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EL POZO DE SIQUÉN 387

SAL TERRAE

2
GEORGE AUGUSTIN

Yo soy una misión


Pasos de la evangelización

3
Índice

Portada
Introducción
1. Misión y evangelización hoy
Fatiga misionera
La Iglesia vive de su envío
Potestad, no poder
Anuncio del Evangelio y conversión propia
¡Primero Dios!
Anunciar el Evangelio a los pobres
El camino de la misericordia
2. El mundo en que vivimos. Observaciones sobre religión y cultura
Una época secular
El yo autónomo
Derrumbe de una imagen unitaria del mundo
Consecuencias de las convulsiones de la edad moderna
Absurdo
Alienación
Angustia
Anomía y apatía
Predominio de lo «masculino»
La contrarreacción de la «Nueva Era»
Evangelización en el ambiente cultural actual
3. Caminos de evangelización. Modelos y orientaciones
Modelos de evangelización
Modelo didáctico-sacramental
Modelo kerigmático-carismático

4
Modelo de transformación política y social
Perspectivas para la evangelización
4. Evangelización como tarea de la fe. Criterios y perspectivas
La cuestión de Dios en el centro[70]
La singularidad de Jesucristo
Redescubrir la Iglesia
Participar en la misión de Jesucristo
La liturgia como fuente de la misión
El testimonio de la fe en la acción diaconal
La santidad de los fieles
Presencia misionera
El principio misionero de actuación, hoy
Resurgimiento misionero
5. Doce pasos de una espiritualidad misionera
1. Cuidar la relación personal con Dios
2. Asemejarse a Cristo
3. Estar abiertos a los dones del Espíritu
4. Llevar a cabo con convencimiento la misión propia
5. Acompañarse mutuamente en la fe
6. Estar agradecidos por lo bueno de la Iglesia
7. Encontrar un estilo nuevo de proceder
8. Vivir el espíritu de servicio
9. Encontrar a Cristo en los pobres
10. Discernir los espíritus
11. Resistir a las tentaciones
12. Descubrir la fuerza de la intercesión
6. Precursores de una Iglesia misionera de este tiempo. Vicente Pallotti
La vida de Vicente Pallotti
«Para gloria infinita de Dios»
«El amor del Mesías nos apremia»
Dios para los hombres

5
Notas

6
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación
de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción
prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si
necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
Puede contactar con CEDRO
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o por teléfono:
+34 91 702 1970 / +34 93 272 0447

Grupo de Comunicación Loyola


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7

Título original (de la edición en lengua alemana,


publicada por Patmos Verlag, Ostfildern):
Ich bin eine Mission.
Schritte der Evangelisierung
El presente volumen se publica con la colaboración
del Instituto de Teología, Ecumenismo y Espiritualidad
«Cardenal Walter Kasper», con sede en la Escuela Superior
de Filosofía y Teología de Vallendar (Alemania).

© Kardinal Walter Kasper Institut, 2018


Director: Prof. Dr. George Augustin

Traducción:
Álvaro Alemany Briz

8

© Editorial Sal Terrae, 2018


Grupo de Comunicación Loyola
Polígono de Raos, Parcela 14-I
39600 Maliaño (Cantabria) – España
Tfno.: +34 94 236 9198 / Fax: +34 94 236 9201
info@gcloyola.com / www.gcloyola.com

Imprimatur:
† Manuel Sánchez Monge
Obispo de Santander
15-6-2018

Diseño de cubierta:
Magui Casanova

Edición Digital
ISBN: 978-84-293-2801-1

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Introducción

El camino cristiano no lleva a replegarse del mundo, sino a contribuir a modelarlo con la
fuerza del Evangelio. «Yo soy una misión en esta tierra, y para eso estoy en este
mundo... Misión de iluminar, bendecir, vivificar, levantar, sanar, liberar» (Papa
Francisco) [1].
Es tarea de todos los cristianos llevar el anuncio del Evangelio a nuestra sociedad
contemporánea. El cristianismo no es una colección altamente compleja de muchos
dogmas, de modo que resulte imposible conocerlos todos. El cristianismo no es algo
exclusivo para personas de carrera, que pueden estudiar esos dogmas. Es algo mucho
más sencillo: Dios existe y se nos ha acercado en Jesucristo. Un mensaje que Jesucristo
resume en su anuncio de la llegada del reino de Dios. Lo que anunciamos es
fundamentalmente una sola cosa sencilla. Todo lo que la fe abarca, en consecuencia, son,
en definitiva, dimensiones de esta verdad única. No todas las personas tienen por qué
saberlo todo, pero todas están llamadas a penetrar en lo hondo de ese misterio
fundamental. Entonces les quedarán franqueadas también las diversas dimensiones con
una alegría inagotable [2].
«Como el Padre me envió, yo os envío a vosotros» (Jn 20,21). La llamada de Jesús
está dirigida a nosotros, es requerimiento y promesa a la vez. Hay que romper las vallas
deflectoras del letargo y la resignación, que amenazan con asfixiar todo impulso, para
escuchar de nuevo la llamada del Señor. Hay que tener la confianza de que el Evangelio
de Cristo tiene hoy, como hace dos mil años, la fuerza para alcanzar el corazón de los
seres humanos. Nuestra acción testimonial como cristianos está sometida a la ley de todo
ser vivo: lo que no quiere crecer, muere. Pero si nos fiamos de la llamada de Jesús, cobra
vigencia su promesa: «Os he destinado para ir y dar fruto, un fruto que permanezca» (Jn
15,16).

El presente libro es una invitación a todos para que escuchen la llamada de Cristo a
asumir la tarea evangelizadora como misión personal y anhelo íntimo.

10
Se requiere para ello tomar conciencia de lo que significan misión y evangelización
hoy (capítulo 1). Hay que quitar reservas y prejuicios y reconocer el centro de todo
esfuerzo evangelizador: ¡primero Dios! Dios es en Jesucristo el meollo del Evangelio y,
por tanto, el centro de la misión de la Iglesia y de todo bautizado.
El mundo en que vivimos está en cambio radical, marcado por los cambios de la
edad moderna. El Concilio Vaticano II proclama: «Los gozos y las esperanzas, las
tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de
cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de
Cristo» (GS 1). Por eso el capítulo 2, con sus observaciones sobre religión y cultura,
dirige su mirada al horizonte en el que viven los seres humanos hoy y en el que hemos
de pronunciar la palabra liberadora del Evangelio.
En este mundo de hoy es donde hay que encontrar y recorrer caminos de
evangelización. El capítulo 3 trata de modelos y orientaciones para reconocer y vivir hoy
la encomienda misionera de la Iglesia.
La evangelización como tarea de la fe no vive de criterios mundanos de poder y
eficiencia, sino de los criterios y perspectivas de la fe. El capítulo 4 indaga en las
preguntas: ¿Qué aspectos de la evangelización son hoy especialmente importantes? ¿Qué
perspectivas se abren para el futuro?
El camino de la evangelización no es el mantenimiento defensivo de las estructuras
administrativas eclesiales, sino la salida animosa hacia delante. El capítulo 5 desarrolla
doce pasos de una espiritualidad misionera hoy. En el último capítulo echo un vistazo,
como precursor de una Iglesia misionera contemporánea, a san Vicente Pallotti,
fundador de la Sociedad del Apostolado Católico, de la que soy sacerdote.

Las presentes reflexiones quieren ser una llamada de alerta. Evangelización no significa
autocomplacencia eclesial. No se trata de un evento aislado. Es más bien llamada a una
verdadera renovación, a una conversión duradera de todos los que pertenecen
activamente a la comunidad eclesial. Es una expansión misionera hacia nuevos
participantes en el camino del discipulado cristiano.

11
1.
Misión y evangelización hoy

En Europa, muchos cristianos bautizados viven más o menos distanciados y alejados de


la Iglesia. En Latinoamérica, la Iglesia ha de luchar con grandes desafíos sociales y
económicos. La Iglesia de Asia tiene que anunciar a menudo el mensaje cristiano como
pequeña minoría en un mundo religioso pluralista. En cambio, en África la Iglesia, por
un lado, tiene un gran vigor misionero y, por otro, se halla en medio de múltiples
conflictos religiosos y políticos. Muchos cristianos viven en situaciones de persecución,
dando testimonio de su fe con gran fuerza creyente.
La idea de misión es hoy extremadamente ambivalente para la percepción de
muchos cristianos. Por una parte, muchos creyentes asumen un compromiso misionero
en los países de misión tradicionales; por otra, incluso cristianos practicantes tienen sus
grandes reservas contra el concepto de misión en general. La palabra misión tiene, para
muchos, un lastre negativo. Unos la vinculan a una colecta de donativos; otros no la
encuentran ya adecuada a nuestro tiempo.
También en el debate de las últimas décadas se ha puesto globalmente en cuestión
con mucha frecuencia la idea de misión. Las razones aducidas son, sobre todo, el
redescubrimiento del positivo valor salvífico de las religiones no cristianas y una
concepción específica de la ayuda a la liberación y al desarrollo. El interés se desplaza
fuertemente hacia la ayuda humanitaria al desarrollo, para mitigar las necesidades
humanas económicas y sociales. Una concepción horizontal puramente intramundana de
la salvación cuestiona de raíz el objetivo de la misión, con lo que en las regiones
cristianas la fe pierde fuerza misionera motivadora.

12
Fatiga misionera
Además, debemos hablar con toda franqueza de las facetas luminosas y oscuras de la
historia de las misiones. Sin embargo, sería exagerado rechazar hoy la idea de misión
aludiendo a los fallos y equivocaciones del pasado. En la historia de la Iglesia ha habido
una y otra vez un oscurecimiento del mensaje cristiano producido por sus partidarios, por
hombres que manipularon ese mensaje para sus propios fines. Pero los fallos del pasado
no tienen por qué ser motivo para no vivir la verdadera misión de la Iglesia y no querer
tener hoy un espíritu misionero.
Al analizar la cara negativa de la historia de las misiones, se requiere diferenciar y
constatar que su causa fue siempre una práctica no ajustada a la fe cristiana, surgida del
egoísmo humano, no obediente al Evangelio, sino pecaminosa. En cambio, en la parte
positiva hemos de tomar en consideración también el hecho de que la misión cristiana ha
producido muchas cosas buenas. El ejemplo y el gran ímpetu de los muchos misioneros
santos, que con su testimonio vital han transmitido su fe en condiciones muy difíciles,
pueden servirnos hoy de acicate para dar testimonio de la fe. Una mirada a la misión
mundial podría agudizar nuestra conciencia de la necesidad de un nuevo resurgimiento
misionero en los «países tradicionalmente cristianos»; la cuestión decisiva es: ¿cómo
podemos, en esta situación, superar la tan extendida fatiga misionera?
Se corre nuevo peligro de una concepción restrictiva de la misión, cuando se reduce
a tareas a escala mundial y a la transmisión de la fe a los no cristianos. El frecuente uso
exclusivo de la idea de misión para la misión ad extra deja en olvido la amarga realidad
de que las regiones e Iglesias cristianas tradicionales se encuentran en una situación de
diáspora, tanto interna como externa [3]. Una situación de diáspora que atraviesa el
corazón de la Iglesia. La pregunta misionera decisiva hoy es: ¿cómo convertir en
«cercanía» la «lejanía» a la Iglesia de tantos bautizados? Se trata, ante todo, de la
profundización y revitalización de la fe de muchos cristianos bautizados que por muy
diversos motivos se han distanciado interiormente de la fe y de la Iglesia. Hoy son
requeridos los cristianos en todos los países, también en los antaño objeto de misión,
para una actitud y una acción misionera. El gran desafío de la actualidad es superar la
crisis de la idea de misión al interior de la Iglesia. ¡La misión no es un invento de la
Iglesia motivado por su autoconservación! El motivo de la misión reside en el designio

13
salvífico positivo y la voluntad de salvación de Dios, tal como enseña el Concilio
Vaticano II (cf. LG 13-17; AG 1-7).
La primera tarea misionera por excelencia consiste en encontrar una concepción
común y adecuada de misión, profundizándola en cuanto a sus condiciones y
consecuencias [4]. En un mundo secularizado y descristianizado, la pastoral de la Iglesia
no se puede separar hoy de la misión. Por ello la misión no es solo una dimensión de la
pastoral, sino que la pastoral entera debe ser misionera. La condición requerida para ello
es una renovación fundamental de la conciencia misionera, que procede del meollo de la
fe cristiana. Sin una reorientación espiritual y un cambio de perspectivas hacia las
cuestiones esenciales de la fe y de la Iglesia, no se puede esperar una salida misionera
consistente.

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La Iglesia vive de su envío
El contexto vital de la fe cristiana está marcado hoy por la profunda secularización de la
sociedad, el creciente individualismo y una extendida concepción relativista de la
verdad. La merma de fieles en todas las Iglesias tradicionales convierte hoy al mundo
entero en un único país de misión. El paisaje religioso actual es sumamente complejo y
ambivalente. Muchas personas están, por una parte, con «fatiga religiosa» y, por otra,
«en busca de trascendencia». Mientras que las iglesias van vaciándose sin parar, están en
auge grupos esotéricos de bienestar. El supermercado social de vivencias ofrece sueños,
pero ningún sentido. Muchos contemporáneos se han quedado, así, sin hogar en sentido
religioso.
A pesar del desafío de la creciente secularización y de una privatización de la
religión, podemos constatar un grato renacimiento religioso y una revitalización
polifacética de las religiones y de la religiosidad. Muchas personas alejadas de la Iglesia
se tienen a sí mismas por muy religiosas. Cierto que no se trata necesariamente de una
revitalización de la fe cristiana estructurada eclesialmente. Pero la Iglesia que está sobre
el terreno no siempre percibe esa nueva sensibilidad para con Dios y esa búsqueda del
sentido de la vida. En vista de esa evolución, hay que preguntar por qué la pastoral actual
de la Iglesia no consigue reconvertir esa nueva búsqueda religiosa de los hombres en un
acrecentado interés por la Iglesia. ¿No será que los «cristianos practicantes» no damos
testimonio interpelante de una Iglesia viva?
Una Iglesia que pretenda proseguir por una vía misionera ha de plantearse una
cuestión crucial: ¿por qué no se logra hacer que la religiosidad existente dé frutos de cara
al mensaje del Evangelio? ¿No habría que corregir equivocaciones pastorales y
teológicas para que la Iglesia aparezca como lugar de la presencia de Dios y de su
salvación y cobre así un atractivo nuevo? ¿Qué nuevos caminos hay que emprender para
que el anhelo de Dios, que proporciona a la vida humana su sentido último, se pueda
experimentar y colmar en la Iglesia?
En su exhortación apostólica Evangelii gaudium, el papa Francisco habla de la tarea
de anunciar el Evangelio en medio de la pluralidad de contextos vitales y de los desfases
de la vida cristiana, y anima a todos los cristianos a revitalizar y desplegar el espíritu del
Evangelio [5]. La radicalidad y la belleza del Evangelio han de hacerse patentes y

15
perceptibles en las palabras y los hechos y los comportamientos de los cristianos y
cristianas. Por eso la Iglesia debe renovarse desde dentro, para que muchas personas, que
buscan sentido a su existencia, puedan vivenciar a la Iglesia como lugar de la presencia
de Dios. Todos los cristianos y cristianas están llamados a colaborar en que la Iglesia se
vuelva acogedora y abra ampliamente sus puertas para que Jesucristo pueda encontrar su
camino al corazón de los seres humanos. Cada cristiano está invitado a revitalizar la
gracia de su bautismo y con su fuerza aventurarse a una nueva salida misionera. Quien
cree en Cristo ha de experimentar el hecho de ser cristiano como motivo de una honda
alegría. Repletos y fortalecidos con esa alegría, los cristianos han de convertirse en
discípulos misioneros y anunciar vigorosamente con hechos y palabras en el mundo de
hoy el Evangelio de la alegría y de la vida. Para ello necesitamos en nuestra época
caminos para que los seres humanos accedan a Cristo y escuchen su mensaje.

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Potestad, no poder
La encomienda de dar testimonio del Evangelio con hechos y palabras está dirigida a
todo bautizado; en especial a aquellos que de cualquier modo y manera han sido puestos
al servicio de la Iglesia, representan el rostro de la Iglesia hacia fuera y determinan la
figura de la Iglesia en la percepción de las personas. Es una referencia personal a todo el
que presta servicio hoy en nuestra Iglesia como obispo, sacerdote, religioso o religiosa o
agente pastoral, ya esté activo en una parroquia o colabore en la curia romana. Para
cualquiera que preste servicio a su modo en la Iglesia está vigente la encomienda de
traducir el envío del Evangelio a los respectivos contextos vitales de la fe.
Por eso todos los que han recibido una autoridad por ordenación o misión eclesial
deben guardarse de malinterpretar la potestad del servicio como poder en sentido
mundano. El papa Francisco pone especialmente de relieve que el poder y la función del
sacerdocio ministerial tienen que vivirse como apoderamiento para el servicio. «Su clave
y su eje no son el poder entendido como dominio, sino la potestad de administrar el
sacramento de la eucaristía; de aquí deriva su autoridad, que es siempre un servicio al
pueblo. Aquí hay un gran desafío para los pastores» [6]. El papa Francisco advierte una y
otra vez contra la aspiración a formas de poder. Tiene una importancia central resistir
con el espíritu del Evangelio a la tentación de ejercer poder, presente en toda persona. La
conciencia de misión y la voluntad de organizar pueden trastocarse fácilmente en
peligrosos juegos de poder. La conciencia de tal posibilidad debe acompañar
continuamente a todo el que ocupa un ministerio de servicio en la Iglesia.
Un signo de nuestro tiempo es cómo nos gusta cargar la responsabilidad a otros o a
la generalidad. ¿A quiénes se está refiriendo el papa con la imagen de los que «prefieren
ser generales de ejércitos derrotados antes que simples soldados de un escuadrón que
sigue luchando»? En lugar de comprometernos con gran entrega con el Evangelio y
hacer a conciencia nuestro servicio, «nos entretenemos vanidosos hablando sobre “lo que
habría que hacer” –el pecado del “habriaqueísmo”– como maestros espirituales y sabios
pastorales que señalan desde afuera. Cultivamos nuestra imaginación sin límites y
perdemos contacto con la realidad sufrida de nuestro pueblo fiel» [7]. La tentación de
cargar sobre otros la responsabilidad y aun la culpa es un fenómeno psíquico, que
pretende minimizar la culpabilidad, carencia de resultados, falta de compromiso o

17
fracaso propios para sentirse bien uno mismo y mantener el tipo. Un comportamiento así
produce merma de libertad y resignación, lo cual está en el fondo de las actuales
manifestaciones de crisis en la Iglesia institucional.
Naturalmente, cada creyente está llamado a pensar y sentir con la Iglesia. Todos
deben implicarse personalmente para llevar a cabo el mensaje de Cristo desde el espíritu
y la fuerza del Evangelio, asumiendo en libertad una responsabilidad personal para con
la misión y el cometido de la Iglesia. Quien se deja modelar y reconfigurar por el
Evangelio de Cristo se convertirá en una persona espiritual, capaz de reconocer el
fracaso y la culpa personal, de asumir responsabilidades y de alcanzar la libertad de
acción que sabe hacer lo mejor posible.

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Anuncio del Evangelio y conversión propia
Todos los que se ponen al servicio del Evangelio están llamados a examinar
honestamente su conciencia y superar toda forma de «mundanidad espiritual». El papa
Francisco nos hace ser conscientes de que todos los bautizados, en especial los que están
puestos al servicio de la Iglesia, han de convertirse en personas espirituales de acuerdo
con su vocación, superando todo tipo de división y enfrentamiento. El testimonio del
Evangelio solo puede tener éxito si los y las testigos viven y actúan en unidad de
espíritu. Si los hombres «ven el testimonio de comunidades auténticamente fraternas y
reconciliadas, eso es siempre una luz que atrae. Por ello me duele tanto comprobar cómo
en algunas comunidades cristianas, y aun entre personas consagradas, consentimos
diversas formas de odio, divisiones, calumnias, difamaciones, venganzas, celos, deseos
de imponer las propias ideas a costa de cualquier cosa, y hasta persecuciones que
parecen una implacable caza de brujas. ¿A quién vamos a evangelizar con esos
comportamientos?» [8].
El presupuesto fundamental para el anuncio del Evangelio y para todas las acciones
a él encaminadas es la vida cristiana y una espiritualidad conforme al Evangelio. Al
comienzo se halla una conversión espiritual. Una espiritualidad auténtica solo puede
crecer si las personas permiten que la palabra de Dios toque su corazón y se dejan
conformar por el Evangelio para transformarse interiormente. Mediante esa
conformación y transformación nos convertimos en hombres espirituales. Solo si los
testigos del Evangelio se dan a conocer como hombres espirituales y actúan desde el
espíritu del Evangelio pueden llevar cuidado de que los valores evangélicos penetren en
el mundo social, político y económico. Se requiere la implicación de todo creyente para
que nuestra sociedad quede transformada por el Evangelio (ver a este respecto el capítulo
«Doce pasos de una espiritualidad misionera»).

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¡Primero Dios!
El desafío central hoy para nosotros, los cristianos, es: ¿cómo volver a encontrar energía
y motivación para una salida misionera nueva? ¿Cómo podemos espolear, motivar y
hacer patente el sentido de la acción personal y comunitaria? ¿Cómo vivir nuestras tareas
cotidianas no como obligaciones oprimentes, sino llenándolas de alegría? ¿A qué fuente
acudir para que toda nuestra actividad no sea inútil? ¿Cómo hacer que sean fructíferos
nuestros múltiples esfuerzos? ¿Cómo superar las dificultades que percibimos
subjetivamente?
A menudo nos falta motivación para más esfuerzos y compromisos, porque solo
tenemos presentes las dificultades y los desafíos humanos. Pero no solo nuestra época,
sino todas han tenido sus propios desafíos: «Hay quienes se consuelan diciendo que hoy
es más difícil; sin embargo, reconozcamos que las circunstancias del Imperio romano no
eran favorables al anuncio del Evangelio, ni a la lucha por la justicia, ni a la defensa de
la dignidad humana. En todos los momentos de la historia están presentes la debilidad
humana, la búsqueda enfermiza de sí mismo, el egoísmo cómodo y, en definitiva, la
concupiscencia que nos acecha a todos» [9]. Francisco nos anima a asumir los desafíos
de nuestra época con el espíritu del Evangelio y la fuerza del Espíritu Santo. Las
dificultades están para ser superadas y resueltas, no para rendirse ante ellas.
Para que nuestras múltiples actividades y esfuerzos pastorales den los frutos
deseados, todo tiene que hacerse desde una mentalidad nítidamente cristiana. Nuestra
vida cristiana se realiza viviendo y actuando en la presencia sustentadora del Señor por
la fuerza del Espíritu Santo. Nos ajustamos a esa realidad cuando nuestro trabajo
proviene de la oración y nos conduce a ella. Al vivir conscientemente la unidad del amor
a Dios y al prójimo, podremos encontrar en toda nuestra acción el sentido cristiano
específico. Lo que ayuda más no es ni una interioridad sin acción social y
evangelizadora, ni una acción sin espiritualidad que agarre y transforme el corazón. La
evangelización cristiana acontece siempre en la interacción de la vita activa y la vita
contemplativa.
Tanto para la interioridad cristiana como para la acción cristiana, la fuente de
energía es el amor de Cristo. El encuentro personal con Cristo y la acogida de su amor
nos proporcionan capacidad y motivación. Para ello, el presupuesto fundamental es que

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aprendamos a conocerle realmente y a amarle cada vez más a Él y su mensaje. Llegamos
así a la cuestión más decisiva de nuestro tiempo: ¿conocemos a Cristo? «No conozco a
ese hombre» (Mt 26,72). Lo mismo que Pedro, callamos con frecuencia quién es Cristo
realmente. Sin el coraje de confesar con toda la Iglesia a Jesucristo como verdadero Dios
y verdadero hombre, oscurecemos su rostro y no conseguimos hacer visible y perceptible
su verdadera importancia y la belleza de su mensaje.
Con frecuencia los responsables de la Iglesia suponen evidente por sí misma la fe
en el misterio humano-divino de Jesucristo, pero la experiencia pastoral muestra que no
es un presupuesto que se cumpla ni aun en el interior de los ámbitos eclesiales. Pero
entonces todas las actividades y proyectos que planeamos y hacemos quedan carentes de
vigor y eficacia si su fundamento no está en consonancia: para que toda nuestra acción
cristiana pueda visibilizar lo divino y lo humano, nuestra actuación debe sustentarse en
nuestra confesión de la divinidad y humanidad de Jesucristo. Solo desde un hondo
conocimiento de su persona y desde el amor a Él podemos vivir y comunicar el
entusiasmo por su mensaje, puesto que entonces la presencia de Jesús se halla en el
corazón de nuestro compromiso misionero.
Muchos católicos están hoy alejados de la Iglesia por diversos motivos, aunque en
el plano sacramental estén vinculados con ella interiormente. Muchos viven según el
axioma «Dios sí, Iglesia no». Con mucha frecuencia, la gente no percibe que pueda
encontrar a Dios en la Iglesia. Tampoco la Iglesia y los cristianos practicantes logran
hacer que les sea perceptible que la Iglesia es el lugar para experimentar a Dios. Este
extrañamiento de las personas respecto a la Iglesia es un problema central y un
impedimento para el testimonio cristiano en el mundo, pues con la confesión de
Jesucristo está estrechamente vinculada la comprensión de lo que la Iglesia es.
Lo mismo que en Jesucristo, también en la Iglesia están actuando lo divino y lo
humano. Al que no está atento a ambas dimensiones, la Iglesia le parece una forma
mejor de ONG (organización no gubernamental), contra lo cual previene siempre el papa
Francisco. La Iglesia vive de visibilizar el misterio de la encarnación. Dios se ha hecho
hombre, para que nosotros nos hagamos divinos. La misión de la Iglesia es anunciar este
mensaje contra viento y marea, llevar a Dios a los hombres y a los hombres a Dios.
Porque podemos confiar en la fidelidad de Dios a su Iglesia, nos presentamos sin
temor ante los hombres, siguiendo la llamada del apóstol: «Si alguien os pide
explicaciones de vuestra esperanza, estad dispuestos a defenderla» (1 Pe 3,15). En

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Jesucristo se nos ha dado la respuesta de Dios a las más hondas necesidades de los seres
humanos. Esta certidumbre produce una alegría interna por la fe. La alegría de la fe es lo
contrario de la fobia al contacto. Así como Jesucristo está íntimamente unido al Padre y,
por esa unión, próximo a los hombres, también nosotros estamos llamados, en
seguimiento suyo, a estar próximos a Dios y a los hombres. La fe cristiana vive y crece
justamente de esa unidad de cercanía a Dios y amor al prójimo.
La meta de toda vida y acción cristiana es la glorificación de Dios. «Ad infinitam
Dei gloriam», «para gloria infinita de Dios», es el lema que en sus primeros años eligió
el joven Vicente Pallotti (1795-1850), fundador de la Sociedad del Apostolado Católico
(ver a este respecto el capítulo sobre «Precursores de una Iglesia misionera de este
tiempo»). Es conocida la frase de san Ireneo de Lyon «La gloria de Dios es el hombre
que vive, y su vida consiste en la visión de Dios». El papa Benedicto XVI la explica de
este modo: «Así pues, la gloria de Dios se manifiesta en la salvación del hombre» [10].
Por eso para nosotros un aspecto esencial de la glorificación de Dios es nuestro
compromiso con los hombres. Se trata de encontrar una consolación espiritual en estar
próximos a la vida de los seres humanos, hasta el punto en que se hace patente que esa
proximidad es fuente de una alegría superior. Jesús nos asume como instrumentos de
Dios para dar forma perceptible a su misión en el mundo.

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Anunciar el Evangelio a los pobres
Quien emprende el anuncio del Evangelio tiene que aprender a entender e interpretar a la
luz del Evangelio su propia vida y la experiencia vital de los seres humanos. «Es
necesario, por ello, conocer y comprender el mundo en que vivimos, sus esperanzas, sus
aspiraciones y el sesgo dramático que con frecuencia le caracteriza» (GS 4). El reto
principal consiste en encontrar respuesta a las preocupaciones, necesidades,
problemáticas y heridas de nuestro tiempo (ver a este respecto el capítulo «El mundo en
que vivimos»).
En el envío a los pobres y necesitados, Jesús mismo es nuestro modelo. Hemos de
vencer la tentación de mantenernos lo más distantes posible de las llagas del Señor. Si en
seguimiento de Jesús entramos en contacto con la miseria humana en sus múltiples
manifestaciones, entramos en contacto con Cristo. Si tocamos las heridas de los pobres,
estamos tocando las llagas de Jesús mismo.
Este es un argumento vigoroso, que llega al corazón, para nuestro compromiso a
favor de los pobres. La fuerza para servir a los pobres es un don que hemos de recibir del
propio Jesús. Ponemos así la pobreza en relación con la humildad existencial. Si
reconocemos ante Dios y confesamos con toda humildad nuestra pobreza existencial, su
fuerza nos capacitará para ir a los hombres y llevar a cabo nuestro servicio con alegría y
entusiasmo.
La Iglesia habla de la opción preferencial por los pobres y desfavorecidos, no
primariamente en sentido sociológico, sino teológico y religioso. La opción preferencial
por los pobres está fundada en la confesión eclesial de la encarnación de Dios en
Jesucristo. Jesucristo, siendo Dios, no se aferró a su riqueza divina, sino que se hizo
hombre para participar de la pobreza humana y transformarla con su riqueza divina (Flp
2,5-11). Todos los seres humanos están llamados a tener los mismos sentimientos que
Cristo y vivir esta solidaridad divina. En concreto, cada persona está llamada a hacer
partícipes a sus semejantes de aquello en lo que les aventaja.
Inspirada por este mensaje central de la fe cristiana, la Iglesia ha tomado una opción
por los pobres, que hay que entender como preferencia especial respecto al modo de
vivir en concreto el amor. La invitación a la solidaridad con pobres y menesterosos no
tiene que ver solo con una praxis humanitaria, sino que concierne al encuentro con Dios.

