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Robert Kagan

PODER Y DEBILIDAD
ESTADOS UNIDOS Y EUROPA
EN EL NUEVO ORDEN MUNDIAL

Traducción de Moisés Ramírez

ADAPTARSE A LA HEGEMONÍA

El 11 de septiembre no cambió a Estados Unidos; sólo lo hizo más


estadounidense. Por lo demás, el curso que sigue y ha seguido el país tampoco es
ningún misterio, no sólo durante el ultimo año o la ultima década, sino también durante
la mayor parte de los últimos seis decenios, e incluso se podría decir que durante buena
parte de los últimos cuatro siglos. Es un hecho objetivo que los estadounidenses han ido
extendiendo su poder e influencia en círculos siempre expansivos incluso desde antes de
fundar su propia nación independiente. La hegemonía que Estados Unidos estableció
dentro del hemisferio occidental en el siglo XIX ha sido una característica
permanente de la política internacional desde entonces. La expansión de la
estrategia de Estados Unidos, que llegó a Europa y al Extremo Oriente en la II
Guerra Mundial, nunca ha dado marcha atrás. De hecho, merece subrayarse que más
de cincuenta años después del final de la Guerra –un periodo que ha visto cómo sus
antiguos enemigos japoneses y alemanes se han transformado en unos valiosos
amigos y aliados- y más de una década después de la Guerra Fría –que terminó en otra
pasmosa transformación de un enemigo derrotado- , Estados Unidos en cualquier caso
continua y claramente tiende a mantenerse como potencia estratégica dominante en
Extremo Oriente y en Europa. El final de la Guerra Fría se consideró por parte de
los estadounidenses como una oportunidad, no replegarse, sino de ampliar
influencia; hasta Rusia, la alianza que lideraban -; de fortalecer sus relaciones con
aquellas potencias de Extremo Oriente que estaban en vías de democratizarse; de
fomentar sus intereses en partes del mundo como Asia central, cuya existencia ni
siquiera conocían muchos estadounidenses.

El mito de la tradición “aislacionista” de Estados Unidos es notablemente


persistente, pero no deja ser un mito. Por el contrario la expansión tanto de su territorio
como de su influencia ha constituido la incuestionable realidad de la historia
estadounidense; y no ha sido una expansión inconsciente. La ambición de desempeñar
un papel importante en el escenario mundial está profundamente arraigada en el
caracte5r estadounidense. Desde la Independencia, e incluso antes, los
estadounidenses, que discrepaban sobre tantas cosas, siempre compartieron una
creencia común relativa al gran destino de su nación. Incluso cuando no eran sino
una débil colección de colonias dispersas por la costa del Atlántico, amenazadas por
doquier por los imperios europeos y con un vasto territorio aún indómito a sus espaldas.
Estados Unidos se antojaba a sus lideres una especie de “Hércules en pañales”, “el
embrión de un gran imperio”. La generación de los padres fundadores, loa
Washington, Hamilton, Franklin y Jefferson, no albergaba dudas de que
completarían la conquista del continente norteamericano, ni tampoco de que la
riqueza y la población del país crecerían y la joven República llegaría algún día a
dominar el hemisferio occidental ocupando un lugar preeminente entre las grandes
potencias del mundo. Jefferson predijo el establecimiento de un vasto “imperio de
libertad”. Hamilton creyó que Estados Unidos “dentro de poco, asumirá un actitud que
se corresponde con la grandeza de su destino: majestuosa, eficiente y engendradora de
grandes gestas. Una noble carrera se extiende ante nosotros”.

