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Natalio botana “poder y hegemonía”.

Cap. 1 : las incógnitas de la representación.


Un espejo roto.
En diciembre de 2001 un torrente de furia inundo nuestra sociedad. Fue un llamado de atención que evocaba una
sangrienta historia y los sobresaltos más recientes, ocurridos en los años de la democracia.
El 19 de ese mes cundían los saqueos, las multitudes ocupaban el espacio público y el caos parecía imponerse al orden
general. Los efectos de tamañana eclosión en el principal centro urbano del país fueron lacerantes: seis muertos, más
de un centenar de heridos, una cantidad abrumadora de comercios y supermercados saqueados (aproximadamente
400). Al día siguiente el saldo fue peos. El Estado de sitio, decretado por el gobierno del presidente De la Rúa, no fue
acatado, los cacerolazos y manifestaciones crecieron en intensidad, y también las víctimas, cuyo número, aunque los
cálculos no sean del todo exactos, ascendió a doscientos heridos y treinta muertos.
Las furias era el signo de una democracia herida por la rebelión a la privación de justicia, es decir de una democracia
aquejada por una suerte de sentimientos extendidos que juzga que los alzamientos contra los poderes del Estado, con
el fin de derrocar a un gobierno, son posibles y hasta aconsejables.
EL gobierno hecho añicos, provenientes de una alianza electoral entre la Unión Cívica Radical y el Frepaso, cayó en un
escenario en el que confluyeron varios movimientos sociales y la astucia de un sector político que, al aprovechar la
emergencia, se sirvió de ella.
Los proyectos contenidos en las movilizaciones populares, o en las asambleas vecinales, aunaban la utopía de una
democracia directa sin mediadores con una sentida reivindicación de derechos constitucionales conculcados por actos
arbitrarios.
A riesgo de simplificar, la Argentina no estuvo al borde de una revolución tal cual se la practico y entendió en los
últimos tres siglos, pero la perspectiva de contar con una democracia que soportaba el peso de una rebelión conmovió
a quienes actuaban y observaban aquellos acontecimientos.
Si por incompetencia, corrupción o ánimo oligárquico, se retraía el campo de la representación política, tenía entonces
que crecer- alegaban muchos testigos nacionales y extranjeros- el terreno de la rebelión social.
La representación política plantea un problema de difícil resolución, estrechamente vinculado con la nación de
derechos, y por tanto, con las declaraciones que comenzaron a formalizar este repertorio de valores hacia finales del
siglo XVIII. Conforme con estos presupuestos, se trataba de instaurar un régimen de gobierno por medio de
representantes no sujetos a ningún mandato particular, y libremente elegidos por el pueblo durante periodos
determinados por la constitución y la ley. Las tensiones derivadas de este original hallazgo, que cambio radicalmente
los conceptos antiguos de república y democracia, recorrieron los siglos XIX y XX y es muy probable que los sigan
haciendo.
Estas tensiones tienen que ver con el mayor o menor tamaño del pueblo para elegir a los representantes y con el
desarrollo de las organizaciones (fundamentalmente los partidos políticos) a las cuales compete mediar entre la
voluntad individual de los electores (un ciudadano/a es igual a un voto) y las bancas parlamentarias y cargos ejecutivos
en disputa. Pero más allá de estos requisitos, la representación política encierra, desde que se la comenzó a poner en
práctica, un artificio molesto: la ciudadanía pretende verse reflejada en un espejo como si fuera un sujeto despojado
de vicios e intereses, y a menudo una doble realidad quitara ese cristal: la de su propia personalidad y la que reproduce
frente a sus expectativas la circunstancias de un cuerpo ajeno y distante.
El verano del 2001- 2002, el espejo estaba roto, el desengaño con respecto a quienes habían sido elegidos apenas dos
años antes se manifestaba con gritos y agresiones, y las culpas se desviaban hacia aquellos gobernantes envueltos en
la repulsa. La deseable proximidad entre representantes y representados se trasformaba así en distancia y ausencia.
Y todo ello en una sociedad había llegado a practicar una democracia de plena participación electoral, con partidos
políticos en abierta competencia, y habían conseguido sortear, dos alternancias entre gobierno y oposición.

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La representación invertida del orden conservador.
Hacia los orígenes de la Argentina moderna podríamos identificar tres periodos acerca del desenvolvimiento de la
representación política. Estos periodos contienen en su recorrido un contraste, entre dos tipos de representación: la
que aparece como modelo deseable y la que se impone como efecto de los usos políticos establecidos.
- En un primer periodo (1880- 1916), el modelo de representación forjado en el siglo XIX por la acción de una oligarquía
competitiva no pudo doblegar, entre nosotros, un sistema que invertía esa representación mediante el fraude y la
violencia electoral.
- En un segundo trayecto (1916- 1983), la representación política con pluralismo de partidos no pudo contener la
irrupción de hegemonías, cuyas variantes civiles y militares decantaron regímenes populistas y dictaduras.
- Un tercer periodo, iniciado en 1983, incorpora el contrapunto entre los contenidos de una democracia republicana,
inspirados en un cabal respecto a las reglas institucionales, y la insuficiencia que en esta materia denotan la
concentración de poderes, los actos ocultos el escrutinio ciudadano, la corrupción y la falta de control responsable
sobre los actos de gobierno.
Hasta 1912, el ejercicio de representación política estuvo acotado dentro de los límites de una elite ubicada en el
vértice de una flexible estratificación social.
