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La dictadura del relativismo

Jaime Nubiola
Profesor de Filosofía
Universidad de Navarra
Fecha: 4 de junio de 2005
Publicado en: La Gaceta de los Negocios (Madrid)

Hace unas pocas semanas, en la misa previa al cónclave en el que había de ser elegido el nuevo papa, el entonces
cardenal Ratzinger denunciaba con fuerza los vientos de relativismo que azotan nuestra sociedad occidental en
las últimas décadas. El relativismo se ha convertido en una actitud de moda, mientras que "tener una fe clara
según el credo de la Iglesia católica" es despachado a menudo como fundamentalismo. "Se va constituyendo
-concluía- una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja sólo como medida
última al propio yo y sus apetencias". La expresión que acabo de subrayar, "dictadura del relativismo", llamó de
inmediato la atención tanto de la audiencia como de la prensa, pues mostraba de manera bien gráfica la
formidable capacidad poética del futuro papa que con sólo tres palabras diagnosticaba la enfermedad de la
sociedad europea.
Algún periodista nacional consideró que esa expresión era un concepto absurdo, una contradicción in terminis,
sin caer en la cuenta de que la combinación de esas dos palabras compone una figura literaria de enorme fuerza
expresiva. Como es sabido, se trata de la figura denominada oxímoron, (del griego oxys, agudo, y moros, romo,
estúpido), en la que mediante la yuxtaposición de dos palabras de significado opuesto se logra expresar un nuevo
sentido, un contraste difícilmente alcanzable de otra manera: todos hemos empleado expresiones como "silencio
atronador", "luminosa oscuridad", "graciosa torpeza" y tantas otras expresiones parecidas que llenan de sentido y
viveza nuestra comunicación. Cuando el futuro Benedicto XVI hablaba de la dictadura del relativismo lo que
estaba expresando con brillantez poética es que en nuestra avanzada cultura democrática se está imponiendo por
vía de fuerza el principio de que todas las opiniones valen lo mismo, y por tanto, que nada valen en sí mismas,
sino sólo en función de los votos que las respaldan.
Aquel mismo periodista argumentaba que "el relativismo es el alma viva del conocimiento científico". Y,
exhibiendo un notable desconocimiento de la efectiva práctica científica, añadía: "Sólo quien duda de la
exactitud de sus ideas puede sentirse impelido a ponerlas a prueba y, llegado el caso a descartarlas, o a restringir
su campo de validez, abriendo paso a ideas nuevas, ellas mismas cuestionables". Nada más alejado de la realidad
de la ciencia que esta caricatura. El científico no es nunca un relativista, no piensa que su opinión valga lo mismo
que cualquier otra, y, si es un científico honrado, está deseoso de someter su parecer al escrutinio de sus iguales y
de contrastarlo con los datos experimentales disponibles. El buen científico está persuadido de que su opinión es
verdadera, que es la mejor verdad que ha logrado alcanzar, a veces con mucho esfuerzo. El científico sabe
también que su opinión no agota la realidad, sino que casi siempre puede ser rectificada y mejorada con más
trabajo suyo y con la ayuda de los demás.
En contraste con el periodista español, una conocida columnista del New York Times descalificaba al nuevo Papa
como un absolutista, como "un archiconservador del Jurásico que desdeña la cultura del 'si te parece bien, hazlo'
y las tendencias revolucionarias nacidas en los años 60 en favor de la diversidad y la apertura cultural". Maureen
Dowd en su artículo aliaba al nuevo Benedicto XVI con el vicepresidente Dick Cheney en la batalla contra el
progresismo liberal norteamericano, del que el New York Times es quizá su portaestandarte. Esta visión muestra
bien el localismo miope de la prensa norteamericana, pero sugiere también que el relativismo que denunciaba el
cardenal Ratzinger no ha afectado a los Estados Unidos tan profundamente como a Europa. Como reconocía la
propia Dowd, citando al profesor de Utah, Bruce Landesman, "quienes sostienen posiciones progresistas no son
relativistas. Simplemente están en desacuerdo con los conservadores acerca de qué es lo bueno y lo malo".
Efectivamente, en el corazón de la sociedad americana se encuentra la convicción de que la democracia es una
concepción ética, presidida por un uso comunitario de la razón. En una democracia los asuntos se discuten hasta
la saciedad y si no se llega a un acuerdo razonable son finalmente los jueces quienes deciden acerca de la
moralidad de un determinado modo de proceder. En una organización democrática la noción de verdad ha de
estar en el centro de la vida pública. Si no hay verdad, no es posible el debate porque la discusión deja de ser un
proceso de búsqueda y se transforma meramente en una tramoya del poder. Si no hay verdad, si todas las
opiniones valen lo mismo, pierde todo su sentido el pluralismo democrático.