Para aquellas primeras generaciones de estadounidenses, la promesa de la


grandeza nacional no era una mera esperanza reconfortante, sino una parte integral
de la identidad del país, indisolublemente unida a la ideología nacional. Tanto ellos
como las generaciones que les sucedieron creían que los Estados Unidos estaban
llamados a convertirse en una gran potencia, quizá la más grande de todas, porque los
principios e ideales sobre los que se habían fundado eran incuestionablemente
superiores, no sólo a los de las corruptas monarquías europeas de los siglos XVIII XIX,
sino también a las ideas que habían conformado naciones y gobiernos a través de toda la
historia de la humanidad. La prueba de la transcendente importancia del experimento
estadounidense se hallaría no sólo en la continua perfección de las instituciones
internas del país, sino además en la extensión de la influencia estadounidense en el
mundo. Así pues, los estadounidenses han sido siempre internacionalistas, pero con
un internacionalismo que, a su vez, no es sino un subproducto de su nacionalismo.
Cuando los estadounidenses buscaban legitimación a sus acciones en el exterior, no la
buscaban en las instituciones supranacionales sino en sus propios principios. Ello
explica que siempre haya sido tan fácil para tantos estadounidenses creer, como muchos
de ellos lo hacen todavía, que el avance de sus propios intereses implica el avance de
los intereses de la humanidad. Como dijo Benjamín Franklin, “la causa de Estados
Unidos es la causa de todo el género humano”.

Esta persistente visión estadounidense de la posición excepcional de su nación


en la historia y la convicción de que sus intereses y los del mundo se identifican, puede
ser bienvenida, ridiculizada o lamentada. Pero no debería ponerse en duda. Y así como
existen pocas razones que hagan pensar que Europa vaya a variar su curso en lo
fundamental, tampoco las hay para suponer que Estados Unidos alterará el suyo o que
empezará a conducirse por el mundo de forma diametralmente opuesta. Salvo una
catástrofe imprevista – no un revés en Irak u “otro Vietnam”, sino una calamidad
económica o militar suficientemente grave para destruir las principales fuentes del
poder norteamericano -, es razonable presumir que no hemos hecho más que entrar en
la larga era de la hegemonía de Estados Unidos. Las tendencias demográficas muestran
que la población norteamericana crece a buen ritmo y rejuvenece, mientras que la
europea merma y envejece inexorablemente. De confirmarse las actuales tendencias,
según The Economist la economía estadounidense, cuyo tamaño es hoy comparable
al de la europea, podría duplicar con creces el volumen de está hacia el año 2050. Hoy
la edad media de los estadounidenses es de 35,5 años, mientras que en Europa, es de
37,7 años. En 2050, la edad media de los estadounidenses será de 36,2 años, y en
Europa, si la tendencia actual persiste, será de 52,7. Esto significa, entre otras cosas, que
la carga financiera de cuidar a los ancianos dependientes crecerá mucho más en
Europa que en Estados Unidos. También quiere decir que los europeos tendrán
todavía menos dinero que gastar en defensa durante los próximos años o décadas del
que tienen hoy. Como observa The Economist, “la lógica de la demografía a largo plazo
parece ir en la dirección de fortificar el poderío estadounidense y agrandar la grieta
transatlántica”, provocando un agudo “contraste entre el joven, exuberante, multirracial
Estados Unidos y la envejecida, decrépita e introspectiva Europa”.

Así como el poder relativo de Estados Unidos no disminuirá, tampoco es


probable que los estadounidenses alteren sus puntos de vista sobre como deben utilizar
ese poder. De hecho y a pesar de los seísmos geopolíticos que se han venido
produciendo desde 1941, los estadounidenses han permanecido bastante coherentes en
su visión tanto de los acontecimientos internacionales como de su propio papel a la hora
de darle forma al mundo para que se adapte a sus ideales e intereses. El “largo
telegrama” de Kennan, documento fundacional de la guerra Fría, dejaba bien a las claras
la perspectiva dominante de la cultura estratégica de posguerra en Estados Unidos: la
Unión Soviética era “impermeable a la lógica de la razón”, escribió Kennan, pero
“altamente sensible a la lógica de la fuerza”. Un buen demócrata liberal como Clark
Clifford convenía en que el “lenguaje del poder militar” era el único que los
soviéticos entendían: el Imperio soviético tenía que ser considerado una “entidad
distinta con la cual no estamos predestinados a enfrentarnos pero tampoco podemos
compartir objetivos”. Pocos estadounidenses plantearían las cosas con tanta crudeza hoy
por hoy, pero es posible que muchos sientan algo muy parecido. En 2001una gran
mayoría de demócratas y republicanos en ambas cámaras del Congreso se ha mostrado
de acuerdo en que “el lenguaje del poder militar bien pudiera resultar el único que
Sadam es capaz de entender.

