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PARADOJAS NACIONALISTAS3

La nación democrática

La moderna idea de nación (cívica, republicana, de ciudadanos) está estrechamente


asociada al ideal democrático. Los reyes eran dueños de los territorios a título
personal, como nosotros somos dueños de un terreno, un piso o un coche. Podemos
dejárselos a nuestros amigos, impedir el uso de ellos a quien nos de la gana,
alquilarlos, vender una parte o, cuando disfrutemos de esos bienes, limitar el uso de
los demás, que pueden hacer lo que nosotros les dejemos hacer: echar la tarde,
tumbarse, pero no sembrar lo que quiera, pintarlo a su gusto o cambiar el volante. De
modo parecido, los Reyes Católicos eran dueños de América, literalmente, a título
personal (“de sus Majestades”). Era propiedad suya, no de las Coronas de Castilla o
Aragón y, menos aún, claro, de la nación. Sin ir tan lejos, Leopoldo II fue propietario
del Congo hasta 1908, cuando se vio obligado a “donarlo” al Estado belga.

A ese mundo se opondrá el espacio jurídico inaugurado por las naciones políticas.
Explícitamente el artículo 2 de la Constitución gaditana de 1812 afirmaba: “La Nación
española es libre e independiente, y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia
ni persona”. La nación será una casa común de la cual no cabe excluir a nadie. Dentro
de las fronteras, las leyes alcanzan a todos por igual, sin lugar para privilegios o
derechos especiales. Un conjunto de ciudadanos se comprometen en la mutua
defensa de sus derechos y libertades. En su versión más ideal, todos adoptan
decisiones en las que todos pueden participar y que comprometen a todos. En la
medida que han podido exponer sus propuestas, éstas han sido valoradas según
criterios de racionalidad e imparcialidad y los procedimientos son pulcramente
democráticos, nadie se puede sustraer a leyes que, gestadas en esas condiciones,
capturan una idea de justicia. Ese ideal está detrás de fórmulas como “asamblea
nacional”, “soberanía nacional”, inspirará a los revolucionarios franceses, americanos
y también a Marx.

Con un poco más de precisión, eso quiere decir que las naciones modernas
constituyen unos territorios políticos en donde rigen dos reglas: unidad de justicia,
según la cual las fronteras delimitan un ámbito unitario de aplicación de principios
normativos, de derechos, de impuestos y servicios, y unidad de gobierno y acción, por
la cual las decisiones idealmente tomadas por todos comprometen a todos. La primera
regla es responsable de que los ciudadanos del mismo Estado estén unidos por
derechos y obligaciones que no alcanzan a los individuos de otros países; como en
una familia, existiría una caja común a la que todos contribuirían y podrían solicitar
ayuda. La segunda opera según un criterio de comunidad relevante: como sucede en
una reunión de vecinos, las decisiones las toman aquellos sobre quienes esas mismas
decisiones recaen. Todos pueden hacer oír sus razones y, una vez atendidas y
aceptadas, porque son justas, serán las razones de todos, que cristalizan en las
leyes. Nadie podrá después decir que “como no me parece bien, no las acato”.

No cabe, por tanto, marcharse con “lo mío”. Porque no hay “mío” antes de lo que es de
todos. El territorio político es un proindiviso, no una sociedad anónima. No es un
contrato entre partes. Madrid es tan mía como de un madrileño. O tan poco. Todo es
de todos sin que nada sea de nadie en particular. Se decide dentro de ese espacio
jurídico, no se decide ese espacio. Mi propiedad es legítima porque existe previamente
ese terreno común, que, entre otras cosas, me permite disponer de mis cosas, hacer
uso de mi coche y que tú aceptes que, para disponer de él, necesitas mi autorización o
que lo intercambie por un dinero que es tuyo y que los dos aceptemos mutuamente
ese intercambio.

La democracia resulta imposible si una minoría, en desacuerdo con las decisiones,


amenaza con “marcharse con lo suyo”. Entonces la democracia rompe su vínculo con
las decisiones justas y se convierte en un juego de amenazas. Marcharse solo está
justificado cuando las reglas no se respetan. La democracia no admite deserciones, si
no quiere poner en peligro la justicia de las decisiones. Esa es la radical novedad que
inspira a los Estados creados por las revoluciones democráticas: establecer espacios
jurídicos y políticos de realización de la libertad, la justicia y la democracia. No es una
casualidad que el lema completo de la revolución francesa sea el de “libertad,
igualdad, fraternidad y unidad indivisible de la república”. Los valores se han de
satisfacer simultáneamente: la libertad de unos pocos, la igualdad para los míos o la
fraternidad entre los de mi tribu están más cerca de la patología que de la salud moral.