No es verdad que todas las opiniones merezcan el mismo respeto. Quienes merecen todo el respeto del mundo
son las personas, pero no sus opiniones. Al contrario, tenemos la obligación de ayudar a los demás a mejorar sus
opiniones, a cambiar sus convicciones, exhibiendo las razones que asisten a nuestras posiciones morales y
sociales para permitirles que se pasen, si lo desean, a nuestro lado. En este sentido, es importantísimo distinguir
con claridad entre pluralismo y relativismo. Mientras que el relativista no tiene interés en escuchar las opiniones
de los demás, quien ama el pluralismo no sólo afirma que caben diversas maneras de pensar acerca de las cosas,
sino que sostiene además que entre ellas hay -en expresión de Stanley Cavell- maneras mejores y peores, y que
mediante el contraste con la experiencia y el diálogo los seres humanos somos capaces casi siempre de reconocer
la superioridad de una opinión sobre otra y de adherirnos a ella.
En última instancia, un relativismo como el que crece actualmente en Europa corroe la democracia, porque
clausura el diálogo y acaba con el pluralismo. Precisamente un día antes del fallecimiento de Juan Pablo II, el
entonces cardenal Ratzinger afirmaba en Subiaco que "Europa ha desarrollado una cultura que, de modo
desconocido antes de ahora para la humanidad, excluye a Dios de la consciencia pública". Y añadía: "En Europa
se ha desarrollado una cultura que constituye en absoluto la contradicción más radical no sólo del cristianismo,
sino de las tradiciones religiosas y morales de la humanidad". En sus palabras se advertía de manera luminosa
que el relativismo de nuestro tiempo, hijo bastardo de la Ilustración, era el punto de partida de la cancelación de
Dios en la vida pública.
El contraste -aquí meramente apuntado- entre el pluralismo norteamericano (In God we trust) y el relativismo
europeo es sólo una caricatura, pero ayuda a entender bien aquel sugerente oxímoron de la "dictadura del
relativismo" del que hablaba con preocupación el cardenal Ratzinger en la víspera del cónclave. El relativismo
es probablemente la enfermedad más grave de la sociedad europea en el momento presente y considerar la
enfermedad como algo saludable es en verdad la peor de las dictaduras.

