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La nación democrática
A ese mundo se opondrá el espacio jurídico inaugurado por las naciones políticas.
Explícitamente el artículo 2 de la Constitución gaditana de 1812 afirmaba: “La Nación
española es libre e independiente, y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia
ni persona”. La nación será una casa común de la cual no cabe excluir a nadie. Dentro
de las fronteras, las leyes alcanzan a todos por igual, sin lugar para privilegios o
derechos especiales. Un conjunto de ciudadanos se comprometen en la mutua
defensa de sus derechos y libertades. En su versión más ideal, todos adoptan
decisiones en las que todos pueden participar y que comprometen a todos. En la
medida que han podido exponer sus propuestas, éstas han sido valoradas según
criterios de racionalidad e imparcialidad y los procedimientos son pulcramente
democráticos, nadie se puede sustraer a leyes que, gestadas en esas condiciones,
capturan una idea de justicia. Ese ideal está detrás de fórmulas como “asamblea
nacional”, “soberanía nacional”, inspirará a los revolucionarios franceses, americanos
y también a Marx.
Con un poco más de precisión, eso quiere decir que las naciones modernas
constituyen unos territorios políticos en donde rigen dos reglas: unidad de justicia,
según la cual las fronteras delimitan un ámbito unitario de aplicación de principios
normativos, de derechos, de impuestos y servicios, y unidad de gobierno y acción, por
la cual las decisiones idealmente tomadas por todos comprometen a todos. La primera
regla es responsable de que los ciudadanos del mismo Estado estén unidos por
derechos y obligaciones que no alcanzan a los individuos de otros países; como en
una familia, existiría una caja común a la que todos contribuirían y podrían solicitar
ayuda. La segunda opera según un criterio de comunidad relevante: como sucede en
una reunión de vecinos, las decisiones las toman aquellos sobre quienes esas mismas
decisiones recaen. Todos pueden hacer oír sus razones y, una vez atendidas y
aceptadas, porque son justas, serán las razones de todos, que cristalizan en las
leyes. Nadie podrá después decir que “como no me parece bien, no las acato”.
No cabe, por tanto, marcharse con “lo mío”. Porque no hay “mío” antes de lo que es de
todos. El territorio político es un proindiviso, no una sociedad anónima. No es un
contrato entre partes. Madrid es tan mía como de un madrileño. O tan poco. Todo es
de todos sin que nada sea de nadie en particular. Se decide dentro de ese espacio
jurídico, no se decide ese espacio. Mi propiedad es legítima porque existe previamente
ese terreno común, que, entre otras cosas, me permite disponer de mis cosas, hacer
uso de mi coche y que tú aceptes que, para disponer de él, necesitas mi autorización o
que lo intercambie por un dinero que es tuyo y que los dos aceptemos mutuamente
ese intercambio.
Por eso no tienen sentido las comparaciones habituales entre los Estados y las
relaciones contractuales. Los Estados no son asociaciones voluntarias. Uno se apunta
un club deportivo si quiere. Y si quiere, se marcha sin dar explicaciones. Si nos gusta
un deporte raro, podemos fundar un club, buscar asociados y si, por lo que sea,
acuden demasiados, seleccionar a quienes pueden entrar. En muchos casos, los
socios incluso pueden apuntarse en diverso grado, para ciertas horas o actividades.
Puede haber socios de distinto grado y condición. Los socios, más tarde, pueden
decidir acabar con la sociedad y marcharse cada uno por su lado. Con las parejas,
pues más o menos. Nada de eso sucede con los Estados. A nadie le preguntan a cual
quiere afiliarse. Uno no decide ser español, francés o ruso. Se puede marchar, por
supuesto, y hasta cambiar de nacionalidad, pero su marcha deja intacto al Estado y su
territorio. Los Estados no son un club social en el que uno se apunta y se va cuando
quiere. La idea del Estado como una sociedad de construcción voluntaria, a la que
cada uno acude (o se marcha) con “su” territorio, presume una suerte de derecho
anterior a las leyes, natural, prepolítica. Las cosas son al contrario. Precisamente
porque no son asociaciones voluntarias es por lo que importan la democracia y los
derechos, que se dan dentro de un espacio jurídico, dentro de una comunidad política.
