a las metáforas
más conmovedoras.
La necesidad, que es la gran ley de la novela, ha sido violada a
veces por Balzac, pe" el hecho de la impresionante masa de detalles
que da en sus obras. Es ocisoso recordar que estos trazos ínfimos
no existen para transcribir e imitar la realidad exterior, su objeto
es otro: sirven para dar a las grandes escenas en las que culminan
el desarrollo paroxístico de las ideas-personajes y las ideas-situacio­
nes una significación y un poder de evocación sorprendentes. Estos
detalles preparan la sensibilidad para que, en el momento deseado,
el drama sea comprendido en toda su amplitud; es preciso que en
ese momento hasta las palabras más insignificantes tengan ramifi­
caciones hacia todos los aspectos del drama, que convoquen a las
mil indicaciones precedentes, haciendo pesar gracias a esta atracción
toda la masa de la novela en la conclusión, arrastrando a la totalidad
de los elementos dispersos, de las escenas fragmentarias, de los peque­
ños episodios hacia la escena decisiva en que el azar se convierte en
fatalidad y el detalle insignificante en símbolo. Esta es la necesidad
en el arte de novelar balzaquiano. La apariencia de “vida” , de “verdad”
sólo tienen en este sistema puro una importancia secundaria. Lo que
de verdad cuenta es una extraordinaria concepción del mundo, que se
transforma por la fuerza de un pensamiento capaz de someterlo sin
destruirle, llevando hasta sus últimas consecuencias, muerte y locura,
las ideas por él concebidas.
IV. LA JOVEN NOVELA

Es evidente que la novela francesa sufre una crisis; pese a obras de


notable interés, pese a autores felizmente dotados, no se ha asistido
en los últimos años a un esfuerzo de renovación comparable al de
otras literaturas. Al margen de unas cuantas obras, las novelas de
antes eran notables por su fidelidad a una tradición tranquila y medio­
cre, que expresaban únicamente la agradable supervivencia de errores
poco fructuosos; no había ningún punto de ruptura en esos libros,
encargados de unirse a la banal sociedad, al habitual mundo de las
cosas; ninguna inquietud en aquellos escritores, cuya única ambi­
ción era imitar a sus predecesores. Todo novelista en ciernes creía
hallarse ante la inevitable tarea de contarse a sí mismo, o de contar
la historia de un personaje sacado de la vida corriente. Poca inventiva,
ninguna audacia, muy poca originalidad, ni siquiera convencional. Se
tenía el derecho de preguntarse si la novela, que tantos talentos absor­
bía, ocupando un lugar tan privilegiado en las letras, era todavía un
género literario, o si en realidad no se reducía a una empresa frecuen­
temente desdichada para divertir a unos cuantos lectores.
Las causas de esta decadencia son numerosas, tanto, que es impo­
sible el enumerarlas en unas líneas. Todo lo que puede decirse es que
la novela parece haberse perdido por un gusto infantil por el realis­
mo, una preocupación exclusiva por la fidelidad de las observaciones
exteriores, la búsqueda de un análisis completamente superficial,
fácil. Es comprensible el que la novela francesa se haya convertido en
la mera copia de una realidad social y psicológica puramente conven­
cional. En primer lugar, una concepción errónea acerca de una
supuesta tradición novelística, unida a la pintura de las costumbres o a
la descripción de los conflictos humanos, han animado al novelista a
sacrificar toda capacidad de imaginación, toda voluntad de creación
un poco extravagantes. Se sacrifica con toda alegría aquello cuya
falta se nota con mayor crueldad. En segundo lugar, la imitación de
la sociedad o, según dicen, de la vida, ha sido para el novelista un exce­
lente medio de introducir una cierta necesidad en la obra de ficción.
¿Cómo salvar del azar una obra cuyas frases se encadenan sin el más
mínimo rigor, en la que casi, todas las palabras podrían ser sustituidas
sin daño alguno, que 110 es más que una combinación de detalles y
episodios fortuitamente engarzados? Es natural que el escritor se
responda a sí mismo: mi novela, hecha por una serie aleatoria de pala­
bras y un problemático encadenamiento de los hechos, por lo tanto,
sin justificación alguna, puede tenerla, sin embargo, en el hecho de
que da una imagen de la vida; disfruta de una cierta necesidad en la
medida en que aparece como relato de acontecimientos que han
ocurrido o que pueden ocurrir; toda de la verdad exterior la verosi­
militud que le concede una unión y un encadenamiento.
Dicha respuesta podría ser suscrita por gran número de nove­
listas. Sus peligros se observan sin dificultad alguna: propone como
solución la dependencia de la necesidad de la obra de su objeto, más
que de la obra en sí misma, tendiendo a no exigir nada al arte y todo
al informe y vago material. Basta con que el lector encuentre, poco
más o menos, en el libro, la vida que ha observado para que esta im­
presión grosera e irregular confiera a un conjunto de frases que no se
relacionan, que incluso se ignoran, una unidad y legitimidad absolutas.
Curiosamente, se invoca para hacer necesaria la novela, el hecho de
que reproduce acontecimientos igualmente innecesarios, confuso siste­
ma de azares y ocasiones. Mientras que lo característico de la obra
auténtica es la creación de un mundo en el que los seres que somos y
los hechos que ií<i¡s forman alcancen una necesidad, incluso una fatali­
dad que la vida, generalmente, no nos otorga; se pretende que la nece­
sidad de la novela realista y psicológica nazca de su fidelidad al expre­
sar los pequeños azares de la existencia. Se le concede’ para justifi­
carla, una capacidad de imitación que anula cualquier rastro de casua­
lidad propia; no siendo más que una engañifa conectada mejor o peor
a las cosas tangibles.
Semejante concepción ha tenido consecuencias deducibles incluso
abstractamente. Es obvio que esta imitación de la vida sólo puede ser
aproximada y arbitraria. ¿Cómo podría imitarse, en una obra en la
que la escasa preocupación por la estructura y una forzada unión de
lenguaje y anécdota son indispensables, la trama de las cosas reales
cuando se carece de ritmo, simetría, figura, de todo lo que puede
recordar Una ley literaria? Su origen está en las convenciones tradi­
cionales, en las que los novelistas no han cesado de penetrar, sacan­
do indefinidamente personajes circunstancias, una sociedad a medio
camino entre el mundo de la observación exterior y el otro, cerrado
y puro de las letras. Se han conformado con un “más o menos” suma­
mente mediocre. Han vivido a base de costumbres fácilmente recono­
cibles, de las que los más audaces han escapado por una voluntad de
imitación desordenada unas veces, minuciosa otras. Todos, o casi
todos, han conservado de la concepción fundamental de la novela
francesa la necesidad de referirse a algo externo, a buscar fuera una
innegable toma de postura que hiciera verosímil la unidad que sólo
hubiesen debido garantizar por la organización interna de su obra. Por
una parte, han conservado más o menos el molde habitual de nuestra
novela, formado por un relato bien compuesto externamente, con
una intriga bastante clara, unos personajes bastante insignificantes,
una sociedad bastante parecida; por otra, han respetado más o menos
la ley de imitación y verosimilitud, introduciendo un cierto número de
observaciones, detalles verdaderos, elementos de ilusión, a veces un
cierto desorden o una tímida incoherencia, presentados como acor­
des con la vida. La forma del relato se obtiene de una tradición tor­
pemente heredada, constituyendo la parte literaria de la novela.
1:1 fondo se toma de la observación necesariamente superficial y
arbitraria de la vida, siendo la justificación externa de la obra. Con
estos dos ingredientes se realizan la mayoría de los libros de ficción;
ingredientes que, en sí, no son más que las dos caras de una misma
convención; la vida representada en la novela no es ni puede ser
otra cosa que una visión literaria, precisamente la que cuadra con la
forma literaria tradicionalmente escogida.
Muchas obras han roto, aparentemente, con este esquema, bus­
cando un nuevo marco. Esto es indiscutible. Pero es curioso el hallar
en dichas obras, fruto de audaces y vigorosos talentos, el mismo espí­
ritu de imitación, de verosimilitud externa, el mismo temor a alejarse
excesivamente de la vida. Los autores se reprimen en su secreto deseo
de invención, como si un genio tradicional que hablase en nombre del
espíritu francés les invitara a no engendrar monstruos; a veces se tiene
la impresión de que han abortado en sí mismos obras cuya sola imagi­
nación les asusta. En lugar de acomodar su capacidad a la imaginación
de un modo nuevo, han creído conveniente dedicarse a no ser ricos
ni audaces, malgastando para habituarse a los tics de la novela tanta
fuerza como les hubiera sido necesaria para crear otras. Violentándose
a sí mismos, deseando mucho menos de lo que hubieran debido, han
conseguido finalmente convertirse en autores más modestos.
No hace falta señalar que el espíritu de invención, el esfuerzo de
ruptura, suponen una investigación terriblemente exigente en torno a
la necesidad, un alejamiento de todo lo arbitrario, una implacable
conciencia capaz de rechazar cualquier imagen o creación injustifica­
das; en suma: un control y dominio extremos. Es esta, según parece,
la verdadera enseñanza de nuestra tradición, que nos permite imaginar
un escritor, símbolo de pureza y orgullo, que representara para la
novela lo que Mallarmé para la poesía, capaz de entrever la obra que
éste deseaba convertir en equivalente de lo absoluto. ¿Pero con qué
base alimentar este sueño? Los libros sólo tienen valor en función
del libro superior que nos permiten imaginar. Por muy alejadas que
estén las obras actuales de esta novela ideal, no se puede impedir el
análisis de, en qué medida, se le acercan, y contar las felices sorpresas
que nos reservan.
V. EL ENIGMA DE LA NOVELA

El libro que Rene Lalou dedica a Le román frangais depuis 1900


llama la atención sobre las dificultades que entraña la comprensión
de la novela en cuanto género literario, y la distinción de sus leyes y
convenciones. Dicho estudio es tanto más significativo si se considera
que aparece en una colección que hacía difícil cualquier consideración
global, y casi obligatoria la enumeración de una larga serie de títulos,
acompañados de breves análisis. René Lalou, al no poder extenderse
en sus ideas sobre la novela, ha puesto todo su ingenio en clasifica­
ciones y juicios elípticos que dejan ver indirectamente cuál es su
concepción preferida de la novela. En estos rápidos comentarios hay
postulados en los que se descubren los elementos de una opinión seria;
se hace patente un pensamiento experimentado, ávido de definiciones
exactas, propicio a agrupar el mayor número posible de obras válidas.
Tanto por sus silencios como por sus reflexiones, Lalou nos propor­
ciona un esquema que la crítica tiene por evidente cuando intenta
definir la novela como obra de arte.
En primer lugar, no puede prescindirse de los cuadros que el autor
ha estructurado para clasificar las cuatrocientas novelas que estudia,
que en número de seis, ha titulado novelas del individuo, de provin­
cias, de sociedad, del universo, de imaginación y del destino (título
que sustituye al de novelas-río o novelas-ciclo). La elección es nota­
ble en el sentido de que se fundamenta en el carácter de los temas o
en la forma de la anécdota. Con toda razón, el crítico sitúa entre las
novelas de provincias las obras de Georges Bernanos, Marcel Jouhan-
deau y Fragois Mauriac. Clasificación debida al criterio de que, en una
novela, los elementos que pueden parecer más accesorios son también
esenciales. Es suficiente con que los pasajes de Artois sean el escena­
rio del drama de Mouchette, o del cura de Ambricourt, para que las
novelas de Bernanos sean novelas de provincias. Basta con que el
Chaminadour de Jouhandeau, por muy importante que sea en la geo­
grafía infernal, tenga la imágen de una provincia real para que dicha
analogía determine la clasificación de tan excéntrica obra. Dicho de
otro modo, los detalles verdaderos de un relato, elementos recono­
cibles, rasgos nacidos de la observación, aunque sean la mera forma,
vacía, de un lugar, representan uno de los caracteres que hacen que
la novela sea tal. Una novela es lo que es a causa de las indicaciones
precisas que la remiten a algo conocido, real; está determinada por
aquella porción de cosas verdaderas que el lector puede conocer
personalmente, que son la garantía, precisamente, de que son una
pura entelequia. Provincias, sociedad, colonias, lugares remotos,
constituyen los factores esenciales de una composición que sólo
puede ser imaginaria en la medida en que ofrece elementos verifi-
cables, en que deja creer a todo ser real que hubiese podido ocupar
un sitio en ella.
La novela lleva en sí una cierta tendencia a la objetividad, ya sea
porque aparece como el retrato de una sociedad, ya porque repre­
senta a los seres como sumidos en una acción dramática humana;
en ambos casos exige a la vez que la sociedad o los personajes repre­
sentados sean todo lo cercanos posible a modelos que cada lector
puede imaginarse como reconocibles, y todo lo alejados que se pueda
de las singularidades del autor. El novelista, es de todos conocido,
no debe narrarse a sí mismo, y lo que hace tiene más oportunidades
de comportar una gran significación cuando el relato abarca una reali­
dad más global y, simultáneamente, más concreta, sin hacerla depen­
der de intencipij.es teóricas visibles. El novelista es un creador some­
tido al manda&iento de no imitar nada, para dar la sensación de no
haber inventado nada; está obligado a no reproducir pura y simple­
mente particularidades de la sociedad que observa, y, sin embargo,
a representar aquéllas que estén en concordancia con dicha sociedad;
debe dar la impresión de que ha tomado prestado de algún sitio lo
que constituye su creación, y que ha encontrado en el exterior lo
que únicamente puede nacer de él mismo. Es prisionero de su liber­
tad, pero reniega del instinto que le hace libre. Es un hombre some­
tido por entero a la ley de la verosimilitud.
Sin referirse de un modo explícito a esta ley de objetividad, René
Lalou recuerda constantemente las obligaciones que impone al nove­
lista, deduciendo de ella una cierta estructura novelística. Así, Paul
Bourget falta a la objetividad cuando lastra sus libros con una tesis
que no expresa más que un punto de vista personal y abstracto;
también faltan a ella Maurice Barrés o Drieu la Rochelle, que se
dedican exclusivamente a formas de su yo, Mauriac, en la medida en
que su obra es una vuelta constante sobre los mismo temas, un trasie^
go de las mismas profundas imágenes, se ve apartado de la vocación de
novelista y comprometido con la de poeta. Giono, abandonado a un
lirismo incontrolado, se desgarra entre la autobiografía, el poema
rústico y la epopeya solemne. Bemanos recibe el doble reproche de no
controlar sus dotes panfletarias, y de fundamentar, a veces, la acción
de la novela en postulados inverosímiles. Por el contrario, lo ejemplar
en La Nausée de Jean-Paul Sartre no es la visión de un mundo cuyo
descora?,onador absurdo va unido a una inagotable fecundidad, ni
tampoco la tragedia metafísica que narra; lo ejemplar reside, precisa­
mente, en que los personajes y decorados de la tragedia están descritos
con un realismo que recuerda al mejor Maupassant.
Observaciones de este tipo, realizadas en el curso de enumera­
ciones plenamente imparciales, guían al pensamiento hacia ciertas
desviaciones que, según Lalou, implicarían la muerte de la novela.
El que un relato merezca el nombre de novela se determina por el
lugar que ocupan los elementos reales, auténticos, lo bastante impor­
tante como para que el conjunto se imponga por su carácter objetivo,
lo bastante elaborado como para que no desaparezca el sentimiento
de ficción. La novela está amenazada cuando corre el riesgo de con­
vertirse en documental, pero no lo está menos -y tal vez más profun­
damente— cuando se convierte en objeto de un arte que se da a sí
mismo sus propias reglas, cuando el lenguaje pretende deducir, con
la única ayuda del sistema de sus propios ornamentos, las formas
de un universo viable; en una palabra, cuando la novela pretende
hallar su ley en una necesidad que no funda apariencia alguna de
“verdad” y de “vida” . Pese a todas sus metamorfosis, la novela vuelve
constantemente al realismo, única convención que íe pertenece por
entero. La obra novelesca, propone finalmente Lalou, es el espejo de
una época.
Es imposible que esta convención del género al que responden la
mayoría de las obras que lo representan (salvo, eso es cierto, sus obras
más expresivas) sea enteramente imaginaria. Puede pensarse que está
basada en un malentendido, en un análisis deformante de ciertos
hechos, en cuyo caso es sorprendente el que dicho análisis no cuestio­
nara, aunque fuese a contrapelo, las ambiciones fundamentales de un
género así definido. Cuando se intenta aclarar el tipo de elementos
de esta definición clásica, es fácil ver que se refieren a nociones falsa­
mente evidentes en la medida en que se las considera como simples,
pero auténticas, falsedad que se hace patente al internar traducidas
en complejas. No vamos a emprender un análisis de la palabra real,
tal y como la conciben, en sus interminables disputas, los teóricos de
la novela. Simplemente, nos parece útil eí señalar que, por muy
grandes que sean los excesos de imaginación en una novela, es impo­
sible el que no sean presentados como expresión de una realidad frag­
mentos de un mundo que tiene derecho a la existencia, incluso si
ese mundo, completamente irreal en relación al mundo ordinario, pre­
tende impugnarse a sí mismo, aparecer manifiestamente como impo­
sible; convirtiéndose en principal fundamento de su nueva realidad la
denuncia bajo la que se presenta, la irrealidad de la que se reclama,
fundamento que le garantiza elementos lo bastante estables como para
que todo lo que ocurra adquiera un cierto carácter histórico. En el
polo opuesto, no hay novela realista en la que el lector no sea constan­
temente advertido de que los gestos de los personajes no tienen nada
que ver con los que realizarían personas auténticas, y de que se trata,
por este motivo, de actos únicamente posibles, a los que el arte del
novelista podrá dar forma de necesidad, pero nunca la estructura de
actos reales. Paul Valéry mantiene que no debe haber diferencias
esenciales entre la novela y el relato natural de las cosas que hemos
visto y oído; de todos modos, hay una diferencia: el relato se refiere
a hechos que han ocurrido, y la novela a otros que jamás han tenido
lugar. La novela se desarrolla entre lo “posible” y lo “imposible” ,
intentando transformarlos en valores “necesarios” . Esto es lo que
se llama “real” .
Sería fácil hallar en la ley de verosimilitud las mismas impre-
siciones ambiguas; si los críticos insisten tan a menudo sobre esta
exigencia, es porque se dan cuenta del monstruo que podría repre­
sentar un relato en prosa compuesto por una cantidad de detalles
intercambiable^ 1 en el que ningún encadenamiento de hechos fuese
irreversible, y cuya forma pudiera ser sometida a numerosas trans­
formaciones. ¿Se podría pensar dgo más extraño que una obra nove­
lesca que no pareciese, tal más que por azar, susceptible de ser modi­
ficada sin cambio? Para limitar este aspecto gratuito y dar una garan­
tía a las secuencias azarosas, los novelistas han seguido, lógicamente,
ciertas reglas, obedeciendo estrictamente la imitación del mundo
corriente. La ley de verosimilitud no es más que una traducción
realista de la ley de la necesaria unidad a la que todo arte intenta
someterse. Una novela verosímil, es una novela no enteramente
fortuita, calculada en su conjunto para responder a una cierta im­
presión y ofreciendo la copia de un sistema que no es puramente
convencional, dado que se trata del sistema de apariencias en el
que vivimos. Es preciso que el novelista, en. ausencia de normas
originadas por el arte, las encuentre en sus propios temas, en el modo
en el que las desarrolla, en la fidelidad con que consigue dar la impre­
sión de que ha seguido un modelo, en el esfuerzo por el que se separa
de sí mismo. Si es objetivo, se salva de lo arbitrario, restituyendo al
género novelístico la necesidad de una forma de arte.
En esta concepción hay un curioso olvido; el hecho de que la
novela es un arte del lenguaje, y que existe como universo de figuras
y palabras. Posiblemente, seria razonable el buscar su necesidad
menos en las relaciones exteriores que mantiene con un modelo o
un lector y más en las auténticas relaciones del lenguaje, en la funda­
mental unión, indisoluble, de una forma con el objeto del relato.
Cuando Lalou se inquieta al comprobar que la obra de Giono se
convierte en presa del lirismo, en detrimento de la objetividad, es
como si pusiera en duda que una profunda necesidad interior susti­
tuye a otra impuesta exteriormente. El arte de novelar estaría ame­
nazado por el hecho de que se convierte realmente en un arte, y le
sería necesario perecer para tener alguna posibilidad de vida. Para­
doja que trasluce que, en el fondo, para muchos críticos, arte y nove­
la sólo se encuentran para perderse.
VI. EL NACIMIENTO DE UN MITO

La novela de Henri Bosco Iiyacinthe es bella y singular. Muchas


de sus páginas prometen una obra de primer orden, y cuando pierde
calidad, aún se está bajo la influencia de la imagen que ha dado de
sí misma corno si, al dejar entrever el reflejo de lo que hubiera debido
ser, permitiese a un lector ideal reencontrarla enteramente en la obra
maestra que supone.
Lo que añade interés al libro es que desemboca en una forma que
obliga a la novela a romper con sus convenciones; es una especie de
novela mítica en la que todo puede llegar al hombre: sentimientos,
reacciones mentales, sueños, sin ningún carácter psicológico que no
parezca el signo de las grandes realidades que sólo se alcanzan median­
te un trágico esfuerzo contra uno mismo. El hombre que el escritor
nos muestra es ese que no hallamos en nosotros y que, distinto a lo
que somos, nos arrastra hacia leyes que ignoramos.
Aparecen en la novela de Bosco una serie de acontecimientos
apenas emergentes entre importantes descripciones abstractas, cuyo
sencillo relato traiciona su representación. Sólo se ven sombras, sepa­
radas de toda apariencia que las proyecta, como si no fuesen nada
íuera del oscuro mundo del que han sido separadas por un desgra­
ciado azar. La historia y la combinación de anécdotas no son más
que una imagen que debe disolverse en la ausencia de toda imagen.
Los ojos, fijándose en lo que ven, buscan el punto en el que la vista
se pierde.
Sin embargo, la historia no puede descuidarse y es posible que,
ocultándola, Bosco le otorgue una cierta importancia. El hombre
que describe vive retirado en un páramo deshabitado, en una casa
antigua, la Commanderie, no lejos de una granja cuyos habitantes
son visibles. Cada noche, dicho hombre vé encenderse en una de las
ventanas de la granja una lámpara que brilla durante toda la noche,
atrayéndole sin que por ello intente acercarse. La lámpara no tiene
nada de raro, se adivina que es una simple lámpara de aceite, como
las que se utilizan todavía en algunas zonas rurales para iluminar las
noches de invierno. Lo que le confiere un carácter sorprendente es
que expresa, con una fuerza desmesurada, una fidelidad, una espera
sin objeto, a la que no puede sustraerse; tiene una vida que le perte­
nece, tiene sus noches de alegría y de agotamiento; obliga al que la
contempla a buscar, él también, algo, a vivir en un estado de pasión
del que en vano intentará liberarse.
Bajo esta influencia, el solitario de la Commanderie se da cuenta
paulatinamente de que forma parte de un mundo en el que no está
tan solo como creía. Un día, descubre que la Commanderie está
unida a ciertos recuerdos míticos de la época de los Templarios; se
entera de que los gitanos vuelven en un día determinado y celebran
una especie de rito majestuoso e impenetrable. Efectivamente, los
gitanos vuelven y, mientras que realizan la ceremonia cuyo secreto
poseen, Hyacinthe penetra en la vieja casa, habitándola durante
algunos días. ¿Quién es Hyacinthe? Es hermosa, se ha escapado, está
buscando a alguien con quien compartió la infancia. ¿Es el solita­
rio? Podría creerse. Pero, tras un accidente que la priva durante
largos días de la conciencia y la memoria, éste se halla en la otra
granja y comprende que el misterioso habitante, cuya lámpara se
encendía cada noche para llamar a una lejana figura, era él mismo,
o un ser muy cercano a él del que intentaba, en vano, imitar la fide­
lidad y que, una noche, descubre a la joven y se la lleva. Hyacinthe,
pues, se ha perdido para siempre. Inútilmente, el hombre solitario
se esfuerza por pascar su recuerdo en el misterioso territorio en el
que ha pasado su infancia. En un jardín que pertenece a una especie
de anciano mago, en el que se desenrolla una extraña inocencia vege­
tal, sólo descubre su miseria sin que ninguna reminiscencia le permi­
ta experimentar la felicidad que intentó alcanzar.
El relato señala de un modo brutal el hecho de que la forma
del libro no tiene nada que ver con los elementos que lo componen. Se
trata de un mito cuyo autor ha tomado el punto de partida de una
mitología real, basada en la historia de los Templarios, y que expresa
el drama del hombre a la búsqueda de su destino. El mito se traslada
a un mundo verosímil, no diferente del real, pero alejado de éste, ya
que los acontecimientos que se producen no tienen carácter trivial.
Por otra parte, el mito es expresión de un símbolo que no constituye
una revelación propiamente dicha, pero que es misterioso en sí a
causa de la tensión abstracta a la que está sometido el que sufre su
exigencia.
Es el carácter compuesto lo que impide a la obra de Bosco tener
toda la importancia que merecería. En primer lugar, se asiste a un
ejercicio de profundización, de despojamiento interior. El hombre
solitario descubre un día unos estanques ocultos en el bosque, y,
a fuerza de vivir cerca de eilos, de contemplarlos, penetra en un
mundo fluvial, puramente abstracto, con el que no tiene contacto
alguno, pero que, sin embargo, le despierta el sentimiento de una
transfiguración llena de dulzura. Otro día, durante una violenta
tempestad que destruye momentáneamente el aspecto habitual del
mundo, realiza la experiencia del fuego: se siente prisionero del
rayo, hallando en cada uno de los estadios, de los que es espectador,
un equivalente mental; arrastrándonos a una especie de paisaje inte­
lectual en el que el sueño, la vida, las formas del ser, parecen domi­
nadas por una triste fatalidad, implacable, que hace que todas las
cosas sean maravillosamente claras y totalmente inalcanzables.
En lugar de deducir de estas imágenes el mito que buscaba,
Bosco se siente obligado a añadir los momentos más precisos de
la historia simbólica que hemos narrado. Pero no se ha atrevido
a inventar dicha historia, y, para sustraerla del azar de una imagi­
nación personal, la ha compuesto en parte con algunos elementos
de las revelaciones mágicas orientales y de la tradición bíblica, que
producen una incertidumbre de la que el relato sólo se libra en esca­
sos momentos. El personaje de Ilyacinthe, el del viejo jefe de los
gitanos, la imagen del jardín, mera reproducción del paraíso terre­
nal, sólo dan una débil impresión de realidad; en todo momento, la
significación que conllevan les reduce a la existencia de una frágil
figura. Del mundo de las formas abstractas, donde teníamos la im­
presión de llegar al orden de las cosas esenciales, hemos pasado a
otro que, sin embargo, no nos revela el misterio del mundo trivial,
puesto que esta otra realidad sigue siendo lejana y extraordinaria.
Tampoco se penetra completamente en el sistema mágico, tal como
lo ha definido la experiencia mística tradicional, dado que el escri­
tor sólo toma algunos elementos de él y los transforma según su
capricho.
Aunque no está plenamente conseguida, la obra de Bosco posee
una extraordinaria fuerza, debida a la impresión de iniciación intelec­
tual que despierta, al carácter de potencia abstracta que confiere a
paisajes y seres. Parece como si una mano misteriosa hubiera quita­
do a los árboles, casas, pantanos, el aspecto físico con el que tenía­
mos la costumbre de verlos, y nos los descubra tal y como son, para­
jes del espíritu puro, campos en los que la luz es inteligible, regiones
extrañamente conscientes de la mirada que las contempla y del
pensamiento que las penetra. El hombre no podría avanzar por ellas
sin tener la impresión que le daría la vida en el seno de un espíritu;
allí se mediría con el vado, con la ausencia, con el perpetuo agota­
miento que es su más profundo destino, separándose sin reposo ni
consuelo de todo lo que en ellas vive. Va hacia lo más íntimo de sí,
sin otro objeto que la espera, sin hallar en ella otra cosa que la expre­
sión de una frívola fatalidad. Todo le resulta amargo e inexplicable.
El alma que desearía poseer sólo es real en un espejo.
Mucho se podría decir acerca del género escogido por Bosco y de
su tentativa de recrear un mito; en un cierto sentido, su esfuerzo es
indudablemente el del novelista: todos los elementos conducen a una
invención mítica, sólo hay obra allí donde se abre la fuente de imáge­
nes reveladoras. Lo característico de Bosco es su intento de captar un
mito en su valor puro, cuando aún está separado del mundo y se
sirve de los hombres y de las cosas corno meras figuras que lo reflejen.
Los seres son simples metáforas que obedecen las leyes del conoci­
miento metafórico, en busca de la imagen única de la que son un
lejano reflejo, intentan encontrar, mediante una rigurosa serie de
experiencias, el deslumbrante sentido que constituye su verdadera
vida. A este respecto, Bosco no ha triunfado plenamente en su propó­
sito, puesto que demasiados recuerdos, reminiscencias, proyectos a
priori le han impedido seguir el curso de la imagen y avanzar por el
único camino de la metáfora. Para comprometerse más profunda­
mente en el camino que se había trazado, le falta el sentido del habla
solitaria, que, como ha dicho Hólderlin, es el memorial de las leyendas
sagradas.
VIL NOVELAS MITOLOGICAS

La novela de Raymond Queneau Les Temps rnélés, es muy ade­


cuada para hacer patentes las cuestiones que plantea a la literatura el
destino de la novela francesa, incluso la existencia de la novela en ge­
neral. Al margen de toda consideración teórica, posee el interés de una
original forma que la separa de las obras habitualmente conocidas
como novelas, y que cuestiona profundamente el género al que perte­
nece. Desde hace demasiado tiempo, la novela, en tanto que obra lite­
raria, sufre una crisis de oscuro significado y, en la misma época en
que parece absorber, a causa de su éxito, la mayoría de las fuerzas lite­
rarias, da la impresión de que es cada vez más ajena a las exigencias
esenciales de la literatura, o sea, al empleo de un cierto poder creador
Y al reconocimiento de un cierto número de convenciones y de leyes
sin las que la creación no puede alcanzar un orden. Parece como si la
novela, enrevesada mezcla de ambiciones y facilidades, estuviera des­
tinada a perecer tras un monstruoso crecimiento, o a purificarse para
ser otra distinta.
El libro de Raymond Queneau es continuación de otro Gueule
de pierre del que no se le puede separar. Vistas desde fuera, estas nove­
las son inmediatamente notables por las variadas técnicas que reúnen,
naturalmente unidas a una intención de la que responde la obra ente­
ra. Dichas técnicas -poética, narrativa, dramática- se requieren mu­
tuamente para formar una única novela, pero no admiten entrecru-
zamiento alguno, dividiendo claramente al libro en tres partes. En
Les Temps mélés, la primera parte, que excluye la prosa, está formada
por una docena de poemas que sostienen al resto de la obra; le sigue
un monólogo totalmente distinto, en el que intervienen los sentimien­
tos puros, cuya significación para el relato no puede estar clara aún.
Ambas partes cobran su sentido en la tercera, dialogada, que transfor­
ma en acontecimientos y en historia las figuras y pasiones que no se
habían podido entender en toda su extensión.
El recurso a diferentes técnicas, especialmente el empico de la
poesía en un libro de forma novelesca, no es una innovación, y aunque
lo fuera no tendría interés alguno si no consiguiese abrir el camino
por el que podemos alcanzar el mundo de la novela. El valor de una
combinación técnica nueva reside no sólo en su necesidad en relación
con el objetivo de la obra, sino también en un cierto malestar en el
que es útil que arroje al lector. ¿Por qué Raymond Queneau no ha
expresado en forma directa, en forma de relato, la acción anecdótica
que constituye la trama de su libro? ¿Qué razones le han llevado a
confiar a los enigmas poéticos el cuidado de una historia que poste­
riormente aclarará en sus más misteriosos detalles? ¿Por qué no decir
claramente desde el primer momento lo que al final revela entera­
mente? Estas son las preguntas que un inocente lector plantearía al
autor, ya que una de las características del libro es el parecer miste­
rioso, para reabsorber después ese misterio, dejando entrever que el
verdadero está más allá.
El mundo en el que penetramos es el de una ciudadela cuyo ori­
gen y situación desconocemos, pero que tiene una realidad muy pre­
cisa; observamos que se han conservado las antiguas costumbres que,
por ejemplo, las fiestas, incomprensibles para los extranjeros, de las
que los hombres de la ciudadela hablan con entusiasmo, son para ellos
acontecimientos memorables; como la fiesta del Printanier, de la que
se cuentan multitud de historias y de la que somos testigos, sin llegar
a comprenderla, o la de Saint-Glin-Glin, que proporciona a los habi­
tantes más poderosos la ocasión de hacer alarde de sus más hermosas
piezas de porcejtyjpa y loza; el alcalde se arruina al exponer millares de
tazas de café, platos, bandejas de toda clase; al final de la fiesta, triun­
fa el que rompe el mayor número posible de piezas. Cuando todo está
hecho pedazos, cada habitante vuelve satisfecho a su casa.
El lector carece de medios para rechazar estas costumbres en
nombre de su absurdo, llegan a dominar su atención y termina creyen­
do que poseen una significación, a la que se somete dócilmente. Del
mismo modo, se da cuenta de que circulan misteriosas leyendas en
toda la ciudad, llamada Ville Natale, en donde nunca llueve: un cielo
siempre puro rechaza a las nubes y a la niebla. Los turistas piensan
lógicamente que dicha pureza se debe a una privilegiada situación
geográfica, las leyes meteorológicas lo explican todo. Pero, ¿es cierto?
En una época remota un habitante inventó un expulsa-nubes. Nada se
puede contra dicha creencia. Otra leyenda se refiere al enterrador
Etíenne, vigilante nocturno, que cada noche, en el curso de una fan ­
tástica ronda, recoge trozos de piedra, los rompe y ios esconde en un
lugar solitario; según la opinión general, estos fragmentos son pedazos
de eternidad, que es necesario sustraer al uso inmoderado de los hom­
bres por medio de su destrucción.
Es lógico el que los turistas se burlen de tan extrañas costumbres
y sólo piensen en una cosa: convencer a los habitantes de la estupidez
de sus tradiciones, Al principio de Les Ternps mélés, el alcalde es un
joven que prepara ciertas reformas, ya que sufre la influencia de extra­
vagantes teorías que le ha sugerido la contemplación de las cosas ex­
tranjeras, y ha empezado a introducir nuevas costumbres que son una
amenaza para las formas de vida ancestral. Muy pronto, empujado ino­
centemente por un sabio, decreta la abolición de las viejas costumbres,
para el expulsa-nubes, suprime la búsqueda del Tiempo y transtorna-
ría al mundo entero, de no ser porque empieza a caer la lluvia, obli­
gando a los ciudadanos a volver a sus antiguas creencias. Se destituye
al alcalde, todo vuelve al orden.
El carácter simbólico de la anécdota aparece en el libro de un
modo demasiado claro, demasiado exterior como para que se agote
todo su sentido. Los cínicos se confiesan por medio de las fábulas, y
sabemos que ambos no se revelan tan fácilmente. El mundo de Ray-
mond Queneau, incluso en forma de alegoría, sigue siéndonos un mun­
do misterioso y oculto. Cuanto más se descubre, mejor se protege. A
medida que la historia va emergiendo entre las excentricidades del
relato, se convierte en el centro de otra ficción oculta por el humor.
No se trata únicamente del mito del hombre nuevo que lleva su verdad
al mundo, vanamente, creyendo captar la estupidez de éste porque lo
contempla como un extranjero; también se nos presenta una mitolo­
gía mucho más singular, en cuyos caminos y abismos tenemos que pe­
netrar, y donde cada uno puede buscar su propia fábula. Se tiene el
derecho a soñar con ese tiempo cuyas huellas es necesario borrar, para
que la memoria permanezca vacía y los mitos no se pierdan. Se sueña
con las raras montañas que rodean la ciudad, áridas colinas en las que
refulge una fuente petrificadora; con ese gran Mineral en el que cayó
el antiguo alcalde, durante una trágica fuga, y fue convertido en una
monstruosa piedra, una especie de ídolo, semejante al Tiempo, que
ahora se alza en el centro de la plaza mayor, y que morirá a causa de
la lluvia. ¿Qué significan esos episodios cuya rareza no impide el que
creamos en ellos y que por encima del sentido alegórico, invocan a la
multitud de los espíritus? Podría decirse que tales mitos están desti­
nados a permitirnos penetrar en las cosas, no introduciéndonos en su
misterio, sino dejándonos fuera de éi eternamente. Ver únicamente el
exterior de las cosas es situarse en la mejor posición para discernir su
secreto. Todo sueño profundo está constituido por un espectáculo
vacío.
Si Raymond Queneau expresa en primer lugar, en forma de poe­
mas, tanto las principales leyendas que ilustran la Ville Natale (Ciu­
dad Originaria) como la historia que es el objeto de su relato, se debe
a que ha deseado transmitir a esas figuras una fuerza y una expresión
capaces de soportar cualquier comentario. Los poemas son el alma del
universo que crea a continuación; encierran las apariciones, conflic­
tos y acontecimientos indefinibles de los que posteriormente recono­
cemos el movimiento y la significación; mantienen unidos, en un texto
carente de explicación alguna, por la única fuerza del ritmo y las pro­
piedades de las palabras, todos los elementos que irán construyendo el
relato, edificios en miniatura de los que el libro no es más que un
aumento, y que confieren al conjunto su carácter enigmático.
Una vez leída la novela, se cree que los poemas ya están perfec­
tamente claros; lo que era simple alusión parece haberse convertido en
forma explícita; las estrofas de la profecía revelan su mensaje: se las
lee como un oráculo cuya clave ha sido proporcionada por la historia.
Pero, a pesar del comentario de los acontecimientos, éstos conservan
su oscuridad y rareza poéticas. El relato únicamente les ha extraído
las imágenes que ocultaban. Se les comprende, pero siguen siendo
impenetrables. Su papel no es el de recibir, sino el de dar un sentido
a la novela.
* * *

