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No.

100 Agosto 2005

IDEAS DE LIBERTAD

LA LIBERTAD
ECONÓMICA Y SUS
ENEMIGOS: FALACIAS Y
PARADOJAS

LA CONQUISTA
DE LA RIQUEZA

CARLOS ALBERTO MONTANER

Instituto Ecuatoriano
de Economía Política

“Por una sociedad de


hombres libres
y responsables”
IDEAS DE LIBERTAD
Es una publicación del
INSTITUTO ECUATORIANO DE
ECONOMÍA POLÍTICA (IEEP)

Valor de la suscripción anual:


$20.00

El Instituto Ecuatoriano de Economía Política


(IEEP) es un centro de estudios dedicado al
análisis de los problemas económicos y
sociales que afectan a los ecuatorianos. El
IEEP es una organización independiente y
privada, sin fines de lucro y sin afiliación
alguna a partidos políticos ni a organizaciones
religiosas. Se financia completamente con
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Directora : Econ. Dora de Ampuero


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IDEAS DE LIBERTAD No. 100
INTRODUCCIÓN

El Instituto Ecuatoriano de Economía Política (IEEP) se complace en dedicar la edición


No. 100 de su publicación “Ideas de Libertad” al connotado escritor y periodista Carlos
Alberto Montaner, cuya obra a favor de la lucha por la libertad ha sido un gran apoyo a
la tarea que realiza el IEEP desde hace ya cerca de 15 años: esto es, explicar como se
crea riqueza en un marco de respeto a los individuos, de garantía a la propiedad privada
y un estado de derecho. Las dos conferencias que incluimos a continuación fueron
ofrecidas por Montaner en el Ecuador. La primera, se ofreció en Guayaquil el 7 de Julio
del 2005 en un evento organizado conjuntamente por el IEEP y la Cámara de Industrias
de Guayaquil, con ocasión de la presentación de su libro “La Libertad y sus enemigos”.
La segunda es una presentación en Quito con motivo de la graduación de los estudiantes
de la Universidad San Francisco de Quito el 30 de Enero de 1999.

En esta conferencia titulada “La conquista de la riqueza” Montaner aconseja a los


jóvenes sobre las virtudes del libre mercado, la importancia del ahorro en la formación
del capital necesario para invertir en proyectos que generen riqueza, trabajo y bienestar
para la sociedad. Para que esto ocurra es importante que el sistema de justicia proteja la
propiedad privada y la seguridad de los individuos; que el gobierno no obstaculice con
excesos de regulaciones el funcionamiento del mercado.

En su conferencia en Guayaquil, Carlos Montaner parte de una revisión de los


acontecimientos ocurridos en la América Latina en las últimas décadas que evidencia
una peligrosa fatiga con los procedimientos democráticos. La tónica en la región es la
incertidumbre, la incapacidad de precisar lo que va a acontecer en este año o en el
próximo. Es por esto que hay corrientes prevalecientes contrarias a la libertad
económica y, en ciertos casos, a la libertad política representada por líderes populistas y
autocráticos. La separación entre la sociedad civil, los partidos políticos y el estado es
un problema de actualidad que no permite estructurar un proyecto-nación con visión de
largo plazo donde prevalezca el imperio de la ley y el respeto a la constitución.

Los enemigos de la libertad, dice Montaner, nos proponen siempre la utopía. Nos dicen
que habrá un socialismo distinto en el siglo XXI, no lo definen y no nos dicen como
vamos a llegar a ese mundo mejor. Al referirse al Ecuador dijo que tiene la
potencialidad para ubicarse entre los 20 países más desarrollados del mundo. Para ello,
nuestro país debe huir de las utopías, del desorden y ese tipo de democracia corruptora
que nos está llevando a la destrucción de nuestra estructura republicana. El escritor
finalizó su exposición exhortando a la clase dirigente ecuatoriana tanto en el sector,
empresarial, como político, académico y medios de comunicación a forjar un pacto
digno de consenso sobre las reformas que el Ecuador necesita emprender, para que en
un período de 20 años el país esté infinitamente mejor de lo que está en la actualidad, y
así se habrá logrado el objetivo más sano y más noble que pueda tener una sociedad.
Carlos Alberto Montaner nos demuestra con ejemplos de lo que han logrado otros
países en similares o peores condiciones, que los ecuatorianos si podemos, “que
nuestros únicos enemigos somos nosotros mismos, que si hacemos las cosas bien, si
somos capaces de forjar ese vínculo y –especialmente- empezar con ese pacto de la
clase dirigente, estaremos en el camino a la regeneración y de la recivilización del
pueblo en que vivimos.”
LA LIBERTAD ECONÓMICA Y SUS ENEMIGOS:
FALACIAS Y PARADOJAS
Carlos Alberto Montaner

Gracias a tantos amigos que se interesan por la difusión de las ideas liberales y de la
importancia que tiene, precisamente, el entender que la libertad económica y la libertad
política son claves básicas del desarrollo. Voy a empezar por hacer una observación
general en la que probablemente coincidamos sin mucha dificultad. Lo que nosotros
vemos en toda América latina es una peligrosa fatiga con los procedimientos
democráticos. Cuando nosotros encontramos que en la Argentina salen a gritar: ¡que se
vayan todos!, cuando vemos que en Perú se han disuelto prácticamente todos los
partidos políticos y no se sabe si mañana la elección va a ser entre alguien al que
rechazaron hace muchos años, como fue el caso de Alan García; o alguien, al que
acaban de rechazar, como al Sr. Fujimori, nos damos cuenta que prácticamente en todos
los países de América Latina la tónica es la incertidumbre, la incapacidad de poder
precisar qué va a pasar dentro de seis meses, dentro dos años. ¿A dónde vamos a ir a
parar?