La unidad para estar justificada también requiere de los otros principios, en particular,
de la buena democracia.
Dicho de otro modo: hay una radical incompatibilidad entre democracia y secesión. En
realidad, el único sentido en el que cabe hablar de una justificación del derecho a la
secesión (remedial seccession) está asociada al deterioro de la calidad democrática:
la violación persistente de derechos humanos básicos (o de territorios soberanos que
han sido ocupados). El “derecho” a la separación es, si acaso, derivado, como
respuesta a una violación sistemática de derechos básicos. La secesión, para estar
justificada, necesita algo más que la voluntad de separarse: falta de democracia o
injusticia. Si hay democracia, no cabe la secesión. Si bastara la simple voluntad, se
pervertiría la democracia, al menos la mejor idea de democracia: todos nos
comprometemos a aceptar las decisiones que tomamos entre todos porque las
tomamos entre todos y respetamos los derechos de todos. No habría objeción a que
unos pocos (por ejemplo, los ricos) dijeran que, como no les parecen bien las
decisiones democráticas que llevan a subir impuestos, esto es, en las que ellos, en
tanto ciudadanos, han participado, con posibilidad de expresar sus opiniones y
mediante sus votos, se marcharán con “lo suyo”, con Marbella, por ejemplo. Por
supuesto, nadie en su sano juicio puede decir que los catalanes o vascos, habitantes
de las regiones más rica de España, con los políticos mejor retribuidos y con una
presencia más que notable en todas las instituciones, ven socavados sus derechos.
Respeto al primer aspecto, las preguntas son inmediata ¿Por qué Cataluña es un
sujeto de decisión y Marbella no? ¿Por qué El Valle de Arán sí y Hospitalet o
Barcelona no? La respuesta común (“porque unas son una nación y otros no”) es
solo aparente, cargada de falacias y circularidades, al menos, mientras se quiera
sostener en la supuesta "voluntad democrática”. Si se quiere seguir sosteniendo un
(imposible) asidero “democrático”, no queda otra que apelar a la voluntad nacional: el
sujeto que decide es una nación, se dirá, porque tiene voluntad de autogobierno
colectivo. Pero, obviamente, esto no aclara nada. ¿Cuál es el perímetro que nos
permite reconocer a ese sujeto? ¿Todos los españoles? ¿Solo los catalanes que
tienen esa voluntad? ¿Y los demás? Esos otros, a su vez, ¿constituirían otra nación o
están sometidos a la voluntad de los que sí tienen esa voluntad? Y, si es así, ¿por
qué la voluntad de una parte de los catalanes –esos que no están por labor—no
cuenta y, sin embargo, una parte –con toda probabilidad menor—de los españoles, los
catalanes que sí están por la labor, sí que pueden decidir por su cuenta? ¿Podría
considerarse un sujeto de soberanía (indivisible) una Cataluña con un 40 % de
catalanes que no tuvieran esa voluntad, pero no una España en la que apenas un 8%
(algunos, muchos incluso, catalanes y vascos) de españoles no quisieran ser
españoles? Aun más, si una parte puede decidir partir un país, ¿qué objeción habría
al ejercicio simétrico de levantar una frontera, esto es, a la expulsión de una parte por
decisión de otra, a echar a Extremadura de España?