No es que Estados Unidos nunca haya flirteado con la clase de idealismo


internacionalista que ahora impregna Europa. En la primera mitad del siglo XX, los
estadounidenses se alistaron a la “guerra” de Wilson “para acabar con todas las
guerras”, a la que seguiría una década más tarde un secretario de Estado firmando un
tratado que proscribía toda guerra. En los años treinta Franklin D. Roosevelt
depositó su fe en pactos de no agresión, in exigir otra cosa de Hitler que su
promesa de no atacar una serie de países cuya lista le presentó. Incluso después de
la Conferencia de Yalta de 1945, un moribundo Roosevelt podía aun proclamar “el fin
del sistema de acción unilateral, de las alianzas exclusivas, de las esferas de influencia,
de los equilibrios de poder”; y prometer en su lugar “una organización universal en
la cual todas las naciones amantes de la paz tendrán finalmente una oportunidad
de formar parte de (...) una estructura de paz permanente”. Pero Roosevelt ya no
tenia plena confianza en esa posibilidad. Después de Munich y Pearl Harbor, y más
tarde – tras un destello de renovado idealismo- de la inmersión en la Guerra Fría, la
“lógica de fuerza” de Kennan se convirtió en el presupuesto operativo de la estrategia de
Estados Unidos. Acheson habló de construir “situaciones de fuerza” alrededor del
globo. La “lección de Munich” llegó a dominar el pensamiento estratégico
estadounidense y, aunque durante un breve lapso fue sustituida por la “lección de
Vietnam”, hoy sigue siendo el paradigma dominante. Aunque un pequeño segmento de
la elite estadounidense siga anhelando una “gobernanza global” y renuncie a la fuerza
militar, los estadounidenses desde Madeleine Albright a Donald Rumsfeld pasando por
Brent Scowcroft y Antony Lake, todavía recuerdan Munich , en sentido figurado
cuando no literal. Y para las generaciones de estadounidenses más jóvenes que no
recuerdan Munich ni Pearl Harbor, su referencia es el 11 de septiembre. Una de las
cosas que más nítidamente separan en este momento a los europeos de los
estadounidenses es un desacuerdo de carácter filosófico, casi metafísico, sobre dónde
exactamente se sitúa hoy la humanidad en la línea continua que ya de las leyes de la
jungla a las de la razón. Los estadounidenses no creen que estemos tan cerca de la
realización del sueño kantiano como piensan los europeos.

Entonces ¿hacía dónde vamos ahora? Una vez más, no es difícil ver hacia
dónde va Estados Unidos El ataque del 11 de septiembre convulsionó y aceleró,
pero no alteró en lo fundamental un curso en el que Estados Unidos ya estaba
inmerso. Desde luego no alteró las actitudes estadounidenses hacia el poder; no hizo
sino reforzarlas. Recordemos que ya antes del 11 de septiembre los sucesores de
Acheson aún estaban, cierto es que de forma distraída, construyendo “situaciones de
fuerza” por el mundo. Antes del 11 de septiembre, y sin duda antes incluso de la
elección de George W. Bush, los estrategas estadounidenses y los planificadores del
Pentágono dirigían ya su interés hacia los próximos retos estratégicos que pudieran
plantearse. Uno de esos retos era Irak. Durante la era Clinton, el Congreso había
aprobado casi por unanimidad una moción consensuada que autorizaba a apoyar
financiera y militarmente a las fuerzas de oposición iraquíes; y diversos planes de
desestabilización del régimen iraquí estaban considerándose activamente dentro y
fuera del gobierno de Bush. Mientras tanto, el gobierno de Clinton sentaba las bases
de un sistema de defensa a base de misiles balísticos para defenderse de estados
“proscritos” como Irak, Irán y Corea del Norte. Aunque Al Gore hubiera resultado
elegido, aunque no se hubiera producido el ataque terrorista del 11 de septiembre, estos
programas, orientados de lleno al “eje del mal” de Bush, estarían en marcha de todos
modos.