Les Temps mélés, al igual que Gueuledepierre, consiguen expresar


una mitología, %r$cias al poderío que les transmite la poesía y a su
constante invocaron al humor, condición inherente a toda creación
mítica, sólo se puede dar vida a lo absurdo en el equívoco. La fe en lo
increíble sólo puede fundamentarse dudando, por la combinación
insólita de lo serio y de lo burlón de las relaciones estables entre las
cosas, de las relaciones habituales de las palabras; es preciso que el
autor, inmerso en la extraña ficción que propone, no parezca ni víc­
tima ni impostor. ¿De verdad cree en lo que narra? ¿No se trata sim­
plemente de un juego? ¿Acaso no sería este juego una manera de ocul­
tar a sí mismo el estremecimiento que siente ante su evocación de lo
insólito? De la invocación al humor se desprende una exaltante impre­
sión de entretenimiento bastante curiosa. Analizando otra novela de
Queneau, Pierrot mon ami, cuya libertad casi le lleva a destruir el libro
mismo, se retiene un sentimiento de visión natural de las cosas, tai
cual son cuando la mirada humana aún no las ha transformado en ca ­
pacidad de dramatización, en elementos significativos. Los aconteci­
mientos no alcanzan el misterio, ya que carecen de la determinada
composición, de las figuras y el ritmo necesarios a su realidad de enig­
mas. Sin embargo, lo extraordinario surge, en cada momento, en
cualquier vida, cualquier azar, en todo lo que ocurre y en lo que no
ocurre; es un extraordinario en potencia, que necesita de un mínimo
de artificio y que se desvanece cuando la actividad capaz de represen­
tarlo, de hacerlo presente, falta o renuncia perezosamente a su fun­
ción, La trivialidad es un misterio que no ha juzgado útil el manifes­
tarse; es un enigma abortado y satisfecho de su aborto.
Este modo de existencia, el del fracaso o, más exactamente, el
de una existencia sin objeto, proporciona a muchos libros de Queneau
su estructura, su esqueleto. El personaje principal de Odile se ejercita,
con una trágica negligencia, en la voluntad de disminuirse; no es nada
y no halla otra razón de ser más que su obstinación de no serlo. Los
personajes de Enfants du limón se extravían en una sucesión de parén­
tesis abiertos sobre cada una de sus actividades y que, insensiblemente,
les van sustrayendo de la conciencia de su destino; uno de ellos con­
sagra su vida a escribir una obra extraordinaria que abandona, ya reali­
zada, como si representase una tarea onerosa y ridicula. El mismo
demonio, encarnado en un modesto secretario, no consigue nada, en ­
cadenándose y viviendo en la esclavitud que deseaba imponer a los
demás, transformado en un pobre escribano temporalmente arrancado
a unas tinieblas irrisorias. Pierrot es ejemplo de esa vida incesante­
mente esbozada y anulada, que ni siquiera se le presenta como ausen­
cia, en la que no busca ni el triunfo ni la queja, que se va deslizando
sin producir nada a través de la demasiado compleja serie de causas y
efectos. Las oportunidades de llegar a algo no le faltan, ni las de reci­
bir una herencia, conquistar a la mujer que ama o transformar en una
aventura de primer orden los avatares entre los que se mueve. Si todo
fracasara, no tendría a nadie a quien acusar, no es tonto, ni torpe, ni
desdichado; tampoco podría decir: es culpa mía o de la fatalidad. Pero
todo transcurre como si el triunfo, el objetivo preciso que convierte
a una serie de acontecimientos en un drama ordenado y consumado,
ao fuese el orden de la existencia, sino el literario, y sólo tuviese sen­
tido en función de los cálculos del novelista.
Otra constante aparece en las novelas de Queneau: la ambición
desviada de su objetivo, el ejercicio de una actividad que no implica
fin alguno, tienen por símbolo y punto de aplicación una forma suma­
mente especializada de la vida o de la ciencia. Desde la perspectiva de
un horizonte de sabiduría y de investigación seria se organiza este
juego alrededor de nada. El protagonista de Odile es un matemático,
consciente de que sus cálculos son como castillos en la arena, pero que
se une a ellos como a una sombra. En Enfants du limón aparecen in­
tercalados fragmentos de una obra erudita, L ’Encyclopédie des Scien­
ces inexactes, en la que Queneau reúne las más significativas páginas
del siglo XIX, escritas por locos, acerca de la cuadratura del círculo, la
cosmografía, la física, el lenguaje y la historia. Esta enciclopedia auten­
tica, auténtica en el sentido de que está formada por textos verdade­
ros, llenos de belleza, ilustra perfectamente la idea de que la mayoría
de las obras humanas sólo tienen sentido en un sistema teleológico.
Nos hallamos sobre la línea divisoria en la que el “sin objeto” de la
vida se une al “sin utilidad” , “sin eco” de las obras pseudo-literarias
escritas por enloquecidos. El hecho de no llegar a nada se expresa en
esos libros de dementes, pero que, sin embargo, fueron escritos, publi­
cados, conservados y que, a pesar de su nula influencia, tienen el as­
pecto de algo, a veces de algo hermoso, ocultando esa nulidad que son
y que no dejarán de ser.
Semejante visión de las cosas sólo puede ser comunicada desde
una perspectiva humorística, irónica; en el “sin objeto” de las vidas
humanas hay una pendiente que sólo puede ser vista cuando no se la
busca desde un plano trágico, serio. Si Pierrot se convierte en un des­
dichado, perdido en la bruma de sus inútiles acciones, atormentado
por la náusea de su existencia, adquiere de este hecho la suficiente
realidad como para recibir de su desgracia el objetivo que, precisamen­
te, no debía encontrar. No tiene por qué sentirse desdichado, ni
mucho menos desgarrarse en una conciencia trágica: combate con el
destino por medio de la desenvoltura, la ligereza, la ausencia de lo que
sería si consintiese el meditar sobre el sentido de su propia historia y
del vacío de su‘porvenir. Una risa imperceptible nos advierte al final
de que comprende lo que ocurre, que capta la ilusión del juego; pero
que es la ausencia de reacción lo que mejor expresa su naturaleza y
autenticidad características.
Es necesario un especial arte, equilibrado y sutil, para hallar por
medio de la gracia y el subterfugio de invenciones, perpetuamente en
guardia contra sí mismas, el camino de un interés auténtico y profun­
do. Los medios que emplea Raymond Queneau se basan principal­
mente en el lenguaje. Transforma ligeramente las palabras, desorganiza
un poco la sintaxis y, gracias a estos cambios que no chocan en nada
con el uso, modifica el grado de realidad, de seriedad, que desea con­
ferir a su relato. Esta metamorfosis es tan eficaz, tan completa y mesu­
rada, que nos obliga a hacer nuestros todos los márgenes imaginativos,
al mismo tiempo que nos empuja a contemplar como detalles fantás­
ticos los episodios de una historia realista en última instancia. Es una
especie de canto poético que, con las palabras más corrientes, aunque
pasadas por el molino del sarcasmo, arrastra la atención, la seduce y
traslada al orden puro de las ficciones. Sería interesante investigar
cómo este arte supera al realismo y, rodeándolo desde cerca, por
medio de un acompañamiento ligeramente falseado, lo lleva hasta lo
insólito y lo irreal. “Cuando se hace una broma --dice Goethe— es
que hay un problema oculto.” Todos tenemos bien presente el extra­
ordinario diálogo de Ulyses durante una estancia en la mansión cerra­
da de Mrs. Beile Cohén. La gracia de las palabras, el humor carente
de sentido de un vocabulario que no se deja tomar en serio ni por un
instante, imponen con mayor maestría la impresión de lo fantástico
y de lo extraño que cualquier extravagancia de la imaginación. La
risa destruye el orden de reglas y leyes, rompe las apariencias que
se resisten al relámpago, deja que se descomponga, como un caos
insignificante, el sistema de las cosas verosímiles, por encima del que
aparece, temible objeto de la risa, el absurdo, lo raro, lo demasiado
humano.
VIII. NOVELA Y POESIA

Es curioso el que Armand Robin haya considerado su libro Le


Temps qu’il fait como una novela, puesto que muchos lo interpretan
como un gran poema en el que la prosa busca al verso, realizado según
las convenciones de una prosodia bastante estricta. En la obra aparece
una constante alianza entre diversas formas de expresión: poemas que
sólo se rigen por sus propias leyes surgen en casi todas las páginas,
incluso entre las redes con las que el lenguaje ordinario construye la
trama, irrumpe el estremecimiento de un ritmo, la llamada de una
cadencia que exige, en vano, ser libre. Esta exigencia poética, lejos de
hacer absurda la forma de la novela dentro de la que se desarrolla, le
impone un carácter de autenticidad que la salva de ciertas dudas. La
misma observación hemos hecho respecto a las novelas de Raymond
Queneau Gueule de pierre y Les Temps mélés. La poesía proporciona
a la novela, por sus rigurosas convenciones, sus reglas absolutas, sus
visibles restricciones, la necesidad que a ésta le falta. Lejos de cual­
quier realismo, la obra de ficción busca en un arte que tiene nume­
rosas obligaciones y formas fijas, los recursos que le permitan librarse
de lo arbitrario tanto como de un aparente orden natural.
La instancia poética es mucho más significativa si tenemos en
cuenta que el autor ya había publicado anteriormente una serie de
poemas, algunos de los cuales anuncian los temas de Le Temps qu’il
fait, buscando las imágenes que constituyen el núcleo de la novela.
Sería inútil comparar estas obras diferentes y observar cómo han
cambiado, al pasar de una a otra, los sueños que las animan. En una
primera visión se observa que aquello que en los poemas exigía una
expresión esencial, privada de tiempo, creada en unas condiciones
de simplicidad casi abstracta, por medio de la conjunción de unas
cuantas imágenes con una armonía puramente intelectual, se desarro­
lla en la obra novelesca corno un mito que reclama una duración, que
invoca a la superabundancia de figuras, transmitiéndose de eco en
eco cada vez más rápidamente, y declarándose materia resistente en
la que el pensamiento ve con mayor claridad su camino. No es, en la
novela, la necesidad de una anécdota lo que conduce a estas transfor­
maciones. Puesto que la anécdota, en tanto que tal, es indescifrable y
se confunde con los movimientos puros de una historia que es la del
tiempo, la del mundo, la de las graves pasiones que en ellos se traman.
Le Temps qu’il fait se compone de seis partes que, por el empleo
de medios incesantemente renovados, agotan los temas que cada una
de ellas plantea, en un tiempo cada vez más concreto. Si se intentase
reducir el libro a una serie de episodios se podría narrar lo siguiente:
en un pueblucho de Bretaña muere una mujer que consagró su vida
al amor hacia su marido e hijo. En los momentos que siguen a su
muerte, en medio de una trágica tormenta, y cuando aún no ha toma­
do conciencia de su destino, lucha contra los elementos, contra la
noche, contra su misma ausencia, para recordar, luego, el triste traba­
jo que la ha consumido, su marido, que la golpeaba, su hijo, que ali­
mentaba locamente el deseo de aprender. Su lucha es espantosa.
Expresa un tormento sin esperanza ni salida que testimonia, en el
seno del desorden cósmico, una rebelión ciega, pero auténtica, un loco
sueño nacido del más puro y sincero de los sentimientos. ¿Lo consi­
gue?, ¿o la madre se da cuenta al fin del despojo en que se ha conver­
tido? Poco a poco el tiempo la conduce a su destino. La primavera la
acompaña más allá de los círculos en los que su dolor tenia sentido,
convirtiéndola en el signo que precipita la maduración de las trage­
dias de este mundo.
Hay en est^jfamilia una doble preocupación trágica; el marido,
atormentado por un secreto que le endurece, lanza, durante toda su
vida, una implacable severidad contra su esposa y su hijo. Y el hijo,
embriagado por la voluntad de dominar el mundo de los libros, pese
al trabajo agrícola y la prohibición paterna, se entrega a esas potencias
que le dan vida. Parece que nunca podrán unirse padre e hijo, en vano
intentan acercarse el uno al otro. Sin esperanza alguna, caballos, pája­
ros, fuerzas pasivas, intentan hacerlos transparentes a sí mismos.
Hablan y su lenguaje se pierde. Será necesario que el secreto se rompa
para que su diálogo deje de ser el de dos hombres privados de voz.
¿Cuál es el secreto? Es muy sencillo, muy humano: al inicio de su
matrimonio Jouann ha asesinado a su padre porque había maldicho
y maltratado a su esposa. Desde ese momento, la mujer que ama se
convierte en imagen de su maldición, y se siente incapaz de afecto
hacia ella. Una vez muerta su mujer, soporta el doble peso de su
crimen y del terrible rigor con el que disimuló su ternura. La confe '
sión sólo le reconcilia con su hijo, sin romper su soledad. Siente que
aún le queda una tarea por cumplir, y un febril deseo le obliga a
apresurarse; marcha a la ciudad y, perseguido por la muerte, lleva a
su hijo, símbolo de un mundo desconocido, invención de una exqui­
sita amistad y testimonio de su perdón, un libro que le entrega como
herencia.
Hemos querido traducir la historia que Le Temps qu ’íl fait orga­
niza más o menos en este mismo orden de episodios con objeto de
comprobar hasta qué punto dicha traducción traiciona su naturaleza,
Sería inexacto considerar que los acontecimientos sólo son una oca­
sión y que desempeñan el mismo papel que el contenido anecdótico
de un poema, en torno al que cristaliza la forma poética. Dichos
acontecimientos existen, y señalan, por su caída, la temporalidad de
la que el libro es expresión; pero 110 existen en relación a un relato,
no tienden hacia narración alguna y obedecen únicamente a su propio
rumbo: no se cuentan. Su sentido es el que no pueden ser comprendi­
dos más que corno temas elementales o como fragmentos de un mito,
íanto más fieles a su realidad de acontecimientos en cuanto que confi­
guran coincidencias de múltiples significaciones. Sería fá c il..y, pro­
bablemente, falso - resumir fuera de cualquier historia la novela de
Armand Robin, resaltando el valor de los temas que una gran riqueza
de orquestación desarrolla armoniosamente. De esta forma se recono­
cería el tema de los elementos, expresión de la oscura fuerza de las
almas sencillas, y el desesperado desencadenamiento que ninguna tem­
pestad puede traducir con exactitud. Se seguiría el tema del libro, el
del saber orgulloso, inocente y sagrado, mezclado con los enigmas del
universo, primicias de un oscuro allanamiento. Finalmente, se llega­
ría al tema del mundo sensible, el de los matorrales, árboles, caballos,
helechos y fuentes cuya fuerza poética exprésalos grandes sentimien­
tos humanos y, de hecho, las cosas visibles.
La concordancia entre ficción y mito, realidad y canto, entre lo
que hay de irreal en la ficción y de inmediatamente comprensible en el
mito, impuesto por un arte sumamente inocente e infinitamente
astuto, da a Le Temps qu’il fait su completo equilibro. Hay pocos
episodios tan difíciles de imaginar como el desgraciado viaje de la
madre en la oscuridad que acaba de poseerla. La extrema inverosimi­
litud, junto a una cierta candidez en la concepción, hacen en este
punto al relato casi insostenible. Pero Armand Robin la transforma en
una especie de noche de Walpurgis, donde la rapidez de las visiones, la
sutileza de las cadencias, la áspera exigencia del ritmo atraen y r. n**
nen los símbolos. La candidez se convierte en virtuosismo, el artificio
en sencilla queja y, en el laberinto de un arte barroco, penetra la melo­
día de un canto popular. Es fácil de imaginar hasta qué lamentables
efectos un sentimiento poético menos firme hubiese hecho descender
el diálogo de los caballos, o el habla otorgada a las ramas, a las golon­
drinas, a las praderas. La fuerza de imágenes y palabras produce, siem­
pre que es necesario, una transformación sin la cual todo quedaría al
nivel de frases hechas, manías, puerilidad; gracias a esta fuerza los pá­
jaros cantan con la misma naturalidad, la misma inspiración familiar
que el buitre real, o que el ánade rojo en el poema tibetnno La ley de
los pájaros.
El arte de Armand Robin se manifiesta claramente en uno de los
más hermosos episodios de la novela: el niño, marcado por el delirio
por los libros, huye al amanecer a la pradera, donde intenta penetrar
en los relatos de Homero. No sólo su ardor, su voluntad de leer sin
ceder al sueño, su embriaguez de saber fascinan y transforman las
cosas, sino que los mismos libros, y sus héroes quedan prisioneros de
ese mundo en el que su fuerza se intercambia por todo lo visible, por
todo lo que se oye y se respira. El libro aparece como equivalente del
universo ilegible. Es matorral grandioso, árbol cargado de hojas, cons­
telado horizonte; celebra lo que de sencillo hay en el mundo, porque
es más sutil: une enigma y claridad, caos y orden íntimo, dispersión
de las cosas e ideal estricto. Los testigos que libera, héroes llevados
por la más antigua de las culturas, se confunden de un modo perfec­
tamente natural con la presencia de un anciano ignorante, atormen­
tado por un pensamiento imposible.
En la obra de Robin, tanto en la poesía como en la ficción, apa­
rece una voluntad consciente de unir una cierta forma popular con
todos los refu^a^nientos de la técnica, incluso con los caprichos de un
arte preciosista. Esta unión, bastante rara en Francia y, sobre todo,
muy pocas ,_3ces realizada con acierto, ha producido en otras litera­
turas obras perfectas. El ejemplo de Goethe demuestra cómo una
experiencia original puede ser expresada poéticamen te por medio de
los antiguos cantos cuya forma es retomada y transformada gracias a
una prodigiosa cultura personal. Algunos fragmentos de Le Temps
qu’il fait, tales como el relato del padre, evocan directamente esta
simplicidad y, pese a algunas imágenes demasiado estudiadas, conser­
van, por un ritmo y un acento auténticos, la naturalidad y el poder de
encantamiento. Da la impresión de que, a despecho de estas investi­
gaciones y de algunas convenciones más fáciles, se trata de un arte
culto, perfecto conocedor de sus medios, preocupado por su sitúa-
ción y ávido por sus propios efectos, en donde la poesía de Armand
Robín encuentra la instintiva eficacia de ios cautos más sencillos. Si
recoge toda la alegría del mundo, si parece semejante a la ávida apa­
riencia de los días, hablando tanto el lenguaje de los pájaros corno el
de las flores, se debe a un estudiado acuerdo entre imágenes y pala­
bras, tal y como el poeta menos primitivo puede concebirlo cuando
provoca en sus versos una cierta conjura mágica. Y la prueba de que se
trata de algo más que de una obra guiada por una cándida intuición,
está en que no se hallan más defectos que las afectaciones preciosis­
tas, los artificios sin objeto, los inútiles recargamientos barrocos, tes­
timonios de un arte que olvida momentáneamente el sobrepasar su
propio esfuerzo.
IX. POESIA Y NOVELA

Sería ocioso señalar, a estas alturas, la influencia de Audiberti


entre los escritores actuales. La race des hommes y Destonnes de se-
mence contienen poemas en los que la audacia del tono, un perfecto
virtuosismo de imágenes y palabras, una libre y altiva obediencia a
las antiguas normas, concuerdan plenamente con el sentido de lo que
hay de profundo y oscuro en las cosas. Sujeta a las exigencias del alma
y del oído, la poesía sale de sus tinieblas, convertida en figuras crista­
linas atravesadas por el sol y la sombra, infernal y bondadosa, prolija
y avara, uniendo en una rebelde alianza las cualidades opuestas que
precisa para existir. También, la prosa de Audiberti es una de las más
ricas en posibilidades que se puede leer en la actualidad, su misma
abundancia proporciona al lenguaje todas las oportunidades posibles.
Ligando las imágenes a una cierta temporalidad abstracta, persigue
lo inexpresable por medio de las coincidencias de palabras, captándolo
en el silencio que hace estallar de repente, en el momento álgido del
tumulto, como si la avalancha de metáforas sólo tuviera por objeto
el abismo taciturno que intenta penetrar. Hay en Audiberti algo ex­
traordinario y monstruoso, mezcla de Víctor Hugo y Mallarmé, tenta­
ción de ser simultáneamente rigor y facilidad, elocuencia y gusto,
todo lo exterior e interior a la creación literaria.
Audiberti no es menos novelista que poeta, necesita tanto la inde­
terminación de la novela como los bien definidos contornos del
poema. Abraxas, Septiéme, Urujac son obras igualmente aferradas a su
poder de metamorfosis simbólica y a su capacidad de ilusión realista,
en las que el lenguaje impone su componente fantástica sin destruir
la trama de los detalles reales, con la cual inicia una apasionada aven­
tura. Pese a esto, siguiendo la orientación de estas tendencias, sobre
todo el carácter que adquieren en Carnage, se comprueba que |:i no.
vela interviene como un reactivo que deja entrever una im¡¡.".¡-M Jtfi
talento del autor un poco diferente de la que sin ella nos hubiéramos
formado, distribuyendo sus cualidades de un modo distinto, llevando
algunas a su máxima perfección y otras a confusas valoraciones, aun­
que la gran riqueza estilística se mantiene constante; no hay página
que no sea admirable por la excelencia de la forma; la sintaxis, presa
del vértigo, se extravía en cultos laberintos en los que rio cesa de hallar
el camino; las imágenes brillan y se apagan como momentáneas luce*:
las palabras aquí son devueltas a su más completo uso, que es también
el más sencillo, es como un sol lleno de pedrería, un palacio de espejos
cuyas transposiciones se realizan en pleno día, en la gloria de una
suntuosa invención yerbal. Sin embargo, en esta parte concedida a un
esplendor formal sobre el que no puede intervenir, la novela intro­
duce sus convenciones y exigencias, iluminando y ensombreciendo
los dos aspectos de un talento del que desearía apropiarse totalmente.
La parte más conseguida de Carnage salta a la vista: Áudiberti
escenifica los medios populares y campesinos con una fuerza y un
realismo que hacen pensar en un espíritu permanentemente en guar­
dia, despierto. La novela se inicia con imágenes de una aldea de los
montes del Jura, en la que un cartero lleva un mensaje a una familia
deshauciada. La sensación de felicidad que dan estas páginas se debe
a la total ausencia de realismo; Audiberti no imita nada, lo crea todo;
no se experimenta ese penoso sentimiento que suele acompañar a la
descripción literaria de una determinada clase social; nada indica la
vuelta hacia la realidad observada y luego convertida en objeto del
arte. El novelista se halla lo más cerca posible de una verdad que pare­
ce natural, pero a la que llega libremente, con medios de su inven­
ción, por un pintoresquismo que le es propio y cuyo valor depende
exclusivamente de su estilo. Se diría que, una vez ha decidido el crear
un determinado efecto -impresión de la vida rural, de la montaña-
unido a la observación de la sociedad, lo hace surgir por medio de
detalles que obtiene de sí mismo, pero que son más reales que la repro­
ducción minuciosa de los rasgos imitados. Incluso el patois, el len­
guaje popular que pone en boca de los habitantes del “ducado de
Gaudois” , es un esfuerzo que mezcla indisolublemente materiales
ajenos y acertadas invenciones. Así, inventa —en parte— un lengua­
je que es a la interioridad de la obra literaria lo que el patois al mundo
habitual de las palabras. Las distancias son idénticas, aunque no se
produzcan a partir de los mismos elementos; una ilusión de perspec­
tiva transforma lo que se observa como distinto en una profunda
identidad de visión.
Las mismas cualidades vuelven a ser evidentes —hasta el punto
de molestarnos— en otra parte del libro, dedicada a la evocación de
un lavadero de un antiguo barrio en el París anterior a 1900. E!. virtuo­
sismo y la autenticidad se combinan dando la impresión de un frag­
mento de antología, tan digno de la celebridad como algunos pasajes
de Notre-Dame de París. Al margen del deseo que se cree sorprender
en el autor -que en ese mismo momento se convierte en tal-, nada
puede objetarse a la perfección de estos capítulos en los que la vida
encuentra al fin, en un arte rico y sagaz, el equivalente que no podría
darle ninguna imitación directa. La máquina del lavadero, los hombres
que la ponen en marcha, la ropa y sus cambios de color, las muje­
res del barrio, mascarones de proa de este barco que navega en una
ciénaga, componen una extraordinaria aventura en la que cualquier
episodio es inesperado, relato superior a la realidad descrita, sombras
misteriosamente proyectadas en el inestable muro de las palabras.
Los personajes, también populares, destacan del concierto de figuras,
de la angustiosa hoguera de imágenes y palabras. El encargado de
enjuagar la ropa, desdichado héroe cuyos ojos, blancos y negros, teñi­
dos de obscenidad, le condenan, entre la reprobación general, a un
suplicio lleno de invectivas y casi a un verdadero drama, íil chófer
que, perseguido por su mujer, una ogresa de dos metros, huye inútil­
mente de barrio en barrio. El brazo más fuerte de Francia (que se
gana la vida rompiendo adoquines, la gran Zosse, sosa, gritona, que
lanza con voz de niña un grito de sirena frenética. Y Carnage, la
asombrosa figura del señor Gomáis -Carnage; de él traza Audiberti
o'i la primera parte del libro, cuando aún era un rico campesino,
terrible y monstruoso, un retrato de gran fuerza. Gigantesco, feo,
de labio leporino, que produce un zumbido de mosquito combinado
con una especie de chirrido de sierra, que ejerce sobre hombres y
bestias una terrorífica influencia, cuyo bastón derriba en el acto
becadas, conejos, cabras, hasta lobos. Este hombre formidable se ena­
mora de una joven que con su tutor, hombre niño ocupado en desci­
frar (como Audiberti de las palabras) entre la pedrería un arcoiris de
coloreadas formas, vive entre los abetos, bosques y especialmente
cerca de un lago cuyas cavernas y subterráneos conoce perfectamente.
Esta joven opone a Carnage un elemental prestigio, la fuerza de una
mirada verde, impenetrable, bajo cuya magia le humilla varias veces,
rechazando su propuesta de matrimonio y, después, cuando él ya no
lo desea, obligándole a casarse. Carnage se venga de esta doble herida
infligida a su poderío: lleva a su mujer a París, lejos de los bosques y
del lago que, presiente, constituían su fuerza, compra el lavadero
y transforma a la antaño hada en humilde y abnegada sirvienta, tan
enamorada de su marido que Incluso le ayuda en sus aventuras senti­
mentales, llegando hasta el crimen por protegerle mientras que él
enorme e imperturbable, prosigue el ejercicio de su poder simbólico!
El arte de Audiberti hace que lleve su historia hasta una signifi.
cación tal que el mito y la fábula adquieren su máximo esplendor; su
poesía conoce maravillosamente este punto, haciendo nacer de la
oscuridad una figura que no puede ser vista, pero cuya ausencia es
más firme, más concreta que la arcilla. Sus obras en prosa también la
esbozan, pero no tan felizmente; Carnage se empobrece por esta
ambición no realizada plenamente. El personaje de la joven, el de
Gomáis, son prisioneros de los fantasmas de un símbolo que les
condenan a aventuras de un carácter novelesco demasiado artificial; se
desdoblan, siendo a menudo realidad total, otras veces demasiado
vagos, como borrados por el halo que los envuelve. Da la sensación
de que el novelista sólo se acuerde de vez en cuando del mito al que
les invitó a convertirse. En este caso, los proyecta fuera de sí mismos,
dándoles otro destino, sometiéndolos a una presión que no es la de
lo real, únicamente referida por su enorme habilidad verbal para
crear metáforas. ¿Es suficiente? Indudablemente, no. El arte de nove­
lar exige una mayor lentitud, mayores precauciones. Tiende al sím­
bolo por una orientación interior, encerrándolo en sí mismo como
una ley que ignora, pero que, sin embargo, condena su crecimiento,
su tonalidad, su desenlace. De Audiberti, poeta en feliz equilibrio
entre luz y oscuridad, entre la palabra y su misteriosa sombra, las
reglas de la ficción obtienen un novelista más capaz de reinventar lo
real que de crear un mito que transforme las dimensiones.
X. TRADUCIDO DEL SILENCIO