PULINA BRAVO 461 12 4 90 40

ENTREVISTA A JULIÁN MARÍAS. Filósofo y escritor


El filósofo Julián Marías, discípulo de Ortega y Gasset, y autor de más de medio centenar de
libros, no vacila en su condena enérgica sobre el aborto, al que considera «el máximo
desprecio de la vida humana en toda la historia conocida».
- 60 millones de abortos al año en el mundo, ¿qué reflexión le sugiere este dato?
- Que se ha extendido de manera aterradora la aceptación social del aborto, el máximo desprecio de
la vida humana en toda la historia conocida, y a la vez la negación de la condición personal.
- ¿Y qué le parece que se le llame «interrupción voluntaria del embarazo»?
- Me parece una expresión de refinada hipocresía. Los partidarios de la pena de muerte tienen
resueltas sus dificultades. ¿Para qué hablar de tal pena, de tal muerte? La horca o el garrote pueden
llamarse «interrupción de la respiración» (y con un par de minutos basta); ya no hay problema.
Cuando se provoca el aborto o se ahorca no se interrumpe el embarazo o la respiración; en ambos
casos «se mata a alguien». Y, por supuesto, es una hipocresía más considerar que hay diferencia
según en qué lugar del camino se encuentre el niño que viene, a qué distancia de semanas o meses
de esa etapa de la vida que se llama nacimiento va a ser sorprendido por la muerte
- Usted no plantea el problema desde la fe o desde la ciencia. ¿Qué planteamiento falta?
- Uno elemental, ligado a la mera condición humana, accesible a cualquiera, independiente de
conocimientos científicos o teológicos, que pocos poseen. Esta visión no puede ser otra que la
antropología, fundada en la mera realidad del hombre tal como se ve, se vive, se comprende a sí
mismo. Hay, pues, que intentar retrotraerse a lo más elemental, que por serlo no tiene supuestos de
ninguna ciencia o doctrina, que apela únicamente a la evidencia y no pide más que una cosa: abrir los
ojos y no volverse de espaldas a la realidad
- Las feministas dicen que el cuerpo es suyo
- Pero es falso. Cuando se dice que el feto es «parte» del cuerpo de la madre, se dice una insigne
falsedad, porque no es parte: está «alojado» en ella, mejor aún, implantado en ella (en ella, y no
meramente en su cuerpo). Una mujer dirá: «Estoy embarazada», nunca «mi cuerpo está
embarazado»
- ¿Qué es el niño aún no nacido?
- Una realidad «viniente», que llegará si no lo paramos, si no lo matamos en el camino.
- Algunos afirman la licitud del aborto cuando se cree que probablemente el que va a nacer
sería anormal, física o psíquicamente
- Pero esto implica que el que es anormal no debe vivir, ya que esa condición no es probable, sino
segura. Y habría que extender la misma norma al que llega a ser anormal, por accidente, enfermedad
o vejez. Si se tiene esa convicción, hay que mantenerla con todas sus consecuencias Hay quienes no
se atreven a herir al niño más que cuando está oculto -se pensaría que protegido- en el seno
materno; lo cual añade gravedad al hecho: en una época en que cuando se encuentra a un terrorista
con una metralleta en la mano, todavía humeante, junto al cadáver de un hombre acribillado a
balazos, se dice que es «el presunto asesino», la mera probabilidad de una anormalidad se considera
suficiente para decretar la muerte del que está expuesto al riesgo de ser más o menos anormal.
- ¿Cree que la injusticia mayor que se puede cometer con un hombre es despojarlo de su
esperanza?
- Siempre me han conmovido esos hombres o mujeres que, al final de su vida, rezan en la iglesia y se
acercan al altar para recibir una comunión que en el antiguo rito recordaba la promesa de la vida
eterna; es decir, la esperanza. Hoy son muchos los que se dedican a minar esa esperanza. Lo grave
es que a veces lo hacen en nombre de la «justicia social», cometiendo la más aterradora injusticia
que puedo imaginar.
- Buen tema para el mes de difuntos.
- Se han debilitado las vigencias religiosas, incluso dentro del cristianismo; se ha atenuado la
conciencia del dramatismo de la vida humana, de la posibilidad de salvación o condenación. Con ello,
en grandes multitudes, se ha disipado la esperanza en la vida perdurable después de la muerte
-¿Siempre se ha sentido católico?
- Tengo el más vivo recuerdo de haberme sentido «mal», aunque siempre «dentro» de la Iglesia.
Ningún «malestar» es suficiente. En todo caso, y si el malestar es muy grave, siempre me he sentido
más inclinado a «que se vayan ellos» que a irme yo de aquello a lo que radicalmente pertenezco.
Fuente: La Razón 25-XI-2003

¿Vale la pena casarse?