Antes del 11 de septiembre los estadounidenses estaban aumentando y no


disminuyendo su poderío militar. En la campaña para las elecciones presidenciales de
2000, Bush y Gore prometieron incrementar el gasto en defensa como respuesta no a
ninguna amenaza en particular, sino solamente a la percepción generalizada de que el
presupuesto de defensa de Estados Unidos –entonces cercano a los 300 millardos de
dólares al año- era inadecuado para hacer frente a las necesidades estratégicas de la
nación. Los líderes militares y civiles dentro y fuera del Pentágono estaban convencidos
de la necesidad de modernizar las fuerzas estadounidenses para aprovecharse de lo que
era y es reconocido como una “revolución en asuntos militares” que podía cambiar la
naturaleza misma de la estrategia bélica. Detrás de este entusiasmo latía una genuina
preocupación en el sentido de que, si Estados Unidos no realizaba la inversión
necesaria en una transformación tecnológica, sus fuerzas, su seguridad y la
seguridad del mundo correrían riesgos en el futuro.

Antes del 11 de septiembre, la estrategia estadounidense había comenzado a


fijar su atención en China. Pocos creían que una guerra con China fuera probable en
un futuro cercano – salvo se derivara de una crisis por causa de Taiwan -, pero eran
muchos los que creían que algún tipo de confrontación con los chinos llegaría a ser cada
vez más probable dentro de las próximas dos décadas, a medida que la capacidad
militar y las ambiciones geopolíticas de China fueran creciendo. Esta preocupación
constituía una de las fuerzas conductoras de la exigencia de modernización tecnológica
del Ejército de Estados Unidos, uno de los motivos que, calladamente, se escondían
detrás de las presiones para un nuevo programa de defensa con misiles y, en un sentido
amplio, un principio organizado en la planificación de la estrategia estadounidense. La
visión de China como el nuevo gran reto estratégico cuajó en el Pentágono de Clinton y
se oficializó con Bush, cuando éste declaró abiertamente, antes y después de su
elección, que China no era un aliado estratégico sino un competidor de Estados
Unidos.

Cuando el gobierno de Bush lanzó su nueva estrategia de seguridad


nacional en septiembre de 2001, su carácter ambicioso dejó a muchos europeos e
incluso a muchos estadounidenses boquiabiertos. Este plan estratégico se consideraba
una respuesta al 11 de septiembre, y puede que lo fuera en las mentes de sus
diseñadores; pero lo asombroso de aquel documento consistía en que, aparte de unas
pocas referencias a la idea de “ prevención”, que en sí misma tenia bien poco de
novedad, la “nueva” estrategia del gobierno de Bush era poco más que una
reafirmación de las políticas estadounidenses de siempre (de hecho, muchas de las
medidas recogidas en el documento se remontaban a cincuenta años atrás). La estrategia
de Bush no decía nada sobre el fomento de la democracia en el extranjero que no
hubiera sido dicho en su día con idéntico fervor por Harry Truman, John F. Kennedy o
Ronald Reagan. La declaración de la pretensión estadounidense de seguir siendo la
potencia militar preeminente en el mundo, conservando la fuerza suficiente como
para desanimar a cualquier otra potencia a desafiar esta supremacía, constituyo
simplemente la expresión publica de lo que había sido desde el fin de la Guerra Fría una
premisa implícita de la planificación estratégica norteamericana –cuando no del gasto
en defensa o de la capacidad militar -.

Las políticas de lo gobiernos de Clinton y Bush, mejor o peor diseñadas,


descansaban ambas, no obstante, sobre una presunción común y eminentemente
estadounidense: a saber, Estados Unidos como paradigma de “nación
indispensable”. Los estadounidenses buscan defender y anticipar un orden
internacional de aporte liberal. Pero el único orden internacional estable y
satisfactorio que pueden imaginar es aquel que tenga como centro su país. Tampoco
pueden concebir un orden internacional que no se defienda por la fuerza,
específicamente por la fuerza de Estados Unidos. Si esto es arrogancia, al menos no es
ninguna arrogancia de nuevo cuño. Henry Kissinger preguntó en una ocasión a un ya
envejecido Harry Truman por que le gustaría ser recordado. Truman contestó:
“Nosotros derrotamos por completo a nuestros enemigos y les obligamos a rendirse. Y
entonces les ayudamos a recuperarse, a convertirse en democráticos y a volver a
unirse a la comunidad de naciones. Una cosa así sólo podía haberla hacho Estados
Unidos” . Hasta los realistas más recalcitrantes de ese país se vuelven sentimentales al
contemplar lo que Reinhold Niebuhr llamó una vez la “responsabilidad” estadounidense
de “resolver (...) el problema del mundo” . George Kennan, al establecer su doctrina de
contención –que según predijo sería una estrategia terriblemente difícil de sostener para
una democracia -, concebía sin embargo el reto como “una prueba de la valía total de
Estados Unidos como nación entre las naciones” . Incluso llegó a insinuar que los
estadounidenses deberían expresar su “gratitud a una Providencia que la proporcionar
(les) este reto implacable, había hecho depender toda su seguridad como nación de
su capacidad para sobreponerse a cualquier circunstancia y aceptar las
responsabilidades derivadas del liderazgo moral y político que la historia les había
indefectiblemente reservado”.