Las anteriores obras de Joé Bousquet, novelas de esencia poética,


habían preparado a sus lectores para lo que hay de puro, de atroz en
Traduit du silence. De todas formas, incluso los que no habían sabido
adivinar en las páginas indecisas de sus primeras ficciones el devorador
trabajo de un espíritu, los que ignoraban las extrañas condiciones en
las que ha creado su obra también han chocado con una violencia te­
rrible contra ese montón de diamantes que son las hojas de su diario
intimo. Si, desde la perspectiva del conocimiento del hombre, no
puede apartarse la imagen del escritor, gravemente herido en 1918 en
¡os combates de Kemmel, y mantenido desde los veintitrés años en la
situación de un enfermo, se trata en todo caso de un recuerdo que se
prefiere no tener en cuenta con respecto al libro, sobre el que arroja
una sombra demasiado notable. Una obra como Traduit du silence
alza, contra el autor, el deseo de ser libre; exigiéndo ser admirada,
apreciada por sus únicos méritos, con la pretensión de rechazar lejos
de sí las circunstancias de su creación y las singularidades de su histo­
ria. Si bien tiene la apariencia de un cuaderno de notas que recoge
algunas confidencias, consigue crear entre el autor y las mismas confi­
dencias, idéntica relación que entre un relato y un personaje de novela.
Es obra enteramente de las imágenes y de las palabras, y el sentimien­
to trágico que impone es tan extremo que quedaría disminuido si
hubiese que restituirle a la realidad psicológica, a las condiciones de
vida. La verdadera tragedia rechaza la verdad de la que ha nacido.
Traduit du silence responde a los dos aspectos bajo los que Joé
Busquet concibe la poesía. Un buen libro de poemas, afirma, debe
tener tanto estrofas rápidas, claras, duras como el cristal, cuya ley sea
la verdad intelectual, corno páginas coloreadas, con melódicos desarro-
líos que tomarían la luz de la superficie de las oías. Del mismo modo,
aparece en su Libro el reflejo de una potencia intelectual que busca la
coherencia y la claridad, y simultáneamente, un estallido de vagas
llamas, móviles, errantes, libres de la vigilancia consciente, brillando en
un espejo de ensueño. El lector es invitado a comprender, luego a
adoptar lo que ha comprendido, siguiendo un camino doble, en el que
recibe por dos veces la ocasión, de ser igual a su lectura. IJn lenguaje
consagrado a un frío análisis, se deja tentar repentinamente por el
canto; la más fría de las investigaciones no tiene sentido más que en el
estremecimiento inocente, en la preciosa melodía en los que toma im­
pulso.
Las primeras imágenes del libro, conseguidas por medio de esta
doble vía, son tan vivas como pálidas; se trata de recuerdos imborra­
bles de un estado que no se consigue expresar, un testimonio trágica­
mente expresivo de algo cuyo principal carácter es el no tolerar testi­
monio alguno. El aparente desorden de las notas añade a este desga­
rramiento sentido en primer lugar como malestar, el signo de una
aventura completamente nueva. La incertidumbre del lenguaje no es la
causante de lo ininteligible del tema del libro aunque aparezca, entre
las frases claras, de sentido evidente, el presentimiento de que el espí­
ritu debe enfrentarse con una empresa tan desesperada que no puede
dar una imagen clara de ella, y que se consume en resonancias, rumo­
res, espantos que afectan al menos culto de los corazones.
Sería bastante el limitarse a seguir los diversos temas que se entre­
cruzan formando la trama de la obra, sin buscar el sentido que el
movimiento de éstos va elaborando, para luego revelarlo y ocultarlo
nuevamente en un inquieto trabajo semejante al de las olas. También
es cierto el que cualquier aclaración sólo puede ser engañosa, dado
que sustituye a una fluctuación sin la que no habría figuras de con­
tornos inmóv^Jqs, un trazado estable que niega todo el edificio cons­
truido en el agua. En un cierto sentido, no se puede rendir cuenta de
una obra en la que el pensamiento cambia continuamente, es influido
a distancia por los astros y aparece, sino oscuro, sí velado por la luz,
recorrido por una evidencia sin imágenes. Todavía es posible el trope­
zar con una obra llena de imaginación y sensibilidad, y hallarle un
equivalente en 1a. significación que la racionalidad le otorga; pero
cuando se trata de una obra en la que el pensamiento se revela exclu­
sivamente a través de sus avatares, como una ininterrumpida navega­
ción, sería un abuso de lenguaje el pretender expresar por el análisis
los efectos de una auténtica irisación intelectual.
Estas notas íntimas son las de un escritor al que una terrible
herida arrojó fuera de la vida y que, muchos años después de esta
primera muerte, realiza la experiencia de un amor que le transtoma.
¿Que puede significar el amor para un hombre condenado a la más
completa soledad? ¿Qué papel está destinado a representar, en una
vida maltratada, un sentimiento imposible? Se comprende, gracias
a algunas notas, que este hombre ha llegado muy lejos en la ausencia y
el silencio; pero no se ha resignado a su situación excepcional, sino
que, por el contrario, en lugar de concebirla como producto de un
lamentable accidente que escapa a su voluntad, ha intentado “natu­
ralizar” sus heridas, convirtiéndose a sí mismo en causa de las conse­
cuencias que le eran impuestas. De todo lo que este accidente com­
portaba en cuanto a cambios de su vida intelectual y moral, la nece­
sidad de vivir únicamente a nivel intelectual, de tener las palabras
como única acción, el escritor se creó una obligación: la de aceptar
dicha situación, incluso el desearla, erigiéndose en su único instiga­
dor, como si él mismo se hubiese precipitado, por una decisión per­
sonal y ajena al destino, en un abismo de soledad, de inercia. Esta
voluntad de remontar el azar, de encadenar una desgracia fortuita,
de hacer ocioso el poder material de las cosas, marca los primeros
jalones de una vertiginosa pendiente en la que en cada momento
reaparecen la ausencia, la soledad, la indiferencia, todos los estados
que hacen al espíritu esperar en vano su propia muerte, lanzándolo
a una pasión de la que no puede liberarse.
Sólo pueden presentirse los trágicos choques de una lucha seme­
jante, choques por otra parte inevitables. Si a ese enfermo dueño de
su enfermedad, la pasividad e inmovilidad inevitables, le han aho­
rrado las tonterías de la vida social, si la oscuridad le ha sido otor­
gada sin necesidad de conquistarla, ha tenido que enfrentarse con
un pensamiento tal que, lejos de haber podido elegir su solitario
destino, se engañaba por su creencia de haberlo elegido libremente.
Es fácil para un paralítico el decirse: mi soledad no es una cuestión
pasajera, está en mí, nace de mi naturaleza; pero es mucho más incó­
modo el estar seguro, constantemente, de que no se engaña a sí
mismo a la vez que mantiene su convicción al margen de toda prueba.
Los sufrimientos propios de la enfermedad, los remedios que deben
combatirlos, el opio, la cocaína, engendran un desorden, un asco
impuros en los que la voluntad ya no puede reconocerse. La misma
soledad parece como pervertida y la ausencia deja de parecer la
desnudez de la vida, se convierte en una pálida y descorazonadora
ilusión que reemplaza a una realidad excesivamente dura. “En lo
negro —escribe— mi tristeza no tiene voz. Mi soledad me parece
incompleta, querría que no fuese más que la guardiana de otra aún
más feroz, semejante a la muerte.”
El amor que halla, y que en semejantes circunstancias sólo puede
ser la experiencia de la imposibilidad, la conciencia de una ambi­
ción irremediable, sin salida, se inicia con una enorme dulzura: “El
sentimiento que oculto —anota— tiene derecho a vivir en plena luz.
Quiero como a una hermana a la mujer de uno de mis amigos, que
responde a mi afecto con una amistad firme, que es todo lo que
puede dar a otro hombre una mujer enamorada de su marido.” Esta
dulzura nace de un sentimiento puro, dichoso, y también de la espe­
ranza que lleva al núcleo mismo de la desolación, de la ansiedad,
¿Acaso no es esta mujer, para un hombre sin vida, el medio de entrar
en ella,-la ocasión, para un enfermo trágicamente solitario, de romper
con la soledad? Es natural que a este primer embate de la sensibilidad
se abandone hasta el más calculador de los corazones. Pero este senti­
miento hace nacer, de inmediato, otro. Sin que desaparezca la ilusión
de felicidad, incluso aumentando su exaltación, el enfermo va situan­
do la imagen de la mujer en la línea de su propio destino; esta mujer
no está llamada, como creía en un principio, a salvarlo de la soledad,
sino que, por su serenidad, por la fría dulzura que la envuelve, es refle­
jo de una soledad más profunda, la verdadera y completa esencia de
lo que no puede ser alcanzado. La fascinante indiferencia de su amis­
tad la interpreta como el signo de su mutuo acuerdo. Ella no intenta
restituirle lo que el mundo le ha quitado, sino que le lleva el olvido
de ésta; hace de su belleza una imagen encantada de la renuncia; es la
mirada que disipa, a fuerza de luz, lo que ve y lo que debe ser visto.
Es evidente que, desde este momento, se inicia una nueva lucha
en la que se arriesga un tormento lleno de contradicciones. El espí­
ritu que llega a un amor supremo no puede perseverar eternamente
en este amor concebido como medio de su propio desapego y ocasión
de rechazo total: exige ser satisfecho, interpelando a la persona glacial
de la que no,,sij.be si la indiferencia es reflejo de su propia persona
destruida, qué'le entrega todo en una fría dulzura que lo petrifica. La
conjura, mostrándole su vértigo. Quiere devolverla al mundo y volver
a éste con ella. Le suplica que abandone el camino en el que su frial­
dad no cesa de aumentar. Naturalmente, ya es demasiado tarde: ella
no es más que la negación de lo que ama, no comprende nada de esa
pasión en la que encarna a la nada, ausencia que el amor ha deseado,
contra la que se lanzan vanas invectivas; fantasma interior, sonámbulo
de la nada, al que todos los apelativos que el espíritu desgarrado le
da en los momentos de mayor pasión (“No debemos ser de la misma
raza, ha helado mi corazón. Se diría que es el olvido” ) dejan adivinar
un fracaso sin esperanza, puesto que quien pierde el amor pierde
también la ausencia de la que éste era garantía que no pudo soportar.
Es preciso el repetir hasta qué punto tal esquema reduce un uni­
verso deslizante, modelado por su movimiento en un plano lineal. La
serie de notas constituye un entrelazado de voces, silencios y enso­
ñaciones que sólo descubren su sentido cuando se consigue no buscar­
lo. Como en el laberinto del que no es difícil salir, sino entrar, no hay
que mirar a las palabras como fragmentos de una explicación, sino
como clave de un camino en el que la explicación carece de sentido.
Hay siempre, detrás de las imágenes, una silenciosa luz que permite
ser visto, pero sin ver, que es como la descomposición de la oscuri­
dad desvela más que ilumina, corrompiendo la solemne unidad del
discurso. Seria igualmente inútil reprochar a una experiencia seme­
jante los límites que le han sido impuestos. Si bien en este esfuerzo
por aniquilar al hombre, cuestionarlo y zarandearlo sin proponerle
nada que pueda ser su salvación; si, respecto a la insatisfacción que el
hombre solitario siente devastadoramente, haciéndole desear el per­
derse en su propia herida, que le obliga a aparecer aún más desnudo,
más consumido, la obra de Joé Bousquet es, a veces, demasiado suave,
como seducida por las tentaciones de la belleza, en busca de estrellas
de brillo artificial, tampoco debe olvidarse que el libro está formado
por mil caminos que se pierden, porque ha sido calcado del vagabundeo
del tiempo. Lo esencial es que restituye al silencio del que ha nacido
su implacable realidad, arrastrando a los espíritus hacia el abismo,
cuya profundidad sólo puede ser calculada en la caída; obligándoles a
oír palabras negativas. Les pone, por medio de las palabras más senci­
llas, más puras, ante “el estado de falta de palabras” . En lugar de
volcarles, como casi toda obra literaria, hacia un lenguaje que carga
la memoria, los prepara para ese otro que hace enmudecer, que hace
surgir la inutilidad de toda habla. “Contraescribir es una operación
que me permito practicar.” En la medida en que su arte, por esta
reabsorción de las palabras, hace patentes lo indecible y lo inefable,
atrae sobre sí la dicha de lo hermoso. Pero lo indescriptible no es
únicamente lugar de goce estético, es también presa de una tragedia
cuya revelación tiene lugar en el suefío. Y en el curso de éste, en el
que los hombres permanecen gustosamente como enterrados vivos,
Joé Bousquet nos conduce no como un guía cuyos ojos siguen abiertos
pese a la oscuridad, sino como hombre igualmente perdido, que
avanza con los ojos cerrados por el miedo de su pesadilla.
XI. LA NOVELA “L’ETRANGER”

Le Temps qu ’il fait de Armand Robin y L ’Etranger de Albert


Camus, primeras novelas de dos jóvenes escritores, son un testimonio
perfecto de la diversidad y amplitud de valores que puede abarcar el
género novelístico. El libro de Armand Robin está relacionado con la
poesía no sólo por la presencia de un canto poético, sino por una
transformación del lenguaje que interna, por medio de uniones rítmi­
cas, figuras y una nueva unión de las palabras, una visión inexpresable
del mundo. La novela de Albert Camus está dominada por la prosa,
que no admite imágenes, melodía o invenciones nacidas de las pala­
bras; rechaza toda belleza externa, admitiendo como única metáfora
la historia misma, que ofrece a una idea invisible la oportunidad de
una expresión exacta y conmovedora.
Considerando L ’Etranger desde fuera, parece una obra de la
que se ha apartado toda explicación psicológica, penetrando en el
alma de los personajes sin conocer la naturaleza de sus sentimientos
o de sus pensamientos. Es una obra que borra la noción de sujeto;
todo lo descrito es comprensible inmediatamente de modo objetivo:
giramos en torno a los acontecimientos, al héroe, como si sólo pudié­
ramos verlos desde fuera, como si para conocerlos realmente fuera
necesario el mirarlos en tanto que espectadores, e incluso imaginar
que no hay otro medio de llegar a ellos que este conocimiento extran­
jero. Ni un análisis ni un comentario sobre los dramas que se van cons­
tituyendo y las pasiones que provocan. Intentemos, pues, considerar el
mundo desde el exterior, penetrar en los hombres sin otra referencia
que sus gestos y su existencia; describamos lo que hacen como si ello
tuviese más valor significativo y poder de sugestión que cualquier evo­
cación sentimental por rica que ésta fuese. Y finalmente, intentemos
instalar la tragedia con la necesaria ambigüedad para que lo que ocurra
en el interior parezca responder a lo que se manifiesta exteriormente,
sin que se pueda nunca estar seguro de la correspondencia entre anver­
so y reverso. Todo relato novelesco tiende, por sí mismo, a esta con­
cepción cuyas leyes implican una visión particular del mundo.
Albert Camus lleva aún más lejos el sistema que ha elegido. No
sólo su obra describe a un hombre tal que se le podría conocer, aun­
que no se pudiera saber lo que piensa y siente más que por sus actos,
en consecuencia, tal y como otro podría verlo, sino que incluso es
el héroe mismo el que se describe, se cuenta, mostrándonos sus gestos,
su conducta, su forma de hacer, y no su manera de ser. El relato en
primera persona suele servir para confidencias, monólogos interiores,
interminables descripciones íntimas; Albert Camus lo emplea para
apartar cualquier análisis de los estados de ánimo, cualquier posibi­
lidad de ensoñación y, todavía más, para crear una infranqueable dis­
tancia entre la realidad humana y las formas que revelan los aconte­
cimientos o los hechos. El hombre que cuenta, diciendo Yo, una histo­
ria esencialmente dramática, la más dramática que pueda concebirse,
el que presenta esta historia sin revelar nada de sus verdaderas trans­
formaciones o, en todo caso, revelando sentimientos que por su misma
sencillez aún le alejan más de nosotros, haciéndonoslo todavía más
ajeno que si no dijese nada, tiende a una objetividad insuperable. Es,
en relación a sí mismo, como otro que le observara y hablase de él.
Sus actos le absorben por completo. Es totalmente exterior a sí; su
única vida interior son los impulsos más externos de la sensibilidad.
Es mucho más él mismo cuando piensa menos, cuando siente menos,
cuando tiene menos intimidad consigo mismo.
El arte de Albert Camus reside en haber logrado unir esta forma
con un modo Gífáncial del ser humano, y haber obtenido de ambos
un relato que ofrece una imagen de la fatalidad. El empleadillo que
intenta entrar en contacto con nosotros acaba de perder a su madre,
que vivía en un asilo y a la que apenas visitaba; la anciana estaba
acostumbrada a la soledad; vivía con gentes de su edad, ¿por qué
razón su hijo hubiese tenido que llevarla a vivir con él? El velatorio
transcurre en las condiciones de incomodidad y malestar propias
de ese tipo de actos. El joven desea que termine pronto, no sabe
qué hacer entre tanto extraño, fuma, bebe una taza de café, da unas
cabezadas. No piensa mucho en su madre, aunque a decir verdad, no
piensa. Los pequeños detalles del momento son suficientes para absor­
berle. Tras el entierro, su vida vuelve a ser la misma; vuelve a la ofi­
cina, va a ver un film cómico, se baña en la piscina, pasa la noche
con una nueva amante; inicia una amistad con un vecino de escalera.
Todo esto, visto desde fuera, presenta una sucesión perfectamente
natural, inherente a una cadena insignificante de hechos. Y esta
serie, por la acción de otro acontecimiento fortuito, adquirirá la
apariencia de un encadenamiento fatal e irremediable.
Un domingo, invitado por un vecino a una playa cercana a Argel,
se ve mezclado en una pelea; hay un intercambio de golpes, su amigo
resulta herido en un brazo. El incidente parece sin importancia. El
empleadillo vuelve a la playa, se pasea, indiferente y tranquilo, domi­
nado por el sol. De repente descubre, tumbado eri una roca, al árabe
que ha provocado la pelea, sostiene en la mano un cuchillo; él también
lleva un arma, el revolver que le ha quitado a su amigo para evitar un
crimen. El sol, en toda la escena, es abrasador; el aire es de fuego; el
sudor le resbala por las mejillas, le empaña la vista haciéndole insopor­
table el resplandor del cuchillo expuesto a la luz. Dispara una vez,
cuatro más sobre el cuerpo ya inerte. “Con cuatro golpes breves
-dice - llamé a la puerta de la desgracia.” Aparece así un aconteci­
miento serio, grave, que, nacido de nada, cambiará probablemente su
destino. Sin embargo, a primera vista, este incidente parece más desa­
gradable que trágico; se ha cometido un asesinato, pero todo parece
disculparlo; el desarrollo del juicio debería ser trivial, insignificante,
como el resto de la historia. Pero, en relación a él, todos los hechos
nimios de días precedentes cobran una extraordinaria significación. La
aparente insensibilidad del joven, su indiferencia ante el cadáver de
su madre, su inconsciente conducta se convierten, a los ojos del juez
{de quien ha rechazado el sistema habitual de resolución) en pruebas
ae una profunda culpabilidad, expresión de una inclinación hacia el
crimen que exige el máximo castigo. El abogado le defiende torpe­
mente, El fiscal da del asunto una versión tan minuciosa, tan verosí­
mil, que ni el acusado puede sustraerse a su influjo. Es condenado a
muerte.
¿Quién es este empleadillo, de tan trivial comportamiento, brus­
camente arrastrado por la fatalidad de sus insignificantes actos a un
destino tan espantoso? En cierto modo, es la imagen misma de la reali­
dad humana despojada de cualquier convención psicológica, abordada
por medio de una descripción puramente externa, privada de todas
las falsas explicaciones subjetivas. Es la ausencia profunda, el abismo
en el que tal vez no hay nada, o tal vez está todo; abismo que conlleva
todo espectáculo humano. Durante el velatorio y el entierro de su
madre no llora, apenas habla, no manifiesta ningún sentimiento. ¿Sig­
nifica esto que es un mal hijo, un cínico sin vergüenza ni sensibilidad?
No, su modo profundo de sensibilidad es el no sentir; siente con
aquello que está por encima de cualquier forma expresablc de sensi­
bilidad, lo que rechaza las formas impuras, engañosas, adaptadas al
uso de la sociedad y de la vida práctica. En el momento en que va a
disparar sobre el árabe no hay en él ni sombra de una idea, ni un pro­
yecto, está en su pleno vacío, no está en modo alguno ligado al pasado
de este asunto o a su posible futuro: se halla por entero en la resta­
llante luz que le abrasa, que le hace encontrar molesto el resplandor
de una hoja al sol, que le hace disparar. “ ¿Por qué ha matado a ese
árabe?” , le pregunta el tribunal; y responde “rápidamente, mezclan­
do un poco las palabras, dándose cuenta de su ridículo” , que es por
culpa del sol. Aquí aparece también el porqué la sociedad condena; lo
hace, no a causa de su asesinato, que podría disculparse, ni por su
pretendida insensibilidad, fácil de ocultar con interpretaciones favo­
rables, sino por la ausencia fundamental que revela por su presencia
total hasta en sus gestos más sencillos, más elementales, por esta
ausencia de pensamiento y de vida subjetiva que hace de él un extra­
ño. La sociedad no tolera el que se revele, con tanta ingenuidad, con
una especie de inconsciencia que la consterna, que lo verdadero, ei
modo constante de pensar del hombre es un “No pienso” , “No
tengo nada en que pensar” , “No tengo nada que decir” . No soporta el
que se ahogue de este modo la fuente de los elevados sentimientos en
los que se autocomplace: la nobleza, el pudor, el amor filial; y mucho
menos el que se pueda vivir con una total indiferencia hacia el pasado
y el futuro, sin un plan preconcebido, sin hacer el menor caso al orden
que ella encama. Ser juguete del azar es un crimen en la vida en socie­
dad. En ella, el azar deviene destino.
Albert Gamus no se ha contentado con dar a su historia esta
sombra invisible que la mirada adivina, también desea expresar su
sentido de una forma más clara y directa. En la última parte de su
libro, cuando iyíj condenado intenta en vano escapar a lo irremediable,
le hace descubrir la profunda verdad de esta fatalidad, al oponerle con
un sacerdote que, inútilmente, intenta llevarle su consuelo. Efectiva­
mente, no hay ningún punto en común entre un sistema religioso basa­
do esencialmente en la salvación, la vida en el más allá, el ideal fuera
del tiempo, y la conducta de este hombre, enteramente expresada en
cada instante, ajena a toda finalidad, que rechaza el proyecto incluso
en la acción misma. El condenado, después de haber creído que se
hundía, bajo el peso de su trágico castigo, toda la razón de su vida, que
era vivir, se da cuenta de la razón de su condena, no muy distinta de
la de los otros. Cada uno se condena por que la vida que cree escoger,
el destino que se intenta abarcar, no son nada ante los ojos del único
destino que escoge a cada persona. Pero esta persona es, por otra
parte, privilegiada, lo cual expresa la justificación final que la pone
de acuerdo con sus actos, recompensándola por no haber eludido
nada, ni dejado nada para más tarde, devolviéndole su parentesco
con el mundo incognoscible.
Esta conclusión, de imperioso sentido, que descubre las verda­
deras perspectivas del libro, sólo tiene un defecto: el de aparecer
en él. Se observa un cambio de tono bastante molesto entre la obje­
tividad casi absoluta del relato, que constituye su verdad profunda, y
las últimas páginas, en las que el extranjero expresa lo que piensa y
siente respecto a la vida y a la muerte. Cuanto más se cierne el destino
sobre él, más debería aumentar su sobriedad, su mutismo, su “No
pienso, no digo nada” . La fatalidad que le abruma por que no puede
explicarse no sería capaz, a medida que le va aplastando, separarlo de
su silencio. Vienen a la memoria las admirables escenas de algunos libros
de Faulkner, por ejemplo, de Santuario, en el que la justicia es también
instrumento de una espantosa fatalidad. ¡Qué ausencia!, y, tanto en las
víctimas como en los actores del drama, ¡qué laconismo! Las quejas, los
gritos de odio, la locura, sólo se expresan mediante el hecho de que no
lo hacen, sólo un ligero temblor de los cuerpos, un incomprensible
entorpecimiento de la consciencia. La desgracia hace enmudecer a esa
voz explicatoria que pone las cosas en su punto, deduciendo de ella
una lección accesible al habla. Si se deseara aclarar el malestar que
entorpece la segunda parte de L ’Etranger, se comprobará que el
-.-ngranaje, el procedimiento, la puesta en escena del proceso, son, en
ocasiones, totalmente fácticos; la fatalidad parece creada completa­
mente por la sociedad, y ésta, mezcla de hipocresía y temor, ideales
y órdenes, someta a un juicio arbitrario a un cierto tipo de hombre
cuya ingenuidad desconoce su orden. En realidad, el héroe de Albert
Camus no significa únicamente esa oposición, demasiado fácil, entre
realidad humana y realidad social. Su extrañamiento no es el carac­
terístico de un individuo que se siente ajeno a las convenciones y a las
Wes; sino que representa el sentido que adquiere la existencia cuando
v la observa desde la exterioridad de los modos de pensar y sentir que
el empleo de las palabras hace explícito. Es esa originalidad esencial
que se afirma enteramente en el presente y, cambiando todo azar en
destino, choca con el mundo, las cosas y la sociedad como contra un
no se sabe qué imposible, pero natural e inexorable.
XII. EL ANGEL DE LO EXTRAÑO

El breve ensayo que André Gide dedica a Henri Micbaux, y que


conserva la forma de conferencia, como en un primer momento debió
ser, se lee con gran placer; esta conferencia no se pudo llevar acabo,
pero el folleto sigue teniendo vigencia. Las circunstancias que han
llevado al texto a su verdadero destino, que su autor reservaba al
placer de unos pocos, durante un breve tiempo, permanecerá, gracias
a su nueva forma, pese a él.
El título: Découvrons Henri Michaux, podría originar algún
malentendido, ya que Henri Michaux está lejos de ser ignorado; si bien
su reputación no es de las fundamentadas en la facilidad de lectura o
en el gusto de la mayoría, está avalada desde hace largos años por
cinco o seis obras cuya valía no depende de la aceptación del sector
mayoritario del público. La influencia de un arte es, a menudo, total­
mente ajena al conocimiento que se tiene de él, incluso a la origina­
lidad que se le pueda atribuir. En una época pueden existir algunos
versos, algunas páginas ignoradas por casi todos, pero que ejercen una
influencia de la que nadie es consciente, recibiéndola sin descubrir su
origen; propagándola, al mismo tiempo que se la ignora. Cuando, al
fin, se advierte su origen, se le rechaza inmediatamente, ya que da la
impresión de que otras muchas obras, más conocidas, presentan los
mismos caracteres y que, en consecuencia, depende de dichas obras.
Esta observación llega demasiado tarde, y la influencia persiste, hasta
llegar a aumetar, gracias a las influencias que se añaden de las otras
obras que se le parecen, que tal vez son su causa, injustamente absor­
bidas por ella.
Naturalmente, es imposible saber si las obras de Henri Michaux
correrán el mismo destino, recibiendo de otras, a las que se pueden
comparar sólo groseramente, un suplemento de fama; o, por el con­
trario, les contagiarán su parte de extrañe/a, de rara fuerza, de teme­
raria singularidad que constituyen su máximo encanto y alimentan
su acción, lo d o lo que se puede investigar actualmente es el sentido
de un arte cuyo carácter auténtico es incontestable, y que es más
conocido de lo que pueda parecer. Dado que pertenece a esa forma
de creación que representa una ruptura, al menos aparente, el mo­
mento parece favorable para recomendar su conocimiento, para
desenmascarar las oscuras verdades y las bellezas ocultas, cuyas
fórmulas ha compuesto el autor. La expresión de André Gide: “Descu­
bramos a Henri Michaux” es exacta, pues se trata de restituir un arte
insólito a los valores más corrientes, lo que permitirá tomar clara
conciencia de la obra, descubrirla, eliminar lo que la oculta y la hace
invisible.
En términos generales, el interés de obras como La nuit remue,
Voyage en Grande Garabagne, o Plume, se debe a un cierto sentido
extraño, a una alianza con singulares figuras, al acceso que abren
a mundos totalmente distintos del nuestro. Tal ambición no es nueva,
se halla en el origen mismo de la literatura, y ha originado, de un siglo
a esta parte, unas cuantas obras maestras, cuya influencia ha revolu­
cionado las perspectivas literarias. No tenemos bastante espacio como
para citar las corrientes nacidas de estos intentos, ni para nombrar
siquiera los nombres que las ilustran. Si fuera posible dedicarse a una
investigación de este tipo, se vería que la mayor parte de los escri­
tores dedicados a la búsqueda de lo extraño han sido, ante todo, per­
fectos conocedores de lo natural. Obsesionados por la idea de con­
vertir en cosa corriente lo insólito, y en real lo imaginario, se esfor­
zaron, por los más diversos medios, en dar un riguroso carácter de
verosimilitud, o mejor, una auténtica fuerza de necesidad, a inven­
ciones delirante^ increíbles. Buscaron aquello que, por su misma
naturaleza, sólo podía despertar rechazo o disgusto, para convertirlo,
gracias a los recursos del arte, en objeto capaz de suscitar adhesión.
Sus preocupaciones les llevaron a reflexionar eficazmente sobre el
sentido que podía tener, en literatura, la ley de la necesidad, contri­
buyendo notablemente a destruir las convenciones habituales que
hacían del orden literario una simple copia del orden aparente de las
cosas.
Mientras que los autores, cuya preocupación es expresar el mundo
habitual de todos los días, creen que sus obras son necesarias en la
medida en que imitan minuciosamente su objeto, los escritores de lo
increíble, de lo absurdo, de lo ficticio, saben que la necesidad, la vero­
similitud, lo natural, se originan de un ordenamiento totalmente
interior, del empleo de recursos puramente literarios, de una creación
cuyas claves se hallar!, en las capacidades del lenguaje. De este modo,
han ayudado a liberar ai arte de la esclavitud del naturalismo y de la
psicología, no sólo porque se han dedicado a temas muy alejados de
la observación inmediata, sino, sobre todo, por que han obligado ala
obra literaria a constituirse según sus propias leyes, a ordenarse según
sus convenciones específicas, a exigir su consistencia a partir de una
forma indestructible.
Edgar A. Poe consagró al problema de la necesidad en literatura
un análisis tan completo que sus resultados se han podido utilizar
tanto en el orden poético como en el novelístico; su método es el
origen, simultáneamente, del cuento fantástico y del poema sim­
bólico moderno. También es sabido el hecho de que, en su construc­
ción de lo imaginario, recurrió con frecuencia a un doble orden de
medios, a causa de su preocupación por hallar, por una parte, en
efectos de una rareza absoluta, de insostenible inverosimilitud, causas
perfectamente corrientes y vulgares, naturales; y, por otra parte,
mediante el empleo de un arte verbal extraordinariamente eficaz,
asombrar, encantar, someter a los lectores a la influencia de una convic­
ción increíble e irresistible. De esta forma, a cada una de sus invenciones,
aportó un doble fundamento, obligando al lector a aceptarlas tanto
porque tenían una explicación natural como porque contagiaban,
en pleno vértigo, el sentimiento de lo excepcional. Los cuentos fan­
tásticos deben imponerse como verdaderos y como inverosímiles;
obedecen y escapan a la ley.
Otros grandes escritores han examinado, igualmente, este proble­
ma de las relaciones entre lo natural y lo increíble. Unos alargan la
descripción de las cosas triviales, de los acontecimientos ordinarios,
acostumbrando al lector a seguir caminos ya abiertos, sendas sin peli­
gro hasta que, por una revelación, por un golpe de efecto, le descu­
bren que ese mundo tan verosímil, tan tranquilo, tan conforme a
las normas, es en realidad un mundo de desesperación, entregado al
desorden y la extravagancia. Otros, llevando la imaginación hasta un
mundo totalmente ajeno al nuestro, mundo de lo falso y lo absurdo,
mantienen contacto con lo natural, aplicando a esta red de azares las
leyes de la lógica y de la coherencia. Nada provoca con mayor inten­
sidad el sentimiento de vértigo que una mezcla de método y maravilla,
una combinación de rigor y rareza, esfuerzo supremo de la lógica por
abarcar lo absurdo. El mayor grado de patetismo se halla en el escán­
dalo que la inteligencia realiza consigo misma cuando imita en todo
lo posible sus propios medios, parodiando con la mayor seriedad lo
que es y lo que puede.
En los casos mencionados, el escritor no renuncia a tender lazos
entre lo extraordinario y la realidad de la vida corriente. Sabemos que
podemos pasar del uno a la otra, y conservamos, en medio de las tinie­
blas, el recuerdo del día, que parece no ser más que su aspecto favo­
rable; este universo, en el que no estamos, es, sin embargo, el nuestro.
La preocupación de Henri Michaux es muy distinta en sus obras más
significativas, sobre todo m A u paysde la magie, o Voyage en Grande
Garabagne, nos encontramos con una completa voluntad de extravío
y una inventiva que no justifican comparación alguna, intención algu­
na de inteligibilidad. El autor visita extraños pueblos: los emanglons,
los omobuls, los ourgouilles, de los que describe con precisión costum­
bres, flora y fauna de una rareza totalmente gratuita. Como advierte
Gide, sus viajes son diferentes por completo de los de Swift, o de las
imaginaciones de Butler; aquí no se trata ni de instruirnos, ni de edi­
ficamos, ni siquiera de maravillamos; tampoco de hacernos caer en
una trampa en la que, una vez presos, nos daríamos cuenta, llenos de
malestar, de que seguimos en nuestro mundo. De hecho, si tal trampa
existe, es la misma ausencia de tal; nos engañamos por la aparente
significación que los relatos nos ofrecen, creemos que su objetivo
es aclarar nuestra propia extrañeza por medio de su singularidad, y
buscamos apasionadamente todo lo que pueda cuadrar con esta idea.
Pero es en vano. La clave de esta rareza es que no tiene sentido para
nosotros, que no cuadra con nada.
Semejante intención, contrariamente a lo que podría creerse, no
implica para el autor que la acepta ninguna tentación de facilidad,
sino que supone un control total de su arte, un gran equilibrio de in­
vención, una imaginación que trabaje sin cesar contra sí misma. ¿Cuál
es el origen de esta imaginación? ¿Qué idea dominante puede darle
una estructura, imponerle una forma? ¿Cómo interesar al lector
en un relato que¡( no le interesa? ¿Qué recursos emplear para despertar
su curiosidad, la ansiedad, incluso la angustia hacia seres que no le
significan nada, en los que nada reconoce de sí mismo, cuyos senti­
mientos escapan a toda representación? No pretendemos que Henri
Michaux haya llevado la paradoja hasta su último extremo; sólo oca­
sionalmente se ha sentido tentado por el espejismo de la pura inven­
ción, y las tentativas que ha llevado a cabo le han conducido a inten­
tos de lenguaje enteramente ficticios, en los que ha querido expresar,
con palabras que no son a la medida del hombre, una historia que
debe permanecerle ajena. Pero incluso cuando seres bastante cercanos
a nosotros, de reacciones no impensables, circulan por sus relatos,
llega siempre un momento en el que se internan en una región que
escapa a cualquier interés humano, en la que atrapados en alguna
^ventura de una extrañeza totalmente gratuita, hacen que, intelectual-
mente, choquemos con ei vacío, contagiándonos del sentimiento de la
nada, del que, por azar, han sido encargados de mostrar su im po­
sible imagen.,
Esta es, al parecer, la principal originalidad de Henri Michaux,
quien, tanto en sus poemas corno en sus relatos, cortos o largos, ha
sabido mezclar de todas las formas posibles, lo real y lo imaginario;
junto con la ambición de aislar lo imaginario y, al margen de cual­
quier referencia al destino humano, expresar su misteriosa poesía.
De este proyecto han nacido obras en las que casi todo elemento
patético es excluido, desgarradas por un humor desesperado, bufo­
nadas cuyo sentido no puede ser descubierto. El empleo de un lengua­
je voluntariamente trivial, la búsqueda de una sintaxis sin belleza
propia, que cae constantemente por el peso de sus propias invencio­
nes, son elementos que señalan el carácter frívolo de estas ensoña­
ciones sin posibilidad alguna de justificación. Todo está claro en este
mundo de extravagancia. Todo, en cierto modo, tiene explicación;
pero la razón de ser, en relación a nosotros mismos, está oculta.
Estas ficciones, que podemos comprender, no han sido escritas para
nosotros. De aquí surge la idea de un misterio carente de enigma,
de un nuevo género fantástico sin objetivo, más dotado que cual­
quier otro para extraviar al hombre, para darle una profunda imagen
del caos, del malestar que le embargaría si fuese capaz.de mantener
el pensamiento de un mundo en el que no exitiría.
XIII. CHAMINADOUR

Es sabido el carácter de los relatos de Jouhandeau; quien penetra


en ellos sin precauciones, lector sin pasaporte, no sospecha el terrible
viaje que va a realizar: descubre una naturaleza sencilla, como rebo­
sante de realidad, que cree cándidamente reconocer; tropieza con
hombres que le parecen de su misma especie, oye un lenguaje lleno
de sonidos humanos. Es un delicioso paseo. ¿Quién podría impe­
dirle seguir con toda tranquilidad por esta pendiente que el autor
ha construido? Así, el imprudente se interna cada vez más en un.
sospechoso mundo, en el que termina por perderse. Aquellos seres
que se le parecían y que, horriblemente, siguen pareciéndosele, ex­
hiben en lo más profundo de sí mismos una monstruosidad natu­
ral, incomprensible. Sin que apenas nada haya cambiado en el as­
pecto, en el decorado o en la forma del relato, un sentimiento de
fundamental extravío, de horror sagrado, lo arrojan furiosamente
hacia demonios y dioses invisibles. El símbolo, largamente conte­
nido, estalla; en ese mismo momento, una luz fulgurante convive
con una impenetrable oscuridad. F,1 lector serio piensa que ya sólo
falta perecer.
Aunque, generalmente, la comparación entre dos escritores no
sea más que un intercambio de enigmas, es difícil evitar en este
caso la evocación de Edgar A. Poe. En ambos, sobre todo en Jou­
handeau, la turbación que se plantea al ser parece desmesurada res­
pecto a las causas que la producen. El miedo, el espanto son pálidos
apelativos de una emoción que cuestiona la existencia misma. El
cuerpo, antes que el alma, es presa de un terror intelectual. Una
inexplicable extrafieza aparece, como una cuña, entre nuestra vida
y nuestro pensamiento. El que la casa Usher se hunda tras una intri­
ga en la que la vida nos parece irremediablemente comprometida
a cama de la muerte, cuyo aspecto ha tomado; o que cualquier per-
sonaje de Saladier, tan majestuoso, se descomponga repentinamente
ante nuestros ojos, se vacíe y aniquile en el inmundo malentendido
que le acechaba, son hechos que responden a una misma tentativa de
precipitar al lector ansioso de imágenes inquietantes, al abismo de
la abstracción. Igual que la sombra filosófica de Godeau parece
mesurar su propia realidad con cada figura, cada historia extra­
ordinaria de Poe deja oír, en una modulación más o menos lejana,
los murmullos del Colloque entre Monos et Una. La poesía y el drama
nos conducen a la poesía y al drama de La Idea.
El arte de Jouhandeau reside en hacer no sólo patética, sino
también asfixiante, esta ascensión del símbolo. La vida de sus per­
sonajes insinúa, como una árida llama, el sentido que deben reve­
lar. Tan sencillos, tan reales al principio, se encuentran brusca­
mente ante el mito, que se apodera de ellos, imponiéndoles sus propias
alteraciones, devorándolos en una lucha que nunca termina. Es la
mayor tragedia; se les ve cambiar de aspecto, de ser, y seguir siendo
ellos mismos, cual leño incombustible. Incluso cuando se han vuelto
abstractos, violentamente expulsados de cualquier verosimilitud,
dramáticamente situados en el vacío, siguen llevando una vida des­
enfrenada. Como antes escapaban, pese a sus formas concretas, a
nuestras miradas, ahora escapan a nuestro entendimiento, que cree
captar ora un monstruo, ora una metamorfosis de Dios, y termina,
horrorizado, por captarse a sí mismo. De círculo en círculo, de esfera
en esfera, la huida hacia lo absoluto prosigue sin que sea posible
presentir qué figura nos quedará finalmente. Cada personaje guarda
hasta el final el secreto de su símbolo. A la manera del abad Diver-
neresse, muerto en el momento mismo en que su obispo le iba a
excomulgar, ^¡.al que el tren lleva, beato cadáver, hasta la ciudad
en la que será venerado, no aparece nadie que, por alguna transmu­
tación suprema, no pueda pasar de una significación a otra más in­
comprensible y verdadera.
# * *