Tomás Melendo,
Catedrático de Metafísica Universidad de Málaga
Bastantes jóvenes aseguran hoy que no ven razón alguna para contraer matrimonio. Se quieren, y en ello encuentran una
justificación sobrada para vivir juntos. Estimo que están equivocados, pero los comprendo perfectamente.
Y es que las leyes y los usos sociales han arrebatado al matrimonio todo su sentido: a) la admisión del divorcio elimina la
seguridad de que se luchará por mantener el vínculo; b) la aceptación social de «devaneos» extramatrimoniales suprime la
exigencia de fidelidad; y c) la difusión de contraceptivos desprovee de relevancia y valor a los hijos.
¿Qué queda, entonces, de la grandeza de la unión conyugal?, ¿qué de la arriesgada aventura que siempre ha sido?, ¿con qué
objeto «pasar por la iglesia o por el juzgado»? Vistas así las cosas, a quienes sostienen la absoluta primacía del amor habría
que comenzar por darles la razón… para después hacerles ver algo de capital importancia: que es imposible quererse bien, a
fondo, sin estar casados.
Hacerse capaz de amar
Aunque pueda suscitar cierto estupor, lo que acabo de sostener no es nada extraño. En todos los ámbitos de la vida humana
hay que aprender y capacitarse. ¿Por qué no en el del amor, que es a la par la más gratificante y difícil de nuestras
actividades? Jacinto Benavente afirmaba que «el amor tiene que ir a la escuela». Y es cierto. Para poder querer de veras hay
que ejercitarse, igual que, por ejemplo, hay que templar los músculos para ser un buen atleta.
Pues bien, la boda capacita para amar de una manera real y efectiva. Nuestra cultura no acaba de entender el matrimonio: lo
contempla como una ceremonia, un contrato, un compromiso… Algo que, sin ser falso, resulta demasiado pobre. En su
esencia más íntima, la boda constituye una expresión exquisita de libertad y amor. El sí es un acto profundísimo, inigualable,
por el que dos personas se entregan plenamente y deciden amarse de por vida. Es amor de amores: amor sublime que me
permite «amar bien», como decían nuestros clásicos: fortalece mi voluntad y la habilita para querer a otro nivel; sitúa el amor
recíproco en una esfera más alta. Por eso, si no me caso, si excluyo ese acto de donación total, estaré imposibilitado para
querer de veras a mi cónyuge: como quien no se entrena o no aprende un idioma resulta incapaz de hablarlo.
A su joven esposa, que le había escrito: «¿Me olvidarás a mí, que soy una provincianita, entre tus princesas y embajadoras?»,
Bismark le respondió: «¿Olvidas que te he desposado para amarte?». Estas palabras encierran una intuición profunda: el
«para amarte» no indica una simple decisión de futuro, incluso inamovible; equivale, en fin de cuentas, a «para poderte amar»
con un querer auténtico, supremo, definitivo.
Casarse o «convivir»
No se trata de teorías. Cuanto acabo de exponer tiene claras manifestaciones en el ámbito psicológico. El ser humano sólo es
feliz cuando se empeña en algo grande, que efectivamente compense el esfuerzo. Y lo más impresionante que un varón o una
mujer pueden hacer es amar. Vale la pena dedicar toda la vida a amar cada vez mejor y más intensamente. En realidad, es lo
único que merece nuestra dedicación: todo lo demás, todo, debería ser tan sólo un medio para conseguirlo.
Pues bien, cuando me caso establezco las condiciones para consagrarme sin reservas a la tarea de amar. Por el contrario, si
simplemente vivimos juntos, y aunque no sea consciente de ello, todo el esfuerzo tendré que dirigirlo, a «defender las
posiciones» alcanzadas, a no «perder lo ganado».
Todo, entonces, se torna inseguro: la relación puede romperse en cualquier momento. No tengo certeza de que el otro se va a
esforzar seriamente en quererme y superar los roces y conflictos del trato cotidiano: ¿por qué habría de hacerlo yo? No puedo
bajar la guardia, mostrarme de verdad como soy… no sea que mi pareja advierta defectos «insufribles» y decida no seguir
adelante. Ante las dificultades que por fuerza han de surgir, la tentación de abandonar la empresa se presenta muy cercana,
puesto que nada impide esa deserción…
En resumen, la simple convivencia sin entrega definitiva crea un clima en el que la finalidad fundamental y entusiasmante del
matrimonio —hacer crecer y madurar el amor y, con él, la felicidad— se ve muy comprometida.
¿Amor o «papeles»?
Todo lo cual parece avalar la afirmación de que «lo importante» es quererse. Me parece correcto. El amor es efectivamente lo
importante. No hay que tener miedo a esta idea. Pero ya he explicado que no puede haber amor cabal sin donación mutua y
exclusiva, sin casarse. Los papeles, el reconocimiento social, no son de ningún modo lo importante… pero, en cuanto
confirmación externa de la mutua entrega, resultan imprescindibles.
¿Por qué?
Desde el punto de vista social, porque mi matrimonio tiene repercusiones civiles claras: la familia es -¡debería ser!- la clave
del ordenamiento jurídico y el fundamento de la salud de una sociedad: es indispensable, por tanto, que se sepa que otra
persona y yo hemos decidido cambiar de estado y constituir una familia.
Pero, sobre todo, la dimensión pública del matrimonio -ceremonia religiosa y civil, fiesta con familiares y amigos,
participaciones del acontecimiento, anuncio en los medios si es el caso, etc.- deriva de la enorme relevancia que lo que están
llevando a cabo tiene para los cónyuges. Si eso va a cambiar radicalmente mi vida para mejor, si me va a permitir algo que es
una auténtica y maravillosa aventura… me gustará que quede constancia: igual que anuncio con bombo y platillo las restantes
buenas noticias. Igual, no. Mucho más, porque no hay nada comparable a casarse: me pone en una situación inigualable para
