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Conceptos

La corrupción es un complejo fenómeno social, político y económico que afecta a todos


los países del mundo. En diferentes contextos, la corrupción perjudica a las instituciones
democráticas, desacelera el desarrollo económico y contribuye para la inestabilidad
política.
Como funciona la corrupcion
La democracia es suicida. Se esmera en conservar y reproducir sistémicamente
elementos de autodestrucción. Los procesos electorales, que ya no son una ficción útil,
están a la cabeza de esas prácticas pervertidas.

Si ya no existen ni las liturgias domingueras electorales, la pretensión de contar con


instituciones democráticas resulta inaudita.

En Colombia, el proceso electoral es corrupto. Peligrosamente corrupto.

Buena parte de lo que atribuimos a la “opinión pública”, no es más que el resultado de


oscuras manipulaciones contra la limpieza del proceso electoral.

Con un grupo de amigos nos dimos a la tarea de establecer en Barranquilla el mayor o


menor fundamento que tenían ciertas certezas callejeras sobre manipulaciones en las
mesas de votación en las primeras horas de una jornada electoral cualquiera.

Lo que sigue no es la imposible instrucción de un sumario oficioso, sino el relato


abreviado de lo que afirmaron unas fuentes que merecen pleno crédito al autor de esta
columna. Son (y esto es lo más importante) algo más que conjeturas sobre posibles
reincidencias en las jornadas electorales que se avecinan. Y, además, alertas sobre lo que
las autoridades electorales, los operadores judiciales y el ministerio público deberían
evitar.

Los votos falsos se producen así: funcionarios de la Registraduría se encargan de


conformar grupos homogéneos de tres jurados por mesa. Léase cómplices. Luego
procuran que los otros tres jurados que corresponderían a la mesa no sean notificados, lo
cual garantiza que no habrá disensos en las mesas.

Otros funcionarios de la Registraduría, o los mismos, relacionan para cada una de estas
mesas “brujas” un paquete de cédulas entre aquellas que no hayan sido entregadas a los
ciudadanos que las tramitaron. Con estas cédulas, el compacto grupo de jurados “vota”
durante las primeras horas de la mañana. Casi sobra decir que las cédulas seleccionadas
para la comisión del delito electoral desaparecen físicamente de la Registraduría, como si
hubiesen sido efectivamente entregadas a quienes pertenecen. En cada mesa se podrían
colocar entre 30 y 60 votos falsos, que representan entre el 10 y el 20 por ciento del
número de votantes posibles.

No conozco a los actuales delegados departamentales en el Atlántico, y no tengo ninguna


razón para suponerlos en conocimiento de las conductas que acabo de describir. Entre
otras cosas, porque estoy hablando de tiempos en que ellos no ocupaban esos cargos. Sí
conozco a la Registradora, Alma Beatriz Rengifo, y eso me regala la certeza de su
probidad sin sombras. El propósito de este artículo es solicitarles a todos algunas
medidas especiales tendientes a impedir la repetición del ilícito.

Así: intervenir el proceso de selección de los jurados, alterar la disposición por mesas que
hasta ahora está prevista, revisar, cambiar y vigilar los mecanismos de notificación a los
jurados, inventariar física y minuciosamente las cédulas nuevas no entregadas a los
ciudadanos, revisar las entregadas en Registraduría durante los últimos 90 días. De
pronto no tiene ninguna relación con todo esto el anuncio de que “en las bodegas hay 40
mil cédulas de ciudadanía que no han sido reclamadas por sus titulares”

Ahora bien, no obstante estas confusiones, la identidad de una verdadera izquierda


política
y social no puede desdibujarse, ya que sus banderas seculares —libertad, igualdad,
democracia— son hoy más necesarias que nunca, si se entienden como valores que se
aspira a
realizar efectivamente. Y, a su vez, como principios y valores —particularmente los de
libertad y justicia social en su unidad indisoluble— pues, como demuestra la experiencia
histórica, la exclusión de uno lleva a la ruina del otro. En verdad, no puede haber
verdadera
Sánchez, Vázquez, Adolfo. Ética y política, FCE - Fondo de Cultura Económica, 2017.
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libertad en condiciones de desigualdad e injusticia social, como tampoco puede haber
justicia
social cuando se niega la libertad y la democracia
La desvalorización o incluso el rechazo de los partidos políticos en general se justifica de
diversas maneras: a) por la contradicción entre su discurso y los hechos, o entre las
promesas
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que hacen y su incumplimiento; b) por la infidelidad a sus principios y programas, o por su
ineficacia al pretender realizarlos; c) por anteponer sus grupos o corrientes internos sus
intereses particulares a los generales del partido, o también los intereses partidistas a los
de la
comunidad; d) por el doble lenguaje o doble moral de sus dirigentes; e) por la corrupción
que,
en mayor o menor grado, contamina a los partidos y, finalmente, f) por la banalización de
su
política al hacer de ella un espectáculo en los medios televisivos. Esta desvalorización de
los
partidos políticos en general se traduce en una indiferencia o incluso en un rechazo de
todos
ellos, como se pone de manifiesto al elevarse considerablemente la abstención electoral,
que
en algunos momentos llega a alcanzar porcentajes muy altos.