La soberanía del pueblo, según lo entendieron en los Estados Unidos, o la soberanía de la Nación en el registro
proveniente de la revolución Francesa, conformaba un movimiento ascendente que partía desde el ciudadano
capacitado para votar. En la Argentina se desarrollo un sistema de control electoral que modifico la relación entre
ciudadano y representantes.
Los ciudadanos no votaban libremente pues, en los hechos, sufragaban los agentes electorales. Para alcanzar el
objetivo, los gobiernos confeccionaban listas de representantes en los ordenes nacionales y provincial que luego eran
ratificadas en los comicios mediante la acción de jueces. Estos agentes tenían el control del padrón y de los jefes de
mesa y escrutadores. No mediaban entre los ciudadanos y los cargos en disputa, sino que tendían a producir el
sufragio, con lo que se invertía el sentido de la representación. Dos instrumentos, en manos de las autoridades
nacionales, las declaraciones de los estados de sitio y las intervenciones federales, completaban ese mapa de ruta en
el cual el ciudadano elector era remplazado por el gobierno elector.
La praxis de representación invertida no permitía que las oposiciones intervinieran pacíficamente en los procesos de
sucesión política, sobre todo para acceder al poder presidencial.
Este periodo coincidió con un impactante crecimiento demográfico y económico y una sorprendente mutación social
y cultural.
La inversión del sistema representativo fue impugnada de manera violenta mediante pronunciamientos cívicos,
militares entre 1890 y 1905. Los conflictos se orientaron a obtener la universalización efectiva del sufragio masculino,
pero el comportamiento opositor no logro resolver un problema cuyos efectos habrían de prolongarse durante el siglo
XX. La hegemonía ejercida por los gobiernos electores conformaba un núcleo de socialización mucho más solido de lo
que esas oposiciones imaginaban debido a que nuestras elites no habían ejercido previamente la libertad política de
manera pacífica y competitiva.
La ampliación del sufragio, se integro en esa cultura política teñida de llamados al uso de la fuerza.
Esta circunstancia llevo a que los conflictos se cargara de una retorica que invocaba la intervención del ejército o de
sectores militares adictos. De este modo, el papel predominante de las fuerzas armadas en nuestra política.
En un régimen de representación invertida, el Estado no actúa como árbitro neutral en la competencia política, sino
como actor interesado en favorecer a uno de los contendientes; por eso en él se incuba la hegemonía gubernamental.
Populismo, dictaduras e insuficiencia institucional.
Durante el segundo periodo, cuando se busco superar la etapa anterior de los gobiernos electores mediante las
reformas de 1912, el corto periodo de las presidencias provenientes de la Unión Cibica Radical se clausuro
violentamente en 1930. Fue una fractura múltiple que tuvo consecuencias nefastas.

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Con mayor o menor impacto, entre 1930 y 1983 la política estuvo sujeta al imperio ilegitimo de la fuerza.
Los gobiernos presididos por militares anteriormente golpistas hicieron uso de la hegemonía para restaurar el fraude
(1932- 1943) y luego para poner en marcha proyectos populistas. Por fin, el círculo se cerró mediante la instauración
y restauración violenta de dictadura con crecientes grados de represión.
El populismo esta directamente ligado a un exacerbado concepto de la personalización del poder. En su trayectoria
se destaca el estilo propio de un conductor que subordina la ley a su voluntad y presenta el debate político como una
opción tajante entre la vieja y la nueva política, entre los amigos y los enemigos.
Siempre los populistas en América Latina imponen una constitución a la medida de sus designios. Ocurrió antaño con
Perón y recientemente con Hugo Chávez en Venezuela.
Investido por esta suerte de autoridad extraordinaria, el líder populismo despertó apetencias colectivas en pos del
cambio social.
La política populista abreva en dos corrientes históricas de larga duración. La primera arrastra consigo el impulso,
inscripto en el repertorio de las sociedades modernas, de alcanzar mayores niveles de igualdad social, la segunda
corriente, por su parte, enarbolaba el estandarte del nacionalismo.
Hubo en otras épocas nacionalismos conservadores y, hasta llegar a la actualidad, hay democracias devotas de los
beneficios del desarrollo humano y del estado de Derecho. La peculiaridad del populismo consistió en apropiarse de
estos dos emblemas vaciándolos en el molde de un personalismo hegemónico que tira por la borda las restricciones
institucionales.
Según Fernando Henrique Cardoso, el populismo puede generar procesos de incorporación social, o anteponer las
reivindicaciones nacionalistas frente a presuntos enemigos externos.
Merced a esta lógica, el populismo, en lugar de considerarse al modo de un partido una parte del pueblo, busca
encarnar a todo el pueblo y, por ende, en clave nacionalistas, a toda la nación.
Este multifacético fenómeno no tendría sentido si el líder populista no dispusiese de recursos económicos. De no
contar con ese instrumento decisivo, el populismo puede agonizar prisionero del desequilibrio entre gastos e ingresos
y de la inflación.
El régimen de la representación invertida y el corto periodo de la primera instauración democrática entre 1916 y 1930
gozaron de los beneficios del crecimiento económico y de una economía sustentable para los estándares de aquella
época. En cambio, los regímenes de la restauración del fraude, del populismo, de los frágiles gobiernos civiles
posteriores (1958- 1966) y de las dictaduras se desenvolvieron al ritmo del encadenamiento de la crisis económica en
su expresión monetaria y fiscal.
Al impacto que tuvo la mayoría de los países latinoamericanos –entre ellos la Argentina- la violencia revolucionaria y
la lucha armada de los años sesenta y setenta se sumo el terrorismo de Estado, una guerra externa y el rol represor
que les cupo a las dictaduras militares en una sociedad poblada por innumerables victimas. Frente a este colapso, la
democracia republicana reapareció hace más de veinte años en la Argentina como una idea nueva un horizonte de
valores aptos para ser traducido en prácticas concretas.
