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Huracán en la isla
Los fanáticos de John Ford quizá recordarán el extraño y
chocante argumento de Huracán en la isla (The hurricane,
1937). La primera hora del filme consiste en la narración
minuciosa y sensitiva del romance entre dos nativos de la
isla Mankoora, Teranji y Marma, que resulta frustrado por el
injusto encarcelamiento de Teranji a manos del gobierno
colonial. Las imágenes narran con profundidad y detallismo
las emociones en juego: el amor sensual, la inocencia vejada
de los indios, la violencia colonialista, el deseo irrefrenable
de libertad de Teranji… Y cuando el espectador ya ha
tomado partido por los nativos y se encuentra totalmente
inmerso en la historia, viene el huracán. Durante largos
minutos contemplamos olas de cincuenta metros de alto que
literalmente destruyen la isla, matando a todos los
personajes, nativos y coloniales, inocentes y déspotas,
hombres, mujeres y niños sin distinción. No se salva nadie.
Así termina la película.
La analogía se torna inevitable cuando pensamos en la
relación que existe entre la “interna del peronismo” y el
gobierno de Mauricio Macri. Mientras los analistas políticos
y peronólogos de toda laya están inmersos en la interna
peronista, mientras los intendentes, gobernadores,
legisladores y referentes cautivan a la prensa con su difícil
teatro de señas, señuelos y señales… viene el huracán y
arrasa con todo. Las diferencias significativas entre Huracán
en la isla y (por ponerle un nombre) Huracán en el
peronismo son dos, pero claves. En el caso de John Ford, no
había ningún personaje que tuviera conciencia de la
inminencia del huracán. En nuestro caso, sí: Cristina
Fernández de Kirchner. La segunda diferencia es que, por
fortuna, el huracán puede ser enfrentado políticamente, si
ocurre la doble maravilla de comprender su gravedad y
actuar en consecuencia.
Hegel en Nordelta
¿Cómo caracterizar al macrismo? ¿Por qué ganaron las
elecciones otra vez? ¿Cristina se equivocó? ¿La gente es
estúpida? ¿O los tarados somos nosotros? Todos estos
interrogantes suelen aparecer disfrazados detrás de una
petición intelectual, que en realidad es una derrota o una
declaración de pereza: “necesitamos un Durán Barba”. La
premisa es que la sociedad ha cambiado y no la
comprendemos, por mantenernos con las obsoletas
categorías de los movimientos populares del siglo XX. Sin
embargo, es bien sabido que los jóvenes apoyan
masivamente al kirchnerismo y los viejos votan
absolutamente al macrismo, de modo que Macri no puede
estar imponiéndose por usar mejor Snapchat. Prolonguemos
un poco la refutación de la incidencia de Durán Barba:
cualquiera que haya leído los libros del ecuatoriano
encontrará que su edificio conceptual descansa sobre lo que
llamaremos la “oposición posmoderna” por
antonomasia: ideología versus consumo. A lo largo de
páginas y páginas, Durán Barba describe que las sociedades
occidentales han cambiado y que las ideologías ha muerto:
los jóvenes no desean la Revolución, sino determinadas
zapatillas; los grandes ideales perecen bajo un sano
hedonismo consumista; las personas sólo esperan que los
políticos les resuelvan sus demandas y no den grandes
discursos, etc. Analistas como José Natanson se han
emborrachado inolvidablemente con estas razones. Sin
embargo, otra vez: es evidente que los triunfos de Macri no
tienen nada que ver con el anhelo consumista de la sociedad.
Macri se diferencia de Menem “justamente” porque no
promete consumo: sólo promete que los otros consumirán
menos. No dice “vamos al Primer Mundo”, sino “basta de
planes sociales”. Su programa de gobierno, y su
comunicación política, es anti-Durán Barba. Todos
consumen menos; pero algunos consumen menos todavía.
Así que no necesitamos los consejos de Durán Barba, que
son de la época de Menem, sino –eso parece– las suspicacias
de la dialéctica hegeliana.
Para entender el vínculo entre el Gobierno y buena parte de
sus votantes, podemos remitirnos al conocido episodio de “la
cheta de Nordelta”. La circulación del audio donde una
cirujana de clase alta, flamante residente de Nordelta,
describe con horror los hábitos de sus vecinos, ha sido
generalizada. Ahí radica su popularidad: a la “cheta de
Nordelta” (que advierte a su interlocutora, Michelle, sobre su
“moral ética y estética”) le repugnan costumbres de lo más
inocentes, como tomar mate cerca del río con la familia y la
reposera. Eso es lo gracioso: que alguien se sienta superior
por repudiar el mate, los bizcochos, el perro correteando en
el agua… La cheta de Nordelta le aclara a Michelle que si
ella adquirió la propiedad en Nordelta fue precisamente para
que no hubiera gentuza gozando de los mismos privilegios
que ella (pervirtiéndolos, claro). En dos palabras, lo que le
molesta a la cheta es haber gastado 200 mil dólares para
diferenciarse de los negros, precisamente para no verlos, ¡y
que no le hayan alcanzado!
