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Políticas identitarias

A veces hay que recordar la distancia que existe entre el


aula y la calle ... Todas esas [guerras de palabras] me ha-
cen pensar en el cuento popular sobre ese muchacho que
de un golpe había matado a siete: moscas, no gigantes.

Henry Louis Gates Jr.,


«Whose Canon Is It, Anyway?»

Y a sea en la jerga derridiana o en el dialecto foucaultiano, el mensaje


queda claro, quizás más claro incluso de lo que jamás haya quedado en
Francia: en lo sucesivo ya no habrá discurso sobre la verdad, sino sólo
dispositivos de verdad, rransitorios, tácticos, políticos. Pero en Esrados
Unidos, en lugar de declarar una guerra general conrra la dominación,
esa saludable constaración ofrecerá una base a las reorías minorirarias.
Dicho de orro modo, si Derrida o Foucaulr han deconsrruido el concep-
to de objetividad, los estadounidenses no van a deducir de ello una refle-
xión sobre el poder figural del lenguaje o sobre las formaciones discur-
sivas, sino una conclusión política más concreta: objetividad sería
sinónimo de «subjerividad de varón blanco». De hecho, ensayarán una
relación toralmente inédira enrre teoría Iireraria e izquierda polírica.
Después del rexrualismo anarquisra-poérico indolente de los seventies, y
de la mano del purismo lirerario de los derridianos de Yale, la revolu-
ción conservadora de la época de Reagan provocará el regreso de lo re-
primido: el famoso referente, evacuado por esas versiones formalistas de la
teoría francesa, reaparece repentinamente bajo el nombre de polírica
idenriraria {identity politics). L a noricia reconforta a quienes ya se habían
resignado a no poder profanar la caja negra; la teoría francesa tendrá por
fin un conrenido, ni más ni menos que la idenridad minoriraria y la s i -
ruación del dominado, amenazadas de muerre por la hidra reaccionaria.
Todo un sostén teórico, y de peso, en las nuevas «guerras culrurales»
{culture wars) que dividen a Estados Unidos.
E n efecto, el sentimiento de pertenencia idenriraria y la percepción
de sí ante todo como miembro de una minoría no surgen, ni mucho me-
142 I Los usos de la teoría

nos, de la pura invención verbal de universitarios ociosos. Se rrara de una


conciencia que se generaliza durante esta década por todas las capas de
la población estadounidense, en razón de factores históricos complejos:
ecos culrurales de las luchas por los derechos civiles, ocaso político de la
izquierda demócrata, repliegues identitarios en un contexto de redobla-
da competencia económica, nueva segmentación marketing del merca-
do estadounidense en grupos afines. Todd G i t l i n cita al respecto esta-
dísticas asombrosas, incluso para los grupos más minoritarios: de 1980
a 1990, el n ú m e r o de estadounidenses que se declaran oficialmente
«amerindios» aumenta en un 255 % , son veinte veces más numerosos
en 1990 que en 1980 los que se declaran «cajuns», e incluso tres veces
más los que reivindican, en Canadá, su filiación francófona.' Pero lo que,
fuera de los campus, se expresa sólo a través de los rituales comunitarios
o con motivo de los censos se convierte, en la universidad, en objeto de
la mayor atención, hasta incitar a las minorities a afirmarse como tales
de múltiples formas y a cultivar religiosamente lo que Freud llamaba «el
narcisismo de las pequeñas diferencias». Desde los mestizos «incoloros»
hasta los sordos, el mosaico se complica singularmente; una tendencia
siempre aguda en los campus estadounidenses. Así, el ú l t i m o sub-cam-
po, aparecido oficialmente en la convención de la MLA de 2002, reagru-
pa los «Disahility Studies» (estudios sobre las discapacidades físicas), cu-
yos temas van desde el motivo del m u ñ ó n en la poesía medieval hasta la
falta de rampas de acceso a las aulas. Causa y efecto a la par de esta evo-
lución en profundidad del mundo universitario, el advenimiento de los
Cultural Studies estadounidenses a comienzos de los años noventa es a q u í
el acontecimiento fundamental, tanto para el porvenir de la teoría fran-
cesa como para el tenor de esas nuevas reivindicaciones identitarias. A
pesar de ciertos aspectos considerados a veces como innovaciones acadé-
micas dudosas, los Cultural Studies marcan un hito histórico: «El fin de
la "cultura" como ideal regulador», según B i l l Readings o, dicho de otro
modo, el advenimiento de lo todo-cultural, la emergencia de un mundo
en el que «ya no hay cultura de la cual ser e x c l u i d o » n i exrerioridad real
o fantasmática desde donde llevar a cabo el combate.

E l t r i u n f o de los cult' studs'

Reyes de las librerías, los Cultural Studies —pronto rebautizados como


cult' studs' en burla a su carácter de secta (fult) académica— se expandi-
rán mucho más ampliamente que un grupúsculo religioso, sin tener.
Políticas identitarias I 143

empero, el asiento institucional que sí tienen los sub-campos identita-


rios: si es cierto que en Estados Unidos hay numerosos programas de es-
tudios étnicos o sexuales, casi ninguno está consagrado explícitamente a
los Cultural Studies. Éstos se hallan, pues, en todas partes y en ninguna,
más en flotación que arraigados, presentes en tal departamento en la
persona de uno de sus expertos, en la elección de un determinado obje-
to de estudio, en un enfoque teórico o en algunas palabras claves. I m -
pregnan transversalmenre el campo de las humanidades en su conjunto,
sin que sea necesario consagrarles un curso y sin ser objeto de una clara
definición. Por supuesro, represenran la ocasión de inconrables ensayos
que interrogan su contenido y sus límites. Parafraseando la fórmula su-
rrealista podría definírselos, en ú l t i m a instancia, como el encuentro en-
tre una recienre m á q u i n a marxista británica y un paraguas reórico fran-
cés en el á m b i t o de la sociedad del ocio estadounidense (menos aséptica
que un quirófano). Y es que surgieron en primer lugar en Gran Bretaña,
alrededor del Center for Contemporary Culrural Srudies creado en 1964
en Birmingham, y a partir de los rrabajos de Raymond W i l l i a m s {The
Long Revolution) y Richard Hoggart {The Uses of Literacyf sobre las tra-
diciones y las resistencias culturales del proletariado británico. Las i n -
vestigaciones de este grupo, influenciadas entonces por los trabajos de
Althusser, Barthes y poco después Bourdieu, invalidan el enfoque mar-
xista ortodoxo: la cultura no es un simple reflejo super-estructural sino
un campo de luchas específicas por la hegemonía (de a h í que se remiran a
menudo a Gramsci); la clase social no es una condición histórica en bru-
to sino una construcción simbólica (y por ende cultural); y la jerarquía
cultural no riene un sentido único, puesto que la complican una nueva cul-
tura de masas (con la televisión comercial) y sus modos de apropiación
por parte de las clases populares. L a forma estadounidense de los Cultu-
ral Studies aparece primero en las universidades de Illinois (en torno a j a -
mes Carey) y de lowa, a comienzos de los años ochenta, pero todavía no
se decide a reivindicar ese n o m b r e . D e hecho, son varios los rasgos fun-
damenrales que distinguen a los Cultural Studies estadounidenses de la
escuela británica.
A la polarización inglesa en clases sociales, mucho menos determi-
nanre en Esrados Unidos, le sucede una división más móvil en «comu-
nidades» y «microgrupos». Enardecidos por las nuevas diarribas contra
el «imperialismo» occidental, los primeros partidarios estadounidenses
de los cult' studs' reprocharán incluso a la corriente británica su «etno-
centrismo» y «sexismo», si bien el proletariado inglés estudiado por
Hoggart o E . P. Thompson no carecía de mujeres ni de ex-colonizados.
144 I Los usos de la teoría

De hecho, el desplazamiento principal concierne al objero mismo de


análisis. Mienrras que los ingleses abordan la o las culruras como una
prolongación del campo de baralla social, sus colegas esradounidenses
—de formación más a menudo literaria que sociológica o histórica—
privilegian el auge de la pop culture de masas como entidad nueva, cuyos
desafíos en la lucha social les interesan menos que la invención de códi-
gos específicos y la «creatividad» de los receptores. Y es que en Estados
Unidos se ha producido un cambio de generación intelectual. Con la
emergencia de una culrura de masas proreiforme a gran escala, favoreci-
da por la ampliación del tiempo de ocio y las nuevas estrategias de la
industria cultural, los años sesenta coinciden con un relevo de especia-
lisras en la universidad: los investigadores que se adherían «a las m i -
tologías heroicas del inrelectual disidente» ceden su lugar a los que
aceptan «las contradicciones de una vida en la culrura capiralisra» y es-
rán listos incluso para «servirse de [su] compromiso con la pop cultu-
re como un modo de protesta válido»,^ como resume Andrew Ross. De
ahí que se produzca cierta neutralización del objero: interesarse por la
pop culture responde menos a un gesro polírico que a una participación
plena en la época. Para mostrarse innovador, lo que conviene analizar
no es ni la persisrencia de una aira culrura canónica ni el potencial sub-
versivo de las verdaderas disidencias culturales, sino los sub-géneros
misreriosos y no esrudiados de la pop culture, cada uno de los cuales
ocultaría su propio relato social: películas de serie B , sitcoms (telecome-
dias), comics, paraliteraturas {thrillers y ciencia ficción), confesiones de
estrellas de la pop music y biografías exirosas darían acceso así al mosai-
co cambiante y secreto de los fans clubs y de los grupos afines, conrra las
divisiones más rígidas de la sociología; estos géneros codificados reve-
larían los fanrasmas colectivos y las prácticas culturales reales de la so-
ciedad estadounidense.
E l análisis de dos grandes bases de datos universitarias ha permitido
situar en la segunda mitad de los años ochenta, con un pico en 1991, la
explosión de los Cultural Studies y del estudio de la pop culture en el cam-
po de las humanidades en Estados Unidos.^' E n 1992, el éxito del volu-
men en forma de balance dirigido por Lawrence Grossberg consagra el
reconocimienro de la nueva y ya insoslayable aproximación." Pero el es-
tudio pionero data de 1979: Subculture {Suhcultura), de D i c k Hebdige,
análisis detallado de las formas de expresión del joven movimiento punk
inglés, introduce en Estados Unidos la idea de aplicar la vanguardia
reórica europea, en esre caso una mezcla de semiología marxista y de so-
ciología de la desviación, a fenómenos de la contracultura urbana des-
Políticas identitarias I 145