Dentro de ese estado anímico, dentro de esa situación política observable en América
Latina se abren paso dos corrientes que no son muy hospitalarias con la idea de la
libertad económica -y en algún caso con la idea de la libertad política- que podemos
identificar como el eje La Habana-Caracas en el caso de Castro y Chávez; o como una
cierta manera mucho más democrática, pero al mismo tiempo sin ninguna vinculación
especial con las ideas de libertad económica o de la libertad política, como podemos ver
en el Cono Sur donde de manera sucesiva se eligió a Lula Da Silva, se eligió a Tabaré
Vásquez, se eligió a Kirchner en Argentina y se constituyó una especie de polo de una
izquierda que no sería justo calificarla antidemocrática porque no lo es, e incluso en el
caso de Brasil, se ha comportado con un nivel de moderación realmente envidiable,
continuando la línea política de Enrique Cardoso.

Sin embargo, todo esto expresa el cansancio con las reformas que se emprendieron en
los años 90 y que no tuvieron los resultados que se esperaban, entre otras cosas, porque
fueron reformas muy limitadas, reformas mal hechas, sin convicción y acompañadas
con comportamientos irresponsables, con un aumento terrible del gasto publico. Por
ejemplo, lo que ocurrió en el caso de Argentina fueron procesos de corrupción en cada
uno de los eventos en donde hubo privatización de los bienes públicos. Esa corrupción
acompañada del aumento de gasto público, fue generando un tipo de insatisfacción
grande en nuestras sociedades.

Se aceleró un grave proceso que ya uno entiende que existe en América Latina y que es
fácil de identificar porque realmente no es ni siquiera nuevo: es ése peligroso divorcio
que se observa entre la sociedad y el Estado. La idea perniciosa verificada en la práctica
de que el Estado no representa nuestros intereses, no representa nuestros valores, nos
separa emocional y políticamente de esa esfera. Genera una actitud de hostilidad que se
traduce en esos gritos que cité al principio: ¡que se vayan todos!; o en esa actitud del
tumulto constante que pone en crisis a los gobiernos para generar reformas al andar y
que basta para inducir a cualquier persona, que esté dispuesta a provocar desórdenes,
para que se haga prácticamente imposible la labor de gobernar. Uno de los grandes
temas de hace unos años, que se repite cada vez más, es esta supuesta y famosa
ingobernabilidad en nuestros países, esa gobernabilidad está en crisis de manera
creciente.

Pero yo quiero hoy identificar dos problemas. Hay un problema de corto plazo y ese
problema de corto plazo -que vamos identificar- tiene luego una consecuencia mucho
más dramática de largo plazo. El problema de corto plazo, que está presente en toda
América Latina es el rechazo a los modos de gobiernos; el rechazo a los partidos
políticos; el rechazo a la instituciones republicanas -mucho más grave todavía- con
pueblos que están dispuestos a subir y aplaudir actitudes autoritarias. Recuerdo que el
80% de los peruanos respaldaron el golpe contra la Constitución, el golpe contra el
Parlamento porque no había una adhesión emocional a la República. Recuerdo en ese
mismo año cuando el Sr. Chávez (Teniente Coronel en ese entonces) asalta con otros
militares la Casa de Gobierno durante la presidencia de Carlos Andrés Pérez. Tres días
después de aquel fallido hecho, que deja 400 muertos en las calles de Caracas, se mide
el nivel de respaldo ciudadano que obtuvieron aquellos eventos y resulta que el 70 u
80% de los venezolanos estaban de acuerdo con lo que pasó.

De manera que es evidente que ni venezolanos, ni peruanos, ni probablemente muchos


pueblos de nuestra estirpe y de nuestro mundo, no sienten que la Constitución les
pertenece. No sienten que el Estado es suyo y que les conviene protegerlo. Si mañana
un teniente coronel holandés intenta destruir el parlamento holandés la respuesta del
pueblo sería de una absoluta cólera frente a lo que estaba sucediendo. Es como si
alguien entra a nuestra casa a destruir nuestro modo de convivir y a imponernos una
forma de convivir más allá de nuestra voluntad… ¡y nosotros lo aplaudimos! Bueno,
prácticamente en América Latina se aplaude esta actitud.

A corto y mediano plazo, ese divorcio creciente entre sociedad y Estado, esa
insurgencia que observamos en nuestros países donde queremos ver derribadas todas las
instituciones republicanas, como consecuencia -tal vez- de su propia ineficacia; o de la
Constitución o por los orígenes que tenga, va a provocar, por supuesto, el aumento de
los niveles de miseria; va a provocar la huida o la no presencia de capitales extranjeros
que tanto necesitamos para desarrollarnos; va a provocar el aislamiento político de
muchos de nuestros pueblos y va a aumentar el nivel de catástrofe de nuestras
sociedades, el nivel de fracaso, el nivel de frustración de nuestros pueblos. Ése es el
daño observable, predecible, en el que probablemente todos estamos de acuerdo: es lo
que va a ocurrir de manera inexorable si no recuperamos el camino del sosiego político;
si no somos capaces de construir un consenso político que nos permita planear un país,
un proyecto-nación de 15 años, de 20 años y encaminarse en esa dirección sin desvío y
sin salirnos de los carriles razonables.