Hace sesenta años, el populismo hegemónico surgió como respuesta a gobiernos (los que sucedieron entre 1932 y
1943) que, insistían en conservar intacta la tradición de los gobiernos electores. En la actualidad estas tendencias no
han desaparecido del todo. Ese entrecruzamiento entre el apetito de innovación que mira hacia delante y la presencia
de un pasado aun vivo en las costumbres políticas establecidas, generaron tendencias antagónicas: por un lado, la
apertura de nuestra sociedad civil hacia la participación cívica, el pluralismos de partidos, el desarrollo de nuevos
estilos asociativos con el resguardo del Estado de Derecho; por otro, las propensiones contrarias al ejercicios
constitucional de la democracia y la inclinación a inyectar en la república el contenido propio de un principado.
Este contraste señala que la democracia, como sistema republicano de derechos, libertades y obligaciones, padece en
la Argentina de insuficiencia institucional.

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Lo que ocurrió a fines del 2001 fue una súbita condensación de esas insuficiencias acumuladas: insuficiencias en las
instituciones, insuficiencias en la economía, insuficiencias en los gobernantes. Parecía que la constitución política del
estado vacilaba ante el descalabro de su economía y que, a la inversa, la propia economía carecía de fiadores y
garantes.
Si la constitución jurídica del Estado es la garantía de los derechos y de la igualdad jurídica de las personas, la debilidad
de la economía y el comportamiento de los agentes hacían que crecieran las desigualdades sociales.
El paralelismo era, revelador: del mismo modo como la violencia socava y al cabo destruye las libertades públicas (el
corazón de la constitución del Estado), así también la desobediencia a las leyes de las instituciones económicas por
parte de los gobernantes y de los gobernados, o a los bajos niveles terminaban condicionando la vida en sociedad,
hasta el punto de aniquilar sus vínculos básicos por medio de la hiperinflación o del hiperendeudamiento.
Viejas y nuevas políticas.
Estas circunstancias mostraban que lo único que parecía unir a una sociedad fragmentada, era negar, como hemos
dicho, el régimen establecido.
En los años 2002 y 2003 la Argentina, había alcanzado un nivel de participación democrática y un manejo de opinión
publica en manos de expertos muy diferentes de la pretensión de aquellos intelectuales españoles de principios de
último siglo que se enlazaban a la aventura de regenerar, desde la posición privilegiada de una elite supuestamente
conductora de las masas, los “valores falsos y arcaicos” de la España oficial. Era difícil percibir el eco entre nosotros
de un pensamiento dispuesto a escarbar, con tanta ambición, en la entraña de una sociedad.
En la argentina, el estilo regeneracionista fue típico de la vuelta de los siglos XIX y XX, es un estilo que embiste de
frente a las conductas venales y busca purificar la política y el sistema económico de los vicios de la corrupción y la
injusticia. El estilo regeneracionista brilla en su mejor momento cuando condena con motivos valederos un ambiente
enrarecido por comportamientos de dudosa moralidad. Se apaga, en cambio, Cuando el poder Judicial es capaz de
sancionar, y el poder presidencial representa efectivamente la auctoritas políticas y las auctoritas moral. En una
palabra: el regeneracionismo es tributario del mal funcionamiento de las instituciones republicanas.
Este deseo de poner a nuevo un orden injusto y además agotado, recalo constantemente en nuestro desenvolvimiento
político. La esgrimió, Hipólito Yrigoyen, pero también lo hizo Juan domingo Perón. Para nuestro regeneracionismo,
esta manera de concebir la política suponía una dicotomía y una voluntad de refundación. Yrigoyen anteponía “la
causa” del radicalismo a un régimen “falaz y descriado”, que se había desarrollado en el país desde, la presidencia de
Juárez Celman; perón confrontaba la penuria social, la entrega económica y el engaño del fraude durante “la década
infame” con la feliz instauración de una “nueva argentina, justa, libre y soberana”.
La línea “nunca más”, marco sin duda una frontera –política y ética- entre lo viejo y lo nuevo. Y aunque parecía que
este tono moral ampliamente respaldado por la opinión pública se apagaba en los años noventa, en el curso de las
dos presidencias de Carlos Menem, la impronta ético- institucional reapareció en la plataforma de la alianza de 1997
entre la UCR y el Frepaso, y se agudizo, hasta pegar el puntapié inicial de la crisis, con los motivos que expuso el
vicepresidente chacho Álvarez para renunciar al cargo.
Parecería razonable suponer entonces que el efecto más persistente de la crisis del 2001- 2002 era la percepción de
que nos internamos en un terreno donde deberían producirse cambios de importancia, uno de esos momentos en
que se tensa la disyuntiva entre lo “viejo” y lo “nuevo” y se abre la vía hacia una renovación. Los hechos inmediatos
mostraron que se abría caminos mucho más sinuosos.
La crisis del 2001- 2002, convergieron una crisis monetaria, una crisis fiscal y una crisis de representación. Las dos
primeras eran susceptibles de contar con una terapia de urgencia, y no cabe duda de que, los resultados del corto
plazo refutaron rotundamente lo que anticipaban los profetas del desastre.
En este aspecto, la recuperación fue notable. No se rechazo la moneda en circulación mientras el país entraba, a partir
del segundo semestre de 2002, en un círculo virtuoso de crecimiento y solvencia fiscal. Si a ello adjuntamos el

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superávit en la balanza comercial, el cuadro sirve para entender el por qué de una inesperada fortaleza en la esfera
pública de las decisiones.