cuidados por las ciencias sociales J L a doble novedad del objeto de estu-
dio y de los referentes teóricos desara pronro una verdadera moda. Las f i -
guras más sofisticadas del análisis textual y la nueva inclinación univer-
sitaria al meradiscurso se aplican así a temas tan variados como el rap de
ghetto {gangsta rap), las lectoras de la colección « H a r l e q u i n » , los fans
de la serie de relevisión Star Trek o incluso el presunto «subtexto» filo-
sófico de la serie Seinfeld; pero rambién a la industria del deporte, la cul-
tura del fast-food, la moda del tatuaje o las resistencias de tal o cual
cultura a la globalización económica. A menudo, los nuevos expertos de
los cult' studs', entregados a la obsesión semiológica y su sobredimensio-
namienro político en las nociones de «estilo» y «sub-texto», pierden de
visra el marco más amplio de la indusrria culrural y del poder mercan-
t i l . Se sustituye el viejo paradigma crítico de los marxistas ingleses por
la microdescripción estilísrica, irónica o cómplice. De este modo, un es-
tudio sobre la «política de M a d o n n a » , rebautizada para la ocasión con el
nombre de metatextual girl (en referencia a la material girl de su canción
epónima), puede rrarar la perversión, la mezcla racial o el matriarcado
posrmoderno, sin que se evoque jamás lo que queda al margen de esra
esfera simbólica, ni la muy rentable empresa Madonna ni las modalida-
des de su difusión.' E n Rocking Around the Clock, la crítica A n n Kaplan
da otra vuelta de tuerca al premiar a la cantante con el t í t u l o de «heroí-
na feminista p o s t m o d e r n a » , pero tampoco distingue entre estrategia y
representación.'"
E n un á m b i t o tan resbaladizo como éste, a los adeptos(as) de los Cul-
tural Studies les urge el aval reórico francés. Citan insistentemente a Lyo-
tard o Derrida y, en la introducción, a menudo sitúan su trabajo en la lí-
nea de Barthes o Foucault. Algunos análisis más sofisticados, lastrados a
su vez por toda la jerga teorista, pueden t a m b i é n desplegarse junto a un
solo autor francés. Para no abordar más que el caso, bastante infrecuen-
te en este á m b i t o , de Gilíes Deleuze, su obra puede inspirar un análisis
de los espectáculos transexuales y de los vídeos alternativos según los
términos de un «flujo de los cuerpos» y de un «teatro performativo» de
la resistencia;" o bien justificar un nuevo enfoque /íojtfeminisra de la
anorexia en nombre de su «ética no reactiva» de la «negociación perma-
n e n t e » ; " o incluso, de un modo más general, ayudar a reforzar el cam-
po mismo de los Cultural Studies para que sea posible «particularizar lo
universal» sin «objetivar los sujetos» estudiados." A c o m p a ñ a n d o a los
«críticos culturales» {cultural critics) que tienden así a recargar sus análi-
sis con referencias teóricas, el autor francés más directamente operativo
en el campo de los Cultural Studies sigue siendo, stricto sensu, Michel de
146 I Los usos de la teoría

Cerreau. Y lo es anre rodo porque, para comprender los modos de per-


cepción de una relespecradora o de un fan del rap, da un nuevo sentido
si no al sujeto mismo —desmultiplicado ya por la teoría francesa—, sí al
menos al «agente» en el sentido funcional que tiene ese t é r m i n o en la
sociología estadounidense. Para que los Cultural Studies sean posibles,
será necesario crear un lugar, entre los regímenes de control y el impe-
rialismo de la representación, para una iniciativa y una inventiva m í n i -
mas, aun locales y limitadas, del usuario cultural. Así, de Cerreau susti-
tuye el pesimismo del panóptico foucaultiano y la fatalidad de la
dominación en el análisis marxista, por sus «redes de antidisciplina» y
sus «ardides transversales». De ahí el éxito indiscutible de la traducción
al inglés de L'invention du quotidien {La invención de lo cotidiano), con 30.000
ejemplares vendidos en los meses que siguen a su p u b l i c a c i ó n . " Ade-
más, como observa Franqois Dosse, el análisis atento que propone de
Cerreau de las «operaciones de tránsito y de intercambio» se adapta par-
ticularmente a esta «sociedad entera de i n m i g r a n t e s » . "
Más allá del caso de de Cerreau, los Cultural Studies se escindirán
gradualmente en dos ramas bien diferenciadas: por una parte, los estu-
dios de recepción, es decir, el análisis del efecto de los medios de comu-
nicación y de las formas de resistencia del espectador (desde E l i h u Katz
hasta David Morley), más próximos a la sociología estadounidense y a su
realismo epistemológico que a la teoría literaria; por otra, el conjunto de
los análisis estilísticos y textuales de la pop culture, más vinculados con el
campo literario y con la teoría francesa. Esta segunda rama, la de los se-
miólogos del texto culrural, o de lo que el crítico John Fiske llama las
«guerrillas semióricas», es la más visible en la universidad, la más atrac-
tiva para los esrudianres y, a menudo, la que presenta una jerga más re-
cargada. Se verá sometida a la acusación cada vez más exacerbada de ser
una deriva literaria de los Cultural Studies, debido a la influencia excesi-
va en su desarrollo de la teoría francesa, sin que sus aurores puedan re-
mediarlo. Esta deriva es indiscutible. Las actividades culturales ya no
son fenómenos sociales; se han rransformado en rexros por descifrar. E l
empleo general de la cira elíprica y, sobre rodo, de la meráfora, para des-
cribirlas pero rambién para explicarlas (no serían más que actividades de
metaforización), generaliza la imprecisión artísrica y la debilidad argu-
mentariva. A ello se añade un dejo de ironía relarivista y la fascinación
de las disciplinas literarias frente al espejo de su propio desarrollo: la
autoficción disciplinaria de los Cultural Studies ocupa a veces más espa-
cio que los propios objetos culturales esrudiados. Sin embargo, estos de-
fectos, que como se ha visto son característicos de los literatos expansio-
Políticas identitarias I 147

nistas, causan menos problemas a los Cultural Studies que su profunda


a m b i g ü e d a d política.
A u n elogiando los talentos transgresores de las rock stars y aplau-
diendo las malas lecturas críticas de los usuarios, los Cultural Studies ya
han abandonado casi por completo el campo de la verdadera propuesta
política. Rehusando interrogar la mercanrilización de las prácticas cul-
turales en el momento preciso en que se constituían financieramente los
grandes conglomerados del entretenimiento (Disney, Viacom, T i m e
Warner), despolitizaron un campo de estudios en sí políticamente can-
dente. Y defendiendo el éxito popular como criterio de calidad, en nom-
bre del principio del placer y de un antielitismo táctico, le hicieron el
juego al capitalismo cultural, al que precisamenre se consideraba res-
ponsable de haber demonizado las credenciales libertarias de Marcuse o
de Foucault. Frente al orden mercantilista consumado, su divisa es a ve-
ces la huida hacia delante, teórica y lúdica: puesto que resulta ineludi-
ble, más vale optar por la diversión. N o sorprende, pues, que la revista
Social Text, templo de los Cultural Studies (como su t í t u l o indica), justi-
fique en 1995 un n ú m e r o especial sobre las culturas de empresa {corpo-
rate cultures) mediante la idea de que éstas constituyen el ú l t i m o « á m b i -
to cultural» que se les habría escapado, una «escena de la lucha social»
y un teatro de «debates ideológicos» que por fin abordarán. «Quizás
haya llegado el momento de mirarnos en el espejo de la cultura de em-
presa y de reconocernos, por fin, en é l » , concluye en su p r e á m b u l o el
coordinador del n ú m e r o , " en una fórmula que suena como un lapsus vá-
lido para todo el campo de los Cultural Studies.

E t n i c i d a d , postcolonialidad, s u b a l t e r n i d a d

Tras los Cultural Studies, se impone un acercamiento al núcleo de los


nuevos discursos comunirarios de la universidad esradounidense: los es-
tudios étnicos y postcoloniales. E n estos se cuestiona el viejo concepto
de identidad o, al menos, se plantea un doble distanciamiento: por una
parte en un sentido cratológico, ya que la identidad se vuelve el teatro
mismo de las relaciones de poder mundiales, un sedimento complejo de
luchas históricas; y por otra, del lado de la pluralización y la problema-
tización identitarias, insistiendo en los relatos cruzados y los trayectos
entrelazados, en la identidad diaspórica y la ascendencia de los i n m i -
grantes. Se trataría de una combinación, si se quiere, de una trama fou-
caultiana en la que el sujeto se construye en origen mediante su subor-
148 I Los usos de la teoría

dinación a las instituciones de control y al discurso dominanre, y de una


temática deleuziana, la de un sujeto desmultiplicado a lo largo de las lí-
neas de fuga nómadas.
E n el seno de esre conjunro, la cuesrión afroamericana consrituye a la
vez la referencia por excelencia, la jusrificación de un estudio de las se-
gregaciones y un caso aparre, más anriguo, más imperativo, cargado de
una historia más pesada. E n realidad, obedece menos a una creación uni-
versiraria sui gemris que a los Chicam, Asian-American, Native-American,
o incluso a los Women's y Gay Studies. Los Black Studies, denominación
que el léxico políricamente correero pronto prohibirá, no emergen de
una reflexión sobre el contenido que debería darse a una idenridad m i -
noritaria enrendida como una condición previa, una forma a priori de la
percepción social. Para una comunidad que, más que declararse como
ral, se la experimenta de hecho desde el siglo de la trata y de la esclavitud,
los Black Studies constituyen simplemente una necesidad de la universi-
dad. Se trata de prolongar en el campo de las humanidades una larga he-
rencia hisrórica y ofrecer un eco lirerario y culrural, a corto plazo, del
combate de los años sesenta por los derechos civiles. Enrre los dos, com-
bare de ayer y discurso de hoy, discurre la solución de continuidad de un
conflicto ancestral, aplicado a propuestas más restringidas, menos vita-
les quizás, como el canon literario o el relato histórico de la esclavirud.
L a universidad represenraba ya en los años sesenta un campo de batalla
altamente simbólico para la minoría negra. Esrudianres como Clemenr
K i n g o James Meredirh habían tratado en vano de matricularse (en
1958 y 1961) para el doctorado en las universidades segregacionisras del
sur. Y así, paularinamente, la universidad se transformó en la nueva
frontera del combate por la igualdad: si bien ciertas discriminaciones
socio-económicas (a la hora de contratar o anre las ofertas bancaria e i n -
mobiliaria) habían disminuido efectivamente en veinte años, durante la
época de Reagan la situación de la comunidad negra frente a los estudios
superiores seguía siendo lamentable.
Los jóvenes negros de 18 a 25 años eran más numerosos en las cárce-
les que en los colleges, el 44 % eran analfabetos, la mayoría de los pocos
estudiantes negros se concentraban en campus separatistas de menor ca-
lidad y, en general, los profesores negros representaban un 2 % del cuer-
po docente (y el 2,8 % de los doctorados en el campo de las humanida-
des), aunque constituían entonces el 13 % de la población.' Además,
incluso antes de plantear la cuestión identitaria, lo urgente era ceder un
mayor espacio a los estudiantes y a los profesores negros, así como a la
herencia hisrórica y literaria de esra comunidad. A ello se consagran los
Políticas identitarias I 149

grandes inrelecruales negros del período, como Henry Louis Gates, Cor-
nel West, V . Y . Mudimbe, Houston Baker o Manta Diawara. Para ello,
sólo marginalmente recurren a la teoría francesa. L a figura tutelar no es
aquí Foucault o Derrida, sino Frantz Fanón: Les Damnés de la terre {Los
condenados de la tierra), citado por rodos, aborda los mismos temas de la
opresión blanca y de la resistencia, y lleva además el aval de la africa-
nidad, aun tratándose en su caso de una africanidad del norte. Indepen-
dientemente de los escasos novelistas reconocidos, como Richard W r i g h t
o James Baldwin, la rehabilitación del canon literario negro, que consi-
gue progresos concretos (como la publicación en la famosa colección del
editor Norton de una antología de lirerarura afroamericana), responde a
una forma m í n i m a de reconocimienro cultural. Pero ese contra-canon
es una mezcla de influencias, inrerrexro complejo de escritores asimila-
dos, autores disidentes y referencias blancas que son rambién las suyas
propias. E n efecto, la identidad negra se concibe como uno de los «rela-
tos» constitutivos de una identidad individual siempre múltiple: «Aun-
que ser negra haya sido el atributo social más determinante de m i vida,
no es más que una de las narraciones o ficciones que presiden la reconfi-
guración constante de m í misma en el m u n d o » , " señala por ejemplo la
crítica negra Patricia W i l l i a m s , en los términos típicos de ese paradig-
ma lirerario.
Pero la polémica asomará por orro lado; surgirá más bien de los ex-
cesos de un revisionismo histórico afroamericano que pretende exhu-
mar, más estratégica que científicamente, las raíces africanas de Occi-
dente. E n 1987, tras las huellas del maestro senegalés del afrocentrlsmo
Cheikh Anta Diop, Martin Bernal presenta en Black Athena las fuentes
griegas de Europa como una «fabricación mitológica» de la «helenoma-
nía» anglo-alemana del siglo X I X ; presta orígenes egipcios al platonis-
mo y considera «falseado» desde el comienzo el relato histórico inaugu-
rado por los «colonos» Herodoro y Tucídides. Por otra parte, Bernal
atribuye incluso todo el aristotelismo a los recursos de la biblioteca de
Alejandría, abierta sin embargo veinticinco años después de la muerre
de A r i s t ó t e l e s . " Así como el primer hombre habría aparecido en África,
africanas deberían ser t a m b i é n las fuentes fundamentales de la civiliza-
ción. E l libro obligará a los intelectuales negros más moderados a reti-
rar su apoyo (Henry Louis Gates denuncia en 1992 en The New York
Times a los «demagogos negros y a los pseudo-científicos»), y suscitará
sobre todo un contraataque conservador: artículos incendiarios en The
New Republic y libros contra-revisionistas al modo del muy moralizador
Not Out of AfricaT^ Sin embargo, ese conflicto de los ostracismos y de
150 I Los usos de la teoría

