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En busca del paraíso perdido

(Apuntes sobre el populismo penal)1

Ricardo Salas
salascr@gmail.com

I. Parafraseando a otros, podría decirse que hay un fantasma que recorre


nuestras sociedades (democráticas o no): la urgencia de punir evocando un
pretendido deber hacia las víctimas individuales y una sociedad victimizada.
En los Estados de Derecho, no obstante, las consecuencias de ese
espectro son más patentes, porque implican la devaluación de dicho orden
institucional y de las garantías generales.
Con la multiplicación de las infracciones, la agravación de las penas y
la inflación carcelaria, el precio de la “seguridad” no para de aumentar en
todos los planos (psicológico, político, económico, en fin, el precio humano).
La norma penal se ha afirmado como el único lenguaje a disposición de una
sociedad cuyos vínculos entre los actores y sus agrupaciones se han diluido
y lo que se estimaba que eran sus valores compartidos se debilitaron,
convirtiendo al juez y a la policía en actores políticos no reconocidos como
tales, pero garantes del “hábitat social”.
En realidad, esta devoción por la seguridad, promovida a derecho
fundamental, no se sabe con certeza adónde ha conducido a los diversos
actores sociales, quienes han sucumbido progresivamente ante la tentación
de exorcizar los grandes problemas de la sociedad, enfrentando sus
manifestaciones de superficie o fenómenos significantes, muchos de ellos
meras construcciones discursivas sin un sustrato empírico de victimización.
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No se pretende en estas páginas discurrir sobre el tema de la incidencia delictiva en
Costa Rica y su mayor o menor gravedad, de lo cual ya se tuvo la oportunidad de reflexionar
en otra sede, sino sobre las estrategias más sonadas y difundidas que se plantean actualmente
contra aquella. Quien tenga interés en visitar dicho trabajo, puede hacerlo remitiéndose a los
materiales del Decimotercero Informe sobre el Estado de la Nación, en la dirección electrónica
http://www.estadonacion.or.cr/Info2007/Ponencias/Fortalecimiento/Seguridad_justicia
%20penal.pdf

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He ahí el meollo del “populismo penal”, el área política en la que,
imperceptiblemente, el populismo ha tenido más acogida y repercusiones. Lo
mismo podría decirse de manera menos elegante y más sencilla, de la
“demagogia represiva” como remedio a una sensación de desprotección que
enfrenta el individuo en un espacio social cada día menos solidario y con un
tejido social más ralo.
Esto debe quedar en claro desde ahora. El nivel de violencia (efectiva o
percibida) en nuestra sociedad encuentra entre sus causas principales la
pérdida de capital social, entendido como el grado de confianza entre los
actores de una sociedad, la capacidad de cooperar y hacer cosas juntos, las
normas de comportamiento cívico practicadas y el nivel de asociatividad entre
ellos. Por su lado, esa pérdida de capital social es usada por los sectores
que, ofreciendo soluciones instantáneas, promueven las políticas represivas
drásticas y el populismo penal como terreno fértil para difundir sus soluciones
(históricamente fracasadas) de responder a esa violencia con contra-
violencia.
No obstante, se pasa por alto cuál es la génesis social de ese
fenómeno heteróclito y polimorfo de la violencia efectiva o percibida. Se omite
considerar que la población nacional, ha visto en el plazo de los dos decenios
más recientes, cómo los espacios comunes que permitían que sus
integrantes se conocieran, tomaran confianza mutua, compartieran esfuerzos
y debatieran acerca de los temas de interés general, o bien se involucraran
en causas colectivas, desaparecieran poco a poco. Precisamente en eso se
materializa la pérdida de capital social, pues este consiste en el mutuo
conocimiento y mutua confianza que media entre los diversos actores en el
plano social (no en el individual), que pueda generar formas de
autoorganización (social, política y productiva). Las expectativas y
responsabilidades compartidas, la reciprocidad, la confianza y el mutuo
conocimiento, vino a menos dramáticamente. De igual manera, ello no sólo
ha venido sucediendo en las instancias propias de la gestión ciudadana,
como los gobiernos locales, asociaciones, grupos comunales, sino en las

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relaciones de trato social y esparcimiento, como son los deportes o
actividades recreativas. Estos, amén de haber sido objeto de una estrategia
destinada a reducir su autonomía política y la capacidad de ser una voz
alternativa o contrahegemónica u opuesta al programa dominante, han
registrado las repercusiones de un entorno más indiferente a lo que sucede
con el congénere, en el cual las unidades individuales y nucleares están más
introvertidas en sus propios refugios y distantes de toda actividad o
compromiso social.
Afortunadamente, esa no es una estrategia carente de resistencia u
oposición, sino que en diferentes momentos, planos y formas ha visto
contradichos sus propósitos por la toma de posición de parte de las personas.
Sin embargo, es innegable que esa fragmentación o atomización social y
comunicativa, así como un individualismo (de corte egoísta y consumista), ha
llevado a un arralamiento severo del capital social en Costa Rica, país en el
que, con algunos dignas experiencias en contrario, la tendencia por muchos
años ha sido la de reducir los espacios y las actividades, al igual que el
conocimiento y confianza con el semejante, el cual dentro de su anonimato y
desconocimiento, se ha vuelto una presencia amenazante, ante la cual es
preferible tomar precauciones y no exponerse. Ese “perjuicio de la duda”,
gracias al cual todo extraño (e incluso si no es tan extraño, pero no se le
tienen toda la confianza), es mejor actuar profilácticamente y partir de que es
un agresor potencial, será el producto de una confluencia de factores
interrelacionados entre sí. Entre estos, destaca una asimetría o desigualdad
social cada vez más aguda, en la que los que menos tienen, sólo conservan
en común con los que más tienen el territorio nacional que pisan, al punto de
ya no poder hablar de una sola Costa Rica, pues esta se halla partida por la
polarización de los recursos materiales y culturales; al igual que la pérdida de
los áreas previas de mutua protección, como son el Estado de Bienestar o de
solidaridad, la comunidad en que se vive e incluso la familia inmediata. Estos
últimos evaporados como consecuencia del desmantelamiento adrede del

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primero y de la indiferencia y distancia en que se ha sumido a la comunidad y
la familia.
Aparte de esas repercusiones, la dispersión social fomentada mantiene
una distancia entre las personas que permite la consolidación de un modelo
social inequitativo y excluyente, sin que haya oposición en contrario. Pero,
además, el clima de soledad e indiferencia que se genera, con el
consecuente sentimiento de asedio, facilita a los mismos sectores que han
instado esa dispersión desmovilizadora o a otros que solamente se
aprovechan de ella, a incrementar su poder (sea en las variables de capital
político, jurídico, simbólico o económico), tanto porque se benefician de esa
forma de crecimiento inequitativo o porque, ante esa “amenaza inminente”, se
limita la disidencia hacia dicho modelo y se pone la mirada casi totalmente en
el mal que nos acecha. El orden social logra poner a salvo “sus defectos”,
viéndose así librado de cualquier crítica o de que se le contraponga una
alternativa posible. De modo que esos sectores que han promovido la
desarticulación y distanciación social (tanto en términos comunicativos como
materiales), amén de aprovechar esa estrategia, también se favorecen de sus
secuelas, pues ante la sensación de desamparo de cada uno de los grupos e
individuos del espacio social, recurren al populismo represivo y se presentan
como quienes pueden protegernos de los males que surgen de tal
desarticulación social, a través de políticas criminales severas, aunque estas
han mostrado su fracaso.
Una consecuencia más de la que se aprovechan y que está
íntimamente asociada a la anterior, es que dichas políticas contribuyen a
incrementar el control sobre el conglomerado social y a expandir (con el
correspondiente relajamiento de garantías básicas) el ámbito de persecución
punitiva a áreas antes no reguladas o a intensificarlo en las que ya estaban
normadas. Esto, en grados que en otras circunstancias no habrían sido
tolerados; pero que, ante el clima de temor, se está dispuestos a permitir en
pro de la seguridad.

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Finalmente, podría añadirse una secuela más, ese populismo punitivo,
no sólo legitima políticamente la delictividad de los grupos dominantes, cuyas
infracciones hay que pasar por alto, o verlas como parte del precio a pagar
por sus actividades políticas y económicas, dado que no se ve quién pueda
sustituirlos como clase en esas funciones, sino que igualmente se instala la
visión de que, a la criminalidad que hay que ponerle atención es a la “otra
delictividad”, a la de los sectores subalternos o dominados, la cual se ha
proyectado como la más peligrosa.
Como se verá más adelante, muy pocos sectores no sucumben ante
esta anomia provocada por la ruptura de las comunidades (grupos y
espacios) habituales, que caracteriza los procesos de acelerado cambio
social, en la que las personas no se identifican con las reglas, porque
presumen que los demás no las observarán ni habrá reciprocidad alguna en
ese sentido: por uno que las cumple, dos las violarán. La misma anomia que
en Costa Rica, en el siglo XIX y la modernización, llevó al nacionalismo; en el
XX con la industrialización, a la exigencia de prácticas de higiene social; y
hoy, en la era informático/digital, a la exigencia de medidas represivas contra
todo lo que se mueva. Todo como vía eficaz para soldar una colectividad
fragmentada, en la cual hay diferentes formas concurrentes (no siempre
compatibles entre sí) de definir incluso “la realidad”, en la que no es cierto
que hayan desaparecidos los valores o los ideales, sino que se rompió la
pretendida unidad que se creía vigente. Se trata de universos sociales en los
que los modos de entrelazarse las experiencias, las ideas, el tiempo, el
espacio, historias y proyectos, son diversos, y en los que el mayor reclamo de
muchos sectores e individuos cada vez más numerosos, es el derecho a la
diferencia.
Para ponerlo en otros términos, hay que establecer que todos los
momentos de cambio en las formaciones sociales se ve acompañados por un
cierto nivel de anomia, que posibilita el tránsito hacia una nueva formación;
pero ese cambio no es garantía de un progreso en las relaciones de
convivencia. En la Costa Rica de estos años, estas se han visto deterioradas