Los estadounidenses son idealistas. En algunas cuestiones, pueden ser más


idealistas que los europeos. Pero no conocen la experiencia de fomentar ideales
satisfactoriamente sin utilizar la fuerza. Ciertamente, tampoco tienen la experiencia
de una gobernanza supranacional coronada con el éxito; ni grandes razones para
depositar su fe en las instituciones y el derecho internacionales, por mucho que pudieran
desear hacerlo ; ni menos aún motivos que les permitan viajar con los europeos más allá
del poder. Como buenos hijos que son del Siglo de las Luces, los estadounidenses
todavía creen en la perfectibilidad del hombre, como mantienen cierta esperanza en
la perfectibilidad del mundo. Pero siguen siendo pragmáticos en el sentido limitado de
que todavía creen en la necesidad de la fuerza en un mundo que aún queda lejos de la
perfección. Según su opinión, cualquier ley que pueda existir para regular las relaciones
internacionales existe porque hay una potencia como Estados Unidos que la defiende
por la fuerza de las arma. En otras palabra, tal como proclaman los europeos, loa
estadounidenses todavía se ven a sí mismos en términos heroico, como Gary Cooper en
Solo ante el peligro. Ellos defenderán a la gente del pueblo, tanto si la gente se lo pide
como si no.

Hoy, como resultado de los ataques terroristas del 11 de septiembre, Estados


Unidos está embarcado en otra expansión más de su esfera estratégica. Igual que en el
ataque japonés contra Pearl Harbor –que en verdad no debería haber sido una sorpresa
tan grande- condujo a una larga presencia de Estados Unidos en Extremo Oriente y en
Europa, así el 11 de septiembre (que los historiadores futuros describirán, sin duda,
como una consecuencia inevitable de la implicación de Estados Unidos en el mundo
árabe) inaugura probablemente una duradera presencia militar estadounidense en el
Golfo Pérsico y Asia Central, así como una ocupación a largo plazo de uno de los
mayores países árabes. Puede que los estadounidenses se sorprendan de verse a sí
mismos en esta posición, igual que los norteamericanos de los años treinta se habrían
asombrado de verse menos de una década después como potencia ocupante en Alemania
y Japón. Pero esta última expansión del papel estratégico de Estados Unidos puede ser
menos que chocante vista desde la perspectiva de un repaso por la historia
estadounidense, una historia marcada por la expansión inexorable de la nación y por lo
que parece una ineluctable ascensión desde una arriesgada debilidad a la presente
hegemonía global.

¿Qué significa todo esto para la relación transatlántica? ¿Puede Europa seguir
los pasos que marca Estados Unidos? Y, si no puede, ¿importa?

Una respuesta a estas preguntas es que la actual crisis iraquí ha puesto el


problema transatlántico bajo la luz más despiadada posible. Cuando esta crisis se
calmé, como lo hará con el tiempo, las cuestiones de poder que más dividen a
europeos y estadounidenses podrán relajarse un poco a su vez; entonces la cultura
política común y los lazos económicos que unen a europeos y estadounidenses pasaran a
primer plano... hasta la próxima crisis estratégica internacional. Claro que también es
posible que esta próxima crisis no haga aflorar las transatlánticas de forma tan
acre como la actual crisis de Irak y por extensión, de Oriente Próximo –una región
donde europeos y estadounidenses grandes intereses y donde las diferencias entre
ambos se han demostrado especialmente agudas -.
La próxima crisis internacional podrá producirse en Extremo Oriente. Teniendo
en cuenta la distancia que separa a esta región de Europa, y dada la menor
importancia de los intereses europeos allí (sin olvidar que la fuerza estable que los
europeos estarían en condiciones de desplazar al Asia más oriental sería incluso menor
que la que son capaces de desplegar en Oriente Próximo, lo que los relegaría a una
posición todavía menos relevante que la actual en la planificación de la estrategia
norteamericana), cabe suponer que una crisis asiática no conduciría a otra crisis
transatlántica de magnitud comparable a la que hemos vivido tan recientemente.