Por eso no tienen sentido las comparaciones habituales entre los Estados y las
relaciones contractuales. Los Estados no son asociaciones voluntarias. Uno se apunta
un club deportivo si quiere. Y si quiere, se marcha sin dar explicaciones. Si nos gusta
un deporte raro, podemos fundar un club, buscar asociados y si, por lo que sea,
acuden demasiados, seleccionar a quienes pueden entrar. En muchos casos, los
socios incluso pueden apuntarse en diverso grado, para ciertas horas o actividades.
Puede haber socios de distinto grado y condición. Los socios, más tarde, pueden
decidir acabar con la sociedad y marcharse cada uno por su lado. Con las parejas,
pues más o menos. Nada de eso sucede con los Estados. A nadie le preguntan a cual
quiere afiliarse. Uno no decide ser español, francés o ruso. Se puede marchar, por
supuesto, y hasta cambiar de nacionalidad, pero su marcha deja intacto al Estado y su
territorio. Los Estados no son un club social en el que uno se apunta y se va cuando
quiere. La idea del Estado como una sociedad de construcción voluntaria, a la que
cada uno acude (o se marcha) con “su” territorio, presume una suerte de derecho
anterior a las leyes, natural, prepolítica. Las cosas son al contrario. Precisamente
porque no son asociaciones voluntarias es por lo que importan la democracia y los
derechos, que se dan dentro de un espacio jurídico, dentro de una comunidad política.
La unidad para estar justificada también requiere de los otros principios, en particular,
de la buena democracia.

Dicho de otro modo: hay una radical incompatibilidad entre democracia y secesión. En
realidad, el único sentido en el que cabe hablar de una justificación del derecho a la
secesión (remedial seccession) está asociada al deterioro de la calidad democrática:
la violación persistente de derechos humanos básicos (o de territorios soberanos que
han sido ocupados). El “derecho” a la separación es, si acaso, derivado, como
respuesta a una violación sistemática de derechos básicos. La secesión, para estar
justificada, necesita algo más que la voluntad de separarse: falta de democracia o
injusticia. Si hay democracia, no cabe la secesión. Si bastara la simple voluntad, se
pervertiría la democracia, al menos la mejor idea de democracia: todos nos
comprometemos a aceptar las decisiones que tomamos entre todos porque las
tomamos entre todos y respetamos los derechos de todos. No habría objeción a que
unos pocos (por ejemplo, los ricos) dijeran que, como no les parecen bien las
decisiones democráticas que llevan a subir impuestos, esto es, en las que ellos, en
tanto ciudadanos, han participado, con posibilidad de expresar sus opiniones y
mediante sus votos, se marcharán con “lo suyo”, con Marbella, por ejemplo. Por
supuesto, nadie en su sano juicio puede decir que los catalanes o vascos, habitantes
de las regiones más rica de España, con los políticos mejor retribuidos y con una
presencia más que notable en todas las instituciones, ven socavados sus derechos.

Las paradojas de la nación

Nuestros nacionalismos, ocasionalmente, se presentan como cívicos o republicanos.


Por detrás de fórmulas secesionistas como “derecho a decidir”, “voluntad de ser” o
“derecho de autodeterminación” parece latir el espíritu democrático de la nación de
ciudadanos. Pero es solo hojarasca. Si el nacionalismo es cívico, no puede apostar
por la ruptura de una comunidad democrática, por no aceptar sus decisiones y excluir
a una parte de los ciudadanos. Levantar una frontera en una sociedad democrática
equivale, por definición, a romper una comunidad de justicia y de decisión. Para
justificar la ruptura el nacionalismo necesita, tarde o temprano, apelar a una noción de
comunidad política apegada a la identidad, al “en tanto somos especiales y distintos
está justificado que, entre nosotros y no con los demás, aceptemos decisiones,
redistribuyamos y aseguremos derechos”. Por eso las balanzas fiscales se establecen
entre Cataluña y España y no entre Barcelona y Cataluña. El nacionalismo,
inevitablemente, recala en una idea de nación escasamente democrática, esencialista
y excluyente.
Para comprobarlo basta con examinar las apelaciones a “derecho a decidir”, o a “la
voluntad de ser”, que, para resultar inteligibles, necesitan apelar a la identidad. Como
se ha dicho mil veces, tales fórmulas resultan incompletas si no se precisa el sujeto y
el objeto: quién decide y qué se quiere decidir o qué ser se quiere ser. Necesita
especificar un sujeto y un objeto: ¿quién decide o es? ¿Qué se decide o qué se quiere
ser? Cuando el nacionalismo intenta responder a tales preguntas, inevitablemente, se
encuentra con la nación étnica, que vincula la ciudadanía no a la ley y la igualdad, sino
a la cultura y la identidad. Veámoslo.

Respeto al primer aspecto, las preguntas son inmediata ¿Por qué Cataluña es un
sujeto de decisión y Marbella no? ¿Por qué El Valle de Arán sí y Hospitalet o
Barcelona no? La respuesta común (“porque unas son una nación y otros no”) es
solo aparente, cargada de falacias y circularidades, al menos, mientras se quiera
sostener en la supuesta "voluntad democrática”. Si se quiere seguir sosteniendo un
(imposible) asidero “democrático”, no queda otra que apelar a la voluntad nacional: el
sujeto que decide es una nación, se dirá, porque tiene voluntad de autogobierno
colectivo. Pero, obviamente, esto no aclara nada. ¿Cuál es el perímetro que nos
permite reconocer a ese sujeto? ¿Todos los españoles? ¿Solo los catalanes que
tienen esa voluntad? ¿Y los demás? Esos otros, a su vez, ¿constituirían otra nación o
están sometidos a la voluntad de los que sí tienen esa voluntad? Y, si es así, ¿por
qué la voluntad de una parte de los catalanes –esos que no están por labor—no
cuenta y, sin embargo, una parte –con toda probabilidad menor—de los españoles, los
catalanes que sí están por la labor, sí que pueden decidir por su cuenta? ¿Podría
considerarse un sujeto de soberanía (indivisible) una Cataluña con un 40 % de
catalanes que no tuvieran esa voluntad, pero no una España en la que apenas un 8%
(algunos, muchos incluso, catalanes y vascos) de españoles no quisieran ser
españoles? Aun más, si una parte puede decidir partir un país, ¿qué objeción habría
al ejercicio simétrico de levantar una frontera, esto es, a la expulsión de una parte por
decisión de otra, a echar a Extremadura de España?