las «fuentes» reales de Occidente p r á c t i c a m e n t e no apela a la teoría


francesa.
Los Chicam Studies, por su parte, consagrados a las diferentes formas
(inmigrantes o sedentarias) de la identidad latinoamericana, recurren
algo más a ella. A l menos cuando se rrara de abordar, no las cuestiones
de la historia colonial o de la economía migratoria, sino aquéllas, más l i -
terarias, de la incerridumbre idenriraria y del testimonio de la diáspora,
bajo la rúbrica emblemática de relato o narración chicano.^' E n el cine o
en la autobiografía, en las luchas sindicales o en las nuevas cibercomu-
nidades, en el feminismo literario de Sandra Cisneros o en la historia so-
cial de George Sánchez, así como en el célebre departamento de Chicam
Studies de la universidad de Santa Bárbara o en el de Colorado, lo que
más remite a los pensadores franceses es el tema de la frontera y de las
transacciones identitarias. Buena prueba de ello es el volumen dirigido
por Alfred Arreaga, An Other Tongue, con contribuciones de Jean-Luc
Nancy y Tzvetan Todorov y textos sobre la «heteroglosia» resistente
del inmigrante bilingüe o la «diferancia» como «discurso de/sobre el
o t r o » . " Este tipo de aproximación implica un alejamiento respecto de
la afirmación identitaria histórica tal y como la plantean los Black Stu-
dies, así como un acercamiento a una reflexión sobre el carácter proble-
mático de la identidad y de sus posibilidades de enunciación, esto es, al
á m b i t o de los estudios postcoloniales, que constituyen un avatar direc-
to del influjo teórico francés.
Frente a la identidad negra o a la comunidad hispana, la posrcolo-
nialidad, que también las confirma, figura como un segundo grado,
como el replanreamienro de una idenridad mezclada, incierta, herencia
de un mundo postcolonial. Ligada al mestizaje transnacional, al hibri-
dismo como estigma y como estrategia, la postcolonialidad es t a m b i é n
el espacio de una indistinción entre culturas dominada y dominante, la
ú l t i m a de las cuales alimenta a la primera que, a su vez, se resiste y vuel-
ve contra la otra sus propias armas. A l igual que los Cultural Studies (en
cuyo á m b i t o pudo estudiarse la cuestión identitaria, a diferencia de lo
que sucede con los Black, los Chicam o, incluso, French Cultural Studies, que
no pueden tener por objeto la pop culturé), los estudios postcoloniales se
conciben como una encrucijada, sin terrirorio asignado ni campo deli-
mitado. E n revistas como Diáspora o Transition, estos estudios abordan
las zonas de cruce, las culruras híbridas, dibujando un planisferio en el
que los espacios de «rransculturación» están hipertrofiados: desde E l
Paso hasta Tijuana, la línea roja de sus dramas inmigrarorios cruza el
continente americano, y el mismo océano que une Harlem, Dakar y Sal-
Políticas identitarias I 151

vador de Bahía en el Brasil se rransforma en «el Atlántico negro», esta


vez según las palabras de Paul Gilroy.
E l postcolonialismo es ante todo un concepto literario en la medida
en que la relación entre minoría y lenguaje, poder y lengua, se encuen-
tra en el núcleo de su genealogía. Si concibe la novela negra o la poesía
amerindia como «postcoloniales», no es en refencia exacta al esclavismo
o al genocidio indio, sino más bien a esos géneros, que se elaboran en i n -
glés y producen un intervalo lingüísrico donde se leerían en la misma
frase esas tensiones históricas, sublimadas o, por el contrario, reacriva-
das. Esto es lo que Deleuze había apuntado a su manera, cuando descri-
bía al estadounidense contemporáneo «trabajado por un black english, y
t a m b i é n un yellow, un red english, un broken english», de lo que resultaría
«como un lenguaje disparado por la pistola de los c o l o r e s » . " De ahí la
propuesra postcolonial fundamental de las mal llamadas literaturas
francófonas (la palabra fue forjada en 1878 por el geógrafo O n é s i m e
Reclus «para reunir a las colonias»), que numerosos departamentos de
francés esradounidenses estudian mejor que las universidades de la me-
trópoli: desde la «poética de la relación» de Édouard Glissant hasta la
«negritud» literaria de A i m é Césaire o la lengua de luto de la novelista
argelina Assia Djebar.
De hecho, la minoría literaria como tema ha convertido Irlanda en
un caso típico del campo postcolonial. L a razón es que Irlanda constitu-
ye el primer país del siglo x x (y el único en Europa) en conseguir su des-
colonización, un país en el que el renacimiento literario de los años
1900-1920 (con George Bernard Sha-w, O'Casey y Joyce poco después)
contribuye a subvertir el orden cultural dominante. Irlanda es, sobre
todo, el país del poeta W i l l i a m Butler Yeats, celebrado por los pen-
sadores m á s conocidos del postcolonialismo, como Gayatri Spivak, y
Edward Said, quien situó a Yeats en la línea de los grandes «poetas del
antiimperialismo» como Pablo Neruda, A i m é Césaire o Mahmoud Dar-
w i s h . " Pero este sesgo literario, perteneciente al linaje «contrapuntis-
ta» (invertir la óprica del autor) del propio Edward Said, t a m b i é n con-
duce a una relectura postcolonial de todos los clásicos occidentales,
tanto de los que sin duda contribuyeron a forjar el discurso anglo-fran-
cés del «orientalismo» en el siglo x i x , ^ ' como de aquéllos —aparente-
mente más neutros— a los que sin embargo «infectaría» un colonialismo
inconsciente, como Jane Eyre de Charlotte Bronté. Incluso Shakespeare
levanta sospechas; su obra La Tempestad narraría la alianza imposible, la
divergencia fundacional entre el conquisrador Próspero y el indígena
Calibán. Pero la literatura postcolonial es t a m b i é n la manifestación de
152 I Los usos de la teoría

una tensión más contemporánea, de una exploración en el presenre de


las posruras híbridas y de las idenridades cruzadas: ya sea para criricar la
sumisión a las formas literarias dominanres y a los «mitos» occidentales,
en V . S. Naipaul o incluso en los escritores larinoamericanos asimilados
de comienzos del siglo X X , o para aplaudir, por el conrrario, la revuelta
estética contra el Imperio, formalizada antaño por los manifiestos de un
«realismo mágico» del cubano Alejo Carpenrier y que suscita hoy nove-
las intermedias, relatos de un «tercer espacio» enrre dominación y reac-
ción idenriraria, en particular en la obra de los indios Salman Rushdie y
Arundhari Roy, los africanos Wole Soyinka y J . M . Coerzee, y los cari-
beños Derek Walcort y Parrick Chamoiseau.
Las referencias a la teoría francesa son consranres, hasta el punto de
que los compromisos pro-argelinos y del Manifiesro de los 121, el apo-
yo de Jean Gener a los Black Panthers, o incluso las audacias de Lyotard
cuando esraba a cargo de las cuestiones argelinas en el seno de Socialis-
mo o Barbarie se evocan a menudo, tal vez como justificación biográfi-
ca. Las precisiones de Foucault o Deleuze sobre el «universalismo» abs-
tracto de los colonizadores, o la culrura occidental como cultura de
conquista, se citan en su apoyo, cuando no la fórmula de Derrida sobre
«aquello que se da en llamar pensamiento occidental, ese pensamiento
cuyo único destino consiste en extender su reino a medida que el Occi-
denre repliega el s u y o » . " T a m b i é n es remarcable el impacro más espe-
cífico de Michel de Cerreau: incluso en sus principios, la reoría posrco-
lonial une sus reflexiones sobre el «vuelco» necesario de la hisroria
rradicional a su pensamienro sobre la «hererología» (título de varias re-
copilaciones «certianas» en Esrados Unidos) como «acto de vernos como
los orros nos v e n » . " Las críticas de la historia de sentido único en de
Certeau, o de la continuidad histórica como construcción discursiva en
Foucault, permiten así a los teóricos posrcoloniales exrraer el relato del
colonizado de la trama histórica dominante —ese «mito» occidental—
para hacer de él el punto de partida de otro pensamiento de la historia,
de una conrrahistoria. Pero es precisamente al pasar del desmontaje de
los postulados a la cuestión de su alternativa, de una crítica de la histo-
ria a una hisroria crítica, cuando aparece en el campo postcolonial un lí-
mite de la teoría francesa y un debate fecundo con sus autores.
E l caso del gran crírico posrcolonial H o m i Bhabha es típico de esta
oscilación. E n sus ensayos más estudiados, Nation and Narration y The
Location of Culture, traza constantemenre una línea divisoria, inevirable-
mente móvil, entre la teoría como violencia ejercida sobre los coloniza-
dos y la teoría en cuanto herramienta de negociación de su situación.
Políticas identitarias 153

o entre un «reorismo eurocéntrico» elirisra y reificanre (en el que incluye


al Persa de Montesquieu, pero rambién al J a p ó n de Barrhes) y la reoría
no objetivanre como «fuerza de revisión» y de «contención institucio-
nal» (citando a Foucault y a Derrida); esta ú l t i m a sería la única capaz de
esclarecer «el espacio contradicrorio y ambivalente de la enunciación»,
espacio de traducción y de expresión híbrida en cuyo inrerior se debate
el sujeto escindido del mundo postcolonial." T a m b i é n aquí, Gayatri
Spivak va más lejos. Si bien reconoce que los franceses demostraron «la
afinidad enrre el sujeto imperialista y el sujeto del h u m a n i s m o » " y
permitieron unir así la crítica del sujeto y las luchas de liberación, se
pregunra t a m b i é n si la simple distancia cultural no impide a Foucault y
Deleuze «imaginar el género de Poder y de Deseo que alberga el sujeto
aún no nombrado de ese Orro de Europa», criticando como si de un lujo
se tratara su enfoque «micrológico» en nombre de los «efectos macroló-
gicos» más urgentes que estarían en juego en el postcolonialismo, efec-
tos de la guerra fría o de las políticas exteriores estadounidenses.'" E l
problema de fondo al que se enfrentan rodos los intelectuales del tercer
mundo desde el fin de la descolonización es el de un combare que no
puede llevarse a cabo sino con las armas del adversario, el de un progra-
ma de emancipación postcolonial cuyos términos se toman de la Ilustra-
ción y del progresismo racional: democracia, ciudadanía, constitución,
nación, socialismo o incluso culturalismo. Lo que falta por hacer, con-
cluye Spivak, y ésta es la razón por la cual la reoría francesa (aún occi-
dental) no puede ser útil, es «arrancar rodos esos significantes políticos
reguladores de su campo de referencia y de representación».'' Dicho de
otro modo, desoaidentalizar los grandes conceptos del cambio político,
vasto programa que inspira con más precisión a los Suhaltern Studies.
¿Qué es la «subalternidad»? Es la condición del dominado en tanto
que está sometido a una forma de alienación al cuadrado, objetivación
no sólo social sino cognitiva, en el sentido de una laguna en el conoci-
miento de sí y de su papel real en la lucha política. Lo subalterno es el
ángulo muerto del proceso histórico. Es lo que acallan las fuerzas del po-
der, sea éste religioso, colonial o económico, pero rambién aquello que
afirman «representar» el militante y su modelo jurídico-político occi-
dental de la liberación. Tanto unos como otros invisibilizan al eterno des-
conocido de los grandes relatos históricos que, sin embargo, sería el úni-
co sujeto verdadero de la historia. Ese es justamente el punto de partida
de los «Subaltern Studies», que nacen en Delhi en 1982, con la creación de
la revista del mismo nombre,'' de la mano de los historiadores marxis-
tas indios Ranajit Guha y Partha Chatterjee —este ú l t i m o con un aná-
154 I Los usos de la teoría