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y crecientemente sustituidas por el reclamo a mayor seguridad contra las
amenazas y posturas más autoritarias por parte de los actores políticos
dominantes, ocupen o no despachos públicos.
Efectivamente, cabe recalcar que ante aquel panorama de cambio
vertiginoso, la simultánea pérdida de un esquema de valores compartidos,
vuelve la situación tenebrosa para una apreciable parte de la población, que
no entiende qué se perdió en el camino y estima que debe procederse de
inmediato a extirpar el mal, sin saberse a ciencia cierta de dónde proviene
esa sensación. Cabalmente eso lo hace aun más intimidante y suscita un
clamor mayor por soluciones radicales y súbitas. Al mutuo conocimiento y
confianza, los sucedió el énfasis en la coerción, con el empobrecimiento
ulterior que, cual círculo vicioso, esta a su tiempo genera en la interacción
social, sea organizada o no. Como no se puede confiar en los demás, no se
puede esperar nada de ellos, ni se puede hacer cálculos sobre su
comportamiento, en cuyo caso la prudencia indica que hay que proceder a la
defensiva y abstenerse de cualquier interacción, con el deterioro consecuente
en la cooperación y productividad colectiva, en todas las áreas (cultural,
social, política), incluyendo la económica, así como con la devaluación de la
calidad de vida de las personas. A falta de esa confiabilidad, no se puede
esperar corresponsabilidad de los demás ni reciprocidad alguna, por lo que el
sujeto se siente librado a su propia suerte y a ver cómo sobrevive por sí
mismo, aun en menoscabo de otros. Cuando se llega a ese punto, la
cohesión social está seriamente comprometida.
Se puede afirmar, por consiguiente, que tanto la victimización empírica
cuanto la percibida encuentra en el deterioro del capital social una de las
causas y explicaciones primarias, sin que (como es obvio) sea esta la única.
Ello, sea porque (en cuanto a la victimización empírica) aumenta el nivel de
contradicciones y desigualdades entre los sujetos, al igual que su indiferencia
y falta de solidaridad para con los congéneres, o bien porque (en cuanto a la
victimización percibida) hay un desconocimiento y pérdida de confianza hacia
los demás, que rápidamente se transforma en amenaza latente. Sin embargo,

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a efectos de este ensayo, lo más relevante es que es justo en esa
descapitalización social en la que arraigan las políticas represivas severas y
de presunto efecto inmediato o populismo represivo, que aparentemente
vienen a suturar la ruptura de la riqueza y fortaleza del tejido social (la
pérdida de seguridad colectiva, reciprocidad y asociatividad), o sea a
solucionar mediante la coerción el temor y desconfianza generalizados que
han llenado el vacío que esa ruptura produjo.
La situación se vuelve aun más nefasta para las personas, cuando a lo
anterior se agrega la convicción de que la corrupción se ha generalizado en
la gestión pública, por lo que esos órganos y sus funcionarios responden a
otros intereses (sea personales, corporativos o partidistas) que no son los de
los administrados, sino los del enriquecimiento personal, por lo que el
desamparo y la impotencia individual que surge de que “nadie hace nada”, se
ven acompañados por la sensación de impunidad y pasividad a favor de
quienes se estima que rompen las reglas de la convivencia social. En
síntesis, no confían en que la gente vaya a cumplir las reglas, ni en que las
instituciones hagan algo contra los infractores.
Justamente por el alcance de esa fragmentación social y la sensación
de asedio/soledad que ha implicado, es que el populismo represivo, en vez
de continuar siendo patrimonio de enfoques de derecha extrema, ha sido
objeto de apropiación por numerosos sectores que tienen en común, no los
intereses o visiones de fondo (los cuales muchas veces son no
concienciados), sino la descalificación de las instituciones y, muy a menudo
en nuestro medio, el recurso a la figura de la víctima, como justificación
suprema para la violencia preconizada. Se trata de una orientación discursiva
que ya no es monopolio de la derecha ni de los políticos, sino que ha
alcanzado a las más diversas tendencias de pensamiento y a otros sujetos
(periodistas, policías, líderes comunales y hasta los propios administradores
de justicia), todos los cuales han opuesto una estrategia de acusación
patológica contra la representación tergiversada de lo que se percibe como
agresión, reduciendo la comunidad como espacio de acción y deliberación

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colectiva a un conglomerado de emociones, que fluctúa entre su percepción
de la violencia y la contra-violencia, juego este en el que toda vacilación o
reserva es vista como una debilidad, y toda prudencia como un signo de
complicidad con el mal. Quizá por eso es que se afirma que, para poseer
título pleno de miembro en una comunidad, más que identificarse con un
esquema de valores, hay que compartir sus temores. O, como dicen algunos,
su “dimensión espectral”, los fantasmas que atormentan a los vivos.
Esta conjunción o amalgama de sectores, imprevisible en casi todos los
demás campos de la agenda nacional, se condensa o significa en una figura
encarnada: la víctima, en nombre de la cual se exige medidas drásticas y
contundentes.
De modo que es una reacción social que pasa por una serie de
constructos discursivos, que dicen hablar por todos aquellos que son
incapaces de actuar como agente colectivo y exigen una representación
política que asumen esos voceros autoungidos. Estos, con su acto de
representación, constituyen o crean lo representado, como es la figura de un
“pueblo imaginario” que clama por justicia (entendida como contra-violencia)
o por la víctima abstracta, y privilegian la comunicación mediática como vía
de discusión (que permite, por cierto, involucrar a quienes no han tenido una
experiencia directa de victimización), pero que parte de descalificar o recusar
las instancias de deliberación (particularmente las democráticas: ciudadanas
y representativas), reducidas a ser simples receptáculos de los criterios
prevalentes en el plano mediático.
Lo anterior explica por qué el lenguaje característico de este, ha sido la
denuncia, la acusación y el escándalo, como formas únicas de acción, que
han desplazado todo debate desapasionado o deliberación. Precisamente en
este campo es que se posiciona el populismo penal represivo, que
doctrinariamente se cataloga como una variante del llamado Derecho Penal
Máximo. Dicho populismo, aparte de hallar su terreno no reconocido en la ya
aludida fragmentación social, se precipita por un disparador más que visible

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desde hace algunas décadas: la improductividad del sistema político formal, o
sea su incapacidad para tomar decisiones oportunamente y para ejecutarlas.
Esta empezó a hacerse patente cuando la diversidad en los intereses y
visiones que informaban a los diferentes actores sociales produjo que estos
no se pudieran categorizar en compartimentos homogéneos, como hasta
entonces se había hecho por facilidad didáctica, sino que se registrara una
eclosión de ellos, que convertía las antiguas clasificaciones (de nacionalidad,
clase social, raza o religión) en insuficientes y anacrónicas. A esto se
agregaba la creciente demanda a que esos actores sometían el sistema
político, el cual había centralizado casi por completo la toma de decisiones
sociales, adquiriendo de ese modo un papel que lo llevaría a su incapacidad
deslegitimante; así como la extensión del reconocimiento de subjetividad
política a novedosos actores; la multiplicidad y riqueza de elementos o
información que se debe ponderar hoy en día para decidir; el acortamiento
del tiempo real, y en consecuencia la necesidad de tomar determinaciones o
decisiones en términos que, respecto al marco anterior, ahora resultan
perentorios; al igual que la reducción del aparato estatal y la entrega de
espacios al mercado económico o político; o bien la diferenciación “sistémica”
en los códigos y referentes de cada ámbito social, o sea que cada ámbito
tiene sus propios valores y formas de comunicarse (incluyendo conceptos o
terminología), el producto era un sistema político formal cada vez más
anquilosado y torpe. La respuesta no consistió, sin embargo en buscar una
descentralización o desconcentración del poder y la integración de nuevos
actores, a los cuales se les reconociera un papel constructivo mediante la
delegación estratégica de competencias. Antes bien, lo que se dio fue una
creciente sustitución o usurpación del poder político por parte de actores que
se sustraían al escrutinio abierto por no ejercer ese poder en el foro público,
sino mediante la negociación privada que, gracias a su ascendiente sobre la
clase gobernante, les permitiría convertir el aparato formal público en un
auxiliar de su operar el cual, aun conservando iniciativas propias y resistiendo
como subsistema a la subordinación a la que aquellos, han pretendido

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supeditarlo, lo han depreciado a caja de resonancia u homologador de
decisiones tomadas en otras sedes. Como es evidente, este modelo de
sistema político tiene el grave defecto de la opacidad, al escapar al control
público, así como la desregulación, al no estar sujeto a las reglas declaradas,
todo con grave detrimento del Estado de Derecho y, en los sistemas de
gobierno democráticos, de credibilidad de las instancias representativas (y/o
participativas, si las hubiere).
Tal situación que podría aparentar ser irrelevante para el tema cuyo
análisis nos hemos propuesto en estas notas, es fundamental, pues si se
mira bien, las iniciativas para la promoción de una represión agresiva, han
partido de actores grises o invisibilizados que han impulsado posiciones a las
cuales la clase gobernante ha cedido con pocos y tímidos reparos. Dada la
desaparición de los enemigos externos creados y sostenidos para justificar
las características propias de un orden social (básicamente el “peligro
comunista”), así como para hacer tolerables sus defectos y generar cohesión
interna ante la amenaza foránea, hoy es útil contemporizar con esa nueva
concepción de un contrincante interno. O bien, se hace por cálculo político de
un mayor control sobre los sectores meta de esas políticas represivas, o
cálculo electoral respecto a los ciudadanos susceptibles a su mensaje. Esto,
sin dejar de incluir entre las ganancias que acarrea para los sectores
dominantes la expansión del ámbito punitivo, cosa que permite un mayor
control inmediato y abre las vías para ulteriores regulaciones que, de
momento, no serían admitidas (en una muestra de travestismo jurídico,
muchas conductas antes estimadas como ajenas al Derecho o simples faltas,
pasan a ser delitos); o serían sancionadas con menor rigor. Luego, ante la
continua demostración de su fracaso, el discurso populista propone persistir y
ahondar en el mismo, aumentando las penas y la represión.
En efecto, este tipo de políticas se ha caracterizado por incubarse en
medios sustraídos de la luz pública, antes de ser puestos en su agenda,
como puede verse con políticas criminales plasmadas en proyectos de ley,
corrientes judiciales (esta última en alguna medida atemperada en virtud del