Si esas preguntas colapsan es por una razón de principio: se decide dentro de las
fronteras, no se deciden las fronteras. Las fronteras, todas, son resultados de
geografía, guerras, conquistas, enlaces matrimoniales, flujos económicos y
demográficos. Constituyen inevitables puntos de partida para el ejercicio de la
democracia. Para decidir necesitamos fronteras que enmarquen un demos, unos
votantes, y, por eso mismo, ese demos no se puede fundamentar en la voluntad, en
los votos. En el fondo, lo que se muestra es el sinsentido de la idea nacionalista de
nación como “unidad de decisión sostenida en la voluntad”. Eso se ve mejor cuando
nos acercamos a la idea de nación que está en la trastienda del nacionalismo de la
voluntad y que ha aparecido en buena parte de las apelaciones a “la voluntad de los
catalanes” en los últimos tiempos: hay una nación cuando un conjunto de individuos
cree que son….una nación. Obviamente, eso es cualquier cosa menos una definición
satisfactoria, como tampoco lo es, por la misma razón, “catalán es todo aquel que vive
y trabaja en Cataluña y quiere ser…catalán”. Desde un punto de vista formal no sirve,
en tanto incluye en la definición la palabra definida, con lo que nos deja como al
principio. Desde el punto de vista empírico, casi peor: no sabe qué hacer con los que
no participan de la creencia. ¿Quedarían fuera de la nación? ¿Formarían parte de
otras naciones, según las creencias de cada subconjunto? Desde el punto de vista
político acorta el vuelo de la reivindicación: la nación o pueblo cuyo derecho se invoca,
tendría una existencia condicional y frágil. Hace cinco años, cuando no había tal
voluntad ¿no existía la nación catalana ni, por tanto, su derecho? O, todavía más,
pues si no había nación, porque no había voluntad, ¿qué sentido tenía el propio
nacionalismo, que habla en nombre de la nación? No solo eso, sino la idea misma de
decisión se complica: si se apela a la voluntad para definir el sujeto de decisión, el
supuesto sujeto del derecho, el acto concreto de decidir: ¿solo los que tienen la
voluntad, que son la nación, son el sujeto y lo ejercen? En ese caso, aunque solo
votasen un 10%, esos constituirían la nación y, como sujeto, “decidirían” con un
(tautológico) resultado del 100%. Para salir de todos esos atolladeros el nacionalismo
necesitará de una idea del sujeto de decisión que no se sostenga en la voluntad. El
trazo del perímetro de decisión, la frontera que enmarca a los que tienen “el derecho a
decidir”, no podrá ser otro que la identidad. Pero vayamos a la otra parte, donde
también acaba por aparecer la identidad.

Las cosas no están más claras tampoco en la segunda parte de los enunciados, en el
qué se decide o qué se quiere ser. Ya se ha dicho mil veces que el derecho a decidir
queda suspendido en el aire, que hay que precisar qué es lo que se decide. No se
decide decidir. En realidad, de lo que se está hablando es de la decisión de
marcharse y, en ese terreno, si existe el derecho, las cosas están ya decididas, por
definición: la soberanía no se decide; cuando se decide es que ya se es soberano. No
se está decidiendo la soberanía, porque la soberanía, si acaso, se justifica, como
sucede cuando se apela a la falta de derechos o a la ocupación, o se ejerce, día a
día, en decisiones concretas, acerca de esto o de lo otro. La voluntad de
autodeterminarse no es un argumento para justificar la autodeterminación: no se
puede apelar a la voluntad, que es lo que se trata de determinar, precisamente, con el
ejercicio del supuesto derecho.

De lo que se está hablando aquí es de otra cosa: de lo que se quiere ser. Y por ese
camino nos encontramos con la otra formula: la “voluntad de ser”. Una expresión que
también resulta incompleta. La voluntad de ser requiere precisar qué ser quiere ser.
Querer ser, en su sentido más inmediato, es un despropósito: uno siempre es, haga lo
que haga. Y las cosas no se aclaran cuando se dice, en la expresión antes citada y
pareja: “es catalán…el que quiere ser catalán”. Como decía Borges: “No hay que
preocuparse de buscar lo nacional. Lo que estamos haciendo nosotros ahora será lo
nacional más adelante”. Siempre se es lo que se es, siempre se está instalado en la
propia identidad. En ese sentido, empeñarse en una política de la identidad es un
despropósito. La única política de la identidad consistirá en no hacer nada, en no
querer ser nada, que es exactamente lo que no es la política, que es praxis, por
definición. Si se quiere evitar ese absurdo, se ha de asumir que lo que se busca ser
no es lo que se es, esto es, que la política de la identidad persigue realizar una
identidad que no se tiene, o lo que es lo mismo, acabar con la identidad actual. O
bien, recrear la que se perdió, o la que se cree que se perdió, pero no cualquiera,
porque a no ser que se asuma una identidad esencial que perdura por encima de las
gentes, de sus idas y venidas, de los cambios económicos, sociales o culturales, se
tendrá que escoger algún momento privilegiado. Eso sería lo que se quiere ser o
decidir ser. Otra vez, la identidad.