En resumen, aunque no haya motivos para proveer que vaya a cerrarse la


brecha entre las percepciones europea y estadounidense del mundo, esta brecha
podría volverse más fácil de administrar de lo que lo es hoy. No tiene por qué
producirse ningún “choque de civilizaciones” en lo que solía conocerse como
“Occidente”. La tarea, tanto para europeos como para estadounidenses, consiste en
adaptarse a la nueva realidad de la hegemonía de Estados Unidos. Y es posible,
como les decir a los psiquiatras, que el primer paso para resolver el problema pase
por comprenderlo y reconocer su existencia.

Es muy cierto que, cuando los estadounidenses piensan en Europa, no deberían


perder de vista lo principal: La nueva Europa constituye sin duda un bendito milagro y
un motivo de gran celebración a ambos lados del Atlántico. Para los europeos, significa
materialización de un sueño largo e improbable: un continente libre de disputas
nacionalistas y animadversiones cruenta, de competición militar y carrera armamentista.
La guerra entre las principales potencias europeas es casi inimaginable. Después de
siglos de desgracias, no sólo para los europeos sino también para aquellos que se vieron
arrastrados a sus conflictos –como les ocurrió dos veces a los estadounidenses del siglo
pasado -, la nueva Europa ha surgido en verdad como un paraíso. Esto es algo que
merece apreciarse y protegerse, y no menos por los estadounidenses, que han
derramado su sangre sobre suelo europeo y volverían a derramar más si esta
nueva Europa alguna vez fracasase. Esto no significa, sin embargo, que Estados
Unidos pueda o deba confiar en Europa en el futuro de la misma forma que lo ha hecho
en el pasado. Los estadounidenses no deberían dejar que la nostalgia de las que
seguramente fueron circunstancias insólitas de la Guerra Fría les llamen a engaño sobre
la naturaleza de su relación estratégica con las potencias europeas en la era posterior .

¿Puede Estados Unidos prepararse y responder a los retos estratégicos que


plantea el mundo sin demasiada ayuda de Europa? La respuesta más simple es que ya lo
está haciendo. Estados Unidos ha mantenido la estabilidad estratégica en Asia sin
ayuda de Europa. En las sucesivas crisis desatadas en Oriente Próximo y el Golfo
Pérsico durante la pasada década, incluida la actual, la ayuda europea, incluso cuando se
ofrecía de forma entusiasta, no ha pasado de ser simbólico. Por mucho que Europa
pueda ofrecer o no en términos de apoyo político y moral, ha tenido bien poco que
ofrecer a estados Unidos en términos de estrategia militar desde el final de la Guerra
Fría, excepto, por supuesto, el activo estratégico más valioso: una Europa en paz.

Actualmente Estados Unidos gasta algo más de un 3 por ciento de su PIB en


defensa. Si los estadounidenses incrementaran esta cantidad hasta el 4 por ciento –
lo que significa un presupuesto de defensa superior a quinientos millardos de
dólares anuales -, ello seguiría representando un menor porcentaje sobre la
riqueza nacional del que invirtieron en defensa durante la mayor parte del pasado
siglo. Incluso Paul Kennedy, que acuño el termino imperial overstrect o
“hiperestiramiento” a finales de los ochenta (cuando Estados Unidos gastaba alrededor
del 7 por ciento de su PIB en defensa), cree que Estados Unidos está en condiciones de
sostener sus actuales niveles de gasto militar y su actual dominio global hasta un futuro
lejano. Así que Estados Unidos puede arreglárselas, al menos en términos materiales.
Tampoco se puede argüir que los estadounidenses sean reacios a soportar esta carga
global, puesto que ya llevan toda una década soportándola, y desde el 11 de septiembre
parecen dispuestos a continuar haciéndolo durante muchos años más. No, los
estadounidenses no dan la impresión de estar resentidos por no poder entrar en el
mundo “posmoderno” de Europa y ni siquiera hay evidencia de que la mayoría de ellos
lo deseen. En parte porque son tan poderosos que sienten orgullo por el poderío
militar de su país y por el papel especial que éste desempeña en el mundo.