crecer interiormente, para ser mejor persona y alcanzar así la felicidad. ¿Cómo no pregonar, entonces, mi alegría?
¿Anticipar el futuro?
Es verdad que, a la vista de lo expuesto, bastantes se preguntan: ¿cómo puedo yo comprometerme a algo para toda la vida, si
no sé lo que ésta me deparará?, ¿cómo puedo estar seguro de que elijo bien a mi pareja?
A todos ellos les diría, antes que nada, que para eso esta el noviazgo: un período imprescindible, que ofrece la oportunidad de
conocerse mutuamente y empezar a entrever cómo se desarrollará la vida en común.
Después, si soy como debo ya sé bastante de lo que pasará cuando me case: sé, en concreto, que voy a poner toda la carne en
el asador para querer a la otra persona y procurar que sea muy feliz. Y si ese propósito es serio, será compartido por el futuro
cónyuge: el amor llama al amor. Podemos, por tanto, tener la certeza de que vamos a intentarlo por todos los medios. Y
entonces es muy difícil que el matrimonio fracase.
Observar y reflexionar
Ciertamente, esa decisión radical de entrega no basta para dar un paso de tanta trascendencia. Hay que considerar también
algunos rasgos del futuro cónyuge. Por ejemplo, si «me veo» viviendo durante el resto de mis días con aquella persona;
también, y antes, cómo actúa en su trabajo, trata a su familia, a sus amigos; si sabe controlar sus impulsos sexuales (porque,
de lo contrario, nadie me asegura que será capaz de hacerlo cuando estemos casados y se encapriche con otro u otra); si me
gustaría que mis hijos se parecieran a él o a ella… porque de hecho, lo quiera o no, se van a parecer; si sabe estar más
pendiente de mi bien (y del suyo) que de sus antojos…
En definitiva, atender más a lo que es; después, a lo que efectivamente hace, a cómo se comporta; y en tercer lugar, a lo que
dice o promete, que sólo tendrá valor cuando concuerde con su conducta.
Relaciones anti-matrimoniales
Y aquí suele plantearse una de las cuestiones más decisivas y sobre las que impera una mayor confusión. La necesidad de
conocerse, de saber si uno y otra congenian, ¿no aconseja vivir un tiempo juntos, con todo lo que esto implica?
Se trata de un asunto muy estudiado y sobre el que cada vez se va arrojando una luz más clara. Un buen resumen del status
quaestionis sería el que sigue: está estadísticamente comprobado que la convivencia a que acabo de aludir nunca -nunca!-
produce efectos beneficiosos. Por ejemplo: a) los divorcios son mucho más frecuentes entre quienes han convivido antes de
contraer matrimonio; b) las actitudes de los jóvenes que empiezan a tener trato íntimo empeoran notablemente y a ojos
vista… desde ese mismo momento: se tornan más posesivos, más celosos y controladores, más desconfiados e irritables…
La causa, aunque profunda, no es difícil de intuir. El cuerpo humano es, en el sentido más hondo de la palabra, personal; y
quizá muy especialmente sus dimensiones sexuales. En consecuencia, la sexualidad sólo sabe hablar un idioma: el de la
entrega plena y definitiva.
Mas en las circunstancias que estamos considerando esa total disponibilidad resulta contradicha por el corazón y la cabeza,
que, con mayor o menor conciencia, la rechazan, al evitar un compromiso de por vida. Surge así un ruptura interior en cada
uno de los novios, que se manifiesta psíquicamente por un obsesivo y angustioso afán de seguridad, cortejado de recelos,
temores, suspicacias… que acaban por envenenar la vida en común.
De ahí que a este tipo de relaciones, en contra del uso habitual, prefiera llamarlas «anti-matrimoniales».
Para conocerse de veras
Por otro lado, resulta ingenua la pretensión de decidir la viabilidad de un matrimonio por la «capacidad sexual» de sus
componentes: ¡como si toda una vida en común dependiera o pudiera sustentarse en unos actos que, en condiciones normales,
suman unos pocos minutos a la semana!
Pero es que la mejor manera de conocer a nuestro futuro cónyuge en ese ámbito consiste, como antes sugería, en observarlo
en los demás aspectos de su vida, y tal vez principalmente en los no se relacionan directamente con nosotros: reflexionar
sobre el modo cómo se comporta en su familia, en el trabajo o estudio, con sus amigos o conocidos. Si en esas circunstancias
es generoso, afable, paciente, servicial, tierno, desprendido…, puede asegurarse, sin temor al engaño, que a la larga esa será
su actitud en las relaciones íntimas. Mientras que la «comprobación directa», e incluso la forma de tratarnos, por responder a
una situación claramente «excepcional» -el noviazgo- no sólo no proporciona datos fiables sobre su vida futura, sino que en
muchos casos más bien los enmascara.
¿Probar a las personas?
Pero se puede ir más al fondo: no es serio ni honrado «probar» a las personas, como si se tratara de caballos, de coches o de
ordenadores. A las personas se las respeta, se las venera, se las ama; por ellas arriesga uno la vida, «se juega -como decía
Marañón- a cara o cruz, el porvenir del propio corazón».
Además, la desconfianza que implica el ponerlas a prueba no sólo crea un permanente estado de tensión difícil de soportar,
sino que se opone frontalmente al amor incondicionado que está en la base de cualquier buen matrimonio.
A lo que cabe añadir otro motivo, todavía más determinante: no se puede (es materialmente imposible, aunque parezca lo
contrario) hacer esa prueba, porque la boda cambia muy profundamente a los novios; no sólo desde el punto de vista
psicológico, al que ya me he referido, sino en su mismo ser: los modifica hondamente, los transforma en esposos, les permite
amar de veras: ¡antes no es posible hacerlo!, como ya apunté.
Pero esta es una cuestión de tanta trascendencia que quizá merezca, íntegro, un nuevo escrito.