lisis del papel de Gandhi como «significante político» que «se apro-
pia» del pueblo al ponerse a su cabeza—. Antes de unirse al grupo, ya
en 1983 Gayatri Spivak les rinde tributo con un célebre artículo sobre
la «captación» de lo subalterno por medio del discurso de emancipación
occidental " y en 1988 se asocia con G u h a para hacer un primer balan-
c e . " E l á m b i t o inicial de los «Subaltern Studies» es la historiografía de la
descolonización india, cuya revisión radical es emprendida por estos his-
toriadores marxistas a partir de los conceptos gramscianos de «subalter-
no» y «elaboración», así como de las precisiones de Foucault sobre la
discontinuidad histórica. Intentan «romper la cadena significante» so-
cio-histórica y rehabilitar el papel de los movimientos espontáneos y de
las insurrecciones no coordinadas, contra la imagen retrospectiva y tota-
lizante de un programa realizado y una continuidad. E n sentido inverso
a la historia escrita por la élite occidentalizada, se trata de pensar no sólo
una historia desde abajo sino, de un modo más prospecrivo, la posibilidad
de una lucha antiimperialisra cuyas modalidades y objetivos no sean oc-
cidentales. Sin embargo, desde la segunda reunión del movimiento, en
Calcuta en 1986, surgen divergencias entre el ala hisrórica marxista y
un ala más literaria, más cenrrada en el relato y la enunciación subalrernos.
Pero el movimienro se extenderá paulatinamente a Africa y Sudamérica,
donde invesrigadores como Patricia Seed y Florencia Mallon explorarán
los caminos de una subalternidad local. Veinre años después, este pro-
metedor concepto de subalternidad, aún embrionario, es urilizado espo-
rádicamente por inrelecruales del tercer mundo y por cierros occidenta-
les para comprender la americanofobia que siguió al 11 de septiembre
de 2 0 0 1 ; constituye uno de los pocos conceptos políticos recientes,
junto al de « m u l t i t u d e s » , que permite superar el moralismo vigente
para pensar las nuevas formas de la dominación étnica, religiosa, cultu-
ral y sexual.

Cuestiones de g é n e r o

Este ú l t i m o horizonte y la cuestión concomitante de la identidad sexual


constituirán, desde el comienzo de los años ochenra, el terreno más fér-
til para los nuevos conceptos surgidos del campo literario, el á m b i r o en
donde el fermento teórico francés se revelará más fecundo. Pero será ne-
cesario volver primero, para preparar el escenario, a los feminismos uni-
versirarios estadounidenses, cuya riqueza y diversidad no se podrán de-
tallar en unas pocas líneas.
Políticas identitarias I 155

La década de los sesenta coincide con un primer feminismo organi-


zado, marcado por la creación en 1966 de la National Organization for
Women (NOW) y el inmenso éxito, tres años antes, de una crítica huma-
nista de la feminidad en cuanto «mistificación» masculina impuesta a las
mujeres: The Feminine Mystique {La mística de la feminidad), de Betty
Friedan. Pero ese feminismo consensual es la antesala de una primera
distancia, en los años setenta, entre la universidad y la sociedad civil.
Esta ú l t i m a parece integrar, en sus mecanismos mercantiles, las prime-
ras consignas feminisras, como lo ilusrran las primeras revisras femeni-
nas de gran difusión, especialmente Aír., aparecida en 1972, y el éxito
editorial de la poetisa Adrienne R i c h , quien cuenta el traumatismo de
su embarazo y denuncia la «institución patriarcal» de la maternidad."
Mienrras ranto, la universidad parece favorecer el desarrollo de cierto fe-
minismo separatista, aislado en los campus tanto del militantismo co-
munitario exterior como de la mayoría de los estudiantes y profesores.
Su aparición en el campo literario data de finales de los años sesenta, con
la apertura de un primer programa interdepartamenral de Women's Stu-
dies en la universidad estatal de San Diego, seguido entre 1970 y 1980
por la inauguración de más de trescientos programas equivalentes en
todo el país. Estos programas, al principio aislados del cursus general,
no se inregrarán mejor hasra principios de los noventa, para hacer fren-
te al descenso en el n ú m e r o de alumnos matriculados. E n 1970, el ensa-
yo pionero de Kare Millett, Sexual Politics {Política sexual), encomienda
a una «polírica feminisra» una doble misión: rehabilitar la contra-histo-
ria de la opresión de las mujeres —precisamente eso hace el libro al ana-
lizar el período 1930-1960 como el de una «conrrarrevolución sexual»
en todo Occidente— y sondear los clásicos literarios (en provecho de un
Corpus de mujeres) para descubrir la misoginia en todas sus formas, tal
y como la misma Millett la denuncia en Henry Miller, Norman Mailer
o incluso en Jean Gener."' Los programas de estudios inspirados en esta
política y la constitución de un polo de comprometidos editores (Femi-
nist Press o Daughrers Inc.) y revistas (desde Signs hasta Sex Roles), con-
tribuyen a radicalizar la propuesta, apartándola del público universita-
rio general que, entonces, se componía mayoritariamente de estudiantes
a las que la recesión de los seventies incitaba a reivindicar, no ranro la des-
titución del poder patriarcal, como las mismas oportunidades laborales
de las que disponían los varones. Ese primer feminismo radical de cam-
pus se inspira a la vez en el antiimperialismo del SDS y en la descon-
fianza anre las políticas «masculinas». Y es que algunos años antes, sus
pioneras conocieron un movimienro estudiantil al que consideraron «fa-
156 I Los usos de la teoría

lócrara» por no haber planteado la cuestión de la desigualdad hombre-


mujer ni haber simado a mujeres militantes en puestos de responsabili-
dad — a semejanza de Casey Hayden, esposa del líder del SDS, quien
desde 1965 alentó la disidencia de las mujeres del movimienro—.
Pero el feminismo universitario radical también se escindirá. E n
efecto, entre investigaciones y publicaciones se abre paso una divergen-
cia enrre las entonces llamadas feministas de la diferencia {différence fe-
minists) —quienes defienden la alreridad de los destinos biológico e his-
tórico del hombre y la mujer y apelan sobre esra base a un separatistno
feminista, vinculado o no con el lesbianismo— y las feministas de la
equivalencia {sameness feminists), favorables a un acercamiento de las con-
diciones o, al menos, a la desmistificación de una diferencia sobrestima-
da. Esta línea divisoria móvil, sinuosa, seguirá siendo más o menos la
misma independientemente de las diversas evoluciones del feminismo.
Así, un debate equivalente opone, desde comienzos de los años ochenta,
a feministas esencialistas, abogadas e historiadoras de una esencia femeni-
na, y construccionistas, que buscan desvelar los modos de producción so-
cial de esa falsa «esencia» y son grandes consumidoras de reoría france-
sa. Se advierte así una polaridad semejante en la oposición de los años
ochenta entre teóricas de un destino del sexo y partidarias de un uso del
sexo. Las «guerras del sexo» {sex wars) oponen entonces un campo prohi-
bicionista antipornografía, alrededor de la crítica Andrea Dworkin y la
jurista Catharine M c K i n n o n , y un campo liberacionista anticensura
{sex-positive feminism), alrededor especialmente de la crítica Gayle Rubin.
Para reinvesrir a las prácticas sexuales de un potencial político propio o,
incluso, de una postura extática, esta ú l t i m a corriente preconiza la eman-
cipación por medio del dominio sobre la propia sexualidad, así como de
una política de mano tendida hacia gays y lesbianas. E n 1982, bajo el tí-
tulo Pleasure and Danger, se promueven desde un coloquio en el Barnard
CoUege y la posterior publicación de las intervenciones, las tesis de ese
segundo grupo, feminismo «desarraigado» al que interesa menos for-
mar una comunidad femenina solidaria que poner en peligro el género
social convenido {gender endangering). E l t í t u l o define con claridad la
nueva línea divisoria del feminismo universitario al poner el acento en
los «peligros» opresivos por una parre y en los «placeres» experimenta-
les por otra. E n el primer caso, las feminisras propugnan un sujero iden-
rirario predefinido, sujero que reclama protección en la óprica defensi-
va, o sujero revolucionario en los feminismos separatistas radicales; en el
segundo caso, al que enriquecerán precisamenre las contribuciones del
antiesencialismo francés, se privilegian las relaciones, las alianzas, los
Políticas identitarias I 157

cruces inéditos entre modos de subjerivación sexual, siguiendo la lógica


de un feminismo táctico, menos exclusivamente femenino que micropo-
lítico, que incluye a gays, lesbianas, transexuales y marginales sexuales.
E n su contribución a Pleasure and Danger, Meryl Alrman basa en Fou-
cault una crítica de las terapias sexuales y de los coadyuvantes del placer
conyugal, los cuales, con el pretexto de «liberar» los cuerpos, eterniza-
rían un «régimen de poder» y de control de los sexos.' Gayle Rubin,
por su parte, defiende la «alternativa construccionista» de un feminis-
mo desembarazado de roda esencia, que pueda asociar la «crítica radical
de los dispositivos sexuales» foucaultiana a la vigilancia frente a las mo-
dalidades colectivas de la «auto-represión», más inspirada en W i l h e l m
Reich. Aunque Foucaulr supiera desmontar la «hipótesis represiva», la
represión sigue siendo omnipresente, concluye, y debe ser « í n t i m a m e n -
te» combatida.'*
Los dos textos comparten el mismo objetivo: un feminismo del suje-
to político femenino, que naturalizaría a la mujer queriendo liberarla.
Pero esra crítica feminista del sujero choca rambién con la necesidad de
constituir a la mujer, táctica o jurídicamente, como sujeto de derecho: el
hecho de que la mayor parre de las conquistas del feminismo puedan
considerarse «humanistas» o, incluso, «conformistas», no invalidaría ni
su necesidad concreta ni su carácter de victoria política. Ello entraña una
contradicción que recuerda la de los «Suhaltern Studies» y que plantea
precisamenre la cuesrión de los mejores «usos de la "reoría" para el aná-
lisis feminista, sabiendo que una parte de lo que se presenta bajo este
signo de "teoría" posee raíces masculinistas y eurocéntricas muy marca-
d a s » . ' ' Anre este fetiche llamado «teoría», asociado o no al poder mascu-
lino, el feminismo radical estadounidense se divide entre un reflejo
m i m é r i c o y una acritud de desconfianza política. E l uso literal de la re-
ferencia teórica señala la presencia de un feminismo claramente reduc-
tor y retórico, cuyas diatribas traicionan recursos críticos valiosos. Es el
feminismo de los saberes «sexuados», el que reduce rodo el racionalismo
al dogma del falo, desde disciplinas como la filosofía o incluso la geo-
grafía hasta los discursos machista y heterosexisra, y reduce t a m b i é n los
descubrimientos de Galileo y Newton a la consolidación del «androcen-
trismo» de la ciencia y de su papel «político» al servicio del «macho
violador», según los términos de la filósofa de la ciencia Sandra Har-
d i n g . P o r el contrario, una más justa distancia respecto del referente
teórico, su empleo puntual sin una adhesión incondicional, conducen a
lo que la crítica Naomi Schor llama «cierto tono de rabia controlada» "
y a un feminismo que problematiza preferentemente las identidades se-
158 I Los usos de la teoría