Así las cosas, en un momento u otro el nacionalismo necesita establecer un anclaje,


para el sujeto de la decisión (la nación) y para el objeto (la voluntad de qué). Los
individuos que son una nación porque creen que son una nación, han de creer en
algo, han de creer que comparten algo, su creencia ha de recaer en algo. El segundo
uso de nación (ese en el que creen) ha de ser distinto del primero. La secesión,
autodeterminación (externa) de las naciones o los pueblos requiere precisar antes de
qué pueblo o nación se está hablando y ese no se sostiene en la voluntad. Por otra
parte, lo que se quiere ser necesita dotarse de algún contenido, se ha de decidir algo.
Al final de ese camino el nacionalismo siempre se encuentra a la identidad. En
realidad, la identidad es objetivo se quiere recrear para poder utilizarla como
fundamento.

La nación de la identidad

El anclaje lo encuentra el nacionalismo en la identidad. La tesis es antigua y está en el


núcleo de la idea étnica de nación. Entronca con el uso clásico, asociado al verbo
«nacer» y apunta a un colectivo que comparte un origen geográfico, una raíz cultural,
lingüística, a una etnia. Frente al universalismo racionalista de la nación democrática,
la particularidad de cada pueblo dotado de su particular espíritu, de su diferencia
esencial, que se expresa en mil manifestaciones a través del tiempo. El espíritu del
pueblo (Volksgeist) románico que perdura inmutable a través de los siglos, con
independencia de los cambios sociales, culturales o demográficos. Mientras la
ciudadanía está asociada al cumplimiento de la ley y, en ese sentido, no admite
grados, no se puede ser más o menos ciudadano, la “ciudadanía” de la nación
identitaria está vinculada a participar de ciertos atributos de identidad o a los rasgos o
valores de ese pueblo esencial. En ese sentido se asume que hay ciudadanos “más
nacionales”, que participan en mayor grado de la identidad. En unos casos, esas
exigencias son explícitas como sucede cuando el acceso a ciertos cargos públicos se
limita a los miembros de cierta religión (o se veta a los de otros, a los judíos, por
ejemplo). En otros, los filtros son menos explícitos, como sucede cuando se imponen
requisitos lingüísticos arbitrarios –no asociados a las tareas a realizar-- para el acceso
a la nacionalidad (o a ciertas posiciones sociales o laborales) o cuando se reclama
“voluntad de integración” en la cultura nacional. Los que flaquean se han de esforzar
por “integrarse en las formas de vida”, por asumir las señas de identidad, para ser
ciudadanos de pleno derecho han de adoptar los patrones de una comunidad de
identidad. De otro modo, si no se asimilan, la nación de identidad, estaría en peligro.
Hace apenas diez años, lo resumió impecablemente Jordi Pujol: “Tenemos que
cuidarnos (del mestizaje), porque hay gente que lo quiere, y ello sería el final de
Cataluña. La cuestión del mestizaje (…) para Cataluña es una cuestión de ser o no
ser. A un vaso se le tira sal y la disuelve; si se le tira un poco más, y también la
disuelve. Cataluña es como un árbol al que se le injertan constantemente gentes e
ideas desde hace siglos; y eso sale bien siempre que no sea de una manera
absolutamente abusiva y que el “tronco sea sólido” (La Vanguardia, El Periódico,
23/08/2004).

La identidad como fundamento de las sociedades políticas es, por definición,


excluyente. Sobre ese trasfondo se entienden fórmulas como “autoodio”, “malos
catalanes (o malos españoles) o la extendida consideración de los discrepantes como
“anticatalanes”: la crítica a ciertas tesis de algunos (que definen la identidad) se
entienden como críticas a la comunidad política sin más. La retórica de la identidad
inmediatamente traza una línea de demarcación con los diferentes y envilece el
debate político al restar grado de ciudadanía al discrepante. Pero, además de por
excluyente, la identidad es un asidero peligroso porque prende pronto y con pocos
mimbres, con independencia de la fragilidad o el realismo del asidero. Basta con que
se crea que existe la identidad, sin que importe su veracidad, para azuzar la
discrepancia que, por patológica, no tiene solución democrática, racional. Según
muestran ciertos experimentos, basta con decirle a un grupo de gentes que comparten
el último número de su DNI para que, de pronto, empiecen a encontrar afinidades
entre sí y diferencias en mil cosas con los demás.

No solo eso. También propicia un sentido patrimonial de la política. Ese que se respira
en las palabras de Pujol, que se siente dueño de la identidad catalana, sin que
importe, dicho sea de paso, que, estadísticamente, Pujol sea una rareza, al menos si
nos atenemos a la frecuencia de los apellidos. Sólo desde ese sentido patrimonial se
entiende que un político, el actual presidente de la Generalitat, entonces un simple
candidato, en pleno debate electoral, ante la presencia callada de los políticos de
izquierda, interrumpe a otro candidato para decirle: “Miren si este país es tolerante que
ustedes vienen aquí, hablan en castellano en la televisión nacional de Cataluña y no
pasa nada". Lo más inquietante de todo es el “vienen aquí”. No fue un pronto. En el
acto organizado el pasado 21 de febrero de 2014, con motivo del Día Internacional de
la Lengua Materna, por el Parlamento autonómico de Cataluña, se situaba al
castellano como uno más de los 270 idiomas extranjeros que se hablan en Cataluña,
junto al wólof, el urdú, el quechua, el inglés, el amazig o el árabe. En las
intervenciones se defendió al catalán como la única "lengua común" en Cataluña
porque es "nuestra lengua nacional" y como exclusivo “factor de cohesión". No está de
más recordar que la lengua materna del más del 55 % de los catalanes es el
castellano. También la lengua común.