23
En efecto, Jesucristo mismo se identifica con los pobres y necesitados. En la Biblia, el
juez del mundo, Cristo, dice al final de los tiempos: Lo que hiciste al necesitado, a mí me
lo hiciste (cf. Mt 25).
«Pobre» hace referencia, ante todo, al escándalo del empobrecimiento, que clama al
cielo. El interés socioético de la Iglesia ante situaciones de miseria es inequívoco: los
privilegiados de la sociedad han de ser conscientes de la responsabilidad, que tanto les
incumbe, de involucrarse en pro del desarrollo social sostenible de los pobres y
desfavorecidos. El agradecimiento por la capacidad de dar debe provocar el impulso a la
acción [11]. Es deber ético de todos los hombres levantar su voz contra un sistema
económico explotador, sea cual sea la ideología que lo impregne. La búsqueda de un
mundo justo y solidario no está basada en ensueños e ilusiones. No es una cuestión
superflua, sino una necesidad social para evitar una futura ruina de la humanidad por
desórdenes sociales y revoluciones. Pues un mundo sin una práctica de la justicia y la
solidaridad terminará, a largo plazo, por aniquilar los fundamentos de su propio vivir.
Cada persona está obligada a combatir la miseria en sus múltiples formas. No solo
en los países económicamente más pobres, sino también en los márgenes sociales de los
países materialmente más ricos se encuentran muchos seres humanos que sufren bajo los
efectos de la pobreza, la falta de satisfacción vital o el peso del abandono. No se da solo
una pobreza material que debemos eliminar, sino también múltiples formas de miseria
entre los presuntos ricos y acaudalados. Hay una miseria espiritual que se da cuando la
vida queda vacía de sentido; vaciamiento que puede arrebatar al ser humano toda alegría
vital. Es preciso sensibilizar nuestra atención de cara a ello.
En el uso lingüístico de la Biblia y de la tradición espiritual, pobreza no se refiere
solo a la miseria que hay que combatir, sino también a la actitud voluntaria y existencial
del ser humano ante Dios, a su relación como criatura de Dios con su Creador. Con esta
pobreza espiritual, el hombre confiesa con toda humildad su dependencia de Dios. El
ideal cristiano de la pobreza espiritual voluntaria significa no hacer que uno mismo y su
propia felicidad vital dependan de las cosas materiales. También el rico que haga un uso
responsable de sus posesiones puede ser «pobre ante Dios» en sentido espiritual, lo
mismo que un pobre en lo material puede cerrarse el camino al prójimo y a Dios por
causa de una dependencia incontenible del deseo de riqueza material. La pobreza
espiritual como postura existencial afirma una actitud fundamental, que para todo ser

24
humano, ya sea rico o pobre, representa un reto permanente. La opción cristiana por los
pobres abarca también esa actitud de pobreza existencial.
La opción preferencial de la Iglesia por los pobres es una opción por una sociedad
que intenta realizar la justicia de la mejor manera posible. La justicia es el mínimo que el
ser humano debe a los demás. La praxis de la justicia garantiza además la paz social. En
esa opción lo importante son la dignidad de cada persona y nuestra responsabilidad
común de configurar una sociedad justa y humana, donde la libertad y la paz sean
realidades perceptibles. Se trata de la responsabilidad humana y cristiana de luchar
apasionadamente contra la pobreza, la miseria, la enfermedad y la opresión. La opción
preferencial por los pobres no significa enfrentar un grupo social contra otro, sino
fortalecer la comunidad, auxiliando a los más desprotegidos y emprendiendo juntos
todos los esfuerzos para eliminar el empobrecimiento. Las necesidades básicas de los
pobres deben tener máxima prioridad. Todas las medidas político-económicas deben ser
evaluadas con respecto a su repercusión en los pobres.
La opción preferencial por los pobres es para la Iglesia una opción por el ser
humano y su dignidad, dada por Dios. Se trata de la realización y el desarrollo integral
de todos los hombres. «El pobre, cuando es amado, “es estimado como de alto valor”, y
esto diferencia la auténtica opción por los pobres de cualquier ideología, de cualquier
intento de utilizar a los pobres al servicio de intereses personales o políticos» [12]. El
papa Francisco subraya que la peor discriminación que sufren los pobres es la falta de
atención espiritual.
La opción preferencial por los pobres es un estímulo para practicar la misericordia
cotidiana [13]. La práctica de la misericordia en todos los ámbitos de la vida puede crear
una atmósfera más humanizada y conveniente. Desde esta perspectiva nos damos cuenta
de lo que quiere decir el papa Francisco cuando habla de que quisiera una Iglesia pobre
para los pobres. Hemos de ser pobres ante Dios para podernos identificar con los pobres.
Una Iglesia que solo se ocupa de sí da vueltas en torno a sí misma. Si la Iglesia se
preocupa tan solo de ponerse en el centro y ocuparse de sus propias estructuras,
quedando anclada en un montón de disputas e ideas preconcebidas, terminará por
enfermar a corto o largo plazo. Una Iglesia enferma no sirve para nada.
Solo si la Iglesia vence esa autorreferencialidad será sensible para captar las
verdaderas necesidades y preocupaciones de los seres humanos. No nos referimos a una
Iglesia abstracta, sino a la concreta Iglesia de los creyentes. Cada uno de nosotros está

25
llamado muy personalmente a vencer su propio egoísmo para pensar en los demás y estar
con los demás. Igual que Jesucristo se hizo pobre por nosotros para ser uno de nosotros,
así también cada uno de nosotros ha de hacerse pobre ante Dios para estar con los
pobres. La referencia al pobre se ha de convertir para todos en el objetivo central, puesto
que, en la predicación de Jesús, los pobres están en el centro. El Evangelio es buena
noticia para los pobres.

26
El camino de la misericordia
El cometido de la evangelización no es anunciar en primer lugar alguna idea religiosa o
doctrina moral, sino primeramente y ante todo la misericordia de Dios. Reflexionar sobre
esa misericordia divina nos lleva a las cuestiones fundamentales de la fe cristiana. La
misericordia nos pone en contacto con el corazón de Dios. No es solo una propiedad
divina entre otras, sino expresión de su amor desbordante y su benevolencia. Una
comprensión más profunda de la misericordia puede producir un cambio de perspectivas
en el pensamiento cristiano y en la praxis eclesial. La misericordia nos estimula a la
generosidad, la magnanimidad, la tolerancia frente a los que piensan distinto, el servicio
a los débiles de la sociedad. Confesar con humildad ante Dios nuestra propia pobreza e
indigencia nos hace experimentar la sobreabundancia de su misericordia: «Dichosos los
misericordiosos, porque los tratarán con misericordia» (Mt 5,7). Si nos volvemos
misericordiosos de palabra y de obra, nos convertiremos en cristianos creíbles y
atrayentes.
La Iglesia debe ser lugar para experimentar la misericordia de Dios. La parábola
bíblica del padre misericordioso (Lc 15,11-32) resulta inspiradora para nuestra vida
espiritual personal y para nuestra acción pastoral. Se nos invita una y otra vez a recibir la
misericordia de Dios y a hacerla perceptible para otros. Cada ser humano vive de la
misericordia divina recibida, una misericordia que compartimos como don mutuo.
Hay diversos modelos de Iglesia y caminos de evangelización (ver a este respecto el
capítulo «Caminos de evangelización»). Ninguno tiene validez exclusiva mientras a
todos quede claro que el camino de la Iglesia en nuestro tiempo no puede ser otro que el
camino de Jesucristo. La medida de Jesús es la medida de la Iglesia. Él señaló con
decisión a los hombres el camino de la promesa, pero, en su gran misericordia hizo
practicable ese camino. Precisamente porque el mundo en que vivimos es, con mucha
frecuencia, inmisericorde, la Iglesia ha de dar la posibilidad de vivir el perdón y la
reconciliación y posibilitar a cada cual un nuevo comienzo.
El centro de nuestra predicación debe ocuparlo el amor de Dios. La cuestión
decisiva es si con nuestra existencia y nuestro servicio hacemos que la Iglesia sea
atrayente o repulsiva. Cada uno de nosotros tiene que salir fuera para ofrecer a todos la
vida de Jesucristo. Forma parte de la pobreza existencial el que confesemos ante Dios las

27
múltiples formas de enfermedad presentes en la Iglesia y nos las dejemos sanar por Él.
Una Iglesia así sanada puede atreverse a una nueva salida misionera. Si nuestra
motivación para la acción la extraemos del meollo de la fe cristiana, no podemos sino
asumir una actitud misionera. Todo envío pastoral tiene que mantener ante sus ojos la
encomienda de Jesucristo. En consonancia con ello, nuestra misión permanente es llevar
los seres humanos a Cristo y cuidar de su salvación eterna.
Si esta misión se sale de nuestra perspectiva, se produce una confusión pastoral.
Muchos programas bienintencionados quedan sin fruto porque no derivan de ese núcleo.
La pastoral ha de concentrarse en lo esencial si pretende obtener resultados. Nuestro
objetivo debe ser invitar y capacitar a las personas para descubrir a Dios en su vida y
ponerla en contacto con Él. Este principio básico de la misión eclesial ha de ser la pauta
de todas las actividades eclesiales. La pregunta clave es siempre «¿Qué es lo que lleva a
la gente a Jesucristo y qué obstaculiza su camino hacia Él?». Nuestra pastoral solo tendrá
éxito si es esencial.
En nuestra relación con la Iglesia aparece especialmente la imagen de la Iglesia
como familia de Dios. Si la entendemos así, amaremos a la Iglesia como se ama a
la propia familia. Cualquier persona sabe por propia experiencia que en su familia no
todo sale redondo. La vida de la familia solo tiene éxito si cada miembro está dispuesto a
prescindir de sus intereses y deseos y estar ahí para los demás. En la familia hemos de
conllevar, y a veces también sobrellevar, los rasgos humanos, las debilidades e
insuficiencias de cada uno. La Iglesia como familia de Dios es la comunidad de quienes
confiesan a Dios como único Padre suyo y a sus semejantes como hermanos y hermanas
en Cristo. El plan de Dios para la humanidad es hacer de ella una gran familia, donde
cada miembro se sienta infinitamente querido por Dios y reciba los bienes salvíficos
necesarios para tener alimento espiritual en su camino hacia la vida eterna.
El papa Francisco nos anima con su ejemplo y su predicación a ser Iglesia de una
manera nueva. Nos convoca a redescubrir el mensaje cristiano en su totalidad y su
hondura y a dejarnos configurar por él. Esta misión solo puede tener éxito si cada
cristiano está dispuesto a dar testimonio de la fe con un nuevo talante humano espiritual.
La pasión por Jesucristo y su Evangelio nos impulsa a las periferias de la vida para
anunciar la belleza de la fe. Es tiempo de tomar en serio la radicalidad del seguimiento
de Cristo y llevarlo a cabo al servicio de los demás hombres, para abrir así a Cristo con
un nuevo vigor creyente el mundo en que vivimos.

28
2.
El mundo en que vivimos.
Observaciones sobre religión y cultura

El mundo en que vivimos se encuentra en un cambio radical. La cultura actual está


marcada por una vida desconectada de la trascendencia [14]. Muchas personas viven
como si Dios no existiera. No solo se va difuminando la conciencia de Dios, sino que
parece que la gente no le echa en falta en su vida. Esta experiencia en una sociedad
secularizada y pluralista resulta un desafío para el ser cristiano.

29
Una época secular
La secularización representa un fenómeno muy complejo, que se ha de tomar en
consideración desde diversas disciplinas y en diferentes contextos [15]. Secularización no
significa siempre y en todas partes lo mismo; su desarrollo y repercusión son diferentes
según países y contextos. La idea de secularización está siempre en relación con las
religiones y solo resulta comprensible, dicho de modo muy general, en el contexto de la
religión. Se refiere a dos cuestiones fundamentales: la primera cuestión es cómo se
relacionan mutuamente la sociedad con sus instituciones, por un lado, y la religión con
sus formas sociales, por otro; la segunda, si los seres humanos reconocen algo que está
más allá del inmediato horizonte empírico sensorial.
En sentido político, la secularización significa la separación de religión y política, o
de Iglesia y Estado. La separación del Estado y la religión se ajusta a la intención
genuina del mensaje cristiano. No es casualidad, ciertamente, que una secularización así
entendida haya surgido en el ámbito cultural cristiano de Europa. Como dijo Benedicto
XVI en su discurso de 2011 en Friburgo, «En cierto sentido, la historia viene en ayuda
de la Iglesia a través de distintas épocas de secularización que han contribuido en modo
esencial a su purificación y reforma interior. En efecto, las secularizaciones –sea que
consistan en expropiaciones de bienes de la Iglesia o en supresión de privilegios o cosas
similares– han significado siempre una profunda liberación de la Iglesia de formas
mundanas: se despoja, por decirlo así, de su riqueza terrena y vuelve a abrazar
plenamente su pobreza terrena» [16].
En su exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, el papa Pablo VI constata que el
aspecto positivo de la secularización representa «un esfuerzo, en sí mismo justo y
legítimo, no incompatible con la fe y la religión», por cuanto consiste en «descubrir en la
creación, en cada cosa o en cada acontecimiento del universo, las leyes que los rigen con
una cierta autonomía, con la convicción interior de que el Creador ha puesto en ellos sus
leyes» [17]. Los documentos doctrinales del Concilio Vaticano II, en especial Gaudium
et spes y Dignitatis humanae, fundamentan una atención teológica a «la legítima
autonomía de la cultura y del Estado» [18].
Como cara negativa de la secularización, Pablo VI señala «una concepción del
mundo según la cual este último se explica por sí mismo sin que sea necesario recurrir a

30
Dios; Dios resultaría, pues, superfluo y hasta un obstáculo. Dicho secularismo, para
reconocer el poder del hombre, acaba por sobrepasar a Dios e incluso por renegar de
Él» [19].
En sentido religioso, puede llamarse secularización esa experiencia de la ausencia
de Dios; el mundo se vuelve secular, sin Dios. En el análisis del sociólogo y filósofo
canadiense Charles Taylor (La era secular), esta transformación se describe así: mientras
que hace pocas décadas era prácticamente imposible vivir sin la fe en Dios, hoy la fe en
Dios es para muchas personas solamente una opción, una posibilidad entre otras.
Según el análisis de Taylor, tiene importancia capital tomar en serio este cambio en
las condiciones de la fe. En este fenómeno de la secularización, lamentable por parte de
la fe, no se trata simplemente de una mudanza en la disciplina de la fe, sino del cambio
que, «de una sociedad donde era prácticamente imposible no creer en Dios, lleva a una
sociedad en que incluso para personas especialmente religiosas esa fe es solo una
posibilidad entre otras» [20].
Este cambio, según Taylor, coincide con la formación de un «humanismo
autosuficiente». Lo entiende como una actitud que no acepta ni fines últimos que vayan
por encima del bienestar humano, ni una lealtad para con ninguna instancia más allá de
los procesos humanos. Un humanismo así niega la necesidad y relevancia de toda
trascendencia para el cumplimiento y la consumación de la vida humana. Por primera
vez en la historia de la humanidad, una opción así va más allá de círculos pequeños y
elitistas y se vuelve asumible para muchas personas [21].

31
El yo autónomo
En medio de la situación histórica de esta era secular, hay que introducir el mensaje del
Evangelio y poner de manifiesto caminos por los que los hombres de hoy pueden ser
discípulos creyentes de Jesús. Un primer paso es hacerse cargo de los contextos
pluridimensionales, y a veces conflictivos, en los que los seres humanos son hoy
alcanzados por el mensaje evangélico en las dimensiones sociales y personales de su
vida y en los que quieren ser discípulos creyentes como cristianos. Es necesaria una
reflexión intensiva sobre los cambios culturales si queremos hablar sobre la mudanza de
la religión y de la práctica religiosa en nuestro mundo secular de hoy.
La cultura y la religión están siempre vinculadas entre sí, y los cambios culturales
influyen también en la práctica religiosa. A su vez, los cambios religiosos suceden en el
contexto de la cultura vivida. El papa Pablo VI escribe en la Evangelii nuntiandi: «El
Evangelio y, por consiguiente, la evangelización no se identifican ciertamente con la
cultura y son independientes con respecto a todas las culturas. Sin embargo, el reino que
anuncia el Evangelio es vivido por hombres profundamente vinculados a una cultura, y
la construcción del reino no puede por menos de tomar los elementos de la cultura y de
las culturas humanas. Independientes con respecto a las culturas, Evangelio y
evangelización no son necesariamente incompatibles con ellas, sino capaces de
impregnarlas a todas sin someterse a ninguna. La ruptura entre Evangelio y cultura es sin
duda alguna el drama de nuestro tiempo, como lo fue también en otras épocas. De ahí
que hay que hacer todos los esfuerzos con vistas a una generosa evangelización de la
cultura, o más exactamente de las culturas» [22]. Si queremos anunciar el Evangelio a
nuestra sociedad, hemos de prestar atención a algunas características de nuestra cultura,
para entender los cambios en la práctica religiosa.
La situación actual hace que para comprender la cultura de la sociedad tengamos
que estar familiarizados con la filosofía, la psicología y las modernas ciencias de la
naturaleza. Hemos de incluir en nuestra reflexión la pluralidad de religiones y los
contextos multirreligiosos en que tienen lugar los cambios y procesos culturales. Para
muchos, el progreso más importante que hoy determina nuestra cultura es la
construcción de la idea del yo autónomo en la cultura occidental [23].

32
La autonomía del yo no es una mera representación académica, sino que configura
el sentido de la vida de los seres humanos y su visión del mundo en que viven. Sustituyó
al enraizamiento del hombre en el cosmos circundante, penetrado de sentido. En la
antigua filosofía griega hubo desde el comienzo dos vías complementarias para
considerar el mundo material. La primera es primariamente estática y pone el acento en
la primacía del ente («pensamiento esencialista»); la segunda es más dinámica y pone el
acento en la primacía del devenir («pensamiento existencial»). Ambas vías de
pensamiento subsisten juntas en el mundo cristiano occidental bajo la forma de la
síntesis medieval de filosofía, ciencia y teología.
Un pensamiento dinámico tiende a entender todo lo que existe como partes
vinculadas entre sí en un mundo integrativo, determinado por la afinidad, de origen
divino, de todas las partes. En la antigüedad, por ejemplo, los pitagóricos hablaban de la
«armonía» como principio cósmico, y el médico Hipócrates, de la «simpatía» como
principio de cooperación de todas las partes de un cuerpo.
El erudito renacentista Pico della Mirandola (1463-1494) mantuvo en su obra
Heptaplus, interpretación filosófica de la historia bíblica de la creación, una idea de
unidad en la que cada cosa no solo es una (idéntica) consigo misma, sino que también
contribuye con todas las demás a la unidad del universo y a la unidad de la creación con
su Creador. En su escrito Sobre el Ente y el Uno escribe: «Así actúa en el universo una
gran conexión. Ora se une todo con todo en recíproca simpatía. Ora se repliega cada ser
en sí mismo, apremia hacia su naturaleza y se cierra firmemente en una unidad. Luego
vuelve a tender hacia otros seres y por último y a lo sumo tiende hacia el amor de
Dios» [24]. Así, la idea de que toda criatura afirma su identidad la une a una visión
dinámica por la que se trasciende a sí misma con sus tendencias integrativas, contribuye
a la unidad del universo y llega a la unidad con el Creador.

33
Derrumbe de una imagen unitaria del mundo
La imagen del mundo como un cosmos penetrado de sentido se rompió por causa de tres
grandes convulsiones: la Reforma, el nacimiento de la ciencia moderna y el desarrollo de
nuevas tecnologías. Podría decirse que esas mutaciones representan una victoria de la
parte izquierda del cerebro, responsable del pensamiento racional, objetivo, sobre la
mitad derecha, que sustenta el pensamiento intuitivo y afectivo.
El cambio de la imagen del mundo dio comienzo con la Reforma. La fe
reformadora se concentra en el significado de la voluntad del creyente. Según ella, la
revelación acontece exclusivamente por la palabra de Dios. Pierde plausibilidad la
concepción de que la presencia de lo divino pueda estar representada también por cosas
materiales o se revele a través de la creación en cuanto huella suya. Naturaleza y fe en la
revelación son, en cierto modo, separadas una de otra. Con ello se volvió imposible
considerar el mundo como unidad. Cobraron influencia un nuevo concepto de revelación
y, por tanto, una nueva imagen del mundo.
Según esa nueva concepción, Dios solo puede ser comunicado a la conciencia
racional mediante el lógos conceptual, mediante la palabra, y no mediante experiencias
religiosas prerracionales, como sueños o símbolos sacramentales. La cosmovisión de los
reformadores resultaba, así, conducente para la aparición de una imagen mecanicista del
mundo en la Ilustración.
Especialmente los avances en las ciencias de la naturaleza y las concepciones y
teorías de científicos como Roger Bacon (1220-1292), Nicolás Copérnico (1473-1543),
Galileo Galilei (1564-1642) e Isaac Newton (1642-1727) reemplazaron la concepción
medieval de la naturaleza como un organismo entero, llevando a concebirla como una
máquina. René Descartes (1596-1650) formuló las implicaciones de esta nueva visión
del mundo al comparar a un enfermo con un reloj mal fabricado y a un hombre sano con
un reloj bien hecho [25]. Con la concepción de una máquina corporal, Descartes no solo
rompió la unión entre cuerpo y espíritu, sino también la estrecha unión entre hombre y
mundo.
Sociólogos e historiadores como Max Weber (1864-1920) y Richard H. Tawney
(1880-1962) han puesto de manifiesto cómo el êthos cultural surgido de la Reforma y de
la revolución científica pudo originar la economía capitalista [26]. Al secularizar y

34
desacralizar la naturaleza y subrayar la importancia de un êthos del trabajo, la Reforma y
la revolución científica prepararon el camino al capitalismo. Pero cronológicamente los
orígenes del capitalismo moderno son ya anteriores a la Reforma protestante. En
definitiva, el capitalismo temprano favoreció el nacimiento del protestantismo y de la
ciencia porque necesitaba una nueva ética religiosa y una nueva visión del mundo.
El protestantismo y la revolución científica se condicionaron y apoyaron
mutuamente: el nuevo êthos del trabajo contribuyó a no sentir escrúpulo alguno de cara a
la necesidad de dominar y explotar la naturaleza, considerando, por el contrario, ese
dominio como un fin moral; las tecnologías, surgidas como aplicación de las nuevas
ciencias, controlaron la tarea de someter y explotar los recursos de la tierra. Esto quedó
especialmente patente con el comienzo de la Revolución Industrial en el siglo XIX. No
solo rompió el delgado vínculo entre hombre y naturaleza, sino que también sometió a
los hombres, sus relaciones y sus derechos a las abstractas e insensibles leyes del
mercado, tales como el beneficio y las pérdidas, así como la oferta y la demanda,
potenciando la competitividad más que la colaboración. Con respecto a la solidaridad
comunitaria, tales procesos no siempre fueron beneficiosos, y siguen sin serlo hoy.
La gente del siglo XXI tiene que enfrentarse a las consecuencias perjudiciales de
ese tipo de capitalismo. No solo nos encontramos hoy con una crisis ecológica de
dimensiones peligrosas: la propia humanidad está amenazada. Mientras subsiste una
forma desenfrenada de capitalismo, va ensanchándose cada vez más la escisión entre
pobres y ricos. El capitalismo descontrolado tiene repercusiones negativas también sobre
los ricos. Cada vez más seres humanos entran en las filas de los «nuevos pobres», como
les llamó una vez la madre Teresa de Calcuta. Económicamente les va bien, pero están
afectados de toda suerte de males psicoespirituales. En perspectiva de fe, son pobres en
cuanto que sufren falta de amor y comprensión.

35
Consecuencias de las convulsiones de la edad moderna
A consecuencia de las convulsiones mencionadas, ha quedado roto el cordón umbilical
que une a los seres humanos con el ámbito de las dimensiones creadas e increadas de la
realidad, con distintas repercusiones, también imprevisibles. El mundo se vuelve
unidimensional y gira solo en torno a sí mismo, pues no parece tener vinculación alguna
con la trascendencia. Surge de ahí una incongruencia, que lleva a cierto absurdo, a la
alienación y la angustia, la anomía y la apatía.

Absurdo
El mundo, desde la perspectiva de la ciencia de Newton o del idealismo de Descartes y
Kant, se convierte en un mundo en que los seres humanos se consideran y se sienten
como a la deriva en tierra extraña, sin un sentido último. El escritor y político francés
André Malraux (1901-1976) coincide con los puntos de vista de los pensadores Jean-
Paul Sartre (1905-1980) y Albert Camus (1913-1960) cuando pone en boca de uno de
sus personajes que en lo hondo del hombre europeo, allí donde decide sobre los
momentos supremos de su vida, lo que queda es un absurdo fundamental [27].

Alienación
No sorprende que, en la medida en que los seres humanos dejan de estar vinculados a un
sentido que les trasciende y abarca, sufran también de alienación. Entre las dos
realidades hay una estrecha conexión desde el punto de vista psicológico y filosófico.
Los psicólogos describen la alienación como un distanciamiento de los sentimientos,
deseos, representaciones y energías propios. Es la pérdida del sentimiento de ser una
fuerza activa y determinante en la vida propia. Para el psicólogo y filósofo Erich Fromm
(1900-1980), la alienación constituye en la sociedad moderna un contexto experiencial
que abarca las relaciones de los hombres consigo mismos y con los otros hombres, con
su trabajo y con las cosas del mundo. Terapeutas como Erich Fromm y Viktor Frankl
han puesto de manifiesto cómo esos tipos de alienación se ven reforzados por la
burocracia y el consumismo.

36
Con esa alienación no solo se vuelve incierta la identidad propia, sino que muchas
personas se sienten también enajenadas de Dios. Santa Teresa de Lisieux (1873-1897),
proclamada en 1997 doctora de la Iglesia, da testimonio como contemporánea de este
sentimiento de alienación al relatar su tentación de ateísmo: «De pronto, las nieblas que
me rodean se hacen más densas, penetran en mi alma y la envuelven de tal suerte que me
es imposible descubrir en ella la imagen tan dulce de mi patria. ¡Todo ha desaparecido...!
Cuando quiero que mi corazón, cansado por las tinieblas que lo rodean, descanse con el
recuerdo del país luminoso por el que suspira, se redoblan mis tormentos. Me parece que
las tinieblas, adoptando la voz de los pecadores, me dicen burlándose de mí: “Sueñas con
la luz, con una patria aromada con los más suaves perfumes; sueñas con la posesión
eterna del Creador de todas esas maravillas; crees que un día saldrás de las nieblas que te
rodean. ¡Adelante, adelante! Alégrate de la muerte, que te dará no lo que tú esperas, sino
una noche más profunda todavía, la noche de la nada”» [28].

Angustia
La experiencia de alienación lleva a las personas a una profunda opresión interna. El
siglo XX ha sido designado como «la era de la angustia» (W. H. Auden). El teólogo
protestante Paul Tillich (1886-1965) ha mostrado cómo esa angustia ha quedado
plasmada en formas neuróticas [29]. La palabra angustia proviene del latín angustus, que
significa «estrecho». Las personas angustiadas tienden a ser desconfiadas y volverse
mezquinas y defensivas. A menudo tratan de escapar a su sufrimiento interno yendo a la
caza de poder, placer y estatus. El intento de huir de la angustia y el dolor interno lleva a
toda suerte de manías y obsesiones. Con frecuencia es también en nuestro tiempo el
motivo del llamado síndrome del burn out.

Anomía y apatía
La alienación y la angustia pueden llevar en la sociedad moderna a lo que llamamos
«anomía». El sociólogo francés Émile Durkheim (1859-1917) utilizó este término para
designar una situación de carencia de normas, de colapso de las reglas de actuación,
valores y objetivos. Este concepto se puede entender en sentido tanto sociológico como
psicológico. El psicólogo Rollo May (1909-1994), fundador de la existential
psychoterapy, sospechaba que muchas personas carentes de normas reprimen sus

37
angustias y se vuelven, así, apáticas. Evitan las relaciones estrechas y padecen con su
incapacidad de tener sentimientos hondos por algo. Tratan de aparecer como personas
frías, distanciadas y superiores. La apatía hace entonces el papel de un mecanismo de
defensa contra la angustia. Quien se ve continuamente expuesto a peligros ante los que
no se encuentra a la altura, escogerá como medida última de defensa la apatía, el rechazo
a sentir siquiera el peligro [30].

38
Predominio de lo «masculino»
La civilización occidental ha estado especialmente influida en los últimos tres siglos por
el racionalismo y el positivismo. Si designamos como «masculino» el pensamiento
unilateralmente racional y técnico, surge la imagen de un mundo escaso de valores
«femeninos». Parece como si el secularismo creciente en las sociedades occidentales
tuviese algo que ver con la «masculinización de la cultura». Podemos observar que
muchos de los constructores del pensamiento occidental moderno han sido varones que
trabajaban en especial con la mitad izquierda del cerebro y que no tenían acceso
espontáneo a los principios femeninos.
Estamos usando los conceptos de «masculino» y «femenino» como metáforas o
símbolos de características arquetípicas, condicionadas culturalmente. El principio
«masculino» viene caracterizado, así, como racional, desvinculado y objetivo, mientras
que el principio «femenino» se entiende como intuitivo-afectivo, relacional y ligado a la
experiencia. El filósofo francés Henri Bergson (1859-1941), que era muy crítico respecto
a los accesos racionalistas a la realidad, escribe en 1903 en su Introducción a la
metafísica: «Llamamos aquí intuición a la simpatía por la cual uno se transporta al
interior de un objeto, para coincidir con aquello que tiene de único y, en consecuencia,
de inexpresable. El análisis es, al contrario, la operación que reduce el objeto a
elementos ya conocidos, es decir, comunes a este objeto y a otros» [31].
En su libro publicado en 2007 con Brendan O’Brien Genius Genes: How Asperger
Talents Changed the World, Michael Fitzgerald, experto irlandés en autismo y síndrome
de Asperger, pone de manifiesto que muchos de los hombres que han contribuido a
configurar la imagen actual del mundo mostraban síntomas de autismo, en especial del
síndrome de Asperger.
Las personas que sufren de esos síntomas enfermizos son, con frecuencia, hombres
solitarios con intereses estrechos, obsesivos. Ciertas rutinas que parecen dominarles
sirven como mecanismos de control contra la angustia ante lo extraño y caótico. Ante su
entorno aparecen a menudo como ingenuos, carentes de humor, sin coordinación física y
poco comprensivos. René Descartes (1596-1650) fue un clásico ejemplo de persona con
el síndrome de Asperger. Era un solitario, aislado y poseído por su trabajo. Como
muchos autistas, también él estaba angustiado ante el mundo. Para Descartes, el mundo

39
no representaba una palabra sacramental de Dios, en la que se pudiera confiar, sino que
más bien expresaba algo divino, en el mejor de los casos inaprehensible, pero, en el peor,
arbitrario y amenazante. De un modo típicamente autista, iba en busca de una seguridad
a la que pudiera abandonarse. Escribió: «Ya hace algunos años que he tomado
conciencia de la gran cantidad de cosas falsas que, con el correr del tiempo, he admitido
como verdaderas, así como lo dudoso que es todo lo que sobre ellas construí
posteriormente, y que, por lo tanto, había que derribar todo ello desde sus raíces una vez
en la vida, y comenzar de nuevo desde los primeros fundamentos, si deseaba alguna vez
establecer algo firme y permanente en las ciencias» [32]. No encontró la respuesta en la
relación, sino en la subjetividad propia, diciendo «Pienso, luego existo». La única vía
por la que Descartes pudo evitar encallar por completo en su aislamiento solipsista fue
una versión propia de la prueba ontológica de Dios. Si Dios existe, argumentó, la
divinidad serviría de garante para la existencia del mundo exterior y del cuerpo propio.
Algún tiempo después, Immanuel Kant (1724-1804) invalidó la legitimidad del
argumento ontológico y más tarde Ludwig Feuerbach (1804-1872) afirmó que Dios es
solamente una proyección del potencial infinito del sujeto humano.
También Immanuel Kant parece haber sufrido con mayor o menor intensidad el
síndrome de Asperger. Él también desconfiaba del mundo y se refugiaba en la
subjetividad. Explicó que no podemos conocer la realidad misma, sino solo sus
manifestaciones exteriores, de las que nos hacemos cargo con categorías de nuestro
espíritu como causalidad, cualidad, cantidad, relación y modalidad. En la Crítica de la
razón pura escribe: «Ya hemos recorrido el territorio del entendimiento puro y
observado atentamente cada parte del mismo; y no solo lo hemos hecho así, sino que
además hemos medido el terreno y fijado en él su puesto a cada cosa. Ese territorio,
empero, es una isla, a la cual la naturaleza misma ha asignado límites invariables. Es la
tierra de la verdad (nombre encantador), rodeada de un inmenso y tempestuoso mar,
albergue propio de la ilusión, en donde los negros nubarrones y los bancos de hielo,
deshaciéndose, fingen nuevas tierras y engañan sin cesar con renovadas esperanzas al
marino, ansioso de descubrimientos, precipitándolo en locas empresas, que nunca puede
ni abandonar, ni llevar a buen término» [33]. Es de observar que el mundo de la realidad,
que rodea a su subjetividad, claramente le angustia, puesto que escapa a su control
humano.