xuales. Este feminismo, más interesante, insiste t a m b i é n en el «cuerpo


real», el «combate real», el «género real», queriendo reducir el abismo
que lo separa de la comunidad militante ajena a los campus. Dado que
la violación es «real» y «no un texto», algunos reprochan incluso al
«postestructuraiismo [el prohibir] la referencia a un "cuerpo real", a un
"sexo real", referencia necesaria para articular la oposición moral y polí-
tica» a la o p r e s i ó n . "
Con el fin de delimitar más claramente las relaciones ambiguas del
feminismo con la teoría francesa, será necesario por ú l t i m o mencionar
sus puntos de contacto con cada uno de los autores del nuevo corpus. Sin
duda, la figura liminar del feminismo t r a n s a t l á n t i c o es Simone de
Beauvoir, adulada en la postguerra y posteriormente tratada, sin embar-
go, con una severidad excesiva por el segundo feminismo estadouniden-
se. Este se constituyó incluso contra las tesis de Le Deuxiéme sexe {El se-
gundo sexo) y el « h u m a n i s m o patriarcal» de su figura de la Madre como
«sujeto existencialista», según resumía Gayatri Spivak antes de animar
a rehabilitar a Beauvoir leyéndola «a contrapelo del t e x t o » . " Este se-
gundo feminismo se servirá ampliamente de lo que bautiza como «los
nuevos feminismos franceses»," especialmente el enfoque psicoanalíti-
co de J u l i a Kristeva, la relectura de Freud por Sarah Kofman, los textos
de la derridiana Héléne Cixous sobre las formas de expresión que exce-
den el «régimen falocéntrico» (su artículo de 1975 «Le rite de la M é d u -
s e » " introduce el concepto de escritura femenina y se convierte en un clá-
sico de los Women' Studies estadounidenses) y, por ú l t i m o , las tesis de
Luce Irigaray. Esta ú l t i m a , en Speculum de l'autre femme {Speculum. Espécu-
lo de la otra mujer), de 1974, y en Éthique de la différence sexuelle, de 1984,
invita a pensar la figura del sujeto en cuanto que ésta es «siempre ya
masculina», y a desplegar, por el contrario, el punto de vista femenino
como rechazo a la totalidad, indeterminación positiva, crítica de la iden-
tidad y de la simetría, todos ellos temas caros al feminismo antiesencia-
lista estadounidense. Y a se indicó el papel de la deconstrucción derri-
diana en este contexto, pero t a m b i é n la influencia decisiva (y previa) de
Lacan, fundada en una de esas disrorsiones productivas operadas por los
importadores de textos; en este caso, la identificación del pene y, por
ende, del poder parriarcal, con la noción más neutra de falo, que Lacan
entendía sin embargo como el lazo simbiótico perdido que se encuentra
en el origen de todo deseo, masculino o femenino. De manera significati-
va, las feministas estadounidenses conservan esa imprecisión de la noción
de falo para poder deconsrruir con Lacan la idea de una «superioridad»
masculina, pero la abandonan cuando se trata de lanzar ataques menos
Políticas identitarias I 159

lacanianos contra el falocentrismo generalizado. Otros autores franceses,


siempre citados en otros contextos, pueden servir de blanco a las críti-
cas: es el caso sobre rodo de Jean Baudrillard, cuyas reflexiones en De la
séduction {De la seducción) sobre la mujer como «apariencia» y sus ataques
más polémicos contra el feminismo «corto de miras» lo transformaron
en el chivo expiatorio francés del feminismo estadounidense.
La recepción de Deleuze y Guartari es más compleja y viene marca-
da en este á m b i t o por veinte años de malentendidos. Cabe recordar, en
este sentido, la reacción violenta de una feminista que vino a interrum-
pirlos en la conferencia Schizo-Culrure de 1975, pues veía en los «suje-
ros esquizo» un pretexto para silenciar la lucha feminista. Igualmente,
numerosas universitarias verán en la idea guattariana del «devenir-mu-
jer» una manera de colaborar con la «subordinación y quizás incluso
[con] la oblireración de las luchas de las mujeres por la a u t o n o m í a y la
i d e n t i d a d » , tal y como lo resume Elizabeth G r o s z . " Hasta mediados de
los años noventa, una desconfianza instintiva respecto de la manera en
que Deleuze y Guartari «molecularizan» la cuesrión femenina domina-
rá la relación del feminismo esradounidense con su obra: la escala «mo-
lecular» de sus análisis sobre las micro-inrensidades del devenir-mujer o
los flujos de un deseo sin sujero alejarían peligrosamenre de la escala
mayor («molar») de la opresión y de los medios de una lucha efectiva.
H a b r á que esperar al triunfo de un feminismo más táctico y ferozmente
antiesencialista para que la oposición de Deleuze y Guartari a los gran-
des dualismos «molares» (hombre-mujer, homo-hérero), así como su
energética de los deseos, desempeñen por fin un papel clave en el ruedo
feminista, que en 1994 anunciará oficialmente en dos artículos de un
mismo volumen su reconciliación con los autores de L'Anti-CEdipe.''^ De
hecho, su llamada a la desidentificación sexual de los textos se revelará
muy operativa en el campo literario: afirmar que «la mujer no es nece-
sariamente el escritor, sino el devenir-minoritario de su escritura, sea
hombre o mujer»,'* como lo formulaba Deleuze, o que es necesario
«buscar primero lo que a pesar de todo hay de homosexual en un gran
escritor, aunque sea h e t e r o s e x u a l » , " como añade Guartari, es poner en
un primer plano los principios de la indeterminación sexual y de su mo-
vilidad molecular en el hormigueo de la escritura, contrariamente al
biografismo de las primeras feminisras, que celebraban a los autores-wa-
jeres y su corpus separado.
Pero entre los diversos feminismos estadounidenses y los cada vez
más próximos Gay & Leshian Studies la influencia francesa fundamental
será la de Michel Foucault. Sin embargo, desde su misoginia más o me-
160 Los usos de la teoría

nos legendaria hasta la indiferencia de su Histoire de la sexualité {Historia


de la sexualidad) hacia el tema de la diferencia sexual, la relación enrre
Foucaulr y el feminismo no se presentaba bajo los mejores auspicios. Los
términos con los cuales una recopilación consagrada a esta cuestión tra-
ta de concebir su «convergencia» muestran, de hecho, un malestar ante
la propuesta foucaultiana que tiende a veces al contrasentido: indepen-
dientemente de su «amistad cimentada por el compromiso ético», Fou-
cault y las feministas tendrían en c o m ú n una «teología de la liberación»
poco foucaultiana, sin menoscabo de una «poética de la revolución» y
una «estética de la vida cotidiana», que todavía lo parecen menos.'" Sin
embargo, la obra de Foucault no dejará de tener un impacro decisivo so-
bre la evolución profunda del feminismo esradounidense, que pasó de
un humanismo esencialista a un construccionismo radical, como lo ates-
tigua su omnipresencia en las investigaciones de Joan Scott, Gayle R u -
bin o J u d i t h Butler. Publicado en inglés en 1978, La volonté de savoir,
que inaugura la Histoire de la sexualitépresentando su programa general,
ral vez sea incluso la clave invisible del feminismo esradounidense de los
años ochenra. Desmontando la «hipótesis represiva» de una sexualidad
que habría que liberar, en provecho de un análisis de la sexualidad como
formación discursiva y dispositivo de subjerivación — y a que el período
histórico de su «liberación» no sería más que su «desplazamiento e i n -
versión t á c t i c o s » — e l libro termina de marginar al feminismo «pro-
gresista» y abre el camino a una crítica de todos los discursos sexuales.
Por otro lado, explicando la constitución en el siglo X I X del dispositivo
moderno de sexualidad por medio de las «cuarto grandes estrategias»
—«sexualización del niño, histerización de la mujer, especificación de
los perversos [y] regulación de las p o b l a c i o n e s » — " contribuye a desen-
casillar la temática feminista, uniéndola a las de la homosexualidad y de
la criminahzación de los cuerpos. Y sobre rodo, resirúa así el envite se-
xual en una historia polírica: a través de las normas de la monogamia, el
heterocentrismo y la transmisión de la riqueza, la sexualidad articula la
célula familiar, el sistema económico y la gestión política de las socie-
dades y no puede ser disociada de esas escalas más amplias. E l t é r m i n o
«biopolírica», para designar la regulación administrativa de la vida, de-
signa precisamente esto: que el poder produce sus sujetos clasificándo-
los y gestionándolos, que atraviesa los cuerpos, los inviste, incluso los
electriza y, por lo ranto, jamás les es completamente exterior.
Independientemente de los candentes debates que suscitará su relec-
tura de las sexualidades antiguas, en Estados Unidos la obra de Foucaulr
contribuye a desplazar la cuestión sexual, que ya no es tanto la de los do-
Políticas identitarias I 161

-.xiialité {Historia minados o la de los reprimidos, sino la de una idenridad de género


. ia relación entre (hombre o mujer) y de práctica (homo o hétero) sexual que se ha vuelto
•res auspicios. Los íntegramente problemática. Con el objetivo c o m ú n de pensar la subjeti-
esta cuestión tra- vación sexual m á s que de apuntar al enemigo de género, feministas y
. un malestar ante homosexuales emprenderán una colaboración inédira. Dicho de otra
sentido: indepen- manera, el éxito del ú l t i m o Foucault p e r m i t i r á sustituir la propuesta
miso ético», Fou- normativa anterior, la de las feminisras pero rambién la de los Gay Stu-
a de la liberación» dies tradicionales, que oponía una idenridad oprimida a una identidad
la revolución» y dominante, por una arqueología postidentitaria en la que la norma de g é -
'r;en menos.'" Sin nero {gender norm) se analiza como una construcción histórica y política
.pacto decisivo so- precisa, con la tarea de descifrar sus modalidades. Esra investigación so-
ense, que pasó de bre las subjetividades escindidas y las identidades sexuales flotantes po-
acal, como lo ates- drá servirse cuando así lo requiera de todo el corpus de la reoría francesa:
- Scott, Gayle R u - es el caso del crírico Kaja Silverman quien recurre a ella al situar su estu-
A i olonté de savoir, dio de las «masculinidades marginales» bajo la cuádruple luz, no sólo de
programa general, una genealogía foucaultiana de la norma, sino también del «inconscien-
idounidense de los te acéfalo» lacaniano, de una «política libidinal» de acentos lyotardianos,
de una sexualidad y del desmontaje realizado por Deleuze del binomio reductor sado-ma-
la sexualidad como soquista. ' No obstante, en la mayor parre de los casos sólo el trabajo de
—ya que el período Foucaulr permite esta evolución, que es también la del rico campo de las
plazamiento e i n - reorías homosexuales a comienzos de los años noventa.
1 feminismo «pro- E n efecto, una corriente nueva, la de los Queer Studies, se sumará en-
discursos sexuales. tonces, en los términos de un homenaje permanente a Foucault, a los
X I X del disposirivo más antiguos Gay Studies, a menudo esencialistas y polarizantes (gays y
randes estrategias» héteros son claramente diferenciados). L a nueva propuesta, más «infec-
. especificación de ciosa», consiste en explorar rodas las zonas intermedias entre las identi-
contribuye a desen- dades sexuales, todas las zonas en donde éstas pierden nitidez. L a infle-
tiomosexualidad y de xión queer, t é r m i n o inspirado en una palabra que en inglés es sinónima
rúa así el envite se- de «loca» (es decir, una desviación paródica de la injuria homófoba),
e la monogamia, el tiene como fecha de nacimiento un artículo de 1991 en el que la críti-
«rxualidad articula la ca feminista Teresa de Laureris llama a replantear las identidades se-
política de las socie- xuales en función de sus desplazamientos constantes." Asimismo, se
amplias. E l t é r m i n o nutre de los debates de los años ochenta entre feminismos esencialista
:rativa de la vida, de- y antiesencialista y de la doble relectura de Foucaulr, pero t a m b i é n de
sujeros clasificándo- Derrida (gracias a la cual se podrá repolirizar lo «indecidible»), como
invisre, incluso los proponen sus dos inspiradoras fundamentales: E v e Kosofsky Sedgwick
exterior. y J u d i t h Butler.
e suscitará su relée- E n un ensayo pionero que pronto será considerado un libro de culto,
la obra de Foucault Epistemology of the closet ^Epistemología del armario), Eve Kosofsky Sedg-
s tanto la de los do- wick, profesora de literatura inglesa en Duke, pregunta por q u é debe
162 Los usos de la teoría