Pero hay otro daño aún más grave que ni siquiera registran los periódicos, que ni
siquiera registran los especialistas en Ciencias Sociales o en Ciencias Políticas, que yo
llamo la PROGRESIVA DESCIVILIZACIÓN DE AMÉRICA LATINA. Para explicar
este término voy a referir un par de ejemplos históricos contradictorios. En el siglo XVI
y en el siglo XVII había un poder fabuloso en el Mediterráneo. Ése poder fabuloso era
más fuerte que todos los reinos cristianos. Tenía la democracia mejor organizada de la
época, tenía la habilidad para construir flotas de guerra mayor de cuantas naciones eran
capaces de mirarlo, desde la construcción naval “buena” (desde el punto de vista
militar), hasta barcos de menor cuantía. Ese país se llamaba Turquía y era el terror de
Europa Occidental.
Pero en los siglos XVI y XVII fueron ocurriendo ciertas cosas de nivel técnico y
científico en Occidente que modificaron la forma de convivir de los europeos que
cambiaron la forma de hacer la guerra, que cambiaron la forma de organizarse, que
cambiaron el pensamiento científico de los europeos. Y aquel poder imperial frente al
que temblaba toda Europa, que hasta ese momento había bebido de la mismas fuentes
históricas, como que el desarrollo de los turcos había sido consecuencia de apropiarse,
de apoderarse de la vieja y gran cultura grecolatina con la que habían tenido contacto en
su movimiento histórico impetuoso. A donde quiero llegar es que a mediados del siglo
XVII, ese gran imperio otomano tras un fracaso militar en la toma de bienes, empieza
lentamente sin que nadie lo advierta, un proceso de des-civilización. Se va alejando del
foco central de la actitud occidental, de la ciencia, de la técnica, de los cambios en los
modos financieros de realizar las transacciones; del gran debate que ocurrían en los
centros académicos, en los centros universitarios y poco a poco se va empobreciendo en
todos los órdenes de la existencia hasta ir perdiendo atributos de una manera insensible.

Un día en el siglo XX, poco después de la Primera Guerra Mundial, aquel orgulloso
imperio de los turcos descubre que se ha convertido en un insignificante país que no
tiene ningún peso en el mundo; prescindible desde el punto de vista de la ciencia y de la
técnica y que ya no es otra cosa que un recuerdo que vive en la memoria de los más
eruditos. Ese es el ejemplo fallido de des-civilización, de alejamiento de los centros
creativos importantes de Occidente.

Veamos esa experiencia por la otra punta. En el siglo XIX había otro imperio dormido
sin desarrollo técnico y científico importante; negado al contacto con Occidente. Ese
imperio se llamaba Japón. Un pequeño imperio con rasgos medievales, conducta muy
impetuosa en el terreno militar pero circunscrito a un modo muy especial de hacer las
cosas. En 1853 se aparecen tres arrogantes barcos de guerra de la marina
norteamericana comandada por Comodoro Perry y obligan a los japoneses a abrir sus
puertos bajo la amenaza de bombardearlos si ellos no entraban en un proceso de
transacciones comerciales impuestos por las fuerzas imperiales de las armas
norteamericanas. Los japoneses se enfrentan a un terrible dilema. Ellos tienen que elegir
entre entregarse y rendirse, pelear sin esperanzas de ganar ante un enemigo que era
infinitamente más poderoso o una tercera opción: aprender las normas y las formas de
civilización de aquel arrogante enemigo que había llegado a las costas a humillarlos.
1853: gran decisión política en ese mundo japonés.

En 1867 -pocos años más tarde- la decisión está tomada, ¿por quién está tomada?: por la
clase dirigente, por el emperador y por los señores de la guerra, por la clase dirigente
japonesa. ¿Cuál es la decisión?: nosotros vamos a aprender las claves de desarrollo de
esa civilización occidental que ha venido a humillarnos y vamos a derrotarlos en su
propio terreno. Envían a sus profesores, a sus mejores sabios, a sus mejores hombres a
aprender el constitucionalismo de los suizos y de los alemanes; estudian como
manejaban las universidades los norteamericanos; la fabricación naval como la hacían
los ingleses. Van a una expedición de apoderarse de las formas, de los quehaceres y los
saberes de aquel enemigo que los había humillado. Esto fue en 1867.

En 1905 ya Japón es una potencia planetaria capaz de humillar a los chinos; capaz de
humillar a los rusos en una guerra. Capaz de asombrar al mundo por su desarrollo
industrial al extremo de que en 1920 ya de cada cuatro máquinas de hilar algodón que se
vendía en el mundo, creo que dos (el 50%) ya eran japonesas. Se habían industrializado
a un nivel cercano al de los ingleses, cercano al de los alemanes, cercano al de los
norteamericanos. Hay un momento en que el entonces Presidente de los Estados
Unidos Terry Roosevelt, acepta que ha aparecido un nuevo poder en el mundo y que ese
poder es tan importante que ya domina todo el quehacer occidental. Reconoce la
capacidad que tiene y la influencia como potencia planetaria y se producen ciertos
atropellos, como por ejemplo, concederle el dominio arbitrario de Corea. El ejemplo de
la civilización que fue perdiendo atributos, que se fue descivilizando hasta desvanecerse
en la Historia. El ejemplo de la civilización que se acerca a Occidente se apodera de sus
formas de actuar y de hacer así como de su quehacer económico industrial y financiero
y se convierte en una gran potencia.

¿EN DONDE ESTAMOS NOSOTROS EN AMERICA LATINA?

Les cuento una observación que escuchaba en Argentina en este viaje de la presentación
del libro. Me decía un periodista muy notable de la Nación de Buenos Aires, que
cuando él era joven su padre vivía angustiado porque Argentina, que había sido un país
extraordinariamente impetuoso desde 1880 hasta 1920 y se había convertido en una de
las naciones más importantes del mundo, de las más desarrolladas, donde más había
florecido la civilización; ya en 1930, en 1935 veían que declinaba el país porque se
contrastaban con los Estados Unidos y advertían que si ellos a principios de siglo eran
capaces de dominar la técnica -que en aquel entonces empezaba con la cinematografía,
del tren, de las comunicaciones inalámbricas- ya empezaban a escapárseles ciertas
cosas: la televisión, de la que se empezaba a hablar por aquellos tiempos; la radio que
llegó mucho más tarde a la Argentina, lo mismo que en el terreno científico, en el
terreno de la farmacología. Pero la preocupación de ellos era que se quedaron rezagados
con relación a los Estados Unidos. Entonces me dice el periodista (conversando en
privado) que la tragedia nuestra es que nuestro punto de comparación ya dejó de ser los
Estados Unidos, ya dejó de ser Inglaterra. Ahora vivimos angustiados porque estamos
quedando rezagados con relación a Brasil y dentro de 30 años tal vez -por el camino que
vamos- vamos a sentirnos angustiados porque nos estamos quedando rezagados con
relación a Bolivia; porque cuando una nación entra en un proceso de declive y su clase
dirigente no es capaz de percibirlo, no tiene la solidez intelectual, la visión del futuro -
que es darse cuenta de lo que está pasando- solo ve la crisis de corto plazo. Al final, lo
que nos espera es la frustración, la disolución y por supuesto, el desastre desde el punto
de vista económico o desde el punto de vista del desarrollo industrial, técnico y
científico.