El nacionalismo catalán adopta la versión más clásica romántica; la lengua como


centro de gravitación. En 1977 el dirigente de convergencia Trias Fargas lo expresaba
con rotunda claridad: “La esencia de Cataluña, el espíritu de Cataluña, la sangre de
Cataluña, es su idioma”. Oriol Junqueras cita directamente a Herder para recordar que
la lengua permite identifica a un pueblo: “el Volksgeist” ("espíritu del pueblo" o el
"carácter nacional") se basa en la lengua y en la literatura populares. Y él mismo se
pregunta: "¿Tiene una nación algo más precioso que la lengua de sus padres?". Por
eso mismo reconoce el derecho a la autodeterminación al Valle de Arán, con apenas
diez mil personas, de las que solo 2800 hablan aranés: hay lengua, hay identidad, hay
nación, hay soberanía. (No está de más recordar que, incluso en esos términos, la
argumentación colapsa, a la vista de cómo son las cosas. Los mismos argumentos
que sirven para invocar una la realidad nacional (cultural) asociada a la lengua de
Cataluña dentro de España servían para apelar a una realidad nacional (cultural)
asociada a la lengua del Área Metropolitana dentro de Cataluña. En realidad, si el
número de hablantes es relevante --y debería serlo, puesto que apelamos a la
lengua-- con mucha más fuerza: la proporción de hablantes de catalán en España es
minúscula comparada con la proporción de hablantes de castellano en Cataluña).

Pero vayamos al centro de la argumentación, que se sostiene en tres pasos: a) la


lengua proporciona una manera especial de estructurar el trato con la realidad, el
mundo de experiencias a todos sus hablantes, una mirada compartida y hasta una
concepción del mundo; b) la identidad compartida fundamenta la nación; c) la nación
cultural es una unidad de decisión legítima, soberana.

Ninguno de los pasos se sostiene. La tesis romántica según la cual la lengua


proporciona un particular mundo de experiencias, conocida con hipótesis de Sapir-
Whorf, en atención a dos antropólogos lingüistas del siglo pasado que contribuyeron a
popularizarla, es despreciada hoy por la mayor parte de los investigadores. Que yo
carezca de una palabra para designar el olor del metro a la hora punta o de otra para
designar el olor del la hierba recién cortada no quiere decir que confunda ambas
experiencias ni que me esté vedada la posibilidad de construir una paráfrasis –como
acabo de hacer—para distinguirlas. Si acaso, la clásica tesis alcanza cierta validez
para referirse a lenguas muy separadas y en ámbitos de experiencia limitados (el
conteo de los indios pirahas es un ejemplo clásico). En todo caso, carece de sentido
en el caso de lenguas vecinas y con mundos de experiencias compartidos. Por lo
demás, desde el punto de vista de cualquier idea medianamente realista de identidad
parecen más relevantes otras circunstancias, como el sexo, la clase social y hasta las
condiciones ambientales. Basta con saber que vivo en una urbe para anticipar
bastantes cosas acerca de mi vida: modelos de transporte, de consumo, alimentación,
horarios, actividades diarias. Desde cualquier idea precisable de identidad, yo tengo
mucho más que ver con un parisino que con una campesina peruana con la que
comparto lengua.

No resulta menos endeble el supuesto de que la identidad, cimentada en la lengua,


fundamenta la nación. Por lo pronto, deja fuera de la nación a la mayor parte de los
catalanes, que tienen como lengua materna el castellano. Por otra parte, desde el
punto de vista empírico, simplemente no se corresponde con cómo son las cosas. La
aspiración a naciones sostenidas en comunidades culturales es un puro desatino.
Llevada a sus últimas consecuencias, conduce al mayor de los desórdenes, en
realidad, a un caos tribal en nuestro mundo, ya desordenado de por sí, con sus casi
doscientos Estados, y en que el sólo se encuentran 25 Estados lingüísticamente
homogéneos, entendiendo por tales aquellos en los que el 90% o más de la población
habla la misma lengua. Vamos, que no podría funcionar ni siquiera en el continente
“más normalizado”, Europa, con 49 Estados y 225 lenguas, por no hablar de Nueva
Guinea, que para responder a su configuración lingüística, debería atomizarse en mil
Estados, a razón de una identidad lingüística por Estado. Y las cosas, ciertamente, no
mejorarían si, en aras de vincular las naciones de la identidad con los estados, como
sucede con los proyectados Euskal Herria o los Países Catalanes, las fronteras se
expandieran –en una suerte de Lebensraum-- buscando territorios en donde se
encuentren un número significativo de hablantes, entre otras razones, porque,
precisamente por la ausencia de estados lingüísticamente homogéneos, otros muchos
podrían reclamar esos mismos territorios, invocando los mismos principios.