40
Se ha mencionado a modo de ejemplo a Descartes y Kant, porque ambos defienden
una «hermenéutica de la sospecha», un acceso a la realidad según el cual una
comprensión de cuál es el puesto correcto que corresponde a cada cosa no puede
encontrarse en la realidad exterior, sino que, de modo fáustico, es arrancada a un mundo
caótico, o bien implantada en él, por parte del sujeto pensante. Podría ser que tras esta
sospecha frente a la realidad no hubiese tanto un orgullo demoníaco como inseguridad
autista ante el mundo.
La personalidad autista es un extremo del perfil típicamente masculino. Una
capacidad de empatía muy disminuida viene a confluir con una capacidad grande de
sistematización. Muchos filósofos y científicos extremadamente inteligentes y creativos
han ejercido un influjo determinante en nuestra visión occidental del mundo con ese
modo de pensar masculino, de forma que se puede decir con cierto fundamento que
nuestro acceso occidental al mundo se ha vuelto también, de algún modo, autista,
enraizado en angustias, solitario y disfuncional.
Puesto que la cultura occidental está dominada por las fuerzas típicas de la psique
masculina, muchas personas carecen de acceso a su identidad «femenina» más profunda.
Han perdido el contacto con las fuerzas primigenias del alma y de su yo espiritual más
hondo, que solo puede ser colmado por la conciencia de lo trascendente. La alienación
respecto al alma ha quedado aún más fortalecida por el hecho de que los
condicionamientos culturales han alienado también a muchas mujeres de su propio
hondón femenino. La psicoanalista Karin Horney habla desde la psicología evolutiva de
una «huida de la feminidad», que, por otro lado, se debería también a reales
discriminaciones [34].
El predominio de lo masculino y la crisis de lo femenino son un motivo central para
la crisis religiosa de nuestro tiempo. El llamado «yo autónomo» es más un síntoma que
un motivo verdadero de nuestros problemas culturales y religiosos. En la medida en que
varones y mujeres pierden el contacto con su arquetipo femenino, pierden también el
contacto con la fuerza de su yo, que puede ligarles íntimamente entre sí, con la
naturaleza y, a través de ambas, con Dios. La pérdida de la dimensión femenina,
contemplativa, de la psique humana lleva casi necesariamente a la aparente «muerte de
Dios» y con ello al agnosticismo y el ateísmo, que, en perspectiva creyente, arrebatan a
la cultura su fundamento humano consistente.

41
El psicólogo y filósofo californiano Richard Tarnas analiza en su obra La pasión de
la mente occidental el pensamiento masculino en la evolución de la cultura occidental: la
fuerza impulsora en el desarrollo de la cultura occidental ha sido «un impulso heroico a
forjar una identidad humana racional y autónoma, separándola de su unidad primordial
con la naturaleza. Todas las perspectivas religiosas, científicas y filosóficas
fundamentales de la cultura occidental se han visto afectadas por esta decisiva
masculinidad. [...] En cualquier caso, la evolución de la mentalidad occidental se ha
fundado en la represión de lo femenino, en la represión de la conciencia unitaria
indiferenciada, de la participation mystique con la naturaleza, esto es, una progresiva
negación del anima mundi, del alma del mundo, de la comunidad del ser, de lo
omnipresente, del misterio y la ambigüedad, de la imaginación, la emoción, el instinto, el
cuerpo, la naturaleza, la mujer. Pero esta separación entraña, necesariamente, un anhelo
de reunión con lo que se ha perdido, sobre todo después de que la heroica búsqueda
masculina ha sido llevada a su extremo unilateral en la conciencia tardomoderna, que en
su aislamiento absoluto se ha apropiado de toda la inteligencia consciente del universo
(el hombre es un ser consciente e inteligente, el cosmos es ciego y mecanicista, Dios ha
muerto)» [35].

42
La contrarreacción de la «Nueva Era»
Contra las «patologías» de la evolución del acceso occidental a la realidad se ha
levantado una protesta, sobre todo por parte de ideologías recientes, que prometen
activar un cambio de paradigmas en forma de una mutación fundamental de perspectivas
y preparar el camino a una Nueva Era, New Age [36].

«La búsqueda que con frecuencia conduce a una persona a la Nueva Era es un
anhelo auténtico: de una espiritualidad más profunda, de algo que le toque el
corazón, de un modo de hallar sentido a un mundo confuso y a menudo alienante.
Hay algo de positivo en las críticas que la Nueva Era dirige al “materialismo de la
vida cotidiana, de la filosofía e incluso de la medicina y de la psiquiatría; al
reduccionismo, que se niega a tener en cuenta las experiencias religiosas y
sobrenaturales; a la cultura industrial de un individualismo desenfrenado, que
inculca el egoísmo y se despreocupa de los demás, del futuro y del medio
ambiente”» [37].

Las diversas corrientes de los movimientos New Age hacen referencia a nuevos
conocimientos de las ciencias de la naturaleza (como la teoría cuántica y la teoría del
caos) y a recientes planteamientos de la psicología. En contraposición a la física clásica
newtoniana, la teoría cuántica subraya la vinculación interna de la realidad creada. El
universo se presenta esencialmente como un campo de energías, en el que las diversas
partes solo pueden entenderse en su relación con el todo. Las teorías del caos y de la
complejidad se ocupan a fondo del orden y el desorden del universo. Todo ello cuestiona
la afirmación newtoniana de la predecibilidad inmutable de las leyes de la naturaleza,
entendida como un gigantesco mecanismo de relojería. También con el desarrollo de la
psicología, como ocurre en la «psicología transpersonal», las concepciones mecanicistas
de la psique humana son sustituidas por perspectivas más holísticas, que integran los
ámbitos del alma, del cuerpo y del espíritu. Se está de acuerdo con C. G. Jung, que habló
de la complementariedad del animus (masculino) y el anima (femenina), no solo en las
relaciones interpersonales, sino en la cultura entera.
En el llamado movimiento New Age se mezclan elementos de nuevas líneas
científicas y psicológicas con elementos de religiosidad esotérica. La Nueva Era afronta
el problema de la racionalización de la cultura y de la autonomía del yo. La mentalidad
Nueva Era subraya la relevancia del arquetipo femenino y las capacidades

43
contemplativas. Quiebra la dicotomía sujeto-objeto, característica del pensamiento
moderno, y la reemplaza por una concepción mística de la vinculación de todas las
cosas. Desde esta perspectiva, el movimiento New Age logra interesantes afirmaciones
sobre temas como la ecología y la comprensión unitaria de la creación. No solo se toma
conciencia precisa de muchas deficiencias en la cultura occidental, sino que se apuntan
nuevos caminos que resultan atrayentes para muchas personas, pero que además
representan un serio desafío para la fe cristiana y las Iglesias. El documento Jesucristo,
portador del agua de la vida: Una reflexión cristiana sobre la «Nueva Era», presentado
en 2003 por el Consejo Pontificio de la Cultura y el Consejo Pontificio para el Diálogo
Interreligioso, ofrece una descripción bien informada de la cosmovisión del movimiento
New Age. Como puntos clave, el documento menciona los siguientes:
• El mundo, incluidos los seres humanos, es expresión de una naturaleza divina
superior, más completa.
• En toda persona se halla escondido un yo superior, divino, manifestación de esa
naturaleza divina superior más completa.
• Esa naturaleza superior puede ser despertada y convertirse en el centro de la
vida cotidiana del individuo.
• Ese despertar es la razón de la existencia de la vida individual.
El análisis del documento presenta al movimiento New Age como una reacción
lógica al materialismo y racionalismo de la cultura dominante. La Nueva Era recalca, por
un lado, la importancia de la experiencia en general y de la experiencia religiosa en
particular en el marco de la cultura contemporánea. Por otro lado, atrae a muchas
personas que anhelan una vida espiritual plena de sentido pero están desilusionadas de
las Iglesias institucionalizadas. En definitiva, la Nueva Era no parece tanto un fenómeno
nuevo como un retorno de la antigua gnosis, que trata de obtener la salvación alcanzando
niveles superiores de conciencia. Pero, al igual que ocurrió con las doctrinas gnósticas en
el cristianismo primitivo, también la cosmovisión del movimiento New Age resulta hoy
inaceptable para los cristianos. El documento Jesucristo, portador del agua de la vida
expone los motivos para ello [38].
Primero: Para la fe cristiana, Dios no es una energía impersonal, sino una Trinidad
personal, Padre, Hijo y Espíritu Santo.

44
Segundo: Para la fe cristiana, Jesús de Nazaret no es una de las múltiples
manifestaciones históricas de un Cristo cósmico universal, sino la encarnación en el
tiempo, «una vez por todas» (Heb 7,27), de la Palabra eterna de Dios.
Tercero: Los cristianos creen que no podemos ser salvados mediante nuestros
propios intentos imperfectos, sino que la salvación es un don, exclusivamente por medio
de la gracia de Dios con la fe en Jesucristo, mientras que para el movimiento New Age la
salvación y la iluminación consisten en que nosotros mismos, a base de esfuerzo humano
y métodos psicológicos, trabajemos por elevar nuestra conciencia a niveles superiores.
Cuarto: Los cristianos rechazan la interpretación de la Nueva Era según la cual el
pecado es simplemente una forma imperfecta de conocimiento, que podría ser reducida
mediante métodos New Age.
Teniendo en cuenta los planteamientos críticos de la Nueva Era frente al
racionalismo del pensamiento occidental, el documento Jesucristo, portador del agua de
la vida subraya como un desafío de la evangelización en nuestro tiempo «mostrar cómo
una sana colaboración entre la fe y la razón mejora la vida humana y promueve el
respeto a la creación» [39].

45
Evangelización en el ambiente cultural actual
La misión de anunciar el Evangelio a nuestros contemporáneos plantea a los cristianos la
tarea de abordar críticamente la mentalidad de nuestro tiempo para llegar a una
comprensión más profunda de la cultura actual. Ya los primeros misioneros del
Evangelio, dice Juan Pablo II, «han procedido según esta línea, teniendo muy presentes
las expectativas y esperanzas, las angustias y sufrimientos, la cultura de la gente, para
anunciar la salvación en Cristo. Los discursos de Listra y Atenas (cf. Hch 14,11-17;
17,22-31) son considerados como modelos para la evangelización de los paganos. En
ellos Pablo “entra en diálogo” con los valores culturales y religiosos de los diversos
pueblos. A los habitantes de Licaonia, que practicaban una religión de tipo cósmico, les
recuerda experiencias religiosas que se refieren al cosmos; con los griegos discute sobre
filosofía y cita a sus poetas (cf. Hch 17,18.26-28). El Dios que les quiere revelar está ya
presente en sus vidas; es Él, en efecto, quien los ha creado y el que dirige
misteriosamente los pueblos y la historia. Sin embargo, para reconocer al Dios verdadero
es necesario que abandonen los falsos dioses que ellos mismos han fabricado y abrirse a
aquel a quien Dios ha enviado para colmar su ignorancia y satisfacer la espera de sus
corazones (cf. Hch 17,27-30). Son discursos que ofrecen un ejemplo de inculturación del
Evangelio» [40]. El apóstol Pablo proporciona un criterio cristiano para tratar con cada
cultura: conexión, discernimiento y purificación, para llegar a una cristianización y
humanización de las culturas.
¿Qué podemos aprender del ejemplo y el criterio que da Pablo? La doctrina
cristiana sigue expresándose hoy a menudo en las categorías estáticas y racionalistas de
la cosmovisión grecorromana. La mentalidad clásica es deductiva: pone el centro de
gravedad en principios universales abstractos y en conclusiones necesarias. Trata de
obtener enunciados a priori, esto es, un saber independiente de la experiencia. Investiga
la naturaleza de las cosas y saca conclusiones lógicas con referencia a la pregunta de si
determinados casos particulares están o no en correspondencia con los principios
constatados. En cambio, el tipo holístico de pensamiento tiende a proceder en forma
práctica y a posteriori. Pone el centro de gravedad en las circunstancias variables y en
conclusiones contingentes. Parte de los datos concretos, utiliza un método empírico,
subraya la hermenéutica y saca sus conclusiones de manera inductiva a partir de las

46
fuentes. Si la doctrina cristiana no quiere parecer anacrónica e irrelevante, ha de ser
expresada en las categorías dinámicas de nuestro tiempo.
Tenemos que intentar hoy lo mismo que consiguieron en su tiempo Pablo y los
Padres de la Iglesia y teólogos primeros. Supieron expresar la verdad bíblica en el
lenguaje del ambiente cultural de los hombres a los que habían sido enviados y con
quienes vivían, desarrollando así una sabiduría cristiana que configuró la cultura
contemporánea. Hoy hay que hacer algo muy similar: encontrar un lenguaje actualizado
en que poder expresar las verdades cristianas eternas.
Por ejemplo, la palabra pecado puede resultar hoy incomprensible para muchas
personas. Sin embargo, palabras como inautenticidad, alienación o adicción pueden
usarse como enfoques para comprender el significado de lo que la fe quiere decir con el
concepto tradicional de pecado.
Si queremos anunciar hoy el Evangelio, tenemos que conectar la experiencia
personal y las diversas formas de sabiduría secular con la Escritura y la doctrina de la
Iglesia. En una época como la nuestra, atravesada por el ansia de experiencia, debemos
tener ciertos conocimientos de psicología, de la naturaleza y los dinamismos de neurosis,
adicciones, estrés, miedos y depresiones. Una razón del éxito a escala mundial de los
movimientos pentecostales y carismáticos se basa, sin duda, en que en su enfoque de la
evangelización hay una gran componente holística referida a la experiencia (como dar
prioridad al Espíritu Santo en el bautismo, a una experiencia creyente existencial y a la
fuerza curativa y salvífica de la oración) [41].
Pero ¿cuál es la relación mutua entre fe y experiencia? Para muchos
contemporáneos, el enfoque de la fe sigue estando marcado por la visión newtoniana del
universo como un sistema cerrado, regido por leyes físicas implacables. Lo experiencial
y lo sobrenatural se excluyen, entonces, mutuamente. Sobre el trasfondo de ese mundo
cerrado, el milagro o la respuesta a una oración de petición resultan solo pensables como
intervención de un deus ex machina [42]. y, por tanto, inasumibles para personas con
formación. Para sacar a relucir el sentido de lo sobrenatural, el anuncio del Evangelio
necesita primero apologetas familiarizados con la ciencia moderna, que puedan poner de
manifiesto que los conocimientos de la física posnewtoniana no presuponen un universo
cerrado para explicar los fenómenos del mundo. Después es tarea de todos los cristianos
hacer patente la actualidad de lo sobrenatural entre nosotros, practicando los dones del
Espíritu Santo, en especial carismas potentes como la fe y la sanación (cf. 1 Cor 12,9).

47
Estos actos los designa Pablo acertadamente como phanérōsis, manifestación de la
presencia y del poder trascendente de Dios (cf. 1 Cor 12,7).
Un hilo conductor de la evangelización en el contexto cultural de nuestro tiempo es
la idea creyente de que, tras todas las inseguridades respecto al ser humano inducidas por
los desarrollos de la modernidad descritos, el misterio del hombre solo se hace patente
en el misterio de Dios. Dos párrafos de la Gaudium et spes, la constitución pastoral sobre
la Iglesia en el mundo de hoy, eran para Juan Pablo II las claves teológicas del Concilio
(según afirma George Weigel en su biografía [43]. del papa): GS 22 y 24.

«En realidad, el misterio del hombre solo se esclarece en el misterio del Verbo
encarnado. [...] El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con
todo hombre» (GS 22).

En la perspectiva del Concilio y del papa, los hombres solamente pueden conocer
su esencia profunda en la relación con Dios en Jesucristo. «El Señor, cuando ruega al
Padre que “todos sean uno, como nosotros también somos uno” (Jn 17,21-22), abriendo
perspectivas cerradas a la razón humana, sugiere una cierta semejanza entre la unión de
las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad. Esta
semejanza demuestra que el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por
sí mismo, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí
mismo a los demás» (GS 24).
En el horizonte de esta visión del hombre, Juan Pablo II previene contra el
nihilismo como consecuencia de una amnesia a-tea: «De este modo se hace posible
borrar del rostro del hombre los rasgos que manifiestan su semejanza con Dios, para
llevarlo progresivamente o a una destructiva voluntad de poder o a la desesperación de la
soledad. Una vez que se ha quitado la verdad al hombre, es pura ilusión pretender
hacerlo libre. En efecto, verdad y libertad, o bien van juntas o juntas perecen
miserablemente» [44].
Por eso el anuncio actual del Evangelio ha de decir la verdad con el amor, en el
mejor sentido, como dice la Carta a los Efesios (cf. Ef 4,15). La tarea de la
evangelización es hoy ponerle de manifiesto al esoterismo religioso, así como al ateísmo
teórico y práctico de nuestro tiempo, que el Dios del Evangelio no es el enemigo del ser
humano y el obstáculo a su libertad, como opinan muchos espíritus críticos, sino que
solo el conocimiento de Dios posibilita al hombre desarrollar todo su potencial humano.

48
3.
Caminos de evangelización.
Modelos y orientaciones

Hoy el testimonio y anuncio creíbles del Evangelio nos plantean desafíos teológicos,
pastorales y espirituales [45]. En el plano teológico, queremos comprender la misión de
la Iglesia y la vocación de los cristianos individuales a difundir la Buena Noticia en el
mundo de hoy. Pastoralmente, se trata de encontrar caminos para traducir la teología de
la evangelización en actividades pastorales. A nivel espiritual, queremos que nuestros
corazones estén motivados para revitalizar y profundizar nuestra fe, y así experimentar
en nosotros mismos la fuerza de la esperanza cristiana y la alegría de nuestra fe.
Podremos responder al reto de la evangelización cuando nosotros mismos estemos
dispuestos a redescubrir nuestra identidad como cristianos católicos y a pensar y sentir
con la Iglesia entera.
La palabra evangelización procede del griego y viene a significar «anuncio de la
Buena Noticia». En su exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, el papa Pablo VI
expuso la finalidad de la evangelización: «La Iglesia evangeliza cuando, por la sola
fuerza divina del Mensaje que proclama, trata de convertir al mismo tiempo la
conciencia personal y colectiva de los hombres, la actividad en la que ellos están
comprometidos, su vida y ambiente concretos» [46]. Evangelizar significa dar testimonio,
de una manera sencilla y directa, de Dios, que se nos ha revelado por Jesucristo en el
Espíritu Santo.
La llamada a evangelizar se dirige a todos los cristianos, sean clérigos o laicos. Así
dice el canon 781 del Código de Derecho Canónico: «Como, por su misma naturaleza,
toda la Iglesia es misionera, y la tarea de la evangelización es deber fundamental del
pueblo de Dios, todos los fieles, conscientes de su propia responsabilidad, asuman la
parte que les compete en la actividad misional». El canon 211 explica: «Todos los fieles
tienen el deber y el derecho de trabajar para que el mensaje divino de salvación alcance

49
más y más a los hombres de todo tiempo y del orbe entero». El Catecismo de la Iglesia
católica (nro. 905) añade: «Los laicos cumplen también su misión profética
evangelizando, con “el anuncio de Cristo comunicado con el testimonio de la vida y de
la palabra”. En los laicos, “esta evangelización adquiere una nota específica y una
eficacia particular por el hecho de que se realiza en las condiciones generales de nuestro
mundo” (LG 35)». En la Evangelii nuntiandi, el papa Pablo VI escribe sobre el objeto de
la evangelización: «La evangelización también debe contener siempre –como base,
centro y a la vez culmen de su dinamismo– una clara proclamación de que en Jesucristo,
Hijo de Dios hecho hombre, muerto y resucitado, se ofrece la salvación a todos los
hombres, como don de la gracia y de la misericordia de Dios» [47].
En el lenguaje de la Iglesia, la palabra evangelización designa múltiples actividades
importantes, en referencia mutua [48]. Los católicos habrían de alegrarse de que haya
diversas posibilidades y vías de evangelización. Así se evita la miope impresión de que
el camino específico de evangelización al que se siente llamado un grupo o un cristiano
individual es el único camino. A continuación detallaremos algunos elementos nucleares
de la evangelización.
El concepto preevangelización hace referencia a la presencia y la actividad de los
cristianos en entornos no cristianos. Al dar testimonio del Señor con su buen vivir y su
servicio a la comunidad en ámbitos tales como el cuidado, la educación y el compromiso
por la justicia, esos cristianos están poniendo los cimientos para anunciar el Evangelio.
Son un poco como labradores que aran el terreno para prepararlo para la siembra.
El papa Pablo VI lo expresa así: «Supongamos un cristiano o un grupo de cristianos
que, dentro de la comunidad humana donde viven, manifiestan su capacidad de
comprensión y de aceptación, su comunión de vida y de destino con los demás, su
solidaridad en los esfuerzos de todos en cuanto existe de noble y bueno. Supongamos
además que irradian de manera sencilla y espontánea su fe en los valores que van más
allá de los valores corrientes, y su esperanza en algo que no se ve ni osarían soñar. A
través de este testimonio sin palabras, estos cristianos hacen plantearse, a quienes
contemplan su vida, interrogantes irresistibles: ¿Por qué son así? ¿Por qué viven de esa
manera? ¿Qué es o quién es el que los inspira? ¿Por qué están con nosotros? Pues bien,
este testimonio constituye ya de por sí una proclamación silenciosa, pero también muy
clara y eficaz, de la Buena Nueva. Hay en ello un gesto inicial de evangelización» [49].

50
Evangelizar significa anunciar a los seres humanos la verdad fundamental de la fe
en la muerte redentora y la resurrección de Jesucristo. Lo cual puede darse de tres modos
diferentes:

• Evangelización: La Buena Noticia es anunciada a personas que nunca habían


oído hablar de ella.
• Reevangelización: La Buena Noticia es anunciada a personas cuyos antepasados
eran cristianos, pero ellas mismas ya no lo son. Es una situación que
encontramos sobre todo en Europa, donde personas que son nominalmente
cristianas no hacen bautizar ya a sus hijos. En Alemania e Italia, además,
mucha gente abandona la Iglesia a efectos civiles.
• Nueva evangelización: La Buena Noticia es anunciada a personas bautizadas
que –sea cual sea el motivo– saben muy poco de ella. La nueva evangelización
intenta poner el Evangelio en relación con su situación vital. El papa Pablo VI
dice a este respecto: «La evangelización pierde mucho de su fuerza y de su
eficacia si no toma en consideración al pueblo concreto al que se dirige, si no
utiliza su “lengua”, sus signos y símbolos, si no responde a las cuestiones que
plantea, no llega a su vida concreta» [50]. Juan Pablo II, profeta de la nueva
evangelización, hablaba de la necesidad de una manera nueva de anunciar el
Evangelio: con nuevo ardor, nuevos métodos, nuevas formas expresivas, y
tomando en consideración las características peculiares de la cultura moderna.
En los tres casos mencionados, el anuncio del Evangelio puede suscitar una
respuesta de fe. «La fe entra por el oído, escuchando el mensaje del Mesías» (Rom
10,17).
La catequesis va construyendo sobre el fundamento de las verdades de fe,
transmitiendo a los hombres más sobre su fe y sobre la correcta manera de vivir como
discípulos de Cristo. En Catechesi tradendae, Juan Pablo II escribe que la finalidad de la
catequesis es llevar a una fe madura y adulta, es decir, una fe en que el cristiano acepte a
Jesucristo como único Señor y le preste una adhesión global con la sincera conversión
del corazón. Lo cual es posible, porque antes ha conocido mejor a Jesucristo: su
misterio, el reino de Dios que anuncia, las exigencias y promesas contenidas en su
mensaje evangélico, los senderos a la salvación que Él ha trazado para quien quiera
seguirle [51].

51
La evangelización como apología hace referencia a los argumentos racionales para
poner de manifiesto la razonabilidad de la fe. Se denomina apologeta a quien defiende la
legitimidad de la doctrina cristiana contra la crítica y las presentaciones falsas. «Si
alguien os pide explicaciones de vuestra esperanza, estad dispuestos a defenderla» (1 Pe
3,15). La fe cristiana, permaneciendo fiel a sí misma y siguiendo el anuncio del
Evangelio y la tradición de la Iglesia, ha de acoger los diversos rostros de la cultura y de
las personas que la aceptan y viven de ella. Este es un punto decisivo de la nueva
evangelización. Mientras que el contenido del Evangelio de Jesucristo sigue siendo el
mismo, sin embargo hemos de encontrarle nuevas formas de expresión. Por eso Juan
Pablo II ve un modelo de evangelización en el discurso de Pablo en el Areópago [52].
Pablo entra en diálogo con los valores culturales y religiosos de los atenienses. Hace
referencia a la visión griega del mundo, según la cual el universo ha de tener un origen
divino. Para ello cita a dos filósofos griegos: Epiménides de Cnosos (s. VI a. C.) y Arato
de Solos (s. III a. C.). Pretende así mostrar a sus oyentes que Dios está ya presente en su
vida como creador y auxilio. Pero para conocer realmente su ser, los griegos han de
apartarse de sus falsos dioses. Hoy hemos de proceder de modo similar con procesos
contemporáneos como la ciencia, la tecnología, el secularismo, el posmodernismo, etc.
Como cristianos estamos llamados a evangelizar. Nuestra tarea más importante es
ayudar a nuestros contemporáneos a abrir su corazón, de modo que crezca en ellos una
auténtica satisfacción y alegría, más allá de las insuficiencias de la cultura secular y
materialista. Damos testimonio del Evangelio cuando transmitimos animosamente la
alegría que brota del seguimiento de Cristo y de una vida según sus preceptos y cuando
recordamos a los hombres que nuestro corazón está hecho para el Señor y no alcanza
sosiego hasta que descansa en Él.
En muchas partes de la Iglesia vivimos hoy una crisis de fe. La crisis, siguiendo el
significado original de la palabra krísis, puede entenderse como encrucijada. La
evolución posterior de la Iglesia depende de nuestra decisión. Merece la pena traer a la
memoria en este contexto las palabras proféticas de Juan Pablo II cuando habla de la
llegada de una primavera nueva en la cristiandad, inducida por la nueva
evangelización [53]. En la visita ad limina de los obispos bávaros, el 4 de diciembre de
1992, les dijo: «La nueva evangelización comienza con la clara y enfática proclamación
del Evangelio, que se dirige a toda persona. Es necesario al mismo tiempo volver a
suscitar en el creyente la plena vinculación a Cristo, único Redentor de los hombres.

52
Solo desde una vinculación personal con Jesús puede desarrollarse una evangelización
eficaz» [54].
Ciertamente, hay diversas formas de evangelización. Pero la forma fundamental es
la evangelización kerigmática, esto es, el anuncio claro e inequívoco de la persona de
Jesucristo. En su alocución a los obispos alemanes en agosto de 2005, el papa Benedicto
XVI dijo: «Considero que en toda Europa [...] deberíamos reflexionar seriamente sobre
el modo como podemos realizar hoy una verdadera evangelización, no solo una nueva
evangelización, sino con frecuencia una auténtica primera evangelización. Las personas
no conocen a Dios, no conocen a Cristo. Existe un nuevo paganismo y no basta que
tratemos de conservar a la comunidad creyente, aunque esto es muy importante; se
impone la gran pregunta: ¿qué es realmente la vida? Creo que todos juntos debemos
tratar de encontrar modos nuevos de llevar el Evangelio al mundo actual, anunciar de
nuevo a Cristo y establecer la fe» [55].
Muchos sacerdotes y laicos, cuando oyen la palabra evangelización, piensan, con
cierta autojustificación, que se trata de algo en que están implicados hace mucho de
diversas formas. Hay una actitud que afirma «Todo lo que estamos haciendo es una
forma de evangelización». Puede que sea cierto, pero, cuando la gente habla de nueva
evangelización, está refiriéndose a algo específico: la nueva evangelización es, en primer
lugar, el anuncio claro e inequívoco de la persona de Jesucristo, el anuncio de su
nombre, de su doctrina, de su vida, de su promesa salvífica y del reino que nos ha
franqueado con su misterio pascual. Incluye la participación activa de cada creyente en
el anuncio y la manifestación de la fe cristiana, única respuesta integral y
permanentemente válida a los problemas y al ansia vital de cada persona y de cada
comunidad. La nueva evangelización se dirige tanto a las personas que siguen yendo a la
iglesia, pero no están evangelizadas por completo, como a las alejadas de la Iglesia y a
las no creyentes.