Sabemos que los pueblos se descivilizan. Sabemos que los pueblos pueden adquirir la
civilización. Lo aprendimos en el siglo XX. También, además del ejemplo japonés, lo
aprendimos con el pequeño estado de Israel que se tuvo que inventar a si mismo a
mediados del siglo XX. En las condiciones más atroces tuvo que inventar hasta un
idioma que era un idioma prácticamente de ceremonias religiosas y tuvo que convertirlo
en el idioma común de un pueblo que se iba juntando en distintas partes del planeta y
consiguió en medio de guerras, en medio de las condiciones geográficas más adversas,
consiguió ser un país del primer mundo vinculado al corazón científico y técnico de
Occidente. Lo vimos en Corea del Sur en 1953. Después de la guerra era un país más
pobre que el más pobre de los países latinoamericanos y ha dado el salto que todos
conocemos; ése es el terreno científico y técnico. ¿Cómo lo han hecho? Lo han hecho
acercándose al corazón creativo de Occidente; lo han hecho abriendo sus puertas; lo han
hecho imitando los modos de producción del mundo Occidental, acercándose a lo que
es el mundo desarrollado y eso genera resultados.

¿Qué dicen los enemigos de la libertad? Nos proponen siempre la utopía. Nos dicen que
habrá un socialismo distinto en el siglo XXI; o nos dicen –irresponsablemente- que otro
mundo mejor es posible, pero no nos lo definen y no nos dicen cómo vamos a llegar a
ese supuesto otro mundo mejor. No recuerdan que en el siglo XX liquidamos a 100
millones de personas que buscaban utopías creadas en los laboratorios políticos: el
socialismo de derecha que fue el nazismo y el fascismo o el socialismo de izquierda que
fue el comunismo.

Quiero terminar con una reflexión sobre Ecuador. Todos ustedes saben que este país
tiene la potencialidad para dar el salto a la cabeza del planeta junto con las 20 naciones
más desarrolladas del mundo. Si lo hicieron en condiciones mucho más dramáticas otros
pueblos no hay ninguna justificación para que los ecuatorianos no puedan hacerlo. Pero
hay que huir de las utopías; hay que huir, por supuesto, del desorden y de ese tipo de
falsa democracia corruptora que nos está llevando a la destrucción de nuestras
estructuras republicanas que son las únicas que tenemos.

Si los ecuatorianos, si la clase dirigente ecuatoriana, y aquí hay en este salón un


segmento importante de esa clase dirigente en el mundo industrial y en el mundo de las
ideas -porque la clase dirigente no son solo los políticos; son los académicos, son los
comunicadores, son los líderes financieros, los líderes industriales y también, por
supuesto, en gran medida los políticos-, si entre esas personas que entienden cómo
funciona el mundo, que saben cómo y cuándo se ha creado riqueza, que saben cómo hay
pueblos que se han hundido; si entre todos ellos son capaces de forjar un pacto digno en
la dirección del progreso, una forma de consenso que les pueda asegurar a los
ecuatorianos que dentro de 20 años el país va a estar infinitamente mejor de lo que está
hoy en día, si eso se logra se habrá logrado el objetivo más sano y más noble que pueda
tener esta sociedad.

Yo puedo decirles -con esto concluyo- que todo lo que escribo: desde ése libro que
generosamente Dora de Ampuero y su Instituto me han pedido que presente, hasta los
artículos periodísticos, hasta los comentarios que hago para la radio y televisión con
bastante frecuencia; toda la obra a la que me entrego desde hace tantos años está
dirigida exactamente a ese objetivo; a demostrar que nosotros podemos, que nuestros
únicos enemigos somos nosotros mismos, que si hacemos las cosas bien, si somos
capaces de forjar ese vínculo y –especialmente- empezar con ese pacto de la clase
dirigente, estaremos en el camino de la regeneración y de la recivilización del pueblo en
que vivimos.

Muchas gracias.
LA CONQUISTA DE LA RIQUEZA*

Agradezco al Dr. Santiago Gangotena, Canciller de la Universidad San Francisco de


Quito, al Vicecanciller, Dr. Carlos Montúfar y al embajador D. Alfredo Valdivieso, la
oportunidad y el honor de compartir con ustedes, jóvenes graduados, unas cuantas
reflexiones que acaso encuentren útiles para la vida profesional que emprenderán en
breve.

Como esta es la ceremonia de graduación, y muchos de ustedes no volverán a las aulas


universitarias, me propongo algo tan ambicioso, y en alguna medida arrogante, como
dictarles la última lección de sus carreras, con el pretencioso objeto de que despejen
ciertas dudas, eliminen algunas ansiedades y puedan enfrentarse a la vida profesional
razonablemente convencidos de que, si actúan correcta y responsablemente, aunque sea
al cabo de un largo periplo les espera el éxito económico, el reconocimiento social y –lo
que es más importante- la satisfacción de haber cumplido con vuestros deberes sociales
y familiares, siempre que consigan modificar el entorno cultural, o político-cultural, en
que desarrollan su vida profesional.