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carácter no electivo popularmente de los jueces) y/o de ejecución punitiva,
que están decididas por esos actores (prensa, empresariado, grupos
religiosos) antes de llegar a esos estrados. Ello subvierte los principios
mismos de un sistema político que presume de ser constitucional y
democrático, como es el de Costa Rica, que se basa en la igualdad de los
sujetos (inexistente en un plano donde prevalecen los intereses según la
fortaleza económica o política de ese actor) y en el carácter democrático de
la República (al cual se le sustrae cualquier debate de política criminal, pues
la decisión ya está tomada, solamente hay que implementarla). Sustituye la
deseable deliberación abierta de los asuntos políticos, por un modelo nada
nuevo en el que se discuten cosas y se toman decisiones en ausencia de los
demás, mostrando una profunda convicción de esos sectores de ser los
poseedores únicos de la razón y la verdad, lo cual les autoriza en aras de la
ejecutividad, a descartar o descalificar de plano a la disidencia. Lo peor, es
que algunos de los que se ven afectados con esa disminución de su papel
como ciudadanos o miembros del foro público, se adhieren a esa postura
discursiva, que encuentra en la ejecutividad, no en la participación, su
parámetro de legitimidad.
Ante la improductividad política ya referida, esa postura discursiva larva
en, y a su vez alimenta, el sentimiento de miedo o de asedio ante la
delincuencia, se vuelve producto y concausa, a la vez. Por eso no es de
extrañar que, a diferencia de las sociedades no mediáticas y que conservan
lazos primarios entre sus miembros, donde las crisis de credibilidad son
focales o de rango limitado, en las altamente mediatizadas y en las que las
exigencias dirigidas al aparato público se ven defraudadas por las razones
antes apuntadas, las instituciones democráticas sean las amenazadas y sus
fundamentos puestos a prueba ante estos “pánicos morales”.
Ciertamente no es la primera vez que Costa Rica se ve inmersa en una
situación como la descrita (baste recordar el pánico moral que invadió San
José a finales de la década de los veinte del siglo pasado, a raíz del consumo
de drogas entre los sectores obreros, o la epidemia de sífilis de los años

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subsiguientes). Pero, tratándose del pánico concerniente a la “inseguridad
ciudadana”, el alcance horizontal (abarca todo el país) y vertical (llega a las
más diversas dimensiones sociales), así como la institucionalidad puesta en
riesgo (para aquellos años el Estado de Derecho era cuando más una
aspiración), son definitiva y sustancialmente diversos hoy en día.
Lo que sí tienen en común, como lo anota Palmer en cuanto a la
historia nacional, es que dicho tipo de pánicos sirven como terreno simbólico,
en el que coexisten y colisionan arraigados temores, y se hallan en conflicto
distintos valores sociales.
Esa cualidad no racional y a menudo no concienciada, fomenta que la
tendencia hacia la represión sea una vorágine cada vez menos controlable.
De hecho, en los últimos años el discurso represivo ha trascendido a la
represión misma, es decir ha hecho un giro reflexivo al punto de superarse a
sí mismo: la pena ya no es vista ni siquiera como una sanción por la
infracción jurídica, sino como la reparación por la falta contra la sociedad,
corporeizada retóricamente en la persona de la víctima (muchas veces
inexistente). El nuevo centro gravitacional está en el “mal” a la sociedad que
la conducta hace patente, y no en el quebranto de la ley (cuya legitimidad
política, por cierto, no se considera un tema pertinente en los tiempos
recientes y cuya alusión suscita sospechas de debilidad o complicidad con
los “malvados”, como se dijo antes).
En otras palabras, la delincuencia se ha distanciado del plano jurídico,
pero ante todo se ha disociado del propio individuo infractor. Este ha pasado
a ser una figura extraña e ignota como sujeto, una vez que se ha empujado al
imaginario colectivo a identificarse con la víctima discursiva. Esta, a su vez,
puede ser empírica o hipotética, mas al igual que el infractor será otro tanto
desvanecida (salvo como insumo del sensacionalismo mediático en los casos
susceptibles de ser explotados para lograr rating).
Lo paradójico es que muchas veces esa víctima es sólo una invocación
mediática o retórica, empleada para hacer convincentes o simplemente
exitosas las propuestas represivas, frecuentemente en beneficio (político o

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también electoral) de quienes las plantean y reclaman para sí la
representación de toda la nación, pero que como se mencionó, no se limitan
ni mucho menos a los dirigentes políticos ni a la derecha. De hecho, buena
parte de la izquierda, que había apuntado constantemente al cambio de las
circunstancias sociales que dan origen a la delictividad o victimización, antes
que a la persecución y regresividad, también ha embocado el camino de las
soluciones radicales y drásticas, al punto que casi ha olvidado el reclamo de
operar a respecto ese tema políticas de mejora y bienestar de la calidad de
vida de la gente, abandonando por “políticamente incorrecto” este discurso.
Al igual que, cuando se tiene enfrente al sospechoso hipotético,
también de la víctima poco importa su situación personal o social.
El sujeto que interesa, y en eso los medios de comunicación masiva
que mercadean la “noticia criminal” o “nota roja” muestran una abrumadora
habilidad, no es el individuo histórico (con su mundo y sus circunstancias). Es
más, ni siquiera es el posible hecho delictivo en sí mismo, que es el tendría
interés público. Lo que interesa es el sospechoso o imputado como portador
del mal (al igual que la víctima, en cuanto receptora del mal). Las condiciones
del presunto infractor que no sean aprovechables para mercadear la
información, la cual se selecciona según su utilidad, carecen de importancia.
Al igual que carecen de importancia los números, las estadísticas o el
fenómeno en su dimensión social, o aun la preocupación por la marca
simbólica indeleble que el tratamiento mediático imprime en el encausado,
quien puede incluso no resultar condenado en juicio. Por el contrario, se
prefiere detenerse sobre los aspectos particulares del hecho y de la
personalidad del sospechoso que puedan horrorizar por la insondabilidad de
la mente criminal, de lo monstruoso y, en fin, de lo diverso.
Esto es especialmente efectivo tratándose de la televisión, que con su
pretensión de “objetividad” y el mito de que no manipula la realidad en
procura de un producto preconfeccionado según las necesidades de
espectacularidad, ha conferido al espectador la sensación de que “vio” las
cosas por sí mismo. La certidumbre de que se vio de primera mano lo

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sucedido y que todos vimos lo mismo, reactiva sentimientos colectivos
considerablemente homogéneos ante la “noticia criminal”, cosa que otros
medios no logran, al punto que esa video-democracia convierte a todos los
espectadores en jueces y los hace creerse facultados para dar un criterio
fundamentado del caso específico y la temática general. Lo que el espectador
desconoce o pasa por alto, es que el producto informativo es sintético y
seleccionado según criterios de utilidad comercial o ideológica, aparte de que
suprime el contexto del hecho, la totalidad de este y las circunstancias del
sospechoso. Aun más, que entre más confiable aparente ser el medio, más
falsificador puede resultar, al descontextualizar los eventos de la realidad en
que tienen lugar y entregarlos a un imaginario colectivo que construye y que
es indolente al sustrato de la noticia, pues sencillamente lo ignora.
Para decirlo de otra forma, existe una fuga hacia la abstracción
discursiva, y un uso cada día más difundido de los refugios abstractos: la
víctima invocada, el “rescate” de valores, la recuperación de un pasado que
nunca existió y la generación de lemas que no permiten su deconstrucción ni
su cabal comprensión, por ser totalidades abstractas (“delitos contra la
humanidad”, “contra la salud pública”, o “contra la honestidad”, por ejemplo).
En tanto, los sujetos concretos, como es el encartado y con mucha frecuencia
la propia víctima de carne y hueso (no la invocada), se ven suprimidos como
individuos o agentes sociales, para quedar reducidos a un factor más de la
operación represiva.
Se presenta entonces una “carrera hacia el fondo”, en la que los
diversos sectores compiten por ver cuál es el más severo o extremo,
descalificando a los que no han llegado hasta ese punto y en la que todos
deben cuidarse de no ser los segundos, so pena de provocar la sensación de
que no se tiene la decisión suficiente para enfrentar “la delincuencia”.
No obstante, las pérdidas para la sociedad costarricense van más allá
del dolor humano generado por la sensación difundida de violencia y la
contra-violencia que ocasiona. Esa pérdida es el grave debilitamiento de la
institucionalidad, de una cultura democrática que estaba aún en crecimiento

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en Costa Rica, y de las garantías jurídicas a las que se las asociaba, las
cuales son vistas actualmente como enemigas de la seguridad común. Lo
peor aun, es el juego macabro en el que, para remendar una identidad común
resquebrajada, se crea una división entre “ellos” y “nosotros”, entre “los
malos” y “los buenos”, ahondando todavía más la distancia entre los
componentes de la sociedad y haciendo menos recuperable los vínculos de
confianza mutua, que son justamente aquellos cuya debilitación yace en el
origen de la actual sensación de inseguridad y temor generalizado.
El resultado inmediato, amén del pánico, son las propuestas
típicamente populistas: programas radicalmente punitivos, indiferentes a las
condiciones que dicen responder y a la eficacia que prometen; al igual que
una mayor represión (incluso extralegal) asentada en la exigencia de
seguridad que manifiesta la “opinión pública”. A esos efectos, en el terreno
de la política criminal, se puede ver que se ha repetido la pauta de la
elaboración de los pánicos morales en que se arraiga el discurso populista, a
través de una fase preparatoria en que se difunde una visión mediática
(muchas veces en apariencia sin mayor envergadura), propicia para crear
una opinión que alcance también a quienes no tienen una experiencia directa
de victimización. Luego, una fase de impacto en la que los hechos son
vinculados unos con otros para inscribirlos en una secuencia amenazante,
que es simbolizada por un grupo de sujetos. Y, finalmente, una reacción en el
plano político, que aprovecha ese ambiente para la aprobación, por la
“opinión pública” y los órganos institucionales correspondientes, de leyes
penales y decisiones más severas (y hasta de acciones ilícitas, como son los
casos en que se hace “justicia” por la propia mano). En ese sentido, esa
aparente democracia de la opinión efervescente y el derecho de castigar
meramente represivo, se alimentan recíprocamente. Las decisiones son
tomadas en un clima de reacción térmica, en el que la menor reserva o recato
para proceder, da pie a la acusación de debilidad o complacencia con el
crimen.