Estudiando L ’Arbre de vésages, tercer libro dedicado a Chami-


nadour, se observa que el autor ya había descrito mucho antes el
lugar en que se desarrollaban los hechos. La mayoría de los personajes
aluden a él; se le cita constantemente. No puede separarse de esa
ciudad de ensueño, tal y como la conciben su memoria, su familiari­
dad creadora, sus pasiones. El más breve de los relatos, un apunte
de dos líneas, o una interminable novela, terminan siempre por de­
volverle a esa ciudad habitada por sus héroes, en la que se pasea
como por su reino, cuyos misterios lo llenan de una voluptuosa
violencia, de inocencia impura, de perversa virtud. En ella alimenta
sus pasiones, para después observarlas en este refugio donde no
pueden menos que acrecentarse y hacerse fatales, fingiendo enton­
ces el escalofrío, la vergüenza o el amor que hasta el momento ca­
recían de objeto.
Jouhandeau está familiarizado con todos los géneros; ha escrito
con Godeau una larguísima novela de gran importancia, en la que
ol alma se devora, se pierde entre agotadores símbolos, señalando
todas las etapas de una implacable tragedia espiritual. Cualquiera
que sea el género que escoge, novela, relato, crónica, obra de abs­
tracción, la forma a la que siempre tiende es una mezcla que abarca
todos estos géneros y que, en un aparente desorden, consigue impo­
ner la presencia de un plan insospechable, profundamente meditado.
L ’Arbre des visages es una colección de hechos triviales, siluetas,
pensamientos en el aire, fábulas, incluso simples bromas; suscep­
tibles de ser leídos sin preocuparse por su orden; se pasan las páginas
y sólo se observa la diversidad de un relato sin uniformidad ni con­
tinuidad. Los personajes aparecen y desaparecen, como llevados
por el astro que habitan, que misteriosamente gira alrededor de nues­
tro mundo. Se desvanecen, vuelven. Están allá sin que se sepa muy
bien el motivo; luego, ya no están, porque la cadena de los planetas
los arrastra consigo. Llega a pensarse que nunca se les ha visto,
grave error, puesto que ya han expresado sus propósitos y su figura
ha sido descrita. De igual manera, se cree reconocerles, cuando en
realidad están apareciendo por primera vez en el horizonte, impreg­
nados del misterio que les da esa falsa similitud, profundamente
oculta en la analogía que los va descubriendo. ¿Cómo podría expli­
carse el que estos movimientos, tan minuciosamente sincronizados
como los de un reloj, sólo obedecen al azar? ¿Cómo pensar que este
manejo, perfecta imitación del desorden, pueda depender de un
orden, orden al que está transcribiendo?
Siempre hay, en Jouhandeau, un momento en el que el relato
traiciona su apariencia y, tras un acercamiento a una realidad tran­
quilizadora, familiar, se precipita bruscamente en el abismo. Sus
cuentos, sus retratos ofrecen en primer lugar la única atracción de un
realismo que no excede a la observación. Sólo nos dice lo que ve,
que parece confundirse con lo que cualquiera puede observar. El
mundo donde nos introduce permite avanzar a su mismo nivel, se
ven claramente los caminos, se está a gusto en él, es posible m o­
verse con plena ¡seguridad. De repente, todo cambia. Los mismos
personajes de antes son arrastrados por una espantosa tragedia en la
que se manifiestan aún más extraños por habernos sido tan fami­
liares; son presa de una pasión que los transforma, cediendo a un
vértigo en el que penetran, libres de su anterior apariencia y, sin
embargo, expresados por ella. Nos perdemos en ese mundo tan tran­
quilo al que nos habían llevado, pero buscamos en vano la salida,
ensordecidos por el estruendo de la catástrofe, fascinados por su
certidumbre. ¿Cómo escapar de este sueño perverso? Está en nos­
otros.
Bajo el título de On se voit deux fois, Jouhandeau narra la his­
toria del organista Magnanimus, quien durante los dos tercios de
su vida, fascina a todo el mundo por su elegancia, refinamiento
y el brillo de su inteligencia. Vivía en un sublime sueño. Era mag­
nífico e inaccesible; apenas le afectaba el resto de la humanidad.
En la vejez, cae en lo más bajo de la degradación física y moral,
llegando a un estado por el que sólo se podía sentir piedad y ver­
güenza. “Ahora -dice Jouhandeau- intento imaginamre a Dios
ante el alma de Magnin, y al alma de Magnin ante Dios. El, el Eter­
no, nunca separó la Elegancia originaria de la Abyección final de
Magnanimus, los abarcó siempre con una sola mirada, iluminando
lo uno con lo otro, justificando, traduciendo y explicando cada
uno de los dos aspectos por medio del otro; dando ambos todo el
valor del arte de este hombre, incluso su propio sentido.” Del mismo
modo aparecen los personajes de Jouhandeau ante el autor. Cuando
se les sorprende en alguna escena breve, se sabe que se ven por dos
veces, y que en el colmo del esplendor se contemplan a sí mismos
en el colmo de la miseria, poniendo toda su perversidad en resplan­
decer con mayor luz en la pobreza de la que están hechos, no en
la magnificencia de la que se hallan revestidos. Estos miserables,
estos obsesos1 , estos hombres devastados por sus virtudes, atravie­
san los relatos de los que son ilustración como presos de una transfi­
guración sublime, escoltados por un clamor de alabanzas, como si
fueran, por la trágica tensión en la que viven, capaces de una pureza
que miden tanto sus vicios como sus virtudes.
Una característica del mundo de Chaminadour es el que sus
habitantes sean tan humildes como los de cualquier aldea, humildad
que es reflejo de una dignidad de ambiguo sentido. Los ancianos
Binche son panaderos, Héliodore es carnicero, los Iiyacinthe tienen
una taberna, Nathalie es lavandera; estados que nada tienen de ficticio,
hasta el punto de que pocas veces unos personajes han estado tan
insertos en la realidad de un oficio; pero, en menos ocasiones aún,
han hallado en esos trabajos comentes y vulgares el recuso a una
extrañeza, que los arroja a un universo distinto. Aquí aparece una de
las astucias de Jouhandeau: lo que acerca el mundo a nosotros es
también lo que nos lo aleja definitivamente .La familiaridad de las
situaciones, normas, costumbíes, es el pimcipio misino ciel extravio,
se llega a lo extraordinario profundizando de un modo angustioso
en la banalidad. De igual manera, los habitantes de Chaminadour
hacen coincidir en ellos mismos las más sencillas formas de vida con
las más increíbles; ya sea por su aspecto, o por sus pensamientos
por los auténticos rasgos de su carácter, pertenecen a un universo
al que no ilumina únicamente la simple luz del sol, sin una luz oscura,
espléndida, formada por la belleza o ignominia de su alma. Precisa­
mente, la palabra “alma” tiene un sentido muy profundo para ellos,
sentido que da cuenta del aspecto inquietante de sus virtudes, de lo
noble de sus bajezas, sustrayéndoles a la medida habitual de los
sentimientos y haciéndoles vivir no en un ambiente psicológico
pintoresco y animado, sino en la trágica anomalía de un mundo moral.
Chaminadour es la ciudad del alma, d alma majestuosa, enigmática,
fabulosa, en la que todos los paisajes son interiores, cuyos cami­
nos se entrecruzan como vías inextricables que llevan a solemnes
perspectivas ; único lugar en el mundo por el que pasa “la escala de
Jacob, implantada en el infierno y que se va elevando, de astro en
astro, hasta el Eterno” .
Posiblemente sea el personaje de Elise el que mejor nos hace con­
cebir lo extraño de la mirada de Jouhandeau. Parece que no pueda
acercarse a un ser que le es infinitamente cercano —su mujer— más
que por mediación de un ser ficticio que le sea semejante (o deseme­
jante). Para él, ver es un acto complejo que amenaza su carácter di­
recto, espontáneo; sólo ve bien lo que está presente haciéndolo ausen­
te, o captándolo por medio de una imagen que lo haga aparecer como
imaginario. Disfraza con un ropaje tejido por él mismo lo que ha deci­
dido mirar, distinguiendo de esta manera su desnudez con mayor pre­
cisión. Introduce como tercero, en la pareja que forma con otra, un
personaje formado a imagen y semejanza de ésta, pero que luego se
va imponiendo de tal forma que él mismo comienza a convertirse en
un extraño y, a medida que se aleja, le muestra la proximidad de su
naturaleza, la realidad de sus relaciones. El ser real se siente invitado,
en la vida misma, a convertirse en el legendario doble que se realizará
en la obra escrita; por su parte, el personaje que ha tomado cuerpo en
lin libro, debe tener en cuenta la metamorfosis que bajo su influencia
lia sufrido el modelo que le dio origen. Ambos rostros no cesan de
nirarse para ir configurándose mutuamente; incluso si la figura viva
considera horrible el retrato que le muestra ese espejo, se siente atraí­
da por el secreto de una semejanza que va tomando forma a medida
que 3a pone en cuestión y, bajo la presión del creador, el rostro irreal
y el verdadero se acercan hasta confundirse en una cruel identidad.
“Se ha convertido en Véronique -dice Godeau- ahora es más ‘ella
misma’ que si fuese sí misma. Le he impuesto su alma.” Todos los
personajes pueden decir lo mismo de su modelo; y en primer lugar,
Godeau del propio Jouhandeau.
Tales relaciones entre la obra escrita y el mundo nos recuerdan los
clásicos ejemplos del romanticismo alemán. La obra no es completa­
mente independiente, sólo adquiere su pleno valor cuando penetra en
la realidad que expresa, dejándola entrar en su propio molde, mante­
niendo ambas relaciones de carácter mágico. El escritor no realiza su
obra de un modo desinteresado, con objeto de enriquecer la literatura
con notables retratos; como mínimo, cuando siente la necesidad de es­
cribir, es para transformar su vida, dando a los que forman parte de
ella —y a sí mismo - el sentido que les proporcionará su reflejo, su
simulacro literario, esa especie de extraña careta que los hace más ver­
daderos de lo que en realidad son. Escribir es una meditación, y hacer­
lo formando personajes a imágen de uno mismo es una experiencia
que precisa ser peligrosa para tener alguna autenticidad. La autentici­
dad de los personajes es, desde una cierta perspectiva, inestimable,
¿Elise es Elise?, ¿Véronique es Véronique?, ¿Godeau es Joundeau?,
¿el escritor halla su verdad en una mentira absoluta?, ¿el telón tras el
que se oculta le esconde para siempre lo que su mirada cree apercibir,
o por el contrario, le obliga a una nitidez que le colma de revelaciones
inesperadas?
Estas pregundas no precisan respuesta, su interés reside en que in­
troducen en el seno de la creación literaria una referencia a la verdad
y a su trascendencia, pudiéndose añadir que los seres imaginarios que
Jouhandeau deduce de los seres reales, para verlos mejor, o para
librarse de ellos son, a sus ojos su versión mítica; representan su parte
de lo desconocido, su proyección en lo invisible, ayudando a precisar
su secreto e interpretándolo según el misterio que hay en su misma
naturaleza. No hay nada de psicológico en sus retratos (por lo menos,
sus mejores páginas, ignoran cualquier verdad analítica). Lo impor­
tante no es lo que se sabe de ellos, sino lo que excede al saber; lo que,
más allá del mundo visible en el que a veces actúan con sencillez, otras
de una manera extraña, hace de ellos testigos de universo enigmático,
ignorantes dueños de un imperio incognoscible, clandestinos visitantes
de los abismos. A través del intersticio que descubre en los seres, Jou­
handeau contempla los abismos y las cimas, la gloria y la miseria de
un reino que no es el de lo desconocido, ya que lo identifica con el
infierno, aunque éste no sea a menudo, para él, más que un símbolo
de lo excesivo, concibiendo su admiración por el Mal como el último
respiro antes de llegar a los confines de una oscuridad sin memoria.
El que haya descrito con predilección a seres que parecen, a una mira­
da poco atenta, absolutamente monstruosos; o que haya transformado
a su ciudad natal, Guéret, en la fabulosa de Chaminadour en donde
la más habitual de las existencias desemboca en lo horrible, no se debe
a la fatalidad de una sombría imaginación, sino al hecho de haber bus­
cado el sentido de las cosas en lo desconocido a que están unidas. Las
imágenes que lanza al encuentro de los suyos; la red que arroja en
medio de la angustia, convencido eternamente de que su presa será
el vacío, constituyen el negativo de la realidad ordinaria, délo que se
vería si se la mirase desde un punto en el que no se ve nada; ese punto
que, en lo más hondo de su alma, cada uno presiente de sí.
El retrato de Elise tiene la grandeza de las figuras que escapan a
las valoraciones habituales. En algunos aspectos, los dos volúmenes de
Chroniques maritales, reproducen los episodios de una tragedia con­
yugal: la de la intimidad convertida en el mayor extrañamiento; la
convivencia vuelta separación, la opresión de una existencia por otra;
la lenta y terrible asfixia de unos seres que sólo viven juntos para de­
mostrar que únicamente podrían vivir solos; el purgatorio de los re­
proches. el infierno del silencio. Pero de esta denuncia surge, como
una figura espléndida, gloriosa, digna de coronación, la imagen de
aquella contra quien se dirige la acusación. Heroína deslumbradora,
leona que devora lo que ama, demonio que no conoce ni el reposo ni
la piedad, ni el sueño de la satisfacción, pertenece a la raza de los que
Jouhandeau llama “los míos” ; intrépida como ellos, capaz de los más
extraños desafíos, de volverse atroz con tal de seguir siendo ella
misma, y añadiendo a la violencia interior el estallido exterior, la afec­
tación teatral. Ignorante hasta la locura de las inclinaciones del que la
ha desposado, reina en el desorden de su casa, en la que se cree más
libre que en el desierto, formando sus excesos parte de su esplendor,
su ceguera signo de un alma sin parangón. En este combate de Jacob
con el ángel, con el que Jouhandeau ha querido describir todas las ba­
jezas, su arte, incluso en la aspereza con que expresa su lamento ante
su vida escindida, no puede impedir el hacer admirable, casi superior
a él, el tormento que desearía odiar. En este sentido, este libro de re­
proches conyugales es el resumen de toda su obra, adquiriendo su
creación plena dignidad al proponer al hombre un combate, lleno de
horrores y miserias, en el que el Mal no es humillado, ni lo Peor des­
acreditado.
XIV. NOVELA Y MORAL

Jacques Chardonne reunió, hace algunos años, bajo el encantador


título de L ’arnour, c’est beacoup plus que l ’amour, algunas reflexio­
nes sobre la felicidad. Ahora ha realizado una nueva edición de la
obra, y el cuidado con que lo ha hecho demuestra la estima en que la
tiene.
El proyecto del libro hace pensar: Entrado en años dice Jacques
Chardonne en un breve preámbulo— un novelista que ha escrito una
docena de obras empieza a comprender lo que quería decir. He reuni­
do, en un orden que les dará mayor sentido, modificándolas un poco,
una serie de frases de mis obras anteriores. La mayoría de los textos
que integran el librito, están tomados, en efecto, de sus novelas. Se
encuentran muchas observaciones realizadas por personajes singula­
res, expresando sus inclinaciones. Al mismo tiempo, Jacques Char­
donne se atribuye todo lo que había puesto en boca de otros, y da un
sentido absoluto a reflexiones que parecían expresión de un deseo
individual.
¿Qué significado tiene una empresa semejante? Cuando se trata
de un escritor tan reflexivo como Chardonne, no basta con entenderlo
como un proyecto poco ambicioso. Seguramente, no es para revalo-
rizar unas cuantas frases felices sobre el amor y el enigma de la feli­
cidad humana, por lo que ha sacado de sus obras esta nueva que de­
pende enteramente de las anteriores; esta presentación, más metódica,
no tiene el más mínimo aspecto de antología. Por otra parte, un escri­
tor podría sentirse molesto por la idea de realizar él mismo una selec­
ción de fragmentos escogidos basándose en los brillantes despojos de
su obra. Es una tarea más apropiada al torpe celo de los admiradores.
Lo que da que pensar en el intento de Jacques Chardonne es que,
si se le reconoce la seriedad que merece, resulta que aspira nada menos
que a destruir dos o tres de sus propias novelas. El hecho de haber to­
mado de los personajes las reflexiones que expresaban en circunstan­
cias particulares, y proponerlas como verdades generales, implica el
riesgo tanto de hacer inútil la lectura de estos primeros libros, como
de que su empleo se vuelva imposible. Da la sensación de que los seres
de ficción con los que el escritor había soñado anteriormente se
anulan ante esta acción, que les despoja de todo lo que eran; las pers­
pectivas que constituían su vida ya no tienen significado alguno; dejan
de hablar en su propio nombre, puesto que ya no necesitan el que se
les crea para que sus palabras tengan sentido. Su novela es un palim-
sesto en el que algunos pensamientos generales han consumido la ra­
reza y singularidad de sus vidas.
En este trabajo de destrucción, aunque no sea preciso transfor­
marlo en un drama al modo de Pirandello, algo anormal de lo que
Chardonne ha tenido plena consciencia; sabe muy bien que, quitán­
dole a sus novelas los resplandores abstractos que las iluminaban, alte­
ra su carácter. Ha realizado una división que está fuera de su alcance,
se ha dividido contra sí mismo. lia tomado partido. Sin embargo,
cuando escuchemos a sus personajes hablarnos según su propia verdad,
nos será imposible no oír la voz del autor afirmar con ellos: “eso es
cierto” , sacrificándolos, en el mismo momento en que los apoya,
expulsándolos de su propio espejo.
Falta buscar la causa de una transformación tan grave; todo ocu­
rre como si Chardonne se hubiese sentido poco a poco fascinado por
su vocación de moralista. En sus primeras novelas, sólo su arte, de una
rara dulzura abstracta, deja adivinar su afición por ideales verdaderos.
El análisis sigue siendo el método esencial del novelista tradicional.
Más adelante, los personajes toman la costumbre de emplear breves
reflexiones moraj^. para expresar el drama de sus vidas; utilizan sen­
tencias de validez Universal para hacer presentir el carácter incomuni­
cable de sus pensamientos; escogen, para mentirse y engañarse, el
marco de verdades indiscutibles. Podría decirse que, preveyendo su
destino, combaten y ponen en ridículo, secretamente, a esta moral
que, años después se emancipará de ellos, quitándoles toda oportuni­
dad de vida personal. Denuncian con su misma, sinceridad su senti­
miento de universalidad. Sus reflexiones, tan perfectamente amol­
dadas a su destino, se vuelven inutilizables para los hombres en general
y sólo son comunes y generales para ridiculizar el aspecto de auten­
ticidad que poseen.
Tras estos libros de misteriosa belleza, Jacques Chardonne ha es­
crito otros en los que los recuerdos, pensamientos, y comentarios han
ocupado un lugar cada vez más privilegiado. Le Bonheur de Barbe-
zieux, L ’A mour du prochain, Oironique de notre temps, son obras
que hablan armoniosamente de muchas cosas, en las que los oscuros
dramas han cedido el sitio a máximas tranquilas. Chardonne da libre
curso a su deseo de expresar una especie de sabiduría mesurada, hecha
de amargura y confianza, de sumisión a lo arbitrario y aspiraciones al
sentido común. Busca fórmulas que parezcan vacilar entre la paradoja
y la verdad del sentido común, complaciéndose en reflexiones cuya
simplicidad es el colmo del orgullo. Se le advierte convertido en su
propio oráculo, deseoso antes que nada de reinar sobre las violencias
de su espíritu. El mundo en el que se halla sólo acepta la presencia del
personaje en el que se ha convertido.
Puede imaginarse una explicación para este destino de moralista
que le ha llevado a sacrificar los hechos al pensamiento, y las personas
a la verdad. Entre novelista y novelista hay afinidades que aparecen
con frecuencia en nuestra literatura; así, se ha dicho, por ejemplo, que
La Rochefoucauld era un autor de novelas frustrado, o que Vauve-
nargues hubiera podido ser Henry Beyle; afirmaciones que pueden
interpretarse de muchos modos. Lo que se observa en escritores que
poseen naturalmente los dones de perspicacia, amargura y precisión
propios de los moralistas, es que parecen sentirse más libres cuando
emplean formas abstractas que entre observaciones vigiladas por la
psicología. Es como si se liberaran de las ataduras del mundo real
imaginando las intrigas de los seres pensantes. Son dueños absolutos
de las alegorías, deduciendo de palabras como hipocresía, vanidad,
dicha, amor, tragedias abstractas en las que expresan sin preocupación
alguna por la semejanza, su gusto o desprecio por la vida. La moral se
convierte en una mitología, por medio de la que afirman una provo­
cadora toma de postura, el deseo de ver únicamente lo que su pen­
samiento ha elegido. En semejantes condiciones, un novelista se siente
tentado por las puras abstracciones de la moral en la medida en que,
incapaz de crear verdaderos mitos, tampoco es satisfecho por la vida
tal y como la psicología le obliga a captarla; es moralista en tanto que
escritor de inventiva. Su venganza contra la obsesión y el análisis es
el poder de ficción que se otorga entre las sombras de las ideas, algu­
nas de las cuales conservan un poder mortal. En Chardonne se ha se­
ñalado con frecuencia una especie de vacilación entre su gusto por la
observación meticulosa y exterior de las cosas, y una visión pesimista,
completamente ideal, de los hombres; como si hubiese querido satis­
facer su afán por las cosas reales mediante la novela y las inquietudes
de su espíritu amargo por medio de la moral. Si cada vez se ha dedi­
cado más a desarrollar las charadas deslumbrantes de la abstracción,
se debe a que creyó encontrar en este juego una mayor libertad, más
recursos inesperados y más humanidad auténtica (en consecuencia
una proyección más completa de sus sueños) que en las novelas, en
las que sólo era dueño de su relato.
Cuando se lee su librito sobre el amor, hay que volver a una de
sus mejores novelas, Eva, de la que ha tomado gran paite de sus re­
flexiones; inmediatamente se tiene la impresión de que Jacques Char­
donne se ha engañado seriamente a sí mismo. Su novela tiene toda la
fuerza de la rareza, el carácter duro y enigmática que faltan a sus
reflexiones, éstas, devueltas a su lugar original, no son únicamente
fórmulas elegantes, sino elementos de una tragedia fría, inquietante.
Eva es la historia de un hombre que ama a su mujer, que cree ser co­
rrespondido, y que medita sobre su amor y su dicha; hacia el final nos
enteramos de que Eva siempre le ha odiado, de que no es más que
un ser enloquecido y mentiroso. ¿Cuál es la verdad? ¿Cómo puede
este hombre engañarse hasta tal punto? ¿De qué le sirven esas reflexio­
nes tan penetrantes, tan seguras, tan alejadas del mundo? ¿De qué
sirven las nuestras? Un nuevo drama va apareciendo en el lector, un
drama que no es simplemente la tragedia de un hombre incapaz de ver
el aspecto de su infortunio, sino que es también el drama de la psico­
logía misma, de la vana perspicacia. Las meditaciones que parecían
las más agudas, las más adecuadas para ganarnos, están formadas por
la misma trama del error: creemos espontáneamente en lo que nos en­
gaña, y tenemos razón de creer en ello; puesto que no es necesario casi
nada para que la idea, pura y dura, se rompa en mil pedazos o se des­
vanezca en una pálida polvareda.
La moral de Chardonne necesita el encierro en un mundo ficticio,
sólo cobra pleno sentido en una novela. Entonces, ¿en qué consiste
esta moral?, ¿es fruto del delirio, o de pensamientos auténticos, cons­
cientes? Es un espejo en el que sólo se ve lo que se desea; ni siquiera la
duda es absoluta.’ Los hombres viven en un mundo agobiante, irrespi­
rable, inhumano, en el que todo parece acorde con la psicología co­
rriente, aunque, en realidad, sea reino de inexplicables secretos. Tan
pronto leemos, en el habitual lenguaje, los pensamientos humanos y
creemos comprenderlos, como nos hallamos ante lo indescifrable. Y,
sin embargo, es el mismo libro, son los mismos pensamientos, y segui­
mos creyendo que los comprendemos. Psicología y moral terminan
por borrarse en la conclusión que ellas mismas han construido.
“Una novela nunca es una descripción de costumbres —dice uno
de los personajes de Eva—, El autor no conoce a los hombres, el lector
tampoco. Por lo tanto, puede contarlo que quiera.” Mientras que fue
novelista, Chardonne nunca empleó la psicología para describir a sus
personajes, pero sí demostró como estos se servían de ella para descri­
birse a sí mismos, engañarse y complicarlo todo siguiendo sus pasio­
nes; alcanzando de esta manera un mundo infinitamente más profun­
do que el de la psicología. Al renunciar al arte de novelista, ha renun­
ciado igualmente a sus tinieblas cristalizadas. El universo de la magia
abstracta se ha roto, y sólo queda de él el frío y superficial análisis.
El autor se ha convertido en si personaje de su obra, aquel cuyas vanas
meditaciones precisan de un desenlace trágico para adquirir todo su
sentido y profundidad.
XV. EL SECRETO DE MELVILLE

La traducción de Moby Dick merece ilustrar la perspectiva lite­


raria de 1941, año en el que apareció. Jean Giono, a quien no sólo se
le debe la traducción, sino la espectación con la que fue acogida, des­
empeñó, en relación a dicho éxito un papel de inspirador que sería
conveniente precisar. En su libro Pour saluer Melvtíle, además de su
extraordinaria y rara belleza, da ejemplo de lo que son las verdaderas
exigencias de la crítica, dejando entrever uno de los caminos del es­
critor que descubre de repente un mundo prodigioso que no es el
suyo, y llega a ser en cierto modo su autor gracias a la fe con que lo
hace brillar y por el sentido que le da en sí mismo. Giono dice que
antes de iniciar la traducción de Moby Dick, fue durante cinco o seis
años su libro de cabecera. La “estancia” que un escritor se ve obli­
gado a realizar en una obra que puede serle bastante ajena es un fenó­
meno lleno de interés. A Giono, lo que más le atrajo de Moby Dick
fue su carácter absoluto, que le fascinó hasta el punto de desear que
otros sufriesen su irresistible atractivo.
Parece, efectivamente, que lo que hace de Moby Dick una de las
grandes obras de la literatura universal, es el que intenta ser un libro
total, que exprese tanto una experiencia humana como el equivalente
escrito del universo. Es, en cierto modo, uno de esos libros que ayu­
dan a entender la suprema ambición de Mallarmé cuando quería “ele­
var una página a la categoría de cielo estrellado” . La impresión de
desafio al mundo que despiertan estas orgullosas obras no se debe,
obviamente, a sus dimensiones; se siente lo mismo ante los cuentos de
Edgar A. Poe que ante el Ulyses de Joyce, los sonetos de Gérard de
Nerval, o el Maldoror de Lautréamont. Se trata de una manera de es-
cribir que intenta devolver al término “creación” , por una vertiginosa
pretensión, el sentido que tiene en la expresión “creación del mundo”
de un intento por insertar en la trama de la obra, mediante un riguroso
empleo de los valores literarios, las inconcebibles potencias a las que
nos acercamos por mediación de los mitos.
Moby Dick, pertenece a este tipo de libros gracias a los oscuros
sueños que en él se concentran, al secreto de su composición. Melville
lia construido una obra que se puede recorrer a diferentes niveles y
que, cualquiera que sea la profundidad a la que quiera comprendér­
sela, conserva el irónico carácter de enigma, que sólo se revela en las
cuestiones que plantea. Es posible que la interpretación más sencilla
sea la que mejor da cuenta de lo que es, por la misma humildad del
proyecto, o por el intérvalo que mantiene entre el libro aparente y la
verdadera obra. Así, puede muy bien decirse que Moby Dick es un
relato de aventuras, una simple historia de la caza de la ballena, y que
es irrazonable el buscar otra cosa. Tal proposición es un modo proba­
blemente legítimo de discernir su sentido. El libro de Melville tiene
todos los caracteres del relato de aventuras; ofrece los elementos de
atracción, colorido, intriga, personajes, etc., se inicia con un misterio
de escasa profundidad, continúa con secretos cuya única función pa­
rece ser la de provocar nuevas peripecias y, tras vueltas y revueltas que
captan la atención, termina en un inevitable drama en el que todo se
oscurece salvo la razón de ser del libro.
Leído sin otra intención que la del placer, Moby Dick es una obra
completa; el relato de esta extravagante cacería en el curso de la cual
se aprenden todas las formas de la caza de la ballena, sus empleos, los
hombres que se dedican a ella, la pasión que le dedican, nos arrastra
a una aventura en la que nunca perdemos de vista la historia bastante
singular y, sin embargo, natural que lo inspira. Es la historia del capi­
tán del ballenero, Achab, quien en una cacería anterior perdió una
pierna por culpa de una ballena blanca, y que ha conservado desde su
accidente un implacable deseo de venganza. No cejará hasta que no
haya encontrado y vencido a su adversario. La ballena; célebre entre
los cazadores por sus dimensiones, astucia y color, burla la persecu­
ción; es como un espejismo que se intenta alcanzar en vano; provoca
la misma lucha de la que está huyendo en el mismo instante en que, en
el paroxismo de la cólera y el delirio, Achab y su tripulación aceptan el
combate, perdido de antemano, y perecen en un desastre coronado
por la tempestad.
Salta a la vista que este capitán de bíblico nombre representa, por
su locura y su desesperado espíritu, un destino cuya sombra refleja
el libro entero, dándole su significación. Sin necesidad de prolongar
demasiado la perspectiva de la narración, se ve la perversa oscuridad,
la sombría enfermedad del alma que este héroe demoníaco lleva con­
sigo, arrojado en el pequeño universo en el que reina la obsesión de
un sueño imposible. Melviile, que se guarda muy bien de jugar al es­
condite con sus lectores, ha tenido el cuidado de dar a su personaje
todos los rasgos que hacen de él una figura extraordinaria; sin ni si­
quiera evitar los simulacros de horror, las estratagemas trágicas que la
novela negra ya había utilizado: hay escenas de presentimientos, de
espectrales profecías, de ceremonias casi diabólicas cuyo artificio nos
conmueve por su misma candidez histórica, a la vez que nos invitan, a
seguir aún más lejos a un alma invisible. El círculo de extrafieza, de
extravagancia que se cierra en torno al capitán devorado por la pasión,
no consigue circunscribir la acción mítica. Al margen de los detalles
misteriosos que cubren al personaje con un velo de impiedad, el mero
relato de la cacería es suficiente para imponer al pensamiento un terri­
ble símbolo cuyos rayos aclaran y oscurecen la historia que cobija.
Según Jean Giono: “el hombre desea siempre algún objeto mons­
truoso. Su vida sólo tiene valor cuando la somete por entero a esta
persecución.” Lo que confiere una grandeza semejante a la caza de
Moby Dick no es la locura de Achab, su desgarrador instinto de ven­
ganza o la fascinación que ejerce sobre sus hombres, sino el enigmá­
tico carácter que atribuye a Moby üiclc, y que transforma su deseo
en un sueño imposible y fatal. Moby Dick se ha convertido, para
este héroe medio consumido, en el obstáculo fundamental de su vida,
en el gigantesco adversario contra el que sabe que se destrozará, pero
que se ha atravesado en su existencia, el reflejo de una espantosa
voluntad que le aterra, le quema y que sólo alcanzará en el abismo
de su propia aniquilación. Melviile, cuando habla de la ballena blanca,
se está refiriendo a un arcángel, y explica largamente que la blan­
cura es símbolo de una cierta presencia mística. Por lo tanto, no es
nada improbable el que, al relatar esta legendaria cacería, haya que­
rido renovar la antigua historia del combate de Jacob con el ángel,
dándose como irrealizable objetivo el atraer a Dios a su libro, expre­
sando su propio sueño de escritor y de hombre, el de combatir el
destino y medirlo con una increíble voluntad de dasafío que se man­
tiene en la derrota y en la muerte.
La belleza, la audacia de este sueño lo hacen intangible, y tal
vez por este motivo es más acorde con el deseo del autor el ver como
tema del libro un simple drama marinero. En cierto modo, estamos
ante los secretos de Melviile como la tripulación frente a Achab,
fascinados por su locura, arrastrados a compartir furiosamente su
aventura, llevando su misma batalla y pereciendo del mismo modo
y, sin embargo, girando en vano alrededor do su soledad, incapaces
de comprender la fatalidad de su deseo, apasionados por un mons­
truo prohibido. A veces, sus oficiales intentan detenerle en la pen­
diente por la que todos se sienten deslizar, diciéndole: detengámonos
volvamos atrás, terminemos este insensato enacero y gocemos del des­
canso y los placeres de tierra. Aunque, naturalmente, nadie cree en
estas palabras de la vida trivial. Achab sólo es el testimonio de un
invisible orden, en el que sufre las órdenes de algo sin nombre, in­
sondable, sobrenatural, de un terrible rey sin remordimientos del
que es miserable y trágico servidor, incluso en la lucha que cree
oponerle.
Para que esta perspectiva entrase en su obra, Melville le dio una
estructura destinada a transformar en entes visibles la espera, la
angustia, los sentimientos que dan cuenta de una experiencia de
este tipo. Su novela está plagada de abismos, cumbres, vueltas, re­
pliegues, espacios que se recorren en balde. Larguísimas disgresio-
nes abstractas interrumpen brutalmente el curso del relato, como
para impedirle al lector el tranquilo vaivén de una vida única, unida.
Las formas literarias más dispares prolongan este mundo de espuma
y de tempestad, para esculpir con él, hundiéndola en su seno, la
estatua aterrorizada del héroe. Al monólogo cargado de íntimo furor
sucede el coro de las voces cuyo lenguaje choca con un universo casi
exclusivamente físico. La atención se mantiene, se aparta de su objeto
mediante la irrupción de interminables anécdotas sobre las que apa­
rece, de vez en cuando, como una nube, la reminiscencia de un deseo
eterno. Parece que Melville quiera hacernos entender que, cualquiera
que sea el camino por el que se interna, no puede perderse, ni rom­
per el trágico lazo que une a sus héroes con su destino. Su libro
tiene el carácter desordenado, libre, exento de unidad, de las exis­
tencias fatales, ptímo si la libertad y los impulsos personales, más
que cualquier ineluctable mecanismo, fueran los verdaderos caminos
de la fatalidad.
Técnicamente, Moby Dick tiene todo el aspecto de una obra
que intenta rivalizar con las fuerzas del universo, que busca, por
medio de su fulgurante dispersión, su caudalosa composición, sus
puntos oscuros y sus resúmenes, reproducir el efecto del mundo,
en pugna con la tempestad. Tal es el auténtico realismo. No imita
lo que existe, sino que pretende, con un orden y medios literarios,
dar la misma impresión, acumular en el corazón de los seres el mismo
espanto, la misma llama, que podrían nacerles de la contemplación
del espectáculo de las creaciones y destrucciones cósmicas. Pocas
obras -tal vez con la excepción de Maldoror— han logrado como
Moby Dick una influencia tan completa y singular del lenguaje sobre
el lector. Las frases arrastran sin que se sepa de dónde vienen o a
dónde llevan; transportan chispeantes imágenes que caen voluptuosa­
mente, sin haber aclarado nada, dejando en el paisaje que han ilumi­
nado más sombra que luz. Atraen la atención por su sinuosa estela,
obligan a una completa obediencia, hacen familiar una navegación
sin esperanza ni salidas, y del mismo naufragio, un insignificante
accidente en comparación con esta cruel locura del lenguaje, que
lo dice todo y no dice nada, finalmente condenado al silencio, tras
los arrebatos de imágenes y gritos, por la propia simplicidad de su
misterio.
XVI, EL MONOLOGO INTERIOR