Después de unos cuantos años de estudio en una institución de gran calidad no creo que
sea mucho lo que pueda agregar en media hora de charla, pero es probable que algunos
de ustedes se hayan hecho esas preguntas punzantes que suelen inquietar a los jóvenes,
especialmente cuando deben enfrentarse con las responsabilidades de la vida de un
profesional adulto: “¿Saldré adelante? ¿Tendré éxito económico? ¿Podré convertirme en
una persona con recursos suficientes para llevar una vida holgada en compañía de la
familia que forme? ¿Lograré trasmitir a mis descendientes cierto grado de bienestar
material?”

Incluso, los más prudentes acaso hasta se pregunten si hay alguna manera de garantizar
un grado de confort económico y de seguridad cuando lleguen a esa etapa de la vida a la
que piadosamente se le llama “tercera edad”. Afortunadamente, puedo asegurarles que
hay respuestas positivas para todas esas indagaciones: para universitarios como ustedes
acumular capital es una cuestión de decidirse a ello. Si quieren, pueden.

Es decir, doy por sentado que ustedes han estudiado por varias razones obvias: saben
que es importante aprender, poder disfrutar del deleite de los buenos libros, gozar de los
placeres artísticos e intelectuales, tener una cierta percepción organizada de la realidad,
comprender mejor a los seres humanos, entender las situaciones más complejas, adquirir
eso un tanto vago a lo que llaman “cultura”, dominar algún saber específico –Derecho,
Ingeniería, Medicina, Filosofía, etcétera-, darles satisfacción a vuestros padres, y, por
supuesto, procurarse una mejor calidad de vida mediante la aplicación de los
conocimientos adquiridos.

No es ningún secreto: la mayor parte de las personas estudian, entre otras razones, para
conservar y multiplicar los bienes heredados, o, si no se ha nacido en el seno de una
familia poderosa, para alcanzar el bienestar económico, compartirlo con sus familias y
transmitirlo a los herederos. Y si hay un dato estadístico que pudiera calificarse de
“universal” es precisamente ése: la educación abre la puerta del enriquecimiento.

*
Conferencia pronunciada en Ecuador el 30 de Enero de 1999 en la Ceremonia de Graduación de la
Universidad San Francisco de Quito.
En números grandes, los bachilleres obtienen más ingresos que los que no terminaron
los estudios secundarios, y los graduados universitarios suelen recibir mejor
remuneración que los bachilleres. Aunque siempre hay excepciones a la regla, eso es
verdad en todas las sociedades en las que impera la economía de mercado. Ustedes,
pues, tienen muchas más probabilidades de triunfar que quienes no han podido o
querido recibir una educación universitaria.

En realidad, nadie debe sentir vergüenza por abrigar la aspiración supuestamente


“burguesa” de alcanzar un alto grado de bienestar y consolidar un buen capital. Toda
persona sana debería perseguir ese objetivo. Contrario a lo que preconizan la vulgata
marxista y el desdeñoso lenguaje de quienes demonizan la posesión y el uso de la
riqueza, nada le conviene más a nuestras sociedades, si algún día queremos terminar con
la horrible tragedia de la pobreza, que contar con legiones de ciudadanos prósperos,
dueños de capitales sólidos, capaces de invertir para crear bienes y servicios destinados
a satisfacer al conjunto de los ciudadanos.

Recuerden siempre que la miseria no es la consecuencia del capitalismo, sino de la


ausencia de suficiente capital acumulado. Si ustedes consiguen triunfar como
profesionales, y si logran convertirse en poseedores de cuantiosos recursos,
simultáneamente estarán contribuyendo al desarrollo de toda la sociedad.

No es cierta, pues, esa rencorosa leyenda que les endilga a quienes “tienen” las
desventuras de quienes “no tienen”, y mucho menos la absurda deducción que atribuye
la falta de consumo de grandes multitudes al despilfarro y la molicie de los pocos que
poseen los recursos. La economía moderna no consiste en un botín que se reduce
cuando alguien “gasta”, sino en una “tarta” que crece con el esfuerzo de personas
laboriosas y previsoras que producen y acumulan ciertos excedentes.

Hay, por otra parte, una relación estrecha entre lo que se produce y lo que se consume.
Nadie duda, por ejemplo, que los norteamericanos son los mayores gastadores del
planeta, pero sucede que los norteamericanos, como promedio, producen un sesenta por
ciento más per cápita que los europeos, y nada menos que trescientas veces lo que
produce un etíope.

En todo caso, si el Primer Mundo, arrastrado por la endeble moralina tercermundista,


dejara de consumir los volúmenes que hoy consume, quienes primero sentirían crujir
sus economías serían nuestros pobres pueblos. ¡Ay de nuestro café, nuestros bananos,
nuestro cobre, nuestra azúcar o nuestro petróleo si eso sucediera!

Pero no me conforma que ustedes dejen de sentir rubor por llegar a tener una posición
desahogada en medio de un mar de pobreza. Si la riqueza que ustedes van a obtener en
la vida profesional la han logrado honradamente, mediante honorarios bien ganados, o
mediante transacciones ajustadas a la ley y al decoro, deben sentirse orgullosos de lo
que han hecho, de lo que han conseguido, sin pedirle perdón a nadie por haber
alcanzado una vida llena de triunfos individuales.

No olviden nunca que todos, indirectamente, se van a beneficiar de vuestro éxito


personal. Y no olviden tampoco que sentir compasión y ejercer la solidaridad son dos de
los más dignos rasgos distintivos de la especie humana, pero para que la compasión
pueda resolverse en un acto bondadoso efectivo, y para que la solidaridad pueda ser
algo más que una hermosa palabra, es fundamental contar con recursos propios. Se
puede ser pobre y bueno al mismo tiempo. Pero si se es rico y bueno, podemos ser
mucho más eficaces. Amar al prójimo está al alcance de todos. Ayudarlo en el plano
material, sólo de aquellos que poseen recursos excedentarios.