53
Modelos de evangelización
Nuestra concepción e interpretación del mundo están con frecuencia bajo la influencia de
factores inconscientes. Junto al plano consciente, en el que reflexionamos sobre Dios, se
halla el plano de nuestros sentimientos básicos y nuestra confianza en Dios, en gran
parte inconscientes, que suelen estar ya configurados en la infancia. Para elevar nuestros
supuestos inconscientes al nivel del conocimiento consciente y poder entrar en un
diálogo constructivo con los problemas y desafíos que encontramos en el curso de la
nueva evangelización, es útil desplegar diversos modelos de evangelización. Estos
modelos pueden entenderse como ejemplos de ciertos tipos de evangelización.
El teólogo jesuita americano Avery Dulles (1918-2008), convertido al catolicismo
cuando era estudiante y elevado a cardenal en 2001, propuso hace algunos años diversos
modelos de Iglesia en su libro Modelos de Iglesia [56]. Su trabajo, que tuvo gran
influencia, mostraba cómo distintas personas pueden entender de modo muy diferente la
palabra Iglesia. La concepción personal sobre la Iglesia se nutre también de supuestos
inconscientes sobre ella. Dulles describe seis modelos de concepción católica de la
Iglesia:
1. Iglesia como institución. Lo cual incluye una jerarquía de ministerios, en los
que prosigue la misión de Cristo, y una necesidad básica de orden, unidad y
continuidad doctrinal.
2. Iglesia como comunión mística. Lo cual incluye nuestra misteriosa unión
espiritual con Dios y entre nosotros, como miembros del cuerpo único de
Cristo.
3. Iglesia como sacramento. Lo cual incluye la encomienda de ser signo eficaz de
la presencia de Dios en el mundo.
4. Iglesia como heraldo. Lo cual incluye la misión de anunciar la palabra de Dios
dentro y fuera de la Iglesia, también a personas alejadas de ella y no creyentes.
5. Iglesia como servidora. Lo cual incluye un diálogo con la sociedad y prestar
ayuda a los necesitados.
6. Iglesia como comunidad de discípulos. Lo cual incluye la disposición a estar
siempre aprendiendo, a dejarse configurar por la Sagrada Escritura, a actuar

54
con amor, a tomar parte en la misión y el servicio de Jesús, a
corresponsabilizarse de la misión y el servicio de la Iglesia.
Estos modelos son tipos ideales, son como imágenes que presentan determinadas
prioridades, sacándolas a la luz y poniéndolas en primer plano. Hacen posible captar e
interpretar determinadas experiencias de la Iglesia. Avery Dulles pone de manifiesto en
sus escritos cómo pueden usarse modelos para comprender ideas teológicas
importantes [57]. Idealmente esos modelos deberían ser precisos y claros. Una persona
difícilmente se identificará por completo con un único modelo; más bien en sus posturas,
aun cuando se atribuyan predominantemente a un modelo determinado, se podrán
encontrar también supuestos característicos de otro modelo. Es importante además tener
en cuenta que esos modelos tienen carácter descriptivo, no evaluador. Todos ellos son
válidos hasta cierto punto y cada uno tiene sus puntos fuertes y débiles específicos.
Un gran obstáculo para la evangelización son las incoherencias y discrepancias en
la Iglesia. Esas tensiones pueden provenir de una diversidad fundamental en cuanto a la
imagen que cada cual se hace de Dios, el cómo se acerca a Él, cómo le experimenta,
cómo expresa su experiencia de Dios. Dicho de otra manera: los conflictos teológicos
tienen, con frecuencia, sus raíces en espiritualidades diferentes.
En el seno de la Iglesia pueden distinguirse tres modelos de espiritualidad,
determinados por enfoques diferentes de la fe:
• Una espiritualidad que considera la fe como «depositum fidei», contenido de fe
transmitido y confiado por Dios. Subraya la trascendencia de Dios y, para ella,
es una ventaja importante la predicación magisterial de la Iglesia. La praxis se
presenta como consecuencia de la fe, bajo la figura de obediencia al precepto
divino.
• Una espiritualidad que concibe la fe como llamada de alerta del Espíritu Santo.
Los exponentes de esta espiritualidad procuran dejarse guiar en todo por el
Espíritu de Dios. La praxis se presenta como consecuencia de la fe suscitada,
bajo la figura de escucha personal a la palabra de Dios y a la conciencia
propia.
• Una espiritualidad que concibe la fe como praxis del reino de Dios en el
seguimiento de Jesús. Subraya el encuentro con Jesús como Immanu-el, «Dios

55
con nosotros». La praxis se presenta a sus representantes como expresión ética
y política del seguimiento de Jesús en el compromiso con la justicia.
Es claro que los diferentes puntos de partida de la teología están determinados
habitualmente por la forma de espiritualidad que marca a sus representantes. Por
ejemplo, quien en su espiritualidad entiende la fe como un contenido salvífico
transmitido, de ordinario concibe también a la Iglesia primariamente como institución o
sacramento; los partidarios de una espiritualidad en cuyo centro está el despertar por el
Espíritu Santo («avivamiento») sostienen, de ordinario, un modelo de Iglesia como
sacramento o como comunión mística; y los cristianos que en su espiritualidad entienden
primariamente la fe como praxis de seguimiento conciben a la Iglesia, sobre todo, como
servidora o como comunidad de discípulos.
Algunos años después de publicar su trabajo sobre los modelos de Iglesia, Avery
Dulles propuso hablar también de tres modelos de fe: el modelo intelectualista (la fe
como adhesión mental a las verdades enseñadas por la Iglesia), el modelo fiducial (la fe
como confianza honda en la persona y el mensaje del Señor) y el modelo performativo
(la fe como acción que libera al propio creyente y a otros de formas humanas y
espirituales de opresión). Estos tres modelos están basados en el hecho de que la fe
puede entenderse como adhesión, confianza y acción o, dicho de otro modo, de que la fe
comprende siempre tres elementos: el convencimiento de lo que uno tiene creyentemente
por verdadero, la confianza en la bondad y poder de Aquel en quien se cree y el
compromiso con lo que uno cree.
Parece que los modelos de fe de Dulles están en correlación con los tres modelos de
espiritualidad. Quien espiritualmente entiende la fe como contenido salvífico mantiene,
de ordinario, el modelo intelectualista de la fe; quien la concibe como llamada de alerta
del Espíritu, el modelo fiducial; quien la entiende como praxis del reino de Dios, el
modelo performativo.
Al reflexionar sobre estos modelos de fe y de espiritualidad en la Iglesia de hoy, se
hace patente que también puede haber en la Iglesia actual modelos diversos de
evangelización, a menudo inconscientes, que conviene explicitar. El darnos cuenta de
ello hace posible que nos identifiquemos con uno o varios de esos modelos. Lo cual nos
ayudaría a aceptar no solo que otros creyentes mantienen modelos de evangelización
distintos del nuestro, sino también que la concepción propia de la evangelización no es el

56
único camino válido. Ya los Hechos de los Apóstoles del Nuevo Testamento conocen
variados «modelos» de evangelización:
• El anuncio por medio de la palabra (Hch 2,14-41: predicación de Pedro en
Pentecostés).
• El anuncio por el testimonio de la vida (Hch 6,8–7,60: martirio de Esteban).
• El modelo fraternal de una pequeña comunidad fundada en la fe (Hch 2,43-46;
4,32-37: la vida en común de la primitiva comunidad de Jerusalén).
• El testimonio de la acción diaconal (Hch 3,1–4,31: curación del mendigo en la
Puerta Hermosa).
• El modelo de la inculturación (Hch 17,16-34: discurso de Pablo en el
Areópago).
La comprensión fundamental de los diversos caminos para dar testimonio del
Evangelio podría aportarnos una mayor claridad y tolerancia para nuestras discusiones y
nuestras actividades evangelizadoras, fecundándonos mutuamente, para construir el
reino de Dios sobre el terreno.
Puede servirnos de ayuda distinguir entre tres modelos de evangelización,
correlativos a los modelos de fe de Avery Dulles: el modelo didáctico-sacramental, el
modelo kerigmático-carismático y el modelo de transformación política y social.

57
Modelo didáctico-sacramental
La espiritualidad tradicional entiende la fe en el sentido de adhesión a las verdades
objetivas enseñadas por la Iglesia (ortodoxia), como firme profesión de su doctrina de fe
con sus implicaciones éticas prácticas. Los partidarios de este modelo presuponen
muchas veces que los católicos están ya básicamente evangelizados en virtud de la
recepción de los sacramentos de iniciación y la vida en la comunidad cristiana. En
consecuencia, ven la tarea de la evangelización más bien en el ámbito didáctico y
catequético. Los sacerdotes, maestros/as y agentes de pastoral deben construir sobre el
cimiento de los sacramentos de iniciación. Esto se concreta predicando y enseñando las
verdades dogmáticas y morales de la fe, para asegurar una fe correcta y una acción
correcta. Según esta concepción, la instrucción en la fe es, de ordinario, objetiva, y se
echa en falta una dimensión más experiencial o personal. Por ejemplo, los predicadores y
maestros de este tipo pocas veces dan testimonio personal de cómo las verdades de la fe
han cambiado su vida. Un testimonio así sería considerado como subjetivismo y
autoexhibición.
Evidentemente, en este modelo se incluye también una concepción de la fe como
confianza. La encontramos en formas tradicionales de la piedad popular, como la
devoción al Sagrado Corazón de Jesús o a la Divina Misericordia, que recalcan la
necesidad de la confianza en Jesucristo.
La forma didáctico-sacramental de evangelización está centrada en el mensaje; el
Evangelio es presentado, ante todo, mediante elementos cognitivos. La comunicación
tiene lugar, habitualmente, de modo unidireccional, en forma de charla preparada para
oyentes pasivos. El acento se pone en la organización y la técnica y en la búsqueda de
una presentación del mensaje lo más efectiva posible. El convencimiento de quienes
siguen esta línea es que las personas que han entendido la oferta de la fe optarán por una
existencia cristiana convencida.
Una mirada a la historia muestra cómo han asumido los evangelizadores el modelo
didáctico-sacramental de evangelización, mejorándolo con elementos de otros modelos.
En el siglo XVIII, por ejemplo, el concepto de evangelización se ajustaba en muy gran
medida al modelo didáctico-sacramental. Se creía firmemente que los seres humanos no
podían salvarse si no se les anunciaban las verdades centrales de la fe y eran

58
reconciliados con Dios y bautizados. Así, por ejemplo, san Vicente de Paúl (1581-1616),
en una carta a un amigo sacerdote, escribe haber oído a un hombre de gran doctrina y
piedad que, si uno muere en la ignorancia de la Encarnación y la Trinidad, muere en
estado de condenación. Lo cual le afectaba mucho a él mismo, al causarle una gran
angustia por poder condenarse también al no haberse empleado lo suficiente en
adoctrinar a los pobres [58]. Por tanto, aunque el modelo didáctico-sacramental marcaba
la evangelización de Vicente de Paúl, él lo enriquecía con elementos de los otros dos
enfoques.
Hasta hoy sigue manteniendo gran relevancia en el seno de la Iglesia la forma
didáctico-sacramental de evangelización, pues el conocimiento de la fe condiciona la
praxis de la fe. Los papas Juan Pablo II y Benedicto XVI han dado gran importancia a la
necesidad de introducir a los creyentes en las verdades objetivas. Se hace patente, por
ejemplo, en el enfoque sistemático y objetivo del Catecismo de la Iglesia católica y del
procedimiento, igualmente argumentativo, de las encíclicas Veritatis splendor y Fides et
ratio. Está claro que los papas temían que el moderno enfoque existencial de la religión,
con sus modelos de evangelización característicos, corriera peligro de caer en el
relativismo y el subjetivismo (se podría considerar un enfoque «a la carta» de la verdad).
No es de extrañar que muchos predicadores y maestros estén de acuerdo con esta
apreciación de los papas en sus propios esfuerzos.
El modelo didáctico tiene, evidentemente, sus puntos fuertes. Posee una larga
tradición y ha funcionado bien en el pasado. Recalcar la necesidad de normas objetivas
le proporciona una idea clara de concentración, contraria a las corrientes contemporáneas
de subjetivismo y relativismo. No da por supuesto que las personas dispongan de una
autoconsciencia y una conciencia bien cultivadas y es, por tanto, apropiado para gente
que no dispone de gran inteligencia o formación.
Pero el modelo didáctico-sacramental tiene también puntos débiles evidentes. El
enfoque desarrollado en la época clásica de la Iglesia de masas no siempre es adecuado
para las necesidades existenciales de nuestra época. Parece promover un estilo de
catolicismo sociológico y conformista, más que una profunda entrega personal a Cristo.
El papa Juan Pablo II lo expresó así en su exhortación apostólica Ecclesia in Europa:
«Muchos bautizados viven como si Cristo no existiera: se repiten los gestos y los signos
de la fe, especialmente en las prácticas de culto, pero no se corresponden con una
acogida real del contenido de la fe y una adhesión a la persona de Jesús» [59]. Algunos

59
estudios han mostrado claramente que la gente prefiere un enfoque de la fe y la religión
más existencial y ligado a la experiencia. El hecho de que las personas hayan sido
iniciadas en los sacramentos y en las verdades de la fe cristiana no significa
automáticamente que hayan sido evangelizadas de tal modo que queden afectadas y
transformadas de forma más honda, íntima y espiritual.

60
Modelo kerigmático-carismático
El modelo kerigmático-carismático de evangelización está basado en el convencimiento
de que la fe significa, ante todo, confianza en Dios. En consecuencia, hace especial
hincapié en la necesidad de una primera evangelización, más orientada a la experiencia
que en el modelo didáctico.
Muchos problemas eclesiales no van a solucionarse si simplemente se encamina a la
gente de forma estandarizada a los sacramentos, sin darle luego ocasión alguna de
profundización y de experiencia de la fe. Muchos católicos no han sido evangelizados de
modo efectivo, es decir, guiados a una relación personal con Jesucristo, sino únicamente
«sacramentalizados».
Según los representantes de un modo de creer evangélico, pentecostal y
carismático, el objetivo de la evangelización consiste en llevar a los seres humanos a un
conocimiento interno de la redención que les ha sido otorgada de una vez por todas en la
cruz por medio de Jesucristo. Lo cual puede ser resultado de una experiencia
religiosa [60]. Esta dimensión de convencimiento profundo y confianza personal se
puede observar también en muchos movimientos espirituales de la Iglesia católica. La
experiencia de conversión de John Wesley (1703-1791), uno de los fundadores del
movimiento metodista, tipifica aquello a lo que apunta este modelo. Tras un
derrumbamiento moral, Wesley estaba desilusionado. Cuenta en su diario cómo se
encontró con un pastor de los Hermanos Moravos, que le preguntó: «¿Conoces a
Jesucristo?». Wesley se paró y respondió: «Sé que él es el salvador del mundo». «Cierto
–le replicó–, pero ¿sabes que también te ha salvado a ti?». Wesley respondió: «Tengo la
esperanza de que murió para salvarme». El hermano moravo preguntó a Wesley: «¿Te
conoces a ti mismo?». Respondió: «Lo hago»; pero le entró el temor de que su respuesta
fuera palabras vanas. Wesley relata que algún tiempo después tuvo una experiencia de
conversión que inflamó su corazón, mientras escuchaba la Introducción a la Carta a los
Romanos de Lutero, leída en una conferencia en la Aldersgate Street de Londres: «Sentí
que confiaba en Cristo, solo en Él, para mi salvación. Y se me concedió la seguridad de
que había quitado mis pecados, ¡los míos!, y me había salvado de la ley del pecado y la
muerte» [61].

61
Los cristianos evangélicos y carismáticos piensan que el mensaje del Evangelio
debe ser corroborado y anunciado con testimonio personal (esto es, aportando cómo yo
mismo he experimentado la verdad salvadora). Los seminarios Vida en el Espíritu,
fundados por la Renovación Carismática, y el llamado «curso Alfa» son ejemplos de este
modelo de evangelización. Los cristianos evangélicos y carismáticos piensan también
que la verdad del Evangelio no solo ha de ser manifestada con el testimonio de una vida
cristiana santa y gozosa, entregada a las obras de misericordia y a la lucha por la justicia,
sino también con el carisma de sanación y los milagros [62]. La experiencia de estas
Iglesias libres muestra que nosotros, como Iglesia católica, hemos de encontrar un
equilibrio entre compromiso social y vida espiritual. Se trata de establecer una sana
relación entre amor a Dios y amor al prójimo, sacando fuerza del amor de Dios para el
amor al prójimo. Para Vicente de Paúl, el santo del amor al prójimo y fundador de la
moderna Cáritas, evangelizar significaba proseguir la obra de Jesucristo en íntima unidad
del amor a Dios y al prójimo [63]. Unidos a Cristo, la vid, podemos dar fruto abundante
(cf. Jn 15,5-6).
El modelo kerigmático-carismático subraya que los seres humanos, tras su
conversión, tienen necesidad de una buena formación creyente, de índole tanto
catequética como inspiradora, encaminada a dar firmeza y profundidad a su fe confiada.
Este modelo tiene toda una serie de puntos fuertes. Recalca sobre todo la
importancia de la confianza en Dios para la fe y posee, por tanto, fundamento bíblico. Es
un método de evangelización personal, afectivo y, por ende, vinculado a la experiencia,
adecuado a las necesidades y expectativas de muchas personas de nuestro tiempo.
Harvey Cox, profesor de Teología en la universidad americana de Harvard, analiza que
las personas de la posmodernidad en búsqueda religiosa prefieren una fe que las ayude a
encontrar su camino en la vida aquí y ahora. No se aceptan verdades porque vengan
garantizadas por una autoridad, sino porque las propias personas descubren que son
adecuadas para su vida diaria [64].
El modelo kerigmático-carismático subraya de dos modos la importancia del
testimonio personal. Primero, los seres humanos han de vivir lo que predican. Segundo,
han de compartir su experiencia creyente personal dando testimonio, es decir, contando
la historia de su propio camino de fe. Evangelizar de esta manera inspira y estimula
también a otras personas para que expresen su fe más en términos personales que
abstractos. Según esta concepción, no es tanto que se «enseñe» la fe como que ella

62
«capta» a la persona. El modelo ofrece una buena base para continuar una catequesis en
fe y moral.
Mientras que la evangelización de tipo didáctico-sacramental ha producido algunos
resultados insatisfactorios en la Iglesia contemporánea, puede decirse que el modelo
kerigmático-carismático ha tenido mayor éxito en el ámbito de la renovación de la fe y la
entrega. Pero, como todo modelo, tiene también algunos puntos débiles. Puede llevar al
individualismo (en el sentido de «mi salvación, mi experiencia»), descuidando la
dimensión comunitaria de la fe. La importancia de los sacramentos como signos e
instrumentos de la gracia puede quedar desvalorizada. Es posible también que lleve a un
subjetivismo exagerado, haciendo que las personas confíen más en sus propios
sentimientos y experiencias (visiones, profecías, etc.) que en la doctrina común de la
Iglesia, más bien ignorada que rechazada. Este modelo tiene además el peligro de
mantener un concepto demasiado reducido de evangelización, pasando por alto la
importancia de las dimensiones diaconal y sociocultural del Evangelio y de la fe
(compromiso con la justicia, ecología, inculturación, diálogo religioso, etc.).

63
Modelo de transformación política y social
El modelo de evangelización enfocado a la acción no destaca tanto las facetas de la fe
como adhesión a verdades o como acto de confianza en el salvador personal, sino que
concibe la fe, sobre todo, como actuación correcta, como praxis del reino de Dios
(ortopraxis). Aboga por un compromiso, inspirado en el Evangelio, por la liberación de
personas y comunidades de la opresión provocada, por ejemplo, por la maldad humana o
por estructuras de pecado ligadas a ella.
Para Jon Sobrino, teólogo jesuita salvadoreño originario de España, Jesús no
propugna un amor apolítico y ahistórico, sino un amor político, inserto en la historia, que
tiene repercusiones visibles en los seres humanos. En el amor a los pobres está basada su
opción por ellos, en el amor a los ricos su oposición a ellos. En ambos casos lo que le
importa es algo más que una justicia distributiva: se trata de una renovación de raíz y una
nueva creación [65]. Según el dominico peruano y teólogo de la liberación Gustavo
Gutiérrez, el seguimiento de Jesús es el fundamento de una forma de fe concentrada en
la conversión al prójimo, a la persona oprimida, a la clase explotada, al pueblo
oprimido [66].
El modelo de evangelización enfocado a la acción es deudor de la teología de la
liberación, pero también de nuevas perspectivas de la doctrina social católica, tal como
se encuentran, por ejemplo, en la exhortación apostólica Populorum progressio, del papa
Pablo VI.
La idea de la praxis de la fe es central. El compromiso solidario con los pobres
ayuda a entender la verdadera significación de la Buena Noticia. El modelo de
evangelización enfocado a la acción parte de que Jesucristo está ya siempre con los
pobres y de que el anuncio del Evangelio de palabra y obra ayuda a los seres humanos a
reconocer y asumir su dignidad como hijos de Dios. Les ayuda también a liberarse del
mal, un cuerpo extraño en su vida cristiana.
La liberación puede adoptar diversas formas. Por un lado, puede llevarse a cabo de
modo estructural, oponiéndose a leyes y regulaciones institucionales de índole malvada u
opresora, que son contrarias al Evangelio. El análisis social permite identificarlas,
combatirlas y cambiarlas. Al hacer patentes los evangelizadores de este modo práctico su
compasión y amor, no solo dan testimonio de la Buena Noticia, sino que a su vez son

64
evangelizados en ese proceso. Esta es la clave hermenéutica indispensable que les
posibilita franquear la riqueza espiritual de la Escritura.
En los países occidentales, donde suele haber una amplia clase media, la opresión
puede darse, con frecuencia, en el plano psicoespiritual, por ejemplo en forma de heridas
interiores provocadas por el abuso físico o emocional por parte de miembros de la propia
familia o de personas del entorno cercano. Estos problemas están, sin duda, también
ligados a la quiebra de la solidaridad social, en virtud de una falsa escala de valores
globales, que lleva inevitablemente a una escisión entre poseedores y desposeídos en el
seno de la sociedad. La Madre Teresa los llamaba los «nuevos pobres», cuyo sufrimiento
psicoespiritual tiene que ser aminorado mediante ayudas prácticas y terapéuticas. El dar
soporte a un ser humano en su desarrollo personal puede considerarse, así, como una
dimensión de la evangelización.
Otro aspecto importante de la evangelización podemos encontrarlo en el capítulo 8
de la Carta a los Romanos (8,19-22): el Evangelio se dirige a toda la creación. Tenemos
hoy una crisis ecológica, proveniente de la explotación despiadada del mundo y del
incremento continuado de la polución y el calentamiento.
El modelo de evangelización en la transformación política y terapéutica tiene
también dimensiones de transmisión didáctica de la fe y de despertar creyente personal,
pero su acento esencial está puesto sobre el Evangelio como acción liberadora. El papa
Francisco exhorta a salir a todas las periferias de la vida.
Aunque los grandes santos y misioneros del pasado han mantenido primariamente
un modelo didáctico-sacramental, encontramos también en sus concepciones aspectos
enfocados a la acción. Una y otra vez subrayan que el amor debe expresarse en formas
concretas de actuación. Para Vicente de Paúl, la atención a los pobres abarcaba sus
necesidades tanto materiales como espirituales. Auxiliar de cualquier modo a una
persona significa para él darle testimonio del Evangelio de palabra y obra. Solía contar el
caso de una religiosa a quien llegó la demanda de ayuda de un pobre mientras estaba en
la adoración eucarística, y que salió a prestarle auxilio, cierta como estaba de que dejaba
«a Dios por causa de Dios» [67].
«¡Amemos a Dios, hermano! –cuentan que decía Vicente–, ¡amemos a Dios!, pero
con el trabajo de nuestras manos, con el sudor de nuestro rostro; pues con demasiada
frecuencia tantos actos de amor de Dios, de benevolencia y sentimientos similares y
actos interiores de un corazón tierno resultan, sin embargo, muy sospechosos; pues no

65
bastan a ejercitar un amor eficaz..., se contentan con dulces conversaciones que tienen
con Dios en la oración, llegan a hablar como los ángeles... ¡No, no! No nos engañemos;
todo nuestro empeño consiste en actuar» [68].
El modelo de evangelización enfocado a la acción tiene una serie de puntos fuertes.
No solo se ajusta a las necesidades de nuestro tiempo y tiene un enfoque existencial y
práctico, sino que está fundado bíblicamente: la fe como praxis del reino de Dios hace
referencia a afirmaciones bíblicas centrales, como la llamada a la misericordia, la
bienaventuranza de los pobres (Mt 5,3; Lc 6,20) y la autoidentificación de Jesús con los
pobres: «Lo que hayáis hecho a estos mis hermanos menores, me lo hicisteis a mí» (Mt
25,40). En este modelo, además del alivio de la pobreza, la evangelización aborda sus
causas y motivos sistémicos. Interpreta el misterio saludable de Cristo de un modo
integral y propio de nuestro tiempo, que incluye la sociedad, la ecología, el cuerpo, el
espíritu y el alma.
Pero el modelo de evangelización enfocado a la acción tiene también una serie de
puntos débiles. Puede descuidar la importancia de la entrega personal a Jesucristo y
quedar reducido, en definitiva, a un humanismo sociopolítico o psicológico-terapéutico,
que reemplaza la trascendencia por la autorrealización. Entonces los esfuerzos de
evangelización según este modelo corren peligro de volverse sincretistas o gnósticos, lo
mismo que la espiritualidad New Age.

66
Perspectivas para la evangelización
¿Cuál de estos modelos se ajusta mejor a las necesidades de nuestro tiempo? Vivimos en
una sociedad en rápido cambio, en la que el centro de gravedad se desplaza de la
experiencia de una autoridad religiosa a la autoridad de la experiencia religiosa. Karl
Rahner describió hace unos años con gran precisión la situación en el sentido de que «la
espiritualidad del futuro no se apoyará ya en una convicción unánime, evidente y
pública, ni en un ambiente religioso generalizado, previos a la experiencia y a la decisión
personales» [69]. sino que vivirá de la experiencia y la solidaridad de cada uno.
Puesto que el modelo didáctico-sacramental de evangelización parece inadecuado
para una cultura existencial, puede no ajustarse a primera vista a las necesidades de la
época actual. El modelo kerigmático-carismático y el enfocado a la acción social y
terapéutica tienen ambos una orientación pragmática y existencial y por ello en más clara
sintonía con el sentimiento vital y la mentalidad del hombre moderno. ¿Cuál de los dos
es preferible?
Es indiscutible que ciertos elementos que recalcan los tres modelos, cada uno a su
modo, son dimensiones de la fe que tienen una vigencia capital en toda forma
de evangelización. La confianza en Dios, como resultado de experimentar su amor
misericordioso, ocupa siempre el primer lugar. A continuación viene el crecimiento en la
fe a partir de la adhesión a las verdades salvíficas reveladas por Dios. El asentimiento de
la inteligencia a la verdad de fe debería ser consecuencia de la confianza en Dios, como
ocurría en la Iglesia neotestamentaria, y no un sustitutivo de ella. Finalmente, la fe en
cuanto confianza llegará necesariamente a expresarse en una praxis creyente, la cual a su
vez estará en relación recíproca con el modo y manera como los seres humanos confían
en Dios y se adhieren a su verdad revelada.
Estos tres modelos aquí expuestos son, naturalmente, de carácter provisional.
Tienen que ser continuamente reelaborados y repensados a la luz de la reflexión
teológica sobre las experiencias de la evangelización. Tan pronto como estos modelos
quedan perfilados, podemos preguntarnos cuál es el modelo que parece más conducente
en la praxis.
El modelo de evangelización que preferimos depende de nuestro modelo de Iglesia
favorito. Esta toma de conciencia puede resultar útil por doble motivo para todos los que

67
se dedican a la evangelización. Por un lado, para reconocer dónde está posiblemente la
praxis propia en contradicción con la teología de la evangelización presupuesta. Por otro,
para caer en la cuenta, ante la diferente praxis de otros, de cuál es su modelo de
actuación y respetarlo. Un conocimiento básico de las diferentes formas de evangelizar
hará posible que surja la colaboración. Los modelos son complementarios; un modelo
puede ser completado con los puntos fuertes de los otros.
Una cosa hemos de tener clara en todos los caminos de evangelización, por muy
diferentes que sean: nuestro cometido es llevar a Dios a los hombres y a los hombres a
Dios. Es así como edificamos la Iglesia como communio vivida. La comunión con Dios
nos otorga la gracia de vivir también en comunión entre nosotros. El principio y el fin de
toda evangelización es el don de la communio con Dios, que ya nos ha sido otorgada y
podemos experimentar. Pero su culminación es la esperanza escatológica, que nos da la
gracia de transformarnos a nosotros mismos y al mundo a la luz del Evangelio.
La Primera Carta de Juan describe de modo insuperable lo que significa la
evangelización: «Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos
visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y han palpado nuestras manos, es lo
que os anunciamos: la palabra de vida. La vida se manifestó: la vimos, damos testimonio
y os anunciamos la vida eterna que estaba junto al Padre y se nos manifestó. Lo que
vimos y oímos os lo anunciamos también a vosotros para que compartáis nuestra vida,
como nosotros la compartimos con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Os escribimos esto
para que se colme vuestra alegría» (1 Jn 1,1-4).

68
4.
Evangelización como tarea de la fe.
Criterios y perspectivas

Si la Iglesia quiere permanecer fiel a su misión, no puede renunciar a llevar a los seres
humanos a un vínculo interior y más profundo con ella. El reto misionero está en superar
la discrepancia existente entre la fe y la Iglesia como lugar de vivencia de la fe. La
alternativa «religión sí, Iglesia no», o bien «Dios sí, Iglesia no», debe convertirse en un
convincente «Dios sí, Iglesia también».
El verdadero motivo para la misión y para la difusión del Evangelio está dado en el
irrevocable designio salvífico de Dios para con los hombres. La misión no es una
función más de la Iglesia entre otras, sino que es el elixir vital de la Iglesia. La misión es
expresión de su vida y de su realización vital. La Iglesia es esencialmente misionera.
Puesto que la Iglesia se halla en la misión de Jesucristo, no puede ser más que misionera.
Para que la misión tenga resultado, tiene una importancia extraordinaria hacer inteligible
y transparente el vínculo interno entre la encomienda misionera de Jesucristo y la
encomienda misionera de la Iglesia. El presupuesto de toda evangelización radica, por
ello, en el convencimiento de la propia fe. Solo con el convencimiento propio hacia
dentro puede sostenerse un entusiasmo nuevo por la fe hacia fuera. Redescubrir la Iglesia
y su encomienda espiritual de ser luz y levadura en el mundo es el presupuesto
irrenunciable que necesita la salida misionera. Se trata de mantener viva y fomentar la
dimensión misionera de la fe católica mediante una reflexión creyente. La misión no es
solo cuestión de algunos especialistas, sino asunto cordial de todo creyente. Suscitar una
nueva conciencia misionera es el imperativo del momento actual para la Iglesia.
Para hacer posible esa salida misionera, hay que efectuar un cambio de perspectivas
en la concepción convencional de misión. Antes de la pregunta por la salvación de los no
cristianos o de los miembros de otras religiones está la necesidad de revitalizar y ahondar
la propia fe de los cristianos. Solo ahí puede fundarse una energía permanente
renovadora de la actividad misionera. Hay que lograr, además, revitalizar el mensaje de

69
la fe en el meollo de ese acontecimiento. Lamentablemente parece que entre los católicos
la autoestima de la fe propia esté pasando ahora un momento de especial crisis. Están
afectadas tres cuestiones fundamentales de la fe cristiana: la cuestión de Dios, la cuestión
de Jesucristo y la cuestión de la Iglesia.
La autocomprensión del ser cristiano depende decisivamente de quién es Dios, qué
significación tiene la persona de Jesucristo para la humanidad y qué papel corresponde a
la Iglesia en el plan salvífico de Dios para los hombres. La respuesta existencial a estas
cuestiones y el convencimiento de la fe ligado a ella es el presupuesto fundamental para
una nueva salida misionera.