La olvidada novela de Etíore Settani Los Hombres Grises es un


buen ejemplo de monólogo interior; con un método semejante, esta
obra intenta captar la continuidad del tiempo en la discontinuidad
de las existencias, a demostrar cómo la menos escindida de las vidas
se nutre de una extraña discordancia entre pensamientos e instintos.
Los seres van apareciendo unos tras otros, como en un escenario
en el que permanecen sin explicarse. Una breve luz los descubre
hasta el fondo de sí mismos, con sus reflexiones, su lenguaje mental,
sus indescifrables alusiones a desconocidos acontecimientos. En
lugar de paseantes desconocidos que vemos por la calle sin saber
quiénes son, surgen ante nosotros como auténticos desconocidos,
porque los conocemos completamente en un instante. La segunda
vez que los vemos, ya son totalmente transparentes, que es igual
que decir que son absolutamente opacos. Pueden ser, gracias a una
incomparable claridad, contemplados en lo que tienen de más os­
curo, y se tornan impenetrables a causa de este mismo esfuerzo
por penetrar en ellos. De este modo se van siguiendo, encontrando,
interpelando. Pasamos de un abismo a otro; oímos su diálogo imper­
sonal, devorado por el lenguaje profundo, eco de su incomprensi­
ble yo.
El ritmo encontrado, la cegadora cadencia de luces y sombras
cesan cuando el autor decide entregarnos completamente a uno de
los personajes. Desde este momento triunfa el empleo del m onó­
logo interior. El personaje expulsa la oleada de imágenes indistintas
que expresan su profunda materia; se deja llevar por un delirio ver­
bal en el que aparece lo que hay en él más falso, más auténtico, lo
instantáneo, lo permanente, lo efímero andado en lo eterno, en un
interminable carnaval. Con frecuencia, una insignificante serie cíe
ideas nos muestra los azares con que se nutre el misterio de nuestra
sustancia. Pero, a veces, las imágenes asociadas consiguen dar una
idea de la complejidad que las liga. El ser aparece como dividido,
multiplicado entre los diversos planos de la existencia en que par­
ticipa; los recuerdos introducen en el sistema de pensamientos y sen­
saciones una ausencia creadora que lleva a su extremo la originalidad
personal. Inimaginables acciones se esbozan, se sueñan. Los instin­
tos hacen su propia biografía. Finalmente, nacen los verdaderos
actos, desenlace que restablece las relaciones ordinarias con el mundo.
La tragedia ha terminado.
El empleo del monólogo interior proporciona al autor que lo
emplea la ilusión de mantenerse más cerca de la realidad, creyendo
que alcanza un grado sorprendente de sinceridad; piensa que real­
mente está reproduciendo el mecanismo mental, las incesantes rela­
ciones, los inesperados intercambios que constituyen el arcano inte­
rior. Se convierte entonces en una especie de héroe del naturalismo,
convencido de exhibir sin retoques, en su pureza original, en sus
astucias y arrepentimientos, el trabajo mismo del alma. Se halla muy
cerca de considerar sus análisis como documentos científicos, suscep­
tibles de ser separados de su obra como objeto de estudio y reflexión .
Este es el peligro de una sutileza extrema, idéntico al del extremo
candor. Obviamente, este tipo de escritores se mecen en una imagen.
Examinando los monólogos de Hombres grises, es fácil darse cuenta
que son tanto más inaceptables en cuanto que aparecen previamente
dispuestos para dar una idea exacta de lo que ocurre; son, simul­
táneamente, inverosímiles e insuficientes; su complejidad parece
pueril; su puerilidad, en última instancia, demasiado compleja. En
la mayoría de I05.¡casos, donde convendría el silencio, lanzan una
avalancha de frases elaboradas, perfectas. Ni siquiera nos afecta su
extravagancia. Por el contrario, estos monólogos, demasiado aleja­
dos de la realidad como para poder imitarla aceptablemente, se pre­
ocupan demasiado por imitar esa otra realidad inimitable, revelán­
dose incapaces de sugerirla mediante un juego adecuado de sím­
bolos. Están separados de la verdad por una especie de obsesión
por la verosimilitud; abusan de lo posible, y terminan por travestir
su objeto de una indigencia demasiado completa de disfraz. Para
dar una sensación de rareza, desembocar en alguna prodigiosa visión
de vida sencilla, o para captar en las redes de lo misterioso los acon­
tecimientos ordinarios, el autor está obligado a volver al relato, cuya
singular cadencia le permite una creación fantástica. Se cae en una
especie de surrealismo, en el que es innegable que nos encontramos
más a gusto.
/ La insuficiencia técnica no quita todos los méritos a la novela
de Ettore Settani; el tema se adapta a ella. Los Hombres grises son
los habitantes de una pequeña ciudad italiana, que nos parecen ex­
traños a causa de su mediocridad. Estos seres tan profundos, tan
inalcanzables en un primer momento, que se nos ofrecen en clan­
destinos encuentros en los que parecen ser centro de lo imprevisible,
son presas de irrelevantes destinos. Sus vidas, también intrascenden­
tes, caen en el porvenir más oscuro. Uno pierde su puesto; otro,
basa su existencia en las peleas matrimoniales; el tercero lucha por
una pasión que él mismo hace y deshace. Todos ellos parecen for­
mados con pocos elementos y destinados a no ser nada. Tan me­
tódicos seres tampoco tienen por misión el demostrar que hay, en
la vida más insignificante, una extraordinaria e invisible riqueza;
Ettore Settani evita premeditadamente esta vulgaridad. Por el con­
trario, sus personajes actúan, se forjan fantasmas, se les puede seguir
en las simas de su soledad, se les sorprende en el momento más her­
moso de sus ensueños, de sus capacidades ocultas. Entonces, se tiene
la sensación de que hemos pasado de un mundo carente de interés
—el de la acción-- a otro infinitamente rico y sorprendente —el de
la distracción solitaria... Pura apariencia, se trata siempre de la misma
mediocridad. La profundidad, la magia mental, las maravillas de sus
abismos, dejan en el alambique un poso de humareda ausente.
Una obra semejante termina por desprender una verdadera
impresión de desesperación; los hombres grises, los seres de la m ul­
titud, aparecen como vaciados de sí mismos por obra de un impla­
cable autor cuya propia torpeza consigue, hasta un cierto punto,
serle útil. Se agotan en el completo análisis que de ellos se realiza;
se les presenta desnudos, en su mayor riqueza, reducidos a nada en
su totalidad. Cada uno de ellos se engaña en sus pasiones, que le
reviven de la bajeza y le hacen morir en una miserable ilusión. Pero,
antes que por las pasiones, son engañados por la aventura de su
propio espíritu, sobre el que construyen la esperanza de una real
grandeza, aventura que los entierra en una indudable nulidad. ¿Qué
les queda por esperar, por soñar? Ya no hay, para estos hombres
grises, destino posible, ya no les queda trasfondo alguno, sus rique­
zas huyen incesantemente de ellos, ni penates, ni ningún inviolable
asilo. Sólo les resta unirse al tiempo por medio de una historia que
no los podrá cambiar. Ahora, cuando habitan totalmente sus espejos,
se convierten en héroes ordinarios, más presentes en sus tareas y exis­
tencia ordinarias que en su agotada consciencia. El último capítulo
de la novela indica en un epígrafe: “Un poco de la verdadera his­
toria de todos los personajes,” Es el desenlace. Por fin los perso­
najes se unen a su propia historia, que, por otra parte, nada nos
revela sobre ellos; circunscritos durante mucho tiempo a su primor­
dial confusión, hacen que coincidan de nuevo sus anamorfosis y su
auténtico rostro. Superponen lo que parecen, lo que son, lo que
hacen. Renuncian a su oscuridad, asesinan a los rn.il personajes que
habían adoptado, destruyen el teatro en ei que su yo indigente les
representaba la comedia de la riqueza. Y, al fin, absolutamente pare­
cidos a sí mismos, se confunden con su nula existencia, dejándose
absorber por ella hacia una especie de muerte más esencial que la
auténtica.
XVII. TIEMPO Y NOVELA

Las obras de Virginia Woolf, una de las pocas creaciones de nues­


tra época, son aconsejables en primer lugar por su extrema resis­
tencia a las habituales convenciones literarias; sus relatos rechazan
las reglas comunes, descubriendo nuevas necesidades. Libres de las
antiguas normas, son dóciles a órdenes cuya exigencia es más intensa
en tanto que nada debe a lo arbitrario de la tradición. Virginia Woolf
ha escrito novelas sin historia, sin anécdota y sin apenas persona­
jes, perfectamente indiferente a todo lo que habitualmente se le
exige a la novela. Los que piensan que los méritos de la literatura
novelesca estriban en un agradable tema, en la verosimilitud de los
caracteres, en la abundancia de los avatares; para todos aquellos
para quienes sólo existe la novela en el seno de un sistema en el
que lo imaginario desemboca en una engañifa, sus obras les provo­
carán siempre una gran decepción, y manifestarán su desdén admi­
rándolas en tanto que poemas, otorgándoles esa extraña compen­
sación consistente en ver una obra de excelente poesía en una novela
frustrada.
Raramente una obra tan ajena a la forma ordinaria de la novela
ha tocado tan de cerca lo esencial; en uno de sus libros más hermo­
sos, Las Olas, Virginia W oolf compone toda una obra no con lo que
es accidental en una novela, detalles temporales, acontecimientos
y apariencias de la vida, sino con la esencia misma de la novela, con
el tiempo. Pero esto no le ha parecido bastante. No se ha confor­
mado con hacer, de lo que generalmente es la materia prima de todo
relato, el tema del suyo, con escribir un drama basándose en el deto­
nador oculto de todos los dramas; ha conseguido expresar lo más
directamente posible a este héroe puro, despojándolo de sus míticas
vestiduras, de las formas demasiado fácilmente patéticas bajo las
que aparece en la consciencia humana, El tiempo, tal y como apa­
rece, personaje único y absoluto, no es solamente el tiempo que
se muestra a la conciencia humana, es también el que la funda; no
sólo el tiempo tal y como se expresa en la historia, sino aquel en
el que se hace la historia. Se presenta en su desnudez metafísica,
en ese supremo estadio de orgullo que puede interpretarse tanto corno
desecho de la abstracción, o como acto creativo por excelencia.
Es comprensible el que una obra que ha conseguido forjarse una
existencia semejante, con sus intrigas y fantasmas, condición de
toda existencia, de todo misterio, pueda prescindir de la anécdota.
La causa profunda de la novela viene a poblarla, constituyendo la
novela misma.
Tan extraordinaria aventura sólo fue posible porque Virginia
Woolf concibió una ficción que excluye cualquier tipo de psico­
logía. Las impresiones, las apariencias por las que se desliza lo cam­
biante, los instantes fortuitos, infinitamente mudables y pasajeros,
que forman la trama de la novela, arrastran al lector hasta lo más
profundo del ser. Admirable invención, en la que el autor escoge
constantemente lo que resiste al debilitamiento de los recuerdos;
en la sensación más superficial, lo que no perece con la evaporación
del sentido; en la idea más inconsistente, lo duradero a la momen­
tánea animación del yo. En medio de un carnaval de músicas, per­
fumes, imágenes, reflexiones en las que se dispersa el alma, señala
el momento significante, a veces el más vacío, casi íntimo de la nada,
aquel en que precisamente el alma se expresa, manteniéndose en él,
confesándose. Todo el ser surge entonces, todo el movimiento de
la vida se plasma. En él, la existencia se une a lo que parece aboliría,
encontrado su m;áS' completa realidad. “ Todos -dice acerca de
sus personajes- tienen sus momentos de éxtasis, su secreto sentido
de la muerte, algo que los mantiene. ” Unicamente con estos mo­
mentos, puros, compone la consistencia de sus personajes. •
De ellos mismos saca los monólogos interiores en los que se
nos revelan, amándose, finalizando en el drama; se adivina que estos
monólogos son muy distintos de los de Ettore Settani en sus “hombres
grises” , en los que intenta expresar, en su total inocencia, todo lo
que uno de los protagonistas puede pensar, improvisar, en una deter­
minada situación. Para Virginia Woolf, no se trata de expresar lo
que ese personaje piensa realmente, sino lo que ella misma debe
pensar para existir realmente, sin mostrar en pleno día, o vomitar
por medio de alguna operación inédita, su yo más profundo, más
desnudo e ignorado, imponiendo las únicas impresiones e imágenes,
capaces de dar la impresión de una auténtica existencia. ,:
Gracias a esta técnica contraria al realismo, los seis personajes
de Las Olas consiguen soportar el peso de una auténtica realidad,
y el de un símbolo en el que deberían desgastarse. Cada uno aparece
como una imagen del tiempo; por ejemplo, Bcrnard, el más vivo y
tangible, se nos presenta como poseedor del don de formar histo­
rias con las palabras, de perfeccionar cada sensación haciendo de
ella el episodio de una intriga. Con él, el tiempo personal adopta
una forma plástica, se engendra y prolifera por el contacto con los
demás, inclinándose hacia la anécdota. Es el tiempo-historia, el de la
novela corriente. Por el contrario, Rhoda, pálida y misteriosa fi­
gura que vive en una especie de inconsciencia, manteniéndose al
margen de las cosas, sonámbula del espanto, se acerca más al tiempo
puro, ese tiempo vacío que es su mayor realidad, fuera del mundo,
de las cosas, tiempo de soledad, de abismo, que no podemos ima­
ginarnos, cuando escapa a su concepto abstracto, más que a su misma
angustia.
Entre los dos extremos, se sitúan otros seres. Suzanne se aproxi­
ma a Bernard; sólo ella, robusta mujer impregnada de objetos, ca­
sada en el campo, amante de sus hijos, vive un tiempo realmente
concreto; su existencia tiene el ritmo de las estaciones, muere y
renace como la simiente, es el tiempo de la tierra, el de Ceres. Por
su parte, Neville y Luis buscan un camino hacia Rhoda; ambos as­
piran a ese tiempo infinito en el que se mueve el intelecto, y que
es la más sutil imitación del tiempo puro. Ambos fracasan. Luis es
sensible a la agitación del mundo; Neville se deja apartar por el sexto
personaje, Jenny, coqueta, enamorada del amor, para la que el tiempo
es el instante, el tiempo del cuerpo que se va deslizando, el tiempo
del placer que perece.
En el círculo formado por estos seres, los monólogos se suceden,
se contestan, se unen en una armonía admirable, como los diversos
ternas de una música profunda, añadiéndose una última figura, la de
Perceval, que permanece en la penumbra de la novela, como su oscura
alma. ¿Quién es este joven, compañero de la Universidad, natural,
sencillo, vivo, y que morirá en la India en un accidente, por azar?
Es el smbolo del ser real y completo del que los demás sólo son
fragmentos; el hambre al que cada uno se parece, convirtiéndose
asi en persona; el ser auténtico, único que puede sucumbir fortuita­
mente por algo fuera de su esencia. Una vez desaparecido, los seis
personajes se ven obligados a elegir sus destinos, a existir de un modo
personal. Lo posible murió con su amigo.
Pero Perceval no es para ellos el auténtico drama, que es el
hedió mismo de que cada uno de estos seres, que viven de un modo
particular el tiempo, terminan por chocar con el tiempo, con la tem­
poralidad, con la caducidad de las cosas, con su inevitable proceso
hacia la nada. También el tiempo transcurre, se filtra y va dejando
un poso en el fondo del alma; de este modo se forman las costumbres,
eso que se denomina vejez, la agonía del alma, preparada por los re­
flejos en los que pierde la conciencia. En esta tragedia, es lógico
que sea Bernard, el que vive con mayor intensidad el tiempo exterior,
el que la sufra más intensamente.
La historia intenta captar el tiempo en sus propias historias.
Ocurre que el yo se detiene en él, que se ahogue en la demencia de
las sensaciones esa perfecta desnudez que constituye el signo por
el que se va sumando sin cesar a si mismo. Entonces, todo se reduce
a instantes que se disipan, cambios que cambian, sucesiones que se
suceden, única y verdadera nada. Pero esta situación es una derrota
momentánea, pronto vuelven los “momentos de éxtasis” que son
auténtica temporalidad, en la que expresa su yo profundo, en la
que coinciden lo efímero y lo duradero. Qué importa entonces que
el desenlace esté cerca. ¡Qué importa que la muerte se aproxime!
Cada momento, paso hacia el fin del ser, es igualmente un momento
de afirmación; cada avance hacia la muerte es un instante que se
le arrebata. En el momento mismo de su destrucción, Bernard halla
en sí el grito de su triunfo: Invicto, incapaz de pedir perdón, es contra
ti contra quien me lanzo, oh Muerte.
XVIII. UNA OBRA DE ERNST JÜNGER

La importancia de Ernst Jünger y el interés de su libro más


reciente, Sobre los acantilados de mármol, obligan a los críticos a no
permitir que se pierda esta obra entre todas aquellas cuya traducción
se les suele proponer. Es incluso necesario considerar la obra de
Jünger, escritor todavía joven, como una de las más notables de
nuestra época, dotada de un violento sentido, de una fuerza artística
que la hacen a menudo ejemplar. Sería deseable el que los jóvenes
novelistas franceses la conocieran, viendo en ella, como en las obras
maestras de la literatura americana e inglesa contemporáneas, el
destino que un arte consciente de sus leyes puede dar al género no­
velístico.
Según algunos críticos, Sobre los acantilados de mármol, no es una
novela, opinión que se limita a ser una respuesta de puro trámite. El li­
bro, breve (ciento cincuenta páginas en la edición alemana) es un relato
cuya estructura expresa la tarea de la imaginación; presenta personajes
fuertemente caracterizados, una historia que se desarrolla a partir de
unos encadenamientos claros. La encuadra un paisaje de montañas, de
bosques, de ciudades, y puede ser leída sin ver otra cosa que los deta­
lles trágicos y poéticos que le dan un carácter real. ¿Qué le falta para
ser una verdadera novela? Indudablemente, nada; pero si se intenta
situarla en otro género literario se debe a su original intento de tener
sentido. Deja la impresión de estar impugnando tanto a los hombres
como a otras fuerzas, y abandona al lector en una extraña atmósfera
intelectual. Lo que choca de lleno con las costumbres de una tradi­
ción más estricta que rigurosa, recelosa de formas que no puede reco­
nocer, es una novela que, con el pretexto de aventuras auténticas, lleva
a la inteligencia hasta un laberinto simbólico.
En apariencia, es fácil resumir un relato que se desarrolla en1unos
pocos y sencillos episodios; pero, en realidad, la ficción está tan sutil­
mente estructurada que cualquier análisis deforma la perspectiva; su
encanto, su intención se pierden en el intento. En un país imaginario,
adornado con algunas alusiones a lugares reales, viven los dos testigos
del drama; la región tiene una misteriosa magnificencia, debida a belle­
zas perfectamente descritas, pero tan incognoscibles como lo sería un
país lleno de enigmas. Desde la ermita a la que se lian retirado para
proseguir su estudio de la botánica, los dos solitarios divisan el terri­
torio de la Marina, rica llanura de viñedos habitada por una población
tranquila y feliz, separada de los grandes bosques por una larga exten­
sión de praderas y pantanos. Más allá del mar salpicado de islas, brillan
las cumbres de Alta Plana, comarca en la que todavía sobrevive una
antigua civilización que acoge rasgos tanto de un cristianismo primi­
tivo como de algunas civilizaciones paganas. Entre la llanura de la Ma­
rina, cuya riqueza ha permitido la elaboración de una obra cultural
casi perfecta, y las oscuras tribus de los bosques, dirigidas por el
Oberfdrster, se presiente la amenaza de una lucha decisiva. Los eremi­
tas, aislados por su trabajo y su retiro, observan amenazadoras nubes
sobre el viejo mundo. El gran señor de los bosques, apoyado por los
forajidos a los que concede asilo y su siniestra casta de demonios y
lémures, oprime tiránicamente al pueblo de pastores. El caos se hace
dueño de la ciudad, el Oberfórster tiene aliados y cómplices en todas
partes. Organiza desórdenes que luego reprime, extiende la anarquía a
la vez que desempeña el papel de paladín del orden. Soborna a los jue­
ces que deberían castigar sus crímenes y a los mercenarios que com­
baten su amenaza. El viejo mundo va deslizándose hacia el ocaso, su­
mido en una somnolienta indiferencia,
Cuando la lucha estalla abiertamente, los dos solitarios, conoce­
dores de la debiMad de esta civilización condenada a la ruina, pero
demasiado unidos a sus profundos tesoros como para no intentar su
defensa, no se quedan al margen. Reciben la visita de los príncipes de
Sunmyra y Braquemart, representantes y guardianes de la antigua
cultura; uno de ellos pertenece a una antiquísima estirpe, que le sitúa
casi en el mundo de los muertos. El otro es un teórico de la violencia,
más capaz de proponerse un ideal nihilista que de hallar los medios
concretos de combatir una anarquía sin freno. Estos testimonios vivos
del poderío de antaño provocan en su propio terreno al señor de los
bosques, quien al frente de sus lúgubres huestes, rodeado de perros
adiestrados para la matanza, sale de los bosques y extiende su dominio
sobre aldeas y ciudades en las que perecen, con el hundimiento de
todo un mundo, las superiores riquezas que habían sido lentamente
acumuladas. Mientras que el fuego devora la paz, la dicha, la perfec­
ción, los dos solitarios, tras entregar a la llama de un espejo mágico
el fruto de su trabajo, huyen llevando con ellos, último vestigio de una
cultura aniquilada, la cabeza del noble príncipe de Sunmyra, asesinado
por las bárbaras legiones.
Es preciso, desde el primer momento, desviar la atención de una
posible interpretación alegórica demasiado simple. Aquí, justamente,
aparece la originalidad de Ernst. Jünger. En este campo de la imagi­
nación en el que todo parece dispuesto para el símbolo, donde los
grandes rasgos del relato se cargan de una significación claramente
expresada, entrecruzándose breves reflexiones abstractas, de figuras
bañadas por una extraña luminosidad intelectual, que escapan al es­
píritu que desearía adueñarse de ellas, interpretarlas según su propia
ley. Si el mundo que construye no responde al que estamos acostum­
brados a contemplar, si sus personajes no tienen esa vida natural que
hace ociosa cualquier significación simbólica, la realidad que nos pre­
senta es muy distinta de la que nuestra inteligencia puede concebir.
Es un universo que, pese a sus aspectos intelectuales, se halla tan ale­
jado del mundo del espíritu como pueda estarlo éste del de la verdad
trivial; algo semejante, por ejemplo, a una ficción que significase para
nuestra vida intelictiva lo que el sueño a la realidad de la vigilia. Hay
también para nuestra inteligencia una especie de sueño en el que las
nociones, definiciones, ordenadas reflexiones carecen del sentido que
les dan las leyes diurnas. El pensamiento sueña a las cosas y a sí mismo
como en un espejo en el que las imágenes lo representan tal cual es
en su frío sueño; con una mirada que yuxtapone cosa y significación,
y a ésta una nueva realidad, especie de prolongación en la nada. El
más allá del espíritu halla su figuración en este mundo que se nos abre.
El arte de Jünger nos lleva constantemente hacia una transposi­
ción de este tipo, que es la que le presta su orgullosa singularidad. El
drama de la Marina tiene lugar en una región donde, si se quiere, todo
es simbólico, pero el símbolo mismo se rompe en tanto que figura y es
reemplazado por cambiantes imágenes que reflejan el otro lado del
horizonte. Las plantas de las que los solitarios buscan las leyes eternas,
las serpientes de cascabel que, en el sendero, cerca de la ermita, convi­
ven con los eremitas que las alimentan, el espejo del brujo Nigromon-
tanus en el que las riquezas, consumidas por el fuego, sobreviven en
esencia, más allá de la destrucción, en la nada que se les ha procurado;
todas estas figuras que tienden a traducirse en nociones claramente
definidas, terminan por alejarse de la idea que parecían invocar, cons­
truyendo al margen de ella un orden que no necesita ninguna razón
de ser externa.
Lo mismo ocurre con la historia que transcurre en el imaginario
país. En rigor, se puede buscarla dirección que van marcando las imá­
genes; pero la prueba de que el relato no depende de ninguna revela­
dora interpretación, reside en el hecho de que ésta no haría más que
repetirlo, sin poder disipar la atmósfera de trágica y violenta extra-
fíeza. Es obvio que la lucha del gran señor de los bosques contra la
tranquila y dichosa Marina representa uno de esos momentos de crisis
de la historia humana, en los que la obra de la civilización se ve ame­
nazada por la opresión absoluta. Ese anciano cruel, robusto, detesta
el arado y los trabajos domésticos, la obra de los poetas y el hogar que
la cobija; sirviéndose de todas las fuerzas perversas reina en el co­
razón de los bosques, en una áspera mansión iluminada por una luz
que no es la del sol. Contra esta potencia, figura manifiesta de las fuer­
zas de lo demoníaco, de lo elemental, el narrador adopta una postura
de altiva y tranquila tristeza, cuyo equivalente puede buscarse en
Goethe. Si bien el viejo mundo aparece en un esplendor tal que siente
la tentación de la decadencia, y sus defensores están igualmente
condenados por su propio exceso (el príncipe Sunmyra demasiado no­
ble, demasiado viejo pese a su juventud; Braquemart demasiado inte­
ligente como para salvar a la inteligencia) no perecen como héroes de
una civilización condenada, sino como testigos de una verdad, amena­
zada como ellos, igualmente en trance de desaparecer. El padre Lam-
pros, último vástago del árbol religioso, bendice desde su altar la cabe­
za del príncipe mártir. Esta misma cabeza, guardada en una preciosa
ánfora entre flores y perfumes, salvada de la destrucción, símbolo de
lo que siempre puede ser salvado de una civilización que perece, es
imagen del espíritu que sobrevive a sus obras, sobre el cual se funda­
menta el futuro. “Tomamos el ánfora con un cuidado casi religioso
-dice el narrador-, no sabíamos cuál sería el destino de esa cabeza
que llevábamos con nftáptros. Posteriormente, se la confiamos a los
cristianos, cuando levantaron de entre sus ruinas la catedral de La Ma­
rina, quienes la enterraron en los cimientos.”
Sería absurdo, incluso desde la perspectiva de la ficción intelec­
tual, el considerar esta primera aproximación a Sobre los acantilados
de mármol como exhaustiva. El mismo movimiento del libro que lo con­
vierte en la tragedia del espíritu creador que asiste con serena angustia
al espectáculo de su propia ruina, va haciendo la visión cada vez más
profunda. Ante nuestos ojos va apareciendo un mundo donde todo lo
hermoso parece que ya se está destruyendo, en el que la fuerza bruta
destruye necesaria las formas del pensamiento más refinado y, sin em­
bargo, esa nada a través de la cual el espíritu se desgasta, permite la
subsistencia, como si fuera su emanación más auténtica, de algo que
ni las metamorfosis ni la muerte pueden corromper. El admirable mito
de Nigromoníanus participa de esta oxgullosa esperanza de aniquila­
miento; herencia de un anciano maestro instruido en la magia, el es­
pejo tiene la propiedad de concentrar sobre las cosas rayos de un tal
ardor que las consumen, haciéndoles ganar lo eterno, conservándolas
en la región de lo invisible. “Nigromontanus decía que cada objeto que
ardiese con la ayuda de ese espejo sería llevado por una llama sin
humo ni vil enrojecimiento a! reino que está más allá de la destruc­
ción; llamando a tal estado la seguridad en la nada.” Tampoco para el
padre Lampros la destrucción tiene un carácter espantoso, ya que per­
tenece a los que han nacido para penetrar entre las llamas como por el
portal de la casa familiar. Y, añade el narrador, “él, que vivía como en
sueños encerrado en el claustro, fue tal vez el único que se hallaba in­
merso en lo real” . El libro de Jünger refleja, en medio de la angustia
que provoca el derrumbabiento general, la tentación del fuego en el
que se salva el espíritu, perdiendo lo que le es esencial, liberándose, a
causa de esta misma mina, a la esperanza demasiado pesada, de la sal­
vación.
Sería injusto no dar a la traducción de Henri Thomas los elogios
que merece por la densidad y rigor de su lenguaje. La forma de la no­
vela de Jünger es muy hermosa; con un ritmo lento, acompasado, en­
cierra en frases que no se permiten ninguna concesión a la vulgaridad
la altiva revelación de un mensaje, ofreciendo a las palabras toda la
fuerza que puede darles una elección acorde con su verdad interna y
externa, con su realidad y su apariencia, con los sonidos primordiales
cuya fuente conservan. El lenguaje, en este hacer calculado, es una
invocación a potencias que el saber no puede descubrir y, al igual que
un arma forjada por los incendios, tiene la admirable frialdad, la dig­
nidad cruel que convierte al objeto más rico en recuerdos, en el más
eficaz de los instrumentos.
DIGRESIONES SIN ORDEN
I. MOLIÉRE

Al unir estrechamente vida y obra de Moliere, Fierre Brisson ha


planteado una vez más la cuestión que todos los amantes de Moliére,
Dante y Shakespeare se plantean, presintiendo que anula cualquier res­
puesta, y que retoman, pese a ello, incansablemente, sin renunciar a
contestársela. Es irresistible, en el caso de un gran escritor cuya vida
se conoce, el explicar sus obras a partir de ella, como si tal existencia
no dependiera de la explicación que ella misma proporciona. Pero es
aún más tentador el querer conjurar, a partir de los libros, el fantasma
ignorado del hombre que los ha escrito. Las relaciones entre el hombre
y el autor son imprevisibles; si bien pueden emplearse para conocer la
vida a partir de la obra, conllevan tantas hipótesis, una elaboración tan
completa de los textos, una vuelta tan constante a la ignorancia, que
nos dejan ante un borrador de imágenes en el que sólo aparece el es­
bozo de un ser totalmente teórico.
El interés del libro de Pierre Brisson (Moliére, sa vie dans ses
oeuvres) reside en su intento de conocer a Moliére en la unión de su
carácter con la capacidad creadora, en las tendencias que se refieren
menos a particularidades psicológicas que de los avatares de un espíri­
tu que intenta reproducir algo más que él mismo. Cuando escriben, los
clásicos, no dejan adivinar nada de lo que son. No toleran la curiosidad
ni hacia sí mismos ni hacia las transformaciones que sufren, convir­
tiéndose en autores de fábulas. No sólo nos privan de confidencias,
sino que suprimen lo que éstas, si se hicieran, deberían aclarar, convir­
tiendo su obra en algo cuyo origen no puede ser interrogado, sino sólo
considerado en sus términos. Moliére no es menos misterioso, pero
deja penetrar en la intimidad de su trabajo. Fue actor, y este trabajo
intermedio, que permitió a la Champmeslé el participar en cierta me­
dida en la creación del personaje de Fedra, llega a ser, en Le Misan-
thrope, en el que los principales personajes fueron escritos para ser
representados por el autor, su mujer (Armande, Céliméne), su amante
(Catherine de Brie, Éliante), una actriz que lo rechazó (la Duparc,
Arsinoé), una auténtica supervivencia del estadio original de creador.
Seduce la idea de considerar como fiel continuidad esta confusa coin­
cidencia entre quien escribe una obra de teatro y quien la representa,
entre el carácter que da a un papel al escenificarlo y las razones que
lo llevaron a interesarse por él, escribiéndolo. De hecho, nada queda
explicado, es aún más confuso, pero el enigma se materializa y hace
visible de una forma que permite la impugnación. Siempre queda la
esperanza de resolver un problema cuyos elementos, aunque sean des­
conocidos, son bastante numerosos.
Las obras de Moliére no son excesivamente distintas de las cir­
cunstancias que las provocaron; muchas son totalmente inseparables,
incluso se explican groseramente por la nota del encargo que las ori­
ginó. Otras, como La Critique de l ’Ecolé des femmes o L 'impromptu
de Versailles nacen de una serie de acontecimientos inseparables del
talante del autor. O si, como en Le Malade imagimire llega a ponerse
en duda a si mismo (no hay más que recordar la parrafada de Béralde
sobre los médicos: “No es a los médicos a quien Moliére representa,
sino a lo ridículo de la medicina... Nunca le pedirá ayuda, tiene sus
razones para no hacerlo...”), es imposible ignorar este punto por el
que las experiencias del hombre penetran en la obra, y el empleo que
de su vida hace el escritor para obtener un valor teatral o literario. Si
se critica en Le Malade imagimire, también, por otra parte, se esceni­
fica en Le Misanthrope, y hace, de L ’Ecole des maris el manifiesto de
su propia complacencia en tanto que futuro marido. En suma, la ma­
yoría de sus obras ¡ifciezclan los diálogos de los personajes con réplicas
que parecen traicionar su propia voz, sus reacciones ante la vida, una
cierta manera de ser que demuestra la connivencia del hombre con el
profesional.
Uno de los rasgos que mejor combinan la inclinación de su carác­
ter y la afirmación creadora es la influencia impaciente, imperiosa,
brusca, sobre las cosas. Se adivina en Moliére una capacidad de ataque
que no sólo se expresa en su gusto por la sátira, sino que es una dispo­
sición más general, tal que, ante un tema, se adueña de él sin vacila­
ción, yendo inmediatamente a lo esencial, sin considerar ni la prepa­
ración ni el desenlace, señalando una especie de precipitación en la
que reside uno de los rasgos más singulares de su poder cómico. El
espíritu de Moliére tiene el mismo brío que el carácter del Misántropo.
Alceste embiste, con la cabeza baja, dice Pierre Brisson, gruñe, regaña,
estalla, no tiene tiempo para convencer, reclama la adhesión inmedia­
ta, y lanza sin esperar más, su agresivo humor. De un modo semejante,
si se considera a Moliere tal como aparece en L ’Impromtu de Versai-
lles, con su grupo de actores, es el hombre que no puede soportarlas
esperas, las polémicas indirectas, las trampas literarias y que se lanza
con una auténtica violencia a lo sincero de su arte, necesitando para
vivir ese fuego que le da la animación del teatro. Se trata de una nece­
sidad casi volcánica, una especie de apresuramiento de la mente y los
sentidos, un instante que le enfrenta con lo más claro y sencillo de las
cosas. Posee el don de la rapidez, un poder simplifícador que es uno
de sus privilegios.
Ramón Fernández, en un agudo estudio, mantiene que la hosti­
lidad de Moliere hacia el preciosismo se debe a una cierta rigidez, a
una naturaleza presurosa, y justifica su observación señalando que el
preciosismo es el arte del retraso, de sustituir una presencia demasiado
patente por unos contornos menos determinados, por alusiones inm ó­
viles, por una ausencia lenta, acariciadora. Observa también que Les
Fácheux puede interpretarse como símbolo de toda la humanidad mo-
lieresca. Y es cierto el que la lucha con los beatos, el esfuerzo por
triunfar sobre una cabala sin cesar renaciente, las réplicas que, tras el
retraso de Tartuffe, se dan a toda prisa en Don Juan, se parecen a las
reacciones de un hombre molesto, cuyo conveniente ejercicio de sus
dotes se ve interferido por pesados de la peor especie. Las impruden­
cias que aparecen en Don Juan son como reacciones indisciplinadas
provocadas por molestias demasiado continuas. Moliere, en su intento
de acallar el zumbido de los abejorros que le molestan, se pierde cerca
de prohibidas simas; su impaciente carrera le lleva más lejos de lo que
había imaginado y se alia, en un juego opuesto a sus inclinaciones,
con una imagen extrema de la rebelión, del anticonformismo.
En consecuencia, no es justo el retener como explicación decisiva
de Moliere calificativos del tipo: sentido común, razón, virtud, por lo
menos en su estricta significación. ¿Se debe al buen gusto su ataque
al preciosismo, su ruptura del juego de inccrtidumbres de Céliméne,
o su andanada contra el espejo de vanas imágenes de engreídos y afe­
minados? Sabe perfectamente que sin su fiebre instintiva, ávida nece­
sidad, pasión por lo esencial, no podría crear obra alguna. En ningu­
na de las grandes obras de Moliere aparece alguna clase de búsqueda
especulativa de valores; su moral no es la de la indulgencia, o la del
compromiso. Si tiende a relajar las obligaciones, a debilitar las normas,
no se deba a inclinación alguna hacia lo tolerante, lo muelle, sino a la
hostilidad ante las molestias artificiales, límites de la convención
que entorpecen, el ascenso de las auténticas capacidades y detienen las
justas decisiones de la impaciencia. Su obra es, literariamente ofensiva,
que sólo podía llevarse a cabo en y por la conquista. Mientras que Rá­
eme, cuando empieza a escribir, no tiene por qué plantearse la cues­
tión del teatro, ni necesita inventar un género o reformar una técnica,
Moliére sólo puede hacer que sus comedias triunfen obteniendo dere­
cho de ciudadanía para la Comedia. No es únicamente el primero en
un género, le es imprescindible llevarlo a primera fila. De aquí nacen
esas luchas que cuestionan en todo momento las tradiciones literarias,
batallas cuya estrategia le obliga a innovaciones cada vez más astutas
y que han hecho de Moliére, sin embargo escasamente preocupado por
la estética pura, el más audaz de los conquistadores, ei agente esencial
de las revoluciones literarias del siglo XVlí.
Este profundo rasgo, que define tan certeramente su naturaleza
como creador y su vigor personal, sólo es captable en una serie de ma­
tices que varían infinitamente; el auténtico carácter de Moliére sólo
puede definirse a través de esta decisiva inclinación. La tradición lo
describe como amante del silencio y del retiro, alejado de cualquier
impulso momentáneo, cortés más por gusto a la discreción que por
preocupación espontánea por los demás. Se le llamó el contemplador.
La hija de Du Croisy habla de su paso grave, de su dulzura y compla­
cencia. Scarron señala: Moliére no es reidor. Y , al mismo tiempo,
como dice Brisson, sus altercados íntimos revelan una sensibilidad
agresiva, altibajos de humor, desgarradoras cóleras, una vivacidad que
no soporta la restricción. La violencia de su vigor creativo se manifies­
ta en la reticencia tanto como en la brusquedad, en la amenidad que
le salva de los entretenimientos exteriores y en la vehemencia con que
sale de sí mismo, y, de modo general, por una extraordinaria certeza
espiritual que le permite reencontrarse siempre e ir hacia lo más justo;
una cierta inestabilidad,,que, sin llevarlo más allá de sí mismo, le hace
sentir como trágico el* encadenamiento demasiado duro de los aconte­
cimientos.
II. STENDHAL Y LAS ALMAS SENSIBLES