No dejen nunca que los falsos profetas los intimiden acusándolos de codiciosos e
insensibles ante el dolor ajeno, sólo porque han logrado abrirse camino en la vida. Voy
a ponerles un vistoso ejemplo. Cuando algunos de ustedes estaban en el parvulario, un
joven norteamericano llamado Bill Gates daba los primeros pasos en el mundo
empresarial de las computadoras. Ese caballero es hoy el hombre más rico del mundo y
su fortuna parece aumentar a la velocidad sideral con que se expande el universo.

¿Son los norteamericanos más pobres porque Gates ha conseguido enriquecerse de una
manera espectacular? Por el contrario: son más ricos. Hay miles de empleados en
Microsoft que ganan bastante más de lo que suele pagar la industria electrónica. Hay
millones de personas que compraron acciones de la empresa y han visto revalorizar sus
capitales. Hay muchos millones más que se han beneficiado de un servicio que ellos
encuentran adecuado en precio y calidad. Es decir: no hay perdedores.

O tal vez haya algunos. ¿No son perdedores, acaso, los empresarios que no ha podido
competir con Microsoft y han desaparecido? Sin duda, pero recuerden que el fracaso de
quienes no logran satisfacer a los consumidores es el modo que tiene nuestro sistema de
estimular el progreso. La calidad de la vida se incrementa mediante la investigación y el
desarrollo, pero las empresas sólo incurren en ese agotador esfuerzo económico si la
competencia las obliga a ello. Donde no hay quiebras y fracasos, donde los productores
incompetentes, poco cuidadosos, pueden permanecer en el mercado, lo que se genera es
un creciente envilecimiento del entorno material y el estancamiento del progreso.

Eso era lo que ocurría en el mundo socialista. En Alemania Occidental o en Corea del
Sur las empresas vivían la constante agonía de la competencia y del riesgo. En cambio,
en Alemania Oriental o en Corea del Norte ninguna empresa estaba sujeta al peligro de
ser sacada del mercado, pues era el Estado, mediante sus monopolios, el que señalaba
qué producir, dónde, cómo, para quién y a qué costo.

¿Resultado de esa diferencia? El tan criticado darwinismo económico de la Alemania


capitalista o de Corea del Sur había logrado unas sociedades mucho más ricas, cómodas
y hospitalarias que las conseguidas por los camaradas marxistas-leninistas. Y era de tal
grado la distancia en el nivel y calidad de vida entre los dos pueblos, que por primera
vez en la historia los gobiernos en los que no existía el libre mercado tuvieron que crear
murallas o fronteras alambradas y electrificadas, patrulladas por soldados y perros
feroces, no para evitar los asaltos de los enemigos, sino para impedir la fuga masiva de
sus propios pueblos.

A la prosperidad por el ahorro

Creo, en fin, que existen suficientes argumentos para postular la superioridad no sólo
material sino ética de la economía de mercado para tener que insistir en su defensa.
Ahora cabe preguntarse si existe alguna fórmula que en cierta manera les garantice el
éxito personal e individual a los universitarios instalado dentro de este sistema.
Naturalmente, es difícil establecer reglas generales cuando hablamos de naciones y
situaciones desiguales, pero creo que todos podemos beneficiarnos de un reciente
estudio de los investigadores norteamericanos Richard B. McKenzie y Dwight R. Lee,
Getting Rich in America, publicado en un número reciente de la prestigiosa revista
Transaction.

Estos dos profesores universitarios se plantearon una intrigante cuestión: si era posible
para un joven profesional norteamericano promedio llegar a convertirse en millonario,
dándole a esa palabra la obvia definición de que podía ser así llamado cualquiera que
fuera capaz de amasar una fortuna de más de un millón de dólares en propiedades o
dinero.

Claro que es muy sencillo convertirse en millonario casándose con una nieta de
Rockefeller, sacándose la lotería o desbancando a un casino en un acceso de suerte, pero
no se trata de eso. Tampoco tuvieron en cuenta la comercialización de un invento
maravilloso o el laborioso desarrollo de una actividad empresarial exitosa. Se limitaron
a indagar por qué sólo el 4% de los norteamericanos conseguía convertirse en
millonario, pese a que un 40% pasaba por las aulas universitarias y obtenía
remuneraciones razonables a lo largo de la vida laboral. ¿Era posible para estos
asalariados, por medio del ahorro convencional, alcanzar esos objetivos? Por supuesto
que sí, demostraron los dos catedráticos. Y lo primero que hay que tener en cuenta es la
capacidad multiplicadora del interés compuesto a lo largo de un extenso período.

Busquemos ejemplos concretos. Pensemos en unos trillizos, jóvenes profesionales, de


22 años de edad, como muchos de ustedes, que deciden invertir dos mil dólares en su
primer año de trabajo. Esos dos mil dólares los van a colocar en un fondo mutuo de
inversiones. Es un 10% del salario anual de cada uno y se trata, sin duda, de un cierto
sacrificio. Pero es el único ahorro que van a hacer en toda la vida. Los tres hermanos,
sin embargo, difieren en el temperamento. Hay uno audaz, otro moderado y un tercero,
sin duda, muy prudente o conservador.

Los trillizos han tomado una cautelosa decisión. No van a tocar ese dinero hasta la edad
del retiro. No saben si se van a retirar a los 65 años o a los 70. Decidirán cuando llegue
esa fecha. Pero los tres han invertido sus ahorros de acuerdo con el temperamento de
cada uno. El audaz eligió un fondo de inversiones en el que se corrían altos riesgos a
cambio de posibles altas ganancias; el moderado se conformó con la media del
mercado; y el prudente se refugió en las inversiones más seguras.