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Antes que una construcción de la política criminal, se observa una
aceleración espasmódica, cuyo ritmo lo fijan los diversos escándalos o
situaciones sonadas, muchas de las cuales son contradictorias entre sí, sin
que ello sea visto como un impedimento para la pretendida efectividad de las
acciones que son tomadas para suprimirlos simbólicamente. La respuesta o
reacción, en vez de plantear el origen de ese complejo movedizo que es el
suceso o acontecimiento que da pie a tal sensación generalizada, trata de
suplir la ineficiencia que se le atribuye al aparato público con una medida
adecuada al caso singular que ha disparado la indignación colectiva, sin
deliberación alguna sobre su justeza, licitud y oportunidad, y siempre con la
precipitada suposición de que “si hubiera existido tal ley o medida, esto no
habría ocurrido”. Así, a menudo se escucha decir que ante estas
circunstancias, no cabe valoración alguna, sino que sólo hay que proceder,
conforme al criterio de expertos en seguridad, enmarcados (lo sepan o no) en
un discurso habitual de la derecha conservadora. O sea, el criterio técnico se
autoconfiere plena validez y, correlativamente, excluye toda deliberación
política. Como parte de la reconstitución sistémica de un orden social, hoy
más que nunca, se atribuye a algunos el conocimiento de las cosas y a otros
la carencia de las nociones “técnicas” o “científicas” elementales para opinar
o decidir sobre ellas. La política criminal no es la excepción.
De hecho, la aspiración moderna a un conocimiento “aséptico”, libre de
valoraciones y posiciones interesadas o subjetivas que puedan tergiversarlo o
contaminarlo, no es sino el intento de salvar esos instrumentos de control y
sus postulados de toda puesta en cuestión o crítica, presentándolos
ideológicamente como “naturales” o ajenos a cualquier afán particular. La
premisa es que la “ciencia” y la “técnica” son “objetivos” y sus conclusiones,
recomendaciones o autoridades, inobjetables, por lo que se justifica descartar
la deliberación y otras formas de pensar. Se afirma que el tema de la
delincuencia debe ponerse “a salvo de la política”, cuando lo cierto es que el
calificar como “no político” un tópico, es por excelencia un gesto político y que
revela el interés de sustraer las decisiones a cualquier control o escrutinio.

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Ese lenguaje “técnico” se vuelve autoritario al asumir la tarea de dar
respuesta a los problemas de la sociedad, toda vez que se inspira en un
modelo vertical de información y toma de decisiones, que parte de quienes
presumen ser los depositarios del conocimiento específico oportuno y es
recibido por la gente común, de cuya capacidad de comprensión aquellos no
se ocupan, pues basta que les genere el estupor necesario para que crean
en el diagnóstico que aquellos elaboran y las salidas que proponen.
Pero, debe remarcarse, este es un asunto muy importante como para
dejarlo en manos de los expertos y fuera de la política. Esa visión “técnica”
definitivamente es sólo una apariencia, porque ese proceso no escapa a los
intereses o visiones de las clases dominantes en el conjunto social, pues
entre los hechos elegidos como blanco u objetivo de las políticas criminales
represivas, resaltan los desórdenes o “incivilidades” (término de uso entre la
doctrina española) en que frecuentemente incurren los estratos bajos o
étnicamente subordinados (aunque no siempre numéricamente minoritarios)
de la sociedad, así como los delitos o faltas que se les asocian (hurtos,
robos); mientras que las conductas dañosas en que incurren los estratos
altos, están fuera del horizonte mental de lo que compone la “inseguridad
ciudadana” y de lo que debe ser sancionado o cuya única respuesta es el
castigo penal, sea porque ha de perdonárseles en virtud de la importancia
que esos estratos tienen en la conducción de la sociedad, o porque como se
dijo páginas atrás, se concibe que la delincuencia que nos amenaza es la
“convencional” o la de los estratos que o son altos. Así, desmanes típicos de
formas de diversión o de establecimiento de estatus de esos niveles, siguen
siendo vistos como excentricidad o curiosidades, sin que nadie los considere
una molestia perseguible. Igualmente, muchas de las acciones en que
incurren los grupos dominantes y que con mucha asiduidad son más lesivas
que las delincuencias “clásicas” (una estafa masiva en proyecto de vivienda
es más dañino socialmente que muchos hurtos o robos juntos), reciben
penas menores que estas, o formas alternativas de finalización del proceso
(por ejemplo, en casos de daños ecológicos), o bien de plano no están

17
penalizadas, aunque sea harto perjudiciales para la colectividad (no es
necesario recordar el caso presente de especulación en el precio de los
energéticos). Si esta tesis resultara objetable, bastaría ver la composición
social de nuestra población carcelaria (o la desproporcionada cantidad de
inmigrantes en las cárceles de los países más ricos, que en el 2005
rebasaban el 30% de los presos en España, Luxemburgo, Chipre, Austria,
Grecia, Bélgica, Holanda, Italia, Malta y Bélgica).
De tal forma que se hace más patente el carácter clasista del Derecho,
el cual en períodos de sosiego pretende ostentar una faz interclasista o
pluralista; pero, cuando de medidas severas se trata, el conglomerado
heterogéneo de los grupos dominantes, termina imponiendo sus intereses y
su visión de las cosas, la cual con frecuencia los actores subordinados han
asumido por obra del amplio dispositivo ideológico. Terminan así, por una
parte, apoyando las políticas y el orden social que les son adversos desde el
inicio, y que han generado la problemática social que aflora en la
victimización aducida; y, como reverso de la misma operación ideológica, el
desarrollo de medidas punitivas que tendrán por objeto precisamente a los
miembros de esos sectores subordinados, entre los cuales además se
presumirá que se gestan las “disfunciones” del orden actual. En síntesis, se
empuja a la gente que no pertenece a esos estratos altos a concebir como
delictivos los hechos en que incurren sus similares, y a descartar como ilícitas
(o no punibles) las acciones dañosas que cometen los grupos dominantes.
La consecuencia mediata, menos visible, y sin embargo la pérdida más
valiosa, es el debilitamiento del capital social, el cual es sustituido por la
epistemología de la sospecha o mutua desconfianza, hacia el extraño, hacia
el malvado, hacia quien no coincide con mis planteamientos o, en fin, hacia el
otro.
Pocas veces se hace tan visible que la ideología trabaja con
estereotipos.

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II. Conviene recalcar que la exigencia de protección que surge de las
emociones colectivas ya aducidas, no está exenta de consecuencias para el
Estado de Derecho, en tanto la potestad punitiva, concebida como una
noción destinada a moderar el poder estatal, es reconceptualizada por el
contrario como mecanismo para profundizarlo y ampliarlo. Aunque siempre
recurriendo a la forma jurídica por su valor simbólico y la legitimidad que
supone, se concibe como una tarea inevitable y urgente proceder a la
depuración social de los componentes disfuncionales, lo cual (en palabras de
Zaffaroni) es una misión “leucocítica”, y en la que el estrado judicial y su
comprometedora extensión (de la que la comunicación colectiva no quiere
estar al tanto) como es la prisión, son el lugar donde se liquidan las cuentas
entre los derechos de las personas y la infracción contra la sociedad,
entendida esta en realidad como el poder de definición de grupos limitados,
que dicen qué es la sociedad y qué queda fuera de ese concepto y, por ende,
de tutela.
De hecho, uno de los puntos destacados de esta proclividad represiva,
está en que, como parte de la expansión regulatoria y la agravación de las
penas ya existentes, la prisión se ha convertido en la respuesta preferente a
cualquier acción susceptible de ser criminalizada. Las otras posibilidades, si
no son penales o privativas de libertad, son vistas como permisivas o
blandas, lo cual no sólo se plasma a nivel de la “opinión pública”, sino de la
política legislativa, judicial y de ejecución de sentencias. Por eso no es casual
que con la recepción de esas corrientes y su escalada, haya aumentado el
número de personas prisionalizadas en nuestros países. En Costa Rica, por
ejemplo (aunque es una tendencia generalizada en el concierto de países), la
tasa de población penitenciaria por cada 100.000 habitantes era en 1992 de
104, para 1997 de 133, en el 2002 de 187, y en el 2008 llegó a 189
(precedido por un pico en el bienio 2004-2005, con una tasa de 196/100.000
hbs.), lo cual denota un aumento sostenido en el uso de la prisión que no ha
aminorado ni resuelto el sentimiento de inseguridad ni el clamor de nuevas
medidas drásticas. Por el contrario, la paradoja discursiva de ese