La soberanía de las naciones*

* En este epígrafe recupero algunos pasos expuestos previamente en “El nacionalismo, con respeto”, Revista de Libros, 69, 2002.
Pero los problemas mayores se encuentran en el último paso, en la vinculación de la
Nación con la soberanía, un supuesto que apunta por detrás de la fórmula, que es un
lamento, de “las naciones sin estado”. En realidad, estamos ante otra petición de
principio. Lo que se está diciendo es «la nación tiene derecho a la soberanía porque
es una nación» o, en otra presentación, «la nación constituye una unidad de decisión
política porque la nación es soberana». Si se quieren hacer inteligibles esos juicios,
hay que pagar el alto precio de incurrir en la falacia naturalista: la (imposible)
inferencia de un enunciado normativo (la atribución de derecho) a partir,
exclusivamente, de un enunciado descriptivo. Dicho de otro modo, para poder inferir
del (supuesto) hecho nacional (“X es una nación”) el derecho a la secesión (“X es
soberana”) necesitamos una premisa adicional, normativa, un juicio de valor: “toda
nación tiene derecho a la soberanía”. Algo que no es evidente sin más. Los seres
humanos se pueden clasificar según mil criterios: lengua, estatura, sexo, religión,
clase social, color de la piel, parentesco, ideas políticas, aficiones deportivas,
preferencias sexuales. Aun si admitimos que la “nación” es un criterio inequívoco de
clasificación, esto es, que en presencia de un individuo estamos en condiciones de
determinar «su» nación, de asignarlo a un grupo y sólo a uno, no se ve por qué el
grupo en cuestión tiene autoridad legítima sobre ciertos ámbitos, no se ve, por
ejemplo, por qué del hecho de que un conjunto de individuos participen de la misma
lengua haya que considerarlos una unidad legítima de decisión sobre política
hidráulica, sanidad o I+D. Desde luego, no es respuesta aceptable apelar al hecho
empírico de que «ese grupo de gente crea que tiene autoridad legítima». También los
reyes se creían soberanos.

No faltan los intentos de evitar incurrir en la falacia naturalista. Pero ninguno resulta
satisfactorio. El primero consiste en estirar la definición de nación e incluir en ella lo
que se necesita: un componente normativo. Si la nación se entiende como «un grupo
humano que constituye una autoridad legítima», la inferencia anterior resulta
impecable. Como todas las tautologías. El problema real, naturalmente, persiste: ¿cuál
es el fundamento normativo que convierte a la nación en una autoridad legítima? Los
trucos se pueden llevar a cabo por recorridos más tortuosos, alguno de los cuales ya
lo hemos explorado. Por ejemplo, cabe incluir en la definición de nación el requisito de
«vocación de autogobierno». Una nación sería un grupo humano que, además de
compartir ciertos rasgos “objetivos” identitarios (lengua, cultura, etc.), tiene “voluntad
de autogobierno”. Pero eso no hace más que situarnos un paso más atrás, porque la
pregunta persiste: “¿la vocación de autogobierno del grupo nacional está justificada?”.
No resulta una respuesta aceptable invocar el hecho de que exista la creencia, la
vocación: el que la gente crea en algo nada nos dice acerca de la calidad (epistémica)
de su creencia. Dios no existe porque aumente el número de creyentes y ninguna
prueba de la existencia de Dios apela al hecho de que la gente crea en Dios.

Otra estrategia para resolver el problema de la justificación de la legitimidad, para


evitar la falacia naturalista, apela a la importancia de preservar los rasgos que
identifican a la nación, apelación que se acostumbra a acompañar y apoyar en una
conjetura empírica según la cual el mejor modo de preservarlos es asegurar al grupo
la titularidad del poder político. En este caso, además del problema empírico de si es
verdad que la soberanía es el mejor modo de asegurar la preservación de la identidad
nacional, la carga del argumento recae en la presunta bondad de –preservar– las
características que identifican a la nación. No cabe responder: “son valiosas porque
son las de la nación o lo fueron en el pasado” a menos que estemos dispuestos a
defender tradiciones nacionales sexistas y racistas, que tanto abundan en todas las
tradiciones. Hay que responder en serio a la pregunta de por qué valen o por qué son
buenas y, si no se quiere incurrir en argumentos circulares, no vale decir: “por qué
esos rasgos definen o definían al grupo como nación”. Tampoco cabe decir que “el
grupo humano es titular de legitimidad en el territorio de la nación porque es
distinguible de los demás por su identidad (religión, conciencia de grupo, lengua,
historia, etc.)”. Todos los grupos son, en algún sentido y por definición, distinguibles de
los demás. E incluso muchos de ellos, además del rasgo que los une, presentan
escasa varianza interior en muchos otros, en prácticas y modos de vida. Los
habitantes de Marbella, por ejemplo, tienen modelos de consumo, educación, medios
de transporte, casas y modelos reproductivos bastante parecidos, incluso una
homogeneidad climática que, seguramente, se percibe en el color de la piel y hasta en
las enfermedades. Y lo mismo, por el otro lado, los que viven en las banlieues de
París. Se trata de grupos bien precisos pero no por ello disponen de soberanía, y aun
menos en nombre de “la preservación de sus señas de identidad”.