Si esas preguntas colapsan es por una razón de principio: se decide dentro de las
fronteras, no se deciden las fronteras. Las fronteras, todas, son resultados de
geografía, guerras, conquistas, enlaces matrimoniales, flujos económicos y
demográficos. Constituyen inevitables puntos de partida para el ejercicio de la
democracia. Para decidir necesitamos fronteras que enmarquen un demos, unos
votantes, y, por eso mismo, ese demos no se puede fundamentar en la voluntad, en
los votos. En el fondo, lo que se muestra es el sinsentido de la idea nacionalista de
nación como “unidad de decisión sostenida en la voluntad”. Eso se ve mejor cuando
nos acercamos a la idea de nación que está en la trastienda del nacionalismo de la
voluntad y que ha aparecido en buena parte de las apelaciones a “la voluntad de los
catalanes” en los últimos tiempos: hay una nación cuando un conjunto de individuos
cree que son….una nación. Obviamente, eso es cualquier cosa menos una definición
satisfactoria, como tampoco lo es, por la misma razón, “catalán es todo aquel que vive
y trabaja en Cataluña y quiere ser…catalán”. Desde un punto de vista formal no sirve,
en tanto incluye en la definición la palabra definida, con lo que nos deja como al
principio. Desde el punto de vista empírico, casi peor: no sabe qué hacer con los que
no participan de la creencia. ¿Quedarían fuera de la nación? ¿Formarían parte de
otras naciones, según las creencias de cada subconjunto? Desde el punto de vista
político acorta el vuelo de la reivindicación: la nación o pueblo cuyo derecho se invoca,
tendría una existencia condicional y frágil. Hace cinco años, cuando no había tal
voluntad ¿no existía la nación catalana ni, por tanto, su derecho? O, todavía más,
pues si no había nación, porque no había voluntad, ¿qué sentido tenía el propio
nacionalismo, que habla en nombre de la nación? No solo eso, sino la idea misma de
decisión se complica: si se apela a la voluntad para definir el sujeto de decisión, el
supuesto sujeto del derecho, el acto concreto de decidir: ¿solo los que tienen la
voluntad, que son la nación, son el sujeto y lo ejercen? En ese caso, aunque solo
votasen un 10%, esos constituirían la nación y, como sujeto, “decidirían” con un
(tautológico) resultado del 100%. Para salir de todos esos atolladeros el nacionalismo
necesitará de una idea del sujeto de decisión que no se sostenga en la voluntad. El
trazo del perímetro de decisión, la frontera que enmarca a los que tienen “el derecho a
decidir”, no podrá ser otro que la identidad. Pero vayamos a la otra parte, donde
también acaba por aparecer la identidad.
Las cosas no están más claras tampoco en la segunda parte de los enunciados, en el
qué se decide o qué se quiere ser. Ya se ha dicho mil veces que el derecho a decidir
queda suspendido en el aire, que hay que precisar qué es lo que se decide. No se
decide decidir. En realidad, de lo que se está hablando es de la decisión de
marcharse y, en ese terreno, si existe el derecho, las cosas están ya decididas, por
definición: la soberanía no se decide; cuando se decide es que ya se es soberano. No
se está decidiendo la soberanía, porque la soberanía, si acaso, se justifica, como
sucede cuando se apela a la falta de derechos o a la ocupación, o se ejerce, día a
día, en decisiones concretas, acerca de esto o de lo otro. La voluntad de
autodeterminarse no es un argumento para justificar la autodeterminación: no se
puede apelar a la voluntad, que es lo que se trata de determinar, precisamente, con el
ejercicio del supuesto derecho.
De lo que se está hablando aquí es de otra cosa: de lo que se quiere ser. Y por ese
camino nos encontramos con la otra formula: la “voluntad de ser”. Una expresión que
también resulta incompleta. La voluntad de ser requiere precisar qué ser quiere ser.
Querer ser, en su sentido más inmediato, es un despropósito: uno siempre es, haga lo
que haga. Y las cosas no se aclaran cuando se dice, en la expresión antes citada y
pareja: “es catalán…el que quiere ser catalán”. Como decía Borges: “No hay que
preocuparse de buscar lo nacional. Lo que estamos haciendo nosotros ahora será lo
nacional más adelante”. Siempre se es lo que se es, siempre se está instalado en la
propia identidad. En ese sentido, empeñarse en una política de la identidad es un
despropósito. La única política de la identidad consistirá en no hacer nada, en no
querer ser nada, que es exactamente lo que no es la política, que es praxis, por
definición. Si se quiere evitar ese absurdo, se ha de asumir que lo que se busca ser
no es lo que se es, esto es, que la política de la identidad persigue realizar una
identidad que no se tiene, o lo que es lo mismo, acabar con la identidad actual. O
bien, recrear la que se perdió, o la que se cree que se perdió, pero no cualquiera,
porque a no ser que se asuma una identidad esencial que perdura por encima de las
gentes, de sus idas y venidas, de los cambios económicos, sociales o culturales, se
tendrá que escoger algún momento privilegiado. Eso sería lo que se quiere ser o
decidir ser. Otra vez, la identidad.