Los tres, supongamos, tuvieron suerte. Al audaz, cuando cumplió 65 años, su banquero
le notificó que la inversión inicial de dos mil dólares había crecido al ritmo del 15%
anual y disponía de $800,000 dólares en la cuenta. Si esperaba a los setenta para recoger
la cosecha, la suma sería $1,600,000 dólares.

El moderado, sin embargo, sólo alcanzó unos dividendos del 10%, algo menos del
promedio de la bolsa americana conseguido en el último medio siglo de acuerdo con el
Dow Jones. Es decir, le correspondieron $120,000 dólares a los 65 años. Si aguardaba a
los 70, el cheque sería de $194,000.

El prudente, que nunca puso sus ahorros en peligro, puesto que prefirió bonos del tesoro
y otras segurísimas obligaciones de renta fija, se debió conformar con $24,500 a los 65
años, o algo menos de $33,000 a los 70. En todo caso, como sabemos, su inversión
inicial, como la de sus hermanos, fue de apenas $2,000, y tampoco está nada mal
recoger 12 o 15 veces esa cantidad en el momento del retiro.

Continuemos utilizando la imaginación. Convengamos en que en esa prolífica familia


había otros trillizos. Supongamos que eran primos, pero, a diferencia de lo que hicieron
sus parientes, estos nuevos trillizos decidieron sacrificarse más, ahorrar más a lo largo
de toda la vida profesional. Estos decidieron ahorrar e invertir dos mil dólares anuales
desde el momento en que se graduaron, a los 22 años, hasta los 65 ó 70 en que optaron
por el retiro. Como los genes imprimen carácter, estos trillizos también tenían
temperamentos diferentes. Ya saben: uno era audaz, el otro moderado, y el tercero muy
prudente o conservador. ¿Qué pasó con sus ahorros? Veamos:

El audaz, cuando llegó a los 65 no tenía razones económicas para quejarse, pues a un
ritmo de crecimiento del 15% su fortuna excedía los 6 millones de dólares. Como estaba
saludable y pensaba vivir otros 25 años, decidió no retirar su dinero hasta los 70. En esa
fecha, cinco años más tarde, le entregaron más de 12 millones de dólares.

Al moderado tampoco le fue mal. Ese muy razonable 10% de interés compuesto le
produjo $1,300,000 dólares a los 65 años, cifra que a los 70 excedía de los dos millones.

El conservador recibió $400,000 dólares a los 65, pero a los 70 le hubiera correspondido
más de medio millón.

No vale la pena seguirlos abrumando con los resultados de una hipotética cuenta de
inversiones, pero les doy un dato final perfectamente verificable con el más simple de
los cálculos aritméticos: un joven universitario que comience a los 22 años su vida
profesional ganando, digamos, $30,000 dólares –cantidad no demasiado inusual en el
mundo norteamericano-, si no se distingue especialmente, a los 70, en el momento del
retiro, su salario, por aumentos casi vegetativos, debería estar en el rango de los
$77,600. Y si ese joven es capaz de ahorrar e invertir el 10% de lo que ha percibido, y si
por ello obtiene unos beneficios acumulativos del 10%, según McKenzie y Lee sus
resultados serán prácticamente 4 millones de dólares contantes y sonantes.

¿A dónde conducen estos números? Como regla general, a la demostración de que no


hay que nacer millonario para morir millonario, y ni siquiera es indispensable un golpe
de suerte, aptitudes geniales o levantar una empresa. El arduo camino del ahorro, la
disciplina y la perseverancia logran verdaderos milagros.

Pero todo ello nos precipita a otras conclusiones: en primer término, a la de que hay que
comenzar a ahorrar cuanto antes para que podamos ver el fruto de nuestro sacrificio.

En segundo lugar, a la convicción de que el ahorro exige voluntad y fortaleza de


carácter. Los rasgos más comunes en las personas exitosas son esos. Hay que saber
renunciar a las satisfacciones inmediatas a cambio de obtener mayores beneficios
futuros. Mientras, por el contrario, el signo más común de quienes no logran tener éxito
económico en la vida es la incapacidad para diferir los placeres para tiempos más
adecuados.
Debo añadir ahora que los citados autores no se quedan en el ámbito de las matemáticas
y hacen otras observaciones de contenido sociológico que creo que a ustedes les
conviene escuchar.

Seguramente en sus clases de economía oyeron hablar del Premio Nobel Gary Becker.
En 1976 Becker publicó un libro que guarda absoluta vigencia: The Economic
Approach to Human Behavior (Chicago, University of Chicago Press). En síntesis,
Becker, un economista weberiano, venía a decir que la economía era mucho más que la
relación entre capital, trabajo y tierra. Los factores sociales eran acaso la clave
fundamental para explicar por qué unas personas o unas sociedades alcanzaban un
envidiable grado de riqueza mientras otras se hundían en la miseria.

Si ustedes quieren tener éxito económico en la vida –aunque aclaro que es


perfectamente posible ser feliz sin perseguir este objetivo- es preferible, primero, que
formen pareja con otro graduado universitario capaz de aportar un segundo salario, y,
además, que permanezcan casados.

Una pareja de profesionales, sencillamente duplica las posibilidades de triunfar, entre


otras razones, porque en igual medida duplica la capacidad potencial de ahorrar. La
estadística demuestra que las personas solteras o divorciadas son más pobres,
especialmente las mujeres, y más aún tras el doloroso proceso de la separación, episodio
en el que suele evaporarse una buena parte de los activos acumulados por la pareja.

Advierto que no estoy haciendo la apología del matrimonio por razones morales –ése es
un terreno que les corresponde a los teólogos-, sino por razones económicas. Es posible
afirmar que una de las mayores causas de la pobreza en todo el mundo son los hogares
monoparentales en los que una mujer abandonada o sola tiene que hacerle frente a la
difícil tarea de sacar la familia adelante. Esa es una hiriente verdad en todas las
sociedades conocidas.