70
La cuestión de Dios en el centro [70]
La cuestión de Dios se ha convertido de nuevo en un asunto público [71]. Mucha gente
busca a Dios. Si hoy vuelven a preguntarse más por Dios, pero las respuestas a menudo
resultan muy difusas y la búsqueda de Dios no necesariamente lleva a las personas a la
Iglesia, ha llegado el momento de preguntarse el porqué, para así poder hablar más
consciente y francamente de la concepción de Dios de cada uno.
En una época de cambios, en la que una modernidad removida en sus supuestos
básicos va tanteando en busca de una apertura nueva a la realidad de Dios, hay que
reconocer los signos de los tiempos y poner a Dios con todo vigor en el centro del
lenguaje y la acción eclesial, introduciéndolo de modo convincente en el discurso de la
sociedad.
¿Cómo puede lograrse hacer perceptible de nuevo a la Iglesia como lugar de la
presencia viva de Dios? La pregunta que tenemos planteada es: «¿Está o no está con
nosotros el Señor?» (Ex 17,7). Solo cuando se responde a esta pregunta con un sí puede
desarrollarse una energía misionera.
Sin plantear la cuestión de Dios, no podemos volvernos una Iglesia misionera. No
se puede llegar a resolver realmente problema alguno si Dios no vuelve al centro de la
Iglesia. Solo el entusiasmo por Dios puede constituir la base para una nueva fuerza
configuradora de la Iglesia.
Contra toda corriente atea y nihilista, una Iglesia que quiera ser misionera ha de
poner la cuestión de Dios en el centro de todas sus actividades. Su primer y fundamental
cometido no es poner en la picota el tan extendido olvido de Dios y el ateísmo agresivo
emergente, sino que tiene que dedicarse a superar el olvido cotidiano de Dios dentro de
la Iglesia. Cierto que hablamos de Dios, pero el interrogante decisivo sigue siendo si
Dios es para nosotros una realidad viva o si se trata de una palabra vacía, que queda sin
repercusión. ¿Contamos de hecho con el poder de Dios? ¿Es Dios reconocible en medio
de nosotros? ¿Cómo conseguir, a pesar de todo oscurecimiento humano, que la presencia
de Dios en la Iglesia pueda ser experimentada y percibida por nosotros mismos, pero
también por los de fuera?
Únicamente cuando nosotros mismos hemos encontrado y experimentado a Dios en
la Iglesia podemos salir afuera reforzados. Dios es el asunto originario del ser eclesial;

71
más que un mero concepto, es una realidad existencial, la fuerza que todo lo determina
en la Iglesia. Por eso hay que examinar cómo superar el olvido de Dios propio de la
Iglesia y de la teología y cómo hacer que todas las actividades eclesiales queden
determinadas desde Dios y hacia Dios.
Sin experiencia de Dios no podemos hablar de Dios. En cambio, quien hace una
experiencia existencial de Dios puede facilitar su acceso también a otras personas; le sale
del corazón hablar de Dios. Para poder ser misionera, la Iglesia debe darse a conocer
como lugar de experiencia de Dios. La cuestión de una Iglesia fidedigna en lo misionero
se habrá de poder calibrar por la medida en que ese anhelo de Dios se haga visible en
ella.
El fundamento de la vocación de cada cristiano y de la Iglesia es dar testimonio de
la presencia de Dios. Respondemos a nuestra vocación si como Iglesia tenemos cuidado
de suscitar un anhelo permanente de Dios. La esperanza cristiana fundamental debería
ser visible siempre: el Dios en quien esperamos va a sobrepujar todos nuestros sueños
humanos, saciando a los hambrientos y calmando nuestra sed vital. La fe cristiana da una
respuesta singular a la cuestión de Dios: Dios es amor, es el Viviente que cuida de
nosotros, y su relación con los seres humanos está marcada por la benevolencia y la
donación de sí. Ama a los suyos con un amor apasionado.
Lo característico de una Iglesia misionera es buscar a Dios siempre y en todas
partes, encontrar el camino hacia Él y mostrarlo a otros. Pues Dios se da a conocer por
medio de personas que le conocen, se ponen a su disposición y le hacen espacio. El
camino hacia Dios pasa una y otra vez por personas que ya están con Él. Pasa por un
encuentro que luego es profundizado y así se puede compartir. Aunque Dios no está
ligado a nuestras búsquedas, a nuestros éxitos y fracasos, es coherente con el anuncio
cristiano que Dios pueda ser descubierto de nuevo precisamente en las incertidumbres de
la vida.
Dios es conocido por sí mismo. Se da a conocer en Jesucristo, que es la
manifestación activa de Dios. A Dios solo lo podemos descubrir por Jesucristo: «Quien
me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14,9).

72
La singularidad de Jesucristo
Jesucristo es el núcleo del mensaje cristiano [72]. Mirando a Cristo conoceremos el
verdadero rostro de Dios, pero también el verdadero rostro del hombre y el verdadero
rostro de la Iglesia. Solo si se logra hoy comunicar a la gente un conocimiento más
profundo de Jesucristo pueden las personas religiosas descubrir la «plusvalía» de la fe
cristiana y convertirse en cristianos creyentes. Muchas percepciones de la persona de
Cristo desde fuera son insuficientes e inadecuadas. Para iniciar un vínculo profundo y
duradero con Jesucristo y entrar en su seguimiento, las personas han de sentir un
entusiasmo por Jesucristo. Lo cual presupone que se hace patente quién es realmente y
cuál es su significación real para nosotros y para el mundo. «Jesucristo es el rostro de la
misericordia del Padre. El misterio de la fe cristiana parece encontrar su síntesis en esta
palabra. Ella se ha vuelto viva, visible, y ha alcanzado su culmen en Jesús de Nazaret. El
Padre, “rico en misericordia” (Ef 2,4), después de haber revelado su nombre a Moisés
como “Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y pródigo en amor y fidelidad”
(Ex 34,6), no ha cesado de dar a conocer en varios modos y en tantos momentos de la
historia su naturaleza divina. En la “plenitud del tiempo” (Gal 4,4), cuando todo estaba
dispuesto según su plan de salvación, Él envió a su Hijo nacido de la Virgen María para
revelarnos de manera definitiva su amor. Quien lo ve a Él, ve al Padre (cf. Jn 14,9). Jesús
de Nazaret con su palabra, con sus gestos y con toda su persona revela la misericordia de
Dios» [73]. Ahí está cimentada para el mensaje cristiano su significación universal para
todas las personas y en todos los tiempos. El conocimiento profundo de la persona de
Jesús es ciertamente un don de Dios; pero la comunidad eclesial de narración y
testimonio debe crear la condición necesaria para que Jesucristo sea conocido y
confesado como Hijo del Dios vivo.
En el carácter singular y único de Jesucristo radica el fundamento que sostiene la
misión cristiana. No nos predicamos a nosotros mismos, sino a Jesucristo. Los seres
humanos vienen a la Iglesia no para aprender sabiduría humana, sino para escuchar el
mensaje sanador y salvador de Jesucristo. En la medida en que logremos manifestar a
Jesucristo, que le puedan escuchar y experimentar, podrán sentir las personas la
presencia viva de Dios, especialmente también en la Iglesia. Cuando los seres humanos

73
entran en relación con Dios, crecen en la amistad con Jesucristo, aumenta también una
vinculación nueva entre ellos y con la Iglesia. La relación con Dios crea vínculo eclesial.
La Iglesia no predica un principio abstracto, ni una doctrina amorfa, sino un nombre
y un rostro: a Jesús de Nazaret, el Crucificado y Resucitado. En Cristo conocemos la
misericordia de Dios y este conocimiento capacita a cada cristiano para ser testigo de esa
misericordia. Corresponde a su persona una incondicionalidad que radica en su relación
con Dios. El anuncio cristiano es un ofrecimiento universal de amor y una promesa de
salvación. Es un servicio escatológico y provisional a Jesucristo, el Resucitado, en el
cual ha sido prometida a la humanidad entera la consumación de toda «plenitud
fragmentaria» de los elementos de verdad, de santificación y de vida. Anunciamos a
Jesucristo como signo de salvación para todos los seres humanos, luz para iluminar a los
paganos (Lc 2,32), paz a los hombres de su complacencia (Lc 2,14).
La misión es mediación del mediador. Pues Él es el único mediador de la salvación
para todos los seres humanos; la propia Iglesia ofrece lo que el Señor le da: «Yo recibí
del Señor lo que os transmití» (1 Cor 11,23). Contra viento y marea, la Iglesia debe
poner en el centro de su acción al mediador de toda salvación. La predicación, la
tradición, la liturgia, la diaconía, etc., solo se entienden desde Cristo y solo de Él pueden
vivir. En el amor a Cristo reside el fundamento de toda renovación, reforma y
revitalización.
Lo único que sirve contra esa fatiga misionera actual es aprender de nuevo a mirar a
Cristo: no ver en Él simplemente a un hombre –aun extraordinario y de bondad
singular–, sino captar en el hombre Jesús de Nazaret el rostro del Hijo de Dios mismo.
Llena de esperanza ver que muchas personas, incluso fuera del cristianismo, se dejan
conmover precisamente por la dimensión humana de Jesús. Se ofrecen ahí puntos de
conexión estupendos para esclarecer y confesar la singular significación de Jesucristo
para la humanidad, que los propios cristianos han de ser los primeros en asimilar. Pero
igualmente es cierto que la fe cristiana se levanta o cae con la confesión de que
Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre.
Si Jesús hubiera sido solo un hombre, habría quedado relegado definitivamente al
pasado; solo nuestro recuerdo lejano le podría traer entonces al presente con mayor o
menor nitidez. Solamente si es el verdadero Dios puede estar hoy presente en medio de
nosotros procurando la salvación. En la situación actual hemos de poner el máximo
empeño en llevar a los seres humanos al conocimiento pleno de la verdad en Jesucristo.

74
Esa confesión viva de Cristo es la que, compartida con alegría, se convierte en fuerza
impulsora de la misión cristiana.

75
Redescubrir la Iglesia
Otro presupuesto fundamental para suscitar una nueva conciencia misionera es
redescubrir la verdadera figura de la Iglesia, es decir, su lugar y su misión en el plan
salvífico de Dios. Para ser Iglesia con carácter misionero, hay que conocer y afirmar en
la fe la significación de la Iglesia de Jesucristo, junto con la tarea permanente de
renovación espiritual de la Iglesia. Una Iglesia que vive de su hondura católica puede
crecer en su amplitud católica. Antes de poder implantar el Evangelio en pueblos y
naciones, la Iglesia, como heraldo del Evangelio, debe estar implantada y arraigada en
los corazones de los creyentes. Si la Iglesia echa raíces en los corazones de los seres
humanos, si se vuelve viva y despierta, llegará a ser misionera.
Se plantea aquí una pregunta decisiva: nosotros, los cristianos, y los que están fuera,
¿podemos ver brillar la luz de Cristo en el rostro de la Iglesia? El Concilio Vaticano II
afirma: «Cristo es la luz de los pueblos. Por ello este sacrosanto Sínodo, reunido en el
Espíritu Santo, desea ardientemente iluminar a todos los hombres, anunciando el
Evangelio a toda criatura (cf. Mc 16,15) con la claridad de Cristo, que resplandece sobre
la faz de la Iglesia. Y porque la Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea signo e
instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano, ella se
propone presentar a sus fieles y a todo el mundo con mayor precisión su naturaleza y su
misión universal» (LG 1). La condición irrenunciable para que los hombres conozcan en
la Iglesia a Cristo como luz de sus vidas es, por tanto, que los propios fieles entiendan
más profundamente y asuman con fe la naturaleza y la misión salvífica universal de la
Iglesia. Así pueden declarar con mayor precisión la auténtica realidad y significación de
la Iglesia.
Cada época tiene sus propios desafíos y tareas. En nuestra situación histórica hoy es
más importante que nunca visibilizar la figura espiritual interna de la Iglesia. Solo así
puede producirse un nuevo impulso misionero, haciendo patente la figura espiritual de la
Iglesia. Actualmente corresponde una particular importancia a la nueva evangelización,
en cuanto pastoral para los «alejados leales», que esclarece y abre perspectiva. Uno de
los grandes desafíos de nuestro tiempo es prestar ayuda con y por el Espíritu de Dios a
un cristianismo cultural sin garra, para que se revitalice.

76
La alternativa «Dios sí, Iglesia no» solo puede superarse si entendemos y
vivenciamos que el sentido y la justificación de la existencia de la Iglesia consisten, en
definitiva, en dar testimonio de la presencia de Dios y ser el lugar donde los seres
humanos viven y celebran su vinculación íntima con Dios. El vínculo interno de las
personas con Dios establece también comunión entre ellas. Cuanto más honda es la
relación de los creyentes con Dios, más crece su comunión mutua.
La convicción básica de la concepción católica de la Iglesia reside en que la Iglesia
no es un fin en sí misma, sino que está llamada por Dios a ser signo e instrumento
(sacramento) para hacer presente eficazmente en la historia la obra salvífica de Cristo.
La sacramentalidad determina la naturaleza y la existencia de la Iglesia. A la
comprensión teológica del origen, la razón de ser y la naturaleza de la Iglesia y de su
ordenamiento y figura visible le corresponde un puesto clave. La significación de la
Iglesia en el plan salvífico de Dios para los hombres quedará de manifiesto si
consideramos desde la fe su sacramentalidad. No es solo signo, también instrumento de
salvación; lo cual distingue a la Iglesia de toda otra institución y pone muy claramente
de relieve la singularidad de su figura. De una manera representativa y no excluyente, en
favor de todos y no solo de algunos escogidos, la Iglesia se halla en medio de la historia,
en camino hacia su fin último: la consumación final en Dios. Es sacramento universal de
salvación, independientemente de si sabe de ella y forma parte de ella una parte grande o
pequeña de la humanidad. Lo cual vale también para todos aquellos para quienes durante
su vida terrena Cristo sigue siendo desconocido, pues, en virtud de la obra salvífica de
Cristo, que la Iglesia representa eficazmente, también ellos están redimidos y llamados a
participar de la vida divina y contemplar la gloria de Dios.
En un contexto misionero, lo que importa en primer término no es la necesidad
salvífica de la Iglesia para la salvación de los no cristianos, sino el lugar histórico-
salvífico de la Iglesia en el único plan de salvación de Dios para la humanidad. La obra
salvífica de Cristo permanece presente en el mundo y en la historia por medio de la
Iglesia, para que todos los seres humanos puedan participar de la salvación de Cristo. La
imagen de la Iglesia debe continuar cobrando un perfil más nítido, siendo conocida y
percibida como una comunidad que primeramente y ante todo busca a Dios y se esfuerza
por amarle cada vez más. El punto crucial es el amor a Cristo, el Dios por y con nosotros
(Immanu-El). La Iglesia vive de, con y por aquel amor con que Cristo mismo nos ama.
Al presentar visiblemente y atestiguar con eficacia el amor hasta el extremo de

77
Jesucristo, va creciendo cada vez con mayor claridad hacia la figura que le es esencial:
ser Iglesia de talante misionero.
Vivir y actuar desde una eclesialidad existencial así entendida es una condición
necesaria, en especial para quienes actúan en nombre de la Iglesia, a fin de desarrollar un
vigor misionero nuevo. La profundidad de la misión de la Iglesia («eclesialidad») y su
dimensión universal («catolicidad») van creciendo juntas. La Iglesia como cuerpo de
Cristo y Cristo, su cabeza, forman un solo cuerpo, una unidad. En esta unidad, los
creyentes individuales están vinculados orgánicamente a Cristo y entre sí. Cristo no solo
alimenta y cuida su cuerpo, que es la Iglesia, sino que la ama (cf. Ef 5,25-27.32). Esta
afirmación bíblica se dirige como una interpelación existencial a cada fiel cristiano:
¿Amas tú también a su Iglesia? Solo quien vive con la Iglesia y en la Iglesia está
capacitado para ese amor. Conocemos el corazón de la Iglesia si vivimos en ella y con
ella. Descubrimos entonces cuán digna de amor es, pues en ella y con ella alcanzamos un
conocimiento amoroso del don que en ella y mediante ella se nos ha otorgado: Dios
mismo. Si no compartimos hoy el amor de Cristo a su Iglesia, no podrá crecer mañana la
Iglesia.
La misión de la Iglesia como cuerpo de Cristo en este mundo adquiere perfil si en
ella se entrelazan de modo creíble el amor a Dios y al prójimo, si ella saca de ahí su
fuerza y lo visibiliza en su anuncio. Lo cual repercute en la predicación, la liturgia y el
servicio general al prójimo. Ahí cumple la Iglesia su encomienda y su misión. De ahí se
deriva el postulado «Permanecerá la Iglesia de Jesucristo. La Iglesia que cree en el Dios
que se ha hecho hombre y nos promete vida más allá de la muerte» [74].
A partir de ese centro suyo es como la Iglesia puede encontrar su fuerza de
inspiración: en la fe en el Dios trino y uno, en el Creador y Padre misericordioso, en
Jesucristo, en la asistencia del Espíritu Santo. La comprensión interna y la presentación
externa van juntas; por eso la Iglesia ha de aprender a reconocer en la fe y la oración su
centro interior y a ver la finalidad de su misión en la glorificación y el honor de Dios. La
autenticidad y la credibilidad son presupuestos esenciales para el talante misionero de la
Iglesia.

78
Participar en la misión de Jesucristo
El apóstol Pablo nos exhorta a vivir como Jesús ante Dios en seguimiento de Cristo:
«Sabemos que el Mesías, resucitado de la muerte, ya no vuelve a morir, la muerte no
tiene poder sobre él. Muriendo murió al pecado definitivamente; viviendo vive para
Dios. Lo mismo vosotros, consideraos muertos al pecado y vivos para Dios en el Mesías
Jesús» (Rom 6,9-11). Ese vivir para Dios es el honor y la gloria de Dios. La Iglesia pone
el honor de Dios en el centro cuando sus fieles siguen a Cristo. La medida del honor de
Dios es Jesucristo mismo y su vida. Cristo, en cuanto Dios-hombre, es en un sentido
radical el honor de Dios con su ser y su destino. Estamos llamados y a la vez capacitados
para honrar a Dios con nuestra vida y honramos a Dios al configurar nuestra vida como
Cristo. Mirando a la misión de Jesucristo, hay que repensar de nuevo el fundamento de
la misión cristiana.
El origen de la evangelización hay que buscarlo y encontrarlo en la voluntad y el
designio salvífico del Dios trinitario. Dios Padre envía al mundo su Palabra eterna, a su
Hijo, que con su encarnación incrusta el envío salvador en la historia, donde prosigue
mediante la misión de la Iglesia. Ese envío trinitario es un rasgo esencial de la Iglesia.
En ese envío está fundado también el lugar de la Iglesia en el plan de salvación: «Como
el Padre me envió, yo os envío a vosotros» (Jn 20,21). Pues la salvación efectuada por
Cristo para todos los seres humanos ha de permanecer operativa y presente en la historia
y ser accesible a cada persona.
La Iglesia surge y vive del envío del Hijo por el Padre. La vocación cristiana es
fundamentalmente un envío: cada cristiano está llamado a participar de la misión de
Jesucristo y es enviado al mundo para traspasar las fronteras hacia sus semejantes y
anunciarles y atestiguar la Buena Noticia, con todo respeto a su diversidad. Ser cristiano
es una invitación viva a seguir a Jesucristo y aceptarle como Señor y Dios de la vida.
Entender así la participación en la misión de Jesucristo produce la conciencia de
que todos los cristianos son enviados, y, por tanto, misioneros. Por eso la comunidad de
los creyentes tiene la responsabilidad conjunta de agudizar la conciencia misionera. Hay
que comprobar la fuerza de convicción que tienen el testimonio cotidiano de fe y la
esperanza cristiana vivida. La vocación a participar en la misión de Jesús significa
dejarse poner por Jesús al servicio, ser capacitados por Él para colaborar, para anunciar

79
el Evangelio. Jesús da parte a sus discípulos, y con ello a todos los cristianos, en su envío
plenipotenciario a predicar de palabra y obra. El envío de Jesús es universal y está
vigente para todos los seres humanos de todas las épocas. Todos están llamados e
invitados a contribuir a la encomienda misionera de la Iglesia tomando parte en el envío
de Jesucristo. Todos han de volverse testigos de una animosa entrega al Evangelio de
Jesucristo.
Esta encomienda misionera adquiere para cada persona bautizada un rostro distinto
según los contextos de su vida. En la Iglesia, edificada para el servicio común mediante
los diferentes ministerios, servicios y carismas, recae una responsabilidad peculiar sobre
los dedicados enteramente a ella [75]. Deben especialmente tomar conciencia de su
servicio misionero subsidiario y de su especial responsabilidad para con la predicación.
Esos representantes públicos requieren un fortalecimiento especial para presentar de
modo creíble el mensaje de Jesús en todo su alcance, visibilizando de este modo la fe
cristiana en toda su belleza. Solo así puede destilar la fe cristiana un «atractivo» que
interpele a la gente y la mueva a interesarse por la Iglesia de Jesucristo.
Agudizar el perfil espiritual de la Iglesia y de los servicios eclesiales es algo
irrenunciable si quiere resultar estimulante y atractiva para las personas que buscan a
Dios. Es la única misión de Jesucristo, la que hay que llevar a cabo; una palabra que
repercute en una acción para no ser ilusoria: «Sed ejecutores del mensaje y no solo
oyentes que se hacen ilusiones» (Sant 1,22).

80
La liturgia como fuente de la misión
La vida cristiana entera ha de ser glorificación de Dios, de lo que se deduce la necesidad
de hacer inteligible y perceptible la reverencia a Dios. Estamos subrayando así la
necesidad de la vida litúrgica de los cristianos. Celebramos la liturgia «para alabanza y
gloria de su nombre, para nuestro bien y el de toda su santa Iglesia». El gran reto de la
Iglesia en su camino misionero hoy es un cristianismo cultural desvinculado de la
liturgia, que a largo plazo no puede entusiasmar ni incorporar a nadie.
Sin la liturgia, el cristianismo pierde su auténtico meollo y su fuente de energía,
pues es «la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y al mismo tiempo la fuente
de donde mana toda su fuerza» (SC 10) [76]. Porque lo característico del nuevo pueblo
de Dios no es el linaje común, el parentesco de sangre, sino la unión en el Espíritu, que
de miembros diversos forma un solo cuerpo. El nuevo pueblo se hace pueblo de Dios al
situarse ante Dios para adorarle. La concepción de la Iglesia como pueblo de Dios
depende justamente de Dios, no de un pueblo que se constituye a sí mismo. Ese pueblo
se recibe de Dios y se deja organizar, guiar y dirigir por Él. Hablar de la Iglesia como
pueblo de Dios solo tiene sentido si el pueblo vive en la inmediatez de Dios y busca su
voluntad. Mediante la adoración y glorificación de Dios es la Iglesia lo que es: un
sacerdocio real. A la llamada y la dignidad de ser propiedad de Dios, pueblo sacerdotal
suyo, está unida la misión de anunciar de palabra y obra las proezas de Dios. Este
anuncio está encomendado a la Iglesia entera y a cada particular. Acontece en todas las
realizaciones de la Iglesia; con especial densidad, en la liturgia.
La Iglesia es misionera allí donde su existencia y su acción hacen especialmente
perceptible la presencia de Cristo. Cuando la Iglesia ora, está Cristo presente en medio
de ella (cf. LG 7, 14). En ese sentido, se puede decir que la liturgia es el lugar más
importante del anuncio misionero. En la adoración y glorificación de Dios lleva a cabo la
Iglesia su vocación.
Por eso es preocupante observar que la mayor parte de los bautizados permanece
ausente de la liturgia de la Iglesia. Hay que preguntar a los responsables eclesiales cómo
pueden hacer accesible de nuevo a la gente la importancia de la liturgia para la vida y la
acción cristianas. Ser Iglesia de talante misionero significa, en particular, suscitar una
conciencia nueva de la importancia de la eucaristía para edificar la Iglesia [77]. La

81
estrecha unión entre el cuerpo eucarístico y el cuerpo eclesial de Cristo es el fundamento
de toda la vida y la acción de la Iglesia: «La unidad de los fieles, que constituyen un solo
cuerpo en Cristo, está representada y se realiza por el sacramento del pan eucarístico»
(LG 3, citando 1 Cor 10,17).
La liturgia es, así, un lugar singular para la experiencia de Dios. Al glorificar y
honrar a Dios, entramos en contacto con Él. Como lugar de adoración y glorificación de
Dios, la liturgia se muestra como fuente de energía de toda vida eclesial. Por ello el
compromiso de la Iglesia para construir el mundo no debe separarse de la oración y el
servicio litúrgico, pues el amor a Dios y el amor al prójimo son inseparables. Hay que
hacer visible y perceptible el amor a Dios en el amor al prójimo, pero a la vez hay que
darlo a conocer en el servicio desinteresado a Dios. Así como la relación de Jesús con
Dios es el fundamento de su amor a los hombres, también el amor a Dios de la Iglesia es
el fundamento y la fuerza de su radical atención diaconal a los hombres. Lo específico de
la Iglesia se hace patente así a diferencia de los empeños meramente intramundanos. Un
humanismo sin Dios quedará, tarde o temprano, empantanado en la impotencia.

82
El testimonio de la fe en la acción diaconal
La diaconía cristiana es mucho más que un mero servicio humanitario [78]. Es el lugar
donde se hace perceptible la presencia sanante y redentora de Dios, lo mismo que en
la acción salvífica de Jesús por los seres humanos se manifestó la presencia de Dios. De
aquí que la acción diaconal forme siempre parte del envío misionero de la Iglesia. La
diaconía cristiana es predicación vivida y operativa. Es testimonio activo de la fe. La
diaconía cristiana tiene que suscitar continuamente la fe y fortalecer con nuevos
testimonios la fe suscitada.
El envío misionero a la diaconía se concreta en la promoción de todo lo humano, un
mensaje que debe marcar a la sociedad. La actividad diaconal en un mundo pluralista
puede y debe ejercerse en formas muy variadas: en un mundo secularizado hay que
poner nuevamente en circulación la esperanza salvífica de la fe cristiana. La concepción
cristiana de la dignidad de cada persona y los principios de la doctrina social cristiana
pueden servir hoy para orientar la construcción del mundo. La imagen de Dios se
convierte en modelo para el ser y el quehacer cristianos. Cuando los cristianos dan
testimonio de la imagen cristiana de Dios, abogan igualmente por un mundo más justo y
humanizado.
Este envío misionero se despliega testimonialmente en todos los servicios
diaconales. Por eso la diaconía cristiana vivida se presenta como una expresión esencial
perceptible del testimonio cristiano. Solamente una Iglesia diaconal puede tener un
talante misionero creíble. Dicho de otro modo: una Iglesia misionera es siempre también
diaconal.
Forman parte de la diaconía cristiana tanto el servicio a los materialmente
desfavorecidos como a los espiritualmente depauperados. Superar la ruptura entre
Evangelio y cultura es un servicio diaconal irrenunciable al hombre actual [79]. El
mensaje cristiano es una fuerza que funda esperanza en estos tiempos a menudo
desesperanzados. La acción diaconal de una Iglesia misionera visibiliza el mensaje de un
Dios amoroso, Padre de todos (cf. Ef 4,6), que Jesús anunció con su amor transgresor al
extraño y al enemigo. En consecuencia, la diaconía cristiana no puede admitir frontera
alguna. Hace saltar no solo las fronteras confesionales, sino también las religiosas, las
culturales y las nacionales. Si el amor es gratuito, entonces, de la misma manera que

83
Dios ama a los hombres –desinteresadamente–, también nosotros, precisamente los
cristianos, hemos de seguir regalando amor.
La historia moderna de la misión pone especialmente de relieve que la edificación
de la moderna Iglesia universal está ligada esencialmente a la actividad misionera de la
Iglesia entera. La fundación de las nuevas Iglesias locales tuvo lugar por medio del
anuncio de la Buena Noticia del Evangelio; en la mayor parte de los casos, mediante la
acción diaconal de la Iglesia en el terreno de la educación y de la salud, acompañada por
la oración y los sacrificios de los fieles en el país de origen.
La transmisión de la fe a los no creyentes o el compartir la fe católica con quienes
no conocen aún su riqueza es obra del amor divino. En esto se distingue
fundamentalmente la evangelización de todas las demás formas de ganar a otras personas
para las propias convicciones y cosmovisiones. Solo cuando los cristianos mismos
reconocen y experimentan su pertenencia a la Iglesia como una riqueza de la salvación y
la gracia comprenden lo egoísta que sería no compartir con otros la riqueza de la
salvación en Jesucristo. Es «la riqueza de la gloria» de Dios, que hace residir a Cristo en
nuestro corazón, «arraigados y cimentados en el amor», una vivencia que penetra cada
vez más «la anchura y longitud y altura y profundidad» con que el amor de Cristo lo
llena todo y supera todo conocimiento (cf. Ef 3,17-19). Por ello una Iglesia solo será
misionera si en ella el amor de Cristo está vivo y se puede experimentar. Pues si los seres
humanos perciben que el amor de Cristo está vivo entre nosotros, les estamos mostrando
a Dios.