La nación de la identidad
No solo eso. También propicia un sentido patrimonial de la política. Ese que se respira
en las palabras de Pujol, que se siente dueño de la identidad catalana, sin que
importe, dicho sea de paso, que, estadísticamente, Pujol sea una rareza, al menos si
nos atenemos a la frecuencia de los apellidos. Sólo desde ese sentido patrimonial se
entiende que un político, el actual presidente de la Generalitat, entonces un simple
candidato, en pleno debate electoral, ante la presencia callada de los políticos de
izquierda, interrumpe a otro candidato para decirle: “Miren si este país es tolerante que
ustedes vienen aquí, hablan en castellano en la televisión nacional de Cataluña y no
pasa nada". Lo más inquietante de todo es el “vienen aquí”. No fue un pronto. En el
acto organizado el pasado 21 de febrero de 2014, con motivo del Día Internacional de
la Lengua Materna, por el Parlamento autonómico de Cataluña, se situaba al
castellano como uno más de los 270 idiomas extranjeros que se hablan en Cataluña,
junto al wólof, el urdú, el quechua, el inglés, el amazig o el árabe. En las
intervenciones se defendió al catalán como la única "lengua común" en Cataluña
porque es "nuestra lengua nacional" y como exclusivo “factor de cohesión". No está de
más recordar que la lengua materna del más del 55 % de los catalanes es el
castellano. También la lengua común.
* En este epígrafe recupero algunos pasos expuestos previamente en “El nacionalismo, con respeto”, Revista de Libros, 69, 2002.
Pero los problemas mayores se encuentran en el último paso, en la vinculación de la
Nación con la soberanía, un supuesto que apunta por detrás de la fórmula, que es un
lamento, de “las naciones sin estado”. En realidad, estamos ante otra petición de
principio. Lo que se está diciendo es «la nación tiene derecho a la soberanía porque
es una nación» o, en otra presentación, «la nación constituye una unidad de decisión
política porque la nación es soberana». Si se quieren hacer inteligibles esos juicios,
hay que pagar el alto precio de incurrir en la falacia naturalista: la (imposible)
inferencia de un enunciado normativo (la atribución de derecho) a partir,
exclusivamente, de un enunciado descriptivo. Dicho de otro modo, para poder inferir
del (supuesto) hecho nacional (“X es una nación”) el derecho a la secesión (“X es
soberana”) necesitamos una premisa adicional, normativa, un juicio de valor: “toda
nación tiene derecho a la soberanía”. Algo que no es evidente sin más. Los seres
humanos se pueden clasificar según mil criterios: lengua, estatura, sexo, religión,
clase social, color de la piel, parentesco, ideas políticas, aficiones deportivas,
preferencias sexuales. Aun si admitimos que la “nación” es un criterio inequívoco de
clasificación, esto es, que en presencia de un individuo estamos en condiciones de
determinar «su» nación, de asignarlo a un grupo y sólo a uno, no se ve por qué el
grupo en cuestión tiene autoridad legítima sobre ciertos ámbitos, no se ve, por
ejemplo, por qué del hecho de que un conjunto de individuos participen de la misma
lengua haya que considerarlos una unidad legítima de decisión sobre política
hidráulica, sanidad o I+D. Desde luego, no es respuesta aceptable apelar al hecho
empírico de que «ese grupo de gente crea que tiene autoridad legítima». También los
reyes se creían soberanos.
No faltan los intentos de evitar incurrir en la falacia naturalista. Pero ninguno resulta
satisfactorio. El primero consiste en estirar la definición de nación e incluir en ella lo
que se necesita: un componente normativo. Si la nación se entiende como «un grupo
humano que constituye una autoridad legítima», la inferencia anterior resulta
impecable. Como todas las tautologías. El problema real, naturalmente, persiste: ¿cuál
es el fundamento normativo que convierte a la nación en una autoridad legítima? Los
trucos se pueden llevar a cabo por recorridos más tortuosos, alguno de los cuales ya
lo hemos explorado. Por ejemplo, cabe incluir en la definición de nación el requisito de
«vocación de autogobierno». Una nación sería un grupo humano que, además de
compartir ciertos rasgos “objetivos” identitarios (lengua, cultura, etc.), tiene “voluntad
de autogobierno”. Pero eso no hace más que situarnos un paso más atrás, porque la
pregunta persiste: “¿la vocación de autogobierno del grupo nacional está justificada?”.