Inevitablemente, para justificar la legitimidad de la nación como unidad de decisión


política, se necesita algún eslabón argumental normativo que no apele a la nación
misma, a la tradición o a los rasgos «nacionales». Los nacionalistas, también por aquí
---ahora sin incluirla en la idea de nación-- invocan la existencia de una “voluntad de
autogobierno” (o de “ser”) que no aclara nada en tanto invoca aquello que necesita
justificación: lo que estamos evaluando es si esa voluntad tiene fundamento. Que un
derecho no se reclame no quiere decir que no esté justificado. Las mujeres de la India,
privadas de muchos derechos, no los reclamen e, incluso, se muestren satisfechas de
su situación, según confirman las encuestas. Y al revés: que se reclaman derechos no
quiere decir que estén justificados. El mundo está lleno de reyes jubilados pidiendo la
restitución de sus reinados y de ricos que, un día sí y otro también, se quejan de unos
impuestos que no dudan en calificar como “confiscatorios”.
Los nacionalistas, inasequibles al desaliento, buscan otros eslabones en donde
amarrar su argumentación. Por ejemplo, intentan mostrar que preservar la tradición
“es bueno” por alguna otra razón, porque refuerza la autonomía, protege la identidad,
garantiza la diversidad, proporciona un contexto de elección, mejora la autoestima o
allana los vínculos comunitarios. Cada uno de esos argumentos es discutible, pero lo
relevante, desde el punto de vista de la fundamentación, es que cuando el
nacionalismo acude a ellos deja de ser nacionalista. Si la preservación de la nación
como unidad legítima de autogobierno se justifica en otros valores, si la estrategia
nacionalista se justifica en nombre de principios más básicos, se disuelven las
justificaciones nacionalistas. El concepto de nación se convierte en puramente
contingente y tendría que abandonarse si se viera que hay un modo mejor de
preservar los rasgos, de defenderlos o, incluso más, si se mostrara que hay valores
más básicos, más importantes, a atender que los que presuntamente asegura la
preservación de los rasgos nacionales. No resulta improbable que, sin ir más lejos, el
mejor medio de asegurar la autonomía consista en descalificar las tradiciones y
combatir el nacionalismo que, como alguien recordó, no es más que la tiranía del
origen.

La identidad de la nación

La nación republicana arranca como un escenario para la materialización de los


ideales de libertad, justicia y democracia. A la vez, precisamente porque no es un club
privado como el de fumadores de pipa o de aficionados al mus, en el que uno se
apunta o se borra, no cabe imponer reglas de admisión, identidades que excluyan a
ciudadanos. Cuando en 1933 Alemania convierte en oficial la bandera del partido nazi
de alguna manera se estaba diciendo a los ciudadanos de otros partidos que no eran
alemanes. En la nación republicana todos caben siempre que se comprometan con
los principios republicanos. Ningún proyecto político puede imponer en el espacio
público sus banderas o señas de identidad. En un ayuntamiento no se puede instalar
otra bandera que la de todos, que no es de nadie en particular.

Por supuesto, eso no quiere decir que los ideales que inspiran a la nación de
ciudadanos se consigan. Es cierto que, en muchos casos, incluso cuando existe un
explícito laicismo cultural o religioso, se acaban favoreciendo ciertas culturas o
religiones. Con todo, esa circunstancia, cuando sucede, es objeto de crítica o, cuando
menos, se vive como problema, a diferencia de lo que sucede en la nación identitaria,
en la que la ocupación del espacio público y el cultivo de la identidad se consideran
objetivos políticos por sí mismos, unos bienes no necesitados de justificación.

En la nación de ciudadanos se honran e invocan unos principios que nada tienen que
ver con la identidad. Es una diferencia fundamental con la nación de los nacionalistas:
en un caso se ve como un problema la patrimonialización de los espacios públicos o la
exclusión de ciudadanos en nombre de la identidad, en el otro sucede exactamente
lo contrario, que se aspira a ocupar el espacio público y la identidad oficia como un
ideal regulador. La obsesión nacionalista por la integración, vinculada a patrones
culturales, es la mejor prueba: hay una identidad que se juzga correcta y los demás, si
quieren ser ciudadanos completos, han de amoldarse a ella. Una identidad que se
confunde con un proyecto político o religioso de parte. En el Vaticano, por poner un
ejemplo extremo, nadie pide explicaciones de la presencia –y algo más que presencia
—exclusiva de la religión católica en todas las instituciones. Cuando los nacionalistas
instalan sus banderas de parte en los Ayuntamientos actúan de modo parecido (o
cuando sostienen que el F. C. Barcelona representa a Cataluña).

Pero hay algo más. Y es que muchas de las acusaciones a los Estados democráticos
porque “también alientan identidades” le están reprochando al Estado, a cualquier
Estado, lo que no puede dejar de ser, si es Estado. Muchas de las acusaciones de
españolismo o de centralismo son simples críticas –de pésima calidad--- a cualquier
presencia del Estado, sea la que sea, tenga que ver con la cultura o no, como simple
institución política. No está de más recordar que, sobre todo cuando está sometido a
un auténtico control democrático, el poder del Estado permite materializar la justicia,
redistribuir y asegurar que los poderosos no puedan someter a los débiles, Por
definición, esas actividades requieren el ejercicio de ciertos monopolios (de la
violencia, por citar al clásico) y, por lo mismo, suponen centralización, algo que, no se
opone, dicho sea del paso, al autogobierno. La descentralización no es esencialmente
buena y, desde luego, nada tiene que ver con el autogobierno, con el control
democrático de las instituciones. Mi control sobre el Gobierno de Madrid, a
seiscientos kilómetros de distancia, es bastante mayor que el que tengo sobre el de la
Generalitat, que está a menos de tres kilómetros. La política no es la agrimensura.