Cada nueva obra de Stendhal, aunque se tratase de fragmentos ya


conocidos, produce la alegría de un descubrimiento, el placer de reco­
nocerla; es como si se descubriese lo ya conocido, sintiéndose ante las
familiares páginas como ante algo completamente nuevo. Ningún otro
escritor -y todos los partidarios de Stendhal lo saben— ha producido
tantos libros con tan pocos; los ochenta volúmenes restaurados por
Ilenri Martineau suponen otros muchos, tantos como ediciones, a
menudo imperfectas o infieles, pero deliciosas en su perspectiva, en
su aire de incompletud. Quien lee a Stendhal lo hace pensando amoro­
samente en que siempre habrá otro nuevo libro esperándole.
El mérito de Boudot-Lamotte al publicar una nueva serie de car­
tas de Stendhal, Aux ámes sensibles no está sólo en haber reunido en
un volumen fácil de leer y releer una extensa correspondencia en la
que es fácil perderse por su gran riqueza, en la que gusta perderse; ni
tampoco en su prólogo, tan agudo y comedido de tono, ni en las notas
que aclaran, sin hacerlo pesado, lo que precisa de aclaración. Todas
estas cualidades de hombre de letras ceden ante el don de la simpa­
tía, que le ha permitido ser fiel a Stendhal sin caer en el stendhalismo,
el hacer una selección en la que ni el capricho, ni el snobismo, ni el
instinto de libertad están separados de la más hermosa inspiración
sentimental, de esa sinceridad tan sencilla de invocar a propósito de
Beyle, tan difícil de no traicionar y, por último, el haber indicado, con
una señal, ese título que es como una evidencia, el rasgo que mejor
aclara el particular encanto de Stendhal: una cierta sensibilidad de
alma.
Esta correspondencia da mucho que pensar sobre el famoso natu­
ral cuyo sentido se busca en vano en la concepción o en el estilo del
perfecto “egotista” , ¿Qué naturaleza es ésta que, ton pronto como se
niega darle una definición abstracta, por medio de ideas o de un vago
modo de pensar, abre el camino a una infinita diversidad de interpre­
taciones? Ya se ha tratado mil veces este enigma, espejo secreto de
Stendhal; es bien fácil el ver una reminiscencia de Rousseau, una cán­
dida creencia en un no sé qué más esencial que la cultura, la civiliza­
ción y las costumbres, que deterioran por las molestias que imponen,
por las facilidades que permiten. Es de todos conocido que el horror
a las convenciones (“Creo que las conveniencias son una de las bromas
más tristes” ), el odio al aburrimiento, el gusto por la brusquedad y lo
espontáneo, han llevado a Stendhal a confesar con frecuencia esta
“naturaleza” como una especie de sistema heredado del siglo xvm.
“La cortesía y la civilización igualan a todos los hombres en la medio­
cridad, pero hechan a perder, rebajan a los que serían excelentes.”
Pero esta moral íntima, regla de conducta más afirmada que acatada,
no contiene nada que parezca ser origen de la disposición que le es tan
necesaria; da la impresión de ser una aplicación tardía, un producto
secundario que el autor utiliza conscientemente, con ese ligero gusto
por la provocación que pone en todo. Lo “natural” de Stendhal está
muy alejado del Yo-natural del que Rousseau intenta descubrir la
idolatría a través de las reacciones menos primitivas y espontáneas de
su temperamento. Lo inculto no le provoca menos horror que lo ca­
rente de originalidad y, admirando a un joven oficial ruso por quien
siente un amor incipiente, a la manera de Hermione, responde a sus
cumplidos de un modo que no quita todo mérito a la civilización y
a la cortesía. “ No hay nada más desagradable, más grosero, que un
estúpido oficial extranjero e inculto. Aunque, en Francia, ¿qué oficial
podría compararse al mío en naturalidad y grandeza?”
Si se acepta como juego el buscar en su correspondencia el carác­
ter de este natural inqcpgnoscible, se cae en la tentación de reducirlo
a un cierto tono, a un modo de escribir contrario a la grandilocuencia,
al estilo pomposo, a una vivacidad de expresión que imita a la conver­
sación en lo que tiene de inmediato, pero que se aparta de ella me­
diante un giro más individual, más específico. En todo caso, es normal
el que en sus cartas ese natural del que el género epistolar es la técnica
clásica. Una carta pertenece al arte cuando no es sobrecargada ni sofis­
ticada, representa los impulsos del espíritu en su desnudez, con sus
giros bruscos, alusiones rápidas, libertad sin sujeción y gracia sin cons­
treñimiento alguno. Es esencial llegar a la literatura por un camino
que parece rehuirla; también es indispensable ser uno mismo, y no
parecerlo más que para su único lector. Todo el ingenio que se derro­
cha, y que va más lejos que una simple conversación, las palabras exce-
sivamente adornadas, los relatos hechos menos por lo que cuentan que
por el ritmo de la narración; todos estos elementos deben reordenarse
en función de su connivencia con el corresponsal al que dirigen, y
sólo en atención a él. La afectación está permitida en tanto que medio
de sellar una complicidad, de organizar una entente que excluya a
cualquier otro.
Las cartas de Stendhal poseen, por regla general, las cualidades
que se hallan en los mejores epistolarios. Son vivaces, sorprendentes,
animadas por un ardor que consume cualquier tema sin provocar
humaredas, admirablemente descuidadas y limpias de todo “estilo” .
Aunque si se las compara con las de los maestros del género y,
como hace notar Boudot-Lamotte, con las de Mérimée, se observa que
las de éste tienen algo más agradable, más elegante y espiritual que
falta en las de Stendhal y que aparece en ellas como una cualidad po­
sitiva, como ese algo más que siempre se recuerda al referirse a
lienry Beyle, y que resulta tan difícil de precisar. Una de las mani­
festaciones del encanto stendhaliano es esta falta de algo, que se con­
vierte en presencia, privación de la que se goza como una presencia
eficaz, y tal vez como de lo bello mismo. Puede decirse que el arte
de Stendhal no es afectado, demasiado brillante, puro, cuidado o
auténtico, y todos estos juicios referidos a lo que no es, especie de re­
tórica negativa, delimitan su extrema riqueza, el valor de una perfec­
ción que no se basa en la idea de lo perfecto, sino en la impresión de
una necesidad indefinible desde fuera —es decir, negativamente—,
aunque se le conozca por el sentimiento y se la ame desde dentro.
No es indiscutible el que la afectación de naturalidad y since­
ridad que Paul Valéry señala como la característica más notable de
Henry Beyle responda siempre a lo que puede entenderse de su
“natural” . Su correspondencia está, en sus tres cuartas partes, libre
del descuido e improvisación observables en otros muchos cultiva­
dores del género. Las escasas cartas que imitan la sencillez se parecen
demasiado a lo que deberían ser, tienen una melodía aparte, sea por
su tema o por su destinatario, y mezclan con excesiva habilidad lo
pintoresco y la preocupación de ser verdaderas (por ejemplo, el cé­
lebre relato de la erupción del Vesubio: “En el cráter hay un pilón
de azúcar que arroja piedras incandescentes cada cinco minutos.
M. de Jussieu quiso llegar hasta él y se ha raspado bonitamente manos
y rodillas al recorrer una llanura formada por filigranas que se des­
hacen bajo su peso. La ascensión es abominable” , etc.). En las demás,
lo natural no es producto de una voluntad perceptible, o pretensión
fácilmente adivinable. Ser sencillo no aparece como resultado de
cálculos que intentarían llegar a la sencillez mostrando lo que es,
exhibiéndola como un personaje de comedia; por ejemplo, la caria
a Giulia Rinieri, joven a la que había pedido matrimonio, y que aca­
baba de anunciarle su compromiso: “He recibido, m i querido ángel,
su carta desde Pietra-Santa, fechada el primero de abril. Me escribe
muy poco. Bien, no seremos más que amigos.” El “no seremos más
que amigos” es un rasgo admirable de discreta declaración; la discre­
ción no se proclama, se oculta sin decir que lo hace.
El secreto de esta naturalidad puede buscarse en la inteligencia,
en la magia de un espíritu que, gracias a refinados análisis, a una alqui­
mia personal, rara y sutil, consigue no engendrar más que productos
casi puros, semejantes a los símbolos matemáticos por su rigor y pre­
cisión. Tal “algebrismo” , que tiende a definir a Stendhal como un raro
ente de laboratorio, calculando y descubriendo a los hombres tal y
como son, en su naturaleza esencial, es únicamente una metáfora
que hace ver uno de sus aspectos, y no precisamente el más miste­
rioso. Por el contrario, lo que cada página de su correspondencia nos
descubre de él mismo, es su naturaleza de lama sensible, la cualidad
de esta sensibilidad exquisitamente sacudida por lo que le parece na­
tural y no convencional, conmovida hasta tal punto que le despierta
una especie de conciencia suplementaria, discernimiento que la hace
sentir y ver lo que siente. En la capacidad de emoción que Beyle
atribuye “a las almas sensibles” hay un fermento intelectual, un juicio
innato que no altera la pureza de la emoción profunda, ni la aplaza
a causa de la reflexión, sino que la orienta hacia su verdad y su gracia,
reduciéndola a sus elementos auténticos, volcándola hacia la dicha de
amar. Las cartas de juventud, dedicadas a Paulina, en las que se des­
cribe como le gustaría verse, están llenas de análisis que iluminan el
secreto de su naturaleza. ¿Qué le reprocha a Mine, de Staél? ¿Una
excesiva sensibilidad, un corazón demasiado violento? Por el con­
trario, una sensibilidafjj.'jseca, ciega a sí misma. “Mme. de Staél
no es muy sensible, pero’ se ha creído tal; ha querido ser muy sen­
sible y ha hecho, en lo más intimo de su corazón, una cuestión de
honor, de gloria, una excusa por serlo; luego le añade a esto toda su
exageración.” ¿Qué es lo que amaba de Pauline, de Mélanie, o de
Mme. Rolland? Una cierta gracia, una ternura que el espíritu desvela
sin pervertirla, una inestable combinación de sentimientos y pudor
consciente. “Ella (Mélanie) es como tú —le escribe a su hermana
Paulina—, no se atreve a decir las profundas cosas que le dictan los
sentimientos, le parecería ridículo; es necesario rogarle durante un
cuarto de hora para que acceda a ello. Posee la extrema delicadeza
del alma del artista, la de Tasso.”
Si la naturalidad aparece tan claramente en esta expresión, se
debe a que el sentimiento se experimenta en lo que hace natural y
auténtico; y si la sencillez no desaparece de una fórmula que une es­
trechamente una observación intelectual con una emoción íntima,
o sea, un conjunto muy alejado de la simplicidad, la causa es que la
emoción, en su mismo origen, posee ya los caracteres de emoción
espiritual. Se ha intentado frecuentemente ver en Stendhal una doble
naturaleza presa del dilema que él mismo definió refiriéndose a Bris-
sot: “Brissot me hace pensar que las cualidades del filósofo, que in ­
tenta conocer las pasiones, y las del poeta, que intenta describirlas
para conseguir su efecto, son incompatibles.” Stendhal también se
hallaría atado, simultáneamente, a la pasión, que haría su propia
descripción dificultosa, y a la observación de los demás, a los que
sólo podría entender olvidando su propia naturaleza. Esta grosera
escisión que opone en Stendhal al observador desinteresado y al alma
sensible, hace que, justamente, se pierda ese natural que lo caracte­
riza, la sinceridad que es producto de una mezcla pura en la que,
desde el inicio, la emoción se colorea por una cierta cualidad cons­
ciente, emparejándose con la ingenuidad de un espíritu opuesto a la
mentira. La misma austeridad de la prosa stendhaliana no es otra
cosa que el camino más corto para llegar a la extrema riqueza de
emociones; y las observaciones de su “ algebrismo” , una apelación
brusca y breve, destinada a despertar el más querido recuerdo, a re-
insertar en circunstancias miserables o mediocres las sorpresas vividas
del corazón tal como las conoció una vez, en toda su pureza.
En una de sus admirables cartas a Mme. Dembowski, en la que la
pasión se expresa sin otras preocupaciones que emocionar y justifi­
carse, Stendhal se pregunta por qué sus más tímidas acciones parecen
el colmo de la audacia: se debe a que da la impresión de frívolo
cuando en realidad es apasionado, y que, privados de cualquier énfasis,
sus modales aparecen como insolentes, cuando no son más que natu­
rales y sencillos. “El principio de los rñodales parisinos es el actuar
en todo momento con simplicidad. He visto, en Rusia, a los fran­
ceses realizar cinco o seis grandes acciones y, aunque acostumbrado
al tono sencillo de las buenas amistades de París, me conmovió el
hallar tan secillos los gestos de quienes las realizaron. Bueno, creo,
señora, que en el decorado de otro ambiente, estos modales sencillos
os hubieran parecido ligeros y poco apasionados. Tened en cuenta
que, mis acciones notables en Rusia, eran cuestión de vida o muerte,
vida que, por lo general, se ama bastante cuando se tiene sangre fría.”
No puede decirse que esta anécdota nos dé la clave de lo “natural” ,
puesto que verdaderamente no explica nada; pero podemos entenderla
como un signo de esa sencillez que a unos les parece singularidad,
a otros afección, y a muchos el lenguaje único de un alma sensible,
más cercana y encantada de sí misma que otras muchas, gracias a
lina rara combinación de ardor y clarividencia.
III. GOETHE Y ECKERMANN

Las conversaciones de Goethe con Eckerrnann sigue siendo uno


de los libros más extraños de la literatura universal, una de esas obras
que plantea tanto problemas por su misma existencia como por su
contenido. Iíay algo extraordinario en el carácter de autenticidad con
que estas memorias han sido distinguidas, cuando habría realmente nu­
merosas razones para dudar de su exactitud y, como ha demostrado
J. Petersen, si se considera que la ficción juega en ellas un importante
papel. Pero aún es más sorprendente el que este inigualable retrato
de un espíritu prodigioso, fiel en su infidelidad, creación que consigue
tanto el dar una imagen válida de un gran creador como el ocupar
en el conjunto de sus obras maestras un lugar significativo, sea pro­
ducto de un escritor sin genio, discretamente inteligente, a menudo
ridículo, incapaz, parece, de dominar por completo la materia de un
auténtico trabajo literario. Este éxito es tanto más extraordinario si se
sabe que el libro no fue retocado por Goethe, y que tampoco es la
fiel transcripción de sus conversaciones, sino una laboriosa traspo­
sición donde con frecuencia se ha calculado hasta el descuido de las
entrevistas, y supone un fenómeno que apenas deja entrever su ori­
ginalidad y significación.
El principal interés de Conversaciones con Eckerrnann... se debe
a un hecho singular: no esbozan el retrato de un hombre, de un hom­
bre entre sus apariencias, con las rarezas de su carácter, los impulsos
propios de toda vida, sino que nos describen directamente al creador,
al ser profundo que sus obras exigen, de existencia imposible de
comparar con ninguna otra. Este hecho, completamente insólito,
distingue a esta obra de otras memorias del mismo género, en par-
ticular del Memorial de Sainte-Héléne con que se le puede comparar.
Eckermann no se ha dedicado a recoger confidencias, es decir, imá­
genes capaces de evocar 3a vida del hombre con. quien se entrevistaba;
en los pasajes de su libro en que la vida interviene, no es más que el
ligero soporte de otra acción, mucho más secreta, el encuadre de los
elementos de una figura momentáneamente afectada por hechos acci­
dentales. Pero lo que lo expresa, mostrándolo en tanto que viviente,
en disputa con la vida, es un ser mítico, una figura prodigiosa cuyo
nombre tiene un valor creador, un héroe de la creación, el mismo que
está en sus obras, artista que sólo cobra plena existencia en la obra de
arte.
El mérito de Eckermann -en la medida en que ha sido algo más
que dócil eco de la misteriosa captación de una voz— no es el de
reproducir a Goethe tal como su gloria podía imaginarlo, sumido
en la vejez, en las solemnes circunstancias de su importancia social.
Eckermann no sólo ha captado en su misma vida al Goethe de oro
y mármol, que la posteridad consagraría; al renunciar a las imágenes
de su vida, ha podido esbozar los rasgos del creador, captar al ser
oculto tal cual existía en el momento de la creación, seguir con la
vista la capacidad de formación, el demonio apenas oculto que mo­
delaba las formas y preparaba las metamorfosis. Nunca se valorará
lo bastante su parte en este testimonio. En un cierto sentido,y gracias
a su eminente pasividad, aúna decisión largamente deliberada y prepa­
rada por Goethe, Eckermann ha sabido estar presente en la soledad
del artista, intentando descubrir qué es un creador cuando está con­
sigo mismo, introduciendo la maravilla y el escándalo de un testi­
monio del centro mismo del espíritu. El cómo admitir a un espectador
de su profundo y útil abandono, espectador que no haga fracasar el
trabajo del yo secreto, es lo que Goethe intentó y logró plenamente,
al acceder a pensar delante de ese discípulo fiel y cándido, que era
Eckermann. '!'*
Lógicamente, por medio de las Conversaciones... no entra­
mos en relación con “el espíritu que mora en el rincón más remoto
del corazón” , según la expresión de Dante. Por ejemplo, no podemos
tener la esperanza de contemplar al espíritu tal y como se descubre
cuando se transforma en una obra inmortal; pero por lo menos, las
Conversaciones... nos ponen en contacto con la superficie momentá­
nea del creador. No se trata, como ocurre a menudo en este tipo de
libros, de testimonios fortuitos sobre la naturaleza del artista,y en con­
secuencia exteriores a éste, no sólo incompletos porque son transmi­
tidos, sino fruto de relaciones accidentales, fragmentarias. Hay en la
obra algo mucho más precioso, el modo en que Goethe, alcanzado
el supremo equilibrio, @1 inalterable dominio de su vejez, se conducía
ante un testigo privilegiado, definiendo de una manera esencial sus
relaciones consigo mismo en tanto que poeta prometido a la audiencia
del público, considera la existencia de los que le escuchan y leen.
Por así decirlo, las Conversaciones... nos proporcionan un testimonio
significativo no de la manera real, azarosa y fortuita, en que se con­
ducía exteriormente con el público, sino sobre la forma esencial,
ideal e inalienable que daba interiormente a sus relaciones con el
público. De aquí se deduce que había logrado con Eckerrnann una
realización de las relaciones ejemplares del poeta con la sociedad
de lectores que está obligado a tener en cuenta, incluso en la soledad.
De un modo más general, las Conversaciones... ayudan a conocer,
no el modo en que Goethe se comportaba ante tal o cual hombre o
momento, informaciones que no superarían el nivel de hechos, sino
como creador que era, lo que en él había de monumental e inmu­
table, reaccionaba ante lo que es pasajero, fortuito, fugitivo, siendo,
hasta en sus objetivos externos o transitorios, el mismo ser ecuánime,
preciso ejecutante, consciente y dominador del destino, con el que
se identificaba al máximo a través de sus obras. Así mismo, su len­
guaje, aunque marcado por influencias extranjeras impuesto desde fuera
por el carácter de su oyente, sigue siendo en las Conversaciones... el
orden de expresiones, lugar de formas que lo representan enteramente
en la esfera más íntima de su mundo; lenguaje que constituye uno de
los fenómenos más grandiosos del Goethe anciano. Hay algo de angus­
tioso en este hecho, que hasta en sus momentos menos calculados,
más fugaces, pennanece (como afirma Gundolf) bajo el signo de su
demonio creador de figuras, consiguiendo dar a su yo una forma
tan absoluta, que ninguna de sus expresiones es accidental. Las pala­
bras de Goethe en el libro de Eckerrnann no son un testimonio ex­
terno de aquél sobre sí mismo, son una de las formas de su arte,
interiores tanto a él como a su vida.
Se empieza a comprender el que Eckerrnann haya conseguido
escribir una obra en la que tantas y tan extraordinarias intenciones
se justifiquen, al observar la participación que Goethe ha tenido en
ella, el lento trabajo a que se dedicó para modelar a su discípulo,
convirtiéndolo en lo que debía ser para hacerlo autor de un libro
semejante. Ya que, si bien Goethe no participó directamente en la
redacción -limitándose a controlar la mayor parte— formó delibe­
radamente, con ese afán de organización que marca todos sus pro­
yectos, el espíritu de quien tenía que escribirlo, manteniéndole alejado
de influencias ajenas, impidiéndole seguir sus propios caprichos,
haciendo de él, de su memoria y de su inteligencia, el receptáculo
propicio para la augusta imagen que debía reproducir y propagar.
Goethe tuvo el deseo de hacer una obra por medio de otro, de crear
de alguna manera un espíritu para que esta criatura de sí mismo,
trabajando según sus criterios, en una aparente libertad literaria,
pudiera, al manifestarse, manifestar el aliento, la vida creadora que
había recibido, y dispensar la sabiduría suprema de cuyo esplendor
era reflejo. Es una experiencia análoga a la de un creador que, en
lugar de presentar un libro a su lector, trata a éste como al héroe
de una gran obra, protagonista de obra de arte monumental, encargán­
dole el sobrevivirle, el realizarle, haciéndolo real en el momento en que
ya no exista. Entre Goethe y Eckermann hay una relación de depen­
dencia mucho más estrecha que entre Wagner y Homonculus; Ecker­
mann nunca fue capaz de liberarse y, tras la muerte de su maestro,
cuya desvanecida sombra buscaba en vano, no le quedó otro destino
que ir desapareciendo lentamente, con el reflejo que llevaba consigo
y que le habia iluminado, no siendo desde entonces, como lo dicen
sus biógrafos, más que un hosco superviviente, un oído vacío de la
voz que lo había saturado.
IV. ANDRE GIDE Y GOETHE

Las páginas de André Gide que prolongan la edición del teatro


de Goethe, publicada en la colección La Pléiade, son diferentes de
las que se hubiera podido esperar. Entre todas las imágenes de Goethe,
que hacen vacilar a la crítica, entre todos los Goethes posibles, cuya
inagotable variedad forma el Goethe real, se hubiese podido esperar
que Gide, él mismo tan diverso aunque tan fiel a sí, se negaría a elegir,
manteniendo la multiplicidad de las figuras, los cambios de orienta­
ción, el genio para las metamorfosis que permitió al Proteo del norte
“vivir tantas vidas en una sola” . Pero su criterio es muy distinto; lo
que Gide ve en Goethe no es el devenir infinitamente rico de una
existencia que supo ser una multitud de seres no siendo, cada vez
más, ella misma, sino lo que tiene de más estable, de afectado en
lo eterno, la figura mítica glorificada por Eckermann. Lo que admira
110 es el titán que intenta ir más allá de lo que es, que lo quiere todo
sin perderse a sí mismo; admira al solemne anciano de los últimos
años, convertido en modelo del universo, preocupado por obtener
una lección de cada cosa. Aunque conozca los peligros, la tensión,
a menudo espantosa, que implican la serenidad de una vida seme­
jante, sólo considera el éxito y no las posibilidades de fracaso, el
equilibrio, y no la pasión que lo amenaza, la dicha de la renuncia
y no el sufrimiento que entraña y que deja entrever que el destino
más consumado equivale a la mayor derrota.
“La obra de Goethe, de parte a parte, es enseñanza” , dice André
Gide. “De parte a parte” no es tan fácil de admitir. Es sabido que la
vocación de instructor (los alemanes se han inclinado con frecuencia
a establecer la gloria de Goethe en base a su valor didáctico; como
hace todavía Hans Carossa en la introducción a las Pages immortelles
de Goethej es el rasgo dominante de su vejez cuando para él mismo aca­
ba la tarea de creación, afirmando lo que es sin preocuparse por los de­
más, trabajando posteriormente en su propia formación, teniendo en
cuenta al mundo pero sin desear todavía actuar sobre él; es también
la época en que se plantea la cuestión de su función magistral, sin­
tiéndose obligado a educar al público y a la nación a la que pertenece.
Hasta qué extremo esta obra pedagógica es ajena al joven Goethe, in­
cluso al de la primera madurez, viene demostrado por la influencia
que sobre él debió ejercer Schiller, revelándole sus deberes y prerro­
gativas como maestro de la juventud alemana. Sin duda, las influen­
cias que sufrió nunca representan nada extraño: forman parte de su
destino, porque las asimila y porque parece ser que él mismo las
atrajo, hasta el punto de presentar un carácter de necesidad y justi­
ficación. En cualquier caso, el papel de Schiller señala que la necesi­
dad de instruir a otros era bastante ajena a Goethe, y sólo pudo
concebirla por la intervención de este intermediario privilegiado.
Las tres etapas de Goethe son difícilmente confundibles: la primera,
en la que se expresa sin la menor responsabilidad ni respecto a él ni
al mundo {Goetz, Werther el primer Fausto), preocupado por con­
fesiones y explosiones líricas. La segunda, con Ifigenia y Tasso, re­
nuncia a su anterior despreocupación, para convertirse en responsable
de sí mismo frente a sí mismo y, al tomar conciencia de lo que es,
modela, madura, educa lo que debe ser. Y la tercera, la de Años de
viaje, en la que siente plenamente su responsabilidad con respecto
a los demás, afirmándose como ejemplo y modelo. En su primera
etapa, Goethe es como Prometeo, desea afirmarse a sí mismo, no
conoce otra ley que su sentimiento creador y sus caprichos; como
Satirus, se abandona a la fuerza dionisíaca, y como Fausto, actúa
como superhombre solitario para quien la existencia social no es
más que “desafio, ilusión, mentira o vasallaje” . En la segunda etapa,
la cultura del yo en y por el mundo se convierte en el principal pro­
blema, aunque todavía no se trata de la cultura del mundo a través
de ese yo ejemplar en que desemboca Goethe en el apogeo de su
vejez, yo que se encuentra él también en un mundo, y que no reco­
noce únicamente sus obligaciones hacia la sociedad, sino que posee
sus propias exigencias, que ha llegado a ser ley para ella como ésta lo
tue para él, educador porque es en primer lugar una forma legítima
del devenir universal. Lo que parece encerrar toda la existencia de
Goethe en su vocación pedagógica es la continuidad de sus expe­
riencias, la insensible sustitución de gustos y poderes, la unidad y
lentitud de sus metamorfosis. En primer lugar, capacidad de expío-
sión, de deslumbramiento, hombre impaciente por vivir, por medio
de esa vida llega al conocimiento del mundo, al reconocimiento
de que existen leyes válidas en él; a continuación, creador de imá­
genes, impulsado por su experiencia de la cultura a realizar en sí
mismo las leyes eternas del universo, llevado por el mismo im­
pulso que le hizo reconocer las leyes como para sí, a convertirse
en. modelo para los demás, a reducir incluso a nivel de la sociedad
el intervalo que ha descubierto en sí mismo entre la humanidad
real y la ejemplar. Experiencias que van engendrándose mutuamente,
aunque sean diferentes en cada momento, y le arrojen a un con­
flicto que sólo puede superar después de haber temido perderse
en él.
André Gide insiste en la aptitud de Goethe para sacar partido
de cualquier circunstancia: todo le sirve, todo desemboca en una
obra, todo es materia de enseñanzas, y de todo es capaz de deducirlas,
De esta aptitud se desprende una impresión de suerte tanto como
la de un verdadero oportunismo, en el sentido exacto del término,
la creencia de que supo acomodarse a todo a causa de que todo
estaba acomodado a él. “ Si —dice Gide— Goethe triunfó sobre sí
mismo y sobre todo, pero a veces hay que preguntarse si algunos
de estos triunfos no le fueron demasiado fáciles...” Las relaciones
entre Goethe y su vida, la profunda unidad que le permitió expresar
simultáneamente su existencia como forma y su arte como potencia
viva, es el rasgo fundamental de su genio. No es una cualidad que per­
judique su originalidad, o lo disminuya en su irreductible persona­
lidad; por el contrario, en ella aparece lo que lo pone aparte y por
encima de otros muchos. El que haya sido un creador cuya capacidad
penetró tanto en la obra como en la vida que hizo de los azares
accidentales de su existencia una serie significativa y necesaria, y de
sus disposiciones instintivas, de sus dones naturales, un eñcaz y cons­
ciente poder de expresión, son los rasgos propios de Goethe, fenó­
meno que sólo se ha producido una vez. Puede pensarse que sacó
partido de todo, o que todo lo que halló estaba previamente en
armonía con el uso que le dio, pero, en cualquier caso, se debe
a que poseía esa misteriosa facultad plástica, ese poder del que Gun-
dolf habla en términos tan acertados, de transformar en destino todo
lo que encontraba, y al destino mismo en una realidad artística. Su
oportunismo se debe al sentimiento que tuvo de ser una criatura
“demoníaca” , o sea, alguien al que no le ocurría nada que no fuese,
en relación a su vida, la señal de una ley suprema. Ese mismo senti­
miento de complicidad con el destino, es la conciencia de la riqueza
creadora, el hecho original de que arte y experiencia vivida perte­
nezcan a la misma esfera, doble manifestación de una realidad común.
Desde esta perspectiva puede ser citada la frase que tantas veces se
ha interpretado y citado erróneamente: “Todos mis poemas son poemas
de circunstancia.” Pues, para un hombre como Goethe, toda circuns­
tancia tiene su parte de necesidad, “poseen la facultad de servir de
centro a las demás” , se han presentado como momentos del destino;
sus poesías son de circunstancia porque éstas tienen en sí mismas
un valor poético, son expresiones del punto de vista de la existencia,
que también debe ser expresado en poesía con la ayuda de la ima­
ginación y la cultura.
Si se abarca con una sola mirada el conjunto de experiencias de
Goethe, es difícil no ser sensible a lo que revelan de armonía y suerte,
y se llega a pensar, con Paul Valéry, que este gran hombre fue “uno
de los éxitos más felices que el destino humano ha llevado a cabo” , o,
con André Gide, que sus triunfos fueron “un poco fáciles” . En ambos
casos sólo se tiene en cuenta las posibilidades que tuvo de sobrepo­
nerse, y no las repetidas crisis, a menudo trágicas, que lo empujaron a
la alternativa de recuperarse o perecer. Pocos hombres marcados por
un destino tan feliz han sentido, como él, que estaban a merced de la
mayor catástrofe, que podían perderse en la tensión que finalmente les
salvó. En su juventud dijo una vez: “Para mí, no podría plantearse el
problema de terminar bien” ; pero ya en la vejez, cuando parece disfru­
tar con desesperante solemnidad del confort de su triunfo, cuando
todo es dicha y definitiva facilidad, también dice: “Todo se ha perdi­
do para mí: lo estoy en mí mismo” , y se halla, por su amor rechazado
hacia Ulrike de Levetzow, sumido en una crisis que le hará debatirse
entre la vida y la muerte. Las experiencias de Goethe lo han condu­
cido en cada ocasión, aunque lógicamente con una confianza creciente
a medida que se repiten, a temer que su vida, es decir, el sentido de
ésta, fuese destruido qlimitado. Las abordó como encrucijadas en que
le estaba permitido eiéjj'ir el camino de un destino superior, o el de su
auténtica ruina. Sabía que podía errar y, como Hólderlin o Kleist, co­
noció la suprema decisión en la que se juega todo, se arriesga -también
todo, volviendo al juego indefinidamente; de ahí el significado de su
profunda frase de vejez: “Quien no es capaz de desesperar no necesita
vivir” , que también expresa en ese verso en el que se ha querido ver
la fórmula de una serena felicidad, cuando está cargado de una impa­
sible maldición: “La vida, cualquiera que sea, es buena.”
En la felicidad de Goethe se puede discernir la inmensa desdicha
que en ella se oculta, en la facilidad de su triunfo el esfuerzo supremo
y desesperado de la conquista, en la armonía el conflicto sin solución.
Igualmente, la “renuncia” de Goethe, que parece ser la principal
lección que nos ha dado, puede ser concebida como el camino más
cómodo para quien no logra lo que desea o cambia tranquila­
mente lo imposible por lo posible, confesión de lo que ha alcanzado
se siente dolorosamente como nulo en comparación con lo que aspi­
raba; paradójica verdad que incluso en el último Goethe, cuando ya
ha realizado la obra más grandiosa que se pueda soñar, en el cénit de
la gloria, de la riqueza y perfección, no representa más que a un
héroe mutilado, a un éxito coronado por el fracaso. Goethe renun­
cia, lo cual implica que no ha traspasado todos los límites, ni llevado
el ejercicio de sus dotes hasta ese punto en el que vencer es perderse,
a sí mismo; pero renuncia, que es equivalente a decir que pudo rea­
lizar su obra sustrayéndose a la catástrofe, y pagando por esta conse­
cución con el remordimiento de haber faltado a aquélla y así, lejos de
sentir satisfacción ante su obra salvada del naufragio, le atormenta
el haberla salvado por su infidelidad a éste y tuvo, al renunciar por
su obra al sufrimiento de una opción trágica, que sufrir voluntaria­
mente por su renuncia.
La cordura de Goethe es la de un hombre que ha sentido como
un tormento, como una carencia, la necesidad de apartarse de la
sinrazón; así como su carácter, mesura y claridad expresan el vér­
tigo de un ser que conoce las fuerzas oscuras, nunca las pierde de
vista, y sabe qué es lo que abandona al renunciar. André Gide, en
su interpretación de las últimas palabras de Goethe: Mehr Licht, como
símbolo de su ansia de claridad, escribe: “Que me sea permitido el
deplorar este horror de oscuridad, al que considero como el mayor
error-debilidad de Goethe: en este punto, se acerca a Voltaire.” Se
comprende que este lamento es para el propio Gide la manifestación
de un sentimiento personal muy profundo, lleno de sentido. Pero con
respecto a Goethe es o demasiado riguroso o demasiado condescen­
diente. Si se le desea comparar con Voltaire, salta a la vista que todo
lo que ignoró el autor de Mahomet fue muy tenido en cuenta por su
traductor; en este sentido, todas las faltas de Voltaire, sus burlas ante
las sombras, su grosera ignorancia de los aspectos ocultos del mundo,
su desconocimiento de la tragedia, etc., son elementos ridículos a la
hora de hacer reproches al poeta que tuvo en grado sumo “el sentido
del valor de un estremecimiento” (como dice Hans Carossa), o al que
escribió: “El estremecimiento sagrado es la mejor parte del hombre.”
En otro sentido, Goethe sí que se ha mostrado como mucho más cul­
pable ante las tinieblas que el claro y ligero Voltaire, pues éste no las
conocía, ni siquiera las presentía, no pudiendo por tanto traicionarlas.
Pero Goethe, que se midió con ellas, que había invocado al Espíritu
de la Tierra, concebido con Sátiras el sueño de llegar al dominio por
medio de la risa, terminó por expulsarlas, por condenarlas en la pasión
misma que les había unido. Esto justifica la oposición que Gide esta­
blece entre Goethe y Nietzsche, el primero que quiso “todo, y ade­
más, ser salvado” , el segundo que se arrojó a la catástrofe con la certe­
za de que al perderse realizaba su destino. En esta oposición no puede
olvidarse que aquello que Goethe alzó contra sí fue amado y admira­
do por Nietzsche no sólo como potencia apolínea, por su serenidad e
impasibilidad de artista, sino también por sus sueños dionisíacos, aban­
dono ante los misterios, por esa humanidad integral que le enseñó a
considerar como suya.
El prefacio de André Gide inicia una edición del Teatro de
Goethe que, junto a buenas traducciones, reúne dos modelos de fide­
lidad y valores poéticos, obras raras y puras, Satirus, traducida por
Armand Robin, y Ifigenia en Taúride, a la que desde este momento
le quedará unido el nombre de Jean Tardieu.
V. LA SOLEDAD DE PEGUY