llamarse gay a quien mantiene relaciones sexuales con un hombre. De


Nierzsche a Proust, y de la norma monogámica a los estragos del sida,
trata de identificar las incerridumbres identirarias y las fragilidades del
género, opone los «placeres del cuerpo» a las «caregorizaciones de la se-
xualidad» —en la línea de Foucault— y denuncia el «separatismo» de
las políticas identitarias de la década precedente." L a búsqueda que
propone Sedgwick de los trastornos sexuales y de las ambivalencias
identitarias, tras los dualismos impuestos, aspira a desvelar toda una
episteme: «Muchos núcleos de pensamiento y de conocimiento de la cul-
tura occidental del siglo x x ... están estructurados — a decir verdad,
fracturados— por una crisis crónica, ya endémica, de la definición del
homo y del hétero ... que data de finales del siglo X I X » , " plantea de en-
trada en referencia a la «fecha de nacimiento» de la homosexualidad
moderna que sugería Foucault, el año 1 8 7 0 . " Es una aspiración que ha-
rán suya por su cuenta, a veces algo literalmente, los numerosos autores
que propondrán, en los años siguientes, someter a esta lectura «perver-
sa» de la indeterminación sexual, al decir de los queer-er, a rodos los ob-
jetos sociales y culturales posibles: la novela epistolar o la poesía oral, la
música de Schubert o la escultura de Miguel Angel, e incluso el F M I O el
budismo zen. E l orro eje de la inflexión queer es el trabajo de J u d i t h B u t -
ler quien, en obras como Gender Trouhle {El género en disputa) y Bodies
That Matter {Cuerpos que importan), analiza de manera sofisticada los mo-
dos performativos y dialógicos de una construcción continua del género
sexual. Feminidad y virilidad devienen así «citas obligatorias», normas
de control, cuyo artificio desmonta por su parte la drag queen, al paro-
diarlas p ú b l i c a m e n t e .
Pero lo que manifiestan las tesis innovadoras de esre movimienro
queer, como ya sucediera con el feminismo universitario radical, es la d i -
sociación creciente entre un militantismo sexual de campus, oratorio y
aurorrefiexivo (y vinculado con la carrera de algunas divas del campo l i -
terario) y los combates efectivos fuera del campus de esas comunidades
sexuales, a pesar de los compromisos personales de cierros(as) universi-
tarios(as), especialmente en el marco de la lucha contra el sida, y de la
excepción que suponen las largas entrevistas que Foucault concedió a
diarios gays generalistas como Christopher Street o The Advócate. Entre una
camarilla inrelectual, socialmente aislada pero a la vanguardia de las
nuevas teorías radicales, y militantes de barrio cuyos organismos y rei-
vindicaciones han cambiado mucho menos en los ú l t i m o s veinticinco
años, el diálogo es difícil, indirecto, con un desfase estructural. Visible-
mente convencido del retraso de la sociedad respecto de la universidad.
Políticas identitarias I 163

David Halperin, historiador de la homosexualidad, llegó incluso a opo-


ner unos Esrados Unidos reales que, desde 1980, «parece[n] haberse su-
mido en un sopor reaccionario», a sus universidades en plena «fermen-
tación intelectual», cuyas investigaciones «avanzan a grandes pasos ...
bajo el impulso de Foucault» y de algunos otros.'* E l auror parece la-
mentar asimismo que no rodo el país sea ran audaz como algunos de sus
campus. E l problema de los desfases temporales entre la innovación i n -
relectual y la lucha social, entre el laboratorio y la calle, es verdadera-
mente ancestral y ya fue planteado en su momento por Marx y Engels,
el ú l t i m o de los cuales proponía justamente aplicar el modelo de la l u -
cha de clases a la célula conyugal, señalando que el marido representa en
ella al burgués, y la mujer al proletario.

Política teórica, alianza i n c ó m o d a

Durante los años ochenta, el abismo se ahonda entre una justificación


teórica cada vez más sofisticada del combate minoritario y sus manifes-
taciones sociales, menos espectaculares, reprimidas por la contrarrevolu-
ción reaganiana, entre un multiculruralismo de cátedra, si se quiere, y
un comunitarismo de carne y hueso. Esra desconexión es el argumento
fundamental del campo marxista, aún firme en la universidad, para acu-
sar a las políticas identitarias — y con ellas, a su inspiradora llamada
French Theory— de haber abandonado el campo de la lucha «real». L a
reoría en el sentido del materialismo dialéctico, como identificación de
las relaciones sociales reales, se contrapone a esa teoría «postmoderna»,
que fijaría exclusivamente su atención en el campo simbólico y sustitui-
ría la lucha de clases por la de los rexros: desde 1979, año en que D i c k
Hebdige describía el movimiento punk como una guerra de clases lle-
vada a cabo en el plano del estilo, la propuesta ya no podía ser más que
cultural, estilística o, en ú l t i m a instancia, textual; «textualismo» des-
honroso que borraría hasra el contexto social de los textos. E n un libro-
balance, el marxista Alex Callinicos resume los reproches que los suyos
planteaban a la teoría francesa, culpable de haber b r u ñ i d o las armas de
ese combate textual: jerga, idealismo, pantextualismo, nihilismo, con-
servadurismo pasivo, aporías nietzscheanas." Por su parte, resuelto a
frenar el avance de los que considera secuaces de la reacción, el crítico
inglés Terry Eagleton ataca, en uno de los best-sellers del campo litera-
rio anglosajón, el «derrotismo político» de la deconstrucción y la huida
hacia delante de los nuevos teóricos, abocados a los «combates léxicos»
164 I Los usos de la teoría

y al tema exclusivo de la «autodesttucción de los textos».'" Incluso la


idea de combate, aseguran los marxistas, se habría convertido en m e t á -
fora, en figura retórica. Esas camarillas de campus y esas reorizaciones
inrrincadas, esrima Todd G i t l i n , promovieron el hecho de «vestirse
como Madonna a tirulo de acto de "resistencia", equivalente al de mani-
festarse por el derecho al aborto»,"'' sin que existiera ya frontera alguna
entre luchas sociales y simples mercancías anticonformistas. Lo que ha
podido borrar la diferencia, constitutiva del enfoque marxista, entre ac-
ción y discurso, radicalismo comprometido y radicalismo de papel, no es
más que la sohresemiologización inaugurada por los Cultural Studies y pro-
longada por los estudios minoritarios. Si ya no hay más que signos, si las
relaciones sociales se disuelven en el texto, el único gesto aún político es
el desvío, el deslizamiento, la combinación inédita de los signos exis-
tentes, lejos de las fuerzas históricas reales con las que cuentan los mar-
xismos. Portestrucruralismo, portmodernidad, goríhumanismo: como si
la inflación del prefijopost- para acompañar a los nuevos -ismos del cam-
po lirerario delatara en quienes lo emplean una creencia exclusiva en el
relato, el luto pendiente por el registro de la acción, el desencanto fini-
secular de quien llega después, demasiado tarde, y sólo a tiempo de iro-
nizar sobre las ocasiones perdidas.
Es posible oponer al menos dos argumentos a esta crítica marxista de
la impotencia política de la theory. E l primero es de orden sociológico.
Como es exclusivamente universitario y está «adaptado ... a las normas
de la respetabilidad académica» y forzado a «formular sus posiciones se-
g ú n los códigos del paradigma d o m i n a n r e » (como lo resumen dos críti-
cos),"'' ese marxismo esradounidense cae bajo el peso de los argumentos
que él mismo aduce: sus motivaciones, así como las de sus adversarios
posrestructuralista y mulriculruralisra, son la fidelidad a una escuela, la
victoria argumentada, la ambición de triunfar en el mercado de los dis-
cursos. E n una palabra, es tan impotente y tan retórico como las demás
posiciones del campo universitario y, en todo caso, mucho más que sus
homólogos europeos, los cuales, por su parte, se apoyan en partidos po-
líticos y formaciones sindicales. N o hay nada en un Terry Eagleton o en
un Michael Ryan que pueda servir directamente a la causa de las luchas so-
ciales extrauniversitarias.
E l segundo argumenro es más teórico. Esrá relacionado con la cues-
rión recurrente de la enunciación, tanto con sus modalidades lingüísticas
como con sus condiciones sociopolíticas — y con la relación de éstas y
aquéllas—, en cuanto cuestión central si no de la reoría francesa, al me-
nos de sus versiones estadounidenses. Como acto, la enunciación es lo
Políticas identitarias I 165

que hace de una forma de expresión —tan fútil como una simple pren-
da de vestir o una música, o ran vital como la afirmación de un sujero
colectivo— la ocasión de que se exprese la palabra social, la ocasión de
una operación colecriva de subjerivación y de una articulación pendien-
te entre visión del mundo e inrervención en el mundo. Es una idea que
confirman, en conrextos reóricos distintos, los «agenciamientos colecti-
vos de enunciación» deleuziano-guattarianos (que están, por cierro, me -
nos rerritorializados que una comunidad dada), el proyecto foucaultiano
de delimitar «el modo de exisrencia de los aconrecimientos discursivos
en una cultura», o incluso el acto enunciativo que hace advenir, en M i -
chel de Cerreau, la «historicidad de la experiencia». Ahora bien, este
tema de la enunciación es el ángulo muerto del discurso marxista esta-
dounidense. Su dogma político, que hunde en el mismo oprobio los tex-
tos teóricos franceses, los campos de esrudios de la identidad y la trans-
versal más ambigua de los Cultural Studies, no ha dado imporrancia a
esta cuestión. Los marxistas no sólo cometen un error político relegando
a un segundo plano (cuando no al limbo de lo superfino) la cuestión de
la enunciación social, sino que se beneficiarían si la abordaran para escla-
recer el empleo esponráneo que dan a ciertos términos contra la «trai-
ción» texrualisra. «Realidad», «sujeto», «acción», «política»: interro-
gar los conceptos en nombre de los cuales llevan a cabo su crítica sensata
no significa eludir el debare en provecho de una regresión filológica sin
fin, sino plantear, precisamente, el problema de las relaciones entre gru-
pos sociales y discurso intelectual, acción y significantes, y el de la vali-
dez o la obsolescencia, en este contexto, de normas políticas heredadas
del siglo X I X .
Es necesario, insisten por su parre J u d i r h Butler y Joan Scort, «ex-
poner toda la violencia silenciosa de estos conceptos, en la medida en
que han funcionado no sólo para marginar a cierros grupos ... sino para
hacer de la exclusión la condición de posibilidad de la " c o m u n i d a d " » ,
algo que sólo la teoría francesa podría permirir, pues es menos «una po-
sición stricto sensu que un cuesrionamienro crítico de todas las operacio-
nes de exclusión gracias a las cuales se esrablecen p o s i c i o n e s » . " Dicho
de otro modo, sólo las herramientas de la teoría francesa podrían susri-
ruir la disrinción apresurada enrre una sociedad política antaño unifica-
da, la que esta crítica marxista parece echar de menos, y el mundo bal-
canizado de las políticas identitarias, por un cuadro más complejo, que
identifique las modalidades excluyentes del discurso de la «unidad» y,
a su vez, las alianzas posibles entre camarillas comunitarias. Pero justa-
mente ahí reside todo el problema: plantear, lo m á s l ú c i d a m e n t e posi-
166 I Los usos de la teoría