Optimismo y realidad
Enrique Sueiro
Profesor asociado de Comunicación
Universidad de Navarra
Fecha: 5 de junio de 2005
Publicado en: Heraldo de Aragón

Me pregunto si optimismo y realidad son compatibles. Sospecho que sí, estoy seguro de su
conveniencia y no dudo de su proximidad con la comunicación. Entre mis dudas, ignoro por
qué suele ilustrarse optimismo y pesimismo con el modo de contemplar precisamente... una
botella. Desde luego, resulta fácil asociar los conceptos del envase con los de alegría,
espontaneidad, comunicación, fiesta, multiplicación (doble visión), etc. Bromas aparte, alguna
conexión existe.
Hace días recibí una nueva comunicación postal de mi entidad financiera. Mía en el sentido de
que ella tiene mi dinero y mis deudas. En la parte exterior del sobre, un mensaje: "La felicidad
consiste en disfrutar de lo que se tiene". Vaya, casi siempre había pensado que lo que tenía -y
sigo teniendo- con el banco era un préstamo hipotecario. Siendo cierto, no lo es menos que,
gracias a él, disfruto de mi casa.
Meses atrás aprendí una gran lección de un pequeño. En escena, dos de mis sobrinos. Ignacio,
de 5 años, estimaba insuficiente la edad de su hermano Alejandro para compartir con él cierta
actividad "porque sólo tiene 4 años". A este hecho replicaba el afectado con otra obviedad
irrefutable: "Sí, pero pronto cumpliré 5".
Optimismo motivador
Estimulantes también las conclusiones de C. R. Snyder, psicólogo de la Universidad de
Kansas, tras sus estudios clínicos: las personas con un alto nivel de expectativas destacan por
la capacidad de motivarse a sí mismos, sentirse diestras para encontrar la manera de alcanzar
sus objetivos, asegurarse de que las cosas irán mejor cuando atraviesan una situación difícil,
ser flexibles para hallar formas alternativas de conseguir sus metas o de cambiarlas si
constatan la realidad de que es imposible alcanzarlas. Asimismo, apunta un consejo práctico:
descomponer una tarea compleja en otras más sencillas y manejables.
Sin duda, el optimismo es un gran motivador, comparable con la esperanza. Daniel Goleman
(Inteligencia emocional) señala que "los optimistas consideran que los fracasos se deben a
algo que puede cambiarse y, así, en la siguiente ocasión en la que afronten una situación
parecida pueden llegar a triunfar. Los pesimistas, por el contrario, se echan las culpas de sus
fracasos, atribuyéndolos a alguna característica estable que se ven incapaces de modificar".
He aquí la pieza clave del rompecabezas mental y anímico: sólo conociendo la verdad
disponemos de la libertad que nos facilita actuar con tino. Algunos problemas no se resuelven
porque se ignoran; otros, porque se plantean mal. Esto explica que errores de ideas, de
decisiones, de gestión, sean la consecuencia lógica de partir de hechos ignorados o mal
percibidos. Cuando estas equivocaciones se gestan en los centros neurálgicos de una empresa,
las repercusiones se multiplican en personas dentro y fuera de la propia entidad.
Al margen de cómo las organizaciones gestionen la realidad, el optimismo y su comunicación,
siempre podemos empezar por lo enteramente a nuestro alcance: comenzar por la primera
persona del singular, seguir con la segunda... Como ilustra la canción de Siempre Así, "si los
hombres han llegado hasta la Luna, si desde Sevilla puedo hablar con alguien que esté en
Nueva York, si la medicina cura lo que antes era una muerte segura, dime por qué no es
posible nuestro amor".