El entorno de la riqueza

Una vez contada esta historia “norteamericana” acerquémonos a nuestro mundo


latinoamericano. ¿Nos sirven a nosotros estas proyecciones aritméticas? Si ahorramos
con voluntad y tesón desde nuestra juventud, ¿lograremos acumular una cantidad
sustancial de capital para beneficio nuestro, de nuestra familia y de nuestro país?

Teóricamente el interés compuesto funciona de la misma manera en New York que en


Quito o en Tegucigalpa, pero desgraciadamente en nuestras tierras no podemos estar tan
seguros de que los resultados sean iguales a los de los estadounidenses, aunque nos
comportemos con la frugalidad ejemplar y la tenacidad ahorrativa de los trillizos de la
historia de marras.

Los norteamericanos jamás juegan con el valor de su dinero. Hacen sus cálculos
basados en la posesión de una moneda fuerte que no está sujeta a devaluaciones
arbitrarias. Hay, naturalmente, un leve proceso inflacionario, pero la creación de bienes
y servicios siempre está relacionada con el crecimiento de la masa monetaria.
Sus instituciones, además, funcionan predeciblemente, y nadie teme que una legislación
arbitraria o un zarpazo redistributivo lanzado en nombre de la revolución o de la
mitificada “justicia social” les prive de los ahorros legalmente acumulados.

En ese país, y en todos los que prosperan, la propiedad privada es un derecho primordial
protegido por los tribunales. Allí resulta obvio que arrebatarle a una persona el fruto
obtenido con el sudor de su frente constituye un serio crimen.

Desgraciadamente, en nuestro universo cultural las cosas suceden de otro modo.


Nosotros vivimos inmersos en una cultura populista. Los políticos y los ideólogos
juegan con el valor del dinero sin ningún respeto por el esfuerzo de quien lo ha ganado,
mientras, francamente, una parte sustancial de la sociedad, que no entiende cómo y por
qué hay pueblos ricos y pueblos miserables, aplaude con entusiasmo los mayores
disparates.

Nuestros Estados gastan mucho más de lo que consiguen recaudar, y deben endeudarse
y pagar altos intereses para hacerles frente a esos compromisos, medida inflacionaria
que nos empobrece a todos sin la menor consideración.

Esto hace que el dinero de nuestra jubilación se evapore, al margen del porcentaje que
se malgasta en burocracias que administran torpe o corruptamente los recursos que
nosotros producimos.

Es una vergüenza que, tras una vida de trabajo, en la que muchas veces no faltan las
cotizaciones mensuales a las cajas de retiro, la mayor parte de los latinoamericanos no
encuentre la seguridad que merece, sino unos cuantos papeles inservibles con los que
apenas pueden alimentarse.

Tampoco podemos acudir a los tribunales, porque la justicia es lenta, poco eficaz, y, con
frecuencia, quienes la manejan no dudan en prevaricar por razones políticas o de
beneficio personal.

Y es casi inútil litigar contra el Estado en esos infinitos contenciosos administrativos,


porque ya sabemos que, como nos enseñan en la escuela, “el Estado es menor de edad”.
Ganará siempre o ignorará paladinamente las pocas sentencias que le resulten adversas.

Esta realidad nos debe precipitar a tomar por lo menos dos decisiones fundamentales
que van a afectar nuestras vidas. La primera, es que tenemos el derecho y la obligación
moral de defender nuestro patrimonio. Tenemos que hacerlo si queremos,
efectivamente, ver cómo con nuestro trabajo nos beneficiamos nosotros, beneficiamos a
nuestra familia y mejoramos las condiciones de vida del país en que vivimos.

De donde se deriva la segunda decisión: hay que luchar en el terreno cívico, y siempre
dentro de los márgenes que la ley concede, para ponerle fin a esta cultura populista que
nos condena al atraso, al subdesarrollo, y que termina por privarnos de lo que nos
pertenece.

Es muy difícil prosperar donde estamos sujetos a la irresponsabilidad de quienes


debieran proteger los intereses comunes.
Es demasiada cuesta arriba hacer cálculos o planes de largo plazo donde las
instituciones no funcionan con arreglo a las leyes, y donde no hay garantías de
continuidad en el sistema económico o político en el que llevamos a cabo nuestras
transacciones.

Tenemos, pues, que contribuir enérgicamente a la batalla cívica, siempre dentro de los
cauces legales, para crear un Estado de Derecho que nos permita convertir a nuestros
países en naciones cultas y prósperas, propias de la civilización occidental a que
pertenecemos.

Ustedes son jóvenes, están llenos de vida y han recibido una esmerada educación en
esta institución. Ustedes tienen un brillante futuro por delante, pero para alcanzar el
máximo potencial al que tienen derecho, tendrán que hacer un gran esfuerzo para
cambiar el entorno. Háganlo. No desmayen. Es por el bien de cada uno de ustedes. Es
por el bien de vuestras familias. Es por el bien de toda la sociedad.

No deben descansar hasta que consigan construir un país en el que soñar a largo plazo
con un mejor destino individual y colectivo no sea una utopía irrealizable sino un
proyecto realista lleno de sentido común.

Dentro de dos o tres décadas a muchos de ustedes les tocará ocupar el lugar que hoy
ocupan sus padres en una ceremonia como ésta, y una nueva generación de graduados
se asomará a la vida profesional. Comprométanse hoy mismo, con ustedes y con ellos,
para que el país que vuestros hijos hereden sea mejor que el que ustedes reciben. Si lo
logran, serán los protagonistas de una inmensa hazaña.

Eso es lo que de ustedes esperamos cuantos nos hemos reunidos hoy para congratularlos
por el fin de vuestros estudios. Conquisten la riqueza para ustedes. Conquístenla para su
familia. Conquístenla para el bien de toda la nación.

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