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planteamiento represivo es que si las tasas de delito o la percepción de
inseguridad aumentan, se recurre a más represión para combatir la
delictuosidad siempre creciente; si se mantienen igual, también se aboga por
más represión para que se reduzcan; y, si se reducen, entonces hay que
echar mano a más represión para que se mantenga esa tendencia.
En fin, la contra-violencia se constituye en “la estrategia” para asegurar
la sociedad y hacer las cuentas con los individuos disfuncionales, a los cuales
simplemente hay que incapacitar para impedir que sigan haciendo daño a los
demás, lo que muestra el sofisma en que se sustenta esa tesis; a saber, que
la acción del individuo es una escogencia individual (incluso de índole
racional), y no condicionada socialmente, y que la sociedad o el resto de los
componentes de la misma, están exentos de toda corresponsabilidad en el
hecho.
Esta liquidación, que desde finales del siglo pasado abandonó el
discurso de la humanización de las penas y la rehabilitación, en parte por la
pérdida de la ilusión en un cambio posible en las personas, en parte por la
ausencia de resultados efectivos, en parte por la crisis del Estado de
bienestar y en parte por la irrupción de una inseguridad multiforme y etérea,
otorga a la pena una función restaurativa de la tranquilidad colectiva,
indiferente a las condiciones individuales o contextuales del endilgado,
volviendo a sus raíces antropológicas más primitivas, como es la venganza
mágicamente restaurativa del sentimiento de mutua protección e identidad
colectiva. O, para decirlo con Durkheim, de la solidaridad mecánica, en la que
el policía y el juez son los encargados de remediar todos los males.
Al mismo tiempo, ello permite desviar la atención y la energía
contestataria que podría enfilarse contra las premisas del orden social
existente, que se ve beneficiado al no ser cuestionado por su
corresponsabilidad en el delito ni en el malestar de las personas, o sea en
cuanto se pasa por alto sus contradicciones internas, al igual que se atribuye
las “patologías criminales” como manifestaciones torcidas de aquel orden,
cuando son su producto y, al igual que todas las contradicciones, condiciones

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de su propia posibilidad de realización como proyecto social de exclusión y
reducción del ser humano a objeto de mercado.
Esa solidaridad mecánica, especialmente útil en estadios de
atomización individual o sectorial, en la que el sentimiento de identidad
colectiva y el sentido orgánico de pertenencia vienen a menos, exige
respuestas políticas inmediatas. La mera divergencia de visiones propia de
una sociedad pluralista, a falta de mediaciones comunicativas eficientes, se
califica como un desafío hacia los demás. Por ello no es casual que estas
aparezcan con mayor vehemencia cuando se dan procesos de urbanización,
que implican una alta densidad humana y que usualmente están
acompañados de una ruptura de la comunicación horizontal o cara a cara
entre la gente.
Ante ese reto que significa la divergencia y la acción refractaria, se
reacciona exigiendo una manifestación de lealtad a la concepción dominante
de orden social. Se llega al punto de que, en aras de esa restauración y
sobre la traza mágico-religiosa, se pide al sospechoso o sentenciado su
plena colaboración para su “corrección”. Esta no es otra cosa que su
adhesión al “orden natural” de la sociedad, y no su rehabilitación, la cual se
ha perdido de vista con su concretitud personal y sus circunstancias, y como
si la delincuencia no fuera el punto más álgido de una degradación de los
vínculos sociales y económicos entre la gente, o como si la actividad del
sistema penal no fuera la contraluz de la anemia social.
Quizá por todo eso es que ha sostenido Zupančič que el límite final de
la patología del sujeto (también colectivo) es encontrado no en él mismo, sino
en el otro, y que no se puede proceder de otra forma que contra este. En ese
sentido, todo contacto con el otro de carne y hueso es traumático y confronta
a los demás con una realidad que no se acomoda al modelo abstracto del
enemigo o del delincuente, por lo que es preferible mantenerlo abstracto y
acorde al marco de la fantasía del sujeto que lo interpela, pues cuando se
desublima el infractor o sospechoso y este toma cara y una historia de vida,
hay una “pérdida de la realidad” en el discurso punitivo y este se empieza a

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experimentar como falto de fundamento ontológico, la pesadilla de todo
discurso ideológico. Es preferible que ese prójimo siga siendo un sitio o
casilla sublime, evitando toda aproximación aterrorizante que nos lleve a
reconocer que se ama al prójimo o se trata de entenderlo fraternalmente, o
incluso se le admira, sólo cuando es un ente abstracto y no tiene cuerpo.
Como ejercicio del poder que es, la edificación punitiva necesita de una
realidad sabida, mas no operativa, que permanezca en la sombra (el
justiciable como producto del propio orden social que clama por protección
contra aquel), dado que en el momento en que se haga notoria, el relato
ideológico que lo sostiene se desarregla. Su salud yace justamente en sus
múltiples e inconsistentes contenidos. El sublime objeto de la ideología, dice
Žižek, es el objeto espectral que no posee consistencia ontológica, sino que
llena el vacío de una cierta imposibilidad constitutiva. Para decirlo en
lacaniano, la premisa ontológica de ese planteamiento radica en que si su
“realidad” quiere mantener la consistencia, su campo o dato positivo debe ser
enderezado o corregido con un suplemento que se juzgue como una entidad
positiva, aun siendo una magnitud negativa.
Es a través de ese tercero hipotético que funciona la administración de
justicia, pues de lo contrario, el que el sospechoso o acusado tenga cara y su
verdad interna, nos somete a un acto de inhibición y nos hace
corresponsables ante él y nosotros mismos de su génesis como agente
social, por lo que es preferible mantenerse a una saludable distancia de su
identidad como persona y trabajar con el individuo abstracto o modélico de la
ley (una categoría abstracta más de la modernidad, tan generosa en ellas, al
igual que el imperativo categórico o el dinero), como término de comparación
en el juicio de reprochabilidad. He ahí el (psicótico) principio estructurante de
la figura del criminal abstracto, su mundo, su tratamiento y, como se verá más
adelante, incluso de la construcción de la víctima.
Aun más, la resemantización del discurso vigente hasta hace pocas
décadas ha llevado a que significantes como “prevención”, ya no se refieran a
medidas de prevención social, sino de neutralización individual indolente a las

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características de la persona. Como se dijo arriba, el infractor concreto es
olvidado para resaltar o privilegiar su acto y el de los eventuales ofendidos,
cosa facilitada por el individualismo cada vez más acendrado en las
sociedades actuales, pues es poco probable que se sienta alguna empatía
por las circunstancias de quien nos es indiferente. A ese otro (el sospechoso)
le es negada o escamoteada la calidad de “semejante”. Esa indiferencia,
como es natural, se traduce en que la contra-violencia que se ejerce contra el
supuesto infractor o sujeto peligroso, pueda ser excesiva, sin que ello motive
preocupación alguna en los demás; o bien, en la deshumanización de esos
“grupos peligrosos”, que pasan a la categoría de gente de segundo orden o
de plano homo sacer, es decir de quien en el antiguo derecho romano podía
ser eliminado con impunidad y cuya vida no tenía valor alguno.
Como es de esperar, tal indiferencia, al mismo tiempo, hace que los
demás puedan respirar tranquilos por la violencia ejercida y con la mentalidad
de que se ha procedido correctamente (en particular los administradores de
justicia, quienes diariamente hacen equilibrismo entre un macrodiscurso de
un derecho penal liberal o así denominado “democrático”, y una cultura
política o microdiscurso cotidiano a tono con aquel clima político de temor y
represión).
La discusión de estos aspectos del acusado, lo mismo que de la
bondad del espacio punitivo (la prisión por excelencia), es algo que está fuera
de agenda y que se ve desplazado por la urgencia de higienizar la sociedad.
Pero, es indiscutible que el tratamiento por el que se aboga actualmente, no
es más que un dispositivo de control sobre los sujetos, ajeno rotundamente a
toda rehabilitación progresiva de estos (se evita en estas notas entrar a
discutir la bondad del orden social en el que se reinsertan, que es el mismo
del que salieron), cuyas circunstancias externas a la sanción los mantienen
atascados en la cultura de la agresión a los demás o en la disidencia social.
En efecto, la ausencia de una preocupación por la protección de los derechos
de esos individuos, por su educación o rescate de infracondiciones sociales,
sólo desnuda la sanción como un puro ejercicio de violencia.

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Ese dispositivo, no obstante, no se limita sólo al sujeto atrapado en el
engranaje de la administración de justicia, cuya normalización se reclama,
sino de todos los individuos de la colectividad, según más degradados se
perciban los vínculos sociales, cosa que se manifiesta en el esmero que se
defiere a la creación y persecución de los así llamados “delitos sin víctimas”.
Obviamente y como ya se dijo, no todos los grupos o subespacios sociales
tienen la misma susceptibilidad a ese control preventivo, sino que esa
preocupación se concentra básicamente en aquellos que son considerados
como problemáticos, para quienes se prevé que, antes de incurrir en una
infracción legal, puedan rectificar su eventual disfuncionalidad social y se
muestren conformes con un proyecto de sociedad antes de que se
transformen en una epidemia inmanejable, o que sepan que se atienen a una
reacción severa en caso de incurrir en un quebranto de la ley (lo que, por
cierto, los empujaría a niveles mayores de delictuosidad y probablemente a
convertirse en mano de obra de organizaciones ilícitas de mayor entidad).
Esa es la verdadera “defensa social”, en la que la pena efectiva o su
posibilidad proporcionan la sensación de cohesión, seguridad y paz, o sea
restaura la conciencia colectiva.
En tal dirección, la ciudad o el barrio se transforma en un espacio físico
operacional de estas políticas penales de control y vigilancia constante, pues
contra un deficitario Estado que ya no garantiza el bien común, los vecinos
deciden organizarse y vigilar por sí mismos. Esta organización,
paradójicamente, se registra de modo mayoritario en las comunidades donde
todavía los vecinos tienen una confianza básica entre sí, o sea en las que el
problema de la amenaza percibida no es tan grave como en otras, en las
cuales esa sensación de sitio ya es signo de la desconfianza mutua entre sus
habitantes. Y aunque es un esfuerzo loable de las personas por involucrarse
(si bien sin criterio riguroso en la materia en cuestión) en una problemática
comunal, los vecinos tienen un papel disminuido y no asumen un papel
activo, sino de meros receptores de las iniciativas de los cuerpos policiales.
Incluso, con frecuencia cada vez mayor se opta por la seguridad privada