Otra imagen nos depara el mediano y el largo plazo. El precio que hubo que pagar, en términos sociales, ha sido muy
alto. Una sociedad con salarios deprimidos tanto en blanco como en negro, alta desocupación aunque en progresivo
descenso, plagada de pobres e indigentes, no se repara de la noche a la mañana.
Las desigualdades han impuesto, una lapida sobre amplios sectores de la sociedad que se va levantando con marcada
lentitud, en especial si se repara en el hecho de que el 47,2% de los asalariados no tiene aportes a la seguridad social.
Está emergiendo en la Argentina un nuevo tipo de estratificación social que separa a un estamento superior de
trabajadores, protegidos por los convenios de trabajo, la sindicalización y la seguridad social que separa a un
estamento superior de trabajadores, protegidos por los convenios de trabajo, la sindicalización y la de seguridad
social, de otro sumergido en graves condiciones de precariedad.
Las transformaciones y continuidades, en este plano son evidentes. El terreno político, siguió minado por la crisis de
representación que, antes del estallido del verano de 2002, había despuntado en las elecciones de octubre de 2001 y
prosiguió en los comicios de 2003.
Sin representación legítima no hay en rigor sistema democrático en condiciones de sobrevivir con un mínimo de
estabilidad. Este resorte básico se había herrumbrado antes del verano de 2001- 2002. Funcionaba en malas
condiciones a causa del descontento que estallaba de tanto en tanto en forma de rebeliones y, habitualmente, se
manifestaba por medio del desinterés, la apatía y la desconfianza. Entre octubre de 2001 y abril de 2002, el desastre
se manifestó de dos maneras: al castigo silencioso en las urnas s sumo el grito de la protesta social y política que, con
gestos furibundos, proclamaba el fin de la vieja política.
En el primer año de la debacle, la protesta coexistía con un conjunto de partidos que más se asemejaba a un
archipiélago, debido a la división de esas grandes y pequeñas agrupaciones en múltiples facciones.
Esta distribución de la oferta electoral revelaba el doble circuito por el cual pasaba y pasa nuestra política. Aunque los
partidos se dividían en la esfera más alta donde se dirime la puja presidencial, la mayor estabilidad que tienen en las
provincias les permite mantener sus posiciones. El partido radical, en vías de desaparición, en tanto alternativa
presidencial, estaba no obstante en condiciones de disputar con el justicialismo algunas gobernaciones. Esa reserva
de estabilidad partidaria en las provincias se reforzaba, por otra parte, gracias al régimen que separa las elecciones
nacionales de las provinciales.
La argentina practicaba comicios en cadena que, al cabo conspiraban contra la gobernabilidad general.
Una revancha silenciosa.
En la argentina había varios procesos paralelos. Si en la cima de la rebelión se escuchaban un “que se vayan todos”,
en el seno de la clase política podía detectarse el rumor de un trajín más silencioso y los pasos sucesivos orientados a
recuperar el poder.
La política resiste el vacio, y eso la dirigencia lo sabe. El repudio contenido en los comicios legislativos de octubre de
2001 fue el principio del fin del gobierno de De la Rúa. No obstante, en esa fecha, hubo algunos que perdieron sin
atenuantes frente a esa sorda corriente de impugnación y hubo otros que supieron resistir mejor.
Entre los primeros estuvieron tanto los partidos que formaron la victoriosa alianza de 1997 y 1999 entre la UCR y el
Frepaso, como la agrupación acción por la República (APR) conducida por Domingo Cavallo: un 32,9 % del caudal de
la Alianza en 1999 se convirtió en 2001 en votos nulos y en blanco.
El Partido Justicialista, en cambio, no fue víctima de esa paliza electoral pues el drenaje de votos fue muchos menos
significativo.
Había entonces un eje, alrededor del cual giraban acciones disimiles, que se ocultaba tras las movilizaciones de
superficie y los intentos de la llamada sociedad civil por llevar a buen puerto una reforma política.
Salvo la secreta voluntad de impedir que el poder se le escapara de las manos, varios movimientos tácticos, a veces
improvisados dada la urgencia del momento, fueron jalonados esas acciones. En primer lugar, el Congreso recupero

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la iniciativa y consiguió designar un presidente con respaldo legislativo, Eduardo Duhalde, luego de la episódica y
fallida, apuesta a favor de Adolfo Rodríguez Saa: la “mesa de tres patas” del que habla Marcelo Cavarozzi, compuesta
por los gobernadores justicialistas, el parlamento y el apoyo de Alfonsín y el radicalismo.; en segundo lugar, cuando
en el invierno de 2002 la represión violenta de la policía se tiño de nuevo en sangre cobrando dos víctimas fatales en
una manifestación de organizaciones piqueteras, el presidente Duhalde, para salir del atolladero, convoco a elecciones
presidenciales en el mes de abril de 2003, un adelanto no previsto por la ley de acefalia. Se monto entonces una
articulación precisa entre las necesidades del poder y las justificaciones emanadas de los estrados judiciales.
Este juego de urgencia institucional no pudo evitar, la fragmentación del sistema de partidos. En julio de 2002 las
divisiones se acentuaron por que se “derogo una de las causales de caducidad que mas extensiones partidarias
motivaba: la exigencia de que los partidos cuenten con un determinado caudal electoral en el distrito en que actúan
al no alcanzar en dos elecciones sucesivas el 2% del padrón electoral.
Al comienzo de aquellas campañas el consenso que prevalecía entre nosotros era negativo. La imagen de los
candidatos, muy disminuida, no lograba cautivar la franja de quienes decían que no votaría a ninguno. Parecía que el
“ningunismo” se había convertido en un inédito estilo político.