Este pedazo es importante copiarlo en el foro tal cual

Pero, dejando a un lado el caso extremo del estalinismo en la ex


Unión Soviética, una
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verdadera política de izquierda no puede recurrir —ni por tanto


justificar con sus fines
emancipatorios— a medios y prácticas como la corrupción, el
engaño, el doble lenguaje, la
deslealtad, las “transas” o transacciones a espaldas de sus
militantes y de los ciudadanos, ni
tampoco al amiguismo, el clientelismo, la hipocresía o el servilismo.
En todos estos casos, se
trata de prácticas políticas inmorales que entran en contradicción
con los fines emancipatorios
que se proclaman. Pero no se trata sólo de su inmoralidad, sino
también de sus consecuencias
políticas. Ciertamente, semejantes prácticas minan la confianza de
los militantes en los
principios que se proclaman y en la eficacia de la acción para
realizarlos, lo que se traduce en
la reducción de su participación consciente, así como en la
pasividad o abstención electoral
de los ciudadanos que simpatizan con ellos. En suma, semejantes
prácticas constituyen, en
mayor o menor grado, un inmoralismo que afecta, de un modo u
otro, pero siempre
negativamente, a la vida política.

Con relación a la pregunta del foro

Por moral entendemos una regulación normativa de los individuos consigo mismos, con
los
otros y con la comunidad. El cumplimiento, rechazo o transgresión de las normas morales
ha
de tener un carácter libre y responsable por parte de los sujetos individuales. La
imposición
externa o coercitiva —propia del derecho— de dicha normatividad es incompatible con la
moral.
Por política entendemos la actividad práctica de un conjunto de individuos que se
agrupan,
más o menos orgánicamente, para mantener, reformar o transformar el poder vigente con
vistas
a conseguir determinados fines u objetivos. En la política se pone de manifiesto la
tendencia a
conservar, reformar o cambiar la relación existente entre gobernantes y gobernados.
Supone,
pues cierta posición de la sociedad, o de diferentes sectores o clases de ella, con
respecto al
poder en sus diversos niveles: federal, estatal o municipal. Vehículos de esa posición —
sin
agotarla— son los partidos políticos, como expresión orgánica de los intereses y
aspiraciones
de diferentes clases o sectores sociales. Pero esa posición con respecto al poder, así
como la
consecuente actividad práctica relacionada con él, se da también fuera de los partidos
políticos a través de diversos movimientos y organizaciones sociales.

Detengámonos, en primer lugar, en dos


tipos de relación entre política y moral: una, que llamaremos “política sin moral” y otra,
“moral sin política”. En ambos casos se excluye uno de los dos términos de la relación; en
el
primero, la moral; en el segundo, la política. Veamos una y otra forma de relacionarse la
política y la moral.
II
La primera, la política sin moral, corresponde a la que suele calificarse de “maquiavélica”,
“pragmática” o de “realismo político”. Históricamente, no es exclusiva de la derecha,
aunque
sí es consustancial con parte de ella. Pero, en verdad, a cierta izquierda no le ha sido
ajena.
En un pasado no tan remoto se aplicó en la ex Unión Soviética durante largos años, no
obstante
el fin valioso con que se pretendía justificarla: el socialismo. Esta política “realista” se puso
de manifiesto con la represión —legalizada en los famosos “procesos de Moscú”— contra
probados dirigentes bolcheviques que, en ese proceso, se deshonraban a sí mismos con
sus
autoacusaciones de traición al Partido y al Estado pretendiendo servir así a los intereses
de
uno y otro.

Ahora bien, tratándose de una verdadera política de izquierda —la que aspira a realizar
valores como los de libertad individual y colectiva, justicia social, dignidad humana e
igualdad—, esa política sin moral entra en abierta contradicción con los valores que se
postulan. Así, por ejemplo, la negación de la libertad y responsabilidad del individuo se
contradice con el objetivo que se proclama: instaurar una sociedad de individuos
verdaderamente libres.
La absorción de la moral por la política entraña, pues, la destrucción de la moral misma
como esfera de la libertad, responsabilidad y dignidad. Esta destrucción ha sido siempre
un
componente natural de las políticas despóticas, antidemocráticas, así como de las
“pragmáticas” o “realistas”. Pero, aunque se haya practicado, de un modo aberrante, en el
pasado en nombre del socialismo y aunque ciertos partidos de izquierda la apliquen, a
veces
por consideraciones pragmáticas o supuestamente realistas, la izquierda no puede
aplicar, sin
negarse a sí mismas, semejante política sin moral.

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