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(personal o vecinal), lo cual rompe todavía más los lazos sociales con
quienes no forman parte del grupo “protegido” y confirma la sensación de que
“cada uno debe ver cómo se las arregla” porque la sociedad como tal, antes
que un marco de convivencia, es de individualismo e indiferencia.
En fin, el telón de fondo de toda esa abigarrada respuesta a la
“inseguridad”, será siempre la voz de la ciudadanía expresada por la “opinión
pública”, o el sufrimiento de las víctimas, que aprovechado por quienes
quieren soluciones inmediatas y difundidos hasta el cansancio por los medios
de comunicación masiva, se vuelven el argumento lapidario para propugnar
dichas políticas represivas y medidas procesales que reduzcan las garantías
individuales. En efecto, la escalada de ese impulso ha sido tal, que ya ni
siquiera se habla de la rehabilitación como una aspiración, pues esta se ha
hecho “políticamente incorrecta”, hasta comprometer la imagen de
honestidad de quien la menciona, que, debe repetirse, corre el riesgo de
pasar por tibio o incluso cómplice de la delincuencia.
A la certeza que tutela las libertades básicas de las personas y su
convivencia digna contra la arbitrariedad, se prefiere la seguridad para
proteger esas libertades; aunque ello redunde en su supresión o devaluación
y haciendo que el Estado de Derecho (en su acepción más elemental, saber
a qué atenerse), se transforme precipitadamente en una Razón de Estado,
pues lo que prima es la “supervivencia misma de la polis”, en el que la justicia
se vuelve un freno y antes que un debate, tiene lugar un combate. Lo mismo
que en algunas prácticas religiosas, los actos que el Estado de Derecho
prohíbe se efectúan en nombre del propio Estado de Derecho. O, para decirlo
de otra forma de moda, se constituye un sistema normativo “paralegal”, en el
que las medidas represivas a contrapelo de los principios básicos del Estado
de Derecho, sustituyen “hasta nuevo aviso y cuando haya pasado el peligro”
a las idóneas para tiempos normales y apacibles, como si estas no fueran
reglas que deben regir siempre y, particularmente, en aquellas hipótesis o
situaciones en que los derechos son más vulnerables. Esos principios,
muchos de los cuales aparecen en la propia Constitución, quedan

25
suspendidos por un estado de excepción que se sugiere permanente, al
punto de que hay quienes, para ser consecuentes, abogan por la reforma
misma del texto constitucional. Así las cosas, en tales casos “calificados”, las
garantías esenciales serían la excepción y las limitaciones a las libertades
más básicas una retórica perfectamente aceptada, en virtud del estado de
excepción permanente, mediante el cual se nos conmina a participar del
poder estando siempre alerta, pero que sólo afianza el dominio sobre
nosotros y ante el cual los sujetos sospechosos (hipotéticos o
individualizados) son siempre-ya-culpables, sin que se sepa exactamente de
qué. En fin, se trata de una metaley que pretende suspender el orden legal
positivo y que, en su expresión extrema, se aspira a que sea lo
suficientemente amplia o flexible como para que sea un mandato puro,
despojado de todo contenido preciso y cognoscible.
Mientras tanto, por encontrarnos en un estado de excepción y una
situación de sitio, existe una prohibición implícita de elaborar un proyecto
colectivo y propositivo de transformación sociopolítica. Estando a la
“defensiva”, no hay tiempo para esas cosas.
Todo lo antes apuntado se hace más notorio cuando la “globalización”
ha hecho obsoleta la exterioridad entre “nosotros” y los “otros”, con la
percepción de que las amenazas externas se han vuelto interiores y una
hiperfluidez de la comunicación mediática que pone en nuestro barrio al
marero, al terrorista, al narcotraficante, al inmigrante ilegal. Las fronteras se
vuelven impotentes para protegernos del contagio externo y la demanda de
seguridad aumenta todavía más. La distinción hasta entonces externa de
amigo/enemigo (así plasmada por Schmitt), se vierte al interior del cuerpo
político y nuestra sociedad. En esta división, la distinción no tiene un sustento
óntico ni es el reconocimiento de una diferencia objetiva, pues el enemigo se
parece a nosotros y por definición es invisible, por lo que el principal
problema es tratar de ubicarlo (son algo así como la “amenaza judía” en la
historia europea). De hecho, su identificación coincide con su designación, y
su descubrimiento hace posible que la lucha contra él se lleve a cabo y pueda

26
ser destinatario del odio colectivo. Entonces, debe subrayarse, la amenaza,
infiltrada e invisible, carece de rostro, cosa que la hace infinitamente más
intimidante, pues su víctima potencial ya no es un individuo, sino el grupo, por
lo que ya no se trata de juzgar a un acusado, sino de identificar la amenaza y
neutralizarla. Es un esfuerzo constante de búsqueda y designación del
enemigo, en la que este hilvana el espacio ideológico para conformar un
oponente único a partir de todas las debilidades e inconsistencias de un
orden social en crisis, que busca en una causa externa la explicación a casi
todos sus males endógenos.
Esta lógica de la amenaza invisible, legitima incluso el golpe preventivo
(muy apreciado en la difunta administración del señor Bush), pues en vista de
que la amenaza es virtual, cuando se concrete siempre será tarde. De ahí
cabalmente que ese tipo de poder que se presenta a sí mismo como en alerta
permanente y peligro mortal, es el más peligroso de todos. El miedo se
convierte en el nuevo factor estructurante, es decir en lo que da un
significado o lectura y acomodo al resto de los elementos, pero que se
mantiene como potencialidad y, para seguir funcionando, precisa permanecer
como tal y que su vacío sea llenado con la fantasía variable, a la espera de
algún elemento errante que habrá de surgir y llenar ese vacío, pero que al
surgir se prefiere desconocer, para preservarle su no-humanidad, sino
mantenerlo en la categoría abstracta de infractor/enemigo.
Por eso no es de extrañar que la militarización y la criminalización se
entrecrucen, tanto en estrategias represivas como preventivas, o que la
retórica que se emplea sea de corte guerrerista (muy apto a los fines
populistas), de una guerra sin límites, ni temporales (pues está destinada a
durar lo necesario), sin territorio (como subproducto de la mundialización, en
la que ya no hay un Imperio del Mal, o sea otra entidad territorial, sino de una
red global ilícita, secreta, y casi virtual) y sin adversarios definidos (sino que
se definen y redefinen según el viento). Para ello, vale pasar por alto las
leyes (Cicerón decía que, en la guerra, las leyes enmudecen), debilitar las
instituciones e incluso traer a colación la conveniencia de prácticas que se

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creían desterradas, como la tortura (o, en la nomenclatura de la
administración Bush, “estilos alternativos de obtener información”), la
detención indefinida y la pena de muerte. El solo hecho de que estas
aparezcan en una agenda pública, ya es un triunfo ideológico para los
sectores represivos.
Incluso, hay a quienes al menos debe agradecerse su franqueza, que
en el paroxismo de su programa de desmantelamiento del sector público,
abogan por la reducción de las garantías procesales como un método de
ahorro, al reducir el costo presupuestario de los procesos penales (al igual
que el de la vigilancia o funciones de policía y se inclinan por confiar esas
labores al quehacer privado o comercial y, por ende, sin acceso a ellas para
quienes no puedan costearlas); cosa que sencillamente no merece refutación
alguna, por partir del valor prevalente del dinero sobre la dignidad humana.
En tanto es de esa forma, el “significante amo” ya no lo será el de la
igualdad, los derechos o el bienestar, sino (paliando la improductividad
política que ha desacreditado a los aparatos públicos y llevado a clamar por
sustitutivos) el eficientismo en esa brega, la ejecutividad en el combate a la
“amenaza de la criminalidad”; que ya no debe resolver con una justicia
política, sino enviar mensajes claros de que se reacciona a la indignación,
más que a la seriedad de la infracción. Muy a tono con la lógica sistémica, lo
que importa es responder a los impulsos, con una subcultura gerencial, que
lo que gana en tiempo de reacción lo pierde en capacidad de análisis.
En fin, quienes se encargan de la problemática, en búsqueda de
aumentar su credibilidad y la de los intereses o visiones que fomentan, antes
de procurar apaciguar las cosas, refuerzan la sensación de inseguridad (de
hecho, incluso la policía suele presentarse como la primera víctima de la
situación “incontrolable”), lo que les otorga cohesión a su alrededor ante la
amenaza (toda amenaza cohesiona a los amenazados) y expande su poder
de definición de los enemigos o de lo que no es bueno, lo que es
particularmente provechoso en las épocas de crisis de legitimidad de la clase
política y de un control (micro y macrofísico) más estricto, sobre todo el

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espacio social. Para ello hay que demostrar que el poder político aún está
saludable, lo cual se hace visible a través de la potestad punitiva.
Lo que se soslaya es que cuando la lucha contra el miedo termina por
ensombrecer el bien común de una sociedad pluralista y respetuosa de las
libertades esenciales, sus instituciones sólo pueden debilitarse. De modo que
la credibilidad que pueden recuperar ciertos sectores (sobre todo de la clase
política), es directamente proporcional al daño que se hace a las instituciones
de todo el conjunto social.
En las antípodas del pensamiento iluminista que abrió la modernidad,
el individuo amenazante o sospechoso no es alguien (y menos un alguien a
rehabilitar), sino una epidemia social y mundial a combatir.