No resulta una respuesta aceptable invocar el hecho de que exista la creencia, la
vocación: el que la gente crea en algo nada nos dice acerca de la calidad (epistémica)
de su creencia. Dios no existe porque aumente el número de creyentes y ninguna
prueba de la existencia de Dios apela al hecho de que la gente crea en Dios.
La identidad de la nación
Por supuesto, eso no quiere decir que los ideales que inspiran a la nación de
ciudadanos se consigan. Es cierto que, en muchos casos, incluso cuando existe un
explícito laicismo cultural o religioso, se acaban favoreciendo ciertas culturas o
religiones. Con todo, esa circunstancia, cuando sucede, es objeto de crítica o, cuando
menos, se vive como problema, a diferencia de lo que sucede en la nación identitaria,
en la que la ocupación del espacio público y el cultivo de la identidad se consideran
objetivos políticos por sí mismos, unos bienes no necesitados de justificación.
En la nación de ciudadanos se honran e invocan unos principios que nada tienen que
ver con la identidad. Es una diferencia fundamental con la nación de los nacionalistas:
en un caso se ve como un problema la patrimonialización de los espacios públicos o la
exclusión de ciudadanos en nombre de la identidad, en el otro sucede exactamente
lo contrario, que se aspira a ocupar el espacio público y la identidad oficia como un
ideal regulador. La obsesión nacionalista por la integración, vinculada a patrones
culturales, es la mejor prueba: hay una identidad que se juzga correcta y los demás, si
quieren ser ciudadanos completos, han de amoldarse a ella. Una identidad que se
confunde con un proyecto político o religioso de parte. En el Vaticano, por poner un
ejemplo extremo, nadie pide explicaciones de la presencia –y algo más que presencia
—exclusiva de la religión católica en todas las instituciones. Cuando los nacionalistas
instalan sus banderas de parte en los Ayuntamientos actúan de modo parecido (o
cuando sostienen que el F. C. Barcelona representa a Cataluña).
Pero hay algo más. Y es que muchas de las acusaciones a los Estados democráticos
porque “también alientan identidades” le están reprochando al Estado, a cualquier
Estado, lo que no puede dejar de ser, si es Estado. Muchas de las acusaciones de
españolismo o de centralismo son simples críticas –de pésima calidad--- a cualquier
presencia del Estado, sea la que sea, tenga que ver con la cultura o no, como simple
institución política. No está de más recordar que, sobre todo cuando está sometido a
un auténtico control democrático, el poder del Estado permite materializar la justicia,
redistribuir y asegurar que los poderosos no puedan someter a los débiles, Por
definición, esas actividades requieren el ejercicio de ciertos monopolios (de la
violencia, por citar al clásico) y, por lo mismo, suponen centralización, algo que, no se
opone, dicho sea del paso, al autogobierno. La descentralización no es esencialmente
buena y, desde luego, nada tiene que ver con el autogobierno, con el control
democrático de las instituciones. Mi control sobre el Gobierno de Madrid, a
seiscientos kilómetros de distancia, es bastante mayor que el que tengo sobre el de la
Generalitat, que está a menos de tres kilómetros. La política no es la agrimensura.
Por supuesto, eso no quiere decir que los ciudadanos de la nación republicana no
acaben por converger en una identidad. El funcionamiento de un Estado requiere una
trama institucional compartida, que incluye el conocimiento de la ley (de ahí proceden
las referencias de las constituciones ---de la Revolución Francesa, de la República
española-- a la obligación de conocer la lengua común,: era el modo de que lo
ciudadanos conocieran sus derechos (recogidos en leyes escritas) y la posibilidad de
participar en los debates democráticos), unos símbolos compartidos (matrículas,
cuerpos de seguridad, marinas mercantes), documentos, censos, sistemas de pesos y
medidas, convenciones de circulación viaria, funcionamiento de los mercados, y mil
cosas más.