En su Charles Péguy et les cahiers de la. quimaine, Daniel Halévy


valora uno de los caracteres más profundos del destino de Péguy: la
soledad.
Dicha soledad revistió formas diversas y misteriosas; al seguir el
desarrollo de su existencia, se observa que se expresa en planos muy
diferentes, en mundos a menudo separados, como si cada episodio
pudiera ser contado muchas veces, como si se tratara, según dice
Halévy, de una hoja de la que pueden leerse anverso y reverso. A este
fenómeno ya de por sí notable, se le añade algo aún más singular,
verdaderamente propio a Péguy, el hecho de que esta existencia tan
compleja tenga el vigor de una existencia simple y única, dando la
impresión de ser atravesada por una intuición pura, de ser doble sin la
menor traza de duplicidad.
La soledad de Péguy puede captarse en numerosos planos. Es la
de un hombre que tuvo las más extrañas amistades y que se apartó
con sorprendente brusquedad de casi todos sus amigos. Es la de un
espíritu que amó el confiarse- por lo menos a aquéllos que había
elegido-, hablando con frecuencia de lo más profundo de sí mismo
y que, al mismo tiempo, ocultó lo esencial, no dejando ni siquiera en­
trever el lugar del secreto al que sólo una lenta maduración llevaría
a la luz. Es, igualmente, la soledad de un hombre que siempre decidió
solo, pensó solo, obtuvo de una extrema conciencia de sí mismo, al
margen de cualquier referencia ajena, los criterios que impuso sin ape­
lación posible a los que le rodeaban. El anticonformismo de Péguy
es expresión de su soledad, como ésta es uno de los signos de su
vocación.
Es emocionante el ver cómo van emergiendo en los diferentes
momentos de su vida las formas casi indiscernibles de los pensa­
mientos que le ocupan. De vez en cuando, se recoge una prueba
del trabajo que proseguía, que no tuvo que ocultar por su misma
profundidad, semejante a la creación del tiempo. Se sabe que hay
un secreto en él del mismo modo que sabemos que el porvenir es
una forma de existencia del presente, y se vislumbra un poco su
proyecto a través de las escasas revelaciones que se disipan apenas
hechas, ante los ojos de quien las recibe. No hay símbolo más asom­
broso de este fenómeno que la primera edición de su Jcanne d ’Arc\
el texto estaba como ahogado entre espacios en blanco: una res­
puesta, algunas frases parecían perdidas entre páginas manuscritas;
lo que se decía parecía esperar otra frase dejada para después, ex­
presando ya por medio del silencio el Mystére de la charité de Jeanne
d ’Arc que se añadiría once años más tarde a esta primera obra.
La misma disposición tipográfica se halla en un cuaderno de
1902, en el que una serie de reflexiones sobre el envilecimiento de
las costumbres políticas le lleva a citar ampliamente los Pensées de
Pascal: la cita está rodeada por un amplio margen en blanco, invi­
tando a ver esta ausencia de texto como presencia de un misterio
aún inaccesible, lugar vacío que aguarda una revelación- la vuelta a
la fe— que advertirá a su amigo más íntimo, Lotte, sólo seis años
después, extraordinaria señal lanzada al lector despistado. Antes
de ese plazo ya aparecen, dispersas, nuevas e impenetrables alusiones.
Daniel Halévy descubre una en dos líneas de Notre patrie, aparecida
en 1905: “Es el soldado que mide la cantidad de tierra temporal,
que es la misma que la tierra espiritual y que la tierra intelectual.”
Tales son exactamente el orden y el tema de los tres misterios, y del
poema Eve, escritos mucho después, referencia a meditaciones que
ninguno de sus familiares imagina. En la misma fecha, declara a
André Bourgeois, que'le señalaba el carácter extraño de una de sus
frases, que se iniciaba con las palabras: Quiera el acontecimiento:
“En dos años, escribiré, quiera D ios”
Esta expresión de un alma que en todo momento es capaz de
captarse a través de toda su historia, que se vigila constantemente,
presenta todo un movimiento de formas sumamente misteriosas;
da la sensación de que ese espíritu intenta una posesión total de sí
mismo. No sabe lo que pensará, pero entiende la exigencia que com­
pondrá el pensamiento; es como si estuviera al margen de la tempo­
ralidad: profetiza y adivina el porvenir. En el plano de la existencia
esta inclinación se traduce en la multiplicación de signos y presenti­
mientos. Péguy poseyó vivamente el don de captar los signos, y en
particular., de adivinar el destinó que le estaba reservado. Daniel
Halévy presenta muchas y sorprendentes pruebas: “Un día —escribe—
probablemente en los primeros meses de 1914 un lector entusiasta
entra en la tienda para manifestarle su admiración por Uve: “Cuando
se ha escrito una obra así, ya se puede morir,” Péguy corrió a casa
de Mme. Favre. “Me acaban de decir que después de haber escrito
Eve sólo me queda morirme. Es grave, muy grave.” Mme. Favre no
veía en ello más que un cumplido bien hecho. “N o ..repetía Péguy-,
es una sefíal, es grave.” Pero hay una indicación aún más extraña.
En uno de sus últimos escritos, LArgent suite, en el curso de un
largo desarrollo sobre el pecado y la gracia, empleó de repente la
fórmula: “Esto es lo que Péguy entendía cuando decía que por la
creación de la libertad del hombre...” ¿Qué significa este verbo en
pasado, esta misteriosa intervención de un Péguy ya impersonal?
Se diría que tras toda una vida dedicada a adelantar al tiempo, final­
mente logró atravesarlo y ahora, cerca ya del desenlace, se siente
obligado a mirar hacia atrás para verse, contemplando al hombre
que es aún bajo la forma de un pasado que ya no es.
En el piano del pensamiento, la misma inclinación se expresa
por una actitud intelectual hasta ahora sólo presentida, y cuyo estu­
dio podría dar una idea de la profunda paciencia del intelecto. Péguy
poseyó en grado inigualable, el sentido de las maduraciones lentas.
Alimentó a sus pensamientos con la espera, dejánsolos formarse con
ayuda del tiempo, por el tranquilo crecimiento que continuamente
obtenían del paso de los días. En este hombre tan impetuoso, capaz
de las mayores cóleras, no había precipitación alguna, ni carrera
apresurada, por la conclusión del juicio. Estableció un pacto con
una especie de letargo de la temporalidad en el curso del que nacen,
como durante la noche, y crecen los impulsos de su alma. Confió
la solución a la espera de la mayor parte de los proyectos y dificul­
tades que entrevio, con un sorprendente adelanto, sobre su verda­
dera fecha. Cuando planteó la cuestión del bautizo de sus hijos, y
chocó con la oposición de Mme. Péguy, no quiso, pese a ser tan im ­
perioso, imponer una decisión y sólo pensó en un recurso: esperar.
Y, al pasar revista a las faltas de Renán, su reproche no era el haberse
dejado vencer por las dificultades de la fe católica, sino el “haberse
comprometido en dificultades infinitamente más arduas... en lugar
de esperar, de vivir en la soledad, de hacer cualquier otra cosa, de ver
venir, de hacer venir".
Es importante el sentido de estas frases, contienen uno de los
secretos de Péguy, dan idea de la tarea que, durante toda su vida,
fue la de su espíritu, la de su alma, en la que se abrían períodos
a veces muy largos, perspectivas que interrogaba lenta, secretamente,
en una verdadera contemplación. Su desconcertante estilo se debe,
en parte, al ritmo que marcaba su pensamiento. Lo que se ha dado
en llamar repetición es la indefinida vuelta sobre una forma que in­
tenta crecer por medio de la insistencia, por su alianza con la tempo­
ralidad, por el hecho de que se impone y saca de sí, a fuerza de pacien­
cia, algo más que ella misma. Esas páginas en que las frases giran y
giran en tomo a unas cuantas palabras como si hicieran en ellas
miles de impactos, son imagen de la invocación al porvenir de la que
hizo una de las leyes de su espíritu; aparecen como saturadas de una
espera implacable y obstinada, maduran adelantándose a un tierno
casi puro, como si la temporalidad se encargara de los dos o tres
períodos que a veces forman lo esencial de un largo desarrollo, te­
niendo por misión el mezclarlos con su propio movimiento, enri­
queciéndolos por la creación que representa, para obtener el fruto
que parecían incapaces de dar. “Palabras —dice Péguy..no os dejaría,
mismas palabras, en tanto que tuvierais algo que decir. No te deja­
remos, Señor, hasta que nos hayas bendecido.”
Esta paciente convicción, sentimiento de lo que ocurrirá, esta
conciencia de un futuro en el que participa, expresan una fuerza
llena de esperanza que constituye una de las razones de ser de Péguy.
Pero también está demasiado claro el que esta convicción no tiene
un sentido exaltante más que a condición de olvidar la soledad que
la engendró. Daniel Halévy compara las experiencias de Péguy con
las de Nietzsche. Ambos sintieron la crueldad de un combate soli­
tario en el que se consumieron sin el más mínimo reposo. Ambos
vivieron al margen, no encontraron a nadie para descargar la trágica ten­
sión que les creaba el presentimiento de su destino. Los dos se quemaron
en pasiones polémicas, cuya exageración es como la medida sagrada
de su valor de héroes. Pero sólo Péguy obtuvo de la soledad, de los
combates, de los pífeéntimientos, una especie de tranquilidad pura,
la serena preocupación por su salvación. Su soledad ha sido la de un
hombre que, desde el principio, conoce su vocación y durante toda
su vida, con una extraordinaria seguridad, responde a ese sentimiento
y mantiene esa fidelidad.
VI. LA CRITICA DE ALBERT THIBAUDET

Albert Thíbaudet, crítico de un extraordinario ingenio, casi


creador, siempre se ha interesado mucho por los escritos postumos.
“ Los papeles postumos son el sano ahorro de una gloria literaria” ,
o también: “Una cierta y suprema partida sólo se gana con la obra
postuma... Es conocida la nueva dimensión que adquiere Barrés
gracias a la publicación de los Cahiers; recuerda la gran revaloriza­
ción de Flaubert después de su muerte. Y, Proust, que se había asom­
brado por lo que calificaba de mediocridad de la correspondencia de
Flaubert, ha quedado disminuido por la mediocridad de la suya.”
Es lícito preguntarse si Thíbaudet, al delicarse con tanta preferencia
a los escritos póstumos, no preveía un destino que sería el suyo. Sus
obras publicadas después de su muerte no son postumas, en sentido
estricto, dado que se trata de estudios anteriormente publicados.
Pero en tanto que obras son realmente nuevas, dependiendo apenas
de los fragmentos de que están compuestas, a los que proporcionan
la unidad que tanto necesitaban, dando a estos ensayos escritos al
día, con un gusto malicioso por la actualidad, la composición dura­
dera que le era secretamente necesaria. Gracias a ellos, Thíbaudet
ha iniciado una existencia póstuma que responde muy bien a lo que
concebía como sentido de la vida y de la temporalidad.
En sus Reflexiones se hallan todo tipo de observaciones sobre
todo tipo de cosas, creando la sensación de una vida infinitamente
renovada, como si el impulso que la inspira fuese más importante
que los pensamientos que engendra. En capítulos distintos se encuen­
tran a veces las mismas reflexiones o expresiones análogas, llega a pen­
sarse, por el trasiego perpetuo que turba el orden de los ensayos,
que uno es continuación de otro, o que se 3e parece porque, después
de trastocar la composición, cambiado las perspectivas, modificado el
equilibrio, es decir, tras acumular las diferencias, expresa, con una
rara exactitud, el mismo ambiente, la misma forma de juicio. Sin em­
bargo, estas repeticiones son poco importantes. Lo que cuenta es la
rapidez de investigación, la facilidad con la que el escritor, de una
sola ojeada, recorre todos los libros y todos los autores y escoge,
casi al azar, pero por un azar profundo, aquellos de los que puede
deducir comparaciones provechosas. El juicio triunfa menos por
el rigor de sus observaciones que por su ritmo, la amplitud de su
recorrido. Está en todas partes justamente en donde debe estar.
La crítica de Albert Thibaudet presenta un carácter muy defi­
nido, aunque es bastante difícil de definir. A grosso modo, da la sen­
sación de que puede ser adscrita a la tradición que culmina en Emile
Faguet, en la que una sorprendente libertad de apreciación se une
a unos hábitos de pensamiento acordes con la herencia universitaria.
El hombre, la obra, las circunstancias de la época, las relaciones con
provincias, la ascendencia, la descendencia, todo lo que vive en, al­
rededor y fuera de una obra, merece la curiosidad del crítico. No
desprecia nada, y su misma configuración espiritual le lleva a buscar,
muy lejos de su obra, las huellas o las imágenes de ésta. Las explica­
ciones a la manera de Taine sólo le molestan en la medida en que
no ofrecen a su mirada ávida de relaciones, más que una red dema­
siado restringida de caminos; pero no están en contradicción con sus
propios métodos. Thibaudet era capaz de establecer relaciones autén­
ticas entre cualquier avatar de la existencia y el libro en tomo al que
esta existencia giraba misteriosamente.
Es de todos conocido que hay dos grandes formas de crítica:
para una de ellas sólo cuenta la obra, y por medio de un análisis
creador intenta investigar las operaciones que la han hecho posible;
se trata menos de hallar las razones que explican realmente la forma­
ción de una obra, que de imaginar a pa’lir de ella las reglas y leyes del
espíritu creador. Toda obra, aunque sea importante, depende de
circunstancias frívolas, de apariencias externas de un esquema social,
de una cantidad infinita de acontecimientos insignificantes; pero tam­
bién depende de una necesidad pura y de actos rigurosos que pueden
ser deducidos. Al explicar, por una auténtica mecánica de efectos el
nacimiento de El cuervo, Edgar A. Poe revalorizó el análisis que mejor
daba cuenta de la consciencia y voluntad creadoras; demuestra cómo
el espíritu hubiera tenido que producir este poema si se hubiese ha­
llado libre de toda actividad desordenada. Tal vez las verdaderas cir­
cunstancias de la creación han sido otras. Poco importa, dice la
critica de Poe, lo que cuenta para él es que el hecho de rehacer la
obra a partir de la necesidad que siente, una vez hecha, no es seguir
las peripecias de su fabricación real.
Naturalmente, las preocupaciones de Albert Thibaudet son muy
diferentes; aunque todo le interese, Incluso lo que parece contrario
a él mismo, muy raramente separa la obra de la red de fenómenos
internos y externos de la que es producto. En realidad, la obra y el
autor existen menos para él en su existencia separada y casi abstracta,
que la literatura en su conjunto, de la que distingue, con gran profun­
didad, la vida que le es propia, las corrientes invisibles, los lazos inde­
finibles, como si actuara en un mundo aparte cuyas misteriosas leyes
respondieran a la perfección a su saber y a sus posibilidades. En este
sentido, no hay nada de rígido o de tradicional en la forma de su
conocimiento. La literatura francesa, del siglo XVI al XIX, es para
él como un mar en el que ha buceado y le habla por medio de sus
abismos, mareas, por la movilidad y resistencia de las aguas, por la
extraña figura que compone en su totalidad, más que por su flora y
fauna. No es la historia literaria propiamente dicha lo que atrae su
atención, ya que era delizmente poco inclinado a la anécdota, y poco
respetuoso con el encadenamiento histórico de los hechos. Lo que
siente, lo que describe, es la realidad literaria, ese extraño mundo
formado por las obras, los escritores y también por las influencias,
por el sistema nervioso que éstas forman, por extraños campos de
fuerzas que transforman los sentimientos habituales del hombre,
conjugándolos en una temporalidad nueva. Entre estas corrientes,
remolinos y zonas de rara fluidez, Thibaudet demuestra una extra­
ordinaria maestría, es el jefe de la navegación: su crítica es creada y
formada por la literatura.
Tal es el objeto de sus estudios, pero su método es no menos
notable, y a él debe el aspecto tan particular que adquiere hasta el
menor de sus artículos. Thibaudet sólo se aproxima a un tema, a un
hecho, a un hombre o a lo que sea, más que comparándolo con otra
cosa. Las comparaciones le son indispensables, tanto como las metá­
foras al poeta; poseen una especie de valor mágico, que le abre el
camino de correspondencias que le revelarán las verdaderas formas
del mundo en que penetra. Muchas veces ha citado la célebre frase de
Roumestan: cuando no hablo, no pienso. Del mismo modo, él podría
afirmar: cuando no comparo, no critico. Tiene una constante nece­
sidad de esos puentes que lanza de una orilla a otra, de un objeto a
otro, y sobre los que su espíritu se mueve con entera satisfacción,
aprovechando esta primera y frágil unión para intentar otras más
arriesgadas, desde las que busca otros puentes, otros circuitos que,
tras un sistema completo de sustituciones, íe llevan, no menos encan­
tado que su lector, al punto de partida.
Esta necesidad de comparación le es tan indispensable que no la
restringe a las comparaciones literarias. No sólo arrastra a una confron­
tación permanente a todos los escritores y obras importantes de la lite­
ratura, en un singular e incesante trasiego en el que cada uno parece
destinado a encontrarse, por lo menos una vez, con los demás, a expli­
carles en relación a ellos, a aclararse según las luces que nacerán de
este encuentro. También acepta de buen grado, como medio de pro-
fundización y conocimiento, las menos literarias de las comparacio­
nes. Ha hecho célebres toda clase de analogías tomadas del vino y la
viña; se divirtió una vez comparando la sinceridad del escritor con
las cuentas banearías; desarrolló la frase de Montaigne, que no veía
en su obra más que “palabras heladas” , llegando a imágenes de sabor
sobre las nieves eternas de la literatura. Posiblemente, hay en estas
imágenes un cierto gusto por la diversión. Pero su empleo sistemá­
tico supone una notable inclinación, una tendencia a sustituir la
argumentación por la valorización de las similitudes, la creencia de
que se entra mejor en las cuestiones literarias obedeciendo a los golpes
de las analogías que siguiendo el encadenamiento de los razonamientos
lógicos. Por este punto de vista, el método de Thibaudet contiene
en germen auténticas posibilidades de creación. Explicar la literatura
dándole como espejo las misteriosas imágenes que son prestigiosas
al espíritu, es un sueño que se puede realizar. Incluso se puede pensar
en una crítica tal, que las obras fuesen comparadas y relacionadas
para aclarar una metáfora final especialmente bella y conmovedora.
El mayor mérito de Albert Thibaudet reside en su ingenio para
descubrir nuevas relaciones literarias; ha sido un auténtico creador
de puntos de vista y perspectivas, atrayendo sobre la literatura clá­
sica nuevos enfoques^# obligándola a reflejar las luces de las que
podía parecer más alejada. Su arte no es únicamente el de elegir
para el lector un escenario privilegiado en el que éste podía esperar
ver muchas cosas nuevas; es también el saber darle en el mismo es­
pectáculo, por un cambio constante de luces y decorados, perspec­
tivas constantemente renovadas. Parece, cuando se lee, que todas las
relaciones a través de las que nos dirige sean las más naturales del
mundo, las más conocidas, las más acordes con la costumbre. Da la
impresión de que somos nosotros quienes lo descubrimos todo, mien­
tras que él no descubre nada. Es su secreto y el secreto de un autén­
tico magisterio.
VII. UNA OBRA DE PAUL CLAUDEL

Las obras de Paul Claudel nunca son menores, ni siquiera las que
el autor califica como fruto mediocre de las circunstancias dejan de
participar de la plenitud de toda una obra en la que Claudel está
por entero. Incluso, llega a ocurrir que aquéllas, de recursos más
sencillos, muestren mejor su entrega, con movimientos de placer
mejor estructurados, a esas grandes voces que resuenan a través de
todo lo que ha escrito. Es agradable perderse en un océano, pero
también lo es el encontrar la inmensidad y la fuerza del agua contem­
plando un arroyuelo, como si una ola diese la imagen de la totalidad;
la posibilidad de un abismo va preparando la tempestad en la calma.
L ’Histoire de Tobie et de Sara es una “moraleja” en tres actos,
designación que es una advertencia a la fantasía para que no busque
nada de particular ni en los personajes ni en los hechos. La anécdota
está restringida a un sentido bien determinado, al que debe ilustrar
y por el que es totalmente controlada. Los personajes no tienen la
facultad de ser ellos mismos, obedecen al motivo que los ha engen­
drado, que dejan aparecer sin vergüenza alguna por ser explicados
de este modo. Sara, nos dice Claudel al principio, es el alma humana,
y el ciego Tobías es la fe que, en las tinieblas, sabe unir a sus sú­
plicas las de un tormento análogo. No hay ninguna intención oculta,
al menos en la medida en que nociones como alma o fe no son encru­
cijadas llenas de misterios. El drama está precedido por una larga y
perfecta exégesis, publicada en Les Aventures de Sophie, que ha eli­
minado todas las incertidumbres de interpretación, haciéndolo trans­
parente; así, todo queda conocido y manifiesto.
En este estudio sobre el libro de Tobías, Claudel interrumpió
bruscamente el relato que estaba realizando, con esa rápida obedien­
cia al viento, al impulso, que es la lógica de su coherente itinerario,
haciendo esta observación: ‘Decidido. Renuncio a la forma de re­
lato..., no intentaré establecer una continuidad. No quiero cons­
truir una novela, ni un drama: me iría mejor la técnica cinematográ­
fica.” El drama, reforzado por la música, el cine y la mímica, le ser­
virá posteriormente para retomar su abandonado proyecto. Los
mismos medias técnicos, empleados en el colmo del virtuosismo en
Le Soulier de satin, amplían esta breve moreleja desde una perspec­
tiva que supone la abolición del espacio y el tiempo. Mientras que,
en un primer plano, la acción dramática corre a cuenta de persona­
jes reales, en la pantalla se la representa por medio de una evoca­
ción de imágenes que revelan su ilimitado efecto. La mímica expresa
una imitación fuera de las formas codificadas por el habla, tal que
obliga a participar a todo el cuerpo de una manera no estética sino
significativa, en un drama que las palabras no pueden expresar por
entero. La música desempeña el papel de acompañamiento cómico,
de poder de ironía y efusión que habitualmente tiene en los dramas
claudelianos, turbando con sus burlescas contorsiones los aspectos
demasiado fáciles de un canto puro, aunque buscando siempre el
fondo musical del alma, al que solicita y atrae por el irresistible
mandato de su dulzura. “Tiro incansablemente de ti, hilo del alma
-dice Azarías-, saliva, línea de oro, tan larga como un ángel, me­
lodía. ¡...Y tú acudes, alma, al arrullo de la flauta, acudes, alma,
con el dedo puesto en la cinta de la nota, como la gama a través del
arpa, virgen vestida de lino!” Música, mímica y cine son las conven­
ciones que Paul Claudel parece haber adoptado actualmente, dis­
poniendo de sus formas dramáticas con imperiosa seguridad.
El tema de L ’Histoire de Tobie et de Sara se basa únicamente
en dos líneas de la Bjtyljia. “Ambas súplicas —dice el texto sagrado
(la del anciano Tobías, que se había vuelto ciego, y la de Sara, afli­
gida por los celos de un demonio)-, fonnuladas al mismo tiempo,
fueron concedidas al mismo tiempo.” Esta simultaneidad, esta- doble
resonancia de dos oraciones, constituye el núcleo de la alegoría. Era
necesario que dos sufrimientos se respondieran, sin conocerse, a través
del desierto y de la diversidad de las desgracias, para hallar mutuo
consuelo. Cuando nos quejamos de algún corazón indiferente, esta
queja busca otra con la cual se comunica misteriosamente, formando
una desdichada comunidad que les ayuda a liberarse. Hay, en la sú­
plica más personal, un acto de generosidad que posee un valor voca­
tivo, que implica algo más que sí mismo. Dos rayos nocturnos vuelven
a la misma estrella.
Dicho tema, uno de los esenciales de Claudel, establece entré
dos almas separadas las enigmáticas relaciones de una redención que
pasa por lo más oscuro, por lo más profundo. Hacia Sara avanza,
siguiendo un viaje que ignora su objetivo, el joven Tobías, imagen,
reflejo o prolongación del anciano Tobías; al igual que en Le soulier
de satín, doña Prouhéze es el indiscernible cebo que servirá para cap­
turar a Rodrigo. Estos viajes, en los que furiosos espíritus intentan ex­
tender los continentes, acercan, por medio de una investigación que
no se agota en ellos, tanto como parecen separarlos, a los seres aleja­
dos para siempre por pruebas sobrehumanas. Hay que señalar que este
vagabundeo de aventureros por el mundo no es estéril, no significa
en absoluto la huida pascaliana ante el destino, o una diversión a cu­
bierto de la angustia, sino la impetuosa posesión del universo por
el espíritu de la inquietud, de la bendición religiosa. “Amigo Dai-
butsu —dice Don Rodrigo, conquistador de las dos Américas y que
ha abierto el canal de Panamá-, no he roto un continente por la
mitad ni atravesado dos mares para convertirme ahora en inmovilidad
y silencio. Lo hice porque soy católico, para que todas las partes de
la humanidad puedan unirse, para que no haya ninguna que se crea
en el derecho de vivir en su herejía separada de las demás, como si
no la necesitasen.” ¿Qué imagen es la que se le revela a Tobías, cuando
se le devuelve la vista, al informe Tobías, en cuyo lugar el joven llevará
a cabo la regeneración, por medio del viaje y la conquista del de­
sierto?
Veo
La tierra entera, hasta el mar y más allá del mar
La tierra entera hasta las montañas y más allá de las montañas
Toda la extensión de esta tierra, habitada por los hombres, y
este hálito sin nombre que se eleva de la tierra habitada!
Reivindicación, considerada como el acto santo por excelencia,
de la totalidad de las cosas, de la existencia con todo lo que supone.
La historia de Tobías, tal y como la concibe Claudel, en toda su
pureza alegórica, ignora casi por completo el extraño episodio de
los siete maridos de Sara, asesinados uno a uno por el celoso de­
monio, Asmodeo, que acecha en la cámara nupcial. Estos siete ma­
ridos, dice Claudel en su exégesis, son los siete dones del Espíritu
Santo despojados de la posesión del alma humana, y sólo los mezcla
en la acción por escenas alusivas que indican un secundario interés.
Su verdadero tema, del que no se deja distraer, es el del drama de
la comunicación, el de una llamada que responde a otra, como el
eco a la voz que lo despierta; este es el libro de Tobías, no la historia
de esas tristes bodas mancilladas en cada ocasión por un incompren­
sible asesinato. Al respecto, se puede recordar que Kierkegaard, ima­
ginando en Temor y temblor una obra basada en el relato de Tobías,
había convertido a Sara en la heroína principal, al contrario que
Claudel. “Si un poeta leyera esta historia y se inspirara en ella —es­
cribe-, apuesto cien contra uno a que pondría todo el interés en el
joven Tobías.” Y añade, acerca de sí mismo: “No, la heroína de este
drama es Sara, a la que quiero acercarme como nunca lo he hecho
a mujer alguna.” Sara, a los ojos de Kierkegaard, representa la supre­
ma decepción, el castigo que devasta un alma sin pecado, la fatalidad
que no le permite ni entregarse ni ser libre. Está en la encrucijada por
la que pasa lo demoníaco; el hombre que, condenado a un destino
singular, se encierra en su singularidad, antes que recurrir a la com­
pasión de un redentor imita al demonio que le pierde. ¿Qué tiene
la moral que exigirle a una joven como Sara, privada por un infor­
tunio del que es inocente, de toda expresión social? ¿Acaso puede
decirle: “ ¿Por qué tu vida no es conforme a la moral colectiva? ¿Por
qué no te casas?” Tampoco a Kierkegaard, cuyo destino era igual­
mente la excepción, la moral podía exigirle el ',;ue se casara con Regina
Olsen.
No podría imaginarse mayor distancia entre dos interpretaciones
de un mismo apólogo; incluso limitándose al aspecto literario se ve
que Kierkegaard busca una explicación psicológica, un drama interior
semejante al suyo, que sólo pueda ser imaginado por la representación
personal de un alma. Se trata de tomar un personaje parecido al
del Duque de Gloucester en Ricardo III, que posea, como éste, una
realidad particularmente conmovedora. Para Claudel, por el contrario,
la historia del Antiguo Testamento, como cualquier otra digna de
animar una acción dramática, no puede perderse en las figuraciones
de una psicología cualquiera; debe esbozar, según él, las actitudes
esenciales y monurneiilláles del ser humano, presentando temas en los
que los acontecimientos de nuestra vida privada no son más que su
inconsistente memento; producir, gracia¿ a un acto perfecto, una sig­
nificación metafórica, una equivalencia inteligible que, en cada tra­
ducción, nos hará captar toda la extensión de un universo religioso. En
el cántico, depurado de cualquier consideración psicológica, pero
unido a la investigación de algunas palabras esenciales, al esclareci­
miento de imágenes fundamentales, se forma el drama, yendo más
allá de su intención literaria; se hunde en el suelo puro, desenterrando
el habla auténtica de la que se constituye, como Tobías, en conser­
vador. Sustituye la muerte de la exégesis literaria por la animación
nacida del aliento y espíritu poéticos.
¿k sfc ífs
Una de las más herniosas escenas de L ’Histoire de Tobie, digna
de los grandes momentos de la poesía claudeliana, representa á Aiza-»
rías, el arcángel Rafael evocando, en el sueño del joven Tobías (ya
consagrado al. matrimonio) los restos del paraíso terrenal, para que
esos árboles espirituales den cobijo a la pureza del nuevo matrimonio.
El zarzal, la rosa, el olivo, la vid, el sauce, van siendo interpelados,
insinuándose en sus cualidades metafóricas, con el suntuoso aderezo
que les presta un comentario rico en figuras. En estas páginas se capta
la esencia de un arte más apegado a la alegoría que al símbolo, que
estalla en una floración de imágenes emparentadas. El genio poético
de Paul Claudel no obtiene más que en apariencia sus recursos del
símbolo y del mito; sólo por abuso se pretende unirlo a la tradición
simbolista, muy confusa en Francia pese a la escuela que ha recibido
ese calificativo, fundada en persistentes malentendidos. Sin entrar
en explicaciones teóricas, puede recordarse, aunque sea desviarse un
poco del tema, lo que Kierkegaard dice sobre el mito en El concepto
de la angustia: el mito es un escándalo para la razón. Nunca puede
basarse en un sentido definido, ni siquiera ser equiparado con una
determinada serie de sentidos posibles. Al igual que el símbolo, re­
chaza toda traducción; no es resumible, interpretable o representable
por medio de otras imágenes. Es único y cerrado sobre sí. No existe
clave de un símbolo o de un mito. ¿Ocurre lo mismo con las im á­
genes y metáforas claudelianas? Todo lo contrario; se tiene derecho a
traducirlas, a buscar la marca inteligible, a inmovilizarlas en una signi­
ficación empobrecedora pero aproximada, como él mismo ha tradu­
cido e interpretado las figuras y parábolas de la Biblia. La profusión
de imágenes con que enriquece su traducción, dándole un extra­
ordinario fulgor, no cambia en nada su proyecto de tratar las escenas
de las Escrituras como enigmas comprensibles con los que la investiga­
ción lírica realiza un trabajo de explicación y extracción. Como toda
la obra de Paul Claudel, es en sí misma un comentario inspirado en
ese otro escrito que es el universo, y la equivalencia que propone, por
muy ricos que sean sus contornos, debe también ceder a la exigencia
de una exégesis que quiere unirse al verdadero sentido, reencontrando
las metamorfosis complementarias en imágenes surgidas de la unidad.
En su libro Reconnaissances, Jacques Madaule demuestra cómo
esta concepción poética va unida a una concepción del mundo. El
sentimiento de Paul Claudel ante el universo, incluso antes de cual­
quier revelación religiosa, siempre ha sido el de una fe en su unidad,
un impulso por captar la completa solidaridad de las cosas entre sí,
una afirmación de su aptitud para estar juntas, y el hombre con ellas,
en una misma existencia conjunta y simultánea. En el tiempo y en
el espacio, sucesivamente y en cada instante, las cosas se equilibran.
“En cada hora de la tierra, están todas las horas a la vez; en cada
estación, todas las estaciones juntas” , y, del mismo modo que el
mundo sólo subsiste gracias al intercambio siempre posible entre las
cosas, una figura sólo existe por una determinada intersección de
todos los objetos que se representan, por su propio lugar y por el de
todos en relación al de cada uno. “Creo que cada cosa sólo subsiste
por sí misma, pero en una relación infinita con todas las demás,” Al
sentimiento del mundo como infinitud solitaria se suma, tras la con­
versión, la visión de éste como unidad inteligible, imagen y reflejo
de la unidad divina. Así, cada cosa no está únicamente unida al con­
junto, sino que, además, posee una realidad superior a la suya, y es
en sí misma una imagen cuyo sentido es necesario comprender. La
vocación del poeta es la de ser testigo del mundo en su presencia sig­
nificativa, acogiéndolo en el lenguaje que descubre la verdad y devol­
viendo al Padre que realizó la creación por medio de una verdadera
ofrenda. El poeta, por la exaltación inspiradora, va subiendo cada vez
más, hasta que contempla todas las cosas juntas, las asocia según las
nuevas relaciones de la metáfora y así las descarga de la soledad por
la que escapaban a la unidad fundamental.
Conozco todas las cosas y todas se conocen en mí
Llevo a toda cosa su libertad
Por mí
Ninguna cosa está ya sola, pues la asocio a otra en mi corazón
La riqueza de las imágenes, su borboteo caprichoso, el desorden
de su sucesión están unidos, en Claudel, a la potencia de su genio
metafórico; esta marcha a trompicones es el avance conquistador que
le permite tomar posesión de la verdadera coherencia del mundo.
La rapidez de las comparaciones, la novedad de las analogías, le
hacen sorprender m e jilla consistencia universal, incluso cuando más
alejada se encuentra dél orden habitual. Lo oscuro, por otra parte
lo más profundo, de la obra de Claudel, testimonia la plenitud del
universo, en el que las imágenes más dispares revelan una verdadera
unión. La oscuridad, la irregularidad de las imágenes no debe enga­
ñarnos sobre su valor, que es el de ser inteligibles, el de unirse a una
significación a la vez precisa y deslumbrante, circunscrita y difusa, a
la que sensibilidad y espíritu deben perseguir por los jerarquizados
niveles del universo, hasta dar con la fecundidad analógica. La dife­
rencia entre el símbolo y esta expresión radica en que la segunda
siempre proporciona un sentido del que la exégesis tiene pleno de­
recho a adueñarse; mientras que la persecución del símbolo lleva al
espíritu a un laberinto en el que jamás hallará reposo, donde se unirá
en vano al enigma que estérilmente desea. Sé: comprende el que en
cierta medida el símbolo esté excluido de la visión cristiana del m un­
do, dado que supone algo muy diferente de la salvación intelectual
y espiritual. Sin embargo, hay en el cristianismo una tradición, la
agustiniana, y más generalmente la mística, que apela a la expresión
simbólica para traducir la comunicación directa entre Dios y el hom­
bre; el símbolo aparece aquí como testigo de algo incomprensible,
salto hacia la trascendencia, unión con lo imposible. Pero, como se­
ñala acertadamente el padre Bruckberger, Claudel se separa neta­
mente de esta tradición, “no es místico, incluso desconfía de ellos” .
Mientras que el místico se aparta todo lo que puede del mundo para
gozar de Dios, el poeta tiene por misión expresarse en el m undo,
transformarlo en universo consciente de su origen, sustraerlo del
sin sentido de la soledad; es, por excelencia, testigo de las cosas,
de las que se apropia para prepararlas a la santificación.
Yo, que tanto amaba las cosas viriles, ¡oh!, hubiera querido
[verlo todo, poseerlo en propiedad
No solamente con los ojos, o con los sentidos solamente, sino
[con la inteligencia del espíritu
Y conocerlo todo a fin de ser por entero conocido
La alegoría metafórica tiende a considerar la naturaleza visible
como imagen de otra invisible, aunque dicha naturaleza tenga su
propia realidad, no menos importante de afirmar y celebrar, siendo
imagen de sí misma, visible gracias al habla del poeta.
El universo claudeliano conoce su propia profundidad, no ce­
diendo a la embriaguez de la oscuridad. Aspira a una unidad esencial
que no le permite extraviarse, que designa en cada momento el rigu­
roso orden cuya coherencia no puede ser traicionada por las figuras
más caprichosas o desordenadas. Todas las cosas le proporcionan
posibilidades de combinaciones infinitas que sólo expresan una red
creadora, perfectamente inventariada y precisa. Hasta su caída en
la ininteligibilidad responde a un inequívoco anhelo que asegura su
salvación. Nada le exige al absurdo. El espíritu Sanio, fuera de los
caminos de la retórica y de la lógica, procede siempre por una suce­
sión de imágenes asociadas, siempre que la abrupta vehemencia de la
inspiración no venga a interrumpirlo todo, a hacerlo zozobrar. Si se
recuerda que el arte de Paul Claudel, rebelde a todo naufragio verda­
dero, instintivamente ajeno a los abismos de los que no se vuelve, no
podría zozobrar realmente, nos apresuraremos a sustraerle de este
juicio para aplicarle el que se refiere a lo que hay de “divino” en
su propio espíritu.
VIII. A PROPOSITO DE “LES NOURRITURES TERRESTRES”