84
La santidad de los fieles
Al conocer el amor de Cristo, seremos «colmados del todo de la plenitud de Dios» (Ef
3,19). De ese estar colmados de la riqueza de Dios, y, por tanto, de la santidad de sus
miembros, depende decisivamente la credibilidad de la Iglesia, en especial la de aquellos
que determinan el rostro de la Iglesia por su actuación pública. La aspiración a la
santidad es un deber de todos, para hacer más visible y perceptible la autenticidad de la
Iglesia. Solo por medio de la fe y de la humanidad vivida pueden todos los hombres
captar la belleza y hondura de la fe, reconociendo que la fe cristiana permite alcanzar
«algo mayor».
El Concilio Vaticano II subraya que «los seguidores de Cristo, llamados por Dios
no en razón de sus obras, sino en virtud del designio y gracia divinos y justificados en el
Señor Jesús, han sido hechos por el bautismo, sacramento de la fe, verdaderos hijos de
Dios y partícipes de la divina naturaleza, y, por lo mismo, realmente santos» y por tanto
«están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad» (LG
40). Todos los fieles cristianos están invitados, más aún, obligados a aspirar a la santidad
y a la perfección si quieren responder a su pretensión misionera. La evangelización
depende esencialmente de cómo la santidad de la Iglesia se transparenta en sus
miembros. Sin santidad, el signo de Cristo no puede irradiar en el rostro de la Iglesia.
Por eso todos los cristianos son exhortados permanentemente a la purificación y
renovación espiritual (cf. LG 15), a «continuar, bajo la guía del Espíritu, la obra misma
de Cristo, quien vino al mundo para dar testimonio de la verdad, para salvar y no para
juzgar, para servir y no para ser servido» (GS 3).
A la inversa, un comportamiento pecaminoso e «insípido» puede oscurecer y
desfigurar la presencia real de Jesucristo en la Iglesia, lo cual de nuevo hace patente la
necesidad permanente de disponerse a una renovación espiritual para dar un testimonio
vivo e iluminador. De aquí la importancia de creer en la capacidad de renovación
espiritual de la Iglesia, así como en la aptitud para reformas en una Iglesia misionera.
Una vida espiritual intensa, nutrida por fervorosas oraciones personales y comunitarias,
es la fuente de energía de todo esfuerzo misionero: fuerza para construir la comunión
eclesial, que brota de la gracia del seguimiento de Cristo. En ese seguimiento, el

85
creyente es estimulado a aspirar incansablemente a la santidad, objetivo de todo
cristiano.
La oración y la misión están absolutamente ligadas. En la oración recibimos la
fuerza para ser testigos de Jesucristo, la sabiduría para conocer el camino correcto y el
valor para andarlo: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que vendrá sobre vosotros, y
seréis testigos míos» (Hch 1,8) [80]. La oración por la venida del Espíritu Santo se
manifiesta así como la fuente de energía de una Iglesia misionera. No debemos cesar
nunca de pedir al Señor de la mies que envíe operarios a su mies (Mt 9,38). También el
apóstol Pablo pide así para que su misión resulte: «Rezad por nosotros, para que la
palabra del Señor se difunda y reciba honor, como sucedió en vuestro caso» (2 Tes 3,1).
Allí donde los creyentes entran en esa relación viva con Dios crece una nueva
conciencia misionera. Quienes experimentan a Dios como la realidad absoluta de sus
vidas sentirán también la necesidad de divulgar entre otros esa experiencia de Dios como
realidad de sentido. Toda salida misionera viene precedida por la experiencia de Dios,
que cobra forma en la vitalidad de la Iglesia.
En la actual situación espiritual y social, por tanto, solo una «Iglesia espiritual»
puede ser Iglesia misionera. La «plusvalía» del mensaje cristiano solamente puede
visibilizarse mediante una espiritualidad vivida, es decir, si nosotros, los cristianos,
logramos poner la inmanencia de la realidad mundana en contacto con la trascendencia,
para así dar al mundo una cualificación nueva por medio de Dios. Solo una Iglesia
mística puede hacer visible y perceptible lo específico del mensaje cristiano

86
Presencia misionera
Con vistas a los esfuerzos actuales por proseguir la misión de Cristo de un modo
adecuado a estos tiempos, la «Iglesia primitiva», las comunidades de la época
neotestamentaria, ofrecen una ayuda orientativa muy valiosa. La actualización puede
ayudar, en especial, a hacer que el espíritu misionero se refleje en la vida de los
cristianos. El proceso por el que pasó la Iglesia primera para formular y comunicar
el mensaje de su fe parece muy agitado. Todos sus empeños por conseguir una doctrina
vinculante y unitaria no pretendían anunciar una doctrina ya existente sobre la persona y
la significación de Jesucristo. Más bien se esforzaban por encontrar una concepción
común y un lenguaje adecuado para explicitar el misterio de Cristo de una manera más
inequívoca y universal, y así empezar por hacerlo asumible.
Hoy tenemos planteados retos similares para hallar una configuración auténtica de
la fe. Nuevamente se trata de una comprensión intraeclesial, y también de un problema
de entendimiento mutuo. En consecuencia, la comunicabilidad hacia fuera del mensaje
cristiano depende también esencialmente de si se logra superar el problema de
comunicación intraeclesial de la fe. La Iglesia primera posapostólica vivía con la certeza
de que el éxito misionero estaba ligado fundamentalmente a la imagen propia y a la
«santidad» personal.
La Iglesia primitiva, además, se esforzó muy fuertemente en su praxis y predicación
por intensificar el ser cristiano, en la confianza de que así llamaría la atención más
eficazmente sobre la hermosura y la verdad del mensaje cristiano [81]. También la
consideración a los de fuera proporcionaba una motivación importante para la acción
cristiana de la Iglesia primitiva.
La identidad auténtica y el núcleo original de la fe van estrechamente unidos a la
hora de desarrollar también en el futuro, por prudencia pastoral, una flexibilidad nueva
que quiera ser realmente misionera. Bajo la guía del Espíritu de Dios, hemos de estar
dispuestos a desarrollar nuevas ideas para que el mensaje de Cristo alcance de verdad a
sus receptores. Más que nunca, el precepto misionero del momento parece ser penetrar
en la situación de los hombres. «Me hice todo a todos para salvar como sea a algunos» (1
Cor 9,22), escribe el Apóstol. A Pablo lo que le importa no es una «modernización» de
la Iglesia siguiendo sin más el espíritu de la época, que pudiera echar a perder lo

87
esencial; no anuncia un mensaje cristiano a precios rebajados. Lo que sí le importa es
abrir puertas en todas las formas diversas de lo humano, para que las personas puedan
entregarse por entero al Señor Jesucristo y lleguen también a sacar las consecuencias
necesarias para su vida.
La experiencia misionera en la historia de la Iglesia evidencia claramente que no
todos los seres humanos aceptan la fe y que tampoco quienes la han aceptado viven y
actúan siempre conforme a ella (cf. 2 Tes 3,2-15). En cada pueblo y en cada época sigue
existiendo una diferencia entre fe y falta de fe. Sabiendo que el juicio sobre nosotros
mismos, sobre cada uno y sobre la historia, corresponde al «amo de la mies» (Mt 9,38)
(y no a nosotros), la misión y el sentido de la Iglesia, en humilde fidelidad a su Señor, es
anunciar y atestiguar el Evangelio ante el mundo, y por tanto en cada país y en cada
cultura, por medio de su presencia en un tiempo dado y en un lugar dado. De este modo,
la Iglesia evangelizadora queda implantada entre todos los seres humanos como
presencia significativa de la fe, que abarca todos los pueblos y culturas.

88
El principio misionero de actuación, hoy
El contexto social en que se anuncia el mensaje de Jesús es muy complejo y con
múltiples facetas, y por ello tiene a menudo connotaciones muy diferentes. En
consecuencia, la acción misionera de la Iglesia conoce diversos modelos y caminos y ha
de estar configurada en forma plural, sin que pueda recurrirse en todas partes a un único
principio metódico de actuación de validez supratemporal. Sin embargo, esa pluralidad
metódica no contradice a la unicidad de la idea misionera.
La lógica del envío del Hijo a los seres humanos necesitados de salvación lleva
necesariamente a que también la Iglesia tenga que ir a los hombres y buscarlos en los
lugares donde viven, habitan y trabajan. Un paso importante en ese camino misionero es
que especialmente sus representantes oficiales refuercen sus visitas a las comunidades y
así puedan dirigirse también a personas alejadas.
La implicación misionera ha de tener en cuenta la falta de sincronía en el proceso
creyente de las personas, posibilitando que accedan a la experiencia de fe en la Iglesia.
La asamblea de los apóstoles y ancianos en Jerusalén nos proporciona un principio
misionero de actuación: «No hay que poner obstáculos a los paganos que se conviertan a
Dios» (Hch 15,19).
En el punto de partida misionero hay una diferencia entre «los países usualmente de
misión» y los países cristianos tradicionales, que se han vuelto países de misión. En los
últimos, y sobre todo en ámbitos de religiosidad popular, se ofrecen, afortunadamente,
muchos puntos de conexión para revitalizar y profundizar la fe. Lo que importa
principalmente es introducir de nuevo a las personas en la figura interna de la Iglesia.
Debe hacerse evidente que la Iglesia tiene que ver con Dios y con la experiencia de Dios,
que interpela personalmente a cada cual. La misión significa, entonces, recuperar esa
conciencia perdida, apropiarse el amor de Cristo a su Iglesia y percibir en ella y en sus
actos el lugar de la presencia y la acción de Dios en el mundo.
La globalización económica del mundo secular y las actuales posibilidades
mediáticas ofrecen a la Iglesia oportunidades insospechadas para presentar la
universalidad del mensaje cristiano de modo adecuado a nuestro tiempo y para
comunicarla en forma comprensible. De aquí la gran importancia que tiene que la Iglesia
cobre mayor conciencia de su catolicidad.

89
Resurgimiento misionero
El presupuesto más relevante de cara a un resurgimiento misionero es aprender el arte de
la comunicación en cuestiones religiosas. Esa voluntad de comunicarse hará crecer una
conciencia creyente que no ponga en el primer plano del anuncio a la propia Iglesia, sino
al Señor de la Iglesia, a Jesucristo, al que ella anuncia. Por eso es más importante que
nunca hacer presente a las personas el núcleo de nuestra fe: en la obra salvífica de
Jesucristo se manifiesta la salvación de la humanidad entera. Para actualizar esa obra
salvífica a todos los seres humanos, por encima del espacio y del tiempo, Cristo mismo
es quien les llama a su seguimiento, a su Iglesia concreta. Todos los que actúan en
nombre de esta Iglesia están llamados a ser fieles administradores de esa obra salvífica y
testigos de su amor.
Las formas de anunciar la Buena Nueva habrán de ir cambiando, pero el mensaje
nuclear permanece idéntico. La transmisión de la fe va por una vía intermedia: ni la
arbitrariedad ni el anquilosamiento resultan conducentes. La fidelidad al Señor de la
Iglesia, unida a la apertura mental a la acción del Espíritu Santo, es el camino misionero
más prometedor. Al mismo tiempo, se exige a todos los heraldos de la fe empeñar su
vida entera en seguir con autenticidad a Jesucristo y dar testimonio de Él. Un testimonio
que incluye con frecuencia un comportamiento valeroso y a veces también cierta forma
de intrepidez. Solo así podemos subsistir en las actuales corrientes del momento, sin caer
en el riesgo de hundirnos en la mentalidad y la moral dominantes. En resumen, es
preciso no avergonzarnos de nuestra fe.
Hoy ha llegado el momento de subrayar con mayor convicción la grandiosidad de la
fe y de confesar con más vigor la esperanza cristiana. Todos los cristianos están
llamados a confiar en la potestad efectiva del Resucitado y a esperar en el cumplimiento
de la promesa de Dios. También hoy sigue teniendo vigencia la afirmación del
Resucitado: «Yo estaré con vosotros siempre, hasta el fin del mundo» (Mt 28,20b). Con
esta certeza y confiando en la acción permanente del Espíritu Santo, todos pueden
contribuir a realizar en la Iglesia el encargo del Señor: «Me han concedido plena
autoridad en cielo y tierra. Por tanto, id a hacer discípulos entre todos los pueblos,
bautizadlos consagrándolos al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, y enseñadles a cumplir
cuanto os he mandado» (Mt 28,18-20a).

90
La tarea misionera más prioritaria es tomar en serio las corrientes y búsquedas del
momento actual y, partiendo de los anhelos humanos, abrir cautelosamente respuestas a
la pregunta por la felicidad de la vida. Tendrá gran importancia que el camino de la fe
cristiana sea percibido como un camino de auténtica liberación, que acoge las esperanzas
humanas justificadas, sobrepasando infinitamente todo anhelo. Si la respuesta cristiana
asume en los creyentes una figura redimida y redentora, la fe cristiana se hará claramente
patente como un modelo específico de vida. La fe se volverá entonces atrayente, incluso
un logro vital para la humanidad. Pero esa tarea misionera solo dará resultado si la
Iglesia está continuamente reencontrando la vitalidad espiritual en su propia vida
interior.
Cuanto más patente se hace que la fe cristiana proporciona fuerza vital, orientación
y horizonte de futuro, más toma forma el proceso misionero. La esperanza y confianza
internas de la Iglesia renuevan el vigor creyente, como lo han puesto de manifiesto una y
otra vez en la historia de la Iglesia los testimonios de cristianos destacados, que incluso
en condiciones difíciles han sentido su vocación y han transmitido de modo creíble el
mensaje de Jesús con convicción interna. ¿Es que no hemos de alegrarnos de tantos
sacerdotes, religiosos y religiosas, agentes de pastoral y creyentes comprometidos, que
incluso en condiciones difíciles dan testimonio de la fe con gran entrega y fortaleza y
anuncian de palabra y obra el mensaje de Jesús? En muchas regiones del mundo, el
anuncio del mensaje de Jesucristo se realiza a menudo en condiciones muy difíciles, con
recursos personales y materiales fuertemente limitados. El espíritu de numerosos
misioneros valerosos y santos del pasado pervive ahí para testimoniar la fe ante el
mundo entero. Si nosotros mismos nos volvemos personas espirituales y la gente que
encontramos percibe que para nosotros Dios es una realidad viva, la belleza de la Iglesia
de Jesucristo irradiará con nueva luz.
Todos los esfuerzos evangelizadores solamente producirán los frutos pretendidos si
se realizan en unidad con la Iglesia entera. En especial la unidad doctrinal parece aquí
una condición necesaria: unidad en la doctrina, pluralidad en la praxis, es decir, apertura
a los interrogantes y las necesidades de los seres humanos. Hay que combinar la plenitud
universal de la fe católica y la necesidad de una actuación situacional.
Este vigor misionero brota cuando los cristianos practicantes, desde una catolicidad
vivida y con la fuerza de su confesión de fe y su amistad, se convierten en puntos de
referencia para una verdad segura y unos valores fiables. Necesitamos el coraje de un

91
testimonio que vive del convencimiento interno: las personas pueden descubrir en
nosotros al Dios único y verdadero, el Dios de la fe y la razón, el Dios origen y
culminación de la vida. Cuando nuestra fe sea viva y nuestro amor acuciante,
transmitiremos con alegría y confianza el mensaje de la salvación: «Vosotros sois
nuestra carta, escrita en nuestro corazón, reconocida y leída por todo el mundo.
Demostráis ser carta del Mesías, expedida por nosotros, escrita no con tinta, sino con el
Espíritu del Dios vivo; no en losas de piedra, sino en corazones de carne» (2 Cor 3,2-3).
El fiel cristiano está convencido de haber encontrado a Aquel que es la respuesta
última de Dios a los interrogantes humanos: Jesús es «la clave, el centro y el fin de toda
la historia humana» (GS 10). Por eso la vocación a ser pescadores de hombres no vale
solo para Pedro, sino para todos los seguidores de Cristo y, por tanto, para la Iglesia
entera, especialmente para quienes están al servicio de la Iglesia. Esa vocación
fundamenta la acción misionera. Jesucristo no nos exhorta a permanecer en la orilla
segura, sino a salir con su fuerza al mar inseguro y movido para echar la red de pesca de
la catolicidad auténtica según la mente del Señor (cf. Lc 5,4-10). Tenemos que superar
nuestra pusilanimidad e inseguridad para volver a tener hoy talante misionero. Con todo,
solo podremos ser pescadores de hombres si nosotros mismos estamos dispuestos
primero a ser «pescados» por Cristo.
En la acción misionera no está en primer plano el actual debate intraeclesial, sino la
verdad y belleza de la fe cristiana, así como una actitud creyente que combina la
serenidad de quien recibe un don con la pasión por lo posible. Todos no pueden hacer
todo. Lo decisivo es que cada cual, en su sitio vital y en su puesto, dé rostro reconocible
e inconfundible al mensaje cristiano. Se trata de que cada uno, con la convicción de la
fuerza liberadora, salvadora y gratificante del mensaje cristiano, dé testimonio de Cristo
con alegría de palabra y obra, de acuerdo con sus talentos y cualidades.
El presupuesto fundamental de toda evangelización es una espiritualidad misionera.
De ella forma parte una disposición auténtica a conocer la hondura y amplitud mental de
la Iglesia, a redescubrir y visibilizar el tesoro que llevamos en vasijas de barro y que
también hoy puede entusiasmar a la gente. Allí donde esa fuerza de la interioridad se
vuelve fecunda, surge una nueva figura visible de la fuerza transformadora del mensaje
cristiano: «El futuro de la Iglesia puede venir y solo vendrá, también hoy, de la fuerza de
aquellos que tienen raíces profundas y viven de la plenitud pura de su fe. [...] El futuro

92
de la Iglesia, también ahora, como siempre, ha de ser acuñado nuevamente por los
santos» [82].

93
5.
Doce pasos de una
espiritualidad misionera

La Iglesia no vive para sí misma: está íntimamente unida a la familia humana universal y
tiene una encomienda de cara al mundo. «Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las
angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos
sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo.
Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón. La comunidad
cristiana está integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu
Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre y han recibido la buena nueva de la
salvación para comunicarla a todos» (GS 1). Para poder llevar a cabo en nuestra vida y
en la vida de la comunidad eclesial esa misión de comunicar la buena nueva de la
salvación a todos, necesitamos una espiritualidad misionera.
El centro interno de una espiritualidad misionera es la disposición a no quedarse en
los círculos ya familiares, sino salir a los márgenes, allí donde los seres humanos se
topan con sus fronteras existenciales.
Las características de una espiritualidad misionera son el entusiasmo por
Jesucristo y por su Iglesia, la alegría radiante, la paciencia, la bondad y la misericordia.
La fuerza impulsora para evangelizar pudo brotar en el pasado y brotará también en el
futuro solo del amor a Cristo. «Porque el amor de Cristo nos apremia» (2 Cor 5,14).
Quien cree en el amor de Cristo y es consciente de la singularidad de la salvación en
Jesucristo estará agradecido por la fe recibida. Quien es agradecido sentirá internamente
la necesidad de compartir esa fe con sus semejantes. De aquí que, en el fondo, la
transmisión de la fe sea el acto supremo de amor al prójimo.
La finalidad de una espiritualidad misionera, por tanto, no significa otra cosa que
vivir el mandamiento de amar a Dios y al prójimo. «Yo soy una misión en esta tierra, y
para eso estoy en este mundo. Hay que reconocerse a sí mismo como marcado a fuego

94
por esa misión de iluminar, bendecir, vivificar, levantar, sanar, liberar» [83]. En su
exhortación apostólica Evangelii gaudium, el papa Francisco ha presentado el programa
para una salida misionera; es al mismo tiempo una obra maestra de cara a una
renovación espiritual de los cristianos y de la Iglesia, una invitación a recapacitar
cristianamente y un estímulo para el ser cristiano misionero en nuestro tiempo. Las ideas
del papa nos ayudan a reconocer los signos de este tiempo y a redescubrir de nuevo y
hacer realidad cotidiana muchos aspectos olvidados del ser cristiano y eclesial. Su
exhortación sirve de guía para la actuación cristiana en nuestro mundo plural y secular y
nos abre a los cristianos una perspectiva para contemplar a una luz nueva la encomienda
y la misión de la Iglesia. La gran visión de este documento consiste en que pone a la
Iglesia y a todos los cristianos en un estado de misión permanente: un resurgimiento que
solo puede dar resultado si juntos confiamos en el Señor de la mies y estamos dispuestos
a dejarnos renovar por medio de una espiritualidad misionera en el espíritu de una
entrega generosa.
Para el papa Francisco, lo fundamental para la renovación y salida de la Iglesia no
son las reformas estructurales, sino la renovación espiritual mediante la conversión de
los corazones en el encuentro con Cristo. Por eso quisiera poner de manifiesto ante todos
nosotros algunos elementos de una espiritualidad misionera, sugeridos por la lectura de
Evangelii gaudium:
• Cuidar la relación personal con Dios.
• Asemejarse a Cristo.
• Estar abiertos a los dones del Espíritu.
• Llevar a cabo con convencimiento la misión propia.
• Acompañarse mutuamente en la fe.
• Estar agradecidos por lo bueno de la Iglesia.
• Encontrar un estilo nuevo de proceder.
• Vivir el espíritu de servicio.
• Encontrar a Cristo en los pobres.
• Discernir los espíritus.
• Resistir a las tentaciones.
• Descubrir la fuerza de la intercesión.

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1. Cuidar la relación personal con Dios
Presupuesto fundamental de una espiritualidad misionera es la relación personal de cada
uno con Dios. Todos debemos emprender una peregrinación interna para descubrir de
nuevo la esencia del ser cristiano: la relación personal con Jesucristo, que transforma la
vida; la llamada al seguimiento, y la vida según Jesús. El modelo para nuestra vida es la
vinculación de Jesús con su Padre. Si cada cual está unido a Dios, actúa a partir de esa
vinculación con Dios y juntamente con otros tocados por Dios forma la comunidad de la
Iglesia, entonces la Iglesia puede vivir su misión. En cambio, si es una acumulación de
personas egocéntricas, la Iglesia se vuelve autorreferencial. Entonces nos convertimos
nosotros mismos en medida de todas las cosas. Solamente una relación con Dios vivida y
experimentada puede superar el egoísmo humano y el centramiento en el propio yo.
La profundización propia en la fe constituye la base para un testimonio creyente
atractivo. Aunque suene como algo evidente, Dios es infinitamente mayor que nosotros.
Por eso forma parte de toda espiritualidad misionera que ahondemos de nuevo
existencialmente en la conciencia de la grandeza de Dios, demos más espacio a Dios en
nuestra vida y hagamos que su soberanía se convierta para nosotros personalmente en un
contenido vital. La entrega del propio yo según la lógica del Evangelio lleva a una
liberación interna y a la alegría del corazón.
La relación personal con Dios constituye el centro permanente del ser cristiano, de
donde proviene todo lo demás. Ese centro debe seguir siendo siempre reconocible en
toda actividad eclesial. También de ese centro emana la fuerza para el compromiso
social de la Iglesia. Primero debemos dar de comer a los hambrientos, pero luego hemos
de suscitar en los saciados un hambre espiritual y un anhelo de Dios. Quien ama de
corazón a Dios siente la necesidad interna de quebrar su propio egoísmo y servir a la
salvación integral de los seres humanos.
El impulso para una etapa nueva de evangelización viene decidido única y
exclusivamente por la cuestión de Dios. Podemos salir al encuentro del futuro con
alegres expectativas si hacemos visible y perceptible la Iglesia como lugar de la
presencia y la acción de Dios, de modo que las personas vuelvan a descubrir de nuevo en
la Iglesia al Dios de sus anhelos. ¿Podemos volver a suscitar en la gente esos anhelos?
¿Podemos, como Iglesia, dar a los hombres ese Dios? La fuerza para transmitir a los

96
hombres el Evangelio la encontramos como Iglesia que da gracias a Dios, que le adora y
le glorifica.

97
2. Asemejarse a Cristo
En una espiritualidad misionera lo importante es mantener siempre mi mirada puesta en
Cristo, hacerme cada vez más cristiano, recorrer de nuevo cada día la senda de la
conversión. La vocación de los cristianos es estar siempre emprendiendo de nuevo la
marcha, siempre en camino, siempre esforzándose por asemejarse a Cristo.
El crecimiento en la vida espiritual lo hemos de concebir como un proceso, en el
que no nos es lícito quedarnos parados y que a veces significa andar caminos inusuales
para llegar a Cristo. Lo mismo que el paralítico fue llevado a Jesús a través del techo,
también nosotros hemos de buscar la abertura en el techo que nos permita llegar a Jesús.
El crecimiento en la vida espiritual significa recorrer el camino de Jesús, el camino de la
encarnación. Por ese camino descubrimos nuestro ser humano desde la perspectiva de
Dios, vivenciamos nuestro camino como personas desde el ángulo visual de nuestro
origen y nuestra meta.
En los diversos ámbitos de nuestra actividad, el fundamento de nuestra acción
evangelizadora sigue siendo la vinculación personal íntima con Jesucristo, que hay que
suplicar, cuidar y profundizar día a día. Es el núcleo del autoconcepto cristiano y la
permanente fuerza motivadora de todo servicio pastoral. Solo si estamos realmente
«enamorados» del Señor tenemos la energía y motivación necesarias para llevarlo a la
gente. Entonces podremos servirle a esta de ayuda, abriéndola al amor misericordioso a
Dios y abriendo así el mundo a la misericordia de Dios.

98
3. Estar abiertos a los dones del Espíritu
La espiritualidad misionera es vivir con la confianza de que el Espíritu de Dios puede
renovarlo todo. Si nos abrimos al Espíritu de Dios, es capaz de hacer todo lo que no
conseguimos solos. La vida espiritual es ejercitarse en la percepción creyente de
reconocer lo que Dios mismo obra en nosotros. De este modo nos capacitamos para
elevarnos a Dios en oración. El Espíritu de Dios, que obra en nosotros, ensancha nuestro
corazón y nos libera de una actitud espiritual encapotada. Nos mueve a hacer el bien y a
compartir la vida con los demás. Los dones de la gracia («carismas») que nos otorga el
Espíritu tienen primariamente una finalidad misionera. El Espíritu Santo concede sus
dones a cada persona para la edificación de la Iglesia. El amor mantiene unidos todos
esos carismas (cf. 1 Cor 13). Por eso forma parte de una espiritualidad misionera el que
valoremos recíprocamente nuestros carismas y los entendamos como complementarios.
Para un testimonio convincente son irrenunciables la conjunción e interacción mutua de
los fieles. La unidad y pluralidad de la Iglesia, en cuanto diversidad reconciliada, es un
fruto visible del reinado de Dios.

99
4. Llevar a cabo con convencimiento la misión propia
La espiritualidad misionera incluye la certidumbre de nuestra misión primigenia. Como
cristianos llamados y enviados por Cristo, participamos en su servicio. Estamos enviados
al mundo para «iluminar, bendecir, vivificar, levantar, sanar, liberar» [84]. como
mensajeros de Cristo. Cristo necesita comunicadores, portavoces y testigos para que su
mensaje alcance a la gente mediante el testimonio vital de los creyentes y el servicio
salvífico de la Iglesia. La misión de la Iglesia se mantiene en pie o cae con las personas.
La cuestión decisiva es: ¿dónde hay en la Iglesia personas que ardan de pasión interior
por Cristo y su Iglesia y aporten el coraje creyente para asumir los desafíos de la misión?
La misión solo puede dar resultado con personas interiormente movidas y convencidas
por el mensaje de Cristo.
Participando activamente en los actos de la vida de la Iglesia –la celebración
litúrgica, la diaconía integral y el anuncio gozoso y convincente del mensaje de
salvación de palabra y obra– proseguimos el servicio salvífico de Cristo a los seres
humanos. Llegamos a nuestro papel propio y a la misión que nos corresponde si
recapacitamos existencialmente sobre el acontecimiento de Cristo y mediante la relación
viva con Cristo nos volvemos personas que creen, esperan y aman cada vez más.
Cada fiel ha de vivir su propio ser cristiano; nadie puede vivirlo por él. Cada fiel ha
de tener cuidado de su propia salvación y saberse responsable de lo que hace y deja de
hacer. Con esta conciencia podemos hacer fecundo en lo misionero el individualismo
actual. Los cristianos que viven su fe con convencimiento y alegría proporcionan a la
Iglesia una fuerza misionera atrayente. La evangelización no consiste en persuadir a
otros, sino en vivir como cristianos de tal manera que otras personas perciban el sentido
y la belleza de nuestra vida y así pregunten ellas mismas quién es Jesucristo, qué
significa la Iglesia y si la fe cristiana puede fundamentar una vida plena de sentido. En
esta línea, no es que tengamos un mensaje que anunciar, sino que nosotros somos el
mensaje.
La evangelización dará resultado allí donde los cristianos vivan su fe con alegría y
convicción interior. Una espiritualidad misionera nos impulsa a plantear las cuestiones
importantes y a responder a ellas con nuestra vida: ¿Cómo dar testimonio de la belleza
del Evangelio con nuestra vida? ¿Cómo nuestra existencia y nuestra manera de ser como

100
cristianos pueden suscitar el anhelo de Dios? ¿Cómo podemos lograr contribuir a
construir y configurar el futuro de la Iglesia, con plena confianza en Dios y sembrando
esperanza?

101
5. Acompañarse mutuamente en la fe
Si experimentamos personalmente la fe como una fuerza que posibilita y fomenta la vida
en plenitud, crece en nosotros el deseo de compartir esa experiencia con otras personas.
Una espiritualidad misionera hace florecer lugares vitales de la fe, en los que los
encuentros, las conversaciones religiosas y la acogida viva entran a formar parte de
nuestro estilo de vida. Participación, solidaridad y amor fraterno visibilizan la fuerza
creativa del Evangelio cuando los creyentes buscan caminos para acompañarse
mutuamente en la fe y en la vida.
Podemos volvernos una Iglesia estimulante, abierta y acogedora si cada una y cada
uno de nosotros, con el sello de la verdadera catolicidad de la Iglesia y el soporte de una
espiritualidad misionera, desarrolla una cultura de estímulo, de apertura y de acogida. La
relación interna de cada creyente individual con Cristo es la fuente de energía para hacer
realidad la visión de una Iglesia abierta y enfocada a los seres humanos.
De cada uno de nosotros depende que seamos en verdad «católicos», esto es,
universales y encaminados a la hondura de la fe, que nuestra fuente sea la plenitud
católica y vivamos con amplitud católica, sin concesiones, abiertos al mundo. Todos
estamos invitados y llamados a hacernos «católicos» en este sentido pleno y a vivir y
actuar desde la riqueza de lo católico.
La relación viva con Cristo hace brotar nuevas relaciones mutuas y, con ello, una
red de hermandad cristiana. Hemos de evitar todo cuanto nos impide vivir la alegría del
Evangelio, dejando que el encuentro con Jesucristo nos sane y transforme.

102
6. Estar agradecidos por lo bueno de la Iglesia
«Nuestro dolor y nuestra vergüenza por los pecados de algunos miembros de la Iglesia, y
por los propios, no deben hacer olvidar cuántos cristianos dan la vida por amor: ayudan a
tanta gente a curarse o a morir en paz en precarios hospitales, o acompañan personas
esclavizadas por diversas adicciones en los lugares más pobres de la tierra, o se
desgastan en la educación de niños y jóvenes, o cuidan ancianos abandonados por todos,
o tratan de comunicar valores en ambientes hostiles, o se entregan de muchas otras
maneras que muestran ese inmenso amor a la humanidad que nos ha inspirado el Dios
hecho hombre. Agradezco el hermoso ejemplo que me dan tantos cristianos que ofrecen
su vida y su tiempo con alegría. Ese testimonio me hace mucho bien y me sostiene en mi
propio deseo de superar el egoísmo para entregarme más» (Papa Francisco) [85]. El papa
no solo dirige una mirada honesta a las tentaciones y debilidades presentes en la Iglesia,
sino que también destaca la contribución positiva de la Iglesia al mundo actual. De
hecho, como cristianos católicos podemos estar agradecidos y orgullosos, en sentido
positivo, de que en el mundo no haya ninguna institución comparable que haga tanto
bien, también en lo escondido, como la Iglesia. Forman parte de una espiritualidad
misionera el estar alegres y agradecidos a causa del Evangelio por lo bueno y hermoso
que sucede en la Iglesia y el dar testimonio de ello.