Por supuesto, eso no quiere decir que los ciudadanos de la nación republicana no
acaben por converger en una identidad. El funcionamiento de un Estado requiere una
trama institucional compartida, que incluye el conocimiento de la ley (de ahí proceden
las referencias de las constituciones ---de la Revolución Francesa, de la República
española-- a la obligación de conocer la lengua común,: era el modo de que lo
ciudadanos conocieran sus derechos (recogidos en leyes escritas) y la posibilidad de
participar en los debates democráticos), unos símbolos compartidos (matrículas,
cuerpos de seguridad, marinas mercantes), documentos, censos, sistemas de pesos y
medidas, convenciones de circulación viaria, funcionamiento de los mercados, y mil
cosas más.

En ese sentido se puede decir que también en el nacionalismo cívico se cumple la


frase atribuida a Garibaldi, que no era de Garibaldi, sino de Massimo D'Azeglio:
“Hemos hecho Italia; ahora debemos hacer italianos": una vez existe una nación
política, la propia dinámica institucional y la lealtad entre los conciudadanos propician
vínculos culturales. En este caso, los vínculos son posteriores a la nación política y
estarían asociados a un compromiso cívico con una comunidad democrática. Como
subproducto de ese proceso, o para facilitarlo, se acaban por sedimentar tramas
culturales compartidas. Pero tales tramas no son requisitos para la ciudadanía, sino
resultado de la práctica de la ciudadanía. En la medida que, por ejemplo, existe una
lengua mayoritaria o una lengua franca (que puede ser la segunda lengua de muchos
ciudadanos, aunque no sea la mayoritaria, como sucedió con muchas de las
repúblicas americanas cuando extendieron el español una vez se independizaron de
España), la propia dinámica que invita a hacer uso de aquellos dispositivos que
permiten entenderse con más usuarios o que manejan más usuarios llevará al Estado
a favorecer su aprendizaje o consolidación. El decreto de Nueva Planta podía ser
terrible, pero poco tuvo que ver en la expansión del castellano en un país sin
instrucción pública, ni medios de comunicación de masas, con la mayor parte de la
población analfabeta y que rara vez, si alguna, se trataba con notarios o abogados.
Esa expansión se debe más al enorme peso en España, y también en Cataluña, del
castellano, que lo convertía en la lengua del comercio y del las comunicaciones (amén
de la editorial). Una ventaja posicional que, mediante economías de red, acaba por
invitar a todos a transitar por la senda más eficaz. Como sucede en mil asuntos. Si
una mayoría usa los kilos en lugar de las libras o conduce por la derecha, mejor que
todos recalemos en esos equilibrios: espontáneamente lo harán muchos ciudadanos
(son equilibrios de red) y hará bien el Estado en facilitarles las cosas. Pero eso es en
buena medida un subproducto o una consecuencia del funcionamiento del Estado, no
su condición de posibilidad. Nada que ver con el nacionalismo identitario. Para poner
un ejemplo, en la nación Cherokee, si lo que nos importa es la identidad cultural, la
lengua oficial deberá ser el Cherokee, aunque solo la hablen el 8 % de los Cherokees.
Si lo que nos importa es la nación democrática –y el acceso a la información, la
comunicación con otros ciudadanos, el conocimiento, incluido el de la propia historia—
la lengua oficial deberá el inglés, la lengua de la mayor parte de los Cherokees.

El otro problema no es práctico, sino de principio: la existencia misma de las fronteras


nacionales. El nacionalismo cultural busca extenderlas allá donde encuentra un
germen de identidad, donde, por ejemplo, se encuentre un número significativo de
hablantes. El equivalente de los Países Catalanes o Euskal Herria –con mayor
realismo histórico y demográfico-- sería una España con pretensiones imperiales que,
atendiendo a una pareja proporción de hablantes reales a la invocada por los
nacionalistas, debería alcanzar buena parte de los Estados Unidos. Una locura.
Pero la nación democrática también tiene sus problemas. Pues si, por una parte,
intenta materializar los ideales de justicia dentro de sus fronteras, por otra, se asienta
en una inevitable arbitrariedad de principio: nacer del lado malo de las fronteras, una
circunstancia azarosa, supone una fuente de penalización. Nadie es responsable de
nacer aquí o allá y, sin embargo, esa circunstancia, que no es elegida, acaba por
traducirse en desigualdades de recursos y oportunidades. En ese sentido, la nación
republicana se levanta sobre la negación de los principios que aspira a honrar. El
Estado, instrumento de materialización de justicia y democracia, enmarca un territorio
político que es perímetro de injusticia y de ausencia de democracia. Es una paradoja
inaugural que no tiene una fácil solución, pero sí tiene un camino: la eliminación de
fronteras en aras de ampliar los ámbitos de justicia y democracia. Esa es una línea de
avance y, a la vez, una indicación de donde está el retroceso: en levantar nuevas
fronteras, poner bridas a la democracia y la justicia. Una frontera es una mala cosa.
Pero levantar una donde no existía es todavía peor. Quienes quieren levantar
fronteras, en una suerte de xenofobia superlativa, no es que no quieran a los
extranjeros como conciudadanos, es que quieren a los conciudadanos como
extranjeros. En una parte del territorio común unos cuantos deciden que los otros se
verán desprovistos de todos los derechos, sin que ni siquiera se les dé ocasión de
decir esta boca es mía. La defensa del derecho unilateral a levantar una frontera es la
defensa del derecho de una minoría a privar de la condición de ciudadanos a una
mayoría.

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