Una sola vez, en nuestra historia electoral del siglo XX, hubo un desparramo parecido. Con semejantes desbarajustes,
las expresiones de una voluntad popular, encolumnada tras un candidato victorioso, parecían parte del pasado, había
ocurrido apenas unos años antes, con el triunfo De la Rúa- Álvarez. El proceso de disolución fue vertiginoso y aprecia
no dar cuartel a los antiguos partidos mayoritarios y a los agrupamientos, algunos nuevos y otros no tanto, que
buscaban presentarse como alternativa. Alguien podría aducir que este derrumbe resultaba de un faccionalismo
generalizado que, había terminado destruyendo a todos los contendientes.
Hasta que comenzó a tambalear el régimen representativo, los casi veinte años de comicios presidenciales mostraron
que los argentinos éramos reacios a dividir en exceso el voto cuando se trataba de consagrar en las urnas al primer
magistrado.
En 1983 con la elección de Raúl Alfonsín, y se conservo intacto en dos elecciones de Menem, en 19899 y 1995,y en la
elección de De la Rúa en 1999. La ciudadanía no dudo a la hora de votar. Por otra parte, había hacia atrás una
experiencia de más larga duración. Desde 1946, hubo un solo candidato elegido (Arturo Umberto Illia en 1963) con
un caudal electoral menor al 30% de los sufragios. Los demás siempre superaron el umbral del 40 % o del 50%.
La tradición de respaldar presidentes fuertes, se fijo por primera vez en la Constitución de 1949, después de la
enmienda provisoria de 1972 y por fin de la reforma constitucional de 1994. En 1949 la elección directa se combino
con el principio de la pluralidad.
Las elecciones presidenciales de 2003, mostraron que se había cortado el hilo de la tradición mayoritaria. La división
del peronismo en tres candidaturas, sumada a la caída en las preferencias del radicalismo y a la presencia de otros
liderazgos, había configurado un sistema de partidos tan fragmentados que el balotaje resultaba inevitable. Dividido
en tres fórmulas y sumando los apoyos de cada candidato, el peronismo había cosechado, sin embargo, al 60%. Tal
resultado dio lugar a la paradoja de que, a mayor división de un movimiento antes unificado, menor resistencia de la
ciudadanía a presentar su concurso al menú de ofertas provenientes del mismo tronco.
Adolfo Rodríguez Saa y Néstor Kirchner son también herederos de esa antigua costumbre, típica de una legitimidad
tradicional sobre impuesta sobre la legitimidad república. Dominaron primero una provincia pequeña para saltar luego
en busca del trofeo de la presidencia. Allí se aprende el oficio de la hegemonía.
El gobierno de Kirchner surgió como producto de tal emergencia y de la astucia con que Carlos Menem lo dejo vacio
de una eventual mayoría al retirar su candidatura para la segunda vuelta electoral. Con ello quedaban al menos en
claro dos cosas: que la crisis de representación había sorteado una primera prueba, más allá de una evidente
manipulación del cuadro institucional, y que se daban los primeros pasos en el campo justicialista de un tormentoso
proceso de reducción a la unidad de esos fragmentos partidarios dispersos.

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Por el lado de los partidos no justicialistas la pulverización del radicalismo fue poco menos que instantánea. Tras esta
catástrofe quedo palmariamente demostrado que el electorado no peronista se mueve con rapidez de un punto a
otro del repertorio de las preferencias, sin asegurar a nadie una permanente lealtad. El electorado peronista es más
conservador. Su piso no se hunde con tanta facilidad.
A todas luces, después del derrumbe, la urticante cuestión acerca del porvenir de los partidos políticos en la argentina
no había sido resuelta en absoluto.
Los aparatos y la fractura del sistema de partidos.
La crisis de representación alude a una fractura del vínculo político. En las democracias modernas ese vinculo lo provee
primordialmente los partidos políticos.
La organización de los partidos y de sus liderazgos y porvenir en un mundo donde las estructuras de mediación entre
la ciudadanía y el Estado padecen una constante erosión. En cualquier régimen político la mediación partidaria está
vinculada a un conjunto de atributos que, fueron identificados por la teoría política: los grados de libertad de que
goza la ciudadanía, el tipo de sociedad en que la mediación se desenvuelve; la cultura política predominante y las
tradiciones históricas en cuanto a la práctica de la representación, la forma que adquieren esas mediaciones tanto
con relación a los sectores sociales a quienes buscan representar como a la organización que las caracteriza.
Si aceptamos estas características, la mediación partidaria tuvo un desenvolvimiento difícil.
A partir de aquel conflictivo origen, el destino y provenir de los partidos políticos estuvo siempre envuelto en un juicio
moral. Burke concibió al partido político como un cuerpo de ciudadanos, congregados en torno de un principio
particular para proveer el interés nacional.
El antiguo contraste ente aristocracia y oligarquía cobraba, de este modo, urticante actualidad. En todo caso, aquella
primaria asociación, que a principio del siglo XVIII tenía contornos borrosos, desarrollo de un perfil saliente en el curso
de los siglos posteriores. Los partidos pasaron a ser protagonistas de toda clase de experiencias. Merced a la duración
y estabilidad de estas organizaciones y a las aptitudes clasificatorias de los politólogos, se difundió el concepto de
unos sistemas de partidos que recogían, patrones de conducta basados en relaciones y expectativas reciprocas.
Los sistemas de partidos expresan una forma de mediación con la sociedad y una forma de disposición entre las partes
que los componen.