¿Por qué le molesta tanto el mate a la cheta de Nordeta?
Hay una buena frase de Slavoj Zizek, de su
libro Contragolpe absoluto: “La mirada que ve el Mal en
todas partes se excluye a sí misma del Todo social que
critica, y esta exclusión es la característica formal del Mal”.
Traducido a nuestros términos, el elemento clave de la
“cheta de Nordelta” es que ve el Mal por todas partes,
incluso en acciones carentes de toda intención como tomar
mate y meterse a nadar en el río… pero, precisamente, se
excluye de lo que critica, se “pone a salvo” del Mundo
horrible que describe y desprecia –cuando lo “horrible”, en
todo caso, es su mismo distanciamiento del Mundo. En otras
palabras, se niega a ver que su “moral ética y estética”
configura un terrorismo de las costumbres, donde toda
acción es judiciable salvo el mismo hecho de juzgar.
Escuetamente: todos son malos y feos, menos ella. O para
decirlo con Zizek, el Mal no reside en los que toman mate en
Nordelta, sino en la mirada que se auto-excluye de la
sociedad para enjuiciarla y condenarla “desde afuera”. En la
realidad política argentina, esta mirada que ve el Mal por
todas partes, esta “conciencia enjuiciadora” (como la llama
Hegel en la Fenomenología del espíritu) que se salva de la
condena sólo por ser quien condena, está representada por
Elisa Carrió[1]. Acá encontramos la raíz conceptual de la
persecución contra los kirchneristas, que ya puso a Milagro
Sala, De Vido y Boudou en la cárcel: la conciencia
enjuiciadora o simplemente Alma Bella (que es un mero
quejarse por el curso de mundo, como si ella no tuviese
responsabilidad de nada) tiene ahora poder de policía. Así
son las cosas. Lo que literalmente debe llamarse i-
rresponsabilidad, y cuyo lema básico reza “todos son malos,
menos yo que jamás tengo la culpa de nada”, toma el control
de la sociedad –o, más sombríamente, el Mal coincide con el
Estado.
La comunidad de la envidia
¿Qué es el populismo para los macristas? Es un grupo de
gente que se dedica a ocultar la Verdad, y la Verdad es el
Dolor. Si alguien propone una verdad que no duela, miente o
“maquilla las estadísticas”. Por esa razón, la buena vida es de
por sí mentirosa, y los que suministran una buena vida son
corruptos en este exacto sentido: no porque roben dinero
para ellos, sino porque le mienten a la gente… ¿de qué
forma? Evitándoles el dolor –con políticas sociales, salud
pública, paritarias al alza, subsidios, etc. Por eso deben ser
encarcelados.
Las máximas perversas del macrismo, sin embargo, no son
una invención de Macri. Personas de lo más honorables
albergan pensamientos tenebrosos. Pensemos en la típica
frase que podían escucharse, hace unos años, en los barrios
populares del Conurbano: “Cristina es una buena presidenta,
yo nunca estuve mejor, pero no me gusta que mantenga a los
vagos”. Un individualista puro jamás se molestaría por ver
qué hacen o dejan de hacer los vagos. Pero el sujeto macrista
siente una envidia rabiosa por el disfrute de los demás, así
sea la jubilación de las amas de casa, Tecnópolis o la TDA.
Por eso, el punto débil del macrismo no es que promueve
una cultura individualista, sino que sólo puede formar una
comunidad de envidiosos sin vida propia, cuya principal
exigencia es el malestar ajeno. Uno podría preguntarse: ¿en
qué le molesta a Federico Sturzenegger que las clases
populares puedan comer asado todas las semanas? Le
molesta porque él no puede disfrutar del asado por sí mismo;
tiene que imaginarse la mirada sufriente de los pobres para
deleitarse en serio. Los envidiosos no se relacionan
directamente con el placer; deben interponer el fantasma del
displacer ajeno. Esta perversidad es la que hoy gobierna.
Por supuesto, el espíritu de sacrificio tiene límites. La
“austeridad” de De la Rúa era considerada meritoria al
momento de asumir; pero hay un momento en que el
discurso del sacrificio deja de tener eficacia, y ello ocurre
cuando el dolor de los demás deja de “justificar” el mío –es
decir, cuando noto que mi sacrificio no es la condición del
sufrimiento de los que están abajo, sino que permite el goce
de los que están arriba. Para decirlo con toda llaneza, los que
“están hartos de mantener vagos” quizá tengan razón en su
hartazgo, sólo que los vagos que están manteniendo no son
los “pobres, negros, planeros”: son los ricos. El dinero de sus
impuestos no va a los planes, va a Aranguren. De este modo
se pasa del neoliberalismo al populismo, que es el primer
paso hacia la (y lo diremos con un término que tal vez suene
anticuado) liberación de la Patria. Pero sólo el primero. El
segundo es el materialismo dialéctico.