La nueva edición que reúne en un mismo volumen Les nourri-


tures terrestres y Les nouvelles nourritures permite imaginar la clase
de emoción que nos invadiría si esta obra apareciese ahora por pri­
mera vez. Aunque, en verdad, un libro semejante ya no es posible en
la actualidad. Es casi inimaginable el que André Gide haya podido
escribirlo como desafío a las circunstancias, como eco de un estado
de ánimo inactual. Es una obra definitivamente sustraída a sus con­
diciones de existencia, que debemos leer con melancolía.
El tiempo apenas la ha marcado. A veces, lo grácil de su forma
hace recordar el simbolismo. Las rondas, baladas y refranes que
hacen consciente a la prosa de que se está convirtiendo en poesía,
las imágenes calcadas del impresionismo, las frases reducidas a pala­
bras sin unión alguna, se alzan en la memoria como medios de una
retórica histórica. El efecto deseado siempre se logra. Detrás de las
metáforas no hay un Oriente, desprestigiado desde hace tiempo,
el que nos impone sus signos, sino una forma totalmente interior,
un paisaje sensible del espíritu, que contemplamos a través de palabras
que no existen, y que la armoniosa nitidez de un lenguaje abstracto
nos permite concebir en su ausencia.
Tal vez sea necesario señalar que Les nourritures supone un gé­
nero del que la novela francesa llamada de postguerra ha sacado
bastante poco partido. De este libro célebre, tardíamente célebre,
han nacido muchas novelas de confidencias, de esas en las que el Yo
evoca a un inconsistente personaje, que se cuenta a sí mismo vaga­
mente en un diario, y que mezcla a los análisis líricos los recursos
de una historia. Precisamente, Les nourritures no son un diario, ni
siquiera espiritual, sino una ausencia de diario, el vacío de una exis­
tencia, el relato carente de acontecimientos, de una vida que cono­
cemos por comentarios que, con frecuencia, sólo se refieren indirecta­
mente a ella. Posteriormente, todo se nos hizo un poco más claro
gracias a otras obras menos reticentes, aunque no sean más que un
accidente en relación a ella, y lo esencial resida en esa impresión de
presencia sensual superpuesta a una ausencia sensible, en 1a. prolife­
ración de imágenes, representaciones, sentimientos, testimonios pode­
rosos de una historia escondida.
Se ha equiparado Les norritures a Essais, criterio aún más se­
ductor cuando es el propio Gide el que nos devuelve, por una aproxi­
mación clásica, a la tradición de Montaigne. Pero si hay en Essais
un Yo que se declara, si, a través de las reflexiones generales que en
ellos se desarrollan, se puede hallar la historia singular de un espíritu,
en Les nourritures se adivina también una historia que no se confiesa,
una biografía novelesca cuya sombra nos alcanza y nos interroga. En
la medida en que se hace de la novela el relato de circunstancias vero­
símiles, el breve libro de André Gide es como un injerto en una novela
que no ha sido escrita, un edificio libremente levantado sobre cimien­
tos novelescos imaginarios. Algunas indicaciones: “Caí enfermo...,
viajé... y mi maravillosa convalecencia fue un renacimiento” , o: “El
nacimiento de Abel, mi boda, la muerte de Eric, la alteración de mi
vida” , dan consistencia a ensoñaciones simbólicas, mantienen en la
realidad las vibraciones de sonidos y sentimientos que, de otro modo,
se desvanecerían en lo inefable. Y, recíprocamente, esta existencia
no aparece ante nosotros más que velada, designada como la estructura
de un misterio del que las desnudas sensaciones, las reflexiones suma­
mente abstractas, nos figuran la presencia.
El mismo héroe,? ese Yo febril, consumido por deseos de los que
él mismo es artesan<y‘!se niega a ser una persona. Igual que Nathanaél
o Ménalque, seres de razón, o de deseo, que las evocaciones no cesan
tanto de llamar como de rechazar, el personaje principal qu„e hubiese
deseado llamarse André Gide, renuncia a la vida propia que reclama,
y no es más que un acto puro, percepción sin temporalidad, instante
irreemplazable y efímero; se halla por entero en la presencia que ha
erigido en ética; es invisible, al modo de lo que no se ve más que bajo
una luz inmediata e instantánea; sólo está allí, por eso da la impresión
de no estar en ninguna parte, apenas diferenciado de su mirada, difuso
calor de un cuerpo en movimiento. Se comprende fácilmente lo que
dice acerca de una balada: “En esta balada, me refería sobre todo a
los hombres, a las mujeres, y si ahora no te la recito se debe a que,
en este libro, no quiero crear personalidades; ya te habrás dado cuenta
de que en él no aparece nadie, ni siquiera yo, que no soy más que
Visión.” Es lógico que en este libro, en el que brilla la sensación,
se sustraiga a la dominación del Yo. Aunque es no menos notable el
que Les nourritures representen en la literatura novelesca una espe­
cie de novela invisible, un ensayo injertado en una novela, con un
anti-pcrsonaje como héroe, un Yo que se disuelve desde el momento
en que se afirma, para escapar a la banalización de la vida del Uno.
Les nourritures implican una forma que ha obsesionado a la
literatura moderna sin tener clara conciencia de ello, que podría de­
nominarse literatura de experiencia. Experiencia, en primer lugar,
en el sentido que se refiere a una experiencia completamente per­
sonal, de la cual depende. Experiencia, en segundo lugar, en tanto
que medio de metamorfosis, un instrumento cuyo empleo convierte
al autor en otro que no era antes, y que tal vez pensaba que no debería
ser. El fenómeno que aparece aquí tuvo sus modelos y teóricos en
los románticos alemanes, Novalis sobre todo, y en Francia, el ejem­
plo menos discutible en Une saison en enfer. La literatura aspira a
crear un efecto que debe repercutir en todo el ser. No se limita, como
la poesía primitiva, a modificar mágicamente el universo, sino que
también influye sobre lo que la produce, cambiándolo. En manos
de un autor muy consciente, se convierte en un ejercicio que cuestiona
lo que es, proponiéndole nuevas condiciones; representa una aven­
tura o, más exactamente, una auténtica experiencia cuyos resultados,
por muy elaborados que fuesen los datos previos y la reflexión, no
pueden calibrarse anticipadamente, siendo necesario llegar hasta
el fin para saber a dónde llevará al autor, en qué transformaciones
de sí misma desemboca. Tal uso de la literatura no se muestra nece­
sariamente en obras nacidas de un instinto incontrolado (si es que
existen), sino que, por el contrario, habrá que admitir que el arte
más sujeto al artista, el que menos rompe con reglas y disciplinas,
cuyo empleo exige una atención constante, ese arte que se va hacien­
do bajo ía perfecta dependencia de su creador, es el más apropiado
para transformarlo profundamente, para llevarle hasta donde nunca
hubiera imaginado llegar. La literatura, por medio de sus extrañas
convenciones, de sus rigores arbitrarios en apariencia, tiene una exis­
tencia absoluta; tiene a bien ser el efecto exacto del espíritu que la
crea, liberándolo de sí mismo, aunque le esté estrictamente sometida,
descargándolo gracias a las especiales cadenas que le impone.
Con este novedoso matiz, Les nourritures inauguran la originaria
vocación moralista de André Gide, quien, a través de muchos m al­
entendidos, mantiene su auténtica grandeza. La obra no es única­
mente un ensayo, en sentido impersonal, un ensayo sobre algo, sino
un ensayo del autor sobre sí mismo, en el que se estudia por media­
ción de pensamientos e imágenes y, ádheriéndose plenamente a una
determinada visión del mundo, inicia una experiencia de la que él
mismo es el tema, acepta valerosamente sus riesgos, aunque sepa que
no puede dejar de cambiarle en algún sentido. Esta es una de las
razones que explican la famosa inconstancia gideana; en cada libro,
el lector se asombra de no encontrar al mismo Gide. Se debe a que
cada uno de ellos es una experiencia que le transforma o, al menos,
hace visible alguno de sus rostros, oculto hasta entonces. No ocurre
lo mismo para el autor que no concibe la escritura como un medio
de cuestionarse. Pero quien no puede aceptar definitivamente lo que
es, ni tampoco renunciar a sí sin haber sido plenamente lo que deseaba
y que, por añadidura, tiene a su disposición los medios todopode­
rosos de un arte, se halla siempre amenazado por hallarse y perderse
en cada obra, precisamente porque lo que les exige es el modificarlo
necesariamente. “Si -escribe Gide en el prefacio de una de sus edi­
ciones- abandoné inmediatamente lo que era cuando escribí Les
Nourritures. ” Tampoco podía seguir siendo el mismo que cuando las
escribía, justamente porque ya había terminado de escribirlas. Ser
fiel a Les nourritures implicaba serlo al hombre en que sin ellas
no hubiera podido convertirse, en el que es a partir de ellas. La cons­
tancia de un escritor se halla menos en la expresión de un pensa­
miento duradero que en la seriedad con la que lo experimenta, some­
tiéndolo a la prueba de las sucesivas expresiones. Y deviene otro por
haber sido profundamente lo que ya no es.
“Una última advertencia —dice Gide en el mismo prefacio— algu­
nos no saben ver en este libro, o no quieren ver otra cosa, más que una
glorificación del deseo :y de los instintos. Creo que es una visión un
poco miope. Para mí;'‘¿uando lo releo, es sobre todo una apología del
despojamiento] esto es lo que he retenido, abandonando el resto...”
Los temas éticos de Les nourritures conservan su valor si no se les
considera como formas de un pensamiento abstracto, sino elementos
de un paisaje de candidez y juventud. La llamada a la vida, el recha­
zo de la cultura libresca, el canto del deseo que se enciende en todo
lo que lo renueva, la espera del alma, que es todo, que todo lo abarca,
que no escoge, esas voces que intentan despertar todos los ecos de una
tierra sin más allá, se escuchan menos por el mensaje que contienen
que por el preciso cántico que conservan en nuestra memoria. Junto a
la gran cascada de Nietzsche corre aquí un manantial poco profundo,
aunque vivaz, que a expensas de sombras y enigmas, invoca, refresca,
acrecienta cualquier fiebre joven. La palabra vida aparece como un
secreto que es posible descifrar, y la felicidad tiene el hambre por
recompensa. (Sé que no tengo un deseo que ya no tengo su afec­
tada respuesta.)
Respecto a la apología del despojamiento que André Gide reco ­
nocía en 1927 en su himno a la vida sin ataduras, inmediata, parece
probable el que se hubiese equivocado, al ver en Les nourritures... las
Nouvelles nourritures, que ya se estaban formando en él. Por lo
menos, tendremos que convenir que este despojamiento no es la asee-
sis que expulsa al instinto porque es malvado, sino una nueva forma de
realización de sí mismo. ¿Dónde está la existencia, dónde ese ser que
no quiero dejar de abrazar? No se halla en mí, dicen Les nouvelles
nourritures, está en el paso de mí a los otros. Y Les nourritures terres­
tres hacen del yo una voluptuosa pasividad que renuncia a cualquier
decisión para disfrutar inmediatamente de lo que se le ofrece. Espera
todo lo que viene a ti; pero no desees más que lo que viene a ti. No
desees más que lo que tienes. Posiblemente no sea inútil el que los
equívocos, haciendo aún más cándida la inspiración de este libro, la
devuelvan a las imágenes sencillas, a las sensaciones llenas de pleni­
tud en las que reencuentra toda su profundidad. Entonces, se vuelve
a caer en la tentación del canto de los sueños, del de las palabras
deseables, y se escucha con inocencia este elogio de la vida que nos
comunican las cosas, como si no tuviesen a un pensamiento como in­
térprete.
IX. EL PENSAMIENTO DE ALAIN

Suele ocurrir que Alain publique un nuevo libro, y que éste sea
una de sus obras anteriores retocada, completada, aclarada incesante­
mente por él mismo, método que le es habitual. Otras veces no retoma
un antiguo libro, sino que lo cambia escribiendo otro en que no llega
mucho más lejos sobre el mismo tema; pero le satisface igualmente
porque lo ha removido, dándole una especie de supervivencia. Tales
vueltas, y recurrencias, manifiestan el implacable movimiento que es
la ley de su espíritu. Como él mismo dice, los testimonios no son nada
sin el consentimiento que se les otorga y, aún más, por la fuerza que
hallan en una eficaz aprobación. En el caso contrario, no pasan de ser
un cadáver, y sería necesario un enorme esfuerzo para resucitarlos. Pa­
rece que sus libros sean para Alain como los testimonios, que necesite
constantemente de ellos, tomándolos, retomándolos, impidiéndoles
morir. Y cada vez que retoca una obra, la vé renacer tan fresca e ino­
cente como la primera vez.
Elémentes de Philosophie está sacada de uno de sus libros más
reputados, publicado durante la guerra con el título Quatre vingt-un
chapitres sur l ’esprit et les passions', dado que en él se tratan de un
modo sencillo multitud de cuestiones, y que permite establecer con­
tacto con casi toda la filosofía, se siente al leerlo la tentación de decir
que es el pensamiento de Alain, o al menos su aproximación y exposi­
ción. Tal pretexto desearía no verse contradicho. Pero, pese al deseo
de tratarlo como a cualquier otro filósofo, hay que abandonarlo casi
inmediatamente, a la vista de su itinerario, del modo en que va y
viene, de la especie de enigma que representa hasta para los que creen
captarlo con claridad. Y sólo permanece el deseo de saber lo que real-
mente es, sin acordar demasiada importancia a lo que escribe, intere­
sándose más por los giros de su pensamiento que por su sentido.
Es fácil de captar, a partir de las primeras impresiones, la serie de
contradicciones de un espíritu. En Alain éstas forman parte de su fuer­
za, y explican la amplitud de su influjo. La primera contradicción, o
sea, la que antes salta a la vista, es el rigor de su racionalismo, su afi­
ción a los pensamientos claros y, simultáneamente, un cierto afán de
oscuridad, que nunca le abandona. Es ocioso repetir que Alain, dis­
cípulo de Descartes, no sólo acepta sus principales ideas, sino que,
como él, rechaza los problemas que presentan objeciones o soluciones;
una de sus fórmulas habituales es: “No dedicaría ni un minuto a un
problema que sólo interesase a los que lo discuten.” Este desprecio,
basado en múltiples razones, le hace a veces desinteresarse demasiado
fácilmente de algunas cuestiones. Uno de los motivos de tal actitud es
que su pensamiento se centra en el objeto, y si éste no existe, aquél
pierde su fundamento; otro de ellos es que tales disputas, vanas, em­
brollan el lenguaje, falseándolo y alejándolo para siempre de ese espí­
ritu de claridad sin el que se halla perdido. Sin embargo, la claridad no
es en absoluto la principal virtud de Alain. Mucho le falta para ello.
Ateniéndose únicamente a los giros de su estilo, famoso por sus cortes,
caídas, impulsos interrumpidos, etc., sorprende la escasa afición que
revela por el orden, la sencillez y las explicaciones formales. Procede
de modo indirecto, por aproximaciones, por relámpagos. Primero
muestra algo, luego lo oculta. Afirma, después impugna. Parece vigilar
al lector, haciéndole acercarse, atrayéndole por algún halago con ob­
jeto de, una vez cogido en la trampa, abandonarlo, reducido a sus
propias fuerzas, perdido ante un brillante secreto.
Las preocupaciones pedagógicas que responden a tal actitud son
claras; es preciso que, cada uno se encuentre, se salve por sí mismo,
que avance por un iqsimino que sólo le conducirá a alguna parte si lo
descubre tras haberse creído extraviado. Tales movimientos del len­
guaje significan algo más. En primer li:gar, obviamente puede encon­
trarse en ellos los mismos que los de su pensamiento: su manera de
aproximarse a un objeto, de captarlo, superficial, profundamente, no
entreteniéndose demasiado en él, dar un salto, luego, tras un largo
rodeo, volver a la misma idea como para asegurarse que sigue allí
donde la dejó, lo cual no es probable. Estos pasos, encabalgamientos
y rápidos asaltos componen un estilo en absoluto sencillo, lleno de
atajos y escorzos; su lenguaje es a menudo voluntariamente oscuro,
a causa de sus alusiones, que parecen reservadas a un grupo privile­
giado de discípulos. Alain se dirige a todos, con frecuencia a los más
humildes, que le preocupan mucho, pero igualmente a unos pocos
que, solos, son capaces de comprender el sentido de una confusión
aparente, evitar el marasmo de problemas y captar al vuelo la rápida
imagen que lo aclara todo. Su racionalismo clásico se une a úna espe ­
cie de esoterismo que tiende al circulo estrecho y cerrado que los dis­
cípulos han trazado en torno al maestro. Pero no hay ninguna doctrina
secreta destinada a cualquier selecto grupo, sino un modo secreto de
acceder a este pensamiento destinado a todos y, de vez en cuando,
aparece la irónica mirada de complicidad que el doctor cruza con sus
discípulos o, lo que viene a ser lo mismo, con su propio espíritu.
Tal oscuridad es uno de los aspectos más atrayentes del pen­
samiento de Alain, porque nos descubre la inclinación que ha sentido
siempre por los verdaderos enigmas, los que no nacen de inestables
combinaciones de ideas, sino de la consistencia del hombre. Da la
sensación, por este velo tendido sobre las cosas y sobre sí mismo,
que Alain se complazca en hallar en el hombre algo opaco, expresión
de su fuerza y de su verdad, sobre el que vuelve sin cesar, no consi­
guiendo ir mucho más lejos, y sintiendo tal fracaso como el signo de
una profunda y tranquila victoria. “No me complace más que un tipo
de oscuridad, que conozco bien, que no es vacío ni hueco, sino lleno,
y contra la que choco y choco, sin la menor impaciencia por atrave­
sarla, por el contrario, tranquilo y convencido de no poder lograrlo.”
En este aspecto se acerca a Descartes, o le imita, recordando que éste
es prácticamente impenetrable y hace pensar que el hombre no lo es
menos; únicamente, mientras que Descartes, como él mismo afirma,
suele ser claro en apariencia y su lenguaje, fiel a las normas, no advier­
te de su oscuridad, Alain se basa en su forma, que da a conocer, a
veces excesivamente, que la aproximación más sencilla posible a las
cosas es difícil, que debe reiniciarse siempre y escapa cuando mejor
se cree tenerla sujeta.
La separación entre el racionalismo de Alain, constituido por unas
cuantas ideas claras, y su feliz contacto con la oscuridad, ayuda a en­
tender mejor cómo puede ser tan férreamente dogmático y tan ajeno
a cualquier idea de sistema, que es otra de sus singularidades. Pocos
temperamentos parecen tan perentorios, seguros de sí, afirmando con
verdadero orgullo, sin el menor miramiento hacia sus querellantes, la
verdad que ha descubierto. Da la sensación, cuando habla o escribe,
que no hay otro pensamiento más que el suyo, aceptando sólo sus pro­
pias contradicciones, e ignorando a las demás, que podrían contra­
riarlo. En algún sitio escribe sobre un hombre muy alto, muy educado,
cuyos modales imitaba: “ De él he tomado la costumbre de no dar
nunca explicaciones sobre un rechazo; después comprendí que hacerlo
significa no rechazar nada.” Así es el orgullo del racionalista, cubierto
por la dignidad del “pienso” ; una magnífica ley lo habita y fundamen­
ta. Este tono perentorio del que ha hecho una forma de rechazar a la
execrable ralea de los refutadores, a los que llama comerciantes deí
pensamiento, su altivez y vivacidad, el desprecio que parece ser una
actitud desdeñosa hacia las personas, pero que es sobre todo un per­
fecto desprecio por las objeciones, este poderoso arte dogmático va
unido a un itinerario de pensamiento totalmente alejado de la certeza
teórica del saber. La preocupación por una doctrina podría descubrirse
en todas sus obras, incluso en las reflexiones más breves, en sus Souve-
nirs de guerre, obra notable por su escasa afectación; y lo mismo po­
dría hacerse con todos sus temas, buscando la reordenación de las mis­
mas ideas, los mismos principios y, digámoslo para irritarle, de las
mismas tesis. De manera que hay en este mundo de Alain una ausencia
de profundidad y de abismo, una monotonía de intención a menudo
insoportables. Pese a este dogmatismo, a esta unidad de doctrina, sor­
prende, atrae, el esfuerzo de un pensamiento que nunca se halla en
reposo, que no vive sobre un corpus de ideas como sobre un tesoro
que se guarda en lugar seguro, que, habiendo descubierto una verdad,
luego otra, y estando seguro de ello, necesita descubrirlas sin cesar,
atacarlas, devolverles la vida, el aliento por medio de un interminable
trabajo. De aquí, la doble impresión que da el mundo en que habita:
una impresión de estrechez sin sueños, sin pasiones, sin abismos; y,
por otro lado, una impresión de inagotable actividad, de fuerza a la
que nada satisface, un dominio cuyos límites no admiten extravío
alguno y, sin embargo, donde no es posible detenerse, como si fuera
necesario renunciar a tenerlos en cuenta. También nace de esto la
ambigua aura de un escritor que inspira un sentimiento de seguridad
por su confianza en sí mismo y su fe en la verdad, y que turba todo
criterio por el riesgo que hace correr a sus propias ideas, marchando
siempre tras ellas, evitándolas para luego reencontrarlas, renunciando
a ellas en nombre de una auténtica adhesión. Dogmático en el sentido
de creerse en posesión de unas verdades, incluso de todas; y alejado
del dogmatismo dado que no cree menos el que todas ellas perecerían
dentro de un sistema, y que lo esencial de la filosofía, como ha dicho,
es el comprender que una idea no se pone en guardia.
Este mundo es lo que es, no un objeto de refutación, sino creado
por un pensamiento que no cesa de superarlo, lo bastante despierto
como para no intentar sustituirlo por otro. Así queda admitido el que
sus verdaderos discípulos le sean finalmente infieles. Hay que tener en
cuenta en Alain, sobre todo, su libertad de espíritu, su inclinación
por la dignidad del juicio, la altanera indiferencia hacia todo lo que es
debilidad en la pasión y amenaza de la inteligencia. En cierto sentido,
el único contenido de su filosofía es su pensamiento en ejercicio. Ne­
cesita pensar y repensar, en contacto con la experiencia diaria, los
principios que él mismo distingue. En tanto que principios deposita­
dos de una vez para siempre en el lenguaje, no significan más que la
muerte del espíritu al que quisieran revivir; creando una falsa seguri­
dad y poniendo puntos de apoyo allí donde significan una pesada
carga; son lo contrario de lo que son. Tampoco deben ser entendidos
fuera de un pensamiento que les da todo su sentido y valor. Es nece­
sario que Alain los piense para que sean principios válidos para todos;
desde el momento en que el libro los eterniza despiertan desconfianza
y sospecha. Y si el habla les conviene más, exigen un discurso musita­
do, no una recitación. De ahí el carácter de la filosofía de Alain, inse­
parable de la enseñanza; de ahí también sus libros, siempre a la busca
de las mismas verdades, que se cree que se repiten cuando en realidad
se remidan y se rehacen, dado que lo verdadero no se repite.
X. DE LA INSOLENCIA CONSIDERADA COMO UNA
DE LAS BELLAS ARTES

En cuanto se han leído algunas páginas de Solstice de Juin es fácil


darse cuenta que Montherlant se presta a una dependencia casi com­
pleta por amor a la independencia y tentación por las cosas difíciles.
Se lanza a la. corriente para demostrar que arrastrado por ella, sin
medios para remontarla, sigue siendo libre en este movimiento que
sufre. Algunos se pierden miserablemente en este abismo al que han
sido precipitados por un instinto de vulgar abandono; otros se quedan
lejos del borde para resistir al vértigo al que temen; él pretende entrar
en el abismo y permanecer intacto, dejarse llevar y demostrar que es
él mismo, seguir, pero sin renunciar a su propio movimiento. Se siente
atraído por el peligro, y más que por éste, seducido por la casi certeza
de que exponerse es sucumbir. Una pureza demasiado cómoda no le
dice nada; pero lo difícil le tienta y lo imposible le fascina.
Solstice de Juin expresa los diversos movimientos de una disci­
plina, la de la insolencia. Esta no es un arte sin valor; es un medio
de ser igual a sí mismo y superior a los demás en todas las circunstan­
cias en que éstos parecen dominar. Es también la voluntad de rechazar
lo convenido, la costumbre, lo habitual. ITay en la insolencia una rapi­
dez de acción, una orgullosa espontaneidad que rompen los viejos me­
canismos triunfando por su prontitud, sobre un enemigo poderoso
pero lento. Supone una chispa de viva consciencia y descubre el defec­
to oculto que nunca le falta al más fuerte. Se niega a defenderse y
ataca cuando todo está perdido. Se sacrifica, pero se venga. Perece
abatiendo. Sucumbe en un chispeante escándalo. La ley que la denun­
cia nada puede contra este relámpago que brilla por última vez.
El primer ensayo de Solsti.ce de Juin narra cómo en 1919 Mont­
herlant fundó con otros cuatro jóvenes una especie de orden de caba­
llería para separarse de un mundo vil. Son páginas hermosas y senci­
llas; tal tentativa presenta algunos de los rasgos que hay en toda ética
de la insolencia. “Eramos juveniles -dice Montherlant-, pero creo
que nunca fuimos necios.” Esta vitalidad o, si se quiere, esta aptitud
para no hacerse pesados, para ser móviles y vivos, es uno de los rasgos
de la insolencia. Soportar con ligereza lo que está aplastando es el
juego de palabra propio del desafío del hombre insolente, que alcanza
su suprema victoria cuando se ejerce tanto con las cosas como con los
hombres. Es desenvuelto, no porque desconozca lo que le agobia, ni
siquiera porque esté representando un papel, sino porque defiende su
soberanía disimulando qué es para él lo serio de la vida. “Hay ligerezas
—dice Montherlant—, ser superficial es un vicio repugnante; pero exis­
te un espíritu de ligereza, consciente y reflexiva, que es una virtud.”
De igual forma, si permanece libre en la opresión, lanzándose violenta­
mente contra lo que debería perderlo, se debe a un impulso juvenil, al
sentimiento de su agilidad, de su vigor sutil al prestigio de una natura­
leza para la que todo es cómodo.
En los comienzos de la Orden había, cuenta Montherlant, una ne­
cesidad de separarse del medio, para poder vivir una vida respirable, un
repliegue no sobre sí mismo, sino sobre un puñado de seres elegidos.
Rasgos comunes a todos los caballeros, pero igualmente a los de la in­
solencia, que es un modo de rechazo del mundo que se desprecia, de
afirmar una aristocracia, refiriéndose a leyes más o menos secretas,
empleo rápido de las palabras, seguridad, conocimiento de los me­
dios que crean una superioridad a veces ilusoria, pero incontestable en
el momento. La insolencia desgarra el orden convencional, compla­
ciéndose en el an ti-conformismo; es minoría, minoría que no acepta
ninguna justificación $x¡terna, que, por el contrario, exige el honor de
ser ajena a lo verdadero, a la moral, a todas las normas de las que la
sociedad vulgar precisa. Montherlant escribió algunas líneas muy her­
mosas sobre esas minorías que dicen “no” heroicamente. “Esas mino­
rías que ahora me obsesionan tal vez carecen de valor. O tal vez están
equivocadas, juzgando según la verdad. O tal vez son nocivas para el
interés general. Tal vez sea necesario reducirlas a la impotencia. Pero
con honores de guerra; no en función de esto o aquello, sino porque
han resistido la obscena atracción del número.” “Aquí está la cima,
puede leerse en la tumba de leyasu, situada en un promontorio bos­
coso al que se llega por doscientos escalones. Aquí está la cima. La
multitud que vive debajo vive como puede.”
La Orden de los jóvenes caballeros, en 1919, acto de separación,
fue igualmente un pacto de solidaridad que implicaba una serie de
exigencias que muy bien pueden calificarse como morales. ¿De este
modo superamos la ética de la insolencia? No es seguro, Hay en el
comportamiento del hombre insolente un egoísmo presto a renegar
de sí. La insolencia se manifiesta en relación a los demás, por un movi­
miento que tiene en cuenta, intensamente, al otro; es la expresión de
un Yo rebelde, escandaloso, imperecedero, que se impone mostrán­
dose. No se trata de resquebrajar o aniquilar este Yo, permanece pro­
digiosamente fiel a sí mismo; incluso, es más Yo que naturaleza, des­
empeñando con perfecta espontaneidad su papel de Yo. ( “Se toma
una actitud —dice Montherlant—, pero se toma la actitud de lo que
realmente se es.” ) Se es uno mismo por una profunda exigencia, y
también por los demás, a la vez contra los que querrían contradecir­
nos, y por consideración hacia los pocos que comparten tal actitud.
El “por los demás” , que está en el corazón del hombre insolente, im ­
plica un sentimiento equívoco, turbador, que le hace reconocer una
cierta ley de solidaridad y, con respecto al adversario, algo más que
indiferencia, un desprecio análogo a la simpatía, la misma que hace
decir a Montherlant: “La simpatía, ¡vaya!, sí, de eso al menos sí que
me siento capaz.”
Puede llegarse más lejos y pensar que la ética de la insolencia
exige un contenido que no es en absoluto el de la moral, a la que con
frecuencia escarnece, sino muy próximo a la “calidad humana” , sím­
bolo de valores cuya importancia se resalta en todo momento en Sols-
tice de juin. ¿Qué es esa calidad? Una exigencia, independiente de la
inteligencia, de la moral, del temperamento, algo extraño que basta
para transformar a un ser, hasta cuando faltan otras virtudes. Es, en
el plano de la acción, lo equivalente al gusto en el plano estético.
“Hay en la vida - señala Kierkegaard en su Diario— como en las notas
musicales, una nota justa que es la oscilación entre lo justo y lo falso,
y que constituye toda su belleza; la justeza del tono, en un sentido
estricto, como en lógica, en ontología, en moral abstracta —en este
caso justeza matemática— serían falsas para el músico.” La justeza del
tono, oscilación entre lo justo y lo falso, es la calidad, y en nombre de
ella la insolencia exaltación espectacular del instante, esfuerzo violen­
to para dominar a lo que domina, desprecia las demás formas de la
vida moral.
Solstice de juin, breviario de la insolencia de Montherlant, se
lanza al centro de una actualidad terriblemente abrumadora y vulgar,
contando con salvarse gracias a su soberano desprecio hacia el acto de
perderse, y por un agudo sentido de la calidad, no debe ser conside­
rado como un libro ejemplar. Puede ocurrir que el escritor quede
preso en el abismo: no consigue sobrevolarlo, y sermonea, deduce lec­
ciones, hace moral, señales de que el acontecimiento lo ha fascinado,
arrastrándolo. O también puede ser que se dedique a hacer chapuzas
con unas cuantas reflexiones cuyo carácter altivo no las protege de la
insignificancia, creando una ideología apenas superior a las medita­
ciones habituales de los escritores perdidos en la política, recordando
en ese momento la advertencia que les dirige: “A los escritores que se
han entregado demasiado a la actualidad les predigo, para esta parte de
su obra, el más total de los olvidos. Los periódicos, las revistas de ac­
tualidad me hacen oír, cuando los abro, la indiferencia del porvenir,
del mismo modo en que se oye el ruido del mar cuando se acercan a la
oreja algunas caracolas.”
INDICE

SOBRE-LA A N G U S T IA E N E L L E N G U A JE

Sobre la angustia en el lenguaje ... .......................... .............. ........ 7


I. E l “diario” de K ierkegaard................................................. 23
II. Maestro Eckhart ................................................................. . 29
III. La unión del cielo y del infierno ...................................... 35
IV. Acerca del pensamiento hindú ............................................ 41
V. La experiencia in te rio r............................. . ... ................. . 45
VI. La experiencia de P ro u s t.................................................... 51
V II. R i l k e ......................................................................................... 57
V III. E l mito de Sísifo ................................................................... 63
IX . E l mito de Orestes............. ................................................ 69
X. E l mito de Fedra .................................................................. 75
X I. Los “carnets” de Leonardo de Vinci ........................... ... 81
X II. ¿Cómo es posible la literatura? ........... .............................. 87
X III. Investigaciones sobre el le n g u a je ................................. ... 97
X IV . L iteratura............................................... ............................... 103

D IG R E S IO N E S SOBRE L A POESÍA
* I. E l silencio de M a lla r m é ...............................: ..................... 111
II. ¿Es oscura la poesía de Mallarmé? ................................... 119
III. Bergson y el simbolismo ...................................................... 125
IV. La poética ................................................................................ 129
V. Los poetas barrocos del siglo xvn ..................................... 135
VI. Reflexiones sobre la joven poesía ...................................... 141
V II. Poesía involun taria................................................................. 145
V III. Poesía y lenguaje .............. .................................................. 149
IX . Después de Rim baud............................................................... 155
X. León-Paul. Fargue y la creación poética .......................... 161
Pág.

; X I. Situación de Lamartine >. . ... ... ... ... ... ... ... ....... ... 165
X II. Una edición de “ Las floresdel m al” ................................. 169

D IG R E S IO N E S SOBRE L A N O V E L A
I. Mallarmé y el arte de n o v e la r........................................... 177
II. Lautréam ont................................................................ ........ 185
III. El arte de novelar en B a lz a c ................................... . ......... 1.91
IV . La joven novela ... ................................... ......................... 197
V. El enigma de la novela ....................................................... 201
V i. El nacimiento de un m i t o .................................................... 207
V IL Novelas m itológicas.............................................................. 211
V IH . Novela y p o e s ía ........................................................... ... ... 219
IX . Poesía y n o v e la ...................................................................... 225
X. Traducido del silencio .......................................................... 229
X I. La novela “L ’Etranger” ....................................................... 235
X II. E l ángel de lo e x traño......................................................... 241
X III. C ham inadour.......................... ................................................ 247
X IV . Novela y m o r a l..................... ............................................... 255
XV . El secreto de M e lv ille .......................................................... 2.61
X V I. El. monólogo interior ............................................................ 267
X V II. Tiempo y novela .............................................. .................... 271
X V III. Una obra de Ernst Jü n g e r ................................................... 275

D IG R E S IO N E S S IN O R D E N
I. M o lié r e ............................................................................... ... 283
II. Stendhal lejías almas sensibles ... ..................................... 287
III. Goethe y Eckerrnann............................................................ 293
IV. André Gide y G o e th e .......................................................... 297
V. La soledad de P é g u y ......................... .................... ....... 303
V I. La crítica de Albert T hib a u d e t........................................... ......307
V II. Una obra de Paul Claudel ................................................ 311
V III. A propósito de “ Les nourritures terrestres” ... .............. 319
IX . E l pensamiento de Alain ..................................................... 325
X. De la insolencia consideradacomo una de las bellas artes. 331

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