III. El descubrimiento de la víctima es relativamente reciente. Pero la que


cuenta no es cualquier víctima, sino la que sea un insumo útil al discurso
represivo, es decir la que resulte mártir o heroica. La víctima común u
ordinaria, permanece invisible o marginada, tornándose perturbadora cuando
trata de intervenir en el proceso o emplazar a la administración de justicia, no
faltando una agencia o funcionario que quiera reemplazarla en su papel y sus
decisiones. Para decirlo diferente, más allá de la víctima empírica, la víctima
que interesa es la que resulta un insumo político, la víctima invocada.
Irónicamente, el pluralismo y el individualismo acarreado por la
liberalización de las costumbres y su fragmentación social, son compensados
por una criminalización acentuada, que devuelve la sensación de seguridad,
y se centra en ciertos estratos de población que se considera riesgosos
(después de la Guerra Fría y del “peligro rojo”, el triángulo más sombrío que
se esgrime es el matema [extranjero indocumentado / terrorismo / crimen
organizado]); mientras que otros estratos, cuyas actividades pueden ser más
lesivas socialmente, o pertenecen a elites ubicadas por encima del Estado de
Derecho (que, en tanto es así, deja de serlo), quedan fuera del campo de
visión de la política criminal. Entonces, como se decía, a falta de esquemas
axiológicos y pautas de conducta compartidos y únicos, la víctima es una

29
categoría idónea para cimentar el discurso represivo y hacerlo atendible, a
condición de que aquella sea abstracta y sea portadora de un sentimiento
colectivo y susceptible de una múltiple instrumentalización. Por su parte, la
víctima empírica se arriesga a caer en la penumbra o el olvido, si no está
dispuesta a figurar públicamente y socializar su vivencia traumática para
sustentar las políticas que demandan más inversión en seguridad y menos
tolerancia con los infractores. Esas personas ofendidas, que han sufrido
pérdidas o traumas a raíz de la agresión, topan frecuentemente con la
improductividad política del aparato público ya mencionada, esta vez en el
terreno de la administración de justicia y el auxilio inmediato de la policía (lo
que agrega un temor de segundo nivel a la inquietud de las demás personas,
ya no sólo de ser víctima de un delito, sino de que las instituciones no
funcionen en su eventual caso), por lo que es explicable que, al ser
doblemente agraviadas, siendo objeto de una agresión fuera de la
administración pública y de la indeferencia de esta, estén dispuestas a ser
instrumentalizadas aviesamente por los sectores que aconsejan más
seguridad pública (más drasticidad sancionatoria, más policías, más
tribunales, más cárceles), los cuales no reparan en las necesidades de esa
persona concreta en una situación como la aludida, sino que ponen su celo
en el acto de hacer cumplir la ley o de modificarla. En caso contrario, es decir,
si lo que dicha víctima exige es protección, atención y un mínimo de
comprensión, silenciosamente pasa a ser puesta en la penumbra y un
nombre más en un expediente; o, para decirlo más complicado, se convierte
en un fantasma más en el proceso, siendo sustituida por la víctima invocada
o abstracta.
Como dato interesante que muestra el afán de capitalizar ese
sufrimiento personal y que este no pueda ser olvidado, no sorprende que las
leyes reactivas a un hecho específico, lleven el nombre de la víctima, como
fue el caso en Costa Rica de la denominada “Ley Kattia y Osvaldo”, la cual
fue promovida por un medio televisivo evocando el nombre de dos menores
desaparecidos y luego hallados sin vida y en virtud de la cual se elevó la

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pena del homicidio de lo menores de doce años; o la “Ley Megan” de los
Estados Unidos, niña fallecida en condiciones similares y que disponía que,
una vez cumplida la pena, las comunidades adonde se trasladara a vivir el
sentenciado, debían ser pública y masivamente informadas de su presencia.
Planteado en esos términos, una vez que se tiene la víctima, lo
siguiente es señalar a un adversario (efectivo o posible) y combatirlo hasta su
fin, ejerciendo una suerte de violencia sacrificial, que al concluir poco le falta
para devenir en júbilo colectivo. Por eso es importante capturar al infractor,
porque es capturar el mal, y que aquel llegue en buena salud (y llegue vivo) a
esta etapa. De lo contrario, el sacrificio no se cumplirá y la falta quedará
abierta.
Por esa vía se construye un discurso populista basado en los ultrajes y
humillaciones persistentemente padecidos por un “pueblo de víctimas”, en
nombre del cual se exige represión y en cuya generalidad cada miembro de
la sociedad se puede ubicar como ofendido hipotético. El martirio potencial
derivado de un daño, se transplanta a una interpelación múltiple. Ante esto, el
drama de las víctimas concretas, es absorbido en el drama de la infracción a
la ley y en el programa restauratorio de la represión. La tensión ya no es
entre el ofensor y el perjudicado, sino entre la falta y la ley, o la falta y la paz
social, de modo que la reprochabilidad no es por el daño inferido a la víctima,
sino por la afrenta al poder soberano de definición y a la integridad social de
un colectivo con relaciones internas débiles y cuyos individuos se sienten
aislados o desprotegidos por sus semejantes. Entonces, su estatus potencial
de víctima, les proporciona la legitimidad para exigir que el Estado los
ampare ante el riesgo, de suerte que la falta de solidaridad nuclear efectiva,
sea suplida por la represión como una “solidaridad de víctimas” (efectivas o
potenciales).
Lo que pasa es que, ni las infracciones argüidas son necesariamente
males reales, sino la abstracción juridizada de un remedio al desorden y
volubilidad que se percibe, ni esos males (reales o imaginarios) son
susceptibles de ser solventados por la vía de la normativa penal. Baste ver en

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tal dirección la campaña transnacional contra el terrorismo, campaña esta
que ha sido un verdadero instrumento neocolonial de imposición de una
visión única del mundo, en el cual la víctima invocada no deja lugar para la
víctima individual, porque esta desublima la lucha contra el mal, mientras que
aquella, abstracta como es, permite un sentimiento dual de piedad y
condolencia para con ella, y de satanización de los agresores potenciales o
efectivos.
Es así que a un sistema normativo cognoscible y consistente, lo ha
sustituido, en detrimento de la certeza jurídica, uno casuístico e improvisado
en sus alcances o sanciones, o bien en sus aplicaciones, que trata de
abarcar lo inabarcable y preceptuar situaciones harto dispares, muchas que
sólo tienen en común el desconcierto y deseo de venganza que expresan. A
cada escándalo, se reacciona con una política criminal ad hoc, por lo que la
potestad punitiva se convierte en el álbum fotográfico de la sucesión de
aquellos y en el perímetro en que están destinados presuntamente a
resolverse.
La anemia en que se ha inducido a la sociedad ha conllevado la falta
de decisiones políticas tomadas en foros públicos (sobre todo los
democráticos), la cual es suplida por la política represiva y el verticalismo
autoritario. Correlativamente, el proceso penal se pone en marcha como una
reacción de la sociedad contra la infracción y el rito judicial trata de responder
al oprobio moral que produce la infracción o su posibilidad, devaluando
simultáneamente cualquier instancia o iniciativa moderadora de la potestad
punitiva, incluyendo el principio de inocencia y la igualdad ante la ley, pues a
los causantes de ese oprobio ambas garantías les son cuestionadas. De
suerte que, como el viejo chiste de que “mi novia nuca llega tarde, porque si
lo hace deja de ser mi novia”, las garantías procesales o penales plenas
quedan reservadas para los “ciudadanos de bien”, pero en el momento que
las necesitan por ser sospechosos o encausados, les son negadas, porque
ya no son “ciudadanos de bien”. De estos sólo se espera que hagan
manifiesta su adhesión al universo valorativo y de conductas del que se han

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desviado, capitulando en su insumisión; aunque esta obedezca a causas que
trascienden socialmente al sujeto o le son mentalmente reacias de
introyectar. Ello reafirma la solidez de las posiciones desde las que se ejerce
el poder de definición y mimetiza una transformación moral del sujeto, que se
distancia de su acción y retorna al “ambiente natural” de la colectividad. La
figura del “criminal” tranquiliza al colectivo, pues este ve reconocidas sus
“buenas costumbres” y se distingue a sí mismo de aquel. De ahí que el sujeto
no sólo tenga que dar cuentas de su vida (simplificada al código casi binario
de la infracción) al tribunal, sino al público en general. De modo que, por una
parte, este es víctima del miedo ante el hecho delictivo, porque se reconoce
en él el peligro que acecha a cada uno de “nosotros” y podría hacernos
parecer mañana en primera plana; por la otra, reasegura la confiabilidad y las
ventajas de vivir y pensar “normalmente”. En fin, la figura del “criminal”
reconcilia a la sociedad consigo misma. Es el demonio al que se le
transfieren todas las culpas y problemas de aquella, liberándola del mal.
En síntesis, como herramienta ideológica que es, esos votos de lealtad
naturalizan un orden social. Ante este clamor, las carencias sociales (sean
estas materiales o culturales), o los factores orgánicos del sujeto, no valen;
salvo que el caso sea límite y la ventaja reconstitutiva sea más onerosa, por
la legitimidad que se pierde al hacer un uso abiertamente irracional de la
violencia institucional. En este terreno de criminalización secundaria, las
ciencias sociales e incluso las médicas, y ante todo la psiquiatría, han perdido
terreno en su importancia, porque con la excepción de las hipótesis extremas,
sus exámenes tienen escasa relevancia en el juicio de recriminabilidad contra
el sujeto. Lo que se levanta ante ellas es una exigencia casi religiosa de
arrepentimiento y purga, laicizada en una política criminal irracional: la pena
sanciona al culpable, pero el sacrificio exorciza los miedos colectivos. Se
responde al mal con el mal y de ese modo la transgresión es expiada, incluso
extralegalmente porque al no enmarcarse dentro de una categoría política
racionalmente construida, la respuesta represiva al mal que nos merodea se
vuelve incontrolable. Al final del día, lo que puede afirmarse es lo mismo que