ble, la temática de la enunciación no es en sí un acto performativo, la


condición suficiente de un cambio político, y con mayor razón cuando
la exigencia y la lucidez de esra cuestión se pierden a lo largo de las muy
indirectas cadenas de discurso que unen el texro teórico francés con el
lector o el miliranre esradounidense, siguiendo los rodeos de la rraduc-
ción, la reapropiación, el discurso universitario o sus propios intereses.
Quienes plantean el tema de la enunciación no son necesariamente sus
beneficiarios políricos y cuentan menos que estos ú l t i m o s para el cam-
bio social. Sranley Fish lo resumió perfectamente con la astucia de quien
al parecer se divierte con la «inutilidad» de lo universitario: « A u n q u e lo
"textual" o lo "discursivo" sean ámbitos cruciales para la protesta social,
los que estudian estos ámbitos no son de por sí actores cruciales en este
c o n t e x t o » . " Se advierte aquí, nuevamente, el desfase estructural entre
unos universitarios cuya tarea (e inrerés) consiste siempre en dividir, i n -
vertir, poner en duda la cuesrión planteada, y las comunidades cuyo ú n i -
co problema es el acceso a la enunciación, condición del cambio. Dicho
de otro modo, es un desfase entre un cuesrionamienro sobre las modali-
dades mismas del cuesrionamienro y la incapacidad de los grupos socia-
les minoritarios para hacer valer sus reivindicaciones más urgentes. U n
desfase, incluso, entre las argucias metodológicas de un discurso autén-
ricamente érico y los problemas mucho más rriUados de segmentos de
población cuyas políticas son a menudo más retrógadas. E n pocas pala-
bras, la lesbiana negra que reivindica su «antifundacionalismo» y su
«política deconstructiva» siempre estará más cerca de una sociedad de
discurso que de la sociedad política, si se la compara con aquélla cuyo
enromo directo, menos tolerante que un campus, estigmatiza constan-
temente el color de la piel así como las orienraciones sexuales. E l capiral
simbólico de la aproximación teórica no sólo compensa el débil capital po-
lítico de los universitarios aislados, sino que a veces permite incluso jus-
tificar dicha aproximación y reprochar, por el contrario, a los acrores so-
bre el rerreno su falra de autorrefiexión.
E l desfase, por ú l r i m o , es sobre rodo pedagógico. Y es que si el Ma-
nifiesto de Marx era accesible a los sindicalistas alemanes de la época, las
víctimas concernidas por la opresión étnica o sexual no pueden leer fáci-
lemente los ensayos teóricos sobre la raza como «significanre escindido»
o la norma de género como norma vinculada «por meronimia» con la
identidad sexual. L a torre de Babel de un campo literario que se preren-
dió encrucijada de las minorías fue sustituida por la torre del balbuceo
de un metadiscurso cada vez más cerrado a sus improbables usuarios.
Eve Sedgwick, la papisa de los Queer Studies, lo comprendió perfecta-
Políticas identitarias I 167

mente al indicar el peligro de que un concepto demasiado refinado de


«diferencia» no añadiera nada a lo que es, socialmente, la constatación
de la diferencia: la teoría, concebida «como la ciencia misma de la «di-
ferencia/diferancia» {différe/ancé), ha ferichizado ranto la idea de diferen-
cia y, a la vez, ha vaporizado tanto sus posibles encarnaciones, que sus
expertos más dotados son las últimas personas en quienes pensaríamos
para que nos ayuden a reflexionar sobre las diferencias particulares».'"
No obsranre, este alejamiento a través de la teoría no es ante todo impu-
table a las verbosas sutilezas teóricas de algunos críticos, o a su celo éti-
co-discursivo algo osrentoso (partiendo de q u é , cómo, por q u é razón, en
nombre de q u é hablar de diferencia), a menos que vuelva a prestar servi-
cio el viejo argumento anti-intelectualista, tal y como lo esgrimen cier-
tos líderes comunitarios frente a los academics y sus verborragias. L a dis-
tancia es más banalmente sociológica. Remite a una sinécdoque
conocida, a esa ilusión óptica institucional que incita a los oradores de
campus a tomar la parte universitaria por el todo social. Participando en
un coloquio, leyendo un artículo o un argumento iracundo, olvidan el
carácter periférico y políticamenre ambivalente de su campo de acción,
y toman por regla general lo que dicta sobre todo la lógica autárquica
del discurso universitario: si la posición de marginalidad en la universi-
dad garantiza cierta productividad enunciativa, cierta visibilidad inte-
lectual, la misma posición fuera de los campus riende más bien a ence-
rrar a las minorías concernidas, las cuales a menudo desearían alcanzar el
«cenrro», en una inexorable espiral de silencio. Y ese mismo efecto de
distancia puede hacer olvidar la otra evidencia capital: esta «cultura»
(popular, de masas, comercial o contestataria, y todo ello a la vez), que
ciertos universitarios entusiastas se desviven por analizar como un e t n ó -
logo se adueña de su objeto, no es en absoluto una esfera delimitada, un
objeto de estudio, sino que se confundirá en lo sucesivo con el rodo so-
ciopolítico. Esta cultura ya no presenra límites en el exterior de los cua-
les uno podría situarse y corresponde menos a un repertorio de formas
de expresión que al plano de conjunto sobre el cual se constituyen las
subjetividades; el devenir-invisible de la minoría silenciosa, y el rodo-
cultural de la industria de los símbolos: doble olvido, doble negariva a
la que no escapan los m á s hábiles semiólogos de la identidad, los más
sutiles teóricos de la enunciación, doble rechazo que remite a su ambi-
valencia primigenia frente al capitalismo.
E n efecto, sólo una crítica de conjunto del capital habría podido
brindar los elementos de una comunidad política a los partidarios de
esos diferentes discursos de oposición, identitarios o postidentitarios.
168 I Los usos de la teoría

Pero si los Cultural Studies y las políticas identirarias pretenden denun-


ciar las jerarquías culturales, rehabilitar la MTV contra Shakespeare, o a
los héroes negros de serie B (como en las películas llamadas de hlacks-
ploitation) conrra los héroes blancos de las películas comerciales, el rema
de la mercancía {commodity) sólo es para ellos un segundo argumento, de
estatuto ambiguo, tanto metáfora como fatalidad. Lo más sorprendente,
en esta florescencia sin precedentes de las teorías minoritarias, no es que
los Esrados Unidos reaganianos y sus campus de tradición humanista
hayan auspiciado las simbólicas condenas a muerte del heterosexismo, el
pionero blanco, o incluso de Occidente; lo asombroso es que los brujos
al mando no hayan visto que sus tótems minoritarios se diluían en pro-
vecho de los mercaderes de símbolos, de los expertos generosamente pa-
gados de la recuperación cultural. Todos ellos, consultores «gurús» o
publicitarios intuitivos, supieron beneficiarse de la nueva moda, apro-
vechar los sobresaltos comunitaristas de la era reaganiana y las teoriza-
ciones identitarias que agitaban entonces la universidad para sentar las
bases de nuevas particiones del mercado, aplaudiendo febrilmente la
irreversible diversidad como argumento de venta, desde la producción
musical ( E M I ) hasta la ropa de marca (Benerron), y segmentando su
clientela en tantos registros de expresión, de comunidades afines, como
subdivisiones hay en el campo lirerario de los años ochenra, desde los ra-
peros héreros blancos hasra las tribus hispanas fanáticas de la ópera. E n
una palabra, los universitarios no advirtieron el interés comercial de esta
temática de la enunciación: enunciar culturas marginales, relatar su sub-
jerivación colectiva por medio de la enunciación, es rambién hacerlas v i -
sibles, reconocibles, incluso legítimas, en la pantalla de control de las
industrias culturales. L a década que comenzó en los campus, al abrigo
de la reacción reaganiana, con una declaración de guerra generalizada a
rodas las formas de opresión y de segregación, acabó en campañas pu-
blicitarias en veinte idiomas para las nuevas marcas de la indusrria de la
rebelión. E n efecto, el marketing especializado dirigido a las comunida-
des negra o hispana, el nuevo turismo gay ofrecido por agenres de viaje
innovadores, el desvío publicitario de las mitologías oposicionales del
rap o del reggae, o incluso las promociones tarifarias especiales para cada
minoría érnica lanzadas por los operadores de telefonía de larga distan-
cia (ellos mismos nacidos del estallido del A T & T durante el primer man-
dara de Reagan), son también invenciones de los años ochenta, tanto
como las que se vieron florecer en los campus y cuyas consignas fueron
incluso imitadas por esas comunidades.
Si la enunciación minoritaria prerendía alumbrar algo más que el
Políticas identitarias 169

marketing cultural, necesitaba un pensamiento de conjunto — s i no una


crítica— del capital. H e ahí el aspecto más negativo de la descontextuali-
zación de la teoría francesa, su única pero lamentable distorsión: no ha-
ber visto las posturas políticas de las diferentes teorías francesas del ca-
pitalismo «postmoderno», haberlas leído disrraídamenre por el fulgor
de algunas fórmulas, con la cerreza de que la exrerioridad dialécrica era
ya obsoleta (de ahí el motivo casi amniótico de la participación, de la m i -
mesis, de la fusión con el capital), sin ver su dimensión ofensiva o perci-
birlas como recursos de combare. Y es que la reoría francesa rambién
permite hundirse hasra el núcleo de la m á q u i n a capiralisra estadouni-
dense y forjar allí una polírica. Así, la definición del capiralismo que dio
Baudrillard, como «exterminación de la diferencia», pudo entenderse
t a m b i é n , precisamente, como anuncio de la absorción niveladora de la
diferencia por parre de las indusrrias culturales. Que Deleuze y Guarta-
ri describieran el funcionamienro del capital como «trascendencia del
significante despótico», no excluía que éste pudiera revestir justamente
una máscara libidinal, o liberraria: audacias de Madonna, éxrasis de la
MTV y, por qué no, provocaciones del gay pride. Y cuando Lyorard se d i -
rige en 1974 a los inrelecruales parisinos calificándolos, con una expre-
sión habitual de la época, como «intelectuales de guante blanco», para
reprocharles que no vean «nuestras intensidades serviles», y no com-
prendan «que se puede gozar rragando el esperma del c a p i r a l » , " el ape-
larivo no sólo va dirigido conrra los intelectuales marxistas de su tiem-
po que teorizan el prolerariado. E l dardo t a m b i é n puede dirigirse, en
otro senrido, conrra los futuros guerrilleros estadounidenses de la se-
miótica, los combatientes del texto, capaces de analizar el papel de una
panoplia cultural en la formación de una subjetividad marginal, pero no
de ver cómo ésra impone aquélla en el mercado y la rransforma a la vez
en objeto de deseo y victoria de la indusrria.
Volvemos finalmente al punto de partida: el aislamiento estructural
del campo inrelecrual esradounidense, el escaso n ú m e r o de puentes (y,
por ello, tanto más fácilmente controlados por los «guardianes» de la in-
novación cultural) entre la universidad y el mundo exrerior. L a proposi-
ción formulada por Deleuze y Lyorard contra los marxisras orrodoxos se-
g ú n la cual el capiralismo sería más revolucionario que el comunismo
—por haber sustiruido la creencia por el deseo— resulraba menos per-
tinenre aplicada al universo cuasi autárquico de las camarillas universi-
tarias; a menos que dicha proposición fuera despolitizada, deshistorizada,
canalizada en Estados Unidos por esa «ideología [esradounidense] que
excluye doblemenre la historia y la dialéctica», como subrayaba el l i n -
170 I Los usos de la teoría