103
7. Encontrar un estilo nuevo de proceder
Una espiritualidad misionera ejerce el coraje de la autocrítica y del auténtico examen de
conciencia, en lugar de trasladar la culpa a «los otros» o a «la Iglesia». El papa Francisco
apela a una nueva motivación de todo el pueblo de Dios y nos pone de manifiesto por
qué necesitamos en la Iglesia un cambio de mentalidad y un estilo nuevo. Debería tener
lugar nada menos que una revolución del corazón y del amor. En la Iglesia todos
deberían preguntarse: ¿cómo puedo yo en mi lugar, en mi vida, en mi ámbito de servicio,
hacer que el Evangelio de Jesucristo se vuelva realidad perceptible? Si nosotros
escuchamos la voz viva del Evangelio, podemos también proporcionar una voz audible
al Evangelio vivo.
Cada uno de nosotros debe aprender a aplicarse a sí mismo muchas frases que
empleamos en la vida cotidiana y en los debates eclesiales:

«¡La Iglesia debe ser acogedora!»: «Yo mismo, como persona y como cristiano,
debo volverme acogedor».
«¡La Iglesia debe estar cerca de Dios y de los hombres!»: «Como creyente,
debo estar cerca de Dios para poder estar con los hombres».
«¡La Iglesia debe ser capaz de dialogar!»: «Debo examinar hasta qué punto
soy capaz yo mismo de dialogar».
«¡El poder en la Iglesia ha de ser servicio!»: «¿Cómo entiendo yo mi servicio y
la potestad que el Señor me ha otorgado por medio de la Iglesia? ¿Cómo los vivo?».
«¡La Iglesia debe ser estimulante y atractiva!»: «¿Qué hago yo para que la
Iglesia se vuelva atrayente para los seres humanos?».
«¡La Iglesia debe ser auténtica y creíble!»: «¿Vivo yo mismo mi fe de modo
auténtico y creíble?».
«¡La Iglesia debe ser misericordiosa y comprensiva!»: «¿Tengo yo mismo un
comportamiento misericordioso, o más bien autoritario y narcisista?».
«¡La Iglesia no ha de ponerse a sí misma en el centro!»: «¿Con cuánta
frecuencia me quedo herido y malhumorado por no estar yo mismo en el centro?».

Cada «se debería», «habría que», se vuelve de nuevo contra uno mismo. No va a
haber en la Iglesia un resurgimiento verdadero mientras no combatamos honestamente el
pecado del «se debería». Todos anhelamos, con razón, una Iglesia auténtica, humilde,
sencilla y creíble. Ese anhelo se cumplirá justamente cuando cada uno de nosotros, cada
creyente y cada persona activa en la Iglesia, viva su ser cristiano de un modo auténtico,

104
humilde, sencillo y creíble, y dé testimonio de ello. Una exigencia que solo podemos
cumplir si todos pedimos constantemente en la oración la fuerza del Espíritu Santo.

105
8. Vivir el espíritu de servicio
El criterio de su autenticidad lo encuentra la espiritualidad misionera en el espíritu de
servicio, en una motivación procedente del convencimiento interno y en el sentido de
responsabilidad personal de cara a la difusión del Evangelio. El papa Francisco desea
una concienciación misionera en todos los ámbitos y señala también algunos desafíos
que vivimos en la vida pastoral cotidiana:

«Cuando más necesitamos un dinamismo misionero que lleve sal y luz al mundo,
muchos laicos sienten el temor de que alguien les invite a realizar alguna tarea
apostólica, y tratan de escapar de cualquier compromiso que les pueda quitar su
tiempo libre. Hoy se ha vuelto muy difícil, por ejemplo, conseguir catequistas
capacitados para las parroquias y que perseveren en la tarea durante varios años.
Pero algo semejante sucede con los sacerdotes, que cuidan con obsesión su tiempo
personal. Esto frecuentemente se debe a que las personas necesitan imperiosamente
preservar sus espacios de autonomía, como si una tarea evangelizadora fuera un
veneno peligroso y no una alegre respuesta al amor de Dios que nos convoca a la
misión y nos vuelve plenos y fecundos. Algunos se resisten a probar hasta el fondo
el gusto de la misión y quedan sumidos en una acedia paralizante» [86].

La madurez humana y espiritual de las personas activas en la Iglesia es un


presupuesto fundamental para la fecundidad de su acción. La tarea espiritual de trabajar
en uno mismo por convencimiento personal es un continuo desafío personal. Puede que
todo esto nos parezca simple y ya muy sabido, pero no ha perdido nada de su actualidad.
El resurgimiento de la Iglesia que esperamos solo dará resultado si los dirigentes de la
Iglesia, el «personal de tierra de Dios», se vuelven más espirituales y por ello más
humanos, hombres y mujeres de Dios. Pues quien tiene responsabilidad en la Iglesia
puede oscurecer la fuerza radiante de la fe o hacerla brillar al máximo. Para ello la
Iglesia no necesita «hombres de acción», sino «místicos». Lo decisivo en la Iglesia no es
la apariencia, sino el ser de los cristianos en Cristo.
Estas ideas valen para todos, especialmente para los obispos, sacerdotes, religiosos
y religiosas, teólogos y teólogas, así como para profesionales y voluntarios de la Iglesia.
Todos están al servicio de la evangelización y, de acuerdo con su ministerio y su puesto,
han de transparentar a Cristo, ser portadores de Cristo. Cuando, en las elecciones o
designaciones diocesanas o de congregaciones religiosas, para algunos dirigentes no está

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en el centro el servicio, sino el poder, honor y dignidad propios, tales comportamientos
amarran múltiples fuerzas y bloquean una evangelización fecunda. Por eso la
evangelización requiere que los dirigentes de la Iglesia entiendan su ministerio como
servicio y no se pongan en el centro a sí mismos, sino a Jesucristo y la misión de la
Iglesia por Él encomendada. Todos deben estar dispuestos a transformar la «mundanidad
espiritual», el cuidado de las vanidades propias so capa de religión, en un humanismo
espiritual con la fuerza del Espíritu Santo. Si logramos asimilar un humanismo nuevo,
seremos pastores según el corazón de Cristo.
Hoy el pastor ha de ir a buscar no solo a la oveja perdida, sino a una gran parte del
rebaño. Esos pastores en busca del rebaño seguirán el olor de las ovejas y, para continuar
con la imagen del papa, han de llevar al aprisco el aroma fragante de Dios, el perfume de
la alegría del Evangelio. En la medida en que el futuro depende de nosotros, será
decisiva la respuesta que demos a la cuestión de si nosotros mismos, los fieles cristianos,
vivimos el Evangelio y, así, nos convertimos en modelos y maestros de la fe. Sobre todo
se les demanda esa función ejemplar a quienes tienen actividad pastoral. Pues solo vivir
el Evangelio es lo que puede realmente tocar el corazón de las personas.
Todo cuanto decimos y exigimos de la Iglesia no debemos expresarlo
genéricamente en primera persona del plural («nosotros»), ni menos con referencia a
«esos de ahí», sino en primera persona del singular («yo»). Si digo que la Iglesia ha de
cambiar y ser reformada, primero debo decir como cristiano: «He de ponerme yo mismo
en el lugar de la Iglesia, haciendo que la reclamación me concierna: yo mismo he de ser
renovado y transformado». No es una Iglesia abstracta la que hace que pierda
credibilidad el anuncio del mensaje, sino los creyentes individuales de dentro de la
Iglesia; especialmente aquellos que por su ministerio dan rostro visible a la Iglesia, pero
cuyo comportamiento es contrario al espíritu del Evangelio. Lo mismo que el hábito no
hace al monje, tampoco el bautismo solo hace mejores personas a los cristianos, ni el
sacramento del orden hace mejor cristiano a un consagrado.
A fin de que la gracia del sacramento desarrolle su plena eficacia, los que reciben
los sacramentos han de cooperar con Dios para que la gracia sacramental encuentre
pleno desarrollo: «Te recuerdo que avives el carisma de Dios que recibiste por la
imposición de mis manos» (2 Tim 1,6). Vivir desde un espíritu de servicio significa
hacer propia la oración de Jesús: «Hágase tu voluntad». Esta petición habría de
caracterizar especialmente la actitud vital de quienes actúan en la Iglesia. La disposición

107
para un compromiso generoso con el Evangelio forma parte de una espiritualidad
misionera, entusiasmada por la gran visión de Dios de llegar a todos los seres humanos.
Pues el Señor no dijo a sus discípulos que fueran a echar el anzuelo, sino a echar las
redes para pescar; no a buscar su propia gloria, sino la gloria de Dios. Esta mentalidad de
los primeros apóstoles la volvieron a expresar de nuevo una y otra vez los santos de la
Iglesia en los siglos siguientes. San Ignacio de Loyola dirá: «Todo a mayor gloria de
Dios». San Vicente Pallotti lo reforzará más aún: «Todo para gloria infinita de Dios».
Sin un testimonio de la entrega espiritual de uno mismo, sin la magnanimidad
humana y la humanidad espiritual de cada uno, la comunidad de fe no puede hacer
perceptible vitalmente la credibilidad del Evangelio. ¡Qué grandiosa esperanza podemos
proporcionar al mundo como pueblo de Dios peregrino si en espíritu de servicio
ponemos en sintonía el amor a Dios y a nuestro prójimo (con toda la necesaria distinción
entre ambos)! ¡Con qué vigor podemos comprometernos con el bien de la humanidad,
con la justicia social, con el mejoramiento de los pobres y necesitados, si no perdemos la
fuerza de nuestra misión en interminables debates intraeclesiales sobre reformas
estructurales, finanzas, repartos de poder, ni nos ocupamos de múltiples batallas
narcisistas entre quienes actúan en la Iglesia-institución!

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9. Encontrar a Cristo en los pobres
Una espiritualidad misionera vive de la experiencia de que el servicio a los otros y a los
sufrientes del mundo es lugar de encuentro con Cristo. En esta perspectiva, la dimensión
social de la fe puede ser lugar privilegiado de encuentro con Cristo y, por tanto, de salida
misionera.
Estamos llamados a tomar como guía los principios fundamentales de la verdad
evangélica, siguiendo a Cristo, hecho pobre por nosotros. Si tomamos como criterio el
reinado de Dios, confiamos en sentir la capacidad y la fuerza para comprometernos con
los pobres y con la justicia en el mundo. Daremos vida así a las valerosas palabras del
papa Francisco: «Por eso deseo una Iglesia pobre para los pobres». La Iglesia entiende
su servicio como acción salvífica de Dios cuando vive conscientemente su pobreza
existencial. Solo así puede ser esperanza para el mundo, pues la acción de Dios es el
soporte central de la Iglesia, lo que la convierte en lo que es y lo que debe ser. Si
tachamos ese núcleo, solo queda activismo humano. Una Iglesia pobre para los pobres
significa no construir una Iglesia de seres humanos únicamente desde nuestra mentalidad
de lo factible, sino fundamentar por entero nuestro propio ser y la misión de la Iglesia en
la acción salvífica de Dios.

109
10. Discernir los espíritus
La fe cristiana puede modelar y transformar la sociedad de cada época, dando
orientación para interpretar las cuestiones sociales a la luz del Evangelio. De una
espiritualidad misionera forma parte el discernimiento de espíritus a partir del Evangelio.
La sociedad correspondiente no puede cambiar y acomodar arbitrariamente el mensaje
fundamental de la fe. La fe no puede liquidar su potencial profético, pues la Iglesia tiene
el encargo de transformar el mundo a la luz del Evangelio, no de dejarse transformar por
el mundo. Es tarea de los creyentes comunicar al interior de la sociedad, de forma
argumentativa y dialogal, las convicciones católicas básicas. El Espíritu sopla donde
quiere (Jn 3,8), pero no todo estímulo del espíritu de la época es una inspiración del
Espíritu Santo. Los cristianos tienen que ejercitarse en discernir qué es lo que realmente
procede del Espíritu Santo y qué es lo que viene del espíritu de cada época o de sus
propias concepciones. El criterio de discernimiento es si se ajusta al Evangelio de
Jesucristo, tal como lo interpreta y entiende la tradición viva de la comunidad creyente.
La misión de la Iglesia está fundada en la experiencia de los testigos, cobra expresión en
relaciones y está dirigida a la transmisión de ese mensaje: «Sin embargo, a causa de las
pretensiones y de los condicionamientos del mundo, este testimonio viene repetidamente
ofuscado, alienadas las relaciones y relativizado el mensaje. [...] Para cumplir su misión,
[la Iglesia] deberá continuamente también tomar distancias respecto a su entorno, deberá,
por decirlo así, desligarse del mundo» [87]. Las palabras de Benedicto XVI sobre la
necesaria «desvinculación del mundo» son una llamada a liberarse de falsas
dependencias para que la Iglesia pueda cumplir su misión propia. La desvinculación del
mundo sirve para asegurar la identidad de la Iglesia. Sin la cruz y sin una apertura
creyente a la expectativa de la consumación venidera, no podemos entender en su
radicalidad el mensaje de Jesús.
Una espiritualidad del discernimiento de espíritus no lleva ni a una mundanización
acomodada ni a una temerosa huida del mundo. No nos podemos regir simplemente por
los criterios del mundo, perdiendo de vista el reinado de Dios, ni tampoco replegarnos
del mundo, para el cual y en el cual hemos de llevar a cabo nuestro cometido.
Necesitamos discernir los espíritus a fin de reunir la fuerza moral precisa para
señalar profética y críticamente las estructuras injustas y la opresión humana y

110
comprometernos activamente con la liberación integral y la dignidad de los seres
humanos. Dios ha enviado a su Hijo al mundo para traer a los hombres la salvación total
de Dios. Como nosotros participamos de su misión salvífica, somos enviados también al
mundo, lo mismo que Jesucristo fue enviado por su Padre al mundo. Por eso el camino
cristiano no es retirarse del mundo, sino contribuir a configurarlo con la fuerza del
Evangelio.
Estamos llamados a dar testimonio de Dios en medio del tumulto del mundo,
acreditando nuestra fe en la cotidianidad de la vida. Allí donde vivimos y trabajamos,
debe cobrar forma nuestra fe, dejando marcada nuestra acción y la configuración de
nuestra vida con el espíritu y la fuerza del Evangelio. Nuestro ser cristianos nos impulsa
a colaborar en la transformación del mundo en Cristo y no se deja rechazar con la
afirmación de que la religión es asunto privado. Ser enviados al mundo no significa dejar
de tener en cuenta las líneas conflictivas de nuestro mundo. La finalidad de la misión es
romper los patrones reiterados y la lógica de las estructuras del mundo y, con la fuerza
de Dios, desarrollar nuevas actitudes morales, espirituales y religiosas. Como cristianos
hemos de reconocer que estamos llamados a horizontes mayores y por ello debemos
mirar a lo alto. El compromiso cristiano significa mantener viva en el mundo la memoria
permanente de cuál es la finalidad que Dios le ha atribuido desde la creación.

111
11. Resistir a las tentaciones
Como hijos de nuestro tiempo, estamos también sometidos de continuo a tentaciones que
privan a nuestro mensaje de su fuerza radiante. Esto vale especialmente para los agentes
de pastoral. Por eso el papa Francisco señala algunas «tentaciones de los agentes
pastorales» [88]. para hacernos conscientes a todos de por dónde ha de comenzar la
necesaria reforma y renovación de la Iglesia: no por los otros y por las estructuras, sino
primero y sobre todo por nosotros mismos. Pues si en los agentes eclesiales no tienen
lugar una renovación espiritual y un cambio de comportamiento, no podrá haber una
reforma verdadera y una nueva eclosión de la Iglesia. Lo que Francisco presenta como
«tentaciones» es un espejo que nos sirve para cuestionarnos honesta y autocríticamente a
nosotros mismos y nuestro comportamiento como pastoralistas.
El mensaje que da el papa en estos capítulos de la Evangelii gaudium hay que
considerarlo como el corazón del documento. Como tentaciones mayores para los
agentes pastorales menciona el egoísmo, el pesimismo, la desertificación espiritual, la
mundanidad espiritual y las muchas formas de luchas intraeclesiales. Si somos honrados,
hemos de admitir autocríticamente que todos nosotros, según situaciones vitales,
podemos estar sujetos a estas tentaciones, independientemente del puesto y del ámbito
de responsabilidad en la Iglesia.
Esta conciencia es un primer paso para cambiar. Parte de un serio examen de
conciencia de cada uno para poder descubrir en su vida esas tendencias y debilidades. De
una espiritualidad misionera forma parte conocer esas tentaciones, resistirlas y
combatirlas, viviendo por entero de la fuerza del Espíritu de Jesús y poniéndonos con
plena conciencia a disposición de Dios, para que nos pueda tomar a su servicio como
instrumentos suyos. Todos los agentes de la Iglesia han de tomar su servicio no como
oficio, sino como vocación. Lo decisivo no pueden ser el puesto y los horarios, sino
nuestra disponibilidad para Dios y los seres humanos. Seguro que una actitud así va a ser
cuestionada y topará con objeciones como «Un exceso de trabajo lleva a quemarse. Hay
que atender al tiempo libre». Estas reservas son justo las que Francisco quiere hacer
patentes cuando nos exhorta con amor a decir no a la inercia egoísta.

112
12. Descubrir la fuerza de la intercesión
«Hay una forma de oración que nos estimula particularmente a la entrega evangelizadora
y nos motiva a buscar el bien de los demás: es la intercesión». El papa Francisco nos
invita especialmente a descubrir de nuevo la fuerza misionera de la oración de
intercesión. «Los grandes hombres y mujeres de Dios fueron grandes intercesores. La
intercesión es como “levadura” en el seno de la Trinidad. Es un adentrarnos en el Padre
y descubrir nuevas dimensiones que iluminan las situaciones concretas y las cambian.
Podemos decir que el corazón de Dios se conmueve por la intercesión, pero en realidad
Él siempre nos gana de mano, y lo que posibilitamos con nuestra intercesión es que su
poder, su amor y su lealtad se manifiesten con mayor nitidez en el pueblo» [89].
La oración de intercesión es una forma singular de salir de uno mismo para estar
con el otro y vincular su vida con Dios. Todo cristiano puede ejercitarse en esta forma de
orar, acompañando de este modo interiormente la actividad misionera de la Iglesia.

Los doce pasos de una espiritualidad de la evangelización, inspirados en la exhortación


apostólica Evangelii gaudium, del papa Francisco, tienen como objetivo concienciarse de
la misión de la Iglesia y de la misión encomendada a cada creyente mediante el bautismo
y la confirmación, haciendo fructíferos para la evangelización todos los dones de la fe,
para que la Iglesia se vuelva en nuestro tiempo un signo e instrumento idóneo del reino
de Dios. Podemos confiar en que dará resultado: Cristo, el enviado del Padre eterno, el
«apóstol y sumo sacerdote de nuestra confesión» (Heb 3,1) va por delante.

113
6.
Precursores de una
Iglesia misionera de este tiempo.
Vicente Pallotti

Contemplando a Cristo y mirando su cruz como signo de victoria, vamos animosamente


con Él, por la fuerza del Espíritu Santo, a difundir la alegría del Evangelio. No estamos
solos, sino rodeados de una «nube de testigos» (Heb 12,1), inspirados por sus palabras y
sus obras. Para mí, como sacerdote de la Sociedad del Apostolado Católico, está ahí
también el fundador de nuestra orden, san Vicente (Vincenzo) Pallotti. Mi mirada se
dirige a él al repensar nuestra tarea de evangelizar. Cierto que Vicente Pallotti vivió y
actuó en el siglo XIX, pero su vida cristiana ejemplar nos puede servir de inspiración en
el siglo XXI [90]. Pues el sentido de su vida consistió en vivenciar la fe e inflamar de
nuevo el amor. Sus actividades apostólicas brotaban de una profunda relación con Dios,
y la misión de su vida no era sino vivir el amor a Dios y al prójimo.

114
La vida de Vicente Pallotti
Vicente Pallotti nació el 21 de abril de 1795 y murió con 55 años escasos el 22 de enero
de 1850. Nació en Roma, vivió y trabajó en Roma, murió en Roma, ya en olor de
santidad.
Ya entonces se veía su grandeza en haber mostrado en sus obras y planes una
especial amplitud de mirada. La obra religiosa de este hombre parecía proyectada como
señal y modelo para un futuro aún desconocido. En palabras de Pío XI, «concibió y llevó
a cabo los rasgos fundamentales de la Acción Católica»; Pío XII le designó como «el
pionero precursor de la Acción Católica», y Juan XXIII señaló con gran admiración que
Pallotti había sabido captar a los laicos para los intereses de la misión y del apostolado al
lado de los obispos y sacerdotes.
Durante toda su época escolar no hubo para Vicente otro horizonte de trabajo que el
sacerdocio. Tenía unos quince años cuando tomó ya una decisión previa sobre el camino
a seguir. A partir de ese momento, en que se preparaba para la ordenación como
subdiácono, constan expresiones escritas de Pallotti. Ponía por escrito ideas religiosas y
dejaba constancia escrita de sus pensamientos y decisiones. Quien hoy en día lee sus
escritos sigue percibiendo en cada página la conmoción por Dios que todo lo penetraba.
Vicente Pallotti estaba especialmente fascinado por la infinitud de Dios. No se trataba
tanto de la grandeza inconcebible de Dios como de la ilimitación de su amor. Su
respuesta era un intento balbuceante de corresponder a ese amor. Es lo que resuena en
síntesis en el lema que por entonces empezó a usar: «Ad infinitam Dei gloriam», «Para
gloria infinita de Dios».
Ese impulso entusiasta le llevó a hacer todo lo posible hasta su ordenación
sacerdotal. Quería estudiar con máxima intensidad. Se esforzó por combatir radicalmente
sus faltas y ejercitarse en una conciencia permanente de la presencia de Dios. El
sacerdocio no era para Vicente la base para una carrera planeada largo tiempo atrás,
como entonces era usual en Roma. Le guiaba una constante humildad por lo que respecta
a los honores que pueden estar ligados al ministerio sacerdotal. Por eso hizo el voto de
no aceptar ningún tipo de dignidad ni distinción.
Vemos al joven sacerdote Vicente acuciado por un amor al prójimo tal que excluía
una brillante carrera en la Roma papal. Escribe: «Quisiera ser comida, para saciar a los

115
hambrientos; vestido, para cubrir a los desnudos; bebida, para refrescar a los sedientos;
medicina, para fortalecer el estómago de los débiles; lecho suave, donde los cansados
descansen; alivio y cuidado, para mitigar el sufrimiento de los enfermos, de los
paralíticos, de los mutilados, de los sordos, de los mudos, etc.; luz, para iluminar a los
ciegos corporales y espirituales; vida, para despertar a todos los difuntos a la gracia de
Dios o a la vida temporal; así podrían regresar para llevar a cabo en la tierra, hasta el día
del juicio, grandes hechos para gloria de mi Dios, de mi Padre, de mi Creador, de mi
Bien [supremo], de mi [uno y] todo» [91].
Pallotti concluyó sus estudios con el examen de doctorado en Filosofía y Teología,
del que sus padres solo se enteraron por vías indirectas. Ese año fue creado en la
universidad de La Sapienza un puesto de repetidor en Dogmática y se lo ofrecieron a
Vicente: un trabajo arduo, nada fácil y, desde luego, poco glorioso. El repetidor tenía que
preparar con los estudiantes la materia para las disputaciones de modo tal que todos le
entendiesen y pudiesen emplear sus conocimientos por sí mismos. Durante diez años
ocupó Pallotti ese cargo poco lucido. Conoció allí a muchos teólogos y en no pocos
ejerció un influjo que sirvió para esclarecer y robustecer su vocación.
En 1821 se le concedió la potestad de confesar, dando comienzo así a una actividad
que le ocupó toda su vida día y noche. Fue en su época quizá el confesor más solicitado
en Roma. Entre sus penitentes estaban siempre los jóvenes y los pobres, pero también
religiosos, sacerdotes, prelados, incluso cardenales y papas. El título de «apóstol de
Roma» que le adjudicaron venía motivado también por los muchos cristianos que habían
cambiado de vida por el encuentro con él.
Pallotti se había dado tanto a conocer por sus muchas actividades, ya en sus
primeros años de sacerdocio, que en 1825 fue llamado como director espiritual al
seminario de Roma. Fue, sin duda, un nombramiento honroso, pero, desde luego, no un
trabajo honorífico. En 1833 se añadió la dirección suplente de los estudiantes en el
Collegio Urbano de Propaganda Fide, centro de estudios para misioneros y estudiantes
de países de misión. Dos años más tarde asumió Pallotti la plena responsabilidad de la
nada fácil tarea de preparar espiritualmente para su ministerio en el espíritu de la misión
cristiana a jóvenes de todos los países.
Esa actividad al servicio de la misión reforzó aún más la mentalidad apostólica del
santo. Vio con mayor claridad que antes el mundo entero como un campo acuciante de

116
misión. A sus muchas actividades pastorales y caritativas se añadía ahora la ayuda a los
países de misión, para la que supo entusiasmar a muchos fieles.
Todos los trabajos de Pallotti le mostraban una y otra vez que el mundo era
demasiado poco cristiano y que por ello había que realizar mucho más trabajo misionero,
tanto en países habitados predominantemente por no cristianos como en las llamadas
naciones cristianas. A causa de necesidades urgentes en países de misión de las que
había sabido en el colegio de Propaganda Fide, redactó llamamientos y organizó colectas
en toda la ciudad de Roma. Para esas acciones se le unió un grupo de conocidos que
habían convertido en solicitud personal las preocupaciones de Pallotti.
El santo había conocido a menudo cristianos preparados, que él orientaba aquí y
allá a asumir como voluntarios obras de Cáritas. Hacia el año 1834 le daba vueltas a la
idea de activar para la tarea apostólica general de la Iglesia la gran reserva de fuerza
misionera que representaban los laicos. Dice, por ejemplo: «Por eso todo el que, en su
estado, de acuerdo con sus fuerzas, colabora en la difusión de la fe según sus
posibilidades confiando en la gracia divina, puede merecer el nombre de “apóstol”. Todo
lo que está haciendo con esa finalidad es su apostolado». Y prosigue argumentando:
«Pues el mandamiento del amor ordena a todos glorificar a Dios y amarle sobre todas las
cosas y al prójimo como a sí mismo, estamos obligados a procurar de todas las maneras
posibles la salvación eterna de nuestro prójimo lo mismo que de la nuestra [...] y lo
mismo que todos están llamados, incluso obligados, a imitar a Cristo, así todos están
llamados al apostolado según su condición y estado» [92]. Estas frases que podría haber
escrito alguien hoy anticipan los impulsos del Concilio Vaticano II.
Vicente Pallotti vio ya la necesidad de colaborar con todos y aglutinar fuerzas. Era
muy consciente de que «la razón y la experiencia demuestran que, de ordinario, el bien
que se hace aisladamente es escaso, incierto y de corta duración, y que los esfuerzos
más generosos de los individuos no pueden lograr nada grande, ni siquiera en el ámbito
religioso y moral, si no se aúnan y ordenan a un fin común» [93].
El acicate de revitalizar y transmitir la fe movía a Pallotti con fuerza creciente y se
convirtió en objeto de oración y meditación. Estando así meditando, en enero de 1835 se
presentó a sus ojos la imagen de cómo la cristiandad entera podría ser movilizada con
esa finalidad. Fue el nacimiento de su visión del «apostolado católico».
El «apostolado católico» consiste en el apostolado general de todos los católicos
para difundir la fe en la humanidad entera. Hay que conseguir una actividad misionera

117
general de los católicos hacia todos los seres humanos. Debe surgir una obra apostólica
para proporcionar vitalidad y hondura a la fe de los cristianos que viven poco su fe.
Finalmente, Pallotti deseaba un compromiso caritativo universal de todos para crear
condiciones para la fe en un Dios amoroso.
Pallotti no hacía planes para tiempos lejanos, ni aguardaba a tener condiciones
óptimas; se sentía apremiado a contribuir enseguida a revitalizar la acción misionera de
toda la Iglesia. Un suceso externo en el círculo de sus amigos proporcionó el necesario
impulso. El círculo apostólico de los amigos de Pallotti supo, por uno de sus miembros,
de las dificultades pastorales que padecían los cristianos caldeos entre los pueblos de
lengua árabe. Carecían de todo, en especial de literatura religiosa suficiente. Pallotti y su
círculo decidieron ayudar a esos cristianos, sobre todo poniendo a su disposición los
libros religiosos que necesitaban.
Para comenzar, quisieron hacer imprimir en lengua árabe, con una edición de diez
mil ejemplares, el librito Máximas eternas, de Alfonso de Ligorio, que fue canonizado
en 1839 y elevado a doctor de la Iglesia en 1871. Pallotti encargó a su amigo Giacomo
Salvati reunir el dinero necesario. Salvati tenía grandes reparos sobre la posibilidad de
reunir una cantidad tan elevada, pero Pallotti insistió. Para sorpresa de todos, la colecta
resultó tan exitosa que en pocas horas se recogió bastante más que la suma requerida.
Con eso, los amigos tenían fácil encontrar nuevos nuevas posibilidades de uso
apostólico para el excedente, pero decidieron fundar una entidad responsable para
administrar el dinero. Como relata el mismo Pallotti, «para no exponer las santas obras a
las murmuraciones de los malévolos, se pensó que sería conveniente formar una
sociedad pía que en las actuales necesidades de la Iglesia tuviese por objeto procurar la
multiplicación de los medios espirituales y temporales necesarios para reavivar la fe y
volver a inflamar la caridad entre los católicos y difundirla por el mundo entero».
De cara al tiempo presente es quizá importante mencionar que Pallotti y sus amigos
no se consideraban a sí mismos como los reformadores de toda la Iglesia. Se imaginaban
su pequeño grupo como una especie de punto de cristalización, en torno al cual pronto se
formarían otros grupos por toda la tierra.
Como Vicente Pallotti tenía buenas conexiones con el Vaticano, recibió el apoyo
del cardenal vicario de Roma, y no mucho después el del papa. El nombre de su
fundación, Sociedad del Apostolado Católico, podría resultar presuntuoso, pero el deseo
de Pallotti era tan solo servir al encargo misionero de la Iglesia en conjunto; por eso era

118
para él «el título [...] más propio [...] y conducente a realizar el fin santo de la pía
sociedad [...] llamarla “Pía Sociedad del Apostolado Católico”, es decir, universal,
porque estimula a todas las clases de personas, de todo estado, grado y condición, a
ocuparse enérgicamente en las obras de caridad y de celo» [94]. Con su movimiento
misionero, Pallotti pretendía suscitar y fortalecer la colaboración activa y la
corresponsabilidad apostólica de todos los cristianos católicos.
Se deja notar qué miras tan amplias y universales tenía su proceder en aquel tiempo.
Quería crecer desde la hondura de la fe y recurrir a las riquezas de la fe. Es característico
de Pallotti pensar de modo universal pero actuar localmente. Lo que ronda por su cabeza
es nada menos que activar a todos los católicos del mundo. En ese mismo horizonte
amplio lo expresaron después Pío XI y los padres del Concilio Vaticano II en los
decretos sobre misión y sobre apostolado de los laicos.
Pallotti se anticipó a su época. A pesar de haber entusiasmado a muchos cardenales,
obispos, laicos influyentes, numerosos monasterios, una gran cantidad de misioneros y
amigos de todo el mundo, no pudo hacer realidad en su tiempo sus grandiosas ideas. Le
pasó como a su Maestro, Jesús. Se me ocurre aquí una comparación atrevida: Jesús trató
de ganarse en un primer arranque al pueblo de Galilea y de Jerusalén y pronto se vio
reducido a un pequeño círculo de discípulos. Algo similar le pasó también a san Vicente
Pallotti: hubo de experimentar primero en pequeños grupos lo que estaba proyectado a lo
grande. El tiempo aún no estaba maduro.
Aunque Pallotti no pudo llevar a cabo en su época sus grandes planes, siguió
trabajando de múltiples modos en todos los ámbitos pastorales y, en cuanto a los medios
utilizados, fue un apóstol moderno, en el sentido más verdadero de la palabra. De hecho,
no hay un solo sector del apostolado y de la asistencia donde Pallotti no tuviera una
actividad destacada y donde no trabajara con los medios más modernos de su época.
Desarrolló una abundante asistencia caritativa, fundó varios orfanatos y procuró el pan a
muchos pobres y mendigos. Fundó y dirigió interinamente varias escuelas nocturnas y de
oficios. Actuó como agencia de colocación y apoyó financieramente a empresas en
dificultades, facilitándoles encargos hasta que remontasen.
Además, se dedicó a la formación religiosa y teológica de los fieles. Hizo imprimir
y distribuir hojas volantes y pequeños folletos para modelar cristianamente la vida diaria,
reeditar libros religiosos agotados y traducir otros a idiomas extranjeros. Él mismo
compuso algunos pequeños escritos para edificación religiosa. Tuvo un papel destacado

119
en la publicación de una enciclopedia italiana. No menos pendiente estaba de las
misiones extranjeras, para cuyo sostenimiento llevó a cabo muchas acciones.
Merece también especial mención su interés por la unidad de los cristianos. En su
alma ardía la tarea apremiante de restablecer la unidad de los católicos tanto con los
fieles de las Iglesias orientales como con los protestantes de Occidente. Cuando Vicente
envió a Londres a sus primeros compañeros, tenía también como motivación el
pensamiento ecuménico.
La expresión más profunda y hermosa de su idea del apostolado católico la formuló
Vicente Pallotti al establecer la semana solemne de los Tres Reyes, en la que todos los
años en Roma la mayoría de los ritos orientales y occidentales festejaban y celebraban
juntos a Dios. La celebración de la octava de Epifanía era una fiesta de la fe y del
entusiasmo misionero. En esta celebración grandiosa tomó parte cada vez más la Iglesia
entera con todas las instituciones con sede en Roma, los laicos y el clero, los sacerdotes
seculares y regulares, los obispos y cardenales. En 1847 pronunció la homilía de
clausura el papa Pío IX. Poco después de celebrar la fiesta de Epifanía de 1850, Vicente
Pallotti cayó enfermo y murió el 22 de enero en olor de santidad.