33
el chiste cruel de “aquí ya no hay caníbales, porque ayer nos comimos el
último”.
Irónicamente ello posibilita un punto de encuentro entre un aparato
público que busca reconquistar credibilidad y una clase política devaluada,
por una parte, y, por la otra, personas que no le encuentran explicación
convincente a su malestar y sentimiento de vulnerabilidad, y exigen
protección. Es de ese modo que la regla o el tipo penal que se crea, encarna
el momento político en que se proclama la decisión de sancionar, dictando
incriminaciones contra un individuo abstracto.
Sin embargo, aunque en las palabras es un punto pacíficamente
admitido pero siempre olvidado, el proceso y la eventual condena tendrán
como punto de imputación un individuo concreto. Por consiguiente, si se
pretende una reacción punitiva mínimamente legitimada por la razón, no
basta con la observancia de la ley: es necesario contextualizar a ese sujeto
para que, en el acto de hacerse efectiva, no sucumba a la violencia de la
regla abstracta, al perder su referente histórico: el sujeto específico, su acción
y las repercusiones que tiene para la convivencia en sociedad. Es decir, si se
pretende evitar que la contra-violencia institucional (o incluso la tomada por
propia mano de algunas personas) se transforme en una renacida expiación
social (muy de raigambre religiosa), no puede escindirse la reacción
sancionatoria del sujeto y sus circunstancias. Si se intenta superar esta
reprobable época en la que un sujeto es castigado tanto como sea posible,
sea para purificar la comunidad del espanto del crimen como para suprimir el
mal, y así mantener intacta la cohesión social y la “vitalidad” de la consciencia
común, debe constatarse la afectación de un derecho de otros y de que esa
acción dificulta la convivencia social.
De no ser así, aun cuando se diga que el análisis se hace a nivel, ya no
retributivo, sino preventivo, de lo que terminará hablándose (como en efecto
viene sucediendo) es de los factores de riesgo que representa el individuo. O
sea, la parte no declarada es el grado de riesgo aceptable para los criterios
prevalentes en la sociedad, o aceptables para la sociedad como construcción

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ideológica, procediendo a escindir la infracción del daño y el acto de su autor,
para vincularlo todo a un arco de posibilidades en que se manifieste la
inseguridad que despierta el hecho delictivo que se investiga o genera
inquietud. O, para ponerlo en otra manera, el tema no es la responsabilidad,
sino la amenaza, y cómo la pena, antes que individualizarse, se
“desindividualiza”.
De tal suerte que el nuevo paradigma, no declarado, es el del riesgo o
la precaución en la comunidad del miedo, pues ni siquiera cuando se tiene a
un individuo determinado se mira a su peligrosidad constatada, sino al mal
imprevisible que puede ocasionar. De esa guisa, amén de las funciones no
declaradas de la ley y la pena que les subyacen, como es la reconstitución
del poder y la modelación del individuo, en términos de discurso represivo,
pierde relevancia la retribución, la disuasión, la rehabilitación e incluso la
prevención especial (porque, como se dijo, no se procede acorde a las
características constatadas del sospechoso), sino que la óptica dominante en
la creación de la identidad criminal será el margen o calidad de riesgos que el
sujeto encarna. Es un juicio infinito, desarrollado según un código no escrito
(incluso judicialmente, que nunca acabó de desprenderse de la “íntima
convicción”), en el que en vez de la infracción, se juzga a la figura inscrita en
un complejo de representaciones sociales y en el que se dicta un
pronunciamiento sin el otro, que es visto sólo como una forma de expresarse
ese complejo etéreo de riesgos.
Precisamente por eso es que el sujeto debe ser marcado, como Caín,
no por lo que hizo, sino por lo que representa: quien está fuera de la ley y las
reglas. Sus atributos primarios (edad, extracción social, contexto cultural,
ocupación, familia) quedan suprimidos ante un atributo secundario, como es
el estar “fuera de la ley”. Incluso en esos casos particulares, es notorio que el
interés, más que comprender el origen de la inseguridad o riesgo, es el de
vigilar ciertos grupos y espacios sociales. Nuevamente surge acá el esquema
schmittiano de amigo/enemigo como clave o registro de lectura en tal terreno,

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con todas las connotaciones estereotípicas de una cultura de guerra, antes
que de convivencia, que construyen el “enemigo adecuado”.

IV. La pregunta obligada, entonces, es qué opción cabe contra una


situación como la de incertidumbre generalizada que vive nuestra población.
Ese es un tema que amerita un tratamiento más sopesado que el que se
puede desarrollar en estas páginas, cuyo propósito esencial no es ofrecer
una solución (cosa que quedará para otra sede), sino ocuparse del tema del
populismo penal.
Aun así, cabe establecer o acotar algunas líneas tentativas de
discusión que ya este servidor había expuesto en una publicación precedente
(“Teoría de la Justicia…”). Desde los cánones de una filosofía política
sustentada en la libertad como inmanente a los seres humanos y la igualdad
de dignidad entre ellos, se puede cimentar una propuesta para reconstruir los
lazos sociales, aun en aquellos casos en que el mal ocasionado por la
victimización no es reparable. Esto es, es inevitable admitir que una discusión
sobre la política criminal debe partir de premisas filosóficas que enmarcarán
las decisiones a tomar. De no ser de ese modo, se corre el riesgo de que,
dando por sentados ciertos principios no declarados, terminen imponiéndose
los que no son aceptables o defendibles y, en consecuencia, prevalezca no
la fuerza de la razón, sino la razón de la fuerza.
De igual manera, esperar que dichas decisiones puedan resultar
sosteniblemente convincentes o eficaces sin que se basen en un puntual
conocimiento del ambiente humano en que surgen y serán aplicadas, es
sencillamente absurdo. De allí la importancia de que los operadores de
Derecho se involucren en el conocimiento del medio social en que se
desempeñan, para lo cual tendrán que echar mano al aporte de las Ciencias
Sociales, cosa ante la cual el autorreferencialismo del Derecho como
construcción que se valida a sí misma, es particularmente reacio. Ello es
comprensible si es que se toma en cuenta el interés de suprimir todo rasgo o
traza de crítica social en la ingeniería jurídica, reduciéndola a una tecnología

36
del poder establecido, refractaria a cuestionarse su origen o la legitimidad
política del mismo y su expresión normativa.
Tres elementos más. En vista de que la libertad es una cualidad
inherente al ser humano, es del individuo y sus asociaciones que surge el
poder público; y no al revés. Es decir, los espacios de autonomía no son una
concesión que el poder hace a las personas (concepción descendente del
poder), sino que el poder público es una cesión parcial de su libertad que las
personas hacen a una cierta institucionalidad (en palabras pobres, al Estado)
para garantizarse la convivencia (concepción ascendente del poder). De
modo que no es que, en lo no garantizado a las personas, el poder público
tiene plena potestad; sino que, al contrario, en lo no estrictamente necesario
para procurar la convivencia, en términos de libertad e igualdad de las
personas, toda intervención del poder debe estar vedada. Esto, en el plano
de la política criminal significa que no es válido intervenir aquellos ámbitos de
vida o acciones que no afecten la convivencia y que, de hacerlo, esa
intervención deberá ser en los límites severamente precisos para tal finalidad,
lo que excluye toda regulación que resulte simplemente un ejercicio de la
violencia, sea porque abarca áreas ajenas a la convivencia, tanto porque es
excesiva y resulta desproporcionada para salvaguardarla, o porque al no
parar mientes en el sujeto involucrado y su contexto (como se ha venido
criticando) se vuelve una pura demostración reconstitutiva del poder y del
sentimiento de mutua protección, mas es inútil para reconstituir los lazos
humanos o para recuperar el capital social.
Luego, la determinación de las áreas de intervención, debe obedecer a
una decisión política (y desapasionada) de las conductas que deben ser
normadas y de la forma en que debe procederse. En consecuencia, no puede
inspirarse en una visión moralista o religiosa, cuya validez está limitada a
quienes comparten esos esquemas axiológicos e incluso de conocimiento,
sino en una justicia política, cuya legitimidad radique en que,
independientemente de las convicciones o creencias de las personas, pueda

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demostrarse como necesaria y conducente para asegurar la convivencia en
términos de dignidad e igualdad.
Finalmente, ese último valor lleva al tercer aspecto de relevancia a
tener presente.
Puede haber democracia sin igualdad; pero el único sistema de
gobierno que puede surgir de la igualdad es la democracia. De suerte que si
el orden social quiere ser consecuente con lo que dice y contar con la
legitimidad que emana de la igualdad como principio, toda discusión política
tiene que ser pública y pluralista, lo cual posibilite escuchar las diferentes
ópticas y posiciones, así como la participación de la gente, abriendo el foro
en que, aparte de elevar su cultura política, las personas sean vistas como
tales y no como argumentos en que se simboliza el temor y la sensación de
asedio, que en el fondo son la transustanciación de un cuadro de valores y
pautas compartidas que ha venido a menos. El pluralismo, para ponerlo en
lacaniano, debe enfrentar esa “cosa terrible”, la cual demanda una razón
pública y un capital social contrastante con el populismo penal, el cual ha
hecho de la exclusión de toda deliberación una de sus herramientas más
efectivas, instaurando como normal la descalificación y la opacidad de sus
concepciones e intereses.
En definitiva, por todo lo anterior cabe decir que, por una parte, el
populismo penal no es compatible con la razón pública en que debe arraigar
el poder público legítimo y una política criminal ponderada. Y, por la otra, su
promesa de recuperar el paraíso perdido de un mundo en el que reinaba la
seguridad, esconde un modelo de control social que se basa justamente en la
supresión de los elementos políticos indispensables para que dicha seguridad
colectiva sea una realidad.

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