Se creyó durante algún tiempo que los sistemas de partidos, si no estaban condicionados por la violencia de los golpes
de estados, no tenían rivales en materia de mediación. Pero este panorama fue cambiando, a medida que la
comunicación irrumpe en el orden local y global y a diferencia de lo que ocurría aproximadamente hace medio siglo,
los partidos ya no resultan ser los agentes exclusivos de la mediación. Las democracias han pasado a desenvolverse
en sociedades “de conexión omnipresente”, donde la gente esta constantemente comunicada con el mundo y entre
si mediante internet, teléfonos móviles y diminutos dispositivos manuales. Estas innovaciones han producido un
cambio de escala en el control de la información, pues junto con los medios clásicos – prensa escrita, radio y televisión-
hoy también se expanden esa forma de conocimiento unos usuarios que se convierten en agentes personales de
difusión, por ejemplo, a través de los llamados blogs.
En la actualidad, los medios de comunicación sostienen y amplifican estos juicios de opinión en nuestro país.
La conducta de los dirigentes y de la ciudadanía frente a ese cuadro de supuestas inmoralidad se expresa al modo de
un tríptico: primero, los dirigentes se dividen para preservar una estratégica situación del poder; en segundo, los
buenos dirigentes, cansados de que sus meritos no se reconozcan, emigran hacia nuevos partidos, tercero, los
electores, también fatigados por esos juegos de trastienda incomprensibles para el común mortal, vuelven sus
espaldas a los partidos y buscan otros canales de representación a través de la protesta, la influencia de los grupos de
interés y, de nuevo, el omnipresente impacto de los medios de comunicación.
Desde 1983 la configuración de nuestro sistema de partidos giro en torno del justicialismo y del radicalismo. Son dos
partidos organizados en todo el país que cuentan con poderosas palancas institucionales. Los políticos más
desprestigiados son productos de esta extendida implantación nacional.

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Los partidos radical y justicialistas son nacionales por que están implantados en todo el país, pero esa presencia tiene
como inexcusable referencia el régimen federal previstos en nuestra Constitución Nacional. De aquí se desprende un
proceso de ida y vuelta entre los liderazgos a cargo del gobierno nacional y los liderazgos a cargo de los gobiernos
provinciales. Cuando los liderazgos son débiles (verbigracia el presidente De la Rúa) y el partido de oposición,
dominante a su vez en las provincias, no ejerce el gobierno nacional ( el justicialismo en esos dos años), la acción de
los partidos, en ausencia de una conducción centralizada, calza mejor con la imagen difundida en los medios de una “
liga de gobernadores”. El sistema de partidos, podríamos decir, se federaliza.
Cuando, en cambio, los liderazgos nacionales son fuertes y el tesoro federal que ellos controlan dispone de recursos,
los líderes territoriales, pasan a hacer las veces de gerentes de una red de sucursales dependientes de la casa central
ubicada en la presidencia. La llamada “territorializacion” de la política tiene que ver con el papel declinante del lazo
histórico de subordinación entre presidentes y gobernadores.
Durante algo más de tres lustros, el radicalismo y el justicialismo respaldaron con su conducta la condición necesaria
del buen funcionamiento del régimen democrático y fracasaron al frustrar la puesta en marcha de una condición
suficientemente no menos decisiva que la primera. Los dos partidos fueron capaces de deponer los antiguos
antagonismos, de respetar las libertades públicas y de alternar pacíficamente el ejercicio del gobierno.
Nuestra democracia armo un sistema maco de partidos: reconstruyo los “insumos” del régimen y no supo dar a luz
los “productos” que la sociedad reclama (imperio de la ley, respeto a los contratos y a los derechos, calidad, en una
palabra, del gobierno republicano de la cosa pública). En el momento de la crisis, parecía que en nuestro sistema de
partidos todo entraba y poco salía.
Estos cortocircuitos produjeron una sostenida disminución en el apoyo electoral del condominio entre radicales y
justicialistas.
Las demandas por una superación de estas estructuras estaban entonces a la orden del día. Los viejos partidos eran
cuestionados con ademanes anárquicos o bien con la expectativa de crear otro diferente, acordes con la presencia de
nuevos liderazgos.
Hasta el estallido de la crisis de representación, los terceros partidos fueron piezas que se sumaron a los partidos
dominantes. En el plano gubernamental a estas agrupaciones se las podría calificar como “partidos opósitos”: los
terceros partidos no sirvieron, en efecto, para ganar elecciones y si para pegarse a otros movimientos e integrar
diversos gobiernos.
Comicios, instituciones, ciudadanía.
Esta pareja de conceptos-el pueblo y la gente- está directamente vinculada con el desarrollo, como veremos de
inmediato, de los tres pilares en que descansa, en tanto principio fundante, la legitimidad de la democracia
republicana: Los comicios, las instituciones y la ciudadanía. Vale decir: la democracia vista desde el punto de vista
electoral.
Los derechos políticos establecidos entre nosotros desde principios y mediados del siglo pasado mediante el sufragio
universal masculino y femenino, son el medio necesario para garantizar esos derechos civiles y sociales, ahora heridos
por sentimientos de privación de justicia. Este debería ser, al cabo, el objetivo primordial de la libertad política
plasmada en el sufragio universal.
Mientras aumentaban vertiginosamente los recursos tecnológicos, el poder de la imagen y, llegando el caso, la
disponibilidad de recursos públicos para alimentar redes clientelisticas, esta puesta patas arriba del principio
republicano trajo como consecuencia el renacimiento de un viejo apotegma de raíz maquiavelista: gobernar es, a la
postre, hacer creer. De la mano de esta sentencia, mezcla de cinismo e inteligente sentido de la oportunidad, los
comicios han pasado a ser una suerte de usina de votos manejada por profesionales entrenados en estos temas.