120
«Para gloria infinita de Dios»
Solo la sucesiva evolución en la Iglesia puso de relieve claramente la importancia
duradera que tiene Vicente Pallotti para los cristianos y para la Iglesia. El papa Pío XI,
que quería movilizar todas las fuerzas apostólicas de la Iglesia mediante la «Acción
Católica», fue el primer papa en expresar que Pallotti fue un precursor de esa idea.
El Papa se dio cuenta de que la pasión del santo por Dios y su sueño de una
activación misionera de todos los fieles constituyen una unidad. La veneración del amor
infinito de Dios y la urgencia de poner todos los medios disponibles para profundizar y
difundir la fe forman parte de lo mismo.
Hay dos acontecimientos donde vemos las ideas de Pallotti confirmadas y
reconocidas por la Iglesia. En 1950 fue Pallotti beatificado por Pío XII. Aún destacó más
su importancia durante el Concilio Vaticano II. El papa Juan XXIII puso a Vicente
Pallotti en el catálogo de los santos en 1963.
Imposible pasar por alto la conexión. La revitalización de la fe, el impulso para
difundir la idea de misión por el mundo entero y en todos los estamentos sociales, fueron
también objetivo del Concilio. Los diversos documentos, en especial Apostolicam
actuositatem, el decreto sobre el apostolado de los laicos, y Gaudium et spes, la
constitución pastoral, hacen el efecto estar directamente influidos por los escritos de
Pallotti.
Las ideas fundamentales de Pallotti se han convertido en bien común de la teología
y de la vida eclesial. Sus impulsos, su amor de Dios enfocado a la misión universal, son
la base de una espiritualidad actualizada para ser una Iglesia apostólicamente activa. Aun
cuando muchos pensamientos de Pallotti están presentes en la teología y la espiritualidad
de la Iglesia actual, también a nosotros nos interpelará: «De todas las obras de la caridad,
la más valiosa es la de la mayor gloria de Dios y salvación del género humano», la obra
de la evangelización [95].
El apostolado de Pallotti emana de su vida rica en intimidad con Dios. En él se unen
vita activa y vita contemplativa, la vida activa y la vida contemplativa. Pallotti vivió la
unidad admirable de acción y contemplación. El núcleo esencial del apostolado lo
encontramos en su vida unida a Dios. En el fondo, Pallotti no hizo sino percibir unidos el
amor a Dios y al prójimo y vivir a partir de ahí.

121
Para realizar en la actualidad las ideas de san Vicente Pallotti, hemos de
concienciarnos de nuevo sobre la cuestión central de nuestra fe, la cuestión de Dios. Hoy
se requiere una vuelta radical hacia Dios y la cuestión de Dios. Si colocamos a Dios,
amor infinito, en el centro de nuestra vida, sentiremos también la necesidad de dar
respuesta vivencial a ese amor. La confianza creyente en que Dios, infinito amor y
misericordia, ha creado al hombre a su imagen y le ha redimido, describe la dignidad
insuperable de los seres humanos, que los une a todos mutuamente en una comunidad
solidaria, más allá de toda diversidad e independientemente de cualquier tendencia e
interés.
Esa vinculación mutua es la auténtica raíz de la vocación general al apostolado, la
cual pide que la persona responda al amor de Dios y lo comparta con los hermanos y
hermanas, ayudándolos a alcanzar su culminación en Dios.
Quien asume su compromiso en este sentido, contribuye a la vez a su propia
santificación, da gloria a Dios y ama a su prójimo como a sí mismo. La participación de
la vida divina y la común semejanza a Dios que de ella deriva son el fundamento de
todas las vocaciones. Se trata precisamente de descubrir a Dios como amor infinito.
Pallotti vivió de la experiencia personal de saberse amado por Dios en Jesucristo de
forma incondicional e ilimitada. Crecer en la amistad con Cristo es la fuente de energía
de todas las actividades apostólicas.

122
«El amor del Mesías nos apremia»
El carácter singular y universal de Jesucristo constituye el centro del ser cristianos y de
la misión cristiana. En Jesucristo se hace visible el Dios amoroso. Vivir en Cristo es, por
tanto, vivir en el amor del Padre. A la luz de estas convicciones es como Vicente Pallotti
eligió como lema «El amor del Mesías nos apremia» (2 Cor 5,14). Así como Jesucristo
vivió su vida como perfecta glorificación del Padre para salvación de los hombres,
nosotros estamos llamados también a glorificar a Dios en seguimiento de Cristo.
Este cristocentrismo nos lleva al meollo de la Iglesia. Pues a Cristo le encontramos
en la Iglesia y por la Iglesia. Pallotti tenía siempre presente la imagen de la Iglesia
primitiva de los Hechos de los Apóstoles. Tras la ascensión de Cristo, los apóstoles
fueron al piso superior, donde permanecieron, perseverando en la oración, junto con
algunas mujeres y con María, la madre de Jesús (cf. Hch 1,12-14; 2,43-47). Como
Pallotti, podemos sacar nueva fuerza del acontecimiento de Pentecostés. Escribe:
«Leyendo en la vida de la bienaventurada Virgen cómo los apóstoles, tras la venida del
Espíritu Santo, se dirigieron a predicar el sacrosanto evangelio en las diversas regiones
del mundo, nuestro Señor Jesucristo puso en mi mente la verdadera idea de la naturaleza
y obras de la Sociedad para el fin general del incremento, defensa y propagación de la
piedad y de la fe católica...» [96].
Brotarán un nuevo vigor misionero y una revitalización de la fe donde cese la
crítica usual a la Iglesia y donde los cristianos comiencen a dar testimonio de Dios. El
amor a Cristo se visibiliza en el amor a la Iglesia, portadora viva de su mensaje.
Para atestiguar y anunciar de palabra y obra el mensaje de la Iglesia, se requiere una
honda formación cristiana, alimentada y mantenida por la permanente unión con Cristo
en la oración, en la celebración litúrgica, en la vida fraterna, en el amor al prójimo y en
la reflexión teológica.
La escuela espiritual de Vicente Pallotti nos inspira para ser celosos propagadores
de la fe viva y apóstoles del amor activo.

123
Dios para los hombres

El Concilio Vaticano II nos ha enseñado a entender la Iglesia como communio. Una


comunión que surge de nuestra comunión con Dios. La unión más honda con Dios hace
posible la comunión mutua. Si nuestro amor a Dios está en el centro de nuestra vida y de
nuestras actividades eclesiales, nos encontramos en el camino seguro para experimentar
nuestra fe como una fuerza viva y anunciarla y atestiguarla vitalmente. Se trata de
orientar hacia Dios nuestra vida entera y de entender todos nuestros esfuerzos cotidianos
como camino para conocer a Dios y relacionarnos con Él.
Cuando la Iglesia se vive como communio que tiene su centro en Dios y le tributa
adoración, está justificada nuestra propia existencia como nuevo pueblo de Dios, y
nuestros esfuerzos de evangelización cobran una fuerza de atracción nueva.
El mensaje permanente y constante de nuestra fe dice que Dios es la fuerza viviente
que determina nuestra vida y nuestro pensar. Solo una Iglesia vuelta hacia Dios puede
ser una Iglesia vuelta hacia los seres humanos. También en la búsqueda espiritual de las
personas de nuestro tiempo resuena el grito «¡Muéstranos a Jesús!». Nosotros los
cristianos y la Iglesia les debemos una respuesta.
La misión no es otra cosa que la invitación a los hombres a acoger y vivir esa
comunión con Dios y entre sí.

124
Notas

[1] FRANCISCO, Evangelii gaudium, nro. 273.


[2] Cf. Walter KASPER, Die Freude des Christen, Ostfildern 2018 [ed. esp. en prensa: Sal Terrae, Santander].
[3] Cf. G. AUGUSTIN, «Wiederentdeckung der Kirche in der Zeit der inneren und äußeren Diaspora»:
Lebendiges Zeugnis 59 (3/2004), 170-184.
[4] Cf. A. BÜNKER, Missionarisch Kirche sein? Eine missionswissenschaftliche Analyse von Konzepten zur
Sendung der Kirche in Deutschland, Münster 2004.
[5] Cf. G. AUGUSTIN, Aufbruch in der Kirche mit Papst Franziskus. Ermutigungen aus dem Apostolischen
Schreiben «Die Freude des Evangeliums», Stuttgart 2015 [trad. esp.: Por una Iglesia en salida con el papa
Francisco. Impulsos de la Exhortación apostólica Evangelii gaudium, Sal Terrae, Santander 2015].
[6] FRANCISCO, Evangelii gaudium, nro. 104.
[7] Ibid., nro. 96.
[8] Ibid., nro. 100.
[9] Ibid., nro. 263.
[10] IRENEO DE LYON, Adversus haereses, 20, 7; BENEDICTO XVI, Audiencia general del miércoles 27 de
diciembre de 2006.
[11] Cf. G. AUGUSTIN, «Kirche und Wirtschaft: Kritik an den Reichen oder Ermutigung zum
verantwortlichen Wirtschaften?», en Íd. y R. Kirchdörfer (eds.), Familie: Auslaufmodell oder Garant unserer
Zukunft? Festschrift für Brun-Hagen Hennerkes, Freiburg im Breisgau 2014, 403-426.
[12] FRANCISCO, Evangelii gaudium, nro. 199.
[13] Cf. W. KASPER, Barmherzigkeit: Grundbegriff des Evangeliums – Schlüssel christlichen Lebens,
Freiburg im Breisgau, 20165 [trad. esp.: La misericordia, clave del Evangelio y de la vida cristiana, Sal Terrae,
Santander 20157].
[14] Sobre este capítulo, cf. la ponencia del autor pronunciada en el cuarto Congreso de Teología y Pastoral
en Bogotá en 2013, en G. MEDINA (ed.), ¿Cómo evangelizar en la era secular?: Memorias del IV Congreso de
Teología y Pastoral, Bogotá 2014. Cf. también G. AUGUSTIN, «Christlicher Glaube als Grundlage menschlicher
Lebenskultur», en Íd. y H. Köhler, Glaube und Kultur (Theologie im Dialog 11), Freiburg im Breisgau 2014, 67-
97.
[15] Cf. N. LUHMANN, Die Religion der Gesellschaft, Frankfurt am Main 2000, 278-319 [trad. esp.: La
religión de la sociedad, Trotta, Madrid 2007]; cf. también R. INGLEHART, Kultureller Umbruch: Wertewandel in
der westlichen Welt, Frankfurt am Main 1995; P. MISHRA, Das Zeitalter des Zorns: Eine Geschichte der
Gegenwart, Frankfurt am Main 2017.
[16] BENEDICTO XVI, Encuentro con los cristianos comprometidos en la Iglesia y la sociedad, en la
Konzerthaus de Friburgo de Brisgovia (25 de septiembre de 2011): ver https://bit.ly/2JSAnwl.
[17] PABLO VI, Evangelii nuntiandi, nro. 55.
[18] W. KASPER, Papst Franziskus: Revolution der Zärtlichkeit und der Liebe. Theologische Wurzeln und
pastorale Perspektiven, Stuttgart, 20162, 150, nota 157 [trad. esp.: El papa Francisco: Revolución de la ternura y

125
el amor. Raíces teológicas y perspectivas pastorales, Santander 20152, 124].
[19] PABLO VI, loc. cit.
[20] Ch. TAYLOR, Ein säkulares Zeitalter, Frankfurt am Main 2009, 15 [trad. esp. del orig. inglés: La era
secular, Gedisa, Barcelona 2014].
[21] Cf. TAYLOR, op. cit., 41-45.
[22] PABLO VI, Evangelii nuntiandi, nro. 20.
[23] Cf. Ch. TAYLOR, Quellen des Selbst: Die Entstehung der neuzeitlichen Identität, Frankfurt am Main
19969 [trad. esp. del orig. inglés: Fuentes del yo: La construcción de la identidad moderna, Paidós, Barcelona
1996]; ÍD., Die Formen des Religiösen in der Gegenwart, Frankfurt am Main 2002 [trad. esp. del orig. inglés: Las
variedades de la religión hoy, Paidós, Barcelona 2003].
[24] Giovanni PICO DELLA MIRANDOLA, De ente et uno, cit. según Ausgewählte Schriften, ed. por A. Liebert,
Jena y Leipzig 1905, 178.
[25] Cf. R. DESCARTES, Meditationes de prima philosophia (1641), «Meditación sexta acerca de la existencia
de las cosas materiales y de la distinción real entre la mente y el cuerpo».
[26] Cf. M. WEBER, «Die protestantische Ethik und der Geist des Kapitalismus», en Gesammelte Aufsätze
zur Religionssoziologie 1 (1920); reedición: Max Weber-Studienausgabe I/18 [trad. esp.: La ética protestante y el
espíritu del capitalismo, Alianza, Madrid 2002]; R. H. TAWNEY, Religion and the Rise of Capitalism, 1926 (New
Brunswick 2006; trad. alem.: Religion und Frühkapitalismus: Eine historische Studie, Bern 1946).
[27] A. MALRAUX, La Tentation de l’Occident, 1926 [trad. esp.: La tentación de Occidente, La Umbría y la
Solana, Madrid 2017].
[28] TERESA DEL NIÑO JESÚS, Selbstbiographische Schriften: Authentischer Text; Nach der von P. François
de Sainte-Marie OCD besorgten und kommentierten Ausgabe, traducción al alemán por Otto Iserland y Cornelia
Capol, Einsiedeln 19585, 110 [trad. esp. del orig. francés: Historia de un alma, cap. X, man. C, 6r.º].
[29] Cf. P. TILLICH, Der Mut zum Sein, Steingrüben, Stuttgart 1953; reed. Berlin 1991 [trad. esp.: El coraje
de existir, Estela, Barcelona 1968]. En este escrito, el autor ofrece un análisis muy bueno de ambas formas de
angustia.
[30] Cf. Rollo MAY, Love and Will, New York 1969 (trad. alem.: Liebe und Wille, Edition Humanistische
Psychologie, 1988 [trad. esp. del orig. inglés: Amor y voluntad, Gedisa 2015]).
[31] H. BERGSON, Introduction à la métaphysique, 1903 (trad. alem.: Einführung in die Metaphysik, Jena
1909, 4 [trad. esp. del orig. francés: Introducción a la metafísica, UNAM, México 1960, 11]).
[32] R. DESCARTES, Meditationes de prima philosophia (1641), frase inicial de la «Meditationum prima»
[trad. esp.: Meditaciones acerca de la filosofía primera, Univ. Nac. de Colombia, Bogotá 2007, 69].
[33] I. KANT, Kritik der reinen Vernunft: «Von dem Grunde der Unterscheidung aller Gegenstände in
Phaenomena und Noumena»; cit. según la edición de M. Holzinger, Berlin 20132, 175.
[34] K. HORNEY, «Flucht aus der Weiblichkeit: Der Männlichkeitskomplex der Frau im Spiegel männlicher
und weiblicher Betrachtung» (1926), en Íd., Die Psychologie der Frau, Frankfurt am Main 1984, 26-42 [trad. esp.:
La psicología femenina, Alianza, Madrid 19905].
[35] R. TARNAS, The Passion of the Western Mind: Understanding the Ideas That Have Shaped Our World
View, 1991 (trad. alem.: Idee und Leidenschaft: Die Wege des westlichen Denkens, 1999, 555-556 [trad. esp. del
orig. inglés: La pasión de la mente occidental: Para la comprensión de las ideas que modelaron nuestra
cosmovisión, Atalanta, Vilaür 20164]).
[36] Una voz importante en esta mutación de perspectivas ocurrida en la segunda mitad del siglo XX es el
físico y filósofo austríaco-americano Fritjof Capra. Cf. F. CAPRA, The Turning Point: Science, Society, and the

126
Rising Culture, 1982 [trad. esp.: El punto crucial: Ciencia, sociedad y cultura naciente, Troquel, Buenos Aires
1992].
[37] CONSEJO PONTIFICIO DE LA CULTURA – CONSEJO PONTIFICIO PARA EL DIÁLOGO INTERRELIGIOSO, Jesucristo,
portador del agua de la vida: Una reflexión cristiana sobre la «Nueva Era», 1.5, con cita de M. INTROVIGNE, New
Age & Next Age, Casale Monferrato 2000, 267. Véase https://bit.ly/2JXKUGT.
[38] Para una crítica de la espiritualidad New Age cf. también J. RATZINGER, Glaube – Wahrheit – Toleranz:
Das Christentum und die Weltreligionen, Freiburg im Breisgau reed. 2017 [trad. esp.: Fe, verdad y tolerancia: El
cristianismo y las religiones del mundo, Sígueme, Salamanca 2013].
[39] Doc. cit., 6.1.
[40] JUAN PABLO II, Redemptoris missio, nro. 25.
[41] Cf. H. COX, Fire from Heaven: The Rise of Pentecostal Spirituality and the Re-shaping of Religion in
the 21st Century, 1994, reed. 2001. Cf. también ÍD., The Future of Faith, 2009 (trad. alem.: Die Zukunft des
Glaubens: Wie Religion wieder zu den Menschen kommt, Freiburg im Breisgau 2010 [trad. esp. del orig. inglés: El
futuro de la fe, Océano, México 2011]).
[42] Expresión latina, traducible por «dios de máquina». Hace referencia a la costumbre de usar en las
tragedias griegas una grúa para bajar al escenario a un actor que representaba a un dios o diosa. En otras palabras,
es la introducción arbitraria de Dios en una situación.
[43] Cf. G. WEIGEL, Witness to Hope: The Biography of Pope John Paul II, 224.846 [trad. esp.: Biografía de
Juan Pablo II: Testigo de esperanza, Plaza & Janés, Barcelona 1999].
[44] JUAN PABLO II, Fides et ratio, nro. 90.
[45] Cf. G. AUGUSTIN y K. KRÄMER (eds.), Mission als Herausforderung: Impulse zur Neuevangelisierung
(Theologie im Dialog 6), Freiburg im Breisgau 2011 [trad. esp.: El desafío de la nueva evangelización. Impulsos
para la revitalización de la fe, Sal Terrae, Santander 2012].
[46] PABLO VI, Evangelii nuntiandi, nro. 18.
[47] Ibid., nro. 27.
[48] Cf. JUAN PABLO II, Catechesi tradendae, nro. 18.
[49] PABLO VI, Evangelii nuntiandi, nro. 21.
[50] Ibid., nro. 63.
[51] Cf. JUAN PABLO II, Catechesi tradendae, nro. 20.
[52] Cf. JUAN PABLO II, Tertio millennio adveniente, nro. 40.
[53] Cf. P. COLLINS, Word and Spirit: Intimations of a New Springtime, Dublin 2012.
[54] https://bit.ly/2rmCEcw.
[55] https://bit.ly/2JTZor2.
[56] Cf. A. DULLES, Models of the Church, New York 2000, 1.a ed. 1974 [trad. esp.: Modelos de Iglesia, Sal
Terrae, Santander 1975].
[57] A. DULLES, Models of Revelation, New York 1992, 30.
[58] Cf. J. DELARUE, en The Missionary Ideal of the Priest According to St. Vincent de Paul, Chicago 1993,
85; cf. también L. MEZZADRI, A Short Life of St. Vincent de Paul, Dublin 1992/2010, 31.
[59] JUAN PABLO II, Ecclesia in Europa, nro. 47.
[60] Cf. K. MCDONNELL y G. T. MONTAGUE, Christian Initiation and Baptism in the Spirit: Evidence from the
First Eight Centuries, Collegeville 1990, 333. Desde una perspectiva bíblica y patrística, Montague y McDonnell

127
argumentan que la efusión del Espíritu es esencial para los sacramentos de iniciación y normativa para todos los
cristianos bautizados.
[61] Cf. R. HATTERSLEY, John Wesley: A Brand From the Burning, London 2002, 136.
[62] Cf. J. WIMBER y K. SPRINGER, Power Evangelism: Signs and Wonders Today, London 1985, 56-60.
[63] Cf. A. DODIN, Vincent de Paul and Charity: A Contemporary Portrait of his Life and Apostolic Spirit,
ed. de H. O’Donnell y M. G. Hornstein, New York 1993, 81.
[64] Cf. H. COX, Fire From Heaven: The Rise of Pentecostal Spirituality and the Reshaping of Religion in
the 21st Century, London 1996, 306.
[65] J. SOBRINO, Christology at the Crossroads, London 1978, 379; cf. ÍD., Christologie der Befreiung,
Ostfildern 20082.
[66] G. GUTIÉRREZ, Perspectives on Personal and Social Transformation, ed. Walter E. Conn, New York
1978, 309.
[67] Cf. VICENTE DE PAÚL, Correspondance, entretiens, documents 9, ed. de P. Coste, Paris 1920-1925, 319.
[68] L. ABELLY, Das Leben des heiligen Vincenz von Paul, Stifters und ersten Superiors der Congregation
der Mission und der Töchter der christlichen Liebe. Aus dem französischen Originale übersetzt und mit
Anmerkungen versehen von C. von Prentner, 4 vols., 1, Regensburg 1859, 139 (cap. 20: «Geistige und leibliche
Anlagen Vinzenz. Bild seines Charakters»).
[69] K. RAHNER, «Frömmigkeit früher und heute», en Schriften zur Theologie 7, Einsiedeln 1966, 11-31
[trad. esp.: «Espiritualidad antigua y actual», en Escritos de teología 7, Taurus, Madrid 1966, 13-36]; ahora en ÍD.,
Glaube im Alltag: Schriften zur Spiritualität und zum christlichen Lebensvollzug, ed. de A. Raffelt, Freiburg im
Breisgau 2006 (Rahner Sämtliche Werke 23), 31-46.
[70] Cf. a este respecto G. AUGUSTIN, «Plädoyer für eine theozentrische Wende im säkularen Zeitalter», en
Íd., C. Schaller y S. Śledziewski (eds.), Der dreifaltige Gott: Christlicher Glaube im säkularen Zeitalter. Für
Gerhard Kardinal Müller, Freiburg im Breisgau 2017, 33-52.
[71] Cf. G. AUGUSTIN y K. KRÄMER (eds.), Gott denken und bezeugen, Freiburg 2008.
[72] Cf. G. AUGUSTIN, Gott eint – trennt Christus?: Die Einmaligkeit und Universalität Jesu Christi als
Grundlage einer christlichen Theologie der Religionen, Paderborn 1993, 206-379.
[73] FRANCISCO, Misericordiae vultus, 1.
[74] J. RATZINGER, Glaube und Zukunft, München 1970, 122 [trad. esp.: Fe y futuro, Sígueme, Salamanca
1973, 75; reed. Desclée, Bilbao 2007, 110].
[75] Cf. G. AUGUSTIN y G. RIßE (eds.), Die eine Sendung – in vielen Diensten: Gelingende Seelsorge als
gemeinsame Aufgabe in der Kirche, Paderborn 2003.
[76] Cf. G. AUGUSTIN, «Verherrlichung Gottes in der Liturgie», en Íd. y M. Schulze (eds.), Glauben feiern:
Liturgie im Leben der Christen. Für Andreas Redtenbacher, Ostfildern 2018, 47-68; cf. ÍD. ET AL. (eds.), Priester
und Liturgie, Paderborn 2005.
[77] Cf. G. AUGUSTIN, «Das Sakrament der Einheit: Eucharistie», en Íd., Die Seele der Ökumene: Einheit der
Christen als geistlicher Prozess, Ostfildern 2017, 69-116 [trad. esp.: «El sacramento de la unidad: la eucaristía»,
en El alma del ecumenismo: La unidad de los cristianos como proceso espiritual, Sal Terrae, Santander 2018, 61-
102]; ÍD., «Die Eucharistie mit spirituellem Gewinn feiern: Ein Perspektivenwechsel», en G. Augustin y K.
Krämer (eds.), Leben aus der Kraft der Versöhnung, Ostfildern 2006, 124-153.
[78] Cf. BENEDICTO XVI, Deus caritas est, nros. 19-37.
[79] PABLO VI, Evangelii nuntiandi, nro. 20.
[80] Cf. G. FÜRST, «Ihr werdet die Kraft des Heiligen Geistes empfangen und meine Zeugen sein», en G.
Augustin y J. Kreidler (eds.), Den Himmel offen halten, Freiburg 2003, 12-18.

128
[81] Cf. N. BROX y F. DÜNZL (eds.), Das Frühchristentum, Freiburg im Breisgau 2000, espec. 353.
[82] J. RATZINGER, op. cit. en la nota 5 de este capítulo, 120s [ed. esp. 1973, 74s; 2007, 109].
[83] FRANCISCO, Evangelii gaudium, nro. 273.

[84] FRANCISCO, ibid.


[85] FRANCISCO, Evangelii gaudium, nro. 76.
[86] FRANCISCO, Evangelii gaudium, nro. 81.
[87] BENEDICTO XVI, Discurso citado en la nota 3 del capítulo 2.
[88] FRANCISCO, Evangelii gaudium, nros. 76-109.
[89] FRANCISCO, Evangelii gaudium, 281.283.
[90] Cf. G. AUGUSTIN, «Den Glauben wieder beleben und die Liebe neu entzünden: Vinzenz Pallotti als
Vorbild für die Neuevangelisierung», en Íd. y K. Krämer (eds.), Mission als Herausforderung (cit. en la nota 1 del
capítulo 3), 245-255 [trad. esp.: «Revitalizar la fe y encender de nuevo la llama del amor. San Vicente Pallotti,
modelo de la nueva evangelización», en El desafío de la nueva evangelización. Impulsos para la revitalización de
la fe, Sal Terrae, Santander 2012, 167-178].
[91] Texto de Pallotti: VP X, 115 (1816); cit. según Vincenzo PALLOTTI, Opere complete, ed. de Francesco
Moccia, SAC, Curia Generalizia della Società dell’Apostolato Cattolico, Roma 1964-1997, vols. I-XIII (= VP,
seguido del número de volumen y del número. de página o páginas).
[92] Texto de Pallotti: VP III, 139-143, aquí 142 (1835).
[93] Texto de Pallotti: VP IV, 119-141, aquí 122 (1835).
[94] Texto de Pallotti: VP III, 1-7, aquí 5 (1846).
[95] Texto de Pallotti: VP III, 175-178, aquí 178 (1838).
[96] Texto de Pallotti: VP III, 23-33, aquí 27 (1840).

129
Índice
Portada 3
Índice 4
Introducción 10
1. Misión y evangelización hoy 12
Fatiga misionera 13
La Iglesia vive de su envío 15
Potestad, no poder 17
Anuncio del Evangelio y conversión propia 19
¡Primero Dios! 20
Anunciar el Evangelio a los pobres 23
El camino de la misericordia 27
2. El mundo en que vivimos. Observaciones sobre religión y cultura 29
Una época secular 30
El yo autónomo 32
Derrumbe de una imagen unitaria del mundo 34
Consecuencias de las convulsiones de la edad moderna 36
Absurdo 36
Alienación 36
Angustia 37
Anomía y apatía 37
Predominio de lo «masculino» 39
La contrarreacción de la «Nueva Era» 43
Evangelización en el ambiente cultural actual 46
3. Caminos de evangelización. Modelos y orientaciones 49
Modelos de evangelización 54
Modelo didáctico-sacramental 58
Modelo kerigmático-carismático 61
Modelo de transformación política y social 64
Perspectivas para la evangelización 67
4. Evangelización como tarea de la fe. Criterios y perspectivas 69
La cuestión de Dios en el centro[70] 71
La singularidad de Jesucristo 73

130
Redescubrir la Iglesia 76
Participar en la misión de Jesucristo 79
La liturgia como fuente de la misión 81
El testimonio de la fe en la acción diaconal 83
La santidad de los fieles 85
Presencia misionera 87
El principio misionero de actuación, hoy 89
Resurgimiento misionero 90
5. Doce pasos de una espiritualidad misionera 94
1. Cuidar la relación personal con Dios 96
2. Asemejarse a Cristo 98
3. Estar abiertos a los dones del Espíritu 99
4. Llevar a cabo con convencimiento la misión propia 100
5. Acompañarse mutuamente en la fe 102
6. Estar agradecidos por lo bueno de la Iglesia 103
7. Encontrar un estilo nuevo de proceder 104
8. Vivir el espíritu de servicio 106
9. Encontrar a Cristo en los pobres 109
10. Discernir los espíritus 110
11. Resistir a las tentaciones 112
12. Descubrir la fuerza de la intercesión 113
6. Precursores de una Iglesia misionera de este tiempo. Vicente
114
Pallotti
La vida de Vicente Pallotti 115
«Para gloria infinita de Dios» 121
«El amor del Mesías nos apremia» 123
Dios para los hombres 124
Notas 125

131

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