Así pues, los peligros del actual dilema transatlántico no radican ni en la


voluntad ni en la capacidad de Estados Unidos, sino en la tensión moral inherente
a la actual situación internacional. Como sucede a menudo en los asuntos humanos, la
verdadera cuestión tiene que ver con los intangibles: miedos, pasiones y creencias. El
problema es que Estados Unidos debe a veces jugar con las reglas de un mundo
hobbesiano, aun cuando al hacerlo viole normas posmodernas de Europa; debe
rehusar atenerse a ciertas convenciones internacionales que pueden limitar su
capacidad de luchar eficazmente en la jungla de Robert Cooper; debe apoyar el control
armamentista, pero no siempre en interés propio; debe moverse en una doble moral,
y debe a veces actuar unilateralmente, no debido a una extraña pasión por el
unilateralismo, sino simplemente porque, teniendo en cuenta que la débil Europa se ha
trasladado más allá del poder, Estados Unidos no tienen más remedio que actuar
unilateralmente.

Pocos europeos admiten, como implícitamente hace Robert Cooper, que este
tipo de comportamiento estadounidense puede redundar en mayor beneficio del
mundo civilizado; que el poder de Estados Unidos, incluso cuando se emplea bajo un
doble rasero, puede ser el mejor medio para el progreso humano, quizás el único medio.
Como escribió Niebuhr hace medio siglo el “poder desmedido” de Estados Unidos, con
todos sus “peligros”, ofrece “algunas ventajas autenticas a la comunidad
internacional”. En lugar de ello, muchos europeos han llegado hoy a considerar al
mismo Estados Unidos un fuera de la ley, un coloso proscrito. El peligro –suponiendo
que lo sea- radica en que Estados Unidos y Europa separarse de todo. Los europeos
podrían agudizar más y más sus criticas a Estados Unidos, quien a su vez podría mostrar
una menor inclinación a escucharlas o a tenerlas en cuenta. Y podría llegar el día, si no
ha llegado ya, en que los estadounidenses presten tanta atención a los pronunciamientos
de la Unión Europea como la que les merecen los de la Asociación de Naciones del
Sudeste Asiático (ASEAN) o los del Pacto Andino.

Para aquellos de nosotros que alcanzamos la mayoría de edad durante la Guerra


Fría, el desacoplamiento estratégico entre Europa y Estados Unidos parece una
perspectiva aterradora. Cuando De Gaulle se topó con la visión del mundo que tenia
Franklin Delano Roosevelt, para quien Europa se había vuelto irrelevante, retrocedió
sugiriendo que esa visión “ponía en peligro al mundo occidental”. Si Estados Unidos
iba a considerar a Europa Occidental un “asunto secundario”, ¿no estaría Roosevelt
limitándose a “debilitar la verdadera causa que estaba destinado a servir: la de la
civilización”? Europa Occidental, insistía De Gaulle, era “esencial para Occidente.
Nada puede sustituir la valía, el poder, el brillante ejemplo de los viejos pueblos”. Con
una nota de tipismo, De Gaulle insistía en que esto era “cierto sobre todo en el caso de
Francia”. Pero dejando a un lado el amour propre de los franceses, ¿no tenía De Gaulle
algo de razón? Si los estadounidenses llegaran a decidir que Europa ya no es más
que una irritante irrelevancia, ¿llegaría también la sociedad estadounidense a
soltar gradualmente las amarras que la unen a lo que hoy llamamos Occidente? No
es un riesgo que deba tomarse a la ligera, en ninguna de las dos orillas del Atlántico.