El ritmo de estas maniobras puede llegar hasta el límite que los candidatos se vean constreñidos a cambiar su
“discurso”, o incrementar la campaña negativa contra sus oponentes, cuantas veces sea necesario para alcanzar el
premio de la victoria. Este trajín frenético si erosiona el viejo argumento que concibe al ciudadano como una persona

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digna, dotado de autonomía. De imponerse estos criterios en forma definitiva, ya no prevalecería más la oferta de un
candidato dirigida a sus conciudadanos, sino la demanda inducida de la gente que producen unos instrumentos al
servicio de la captación de votos: encuestas, propagandas publicitarias, comunicación, etc. Los candidatos oscilarían
entonces en sus discursos y acción gubernamental al ritmo de esa demanda inducida.
Los mecanismos que ponen en funcionamiento estas fábricas de creencias son, pues, tan variados como a veces
inútiles. Esta apreciación deriva del hecho de que los electores no son al cabo tan manipulables como parecen.
La medida de estas actitudes estaría cifrada en las contradicciones que estallan simultáneamente entre nosotros y
que tienen por protagonistas a valores encontrados: los argentinos ensalzan la democracia como principio deseable
de legitimidad y desconfían de las instituciones que deberían brindar los medios para que dicha democracia se realice;
los argentinos, por otra parte, valoran los comicios como expresión de la soberanía y desconfían de su potencial para
cambiar el estado de cosas.
Si reparamos en el hecho de que en las elecciones presidenciales de 2003 la participación electoral se ubico de nuevo
en cauces normales, y el voto en blanco y anulado tuvo un registro comparable al de las elecciones presidenciales de
1983 y 1989, podríamos llegar a la conclusión provisorias de que el valor comicial de la democracia seguía teniendo
una consistencia digna de tenerse en cuenta. Para bien o para mal de las dirigencias establecidas, los comicios todavía
contaban.
La democracia institucional
Las crisis de representación corren parejas con una crisis de credibilidad. Pero esa crisis puede desembocar en un
derrumbe del orden democrático, o bien mantenerse en un estadio en el cual es posible detectar una potencia latente
de reconstruir el tejido de la confianza tras un conjunto de respuestas por lo general negativas.
De todos modos, es importante destacar el hecho de que , aun con los niveles de desconfianza atribuidos a ese año,
el partido política, en tanto institución mediadora, padece en la argentina de la ultima década de una recurrente
deslegitimación: no un partido político en particular, sino el partido político en tanto institución de la democracia,
con reconocimiento normativo, después de la reforma de 1994, en nuestra Constitución Nacional.
Las cosas se complican aun más cuando observamos que las respuestas a estas consultas conceden más confianza a
los órganos de gobierno de carácter ejecutivo que a los partidos de los cuales dichos magistrados provienen.
Por otra parte, ese exagerado peso concebido a los poderes ejecutivos se robustece frente a la debilidad ostensible
de una segunda dimensión de la democracia. No es el mismo abordar una crisis de representación en un sistema con
instituciones solidas que cuando estas son débiles.
Mientras la democracia electoral es de por si un concepto tributario de una realidad en movimiento (para eso en
definitiva están los comicios, para cambiar y fijar alternativas), La democracia institucional conforma el marco dentro
del cual actuar: una democracia es naturalmente cambiante; la otra al contrario, es mucho más estable. Las
instituciones bien implantadas son las únicas que permiten al representante disponer de los instrumentos
imprescindibles para gobernar.
La cuestión de la democracia institucional en nuestro país se agrava cuando observamos la relación de confianza entre
las instituciones del Estado y la ciudadanía. Se sabe que las instituciones significan tres cosas: efectividad para cumplir
su cometido, control constitucional para mantener sus límites y confianza para que los habitantes y ciudadanos vean
en ellas un respaldo honesto a su vida pública y privada.
Cuando esa insuficiencia se difunde, la conexión ciudadana con lo público deja de funcionar.
Este choque frontal entre aspiraciones y realidades tiene mucho que ver, en orden a la confianza, con la escisión que
se advierte entre la voz y la acción.
En la encuesta sobre los rasgos anòmicos en la Argentina, la confianza se deposita, en primer lugar, en las
organizaciones no gubernamentales y en los medios de comunicación. Estas posiciones son simétricas, en los
extremos, a las que ocupan en estos tres estudios las instituciones clásicas del Estado: Policía, Justicia, Congreso y
desde luego, partidos políticos.

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Si nuestro punto de partida es la democracia de comicios o democracia electoral, aquella en la cual tienen lugar
regularmente comicios para elegir representantes, como escribió Tocqueville, “mirando a la ley como obra suya, la
quieren y se someten a ella sin esfuerzo”. Más allá del maltrato de las crisis, los estudios de opinión revelan que esa
aspiración no ha muerto. Persiste a través del apoyo a ciertos fines republicanos, del reclamo por la honestidad de los
dirigentes y de la adhesión a la democracia como el mejor de los regímenes.
Mientras la batalla de las ambiciones estalla en la base de la democracia electoral y las esperanzas en pos de una
democracia de ciudadanos se recortan en neutros horizonte de valores, la construcción de la bisagra sigue pendiente.
Esta tarea no es otra que la que demanda poner en forma una democracia institucional.
Una democracia de ciudadanos.