güista A m i e l van Teslaar en 1980 para explicar por qué Estados Unidos
ofrecía el «mejor rerreno para acoger al estructuralismo»;'" a menos,
como se verá rambién, que fuera redundante y, por consiguiente, inau-
dible en el país de los flujos y los segmentos, de los agenciamientos y el
gran mercado libidinal. Pero los nuevos parridarios de los discursos m i -
noritarios leyeron la teoría francesa sólo cuando fue rraducida a la lengua
clara, derogatoria, de la universidad. L a crítica francesa de la auroridad
sólo marginalmente designó a los poderes político y económico; se l i -
m i t ó a una crítica de la autoridad del profesor, del auror canónico, de la
institución universitaria. Y la cuesrión del uso fue enrendida, finalmen-
re, menos en el sentido transitivo de un uso de combate de ciertos con-
ceptos, que en el marco universitario exclusivamenre, en el senrido de la
eficacia de ciertos discursos en el mercado de los discursos: el uso evoca,
entonces, más que la «caja de herramientas» del teórico revolucionario
(o incluso del inrelectual comprometido), los argumentos aislables, se-
parables de su texto-fuenre, perfecramente adaprados al formaro de los
artículos de las revistas universitarias en donde se discutirán, y refuta-
bles en torno a una mesa redonda de coloquio. Para el estudiante o el jo-
ven docente, los textos de referencia deben ser anre rodo user-friendly
(«agradables-para-el-usuario»), como se dice de un software o de un elec-
rrodoméstico con esta fórmula rípicamenre estadounidense que designa
una aplicación gratificante, de acceso fácil, y que incluso personifica el
objero en cuestión (aun si es un texto) bajo la figura de su «amistad» por
el usuario.

New Historicism: los límites de u n c o m p r o m i s o

Ante ese desfase creciente entre usos estricramenre universitarios y pro-


puestas políticas más amplias, entre el discurso de la enunciación y su
recuperación comercial, o incluso entre inrransirividad de la reoría y
rransitividad de la identidad (o de cada comunidad), al menos una co-
rriente i n t e n t ó reaccionar en el campo lirerario: el intraducibie New
Historicism. * Esta corriente implica la poco frecuente búsqueda de un
tercer camino — s i n que ello signifique un compromiso— entre el radi-
calismo de las políricas textuales y el humanismo convencional de los
tradicionalistas. Preocupada por rehabilitar los facrores contextúales en
la lectura de los textos y de rehistorizar más generalmente el campo l i -
terario, esra corriente de pensamiento de contornos basrante indefinidos
hizo su aparición en la universidad de Berkeley a comienzos de los años
Políticas identitarias I 171

ochenta a iniciativa de Stephen Greenblatt. E l padre del New Histori-


cism, especialista en Shakespeare y en el Renacimienro, enseñaba enton-
ces en Berkeley, lo hacía desde 1969, año en que presentó su tesis, y lo
seguiría haciendo hasra 1996, momento en que t o m ó a su cargo la d i -
rección del presrigioso departamento de inglés de Harvard. Contra el
«vals» de las nuevas reorías lirerarias e idenrirarias, y en referencia indi-
recta a Foucault —cuyo feudo estadounidense es entonces Berkeley—,
Greenblatt funda en 1982, con su colega Svetlana Alpers, la revista Re-
presentations, consagrada al análisis de las relaciones enrre esrética e ideo-
logía, y posreriormente la colección «New Historicism», que publica la
universidad de California. Mucho más que Paul de Man para la escuela
de Yale o que Gayarri Spivak en el campo posrcolonial, Greenblart es el
fundador único de la corrienre, su animador, su estrarega, su congrega-
dor infarigable. L a red que reje pacienremente en Berkeley primero y
posteriormente en Harvard, poco a poco añadirá a su nombre los de Ca-
therine Gallagher, Walrer Benn Michaels, Michael Rogin o incluso Eric
Sundquisr.
Mezcla de un materialismo hisrórico poco orrodoxo y de una libre so-
ciología del arte, el New Historicism impugna la doble deriva de las teo-
rías lirerarias hacia el formalismo crírico y la ilusión de una naturaleza
política previa a todo discurso, lirerario o teórico. Invita más bien a re-
gresar a posruras aparentemente más modestas, pero a su crirerio más es-
clarecedoras: las condiciones sociales e hisróricas de la escrirura y de la
lecrura. Bajo el lema de una «poética de la cultura», afina la vieja socio-
crítica de los años sesenta analizando los complejos procedimientos de
«negociación» (término clave de su propuesra) enrre los factores socia-
les, los saberes consriruidos, la «libertad» del creador y las expectarivas
del lecror. E n la medida en que esra «negociación» se salde en favor de
la doxa de una época, de una corriente entonces disidente, o del proyec-
to de subversión estérica del orden esrablecido, que era jusramente el del
autor, la obra tendrá diferenres efectos en sus lectores y un lugar distin-
ro en ese largo proceso de innovación y repetición imbricadas que cons-
tituye la historia culrural. Esta puesta en perspectiva, caso por caso, de
las obras, de sus fuentes y del contexto ideológico de su irrupción no
permite imponer a priori un procedimiento hermenéutico y favorece, en
todo caso, los vaivenes entre escalas, períodos y registros, enrre texro y
fuera-de-texto. Contra el textualismo de ciertos derridianos, se rrara de
describir las relaciones entre esos diferenres aspectos, no ya en los tér-
minos de una autoproducción de los textos, sino en los de una búsqueda de
equilibrio, de una optimización de los intereses, que no por casualidad
172 I Los usos de la teoría

se adoptan del lenguaje de la economía: «circulación», «intercambio»,


«comercio», «transacción» y siempre «negociación». Susrituyendo así
un campo merafórico por otro, ya que la economía se adueña aquí del l u -
gar de la física derridiano-demaniana de los «deslizamientos» y otros
«abismos» de los rexros, se trata también de privilegiar el papel de los
factores económicos en la hisroria cultural.
Para ello, Greenblatt y sus seguidores denuncian constantemente los
peligros de un rerorno al hisroricismo rradicional. Oponen a una histo-
ria totalizante y continua, las «contra-historias» que «hacen aparecer los
traspiés, las fallas, las líneas de fracrura y las ausencias sorprendentes en
las estructuras m o n u m e n t a l e s » de la historia ordinaria: hay que acceder
al plano de las «representaciones» a través de las historias paralelas, las
del cuerpo humano, los motivos estéticos o las formas del discurso, has-
ta defender incluso la «seducción de la anécdora» y una «vocación por la
p a r r i c u l a r i d a d » . " E n el seno de esra metodología abierta del New Histo-
ricism se presta una atención nueva —e indirectamente foucaultiana— a
las obras en cuanto modos de clasificación, apoyos para una división en-
tre producciones legírimas y marginales; esras últimas son convocadas
en la medida en que lo excluido revela a contrario los principios norma-
tivos que rigen la supervivencia de las obras. Sólo en este sentido se
abordan los contra-corpus, marginales y, por lo tanro, subversivos (lite-
raruras judía, negra, hispana, gay).'" E n efecto, la mayor parte de sus
trabajos se ocupan, más que de la novela afroamericana o la poesía beat,
del Renacimiento inglés y de sus autores consagrados, y los ensayos más
infiuyenres de Greenblatt versan sobre la obra de Shakespeare. Pero
Greenblatt repolitiza su lectura y lo hace más sutilmente que los críti-
cos comunitaristas que recelan del dramaturgo blanco o del invertido de
los Sonnets. T a l vez se ocupe de un único motivo en su lectura de Ham-
let: el del purgarorio, para mostrar el papel de las guerras de religión y
de un anticatolicismo virulento en la dramaturgia shakespeariana;" o
quizás explore rambién, en el ensayo que lo hizo célebre, Shakespearean
Negotiationsj' las ambigüedades de Shakespeare frente al imperialismo
isabelino, y el papel de la angustia en su visión de lo polírico; ral vez sea
incluso, en un volumen colectivo sobre La Tempestad, la invitación a i n -
vestigar las incerridumbres políticas de Shakespeare y de su tiempo para
mantener vivo el canon lirerario, ya que «la mejor manera de matar
nuestra herencia literaria sería rransformarla en la celebración decorati-
va del nuevo orden del m u n d o » , " el de hoy, pero también el que estaba
naciendo en la Inglaterra isabelina; o, por ú l t i m o , fuera de Shakespeare
pero en el centro mismo de la cuestión colonial, su análisis de los relatos
Políticas identitarias I 173

de los exploradores del Nuevo Mundo para mostrar en acción, en la con-


ciencia occidental, una articulación decisiva entre asombro y conquista,
o la manera en que «para la mayor parte de los hombres de Occidente,
la mirada maravillada sólo puede conducir al deseo de posesión», como
lo resumía Roger Charrier para celebrar la publicación del único libro
de Greenblatr rraducido al francés, Ces merveilleuses possessioml^
Más inducriva, menos verbosa, más esclarecedora acerca de las pos-
turas políticas, menos sometida a los espejismos de la semiología, la
propuesra del New Historicism conriene un valor heurísrico indiscutible,
pero no por ello aporta una solución a las aporías del campo lirerario es-
tadounidense. Ante todo, porque el New Historicism constituye en él una
posición estratégica, y particularmente belicosa cuando se trata de de-
nunciar los errores de sus rivales postcolonialista o deconstruccionista.
E n segundo lugar, porque su trabajo, consagrado casi exclusivamente al
Renacimiento, así como su prudencia ante los debates culturales más
conremporáneos, siempre lo han disuadido de inrervenir directamente
en las «guerras culrurales» que dividen la universidad estadounidense.
Por ú l t i m o , y de forma más general, porque su rácrica disciplinar coin-
cide con el reriro, sin duda justificado, de la crítica y de la teoría litera-
rias a sus coros rradicionales (la crírica genética, la historia de las obras,
su conrexto político), lejos de los avances insolentes de la deconstruc-
ción o de los esrudios minoritarios en terrenos desconocidos, como el de
la filosofía, las ciencias políticas o incluso el de la pop culture, en boca
de todos. P o d r í a m o s incluso interpretar la iniciativa de Greenblatt y
sus colegas, así como el éxito que cosechó, como un repliegue protec-
cionista hacia el interior de las fronteras de la disciplina literaria, una
disciplina que el conrraaraque conservador, en respuesta a los discur-
sos identirarios, situaba de pronto bajo los reflectores de los medios
de c o m u n i c a c i ó n e, inmediatamente d e s p u é s , bajo el punto de m i r a
del poder.

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