¿Qué hacer, entonces? La respuesta obvia es que Europa debería seguir el


curso que recomiendan Cooper, Ash y Robertson, entre otros, y construirse sus
propias fuerzas armadas, aunque sólo sea de forma marginal. No hay muchas
razonas para confiar en que ocurra así, aunque ¿quién sabe? Es posible que la inquietud
por la prepotencia con la Estados Unidos ejerce su poder acabe por generar alguna
energía en Europa. Quizá los impulsos atávicos que aún revolotean en los corazones
de alemanes, británicos y franceses –la memoria del poder, de la influencia
internacional y de la ambición nacional- puedan aún entrar en juego: algunos
británicos todavía recuerdan el Imperio; algunos franceses todavía lloran la gloire;
algunos alemanes todavía buscan su lugar bajo el sol. En la actualidad estos deseos
se encauzan principalmente dentro del magnifico proyecto europeo; podrían encontrar
una expresión más tradicional. Otra cuestión es si tal posibilidad se espera o se teme.
Pero sería mejor todavía si los europeos pudieran ir más allá del miedo y la ira que les
suscita el coloso proscrito y recordaran, una vez más, la necesidad vital de contar con un
Estados Unidos fuerte, incluso predominante: por el mundo y especialmente por
Europa. No es un precio tan alto a cambio del paraíso.

Los estadounidenses pueden ayudar. Es verdad que el gobierno de Bush hijo


llegó al poder con ciertas ganas de gresca. Los impulsos pragmático-nacionalistas que
este gobierno había heredado del Congreso republicano de los noventa le hicieron
parecer casi ansioso de ridiculizar las opiniones de gran parte del resto del mundo. La
imagen que dio en sus primeros meses era la de una bestia luchando por desasirse
de grilletes que sólo existían en su imaginación. Era hostil a la nueva Europa –
como, en menor grado, lo había sido también el gobierno de Clinton -, a la que veía
no tanto como un aliado sino como un albatros.
Incluso después del 11 de septiembre, cuando los europeos ofrecieron su muy limitada
capacidad militar en la lucha en Afganistán, Estados Unidos se resistió, temiendo que la
cooperación europea fuera una estratagema para controlarlo. La histórica decisión de la
OTAN de socorrer a Estados Unidos en aplicación del artículo 5 tuvo para el gobierno
de Bush más de celada que de bendición; y así, la oportunidad de arrastrar a Europa a
una batalla común en el mundo hobbesiano, aunque fuera en un papel secundario, se
despilfarró de forma innecesaria.

Los estadounidenses son tan poderosos que no necesitan tener miedo de los
europeos, incluso cuando éstos vienen con regalos. Más que ver a Estados Unidos
como un Gulliver atado a estacas clavadas al suelo por los liliputienses, los lideres
estadounidenses deberían caer en la cuenta de que no están constreñidos en absoluto, de
que Europa realmente no es capaz de limitar su poder. Si Estados Unidos pudiera
dejar a un lado la ansiedad engendrada por este impreciso sentido de limitación,
podría comenzar a mostrar una mayor comprensión de las sensibilidades ajenas,
una mayor generosidad de espíritu del tipo de la que caracterizo su política
exterior durante la Guerra Fría. Podría presentar sus respetos al multilateralismo y al
imperio de la ley, y tratar de acumular un capital político internacional para esos
momentos en que el multilateralismo es posible y la acción unilateral, inevitable.
Podría, en resumen, ser más considerado y mostrar lo que los padres fundadores
llamaron un “respeto decente por la opinión de la humanidad”. Ésta fue siempre la
política más sabia, además de que encierra un beneficio cierto para Estado Unidos:
ganar el apoyo material y moral de amigos y aliados, especialmente en Europa, es
incuestionablemente mejor que actuar por cuenta propia frente a la angustia y la
hostilidad europeas.

Son pasos pequeños y probablemente no abordaran los profundos problemas que


asedian hoy la relación transatlántica. Pero después de todo, afirmar que Estados Unidos
y Europa comparten un conjunto de valores occidentales comunes es algo más que un
cliché.
Sus aspiraciones para la humanidad son prácticamente las mismas, incluso aunque la
enorme disparidad entre sus respectivos poderes les haya situado hoy por hoy en lugares
muy diferentes. Quizá no sea un exceso de ingenuo optimismo creer que un poco de
entendimiento mutuo podría ayudar a recorrer juntos todavía un largo camino.

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¿Cómo afecta al orden internacional la persistencia aislacionista de Estados Unidos, de acuerdo al autor?
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