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CIENCIA Y POLÍTICA: EL PAPEL DE LA VERDAD

FRONTERAS

La ciencia, se suele decir, no debe ser política; debe ser independiente, ajena a los tejemanejes del
gobierno, tan sólo dedicada a su tarea principal de comprender el funcionamiento del Universo. El
único punto de contacto debiera ser la financiación de un sistema público de ciencia, basada en la
comprobable observación de que los países que ponen los medios para cultivar la ciencia terminan
siendo más ricos y poderosos que aquellos que no lo hacen. Es decir, en razones puramente
prácticas, complementadas en el mejor de los casos por un reconocimiento del valor cultural del
avance científico. La política debería por tanto mantenerse alejada de la ciencia, limitándose a
financiarla y a liberar un espacio de independencia en el que pueda medrar.
Lo malo es que garantizar la independencia de la ciencia es una decisión política, y la decisión de
financiarla, con cuánto y cómo es una práctica política por excelencia. De ahí los actuales conflictos
entre determinados gobiernos y determinados campos científicos: los políticos se han dado cuenta
de que cuando la ciencia contradice sus ideologías y con sus datos se niega a reforzar sus argumentos
tienen un modo de contraatacar: presionar política y económicamente hasta amenazar los sistemas
científicos en su esencia.
Los científicos, por supuesto, son de cualquier color político: los hay radicales y conservadores, de
izquierdas y de derechas, partidarios de Keynes y de Friedman. Cada uno de ellos tiene su opinión
sobre el papel de la religión en la vida pública, sobre la mejor forma de regular el mercado eléctrico o
de mejorar la vida de las clases menos privilegiadas. Aunque pueda haber tendencias generales
derivadas de su educación, carrera profesional y ocupación no hay una única orientación política
entre quienes trabajan en ciencia. Y sin embargo sí que tienen algo abrumadora, aplastantemente en
común en lo que se refiere a las relaciones entre ciencia y política: son partidarios de los hechos y los
datos sobre las emociones y las movilizaciones a la hora de tomar decisiones, también cuando se
trata de cómo gobernar un grupo humano.
Está claro que la política no es un simple asunto de toma de decisiones racional y basada en datos:
cuando se trata de guiar a un grupo humano grande y complejo hay otros factores a tener en cuenta.
Los datos tienen siempre un cierto grado de incertidumbre, pero esa no es la principal diferencia: la
cuestión es que en política los sentimientos y las pasiones son también determinantes. La política no
es el reino de la razón y la desapasionada toma de decisiones; antes, al contrario, es un campo en el
que rutinariamente se azuzan las más bajas pasiones y se utilizan simpatías y antipatías, querencias y
rechazos para aglutinar voluntades y apoyos y generar capacidad de acción.
Por eso sucede que política y ciencia a veces colisionan, cuando la gestión de pasiones de la política
se encuentra con hechos que le resultan inconvenientes y carga contra ellos. En esos casos se
producen enfrentamientos entre lo que la política quiere y lo que la ciencia sabe. Y las consecuencias
pueden ser devastadoras. Lo estamos viendo actualmente en cuestiones como los organismos
genéticamente modificados, la resistencia a las vacunas, la negación del cambio climático de origen
antropogénico o el supuesto riesgo de las ondas electromagnéticas como el Wifi.
Cuando la política se enfrenta a la ciencia no sólo niega los hechos, sino que emplea contra quienes
los han creado las mismas tácticas que se usan en la contienda ideológica: acusar al contrario de
malas intenciones, asumir que usa las mismas formas de propaganda, descalificar y buscar trapos
sucios, manchar por asociación con ‘malos’ reconocidos, deslegitimar sus móviles, etc. Es una
contienda que los científicos tienen muy mal para ganar, o siquiera empatar, ya que no hay nada en
su formación o en sus carreras profesionales que les prepare para ello. En una batalla política con
políticos la ciencia lleva todas las de perder, puesto que carece del armamento necesario.
Pero las peores consecuencias no las sufre la ciencia, sino la sociedad en su conjunto. Por supuesto
que la ciencia pública recibe los golpes en forma de descalificaciones, recortes presupuestarios,
deterioro de las carreras profesionales e incluso destrucción de datos acumulados, como ha ocurrido
en el caso del calentamiento global. El avance de la ciencia se resiente, hay menos futuros científicos
y el prestigio social de la actividad decae. El impacto es muy real y muy doloroso para una comunidad
que no está acostumbrada a defenderse, mucho menos en términos de política.
Aun así, la principal pérdida la sufrimos todos cuando se ataca el papel de los hechos a la hora de
tomar decisiones políticas, porque eso lleva a las sociedades a cometer errores terribles. Es cierto
que la política no es, ni debe ser, exclusivamente una cuestión de datos y toma racional de
decisiones. Creerlo así es ingenuo, ya que los humanos tenemos emociones y cuando nos juntamos
en grandes grupos tenemos el derecho, si queremos, de saltarnos la realidad en la búsqueda de una
realidad diferente (y mejor). La política puede, y debe, aspirar a cambiar el mundo, y para ello a veces
es imperativo que desprecie o aspire a superar los hechos de hoy. No se puede cambiar la realidad
sin prescindir, hasta cierto punto, de la realidad tal como es hoy.
Lo cual no quiere decir que prescindir por completo de los hechos y los datos sea una buena idea: al
contrario, es un error fatal. La política puede y debe superar los datos, pero a partir de ellos, no
prescindiendo de ellos. La realidad se puede cambiar, pero desde el conocimiento de cuál es la
realidad actual. Cuando los políticos atacan el papel de la ciencia e incluso de los datos para avanzar
sus posiciones ideológicas están contribuyendo a destruir la mejor herramienta que tienen las
sociedades para conocer la realidad; que luego pueden decidir (si así lo quieren) cambiar.
Los datos, los hechos y la razón no tienen por qué ser los únicos participantes en la toma de
decisiones políticas, pero si se prescinde de ellos estas decisiones estarán equivocadas con seguridad.
La política es el arte de usar un mapa, la ideología, para llegar a un destino mejor. Pero para
orientarte lo primero que necesitas es saber dónde estás, porque de lo contrario jamás podrás trazar
un rumbo. Ése es el papel de la ciencia y de los datos: darle a la sociedad la mejor estimación de
dónde está, para que luego la política decida a dónde quiere ir. Si por conveniencia política de corto
plazo atacamos y desprestigiamos a quien nos informa de dónde estamos nunca podremos saber qué
dirección debemos tomar. El papel de la verdad, de los datos y de la razón es proporcionar ese punto
de partida.
Sobre el autor: José Cervera (@Retiario) es periodista especializado en ciencia y tecnología y da clases
de periodismo digital.

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