Dosis de risa terapéutica


Aunque parezca poco riguroso recetar chistes, no cabe duda de que el humor es algo muy
serio. Hasta los expertos hablan del efecto preventivo y terapéutico de la risa, siempre que se
administren las dosis precisas en los momentos oportunos. Los estados de ánimo positivos
aumentan la capacidad de pensar con flexibilidad.
Los problemas en sí mismos no suelen suponer el mayor obstáculo. Aunque todos preferimos
evitarlos, en general, no nos turba especialmente que surjan. Eso sí, nos exaspera que sean
justamente sus causantes los que nos pidan arreglarlos. Peor aún cuando esta patología se
reviste oficialmente de salud y lo excepcional criticable se torna en habitual elogiado.
Alfonso Guerra detalla en sus memorias abundantes ejemplos de estas disfunciones orgánicas.
Aunque se refiere a los partidos políticos, cabe aplicar el diagnóstico a otras organizaciones:
líderes que ganan poder y pierden contacto con la realidad, empresas que se desquician al no
conciliar la imagen real con la oficial, cuando se enfatiza la ortodoxia ideológica y se mina la
frescura vital, cuando se busca a los aduladores y se aparta a los críticos razonables, etc.
Las opciones de éxito surgen o se multiplican cuando se parte del conocimiento de la realidad,
con independencia de que nos guste o queramos cambiarla. La clave pasa por configurar un
optimismo genuino y comunicarlo adecuadamente, todo un arte sobre el que resulta más fácil
escribir artículos que practicar su contenido.
Peligro: optimista ingenuo
Cualquiera se abona al optimismo, pero nadie sigue a los optimistas ingenuos. Entre los más
peligrosos, los que desconocen total o parcialmente la realidad que les afecta, causan los
problemas que no ven, quieren solucionar los que no existen, comunican lo que no interesa,
ocultan lo que salta a la vista, repiten lo que reiteradamente incumplen... y se extrañan de que
los demás no compartan sus "evidencias". Por todo ello, resulta decisivo imantarse a la
realidad y repeler el optimismo destructor. Al traspasar la tenue línea que separa el entusiasmo
animante de la realidad terca, la motivación degenera en distancia y desconfianza. Llegados
aquí, el retorno a la situación previa es posible, pero muy ardua. Quizá sean equiparables los
dos extremos indeseables: verse decepcionado por un optimista ingenuo o nunca haberse
sentido motivado por un pesimista desalentador.
Intuyo que desarrollar un optimismo de base real exige equilibrar las percepciones propias
con otras ajenas y bien fundamentadas. Entre los aciertos organizativos previos a la histórica
victoria del PSOE en 1982, Alfonso Guerra recuerda cómo creó un organigrama y "un equipo
de estrategia que ya venía funcionando, reuniendo cada semana a un grupo de personas de
diferentes profesiones, no dedicadas a la política: un químico, un vendedor de equipos de
sonido, una secretaria, etc. En esas reuniones hablábamos libremente sobre los
acontecimientos políticos, económicos, sociales y culturales, y elaborábamos unos árboles de
posibilidades ante cualquier acontecimiento, intentando estudiar todas las respuestas
imaginables por muy improbables que nos parecieran. Este esquema de funcionamiento nos
fue de gran utilidad incluso en la posterior etapa de gobierno".
En resumen, mi banco tiene razón porque puedo ser feliz con lo que tengo: una deuda... y una
casa. También mi sobrino Alejandro está en lo cierto, ya que sus sólo 4 años (el problema)
pronto llegarán a 5 (la solución). Quizá una buena regla consiste en prepararse para lo peor,
esperando lo mejor. Eso sí, bien pegaditos a la realidad y acompañados por gente ponderada y
que nos quiera.

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