El desafío que esa tarea enfrenta deriva de un problema tan evidente como fácil de resolver. Estas consideraciones
son inútiles para internarse en los meandros de la teoría política clásica y de la que se escribió en los albores de la
modernidad, pero lo que tal vez convenga destacar aquí es que, de la mano de recientes formulaciones empíricas y
normativas, se ha trazado en estos días una distinción entre lo que es propio de la sociedad civil y lo que es propio de
la sociedad política con el objeto de encontrar, si cabe, los enlaces funcionales más convenientes.
Estas deficiencias derivan de las dificultades que las organizaciones de la sociedad civil encuentran a su paso y de los
obstáculos que se alzan, según hemos visto, en el desenvolvimiento de nuestro régimen político.
Estas reflexiones en torno de una imagen ideal de la democracia, tocqueville la consigan en la introducción al primer
volumen de la democracia en América publicado en 1835.
La ley, en efecto, es cosa propia y de todos, y la confianza, resultado de una razón envuelta en los sentimientos, muy
diferente de la pasión que suele sostener a los jefes de Estado de linaje autocrático. Situada voluntariamente entre
Rousseau y Montesquieu, esta manera de entender con nueva perspectiva la voluntad general del ciudadano y la
virtud que debería orientar sus actos, nos indica que las leyes e instituciones de una democracia republicana depende
de dos valoraciones: de su valor objetivo y, sobre todo, de la percepción y de la opinión que acerca de ellas tiene la
ciudadanía. Por consiguiente, a mayor distancia subjetiva, menor probabilidad de que la democracia reciba en su
decurso el suplemento indispensable de la virtud republicana.
Para tocqueville el sistema deseable es “democrático y republicano”. Sus características – respecto a la ley fundado
en el goce generalizado de los derechos, asociación, amor a la libertad e interés bien entendido del ciudadano para
colaborar en la realización del bien general- se comprenden en relación a dos modelos opuestos: el “sistema
aristocrático y monárquico”, superado por el avance incontenible en el mundo moderno de la democracia, y el “Estado
Actual”, donde prevalece un conjunto de “contravirtudes”: el miedo a la autoridad que se desprecia, la guerra entre
rico y pobres, la debilidad social sin el poder de la asociación, los prejuicios sin creencias, la ignorancia sin virtudes, la
doctrina del interés sin la ciencia, la ignorancia sin virtudes, la doctrina del interés sin la ciencia, el egoísmo imbécil y
las pasiones de los poderosos.
El componente republicano de la democracia es, pues, un atributo inscripto en la condición ciudadana que tiene la
peculiaridad de convertir las instituciones en creencias compartidas. La ciudadanía es, una praxis colectiva que implica
crear, recrear y legitimar instituciones. No basta, por lo tanto, con disponer de una buena constitución y de buenas
leyes.
Las instituciones sin ciudadanía conforman el estadio inferior, históricamente hablando, de una república restrictiva
(aristocráticas u oligarquía). LA ciudadanía sin instituciones conforma una democracia virtual sin forma que la
contenga. Con lo cual queda en claro que la ciudadanía significa un proceso progresivo de adquisición paralela de
derechos y obligaciones.
Mientras la pluralidad es un dato tributario del carácter complejo de nuestra sociedad, el pluralismo político es un
arte difícil de consumar. Las pocas sociedades que han sido capaces de convertir la pluralidad en el pluralismo político
han dado en el blanco del buen gobierno republicano; en ellas interactúan dos o más partidos en el marco de una
constitución y un conjunto de reglas fielmente acatadas por los gobernantes y los gobernados.

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Esto significa que las innovaciones a la pluralidad no excluyen la intolerancia. Giovanni Sartori ha escrito que “el
pluralismo presupone la tolerancia, lo cual quiere decir que un pluralismo intolerante es un pluralismo falso”.
En gobierno civiles y militares siempre hubo coaliciones plurales de los controlaban el poder enfrentadas con otras
coaliciones plurales ubicadas en los rangos de la oposición.
El jefe movimientista es, en última instancia, aquel que traza esa línea de demarcación. Esta relación amigo- enemigo
puede llegar al extremo de una persecución desata por el poder contra la oposición, o bien acantonarse dentro de los
limites verbales de un discurso de confrontación. En todo caso, lo importante es señalar aquí es el estilo movimientista
que disputa el espacio público con el estilo partidista.
Una democracia movimientista considera a los partidos existentes como materia prima de un nuevo producto. A los
conservadores, radicales y socialistas, que entre 1946 y 1955 pasaron al peronismo, se los recuerda en los termino de
su afiliación adquirida mucho más que en virtud de sus antecedentes.
El estilo partidista no propugna la fusión movimientista sino la preservación de la identidad propia de las agrupaciones
políticas. La condición del debate público no es pues la integración en un caudaloso movimiento. Es más bien, la
diferenciación entre partidos permanentes que compiten en elecciones libres.
Cuando el estilo movimientista avanza a ritmo militante, el principio de legitimidad democrática y republicana que
más sufre es el de la mayoría limitada. No hay, en efecto, democracia sin regla de la mayoría, pero tampoco hay
complemento republicano en esa democracia si esa mayoría, en lugar de actuar dentro de los márgenes del pluralismo
político, tiende a dividir a los partidos, incorporando en su seno parcelas de estos, para transformarse en mayoría
hegemónica.
La concepción movimientista y hegemónica ha complicado nuestra historia política y, desde luego, insistimos, ha
perturbado en el tiempo el ejercicio de la representación política. No afirmamos que es estas circunstancias esas
tendencias se expresen como un calco de otra épocas ya superadas, Decimos, si, que aún persisten entre nosotros
numerosos distritos pronto a ser combinados en aun formula política aparentemente novedosa.

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